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10 palabras clave ante el final de la vida - Elizari Basterra, Francisco Javier

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Francisco Javier Elizari Basterra
(director)
10 palabras clave
ante el final
de la vida
Editorial Verbo Divino
Avenida de Pamplona, 41
31200 Estella (Navarra), España
Teléfono: 948 55 65 11
Fax: 948 55 45 06
Internet: http://www.verbodivino.es
E-mail: [email protected]
Dibujo de tapa: Miren Sorne.
© Editorial Verbo Divino, 2007. Printed in Spain.
Impresión: Gráficas Lizarra, Villatuerta (Navarra).
Depósito legal: NA. 381-2007.
ISBN 978-84-8169-712-4
Contenido
Colaboradores ..........................................
7
Presentación .............................................
Francisco Javier Elizari Basterra
11
Morir, hoy ................................................
Salvador Urraca Martínez
19
Cuidados paliativos..................................
Javier Barbero Gutiérrez
67
Calidad de vida .......................................
Francesc Torralba Rossellò
115
Muerte digna ...........................................
Marciano Vidal García
155
Dar malas noticias ...................................
José Carlos Bermejo Higuera
199
Limitación del esfuerzo terapéutico ..........
Juan Carlos Álvarez Pérez
245
Alimentación artificial .............................
Juan Aristondo Saracíbar
303
Eutanasia.................................................
Francisco Javier Elizari Basterra
345
6 / Colaboradores
Voluntades anticipadas.............................
Ana María Marcos del Cano
389
La muerte clínica .....................................
Juan Luis Trueba Gutiérrez
427
Colaboradores
Juan Carlos Álvarez Pérez. Doctor en Medicina
y Cirugía. Jefe clínico del Servicio de Urgencias
del Hospital San Francisco de Asís, de Madrid.
Codirector del Master en Bioética de la U. P.
Comillas. Profesor de los Master en Bioética de
la Universidad Complutense de Madrid y de la
IPS/OMS. Profesor de la Facultad de Medicina,
Universidad San Pablo-CEU.
Juan Aristondo Saracíbar. Doctor en Teología
por la Universidad de Lovaina (Bélgica). Profesor de Moral en la Facultad de Teología del
Norte de España, sede Vitoria-Gasteiz.
Javier Barbero Gutiérrez. Psicólogo clínico.
Magíster en Bioética. Adjunto del Servicio de
Hematología del Hospital Universitario La
Paz, de Madrid.
José Carlos Bermejo Higuera. Director del Centro de Humanización de la Salud de los Religiosos Camilos, de Tres Cantos (Madrid).
Director de la Escuela de Pastoral de FERS,
Madrid. Director del Master en Counselling
y del Master en Humanización de la Intervención Social de la Universidad Ramón
Llull en Madrid. Profesor en el Camillianum,
Roma.
8 / Colaboradores
Francisco Javier Elizari Basterra. Profesor de Bioética durante 30 años en el Instituto Superior
de Ciencias Morales, Madrid. Miembro durante varios años de la Comisión Nacional de
Reproducción Humana Asistida.
Ana María Marcos del Cano. Profesora titular
de Filosofía del Derecho, UNED. Secretaria
general de la UNED. Profesora de Bioética
en el Instituto Superior de Ciencias Morales,
Madrid. Directora del Curso de Experto en
Bioderecho, UNED. Directora del Curso de
Experto en Inmigración y Multiculturalismo,
UNED.
Francesc Torralba Rossellò. Profesor titular de
Filosofía de la Universidad Ramón Llull,
Barcelona. Investigador del Instituto Borja
de Bioética, Barcelona. Director del Anuario
Ars Brevis. Presidente del Comité de Ética
Asistencial de la Fundación SAR. Miembro
del Comité de Ética Asistencial del Hospital
San Rafael, Barcelona. Jefe Académico de la
Cátedra Ramón Llull-Blanquerna.
Juan Luis Trueba Gutiérrez. Doctor en Medicina
y especialista en Neurología. Profesor asociado
de Medicina (Neurología) en el Hospital Universitario Doce de Octubre, Madrid. Presidente
de la Asociación de Bioética Fundamental y
Clínica. Profesor y miembro del Consejo
Asesor de la Cátedra de Bioética, Universidad
P. Comillas, Madrid.
Salvador Urraca Martínez. Doctor en Psicología.
Licenciado en Filosofía y Letras. Profesor titular
de Metodología en la Facultad de Psicología de
la Universidad Complutense de Madrid. Coordinador del Área de Psicología y Medicina de
la revista Jano (1985-1996).
Colaboradores / 9
Marciano Vidal García. Profesor ordinario en el
Instituto Superior de Ciencias Morales, Madrid. Ha enseñado, como profesor ordinario, en
la Universidad Pontificia Comillas, Madrid, y,
como profesor invitado, en la Academia
Alfonsiana, Roma.
Presentación
Francisco Javier Elizari Basterra
Si tuviéramos que destacar una idea dominante en 10 palabras clave ante el final de la vida, ésta
bien podría ser la aspiración a un morir mejor, es
decir, más humano, referido no sólo al instante
postrero de la vida, sino, sobre todo, a su fase última, más o menos larga. Porque el morir en nuestra sociedad es manifiestamente mejorable.
Al perseguir este objetivo, no podemos olvidar que la mejora del morir tiene tantas caras
como personas. Este punto es capital, pero si
queremos trabajar lúcidamente en el empeño, es
necesario recordar que cada momento histórico,
cada sociedad, deja, en algún grado, su propia
huella en la última etapa de la vida por medio de
normas, leyes, costumbres, ritos, ideas éticas, prácticas médicas, creencias, aspiraciones, temores, interrogantes, etc.
Aunque mucho de lo aquí expresado es válido también para otros lugares, la imagen que
sirve de marco de referencia es la de la sociedad
desarrollada. Si nuestro horizonte más directo
hubiera sido el morir en áreas menos desarrolladas, habría sido preciso cambiar no pocas palabras, pues allí el final de la vida –y toda ella– está
muy marcado por la pobreza y sus tremendas
secuelas. En dichas zonas, graves cuestiones de
justicia subyacen al modo de morir.
En algunas partes de la sociedad desarrollada,
hacia finales de los sesenta o principios de los
12 / 10 palabras clave ante el final de la vida
setenta (siglo XX) se extiende paulatinamente en
la conciencia social una sensación nueva: muchos
pacientes mueren mal o, dicho con otras palabras, de modo no deseable. En esta imagen del
mal morir entran componentes variados: dolor,
sufrimientos, prolongación considerada excesiva
de la vida, decadencia del paciente, etc. La nueva
percepción no se podía achacar al morir en cuanto tal, sino –permítaseme la expresión– al mal
manejo del morir, a una mala gestión, cosa perfectamente evitable. Las conexiones del mal
morir, en ese momento, eran numerosas: entre
ellas, no pocos destacan, como muy importante,
los grandes avances tecnológicos aplicados a la
medicina, capaces de prolongar la vida, a veces
hasta condiciones muy penosas. Semejante “proeza” técnica pudo contar, en ocasiones, con todas
las bendiciones de un aliado, la idea moral de la
santidad de la vida, tal como era entendida por
algunas corrientes, no por todos.
La conciencia del mal morir no se quedó
entonces callada: formuló quejas, acusaciones,
deseos de cambio. Las sugerencias e intentos de
mejora eran variados. Desde la ética y las leyes se
buscó poner algún freno a la lógica desbordada
de la tecnología en medicina. Una de las formas de
hacerlo fue el énfasis ético y legal puesto en la
autonomía del paciente (consentimiento informado, rechazo de tratamientos, voluntades anticipadas, etc.), en la esperanza de contrarrestar el
paternalismo médico y el orgullo tecnológico desmedido.
Otra respuesta digna de subrayar es la creación progresiva, lenta, de los cuidados paliativos,
una cara muy distinta de la otra medicina, agresiva, tecnológica. Por encima de estos cuidados,
y de modo más general, se prestó más atención a
la formación de los profesionales sanitarios en
orden a mejorar la comunicación con el paciente, en línea con el nuevo dogma de la autonomía.
Gracias a todo ello y a otras iniciativas, hemos de
Presentación / 13
reconocer pasos muy positivos; los avances han
sido importantes, pero los caminos por recorrer
en esa dirección son largos.
Centrándonos en la sociedad desarrollada
actual, ¿dónde colocar los acentos en el empeño
por mejorar el final de la vida de los pacientes?
Sin ninguna pretensión exhaustiva, indiquemos
algunos.
Muerte y decadencia del ser humano
El primer punto dice relación a un cambio
cultural respecto a la percepción de la muerte y
de las disminuciones en el ser humano. Si logramos
una transformación en este campo, habremos
creado unas condiciones más favorables para un
mejor morir. Todos estamos invitados a esta tarea
saludable, aunque envuelta en dificultades.
Hemos de ser capaces de hablar con normalidad de lo que es normal y no solemos mencionar. No se trata de complicados discursos filosóficos o de reflexiones religiosas, todo lo cual tiene
su lugar dentro de las opciones personales y
puede representar una aportación valiosa en esta
materia. Hablamos de algo más sencillo. La
muerte no es un mero accidente de la vida; es un
hecho inevitable que forma parte de toda existencia humana. Se trata de la aceptación práctica,
no meramente teórica, de nuestra condición
mortal, con las correspondientes derivadas en la
realidad.
Es, también, importante integrar en nuestro
patrimonio ordinario la imagen de la decadencia
corporal y psíquica. La fragilidad, las disminuciones, la dependencia, que, por otra parte, son
acompañantes del ser humano en alguna medida y de diferentes formas a lo largo de la vida, se
suelen hacer más presentes en la etapa final. Es
comprensible que las consideremos como una
herida y hasta como una humillación. Pero nin-
14 / 10 palabras clave ante el final de la vida
guna disminución debe eclipsar la grandeza, la
dignidad de la persona. A veces, con un lenguaje
exagerado, pomposo, se dice que con la decadencia corporal aparece una nueva identidad del ser
humano. En un sentido relativo, es admisible
esta afirmación. Pero tales cambios, dolorosos,
molestos, no tienen por qué constituir una herida
mortal a la identidad humana, que permanece en
lo esencial a través de los más variados avatares de
la vida. Hemos de reconocer que en una sociedad
que alimenta de modo poco lúcido el ídolo de
una juventud perenne, nos resultará mucho más
difícil asimilar la decadencia del cuerpo y de la
mente.
Solidaridad más que autonomía
No se intenta ninguna exclusión o contraposición, sino poner un cierto orden. La aportación
clave de la sociedad para mejorar el morir lleva el
nombre de solidaridad u otros equivalentes. La
calidad de los cuidados prestados a los pacientes
en su fase final es, sin duda, su principal fuente
de bienestar y debería constituir la prioridad
social hacia ellos. Los cuidados paliativos son la
imagen emblemática de la solidaridad social
hacia quienes van a dejar este mundo. Siendo primordial el tratamiento del dolor, hemos de tener
cuidado para intentar dar respuesta a otros sufrimientos del paciente.
Cuando apareció en la conciencia social la
sensación de que muchos mueren mal, se puso
gran énfasis en la autonomía del paciente, en
orden a corregir esa situación. Fomentar que el
enfermo tome decisiones y el respeto a sus deseos
es una forma de afirmar la dignidad de la persona. Afortunadamente, este camino se va afianzando entre nosotros. Sin cejar en ello, podemos
aprender de Estados Unidos, el país que, en conjunto, más ha acentuado esta tendencia, para evitar algunos errores cometidos en ciertos modos
Presentación / 15
de exaltar la libertad. A veces, la familia era invisible y quedaba reducida al silencio, como si el
enfermo hubiera de decidir siendo un héroe solitario. Con ello se oscurecía o marginaba la valiosa asociación de la familia en las decisiones del
paciente y una importante aportación al bienestar de éste. La libertad del enfermo no tiene por
qué afirmarse a expensas de los fuertes vínculos
de toda una vida familiar. Otro riesgo de la excesiva exaltación de la autonomía es una mayor
dificultad para integrar las pequeñas o grandes
pérdidas de autonomía, frecuentes en la fase
final.
La mayor contribución al bienestar del enfermo en la fase final de la vida no le llega desde
los mensajes de autonomía para decidir que le
puedan transmitir la ética y las leyes. Los buenos
cuidados, el acompañamiento adecuado, son
para él la gran fuente de sentirse mejor. Y si nos
referimos a la dignidad de la persona, ¿cuándo el
paciente tiene una experiencia más viva de la propia dignidad? El reconocimiento de su autonomía es, ciertamente, una manera de valorarle,
pero la conciencia de ser una persona valiosa va
mucho más unida al cariño, al buen trato, a los
buenos cuidados. Solidaridad y autonomía son
necesarias para un mejor morir; sobre todo, la
primera.
La obstinación terapéutica
En los análisis sobre la aparición en la conciencia social de la sensación del mal morir,
vimos antes la parte que se pudo atribuir al desarrollo tecnológico aplicado a la medicina. ¿Cuál
es la situación actual en este punto? Las respuestas seguramente no son acordes. Probablemente
hemos dado pasos notables evitando la prolongación no razonable de muchas vidas humanas.
Pero todavía parecen demasiado frecuentes los
esfuerzos terapéuticos sin sentido. La corrección
16 / 10 palabras clave ante el final de la vida
es complicada: ha de ser obra de los mismos
médicos, de los pacientes, de las familias; necesitamos un justo manejo de las reivindicaciones
ante los jueces por actuaciones médicas, etc.
Quisiera insistir en una idea de fondo sobre la
cual se necesitan esfuerzos educativos: la vida no
ha de prolongarse a cualquier precio. Si esta idea
entrara como parte del sentir general, a los médicos se les evitarían situaciones muy incómodas y
morir sería menos complicado.
A veces, en esta materia, a las complicaciones
médicas, éticas y legales se les añaden otras políticas y mediáticas, especialmente en los casos más
extremos. Esto ha sucedido en el caso tan aireado
de Terry Schiavo. El final de la vida de esta mujer
en estado vegetativo se vio envuelto en un conflicto familiar, siendo unos partidarios de continuar la alimentación artificial, y otros, de interrumpirla. Al debate sobre este tratamiento se
sumaron políticos, medios de comunicación
social, personas religiosas, etc., todo lo cual dio a
los hechos una imagen que degeneró en espectáculo aprovechado para particulares intereses
más que para dar un ejemplo de deliberación y
contraste razonado de pareceres. Los casos extremos hay que abordarlos, pero el acento se ha de
poner en la ética de cada día, y lo mismo podría
decirse de las leyes.
La religión
Finalmente, me acerco a un asunto que no
forma parte del horizonte habitual abordado en
nuestra sociedad en relación con el buen morir.
¿Aporta o puede aportar algo la religión para que
un paciente viva de forma más humana, más
satisfactoria, el final de la vida? La respuesta no
puede ser uniforme.
Hay formas de lo religioso que no ayudan
nada; algunas incluso pueden empeorar la situa-
Presentación / 17
ción. Donde la religión se reduce a unos ritos
muy esporádicos, sus efectos son prácticamente
nulos o muy escasos. Existen, también, vivencias
religiosas patológicas, por ejemplo, de la fe cristiana, en las que domina de tal forma el temor
que el final de la vida se ve poblado de fantasmas
negros e intranquilizadores, a pesar de que hay
ritos y formas de apaciguar los temores. Así es
difícil morir bien. Sin embargo, personas no religiosas, sean profesionales de la medicina o no,
tienen experiencias de cómo una vivencia madura de la fe cristiana –algo parecido es aplicable a
otras religiones– influye poderosamente en un
morir pacífico, sereno y hasta gozoso, aun sin llegar al grado de san Francisco de Asís, que, siendo
una persona tan “normal”, no dudaba en hablar
de la “hermana muerte”. Los testimonios de cristianos maduros, con una fe coherente, sencilla o
más ilustrada, nos hablan del gran valor “terapéutico” de la fe cristiana para un bien morir. Sin
embargo, parece existir cierto pudor en ámbitos
no religiosos a escribir sobre este efecto benéfico
del que han sido testigos.
Las excelentes colaboraciones de 10 palabras
clave ante el final de la vida no sólo amplían
mucho de lo dicho en esta presentación, sino que
ofrecen otros muchos temas de gran interés y
actualidad.
Morir, hoy
Salvador Urraca Martínez
La empresa vital de morir
El morir como proceso y la muerte como hecho inexorable son cuestiones inherentes a la condición humana, aunque difíciles de interpretar en
su total significado y sentido. Nos acercamos a
ellos de puntillas, como si fueran montañas inabordables o pura abstracción, fascinados por una
parte y temerosos por otra.
La empresa de dignificar el morir siempre
resulta una tarea harto complicada. En cualquier
caso, casi todos tenemos temor al proceso del
morir (estímulo específico) y ansiedad ante la
muerte (estímulo abstracto).
Existen en la vida de las personas situaciones
límite devastadoras, especialmente los dolores y
sufrimientos prolongados e insidiosos en el
morir. A pesar de nuestro empeño en separar la
enfermedad, el morir y la muerte como entidades
diferenciales, constituyen dimensiones indisolubles del continuo de la vida. “Nuestras vidas son
los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”,
afirmaba Jorge Manrique.
Morir es un acontecimiento singular y relevante en la vida de un ser humano porque, a diferencia de los otros seres vivos del cosmos, conoce
su significado. El orden del cosmos exige que las
generaciones se renueven. La muerte, en consecuencia, es un acontecimiento necesario. Nuestro
tiempo en la tierra es limitado, finito.
20 / Salvador Urraca Martínez
En el Libro tibetano de los muertos se insiste
en las técnicas meditativas y en los rituales para
liberarse del temor a la muerte y gozar con más
intensidad del don de la existencia. La vida tendrá, entonces, pleno sentido y será más satisfactoria.
Ante la enfermedad terminal y la muerte, el
hombre se muestra vulnerable, débil e indefenso.
Al fin y al cabo todos nos sentimos, de algún
modo, inmortales (ello no significa que todos
tengamos un sentido de trascendencia religiosa).
Los conceptos de inmortalidad, de reencuentro
con los seres vivos, del más allá sin retorno, de la
resurrección de los muertos, del cielo nuevo y tierra nueva, etc., tienen encaje en el chamanismo,
en las civilizaciones de la antigua Mesopotamia y
Egipto, en la religión católica o en otras mentalidades antiguas y/o presentes. Por el contrario, la
creencia del tránsito a otras vidas, se dice, son ilusiones y fabulaciones vanas e ilusas. Es como
creer que la vida no tiene sentido en sí misma.
Así lo afirma el Mahabharata: fuera del tiempo ni
se muere ni se nace.
Algunos interpretan la trascendencia como la
capacidad del hombre para mostrar amor a los
demás. La afirmación de la trascendencia se plasma si se sobrepasan los límites del individualismo. La esencia constitutiva del hombre es la persona considerada en su total dimensión y su ligazón con los demás hombres. Por ello, es necesario recordar lo que afirmaba T. Merton: los hombres no somos islas.
Bastantes enfermos terminales sufren en sus
carnes, antes de llegar a su situación, un duro y
espinoso camino. Experimentan la tensión de las
expectativas limitadas. Además de lo que supone
la propia enfermedad, soportan el estigma de la
clandestinidad y del desamparo injusto.
Las convicciones religiosas, intrínsecas o extrínsecas, pueden dar sentido al dolor, al morir y a la
Morir, hoy / 21
muerte, sublimando los efectos perversos asociados al dolor y manteniendo la curiosidad y esperanza en la vida eterna. En los moribundos surgen
temores ante la pérdida de control, la percepción
de amenaza personal y la expectativa de que lo
irremediable está próximo y al otro lado del delgado muro que separa la vida y la muerte.
La muerte da a la vida su pleno sentido. Pero,
en el fondo, el moribundo vive la soledad más
destructiva y percibe el brutal abandono de sus
congéneres. Nadie, en consecuencia, desea morir
como perros solitarios y vagabundos. A pesar de
todo, la muerte siempre se produce en soledad y
en jaulas de vidrio esterilizadas. Así lo expresa
Remarque1: “La noche era la enemiga, el ahogo,
las manos en la sombra que buscaban su garganta, la intolerable soledad de la muerte”.
Samuel Beckett mantenía que la muerte desnuda a la vida hasta reducirla a su esencia y luego
le arrebata esa esencia. Al hombre moderno,
envuelto en una potente tecnociencia, se le ha
creado la idea de que todo es alcanzable y dominable. Por eso no comprende la significación de la
finitud, el abandono afectivo, la agonía y la descomposición paulatina del cuerpo. Ante estos
acontecimientos, presentes o futuros, siente
impotencia y angustia. Son realidades que conocemos sólo desde el exterior, ahí radica la dificultad para ahondar y desvelar sus secretos más profundos.
El concepto y el significado de la muerte es
polisémico. Así, se habla de muerte biológica, que
deviene en el coma o muerte cerebral y, finalmente, en cadáver; de muerte social/sociológica,
que abarca a los que han visto minado su prestigio y su poder productivo, a los que sufren la
exclusión social con derivaciones en la reclusión
E. M. Remarque, Le Ciel n’a pas de préférés, Le Cercle
du Bibliophile, Lille 1964, p. 129.
1
22 / Salvador Urraca Martínez
psiquiátrica, hospitalaria, carcelaria, y a los que
padecen el paso a la jubilación o a la fase terminal
de su existencia; de muerte espiritual, que, según la
doctrina cristiana, supone el pecado mortal; de
muerte psicológica, que afecta a los que se ven
envueltos en la demencia senil o en la enfermedad
de Alzheimer y a quienes sufren las heridas del
desamor o experimentan la desolación ante ideales
y proyectos hechos trizas; de muerte ecológica: el
siglo XX fue el siglo del envenenamiento y de la
muerte masiva de la humanidad y de la vida en el
planeta. La posibilidad de la muerte ecológica persiste en nuestros días. Desde los años setenta
hemos descubierto que los desechos, emanaciones
y exhalaciones de nuestro desarrollo tecnológico e
industrial degradan nuestra biosfera y amenazan
con envenenar irremediablemente el medio
viviente del cual formamos parte: la dominación
desenfrenada de la naturaleza por la técnica conduce a la humanidad al suicidio.
Estas distintas muertes son situaciones marginales y de reclusión, que pueden experimentarse
en la misma persona en distintos momentos de la
vida. Morir es un territorio abonado para que la
persona se vea involucrada en diversas muertes.
Morir, como todas las funciones de un organismo humano vivo, tiene un carácter bio-psicosocial. En consecuencia, no se debe enfocar la
muerte sólo desde una perspectiva fragmentada:
consideración sólo de lo somático y no de la persona enferma. De ahí que la muerte de cualquier
hombre me disminuye, porque estoy ligado a la
humanidad; sólo merece la pena morir si se ha
vivido realmente, según afirmaba Hemingway2.
No podemos entender la muerte sin considerar la vida en acción, que comprende el funciona-
E. Hemingway, Por quién doblan las campanas,
Nuevas Ediciones de Bolsillo, Madrid 2004.
2
Morir, hoy / 23
miento de los organismos vivos y los acontecimientos moleculares originados por la presencia
de la vida y la vida en el tiempo, que atañe a la
persistencia, desaparición y sustitución de los
organismos en virtud, fundamentalmente, tanto
de la muerte individual como de la generación de
especies nuevas y de nuevos seres humanos. La
muerte provoca que el individuo biológico y el
social no sobrevivan.
Cada morir y cada muerte es patrimonio individual e íntimo de cada ser humano. Lo ideal
sería que cada uno pudiera autogestionarlos.
Ambos, morir y muerte, poseen atributos que se
hallan insertados en un contexto cultural concreto y representan una verdadera empresa vital.
Se reconozca o no, el morir está rodeado
generalmente de fuertes sufrimientos. La agonía
es un momento que en aproximadamente el 43%
de los moribundos aparece rodeada de terribles
sufrimientos (algunos tratadistas señalan que
ocurre hasta en el 80%). La muerte, por desgracia, no permite elegir el tiempo y el modo.
Morir implica siempre procesos traumáticos,
físicos y emocionales. Y ello es así porque si la
salud, según el profesor Diego Gracia, es posesión y apropiación del propio cuerpo, la enfermedad terminal (el morir) y la muerte son la
máxima expropiación del mismo.
En nuestras investigaciones se ha comprobado que la gente anhela un morir breve y súbito,
sin dolores y rodeado de los que uno ama. Pero la
elección de morir es un asunto complejo. Miles
de enfermos nunca tendrán la opción de elegir.
La muerte siempre es inoportuna y, en la mayoría de los casos, a destiempo.
Lo que debe prevalecer en el morir es la esperanza y la alegría de haber vivido. Y lamentar, en
cualquier caso, la pérdida del amor y de la compasión de los otros.
24 / Salvador Urraca Martínez
Daniel Callahan, presidente de The Hastings
Center de Nueva York, señalaba no ha mucho, con
gran tino, los objetivos prioritarios de la medicina
del siglo XXI: 1. Dedicarse a luchar contra las enfermedades; 2. Conseguir que los pacientes mueran en paz.
A pesar de la dificultad por comprender el significado de la vida y de la muerte, mi objetivo
preponderante consiste en ofrecer una interpretación panorámica del proceso del morir, de sus
contextos y de las etapas emocionales que envuelven a la persona moribunda.
Dimensión cultural y social del morir
En el ocaso de muchos dogmas, ideologías y
creencias trascendentes no conviene minusvalorar
la existencia del morir cotidiano. En el presente se
ha producido un salto que va desde la consideración del morir y la muerte como elementos públicos y socializadores al morir solitario y fuera del
hábitat familiar.
En el mundo globalizado y virtual en que vivimos, la muerte y el morir tienen apenas incidencia
y repercusión social en la frenética vida de las grandes urbes. La muerte es el reflejo de la vida cotidiana: fragmentación de nuestro comportamiento
diario, indiferencia e impersonalidad de las relaciones humanas, pérdida del sentimiento de pertenencia a una sociedad dispersa y falta de empatía
solidaria. El ruido y el mercantilismo de la gran
urbe ocultan las muertes cotidianas. Se muere a
escondidas y sin relevancia social. Sólo ante las
imágenes aterradoras de las grandes catástrofes, de
los cuerpos descuartizados por las guerras y, de
modo singular, de los niños famélicos y moribundos del Tercer Mundo se nos remueven ocasionalmente las conciencias. Ellos gritan al mundo opulento e insolidario su miseria, sus penurias, sus
enfermedades lacerantes y su terrible final.
Morir, hoy / 25
El morir y la muerte son interpretados como
realidades subjetivas, pero tienen repercusiones
sociales incuestionables en los supervivientes.
Hoy, todavía, son un verdadero tabú. Son palabras proscritas. No se conoce sino la muerte de
los demás, y de la propia no existe más que
temor y ansiedad de tener que afrontarla.
Algunas asociaciones de pacientes y la Sociedad
Española de Cuidados Paliativos (SECPAL)3 se
preocupan por dignificar la muerte.
De otro lado, las Asociaciones por el Derecho
a Morir Dignamente consideran que prolongar
los sufrimientos a enfermos terminales puede
resultar absurdo e indigno. Propugnan la eutanasia activa voluntaria y/o el suicidio médicamente
asistido. Sin embargo, muchas creencias religiosas
defienden la inviolabilidad de la vida y condenan
sin tapujos ambas propuestas4.
En la sociedad moderna se ve con malos ojos
a las personas quejumbrosas ante el dolor. En el
morir se exige criaturas de silencio. De forma
subrepticia se demanda que el enfermo terminal
inhiba sus sentimientos y que muera sin molestar
demasiado. Es lo contrario de lo que los psicólogos recomiendan: expresar los sentimientos, el
llanto y los afectos hasta el final de la vida.
Si la salud es considerada uno de los valores
más apreciados por la sociedad española, a la
enfermedad terminal y a la muerte se les asignan
atributos detestables. De ahí que la propia sociedad expulse de su seno todo lo referente a la
decrépita senescencia, al inválido, al improductivo, al miserable y a toda la macabra parafernalia
mortuoria. El anhelo de una enfermedad mortal
breve y de una muerte indolora se ve truncado,
www.secpal.com.
Juan Pablo II, Evangelium vitae. Valor y carácter inviolable de la vida humana, PPC, Madrid 1995.
3
4
26 / Salvador Urraca Martínez
en demasiados casos, por la enfermedad y el uso
desproporcionado e invasivo de la moderna biotecnología.
Morir en el siglo XXI
El legado del siglo XX es la alianza de dos barbaries: la primera viene desde el fondo de la
noche de los tiempos y trae consigo guerra, masacre, deportación, fanatismo. La segunda, helada,
anónima, viene del interior de una racionalización que no conoce más que el cálculo e ignora a
los individuos, sus cuerpos, sus sentimientos, sus
almas, y multiplica las potencias de muerte y de
esclavización por la técnica y sus derivaciones.
Desde el mismo instante en que una persona
tiene conocimiento de un diagnóstico fatal e irreversible se produce quebranto psicológico y desintegración de las diferentes esferas sociales, familiares y personales que le afectan. Morir exige hoy
cualidades de funambulista: ignorar el vértigo.
Dado que se va a aludir repetidamente al enfermo/paciente terminal, se describen aquí las características que, según la SECPAL5, le configuran:
1. Presencia de una enfermedad avanzada,
progresiva, incurable.
2. Falta de posibilidades razonables de respuesta al tratamiento específico.
3. Presencia de numerosos problemas o síntomas intensos, múltiples, multifactoriales
y cambiantes.
4. Gran impacto emocional en paciente, familia
y equipo terapéutico, muy relacionado con
la presencia, explícita o no, de la muerte.
5. Pronóstico de vida inferior a seis meses.
3
www.secpal.com.
Morir, hoy / 27
Algunos datos estadísticos
Según la Estadística de Defunciones del INE
(Instituto Nacional de Estadística), en 2002 fallecieron en España 368.618 personas; 370.000 en
2005. Las causas de muerte más importantes en
2002 fueron las enfermedades cardiovasculares
(34,1%) y las oncológicas (26,5%). Sólo en
Madrid mueren al día en torno a cien personas,
dos tercios de las cuales son previsibles.
Las causas de muerte difieren por sexo. En las
mujeres, las más frecuentes son las enfermedades
cerebrovasculares y las isquémicas del corazón
(infarto agudo de miocardio, angina de pecho,
etc.), con 21.018 y 17.119 muertes, respectivamente. El tumor más significativo es el cáncer de
mama, con 5.772 defunciones. La mortalidad
por alzheimer registra un aumento del 9,9%. En
los hombres, las más frecuentes son las enfermedades isquémicas del corazón (22.281 defunciones;
5.162 casos más que en las mujeres). Les sigue el
cáncer de bronquios y de pulmón, con 15.979
fallecimientos.
La edad media en nuestro país se ha incrementado hasta 76 años en los hombres y 83 en
las mujeres, la media mayor de Europa. Es necesario que las autoridades correspondientes elaboren planes integrales e inmediatos de atención
social, física y psicológica dirigidos a los colectivos más vulnerables. De lo contrario, viviremos
más años, pero no daremos más vida a los años.
Morir en casa
Desde hace algunas décadas se nace y muere,
mayoritariamente, en el hospital. A pesar de
todo, el morir en casa es el ideal de muerte íntima, ya que uno está rodeado de todo su espacio
vital. Además, se evitan en la familia sentimientos de culpa, impotencia y/o fabulaciones tortu-
28 / Salvador Urraca Martínez
radoras. Con frecuencia aparecen secuelas psicopatológicas y alteraciones psicológicas más o
menos significativas: rebelión compulsiva, impotencia, ansiedad, reacciones de autodefensa, pérdida de las coordenadas espacio-temporales, cansancio físico insoportable, aparición de estados
de inestabilidad emocional, etc. Por consiguiente, este entorno no resulta tan idílico como se nos
presenta.
La familia extensa ha dado paso de un modo
progresivo a la familia nuclear, compuesta de
padres e hijos (54%). Ante la gravedad de una
situación terminal, la familia asume su incapacidad y decide que lo mejor para todos es el ingreso del enfermo en un hospital. Aunque el hospital da seguridad, quita intimidad.
En nuestros días se aleja a los niños de los que
van a morir. En el ámbito rural, hasta fechas bien
recientes, los niños vivíamos el morir y la muerte
como un acontecimiento cultural y humano.
Existían signos inequívocos de la muerte de algún
vecino o familiar: el repiqueteo pausado, solemne
y melancólico de las campanas anunciaba la muerte, la misa de difuntos o el entierro. Los niños veíamos el cadáver, a pesar de que no resultaba agradable contemplar cuerpos demacrados y enjutos,
así como presenciar virulentas y desgarradoras
escenas. Los muertos siempre producen temores.
Es probable que los padres alejen a los niños de
los moribundos y los muertos por miedo a transmitirles sus temores, preocupaciones y angustias.
La maduración psíquica infantil exige, también,
que los mayores expliquen de un modo progresivo
y sin dramatismos estos acontecimientos.
Tres nuevos y relevantes hechos han surgido
en la actualidad: el aumento de la esperanza de
vida, el incremento de las familias nucleares y la
incorporación mayoritaria de la mujer al trabajo (en España representa el 48%). Estos hechos
repercuten de modo negativo en el cuidado de los
Morir, hoy / 29
familiares enfermos, especialmente si son crónicos
e inválidos o si los enfermos se encuentran en
situación terminal. Todo ello provoca constantes
conflictos de índole familiar, económica, laboral y
psicológica de difícil solución.
Para atender éstas y otras necesidades, el
Consejo de Ministros del 21 de abril de 2006
aprobó el proyecto de Ley de autonomía personal
y atención a las personas en situación de dependencia. En él se establece el derecho de las personas que no pueden valerse por sí mismas a recibir
atención pública. La universalidad de este derecho
(Sistema Nacional de Dependencia) cubre una
laguna que se estaba exigiendo desde hace mucho
tiempo.
El proyecto supone un avance social de gran
repercusión. Este derecho se extiende a los
menores de tres años, a los enfermos mentales y
a las personas dependientes mayores de 65 años.
Todavía no se ha fijado la cuantía que percibirán los diferentes colectivos afectados por la
ley. Supone la concreción de una insistente
demanda de los cuidadores familiares –en su
mayoría son mujeres entre 45 y 69 años, que suponen el 83% de los cuidadores– o de servicios
privados de asistencia. Asimismo, los servicios
se implementarán mediante la teleasistencia, los
centros de día, la asistencia domiciliaria y las
residencias o la percepción de dinero.
En este momento sólo recibe ayuda el 6,3%.
En 2007 se iniciará la aplicación a 201.000 personas con una mayor discapacidad. El incremento de la atención será progresivo. Se estima
que para 2015 habrá 1.373.000 beneficiarios.
En principio, se asignará una cantidad de 375
euros mensuales por beneficiario. Cada usuario
contribuirá según su nivel de renta (aportarán
de media en torno al 33,3%). No es, pues, un
servicio totalmente gratuito. Finalmente, se
contemplan ayudas económicas a los cuidadores
30 / Salvador Urraca Martínez
familiares (se estima que habrá entre 300.000 y
400.000 cuidadores) y se ofrecerán cursos de
formación acordes con los cuidados a prestar6.
La necesidad de cuidadores se irá incrementando, ya que se estima que en Europa hasta el
año 2050 se triplicará el número de personas
mayores de 80 años.
Algunos expertos consideran que la muerte en
el domicilio no es mejor que la muerte en los centros hospitalarios. En la mayoría de los casos, es
mucho peor. Sólo con un soporte integral de equipos profesionales cualificados se puede mejorar
esta situación. En la sociedad actual, el morir domiciliario resulta caro, complejo y, a veces, discriminatorio (sólo las familias con rentas aceptables
pueden permitirse el apoyo de profesionales).
La muerte y el morir se limitan hoy más que
nunca al círculo familiar. El luto, el acompañamiento, el duelo anticipado y el dolor son de
carácter íntimo y familiar.
La estructura social y laboral apenas se resiente con la desaparición de un ser humano, por significativo que pueda parecer, y menos aún si uno
es viejo, achacoso, decrépito y desvalido. Norbert
Elias7 lo manifiesta de una forma contundente
cuando se queja de “la silenciosa marginación de la
comunidad de los vivientes de los que van envejeciendo y muriendo, el enfriamiento progresivo de
la relación con las personas por las que sienten
afecto; en resumen, la despedida de seres humanos
que significan para ellos sentido y seguridad”.
Resulta complejo que la actual estructura
familiar pueda satisfacer todas las necesidades de
los enfermos críticos: neurofisiológicas, emocionales, higiénicas y de seguridad.
6
7
1987.
Fuente: www.elpais.es.
N. Elias, La soledad de los moribundos, FCE, Madrid
Morir, hoy / 31
En situaciones fisiológicas precarias o terminales el enfermo no puede ejercer con total solvencia
la autonomía y el autocontrol. Si alguna nota
caracteriza al morir en el domicilio es el desamparo profesional y la indefensión emocional. Las
familias sufren una gran tensión y agotamiento,
físico y emocional, y ejercen con frecuencia un
excesivo paternalismo hacia el moribundo.
Morir: ritos, sociedad y cultura
Interesantes e ilustrativos resultan los análisis
antropológico y social de las costumbres y ritos
funerarios que otrora y en la actualidad han
prevalecido/prevalecen en otros pueblos y latitudes. Antropólogos, etnólogos y sociólogos se
han dedicado a profundizar en el ritual del
morir y de la muerte en Occidente o en otros
pueblos y mentalidades. Entre los estudiosos más
relevantes se encuentran B. Malinowski8, J. Ziegler
(África y Brasil)9, Ph. Ariès10, Norbert Elias11 y
Louis-V. Thomas12 .
B. Malinowski, en Los argonautas del Pacífico
Occidental (1922) y en su extensa obra, analiza, entre otros,
los ritos mortuorios de los aborígenes de las islas Trobriand:
Papúa y Nueva Guinea. En B. Malinowski, Magia, ciencia,
religión, Ariel Barcelona 1994, afirma que “la ciencia se basa
en la convicción de que la experiencia, el esfuerzo y la razón
son válidos; la magia se basa en la creencia de que ni la esperanza puede fallar ni defraudarnos el deseo”.
9
J. Ziegler, en Los vivos y la muerte, Siglo XXI, Madrid
1976, estudia la muerte africana y la muerte en Occidente.
10
Ph. Ariès, La muerte en Occidente, Argos Vergara,
Madrid 1982.
11
O. c.
12
L.-V. Thomas, en Antropología de la muerte y El cadáver: de la biología a la antropología, analiza en profundidad
el fenómeno de que la vida moderna ha producido elementos que modifican la visión de la muerte, alterando de raíz
las antiguas nociones mágicas sagradas, que reconciliaban al
hombre con la muerte.
8
32 / Salvador Urraca Martínez
En la urbe se ha producido un giro de 180º en
las costumbres y ritos funerarios: antes el cadáver
era velado en casa; ahora los rituales mortuorios se
han trasladado a un frío y elegante tanatorio, ubicado en la periferia de la gran ciudad. En vez del
ritual del entierro tradicional se ha pasado a la
aséptica e higiénica incineración Todo lo que circunda el morir y la muerte se ha convertido en un
negocio que se sustenta en el consumo, la estética
y el estatus social del fallecido.
En el manejo de los moribundos y de los
cadáveres ha aparecido una nueva cultura: relegación del moribundo o del cadáver en beneficio y atención de los sobrevivientes; delegación
del manejo del cadáver a especialistas y empresas funerarias (tanatopraxis).
Hoy existe la posibilidad de modificar significativamente los procesos que provocan la decadencia del cosmos, la calidad y el futuro de la
vida en el mismo. Se vislumbran cambios significativos en las costumbres y en los valores.
La cultura actual ha generado innumerables
ilusiones racionalistas, hedonistas y utópicas ante
la vida. Son muchos los perfiles que identifican la
cultura social e individual del hombre moderno:
prosperidad económica; vivencia de deseos fugaces; autorrealización individual; bienestar total;
diversidad de estilos de vida; tolerancia; relativismo cultural; subestimación de los valores religiosos; búsqueda incesante de la felicidad, de lo útil
y placentero; potenciación de todo lo concerniente a la salud y belleza; exigencia de resultados
tangibles a corto plazo; menosprecio de la debilidad y la vejez; huida y ocultamiento de todo lo
que recuerda dolor, moribundo y muerte; consideración de la muerte como una catástrofe, etc.
La técnica es una bendición a medias, ya que
nos esclaviza, atrapa y subyuga en exceso. Una
deriva de la cultura actual es el dominio y el
imperio del cuerpo. Lo estético prima sobre lo
Morir, hoy / 33
ético. Para algunos el cuerpo y el logro de lo efímero es el único capital y el territorio más preciado que poseen. La única seguridad que tienen
es el carpe diem13, “vive el momento presente”.
Sin embargo, existen en nuestros días grupos
de jóvenes llenos de sentimientos nobles y de un
sentido altruista de la vida. En un entorno que
impele al consumo desenfrenado surge la paradoja de los que ocupan su tiempo de ocio en ayudar
a los enfermos de sida, a los drogadictos, a los
enfermos, a los ancianos incapaces, a los sin
techo, a los pueblos del Tercer Mundo, etc. Ésa
es la grandeza de un mundo lleno de contradicciones y egoísmos.
Existe, no obstante, una tendencia a destruir
y emanciparse de los dogmas y ritos tradicionales.
Ahora todo es incertidumbre y relatividad en el
conocimiento. Aparece la necesidad de cuidar en
exceso la imagen; se pone el acento en las tecnologías de la información y comunicación, en la
globalización y el consumo; dominan las ciencias
naturales y la tecnociencia que ponen de relieve
lo que el sociólogo Simmel denominaba la crisis
o tragedia de la cultura.
Morir y tecnociencia14
La ciencia puede predecir y modificar el
futuro del hombre sobre la tierra: ingeniería
genética, biología molecular, clonación, trasplantes, biomedicina, enriquecimiento atómico, guerras preventivas, nanotecnología, etc. He ahí la
gran responsabilidad moral de la ciencia y, sobre
todo, de los científicos, gobernantes y ciudadanos.
Horacio decía en Odas I, 11,7-8: “Carpe diem, quam
minimum credula postero” (aprovecha el día y no confíes lo
más mínimo en el mañana).
14
J. M. Sánchez Ron, El siglo de la ciencia, Taurus,
Madrid 2000.
13
34 / Salvador Urraca Martínez
En los países avanzados está irrumpiendo con
fuerza la discusión sobre los aspectos éticos,
médicos, químicos, biológicos y medioambientales de la biotecnología y la ingeniería genética.
Existe, no obstante, cierta desconfianza, incertidumbre, temor e inseguridad ante los riesgos que
conllevan. Como afirma Cortina15, la biotecnología está alterando los conceptos tradicionales de
“naturaleza” y “vida”.
En el presente están apareciendo investigaciones que analizan la tecnología que actúa en la
escala de lo minúsculo, nanotecnología, o de procesos que suceden a una escala de millonésimas
de milímetro (mucho más pequeña que la micra
= dos milésimas de milímetro de diámetro). Para
el desarrollo de esta ciencia se están utilizando
grandes inversiones en I + D en Estados Unidos,
Europa y Japón (sólo en la UE supone 1.300
millones de euros para el período 2004-2006). La
nanomedicina augura mejorar tres áreas: diagnóstico, tratamiento y medicina regenerativa. El
objetivo de la nanomedicina es la mejora de la
salud humana, incluyendo las respuestas del
cuerpo humano y de la biocompatibilidad
(mecánicas, inmunológicas, citológicas, psicológicas y bioquímicas). Podría ser una auténtica
revolución, especialmente en aspectos como
monitorización (imágenes), reparación de tejidos, injertos biocompatibles, control de la evolución de las enfermedades, defensa y mejora de
los sistemas biológicos humanos; diagnóstico y
autodiagnóstico, tratamiento y prevención, alivio del dolor, etc.
Pero el dolor, el morir y la muerte no pueden
abstraerse de la paradoja: entorno biomédico
sofisticado y eficiente frente al moribundo solita15
A. Cortina, “Aspectos éticos del Proyecto Genoma
Humano”, en Ética aplicada y democracia radical, Tecnos,
Madrid 1993, pp. 252-262.
Morir, hoy / 35
rio y abandonado en lo por vivir. El moribundo
está disociado en dos personas distintas y distantes: la persona sufriente y moribunda frente a las
frías y hostiles técnicas biotecnológicas.
La ciencia y sus incuestionables avances se
han convertido en un verdadero tótem del hombre moderno. Constituyen las nuevas creencias,
mitos y dioses. Aquí se hace patente la frase atribuida a Chesterton: “Quien no cree en Dios, cree
en todo”.
De ahí que en siglo XXI se vayan configurando grandes contradicciones: las supersticiones
inconsistentes frente a las sólidas creencias religiosas y/o racionales; el dominio de la aldea global, www, frente al miedo a la soledad; el mito de
la aldea global e Internet frente a la infrautilización de la red: a día de hoy sólo existen 1.000
millones de internautas frente a los 6.500 millones de habitantes del globo (existe una brecha
digital, fractura digital, con un incremento de
las desigualdades, que no es más que la diferencia entre ricos y pobres); frente al potente incremento de los chat, páginas puntocom, buscadores de páginas web, e-mail, blogger, etc., siempre
aparece la fragilidad individual del ser humano;
frente al desarrollo imparable de los medios audiovisuales y de telecomunicación, existe una
ingente cantidad de seres humanos sumidos en
la más absoluta incomunicación y miseria.
El influjo de las nuevas tecnologías de comunicación e información está modificando nuestros comportamientos y afectando al plano físico,
social y emocional (los deseos y la inteligencia
emocional). Hoy se habla de la red emocional, de
deseos digitales, de era de la soledad, etc. Estos
temas son analizados magníficamente por
Román Gubern16.
16
R. Gubern, El eros electrónico, Taurus, Madrid 2000.
36 / Salvador Urraca Martínez
La tecnociencia aborda el morir como un
hecho meramente natural-biológico y, en consecuencia, totalmente controlable y manipulable. Y
esa utopía se transmite sutilmente a la colectividad, olvidando y trivializando el sentido cultural
y humano del morir.
Morir en el hospital
El hecho de que en nuestro país la mayoría de
las muertes acontecen en los centros hospitalarios
nos obliga a tratar con profusión este apartado.
Entorno y burocracia hospitalaria
Según el Catálogo Nacional de Hospitales a
31 de diciembre de 2003, el número total era de
774 centros hospitalarios, con capacidad media
de 203 camas. El 59,9% eran generales, el
13,6% geriátricos o de larga estancia y el 11,8%
psiquiátricos.
En 2003 existían en España 190.665 médicos colegiados, de los que el 60% eran varones.
Pero si consideramos a los médicos menores de
45 años, el 56% eran mujeres.
De las 370.000 muertes habidas en España
en 2005, el 80,7% tuvo lugar en centros hospitalarios. En España se diagnostican cada año
162.000 nuevos casos de enfermedades oncológicas. Son, en general, enfermedades innombrables, temidas y de larga duración. Es la causa
global de más muertes, a pesar de que más de la
mitad de los pacientes sobreviven a los cinco
años.
El hospital actual logra la invisibilidad de los
enfermos terminales y de su morir. Se consigue
una perfecta división del trabajo sanitario, totalmente jerarquizado, y se utilizan lenguajes téc-
Morir, hoy / 37
nicos que configuran una sensación de rutina y
de normalidad que permite dormir las conciencias. Lo importante de la burocracia son los
medios, los reglamentos, el funcionamiento de
un sistema deshumanizado y la evaluación de
los costes-beneficios.
Las instituciones hospitalarias no están diseñadas para satisfacer las necesidades emocionales de los pacientes incurables y agonizantes. No
existe espacio ni tiempo para atender los aspectos humanos y emocionales del enfermo. Es
preciso resaltar el déficit existente de profesionales que, además, están agotados y mal remunerados.
La muerte en el hospital molesta, es una
carga. El constante trasiego de profesionales
genera una atención rutinaria, burocrática y realizada sin excesivo entusiasmo. La función esencial es la curación, no el cuidado. Alguien ha llamado a los enfermos terminales los muertos
vivientes.
En los centros sanitarios se considera esencial
la gestión eficaz y la limitación de costes. El
orden institucional impide las estancias prolongadas de los pacientes crónicos o terminales. En
estas circunstancias, la muerte es un asunto más
o menos programado. Con frecuencia se tiene la
sensación de que el funcionamiento del hospital
está diseñado más para el personal sanitario que
para el bienestar de los enfermos terminales y la
familia.
La muerte hospitalaria
Cuando un enfermo, más aún si es terminal,
traspasa el umbral de un hospital se producen
algunos hechos y exigencias relevantes: pérdida
de la identidad individual; trueque de la libertad
por la dependencia; falta de intimidad; inculpa-
38 / Salvador Urraca Martínez
ción; adaptación a un ambiente impersonal;
inhibición de las manifestaciones emocionales;
no perturbar demasiado a los profesionales y a
los demás enfermos; silencio y discreción ante
los posibles errores o torpezas de los profesionales; infantilización; resignación ante las visitas
programadas, cortas y discretas; no manifestar
vulnerabilidad y miedo; no esperar a que
alguien manifieste afectividad y cariño, etc. Se
exige, en fin, mostrar fingimiento sobre lo que
uno es, sabe, siente o percibe. Se agudiza la
situación con la desinformación y la toma de
decisiones importantes sin consentimiento
informado.
Los cambios y avances terapéuticos en la medicina a partir de los años sesenta han propiciado
modificaciones en la concepción del proceso del
morir. En ellos incidió de forma determinante
la implantación y desarrollo de las unidades de
vigilancia intensiva (UVI), que en su origen no
tenían como objetivo prioritario la atención a
las personas en situación moribunda.
Resultan cuanto menos curiosos los resultados de experimentos realizados con pirañas.
Siempre se ha creído que las pirañas son monstruos sanguinarios que destrozan y descarnan
despiadadamente a sus presas en pocos minutos.
Sin embargo, si se las aísla del grupo se vuelven
recelosas y acobardadas. Para sentirse seguras
necesitan desenvolverse en bancos. A estas conclusiones han llegado las investigaciones realizadas por Anne Magurran (universidad escocesa de
Saint Andrews) y Helder Queiroz (universidad
brasileña de Río de Janeiro); resultados publicados en la revista Biology Letters, número de 1 de
junio de 2005.
Salvando las distancias, esto es lo que le sucede al enfermo moribundo. De ser una persona
que se desenvuelve arropado por el grupo social
de pertenencia pasa al medio hospitalario, en el
Morir, hoy / 39
que se siente desprotegido, acobardado, esquivo y
receloso.
Son escasos los médicos y enfermeras que
manifiestan ternura y empatía hacia los enfermos
críticos. En muchos centros hospitalarios no se
entiende el sentido de aliviar, aunque sea inviable
la mejoría o la curación. En el fondo, la muerte
es el enemigo irreconciliable de los adelantos biomédicos y de la propia profesión sanitaria.
Los hospitales se hacen cargo de enfermos, no
de personas. Como señala Nuland17, refiriéndose
al ars moriendi, “nuestra época no es la del arte de
morir, sino la del arte de salvar la vida”.
El moribundo vivencia, aterrado, la amenaza
de una separación desgarradora y de un contumaz olvido. Surge, así, el aislamiento emocional,
espacial, espiritual y relacional. El paciente se
encuentra en un confinamiento indeseado y se
halla condicionado por la misma enfermedad, el
entorno hospitalario y el equipo sanitario. En el
fondo, ha dejado de ser persona libre y autónoma. Es un enfermo.
El propio paciente se siente desahuciado, sin
espacio y como un ser apestado. En muchos casos
se le oculta su situación real utilizando respuestas evasivas que tienen un efecto psicológico de
descontrol y sufrimiento. La función del equipo
se limita a explorar, solicitar análisis, pedir una
radiografía o administrar la medicación correspondiente.
Los profesionales sobrepasan, a veces, los
límites racionales en los tratamientos. Este proceder puede tener su raíz en el acoso de algunas asociaciones beligerantes, de los medios de comunicación que airean casos de mala práctica (no dis-
Sh. B. Nuland, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza Editorial, Madrid 1995, p. 247.
17
40 / Salvador Urraca Martínez
tinguen entre negligencia, impericia o imprudencia y mala praxis), la exigencia reiterada de medicamentos, las mismas instituciones y/o los familiares. La presión puede basarse en la demanda
del respeto a los derechos de los pacientes o en
una subcultura de la persecución, que condicionan la práctica médica y provocan temor en los
profesionales ante posibles demandas judiciales
por mala praxis. Sobre estos pilares se ha iniciado
la medicina defensiva.
Ante este panorama, el enfermo adopta una
postura pasiva, cooperadora y frágil por temor a
que se le considere problemático, poco cooperante y emocionalmente inestable. Mantiene la
idea de que es mejor no preguntar, ni pedir
demasiadas explicaciones, por miedo a que la
relación con el personal empeore aún más. Persiste el rol de buen o mal enfermo. Al enfermo
bueno se le atribuyen características singulares:
discreto, sumiso, acrítico, obediente, cumplidor
y bondadoso.
En esta situación de terminalidad, donde la
comunicación con el enfermo y su familia resulta una pieza fundamental, el médico puede adoptar la postura de erigirse en dueño frío de todos
los artificios técnicos que rodean al moribundo,
sin preocuparse de su bienestar emocional. En
cualquier caso, resultan imprescindibles la ternura, el confort y la comunicación no verbal para
dignificar la muerte. De ahí la importancia de
contar con personal preparado en cuidados paliativos (CP), aunque hay que reconocer que implementar y mantener los CP requiere importantes
inversiones.
El equipo sanitario, el morir y la muerte
Algunos tratadistas consideran que en los últimos 60 años la medicina, la farmacología y los
medios biotecnológicos han progresado más que
Morir, hoy / 41
en toda la historia. Estos logros han afectado de
modo significativo al morir, que en nuestros días
se ha tecnificado y medicalizado.
Las técnicas y la preparación biomédica en
nuestro país son de una calidad y efectividad
encomiables. Sin embargo, existen riesgos de
una cosificación del moribundo. Esto repercute
en una posible deshumanización del proceso del
morir. A fin de cuentas, son seres clandestinos.
La tecnología biomédica puede paliar con
gran eficacia las heridas del cuerpo, pero, con
frecuencia, no se restañan adecuadamente las
heridas del alma. El problema radica en que
existe la tentación de manipular, experimentar y
controlar al enfermo en exceso. Es preciso insistir en los límites de orden ético y humano del
ejercicio profesional. Los medios biotecnológicos y farmacológicos no deben ser tan agresivos
que suplanten al verdadero protagonista del
morir, el enfermo.
La sedación que demanda el control de síntomas y el dolor/sufrimiento exige en los profesionales tiempo, preparación, habilidad y decisiones éticas complejas. La sedación del paciente crítico, especialmente mediante opiáceos
(metadona, morfina...), resulta a veces imprescindible en el tratamiento, dada la creciente
capacidad de mantener a los pacientes durante
largos períodos de tiempo bajo complejos sistemas de soporte vital, que normalmente son
incómodos, dolorosos y que pueden requerir la
inmovilización del paciente. El objetivo es conseguir el bienestar del paciente y su seguridad,
así como un manejo correcto. Conviene, además, analizar con pormenor la madurez emocional, el sistema de valores y las diversas necesidades del enfermo y de la familia. Al fin y al
cabo los moribundos son sujetos de derechos y
deberes, capaces de ejercer su autonomía y
tomar decisiones responsables.
42 / Salvador Urraca Martínez
Es importante que las personas tomemos
conciencia de la relevancia que pueden suponer
las instrucciones anticipadas (elaboradas cuando
uno todavía es capaz y autónomo) con la concreción de los deseos sobre la toma de decisiones de los profesionales y la familia en las
situaciones terminales: testamentos vitales,
poderes notariales, órdenes de no reanimar, etc.
Estas directrices pueden evitar tratamientos
agresivos e inútiles y mejorar el conocimiento
de las preferencias y los valores de los pacientes.
Y, por último, propiciarán que la muerte ocurra
a su tiempo, como insiste el profesor Diego
Gracia18.
Cierto es que los avances en las ciencias
biotecnológicas y la pericia de los médicos han
salvado, en nuestros días, infinidad de vidas.
Sin embargo, la muerte está ahí, a pesar del
esfuerzo denodado de los profesionales, a los que
J. Ziegler19 señala con desprecio así: “Una clase de
tanatócratas y de sacrificadores se ha constituido
en el seno de los hospitales de Europa y de
América”.
En la situación de superioridad y conocimientos técnicos de los médicos no conviene
minimizar el sufrimiento de los enfermos. Se
olvida, a veces, el principio de que si no puedes
curar, cuida y alivia. Existe un compromiso
ético con los enfermos y familiares: brindar
compasión, afecto y empatía.
El ars moriendi de los cuidados intensivos
exige la combinación equilibrada entre la asis-
18
D. Gracia, “Cuestiones de vida o muerte. Dilemas éticos en los confines de la vida”, en Morir con dignidad: Dilemas
éticos en el final de la vida, Doce Calles, Madrid 1996, pp.
106ss; D. Gracia, “Historia de la eutanasia”, en Eutanasia
hoy, un debate abierto, Nóesis, Madrid 1996, pp. 67-91.
19
J. Ziegler, o. c., p. 17.
Morir, hoy / 43
tencia humana con la adecuada utilización de
los medios técnicos y farmacológicos.
El síndrome burnout, o síndrome de estar
quemado, puede afectar significativamente a los
profesionales de las UCIs. Sus efectos son devastadores: fatiga crónica, absentismo laboral, incapacidad para establecer lazos estables con los
colegas, baja autoestima, irritabilidad, deterioro
de la relación médico-paciente, actuaciones técnicas inadecuadas, sentimientos depresivos y
ambiente laboral hostil. Para evitar o paliar este
estado de vulnerabilidad se precisan equipos
interdisciplinarios que ayuden y apoyen a los
profesionales de la salud.
En el epílogo de la obra del cirujano norteamericano S. B. Nuland20 se señala: “El día que
yo padezca una enfermedad grave que requiera
un tratamiento muy especializado, buscaré un
médico experto. Pero no esperaré de él que
comprenda mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de la vida. No es
para esto para lo que se ha formado y en lo que
me puede ayudar. No es esto lo que anima sus
cualidades intelectuales. Por estas razones, no
permitiré que sea el especialista el que decida
cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino
o, por lo menos, lo expondré con claridad, de
forma que, si yo no pudiera, se encarguen de
tomar la decisión quienes mejor me conocen.
Las condiciones de mi dolencia quizá no me
permitan ‘morir bien’ o con esa dignidad que
buscamos con tanto optimismo, pero dentro de
lo que está en mi poder, no moriré más tarde de
lo necesario simplemente por la absurda razón
de que un campeón de la medicina tecnológica
no comprende quién soy”.
Sh. B. Nuland, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza Editorial, Madrid 1995, p. 247.
20
44 / Salvador Urraca Martínez
Encuesta entre los médicos y enfermeras
de las UCIs de Madrid
Autores: Salvador Urraca y Bruno Domínguez
(médico del Hospital Carlos III).
El cuestionario (de 38 items) se aplicó en los
años 2004-2005 en 16 UCIs de Madrid.
Respondieron correctamente 154 médicos (Me)
y 264 enfermeras/os (DUE). Los datos constituyen la base empírica de la tesis doctoral de B.
Domínguez. Son resultados todavía inéditos.
Resultados (en porcentajes):
– Son favorables a la legalización de la eutanasia en Holanda (DUE = 74,2; Me = 66,9).
– En el caso de que yo estuviera en UCI y sin
posible curación, mis colegas deben respetar mis
voluntades anticipadas (DUE = 92,4; Me = 96,8).
– Si el paciente terminal tiene dolor físico
insoportable aplico medicamentos (analgésicos y
sedantes), aunque ello conlleve el adelantamiento de su muerte (Frecuentemente: DUE = 76,5;
Me = 98,1).
– El proceso de morir está deshumanizado en
la UCI (De acuerdo: DUE = 77,7; Me = 61,7).
– Hay que mantener la vida del paciente terminal por encima de todo (Nunca: DUE = 80,7;
Me = 53,2).
– El médico tiene el deber de atender el adelantamiento activo de la muerte de un paciente
terminal si él lo ha manifestado previamente (De
acuerdo: DUE = 70,5; Me = 68,8).
– Si el enfermo me sugiere hablar de la muerte, dialogo sobre el tema (Frecuentemente: DUE =
61,7; Me = 68,8).
– Los pacientes con convicciones religiosas
profundas aceptan mejor el proceso del morir
que los otros pacientes (De acuerdo: DUE = 53;
Me = 40,9; no lo sé = 29,9).
Morir, hoy / 45
– La imposibilidad de recuperar una mínima
calidad de vida en un paciente terminal justificaría el adelantamiento activo y directo de su muerte (De acuerdo: DUE = 65,9; Me = 53,9).
– La persona que se halle sin posible solución
sanitaria tiene el derecho a decidir libremente
sobre su proceso de morir (De acuerdo: DUE =
93,2; Me = 91,6).
– Está justificado interrumpir el tratamiento
del soporte vital al paciente terminal (De acuerdo:
DUE = 88,6; Me = 94,8).
– Algún representante legal del enfermo terminal me ha solicitado explícitamente el adelantamiento activo de su muerte (No: DUE = 87,5;
Me = 62,3).
– La despenalización de la eutanasia activa en
España podría degradar la profesión sanitaria (En
desacuerdo: DUE = 76,5; Me = 67,6).
– Según el CIS, el 67% de los españoles están
a favor de la eutanasia activa; éste sería un argumento relevante para justificar la despenalización
de la eutanasia activa (De acuerdo: DUE = 66,6;
Me = 59,7).
– Conozco algún profesional de la UCI que
ha adelantado activamente la muerte de algún
enfermo terminal capaz para decidir (No: DUE =
92,4; Me = 76,6).
– Si el representante de algún enfermo terminal me solicitara el suicidio médicamente asistido,
estaría dispuesto a proporcionarle los medios adecuados (De acuerdo: DUE = 31,5 (41,3 no sabe);
Me = 26 (26,6 no sabe).
– La Constitución española reconoce el derecho de una vida digna y el derecho a la libertad, lo
que justificaría la despenalización de la eutanasia
activa (De acuerdo: DUE = 72,7; Me = 60,4).
46 / Salvador Urraca Martínez
– Si el sufrimiento psicológico del enfermo
terminal se manifiesta insoportable, justificaría el
adelantamiento de su muerte (Siempre: DUE =
55,3; Me = 51,3).
– En España se debe despenalizar la eutanasia
activa en situaciones excepcionales (De acuerdo:
DUE = 87,9; Me = 72,1).
Entre las conclusiones más importantes que se
pueden extraer de los médicos y los DUE de las
UCIs de Madrid encontramos:
– Aceptan mayoritariamente que la eutanasia activa, directa y voluntaria se debería
despenalizar para casos excepcionales.
– Es imprescindible respetar las voluntades
anticipadas manifestadas en los testamentos vitales, órdenes de no reanimar, etc.
– Las UCIs están deshumanizadas.
– Rechazan el furor terapéutico.
Calidad frente a cantidad de vida
Más que vivir mucho, interesa que lo por vivir
sea de calidad. Cuando el enfermo es terminal los
profesionales sanitarios deben cambiar el orden
de sus prioridades.
En cualquier caso, es menester estudiar si en
el enfermo se satisfacen las expectativas, los deseos, las necesidades y el proyecto vital. Ello
comporta el análisis de sus actitudes ante la vida:
culturales, sociales, familiares y religiosas. En esta
coyuntura de la enfermedad resulta complicado
aplicar técnicas de evaluación de la calidad, como
los índice de calidad QALY (miden la duración y
la calidad de vida). Habría que considerar más
bien los aspectos que Jonsen, Siegler y Winslade
apuntaban en 1992 (Clinical ethics): calidad de
vida disminuida, calidad de vida mínima y calidad de vida bajo mínimos.
Morir, hoy / 47
Pocos admiten hoy el furor terapéutico o distanasia. Es verdad que la prolongación innecesaria de la muerte es técnicamente posible. Este
proceder se considera indigno, absurdo e inhumano. Vivir más no implica necesariamente vivir
mejor. Hoy se vive más, pero, generalmente, se
muere peor.
En el episodio del morir aparecen, ineludiblemente, varias opciones: prolongar innecesariamente los sufrimientos y la agonía (encarnizamiento terapéutico), dejar que la naturaleza actúe
de forma natural (desahucio), no aplicar terapias
inútiles o suspender los cuidados extraordinarios
para facilitar una muerte más tranquila (eutanasia pasiva), acelerar intencionadamente la muerte
de forma activa, a petición libre del paciente, con
el fin de evitar dolores y sufrimientos considerados inaceptables (eutanasia activa).
A veces los médicos toman decisiones que
pueden oponerse a la voluntad del enfermo y/o de
la familia. En cualquier caso, resulta complejo
combinar la cantidad con la calidad de vida.
Hablar de calidad de vida en situaciones críticas
parece más bien un sarcasmo. La calidad debe referirse, no obstante, a la percepción personal de un
estado de bienestar y confort aceptables.
Pero no implica necesariamente desear, y
menos aún querer. Las peticiones de los pacientes
pueden suponer una solicitud de ayuda y acompañamiento. El profesor Diego Gracia21 afirma agudamente que “cuando un paciente quiere morir y
pide ayuda en tal sentido, es porque vive en unas
condiciones que considera peores que la propia
muerte. Estas condiciones suelen deberse a marginación social o a dolor físico. En ambos casos, la
sociedad tiene la obligación de poner todos los
medios a su alcance para evitar estas situaciones de
D. Gracia, Morir con dignidad: Dilemas éticos en el
final de la vida, Doce Calles, Madrid 1996, p. 136.
21
48 / Salvador Urraca Martínez
marginación, que pueden llegar a ser tan grandes
que hagan la vida algo abyecto e insoportable”.
Fases psicológicas del moribundo
En nuestro contexto existen prejuicios para
facilitar al paciente una información veraz y, en
consecuencia, es el propio paciente quien con
frecuencia descubre el alcance de su enfermedad.
El excesivo paternalismo puede resultar cruel e
inhumano.
La muerte próxima es para los enfermos, los
profesionales sanitarios y las familias un verdadero reto. Son muchos los pacientes que muestran
sus emociones y proyectos hasta el límite de sus
vidas. Otros, por el contrario, se enclaustran y
viven su morir sin compartir sus emociones y sus
miedos, presos del aislamiento, la desesperanza y
la depresión. Son incapaces de recibir y transmitir afecto.
Como mecanismo de defensa, el enfermo terminal experimenta distintas fases psicológicas en
su acercamiento al final de su ciclo vital. En el
moribundo, como ocurre en el estrés, se producen tres etapas: alarma, resistencia y agotamiento.
Si la enfermedad terminal se prolonga, los sistemas orgánicos se gastan, se desorganizan y acaban
experimentando cambios significativos en su
morfología y en todo el psiquismo.
Entre los distintos autores que han investigado
estas fases cabe señalar a E. Kübler–Ross, Sporken
y Pattison22.
La pionera en los estudios sobre las fases del
morir fue la psiquiatra E. Kübler-Ross. El marco
22
E. Kübler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos,
Grijalbo, Barcelona 1972; P. Sporken, Ayudando a morir, Sal
Terrae, Santander 1978; E. Pattison, The Experience of Dying,
Prentice-Hall, New Jersey 1977.
Morir, hoy / 49
de su estudio fue el Departamento de Psiquiatría
del Billings Hospital de la Universidad de
Chicago. En 1969 formula las fases que experimenta el moribundo: negación y aislamiento, ira,
pacto, depresión, aceptación y esperanza.
La manifestación de estas fases presupone que
el paciente conoce la verdad. La secuencia de estas
fases no siempre es lineal, ni todos los pacientes las
experimentan de igual manera. Hay enfermos que
se aferran a la fase de negación. Otros pasan directamente a las fases de aceptación y esperanza.
Depende, en cualquier caso, del tipo de enfermedad y de enfermo.
Paul Sporken, alemán, analiza las fases más en
conformidad con la realidad europea: ignorancia,
inseguridad, negación implícita, comunicación
de la situación real, negación explícita, rebelión,
tratos con el destino, depresión, aceptación de la
muerte.
Entre ambos autores coinciden sólo algunas
etapas. Realizando un estudio comparativo
observamos que existe una similitud entre las
cuatro últimas fases de Sporken con las que propone Kübler-Ross.
Pattison señala que, una vez que el paciente
conoce la posibilidad real de su muerte, se producen tres etapas: una crisis aguda, al conocer que la
enfermedad es terminal; fase de vivir-morir, con
intensa ansiedad; fase terminal, caracterizada por
un proceso de aceptación.
Existen otros aspectos que determinan las
fases del morir, y que estos autores no han tenido
en cuenta: tipo de personalidad del moribundo,
crisis dramáticas vividas y el modo de resolución;
edad, escala de valores, religiosidad, percepción
de amenaza inminente e irreversible, relevancia de
los proyectos vitales, necesidades y deseos, tipo y
decurso de la enfermedad, medio en el que se
desarrolla el morir, estrategias de afrontamiento
50 / Salvador Urraca Martínez
personal de la muerte y los cuidados percibidos
por el moribundo.
Los cuidados paliativos (CP)
La aparición y consolidación de los CP ha
supuesto una revitalización y dignificación de la
dimensión humana del morir. Asimismo, se ha
rehabilitado el duelo anticipado y los rituales asociados a la muerte. Los CP son una alternativa
indispensable a la muerte en las UCIs tradicionales.
Vivir, aunque sea de forma precaria, enfermiza y terminal es sentirse querido y respetado,
comprobar que alguien está cerca y que muestra
empatía y consuelo. Estos parámetros son, en
esencia, el lema que han adoptado los CP. Porque
el morir no es siempre signo de respeto a la persona y a la dignidad humana. Se puede dignificar
el morir si existe una atención integral que considere todos los aspectos de la enfermedad, del
enfermo, de la familia y del mismo equipo interdisciplinario. La persona debe estar por encima
de los aspectos técnicos, aunque éstos también se
consideran importantes.
Desde que en 1967 la doctora Cicely
Saunders creó en los suburbios de Londres el
St. Christopher´s Hospice con el fin de ofrecer
una atención humana y médica a los enfermos
terminales, los CP se han consolidado en sus vertientes de atención hospitalaria y domiciliaria. Es
de justicia dejar constancia aquí de los iniciadores
e impulsores de estas unidades en nuestro país:
doctores Jaime Sanz (Santander), Javier GómezBatiste (Cataluña) y Marcos Gómez Sancho (Las
Palmas).
En 2004 había en España, según datos de la
SECPAL, 261 unidades, 122 hospitalarias y 139
domiciliarias, con 2.200 profesionales clínicos
Morir, hoy / 51
(psicólogos, 500 médicos y 800 enfermeras/os).
Existe, además, la Sociedad Española de CP
(SECPAL). El desarrollo mayor de estas unidades
se encuentra en Cataluña con 54 unidades hospitalarias y 44 domiciliarias (frente a las 8 y 16 de
Madrid).
Pero morir bien resulta caro, como afirma el
profesor Ramón Bayés. Por eso es imprescindible
que el Gobierno de la nación y los gobiernos
autonómicos pongan los medios económicos,
humanos y técnicos que faciliten la universalización de los CP. De este modo existirá la posibilidad de que los pacientes y las familias logren una
muerte más dignificada.
Morir: dolor y sufrimiento
Dolor
La IASP (International Association for the
Study of Pain) proporciona la definición y características del dolor:
– Es algo subjetivo.
– Experiencia compleja.
– Es importante la manifestación verbal del
sujeto.
– La experiencia de dolor implica asociaciones entre los elementos de la experiencia
sensorial y un estado afectivo aversivo.
– Considera parte intrínseca de la experiencia de dolor la atribución de significado a
los hechos sensoriales desagradables.
La evaluación del dolor es realmente compleja.
Se fundamenta, esencialmente, en la información
que ofrece el paciente (autoinforme) ante la
existencia de la estimulación de los receptores
nociceptivos. Su etiología es multidimensional,
aunque normalmente tiene una localización espe-
52 / Salvador Urraca Martínez
cífica. Existen distintas conductas ante el dolor,
dependiendo de la percepción e intensidad dolorosa percibida y de la activación de los sistemas
de autocontrol del paciente.
Antes de iniciar el análisis del dolor/sufrimiento es conveniente plantear viejos problemas: las
bases genéticas y ambientales de la conducta y la
dicotomía ancestral de soma y psique.
El enfoque biológico y el comportamiento
innato son defendidos por los etólogos (manejan
nociones harto imprecisas sobre la evolución,
poniendo mayor énfasis en la filogenia que en la
selección natural). Pero esta teoría es sesgada y
reduccionista. En concreto, en el moribundo tienen efectos conjuntos lo biológico y el entorno.
También existe una vieja cuestión: dicotomía
cuerpo-espíritu (alma). Hoy se acepta que tal
dualidad es totalmente inconsistente, ya que existe absoluta unión y una estrecha interacción
entre ambos componentes del ser humano. La
persona en su estructura más íntima es como una
única moneda con dos caras. Ambos rasgos de la
persona son indisolubles y se implican mutuamente. Otra cosa bien distinta son las creencias
religiosas respecto a lo que sucede tras la muerte
de un ser humano.
La persona que tiene dolor (aspecto neurofisiológico) también posee sufrimientos (aspecto
subjetivo y emocional), y viceversa. El hombre,
todo hombre, es un ser incompleto, frágil y mutilado. El dolor es constitutivo de la esencia del ser
humano y se manifiesta en cualquier momento
de la vida. Aparece fugazmente o se enquista.
Pero es imposible vivir toda una vida sin alarmas
dolorosas que delaten situaciones de peligro.
La persona que experimenta en sus propias carnes y a diario el insidioso dolor crónico o terminal
lo percibe como una montaña inabordable que le
produce agotamiento físico y emocional. El dolor
Morir, hoy / 53
y el debilitamiento progresivo del paciente provocan en la familia situaciones de temor y extrema
ansiedad. En consecuencia, esta incómoda experiencia exige control, afecto, intimidad, ayuda,
compasión y protección.
Ante la percepción de dolor asociado a una
enfermedad maligna y mortal es necesario tener la
sensación de que alguien nos va a apoyar hasta el
final.
Los psicólogos han demostrado que en la
percepción del dolor no coinciden el tiempo
cronológico (secuencial, medible) y el psicológico
(vivencia interna del tiempo cronológico). Si la
percepción individual del dolor está incontrolada,
si es persistente, si no se reciben los cuidados adecuados, si no se controlan los síntomas o no aparece la ternura y el apoyo afectivo, el tiempo cronológico se alarga. Con ello se logra reducir el
umbral del mismo y se percibe con mayor intensidad el dolor. De ahí la necesidad de que existan
equipos de asistencia que abarquen aspectos
interdisciplinares e integrales del dolor, la enfermedad, el enfermo y la familia.
El dolor asociado a ciertas enfermedades terminales es horrible, especialmente si éstas se alargan en el tiempo. Los efectos pueden resultar
implacables y difíciles de sobrellevar: amputación
de miembros por gangrena, vómitos de sangre,
dolores intensos y persistentes en varias zonas del
cuerpo, dolorosos y sofisticados tratamientos,
decrepitud galopante, cuerpos esqueléticos y macabros, ulceraciones y llagas rebeldes a toda curación,
molesta incontinencia de esfínteres, problemas
constantes por falta de riego sanguíneo, agonías
crueles e interminables. Este conjunto de nefastos
efectos provoca dudas razonables acerca de la efectividad de la ciencia, del progreso y de la sociedad
del bienestar.
El control de los síntomas y del dolor exigirá, en ocasiones, la utilización de técnicas y fár-
54 / Salvador Urraca Martínez
macos potentes, aunque ello conlleve el adelantamiento indirecto de la muerte (principio del
doble efecto).
Los datos que aportan distintos estudios epidemiológicos sobre el dolor en enfermos terminales son alarmantes: hasta el 80% mantienen
dolores de intensidad moderada a severa: del 35
al 40% tienen dolor de intensidad grave o muy
grave; sólo el 49% de los que tienen dolor reciben los tratamientos adecuados.
Sufrimiento23
Los sufrimientos son como las heridas del alma
que lloran en silencio. Siempre está implicado el
propio yo y la autoestima (dolor psíquico o moral).
Sufre la persona y no sólo el cuerpo del paciente. Es
el dolor total. Ante sufrimientos intensos y duraderos el paciente presenta, a veces, perturbaciones
en el esquema corporal y aparece la pérdida del yo
y de la realidad.
El moribundo puede experimentar sufrimientos inexpresables. La ansiedad y el miedo son dos
respuestas habituales ante la percepción de la
muerte potencial o la muerte real.
El dolor tiene una etiología neurofisiológica y los
componentes del sufrimientos son cognitivos, emocionales, sociales y conductuales. Ambos procesos
son reversibles y tienen estrechas interacciones.
En repetidas ocasiones aparecen conductas
de dolor/sufrimiento para atraer la atención y el
23
R. Bayés, Psicología del sufrimiento y de la muerte,
Martínez Roca, Barcelona 2001. El Diario Médico (13 de
enero de 1996) señalaba que en cinco estudios se demuestra
que el sufrimiento es la causa más importante de petición de
eutanasia: depresión, desamparo, sentimiento de pérdida y
ansiedad. El dolor era motivo del 29-35% de las peticiones
de eutanasia.
Morir, hoy / 55
afecto. El equipo sanitario debe aprender a interpretar el lenguaje de los síntomas, del cuerpo
malherido, de las miradas y de los silencios.
Lo fundamental es buscar estrategias para
atemperar y aliviar el dolor-sufrimiento, aunque
en muchos casos la empatía que muestra el sanitario manifestando al paciente que se pone en su
lugar y que comparte su dolor no es más que una
fórmula estereotipada y cruelmente sin sentido.
Las vivencias del dolor son íntimas e intransferibles. Existen casos en los que los pacientes tienen
tantos dolores y sienten tal desamparo que prefieren la muerte a esa vida tan depauperada e
indigna.
Dolor y sufrimiento son señales imprescindibles que delatan las anomalías físicas, psíquicas y
morales. La enfermedad terminal produce vulnerabilidad total, con manifestaciones habituales de
dolor y sufrimiento.
El ciclo vital y la muerte
El ciclo vital de la persona se concreta en
varias edades: cronológica, marcada por los distintos tiempos evolutivos del desarrollo humano
(niñez, adolescencia, juventud, madurez, senescencia); biológica, centrada en la estructura celular (salud-enfermedad); biográfica, que engloba la
acumulación de vivencias y experiencias personales; psicológica, que afecta a los procesos cognoscitivos, afectivos y emocionales.
Todas estas etapas de la vida están íntimamente imbricadas, aunque no todos los seres
humanos las experimentan de igual modo, debido a que existen diferencias psíquicas entre las
personas.
El joven se resiste a imaginar su vejez y su
muerte. En la madurez se vive el tiempo presente y en la vejez el futuro, según un reciente estu-
56 / Salvador Urraca Martínez
dio realizado por Pennebaker y Lori Stone, de la
Universidad de Texas en Austin (2005). Sorprende
el resultado de las personas viejas, pues siempre
se ha considerado que los viejos se encuentran
anclados en las experiencias vividas y piensan
esporádicamente en su limitado futuro.
A pesar de la creencia de que siempre y sólo
mueren los viejos, son muchas las vidas jóvenes,
tan frescas y llenas de ilusiones, que se truncan
súbitamente en edad temprana a consecuencia,
en gran medida, de la droga, del sida, de crueles
enfermedades y de accidentes en carretera.
En la edad provecta uno se siente más torpe,
frágil y dependiente de los demás. La decadencia
física conlleva consecuencias en lo social y psicológico: aparecen sentimientos de inutilidad, de
represión de los afectos y de rechazo intergeneracional. Como afirmaba poco antes de fallecer (5
de junio de 2001) el maestro de médicos y admirado doctor Pedro Laín Entralgo24: “Para la conversión del envejecimiento en empresa vital y
personal, en la realidad del viejo deben existir dos
notas esenciales: la autosensibilidad imaginativa y
creadora y la concreción de ella en una determinada vocación”.
La ciencia actual se afana en profundizar y
analizar los tratamientos contra el envejecimiento. Se quieren contrarrestar muchos procesos bioquímicos degenerativos. Hoy se estima que próximamente el ser humano podría vivir sin grandes déficits hasta los 120 años.
En la vejez no disminuyen todas las facultades
cognitivas y emocionales. Se mantienen, y a veces
se incrementan, las experiencias vividas y los
conocimientos adquiridos (que los psicólogos
denominan inteligencia cristalina). Es normal que
P. Laín Entralgo, “La empresa de envejecer (II)”, en
Revista Eidon, nº 4 (1999), p. 11.
24
Morir, hoy / 57
aparezcan carencias en la fluidez verbal, la agilidad mental para captar nueva información, la
ralentización en las reacciones, el nivel de atención, las funciones perceptivas y abstractas, las
funciones motoras y sensoriales.
El viejo también sufre los efectos del aislamiento y de la soledad de modo indefectible.
Progresivamente va perdiendo los vínculos afectivos, se va limitando el círculo de las amistades y
experimenta de modo impenitente la muerte de
seres queridos o amigos.
Según diversas investigaciones que hemos realizado25, las actitudes ante la muerte fluctúan en
función de las etapas del ciclo vital, de la personalidad y religiosidad.
Entre los 3-5 años, el niño concibe la muerte
como una separación temporal (ausencia). Posee
pensamientos mágicos y fantásticos; las cosas y
los animales tienen vida y mueren (animismo).
Entre los 5-9 años, el niño considera a la muerte como un agente exterior (algo accidental).
De 10 años hasta la adolescencia, atribuyen a
la muerte un carácter universal, inevitable e irreversible. En la adolescencia ya son conscientes
de lo que supone la enfermedad maligna y la
muerte. Conciben la muerte como algo lejano.
Aparecen el miedo, el temor y la ansiedad ante
la propia muerte. Se atribuye a la muerte una
entidad dolorosa.
En la juventud no quieren plantearse la propia muerte, ya que son conscientes de las consecuencias asociadas a la enfermedad irreversible y
la muerte. La muerte es rechazada a nivel consciente. Las experiencias de muertes ajenas han
sido, en general, muy traumáticas. Las enferme-
S. Urraca, “Estudio evolutivo de la muerte”, en Jano,
Medicina y Humanidades 653 (1985), pp. 13-14.
25
58 / Salvador Urraca Martínez
ras manifiestan un gran temor a morir en un centro hospitalario.
En la edad intermedia se realizan estimaciones
de los años de existencia que les queda por vivir.
Rechazan la enfermedad irreversible y el deterioro físico. En la vertiente consciente piensan que
mueren los demás y consideran que son demasiado jóvenes para pensar en su muerte.
En la vejez aparecen tres actitudes ante la muerte: a) positivas o de espera/esperanza; b) evasivas
o de despreocupación; c) negativas: negación,
temor, preocupación cognitiva y ansiedad. Tienen temor al dolor que puede producir una
enfermedad larga e incurable. Poseen más firmeza en sus recuerdos que en sus esperanzas.
Información y comunicación
Transmitir malas noticias a los pacientes o a
los familiares requiere habilidades sociales y de
comunicación. La información adecuada y en su
momento debe perseguir, entre otros objetivos,
reducir el miedo y ayudar a que el paciente
pueda intervenir en las decisiones clínicas. Para
ello el consentimiento informado es esencial.
Los enfermos terminales más que el diagnóstico
necesitan averiguar, a su ritmo, el pronóstico,
los riesgos-beneficios de las intervenciones sanitarias y la evolución que se espera de la enfermedad. El coraje y la valentía no están en el
hecho de recibir la verdad descarnada del diagnóstico y/o pronóstico fatal, sino en el afrontamiento del terrible desamparo e indefensión en
que, normalmente, se deja al paciente. Abundan,
no obstante, las mentiras o las medias verdades.
El médico, si el paciente es capaz, debe transmitir confianza y seguridad. Una información
adecuada implica, también, una exploración de
los deseos, las expectativas y preferencias de los
pacientes. Sin información auténtica es compli-
Morir, hoy / 59
cado que el paciente movilice sus recursos de
afrontamiento.
En demasiadas ocasiones el paciente tiene dos
derechos: no saber que va a morir y, si lo sabe,
comportarse como si no lo supiera. Se olvida que
el paciente, todo paciente, tiene “derecho a recibir
información completa y continuada, verbal y
escrita, de todo lo relativo a su proceso, incluyendo diagnóstico, alternativas de tratamiento y sus
riesgos y pronósticos, que será facilitado en un lenguaje comprensible. En caso de que el paciente no
quiera o no pueda manifiestamente recibir dicha
información, ésta deberá proporcionarse a los
familiares o personas legalmente responsables”26.
Una información adecuada, correcta, soportable, en el momento preciso y por la persona que
pueda ofrecer mayor seguridad, puede generar
efectos positivos para el enfermo: refuerza la confianza en la familia y en el equipo sanitario; aclara incertidumbres; facilita que el enfermo pueda
decidir si rechaza o no ciertos tratamientos que él
considera inapropiados o fútiles; proporciona la
ocasión de arreglar los asuntos personales y familiares; evita el complot del silencio (la mayoría de
los pacientes saben o presienten el alcance de sus
dolencias); aminora el efecto de las amenazas;
reduce el miedo y la ansiedad; se vuelve más cooperativo y, además, puede facilitar una muerte
más digna.
Es cierto que hay pacientes que por su incapacidad o por su propia decisión no desean
conocer la realidad de su diagnóstico-pronóstico.
Aferrarse a la mentira también es un modo de
ejercer la libertad.
En cualquier caso, resulta complejo mantener
la mentira y el engaño por mucho tiempo, espeInsalud, Carta de derechos y deberes del paciente, 1 de
octubre de 1984.
26
60 / Salvador Urraca Martínez
cialmente cuando aparecen efectos somáticos llamativos y el deterioro corporal progresa de modo
imparable. Si el enfermo encuentra apoyo emocional y percibe una comunicación verbal-no verbal
adecuada, se evitarán o reducirán consecuencias
indeseables: negación, rebeldía, ansiedad, depresión, aunque es normal que el ser humano manifieste ira y acuse el brutal impacto emocional. Al
fin y al cabo, nadie quiere soportar dolores perversos y muertes infames.
El paciente de hoy en día tiene medios para
estar más informado. En teoría, la relación médico-paciente ya no es vertical (paternalista); hoy se
demanda una relación interpersonal más de tú a
tú, y no una relación fría y distante. Pero, a veces,
existen barreras comunicativas insalvables. Los
problemas surgen cuando en la relación médicopaciente no se establece un clima de confianza y
el paciente, en aras de su libertad y autonomía,
rechaza ciertos tratamientos o manifiesta sus preferencias a la hora de morir. El consentimiento
informado no debería ser sólo un papel mojado.
Cada vez son más numerosas las asociaciones
de pacientes que velan por la defensa de sus derechos. Las más importantes de nuestro país están
presididas por el médico-paciente catalán Albert
Novell27: Foro Español de Pacientes y Universidad de los Pacientes.
En cualquier caso, la relación médico-paciente no debe limitarse únicamente a la información. La comunicación es importantísima. Hoy
prevalecen los estándares técnicos y los avances
científicos, pero es necesario incidir más en los
valores humanos de la medicina. En los enfermos
terminales es imprescindible poner el acento en
la comunicación no verbal, cuyas notas distintivas son: el acompañamiento, la ternura, el conVéase el magnífico artículo de A. Novell, “El médico-paciente”, en El País Semanal 1542 (16 de abril de 2006).
27
Morir, hoy / 61
tacto corporal y táctil, mostrar acercamiento y
afectividad, interpretar las miradas y los silencios.
Derecho a morir con dignidad28
Pero ¿existe la muerte digna? Una respuesta a
esta cuestión nos la ofrece el cirujano doctor
Nuland: “Rara vez he visto mucha dignidad en el
proceso de morir. El intento de alcanzar una verdadera dignidad falla cuando nuestros cuerpos
fallan. Ocasionalmente –muy ocasionalmente–,
alguien con una personalidad excepcional también muere en circunstancias excepcionales, y esa
afortunada combinación de factores permite que
eso suceda, pero tal confluencia de factores no es
corriente y, en todo caso, sólo la pueden esperar
pocas personas”29.
En consecuencia, la muerte digna no deja de
ser un anhelo, como lo es la felicidad. Esto no
implica, en modo alguno, que no sea verdadera la
teoría kantiana cuando afirma que toda persona
posee en sí misma dignidad pero no precio. La
cuestión de fondo es si la muerte digna es un
derecho o una reivindicación. Muchos piensan
que es un derecho y no sólo una aspiración. La
cuestión está en cómo lograr que se plasme en la
realidad diaria de morir.
28
Sobre el derecho a morir dignamente existe una abundante bibliografía. D. Humphry – A. Wickett, El derecho a
morir. Comprender la eutanasia, Tusquets, Madrid 1989; J.-P.
Soulier, Morir con dignidad. Una cuestión médica, una cuestión
ética, Temas de Hoy, Madrid 1995; H. Küng – W. Jens, Morir
con dignidad. Un alegato a favor de la responsabilidad, Trotta,
Madrid 1997; M. de Hennezel, La muerte íntima, Plaza &
Janés, Barcelona 1996. La Asamblea Parlamentaria del Consejo
de Europa aprobó la recomendación 1418 (1999), adoptada el
25 de junio de 1999, sobre Protección de los derechos humanos
y de la dignidad de los enfermos terminales y moribundos.
29
Sh. B. Nuland, Cómo morimos. Reflexiones sobre el
último capítulo de la vida, Alianza, Madrid 21995, p. 17.
62 / Salvador Urraca Martínez
Más que la muerte interesa el trauma emocional que supone la imparable degradación y descomposición que provoca la enfermedad terminal. Hoy se plantea la discusión acerca del derecho a morir con dignidad o de si cada persona
tiene capacidad y responsabilidad para decidir
con libertad sobre su modo de morir en situaciones de muerte previsible y a corto plazo. Se suscita
el debate, no exento de razones en pro o en contra, ya que son decisiones que implican a terceras
personas, bajo el supuesto de “estado de necesidad”, de autonomía y libertad del enfermo.
Son actos en los que las terceras personas pueden
actuar de modo transitivo (homicidio compasivo)
o transitivo mínimo (suicidio médicamente asistido). Es la muerte súbita e indolora. Otra cuestión
no menos importante es el mantenimiento artificial de la vida de los pacientes críticos.
La Associaciò Catalana d’Estudis Bioètics, en
su declaración sobre la eutanasia y el suicidio
asistido, afirma lo siguiente: “Morir es un acontecimiento que el hombre no es capaz de comprender. Morir supone para él un despedirse
‘definitivamente’ de todos y de todo. Quienes
compartimos con él la existencia tenemos la obligación humanitaria y fraternal de acompañarle
con el máximo respeto a su dignidad –es decir:
con amor– en este momento supremo de la vida.
El deseo de ‘morir con dignidad’ se ha ido convirtiendo cada vez más en una frase hecha. Una
elegante forma de decir detrás de la cual se esconde un programa técnico y económico basado en
el cálculo de costes y beneficios que, con apariencia de lenguaje humanístico, se pretende presentar como una forma radical de realización personal que va desde el nacimiento hasta la muerte.
Sin embargo, la práctica contradice tan noble
intención”.
En la reciente historia hay algunos médicos
que han entendido de un modo equivocado la
compasión y la dignidad de los pacientes. La gra-
Morir, hoy / 63
vedad de sus actuaciones radica en que no consideraron la voluntad y libertad de elección de los
enfermos. Es el caso de Jack Kevorkian o el
“doctor Muerte”, que inventó una máquina para
facilitar la muerte a enfermos desahuciados que
deseaban morir con dignidad (suicidio médicamente asistido). Sin embargo, el caso más terrible
y patético es el del doctor Harold Shipman, inglés,
al que se le atribuyen al menos 215 asesinatos, que
provocaba utilizando dosis de diamorfina, una
sustancia que inyectada a altas dosis resulta mortal (eutanasia directa no voluntaria). Condenado
a cadena perpetua, se ahorcó en la cárcel británica de Wakelfield el 13 de enero de 2004.
La posibilidad de morir con dignidad puede
frustrarse con episodios asociados al morir: coma
irreversible y terminal, enfermedad de Alzheimer,
locura, dolor o sufrimientos insoportables, parálisis total, coma en estados vegetativos permanentes,
soledad insoportable, muerte súbita y/o utilización
de intervenciones médicas dirigidas únicamente a
prolongar la agonía.
Los derechos de los pacientes y la bioética
proporcionan un marco teórico para que el
paciente pueda ejercer la autonomía y la libertad
para decidir acerca de todo lo que le concierne.
Sin embargo, en ocasiones el paciente se siente
atrapado e indefenso debido a la desmesurada
utilización de técnicas, tubos y artilugios mecánicos. Ello genera conflictos, ya que puede producirse una disonancia cognitiva y de valores entre
las prioridades del moribundo y las del equipo
sanitario. No todo lo técnicamente posible es éticamente aceptable. Si la técnica prevalece sobre
los derechos del paciente se puede caer en el error
de utilizar a los pacientes más como un medio
que como un fin en sí mismos30.
Véase “La dignidad humana”, en A. Cortina, La ética
de la sociedad civil, Anaya, Madrid 1994, p. 129.
30
64 / Salvador Urraca Martínez
Sobre la muerte digna aparecen, con asiduidad, sesudos alegatos favorables a la despenalización de la eutanasia activa voluntaria y/o del suicidio médicamente asistido (postura defendida
por las Asociaciones por una Muerte Digna,
AMD), aunque también se alzan voces disidentes
señalando que la vida es inviolable y que la muerte digna se produce si existe un control adecuado
de los síntomas, necesidades, dolor y sufrimiento.
Otros, en cambio, creen y esperan una muerte
digna si ésta acontece mientras se duerme o de
modo súbito. El debate no deja de ser polémico
y con posibles soluciones en claroscuro.
No es infrecuente que los pacientes verbalicen
o manifiesten con gestos y miradas el desgarrador
“¡ayúdenme a morir!”. Pero ante esta devastadora
acción de la muerte, ¿qué ayuda puede ofrecer la
sociedad y la profesión sanitaria para propiciar
una muerte digna?
Ante el morir y la muerte el hombre mantendrá, ahora y por siempre, actitudes de rechazo,
temor intenso y ansiedad. Distintos serán la forma
y los medios con que se afrontará la muerte digna.
En cualquier caso, más que de muerte digna
deberíamos hablar de muerte dignificada.
Bibliografía
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Cuidados paliativos
Javier Barbero Gutiérrez
Introducción
Morir es el resultado natural del proceso de
vivir, pero del mismo modo que las formas de
vivir pueden ser muy variadas y no siempre compensan, así también hay maneras de morir que
pueden o no ajustarse a lo que el ser humano precisa y necesita para la última trayectoria de su
existencia.
La proximidad de la muerte no es agradable.
Es una experiencia temida y evitada tanto por
los que se aproximan a ella como por los que les
acompañan en ese difícil camino. El ser humano
del siglo XXI lleva en su historia todo un cúmulo de experiencias de lucha contra la enfermedad
y la muerte, batalla que siempre acaba perdiendo,
pero que sigue intentando librar por aquello
de, al menos, alejarla el mayor tiempo posible.
Cuesta mucho aceptar su cercanía y su presencia,
de ahí que hayamos puesto tantísimas energías en
el objetivo de curar. A partir de los comienzos del
siglo XX, los enormes avances de la medicina
han conducido a sobredimensionar los esfuerzos
en curar a los enfermos, lo que ha favorecido
una actitud negadora frente a la irremediable
muerte. Contamos con tecnología suficiente
para poder mantener durante mucho tiempo un
organismo vivo, dependiente de un abundante
número de procedimientos de soporte vital. Sin
embargo, no todo lo técnicamente posible es
éticamente aceptable. Lo difícil es saber cuándo
68 / Javier Barbero Gutiérrez
parar el objetivo de curar. Ahora bien, una vez
decidido, ¿qué hacemos? ¿Abandonar?
Los cuidados paliativos (CP) nacen, precisamente, como una herramienta útil para conseguir
que el final de la vida de los enfermos obtenga el
máximo bienestar posible y que los familiares y
allegados puedan recibir el apoyo que precisan. Si
hay una expresión prohibida en CP es “ya no hay
nada que hacer”. Cuando una persona no tiene
posibilidades de curarse, siempre podremos cuidarla, siempre podremos facilitarle las mediaciones adecuadas para que su último episodio se
revista de las condiciones más humanas y humanizantes posibles. El cuidar, por tanto, se convierte en el objetivo primordial de los CP en el
último viaje por esta vida.
En las siguientes páginas intentaremos describir los rasgos esenciales de los CP, enmarcados
dentro de un modelo de intervención frente a la
experiencia de sufrimiento que allí aparece de
forma tan omnipresente. Pero comencemos con
un poco de historia y con la exposición de algunas definiciones.
Historia, definición y destinatarios
Reseña histórica de los cuidados paliativos
Los cuidados paliativos o cuidados tipo hospice, como se denominaron en algunos países
anglosajones, tienen una larga historia. Los primeros precursores bien pudieron ser los hospicios
y hospederías medievales del siglo XII en Europa,
organizados por los Caballeros Hospitalarios. En
el siglo XVI contamos con la paradigmática figura de san Camilo de Lelis, fundador de la orden
de los religiosos camilos, que empezó atendiendo
a los apestados y a los moribundos en la Italia del
Cinquecento. Sus seguidores eran conocidos
como “los padres de la buena muerte”. En el siglo
Cuidados paliativos / 69
XIX aparecieron algunas figuras carismáticas,
entre las que destacamos al pastor Flinder, en la
Fundación Kaiserwerth en Prusia, y, sobre todo,
a la madre Mary Aikenhead, fundadora de las
hermanas irlandesas de la caridad y del Our
Lady’s Hospice en Dublín. Esta congregación
puso en marcha en 1909 el St. Joseph’s Hospice
en Londres y allí se formó Cicely Saunders, alma
del moderno Movimiento Hospice y fundadora
del St. Cristhopher’s Hospice en 1967, también
en Londres. La denominación “hospice” se mantuvo al señalar un lugar intermedio entre el hospital y el hogar, ya que reflejaba bien la idea de lo
que se pretendía conseguir: un lugar para los
enfermos y sus familias que contara con la capacidad científica de un hospital y el ambiente cálido y la hospitalidad de un hogar.
Los hospices no se han convertido en lugares
para morir, sino en lugares para cuidar. Los datos
muestran que más del 45% de los enfermos que
ingresan en esos centros son dados de alta para
ser atendidos en su domicilio.
Otra figura reseñable de nuestra época es el
canadiense Balfour Mount, quien en 1976 lideró
la primera unidad de CP dentro de los hospitales
para enfermos agudos. A Canadá se le debe el término “cuidados paliativos”.
En España, la primera unidad de CP se inició
en 1982 y alcanzó su reconocimiento oficial en
octubre de 1987, en el Hospital Marqués de
Valdecilla, promovida por Jaime Sanz Ortiz.
Fueron surgiendo otras unidades, como la del
Hospital de la Santa Creu de Vic (Barcelona), la
del Hospital Gregorio Marañón de Madrid... y
un largo etcétera. El crecimiento y el reconocimiento de recursos específicos en CP en nuestro
país es hoy un hecho imparable, aunque su
implantación es aún muy desigual según las diferentes comunidades autónomas.
70 / Javier Barbero Gutiérrez
Definición: qué son los cuidados paliativos
El Ministerio de Sanidad y Consumo, en su
Plan Nacional de Cuidados Paliativos (2001),
asume la definición del Subcomité Europeo de CP
(1991), que los presenta como “la asistencia total,
activa y continuada de los pacientes y sus familias
por un equipo multiprofesional cuando la expectativa médica no es la curación. La meta fundamental es dar calidad de vida al paciente y su familia sin
intentar alargar la supervivencia. Debe cubrir las
necesidades físicas, psicológicas, espirituales y sociales del paciente y sus familiares. Si es necesario,
el apoyo debe incluir el proceso de duelo”.
Destinatarios: enfermos al final
de la vida y sus familias
Habitualmente, en el ámbito de los CP, se suele
denominar a los enfermos subsidiarios de los mismos como “enfermos terminales”, refiriéndose a
aquellos que se encuentran en el proceso final de su
vida. Éstos son los factores que, según la Sociedad
Española de Cuidados Paliativos (SECPAL), definen la situación de enfermedad terminal:
1. Presencia de una enfermedad grave, progresiva e incurable.
2. Falta de posibilidades razonables de respuesta al tratamiento específico.
3. Presencia de numerosos problemas o síntomas intensos, múltiples, multifactoriales
y cambiantes.
4. Gran impacto emocional en paciente, familia
y equipo terapéutico, muy relacionado con
la presencia, explícita o no, de la muerte.
5.Pronóstico de vida inferior a seis meses.
Este tipo de situaciones genera una gran
demanda de atención, y el objetivo fundamental que se persigue consiste en la promoción del
Cuidados paliativos / 71
confort y la calidad de vida del enfermo y de la
familia, basada, como luego veremos, en el control de síntomas, el apoyo emocional y la comunicación.
Cuidados paliativos y experiencia
de sufrimiento: una propuesta
de intervención
¿Quién de nosotros no ha sufrido alguna vez?
La experiencia de sufrimiento atraviesa el hecho de
vivir y, de manera aún más explícita si cabe, cuando la posibilidad o presencia de la muerte se hacen
presentes. Los profesionales de CP son particularmente conscientes de esta realidad y, por ello,
desde este ámbito se han hecho algunas propuestas integradoras que pretenden desarrollar modelos y estrategias de intervención para paliar esa
difícil experiencia. Expondré brevemente el modelo1 que propusimos junto con Ramón Bayés, Pilar
Arranz y Pilar Barreto, tres extraordinarios profesionales preocupados por estas cuestiones.
El modelo se concibe como un conjunto de
planos-guía susceptibles de encauzar, de forma
paralela y coordinada, las diversas acciones encaminadas a la consecución de los objetivos intermedios capaces de garantizar la culminación del objetivo final: el bienestar.
Chapman y Gravin definen el sufrimiento
como “un complejo estado afectivo, cognitivo y
negativo, caracterizado por la sensación que tiene
el individuo de sentirse amenazado en su integridad, por el sentimiento de impotencia para hacer
1
Para una exposición más detallada del modelo y de los
protocolos de intervención propuestos, puede consultarse
P. Arranz – J. Barbero – P. Barreto – R. Bayés, Intervención
emocional en cuidados paliativos. Modelo y protocolos, Ariel,
Barcelona 2003.
72 / Javier Barbero Gutiérrez
frente a dicha amenaza y por el agotamiento de
los recursos personales y psicosociales que le permitirían afrontar dicha amenaza”. En nuestra
opinión, se puede simplificar dicha definición
señalando que una persona sufre cuando:
– acontece algo que percibe como una amenaza
importante para su existencia personal y/u
orgánica;
– al mismo tiempo, siente que carece de recursos para hacerle frente.
La sensación de amenaza y el sentimiento de
impotencia son subjetivos. El sufrimiento, por
tanto, también lo será. De esto se desprende que la
mera observación de lo que pasa –un índice de
Karnofsky, por ejemplo, o un listado de los síntomas que padece una persona, o un grupo de enfermos en situación terminal, de los que tantos ejemplos nos ofrece la literatura– o una generalización
sobre la experiencia del profesional con otros
pacientes no serán suficientes para conocer el
grado de sufrimiento que experimenta un paciente concreto en una situación determinada. Por otra
parte, tal como se ha reconocido a partir de los
trabajos de Lang, actualmente se postula que las
emociones son respuestas a estímulos significativos
para un organismo, que se producen, paralelamente, en tres sistemas diferenciados de respuesta: el neurofisiológico-bioquímico, el motor o
conductual-expresivo y el cognitivo o experiencialsubjetivo. Las respuestas observadas en cada uno
de estos tres sistemas, tomadas aisladamente, sólo
son un reflejo parcial e imperfecto de la emoción;
sin embargo, en el caso del sufrimiento no tenemos dudas de que el ingrediente primordial del
sufrimiento es el experiencial-subjetivo y de que es
éste, por tanto, esencialmente, el que deberemos
evaluar y sobre el que tendremos que intervenir.
Las preguntas abiertas personalizadas, la empatía y
la escucha activa del paciente serán primordiales
para alcanzar estos objetivos.
Cuidados paliativos / 73
El mismo acontecimiento –un diagnóstico de
cáncer o de sida, similar intensidad de síntoma o
de percepción de pérdida en el ámbito psicológico, etc.– no produce la misma sensación de
amenaza en todas las personas ni todas ellas
poseen los mismos recursos para hacerle frente. Lo
importante no son los síntomas que tiene o percibe un enfermo ni la similitud de la situación con
que se encuentra –la misma fase de la misma
enfermedad– en relación con otros enfermos, sino
el grado de sensación de amenaza que cada uno de
estos síntomas, o la constelación de algunos de
ellos, le producen a él en particular. Los síntomas
que padece el enfermo pero que no le suscitan
amenaza no deberían merecer, en la mayoría de los
casos, una atención prioritaria desde el punto de
vista de la paliación del sufrimiento. Una vez más,
deberemos recordar que no sólo existen enfermedades, sino enfermos.
Primera conclusión: es muy importante explorar
qué situación, síntoma, estímulo o estado concretos
–biológicos, psicológicos y/o sociales– percibe el enfermo como una amenaza importante para su existencia o integridad, física o psicológica. Y esto sólo
podremos conocerlo preguntándoselo al enfermo
de tal manera que, por una parte, no presupongamos lo que al paciente le ocurre, distorsionando su respuesta, y, por otra, que, como mínimo,
no produzcamos con nuestra pregunta un incremento en su sufrimiento. En este sentido, el
ideal es que nuestras preguntas, a la vez que nos
permitan obtener información sobre las preocupaciones del enfermo, posean un componente
terapéutico.
No existen síntomas que supongan una amenaza universal de la misma intensidad para todos
los enfermos. En una investigación multicéntrica
llevada a cabo con 252 enfermos oncológicos en
situación terminal y 416 situaciones diferentes, se
ha visto, por ejemplo, que la debilidad era la principal causa de preocupación para la mayoría de los
74 / Javier Barbero Gutiérrez
enfermos, pero que dicha preocupación sólo afectaba al 50 por 100 de los que la percibían.
La integración de los contenidos de los párrafos anteriores en el modelo que proponemos se
estructuraría del modo siguiente: una situación,
estado o estimulación de características biológicas
–por ejemplo, dolor, disnea, etc.– o psicológicas
–por ejemplo, soledad, marginación, sensación de
pérdida, culpabilización, temor, carencia del sentido de la vida, vacío espiritual, etc.– es percibido
por el enfermo como una amenaza importante
para su persona o su bienestar. Ante dicha amenaza, el sujeto evalúa sus recursos y, en la medida en
que se siente impotente para hacerle frente, este
hecho le genera sufrimiento. Dicho sufrimiento,
por una parte, puede amplificar la intensidad o
presencia del síntoma amenazador, lo cual, a su
vez, subraya la importancia de su falta de control
sobre la situación y aumenta su sufrimiento. Por
otra parte, este sufrimiento no ocurre en el vacío,
sino que tiene lugar en una persona con un estado
de ánimo concreto. Si éste es ya ansioso, depresivo
o agresivo, lo potenciará; si no lo es y el sufrimiento persiste en el tiempo, puede fácilmente
conducirlo hacia la ansiedad, la depresión o la ira.
Paralelamente, quizás convenga recordar, aunque sea brevemente, que el humor o estado de
ánimo es un tipo particular de estado afectivo que
se distingue de las emociones por su carácter difuso. Mientras que la conducta emocional se dirige
hacia algo o se aleja de algo, en los estados de
ánimo existe ausencia de orientación hacia algo
concreto. Para Davidson, su principal función es
actuar como una especie de filtro, acentuando la
accesibilidad de algunos pensamientos y atenuando la de otros. Así, por ejemplo, se sabe que las
personas que padecen un estado de ánimo depresivo tienen mayor facilidad para tener pensamientos tristes que alegres. De ahí la importancia de
combatir directamente los estados de ánimo
depresivos, ansiosos u hostiles, ya que los mismos
Cuidados paliativos / 75
pueden amplificar el sufrimiento. Los estados de
ánimo, al menos con una intensidad débil, están
siempre presentes en nuestras vidas y pueden
durar horas, días, semanas o meses, mientras que
las emociones, por su vinculación a elementos
concretos de la situación, guardan una estrecha
relación con dicha presencia y suelen desaparecer
al eliminarse el estímulo o situación desencadenante, sea ésta física o cognitiva.
El mismo circuito que acaba generando sufrimiento en el enfermo al final de la vida (percepción de amenaza a la integridad, junto con sensación de ausencia de control frente a esa amenaza),
opera de la misma forma en la experiencia de
sufrimiento de la persona en duelo por la pérdida
de un ser querido o en la experiencia de los profesionales cuando sufren el conocido como burn-out
o síndrome del quemado.
Existe el sufrimiento que podríamos objetivar
como problema y que, de un modo u otro, intentaremos resolver. Pero también existe la experiencia de sufrimiento que ya no se enmarca en lo problemático, sino en el ámbito del misterio. Cuando
alguien angustiado te pregunta por qué se tiene
que morir a los 28 años, no te está planteando un
problema a resolver (no hay estrategia de resolución de problemas posible), sino un misterio a
acompañar. Obviamente, la estrategia de acompañamiento puede ser enormemente útil frente a esta
experiencia sin respuestas y plantea un enorme
reto a los profesionales de CP que no quieren huir
de esas cuestiones.
Líneas maestras de los cuidados paliativos
Los CP han ido conformando su estructura y
dinámica a partir de la experiencia y de la reflexión. Describimos ahora los ejes más significativos
que conforman su identidad y su funcionamiento.
76 / Javier Barbero Gutiérrez
Atención individualizada e integral:
aspectos físicos, psicológicos, sociales y espirituales
No sirve el “café para todos”. Cada proceso de
sufrir y de morir es único y diferente a los demás.
El hecho de tener protocolos, criterios, recomendaciones, etc., no nos inhibe de tener que buscar
siempre la personalización de los cuidados. Por
ello, una palabra clave de los CP –y de las estrategias comunicativas que los sostienen– es el verbo
“explorar”. Se trata de no dar nada por supuesto,
sino de tener en cuenta la idiosincrasia de cada
persona, su particularidad, la percepción subjetiva
de lo que está ocurriendo en su interior o viviendo
en su experiencia. No hay un paciente igual a otro,
ni una forma de morir que se pueda generalizar de
manera protocolizada para todo el mundo.
Por ejemplo, hay personas que querrán morir
en casa, acompañadas de sus familiares más cercanos, estando en su cama, con sus cosas, con la
experiencia de lo cotidiano que ha sido tan significativo para ellas durante muchos años. Otras personas, sin embargo, preferirán morir en el hospital
o en una unidad de CP, precisamente porque se
sienten más protegidas al tener cobertura de médico y/o enfermera durante las 24 horas ¿Quién
puede definir que uno de estos dos contextos es
mejor para morir para un ciudadano concreto?
Simplemente, él mismo, y, por ello, la atención paliativa, para ser correcta, no puede dejar de ser
individualizada.
Por otro lado, los CP incorporan algunas
variables de manera significativa. Obviamente,
incluyen los factores físicos y sociales, pero remarcan explícitamente también los psicológicos –de
ellos hablaremos el siguiente apartado– y, curiosamente, los espirituales. Digo “curiosamente”
porque la definición de salud de la propia
Organización Mundial de la Salud (OMS) –“no
sólo la ausencia de enfermedad, sino también la
satisfacción de las necesidades físicas, psíquicas y
Cuidados paliativos / 77
sociales”– excluye explícitamente la vertiente espiritual. Me detengo, por la particularidad, brevemente en ello.
El final de la vida nos sitúa ante las conocidas
como “experiencias límite”. Suelen emerger de
forma más o menos explícita cuestiones como el
sentido que ha tenido la existencia, el repaso biográfico a la trayectoria personal, la presencia o
ausencia de vínculos significativos en el terreno
afectivo-familiar, los conflictos y el peso de su no
resolución y un largo etcétera. Si todo ello es vivido en clave positiva, pues estupendo. Si no es así,
el nivel de amenaza y de sufrimiento puede ser
muy intenso. Obviar este tipo de realidades supone reconocer sólo una parte de la condición
humana y, por tanto, des-humanizar la relación
con la persona al final de la vida.
La OMS, en uno de sus primeros documentos
sobre CP (1990), dice que “lo ‘espiritual’ se refiere
a aquellos aspectos de la vida humana que tienen
que ver con experiencias que trascienden los fenómenos sensoriales. No es lo mismo que “religioso”,
aunque para muchas personas la dimensión espiritual de sus vidas incluye un componente religioso.
El aspecto espiritual de la vida humana puede ser
visto como un componente más, integrado junto
con los componentes físicos, psicológicos y sociales. A menudo se percibe como vinculado con el
significado y el propósito de la vida, y, para los que
están cercanos al final, se asocia comúnmente con
la necesidad de perdón, reconciliación y afirmación en los valores.”
En los CP se afirma sin reservas la necesidad de
atender esta dimensión; no obstante, suele quedar
más en una declaración de buenas intenciones que
en una metodología y praxis suficientemente
estructurada y validada. Quizás porque es difícil
hablar y afrontar lo intangible o quizás también
porque en nuestro contexto se ha asociado comúnmente con la experiencia de lo religioso y, desde
78 / Javier Barbero Gutiérrez
ahí, como una intromisión de los aspectos creenciales de determinados grupos en la vida de las personas. Los profesionales de CP aún tenemos un
camino largo que recorrer, y no sólo desde el conocimiento, la experimentación y el entrenamiento
en metodologías de valoración e intervención frente a las necesidades específicamente espirituales,
sino también en una mirada interior que nos cuestione los prejuicios que nos inhiben a la hora de
acompañar las preguntas radicales del final de la
vida de los otros, independientemente de nuestro
mundo creencial personal, y que, en el fondo, nos
confrontan con nuestra manera de mirar la muerte, su sentido y sinsentidos.
Apoyo psicológico y comunicación
La presencia de la muerte no es un acontecimiento más. Se trata de un acontecimiento único,
radical, irreversible, definitorio en la vida de las
personas. Tanto para el que la vivencia como para
aquellos que le rodean, la muerte provoca siempre
un antes y un después de manera significativa.
Tanto ella como el proceso que la acompaña
generan habitualmente una gran intensidad
emocional, con riesgo de importantes desajustes
para la persona.
Está muy estudiado que cuando a los enfermos
se les da el diagnóstico de una enfermedad grave y
amenazante, con un pronóstico incierto, las variables internas del ser humano (sus pensamientos,
emociones, voluntad, etc.) tienen que adaptarse a
ese nuevo e inesperado escenario. Es lo que denominamos los “procesos de adaptación”. La doctora
Elisabeth Kübler-Ross, pionera en este campo,
describió, después de cientos de entrevistas a enfermos al final de la vida, distintas fases por las que
podían pasar estas personas. Su modelo hoy ha
sido revisado y matizado, pero sigue siendo vigente en los aspectos más centrales, por varias razones:
Cuidados paliativos / 79
– Describe variabilidad, cambio y, por tanto,
la necesidad de estar atentos los profesionales a una experiencia que nunca puede ser
estática.
– Normaliza determinadas expresiones emocionales o mecanismos de afrontamiento que,
no por el hecho de ser expresión de malestar,
dejan de ser entendibles dentro de una reacción lógica frente a algo amenazante.
– Se aproxima a la realidad de la muerte en
clave de adaptación, clave positiva que hace
que el hecho de que pueda ser irremediable
la presencia de la muerte no tiene por qué
conllevar indefensión. Dicho de otro modo:
todos los intervinientes podemos hacer algo
en términos de mejora de la calidad de vida
y del bienestar.
Kübler-Ross plantea cinco fases de adaptación. Estas fases no tienen por qué seguir siempre
el mismo orden y, además, pueden ser fases de ida
y vuelta; en ocasiones, también, algunas personas
se instalarán en una de ellas, y esto puede dificultar el proceso. Nos referimos a los siguientes
estadios:
– Negación. Se trata de “no puede ser”, “se han
equivocado”, “hay que revisar las pruebas”.
La mala noticia es tan dolorosa que no
puede ser aceptada ni cognitivamente (sobre
todo al principio) ni sobre todo emocionalmente. Aunque haya un reconocimiento
intelectual de la presencia de la enfermedad
y de su amenaza, la negación (un profundo
mecanismo de defensa emocional) nos protege inicialmente de la amenaza.
– Rabia, irritación, agresividad. El paciente se
siente enfadado por la situación. Piensa
que no se merece lo que está ocurriendo.
Se le han cortado su mundo laboral, sus
expectativas, su vida cotidiana. Esta rabia
la expresa con las personas de su entorno,
80 / Javier Barbero Gutiérrez
bien familiares, bien profesionales, a los
que les cuesta entender y aceptar su enfado
y, por ello, personalizan la situación. “¿Por
qué me dice las cosas así, encima de que le
estoy cuidando?”.
– Pacto. suele ser una fase breve, en la que el
paciente, por su necesidad de mirar en
futuro, “negocia” internamente con una
instancia superior (explícita o implícitamente), comprometiéndose a determinados cambios en su vida: “Si salgo de ésta
dejaré de fumar definitivamente... o me
ocuparé de los chavales a cuerpo y alma...”,
o reformula promesas a la Virgen de su
pueblo, etc. Es una manera de intentar
sobrepasar la crudeza y la amenaza del
momento presente, redimensionándolo.
– Depresión. Posteriormente, a esta fase se la ha
denominado “tristeza reactiva”. La palabra
“depresión” posee una connotación psicopatológica que no tiene por qué darse en un
enfermo terminal. Uno puede –¡y tiene el
derecho – a estar triste con la vivencia de
un cáncer en fase avanzada, lo cual no significa que esté deprimido. En el caso de ser
muy intensa, prolongada o inhabilitante la
tristeza, tendremos que recurrir a los psicólogos del equipo para que hagan un
diagnóstico diferencial y una intervención
específicamente psicoterapéutica.
– Aceptación. Estimo que no es muy habitual
una aceptación lúcida y consciente de la
realidad de la muerte. En principio, nadie
quiere morirse. En este proceso los profesionales podemos ayudar a diferenciar la
aceptación de algo como real, a la aceptación de algo como bueno o deseable. Es el
hacerse cargo de la realidad lo que puede
permitir al ser humano sufriente ser el protagonista de su historia. Esto no es fácil ni
agradable, pero instalarse en la negación al
Cuidados paliativos / 81
final del proceso suele ser enormemente
desadaptativo y aportar unas vivencias
mucho más desoladoras. Quizás convenga
diferenciar la aceptación de la resignación.
Esta última nos sitúa en el rechazo de los
fines últimos del ser humano, mientras
que en la aceptación se siguen manteniendo los objetivos de fondo, pero se negocian
las mediaciones. Pongamos un ejemplo. Si
para una mujer con enfermedad terminal,
de 45 años, uno de sus objetivos es ejercer
a fondo como madre, probablemente
ahora no podrá llevar a los pequeños al
colegio, ni sacarlos al parque, etc., pero sí
podrá –renunciando a esas mediaciones–
seguir ejerciendo de madre reconociendo
en sus hijos los cuidados que recibe, explicitando los valores que tienen, estimulándolos para el estudio, reconociendo el
derecho que tienen a jugar, aun cuando su
madre está enferma, siendo ello compatible con ayudar en casa, etc.
El hecho de que la muerte sea el proceso natural por el que tenemos que pasar todos los seres
humanos (¡dentro de cien años, todos calvos,
incluido usted, querido lector!) no significa que
sea una compañera de viaje querida ni deseada.
Los desajustes emocionales son muy importantes, tanto para los pacientes como para sus familiares. Por ello el apoyo psicológico y el establecimiento de niveles adecuados de comunicación
terapéutica van a ser imprescindibles. Limitar el
apoyo psicológico especializado (realizado por
psicólogos o psiquiatras) a casos de psicopatología supone un desconocimiento de la repercusión
de las alteraciones emocionales inherentes al proceso de morir, tanto de las adaptativas –también
dolorosas– como de las desadaptativas, y nos
hace perder la perspectiva de un gran reto de los
CP: la prevención de aquella parte del sufrimiento que pueda ser evitable.
82 / Javier Barbero Gutiérrez
Desde los equipos de CP se intenta que sus
profesionales tengan formación en estrategias de
counselling-relación de ayuda, una metodología
relacional centrada en el paciente, en la que se
establece una alianza entre dos personas en la
que, a base de explorar las necesidades y los recursos, se promueve el protagonismo de la persona
enferma en su proyecto vital. El counselling utiliza
herramientas de la conducta asertiva, la resolución de problemas, la motivación para el cambio
y la autorregulación. Sin embargo, el conocer
estas estrategias no solventa todos los problemas
en el entorno de la enfermedad terminal. Manejar una negación desadaptativa y confrontarla, hacer diagnósticos diferenciales de cuadros
ansioso-depresivos, diagnosticar e intervenir en
procesos de duelo complicado, facilitar la reestructuración cognitiva ante pensamientos distorsionados... y un largo etcétera sólo podrá ser
desarrollado por profesionales de la psicología
altamente especializados.
El sistema sanitario ha sido muy reacio a la
incorporación de estos profesionales en los equipos de CP. A veces se han aducido problemas
presupuestarios, sin embargo, da la impresión
que las causas de fondo tienen que ver con una
medicalización del proceso de muerte –como si
todo lo solventaran los fármacos– y como una
negación de la repercusión en la salud –no sólo
biológica, sino también biográfica– de las variables de índole más psicosocial.
El enfermo y su familia son la unidad a tratar
La filosofía griega describió al hombre como
un ser social, y en nuestro medio latino podríamos afirmar que el ser humano es un “ser familiar” y que la familia acaba siendo a la vez una
matriz y una prolongación de la misma persona.
Todo esto se percibe fundamentalmente en los
Cuidados paliativos / 83
momentos de crisis/cambio: nacimiento, bodas,
vínculos matrimoniales y... en el proceso de muerte. Desde esta perspectiva, la familia no es sólo
sujeto cuidador del enfermo, sino que también
acaba siendo objeto de cuidados, pues su participación no es sólo instrumental, sino también
afectiva y existencial. Para un adulto al que ya se
le han muerto los abuelos, quedarse sin padre no
supone únicamente un impacto emocional, sino
también afrontar la soledad frente a la toma de
decisiones, sin el respaldo vital de sus ancestros.
Supone, de algún modo, empezar a estar solo
frente al mundo.
Con este contexto, los CP quieren integrar a
la familia como una unidad asistencial y, por
tanto, facilitar la disminución del malestar acaba
siendo también una responsabilidad de los cuidadores. Esto no sólo lo afirmamos desde una
óptica consecuencialista (la familia acaba siendo
el núcleo fundamental del apoyo al enfermo),
sino también desde la aseveración sobre el derecho que tiene a ser cuidada por el hecho de sufrir significativamente.
La familia también tiene que pasar su ciclo de
adaptación ante la enfermedad avanzada-terminal de su ser querido. Percibe la amenaza del
cambio en la estructura familiar, pero también en
la dinámica. Los roles cambian, así como las rutinas y las prioridades, y, además, se sobrecarga el
cansancio por las nuevas variables aparecidas.
Tres son algunas de las situaciones más habituales que pueden presentarse en el contexto de los
CP, y que describiremos brevemente: la conspiración del silencio, la claudicación familiar y la
posible aparición de duelos complicados.
a) Conspiración del silencio
Se trata del acuerdo implícito o explícito de
alterar la información al paciente por parte de
familiares, amigos y/o profesionales sanitarios
84 / Javier Barbero Gutiérrez
con el fin de ocultarle el diagnóstico y/o pronóstico y/o gravedad de la situación. Las razones son
varias. En primer lugar, la familia siente la necesidad de proteger al paciente, “que ya está suficientemente herido por su enfermedad”, temiendo producir más sufrimiento que beneficio. Se
teme su desbordamiento emocional: “Nosotros le
conocemos muy bien y sabemos que no lo podría
soportar”. Es una argumentación con aparente
lógica interna, pero que no se suele corresponder
con la realidad. Por un lado, parece demostrado
que aunque a corto plazo la información de una
mala noticia puede aumentar la ansiedad, los
beneficios a medio plazo justifican dar la información. La segunda razón, difícilmente reconocida al inicio por los familiares, suele tener
que ver con la necesidad de autoprotegerse de los
propios familiares, probablemente como consecuencia de un desfase en el proceso de adaptación
a la situación. Ello pone de manifiesto las dificultades de la familia para enfrentarse al sufrimiento de lo que sucede y, en este sentido, necesitarían y/o desearían negarlo. Es la forma de evitar, posponiendo, situaciones percibidas como
dolorosas. En último lugar, también puede tener
que ver con la dificultad de algunos profesionales
para abordar situaciones en las que la comunicación se hace especialmente difícil, como el hecho
de dar malas noticias y de hacerse cargo de las
intensas emociones que se suscitan.
Las consecuencias pueden traducirse en serios
problemas emocionales para el enfermo. Se introduce una barrera, sin desearlo, en la comunicación. Se puede manifestar en sentimientos de
soledad, incomunicación, aislamiento y algo tan
importante como la sensación de falta de comprensión. Asimismo, la conspiración del silencio
se encuentra en contradicción con la relación de
confianza que debe de existir entre el médico –y,
por extensión, los demás profesionales sanitarios–
y el paciente. Si este último se siente engañado
Cuidados paliativos / 85
se puede fácilmente potenciar una sintomatología ansiosa y depresiva, con un componente
importante de miedo y de ira; además, esta situación emocional disminuye el umbral de percepción del dolor y de otros síntomas, sin olvidar
que se dificulta la necesaria ventilación emocional, y no sólo para el paciente, sino también para
el resto de la familia. Además, se puede inhabilitar al paciente para que pueda “cerrar” asuntos
importantes que él podría querer resolver (desde
legados testamentarios hasta aspectos más vinculares o emocionales). Esta situación, asimismo,
puede aportar dificultades en el entorno familiar
para la futura elaboración del duelo.
Habrá que explicitar a la familia una distinción que es clara desde el punto de vista tanto
técnico como ético: el objetivo –el fin– es el bienestar, no la información; ésta es un medio que
puede facilitar o dificultar el objetivo. Dicho de
otro modo: los profesionales sólo informaremos
al paciente si éste quiere ser informado; de hecho,
nosotros le diremos todo lo que quiere saber y sólo
lo que quiere saber. No es más, pero tampoco
menos. Tan negativo es informar a un paciente
que no desea estar informado como privarle de
datos a aquel que quiere gestionar el último proceso de su vida con conocimiento de la realidad.
Uno de los miedos de la familia es que el proceso comunicativo-informativo sea brusco e inadecuado. Ahí tienen razón. Parece lógico que los
profesionales tengamos que esmerarnos en conocer y utilizar las estrategias de “cómo dar malas
noticias” y en acompañar los procesos emocionales que a corto plazo, inevitablemente, se derivan.
La experiencia y la investigación hablan de que,
habitualmente, será mucho más adaptativo informar que no hacerlo. La verdad da soporte a la
esperanza, mientras que el engaño, independientemente de su bienintencionada motivación,
conforma la base del aislamiento y la desesperación. Pero, en último término, lo que cuenta es la
86 / Javier Barbero Gutiérrez
decisión del paciente, no la del profesional ni la
del familiar, y, por ello, será fundamental distinguir entre las necesidades reales de los pacientes y
las de sus familiares y allegados, tanto desde la
perspectiva técnica como ética.
b) Claudicación familiar
Entendemos la incapacidad de los miembros
de una familia para ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples demandas y necesidades del
paciente. Se manifiesta en la dificultad en mantener una comunicación positiva con el paciente,
entre los miembros sanos y con el equipo terapéutico, y/o en que la presencia y/o calidad de los
cuidados puede quedar comprometida. Si no se
resuelve, el resultado suele ser el abandono emocional del paciente y/o la ausencia o deterioro de
los cuidados prácticos del mismo. Es un motivo
de gran sufrimiento para el enfermo. En casos
extremos puede llevar a malos tratos por negligencia en los cuidados.
Son muchas las variables que intervienen en
este fenómeno: tipo de familia (nuclear o extensa), lugar de residencia de la familia (desplazadas
o en su medio, rural o urbano), duración, formas
de afrontamiento y desarrollo de la enfermedad,
tamaño del domicilio, experiencias anteriores
similares, asignaturas pendientes en la relación
familiar, tipo y nivel de comunicación familiar
(conspiración del silencio, etc.), estructuras de
soporte formal e informal a las familias, nivel y
destinatarios de la información recibida, relación
con los equipos terapéuticos, control de síntomas
posible, lugar de estancia del paciente (hospital,
hogar...), vigencia de problemas no resueltos,
injerencia intempestiva de otros profesionales,
falta de garantía de continuidad en los cuidados,
etc. La claudicación familiar puede ser una fuente
importante de sufrimiento no sólo para el paciente –sensación de soledad y abandono–, sino también para los integrantes del grupo familiar.
Cuidados paliativos / 87
Para intervenir, la premisa fundamental será
evitar juicios de valor con respecto a la familia. No
suele ser una cuestión de querer, sino de poder, y,
en muchos casos, desconocemos la trama histórica
de relaciones y las capacidades reales de soporte. La
actitud más correcta será mantener a la familia y al
paciente como unidad asistencial, intentando
compatibilizar valores, intereses y satisfactores.
c) Experiencia del duelo
Podríamos definir el duelo, en el ámbito de
los CP, como la respuesta emocional por la pérdida y separación, total e irreversible, de alguien
significativo. Ésta es una experiencia que anticipa
la familia durante la enfermedad del paciente y
que posteriormente va a vivir de manera real.
Veamos con un cierto detenimiento la definición
mencionada:
– Respuesta emocional: aparecen, sobre todo,
pero no sólo, una intensa experiencia de
tristeza, de sufrimiento (“me duele el alma”,
dicen algunos) y de vacío, que puede ir
variando a lo largo del proceso.
– Por la pérdida: no sólo la de la persona, sino
también de lo que representaba (el que se
hacía cargo de las gestiones en el banco,
quien organizaba lo cotidiano de la casa...).
– Y separación: se trata de una desvinculación,
y los vínculos aportan la sensación de seguridad y protección.
– Total e irreversible: es total, en el sentido
que afecta a las esferas más significativas
del ser humano (los afectos, el contacto físico, los planes de futuro, etc.), y, además,
es una pérdida sin retorno, sin vuelta atrás.
– De alguien significativo: si el vínculo no es
significativo, no hay experiencia de duelo,
aunque haya pérdida. En estas reflexiones
nos vamos a centrar en el duelo por la
muerte de un ser querido, aunque es cono-
88 / Javier Barbero Gutiérrez
cido que el duelo puede experimentarse
por la pérdida de un trabajo, por emigrar a
un país lejano, etc.
Vivir el duelo, en este sentido, sería tomar conciencia de la discrepancia entre el mundo que (desgraciadamente) es (el mundo real, con sus frustraciones, incluida la pérdida del ser querido) y el
mundo que debería ser (una construcción interna,
una fantasía personal que determina la visión del
mundo que deseamos y la adaptación al mismo).
Etimológicamente, la palabra duelo proviene
del latín dolus, “dolor”. Se le llama duelo porque
“duele” siempre. Duele cuando lloras porque
necesitas desahogarte y expresar, duele cuando se
reprime el llanto como respuesta a la presión
social, duele cuando recuerdas al ser querido
desaparecido y duele cuando se toma conciencia
de haber estado un tiempo sin haberte acordado
de él... En definitiva, es una experiencia que
invade a toda la persona y que –radicalmente–
te cambia la manera de situarte en la vida, porque te obliga a revisar los modelos internos que
han sido los cimientos habituales de tu experiencia vital. Como una viuda expresaba, “es como si
el mundo familiar, de repente, se convirtiera en
extraño (no familiar)”. Hasta lo más familiar deja
de serlo. Se necesita una re-conceptualización,
una re-experimentación de lo cotidiano.
La mayor parte de los autores afirma que
están presentes en el repertorio habitual de conducta de la persona en duelo las tres características
siguientes:
– La negación de la irrecuperabilidad de la persona perdida (negación emocional, ante la
incapacidad de admitir algo tan doloroso).
– Las expresiones de rabia, realizadas a veces
de forma dolorida y, en ocasiones, en
forma de tristeza profunda y otros síntomas depresivos.
Cuidados paliativos / 89
– La necesidad de restablecer algún tipo de
relación interna con el fallecido.
En definitiva, nos encontramos con dos ejes
que atraviesan toda esa experiencia: una respuesta emocional tanto vivida como expresada
(de maneras muy distintas) y –en el caso de la
muerte de convivientes– la experiencia de interrupción de la rutina, costumbres y actividades
habituales y la necesidad de resituar, en los
aspectos prácticos y relacionales, la propia vida.
La expresión “estar de luto” hace referencia a
cómo las personas y las comunidades manifiestan externamente (codificación social) la experiencia vivida por la pérdida de un ser querido.
Son los ritos y costumbres que acompañan a la
experiencia de duelo. En nuestra cultura, clásicamente, se ha hecho con el acompañamiento al
entierro, la visita en el domicilio del fallecido
estando él de cuerpo presente, vistiendo con
colores negros, etc. Desafortunadamente, en
nuestra sociedad las expresiones más tradicionales han quedado vacías de contenido y no han
sido sustituidas por otras que pudieran ayudar a
las personas a procesar y a expresar una experiencia tan dura, con lo que se quedan desasistidas, sobre todo quienes no tienen en esos
momentos los recursos personales activados
para afrontar tantas dificultades.
La mayor parte de los familiares o allegados
atraviesan lo conocido como duelo normal, una
experiencia dolorosa por la que no queda más
remedio que pasar para poder seguir en los
requiebros de la vida. No obstante, desde las
estrategias de CP se trabaja, desde el inicio, en
la prevención de la posible aparición de duelo
complicado (otros lo categorizan como duelo
anormal, atípico, patológico, etc.), atendiendo
especialmente a los factores de riesgo. Veamos
algunos de los más significativos:
90 / Javier Barbero Gutiérrez
– La modalidad de la muerte: cuando es
súbita y, en este sentido, inesperada.
– La relación ambivalente con la persona
fallecida (es imposible aclarar) o de dependencia (no se puede entender el mundo sin
él, se necesita una nueva razón para vivir).
– Apoyo social deficitario: familia no cohesionada o que no facilita la expresión de la
tristeza.
– Los sentimientos de inutilidad en el apoyo
durante el proceso de enfermar.
Para poder acompañar la experiencia de duelo
puede ser útil el modelo de Worden (1997), que
nos propone las siguientes tareas:
– Aceptación (emocional) de la realidad de la
pérdida.
– Identificar y expresar sentimientos.
– Adaptarse a vivir en un mundo en el que el
otro ya no está.
– Facilitar la recolocación emocional del
fallecido para poder seguir vinculándose y
amando.
La mayor parte de los equipos de CP no cuentan con infraestructura para hacer seguimiento
de los duelos, cuando esté indicado. Puede ser
bien por no tener psicólogos que se puedan dedicar a ello o porque la presión asistencial se centra
en el paciente, dejando parte de la filosofía y de
los objetivos de CP en papel mojado.
Respeto y protección de la dignidad y del principio
de autonomía del paciente en situación terminal
El encuentro con la muerte nos pone en contacto con la fragilidad más profunda. El ser humano –perteneciente a la especie más poderosa sobre
la tierra– se enfrenta a su finitud, a su precarie-
Cuidados paliativos / 91
dad, a su limitación. Vivimos en una sociedad
que mide la valía humana por lo que tienes y
por lo que haces, por el desarrollo más afortunado de tus fortalezas. El término dignidad se
suele asociar a lo mismo. Por citar sólo un ejemplo, en la prensa aparece todos los días la comparación entre empleo digno y empleo precario,
una simple muestra de lo que parece que está en
juego. Desde la filosofía de CP se entiende la
dignidad como un atributo del ser, como algo
consustancial al ser humano que no se pierde
por estar en situación de debilidad o dificultad
especiales. Una persona es digna siempre, esté
sana o enferma, recién nacida o próxima a la
muerte, con trabajo o en paro... La persona es
digna independientemente de que, por distintas
circunstancias, tenga que vivir en condiciones
indignas. Vivir sin el dolor controlado, abandonado de tus seres queridos, enfrentándote a la
muerte solo sin ser esto deseado, es algo indeseable, contra lo que hay que luchar, pero no te
priva de dignidad.
Los CP, desde esta perspectiva, intentan respetar y proteger la dignidad del enfermo terminal y de su entorno, y una de las concreciones
más significativas de este intento se encuentra
en el respeto y la promoción de la autonomía de
la persona.
La palabra autonomía tiene dos acepciones.
Una moral y otra funcional. Esta última tiene
que ver con permitir y promover que la persona
sea lo más independiente posible y que, por
tanto, dependa lo menos posible en las tareas
personales habituales de terceras personas.
Desde ahí se pretende proveer de todos los facilitadores posibles para que pueda comer e higienizarse por sí misma y un largo etcétera. Como
dicen los enfermeros, intentar que sean ellos
mismos los que realizan –siempre que sea posible– las actividades para la vida diaria (AVD).
92 / Javier Barbero Gutiérrez
La autonomía moral tiene otro significado.
Una persona, mientras no se demuestre lo contrario, es capaz de tomar decisiones para todo lo que
sea significativo en su proyecto vital. Incluido,
como es lógico, en lo que afecte a su proceso de
salud-enfermedad. En el terreno que nos ocupa
esta reflexión tiene que ver con la ruptura de la
asociación entre fragilidad físico-emocional y fragilidad moral. La tendencia en muchos profesionales es suponer que con tanta fragilidad la persona no es capaz de saber qué es lo que le conviene,
así que a nosotros nos corresponde protegerle ante
tanta amenaza, lo que en el extremo puede llevar a
que el paciente no participe nada ni del proceso
informativo ni del proceso de toma de decisiones.
Esto es lo que clásicamente se entiende como
paternalismo. Los CP afirman la dignidad y la
autonomía de la persona y, por tanto, siguen creyendo que el protagonista activo y decisor de lo
que está ocurriendo es el propio paciente; por
tanto, no se trata tanto de elaborar objetivos terapéuticos “para” ellos, como “con” ellos.
En la práctica, este reconocimiento no es
fácil. Supone sostener al paciente en sus momentos de angustia, apoyarle en la incertidumbre,
establecer un proceso de deliberación moral al
que no estamos acostumbrados cuando nos cuesta combinar los principios de la ética de la indicación con los de la ética de la elección.
Actitud terapéutica activa y positiva
Podemos comenzar este apartado reflejando
un texto de la OMS que afirma con contundencia algunas precisiones importantes. Para esta
organización, los CP, entre otras cosas:
– Afirman la vida y consideran la muerte
como un proceso normal.
– Ni aceleran ni posponen la muerte.
Cuidados paliativos / 93
– Ofrecen un sistema de apoyo para ayudar
a que los pacientes vivan tan activamente
como sea posible hasta la muerte.
Si se afirma la vida, en positivo, y si la muerte
no es concebida como un fracaso, sino como un
proceso normal inherente a la condición humana,
es más fácil que la actitud terapéutica sea positiva
y que no funcione a la defensiva. Se pueden hacer
muchas cosas para acompañar y tratar al paciente
en fase terminal y, además, se pueden hacer como
buenas y no sólo como un mal menor.
Precisamente por esta visión, en CP no se estimula la muerte, pero sí los procedimientos humanizadores que se pueden instaurar en el proceso de muerte, lo cual supone afirmar la vida y la
calidad de vida en su plenitud.
Decíamos que hay una frase prohibida en
CP: “ya no hay nada que hacer”. Los CP no se
definen tanto por lo que uno “deja de hacer” (por
ejemplo, suspender la quimioterapia de objetivo
curativo, retirar la nutrición parenteral, etc.) como
por lo que uno propone activamente: manejar los
síntomas, dar apoyo emocional, satisfacer las
necesidades espirituales, etc. Esta propuesta activa no sólo incumbe a los profesionales directamente en su hacer, sino también a la perspectiva
de apoyo a la autonomía de los pacientes.
Manejo y control de los síntomas
Si hay una expresión común en los libros y profesionales de CP es la de “control de síntomas”, y,
entre ellos, obviamente, el control del dolor.
El dolor, en sí mismo, es “una desagradable
experiencia sensorial y emocional que se asocia a
una lesión actual o potencial de los tejidos o que
se describe en función de dicha lesión”. Sin
embargo, en el ámbito de la enfermedad terminal
94 / Javier Barbero Gutiérrez
presenta algunas características típicas que le convierten en uno de los síntomas más prevalentes y
significativos:
– Es una experiencia en sí aversiva.
– Puede causar una cascada de síntomas relacionados: perturbación del sueño, fatiga,
alteración emocional, incapacidad para
concentrarse, etc.
– Puede condicionar actividades básicas para
la vida diaria, como vestirse y lavarse; actividades mentales, como leer, y múltiples
actividades sociales, como recibir visitas y
apoyo social, etc.
– Puede llegar a dominar la conciencia y a
que el paciente sea física y mentalmente
incapaz de alcanzar algunos objetivos que
quisiera lograr antes de la muerte.
Consiguientemente, podemos presuponer
que el alivio del dolor habitualmente ayudará a
aliviar otros síntomas, a aumentar los niveles de
actividad y a proporcionar un mayor bienestar al
paciente. Lo indicado, por tanto, será intervenir
con estrategias analgésicas adecuadas para prevenir y tratar el síntoma doloroso. Pero la reflexión
no puede quedarse ahí...
En nuestro medio aún permanece la idea de
que el dolor es algo natural, inevitable en ciertas
enfermedades y signo de virtud o estoicismo, y
aunque esta corriente de pensamiento va perdiendo fuerza, sigue influyendo de forma larvada
y no reconocida en no pocos clínicos. Somos
hijos de nuestra historia y estamos condicionados
por mentalidades que, aun teóricamente superadas, están presentes.
Cuando escuchamos de algunos profesionales
expresiones como “si uno está enfermo ha de
saber que no queda más remedio que aguantar” o
“este paciente es un quejica, ya le he dado suficiente analgesia”, a uno le sigue asaltando la duda
Cuidados paliativos / 95
de que se haya incorporado esa afirmación tan
obvia que formulamos muy a menudo de que
“cuando el paciente dice que le duele, es que le
duele” y por tanto tendremos que explorar las
causas de ese síntoma y las estrategias para intervenir con él. Y como es obvio, no habrá que esperar a que el paciente esté en fase “terminal” para
aplicarle una analgesia adecuada.
El tratamiento del dolor no es una cuestión
supererogatoria gestionada por el principio de
beneficencia. Estamos ante un problema de no
maleficencia cuando al paciente se le hace daño
(no aliviándole el dolor) tanto por indicar terapéuticas inadecuadas como por no utilizar tratamientos correctos cuando existen los medios para
hacerlo. Estas cuestiones también afectarán al
principio de justicia cuando no se dé un acceso
igualitario de la población al tratamiento del
dolor, bien por depender de la correcta formación del facultativo, bien por no haber infraestructuras sanitarias adecuadas. Por otro lado,
también afecta al principio de autonomía, pues
un paciente no podrá ejercerla si desconoce las
posibilidades de elección, y así no será posible
mejorar su dolor según sus deseos y creencias; no
hay que olvidar que hay dolores asumibles y otros
que no lo son y que corresponderá por tanto a la
persona decidir acerca de la priorización de los
objetivos terapéuticos. Ya se sabe, el dolor más
llevadero es siempre el dolor del otro...
Es conocido que, un control de síntomas
excelente –incluido el dolor– puede, paradójicamente, conducir a la experiencia de sufrimiento
en otros dominios de la persona. En este sentido
no es exacta la afirmación de que controlando el
dolor se está disminuyendo necesariamente el
sufrimiento, pues el dolor u otros síntomas pueden estar enmascarando una realidad aún más
sufriente para la persona (inclusive el hecho de
plantearse el deterioro y el porqué de la amenaza
inminente de la muerte). Resulta llamativo, pero
96 / Javier Barbero Gutiérrez
en ocasiones el dolor aporta beneficios secundarios a la persona.
En torno al tratamiento del dolor, aún existen
algunos médicos reticentes al uso de la morfina,
sobre todo cuando existe el riesgo de que el uso o
el aumento de dosis de esta sustancia puedan
provocar la muerte ante la falla del sistema respiratorio. La OMS afirma, sin referirse exclusivamente al tratamiento con morfina, que “un médico no puede ser tenido como criminalmente responsable por emprender o continuar la administración de CP apropiados con el fin de eliminar o
reducir el sufrimiento de un individuo, sólo a
causa del efecto que esta acción pudiera tener
sobre la posterior esperanza de vida”. Esto está en
consonancia con el conocido principio del doble
efecto, también conocido como principio del voluntario indirecto. Por este principio, una acción u
omisión que tiene dos efectos, uno considerado
bueno y otro malo, será éticamente permitida
cuando se den estas condiciones:
1. Que el acto que va a realizarse (en nuestro
caso, la administración de morfina) sea
bueno o al menos indiferente por su objeto.
2. Que los efectos buenos y malos se sigan
inmediatamente del acto, es decir, que el
efecto bueno (analgesia, control de síntomas) no se obtenga por medio del malo
(muerte).
3. Que se busque sólo el buen efecto y se
limite a tolerar el malo.
4. Que haya cierta proporción entre el efecto
bueno querido y el malo tolerado, es decir,
que el buen efecto supere al malo o al
menos lo iguale (la experiencia de sufrimiento es tan intensa que su alivio compensa en cuanto a la asunción del riesgo de
aceleración del proceso de morir, en un
paciente que por su terminalidad fallecerá
en un corto espacio de tiempo).
Cuidados paliativos / 97
Actualmente existe un cierto consenso en
admitir el uso de opiáceos en estas circunstancias
cuando la intencionalidad de alivio de síntomas
es clara.
Continuemos con la reflexión. A algunos de los
médicos de hospitales de agudos se les acusa de
que les fascina la patología y que, desde ahí, se olvidan de que están tratando a una persona con un
problema y no, en sentido estricto, a un problema
que padece la persona. En CP también nos podemos encontrar profesionales a los que les fascinan los síntomas y se olvidan de la totalidad de
la persona. No podemos olvidar que el control de
síntomas no es un fin en sí mismo, sino meramente
un medio –habitualmente muy importante– para
conseguir el objetivo de que la persona enferma
alcance los mayores niveles de satisfacción y de
bienestar deseados por él. Los síntomas, por tanto,
de por sí “particulares”, pueden ser de utilidad
para el paciente para negar la situación”global” de
la persona.
La palabra control se emplea con profusión en
nuestra sociedad: control parlamentario, control
aéreo, control de aduanas, control policial en
carreteras..., y siempre hace referencia a una actividad en la que alguien pretende regular la conducta de otra persona, independientemente de su
parecer. La propia expresión control de síntomas
no es ajena a esta significación. En CP, con demasiada frecuencia se prioriza la dinámica del control
(que suele tener que ver con el poder del profesional) frente a la dinámica de la elección (que tiene
mucho más que ver con la libertad del paciente).
El control que se ofrece, normalmente con agentes
externos, suele estar más ligado a la expropiación
que a la apropiación de la salud. La omnipotencia
–una forma más de un ejercicio peculiar del
poder– también se refleja en pretender afirmar que
todas las muertes pueden ser pacíficas (con un
buen equipo de CP, claro está) o en que “si usted
tiene dolor, lo que tiene que hacer es cambiar de
98 / Javier Barbero Gutiérrez
médico” (es decir, acudir al médico que afirma esta
sentencia).
La palabra control denota una orientación en
la que el cuidador asume la responsabilidad de
dirigir el sufrimiento del paciente, privándole a
éste del protagonismo que le corresponde en las
últimas fases de su vida en la gestión de la misma.
Una última consideración. Existen estrategias
de manejo del dolor y de otros síntomas que no
son únicamente farmacológicas. Contamos con
estudios que prueban, por ejemplo, que uno de los
factores de mayor impacto sobre la depresión, el
dolor y su control era el sentido que los enfermos
atribuían a sus dolores. En función de que fuera
vivido como un castigo, como un desafío, como
un enemigo o simplemente como el resultado del
crecimiento de un tumor, podía variar la intensidad y modalidad de la percepción. Es decir, parecería que se puede atenuar el dolor en parte gracias
a un mejor conocimiento de todo el proceso cognitivo del dolor en el paciente. Esto nos lleva a
reflexionar acerca de la necesaria multidisciplinariedad de los equipos y de la presencia en éstos del
ámbito psicosocial. Lo abordaremos en un apartado posterior.
No cabe duda de que uno de los objetivos del
proceso y mejora de la calidad asistencial en los
CP seguirá siendo el reconocimiento, evaluación
y tratamiento de los síntomas, pues inciden significativamente en el bienestar del paciente, sabiendo que algunos se podrán controlar –si así lo
desea el paciente, como suele ser habitual– y en
otros tenderemos que propiciar su adaptación a
los mismos.
Importancia del contexto asistencial
Los CP quieren que su hacer asistencial se dé
en un clima de respeto, tranquilidad, comunica-
Cuidados paliativos / 99
ción y apoyo mutuo. Esto, obviamente, dependerá de las actitudes de los distintos intervinientes,
pero también del contexto en el que se provea la
asistencia. No se trata tanto de afirmar que sea preferible morir en casa o en un centro asistencial, sino
de procurar que, sea donde sea, el contexto sea lo
menos depresógeno y lo más tranquilizador posible. Se suele decir que las condiciones han de ser lo
más parecidas posible a “estar en casa”. Transcribo,
por ser un ejemplo tan real como completo, parte
de la información escrita que se proporciona a los
familiares de los pacientes ingresados en la Unidad
de Cuidados Paliativos del Hospital Gregorio
Marañón, de la Comunidad de Madrid:
“...Para dar respuesta a estas necesidades, el
equipo humano de la unidad, que está constituido por médicos, enfermeras, auxiliares de enfermería, psicólogo, capellán, administrativo, etc.,
tiene como objetivo prioritario la mejora de la
calidad de vida, con tratamientos que controlen el
dolor y el resto de los síntomas, así como las necesidades psíquicas, sociales y espirituales del
paciente y su familia”.
Para ello, la unidad disfruta de un régimen
diferente al resto del hospital, como es:
1. Horario de visitas: de ocho de la mañana a
diez de la noche.
2. Número de visitantes: sin límite durante el
horario establecido, únicamente moderado por la discreción, el bienestar del
paciente o por indicación expresa del personal de la unidad. Por la noche se recomienda un solo acompañante.
3. Edad de los visitantes: sin límites, pudiendo
pasar niños pequeños e incluso bebés.
4. Objetos de uso personal: está autorizada la
entrada a la unidad de objetos personales
que faciliten la integración del paciente y la
familia en el medio hospitalario, dando a la
habitación un aire “más de casa”.
100 / Javier Barbero Gutiérrez
5. Alimentación: Se procura que la dieta sea lo
más apetecible posible, con menús variados
e incluso personalizados, autorizándose
también la entrada de alimentos cuando al
paciente le apetezca algo “casero”, previa
consulta con el personal de la unidad.
La unidad cuenta además con...
1. Cocina para familiares, en la que pueden
preparar un café a deshora o calentar y
comer sus propios alimentos, sin alejarse,
por tanto, demasiado del paciente.
2. Sala de televisión para uso de todas las
familias y enfermos que lo deseen, para los
momentos que apetezca salir de la habitación cuando la situación del paciente lo
permita.
3. Servicios religiosos: para los pacientes o
familiares que lo deseen, poniéndose en
contacto con el capellán de guardia, cuyo
despacho está situado en... También pueden hablar con él avisándole por... Si se
necesita apoyo religioso para creyentes no
católicos, se colaborará de la manera más
eficaz posible en la localización necesaria.
4. Existe en la unidad teléfono público, para
uso del enfermo y familiares, para sus llamadas al exterior.
El díptico informativo incluye en la contraportada el siguiente texto:
Esperamos que la unidad sea como una prolongación de su casa. Les rogamos un buen trato
de los utensilios y mobiliario usados durante su
estancia, cuidándolos como si fueran suyos. De
nuevo les encarecemos la necesidad y utilidad de
mantener una relación estrecha y de implicación
directa en el trato del enfermo.
Parece claro que los CP no se pueden dar en
cualquier contexto. En la sanidad penitenciaria,
Cuidados paliativos / 101
por citar un ejemplo, hay magníficos profesionales que quieren ayudar profesionalmente a los
enfermos presos que están muriendo en las enfermerías. Nadie duda de la voluntad ni de la capacitación de esos profesionales, pero el contexto
impide hacer realmente CP, aunque sólo sea porque la cárcel es un medio hostil en el que la familia no puede participar de modo alguno en los
cuidados ni en el acompañamiento del ser querido que está falleciendo. En un hospital de agudos sin las remodelaciones y cambios organizativos oportunos, también difícilmente se pueden
ofrecer los CP en toda su dimensión. Una cosa
distinta es que en esos espacios se provean medidas paliativas, necesarias para los procesos de
morir, pero no el abordaje global que proveen los
CP. Estas limitaciones quedan atemperadas con
equipos funcionales de CP, formados por expertos
en CP (fundamentalmente médicos, psicólogos y
enfermeros) que, sin camas asignadas, proveen
soporte a los equipos de planta responsables de la
asistencia a esos pacientes.
En muchos lugares se promueve la posibilidad
de morir en casa, con un buen apoyo profesional.
Es un planteamiento tan interesante como complementario. Sin embargo, no puede haber
moneda única para todos. Hay ocasiones en las
que es muy difícil, por no decir casi imposible,
mantener al paciente en su entorno, bien sea por
descontrol de síntomas, bien por claudicación
familiar, que suelen ser los dos criterios de ingreso para las unidades de CP. Y, en último término,
siempre habrá que tener en cuenta la opinión del
paciente, a quien en no pocas ocasiones el ingreso en una institución adecuada le da un marco de
seguridad que habrá que respetar.
Sea el medio el que sea, el contexto habrá de
ser flexible, con riqueza estimular y facilitador del
encuentro humano.
102 / Javier Barbero Gutiérrez
Importancia de los procesos asistenciales
El cambio de la actitud curativa a la actitud
paliativa no se da de forma drástica. Se sobreentiende que el binomio curar-cuidar no tiene un
punto de corte tajante, dado que en el primer
momento de la enfermedad, cuando el objetivo es
fundamentalmente curativo (se va a por todas), se
sigue cuidando, del mismo modo que cuando, ya
dentro de la dinámica de CP, se prioriza el cuidar,
también se pueden curar diferentes problemas
(hongos en la boca, algunas infecciones, etc.) que
se convierten en síntomas que provocan un malestar significativo en los pacientes.
Es más, puede haber determinadas intervenciones que, aun siendo habitualmente de
naturaleza curativa y manteniendo un perfil
agresivo, pueden tener un objetivo paliativo
(existen, por ejemplo, la quimioterapia y la cirugía paliativas).
Los procesos asistenciales tienen que ver
también con la distinta participación de los equipos asistenciales. El traslado de un paciente de un
servicio típicamente de hospital de agudos (léase,
por ejemplo, oncología) a un recurso específicamente paliativo ha de realizarse de modo no traumático, con la información adecuada y aclarando
que se trata no de una dejación de responsabilidades, sino de responder al continuo asistencial que
procura el mayor bienestar al paciente. Para ello,
las derivaciones han de estar hechas correctamente, los equipos se han de conocer y se han de consensuar los criterios y los procedimientos de derivación. Sin ese consenso externo difícilmente se
pueden hacer bien las cosas. El paciente terminal
no es alguien que nos queremos quitar de encima
porque ocupa una cama de agudos y ya no se le
puede curar, sino que es una persona que sigue
teniendo derecho a ser bien tratado y del que hay
que respetar también sus tiempos y sus procesos
en la toma de decisiones.
Cuidados paliativos / 103
La coordinación entre servicios no siempre es
fácil. En ocasiones viene dificultada porque los
recursos de CP no están en el mismo hospital de
agudos donde fue tratado el paciente (léase cuando operan, por ejemplo, directamente en el
domicilio). También puede ocurrir que formen
parte de redes asistenciales distintas y no suficientemente bien vinculadas (por ejemplo, en
algunas comunidades autónomas dependen de
los programas sociosanitarios y no directamente
de los sanitarios).
Otra de las dificultades puede venir por la
patología de base del paciente. Los CP nacen
habitualmente del mundo de la oncología y ésta
aporta el mayor número de pacientes a los recursos específicamente paliativos. No obstante, también hay un buen número de pacientes en fase
terminal que tienen como enfermedad primaria
la infección por VIH-sida, patologías neurológicas, enfermedades geriátricas... y que también
son subsidiarios de recibir, cuando esté indicado,
la atención integral que ofrecen los CP. En este
terreno aún queda mucho camino por andar, aun
a sabiendas que cada vez la conciencia es mayor y
también la perspectiva integradora para estos
pacientes.
Podemos hacernos la pregunta de si todo
paciente en el final de su vida es subsidiario de ser
atendido por equipos específicos de CP. La respuesta es no. La red normalizada (tanto de atención primaria como de atención especializada sanitarias) puede asumir un porcentaje muy alto de
pacientes al final de la vida, siempre y cuando los
profesionales tengan la formación suficiente y la
actitud paliativa clara. Habrá pacientes que bien
por su complejidad clínica o por la desadaptación
psicosocial, precisarán la participación de equipos
específicamente paliativos. Lo ideal es que la
cobertura de estos pacientes fuera del 100%, lo
que no ocurre en todas las comunidades autónomas, desafortunadamente.
104 / Javier Barbero Gutiérrez
Equipo multiprofesional y trabajo interdisciplinar
Cuentan que Balfort Mount, médico canadiense pionero de las unidades de CP en hospitales,
solía decir a sus compañeros: “¿Has trabajado en
equipo? Enséñame las cicatrices”. Ciertamente, no
es fácil trabajar en equipo. La diversidad de intereses particulares, la historia profesional y laboral
de cada uno de sus miembros, la diferenciación
de roles (explícitos e implícitos) y de estatus, el
establecimiento de jerarquías y el nivel de dificultad de la tarea pueden ser variables que
inciden en la complejidad del trabajo en equipo.
En el caso de los CP mantenemos la tesis de que
la aparición del “síndrome del quemado” (burnout) en algunos profesionales tiene mucho más
que ver con las dificultades de trabajar en equipo
de una determinada manera que con lo que significa enfrentarse diariamente al deterioro y a la
muerte.
Podríamos afirmar que la tecnología punta
de los CP se encuentra en el trabajo interdisciplinar. La composición multiprofesional o multidisciplinar de un equipo (con médico, psicólogo,
enfermera, etc.) se justifica por la multidimensionalidad del ser humano al que atiende, pero su
existencia no garantiza un funcionamiento interdisciplinar real. Este funcionamiento es prioritario en CP y se justifica, más allá de la multiplicidad de dimensiones del paciente, por la complejidad e interrelación de las mismas. Sin interacción entre los profesionales, de cara a conseguir
objetivos comunes, difícilmente se podría dar esa
atención integral que abarque la unicidad de la
persona y no sólo sus componentes. La identidad
de los equipos interdisciplinares sobrepasa las
identidades individuales, y todos sus elementos
son considerados como miembros esenciales del
equipo. Estos equipos procuran un nivel de respuesta superior al que resultaría de la suma de las
contribuciones individuales de los diferentes
miembros.
Cuidados paliativos / 105
Uno de los problemas técnicos y éticos que
aparecen al inicio de la creación de unidades o
programas de CP es la composición profesional de
los mismos. Nadie discute la presencia de médicos
y enfermeras, pero sí es más debatida la necesidad,
prioridad y dedicación temporal de otros profesionales asistenciales. En España, hasta donde yo
conozco, podemos encontrar psicólogos, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales, fisioterapeutas, auxiliares de clínica y capellanes, dependiendo de las unidades o servicios. Obviamente,
su inclusión dependerá de los recursos y del desarrollo del programa, pero no sólo de ello. Cuando
hay que decidir qué tipo de profesionales escoger,
una vez contratados el médico y la enfermera, la
pregunta clave a responder será qué tipo de profesional puede ser más útil para ayudar a afrontar la
situación de terminalidad al paciente y a la familia. Desde mi punto de vista, la presencia, al
menos a tiempo parcial, del psicólogo y del trabajador social en el equipo va a ser fundamental.
Ya hemos hablado del impacto y la descompensación emocional que pueden vivir tanto paciente, familia como equipo, en ocasiones de manera
muy patológica; también es conocida la necesidad
habitual de apoyos sociales externos (formales o
informales) para ayudar a mantener o restablecer
el difícil equilibrio sistémico que amenaza la
situación de terminalidad.
Ya para terminar las reflexiones en cuanto a
la composición de los equipos, una última consideración: el paciente en fase avanzada-terminal
suele presentar necesidades espirituales. Esto no
siempre es reconocido por los profesionales. Ante
esta constatación suelo afirmar que “no se diagnostica aquello en lo que no se piensa”. En este
sentido, y ante la escasez de profesionales formados y específicos en este ámbito (a excepción de
los capellanes de algunos hospitales, más preparados en apoyar la satisfacción de las necesidades
espirituales religiosas que las no religiosas), creo
106 / Javier Barbero Gutiérrez
que los equipos de CP tendrían que comenzar
una estrategia de formación en este ámbito para,
al menos, saber detectar molarmente este tipo de
necesidades y así poder buscar, donde no puedan
ellos satisfacerlas, las derivaciones oportunas ante
una cuestión tan importante –y trascendental,
nunca mejor dicho– en el ámbito del enfermo
terminal.
En algunos autores se defiende que el paciente y la familia son también miembros integrantes
del equipo. La idea en sí parece positiva, pues les
sitúa también en condiciones de simetría, reconociéndoles incluso el papel preponderante que
han de tener en todo el proceso asistencial. No
obstante, las funciones, los papeles y las responsabilidades entre unos y otros son distintos, y
probablemente también el lugar desde el que
cada uno se sitúa en función de la relación y la
problemática.
Otro de los problemas éticos que aparecen
en CP tiene que ver con la propuesta de formación del equipo y de sus profesionales. Difícilmente se puede hacer un trabajo interdisciplinar sin formación multidisciplinar y compartida, independientemente de la formación
específica que cada profesional pueda adquirir
dentro de su campo específico. Los CP tienen un
marco conceptual y metodológico que ha de ser
común para todos, lo que incluye unos procedimientos (como pueden ser las reuniones de equipo) y un lenguaje que difícilmente se adquieren
sin una estrategia formativa común. Por otra
parte, no se trata de hacer todos de todo, ni jugar
a la omnipotencia de algunos profesionales que
creen que en función de su buena actitud o de su
experiencia son capaces de manejar sin ningún
problema también lo psicológico, lo social, lo
espiritual, lo... Sí que hay un nivel (detección
molar de problemas e intervención muy básica
en otros ámbitos que no son de tu disciplina) que
corresponde a todos, lo cual nos obliga a tener
Cuidados paliativos / 107
unos conocimientos mínimos de las otras áreas.
Un trabajador social deberá conocer al menos el
esquema global de la escala analgésica de la
OMS, un médico habrá de saber un mínimo de
la estructura y funciones del voluntariado, y a un
psicólogo no se le deberá olvidar en la visita que
ciertas posturas de un paciente inmovilizado pueden facilitar la aparición de úlceras por decúbito... Por lo menos, para prevenir y para derivar
cuando sea preciso. Hace tiempo escuché a un
médico decir: “No vamos a pretender que para
cada enfermo terminal haya un equipo interdisciplinar; debemos formar a los médicos de forma
multidisciplinar”. De acuerdo, si no se cae en la
temible omnipotencia del sabelotodo, cuya consecuencia más inmediata es una más que deficiente
atención a los pacientes y sus familias.
Vayamos ahora a plantear uno de los problemas más acuciantes: la toma de decisiones en un
equipo. Las decisiones en CP pueden ser controvertidas y, en ocasiones, plantean conflicto decisional en los equipos. En este sentido, conviene
diferenciar lo que es el nivel técnico del nivel
ético. En el primero, el ámbito decisional suele
estar más definido. Veamos, como ejemplo, la
relación médico-enfermera. Existe una cada día
más clara diferencia entre el diagnóstico médico
y el diagnóstico de enfermería, al igual que en el
plano de la intervención; para la enfermería
habrá actuaciones delegadas, pero muchas de sus
intervenciones serán autónomas y propias de lo
conocido como cuidados de enfermería, tan claves en CP. Sin embargo, en muchas ocasiones, la
decisión técnica puede ser del médico, pero la
ejecución de la misma habitualmente corresponde a enfermería, y ahí puede aparecer conflicto.
El enfermero, experto en la dinámica de los cuidados, suele estar muy sensibilizado ante el riesgo de obstinación terapéutica y en ocasiones se
encuentra ante el dilema de tener la orden médica de poner o quitar un procedimiento y no estar
108 / Javier Barbero Gutiérrez
de acuerdo. Desde el punto de vista moral no se
podría negar si su valoración es que tal orden estaría “no indicada”; sí que podrá negarse si entiende
que es una orden contraindicada, es decir, claramente maleficente. Obviamente, si se niega deberá reflejarlo y razonarlo por escrito, en la historia
clínica, como todo aquello que se plantea como
proceder excepcional. La excepción –y negarse a
una orden médica, en principio lo es– ha de estar
siempre debidamente justificada y ha de cargar
con la prueba aquel que la realiza.
Decíamos que, desde el punto de vista técnico, el ámbito de decisión está diferenciado, pero
esto no es tan claro desde el punto de vista ético.
Médico, enfermero, psicólogo, etc., son interlocutores válidos en condiciones de simetría desde el
punto de vista moral. Con sensibilidades distintas
en función de su ejercicio y responsabilidad profesionales, pueden tener visiones complementarias
y mutuamente enriquecedoras de la situación.
Prescindir del diálogo moral ante las situaciones
concretas y a veces tan complejas como las que
aparecen en CP, se convierte en una irresponsabilidad moral.
En CP una de las estrategias clave para la
toma de decisiones es el consenso interdisciplinar,
pero sin olvidar que el consenso de por sí no
garantiza la moralidad de la decisión. Un ejemplo
tan claro como extremo: el que todos hayamos
consensuado ingresar a un enfermo terminal en
una unidad de cuidados intensivos no significa
que la decisión sea moralmente correcta. No obstante, la dinámica del consenso suele ser muy útil
cuando se hace desde planteamientos críticos y
creativos y no desde la búsqueda de la uniformidad. La uniformidad puede ser más cómoda,
pero desde luego no es saludable para un equipo, pues favorece las rutinas y la falta de autocrítica. De hecho, los equipos de CP corren el
riesgo de la autocomplacencia y de cerrarse demasiado a la crítica externa, cayendo en ocasiones en
Cuidados paliativos / 109
el denominado “pensamiento grupal”, típico de
grupos de gran cohesión, que mantienen pocas
relaciones con el entorno externo, con un liderazgo no imparcial, sin procedimientos claros para
las discusiones y las tomas de decisiones y en las
que se percibe una baja probabilidad de encontrar
soluciones mejores que las que apoya el líder u
otros miembros influyentes.
Este tipo de reflexiones, no obstante, no
anula como objetivo la búsqueda de consenso,
pues parece claro que desde la intersubjetividad
nos podemos acercar más a la objetividad en la
decisión.
Todos los equipos tienen líderes, formales o
informales, únicos o compartidos. ¿A qué profesional corresponde el liderazgo formal en un
equipo de CP? Es claro que quien formalmente
ostenta el liderazgo ya está ejerciendo un tipo
concreto de poder. La cuestión estará en cómo lo
ejerce. Desde mi punto de vista, la capacidad de
liderar un equipo, de cuidar a sus componentes,
de aprovechar las mejores energías en cada uno
de sus miembros de cara al objetivo común, la
habilidad de manejar asertiva y eficazmente los
conflictos intraequipo o la relación externa con
otras instituciones no vienen garantizadas por ser
licenciado en medicina o en psicología o por ser
diplomado en enfermería o trabajo social. Se
puede ser un magnífico facultativo de CP, experto en el control médico de síntomas y no tener
ninguna habilidad para liderar un equipo.
Cuando una institución define el liderazgo de un
equipo de CP tendrá que analizar variables distintas a la titulación profesional.
Los equipos interdisciplinares de CP suelen
trabajar lo que se denomina el consenso interno.
Desde ahí, no se trata sólo de consensuar los objetivos terapéuticos de un paciente concreto, sino
de intentar también llegar a acuerdos en cuanto a
los objetivos del equipo y su gradualidad, la orga-
110 / Javier Barbero Gutiérrez
nización (distribución de espacios, normativa, circuitos, documentación común, sesiones...), protocolos, formación, etc. Uno de los escollos más
habituales que suele aparecer en cuanto a la búsqueda del consenso interno tiene que ver con lo
que denomino “congruencia informativa”. Pongamos por caso que el médico no ha informado y el
paciente pregunta a otro miembro del equipo, a
quemarropa, acerca de la naturaleza de su enfermedad. ¿Qué se ha de decir? El médico responsable debe asumir que es una de las consecuencias
previsibles de su decisión. Estas cuestiones deberían discutirse con los otros profesionales del equipo y se debería acordar entre ellos, de antemano,
cuando fuera posible, la acción a tomar cuando la
situación se presente. Se podrá sugerir que los profesionales deriven al paciente al propio médico, a
fin de que pueda contestar esa pregunta, pero no
se debe esperar que el equipo mienta al paciente o
haga algo que pueda destruir la buena relación
personal y profesional que tienen con él.
Otra de las cuestiones que más preocupan,
por sus consecuencias, es lo que suelo denominar
“síndrome de burn-out grupal”; entre otras cosas,
por la escasa predisposición de los equipos a asumirlo y, por tanto, a trabajarlo. Veamos alguno
de sus indicadores:
– Lenguaje vulgar acerca de los pacientes en
las reuniones: chistes poco respetuosos,
expresiones exageradas con respecto a los
familiares... Aunque externamente suele ser
poco apreciable, por el principio conocido
de “condicionamiento semántico” acaba
influyendo en la asistencia.
– Silencio cuasi-permanente de algunos profesionales en las sesiones clínicas.
– Empieza a fallar la puntualidad y/o la asistencia a las reuniones, apareciendo de manera casi sistemática cosas “urgentes” o “muy
importantes” a hacer en ese momento...
Cuidados paliativos / 111
– Se percibe la “labor de pasillos” por subgrupos.
– De manera descontextualizada y desproporcionada, empiezan a esgrimirse argumentos
laborales, de horario, salarios, etc., en
momentos teóricamente de encuentro para
analizar y tomar decisiones clínicas.
– Las energías parecen estar más centradas en
la dinámica del grupo que en los propios
pacientes (la dinámica de “mantenimiento”
–de forma válida o errónea– predomina claramente sobre la de “tarea”).
– Comienza la defensa del territorio “propio”
profesional, con acusaciones no justificadas
de intrusismo, perdiendo la sensibilidad a la
hora de detectar necesidades de otra índole
distintas a las específicas de tu disciplina.
Considero que estos equipos necesitan, de
manera sistematizada, una supervisión de su funcionamiento interno y de su tarea. Cuando no se
cuidan las mediaciones es mucho más complicado conseguir los fines. Se trata de cuidar al equipo, porque el hierro es un metal muy sólido, pero
puede oxidarse...
Conformar un equipo no se logra únicamente contratando personal. Los equipos se hacen,
evolucionan, son organismos vivos que necesitan
conocer sus debilidades y fortalezas desde un sentido de la responsabilidad. Básicamente, porque
se puede funcionar con cicatrices, pero no con
heridas abiertas...
Algunas reflexiones finales
En el Primer Mundo, al contrario de lo que
ocurre en muchas otras partes del planeta, no nos
contentamos con sobrevivir; queremos vivir con
unos determinados parámetros de calidad de
vida. Lo mismo ocurre con el morir. Su ser no nos
112 / Javier Barbero Gutiérrez
exige que deba ser de cualquier manera. En nuestra sociedad, con excesiva frecuencia, miramos
para el otro lado cuando la experiencia de sufrimiento y de muerte se acercan. El Movimiento
Hospice, matriz desde la que se ha desarrollado la
filosofía de los CP, se convierte en un concepto y
en unos hechos que pretenden una mirada de
frente al lado oscuro y doloroso de la existencia,
pero no por ello menos real. La vida se humaniza cuando se encara la realidad de frente, sin
aspavientos, llamando a las cosas por su nombre
y buscando mediaciones y alternativas que hagan
lo más llevadera posible la propia ambivalencia
humana, teñida de vida y de muerte, de desesperación y de esperanza, de deterioro y de belleza,
de felicidad y sufrimiento.
Hoy, los CP se convierten en una mediación
asistencial sin retorno. Contamos con los
medios para que el proceso de morir, de por sí
duro y lacerante, pueda ser paliado adecuadamente. La sociedad ha de mantener sus reclamos y exigir a los políticos y administradores de
turno que la cobertura de la asistencia acoja al
100% de la población subsidiaria de esa atención y que, además, esa asistencia se provea con
los medios y la calidad que todos los ciudadanos
merecemos.
En ocasiones se ha debatido si la alternativa a
la eutanasia son los CP. Puede ser un planteamiento equívoco. Hay personas cuya experiencia
de sufrimiento en el final de la vida ni los mejores CP del mundo pueden paliar, y habrá que preguntarse qué ofrecerles en ese contexto. Lo que sí
parece cierto es que la eutanasia, únicamente
admisible desde el punto de vista ético, en todo
caso, como mal menor, siempre debería justificarse como último recurso, lo que convierte a los
CP en una perspectiva significativa y anterior de
obligada oferta. Dicho de otro modo: para admitir como excepcional la eutanasia, previamente
habría que exigir como normativo una red de CP
Cuidados paliativos / 113
de cobertura total y de alta calidad. De no ser así,
estaríamos comenzando a construir la casa por la
ventana.
Desde los CP asumimos que el gran imperativo moral de la sociedad y, en concreto, de los
profesionales sanitarios y sociosanitarios consiste
en no volver la cara a la experiencia de sufrimiento2 del ser humano. Con las personas enfermas,
ya desde el siglo XIV se describieron las claves de
fondo: “curar a veces, mejorar a menudo, cuidar
siempre”. Todo un reto, tan posible, difícil y
complejo como apasionante.
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2
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Calidad de vida
Francesc Torralba Rossellò
Noción de calidad de vida
El concepto “calidad de vida” se refiere a aquel
conjunto de condiciones necesarias tanto desde el
punto de vista biológico como psicológico, social
y espiritual que dan lugar a una vida autónoma y
humana, esto es, capaz de realizar las funciones
propias del ser humano, como conocer, hablar y
moverse. En la determinación de la calidad de
vida de una persona influyen tanto factores internos como externos.
En los primeros cabe destacar la calidad del
hogar, la calidad del trabajo, la calidad de la
economía y el aspecto relacional; en los segundos, el compromiso, la energía, la autonomía, la
libertad, la seguridad personal, la aceptación de
uno mismo y la experiencia emocional. De ahí se
deduce que la calidad de vida de un ser humano
no depende únicamente de factores exógenos o
ambientales, sino también endógenos, que afectan
tanto a su salud somática, psicológica como espiritual.
La noción de calidad de vida exige tomar en
consideración la experiencia humana desde una
multiplicidad de aspectos, sin limitarla a su
dimensión biológica. Generalmente se trata de
un concepto que se aplica a dos polos de la existencia humana: el nacimiento y la muerte. O se
aplica cuando la vida es prolongada en condiciones poco humanas o a propósito del feto cuyas
116 / Francesc Torralba Rossellò
condiciones de existencia pronosticadas son valoradas como muy deficientes. En este sentido, se
trata de un concepto que, aunque no de un
modo necesario, puede entrar en tensión con el
dogma del respeto absoluto a la vida, esgrimiendo razones de tipo médico, psicológico, social,
familiar o incluso económico.
Esbozo histórico del concepto
La significación que alberga la expresión “calidad de vida” se remonta muy lejos. Según algunos
analistas, está ya latente en los albores de la historia de la filosofía occidental. Para Aristóteles, por
ejemplo, la calidad es una de las categorías accidentales de la sustancia, la que da respuesta a la
pregunta poîos (cómo). El accidente, tal y como lo
concibe el estagirita, no se dice por sí mismo, sino
siempre en relación a la sustancia, lo que significa
que depende esencialmente de ella.
Después del estagirita, los filósofos de la civilización romana opusieron el vivere al bene vivere
cuando se interrogaron sobre lo óptimo de la vida,
es decir, sobre la felicidad. De un modo implícito,
se refieren ya a la calidad de vida o a un ideal de
vida, pero la referencia explícita al concepto de
calidad de vida, entendido como argumento en las
discusiones de la ética médica, es más reciente.
Este principio aparece después de la Segunda
Guerra Mundial, alrededor de 1950. La expresión
fue introducida en el ámbito público por Lyndon
B. Johnson en un discurso pronunciado en 1964
en Madison Square Garden. Ella se refería a la idea
de que una buena vida exige, además de abundancia material, otros elementos de tipo cualitativo.
En esta idea se manifiesta ya una clara connotación ética. Desde entonces, la expresión no ha
cesado de estar presente tanto en los discursos
especializados como en el lenguaje cotidiano.
Calidad de vida / 117
Este éxito se explica a partir de una doble toma
de conciencia: una causada por el movimiento
ecologista, que ha integrado en su propio discurso
la idea de calidad de vida, y otra causada por el
progreso de la biomedicina, que ha puesto entre
las cuerdas el sentido de dicha expresión. En lo que
respecta a la biomedicina, se observa una situación
paradójica, puesto que, por un lado, su aplicación
mejora ostensiblemente la calidad de vida de las
personas (pensemos, por ejemplo, en la tasa de
mortalidad infantil, la higiene, la lucha contra las
enfermedades, la atenuación de los sufrimientos...), pero, por otro lado, también acarrea ciertos
excesos, como el encarnizamiento terapéutico,
entre otras malas praxis.
La calidad de vida como argumento
En las discusiones de carácter bioético y
biojurídico se utiliza con mucha frecuencia la
expresión calidad de vida como un argumento
decisivo en la toma de decisiones. Se esgrime, por
ejemplo, que la vida de un neonato no posee la
mínima calidad de vida para tener una vida humana digna o que un enfermo en estado crítico
carece de la calidad de vida mínima para poderse
considerar su existencia como digna.
Con relativa frecuencia, se relaciona el concepto de calidad de vida con el de dignidad de
una existencia, y de ahí se derivan decisiones fundamentales respecto a la vida de una persona o
respecto a la continuidad de un proceso terapéutico. Según el veredicto de su calidad de vida, se
toma la decisión de intervenir o de no intervenir,
de actuar o de limitar la acción terapéutica.
No estamos, pues, frente a un concepto menor.
Se trata de una expresión muy utilizada para argumentar a favor del principio de autonomía. Según
esta perspectiva, el mismo interesado debe poder
decidir, por sí mismo, si su vida dispone de una
118 / Francesc Torralba Rossellò
mínima calidad de vida para ser vivida o considera
que, en tales circunstancias, no merece ser vivida.
Se arguye, igualmente, que en determinadas situaciones en las que el sujeto interesado no puede
deliberar en torno a esta cuestión por las razones
que fueren, se debe trasladar dicha facultad a
quienes le representan civilmente.
El uso de este concepto en las discusiones
bioéticas debe ser analizado hondamente, pues en
él están en juego decisiones fundamentales. En
demasiadas ocasiones, se utiliza la expresión calidad de vida como si fuera una expresión obvia y
evidente por sí misma, cuando, de hecho, entraña
serias dificultades y alberga una constelación de
significados que toda mente lúcida es capaz de
constatar.
El problemático uso de la expresión
El profesor Miguel Sánchez afirma que “el
concepto de calidad de vida no puede definirse
de forma definitiva y completa. Pero sí pueden
delimitarse algunos contenidos capaces de orientar la toma de decisiones sanitarias en situaciones
determinadas”1.
Constata la dificultad de medir la calidad de
vida desde un punto de vista objetivo y los niveles y estratos que hay en juego a la hora de determinar lo que significa una vida de calidad. De
hecho, ya en el lenguaje puramente coloquial,
cuando una persona dice que tiene una vida de
calidad se refiere, implícitamente, a un conjunto
de criterios que no siempre son evidentes, ni
claros por sí mismos.
Como explica el profesor de la Universidad
Complutense de Madrid, existen distintos crite1
M. Sánchez, “Calidad de vida”, en J. García Férez – J.
Alarcos, 10 palabras clave en humanizar la salud, Verbo
Divino, Estella 2002, p. 368.
Calidad de vida / 119
rios y también distintos indicadores, pero no existe el esquema concluyente, el algoritmo que integre en una sola expresión la variedad de cuestiones
que están en juego cuando se afirma de alguien
que no tiene la calidad de vida suficiente para vivir
o que su calidad de vida está bajo mínimos.
El análisis de los distintos indicadores lleva a
la conclusión que expresa el profesor Miguel
Sánchez: “Resulta imposible cuantificar la calidad de vida teniendo en cuenta todos los aspectos posibles. Cada indicador de calidad de vida
selecciona sólo los aspectos que son de interés
para un determinado propósito. Y de esta forma
logra tener aplicaciones clínicas bastante concretas, tales como evaluar la respuesta a un tratamiento o seguir el curso de una enfermedad o
grupo de enfermedades similares. La elección del
indicador dependerá, naturalmente, de los objetivos que se persigan”2.
Coincidimos con esta tesis. El uso de la expresión calidad de vida en las discusiones bioéticas
es, esencialmente, problemático mientras no se
expliciten honestamente los propósitos y los
criterios que se barajan en el empleo de tal expresión. No se puede presentar como objetivo lo
que, en último término, no lo es, ni se puede presentar como argumento decisivo lo que depende
de múltiples variables.
La determinación de la calidad de vida de una
persona depende en último lugar de un conjunto
de indicadores donde hay en juego factores biológicos, sociales, psicológicos, económicos, ecológicos, espirituales y morales. La jerarquización
de tales indicadores no puede efectuarse objetivamente. En tal proceso de ordenamiento subsiste
implícitamente una idea de lo que es la vida
humana y de lo que tiene valor. Dicho de otro
2
Ibíd., p, 353.
120 / Francesc Torralba Rossellò
modo: en el sustrato de tal debate, subsiste un
debate previo que ya no es de orden médico, sino
de orden axiológico.
Desde nuestra perspectiva intelectual, la calidad de vida siempre se dice de algo anterior a la
vida y que trata de describir cómo es. Para decirlo de un modo aristotélico: la vida es el fondo
sustancial, mientras que la calidad es un rasgo o
accidente de éste. De ahí se deriva que la vida es
más relevante que la calidad de la vida.
Si no hay vida, no puede haber ningún diálogo en torno a su hipotética calidad. Sin embargo,
se debe reconocer que, en determinadas situaciones, la vida humana presenta un modo de desarrollo tan insuficiente que esa vida humana debe
caracterizarse, prácticamente, de vida biológica,
puesto que no dispone de las capacidades para
desarrollar las potencias y finalidades propias de
una vida humana.
Velar por la calidad de vida de una persona
que se halla en tales circunstancias significa
explorar todas las posibilidades científicas, técnicas y asistenciales para que tal vida adquiera el
máximo grado de autonomía funcional dentro de
los márgenes que ofrece tal situación, y velar,
igualmente, para paliar todas y cada una de las
formas de sufrimiento: somático, psicológico,
social y espiritual.
Tres escollos: el vitalismo biológico,
el abstencionismo y el utilitarismo
En el debate en torno a la calidad de vida, se
deben tener en cuenta tres obstáculos fundamentales que pueden impedir un acuerdo fundamental en la toma responsable de decisiones. Nos
referimos, por un lado, al vitalismo biológico, que
consiste en defender el valor de la vida a ultranza, sin considerar lo más mínimo, en tal defensa,
Calidad de vida / 121
la calidad de vida del sujeto en cuestión. Por otro
lado, está el utilitarismo, que consiste en valorar
la calidad de una vida humana a partir de los criterios de utilidad social o rendimiento económico, y, finalmente, el abstencionismo, que en el
fondo se refiere a la necesidad de limitar el desarrollo de la vida de una persona por considerar
que tal vida carece de la mínima calidad exigida.
Como indica la palabra, significa abstenerse de
tratamiento.
Francesc Abel y Juan José Cambra sintetizan
tales actitudes de este modo: “Pueden defenderse
actitudes vitalistas ante situaciones en las que
sería más razonable el delimitar cuidadosamente
las acciones terapéuticas o, por el contrario, en
una sociedad competitiva y perfeccionista como
en la que nos hallamos inmersos, el defender en
ocasiones posturas abstencionistas desde el punto
de vista terapéutico al temer precisamente la
supervivencia de un hijo con discapacidades o al
que tuvieran que dedicar más tiempo y esfuerzos
de los deseados”3.
Desde nuestro punto de vista, el vitalismo
biológico puede incurrir en un grave defecto si,
además de la defensa de la vida de la persona, no
se defiende en el mismo grado las condiciones de
una vida digna. Esta defensa unilateral de la vida
puede despreciar el modo como esa vida se desarrolla y subsiste. Como se ha dicho más arriba, la
calidad de vida depende de la vida, pero además
de vivir, el ser humano necesita de unos rasgos y
caracteres mínimos para su pleno desarrollo vital.
El utilitarismo es un grave impedimento en la
toma de decisiones responsables. No nos referimos al utilitarismo como corriente filosófica que
tiene como su máximo exponente a John Stuart
3
F. Abel – J. J. Cambra, Diagnóstico prenatal, neonatología y discapacidad severa: problemas éticos, Fundación MapfreMedicina, Barcelona 2001, p. 41.
122 / Francesc Torralba Rossellò
Mill. Nos referimos al concepto habitual de utilitarismo, según el cual algo tiene valor en la medida
en que es útil socialmente. No puede jamás valorarse la existencia de una persona en estos términos, ni a partir de su estado de desarrollo, de su
hipotética utilidad social o económica. Este argumento es insostenible éticamente y vulnera gravemente el principio de justicia o equidad.
Finalmente, el abstencionismo puede considerarse una correcta praxis si se ha hecho todo lo posible, dentro de los límites de la proporcionalidad,
para salvar y desarrollar una vida. En ocasiones,
abstenerse de intervenir es un modo de salvaguardar a la persona de formas de encarnizamiento
terapéutico que obedecen a un celo de beneficencia y que, generalmente, acarrean graves males.
La calidad y la sacralidad de la vida.
La confrontación
El concepto de calidad de vida se ha presentado, a menudo, como un concepto dialécticamente opuesto al de sacralidad de la vida. En términos generales, los defensores de la idea de que la
vida humana es sagrada, manifestación finita del
Dios infinito, defienden la protección “casi absoluta” de la vida humana e, igualmente, la igualdad
de todas las vidas humanas como realidades
creadas a imagen y semejanza de Dios.
Desde este punto de vista, se oponen, generalmente, a la idea de la calidad de vida como argumento que pudiera poner en tela de juicio el valor
de la vida. Su principal argumento de discusión
radica en la determinación del criterio que permitiría deslindar, en el caso que fuera posible, una
vida de calidad de una vida sin calidad. En el
fondo, la crítica se funda en una permanente
sospecha en torno al peligro de relativismo y subjetivismo que podría conllevar una argumentación
fundada en la noción de calidad de vida.
Calidad de vida / 123
A pesar de esta nítida oposición, es fundamental subrayar el esfuerzo de algunos teóricos para
aproximar ambas posiciones. Según Keyserlingk,
por ejemplo, no parece imposible relativizar ambas
posiciones. Desde su punto de vista, resulta necesaria la conciliación de ambos principios para que,
de hecho, sea posible una praxis legítima desde un
punto de vista ético.
Desde su punto de vista, el concepto de calidad
de vida, en la medida en que sea un principio rigurosamente definido y desnudado de toda connotación relativista, no significa, de ningún modo, la
exclusión del principio del carácter sagrado de la
vida, en la medida en que este último no se identifique con lo que se ha venido a denominar el
vitalismo biológico. Una decisión relativa a la preservación o no preservación de una vida será tanto
más clara y correcta en la medida en que no pierda de vista ni una ni otra de estas dos exigencias,
evitando el riesgo de arbitrariedad (relativización
de la calidad) y de la rigidez (respecto absoluto y
dogmático).
Cabe decir, a pesar de todo, que la noción de
calidad de vida se utiliza, muy a menudo, de un
modo impreciso y poco riguroso. Su reciente popularidad, así como su aplicación a contextos muy
variados, como, por ejemplo, el de las ciencias biomédicas, el de la sociología, pasando por la ecología, constituyen su principal razón. Así, pues, el
concepto de calidad de vida es utilizado, a menudo, como indicador para la epidemiología y la
sociología. También forma parte del vocabulario de
la ecología cuando lo que está en cuestión es el
saneamiento del agua o la protección de la capa de
ozono.
Estos múltiples usos de la expresión son una
fuente de imprecisión cuando se utiliza en el contexto médico. Pero la objeción fundamental radica
en el riesgo de subjetivismo y de relativismo si la
expresión calidad de vida se abandona únicamente
al juicio de los profesionales de la salud.
124 / Francesc Torralba Rossellò
El principio de la sacralidad de la vida (PSV)
tiene un origen teológico. Se funda en la igualdad
de valor de la vida de todo ser humano y en su
inviolabilidad, esto es, en la prohibición de abreviarla intencionalmente. En el marco de la tradición judeocristiana, toda vida humana es depositaria de un valor infinito; de hecho, participa de
lo infinito, aunque sea de un modo analógico.
Este valor infinito de la vida, de cada vida
humana, es absoluto, no se puede relativizar en
ninguna circunstancia, ni por la esperanza de
vida, ni por el estado de salud, ni por su utilidad
social, ni siquiera por la misma expresión de la
voluntad de la persona.
El principio de la sacralidad de la vida está
presente en la ley que prohíbe el homicidio, en el
juramento de Hipócrates, que ordena al médico
velar para que sus actos no conlleven nunca de
modo intencional la muerte del paciente. El
respeto al PSV implica, pues, el deber de no
matar y de proteger activamente toda vida
humana, cualquiera que sea.
En esta tradición, la equidad del valor de toda
vida incluye solamente a los miembros de la
especie humana. Esta forma de cuidado privilegia, según algunos teóricos, el especieísmo, lo
que significa la protección de la vida humana
por encima de todos los otros reinos animales o
vegetales. Esta protección se aplica, originariamente, a la vida humana inocente, esa que
jamás debe ser eliminada y que debe ser cuidada por parte de quienes tienen esa responsabilidad.
Como se ha dicho, el principio de la sacralidad de la vida entra en tensión con el principio
de la calidad de la vida en muchos debates de
naturaleza bioética, y no sólo en el plano de la
reflexión ética, sino también en la construcción
de la legalidad vigente, es decir, del ordenamiento jurídico. Uno de los argumentos que utilizan
Calidad de vida / 125
los defensores laicos del PSV se funda en que el
abandono o el relajamiento de las nociones de
igualdad entre todas las vidas y del valor intrínseco de la vida podrían conducirnos a una sociedad
donde el homicidio podría ser banalizado. Las
relaciones humanas se caracterizarían únicamente por vínculos de fuerza o de poder. El paso al
acto violento y al homicidio por razones sociales
como por ejemplo la distribución de los recursos
de acceso a los cuidados, sería, por ejemplo admitido, frente a una indiferencia generalizada.
En este sentido, se llega a entender el PSV
como una suerte de tabú, de barrera que jamás
debe ser cruzada, como una forma de intangible
moral que debe contener y limitar las pulsiones
fanáticas del ser humano. La prohibición de
matar que se manifiesta en el citado principio y
el reconocimiento del valor intrínseco de toda
existencia humana no tienen por qué significar la
negación de la libertad y la voluntad individual,
que también es un fundamento esencial en las
sociedades abiertas.
A pesar de ello, es evidente que el PSV no
siempre se acomoda bien a la idea de libertad. De
hecho, hay teóricos que consideran que tal principio no es una garantía de la libertad, una condición de su posibilidad, sino una seria barrera, y lo
que exigen es el total abandono de tal principio
como si se tratara de un residuo religioso-supersticioso de otro tiempo.
Según el PSV, matar es un acto que toda persona razonable y sensible considera inmoral e
inaceptable; pero hay situaciones, casos, donde
esta prohibición de matar no parece ser tan absoluta como se plantea en tal principio. Así lo
expresa Jonathan Glover (1990) en su reflexión
sobre el principio de la sacralidad de la vida. A su
juicio, se pueden poner dos tipos de objeción,
indirectas y directas, al acto de matar. El primer
tipo subraya las distintas consecuencias (emo-
126 / Francesc Torralba Rossellò
cionales, sociales, económicas...) que la muerte
de una persona puede tener en su entorno. El
segundo tipo se focaliza sobre la persona muerta.
Según J. Glover, una vida que merece la pena
ser vivida es una vida que tiene valor para la persona que la vive. Por ello, poner punto final a la
vida de una persona cuando ella estima que dicha
vida merece ser vivida constituye un crimen.
Desde este punto de vista, la vida no tiene un
valor intrínseco, per se, pues sólo la persona que
es depositaria de dicha vida es la que determina
su carácter sagrado e inviolable. Desde este punto
de vista, puede ocurrir que una persona valore
más una vida breve, pero sin sufrimiento, que
una vida prolongada en el tiempo, pero determinada por múltiples sufrimientos.
El objetivo fundamental de esta argumentación consiste en mantener, por un lado, la
prohibición de matar y, por otro, permitir a una
persona que exprese su voluntad de poner punto
final a su vida si desde su perspectiva esa vida
carece de valor. Nadie puede, desde fuera, determinar si una vida tiene valor o no para ser vivida.
Esta determinación depende únicamente del
sujeto que toma dicha decisión.
La idea moral del principio de la sacralidad de
la vida constituye uno de los fundamentos de la
vida humana en sociedad. La vida, en todas sus
formas, tiene un valor que debe ser respetado. Esta
tesis puede defenderse teológicamente a partir de
la tradición judeocristiana, pero hay autores que
consideran que también puede esgrimirse desde
una argumentación “puramente” laica. Desde este
punto de vista, la vida está encarnada y tiene valor
por la entidad que posee. Su valor reside en el
hecho de que es vivida, experimentada, sentida
por un ser particular.
En este sentido, la vida de un ser es inviolable
porque pertenece a un ser, y sólo él puede tomar
decisiones que le conciernen. Cada cual, y he aquí
Calidad de vida / 127
uno de los aspectos de la riqueza de la vida en
sociedad, puede distintamente valorar su vida,
evaluar su calidad, los proyectos que le permite
desarrollar; en fin, construir su vida según sus
propias valoraciones. Puede llegar el día en que
una persona deje de considerar que su vida tenga
sentido, que, en definitiva, carezca de valor. En
este caso, muchos autores defienden que no se
debe obligar a vivir biológicamente a esa persona,
siguiendo dogmáticamente la tesis del vitalismo
biológico, sino que se debe introducir una ética
humanista que respete lo más estrechamente posible los deseos de la persona en lugar de obligarla a
vivir en circunstancias en que ya no desea vivir
más.
En The Sanctity-of-Life Doctrine in Medicine:
A Critique, Helga Kushe deconstruye el principio
de la sacralidad de la vida desde una perspectiva
consecuencialista. La autora muestra los dilemas
morales que engendra en el plano de la toma de
decisiones en la práctica clínica. Según ella, el
principio de la sacralidad de la vida prohíbe, por
ejemplo, al médico actuar en busca del mejor
interés del niño que padece un severo handicap y
no permite, a su juicio, respetar la voluntad de un
paciente competente y autónomo de no seguir
más un determinado tratamiento.
Helga Kushe identifica alguna de las inconsistencias del PSV. Desde su punto de vista, es inconsistente defender, simultáneamente, la prohibición
de abreviar intencionalmente una vida y afirmar al
mismo tiempo que está permitido, en ciertas circunstancias, no retardar la llegada de la muerte.
Kushe manifiesta una segunda incongruencia
del PSV. Por un lado, proclama la igualdad de toda
vida humana y, por otro, utiliza la noción de calidad de vida para delimitar los parámetros del
deber de preservar la vida a todo precio. Para
responder a estas críticas, los defensores del PSV
proponen establecer una serie de distinciones entre
128 / Francesc Torralba Rossellò
actuar/dejar de hacer, causar la muerte/permitir
que la muerte haga acto de presencia, utilizar
medios ordinarios/extraordinarios, tener la intención de causar la muerte/provocar sin intención la
muerte de alguien... Para Kushe, tales distinciones
carecen de significación moral propia.
Uno de los críticos más acérrimos de la idea
de la sacralidad de la vida es el filósofo australiano Peter Singer4. “Los que piensan que toda
vida humana, prescindiendo de su calidad, es
sagrada –afirma el filósofo australiano– parecen
tener resuelta la difícil cuestión de cómo tratar a
los niños gravemente enfermos o incapacitados;
no hay que tomar ninguna decisión: todo niño
(...) tiene que ser mantenido vivo con no menor
empeño que el que se pondría en cualquier otro.
Así, en los modernos hospitales se usan comúnmente antibióticos, oxígeno, alimentación intravenosa y la reanimación, y sería condenable no
aplicar estos medios sustentadores de vida a un
pequeño precisamente porque está incapacitado
o porque su vida va a ser de muy baja calidad”5.
Según Singer, “son pocas las personas, si es
que hay algunas, que llevan hasta sus últimas
conclusiones lógicas la idea de que toda vida
humana es igualmente valiosa e inviolable.
Aunque piensen que en algunas circunstancias es
aconsejable negar o descartar el uso de medios
disponibles y eficaces para mantener la vida,
puede que sus pensamientos no obedezcan
explícitamente a consideraciones de calidad de
vida, pero tales consideraciones están, sin embargo, implícitas en sus juicios”6.
4
He explorado su obra en ¿Qué es la dignidad humana?
Ensayo crítico sobre Peter Singer, Hugo Tristram Engelhardt y
John Harris, Herder, Barcelona 2005.
5
P. Singer, Desacralizar la vida humana. Ensayo sobre
ética, Cátedra, Madrid 2003, pp. 301-302.
6
Ibíd., p. 302.
Calidad de vida / 129
Según el filósofo australiano, también en la
doctrina de la Iglesia se distingue entre métodos
proporcionados y desproporcionados. Concluye:
“Los juicios sobre la calidad de vida aparecen en
todas partes. Porque, si se aplicara de manera
consistente la tesis de que todas las vidas humanas, con independencia de su calidad o clase, son
igualmente valiosas e inviolables, se obtendría la
grotesca consecuencia de que la vida debería ser
prolongada incluso en el caso de que el paciente
no se beneficiara de los esfuerzos realizados o
resultara dañado por ellos”7.
Esta valoración de la doctrina católica es,
además de superficial, falsa, pues de ningún modo
se desprende de ella la tesis que resalta Singer.
Corresponde a la Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe el mérito de haber conseguido
una de las más claras formulaciones sobre los
derechos y los deberes de los cristianos ante la
aceptación o rechazo de medidas terapéuticas en
función de la dignidad de la persona humana.
En el Documento sobre la eutanasia fechado el 5
de mayo de 1980, y en el apartado sobre el uso
proporcionado de los medios terapéuticos, se dan
importantes normas cuyos principios suscribirían
las principales corrientes de pensamiento en el
terreno de la bioética.
1. No todos los tratamientos que prolongan
la vida biológica resultan humanamente
beneficiosos al paciente.
2. Nadie está obligado a someterse a tratamientos desproporcionados para preservar la
vida. Los medios se consideran proporcionados o desproporcionados en función del
tipo de terapia, grado de dificultad y de
riesgo que comportan, su coste y las posibilidades de aplicación y resultado razonable que se puedan esperar teniendo en
7
Ibíd., p. 303.
130 / Francesc Torralba Rossellò
cuenta las condiciones del enfermo y sus
fuerzas físicas y morales.
3. El paciente capaz puede rehusar tratamientos que le causen molestias que le resulten
intolerables. La intención del paciente
inconsciente, si se conoce, debe ser respetada. Si no se conoce, otra persona que le
represente ha de tener el apoyo legal para
decidir en nombre de lo que considere los
mejores intereses del paciente.
El médico tiene la obligación de combatir el
dolor de la manera más correcta y eficaz incluso
si con ello se acorta indirectamente la vida del
paciente en situación terminal.
La idea de la santidad o de la sacralidad de la
vida no tiene, a juicio de Peter Singer, consistencia
intelectual, pero se tiende a defenderla por miedo
a lo que pudiera desprenderse de su puesta entre
paréntesis. Dice Singer: “La gente tiende a decir
que aunque esta idea pueda estar basada en una
distinción arbitraria e injustificada entre nuestra
propia especie y todas las demás, esta distinción
sigue aún sirviendo a un propósito útil. Tan pronto abandonamos esta idea, continúa la objeción,
nos encontramos colocados en una pendiente
resbaladiza que puede conducir a una pérdida de
respeto por la vida de la gente ordinaria y, eventualmente, a un aumento del crimen o a la matanza selectiva de minorías raciales o de políticos indeseables. Así, pues, vale la pena conservar la idea de
la santidad de la vida humana, porque, aun siendo
poco precisa en algunos puntos, la distinción que
esta idea establece está tan próxima a una distinción defendible que es digna de ser conservada”8.
Desde su punto de vista, se debe sustituir el
PSV por una ética de la calidad de vida que permita tomar decisiones en los casos más difíciles
8
Ibíd., p. 296.
Calidad de vida / 131
que aparecen en el origen y en el final de la vida.
Sin embargo, desde nuestro punto de vista, no
debe reemplazarse una idea por la otra, sino que
debe defenderse el valor de la vida como un don
que el ser humano debe administrar inteligentemente y velar para que su desarrollo tenga la
máxima calidad dentro de los límites ontológicos
propios de un ser finito y contingente como él.
Calidad de vida y problemas
en el origen de la vida
En las discusiones bioéticas de carácter neonatológico se utiliza, con frecuencia, el argumento de la calidad de vida para determinar si,
por un lado, la vida del nasciturus debe seguir su
curso o, por otro lado, debe interrumpirse. En
ocasiones, se puede llegar a argüir que considerando la situación patológica del nasciturus y
su debilidad constitutiva, además de un entorno
social y económicamente frágil, es más pertinente
interrumpir el proceso de gestación que no dar
la posibilidad al nacimiento de un ser en tales
circunstancias. Los argumentos que se esgrimen
para una decisión de tal envergadura son muy
distintos y, en ocasiones, muy ambiguos.
La postura de la gran mayoría de pediatras y
de ginecólogos católicos es que la vida humana es
un valor básico, fundamental, pero que también
es necesaria una cierta calidad de vida para mantener la obligatoriedad de conservarla. En otras
palabras, se asume la idea de que el deber de preservar la vida humana no urge en condiciones
particularmente penosas. La decisión de iniciar o
de interrumpir las técnicas destinadas a mantener
una vida en los neonatos constituye una de las
cuestiones de ética médica más complejas y
angustiosas de nuestra época.
Existen muchas variables que se deben tener
en cuenta en tal proceso de toma de decisiones.
Por un lado, se tiene que considerar muy atenta-
132 / Francesc Torralba Rossellò
mente la voluntariedad de la madre y del padre y
se tiene, igualmente, que analizar cómo argumentan sus posturas y el estado anímico que tienen en
tales situaciones. No siempre coinciden entre ellos.
En ocasiones, se produce un disenso entre ambos,
lo que todavía hace más complejo el proceso de
toma de decisiones. Por otro lado, no se debe
perder de vista que la medicina no es un ciencia
estricta, y menos aún exacta, como lo podría ser
alguna rama de las matemáticas, sino que es una
ciencia que se desarrolla en un campo de probabilidades y que cuando se determina la futilidad o
no de una terapéutica no puede argumentarse
siempre de un modo definitivo a propósito de la
viabilidad o no viabilidad de un proceso.
Además de ello, también entran en juego el
sistema de creencias y la pirámide de valores de
los actores implicados. El médico no es un puro
sujeto al servicio de las órdenes de su paciente. Es
un sujeto de derecho, titular de unos deberes, y
como tal tiene también el derecho a tomar la decisión que considere más oportuna a la luz de su
conciencia. Todo ello exige un proceso de diálogo
sincero y franco, una transmisión de la información que sea clara y adaptada a los niveles de
comprensión de los principales protagonistas. En
todo ello, nunca se debe perder de vista que está
en juego la vida de un ser humano, que tiene una
dignidad inherente.
Como dicen los doctores Francesc Abel y
Francisco José Cambra, “las decisiones éticas
tienen que labrarse un camino estrecho entre el
dogmatismo (el que impone una regla haciendo
abstracción de las circunstancias) y el puro puntualismo (que niega la posibilidad o la utilidad de
todo criterio orientador)”9. En efecto, es esencial
9
F. Abel – J. J. Cambra, Diagnóstico prenatal, neonatología y discapacidad severa: problemas éticos, Fundación
Mapfre, Barcelona 2001, p. 30.
Calidad de vida / 133
evitar los dos extremos: por un lado, la caída en
una especie de automatismo dogmático que
aplica urbi et orbi una fórmula sin considerar las
situaciones, los contextos, las dificultades, las
eventuales circunstancias. Por otro lado, se debe
evitar sucumbir a una especie de casuística que
niega todo criterio de fondo y convierte a cada
caso en un mundo único y diferente.
¿Qué tipo de requisitos legitiman el derecho a
la vida? Se han numerado distintos: el mínimo
coeficiente intelectual (QI superior a los 20-40),
la autoconciencia, el autocontrol, el sentido del
tiempo (presente, pasado y futuro), la capacidad
de relación, el interés por los otros, la capacidad
comunicativa, el control de la existencia, la curiosidad, la capacidad de cambiar, el equilibrio entre
la razón y el sentimiento, las funciones neocorticales (Fletcher, 1975).
Una valoración crítica de tales argumentos no
puede dejar de manifestar una cierta arbitrariedad de tales criterios. ¿Por qué, por ejemplo,
identificar la curiosidad y no la capacidad de
amar? ¿O por qué no poner el sentido del espacio
antes que el sentido del tiempo? Observamos
que, en sentido estricto, muchas personas en
situaciones de rehabilitación no cumplirían con
estos presuntos indicadores de humanidad.
Francesc Abel y Juan José Cambra sostienen
que “el problema no se resuelve con un concepto
claro sobre calidad de vida. Aunque pudiéramos
definir perfectamente una ‘calidad de vida mínimamente aceptable’, no tenemos en absoluto la
certeza de alcanzarla al diseñar y poner en práctica un plan terapéutico. Sabemos positivamente
que podemos quedarnos en ocasiones con una
supervivencia sin esa mínima calidad de vida. En
las ocasiones en las que se opte por una limitación
terapéutica, por considerar un tratamiento como
inútil o desproporcionado, el paciente puede también sobrevivir con grandes secuelas, es decir, no
134 / Francesc Torralba Rossellò
podemos trabajar en condiciones de certeza; por el
contrario, en la mayoría de situaciones en el ejercicio de la medicina, y por ende de la neonatología, trabajamos en condiciones de probabilidad
estadística. Para paliar esta última dificultad
podemos recurrir a índices pronósticos basados en
nuestra propia experiencia y en la de otros. En
este aspecto, estaremos condicionados por el
nivel científico técnico global y el presente en nuestro entorno inmediato”10.
Calidad de vida, enfermedad y sufrimiento
La enfermedad constituye una experiencia
antropológica de primer orden que altera significativamente la estructura personal y, por consiguiente, la calidad de vida de un ser humano.
La reflexión en torno a la calidad de vida no
sólo afecta a los procesos de génesis de la vida
humana o del final de la misma, sino también al
modo como se asume y se integra en el propio ser
la experiencia de la enfermedad que es profundamente humana y deriva de su naturaleza vulnerable. La enfermedad altera la calidad de vida de
una persona y, en virtud de su gravedad, puede
alterarla de un modo sustantivo. La exigencia
moral de los profesionales de la salud es curar,
siempre que sea posible, cuidar incondicionalmente; en definitiva, velar para que el enfermo
pueda vivir con la máxima calidad de vida a pesar
de la patología que sufre.
La enfermedad no puede considerarse, simplemente, como la alteración de alguna parte del
cuerpo humano, y menos aún como un evento
totalmente objetivable. Se trata de una experiencia sujetiva de fractura, de ruptura con el propio
cuerpo. El evento de la enfermedad es, pues, una
10
F. Abel – J. J. Cambra, o. c., p. 37.
Calidad de vida / 135
experiencia que se produce, ante todo, en la intimidad del hombre, y sólo después puede ser
tematizada científicamente, medida y manipulada técnicamente.
La enfermedad tiene un impacto sobre la
libertad y sobre la consciencia de la persona que
la sufre, no sólo en el sentido que aniquila completamente o prácticamente de un modo completo, la capacidad decisoria, sino porque a través
de ella se pone de relieve el carácter precario e
inestable de todo ser humano que sólo, algunas
veces, se insinúa en la existencia11.
La enfermedad debilita la voluntad, transfigura
negativamente el horizonte de sentido de la decisión concreta. El malestar de orden físico, psíquico
y social que se deriva de ella, influye negativamente en la realización de nuestra libertad. La enfermedad concentra toda la atención del sufriente y,
en este sentido, lo aísla de los otros, coartando su
disponibilidad a la proximidad. En la enfermedad,
la precariedad de una función obliga a transgredir
las propias perspectivas vitales. La enfermedad
impide que la disposición hacia el otro hombre se
traduzca ágilmente en actos y obras.
El enfermo espera reencontrar de nuevo una
confidente sintonía con las cosas, espera curarse.
La visión que un ser humano tiene de su enfermedad no puede asimilarse a una consciencia abstracta que pueda poner a distancia su cuerpo. La
11
Sobre esta cuestión, ver T. Dethlefsen – R. Dahlke,
La enfermedad como camino, Plaza & Janés, Barcelona 1989;
P. Cattorini, Malattia e alleanza, Angelo Pontercorboli,
Florencia 1994; F. Lolas Stepke, Más allá del cuerpo, Andrés
Bello, Santiago de Chile 1997. He tratado esta cuestión en
Filosofía de la medicina, Mapfre Medicina, Barcelona 2001.
V. Weizsaecker, El hombre enfermo, Miracle, Barcelona 1956;
S. Sontag, La enfermedad y sus metáforas, Muchnik, Barcelona
1985; B. Schlink, Las bendiciones de la enfermedad, Clie,
Barcelona 1981; íd., El tesoro escondido del sufrimiento: de su
experiencia personal, Labor, Barcelona 1932.
136 / Francesc Torralba Rossellò
experiencia de la enfermedad es, en este sentido,
una epifanía vital de la vulnerabilidad del ser.
Como consecuencia de ella, uno se percata de que
necesita la ayuda del otro.
La enfermedad pone en peligro la totalidad
del hombre y no sólo la parte inferior de él. La
esencial corporeidad del hombre impide la fuga
hacia la solución dualista. Lo que toca al cuerpo,
toca a la persona entera. El hombre enfermo,
enferma todo y no sólo su cuerpo. Esto significa
que la experiencia de la enfermedad precede y
resiste a la abstracción de la antropología dualista, como también a la categorización objetiva del
saber científico. Esta experiencia se ofrece como
una permanente reserva de significado, como un
coágulo de símbolos.
Velar por una vida de calidad significa intervenir de un modo global en el sujeto enfermo, tratando de atender a todas sus dimensiones, las visibles y las invisibles. Sólo una intervención integral
o, como gusta decir, holística puede garantizar una
cierta calidad de vida en la persona enferma, pues
la enfermedad, tal y como se ha dicho, altera todos
los estratos y dimensiones de la persona humana y
requiere una intervención global.
Como consecuencia de la experiencia de la
enfermedad, aflora la demanda de ayuda, la apertura al otro en términos de necesidad vital. Esta
petición de ayuda revela, de un modo nítido, la
vulnerabilidad sentida en el propio cuerpo.
La enfermedad revela, por contraposición, la
sorprendente belleza del tiempo de salud. Desde el
punto de vista del enfermo, el equilibrio de la salud
aparece como un ideal de difícil probabilidad. La
precariedad de tal equilibrio, expuesto a tantas
lesiones externas como internas, y a la erosión del
tiempo, induce a contemplar el sufrimiento como
el destino previsiblemente normal del hombre.
La enfermedad, como menoscabo o minoración, acontece en el espacio de la propia vida y es
Calidad de vida / 137
por ende asunto intransferiblemente personal.
Uno se siente enfermo cuando es incapaz de
hacer algo, de conducir su vida, de abrigar esperanzas y satisfacer deseos con plenitud. Uno se
siente enfermo cuando descubre, aunque no
duela, una rara lesión, una mancha desconocida,
una tumoración. Se tiene una enfermedad, que
no es lo mismo que sentirse enfermo, cuando un
agente oficial realiza esta rotulación. Puede acontecer que a una sensación de enfermedad no la
acompañe la comprobación del mal por el experto. También puede ocurrir que alguien que se
sienta bien tenga una grave enfermedad asintomática. Esta dimensión sujetiva de la enfermedad
(illness) que se relaciona directamente con la
experiencia de sentirse enfermo no equivale a la
rotulación del experto (disease).
Uno de los filósofos contemporáneos que más
ha ahondado en la experiencia de la enfermedad
desde una clave existencial y biográfica es Karl
Jaspers. El filósofo y médico germano nos ha
dejado textos muy profundos sobre la experiencia
de la enfermedad y la lucha por la calidad de vida
de las personas enfermas.
Dice Karl Jaspers: “La búsqueda del propio
camino es tarea de toda la vida. Los peligros ante
los que uno sucumbe son el abandonarse a lo
imprevisto, hundirse en la enfermedad, no distinguir con precisión entre estados sanos y enfermos, olvidarse orgullosamente de la dolencia. La
enfermedad no acarrea, como, por ejemplo, la
mutilación de un miembro, el impedimento
mecánico por un único defecto, sino que llega a
calar en el mismo proceso de la vida, debilitándola constitucionalmente; no significa necesariamente, sin embargo, una limitación de la personalidad”12.
K. Jaspers, Entre el destino y la voluntad, Guadarrama,
Madrid 1969, p. 195.
12
138 / Francesc Torralba Rossellò
“De joven –afirma– ni podía hacer excursiones, ni bailar, ni montar a caballo, ni tomar
parte en las diversiones de la juventud. Se me
excluyó del servicio militar. El efecto aislador de
la enfermedad es, en lo más íntimo, inexorable.
Uno se ve, en cierto modo, sin que nadie lo
confiese, tratado con compasión y rodeado de
silencio”13.
“Los sanos –concluye el filósofo y médico alemán– no pueden entender a los enfermos. Sin
quererlo, enjuician la vida, el comportamiento, el
rendimiento de los enfermos como si estuviesen
sanos. No comprenden lo que su rendimiento
significa de auténtico tesón en lucha contra la
debilidad... No caen en la cuenta de lo que vale,
porque no saben lo que cuesta”14.
La contingencia del hombre, su dependencia
radical, se le hace al enfermo no sólo más consciente que al sano, sino también cualitativamente
distinta. No puede abandonarse un solo día a sí
mismo como existencia.
La escritora y ensayista Susan Sontag aporta
ideas particularmente interesantes para comprender el pathos del homo infirmus y la tarea que significa tener cuidado del enfermo. Afirma que “la
enfermedad es el lado nocturno de la vida, una
ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los
sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque
preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a
identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”15.
Ibíd., p. 208.
Ibíd., p. 209.
15
S. Sontag, La enfermedad y sus metáforas, Muchnik,
Barcelona 1980.
13
14
Calidad de vida / 139
El sufrimiento no siempre va parejo a la enfermedad, pero, cuando irrumpe, altera sustancialmente la calidad de vida de la persona. Se presenta bajo mil aspectos diversos, pero es siempre
una destrucción parcial, y detrás de él se halla la
muerte. Las victorias alcanzadas sobre el sufrimiento no son nunca más que parciales y limitadas. Quien rechaza mirar de frente la necesidad
del sufrimiento tiene que adormecerse con ilusiones16.
En este sentido, son reveladoras las palabras
de Arthur Schopenhauer: “Si se pusiesen delante
de los ojos de cada hombre los dolores y los tormentos espantosos a los cuales está continuamente expuesta su vida, ante esta vida quedaría
yerto de espanto. Si se condujese al optimista más
entusiasta a través de los hospitales, lazaretos,
cámaras de tormento quirúrgico, prisiones y
lugares de suplicio; de las ergástulas de esclavos,
de los campos de batalla o de los tribunales de
justicia; si se le abriesen todas las oscuras guaridas
donde se oculta la miseria huyendo de las miradas de la curiosidad fría; y en fin, si se le dejase
16
Sobre la cuestión del sufrimiento, ver F. T. J.
Buytendijk, Teoría del dolor, Troquel, Buenos Aires 1965;
íd., El dolor: fenomenología, psicología, metafísica, Revista de
Occidente, Madrid 1958; A. Castro, El misterio del dolor,
Sarpe, Madrid 1978; V. Colin Simard, El dolor ajeno,
Aguilar, Madrid 1996; F. D’Onofrio, El dolor: un compañero incómodo, San Pablo, Madrid 1993; D. Sölle, Sufrimiento,
Sígueme, Salamanca 1978; A. Tarkovski, Esculpir en el
tiempo, Rialp, Madrid 1991; D. Vasse, El peso de lo real, el
sufrimiento, Gedisa, Barcelona 1985; A. Pangrazzi, ¿Por qué
a mí?: el lenguaje sobre el sufrimiento, San Pablo, Madrid
1994; M. Duras, El dolor, Plaza & Janés, Barcelona 1985;
J. C. Bermejo, Humanizar el encuentro con el sufrimiento,
Desclée de Brouwer, Bilbao 1999; G. Gutiérrez, Hablar de
Dios desde el sufrimiento del inocente: una reflexión sobre
el libro de Job, Sígueme, Salamanca 1988; I. Orellana,
Pedagogía del dolor, Palabra, Madrid 1999; E. Clavé, Ante el
dolor: reflexiones para afrontar la enfermedad y la muerte,
Temas de Hoy, Madrid 2000; F. Torralba, El sofriment, un
nou tabú?, Claret, Barcelona 1995.
140 / Francesc Torralba Rossellò
mirar dentro de la torre del hambriento Ugolino,
entonces seguro que acabaría por reconocer de
qué clase es este mundo al que llaman el ‘mejor
de los mundos posibles’”17.
La dialéctica del sufrimiento la expresa Gabriel
Marcel en estos términos: “En la situación límite,
por el contrario, reconozco mi sufrimiento como
formando cuerpo conmigo; no intento disimulármelo engañosamente; vivo en una especie de
tensión entre la voluntad que tengo de decir sí a mi
sufrimiento y la impotencia en que me hallo de
proferir este sí con total sinceridad”18.
Cuando la persona enferma acude a un profesional de la medicina, entra en un territorio que
no le es familiar. Se introduce en un campo temático cuidadosamente definido en el curso de la
larga historia de las profesiones sanitarias. En este
contexto, el paciente es un extraño, un individuo
en un terreno desconocido en el que no sabe bien
lo que puede esperar o cómo controlar su entorno.
Tiene que dejar en suspenso o alterar su forma
habitual de pensar para adaptarse a las teorías y
explicaciones del curador y a las rutinas del entorno de este último. El extraño ha de adaptarse a
pautas y expectativas culturales que le son ajenas.
Las cosas ya no ocurrirán como antes; ya no sucederán de la forma que se daba por sabida.
El extraño tiene que afrontar el hecho de que
no posee la categoría de miembro del grupo
social en el que está a punto de integrarse, y no
puede, por tanto, establecer un punto de partida
desde el que orientarse.
“Los profesionales de la salud –afirma Hugo
Tristram Engelhardt– intentan transformar al
17
A. Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte,
Edaf, Madrid 1972, p. 111.
18
G. Marcel, Filosofía concreta, Editorial Sudamericana,
Buenos Aires 1969, pp. 272-273.
Calidad de vida / 141
enfermo para que deje de ser un extraño en tierra
extraña y se convierta en un residente permanente en el mundo de las expectativas e intervenciones médicas”19. Y añade: “Lo que importa aquí, al
distinguir entre amigos y extraños, es saber hasta
qué punto los profesionales de la salud y los
pacientes a) comparten una concepción común
que suprima la necesidad de una gran cantidad
de revelaciones formales y de procedimientos de
otorgación de consentimiento, o bien b) no
aciertan a poseer estos compromisos comunes, lo
que hace necesarios procedimientos formales de
información y consentimiento que eviten graves
malentendidos”20.
En definitiva, para atender correctamente a la
persona enferma y procurar que viva su vida con
la máxima calidad posible, no basta con intervenir en el soma de la persona, sino que se debe
investigar la alteración que sufre la persona en
todos los demás planos de su personalidad. Sólo
es posible mejorar su calidad de vida si uno hace
el esfuerzo de empatizar con el paciente, de sintonizar con sus emociones y vivencias más íntimas y trata de arraigar en ese territorio extraño
que es la experiencia de la enfermedad.
Calidad de vida y problemas
en el final de la vida
¿Qué significa morir dignamente?
En las postrimerías de la vida, se plantea frecuentemente el tema de la calidad de vida junto
con el del morir dignamente. En efecto, si el proceso final de una persona tiene una cierta calidad,
puede afirmarse que la persona en cuestión muere
19
H. T. Engelhardt, Los fundamentos de la bioética,
Paidós, Barcelona 1995, p. 319.
20
Ibíd., p. 320.
142 / Francesc Torralba Rossellò
dignamente, mientras que, si el proceso final no
goza de tal calidad asistencial, difícilmente puede
considerarse que la persona en cuestión ha perecido dignamente.
Con todo, la expresión “morir dignamente” es
confusa y ambigua. Alberga múltiples significados21. Para determinados pacientes morir dignamente significa morir conscientemente, sabiendo
intencionalmente el trance que se está pasando,
con lucidez; mientras que, para otros, significa
todo lo contrario: morir sin consciencia de ello,
sin saber que uno se está muriendo.
Para determinados sujetos, en cambio, morir
dignamente significa morir rodeado de las personas que uno ama, pudiendo elaborar una despedida serena y grata, al modo como Sócrates se
despidió de sus amigos, según cuenta Platón en el
Fedón. Para otros, tiene que ver con el proceso de
reconciliación o con la vivencia de ritos simbólicos que, desde su particular concepción religiosa
del mundo, tienen un valor esencial para morir
dignamente. Estos significados, además, no son
excluyentes entre sí.
Quizás, por aproximación negativa, se pueda
aclarar algo de su significado. Morir indignamente es morir solo, abandonado, en un espacio
inhóspito y anónimo, en un no-lugar (siguiendo
la expresión del antropólogo francés Marc Augé).
Morir indignamente significa morir sufriendo
innecesariamente o morir atado a un artefacto
21
Sobre esta cuestión, ver F. J. Elizari, “Dignidad en el
morir”, en Moralia 25 (2002), pp. 397-422; L. Kass, “Eutanasia y autonomía de la persona: vivir y morir con dignidad”,
en Cuadernos de Bioética 4 (1990), pp. 24-29; F. Álvarez et al.,
Morir con dignidad: acercamiento a la muerte y al moribundo,
Marova, Madrid 1976; J. P. Soulier, Morir con dignidad: una
cuestión médica, una cuestión ética, Temas de Hoy, Madrid
1995; AA. VV., “Morir con dignidad”, en Razón y Fe 219
(1989); AA. VV., Morir con dignidad: dilemas éticos en el final
de la vida, Fundación Ciencias de la Salud, Madrid 1996.
Calidad de vida / 143
técnico que acaba convirtiéndose en el soberano
de mis últimos días. Morir indignamente significa, igualmente, morir incomunicado, rodeado de
personas insensibles, especialistas sin alma, de
burócratas que desarrollan mecánicamente su
labor profesional.
Paliar el sufrimiento
La calidad de vida del enfermo en situación
terminal depende, en esencia, del proceso de
acompañamiento. Un correcto ejercicio del
acompañamiento tiene efectos positivos en la
calidad del proceso final. De ahí la importancia
que tiene reflexionar sobre el arte y la esencia de
acompañar22.
Desde nuestro punto de vista, la calidad de
vida del paciente en tales circunstancias está directamente relacionada con el control del dolor. Para
ello, es esencial paliar el dolor de la persona en
todas sus múltiples expresiones, acompañar desde
un punto de vista somático, psicológico, social y
espiritual a la persona del moribundo, pues sólo de
este modo se puede garantizar una mínima calidad
en el proceso final.
La calidad de vida del moribundo no depende únicamente de él, sino también y fundamentalmente del entorno profesional y humano que
le rodea. Se puede esgrimir que su vida biológica
es de ínfima calidad, que el tratamiento es fútil,
pero ello no significa, en ningún caso, que se
pueda interrumpir el proceso vital a través de una
acción que conduzca a la muerte de tal persona.
Se debe velar para evitar el sufrimiento del
otro, aun en el caso de que tal tarea tenga como
22
Sobre esta cuestión pueden ser útiles mis libros
Antropología del cuidar, Mapfre-Medicina, Barcelona 11998,
2
2005, y Ética del cuidar, Mapfre-Medicina, Barcelona 1998.
144 / Francesc Torralba Rossellò
desenlace final la muerte o una aceleración del
proceso de muerte. En tales circunstancias, el fin
del que interviene no consiste en acabar con una
vida humana, sino en garantizar que el proceso
final sea de calidad o que, cuando menos, tenga
la máxima calidad de vida posible, lo que desde
todos los puntos de vista exige la reducción del
sufrimiento.
Respecto al sufrimiento, hay que distinguir el
dolor del sufrimiento psicológico o moral por la
sensación de abandono o la experiencia de la
soledad radical ante la propia muerte. La petición
de liberación de la vida que se considera que no
es ya digna de ser vivida es, muchas veces, el grito
angustiado de petición de ayuda. La verdad de los
labios no siempre corresponde a la verdad del
corazón; la palabra que se pronuncia no siempre
coincide con la verdad más profunda que se lleva
dentro.
Sólo se puede garantizar una cierta calidad de
vida en el proceso final si se combate efectivamente el sufrimiento en todas sus múltiples
expresiones. En la inmensa mayoría de los casos,
el sufrimiento está en la raíz del deseo de morir,
de poner punto final. Así lo expresa Francesc
Abel: “No creo –dice– que sea el dolor físico
insoportable el que lleve a muchos o algunos
pacientes con procesos de pronóstico fatal y a
enfermos terminales a desear la muerte antes de
seguir viviendo. Es, generalmente, el desánimo,
la depresión, la soledad y el sentimiento de ‘ya no
servir para nada salvo para estorbar’ el que alimenta el deseo de morir. Es el silencio ante la realidad, o la palabra vacía y la presencia huidiza de
médicos y familiares cuando el pronóstico es
fatal. Es la falta de preparación de los equipos que
han de tratar a enfermos moribundos para abordar adecuadamente los aspectos no técnicos la
causa de que permanezca la angustia de la que los
profesionales de la medicina son a la vez víctimas
y agentes involuntarios. Es la falta de condiciones
Calidad de vida / 145
en los centros donde se atiende a enfermos terminales para poderlos atender adecuadamente
llegado el momento. Es la angustia y la desazón
lo que impulsa a muchos médicos a seguir tratando agresivamente la enfermedad de un
paciente, hasta olvidar que su bien integral exige
otra conducta. Es la ignorancia de quienes han
seguido enormes progresos de la medicina pero
que desconocen el riesgo y, a veces, el elevado
precio del sufrimiento no deseado ni pretendido,
para entrar a formar parte de quienes el tratamiento resulta un éxito, la que hace más difícil la
relación del familiar con el equipo médico. Y es la
negligencia en informar adecuadamente la que
incrementa la angustia y el dolor moral y convierte la relación médico-paciente y, sobre todo, la
relación del entorno familiar con el médico en
una espiral de creciente desconfianza”23.
Paliar de un modo integral todos los dolores
del paciente moribundo constituye una exigencia
fundamental y un modo de potenciar su espacio
de libertad. Hasta que el tratamiento del dolor
no sea todo lo eficaz que pueda ser, y los principios y la aplicación de los cuidados sean más
conocidos, tendremos sobre la mesa el problema
de las solicitudes de eutanasia por causa del dolor
y del sufrimiento. De ahí que el compromiso en
la reducción del sufrimiento ajeno sea fundamental para alcanzar una cierta calidad de vida en
el proceso final.
El eminente teólogo alemán Karl Rahner
expresó en el XIII Congreso Mundial de la
Federación Internacional de Asociaciones Médicas Católicas (1974) el sentido de este compromiso. Sus ideas, treinta años después, siguen
siendo vigentes. “La aplicación de un medio
23
F. Abel, Bioética: orígenes, presente y futuro, Mapfre
Medicina-Institut Borja de Bioètica, Barcelona 2001, p.
167.
146 / Francesc Torralba Rossellò
–afirmaba– para un fin positivamente razonable
y con sentido –por ejemplo, el alivio de los dolores– está permitida aunque este medio opere un
cierto acortamiento de la duración de la vida
como efecto secundario no intencionado, pero
consciente y permitido, y esto porque en tal caso
no se hace nada distinto de lo que ocurre normalmente en la vida del hombre, donde se acepta lo que puede ser dañino bajo un punto de vista
puramente biológico, si de este modo pueden
realizarse valores vitales más elevados”24.
Sólo si se palían los sufrimientos del paciente
se puede garantizar un espacio real de libertad, de
articulación de una decisión autónoma y responsable. El profesional de la salud está al servicio del
paciente, y esto significa que debe tener siempre
presente que está frente a un sujeto de derechos.
“Al médico –concluye Rahner– no puede serle
indiferente la libertad del enfermo que alcanza en
el morir sus límites y su plenitud. Él lucha también por ese espacio de libertad, precisamente de
esta última libertad; él y sólo el enfermo deben
entregarse en esperanza silenciosamente abandonada al misterio de la muerte, después de haber
luchado por esta vida terrena hasta el final, pero
sin dejar de haberlo hecho siempre humanamente. El médico es un servidor de la libertad”25.
Calidad de vida y calidad de las relaciones
La calidad de vida de una persona depende,
estrechamente, de la calidad de las relaciones que
establece con los otros. La calidad de vida individual no es ajena a la calidad de los vínculos que
uno forja a lo largo de su vida. De ahí que, antes
de concluir, sea pertinente reflexionar de un modo
24
K. Rahner, “Libertad del enfermo y teología”, en
Convivium 42 (1974), p. 103.
25
Ibíd., p. 109.
Calidad de vida / 147
genérico en torno al valor que tiene la vida afectiva y los lazos de simpatía entre los seres humanos para garantizar una vida de calidad. Para ello,
juega un papel muy relevante el contacto.
En un primer análisis superficial, la capacidad
de acercarse a los demás y de estar junto a ellos
por medio del contacto parece no constituir ningún problema. Después de todo, cada uno de
nosotros hemos probado lo agradable y tranquilizador que resulta el contacto con nuestros padres: de niños hemos sido acunados, cuidados y
abrazados. El desarrollo equilibrado de la persona humana depende del sentido de seguridad y
aprobación que va recibiendo a lo largo de su
infancia por medio del tacto.
El crecimiento hacia la madurez implica un
justo equilibrio en el uso y en la práctica del contacto. Si nuestra actitud personal hacia el contacto
es demasiado rígida y embarazosa, nos estamos
privando del inmenso poder de confortarnos y alimentarnos unos a otros. Un gesto de apoyo o un
apretón de manos pueden transmitir lo que sentimos por otro y ser más elocuentes que mil palabras. Entre las distintas manifestaciones no verbales de proximidad y contacto, la caricia juega un
papel determinante. Filósofos, antropólogos y psicólogos de distintas escuelas han subrayado el
valor que tiene la mano en las relaciones interpersonales y en la calidad de las mismas.
La caricia como símbolo afectivo
¿Qué es la mano, desde el punto de vista
antropológico? Ya sabemos lo que es la mano
desde una perspectiva corporal o somática, pero
la mano en el conjunto de la simbología cultural
adquiere un valor cualitativamente distinto que
se debe explorar, porque el ser humano puede
expresarse y de hecho se comunica con las manos, puede hablar con la manos.
148 / Francesc Torralba Rossellò
La mano es por excelencia el órgano del tacto.
No es éste lugar idóneo para un estudio detenido
del problema antropológico de la mano, constante desde los griegos (recuérdese la tesis de Anaxágoras y su discusión por Aristóteles: si el hombre es inteligente porque tiene manos o si tiene
manos porque es inteligente) en la historia de la
cultura occidental26.
Uno de los sentidos humanos más especialmente interesante para el ejercicio de la comunicación es el tacto. La mano, como dice atinadamente Pedro Laín, es el órgano por excelencia del
tacto. Aunque de hecho podemos tener experiencia táctil a través de otras zonas del cuerpo humano, la mano es el instrumento predilecto para
percibir el tacto de la realidad.
La mano no es sólo el extremo por el que
comunicamos una cierta cantidad de fuerzas a la
materia. Atraviesa la indeterminación del elemento, suspende sus inevitables sorpresas, aplaza
el gozo en el que éstas amenazan27.
La mano aprehende y comprende, reconoce el
ser del ente, porque es la presa y no la sombra lo
que toma, y, al mismo tiempo, lo suspende porque
el ser es su haber. Y, sin embargo, este ser suspendido se mantiene domesticado, no se usa en el
gozo que consume y usa. Por un tiempo, se erige
como durable, como sustancia. En cierto sentido,
la cosa es lo no comestible, la herramienta, objeto
de uso, instrumento de trabajo, un bien. La mano
comprende la cosa no porque toque todos sus costados a la vez (no la toca toda entera), sino porque
no es un órgano de sentido, de puro gozo, de pura
sensibilidad, sino de señorío, de dominación, de
disposición: que no se deduce del orden de la
26
P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro, vol. 1,
Alianza Editorial, Madrid 1987, p. 337.
27
E. Lévinas, Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca
1997, p. 179.
Calidad de vida / 149
sensibilidad. Órgano de aprehensión, de adquisición, recoge el fruto pero lo mantiene lejos de los
labios, lo guarda, lo conserva, lo posee en una casa.
Puede resultar aparentemente banal preguntarse en qué consiste acariciar, pues se trata de un
ejercicio tan cotidiano que, a priori, parece carente de misterio. Desde pequeños hemos sido objeto
de caricias por parte de nuestros padres y por parte
de nuestros hermanos, y, sin darnos cuenta, acariciamos a otras personas, a personas con quienes
tenemos un vínculo de afecto. Se podría decir que
la caricia es un gesto espontáneo, aunque no completamente espontáneo y menos aún fortuito, pues
no acariciamos a cualquier persona, ni tampoco en
cualquier circunstancia.
La caricia responde a una intencionalidad y a
un deseo (eros) y no siempre la ejecutamos del
mismo modo ni de la misma manera. Aunque sea
la expresión de un deseo, la caricia no es un acto
calculado, premeditado, sino una acción efusiva
que no es plenamente ingenua, pero tampoco sistemáticamente calculada. De un modo consciente, sabemos que estamos acariciando a alguien y,
si nos interrogamos a fondo por qué, sabemos
responder afirmativamente.
La caricia es una expresión de afecto, pero
puede ser frustrada por mecanismos internos de
represión. No es necesario referirse a Sigmund
Freud para darse cuenta de que el ser humano tiene
una gran capacidad de autocensura y de represión
y de que la caricia no está exenta de este complejo
sistema de represión. En determinadas circunstancias, puede ocurrir que queramos acariciar a
alguien pero que nos sintamos coaccionados o
coartados en el ejercicio de nuestra libertad. En el
gesto particular de la caricia, la autorrepresión todavía juega un papel más importante en el género
masculino que en el género femenino por razones
históricas y culturales que ahora no es necesario
ahondar.
150 / Francesc Torralba Rossellò
La caricia forma parte esencial de la educación
de los sentimientos y es una expresión de amor y
de afecto que resulta fundamental para vivir una
vida con calidad. Privar a un niño que, por naturaleza, es, como todo ser humano, un indigente
afectivo, de la caricia constituye un atentado contra su desarrollo emotivo y sentimental. El ser
humano, precisamente porque es frágil desde la
perspectiva emocional, necesita ser amado, ser
reconocido, ser objeto de ternura; en definitiva, ser
acariciado. Máxime cuando atraviesa circunstancias de sufrimiento, de dolor, de abandono o de
proximidad a la muerte. A través de la caricia, uno
se siente reconocido por alguien y respetado por
otro ser humano. En ello está en juego su calidad
de vida.
Acariciar, por lo tanto, es una actividad esencial
dentro del universo personal y es necesaria para el
equilibrio emocional del hombre y de la mujer.
Pero acariciar no es una actividad exclusiva del ser
humano, pues también detectamos que los primates se acarician entre sí, especialmente en la relación entre la madre y sus crías.
La acción de acariciar, pues, parece algo muy
común que no merece la atención del filósofo, y,
sin embargo, no es así. Ocurre que, muchas veces,
lo más aparentemente simple y cotidiano, como
amar, gozar, trabajar, pensar, constituyen actividades muy complejas cuando las pensamos con hondura.
Observamos que las personas se acarician, que
la madre acaricia a su hijo y que el amante acaricia
a su amada. También observamos que la enfermera acaricia a su paciente y que la maestra acaricia a
sus escolares. Desde algunos sectores, esta expresión de afecto que se demuestra mediante la caricia tanto en el mundo sanitario como en el
mundo educativo debe ser sublimada en aras a
una auténtica y aséptica profesionalidad. La profesionalidad no está reñida con una cierta proxi-
Calidad de vida / 151
midad afectiva, sino todo lo contrario. La calidad
asistencial depende, entre otros factores, de tal
proximidad.
Cuando acariciamos a alguien dejamos resbalar suavemente nuestra mano por encima de la
epidermis del otro. Acariciar no es palpar; tampoco es, propiamente, tocar. Es un gesto que
indica, ante todo, respeto al otro, consideración a
su persona, referencia a alguien que tiene valor en
sí mismo y que no es, simplemente, un objeto.
Cuando acariciamos a los hijos, entramos en
contacto con ellos, pero la finalidad no consiste
precisamente en tocarles, sino que con ese gesto
tratamos de expresar algo que está más allá de la
mera sensibilidad. La caricia es, ciertamente, un
gesto físico, pero revela un tipo de sentimiento,
de emoción, de intentio, que no es de orden físico, sino metafísico. Acariciar no se limita a ser un
simple roce de piel, sino que comunica algo que
trasciende lo físico; expresa una intención de difícil reducción a lo estrictamente material.
Escribe Emmanuel Lévinas: “La caricia, como
el contacto, es sensibilidad. Pero la caricia trasciende lo sensible. No se trata de que sienta más
allá del sentido, más lejos que los sentidos, que se
apodere de un alimento sublime, mientras conserva, en su relación con este sentido último, una
intención de hambre que va hacia el alimento
que se insinúa y se da a esta hambre, sino que lo
profundiza, como si la caricia se nutriese de su
propio hambre”28.
La calidad de vida. Criterios fundamentales
A partir de lo expuesto a lo largo de esta breve
monografía, parece oportuno sintetizar, a modo
de epílogo, los criterios fundamentales que se
28
E. Lévinas, o. c., p. 268.
152 / Francesc Torralba Rossellò
deben tener en consideración al discernir la calidad de vida.
Siendo la vida humana el bien más preciado
de la persona humana y condición de posibilidad
para el disfrute de cualquier otro bien, la vida no
puede hallarse subordinada a ningún otro bien,
sino que debe verse reconocida como un derecho
intrínseco de la persona.
La vida tiene un valor sagrado, pero también
debe velar para que esta vida tenga calidad; en
definitiva, que esa vida que es sagrada tenga la posibilidad de ser vivida humanamente con sentido.
No todos los tratamientos que prolongan la
vida biológica resultan humanamente beneficiosos para el paciente. Las personas no tienen la
obligación de aceptar medios desproporcionados
para preservar la vida.
Los tratamientos para el mantenimiento de la
vida han de considerarse como el mayor beneficio del paciente siempre que el supuesto beneficio potencial sea superior al sufrimiento que
representa el tratamiento.
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Muerte digna
Marciano Vidal García
Todas las palabras de este libro tienen que ver,
de un modo u otro, con la dignidad del morir
humano. Ello supone que en el presente artículo
se ha de encontrar una perspectiva peculiar que
no sea tratada en los trabajos precedentes o subsiguientes. Creo que esa peculiaridad no es otra
que la de ofrecer una consideración sobre la aplicación de la categoría ética de dignidad humana a
la realidad del morir en cuanto configuración de
una situación que posibilite a la persona realizar,
con pleno significado, esa acción suprema de su
existencia.
Para explicitar el contenido de la exigencia
ética del morir con dignidad humana, hago tres
aproximaciones. En primer lugar, ofrezco una
breve consideración histórica para subrayar la
génesis reciente de esta categoría del derecho a
morir con dignidad. En segundo lugar, propongo
unas consideraciones generales sobre el concepto
ético de dignidad humana. En tercer lugar, hago
una aplicación de la categoría ética de dignidad
humana a la realidad del morir, desarrollando
aquellas exigencias más decisivas en las que se
concreta el principio general del morir con dignidad humana. Por último, y a modo de complemento, agrego unas reflexiones sobre lo que a mi
juicio debería ser la aportación específica del cristianismo a la nueva cultura del morir humano
con dignidad.
156 / Marciano Vidal García
Génesis reciente del principio ético del
“morir con dignidad humana”
La consideración ética del morir humano ha
alcanzado recientemente una profundidad y un
desarrollo no conocidos en épocas precedentes.
En los nuevos planteamientos sobresale la aplicación del principio ético de la dignidad humana a
la situación y al acontecimiento del morir. Para
tomar conciencia de esta novedad expongo, en
primer término, el modo de organizar la consideración ética del morir en la época de la moral
casuista, pasando a anotar, en segundo lugar, los
replanteamientos que fueron iniciados desde la
segunda mitad del siglo XX, para terminar señalando cómo hoy se formula la ética del morir
mediante la tensión entre dos valores básicos: la
inviolabilidad de la vida humana y la exigencia de
morir con dignidad humana. De esta suerte, aparece la categoría ética de la dignidad humana
como uno de los principios básicos de la actual
consideración ética del morir.
Un discurso ético basado en la distinción entre
medios “ordinarios” y “extraordinarios”
La teología moral católica de todos los tiempos consideró la ética del morir desde su peculiar valoración de la inviolabilidad de la vida
humana. Desde el siglo XVI comenzó a aplicar
ese principio general a las situaciones concretas
mediante la distinción entre los medios ordinarios y extraordinarios en orden a mantener la
vida en su etapa última. A continuación se recoge el pensamiento de los moralistas más representativos de la época en referencia a esa distinción ética.
Francisco de Vitoria (1483-1546)
Es el primer teólogo que trata explícitamente
sobre la obligación de prolongar o no la vida en
Muerte digna / 157
su fase final. En su relección sobre la templanza1,
sienta el principio de que “todos están obligados
a conservar la vida por el alimento”, y ello por la
doble razón de la “inclinación natural” y del
“amor a sí mismo”. De ese principio general se
deduce que “si el enfermo puede tomar alimento
con alguna esperanza de alivio, debe tomarlo,
como habría también obligación de dárselo si él
no puede tomarlo”.
Sin embargo, Vitoria atempera la afirmación
general al reconocer que “si es tanto el decaimiento de ánimo y tan debilitada está la virtud
apetitiva que no puede el enfermo tomar alimento sin grande trabajo y dolor, se considera que
hay cierta imposibilidad y, por consiguiente, se
excusa al menos de pecado mortal, sobre todo
cuando hay poca o ninguna esperanza de curación”. Como se ve, son dos los criterios a tener en
cuenta para eximir al enfermo de la obligación de
consumir un alimento con el propósito de conservar la vida: la exigua o nula esperanza de vida
y el sufrimiento que puede conllevar la alimentación.
En esta misma reflexión, Vitoria introduce la
diferencia entre alimento y fármaco. Mientras el
alimento está ordenado naturalmente para la
vida, el fármaco no lo está, por lo que no hay
obligación de recurrir a todos los medios posibles
para la conservación de la vida, sino a aquellos
que estén ordenados de forma natural. “Y así, no
comer sería matarse, en tanto que no tomar la
medicina sería sencillamente no oponerse a la
muerte que amenaza por otro lado. A esto no
siempre está el hombre obligado”.
En este contexto, Vitoria hace una afirmación
que suena a gran actualidad: “Casos hay en los
que puede el hombre defender su vida y, sin
F. de Vitoria, “Relectio de temperantia”, en Relecciones
teológicas (T. Urdánoz, ed.), BAC, Madrid 1960, p. 995-1.069
1
158 / Marciano Vidal García
embargo, no está obligado a ello, pues una cosa
es no prolongar la vida y otra cortarla bruscamente. Esto siempre es ilícito; aquello, no”. De
donde se deduce que si hay “certeza moral” de
recobrar la salud, es obligación tomar la medicina; pero, si la certeza moral no existe, “no se debe
condenar a pecado mortal a los que decidieron
no tomar medicinas”. Sin embargo, la sensibilidad humanista de Vitoria asoma a continuación:
“Si bien esto [no tomar medicinas] no es de alabar, porque, como dice Salomón, ‘Dios creó la
medicina por nuestra necesidad’”.
Las conclusiones a las que llega son las siguientes. Primera: “Nadie está obligado a prolongar su
vida todo cuanto pueda por medio de la comida
(...); si alguno utiliza alimentos que emplea la generalidad y en cantidad suficiente para conservar la
salud, aunque advierta que por esto se le acortará
notablemente la vida, no peca”. Segunda: “Nadie
tiene obligación de tomar medicinas para alargar la
vida, aun habiendo peligro de muerte probable;
por ejemplo, a tomar algún remedio todos los años
para librarse de las fiebres u otras cosas parecidas”.
Para Vitoria, el alimento que se sale de la categoría de lo común no conlleva obligatoriedad de
consumo para el enfermo aunque esta acción
tenga como resultado el acortamiento de la vida.
En cuanto a las medicinas, no hace distinción
entre delicadas y comunes, ya que para Vitoria
éstas no están ordenadas para la vida como los
alimentos, y no están siempre acompañadas de la
certeza de beneficio. Por este motivo, el enfermo
puede lícitamente rechazar su uso aunque ello
suponga acortar la vida. Nótese también que
Vitoria introduce el tema de la muerte inminente. Si el peligro de muerte es real, no existe obligación moral de recurrir al uso de un medicamento por un largo período de tiempo.
Éste es, en síntesis, el tratamiento que hace
Vitoria en la relección sobre la templanza, pro-
Muerte digna / 159
nunciada probablemente en los últimos meses
del año 1537 (dentro del curso 1537-1538). La
cuestión había sido ya objeto de su estudio y de
su enseñanza tanto en los Comentarios a la Suma
de santo Tomás como en la relección sobre el
homicidio (o, mejor, sobre el suicidio), pronunciada probablemente el 11 de junio de 15292.
Domingo Báñez (1528-1604)
El pensamiento de Báñez no difiere sustancialmente del de Vitoria, en el que se apoya. Sin
embargo, a Báñez se debe la introducción de
los términos (y de la consiguiente distinción
moral) “ordinario” y “extraordinario” en referencia a los medios a utilizar para mantener la
vida humana.
Esta distinción entre medios “ordinarios” y
“extraordinarios” fue asumida por los moralistas
posteriores. Llegó a formar parte de los planteamientos católicos de la eutanasia. Aún hoy día
tiene funcionalidad en determinados ambientes
teológico-morales.
En sus Comentarios a la Suma de santo Tomás,
al tratar el tema de la mutilación de algún miembro del cuerpo humano (por ejemplo, en caso de
gangrena), Báñez utilizó explícitamente los términos de medios ordinarios y medios extraordinarios. Su punto de partida es el interrogante
siguiente: ¿está el hombre obligado a sufrir la
amputación de un miembro en orden a salvar su
vida? Para Báñez, el principio moral de la conservación de la vida obliga siempre y cuando no
conlleve dolor ni gastos extraordinarios. Por
tanto, al hablar sobre el tema de la amputación
de un miembro del cuerpo entiende que, aunque
pueda significar una mayor salud, si conlleva un
alto grado de dolor es un medio extraordinario y,
2
Ibíd., pp. 1.070-1.130.
160 / Marciano Vidal García
por lo tanto, no es obligatorio. Los medios obligatorios para conservar la vida serán aquellos que
se encuentran en las categorías de común y ordinario.
Al igual que Vitoria, también entiende que
existen distintas valoraciones según las diferentes
características de los alimentos: “Aunque el hombre está obligado a conservar su propia vida, no
lo está por los medios extraordinarios, sino sólo
por la comida y vestido común, medicinas comunes o sufriendo un dolor común y ordinario...”3.
Los moralistas, al referirse a la alimentación
como medio para la conservación de la vida,
habían hablado hasta ahora de aquellos que son
comunes y de los que son delicados, exquisitos y
óptimos. Con la aportación de Báñez, se comenzó a utilizar la clasificación de “ordinario” y
“extraordinario” para referirse a los alimentos; los
considerados como ordinarios conllevaban obligatoriedad de consumirlos para conservar la vida,
ya que están dentro de lo común y natural. Sin
embargo, los denominados como extraordinarios
son opcionales, ya que conllevan dificultad o son
costosos.
Es interesante señalar que Báñez utiliza el término “proporcionado” para referirse a aquel
medio que no representa un gasto excesivo para
el enfermo y, por lo tanto, está en proporción al
nivel económico de aquél. En efecto, lo describe
como proporcionado según la recta razón:
“...Pero no cuando hay un dolor extraordinario y
horrible, ni con gastos extraordinarios según la
proporción del estado de cada uno. Por ejemplo,
si un ciudadano normal estuviese seguro de conseguir la salud gastando tres mil ducados en una
medicina, no está obligado a tomarla. De aquí
3
D. Báñez, Scholastica Commentaria in Partem Angelici
Doctoris S. Thomae, t. IV, Decisiones de Jure et Justitia, II-II,
q. 65, art. 1, Duaci, pp. 1.614-1.615.
Muerte digna / 161
está claro el argumento, porque, aunque el medio
es proporcionado según la recta razón, y lícito
por tanto, sin embargo, es extraordinario”.
No deja de llamar la atención que, siendo
Báñez el que introduce los términos de medios
“ordinarios” y “extraordinarios”, también utilice
el concepto de “proporcionalidad”, recientemente asumido por la reflexión teológico-moral y por
el mismo Magisterio eclesiástico para precisar
más efectivamente la doctrina de los medios para
la conservación de la vida.
Representantes de la moral casuista
Tomás Sánchez (1550-1610) continuó la tradición ética de sus predecesores en el tratamiento
del tema de los medios para la conservación de la
vida. En su obra Consilia seu Opuscula Moralia
recoge la distinción moral entre la intención de
abreviar la vida y la decisión de no prolongarla a
través de los mejores medios posibles. Si bien
existe la obligación de conservar la vida, nadie
está obligado a prolongarla en todo momento y
en toda circunstancia4.
La obligación de conservar la vida sólo exige
el consumo de alimentos comunes y en las cantidades habituales, aunque esto tenga como resultado abreviar la vida. Es importante notar que
Sánchez no establece diferencia, en cuanto a la
obligatoriedad moral, entre el consumo de los
alimentos delicadísimos y el uso de los remedios
medicinales exquisitos; por el contrario, utiliza
para ambos la misma valoración moral.
Leonardo Lesio (1554-1623), en su obra De
Justitia et Jure, identificó dos elementos importantes a la hora de determinar la obligatoriedad
de un medio para la conservación de la vida: en
T. Sánchez, Consilia seu opuscula moralia, t. II, lib. V,
cap. 1, dub. 33, n. 2 , Lugduni 1634, 130b.
4
162 / Marciano Vidal García
primer lugar, el grado de dificultad que puede
presentar un determinado medio; y, en segundo
lugar, la certeza de beneficio. Para Lesio, un
medio queda liberado de la obligación moral de
recurrir a él cuando conlleva un grado de dificultad importante y cuando es incierta la posibilidad
de beneficio para el enfermo.
De este modo, se comienza a insinuar, como
también lo hará Lugo, la importancia de la proporción entre el esfuerzo que conlleva un medio
para la conservación de la vida y el beneficio que
pueda ofrecer. La relación esfuerzo-beneficio será
un elemento a valorar en la ulterior reflexión moral, especialmente una vez que se introducen los
nuevos términos “proporcionado” y “desproporcionado”. “La razón es porque nadie está obligado
a conservar su vida a través de tanto tormento y
con un resultado incierto”5.
El cardenal jesuita Juan de Lugo (1583-1660)
es considerado uno de los grandes personajes en
el campo de la moral entre los siglos XVI y XVII.
Dentro de sus muchas aportaciones, identificó
dos formas en las que una persona actúa en
contra de la obligación de conservar la vida. A la
primera la llama acción positiva: un acto que
tiene como consecuencia directa la muerte. La
segunda es la acción negativa, a través de la cual
la persona permanece pasiva, sin llevar a cabo
una acción para evitar o enfrentarse al peligro de
muerte que le acecha.
Esta distinción es importante para el ulterior
desarrollo de la postura católica, ya que es la primera vez que se distingue entre lo que se calificará más tarde como eutanasia activa y pasiva:
“Advierte que el hombre puede pecar de dos
maneras contra la obligación de conservar la
5
L. Lessius, De Justitia et jure caeterisque virtutibus cardinalibus libri quattuor, lib. II, cap. IX, dub. 14, n. 96,
Antuerpiae 1621, 101b.
Muerte digna / 163
vida. Primero, haciendo positivamente algo que
induce a la muerte; por ejemplo, cuando alguien
se hiere con la espada, se arroja al fuego o a un
río... Segundo, de forma negativa, a saber, no
huyendo de un peligro de muerte; por ejemplo,
si alguien viendo que un león furioso viene a
devorarle, y pudiendo fácilmente evitarlo y huir,
quiere esperar inmóvil”6.
No todos los recursos que se pueden utilizar
para la conservación de la vida conllevan obligación moral. Existen medios que, por sus características, caen en la categoría de extraordinarios, por
lo que su uso es opcional y no obligatorio. “Ni
siquiera entonces está obligado a los medios extraordinarios y difíciles... pues no es de tanta importancia este bien de la vida que se haya de procurar
su conservación con extraordinaria diligencia: una
cosa es no ser negligente con ella y arriesgarla de
forma temeraria, a lo que el hombre está obligado;
pero otra cosa es procurarla y retenerla por medios
exquisitos cuando huye de uno, a lo que no se está
obligado, por tanto no se considera moralmente
que se quiere o se busca la muerte”.
Lugo hace la misma distinción de Vitoria entre
alimentos comunes y alimentos exquisitos y delicados. Igualmente afirma que la conservación de la
vida no exige esfuerzos extraordinarios. De donde
se puede deducir el alto grado de recepción que
había alcanzado la doctrina establecida por Vitoria.
San Alfonso María de Liguori (1696-1787)
San Alfonso se adhirió a la enseñanza tradicional en el tema de los medios ordinarios y extraordinarios. Recoge el principio de H. Busenbaum de
que el enfermo no está obligado a utilizar un
medio de elevado costo para evitar la muerte: “No
J. de Lugo, De Justitia et Jure, disp. 10, sect. I, n. 28,
Lugduni 1646, 257b.
6
164 / Marciano Vidal García
se está obligado a usar una medicina preciosa y
exquisita para evitar la muerte”7. También asume
que los medios más saludables posibles son opcionales como recursos para conservar la vida: “[no se
está obligado] a buscar, abandonando el propio
domicilio, un aire más salubre fuera de la patria”.
Sin embargo, acepta que “el enfermo en peligro de
muerte no puede rechazar el medicamento si existe esperanza de salvación”.
Después de san Alfonso, la reflexión sobre el
tema de los medios ordinarios y los medios extraordinarios es repetida por los moralistas católicos.
Los principios a los que se ha llegado se convierten en doctrina común. Y así se llega hasta la revisión teológico-moral de la etapa reciente.
La revisión moral de la época reciente
La doctrina de los moralistas de los siglos
XVI-XVIII (de Vitoria a san Alfonso) es repetida,
sin grandes variaciones, durante el siglo XIX y
primera mitad del siglo XX. A mediados de este
siglo comienza el replanteamiento.
Son numerosos los aspectos éticos relacionados
con el final de la vida humana que son reexaminados o estudiados por vez primera por parte de los
moralistas católicos. Enumero los más relevantes:
– Teniendo en cuenta la situación de la
medicina, se busca una mejor precisión en
el uso de las categorías de medios “ordinarios” y “extraordinarios”. Son de destacar los
dos artículos pioneros de G. Kelly aparecidos en la revista Theological Studies.
– Llevados del axioma latino “qui bene distinguit bene cognoscit”, los moralistas recogen y vuelven a plantear el principio ya
San Alfonso, Theologia Moralis, lib. III, tract. IV, cap.
1, n. 371, L. Gaudé, Roma 1905, I, p. 627.
7
Muerte digna / 165
propuesto por F. de Vitoria de que “una
cosa es matar y otra dejar morir”.
– No faltan estudios sobre la aplicación del
principio del doble efecto a las situaciones
relacionadas con el final de la vida.
– A pesar del pluralismo de interpretaciones
en determinados puntos concretos se
puede afirmar que el consenso entre los
moralistas católicos de hoy se extiende a un
ámbito bastante amplio:
- La vida humana es un bien básico pero
no absoluto: en cuanto pertenece a un
ser limitado, puede entrar en conflicto
con otro bien (el morir dignamente).
- Los tratamientos, en la fase terminal,
deben ofrecer una razonable esperanza
de beneficio.
- Los cuidados paliativos han de ser aceptados y promovidos como una buena
solución para superar situaciones “deshumanizantes” de dolor en la fase terminal.
El planteamiento actual, en el que cobra un relieve
especial el principio del “morir dignamente”
Como en casi todos los temas conflictivos de
la moral, también en el interrogante sobre la ética
del morir la cuestión primera y más decisiva es la
metodológica. Un buen o mal planteamiento del
problema condiciona radicalmente la coherencia
o incoherencia de la solución.
Es necesario reconocer que, en relación con la
metodología moral del morir, se ha dado una
variación importante en la reflexión de las últimas
décadas. Se han superado viejos planteamientos.
Concretamente, los siguientes:
– Plantear el problema desde una concepción
moral para la cual sea lo más decisivo el que
la acción resulte directa o indirecta en rela-
166 / Marciano Vidal García
ción con el efecto conseguido. Una argumentación moral basada en el principio del
“voluntario directo o indirecto” o en el
principio del “doble efecto” adolece, por
una parte, de un “intencionalismo extrinsecista” y, por otra, de una concepción fisicista de la moral (creyendo que la moralidad
acompaña la estructura física de la acción).
– Relacionar la exigencia de mantener en
vida al paciente con el carácter ordinario o
extraordinario que tengan los medios de
que disponemos. Este criterio, además de
ser muy subjetivo y de estar sometido a
variaciones muy notables, es discriminatorio, ya que para algunas personas resultarán medios ordinarios los que para otras
serán extraordinarios.
– Por la misma razón de injusta discriminación
tampoco parece adecuado acudir a la diversidad de las personas implicadas en las situaciones eutanásicas y distanásicas; la persona
tiene el mismo valor sea joven o sea anciano,
sea persona “cualificada” o no lo sea.
– Por último, se superan los planteamientos
morales que tienen demasiado en cuenta
el que se consiga el efecto por acción o por
omisión. Los valores éticos están por encima de esa distinción técnica; por otra
parte, la moral que se fundamenta en tal
distinción corre el peligro de caer en la
tentación del fariseísmo hipócrita.
La metodología coherente para plantear los
problemas éticos del morir es la que se basa en el
valor de la vida humana, valor que a veces se
encuentra en conflicto con otro valor; concretamente, el valor de morir dignamente. Cuando no
existen esas situaciones conflictivas ninguna ética
razonable encuentra dificultad en mantener y
defender el valor de la vida humana en el paciente (cercano o no tan cercano al desenlace final).
Muerte digna / 167
Las preguntas surgen cuando existe un conflicto
entre el valor de la vida humana y otras realidades
que se juzgan también como valores.
Se adopta, pues, como perspectiva metodológica, el principio del conflicto de valores (en lenguaje más tecnicista, se llamaría “conflicto de bienes”). Se afirma el valor de la vida humana no sólo
en general, sino también en el paciente cercano al
desenlace final (bien sea por ancianidad o por
enfermedad). Habrá situación conflictiva cuando
surja otro valor que deba ser tenido también en
cuenta dentro de esa situación del paciente cercano al desenlace final.
Frente al valor de la vida humana del paciente
cercano al desenlace final, solamente se puede
constituir en auténtico conflicto ético el valor del
morir con dignidad.
La síntesis ética consistirá en mantener en
equilibrio, muchas veces agónico, los dos valores
indicados. De esta suerte se verifica la situación
ideal de la ortotanasia.
De forma gráfica, se puede expresar la ética del
morir del siguiente modo:
La ortotanasia es
la realización del doble valor
del respeto
a la vida humana
valor que no realiza
la eutanasia
(exagerando
el valor:
“derecho a morir”)
y
del derecho a
a morir dignamente
valor que no realiza
la distanasia
(exagerando el otro
valor: aprecio
“exagerado de la vida”)
El significado ético de “dignidad humana”
Pocas expresiones antropológicas han tenido
tanto uso en el terreno ético como la que formula la dignificación del ser humano. Se puede afir-
168 / Marciano Vidal García
mar que esta categoría constituye un “lugar” primario de apelación ética tanto en los sistemas
morales religiosos como en las pretensiones de
construir una ética civil fundada sobre la autonomía de la razón humana. Limito la consideración
al horizonte cristiano y ofrezco dos series de
perspectivas, unas de carácter histórico y otras de
orientación sistemática, para captar el significado
de la “dignidad humana”.
Anotaciones históricas
Las grandes tradiciones éticas de Occidente
han configurado un sistema axiológico en el que
el valor del ser humano ocupa el puesto central.
Recordemos, entre esas tradiciones, el estoicismo,
la ética kantiana y el marxismo:
– El valor de todo lo humano es uno de los
axiomas vulgarizados por el estoicismo: “El
hombre es una cosa sagrada para el hombre”.
– Dentro del amplio y profundo sistema
kantiano, la persona humana es el centro
de los valores; para Kant, el hombre “ha de
ser tratado como un fin en sí y nunca
como un medio”.
– Desde presupuestos distintos a los kantianos y estoicos, también Marx apoya el
aliento ético sobre el valor del hombre; la
“desfiguración” del hombre por la alienación es descrita por Marx como el reverso de la dignidad humana, la cual se irá
manifestando a medida que se vaya
logrando, mediante la lucha histórica, la
emancipación del ser humano.
Aquí limito la consideración al ámbito de la
tradición cristiana. Dentro de su largo devenir,
me detengo en cuatro momentos significativos
para recoger las sensibilidades y las reflexiones en
relación con el concepto de dignidad humana.
Muerte digna / 169
a) Antropocentrismo ético en la patrística
En la patrística se gesta el “antropocentrismo
ético” sobre la base teológica de la consideración
del ser humano como “imagen y semejanza” de
Dios.
Pocas categorías bíblicas como la de “imagen
y semejanza” de Dios (Gn 1,26-27) han tenido
tanta fuerza para configurar la antropología teológica. Según Juan Pablo II, la categoría de “imagen y semejanza” (Gn 1,27) es “la base inmutable
de toda la antropología cristiana” (MD, 6). Ese
fragmento bíblico contiene las verdades antropológicas fundamentales: la persona es el ápice de
todo lo creado; hay igualdad esencial entre la
mujer y el varón; el ser humano está en relación
con todo lo creado.
Los escritos patrísticos encuentran ahí la base
segura para construir el edificio teológico-parenético de la dignificación del ser humano. La persona, por ser imagen y semejanza de Dios, es el
centro de toda la creación; hacia ella convergen
todas las demás criaturas como a su centro de
sentido y de finalización.
Situados en este puesto privilegiado, es fácil
ver en el hombre una dignidad singular.
Dignidad, tan maravillosa y al mismo tiempo
sobriamente cantada por san León Magno8, y que
se expresa en una doble vertiente:
– Dignidad “subjetiva”, es decir, de responsabilidad frente al mundo y ante la historia: el
hombre ha de “humanizar” la tierra (ética
de responsabilidad) y ha de construir una
historia solidaria (ética de solidaridad).
– Dignidad “objetiva”, es decir, afirmación
del valor absoluto del ser humano, nunca
mediatizable a otra realidad, y al que todo
está subordinado.
8
Sermo in Nativitate Domini, 7, 6: PL 54, pp. 220-221.
170 / Marciano Vidal García
Los escritos patrísticos ofrecen abundante
material para construir una ética teológica en la
que la causa del hombre ocupa el puesto principal sin por eso desalojar la presencia de Dios
revelado en Cristo y hecho dinamismo por la
fuerza del Espíritu. No en vano, el “antropocentrismo ético” de la patrística se fundamenta sobre
la dignificación del hombre por ser éste “imagen
y semejanza” de Dios.
b) Teología medieval
La teología medieval no fue insensible a la
dignidad del ser humano. Los teólogos espirituales del siglo XII, como Bernardo y Ricardo de
San Víctor, se adentraron por el camino de la
interioridad humana y ahí supieron descubrir
como en un espejo el reflejo de la dignidad de
Dios. Siguiendo parecido itinerario, aunque
guiados por la tradición dionisíaca-platónica del
proceso intelectivo, también los místicos de la
baja Edad Media, como el Maestro Eckhart y
otros representantes de la “devotio moderna”, llegaron a vivenciar la dignidad del ser humano. En
medio de estas dos tendencias espirituales está la
reflexión teológica profunda del siglo XIII, tan
fecunda para el planteamiento de la ética teológica de la dignidad humana.
Limitándome a Tomás de Aquino, no se
puede dejar de reconocer en él la gran sensibilidad hacia la dignidad humana, fundada en la
condición de “imago Dei”, expresada en el principio interior de la acción responsable y culminada mediante la consecución del fin último. La
comprensión teológica del hombre es al mismo
tiempo el punto de arranque, el contenido y la
meta de la reflexión tomasiana sobre la dimensión moral de la existencia cristiana. Si, según
Metz, en santo Tomás se inicia la “forma de pensamiento” de carácter antropocéntrico, también
podemos hablar del inicio de un auténtico giro
antropológico para la moral. Con sensibilidad
Muerte digna / 171
bíblica y con fidelidad a la tradición patrística
Tomás enraíza la teología moral en el hombre
entendido con la categoría bíblico-teológica de
“imagen” de Dios. En el prólogo de su teología
moral estampa esta visión certera:
“Como escribe el Damasceno, el hombre se
dice hecho a imagen de Dios, en cuanto significa
‘un ser intelectual, con libre albedrío y potestad
propia’. Por eso, después de haber tratado del
ejemplar, a saber, de Dios y de las cosas que el
poder divino produjo según su voluntad, resta
que estudiemos su imagen, que es el hombre en
cuanto es principio de sus obras por estar dotado
de libre albedrío sobre sus actos” (I-II, pról.).
c) Renacimiento
El renacimiento teológico del siglo XVI, inspirándose en la orientación de santo Tomás, va a
conducir la reflexión teológico-moral hacia la
causa del hombre, en cuanto promoción histórica de su dignidad.
Conviene colocar como telón histórico de
fondo la sensibilidad general del humanismo y
del Renacimiento, para la cual la “dignidad del
hombre” se convierte en categoría aglutinadora
de las expresiones del espíritu humano. La expresión “dignidad del hombre” se estampa en las
portadas de los libros, como el de Pico Della
Mirandola (1486) o el de Fernán Pérez De Oliva
(1546). De Francisco Petrarca a Juan Luis Vives,
pasando por Nicolás de Cusa, Marsilio Ficino,
Erasmo de Rotterdam y otros muchos pensadores, corre una honda corriente de humanidad sin
desalojar por ello el espíritu del cristianismo.
Sobre ese fondo humanista, la reflexión teológica se despierta y se pone a descubrir a Dios en
las nuevas realidades del hombre moderno. A
finales del siglo XV y comienzos del siglo XVI, en
Italia, en Alemania y sobre todo en París, la teología se hace “humanista”. Ese humanismo teológico, trasladado de las riberas del Sena a las ori-
172 / Marciano Vidal García
llas del Tormes en Salamanca, dará sus frutos más
granados en la llamada Escuela de Salamanca,
con Francisco de Vitoria a la cabeza.
Con Francisco de Vitoria se consolida la
orientación humanista del saber teológico. Éste
abandona las discusiones estériles y alejadas de la
realidad y busca los problemas reales del hombre
concreto. Abierta la mirada hacia la realidad, el
hombre con sus interrogantes, con sus glorias y
con sus fracasos aparece como el argumento de la
teología. Un hombre al que Vitoria trata con cariño y mira con optimismo. En contra de los que
profieren “tantas quejas contra la naturaleza, llamándola, unos, madrastra; otros, enemiga; éstos,
fomentadora de crímenes; aquéllos, madre de maldades, y otros, una infinidad de nombres bajos y
odiosos, con los cuales la deshonran”, Vitoria
demuestra que “la inclinación del hombre, en
cuanto hombre, es buena y de ninguna manera
tiende al mal o a cosa contraria a la virtud”9.
Con esa mirada de humanista cristiano,
Vitoria y los continuadores de su obra van a colocar las bases de una ética internacional en la que
la razón suprema es la causa del hombre, de todo
hombre (europeo o indio; cristiano, judío o
musulmán; hombre o mujer). Todos los temas
teológico-morales tratados por Vitoria y por la
Escuela de Salamanca (guerra y paz, economía y
política nacional, derecho de gentes, conquista y
colonización de América, etc.), todos fueron iluminados desde la categoría ético-teológica de la
“dignidad humana”.
Se puede afirmar que los períodos en que la
reflexión teológico-moral se abre a la racionalidad humana y a la causa histórica del hombre son
los momentos más cualificados de la teología
moral; por desgracia, a ellos suelen seguir otros
Relectio de homicidio, en o. c., en nota 1, pp.
1.090-1.091.
9
Muerte digna / 173
de enclaustramiento de la razón teológica en
voluntarismos, fundamentalismos y legalismos
que desorientan el dinamismo ético de la fe cristiana (a santo Tomás sigue el voluntarismo y el
nominalismo; al Renacimiento del humanismo
teológico sigue el casuismo legalista y el objetivismo abstracto). En todo caso, los momentos que
he recordado constituyen formas históricas de ese
paradigma de perenne aggiornamento que es inherente a la reflexión teológico-moral y que tiene una
expresión cualificada en el aggiornamento de la
etapa del Concilio Vaticano II, a la que me refiero
a continuación como último hito histórico.
d) Vaticano II y Magisterio eclesiástico reciente
El Concilio Vaticano II subrayó con fuerza el
principio de la dignidad humana. “Creyentes y
no creyentes están generalmente de acuerdo en
este punto: todos los bienes de la tierra deben
ordenarse en función del hombre, centro y cima
de todos ellos” (GS, 12).
Con esta afirmación del antropocentrismo
axiológico se inicia el capítulo 1 de la parte primera de Gaudium et spes, dedicado al estudio y a
la proclamación de “la dignidad de la persona
humana”. Éste será el criterio para juzgar y orientar las situaciones concretas de moral tratadas en
la segunda parte de la citada constitución conciliar: matrimonio y familia (criterio: “naturaleza
de la persona y de sus actos”, n. 51), cultura (criterio: “hombres y mujeres, autores y promotores
de la cultura” n. 55), economía (criterio: “el
hombre es el autor, el centro y el fin de toda la
vida económico-social”, n. 63), política (criterio:
“buscar el bien común” n. 74), etc. De este modo
la causa del hombre se convierte en el criterio
fundamental y en el contenido nuclear de la
moral cristiana concreta o material, no sólo en el
área social, sino también en relación con los problemas de ética sexual y de bioética.
174 / Marciano Vidal García
La declaración Dignitatis humanae sobre la
libertad religiosa puso particular énfasis en resaltar la dignidad de la persona. Comienza la declaración constatando que “la dignidad de la persona humana se hace cada vez más clara en la conciencia de los hombres de nuestro tiempo” (n. 1).
El concilio “declara que el derecho a la libertad
religiosa está realmente fundado en la dignidad
misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma
razón natural” (n. 2); “cuanto este Concilio
Vaticano declara acerca del derecho del hombre a
la libertad religiosa tiene su fundamento en la dignidad de la persona, cuyas exigencias se han ido
haciendo más patentes cada vez a la razón humana a través de la experiencia de los siglos” (n. 9). La
dignidad de la persona es el criterio de actuación
en relación con la persona: “La verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana” (n. 3). Éste es también el criterio
para entender las relaciones de Dios con el hombre: “Dios llama ciertamente a los hombres para
servirle en espíritu y en verdad, en virtud de lo cual
éstos quedan obligados en conciencia, pero no
coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la
dignidad de la persona humana que Él mismo ha
creado, la cual debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad” (n. 11).
El magisterio de Juan Pablo II tuvo desde el
principio un marchamo netamente personalista.
De su primera encíclica es esta visión hondamente humanista del cristianismo: “En realidad, ese
profundo estupor respecto al valor y a la dignidad
del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena
Nueva. Se llama también cristianismo...” (RH,
10). Dejando aparte las posibles discusiones
sobre la concepción antropológica en cuestiones
de bioética y ética sexual y conyugal, no se puede
dejar de reconocer en su magisterio social un
aliento profético de denuncia y de anuncio en
favor de la causa del hombre.
Muerte digna / 175
Su magisterio fue fiel al programa trazado en
su primera encíclica: el hombre “es el primer
camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión: él es la primera vía fundamental de la Iglesia, vía trazada por el mismo
Cristo, vía que inalterablemente pasa a través de
la encarnación y de la redención” (RH, 14).
En conexión con el magisterio de Juan Pablo
II, es digno de mención el uso que se hace de la
categoría de dignidad humana en los documentos vaticanos con proyección ética. Por referirme
a dos de los más representativos, Christifideles
laici y La Iglesia ante el racismo, se advierte en
ellos una destacada y detenida consideración de
la dignidad ética de la persona, dignidad justificada sobre la condición de “ser creado a imagen
de Dios”.
En el n. 37 de Christifideles laici se afirma:
“Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona constituye una tarea esencial;
es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles
laicos, están llamados a prestar a la familia humana (...). La dignidad personal es propiedad indestructible de todo ser humano. Es fundamental
captar todo el penetrante vigor de esta afirmación,
que se basa en la unicidad y en la irrepetibilidad
de cada persona. En consecuencia, el individuo
nunca puede quedar reducido a todo aquello que
lo querría aplastar y anular en el anonimato de la
colectividad, de las instituciones, de las estructuras, del sistema. En su individualidad, la persona
no es un número, no es un eslabón más de una
cadena, ni un engranaje del sistema. La afirmación
que exalta más radicalmente el valor de todo ser
humano la ha hecho el Hijo de Dios encarnándose en el seno de una mujer”.
El documento de la Pontificia Comisión
Justicia y paz sobre el racismo dedica la tercera
parte a exponer la visión cristiana sobre “la dig-
176 / Marciano Vidal García
nidad de toda raza y la unidad del género humano” (nn. 17-23). Con referencias explícitas al
Magisterio eclesiástico reciente, apoya su argumentación en la condición de “imagen y semejanza de Dios” que posee la persona (n. 19; cf. n.1),
así como en la dignificación antropológica que
proviene de la encarnación del Verbo (n. 21).
Hablando en términos generales, se puede
afirmar que la llamada doctrina social de la
Iglesia ha encontrado en el concepto de dignidad
humana la traducción adecuada del valor ético
de la persona. Por ejemplo, los documentos de
Puebla consideran la dignidad humana como la
expresión de la “verdad sobre el hombre”, uno de
los tres núcleos básicos del contenido de la evangelización cristiana (verdad sobre Cristo, verdad
sobre la Iglesia, verdad sobre el hombre) (nn.
304-339). Se llega a afirmar que “lo que puede
ser el imperativo original de esta hora de Dios en
nuestro continente es una audaz profesión cristiana y una eficaz promoción de la dignidad
humana y de sus fundamentos divinos” (n. 320).
El papa Benedicto XVI se ha situado en la
estela de su predecesor en lo que respecta a la
defensa de la causa del hombre y a la propuesta
de un humanismo auténtico basado en la dignidad de la persona. “El progreso técnico, si bien
es necesario, no lo es todo; es progreso auténtico
únicamente el que salvaguarda la dignidad del
ser humano en su integridad y permite a todo el
pueblo compartir los propios recursos espirituales y materiales en beneficio de todos”10.
Dirigiéndose a los miembros de las academias
pontificias, les ha exhortado “a fomentar con
entusiasmo y pasión, cada uno en su propio
campo de estudio y de investigación, la edifica10
Benedicto XVI, “Discurso a la XXXIII Conferencia de
la FAO (24.11.2005)”, en Ecclesia n. 3.288 (17 de diciembre de 2005), p. 34.
Muerte digna / 177
ción de este nuevo humanismo”11. Un humanismo
que ha de basarse sobre el principio de la dignidad
de toda persona humana: “la enseñanza de la
Iglesia se basa en el hecho de que Dios creó al
hombre y a la mujer a su propia imagen y semejanza y les otorgó una dignidad superior y una
misión compartida para con y toda la creación (cf.
Gn 1 y 2)”12.
Perspectivas sistemáticas
La categoría de dignidad humana ha de ser analizada desde diversas perspectivas (ciencias humanas, filosofía, derecho, teología), propiciando así no
un concepto reduccionista, sino una comprensión
abierta e inclusiva. Dando por supuestas esas aproximaciones complementarias, reduzco a tres los elementos con los que se puede articular el significado
global de la dignidad humana:
– Consistencia real de la condición humana,
más allá de toda invención ideológica.
– Comprensión del ser humano como persona.
– Valoración de la persona en cuanto realidad axiológica.
En un lúcido estudio sobre la dignidad del
hombre, K. Rahner equipara el concepto de dignidad con el concepto de ser humano. “En general, dignidad significa, dentro de la variedad y
heterogeneidad del ser, la determinada categoría
objetiva de un ser que reclama –ante sí y ante los
11
Benedicto XVI, “Mensaje a los participantes en la X
Sesión Pública de las Academias Pontificias” (5 de noviembre
de 2005), en Ecclesia n. 2.286 (3 de diciembre de 2005), p. 26.
12
Benedicto XVI, “Discurso a los miembros de las Pontificias Academias de las Ciencias y de las Ciencias Sociales”
(21 de noviembre de 2005), en Ecclesia n. 3.286 (3 de
diciembre 2005), p. 28.
178 / Marciano Vidal García
otros– estima, custodia y realización (...). En último término se identifica objetivamente con el ser
de un ser”13.
Para hablar críticamente de la dimensión ética
de la persona es preciso reconocer previamente el
carácter sustantivo del ser humano. No se puede
apelar éticamente a la dignidad humana si se ha
proclamado antes la “muerte del hombre”. El ser
humano es una realidad consistente; más aún, es
el núcleo fontal de toda realidad.
La afirmación del ser humano como una realidad consistente por ella misma y como el
núcleo fontal de toda realidad conduce a la comprensión del ser humano como subjetividad.
Desde esta original condición de sujeto, cabe
hacer la distinción entre “cosa” y “persona”. La
lengua lo distingue: algo y alguien, nada y nadie,
qué y quién.
Hablar de persona en referencia al ser humano
puede significar para algunos una simple tautología, ya que en la definición integral del hombre
entra como elemento fundamental el de “ser personal”. Sin embargo, creo que es necesario poner
de relieve la dimensión personal de lo humano a
fin de destacar su dignidad ética.
Tanto la conciencia de la humanidad, en su
devenir histórico, como la reflexión más crítica
de los pensadores, ponen de manifiesto, dentro
de la gran diversidad de matices, la importancia
que ha ido cobrando el concepto de persona
como plasmación de las valoraciones más fundamentales de lo humano. Al afirmar la consistencia del ser humano en cuanto persona no se pretende oscurecer la importancia de las “mediaciones” sociales para la comprensión de lo humano.
La comprensión de la persona ha de superar toda
K. Rahner, Dignidad y libertad humana: Escritos teológicos, II, Taurus, Madrid 1962, pp. 245-246.
13
Muerte digna / 179
tentación subjetivista e idealista sin por ello perder la afirmación de su carácter original y fontal.
Únicamente desde esta comprensión del ser
humano como persona se puede plantear el proyecto ético de la historia humana. Toda transformación económica y política cobra densidad
humanizadora si parte de la afirmación del valor
primordial del hombre como sujeto, es decir,
como persona. Así lo entendió Mounier cuando
afirmó que “la revolución moral será económica o
no será en absoluto”, pero que “la revolución económica será moral o no será nada”14.
No han faltado comprensiones de la persona
en las que el factor decisivo de definición ha sido
el axiológico. Recordemos a este respecto las comprensiones estoica y kantiana, en las que se resalta
de forma privilegiada el carácter axiológico.
Más aún, en todas las corrientes de signo personalista aparece la dimensión axiológica como
un rasgo definidor de la persona. En sintonía con
el pensamiento de Ricoeur y de Bonhöffer, afirma
J. Martín Velasco: “Ser personalmente es hacer
acto de ser, hacerse cargo no de unas cualidades o
propiedades, sino del hecho mismo del ser. Esta
existencialización de la persona introduce así la
responsabilidad, la decisión, la libertad, en el
seno mismo del ser personal. Lo ético con ello
aparece no como una esfera superpuesta de la
persona que afecte a sus actos o a los resultados
de sus actos, sino como componente interior de
la persona: hacerse persona, podemos decir con
Ricoeur, es ‘dar a la individualidad en nosotros
una cierta significación’”15.
La afirmación de la persona como realidad
axiológica es el origen y la meta de aquel tipo de
14
Citado por J. Martín Velasco, El encuentro con Dios,
Cristiandad, Madrid 1976, p. 202.
15
Ibíd., p. 215.
180 / Marciano Vidal García
humanismo que se apoya sobre la tierra firme de
un continente axiológico y que supera las contradicciones de la cosmovisión “individualista” y
de la cosmovisión “estatista” de la existencia
humana.
Aplicación de la categoría ética
de “dignidad” al morir humano
Según se acaba de anotar, la categoría ética de
“dignidad humana” tiene aplicación, sobre todo,
en el campo de la ética social. Orienta la construcción del mundo social (económico, político,
cultural, etc.) en función de la realización de la
persona; sirve para destacar el criterio de igualdad
en el reparto de los bienes sociales. Pero también
es utilizada en el campo de la bioética a fin de
discernir las praxis científico-técnicas relacionadas con la biomedicina. Conviene advertir, no
obstante lo dicho, que la “dignidad humana” es
una entrada bastante reciente en las enciclopedias
y en los diccionarios dedicados a la bioética.
Es en este contexto en el que analizo aquí la
aplicación de dicha categoría a la ética del morir
humano. Organizo la exposición en torno a tres
núcleos temáticos: el uso de la expresión, su significado formal y, de forma un poco más detenida, el contenido que trata de vehicular.
Uso de la expresión
El discurso ético sobre el morir se ha visto enriquecido, recientemente, con expresiones nuevas.
Así, para formular el ideal de un morir auténticamente humano se han utilizado las expresiones
siguientes (algunas novedosas en el sustantivo y
otras, las más, en la adjetivación): “muerte humana” (o “morir humanamente”), “muerte natural”, “muerte en paz”, muerte serena”, “muerte
Muerte digna / 181
consciente”, “muerte buena”, “muerte personal”,
“muerte ideal”, “muerte auténtica”, “muerte a la
antigua”, “devolver a la persona su muerte”, “tener
la propia muerte”, “derecho a morir” (o “derecho a
la propia agonía”), etc. Sobre esta última expresión,
haré una anotación más adelante. Dejo aparte las
demás y retengo la expresión que más éxito ha
tenido y la que, a mi parecer, mejor formula la
dimensión ética del morir humano: “muerte
digna”. De hecho, el ethos del morir se reduce a la
exigencia de tener una muerte conforme a la peculiar condición del ser humano.
Sobre la entrada de este lenguaje de “muerte
digna” en el discurso ético acerca del morir
humano ha escrito un minucioso estudio F. J.
Elizari, del que tomo los datos más relevantes16.
– La expresión “muerte digna” comienza a
aparecer en la literatura relacionada con las
cuestiones de bioética desde finales de la
década de los sesenta del siglo pasado. En la
primera carta de derechos de la persona
muriente (1975) es recogido el derecho a
morir con paz y dignidad. Comienzan a
publicarse libros y artículos en cuyo título
campea la expresión de la muerte digna.
– Hay documentos eclesiásticos que aluden
al concepto de muerte digna. En 1978 la
conferencia episcopal alemana publica un
escrito con el título de Muerte digna del
hombre y muerte cristiana. En 2002 los
obispos suizos tratan el tema con el significativo título de La muerte digna de la
persona muriente. La Congregación para
la Doctrina de la Fe asume la categoría de
muerte digna en la Declaración sobre la
eutanasia de 1980 (la expresión aparece
en la introducción, en la conclusión y
F. J. Elizari, “Dignidad en el morir”, en Moralia 25
(2002), pp. 397-422.
16
182 / Marciano Vidal García
dos veces en el apartado IV). También la
asume el pontificio Consejo “cor unum” en
el documento Cuestiones éticas relativas a los
enfermos graves y murientes. No aparece,
sin embargo, en la encíclica Evangelium
vitae (1995).
– Los sentidos que se le han asignado a la
expresión “muerte digna” han sido muchos;
por ejemplo, se la ha identificado con la
aceptación (o con el rechazo) de la eutanasia; ha servido para oponerse al encarnizamiento terapéutico; orienta hacia la exigencia de terapias contra el dolor y de cuidados
paliativos; con ella se postula una atención
lo más humanizante posible al enfermo en
su fase terminal.
– A partir de lo dicho se comprende que la
expresión “muerte digna” no haya tenido
una acogida totalmente positiva por parte
de todos los grupos y de todas las personas
interesadas por los temas de bioética: en
primer lugar, porque el morir lleva en sí
mismo procesos destructivos que lo alejan
de la dignidad; en segundo lugar, porque la
expresión puede ser objeto de manipulación; en tercer lugar, porque es difícil atribuir al concepto de dignidad un significado
común para las diversas situaciones humanas. Por eso, hay quien afirma que “la
expresión morir dignamente se ha vuelto
confusa y ambigua (...). No sabemos exactamente qué quiere indicar nuestro interlocutor cuando emplea esta expresión. La
ambigüedad se convierte en nota fundamental de la misma”17.
17
F. Torralba, ¿Qué es la dignidad humana?, Herder,
Barcelona 2005, p. 50. Ver también G. Herranz, “Eutanasia
y dignidad del morir”, en AA. VV., Vivir y morir con dignidad, Eunsa, Pamplona 2002, pp. 175-189.
Muerte digna / 183
Creo que la dificultad aludida no ha de impedir seguir aplicando al ethos del morir una categoría ética tan cargada de sentido como es la de
la dignidad humana. Eso sí, ha de ser explicitado
el contenido exacto que se le asigna. Es lo que
intento hacer a continuación.
Desde mi punto de vista, no entra en el contenido de la muerte digna la discusión sobre la
aceptación o el rechazo de la eutanasia. Es cierto
que se puede relacionar la dignidad humana con
el valor de la autonomía personal y, consiguientemente, con la capacidad ética de disponer de la
propia vida18; sin embargo, opino que el tratamiento de la eutanasia y del suicidio asistido
requiere otros planteamientos que no afloran en
el principio ético de la muerte digna.
En todo caso, suscribo la afirmación de quienes piensan que la expresión muerte digna “poco
a poco se ha introducido en nuestra sociedad
como señal de un anhelo, de una aspiración
noble, quizás también de un déficit que se desea
subsanar. El morir hoy corre el riesgo de muchas
indignidades, está muy amenazado en su humanidad; en otras palabras, en su dignidad. Y por
esto, parece que debería conservarse y figurar
como una bandera identificadora y un incentivo
estimulante”19.
Significado formal
Por lo que respecta a la noción formal, conviene advertir que la expresión “derecho a morir dignamente” no ha de entenderse como la formulación de un derecho, en el sentido preciso del ordenamiento jurídico.
18
19
Cf. F. J. Elizari, a. c., pp. 411-418.
Ibíd., p. 421.
184 / Marciano Vidal García
Con ese deslizamiento hacia el campo jurídico, la expresión “derecho a morir” ha sido utilizada preferentemente en ambientes proclives a
aceptar o a postular el derecho a la eutanasia. Por
razón de esa significación proeutanásica, la expresión ha sido criticada. Más que de derecho se
trata de una exigencia ética. Por lo tanto, entendida dentro del universo de la ética, la expresión
formula un criterio moral decisivo de la ética del
morir; desde él han de ser iluminados los problemas éticos relacionados con el morir humano.
Por otra parte, es obvio que el contenido
semántico no se refiere directamente al “morir”,
sino a la “forma de morir”.
Dos orientaciones básicas de contenido
Dentro de la presente tarea de “resemantizar”,
es decir, de clarificar el auténtico significado que
ha de otorgársele a la expresión “muerte digna”,
me detengo en el contenido esencial de la categoría de “dignidad humana” cuando es aplicada
al morir del sujeto humano. Lo concreto en dos
orientaciones básicas: las marcadas por el principio positivo de la ortotanasia y por el principio
negativo de la distanasia.
a) El ideal de la muerte digna (ortotanasia)
La situación ideal de la ética del morir es la
que integra el valor de la vida humana y el derecho a morir dignamente. Un neologismo expresa
esa situación: ortotanasia (empleado por primera
vez en 1950 por el doctor Boskan de Lieja; el profesor de Ética en Harvard Dick propuso, con
menos éxito, el término de procedencia latina benemortasia). Cuando se acorta la vida del enfermo en
su fase última tiene lugar la eutanasia activa. Por
otra parte, el prolongar de forma indebida la vida
del enfermo en su fase terminal dando lugar a una
muerte indigna se denomina distanasia.
Muerte digna / 185
En cuanto al contenido de la exigencia ética de
la ortotanasia, recojo en primer término una cita
del Magisterio eclesiástico y a continuación
ofrezco una sistematización mediante un conjunto de exigencias concretas.
El Consejo Permanente de la Conferencia
Episcopal alemana formuló el contenido de este
derecho básico del ser humano del siguiente
modo: “Al afrontar un problema tan fundamental es necesario, primero, mantener firme un
punto: que toda persona tiene derecho a una
muerte humana. La muerte es el último acontecimiento importante de la vida, y nadie puede
privar de él al ser humano, sino más bien debe
ayudarle en dicho momento. Esto significa, ante
todo, aliviar los sufrimientos del enfermo, eventualmente incluso con el suministro de analgésicos, de forma tal que pueda superar humanamente la última fase de su vida. Ello significa que
es necesario darle la mejor asistencia posible. Y
ésta no consiste solamente en los cuidados médicos, sino, sobre todo, en prestar atención a los
aspectos humanos de la asistencia, a fin de crear
en torno al moribundo una atmósfera de confianza y de calor humano en la que él sienta el
reconocimiento y la alta consideración hacia su
humana existencia. Forma parte de esta asistencia
también el que al enfermo no se le deje solo en su
necesidad de encontrar una respuesta al problema del origen y del fin de la vida, ya que son
éstos los últimos problemas religiosos que no se
pueden eliminar ni rechazar. En tales momentos,
la fe constituye una ayuda eficaz para resistir y
hasta superar el temor a la muerte, ya que da al
moribundo una sólida esperanza”20.
El derecho de la persona a morir dignamente
supone una serie de exigencias concretas que han
de ser realizadas sobre todo por parte de la socie-
20
Ecclesia n. 1.758 (27 de septiembre de 1975), p. 19.
186 / Marciano Vidal García
dad (profesionales, administración, etc.). Señalo
las siguientes como las más decisivas:
– Atención al moribundo con todos los
medios que posee actualmente la ciencia
médica: para aliviar su dolor y prolongar
su vida humana.
– No privar al moribundo del morir en
cuanto “acción personal”: el morir es la
suprema acción del ser humano.
– Liberar a la muerte del “ocultamiento” a
que es sometida en la sociedad actual: la
muerte es encerrada actualmente en la
clandestinidad.
– Organizar un servicio hospitalario adecuado, a fin de que la muerte sea un
acontecimiento asumido conscientemente por la persona, y vivido en clave comunicativa.
– Favorecer la vivencia del misterio humano-religioso de la muerte; la asistencia religiosa cobra en tales circunstancias un
relieve especial.
– Pertenece al contenido del derecho a morir
humanamente el proporcionar al moribundo todos los remedios oportunos para
calmar el dolor, aunque este tipo de terapia
suponga una abreviación de la vida y suma
al moribundo en un estado de inconsciencia. Sin embargo, no se puede privar al
moribundo de la posibilidad de asumir
su propia muerte, de hacerse la pregunta
radical de su existencia, de la libertad de
optar por vivir lúcidamente aunque con
dolores, etc.
b) Evitar el prolongamiento “inhumano”
de la vida (distanasia)
La exigencia ética de una “muerte digna” se
opone a crear y a mantener situaciones llamadas
de distanasia.
Muerte digna / 187
– Situaciones distanásicas
Distanasia es un término acuñado recientemente para referirse a ciertas situaciones médicas
creadas por el empleo de las nuevas técnicas de
prolongación de la vida.
Según indica el prefijo griego dys, la distanasia
alude a situaciones de disfuncionalidad o de
imperfección en el morir. Estas disfuncionalidades
o imperfecciones provienen del uso exagerado de
técnicas biomédicas, en sí buenas y loables, pero
que en aplicaciones concretas originan tales inconvenientes. Estas técnicas, llamadas antes “de reanimación” y ahora de “prolongación de la vida”,
constituyen con frecuencia un auténtico encarnizamiento terapéutico (o, mejor, una obstinación
terapéutica). Se realizan mediante medios “desproporcionados” a la dignidad del sujeto y a la calidad
de vida deseable. Y, sobre todo, abocan a una
muerte “indigna” del ser humano. Piénsese en la
forma de muerte que acontece: en el alejamiento
de los familiares, en el ocultamiento con ribetes
tabuísticos y, no pocas veces, con manipulaciones
indebidas por parte de los profesionales o de otras
personas interesadas. El espectáculo de la muerte
en determinadas personalidades del mundo político expresa cuanto queremos decir. En tales situaciones se puede y se debe hablar de distanasia.
La realidad contraria a la distanasia es la adistanasia (o antidistanasia), consistente en “dejar morir en paz” al enfermo, sin propiciarle los medios
conducentes a retrasar la muerte inminente.
Para hacer una tipificación de las situaciones
distanásicas tenemos que hacer una catalogación
de casos, cuyo espectro de posibilidades irá desde
el paciente que solamente tiene vida vegetativa,
sin vida propiamente humana (distanasia en su
sentido estricto), hasta el que realmente goza de
vida humana, pero para cuya permanencia precaria y por poco tiempo se requieren tratamientos
por encima de la “proporcionalidad” humana
188 / Marciano Vidal García
(distanasia en su sentido ampliado). A estas dos
situaciones me refiero a continuación:
– Vidas mantenidas mediante técnicas de reanimación o prolongación de la vida: distanasia en su sentido estricto.
– Situaciones en las que “dejar morir” es recomendable: distanasia en su sentido ampliado.
En todas estas situaciones surge el interrogante ético: ¿el respeto a la vida humana exige provocar la terapia distanásica o, por el contrario, el
derecho a morir dignamente postula la antidistanasia o adistanasia?
– Discernimiento moral de la distanasia
en su sentido estricto
En este grupo pueden presentarse situaciones
diversas, aunque todas ellas tienen un rasgo común que las identifica: la vida es mantenida necesariamente (o casi exclusivamente) mediante las
técnicas de prolongación o reanimación. Si se llega
a comprobar que ha tenido lugar la “muerte clínica” (muerte irreversible de la corteza cerebral), no
tiene sentido mantener la vida puramente vegetativa. Aun cuando no pueda comprobarse la existencia de la muerte clínica, se dan situaciones en
las que lo único que puede lograr la reanimación
es la prolongación de una vitalidad parcial, a veces
reducida a reflejos casi exclusivamente vegetativos.
En tales situaciones no es inmoral, y a veces
será recomendable (atendiendo a razones económicas, familiares, psicológicas, etc.), suspender el
tratamiento distanásico. Pío XII se expresó del
siguiente modo en 1957: “Si es evidente que la
tentativa de reanimación constituye, en realidad,
tal peso para la familia que no se le puede en conciencia imponer, ella puede insistir lícitamente
para que el médico interrumpa sus intentos y el
médico puede condescender lícitamente con esa
petición. No hay en este caso ninguna disposición
Muerte digna / 189
directa de la vida del paciente, ni eutanasia, la cual
no sería lícita”21. El cardenal Villot, secretario de
Estado, en carta dirigida en nombre del papa al
secretario general de la Federación Internacional
de las Asistencias Médicas Católicas, escribió en
1970: “En muchos casos, ¿no sería una tortura
inútil imponer la reanimación vegetativa en la última fase de una enfermedad incurable? El deber del
médico consiste más bien en hacer lo posible por
calmar el dolor, en vez de alargar el mayor tiempo
posible, con cualquier medio y en cualquier condición, una vida que ya no es del todo humana y
que se dirige naturalmente hacia su acabamiento”.
Juan Pablo II expuso las razones por las cuales
la moral católica se opone al “encarnizamiento
terapéutico”: “El rechazo del encarnizamiento
terapéutico no es un rechazo del paciente y de su
vida. En efecto, el objeto de la deliberación sobre
la oportunidad de iniciar o continuar una práctica
terapéutica no es el valor de la vida del paciente,
sino el valor de la intervención médica sobre el
paciente. La eventual decisión de no emprender o
de interrumpir una terapia será considerada éticamente correcta cuando ésta resulte ineficaz o claramente desproporcionada para los fines de apoyo
a la vida o de la recuperación de la salud. Por lo
tanto, el rechazo del encarnizamiento terapéutico
es expresión del respeto que en todo instante se
debe al paciente”22.
– Discernimiento moral de la distanasia
en su sentido ampliado
Existen situaciones en las que no hay obligación de prolongar la vida humana y en las que se
puede dejar morir al paciente. “El derecho a una
AAS 49 (1957), pp. 1030.
Juan Pablo II, “Discurso a los participantes en la Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio
para la Pastoral de la Salud” (12 de noviembre de 2004), en
Ecclesia n. 3.233 (27 de noviembre de 2004), pp. 31-32.
21
22
190 / Marciano Vidal García
muerte humana no debe significar que se busquen todos los medios a disposición de la medicina si con ellos se obtiene como único resultado
el de retrasar artificialmente la muerte. Esto se
refiere al caso en el que, por una intervención de
carácter médico, una operación, por ejemplo, la
vida se prolonga realmente poco y con duros
sufrimientos, hasta tal punto que el enfermo, en
breve período de la propia vida, se encuentre
sometido, a pesar de la operación o justamente
como resultado de la misma, a graves trastornos
físicos o psicológicos... Si el paciente, sus parientes y el médico, tras haber sopesado todas las circunstancias, renuncian al empleo de medicinas y
de medidas excepcionales, no se les puede imputar el atribuirse un derecho ilícito a disponer de
la vida humana”23.
Esta misma solución la aceptan los que argumentan mediante la distinción entre tratamientos “ordinarios” y “extraordinarios”. Según estos
autores, nadie está obligado a recurrir a tratamientos extraordinarios para prolongar la vida de
un moribundo, sobre todo en una situación prácticamente desesperada. El médico está obligado a
proporcionar al enfermo los cuidados “ordinarios” para evitar su muerte y prolongar su vida.
Esta obligación incumbe también a la familia o a
quien tenga el deber de cuidar al enfermo. Pero
ni el médico ni la familia están obligados a recurrir a curas que son “extraordinarias”, ya consideradas en sí mismas, en cuanto forman parte de
tratamientos médicos altamente especializados,
ya en sentido relativo, en cuanto que su empleo,
dadas las circunstancias en que el enfermo se
encuentra, provocan en él una repugnancia
invencible. En el caso de un paciente inmerso ya
en un coma prolongado e irreversible, cuya vida
está reducida sólo al ejercicio de las funciones
23
Ecclesia n. 1.758 (27 de septiembre de 1975), pp. 19-20.
Muerte digna / 191
vegetativas, y aun en el caso de enfermos todavía
conscientes, que se encuentran en la fase final de
su enfermedad y que son mantenidos en vida
artificialmente, sin esperanza alguna de poderse
recuperar o mejorar, no se está obligado a recurrir
a medios extraordinarios o, si se ha recurrido a
ellos, se pueden legítimamente suspender.
Creo que se pueden utilizar otros criterios
más actuales y más precisos para llegar a idéntica
conclusión. Me refiero, concretamente, a:
– La no obligación de utilizar medios terapéuticos “desproporcionados” a la dignidad de la persona y a la calidad de vida
deseable.
– La conveniencia de eliminar el “encarnizamiento terapéutico”.
– Y, sobre todo, al derecho a tener una muerte digna, según los parámetros que objetiva
e imparcialmente son aceptados en nuestra
cultura humana y cristiana.
La prolongación de la vida tiene un criterio
claro de discernimiento en “una estima razonable
en la esperanza de la prolongación de la vida, y de
la cuantía de sufrimiento y desilusión que la vida
prolongada puede causar al paciente y a su familia”24. Conviene advertir que este “dejar morir” no
es lo mismo que “hacer morir” (realidad esta última que se identifica con la eutanasia). También
conviene recordar que pertenece al derecho a
morir dignamente el eliminar razonablemente el
dolor a los enfermos terminales aun a costa de
adelantar su muerte. La encíclica Evangelium
vitae (n. 65) ha sintetizado la doctrina tradicional
sobre el uso lícito y a veces obligado de los analgésicos respetando la libertad de los pacientes, en
la medida de lo posible, “de poder cumplir sus
obligaciones morales y familiares y, sobre todo,
24
B. Häring, Moral y medicina, PS, Madrid 1972, p. 129.
192 / Marciano Vidal García
deben poderse preparar con plena conciencia al
encuentro definitivo con Dios”25.
Estrategias y tácticas para hacer realidad
la dignificación del morir humano
El reto decisivo en relación con el ethos del
morir no está en la aceptación o no aceptación
legal de la eutanasia. El auténtico reto se encuentra en humanizar los procesos finales de la vida
humana. A juicio de los expertos, la calidad de los
cuidados a los enfermos terminales es todavía una
asignatura pendiente en la mayor parte de las
sociedades26.
Para D. Gracia, “cuando un paciente afirma
que quiere morir, en realidad está diciendo que
quiere vivir de otra manera”. Hablar de la legalización de la eutanasia constituye “un enorme cinismo”, ya que lo más importante es mejorar los
cuidados asistenciales. Según J. C. Bermejo, “la
despersonalización y la burocratización son factores que juegan en contra de la humanización”.
Son muchas y de diversa índole las estrategias y
las tácticas para conseguir una mayor humanización de la salud en la fase última del enfermo27. Se
destacan estos dos grupos:
25
Juan Pablo II volvió a expresar esta doctrina en el
“Discurso a los participantes en la Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de
la Salud” (12 de noviembre de 2004). Ver Ecclesia 3.233
(27 de noviembre de 2004), p. 32.
26
A título de ejemplo, se remite a las jornadas organizadas por la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología
(noviembre, 2003) con el tema “Ética del morir y personas
mayores: hacia una asistencia de calidad”; ver Diario ABC
(16 de noviembre de 2003), p. 60. A estas jornadas
pertenecen las citas de D. Gracia y de J. C. Bermejo que se
ofrecen en el texto.
27
Cf. R. Bayés, “¿Es posible morir en paz?”, en Eidon
16 (julio-octubre 2004), pp. 15-18.
Muerte digna / 193
– La cualificación técnica, sobre todo mediante una organización esmerada de los
cuidados paliativos28.
– La calidad humana de los aspectos asistenciales, entre los cuales hay que contar la
atención pastoral.
Muchos de quienes tienen una concepción
humanista de la persona y una cosmovisión cristiana de la vida están convencidos de que la humanización de la atención sanitaria constituye una
alternativa mejor a las propuestas de eutanasia.
Recojo el parecer de dos moralistas católicos. “El
reto de nuestras civilizaciones está en la línea de
humanizar el proceso de muerte en los enfermos
terminales; la opción por la auténtica eutanasia se
puede prestar a abusos graves en contra del más
débil”29. “La defensa de la vida sigue siendo el motivo de fondo para el rechazo de la eutanasia. Y si el
argumento más fuerte para su aceptación es ofrecer
una muerte tranquila y serena (...) hay alternativas
(...) y esto desaconsejaría la eutanasia”30.
28
El Magisterio eclesiástico reciente anima a organizar
un sistema eficiente de cuidados paliativos “destinados a hacer
más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado” (Evangelium vitae, 65). “En efecto,
los cuidados paliativos tienden a aliviar, especialmente en el
paciente terminal, una vasta gama de síntomas de sufrimiento de orden físico, psíquico y mental, y requieren por eso la
intervención de un equipo de especialistas con competencia
médica, psicológica y religiosa, convenidos entre ellos para
apoyar al paciente en la fase crítica” (Juan Pablo II, “Discurso
a los participantes en la Conferencia Internacional organizada
por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud” [12 de
noviembre de 2004], en Ecclesia n. 3.233 [27 de noviembre de
2004], p. 32).
29
J. Gafo, “El debate ético y legal sobre la eutanasia y las
personas con deficiencia mental”, en J. Gafo – J. R. Amor
(eds.), Deficiencia mental y final de la vida, Universidad P.
Comillas, Madrid 1999, p. 185.
30
E. López Azpitarte, “La legalización de la eutanasia:
un debate actualizado”, en Proyección 41 (1994), pp. 19-32.
194 / Marciano Vidal García
Aportación cristiana a la nueva
“cultura del morir”
Desde hace algunos años se viene formulando
una ética de la vida que pretende ser “fundamental” y “coherente”, es decir, fundamentada en la
dignidad inalienable de la persona humana y
concretada en la realización efectiva del vivir plenamente humano. En correlación con esa ética
de la vida es necesario suscitar una ética del morir,
también “fundamental” y “coherente”, es decir,
basada en la valía objetiva del ser personal y realizada mediante una cultura de la muerte de
carácter humanizador31.
¿Qué aportación podemos y debemos hacer
los cristianos en el actual debate ético sobre el
morir humano? Sugiero encauzar el sentido cristiano del morir mediante los tres clásicos
momentos del ver-juzgar-actuar.
“Ver”: la nueva sensibilidad ética ante el morir
Estamos asistiendo al surgimiento de una
nueva sensibilidad ética ante el morir humano.
Esta realidad ha sufrido variaciones profundas en
las últimas décadas. La ciencia y la técnica biomédicas, así como el sistema asistencial y la interpretación filosófica y religiosa, han influido tan
profundamente en el hecho del morir que se
puede hablar de una metamorfosis en la estimativa humana frente a la muerte.
No todo es positivo en esa estimativa, pero
tampoco es todo negativo. Abundan más las luces
que las sombras. Como balance general se pueden hacer tres afirmaciones:
31
Ver el trabajo-síntesis de J. Aristondo, “Vivir la muerte
como auténticos hombres y mujeres de hoy: un propósito
cristiano”, en Lumen 54 (2005), pp. 177-246.
Muerte digna / 195
– Existe, en la actualidad, una tendencia al
oscurecimiento en la valoración incondicional que merece toda vida humana cuando
ésta se encuentra en situaciones de precariedad biológica. Tal precariedad tiene tres
formas típicas:
- Los enfermos, sobre todo ancianos y
crónicos, en la fase terminal.
- Las personas que sufren un deterioro
progresivo de las funciones cerebrales.
- Los niños nacidos con disminuciones
biológicas notables.
– Desde el punto de vista positivo, en la
actualidad estamos llegando a cotas insospechadas de auténtica sensibilidad ética
ante el derecho a humanizar el morir. Tal
sensibilidad se traduce en la proclamación
del “derecho a morir con dignidad”; en los
postulados de una asistencia médica y
sanitaria cada vez más cualificada en lo
técnico y en lo humano; en la eliminación
de situaciones que “deshumanizan” el
morir (soledad del moribundo, terapia
despersonalizadora, etc.).
– Entre el polo negativo y el polo positivo
anotados se constata una confrontación
teórica y práctica todavía no resuelta y que
se puede inclinar hacia un signo u otro
(negativo o positivo). Me refiero a la confrontación entre el valor de la vida y el valor
de la libertad. Para las tendencias “libertarias”, con trasfondo individualista y prometeico, la vida y la muerte pertenecen al contenido de la libertad (“derecho a disponer
de la vida”, “derecho a elegir libremente la
muerte”). Para las posturas basadas en la
aceptación de la gratuidad, la vida es un
don y no forma parte del objeto de la
libertad humana.
196 / Marciano Vidal García
“Juzgar”: iluminación desde el horizonte de la fe
Los cristianos se encuentran ante el reto de
hacer eficaz y razonable su fe en relación con la
nueva situación del morir y en diálogo con la nueva
sensibilidad ética. Para ello se precisa la propuesta
de una “ética fundamental y coherente del morir”.
Creo que en las declaraciones del Magisterio eclesiástico no aparece del todo explicitada. Anoto las
tres exigencias básicas de esa propuesta ética:
– Justificar el valor de la vida humana, aun y
sobre todo, en las situaciones de precariedad
biológica. Para proponer una justificación
convincente es necesario:
- Relacionar “vida” y “dignidad de la persona”, apoyando ésta sobre aquélla y,
por lo tanto, confirmando las dos al
mismo tiempo.
- Introducir la “precariedad biológica”
dentro de la misma condición de la vida
humana y, de esta suerte, lograr una
definición exacta del vivir humano.
– Desarrollar de forma coherente el significado
del postulado ético de “humanizar el morir”.
Este significado aparecerá con claridad si
se integra el morir en un proyecto de vida
en el que dominen los valores de la concienciación, la libertad y la solidaridad.
– Reformular la relación entre “vida” y “libertad”
desde la cosmovisión cristiana de la gratuidad.
El vivir y el morir pertenecen a la categoría
de “don”. La libertad humana ha de tomar
conciencia de su condición finita si quiere
ser una función de la vida y no del absurdo.
“Actuar”: La praxis cristiana como servicio a la
vida que culmina en el morir
La actuación de los cristianos ha de ser una
praxis de servicio de la vida. Este servicio se concreta en tres dinamismos.
Muerte digna / 197
– Servicio de la “verdad”: proclamando la
verdad ética de las actuaciones humanas
en relación con el morir. En concreto:
- No a la eutanasia activa; a la muerte
libremente elegida; al “encarnizamiento
terapéutico”; a la utilización de “medios
desproporcionados” para prolongar la
vida.
- Sí al ideal de la ortotanasia o a la “muerte digna”; a la asistencia médica y sanitaria conveniente y proporcionada; a las
condiciones que “humanizan” la acción
del morir.
– Servicio de la “caridad”: ofreciendo al enfermo, a los familiares, a los profesionales
de la medicina y a la sociedad la plenitud
del significado que da la fe al vivir y al
morir.
– Servicio de la “cultura”: propiciando, desde
la fe, una “nueva cultura” para el morir
humano. Es necesario hacer una nueva
síntesis de la vida humana en la que el
morir deje de ser un factor extraño para
convertirse en uno de sus elementos más
significativos. Para realizar esa síntesis vital
se precisa una nueva sabiduría. La fe cristiana puede y debe ofrecer a la humanidad
la sabiduría profunda del vivir y del morir
que brota de la confesión de fe en Cristo
muerto y resucitado.
Bibliografía
– Sobre la categoría ética de “dignidad humana”:
AA. VV., “La dignidad de la persona”, en Moralia
2 (1980), pp. 319-437.
Comisión Teológica Internacional, Documentos,
1969-1996. Edición preparada por C. Pozo,
BAC, Madrid 1998, pp. 305-325.
198 / Marciano Vidal García
Moltmann, J., La dignidad humana, Sígueme,
Salamanca 1983.
Rahner, K., Dignidad y libertad del hombre:
Escritos teológicos, II, Taurus, Madrid 1962,
pp. 245-274.
Torralba, F., ¿Qué es la dignidad humana?, Herder,
Barcelona 2005.
– Sobre el significado de “muerte digna”:
Elizari, F. J., “Dignidad en el morir”, en Moralia
25 (2002), pp. 397-422.
Küng, H. – Jens, W., Morir con dignidad, Trotta,
Madrid 1997.
AA. VV., Vivir y morir con dignidad, Eunsa,
Pamplona 2002.
– Sobre las estrategias para dignificar
el morir humano:
Bayés, R., “¿Es posible morir en paz?”, en Eidon
16 (julio-octubre, 2004), pp. 15-18.
Busquets, X. – Valverde, E., Aprendre a morir.
Vivències a la vora de la mort , Girona 2005.
Dar malas noticias
José Carlos Bermejo Higuera
Introducción
El tema de la comunicación de malas noticias
es de particular relevancia para los profesionales
de la salud que trabajan con enfermos terminales,
si bien no es exclusivo de este contexto. Dar
malas noticias es una práctica frecuente en las
profesiones sanitarias. Un médico comunica casi
a diario a un paciente que padece una enfermedad, crónica o no crónica, de mal pronóstico.
Por otro lado, la mayoría de los profesionales
reconocen no haber recibido formación específica para esta tarea, como no la han recibido en
general en el área de comunicación. Nuestras
facultades de medicina-enfermería han contemplado el binomio salud-enfermedad desde una
perspectiva totalmente biológica y, por lo tanto,
se ha desatendido y se desatiende la formación,
en esta materia, de habilidades de comunicación, con honrosas excepciones. En mi docencia
a estudiantes de medicina, puedo constatar
cómo este tema es especialmente deseado y
seguido, buscando, con frecuencia, recetas que
simplifiquen y disminuyan la ansiedad que
genera.
Es evidente que ser poco hábiles en el manejo de la comunicación de malas noticias puede
generar un sufrimiento añadido e innecesario en
el paciente y en su familia, así como deteriorar la
relación posterior entre sanitario y paciente.
200 / José Carlos Bermejo Higuera
En cambio, saber manejar la comunicación de
malas noticias puede disminuir el impacto emocional en el momento de ser informado, permitiendo ir asimilando la nueva realidad poco a
poco y afianzando la relación. Y no sólo esto,
sino que también el nivel de satisfacción del profesional se verá incrementado, a la vez que disminuida la ansiedad. Algunos estudios indican que
los médicos de familia son más sensibles y comunican mejor las malas noticias que los cirujanos.
Qué son malas noticias
El abanico de las posibles malas noticias es
realmente amplio en el ejercicio de las profesiones sanitarias. Las malas noticias pueden asociarse a diagnósticos severos (enfermedades crónicas,
por ejemplo), a incapacidades o pérdidas funcionales, a un tratamiento cruento o doloroso, a una
intervención quirúrgica arriesgada, a un diagnóstico incompatible con el trabajo o, en el peor de
los casos, a un diagnóstico fatal o al fallecimiento de una persona querida.
La literatura sobre el tema suele referir con frecuencia esta definición: “Una mala noticia es cualquier información que ensombrece drásticamente
las perspectivas de futuro de la persona a la que se
informa”1. Se subraya el concepto de expectativa y
su relación con una experiencia personal.
En los últimos años, en consonancia con los
valores sociales imperantes, el modelo paternalista de atención está siendo reemplazado por un
modelo en el que prima mucho más la autonomía del paciente y su derecho a la información.
Pero no siempre en la tradición médica ética se
1
R. Buckman, “Breaking Bad News: Why Is It still so
Difficult?”, en British Medical Journal 6430 (1984), pp.
1.597-1.599.
Dar malas noticias / 201
vio la necesidad de afirmar el derecho del enfermo a conocer la verdad de su situación. El silencio y la discreción formaban parte de las virtudes
médicas, excepto ante la proximidad de la muerte, porque, en ámbitos cristianos, se consideraba
necesaria la información para la oportuna preparación religiosa2.
De hecho, del modo como se informe al
paciente y a la familia de su situación dependerá,
en gran medida, el devenir de su trayectoria global,
lo que otorga una particular relevancia al tema.
Por otro lado, es obvio que el impacto emocional
de la comunicación de malas noticias es intenso,
tanto para el que las da como para el que las recibe; y este impacto se puede incrementar o amortiguar en función de cómo se interactúe, se comunique y se informe. Con frecuencia se teme que la
noticia afecte muy negativamente al paciente y a
su familia y complique la relación terapéutica,
además del estado emocional del paciente.
Comunicar malas noticias en los procesos terminales, y en la relación terapéutica en general, se
inserta en un contexto más amplio, que tiene que
ver con la comunicación entre los profesionales
de la salud y los pacientes y sus familias. Gómez
Sancho no duda en reconocer que “los médicos
cada vez hablamos menos y escuchamos menos a
los enfermos. Y los enfermos, sobre todo los
enfermos graves e incurables, necesitan la palabra
confortante de su médico y ser escuchados por él.
El médico actual ya no tiene idea del poderío de
la palabra. Cree en el poder de la química, pero
no en el poder de la palabra”3.
No es infrecuente que, abordando este tema
en las aulas de alumnos de medicina, algunos
2
Cf. F. J. Elizari, Bioética, San Pablo, Madrid 21991,
pp. 223-224.
3
M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22002, p. 23.
202 / José Carlos Bermejo Higuera
argumenten que se trata, al fin y al cabo, de
entregar una información y que ha de hacerse de
la manera lo más aséptica posible. Y hay quien
llega a decir que cualquier cosa que tenga que ver
con el soporte emocional sería cuestión de colocarla en su debido lugar: las relaciones afectivas
familiares o profesionales (refiriéndose en este
caso a los psicólogos).
Pero este planteamiento no se encuentra sólo
en los futuros médicos, tan ocupados en almacenar infinidad de información en su memoria para
superar los exámenes, sino que se encuentra también, en cierto modo, en la práctica de muchos
profesionales que, no estando adiestrados para su
propio control emocional y para el manejo de
situaciones comprometidas, se refugian en fórmulas frías y estandarizadas que contribuyen a
hacer una experiencia de más deshumanización
en medicina.
De ahí que haya que decir con Auer4 que el
médico necesita valor para hacer frente a la verdad. El autor establece un paralelismo entre su
actitud y la que cabe exigirle al enfermo:
– “Esto significa, en primer lugar, que el
médico se ha enfrentado personalmente
con las preguntas fundamentales acerca
del sentido de la vida y de la muerte
humana. Sólo su confrontación existencial
con los problemas básicos de la existencia
le hace capaz de renunciar a fórmulas convencionales de rutina y comunicarse con el
enfermo con palabra ayudadora.
– Significa, en segundo lugar, que el médico “verifica” la situación del morir de su
paciente. Debe caer en la cuenta de que
aquí no se trata de ahorrar a un organismo
que se extingue dolores y quebrantos, sino
A. Auer, “El médico y la verdad”, en AA. VV., Ética y
medicina, Guadarrama, Madrid 1972, pp. 72-73.
4
Dar malas noticias / 203
que aquí un hombre ha de asumir la última responsabilidad del logro o del fracaso
de su existencia.
– Significa, en tercer lugar, que el médico
debe preparar al enfermo para la participación de la verdad. Esto supondrá, en
muchos casos, un largo proceso interior,
durante el cual las palabras irán saliendo
cada vez más de su encubrimiento, hasta
que apunte la hora de la verdad plena.
Sólo raras veces un enfermo se presentará
al médico desde el principio con entera
disposición. Por lo general, la verdad
requiere tiempo si realmente ha de hacer
libre al hombre.
– Significa, finalmente, que el médico se ha
solidarizado en lo más íntimo con el enfermo. Esto cuesta siempre mucho esfuerzo y,
a menudo, también mucho tiempo: sólo
podrá emplear ambas cosas el médico que
ha tomado la decisión radical de consagrar
su vida a sus enfermos”.
Afortunadamente, en el contexto de los cuidados paliativos, la disposición a dar malas noticias y acompañar en el impacto emocional que
las mismas generan, la sensibilidad de los profesionales dista visiblemente en relación a otros
ámbitos del ejercicio de la medicina.
En todo caso, en una encuesta realizada por
un equipo del Centro de Humanización de la
Salud en el inicio del 2006, podemos constatar
que, entrevistadas 300 personas, ante la pregunta
“¿Usted cree que hay que decir la verdad al
paciente?”, el 90,5% ha respondido afirmativamente, mientras que el 6,5% ha contestado negativamente. En cambio, preguntadas las mismas
personas sobre si les gustaría que les dijesen la
verdad en caso de que estuvieran gravemente
enfermas, solamente el 60% responde afirmativamente, y el 8,5% negativamente, mientras que el
204 / José Carlos Bermejo Higuera
resto no se pronuncia. Parece ser que existe una
clara tendencia a responder teóricamente que sí
y una significativa tendencia menor (una diferencia del 30%, según nuestra muestra) a que se la
digan a uno mismo si estuviera gravemente enfermo. Por otro lado, el 90% de nuestros entrevistados, tanto enfermos como familiares, alumnos y
profesionales de la salud, responde afirmativamente a la pregunta sobre si cree que se necesita
una formación específica para dar malas noticias.
¿Comunicar la verdad?
La cuestión sobre si hay que comunicar o no
la verdad, sobre si hay que informar al paciente,
aunque esto constituya una mala noticia para el
mismo, podríamos despejarla desde el punto de
vista legal. La Ley Reguladora de la Autonomía
del Paciente (41/2002), conocida como ley de
autonomía del paciente, en su artículo 4 dice:
“La información clínica forma parte de todas
las actuaciones asistenciales, será verdadera, se comunicará al paciente de forma comprensible y adecuada a las necesidades y le ayudará a tomar decisiones de acuerdo con su propia y libre voluntad”.
Y en su artículo 5 dice:
“El titular del derecho a la información es el
paciente. También serán informadas las personas
vinculadas a él, por razones familiares o de hecho,
en la medida que el paciente lo permita de manera expresa o tácita”.
Ya el artículo 10 de la Ley General de Sanidad
Española, de 1986, superado por la Ley Reguladora de la Autonomía del Paciente del año 2002,
reconocía el derecho del paciente “a que se le dé
en términos comprensibles, a él y a sus familiares o allegados, información completa y continuada, verbal o escrita, sobre su proceso, incluyendo diagnóstico, pronóstico y alternativas de
Dar malas noticias / 205
tratamiento”. Este derecho a la información
previsto en aquella ley salía al paso de una cultura sanitaria dominante, contraria al objeto de este
artículo.
Anterior a la ley de autonomía, el Convenio
Internacional del Consejo de Europa para la
Protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina, frecuentemente
citado como Convenio de Oviedo de 1997, en su
artículo 10, regula también el derecho a la información por parte del paciente. Entre la exposición de motivos de la ley 41/2002 se encuentra
citado precisamente este convenio.
Es interesante el modo de expresarse Cobreros
al reflexionar sobre la cuestión de si decir o no la
verdad al hilo de las leyes vigentes que estamos
citando. Dice: “Quizás pueda ayudar a la cuestión
entender la información, más que como un acto
instantáneo de transmisión de conocimiento,
como un proceso de acercamiento a la verdad desde
la situación psicológica concreta de un sujeto al
que se considera autónomo y con capacidad de
decidir lo mejor para sí mismo (lo que, naturalmente, exige condiciones, tiempo, coordinación,
etc.). Por otro lado, la adecuada información de la
que habla la Ley podría también, probablemente,
constituir un elemento de adaptación del proceso de suministro de información”5.
Sin embargo, a pesar de la claridad de la ley,
la cultura en la que nos movemos no refleja esta
tendencia a acercarse juntos a la verdad en las
relaciones sanitarias. Más bien, somos deudores
aún de la larga tradición paternalista, cuya huella
se percibe tanto en los profesionales como en los
pacientes y familiares. Varios estudios confirman
5
E. Cobreros Mendazona, “¿Decir la verdad al enfermo?
Aspectos jurídicos”, en W. Astudillo – A. Casado – E. Clavé
– A. Morales, Dilemas éticos en el final de la vida, Sociedad
Vasca de Cuidados Paliativos, San Sebastián 2004, p. 121.
206 / José Carlos Bermejo Higuera
el hecho de que se hace más daño callando la
información que comunicándola6.
La experiencia de muchos profesionales confirma que más tarde o más temprano los pacientes, durante la evolución de la enfermedad, solicitan información sobre lo que está sucediendo, y
a veces hacen saber su decisión de no ser informados. De ahí la importancia de estar preparados
para ese momento, porque no es programado por
el médico, sino por el enfermo7.
Es claro que el derecho a la verdad es un derecho fundamental de la persona y es expresión del
respeto que se le debe. Negando la verdad al
enfermo grave, sin que él manifieste su deseo de
no saberla, lo que se produce es que se le impide
vivir como protagonista la última fase de su vida.
En cambio, sabiendo que se acerca el fin, el
paciente puede tomar decisiones importantes
(legales, económicas, humanas) y, sobre todo,
tiene la oportunidad de hacer aquel balance de su
propia vida que constituye, a veces, un momento
de espiritualidad particularmente intenso8. No
existe autonomía sin información.
Ahora bien, comunicar malas noticias no es
un problema de trasvase de información, sino el
de cómo proporcionar dicha información a un
paciente concreto en un ambiente cultural determinado. Un cómo que encuentra respuesta en la
acción combinada de una actitud incondicional
de ayuda y un dominio del counselling 9.
6
Cf. M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en
medicina, Arán, Madrid 22000, p. 30.
7
J. Sanz, “Comunicación e información”, en Medicina
Clínica 104 (1995), pp. 59-61.
8
Cf. M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en
medicina, Arán, Madrid 22000, p. 38.
9
Cf. R. Bayés, Psicología del sufrimiento de la muerte,
Martínez Roca, Barcelona 2001, p. 44. El autor cita a G.
Catalán, “La información al hombre con cáncer”, en
Oncología 80, 3 (1979), pp. 45-49.
Dar malas noticias / 207
Las tan traídas y llevadas defensas de la bondad de las mentiras piadosas han de ser revisadas
y asumir que es necesario sustituir de una vez las
mentiras piadosas por las formas piadosas de
comunicación de la verdad10.
La virtud de la veracidad en la relación con el
enfermo terminal y su familia comporta que la
relación ha de basarse en verdades dichas de
manera benevolente. Muchas veces, una buena
información es el mejor antídoto del encarnizamiento terapéutico, que es realmente un problema mucho más acuciante en nuestra cultura que
el de la eutanasia.
Es obvio que no todas las situaciones de
comunicación de malas noticias comportan la
misma dificultad. Una variable importante es la
edad del paciente. No es lo mismo un anciano
que una persona joven. La ancianidad se vive más
como la antesala de la muerte, y al joven normalmente se le aplicarán más tratamientos agresivos
con expectativas de resultados y de una participación más activa del mismo paciente.
También existe el derecho a no saber la verdad,
con sus excepciones relacionadas especialmente
con el principio de justicia, es decir, relacionadas
normalmente con el influjo sobre terceros y la
necesidad de proteger la salud comunitaria. No
obstante, ante la expresión del deseo de no saber,
hay que tener en cuenta que, en ocasiones, detrás
de este deseo está la consciencia de lo que sucede e incluso la necesidad de un ambiente favorable que lo sostenga y que comparta con él sus
miedos11.
Cf. M. A. Broggi, “La información como ayuda al
enfermo con una enfermedad mortal”, en Quadern CAPS
23 (1995), pp. 45-51.
11
Cf. R. Buckman, Cosa dire? Dialogo con il malato
grave, Camilliane, Turín 1990, p. 57.
10
208 / José Carlos Bermejo Higuera
La tradición médica ha reconocido no sólo el
derecho a no saber, sino una situación que podría
justificar que el médico no informara al paciente
e incluso una excepción al consentimiento informado: el conocido “privilegio terapéutico”. Éste es
tan viejo como la propia medicina occidental. La
medicina hipocrática consideraba como sano principio la no información siempre que ésta pudiera
redundar en beneficio de la salud del paciente, y
esto ha ido tomando cuerpo culturalmente,
promoviendo la justificación de no informar (e
incluso mentir) con tal de promover la salud.
La extensión del convencimiento de que conocer la enfermedad contribuía al empeoramiento
de la salud ha ido suponiendo un factor influyente en la tendencia a ocultar la información.
En los últimos siglos, la tesis de que el conocimiento de la verdad por parte del paciente hace
más difícil el proceso terapéutico ha sido sometida a durísima crítica –señala Diego Gracia–12,
hasta el punto de transformarse en la afirmación
contraria, es decir, que es el engaño el que llena
más pronto o más tarde de desconfianza al enfermo y acaba repercutiendo negativamente en su
recuperación. Gracia apunta a la oportunidad de
hablar, más que de “privilegio” terapéutico, de
“excepción” al consentimiento informado. En su
opinión, el problema de si sigue existiendo alguna situación en la cual el médico pueda y deba no
informar o informar sólo parcialmente al enfermo ha de centrarse en motivos estrictamente
médicos, es decir, relacionados de modo directo
con la salud. Por tanto, sólo en aquellos casos en
que el médico tiene fundados motivos para sospechar que esa información puede alterar, hasta
el punto de convertir al enfermo en incompetente o incapaz para decidir, el médico no debe
dudar de que no debe informar.
Cf. D. Gracia, Bioética clínica, El Búho, Bogotá
1998, pp. 108-110.
12
Dar malas noticias / 209
Con frecuencia, el problema de la información se plantea en relación con la familia. No es
infrecuente el hecho de que las personas se sientan influidas por un elemento propio del duelo
anticipatorio, de la elaboración del dolor previa
al fallecimiento del ser querido, y que tiene que
ver con la identificación de que “pensar en la
muerte” de un ser querido sea equivalente a
“desearle la muerte”.
En relación a la actitud a mantener cuando
no parece haber acuerdo entre enfermo y familia,
Clavé dice: “Con frecuencia, surgen discrepancias
acerca de la atención que se debe aportar al enfermo, puesto que el terreno de los sentimientos y
de las razones, de las emociones y los deberes es
difícilmente conciliable. Lejos de las críticas estériles hacia determinados comportamientos, la
comprensión de las diferentes situaciones que
vive cada miembro de la familia puede posibilitar
una intervención adecuada capaz de modificar
algunas conductas”13.
Entre los argumentos en contra de decir la
verdad al paciente se suele argüir la necesidad
de sostener en la esperanza. Basta que se hayan
conocido de cerca o de lejos algunas personas que
han sobrevivido en relación a los pronósticos,
para justificar, en la mente y el obrar de algunos,
toda conducta que pudiera alimentar la esperanza en algún tipo de milagro. ¿Por qué no confiar
en que pueda producirse un cambio radical en el
acontecer de las cosas que modifique el rumbo y
haga que la persona mejore sustancialmente, viva
más de lo “esperable” o llegue incluso a curarse?
Es una cuestión delicada y difícil de resolver en
pocas palabras. No obstante, conviene hacer
alguna aclaración al respecto.
13
E. Clavé, “Cuidados paliativos en las enfermedades
neurológicas degenerativas”, en A. Couceiro (ed.), Ética en
cuidados paliativos, Triacastela, Madrid 2004, pp. 239-240.
210 / José Carlos Bermejo Higuera
Puede suceder que el devenir de las cosas pueda
cambiar sin que sea esperado ni explicable fácilmente; sin embargo, quizás sea más saludable
pensar en el milagro en términos de su significado etimológico: miraculum, en latín, significa
hecho admirable, algo digno de ser admirado. No
es infrecuente asociar la expectativa de un milagro
a la tradición cristiana de los milagros de Jesús y
las posibilidades de intercesión de los santos.
A este respecto, conviene decir que considerar
el milagro como una excepción de las leyes de la
naturaleza resulta anacrónico si se aplica a los
milagros de los evangelios. En tiempos de Jesús
no se cuestionaba la posibilidad del milagro, y
tampoco se conocían las leyes de la naturaleza
para poder determinar lo que las sobrepasa o las
viola (y tampoco hoy). Más bien, asumían, y quizás deberíamos asumir hoy, que conocemos poco,
provisionalmente y sólo dentro de unos márgenes
limitados.
No parece que sea muy legítimo, por tanto,
pensar en que Dios se manifieste quebrantando
las leyes de la naturaleza y que esto pueda fundamentar la esperanza de quien se ve abocado a una
muerte próxima y sea fuente de una esperanza. El
punto de partida debería ser, más bien, menos
pretencioso. Lo admirable es lo normal, la naturaleza es prodigiosa en sí misma y sobrepasa las
fuerzas actuales del hombre sin necesidad de violar las leyes de la misma.
Cuando las personas, al final de la vida (enfermos y familiares), se expresan en términos de
posible milagro, es probable que podamos identificar detrás una cierta resistencia a aceptar la
dureza de la realidad que se impone, además del
deseo de que las cosas no sigan según parece
dibujarse su trayectoria fatal. Ahora bien, esperar
un “milagro” y utilizar este argumento para no
hablar en verdad o para no decir la verdad parece
poco sostenible.
Dar malas noticias / 211
Y, en último término, habría que preguntarse
si la confianza en que las cosas cambien de
rumbo justificaría una actitud que alimentara la
espera de que cambiarán, en lugar de una actitud
de afrontamiento de cuanto está sucediendo en
realidad, conviviendo con esa dosis de incertidumbre que caracteriza la vida humana y, más
aún si cabe, al final de la misma.
Buckman, en todo caso, refiere que si una persona es ayudada a afrontar lo peor y sucede cualquier cosa admirable que cambia el rumbo de las
cosas, lo único que se ha perdido es tiempo y fatiga para preparativos innecesarios. Sin embargo, si
transcurre el tiempo esperando que la enfermedad
desaparezca y no sucede, entonces el paciente no se
habrá preparado para los hechos y ya no contará
con el tiempo necesario para ello14.
Un planteamiento saludable del problema de
decir la verdad consistiría en la introducción en la
práctica médica (cuya responsabilidad es también
de los pacientes) de preguntar en los inicios de los
procesos diagnósticos qué desea el paciente que se
haga con los resultados. Si a un paciente, desde el
principio, le preguntan directamente: “¿Qué quiere usted que yo haga con los resultados de sus
pruebas?”, se le da la posibilidad de ser protagonista del proceso y se afrontan de raíz algunos
problemas que se pueden plantear después si tales
resultados se convierten en “malas noticias”.
Cómo dar malas noticias
Ya dijimos más arriba que nos referimos a
malas noticias en el sentido de cualquier información que ensombrece drásticamente las perspectivas de futuro de la persona a la que se inforCf. R. Buckman, Cosa dire? Dialogo con il malato grave,
Camilliane, Turín 1990, pp. 71-72.
14
212 / José Carlos Bermejo Higuera
ma. Evidentemente, el modo de darlas no es indiferente para nadie: ni para quien la da ni para
quien la recibe.
Desgraciadamente, aún hoy son muchas las
malas noticias que se dan en contextos inadecuados, como en medio de un pasillo; de manera
breve y fría y sin soporte emocional posterior ni
para quien las recibe ni para quien experimenta la
tensión y frustración de darlas.
Es rara aún la formación de los profesionales
sobre este tema. Sin embargo, existen ya diferentes publicaciones que ofrecen indicaciones sobre
cómo dar malas noticias. De particular relevancia
ha sido y es el trabajo realizado por Marcos Gómez Sancho al respecto15. En cualquier caso, todos
los autores confluyen en subrayar la importancia
de las variables quién, cómo, qué, cuándo, dónde
se informa; y en que el modo de dar las malas
noticias puede incidir en la futura calidad de
vida, en la adherencia a las indicaciones, en el
desarrollo psicológico y biológico del paciente.
Asimismo, todos los autores concuerdan en
afirmar que “decir la verdad” es un proceso individualizado, a veces corto, a veces largo, tal vez
con múltiples pausas intermedias y siempre difícil, en el que el enfermo debe llevar la iniciativa,
poner los límites y graduar o matizar las preguntas y los silencios; y en el que la norma última
siempre ha de ser la honestidad para el mayor
bien del enfermo16.
Baile et al.17 organizaron cuanto se había publicado desde 1985 y desarrollaron un protocolo para
15
M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22000.
16
Cf. R. Bayés, Psicología del sufrimiento de la muerte,
Martínez Roca, Barcelona 2001, p. 44.
17
Cf. W. F. Baile – R. Buckman – R. Lenzi et al., “SPIKES– a Six-Step Protocol for Delivering Bad News: Application
to the Patient with Cancer”, en Oncologist 5, 4 (2000), pp.
Dar malas noticias / 213
dar malas noticias al que denominaron SPIKES,
cuya traducción es conocida en España con el
acrónimo EPICEE, que corresponde a los seis
pasos en que se conceptualiza y se desglosa:
– E (Entorno adecuado, con las presencias
oportunas de paciente y familiares, evitando interrupciones y con saludables habilidades de comunicación no verbal).
– P (Percepción del paciente, conociendo lo
que éste sabe antes de informar).
– I (Invitación a expresar hasta dónde quiere saber el paciente; en cierto modo. como
pidiendo permiso para dar malas noticias).
– C (Conocimiento: comunicar en forma
absolutamente comprensible y de manera
procesable, comprobando que el destinatario comprende lo que se le comunica y
contrastando si desea aclarar algo).
– E (Empatía que permite comprender las
emociones del paciente y transmitir comprensión).
– E (Estrategia de acompañamiento posterior tras resumir lo que se ha hablado y
comprobar lo que se ha comprendido, formulando un plan de trabajo y de seguimiento).
Gómez Sancho18, por su parte, afronta especialmente las siguientes variables o aspectos a
tener en cuenta en el proceso de comunicación
de malas noticias:
– Esté absolutamente seguro (sin escaparse
por el margen de la posible falibilidad del
302-311. Ver también P. Arranz – J. J. Barbero – P. Barreto –
R. Bayés, Intervención emocional en cuidados paliativos.
Modelo y protocolos, Ariel, Barcelona 2003, pp. 124-126.
18
M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22000.
214 / José Carlos Bermejo Higuera
diagnóstico para justificar el no dar malas
noticias).
– Busque un lugar tranquilo donde se pueda
dialogar.
– El paciente tiene derecho a conocer su situación.
– Informar a un paciente es un acto humano, ético, médico y legal, por este orden.
– No existe una fórmula, sino que es un arte.
– Averigüe lo que el enfermo sabe.
– Averigüe lo que el enfermo quiere saber.
– Averigüe lo que el enfermo está en condiciones de saber.
– Espere a que el paciente pregunte, dando la
posibilidad de que efectivamente pregunte.
– Ofrezca algo a cambio, realista, pero apoyo y
atención a los síntomas y a toda la persona.
– No discuta con la negación.
– Acepte las ambivalencias.
– Sea simple y no utilice palabras malsonantes.
– No establezca límites ni plazos de tiempo.
– Decir la verdad es un proceso, no un acto
único, de modo que hay que hacerlo gradualmente.
– A veces es suficiente no desengañar al enfermo.
– Extreme la delicadeza.
– No diga nada que no sea verdad.
– Tenga en cuenta la posible amnesia postinformación.
– No quite nunca toda la esperanza, no necesariamente en la curación, sino con sus
matices de acompañamiento y control de
síntomas.
– Ayude a la familia en la conspiración de
silencio.
Dar malas noticias / 215
– Comprenda y acompañe en las diferentes
fases del enfermo y de la familia, también
de los que llegan al final (síndrome del
hijo de Bilbao).
Sin duda, son todos elementos importantes
para la comunicación de las malas noticias, especialmente al final de la vida. La idea de proceso,
así como la de núcleo familiar, puede contribuir
a superar la tentación de pensar que dar malas
noticias es un acto puntual en el que se entrega
una información desagradable con la que todo
termina. Esa idea equivocada llevaría, por otro
lado, a aumentar la ansiedad y malestar del médico y de los demás profesionales de la salud en este
acto tan humano de acompañamiento.
La familia, la conspiración
y otros retos para la ayuda
Es frecuente que la familia exprese claramente su negativa a la comunicación de la verdad, así
como a “hablar en verdad”. Ésta es una situación
que requiere una particular comprensión por su
complejidad. No es la única en el acompañamiento a las familias de los enfermos terminales,
como veremos.
La conspiración de silencio la solemos encontrar especialmente en expresiones de este tipo:
“No quiero que le digan lo que tiene”. Se produce cuando la familia es sabedora de lo que está
sucediendo, pero la relación se produce “como si
ninguno lo supiera”, suponiendo que el paciente
ignora cuanto le sucede y argumentando a favor
de que hay que evitar que se entere de ello a toda
costa. Esta situación está muy relacionada con los
aspectos culturales y con el comportamiento
“pseudocaritativo” al que nos hemos referido más
arriba, justificándose con la voluntad de no querer hacer daño. Si no se logra abordar esta resis-
216 / José Carlos Bermejo Higuera
tencia, la familia y el paciente se verán abocados
irremediablemente a un particular tipo de soledad y aislamiento.
Algunos autores19 distinguen entre conspiración de silencio adaptativa y desadaptativa. Se
refieren a la primera como aquélla en la que el
paciente no conoce su situación real pero no pregunta o la evita, mientras que la desadaptativa se
daría cuando el paciente quiere conocer su situación, pero existe un pacto implícito o explícito
por parte de la familia que se lo impide.
Es obvio que, en el caso de no querer saber
expresamente, este derecho está contemplado y
ha sido incluido en la ley básica reguladora de la
autonomía del paciente (41/2002), que, buscando justamente la promoción de un protagonismo
de la persona en la gestión de su vida y de los procesos de enfermar y morir, afirma también:
“Toda persona tiene derecho a que se respete su
voluntad de no ser informada”20.
Maguire y Faulkner21 presentan algunas indicaciones para salir de la conspiración de silencio:
19
Cf. P. Arranz – J. J. Barbero – P. Barreto – R. Bayés,
Intervención emocional en cuidados paliativos. Modelos y protocolos, Ariel, Barcelona 2003, pp. 98-99.
20
Sabemos también que esta situación puede admitir
excepciones, y ha sido así en la tradición médica, cuando
hay repercusiones sobre terceros y entran en juego cuestiones de salud comunitaria, como pudiera ser el caso de enfermedades de declaración obligatoria. No desarrollamos el
tema por su especificidad y distanciamiento de lo que aquí
nos ocupa.
21
Cf. P. Maguire – A. Faulkner, “Communicate with
Cancer Patients: 2. Handling Uncertainty, Collusion, and
Denial”, en BMJ 297 (1988), pp. 972-974, citado en J. J.
Rodríguez Salvador, “La comunicación de las malas noticias”, en W. Astudillo – A. Casado da Rocha – C. Mendinueta, Alivio de las situaciones difíciles del sufrimiento en la
terminalidad, Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos, San
Sebastián 2004, pp. 29-30.
Dar malas noticias / 217
– Reconocer su existencia y las razones: “Ya
veo que no quiere que le digamos lo que
tiene: ¿Qué le hace pensar que es lo
mejor?”.
– Sin juzgar las razones, aceptarlas y legitimarlas: “Ya veo que piensa que se derrumbaría y que sufriría lo indecible. Ahora
entiendo que no quiera usted decirle
nada”.
– Interesarse por las repercusiones de esta
actitud sobre el propio familiar: “¿Qué
repercusión tiene para usted el hecho de
no poder decirle lo que tiene a su marido?”. Tras escuchar, comunicar comprensión: “Entiendo lo duro que puede ser
estar allí como si no pasase nada”.
– Pedir permiso para hablar con el paciente:
“¿Me permitiría averiguar qué es lo que
realmente sabe su marido? Quizás le esté
ocurriendo a él lo mismo que a usted”.
– Hablar con el paciente (protocolo EPICEE)
y pedir permiso para volver a hablar con la
familia: “Su mujer también conoce el
diagnóstico y está pasando por una situación muy dolorosa. ¿Quiere que hablemos
los tres del tema o prefiere tratarlo usted
solo con ella?”.
Ayudar en la situación de conspiración de
silencio no es, obviamente, el único reto que
plantea la familia cuidadora de los enfermos terminales. Otras situaciones, como el riesgo de
codependencia y claudicación, así como el síndrome de Lázaro o el síndrome del hijo de Bilbao, retan las habilidades y estrategias de quienes
desean ayudar a la familia.
La codependencia es un riesgo experimentado
por algunas personas que cuidan con generosidad
y dedicación a su ser querido en estados de gran
dependencia. En realidad, el enfermo depende
218 / José Carlos Bermejo Higuera
del cuidador; sin embargo, hay situaciones que
–normalmente por valores que son elogiados– el
cuidador termina convirtiéndose en dependiente
del dependiente en grado incluso superior que al
revés. Algunos indicadores de la codependencia
son: creerse indispensable en el cuidado, no delegar tareas, no fiarse de otros cuidadores, no tolerar los límites propios y del otro, no aceptar a
otros cuidadores que se ofrecen para ayudar,
poner todo el sentido de la vida en el cuidado,
expresarse en términos de dedicación de “24
horas”.
A veces, esta situación de extrema dependencia del enfermo terminal se produce por el miedo
a no estar en el momento de la muerte. En realidad, no es un miedo producido porque el paciente muera solo, puesto que en muchas circunstancias éste ya no está consciente o se produce un
turno en el acompañamiento. Es frecuente, más
bien, que en el fondo de quien no se permite alejarse de su ser querido por miedo a no estar en el
momento de la muerte, haya un temor a la propia angustia resultante, un sentimiento de culpa
que se prevé como compañero duro y persistente. Por otro lado, es posible que algo del propio
deseo de “no morir yo sin compañía de un ser
querido” sea proyectado sobre los seres queridos
en su fase terminal.
Por un lado, es encomiable este deseo de estar
presente, particularmente por su valor simbólico
y por la bondad que tiene para facilitar la elaboración del duelo. Pero, por otro lado, parece
oportuno ayudar a la familia a comprender que
“el momento de la muerte” es un proceso, y que
“estar presente” no tiene un valor sólo en el instante en el que se para la función respiratoria y
cardiaca (si es que esto es evidenciable fácilmente, pues las situaciones son muy variadas), sino
que todos los cuidados ofrecidos en los últimos
años, meses o semanas son también “estar en el
momento de la muerte”.
Dar malas noticias / 219
Por otro lado, uno de los peligros reside precisamente en elogiar en exceso el espíritu de sacrificio de la familia, cuando en realidad puede existir una actitud insana de excesiva implicación,
con las dificultades que ello genera; también en
un posible duelo patológico o, en todo caso, más
complicado.
Otro reto en la ayuda a la familia se plantea
en las situaciones de claudicación familiar, es
decir, la incapacidad de los miembros de la
familia para ofrecer una respuesta adecuada a las
múltiples demandas y necesidades del paciente.
Se suele reflejar en la dificultad de mantener
una comunicación positiva con el paciente,
entre los miembros y el equipo de cuidados. Es
obvio que no todos los familiares claudican a la
vez, pero cuando en conjunto son incapaces de
dar una respuesta adecuada, estamos ante una
crisis de claudicación familiar, en donde la última etapa de la vida se convierte en un drama
para todos y se traduce en abandono para el
paciente.
Es importante en esta situación evitar todo
juicio moralizante sobre la actitud de la familia,
adoptando más bien una inclusión de la familia
dentro de la unidad a tratar por parte de los profesionales, escuchando los significados concretos de las experiencias personales, informando
abundantemente de cuanto pueda ser útil,
entrenándoles en habilidades relacionales y de
cuidados, facilitando el descanso y evitando que
el cuidador sea siempre el mismo. Asimismo,
ésta es la causa de algunos ingresos en unidades
de cuidados paliativos u otro tipo de recursos de
soporte. No menos importante es el apoyo
psico-emocional y la facilitación en el afrontamiento de los conflictos familiares. Los expertos
en counselling pueden ser las personas más idóneas en el acompañamiento a estas personas
dentro de los equipos de trabajo.
220 / José Carlos Bermejo Higuera
Algunas familias experimentan también el
conocido como síndrome de Lázaro, que toma su
nombre del relato bíblico de la resurrección de
Lázaro (Jn 11,1-43). Se produce cuando un
enfermo, en contra de las expectativas, mejora de
manera considerable siendo así que la familia
estaba ya viviendo la proximidad de la muerte a
nivel emocional, el duelo anticipado. En esta
situación, el entorno socio-familiar se debe reestructurar; quizás algunos roles habían sido ya
asumidos por otras personas, de manera que el
inesperado retorno es indeseado y genera problemas. Es posible que el superviviente experimente
rechazo familiar en su incorporación (de más o
menos duración) a su antigua vida, con lo que ya
no se contaba.
La situación se complica cuando la familia y
los amigos ya experimentaban un cierto agotamiento moral por el apoyo material y psicológico
prestado al paciente. A esta fatiga acumulada se
añade el impacto de una duración indefinida con
la visible mejora del paciente.
Ante esta realidad, tanto el enfermo como su
familia requieren un apoyo particular, relacionado directamente con las necesidades específicas
de la persona y del núcleo familiar concreto.
Información clara y precisa, soporte emocional
personal y, si es necesario, grupal, serán oportunos por parte de todos los profesionales de la
salud y, en algunos casos, por expertos en counselling.
También plantea un reto en la ayuda a la
familia la situación que se conoce como síndrome
del hijo de Bilbao 22. Éste se produce cuando un
familiar, normalmente en los últimos días u horas
de vida de un paciente, es avisado de su gravedad
y éste se presenta. Con frecuencia es un familiar
Cf. M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en
medicina, Arán, Madrid 22000, pp. 168-169.
22
Dar malas noticias / 221
que por sus obligaciones laborales u otras ha estado ausente del proceso de enfermedad y ha participado poco o nada en los cuidados. Al hacer
aparición y ver la situación, éste suele reaccionar
en tono de reprobación ante lo que no comprende: “¿Por qué no le habéis llevado al hospital?”,
“¿Por qué está tan delgado?”, “¿Por qué no tiene
oxígeno?”, etc. La reprobación suele ser hacia los
familiares y profesionales, produciéndose entonces una complicada escena familiar. Éstos están
cargados emocional y físicamente y sienten ahora
que se les acusa de no estar haciendo lo suficiente o de no estar haciéndolo bien.
Normalmente, los familiares presentes junto
al enfermo desde hace tiempo, han ido recibiendo ayuda para realizar el recorrido que han
hecho, tanto para cuidar a su ser querido como
para manejar los propios sentimientos. Asimismo,
se han ido acostumbrando a ver al ser querido
con menos facultades y han ido elaborando el
duelo por las pérdidas que se han ido sucediendo
y acumulando.
Sin embargo, el que llega ahora no ha vivido
este proceso ni ha recibido esta ayuda. Es fácil
que tanto familiares presentes como profesionales
acusen al que llega, en una animada discusión,
sin considerar su particular situación emocional
de “choque” repentino con todos los cambios y
pérdidas que ve en su familiar.
Nada mejor que desplegar una sana acogida
y comprensión de esta reacción, que, más que
injustificada, es natural desde el punto de vista
del impacto emocional. El ideal, sin duda, es
superar la tentación de recriminar también al
que llega pagando recriminación con recriminación y realizar una tarea educativa para que éste
comprenda cuanto ha sucedido y cuanto está
sucediendo, asegurándole que se le ha cuidado
con lo mejor y que se está haciendo lo mejor
para el paciente.
222 / José Carlos Bermejo Higuera
Acompañamiento
El tema de cómo dar malas noticias no puede
reducirse a técnicas de comunicación para desplegarlas en los momentos de información al paciente sobre su diagnóstico o pronóstico. Ya Elizari
afirmaba que “el planteamiento de informar o no
al paciente no puede prescindir del acompañamiento posterior al mismo”23. Sin embargo, la
literatura le presta más fácilmente atención al
tema planteándolo en términos dilemáticos, en
lugar de hacerlo en términos problemáticos o,
dicho de otra forma, planteándolo más en términos normativos y estratégicos, pero centrados en
el acto de informar, quedando menos desarrollada
la cuestión del acompañamiento posterior tanto
al enfermo como a la familia.
Quizás este hecho haya que incluirlo en un
modo de concebir el tema sobre la relación clínica, la relación de ayuda y el counselling en el
marco de la reflexión bioética; según el cual, ésta
le reconoce un papel secundario y menor, “blando” en relación a los serios “dilemas” que plantearía un cierto enfoque bioético de dura y consistente fundamentación filosófica.
Hemos de decir, sin embargo, que una buena
información, un buen soporte emocional, una
buena relación de ayuda o counselling en las profesiones de salud tienen carácter preventivo en
relación al surgimiento de conflictividad ética, así
como son recursos imprescindibles en un sano
afrontamiento de la misma. Más aún, es obvio
(aunque no siempre suficientemente considerado) que la misma calidad de la comunicación es
una cuestión central bioética.
No por nada Javier Gafo apuntaba repetidamente que el problema bioético fundamental es la
deshumanización, refiriéndose con ello especial23
F. J. Elizari, Bioética, San Pablo, Madrid 21991, p. 227.
Dar malas noticias / 223
mente a la despersonalización en la práctica clínica. Afirmaba él diciendo que “el gran reto de la
medicina, desde que nació en manos de Hipócrates, el que estaba presente en aquellos escritos
de otras culturas (...) era humanizar la relación
entre los profesionales de la salud y el enfermo (...).
Lo que constituye el principal problema bioético
es cómo humanizar la relación entre aquellas personas que poseen conocimientos médicos y el ser
humano, frágil y frecuentemente angustiado, que
vive el duro trance de una enfermedad que afecta
hondamente a su ser personal. Éste sí es el problema que surge en el día a día y afecta a millones de
personas, sin duda muchas más que las que recurren a la procreación asistida o a las que se les aplica la incipiente terapia génica”24.
Pues bien, una de las claves fundamentales
para humanizar la relación con los enfermos terminales y sus familias en lo relativo a la comunicación de las malas noticias reside en el tipo de
acompañamiento que se produce en el proceso
previo y posterior.
La palabra “acompañar” viene del latín cumpanis. Su significado tiene relación simbólica con
lo que podríamos expresar así: “comer pan juntos”, sentarse a la mesa emocional del interior del
enfermo e intercambiar cuanto hay en ella: sentimientos, deseos, preocupaciones, esperanzas...
Acompañar en los sentimientos y esperanzas del
otro pasa entonces por hacer un camino con el
que sufre, yendo a su ritmo, acompasando las
notas musicales del mundo interior.
La psicología nos permite tomar conciencia
de los elementos fundamentales del acompañamiento, con la expresión relación de ayuda o
counselling, a los que se les está prestando una
atención creciente en los últimos años, por ofreJ. Gafo, Ética y legislación en enfermería, Univérsitas,
Madrid 1994, p. 45.
24
224 / José Carlos Bermejo Higuera
cer los recursos en términos de actitudes y habilidades para un acompañamiento oportuno.
Acompañar significa, pues, disponerse a
entrar en tierra sagrada “descalzos”, libres de
algunas tendencias más o menos arraigadas, como
las de moralizar sobre lo que el enfermo dice,
siente, ha hecho, etc.; la de responder con frases
hechas y consuelos baratos (tópicos: “otros están
peor”, “hay que animarse”, “con el tiempo todo
se cura”, etc.); la tendencia a investigar o a llenar
la visita de preguntas; la tendencia a decir al otro
lo que tiene que hacer, lo que tiene que sentir o
pensar (“no te preocupes”, “no estés triste”, “no te
desanimes”, “tienes que...”, etc.). Sobre todo, evitar la tendencia a decir aquello que uno mismo
no se cree (“todo irá bien”, etc.).
De manera brillante, Tolstoi ha presentado en
La muerte de Iván Illich el ridículo de un estilo
relacional en torno al enfermo no basado en la
verdad, que da como resultado un acompañamiento que no merece tal nombre. En el
momento en el que Iván Illich experimenta la
comprensibilidad de la muerte propia, la más
profunda soledad y angustia ante ella, es torturado por la mentira sistemática ante su estado. “Le
torturaba aquel embuste, le atormentaba que no
quisieran reconocer lo que todos sabían y sabía él
mismo, y en vez de ello deseaban mentirle acerca
de lo terrible de la situación en que él se hallaba
y querían obligarle a que él mismo participara en
aquella mentira”. “La mentira –continúa Tolstoi
concentrando toda la tesis de su novela en una
sola frase–, esa mentira de que era objeto en vísperas de su muerte, una mentira que debía reducir el acto solemne y terrible de su muerte al nivel
de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida... era algo atroz para Iván Illich”25. Pretenden
L. Toslstoi, La muerte de Iván Illich, Salvat, Estella
1970, p. 62.
25
Dar malas noticias / 225
reducir su muerte al nivel de una contrariedad,
de una “inconveniencia”, de una falta de decoro.
Cuando necesita más que nunca ser comprendido y consolado, mimado, sólo el joven Guerásim
es capaz de entenderle y aliviarle, permitiéndole
así compartir los sentimientos propios del duelo
anticipado26.
Acompañar comporta “hacerse cargo” empáticamente de la experiencia ajena, dar hospedaje
en uno mismo al sufrimiento del prójimo, así
como disponerse a recorrer el incierto camino
espiritual de cada persona, con la confianza de
que la compañía sana (que significa también
“saber no estar”) ayude a superar la soledad y
genere comunión y salud en el sentido holístico,
global e integral.
Quien sabe acompañar, en efecto, genera
salud. Consigue, con su discreta presencia, un
mayor confort físico, una mayor estabilidad emocional, una compañía para compartir las preguntas por el sentido, las inquietudes y malos
momentos que conlleva la interiorización de las
malas noticias. Quien sabe acompañar mata la
soledad con su delicada presencia, se mete en los
zapatos de su prójimo, se acomoda a su perspectiva y se sienta a su mesa personal con todos los
sentidos en clave de servicio. El que acompaña no
dirige, sino que camina al lado; no impone, sino
que insinúa; no aconseja, sino que discierne en
común.
“Una conversación de verdad (...), una verdadera lección (...), un abrazo verdadero y no de
pura formalidad, un duelo de verdad y no una
mera simulación; en todos estos casos, lo esencial
no ocurre en uno y otro de los participantes, ni
tampoco en un mundo neutral que abarca a los
dos y a todas las demás cosas, sino, en el sentiCf. J. C. Bermejo, Estoy en duelo, PPC, Madrid 2005,
pp. 115-116.
26
226 / José Carlos Bermejo Higuera
do más preciso, entre los dos, como si dijéramos, en una dimensión a la que sólo los dos tienen acceso”27.
Acompañar a alguien que vive las implicaciones de las malas noticias requiere habilidades prácticas y un cierto equilibrio emocional.
A primera vista, algunas indicaciones pueden
parecer de sentido común u obvias. Sin embargo,
la cultura va llevando a que dejen de ser de sentido común y, con frecuencia, brillen por su ausencia, apoyándose entonces el acompañamiento en
superficiales frases e inoportunas huidas de la
conversación comprometida. Por eso, indicaremos algunas pautas para el acompañamiento a las
personas que viven el impacto y las consecuencias
de recibir malas noticias:
– El acompañamiento oportuno se acomoda
al ritmo del otro e interviene con cautela
en los momentos en que se percibe la
necesidad o el deseo.
– Es necesario estar dispuesto a recibir reacciones desagradables, incluso la proyección
de la rabia que produce la mala noticia
sobre quien intenta ayudar. Será oportuno
comprender el significado de la rabia sin
acogerla con sentimiento de culpa hacia
uno mismo.
– Las personas pueden repetir reacciones y
situaciones que parecían superadas. Estar
sometidos al estrés que comporta la dificultad puede hacer caminar hacia delante
y hacia atrás, y es necesario comprenderlo.
– El activismo no es sinónimo de ayuda. Es
más importante saber estar, ser oportuno,
siguiendo el programa del paciente o de la
familia, que la agenda de quien desea
acompañar.
C. Díaz, Horizontes del hombre, CCS, Madrid 1990,
pp. 43-44.
27
Dar malas noticias / 227
– Es sumamente importante asegurar al enfermo que se hará todo lo posible por aliviar el dolor y que estará rodeado de afecto y apoyo de los suyos de forma natural,
así como que se tendrá presente su dimensión psico-espiritual28.
Acompañar empáticamente
Si una clave es fundamental en el acompañamiento, ésta es la escucha. No significa necesariamente largas conversaciones (con frecuencia
insostenibles o no deseadas), sino la disposición
a poner al otro en el centro de la atención en
relación a las necesidades, expectativas, deseos,
gestión del tiempo y de cuanto sea posible. Es
por este camino por el que se promueve la autonomía del paciente y su protagonismo, junto con
el de su familia.
La responsabilidad de procurar soporte emocional es compartida por todos los profesionales
del equipo 29, no sólo por los psicólogos o expertos en counselling. Esto requiere que los agentes
de salud sepan regular el grado de implicación
emocional con las personas en situación de
sufrimiento, evitando así el riesgo del burn-out.
Disponerse empáticamente en la relación
con el enfermo terminal y su familia significa,
por un lado, ser consciente de las propias emociones y tener un buen grado de dominio de las
mismas; por otro lado, requiere la disposición
28
Cf. W. Astudillo – C. Mendinueta, “Importancia de
la comunicación en el cuidado del paciente en fase terminal”, en W. Astudillo – C. Mendinueta – E. Astudillo,
Cuidados del enfermo en fase terminal y atención a su familia,
Eunsa, Pamplona 21995, p. 57.
29
Cf. P. Arranz – J. J. Barbero – P. Barreto – R. Bayés,
Intervención emocional en cuidados paliativos. Modelo y protocolos, Ariel, Barcelona 2003, p. 43.
228 / José Carlos Bermejo Higuera
de liberarse de todo juicio moralizante sobre los
sentimientos ajenos y acoger sin condiciones lo
que el otro experimenta. Captar la especificidad
emocional, ayudar a poner nombre a las emociones y a los significados que la persona da a
cuanto acontece, significa dar apoyo emocional.
Ventilar emociones es, en efecto, liberador.
Éstas, compartidas, pierden virulencia. Por eso,
permitir desahogarse con libertad y mostrando
comprensión auténtica es sinónimo de ofrecer
empáticamente confort emocional.
Hay personas que desean una relación más
directiva, que les digan lo que tienen que hacer,
pero con frecuencia se puede constatar que a
este tipo de personas les gusta más aún hacer lo
contrario de lo que les dicen. Por eso, el estilo
empático implica centrarse en la persona de
manera no directiva, promoviendo el máximo
de autonomía que la situación global de la persona permita.
A nivel cognitivo, afectivo y conductual, la
persona empática adopta el marco de referencia
interior de su interlocutor, y alcanza a comprender cuanto este radar emocional permite en
la diversidad de situaciones y de personas. El
distanciamiento emocional propuesto en ciertos
contextos para protegerse no parece la mejor
estrategia para alcanzar un sano equilibrio en la
relación que quiera ser eficaz y humanizadora.
Bayés insiste en que “decir la verdad” de
forma que proporcione el mínimo sufrimiento
posible al enfermo equivale, en gran medida, a
que el sanitario adapte su tiempo subjetivo al
tiempo subjetivo del enfermo”30. Este ajuste de
tiempos puede realizarse realmente si el profesional se dispone en actitud empática.
R. Bayés, Psicología del sufrimiento de la muerte,
Martínez Roca, Barcelona 2001, p. 52.
30
Dar malas noticias / 229
Infundir esperanza
Éste constituye uno de los retos tras la comunicación de malas noticias. Pero he aquí que no
es fácil ayudar a quien se encuentra en la fase terminal. A quien se encuentra en la fase del rechazo, por ejemplo, supone afrontar el posible refugio en falsas ilusiones o pequeñas mejoras. No
parece conveniente asociarse a falsas esperanzas,
sino guiarse por un sano realismo y sin caer en la
crueldad que mata el disfrute de las pequeñas
mejoras.
Por otro lado, es necesario leer las reacciones
de desesperación, pero no como falta de esperanza a toda costa. No se puede afrontar la falta de
esperanza con falsas esperanzas, porque las promesas inauténticas debilitan la credibilidad y
dañan la relación. Es necesario reforzar las esperanzas reales, como no tener dolor, estar acompañado, expresar sentimientos y deseos, que la dignidad será siempre respetada, al igual que el
decoro y el pudor, que la compañía será cuidada
a su gusto (tanto en intensidad como en diversidad), que la familia será protagonista en el afrontamiento de dificultades o procesos de tomas de
decisiones, que la familia será atendida y apoyada, que no se producirá ni abandono ni encarnizamiento terapéutico, etc.
Algunas otras esperanzas que pueden albergarse en el corazón humano, tal como nos señala
García Ronda31, son:
– La esperanza de seguir vivo (en los aspectos de la propia “gloria”) en el recuerdo.
– La esperanza depositada en la descendencia que continúa y, aunque no la hubiera,
31
Cf. A. García Ronda, “¿Qué papel tiene la esperanza
en la terminalidad?”, en W. Astudillo – A. Casado – E.
Clavé – A. Morales, Dilemas éticos en el final de la vida,
Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos, San Sebastián 2004,
pp. 205-212.
230 / José Carlos Bermejo Higuera
de haber sido un eslabón significativo en
la historia, por pequeña que sea.
– La esperanza de quien ha creído en utopías
por las que ha trabajado.
– La esperanza que reclama trascendencia y
alguna forma de inmortalidad o eternidad.
El duelo anticipatorio
Existen numerosas clasificaciones de tipos de
duelo, subrayándose así la variedad de experiencias y la necesidad de un acompañamiento diferenciado en la elaboración del dolor por la pérdida de un ser querido. No es lo mismo un duelo
normal que uno retardado; no es lo mismo un
duelo crónico que un duelo ambiguo o uno
patológico. Algunos autores prefieren hablar de
“duelo complicado” e incluyen en éste el duelo
crónico, el retrasado, el exagerado, el enmascarado, como formas distintas de vivir el dolor de
manera compleja32. Pero más allá de las diferentes y variadas clasificaciones de tipos de duelo,
nos ocupa aquí la atención a esa situación que se
produce cuando la muerte aún no ha tenido
lugar.
Tanto el enfermo como la familia y los trabajadores de la salud (particularmente si se ha producido un cierto vínculo) han de elaborar el
dolor por la pérdida que se prevé. Es obvio que,
antes de que se produzca la pérdida, las personas
implicadas tienen pensamientos, sentimientos,
síntomas físicos, conductas relacionadas directamente con la pérdida prevista. Es decir, la elaboración del duelo comienza desde el momento en
que se tiene conciencia de la pérdida. Esto es
posible siempre que la pérdida no tenga lugar de
manera imprevista o repentina.
Cf. J. W. Worden, El tratamiento del duelo: asesoramiento psicológico y terapia, Paidós, Barcelona 1997.
32
Dar malas noticias / 231
Duelo por sí mismo
El primer protagonista de esta experiencia es
el mismo paciente, que, viéndose perdedor, viviendo la acumulación de las pérdidas, es decir,
viviendo el proceso de morir, tiene que elaborar
el duelo por sí mismo. Inevitablemente, aunque
no se produzca una conversación explícita al respecto con la familia o los cuidadores, el paciente
da espacio en su intimidad a la idea de la proximidad de la muerte y de sus implicaciones.
La propia tierra, las cosas, las personas, los
antepasados, las capacidades físicas y mentales, la
propia identidad forjada a lo largo de los años...,
todo, absolutamente todo, se aproxima a su fin.
Todo se va perdiendo en vida mientras se va
muriendo. Este dolor producido por la separación y las rupturas de los lazos con las cosas, las
personas, la imagen de sí mismo, es absolutamente normal. No hacen falta predictores específicos para diagnosticar duelo anticipatorio, sino
que es una experiencia común a partir de la conciencia de la proximidad de la muerte.
El paciente puede desear despedirse. Cuando
la comunicación es abierta, no es difícil que el
paciente desee decir adiós a los seres queridos. Si
se le da la oportunidad, con sencillez, irá dejando
en cada uno de sus seres queridos un mensaje
particular y personalizado. Otros lo desean hacer
abiertamente y reunir a los seres queridos para
decirles adiós. Es realmente una experiencia de
hondura humana despedirse definitivamente. En
este tipo de despedidas se suelen subrayar los
aspectos positivos, se suelen encontrar expresiones de agradecimiento y de petición de perdón. A
veces, el enfermo terminal deja alguna consigna,
algún consejo, alguna responsabilidad, expresa
algún deseo en relación al futuro de personas o
cosas. Esta tarea puede necesitar mediación de
profesionales. Los agentes de salud, habituados al
acompañamiento en la terminalidad, pueden
232 / José Carlos Bermejo Higuera
hacerse expertos en la facilitación y normalización de esta situación que, para la familia, puede
presentarse de manera embarazosa o encontrar
algunas resistencias.
Quizás también desee ritualizar la despedida y
vivirla en clave de fe. En la tradición cristiana,
existen recursos que salen al paso de la experiencia psico-espiritual vivida en estos momentos. La
unción de los enfermos y el viático son dos
sacramentos que, celebrados con dignidad y
personalización, pueden constituir recursos saludables. Quien celebra la unción de enfermos en
situación de terminalidad (no es la única en la
que celebrarla) hace experiencia de ser ungido
con el aceite que simboliza la fuerza. Se diría que
la persona, junto con la comunidad creyente,
celebran la presencia de Dios (gracia) en términos
de deseo de fortaleza espiritual en el momento de
fragilidad humana. Así también, quien solicita la
comunión (conocida con el término de viático al
final de la vida) expresa que desea sentirse en
común-unión con las personas con las cuales ha
compartido y comparte su fe, una expresión
simbólica de superación de la posible soledad que
acompañe al morir.
El paciente terminal, en la elaboración del
duelo por sí mismo, quizás tenga sentimientos
que ventilar porque le hagan daño. Puede tener
miedo o miedos concretos relacionados con el
destino de su cuerpo, por más irracionales que
sean. Verbalizarlos constituye una garantía de
que se pueden controlar síntomas, de que no será
enterrado vivo, de que se le tratará dignamente u
otros aspectos que puedan ser compartidos porque habiten de alguna manera el corazón de la
persona.
Quizás experimente rencor en relación al
propio pasado, con sabor amargo o de culpa, o
rencor hacia otras personas o rabia hacia la vida
misma por tener que morir ahora. La culpa
Dar malas noticias / 233
puede tener relación con el propio pasado, por
aquellos errores que se reconocen al revisar la
película de la propia vida, o relación con el hecho
de morir, que puede ser vivido como un abandono de la responsabilidad todavía pendiente de
velar por la familia, por los hijos, por la pareja,
etc. A veces la culpa tiene sabor de autoinculpación de la muerte: “Muero y soy yo el culpable
del dolor que veo en mi familia por el hecho de
morir”. Compartir estas emociones constituye
una oportunidad privilegiada de humanizar el
morir atendiendo a la verdad del paciente y dibujando juntos itinerarios de salud emocional para
vivir el morir de la manera lo más personalizada
posible.
Duelo anticipatorio en la familia
Asimismo, la familia empieza a dolerse al contemplar la imposibilidad de parar el proceso de
muerte. Sin duda, es una experiencia muy personal, pero algunas claves nos pueden ayudar para
acompañar a las personas que, habiendo recibido
la “mala noticia” de la muerte de un ser querido,
elaboran el duelo anticipatorio.
Los familiares, a la vista de la proximidad de
la muerte de un ser querido, tienen el reto de elaborar el dolor por la pérdida que se aproxima. Un
apego que se ha generado en la relación de afecto, de pareja, de paternidad, etc., ha de romperse
en el tiempo y en el espacio, y esto constituye un
golpe fuerte al corazón.
Hay personas que experimentan dificultades
concretas, como comunicarse con naturalidad
con su familiar, aceptar que efectivamente se está
muriendo, asumir responsabilidades que tenía el
enfermo antes (lo que puede ser vivido como si
“se le ignorara o matara psicológicamente”),
organizarse a nivel familiar, darle permiso para
morir o despedirse cuando el paciente lo desea.
234 / José Carlos Bermejo Higuera
Hay personas que experimentan miedo a no ser
capaces de cuidar al paciente cuando se vaya
deteriorando, a no tener la ayuda profesional
necesaria en cada momento, miedo a que su ser
querido muera solo, a no haber agotado todos los
recursos para hacer frente a la enfermedad, miedo
a encontrarse solo en el momento del fallecimiento y no saber cómo comportarse.
Hay familiares que tienen miedo a que
alguien descubra el diagnóstico al paciente o que
él mismo pregunte claramente si se muere; otros
tienen miedo de haber tomado decisiones equivocadas que hayan podido contribuir a la aceleración de la muerte; no falta quien tiene miedo a
no saber o poder salir adelante con la familia o a
quedarse solos y quizás incomprendidos tras la
pérdida.
Hay personas que, en este tiempo, piensan en
cosas concretas, como detalles del entierro, del
cementerio, etc. Y es fácil experimentar culpa al
ver que estos pensamientos les habitan. Como si,
sin quererlo, se dijeran: “Si pienso en estas cosas
antes de que haya muerto, es como si lo estuviera matando o como si no lo quisiera vivo”. No
falta quien experimenta el deseo de que el paciente muera ya, porque tiene la sensación de que el
sufrimiento es muy largo o porque la vida ya está
cumplida y ha tocado su fin, aunque las funciones vitales sigan activas.
Todos estos pensamientos y sentimientos son
normales dentro del marco del duelo anticipatorio y suelen tener una valencia adaptativa, ayudando a prepararse a la pérdida, a tomar conciencia de lo que está pasando y a empezar a organizar
el significado más próximo de la pérdida. Todo
esto forma parte de lo que se llama “el trabajo de
la preocupación”. Aun siendo así, a veces hace
sufrir por pensar que no debería suceder. En cambio, estos pensamientos nos habitan y nos preparan para la pérdida próxima. Algunas personas
Dar malas noticias / 235
participan en grupos de autoayuda para prepararse al fallecimiento de un ser querido; por ejemplo,
familiares de enfermos terminales de algunas unidades de cuidados paliativos. Es una experiencia
positiva de ayuda recíproca que favorece un compartir saludable y una ayuda recíproca.
En este contexto, es importante que los profesionales de la salud y cualquier otro tipo de ayudantes contribuyan a reducir la sensación de
desamparo, impotencia e indefensión que puedan experimentar las familias, aumentando la
percepción de control, así como normalizar cualquier tipo de pensamiento. Cuanto más camino
se recorra en este sentido, más se previene un
posible duelo complicado. Asimismo, conviene
ayudar a no caer en autorreproches, remordimientos o culpas por la situación del enfermo.
Así también, superar la sensación de extrañeza
por ser habitado por estos sentimientos dará
alivio y confort emocional. Es oportuno acompañar y apoyar en la toma de decisiones concretas relacionadas con el fallecimiento, la familia
en su nueva configuración, etc., aunque pudiera parecer que “ya habrá tiempo para esto después”. Dar espacio en este momento previo a la
muerte tiene su función sana, obviamente, pero
sin precipitarse.
Los niños y las malas noticias
Ésta es una de las preocupaciones que muchas
personas experimentan con ocasión de la enfermedad terminal y de la muerte de un ser querido: ¿qué decirles a los niños?, ¿hasta qué punto
hay que explicarles, darles participación o
excluirles del proceso del enfermar, de la muerte
y del duelo?
No nos ocuparemos aquí de la muerte de los
niños, que representa un tema realmente importante e interesante, especialmente para quien
236 / José Carlos Bermejo Higuera
tiene la desgracia de acompañar a sus propios
hijos o hermanos menores. También ellos, como
los adultos, viven la muerte y elaboran su duelo
anticipado. A veces, ayudan de manera elegante a
los mayores a prepararse para su muerte.
Nos interesamos, en cambio, por cómo viven
los niños la muerte de sus seres queridos. Es fácil
tender a que los niños no tengan que sufrir los
dolores de la separación de un ser querido. Un
acto de caridad nos impulsa, con frecuencia, a
pensar y a comportarnos como si ellos no tuvieran que participar de “las malas noticias”. Existe
la tendencia a que, cuando se produce una muerte en la familia, los niños sean extraídos del
entorno familiar inmediato. Se los lleva a otra
parte para que “no presencien el dolor y no se
angustien”, mientras los adultos se dedican a
sufrir su propia pena, como si la muerte y los
niños no tuvieran que encontrarse. No deja de
ser paradójico, por otro lado, que muchos niños
pasan incluso horas jugando con juegos que
comportan la muerte de personajes y, literalmente, pronuncian la palabra muerte con más frecuencia que los adultos.
Sin embargo, aun pretendiendo esconder la
muerte de los seres queridos a los niños, no es
posible hacerlo. La terminalidad y la muerte de
un ser querido afectan a todo el núcleo familiar,
incluidos los niños. Ellos, por otro lado, son
expertos en detectar estados emocionales y preocupaciones del entorno a través del lenguaje no
verbal, y suelen plantear las cosas de manera
directa, sin tantos giros como hacemos habitualmente los adultos.
La forma en que el niño se adapta a la pérdida de algún objeto real o imaginario depende de
muchos factores: la edad del niño en el momento
de la pérdida, las características del objeto perdido (si se trata del padre, de la madre, del hermano, de la mascota, del juguete, etc.), la relación
Dar malas noticias / 237
particular del niño con el objeto perdido (grado
de apego o familiaridad con lo perdido); las
características de la pérdida (repentina, lenta o
violenta); la sensibilidad y ayuda de los miembros
supervivientes de la familia ante sus sentimientos
y necesidades emocionales; su propia experiencia
de pérdidas anteriores; su herencia familiar, enseñanza religiosa y cultural: la actitud que ha
adquirido (aprendido) a través de la observación
de la reacción de sus padres, otros adultos y compañeros ante la muerte de otros, etc.33
Las respuestas de un niño menor de 4 años
sobre la muerte muestran que, a pesar de los estudios que se han realizado sobre el concepto infantil de la misma, no hay una idea clara al respecto.
El niño menor de 6 años percibe la muerte como
“separación de sus seres queridos”, lo cual le
resulta espantoso. Para él, “estar muerto” es una
especie de continuidad de la vida, una simple
merma de la vitalidad que puede ser interrumpida al igual que el sueño, un fenómeno reversible.
Su pensamiento mágico confunde fantasía y realidad; el concepto temporal del “para siempre” de
la muerte no existe. Por otra parte, no pueden
tolerar tales sentimientos dolorosos durante largos períodos de tiempo, de forma que su aflicción es intensa y breve, a la vez que recurrente.
Entre los 5 y los 9 años, más del 60% de los
niños personifican a la muerte como a un ser con
existencia propia o la identifican con una persona muerta: la muerte es invisible, pero acecha a
escondidas, quizás en la noche, especialmente en
las zonas donde hay cadáveres, como los cementerios.
El niño mayor de 6 años con frecuencia percibe la muerte como un “castigo por malas acciones”. Comienzan aquí a aparecer las consecuen33
Cf. J. C. Bermejo, Estoy en duelo, PPC, Madrid 2005.
238 / José Carlos Bermejo Higuera
cias de su educación religiosa, social y familiar.
Sin embargo, la etiología de la muerte no es consistente; sus respuestas van encaminadas a causas
específicas más que a procesos generales: flechas,
pistolas, cuchilladas, explosiones, ataque al corazón, vejez, etc. Durante este período hay una
auténtica curiosidad por ver lo que ocurre después de la muerte. La clave fundamental para el
acompañamiento a los niños es la de favorecer la
expresión de sus pensamientos y sentimientos, y
esto depende, en muy gran medida, de la edad de
los mismos.
Ayudar a los niños en la terminalidad de los
seres queridos y en la muerte quiere decir, ante
todo, ayudar al ritmo propio del niño y atender
especialmente a sus expectativas y demandas.
Parece realmente oportuno dar espacio a la
comunicación de los sentimientos y aceptarlos
como tal. Es fácil caer en el tópico de decir “no
llores”, “mamá se pondrá bien y volverá”, “lo
que tiene tu hermanito no es nada, ya verás
cómo se recupera”, y a la vez sentir un deseo
inmenso de llorar con ellos, lo mismo que sentimos el deseo de reír cuando participamos
experiencias alegres.
Es frecuente excluir a los niños y adolescentes
de las visitas a los hospitales y en la participación
de los ritos que acompañan al fallecimiento de un
ser querido, como si se tratara de cosas de mayores y ellos no estuvieran preparados para asumirlo. Sin embargo, la experiencia puede confirmar
que, efectivamente, la participación de los niños
en la verdad de los procesos del enfermar y de la
muerte (incluidos los ritos fúnebres) es un acierto para ayudarles a vivir sanamente la pérdida y
para acompañarles en el proceso educativo.
Obviamente, la participación en la verdad habrá
de ser diferenciada según la edad, la capacidad de
comprensión, el deseo del niño de saber, expresado de diferentes maneras, etc.
Dar malas noticias / 239
La prohibición de que los niños visiten a sus
seres queridos graves en los hospitales, unidades de
cuidados paliativos, etc., ha de ser revisada. Es
necesaria una correcta preparación del niño que
desee ver a su ser querido, así como del enfermo
que desea verlo, pero esto no significa que, efectivamente, no puedan realizar las visitas oportunas.
¡Cuánta alegría hay en un enfermo terminal al ver
a su hijo, a su nieto, y poder abrazarlo y decirle...!
Quizás el problema de la exclusión comienza
ya en una educación que, a veces, cae en el error
de querer ocultar la muerte o domesticarla tanto
que pierda su aguijón humano, como parece que
hace la pantalla al presentarla tan cotidiana, tanto
en las películas como en las noticias, que la tenemos en la sopa, en la merienda y en los dibujos
animados. Pero luego, cuando la tenemos de verdad, experimentamos la tentación de excluirles
de participar en ella. Delicadamente los retiramos para protegerlos, como si no tuvieran fuerzas para vivirlo de cerca o como si fuera algo sólo
apto para mayores. Ya sabemos cuáles son algunas implicaciones de esta actitud: una cultura
que no se hace familiar con el fracaso, con la
limitación, con la espera y la esperanza; una cultura de lo inmediato y eficaz, del éxito y de la respuesta inmediata, que luego cobra su factura en
algún momento de la vida al comprobar que no
es éste el dinamismo común.
Algunas personas se preguntan si no serán
muy pequeños o si no será una experiencia demasiado traumática. No hay una respuesta unívoca,
pero todos pueden beneficiarse significativamente de la participación más o menos parcial en la
verdad y en los ritos, con la condición de que los
preparemos y respondamos a sus preguntas.
Que un niño vea un enfermo terminal o un
cadáver puede preocuparnos, pero puede ser más
peligrosa la fantasía. En efecto, la exclusión de los
niños puede generar la sospecha de que no está
240 / José Carlos Bermejo Higuera
siendo bien cuidado, que no se le quiere lo suficiente, que no duele que esté mal, que los ritos
sean cosas extrañas. Esta exclusión puede favorecer interpretaciones equivocadas y crear mayor
ansiedad, si cabe.
Hay personas que evitan ser vistas por los
niños cuando lloran la muerte de un ser querido,
otras que la explican diciendo que se ha ido a un
viaje largo, otras que dicen que Dios se la ha llevado al cielo, que desde el cielo nos ve. Éstos son
planteamientos peligrosos que pueden favorecer
reacciones poco saludables. De hecho, de ellos se
podrían seguir estas conclusiones: si no lloran, no
le querían mucho; si se ha ido de viaje y no vuelve, nos ha abandonado; si Dios se lo ha llevado al
cielo, no es justo ni bueno; si desde el cielo nos
ve, se ha convertido en un espía que nos puede
perseguir.
La pista más saludable para acompañar a los
niños en la terminalidad y en el duelo de sus seres
queridos es darles participación, valorando individualmente cada caso, dando respuestas claras y
sencillas a las preguntas, aceptando y haciéndoles
ver que tampoco los adultos entendemos todo,
que la muerte forma parte de la vida, aunque nos
duela, y que precisamente eso es lo que la hace
preciosa.
El recurso a la naturaleza puede ser una buena
ayuda. El niño puede comprender mejor la enfermedad y la muerte de una persona querida utilizando la comparación con la muerte de las plantas y de los animales más cercanos a ellos. Invitar
a dibujar lo que están viviendo (cómo se encuentra papá en el hospital, o en casa en la cama, etc.),
utilizar fotografías o verbalizar recuerdos para dar
espacio en la memoria y en la relación a la persona enferma o fallecida, puede ser un modo sencillo de manifestar que la queremos y que sigue
viva en nuestro corazón. A algunos niños puede
invitárseles a escribir lo que sienten o a escribir al
Dar malas noticias / 241
ser querido fallecido, para que den cauce así a lo
que llevan dentro.
Kübler Ross no duda en responder favorablemente en relación a la presencia de los niños en
el cementerio. Cuando le preguntan: “Si un niño
quiere ir al cementerio con frecuencia tras la
muerte de su padre, ¿se puede hacer algo para
ayudarle?”, ella responde: “Sí, yo le acompañaría
al cementerio y no haría nada para disuadirle. Me
preocupan mucho más los familiares que no van
al cementerio y que evitan hablar de la muerte
que los que hacen frente a la realidad y van al
cementerio a llorar su pena”34.
Aun a riesgo de simplificar, podríamos decir
que cuatro reglas para hablar con los niños de la
muerte son:35
– No tratar de engañar al niño.
– Procurar dar a las preguntas del niño respuestas simples y directas.
– Intentar comprender el contexto emocional y el grado de desarrollo del niño para
responder a sus preguntas adecuadamente.
– Permitir que el niño participe en el funeral, tras explicárselo y preguntarle.
También aquí, con los niños, funciona la regla
que vale para la relación con los enfermos graves
o terminales y que Marcos Gómez Sancho formula así: “La verdad es antídoto del miedo. La
verdad es un potente agente terapéutico. Lo terrible y conocido es mucho mejor que lo terrible y
desconocido”36.
34
E. Kübler-Ross, Preguntas y respuestas a la muerte de un
ser querido, Martínez Roca, Barcelona 1998, pp. 100-101.
35
AA. VV., Sociología de la muerte, Sala, Madrid 1974,
pp. 157-158.
36
M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22002, p. 58.
242 / José Carlos Bermejo Higuera
Conclusión
Como hemos ido presentando a lo largo de
este capítulo, es obvio que no hay ninguna fórmula mágica para dar malas noticias. Sin embargo, el tema es susceptible de ser reflexionado,
y los procesos de relación con las personas que
viven las consecuencias de las malas noticias pueden beneficiarse de las implicaciones del sentido
común, que muchas veces no está presente en
quien tiene que comunicarlas.
Nadie desearía tener que comunicar malas
noticias. La inseguridad y el malestar que genera
en quien las recibe, pero también en quien las da,
pueden ser causa de evasión y de no afrontamiento de la vida en su variedad de colores y, en
último término, en su verdad.
En el siglo XVI, san Camilo de Lelis, reformador de la sanidad de entonces en Italia, patrono de enfermos, enfermeros y hospitales, que
dedicó buena parte de su vida a cuidar enfermos
graves y fundó una compañía de hombres buenos
para hacer lo mismo y que después se convirtió
en la orden de los religiosos camilos, exhortaba a
sus compañeros diciéndoles: “Poned más corazón
en las manos”. Quizás éste podría ser un buen
lema también para quienes cuidan en la terminalidad y tienen que dar malas noticias: poner más
corazón en sus manos, en sus mentes, en sus palabras, en sus oídos. De modo que no sólo la inteligencia intelectiva, sino también la sabiduría del
corazón inspire pautas en esta difícil pero tan
humana tarea.
Bibliografía
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Dar malas noticias / 243
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Limitación del
esfuerzo terapéutico
Juan Carlos Álvarez Pérez
“Ni al sol ni a la muerte
se les puede mirar cara a cara.”
François de la Rochefoucauld
(1613-1680)
Introducción
“El objetivo de la medicina es disminuir la
violencia de las enfermedades y evitar el sufrimiento de los enfermos, absteniéndose de tocar a
aquellos en quienes el mal es más fuerte y están
situados más allá de los recursos del arte”
(Hipócrates, Sobre el arte).
Esta sentencia hipocrática parece haber caído
en el olvido de los médicos en las últimas tres
décadas. Los médicos actuales creen que el objetivo de la medicina es curar. Es curioso que
Hipócrates, padre de la medicina, no tuviera el
curar entre los fines del arte, sino únicamente “disminuir la violencia de las enfermedades” y “evitar
el sufrimiento de los enfermos”. Realmente curar,
lo que se dice curar, los médicos no hemos curado hasta la aparición de los antibióticos en la primera mitad del siglo XX; algunos historiadores
sitúan la primera acción realmente curativa con
el inicio del uso de la quinina1 unos siglos antes.
La quina fue introducida en Europa en el siglo XVII,
procedente de América del Sur, entró por Sevilla y fue difun1
246 / Juan Carlos Álvarez
En realidad, cuando se presentaba la enfermedad,
los médicos sabían que podían ocurrir tres cosas
fundamentalmente: o el paciente se curaba por sí
solo y la enfermedad remitía espontáneamente; o
la enfermedad se cronificaba y evolucionaba en
brotes periódicos, con fases de mejoría y otras de
empeoramiento; o bien era letal y terminaba con
la vida del paciente. En todos los casos, el papel
del médico era evitar el sufrimiento y disminuir
la violencia de la enfermedad; aliviar y consolar,
pero raramente curar.
Los médicos clásicos eran conscientes de sus
limitaciones y sabían que debían abstenerse de
tocar a aquellos enfermos cuya enfermedad estaba “más allá de los recursos del arte”; el arte no lo
podía todo; en esas ocasiones se decía que el
médico desahuciaba al paciente. El médico se
retiraba a un segundo plano y tomaban protagonismo el cura y el notario. Había que dejar en
orden los asuntos materiales y los asuntos espirituales; había que dejar atada y bien atada la
herencia y había que ponerse a bien con Dios:
estaba en juego la vida eterna. Realmente, los
médicos a lo largo de la historia no han presenciado la agonía y la muerte de sus pacientes. La
muerte era la enemiga y la gran desconocida.
Pero las cosas han cambiado radicalmente en
los últimos treinta años. Durante la década de los
sesenta del pasado siglo XX se desarrollaron los
grandes hospitales, las unidades de cuidados
intensivos, las técnicas de soporte vital, se tecnificó la medicina de una forma inimaginable y
ha continuado haciéndolo hasta el momento
presente.
En la actualidad, ya no se desahucia a nadie. La
palabra “desahuciar” se ha desterrado del lenguaje
médico y las nuevas generaciones desconocen hasta
dida por los jesuitas. Cf. P. Laín Entralgo, Historia de la
medicina, Salvat Editores, Barcelona 1978, pp. 364-365.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 247
su significado. Ya no se tira la toalla; siempre podemos intentar algo más; parece que el arte no tenga
límites ¿Quiénes son los que se sitúan actualmente más allá de los recursos del arte? ¿Quién decide
cómo y cuándo parar?
Los médicos clásicos tenían claro cuándo no
podían hacer nada y se retiraban. El paciente
permanecía en su casa, rodeado de sus seres queridos, y moría de forma “natural”. En la actualidad, en la mayoría de los casos, la familia se
angustia ante el paciente terminal; no sabe qué
hacer durante la agonía ni tampoco, si falleciese
en casa, qué hacer con el cadáver, por lo que se
suele optar por llevar al paciente al hospital. La
medicina interviene en la agonía, el morir es
ahora un proceso intervenido médicamente. Ya
no se muere de manera “natural”; ahora los
médicos, la tecnología médica, intervienen en
ese proceso y lo alargan, lo medicalizan. Los
médicos actuales vemos morir a nuestros enfermos, al contrario que los médicos clásicos, como
ya hemos señalado; nos angustia tremendamente
no hacer nada, pero, al mismo tiempo, nos preguntamos hasta dónde continuar con los tratamientos, cuándo parar, cuándo hemos pasado esa
difuminada línea del llamado “encarnizamiento
terapéutico”.
Clásicamente había dos formas de muerte, la
muerte natural y la muerte violenta. El derecho
sigue manteniendo esta distinción. O morías a
causa de una enfermedad, que era la muerte
natural, o morías en un accidente, una agresión,
una guerra, que era la muerte violenta. Actualmente pocas personas mueren de muerte
natural, es decir, por evolución natural de su
enfermedad, sino que la mayoría mueren con
intervención de los médicos, lo que modifica y
alarga ese proceso natural de la enfermedad terminal. Ahora podemos decir que o se muere de
muerte intervenida o se muere de muerte violenta,
sobre todo por accidente de tráfico.
248 / Juan Carlos Álvarez
Es muy curioso ver cómo ha cambiado también en los últimos treinta años, radicalmente, el
concepto clásico de la “buena muerte”. Antes la
“buena muerte” era aquella que llegaba avisando,
era una muerte consciente, una muerte lenta,
natural; en la que había tiempo, como ya hemos
indicado, para arreglar los asuntos materiales y
espirituales. Se rezaba una letanía que decía: “De
la muerte súbita e imprevista, líbranos, Señor”.
La “mala muerte” era la que llegaba sin avisar, de
manera rápida, sin tiempo para hacer bien las
cosas, por la noche o de manera violenta, sin darnos cuenta. A finales del siglo XX, coincidiendo
con la medicalización del morir, cuando vemos
que alguien queda dormido y muere sin despertar, solemos decir: “Qué buena muerte ha tenido”.
Curiosamente, todo lo contrario que pocas décadas atrás. Ahora, la alternativa a la muerte rápida
y sin darnos cuenta es la muerte intervenida
médicamente, ya no la muerte natural. Y todos
sabemos que la muerte intervenida produce un
gran sufrimiento tanto para el enfermo como
para la familia; se alarga tremendamente y a
muchos pacientes les cuesta muchísimo morir.
No les dejamos morir. Por ello, lógicamente, preferimos una muerte rápida, sin sufrimiento, sin
darnos cuenta, ya que la alternativa que se nos
ofrece nos pone los pelos de punta.
Así pues, podemos enumerar una serie de
cambios producidos a partir del desarrollo de la
llamada “nueva medicina”, la medicina tecnológica: el cambio en la manera de morir (que ya
hemos comentado), la fe ilimitada en la ciencia,
el imperativo tecnológico, el encarnizamiento
terapéutico, la aspiración a poder curar incluso la
muerte y la vivencia –tanto individual en los
médicos como colectiva– de la muerte como
derrota de la medicina.
A través de los medios de comunicación, los
ciudadanos reciben una información de los grandes
avances en la medicina excesivamente triunfalista.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 249
Puede que algo de culpa tengamos los profesionales de la salud, que ante cualquier avance médico
lanzamos las campanas al vuelo y lo presentamos a
bombo y platillo como la última maravilla. Pero,
ciertamente, la percepción que tiene el ciudadano
medio es que la medicina ha avanzado tanto en los
últimos años que lo puede casi todo. Se nos habla
de trasplantes intestinales, de trasplantes conjuntos de corazón y pulmones, de separaciones imposibles de siameses que se realizan exitosamente, de
trasplantes de rostro, de clonaciones, de selección
de embriones para salvar la vida a un hermano,
etc. Ante todos estos avances que se publican
diariamente en los medios de comunicación, el
ciudadano queda perplejo, maravillado, y no
comprende cómo, cuando acude a la consulta de
su médico, no puede curarle una simple gripe, una
artrosis o un EPOC. Su convicción es que la ciencia puede curarle, pero su médico o no sabe, o no
quiere, o no tiene los conocimientos suficientes (y
a lo mejor hay que viajar al extranjero para que te
lo curen), o es excesivamente caro y, por tanto,
pudiendo y conociendo la solución, ésta no se
aplica por su excesivo coste. Así lo perciben
muchos ciudadanos en los que se ha generado una
fe ilimitada en la ciencia.
Otra consecuencia inevitable del gran desarrollo tecnológico es la aparición del llamado
“imperativo tecnológico”. Es la creencia en la
obligación de aplicar al paciente toda la tecnología disponible. Si disponemos de una técnica,
tenemos la obligación moral de aplicarla al
paciente. Evidentemente, esto es un error; no por
disponer de una técnica hemos de aplicarla y
creer que, si no lo hacemos, estamos actuando
mal moralmente. Hay otros factores a evaluar,
como veremos más adelante.
Hemos llegado a un punto en el que se nos
está prometiendo que en poco tiempo la esperanza de vida va a ser de 120 a 150 años; se afirma
que estamos programados genéticamente para vi-
250 / Juan Carlos Álvarez
vir el doble del tiempo de la vida actual; se hacen
encuestas para conocer si a los ciudadanos les
gustaría vivir tanto tiempo; hay empresas que te
criogenizan con la promesa de despertarte en el
futuro, cuando tu enfermedad pueda ser curada.
Todo ello lleva inevitablemente a esta pregunta:
¿podemos curar la muerte?
La muerte es para los médicos, en este
momento, la gran enemiga, la gran derrota, y es
cierto que asumimos muy mal su llegada a nuestros pacientes: lo vivimos como una derrota personal, como un fracaso nuestro, pensamos que
quizás podíamos haber intentado algo más. Con
frecuencia nos empecinamos, nos obcecamos con
un paciente, y en su fase terminal creemos poder
sacarlo adelante. Nos sienta muy mal el fracaso,
que incluso percibimos con sensación de culpa,
tanto personal como de capitulación de nuestra
ciencia, del arte, de la medicina.
Así pues, debemos plantearnos la tan repetida
pregunta: ¿todo lo técnicamente posible es éticamente correcto? ¿Debemos limitar el esfuerzo
terapéutico en nuestros pacientes?
Otro factor fundamental que se desarrolla
paralelamente a la medicina tecnológica a partir
de la década de los setenta del pasado siglo XX es
el cambio de paradigma en la relación clínica2; se
abandona progresivamente el paternalismo médico de la clásica relación médico-enfermo para
adoptar una nueva forma de relacionarse en la
que el paciente toma sus propias decisiones sanitarias, se le reconoce autonomía en el ámbito de
la salud y de la enfermedad. Esta nueva relación
también se va a extender al tema que nos ocupa,
y debemos preguntarnos: ¿tenemos que contar
2
Para un desarrollo más amplio de este cambio, ver J.
C. Álvarez, “Relación clínica”, en J. García Férez – F. J.
Alarcos (eds.), 10 palabras clave en humanizar la salud, Verbo
Divino, Estella 2002, pp. 111-152.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 251
con la voluntad del paciente a la hora de limitar
el esfuerzo terapéutico? ¿Hay algún ámbito donde
la decisión es exclusiva del médico? ¿Puede decidir la familia o el representante de un paciente
limitar el esfuerzo terapéutico?
Es en este escenario donde nos planteamos
–primero los médicos y, actualmente, toda la
sociedad– la necesidad de poner límites al furor
tecnológico en aquellas situaciones en las que el
mal, la enfermedad, es más fuerte y el paciente se
sitúa más allá de los recursos del arte, y en las que
lo único que conseguimos es alargar las agonías
pero no alargar la vida. Es decir, ha llegado el
momento de plantearse la necesidad de lo que se
ha dado en llamar “limitación del esfuerzo terapéutico” (LET).
Definición
El concepto de limitación del esfuerzo terapéutico es de reciente aparición y fue acuñado
inicialmente por los médicos de las unidades de
cuidados intensivos para la suspensión o el no
inicio de tratamientos con técnicas de soporte
vital. En la actualidad no se puede limitar dicho
concepto ni sólo a las técnicas de soporte vital, ni
sólo a las actuaciones médicas en las unidades de
cuidados intensivos, pues se ha extendido a todas
las especialidades clínicas, desde la atención primaria a la oncología, y a gran cantidad de tratamientos, desde los antibióticos a la sangre e
incluso la alimentación artificial.
Curiosamente, este concepto, como tal, sólo se
utiliza en nuestra lengua española, pues en ningún
otro idioma, a excepción del portugués, existe un
término correspondiente. Los anglosajones suelen
utilizar withhold (no instaurar), withdraw (retirar)
o to cease doing (dejar de hacer), pero no existe una
expresión que se corresponda con nuestra “limitación del esfuerzo terapéutico”.
252 / Juan Carlos Álvarez
Algunos intensivistas han definido la limitación del esfuerzo terapéutico como “la decisión
de dejar de aplicar o suspender medidas de carácter extraordinario (de soporte vital) a pacientes
sin expectativas razonables de recuperación, en
los que el proceso está conduciendo a un retraso
inútil de la muerte en lugar de a una prolongación de la vida”3,4.
Observamos cómo en esta definición de LET
se limita el concepto a las medidas de soporte
vital –que ellos utilizan como sinónimo de medidas de carácter extraordinario, aunque, como
veremos posteriormente, no es lo mismo, y
hablar de tratamientos extraordinarios es confuso–, lo que creemos que en el momento actual no
debe ser así, y el concepto de LET debe incluir
otra amplia gama de tratamientos que no son de
soporte vital y que no se utilizan exclusivamente
en las unidades de cuidado intensivos, como ya
dijimos al principio. Sin embargo, esta definición
pone el dedo en la llaga en dos cuestiones muy
importantes: “que el paciente no tenga expectativas razonables de recuperación” y “que el proceso no sea un retraso inútil de la muerte”.
Efectivamente, estos dos aspectos van a ser fundamentales a la hora de decidir una LET. Lo que
manejamos los médicos son juicios razonables,
prudentes, y tanto los diagnósticos como los pronósticos que hagamos sólo van a poder aspirar a
ser eso, a ser razonables y prudentes. No podemos pedir certezas, no podemos exigir juicios
3
J. A. Gómez Rubí, “Las fronteras de la medicina
intensiva. Apuntes para una discusión sobre la limitación del
esfuerzo terapéutico”, en Libro de ponencias. XXXI Congreso
de la SEMIUC, Castellón 1996.
4
J. A. Gómez Rubí, “Limitación del esfuerzo terapéutico. Fundamentos éticos”, en J. A. Gómez Rubí – R.
Abizanda (eds.), Bioética y medicina intensiva: dilemas éticos
en el paciente crítico, Edikamed/SEMICYUC, Barcelona
1998, p. 74.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 253
apodícticos (demostrativos). El pronóstico de los
pacientes al decidir una LET debe ser un juicio
razonable de ausencia de expectativas de recuperación; no podemos ir más allá.
Por otro lado, lo que nos debemos plantear,
como estos autores señalan acertadamente, es no
alargar inútilmente el proceso del morir, no alargar la agonía. Aumentar el tiempo de vida biológica no es necesariamente aumentar el tiempo de
vida humana, vivida en condiciones propiamente humanas. En ocasiones, lo que hacemos es
alargar el tiempo del proceso de morir, alargar el
morir, alargar la agonía. Esto es lo que debemos
evitar cuando nos planteamos una LET. Lo ideal
sería que el paciente muriera en el momento adecuado, ese concepto casi utópico de la ortotanasia, cuando se ha hecho lo necesario, lo indicado,
lo suficiente, pero antes de caer en el encarnizamiento terapéutico, antes de pasarnos y sobretratar al enfermo y alargar inútilmente su proceso
de morir. Pero determinar ese momento adecuado estando inmersos en el propio proceso de la
enfermedad es muy difícil, aunque luego sea muy
fácil, desde fuera del proceso y a toro pasado,
juzgar las actuaciones de los demás.
Una cuestión importante a la hora de reflexionar sobre este tipo de asuntos es la concepción
de la muerte como un momento, como un instante. Creemos que la muerte es un momento
concreto que debemos determinar lo más exactamente posible. En mi opinión, esta deformación
ha sido producida por la mentalidad jurídica que
nos exige certificar la muerte y establecer su
momento exacto, por interés puramente legal.
Pero, en realidad, la muerte es un proceso y no un
instante, como por otra parte lo son la inmensa
mayoría de los fenómenos biológicos. En realidad, lo que estamos haciendo es convertir en un
instante lo que es un proceso, lo que clásicamente se ha denominado “el morir”, poner un límite
exacto en lo que es un continuo. Este problema
254 / Juan Carlos Álvarez
se nos da en muchos otros procesos; por ejemplo,
el proceso de maduración psicológica, la adquisición de la suficiente inteligencia y voluntad en las
personas para tomar sus propias decisiones. Evidentemente, esta maduración se da procesualmente a lo largo de muchos años, la infancia y
adolescencia, pero legalmente hay que poner un
límite exacto, instantáneo, y hablamos de la
mayoría de edad y la establecemos exactamente a
los 18 años (ahora, pues este límite se ha modificado muchas veces a lo largo de la historia),
aunque todos sabemos que la madurez no se
adquiere instantáneamente. Debemos pensar
que, aunque por cuestiones prácticas y legales así
debamos manejarla, la muerte no es un instante,
sino que en la realidad es un proceso que varía en
su duración y que nosotros debemos no intentar
alargar inútilmente.
Otra definición propuesta de LET es:
“Acotar el campo de lo técnicamente posible
en la actitud terapéutica, por lo médicamente
indicado en cada momento de la evolución clínica, respetando la voluntad del paciente capaz y
competente o, en su defecto, la familia”5.
En esta definición la doctora Catalán introduce pertinentemente la diferencia entre lo “técnicamente posible” y lo “médicamente indicado”.
Una cosa es que tengamos en nuestra mano posibilidades técnicas para continuar tratando y otra
muy distinta que eso esté indicado. Y no sólo que
esté indicado en los libros, en el ámbito general
de esa enfermedad, sino que esté indicado en ese
momento y en ese paciente. La medicina teórica
sienta unas indicaciones generales, en el ámbito
5
Mª P. Catalán Sanz, “Limitación del esfuerzo terapéutico: el lenguaje de la futilidad y situaciones clínicas”, en M.
de los Reyes López – F. J. Rivas Flores – R. Buisán Pelay –
J. García Férez, La bioética, mosaico de valores, Asociación de
Bioética Fundamental y Clínica, Madrid 2005, p. 125.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 255
que podemos llamar, impropiamente, universal,
pero el problema de la medicina clínica es tomar
decisiones en enfermos determinados y en
momentos concretos. Lo claramente indicado en
el libro, en el universal, puede no estar tan claro
en este paciente y en este momento de la evolución de su enfermedad y tener serias dudas sobre
la indicación concreta aquí y ahora. Los libros
nos describen enfermedades que en la realidad no
existen: nosotros no vemos la insuficiencia cardiaca por ningún sitio; nosotros nos enfrentamos
a un enfermo concreto que tiene, entre otras
cosas, una insuficiencia cardiaca, además de tener
una edad determinada, una EPOC, ser diabético
y tener un CA de próstata. De ese enfermo no
nos dice nada el libro; la indicación la sienta en la
enfermedad tipo, general; pero nosotros tenemos
que tomar decisiones en pacientes concretos. Lo
claramente indicado en el universal puede no
estarlo en el paciente que tenemos delante y en
ese momento de su evolución. Las enfermedades
evolucionan en el tiempo y, por tanto, lo indicado en un momento de la enfermedad puede dejar
de estarlo en otro momento más avanzado de la
misma. Por eso tenemos que evaluar prudentemente pacientes concretos en momentos muy
determinados. Ésta es la razón de que Mª Paz
Catalán diga que debemos “acotar el campo de lo
técnicamente posible en la actitud terapéutica,
por lo médicamente indicado en cada momento
de la evolución clínica”.
Pero esta autora añade otro factor a la hora de
limitar el esfuerzo terapéutico, “respetando la
voluntad del paciente capaz y competente o, en
su defecto, la de su familia”. Efectivamente, ya
tenemos los dos factores fundamentales en la
toma de decisión de LET, la indicación concreta
y la voluntad del paciente.
Podemos aventurarnos a proponer una definición de LET: la decisión de dejar de aplicar o suspender diferentes niveles terapéuticos (medica-
256 / Juan Carlos Álvarez
ción, oxigenoterapia, técnicas de soporte vital,
sangre, nutrición, hidratación) a pacientes sin
expectativas razonables de recuperación, en los
que el proceso está conduciendo a un retraso inútil de la muerte en lugar de a una prolongación
de la vida, ponderando y discerniendo lo médicamente indicado en cada paciente y en cada
momento de su evolución clínica, así como respetando la voluntad del mismo.
Criterios tradicionales y la postura
de la Iglesia católica
Tradicionalmente, al abordar este tipo de cuestiones se ha venido utilizando la distinción entre
medios ordinarios y medios extraordinarios,
sobre todo en la tradición cristiana. Parece que
fue el dominico español Domingo Báñez quien
en el siglo XVI acuñó esta expresión6,7. Teólogos
pertenecientes a la Escuela de Salamanca se plantearon, ya entonces, el interrogante sobre la obligatoriedad de la alimentación y los fármacos
como medio para conservar la vida. Al concepto
de medio ordinario se le atribuye la obligación
moral de utilizarlo con el fin de conservar la vida,
pero reconocieron que determinadas circunstancias en la situación del enfermo pueden convertirlo en medio extraordinario y eximir de la obligación de su utilización. Las razones que esgrimían
eran el alto grado de dificultad que pudiera suponer para el paciente, el coste económico, la limitada esperanza de beneficio y la inminencia de la
muerte.
6
F. J. Elizari Basterra, Bioética, Ediciones Paulinas,
Madrid 1991, p. 182.
7
J. L. Negrón Delgado, La supresión de la alimentación e hidratación artificiales en el paciente en estado vegetativo permanente en la teología católica, Tesis doctoral,
Facultad de Teología, Universidad Pontificia Comillas,
Madrid 2002, p. 124.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 257
Ya en el siglo XVI, el tema de la conservación
de la vida y de los medios disponibles para poder
cumplir con esta obligación de la moral cristiana
preocupó a los teólogos morales. Francisco de
Vitoria (1473-1546) defendió la siguiente postura:
“Nadie está obligado a comer manjares óptimos, exquisitos y regalados, aunque sean los más
provechosos y sanos... Nadie está obligado a vivir
en el clima más sano; luego tampoco a tomar la
comida más alimenticia... No está obligado nadie
a privarse del vino para vivir más; luego tampoco
a lo contrario... No está obligado a prolongar su
vida, como tampoco está obligado a trasladarse a
un sitio más sano... Nadie tiene obligación de
tomar medicinas para alargar la vida, aun habiendo peligro de muerte probable; por ejemplo, a
tomar algún remedio durante años para librarse
de las fiebres u otras cosas parecidas”8.
Para Vitoria, la naturaleza del alimento determina si hay o no obligación de tomarlo para
prolongar la vida. Sólo hay obligación de tomar
los alimentos comúnmente usados, aunque ello
implique el acortar su vida. Y continúa diciendo:
“Una cosa es acortar la vida y otra no prolongarla... Si bien el hombre no puede abreviar la
vida, tampoco está obligado a emplear cualquier
medio, por muy lícito que sea, para prolongarla.
Esto es bien claro, suponiendo que uno sepa de
cierto que los aires de la India son más sanos y
benignos y que allí viviría más tiempo que en su
tierra, no está por eso obligado a marcharse a la
India, ni aun a mudarse de una ciudad a otra más
sana. No quiere Dios que nos preocupemos tanto
de alargar la vida”.
Vitoria, en otro texto, introducirá el criterio
de la esperanza de vida y del coste económico:
“Nadie está obligado, como dije antes, a
poner todos los medios para conservar la salud,
F. de Vitoria, “Relectio de temperantia”, en Relecciones
teológicas (T. Urdánoz, ed.), BAC, Madrid 1960, p. 1.069.
8
258 / Juan Carlos Álvarez
sino sólo aquellos ordenados de suyo y convenientes a este fin... No está obligado el enfermo a
dar su patrimonio para curarse. Se considera
como que ya no hay remedio para él... El enfermo que no tiene esperanza de sanar, aunque
hubiera alguna extraordinaria y costosa medicina
que le alargara la vida algunas horas, y aun días,
no tiene obligación de comprarla, sino que es
suficiente que emplee los remedios ordinarios. A
este enfermo se le considera como desahuciado”9.
Llama la atención, en el momento actual,
cómo Vitoria clasifica al pollo, la gallina y las perdices como alimentos delicadísimos que no se
está obligado a consumir aunque nos prolongasen la vida durante veinte años:
“Segundo, digo que nadie está obligado a prolongar la vida, porque no se está obligado a usar
siempre alimentos delicadísimos, como gallinas y
pollos; aunque tenga posibilidades para ello y los
médicos digan que si come de eso vivirá más de
veinte años, pues aunque lo supiese con certeza, no
está obligado... Y así digo, tercero, que es lícito comer los alimentos comunes y regulares. Dado que
el médico le aconsejare comer pollos y perdices,
puede comer huevos y otras cosas comunes”10.
Como ya hemos señalado, el teólogo dominico
Domingo Báñez (1528-1604) acuñó las expresiones medio ordinario y medio extraordinario al tratar
el tema de la mutilación de algún miembro del
cuerpo humano. Se planteaba la obligación a
sufrir una amputación para conservar la vida,
concluyendo que el principio moral de conservar
la vida obliga siempre y cuando no conlleve dolor
ni gastos extraordinarios. Los medios obligatorios
son sólo los que se encuentran dentro de las categorías de “común” y “ordinario”:
9
F. de Vitoria, “Relectio de homicidio”, en Relecciones
teológicas (T. Urdánoz, ed.), BAC, Madrid, 1960, p. 1.127.
10
F. de Vitoria, In Secundam Secundae Sti. Thomae,
quaest. 147, art. 1., Salamanca 1934, p. 53.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 259
“No está obligado, hablando absolutamente,
y la razón es que, aunque el hombre está obligado
a conservar su propia vida, no lo está por los
medios extraordinarios, sino sólo por la comida y
vestido común, medicinas comunes o sufriendo
un dolor común y ordinario...”11.
Curiosamente, es el propio Báñez el que utiliza al mismo tiempo el concepto de “proporcionado” para referirse al medio que no representa un
gasto excesivo para el enfermo y, por tanto, que
está en proporción con el nivel económico de éste.
“...pero no cuando hay un dolor extraordinario y horrible, ni con gastos extraordinarios según
la proporción del estado de cada uno. Por ejemplo, si un ciudadano normal estuviese seguro de
conseguir la salud gastando tres mil ducados en
una medicina, no está obligado a tomarla. De
aquí está claro el argumento, porque, aunque el
medio es proporcionado según la recta razón, y
lícito por tanto, sin embargo, es extraordinario”12.
Otros teólogos de la época también trataron el
tema y mantuvieron la misma postura que Vitoria:
– Gregorio Sayrus (1570-1602) introdujo en
su reflexión el criterio de facilidad de uso.
– El jesuita Tomás Sánchez (1550-1610) distinguió moralmente entre la intención de
abreviar la vida y la decisión de no prolongarla mediante los mejores medios posibles.
– El también jesuita Leonardo Lesio (15541623) reflexionó sobre la dificultad de un
determinado medio y la certeza del beneficio: a mayor grado de dificultad y más incierta la posibilidad de beneficio, menor
obligación moral de utilizarlo.
Citado por J. L. Negrón Delgado, o. c., 125. Scholastica
Commentaria in Partem Angelici Doctoris S. Thomae, t. IV,
Decisiones de Jure et Justitia, II:II, q. 65, art. 1, Duaci 1.6141.615.
12
Ibíd.
11
260 / Juan Carlos Álvarez
– El cardenal Juan de Lugo (1583-1660)
considera la relación esfuerzo-beneficio, el
esfuerzo que conlleva un medio y el beneficio que oferta. Distingue entre dos formas en las que una persona actúa en contra de la obligación moral de conservar su
vida; a una la llama “acción positiva” (acto
que tiene como consecuencia directa la
muerte) y a la otra “acción negativa” (la
persona permanece pasiva sin evitar el peligro de muerte), anticipando la posterior
distinción entre eutanasia activa y pasiva.
Los medios ordinarios los encuadra dentro
de aquellos que proporciona la propia
naturaleza. Dice:
“Ni siquiera entonces está obligado a los
medios extraordinarios y difíciles... pues no
es de tanta importancia este bien de la vida
que se haya de procurar su conservación con
extraordinaria diligencia: una cosa es no ser
negligente con ella y arriesgarla de forma
temeraria, a lo que el hombre está obligado;
pero otra cosa es procurarla y retenerla por
medios exquisitos cuando huye de uno, a lo
que no se está obligado, por tanto no se considera moralmente que se quiere o se busca la
muerte”13.
– San Alfonso María de Ligorio (1696-1787),
uno de los más importantes representantes
del casuismo moral, mantiene la distinción
entre medios ordinarios y extraordinarios,
defendiendo que el medio que tiene un
elevado coste económico para el enfermo
no es obligatorio.
En conclusión, la conservación de la vida dentro de la tradición católica sólo se exige a través
13
Citado por J. L. Negrón Delgado, o. c., p. 133.
Cardenal de Lugo, De Justitia et Iure, Disp. 10, sec. I, nº 28,
Lugduni 1646, 257b.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 261
de los medios ordinarios; los medios extraordinarios serán siempre opcionales y no una obligación
moral. Se distingue entre conservar y prolongar
la vida. La conservación es una obligación, pero
sólo mediante medios ordinarios. La prolongación no es una obligación moral. Hay que tener
en cuenta el esfuerzo que supone para el paciente, el coste económico, la esperanza de vida y la
proporción entre el medio utilizado y el beneficio
recibido14.
A partir del siglo XVIII se comienza a plantear por parte de los moralistas la gran ambigüedad presente en la utilización de los términos
“ordinario” y “extraordinario”, propiciado por el
descubrimiento de la anestesia, lo que cambió
radicalmente la consideración de la cirugía como
medio extraordinario, pues disminuyó su riesgo y
la gran incomodidad que para el paciente antes
suponía. Hablar de medios ordinarios y extraordinarios es tremendamente confuso, pues una
técnica puede ser ordinaria en una situación y
extraordinaria en otra. Actualmente no hay técnicas extraordinarias en sí mismas. Muchas de las
consideradas así hace unos años son ahora de uso
común y se utilizan incluso en personas de muy
avanzada edad. A pesar de ello, ha seguido siendo utilizada esta distinción; por ejemplo, por Pío
XII en 195715, por conferencias episcopales16 y por
organizaciones no religiosas17. La Santa Sede, en un
conocido documento de la Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe, la declaración Iura et
bona sobre la eutanasia, dice:
Cf. J. L. Negrón Delgado, o. c., pp. 113-142.
En el discurso a los miembros del Instituto Italiano
de Genética Gregorio Mendel.
14
15
16
Como la Conferencia Episcopal Norteamericana en su
documento The Ethical and Religious Directives for Catholic
Health Care Facilities, en 1971.
Como, por ejemplo, The House of Delegates of the
American Medical Association, en 1973.
17
262 / Juan Carlos Álvarez
“Hasta ahora los moralistas respondían que
no se está nunca obligado al uso de medios extraordinarios. Hoy, en cambio, tal respuesta, siempre
válida en principio, puede parecer tal vez menos
clara, tanto por la imprecisión del término como
por los rápidos progresos de la terapia. Debido a
esto, algunos prefieren hablar de medios ‘proporcionados’ y ‘desproporcionados’. En cada caso, se
podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad
y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y
las posibilidades de aplicación con el resultado
que se puede esperar de todo ello, teniendo en
cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas
físicas y morales”18.
La utilidad de la distinción ordinario/extraordinario ha sido atacada por teólogos de la
talla de P. Ramsey, calificándola de circular y sin
significado concreto. Uno de los aspectos más
controvertidos ha sido el excesivo peso que se
daba al aspecto económico para su consideración como medio de uno u otro tipo19. El creciente desarrollo de la socialización ha hecho
que la Iglesia se replantee esta clasificación, pues
los términos cambian de contenido con los nuevos avances de la medicina y la tecnología, y
máxime cuando el Estado se hace cargo de la
asistencia sanitaria20.
El Comité Episcopal para la Defensa de la
Vida de la Conferencia Episcopal Española publicó en 1993 el librito La eutanasia. 100 cuestiones
y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la
actitud de los católicos. En la cuestión número 28:
“Pero ¿cómo distinguir los medios terapéuticos
ordinarios de los extraordinarios?”, dice:
18
Congregación para la Doctrina de la Fe, “Declaratio de
euthanasia”, en Acta Apostolicae Sedis 72 (1980). Traducción
al español en Ecclesia nº 1190 (12 de julio de1980), p. 862.
19
Cf. F. J. Elizari Basterra, o. c., pp. 182-183.
20
J. R. Flecha, La fuente de la vida. Manual de bioética,
Sígueme, Salamanca 2002, p. 424.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 263
“Evidentemente, es inútil establecer una
casuística objetiva de los medios ordinarios y
extraordinarios, porque eso depende de factores
tan cambiantes como la situación del paciente, el
estado de la investigación en un momento dado,
las condiciones técnicas de un determinado hospital, el nivel medio de la asistencia sanitaria de
uno u otro país, etc. Lo que respecto a un paciente en unas circunstancias concretas se estima
como medio ordinario, puede tener que considerarse como extraordinario respecto a otra persona,
o pasado un tiempo, o en otro lugar. De hecho, así
ocurre constantemente en la realidad cotidiana.
Ante estos problemas ciertos de interpretación, algunos prefieren no hablar de medios ordinarios y extraordinarios, sino más bien de medios
proporcionados y desproporcionados a la situación de cada enfermo, pues de este modo se puede
aquilatar mejor la decisión en cada caso”21.
Ésta es la razón por la que la declaración de la
Congregación para la Doctrina de la Fe ha cambiado la terminología clásica y ha adoptado la
nueva de medios “proporcionados” y “desproporcionados”. Esto permite no hablar del medio en
sí mismo, sino en función de las circunstancias y
siempre en relación con la situación y el momento evolutivo del paciente, poniéndose más énfasis
en el pronóstico que en otros factores, como el
coste económico, la distancia, etc.
La postura actual de la Iglesia católica, que,
como hemos visto, lleva varios siglos reflexionando sobre el tema que nos ocupa, se puede resumir
en los siguientes párrafos de la ya citada declaración sobre la eutanasia publicada el 5 de mayo de
198022:
21
Comité Episcopal para la Defensa de la Vida de la
Conferencia Episcopal Española, La eutanasia. 100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud
de los católicos, 1993, p. 27.
22
Cf. J. Gafo, Bioética teológica, Desclée de Brouwer –
Universidad Pontificia Comillas, Bilbao-Madrid 2003, pp.
268ss.
264 / Juan Carlos Álvarez
“En cada caso, se podrán valorar bien los
medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de
aplicación con el resultado que se puede esperar
de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones
del enfermo y sus fuerzas físicas y morales.
Para facilitar la aplicación de estos principios
generales se pueden añadir las siguientes puntualizaciones:
– A falta de otros remedios, es lícito recurrir,
con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición por la medicina más
avanzada, aunque estén todavía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo.
Aceptándolos, el enfermo podrá dar así ejemplo
de generosidad para bien de la humanidad.
– Es también lícito interrumpir la aplicación de
tales medios cuando los resultados defraudan
las esperanzas puestas en ellos. Pero, al tomar
una tal decisión, deberá tenerse en cuenta el
justo deseo del enfermo y de sus familiares, así
como el parecer de los médicos verdaderamente competentes; éstos podrán, sin duda, juzgar
mejor que otra persona si el empleo de instrumentos y personal es desproporcionado a los
resultados previsibles y si las técnicas empleadas
imponen al paciente sufrimientos y molestias
mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos.
– Es siempre lícito contentarse con los medios
normales que la medicina puede ofrecer. No se
puede, por tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque
ya esté en uso, todavía no está libre de peligro
o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale
al suicidio; significa más bien o simple aceptación de la condición humana, o deseo de
evitar la puesta en práctica de un dispositivo
médico desproporcionado a los resultados que
se podrían esperar, o bien una voluntad de no
imponer gastos excesivamente pesados a la
familia o la colectividad.
– Ante la inminencia de una muerte evitable, a
pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos
tratamientos que procurarían únicamente una
prolongación precaria y penosa de la existencia,
Limitación del esfuerzo terapéutico / 265
sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares”23.
Terminología actual
En la actualidad, dentro de la propia medicina y en las reflexiones que hace la bioética sobre
este tema se manejan preferentemente dos tipos
de criterios técnicos: por un lado, los conceptos
tradicionales de clasificación de los tratamientos
en indicado/no indicado/contraindicado; por
otro, el concepto de futilidad, el binomio
útil/fútil.
La reflexión actual sobre el problema de la LET
prefiere abandonar la terminología de medios
ordinarios/extraordinarios e incluso la más reciente de medios proporcionados/desproporcionados
por su ambigüedad y subjetividad, en favor de la
más utilizada en el ámbito clínico y con la que los
médicos nos encontramos más a gusto, más cómodos: lo indicado/no indicado/contraindicado.
Para definir estos términos utilizaremos la propuesta de F. G. Millar24, que lo hace de la siguiente manera:
– Tratamiento indicado: aquel cuya eficacia en
la curación de un determinado proceso o el
mantenimiento de una aceptable calidad de
vida es admitida en la comunidad científica, basada en la evidencia de la experiencia
y en estudios clínicos rigurosos.
– Tratamiento no indicado: aquel cuya eficacia en la curación o mantenimiento de una
aceptable calidad de vida no está probada
para la comunidad científica, si bien se le
puede presuponer empíricamente algún
Declaración sobre la eutanasia, 860ss.
F. G. Millar, “The Concept of Medically Indicated
Treatment”, en Journal of Medicine and Philosophy 18
(1993), pp. 91-98.
23
24
266 / Juan Carlos Álvarez
efecto beneficioso y ningún efecto adverso
grave en el proceso morboso.
– Tratamiento contraindicado: aquel que incide de forma negativa en la enfermedad o
en el enfermo, pudiendo provocar su aplicación la muerte del mismo. Su utilización,
por tanto, está proscrita25.
Además de estos términos, habremos de profundizar, más adelante, en la diferencia entre
acciones y omisiones, así como si es pertinente o
no la distinción entre no poner un tratamiento y
retirarlo cuando ya está instaurado, incluso si la
diferencia entre matar y dejar morir tiene o no
relevancia moral.
Habitualmente se introducen en la deliberación
sobre este problema una serie de neologismos que
conviene definir antes de ir más adelante:
– Distanasia: se utiliza como sinónimo de “encarnizamiento terapéutico”, llamado por
otros, exageradamente, con la horrorosa
expresión de “ensañamiento terapéutico”;
los anglosajones suelen preferir “furor terapéutico”, y autores como F. Abel proponen
acertadamente el de “obcecación terapéutica”. El prefijo dis significa en griego algo
“mal hecho”; en este caso, aplicado a tanatos, a la muerte, quiere expresar la “muerte
mal hecha”, la muerte con gran sufrimiento, la hipertrofia de la agonía, la muerte
difícil y angustiosa. Como señala Javier
Gafo, “el peligro de una praxis sanitaria
centrada unilateralmente en la prolongación de la vida, creando una situación cruel
para un enfermo irreversible”26. Una buena
definición es la que recoge F. Abel: “Pro25
26
Cf. M. P. Catalán Sanz, o. c., pp. 125-126.
J. Gafo, o. c., p. 258.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 267
longación del proceso de morir por medio
de tratamientos que no tienen más sentido
que alargar la vida biológica del paciente”27, señalando que la literatura americana
usa la expresión “life sustaining treatments”,
que suprime la intencionalidad maliciosa
de causar daño que conllevan las palabras
“encarnizamiento” o “ensañamiento”.
– Ortotanasia: el prefijo griego orto quiere
decir “correcto”, por lo que significaría la
muerte a su debido tiempo, la muerte en
el momento correcto, sin abreviaciones
tajantes ni prolongaciones desproporcionadas del proceso de morir28. La ortotanasia es el morir humanizado, aliviando el
dolor hasta donde sea preciso, eliminando
la angustia, la agitación, sin la intención
de acabar rápidamente con la vida del
enfermo, pero tampoco de alargar inhumanamente la agonía.
– Cacotanasia: el prefijo kakós quiere decir
“malo”, por lo que daría al término el significado de “mala muerte”. Serviría para
designar los casos en los que se provoca la
muerte del paciente sin contar con su voluntad29. Lo que antes se designaba como
eutanasia involuntaria y en realidad son
homicidios.
– Eutanasia: el prefijo eu quiere decir “bueno”,
por lo que etimológicamente significaría
“buena muerte”, pero en la actualidad se
ha convertido en un término técnico con
un significado preciso. La definición actual
27
F. Abel i Fabre, Bioética: orígenes, presente y futuro,
Fundación Mapfre Medicina – Instituto Borja de Bioética,
Madrid-Barcelona 2001, p. 166.
28
J. Gafo, La eutanasia. El derecho a una muerte humana, Temas de Hoy, Madrid 1990, p. 62.
29
Ibíd., p. 64.
268 / Juan Carlos Álvarez
de eutanasia es: los actos que tienen por
objetivo terminar deliberadamente con la
vida de un paciente con enfermedad terminal o irreversible, que padece sufrimientos que él vive como intolerables y a petición expresa de éste. Es decir, que para que
se denomine eutanasia a un acto tiene que
cumplir tres condiciones: que sea activa,
que sea directa y que sea voluntaria. Si
falta alguna de estas tres características, no
será eutanasia, será otra cosa.
En el pasado, se utilizaba una terminología que
ha quedado obsoleta, y continuar utilizándola sólo
sirve para confundir los debates sobre estos
temas. Se hablaba de:
– Eutanasia activa, positiva u occisiva: acciones encaminadas a producir deliberadamente la muerte de un paciente que sufre.
– Eutanasia pasiva, negativa o lenitiva: cesación de actitudes terapéuticas que prolonguen la vida de un paciente que se encuentra en situación de enfermedad terminal o
irreversible.
– Eutanasia indirecta: efecto secundario, no
deseado, ni buscado, pero imposible de
evitar del tratamiento del dolor. Principio
del doble efecto o voluntario indirecto.
– Eutanasia directa: sinónimo de eutanasia
activa, se utiliza para indicar que no es indirecta.
– Eutanasia voluntaria: a petición expresa
del paciente.
– Eutanasia involuntaria: sin petición del paciente.
Hemos de insistir en la necesidad de utilizar
los términos con su significación precisa; por eso,
debemos recalcar que el término eutanasia se
debe usar exclusivamente para designar lo defini-
Limitación del esfuerzo terapéutico / 269
do más arriba. El resto de designaciones serán
otras cosas diferentes a la eutanasia entendida en
el sentido técnico actual. Así, la eutanasia activa
directa involuntaria sería la cacotanasia u homicidio. La eutanasia activa indirecta es ni más ni menos que el clásicamente llamado principio del doble
efecto, es decir, cuando, generalmente en el tratamiento del dolor, aparece un efecto secundario30
que no buscamos pero que no podemos evitar.
Queremos quitar el dolor al paciente, usamos
dosis analgésicas, pero podemos adelantar la
muerte por el uso de los analgésicos opiáceos.
Eutanasia pasiva es lo que actualmente denominamos “limitación del esfuerzo terapéutico”31.
Sí hemos de hacer una última distinción, y es
el denominado homicidio por omisión por compasión para diferenciarlo adecuadamente de la LET.
Se entiende por tal el abandono de las opciones
terapéuticas ante un proceso susceptible de ser
curado en un paciente sometido a una enfermedad crónica, pero sin que su muerte esté próxima
debido a ella. Es decir, cuando a un paciente con
una enfermedad crónica (por ejemplo, un síndrome de Down) y con un pronóstico vital bueno a
largo plazo, por lo que respecta a esa enfermedad, le sobreviene un proceso intercurrente
agudo susceptible de ser tratado con éxito (por
ejemplo, una apendicitis), pero no se le trata
por compasión y pena de su enfermedad crónica, por lo que muere de la enfermedad aguda
concomitante. Es una omisión de un tratamiento debido de una enfermedad aguda con buen
30
En el uso de mórficos puede aparecer una parada
respiratoria por inhibición del centro respiratorio, cosa, al
parecer, bastante más infrecuente de lo que se suele creer.
31
No podemos extendernos más en el tema de la eutanasia, pues no es el objeto de este capítulo; solamente hemos
pretendido precisar los conceptos para poder abordar adecuadamente el tema que nos ocupa, la limitación del esfuerzo terapéutico, que algunos se empecinan en denominar
eutanasia pasiva para aumentar la confusión.
270 / Juan Carlos Álvarez
pronóstico vital por motivo de compasión en
una enfermedad crónica también con buen pronóstico vital. Esto no es LET, pues, según la
hemos definido, el paciente no debe tener
expectativas razonables de recuperación, y lo
que queremos evitar es alargar innecesariamente
el morir; mientras que en este caso el paciente sí
tiene expectativas claras de recuperación de su
proceso agudo si se le trata adecuadamente,
aunque su proceso crónico sea irreversible pero
no terminal. Por supuesto que la omisión de
tratamiento se realiza en el caso del homicidio por
compasión por omisión, sin mediar para nada la
voluntad del paciente.
Para terminar esta parte podemos afirmar, con
Juan Masiá, que una cosa es provocar la muerte
mediante la omisión deliberada de un cuidado o
tratamiento debido, necesario y con sentido, y otra
cosa es la omisión responsable de un tratamiento
no debido, innecesario y sin sentido.
Concepto de futilidad
El cambio de paradigma en la relación médico-enfermo reconociendo la autonomía de los
pacientes a la hora de tomar decisiones sobre su
salud y su enfermedad modifica el panorama en
la toma de decisiones clínicas. La decisión ya no
es una decisión técnica, como se pensaba anteriormente; es una decisión personal del enfermo
que depende de múltiples factores personales:
creencias, valores, edad, momento biográfico,
etc., y también de factores técnicos, de los que el
médico debe informar al paciente para que los
tenga en cuenta, además del resto de factores
personales, en la toma de decisión. El paciente
puede, en el nuevo paradigma de la relación clínica, rechazar los tratamientos, poner límites a los
mismos, expresar sus deseos para el futuro, hacer
instrucciones previas y elegir entre las diferentes
Limitación del esfuerzo terapéutico / 271
posibilidades que se le ofertan. Así pues, los
médicos ya no serían los responsables del encarnizamiento terapéutico, pues las decisiones las
toman los pacientes y sus familiares. De la muerte intervenida médicamente se pasa a la muerte
controlada por el propio paciente: él es quien tiene
que poner los límites al tratamiento.
Pero algunos pacientes o sus familiares han
comenzado a solicitar tratamientos desaconsejados por sus médicos32, 33. En esta situación se
intentó buscar un ámbito de decisión exclusivo
del médico, puramente técnico, desde el que se
pudieran rechazar estas exigencias desmedidas e
irracionales; así se comenzó a hablar de futilidad
terapéutica objetiva34.
El término futilidad fue introducido en bioética por el bioeticista y ex jesuita norteamericano
Albert R. Jonsen en el año 198035. Podemos decir,
por tanto, que este término procede de la tradición
de la moral católica, donde, como ya hemos visto,
es coherente considerar inútiles, es decir, fútiles,
todas aquellas actuaciones que denominaban
“extraordinarias” o “desproporcionadas”36.
En los años siguientes, las principales instituciones norteamericanas comenzaron a realizar
declaraciones sobre el tema: la President’s Com32
S. H. Miles, “Informed demand for non beneficial
medical treatment”, en N Engl J Med 325 (1991), pp.
512-515.
33
J. J. Paris et al., “‘Physicians’ refusal of requested treatment: The Case of Baby L”, en N Engl J Med 322 (1990),
pp. 1.012-1.015.
34
M. A. Sánchez González, “Los tratamientos inútiles
y el concepto de futilidad”, en Quadern CAPS 23 (1995),
p. 78.
35
B. Lo – A. R. Jonsen, “Clinical decisions to limit
treatment”, en Ann Intern Med 93 (1980), pp. 764-768.
36
D. Gracia, “Futilidad: un concepto en evaluación”,
en Ética y vida: estudios de bioética, t. 3: Ética de los confines
de la vida, El Búho, Bogotá 1998, pp. 258.
272 / Juan Carlos Álvarez
mission37 reconoció que los médicos no tenían
obligación moral ni legal de administrar tratamientos inútiles que no producirían ningún
beneficio; el Hastings Center publicó en 1987
unas directrices para la finalización de las técnicas
de soporte vital y el cuidado de los pacientes agonizantes38; la Sociedad Americana de Medicina
Critica39 y la American Medical Association40
reconocieron la autoridad del médico en situaciones de futilidad fisiológica.
Podemos definir la futilidad como aquella
actuación médica que carece de utilidad para un
particular paciente y que, por tanto, puede ser
omitida por el médico41. Otra manera de definirla puede ser: la intervención médica que pretende proveer un beneficio al paciente en una situación en la que la razón y la experiencia sugieren
que el éxito de la intervención es muy improbable y cuyas excepciones no se pueden reproducir
sistemáticamente.
Hemos de señalar que en ambas definiciones
se habla de la utilidad y el beneficio para el paciente concreto que tenemos delante y sobre el
que se está tomando la decisión. No la utilidad
37
President’s Commission for the Study of Ethical
Problems in Medicine, Deciding to Forego Life-Sustaining
Treatment, Government Printing Office, Washington D.C.
1983, p. 219.
38
The Hastings Center, Guidelines on the Termination
of Life-Sustaining Treatment and the Care of the Dying,
Indiana University Press, Bloomington 1987.
39
Task Force on Ethics of the Society of Critical Care
Medicine, “Consensus report on the ethics of foregoing lifesustaining treatments in the critically ill”, en Crit Care Med
18 (1990), pp. 1.435-1.439.
40
Council on Ethical and Judicial Affairs, American
Medical Association, “Guidelines for the Appropriate Use
of Do-not-Resuscitate Orders”, en Jama 265 (1991), pp.
1.868-1.871.
41
M. A. Sánchez González, o. c., p. 78.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 273
para el médico, ni para el hospital; ni por si acaso
hay una denuncia, ni la utilidad para otros
pacientes, ni para la ciencia en general. La utilidad y el beneficio en los que tenemos que pensar
son los de ese paciente concreto. Así, por ejemplo, en muchas ocasiones realizamos pruebas
diagnósticas incómodas, molestas, dolorosas y
caras que sabemos de antemano que no van a
cambiar nuestras decisiones posteriores, pero las
realizamos para quedar satisfechos con un diagnóstico brillante o para saber más, por afán de
conocimiento, pero en realidad a ese paciente no
le van a resultar de ninguna utilidad, no le van a
reportar ningún beneficio; nuestras decisiones no
van a cambiar según el resultado de la prueba.
Algunos autores distinguen semánticamente
entre los conceptos “inútil” y “fútil”. “Inútil” se
definiría como lo que no sirve para lo que se pretende, y “fútil” como lo que, aunque pueda servir
teóricamente, es previsible que no vaya a obtener
el resultado deseado42. Así, dentro del concepto de
futilidad se incluirían tanto las acciones no indicadas como las dudosamente indicadas (indicadas en
la teoría, pero que tenemos serias dudas sobre su
indicación en el caso concreto).
Conviene distinguir entre futilidad y racionamiento. Como hemos señalado anteriormente, el
concepto de futilidad se refiere a la ausencia de
beneficio para el paciente, sin incluir ningún tipo
de consideración económica, mientras que reservaremos el término racionamiento para la limitación de tratamientos por motivos económicos43.
En 1990 se dio un importante avance en la
concepción de la futilidad cuando Schneiderman,
42
J. L. Sanmartín Monzó – R. Abizanda Campos – J.
A. Gómez Rubí, “Limitación del esfuerzo terapéutico en la
práctica clínica”, en J. A. Gómez Rubí – R. Abizanda
Campos, Bioética y medicina intensiva: dilemas éticos en el
paciente crítico, Edikamed, Barcelona 1998, p. 85.
43
M. A. Sánchez González, o. c., p. 81.
274 / Juan Carlos Álvarez
Jecker y el mismo Jonsen escribieron un artículo
proponiendo una definición de futilidad basada
en criterios tanto cualitativos como cuantitativos44. El criterio cualitativo que proponen es: son
fútiles todos aquellos tratamientos que sólo preservan la inconsciencia permanente o que no permiten terminar con la dependencia de la unidad
de cuidados intensivos. Y el criterio cuantitativo:
un médico puede considerar fútil todos aquellos
tratamientos en los que los datos empíricos revelen que hay menos del 1% de probabilidades de
que sea beneficioso para el paciente45.
Después fueron revisando y perfeccionando su
teoría sobre la futilidad en una multitud de artículos durante toda la década de los años noventa46.
Entre sus publicaciones destaca el libro Wrong
Medicine: Doctors, Patients and Futile Treatment47.
Durante la década de los noventa48 el debate
sobre la futilidad se centró en Estados Unidos en
la utilidad clínica de ese concepto. Se ponía en
duda que el concepto futilidad pudiera tener un
interés práctico en la toma de decisiones clínicas. Los médicos clínicos, en general, hemos
considerado que a la hora de tomar decisiones
44
L. J. Schneiderman – N. S. Jecker – A. R. Jonsen,
“Medical futility: its meaning and ethical implications”, en
Ann Intern Med 112 (1990), pp. 949-954.
45
N. S. Jecker – L. J. Schneiderman, “Poner fin al tratamiento médico inútil: cuestiones éticas”, en D. C. Thomasma
– T. Kushner, De la vida a la muerte. Ciencia y bioética,
Cambridge University Press, Madrid 1999, pp. 188-195.
46
Véase una relación de los artículos publicados en
ibíd., 188, y en D. Gracia, o. c., pp. 259-260.
47
L. J. Schneiderman – N. S. Jecker, Wrong Medicine:
Doctors, Patients and Futile Medicine, Johns Hopkins
University Press, Baltimore 1995.
48
En 1989, un grupo de bioeticistas de la Universidad
de Chicago publicó un artículo revisando y criticando dicho
concepto. Cf. J. D. Lantos et al., “The Illusion of Futility in
Clinical Practice”, en Am J Med 87 (1989), pp. 81-84.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 275
comprometidas, difíciles, no podemos aplicar
con solidez un concepto para nosotros excesivamente teórico pero poco práctico. Así, por
ejemplo, Thomas J. Prendergast ha llegado a
hablar de la futilidad del término futilidad 49, y
Baruch Brody escribió un artículo precisamente
con ese mismo título50.
Diego Gracia, por el contrario, defiende que
el concepto futilidad es útil. Las decisiones médicas no responden a la lógica de la certeza, sino de
la probabilidad; han de ser siempre, por necesidad, solamente probables, ya que el conocimiento clínico es un conocimiento empírico. En este
contexto cabe preguntarnos: ¿cuáles han de ser los
índices de error o cuál tiene que ser la probabilidad
exigible a una decisión en que se halle en juego la
vida de una persona? 51. Evidentemente, este criterio es un criterio prudencial. En nuestra cultura
este límite lo marca el denominado intervalo de
confianza estadístico; lo usual es que utilicemos
un intervalo de confianza entre 0,05 y 0,01. Es
decir, el error es inferior al 5% o al 1%, dependiendo de cuál de los dos intervalos de confianza
elijamos utilizar en el estudio. Como ya hemos
visto, Schneiderman, Jecker y Jonsen defienden
que las decisiones sobre el final de la vida son
suficientemente prudentes cuando el error esperado es inferior al 1%, es decir, que debe considerarse fútil todo procedimiento que no resulta
efectivo en, al menos, uno de cada cien casos.
Diego Gracia defiende que “el límite prudencial no
tiene por qué situarse necesariamente en un punto, el
del 1%, sino más bien en un espacio, que debe estar
entre el 5% y el 1%. Los espacios prudenciales nunca
deben cuantificarse con exactitud, y por tanto carece
49
T. J. Prendergast, “Resolving Conflicts Surrounding
End-of-Life Care”, en New Horizons 5 (1997), pp. 62-71.
50
B. Brody – A. Halevy, “Is futility a futile concept?”,
en J Med Philos 20 (1995), pp. 123-144.
51
D. Gracia, o. c., p. 262.
276 / Juan Carlos Álvarez
de sentido el objetivarlos obsesivamente” 52. Opina
que es útil para la resolución de muchas situaciones concretas y se opone a las críticas de los
intensivistas al concepto de futilidad; entre ellos, al
ya citado de Prendergast. Para Gracia, el criterio de
futilidad es, primariamente, una cuestión de no
maleficencia; lo que expresa es que retirar ciertas
medidas en ciertas situaciones no es maleficente.
Lo médicamente útil es por definición no maleficente, y lo fútil o inútil es, en principio, maleficente. Este criterio es estrictamente médico, técnico, que nada tiene que ver con la voluntad del
paciente53.
En mi opinión, a la hora de tomar decisiones
concretas ante un paciente determinado, el criterio de futilidad no es operativo. Las estadísticas
nos hablan de grupos de pacientes con una determinada patología, pero la dificultad estriba en
saber las probabilidades reales de ese paciente
concreto en sus circunstancias precisas, con su
edad, sus patologías concomitantes, en el hospital determinado donde nos encontremos, con los
medios a nuestra disposición, etc. Y ese conocimiento no es accesible al clínico que tiene que
tomar la decisión. La decisión es para un individuo concreto, con unas circunstancias determinadas, en un contexto muy específico: ¿es la probabilidad de salir adelante de este paciente, aquí
y ahora, del 1%, del 6%, del 10%? ¿Cómo podemos saberlo? Creo que, desde el punto de vista
teórico, el concepto es muy adecuado, pero, desde
el punto de vista práctico, a la hora de tomar
decisiones, es poco operativo.
Algunos autores opinan que los juicios de
valor entran necesariamente a formar parte de los
juicios sobre futilidad. Los valores del médico
entrarían inevitablemente en este tipo de juicios,
52
53
Ibíd., p. 263.
Ibíd., pp. 264-266.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 277
por lo que no se les puede atribuir esa pretendida
objetividad que permite excluir al paciente de la
toma de decisión. Callahan aboga por que se elaboren pública y democráticamente los valores y
los procedimientos a los que se deban ajustar los
médicos, pero eso es muy cuestionado, ya que la
sociedad no puede imponer su criterio a los individuos en este tipo de decisiones.
El propio Callahan opina que, para establecer
un concepto adecuado de futilidad, es preciso
definir qué es una necesidad médica, precisar la
efectividad de los tratamientos, mejorar nuestra
capacidad de hacer pronósticos, realizar estudios
comparativos de resultados y costes, establecer
prioridades sanitarias y debatir públicamente este
problema54.
Acciones/omisiones. Matar/dejar morir.
Retirar/no poner
Habitualmente estos pares de términos generan grandes dudas y extrema confusión, no sabiéndose establecer bien las diferencias morales y
los matices entre ellos.
Previamente al análisis de estos términos
deberíamos establecer las diferencias conceptuales entre actos, acciones y actividades55, así como
intentar analizar los diferentes componentes de
un acto moral56 y su relevancia a la hora de establecer la moralidad del acto. Todo ello excede las
54
D. Callahan, “Medical Futility, Medical Necessity:
The-Problem-Without-A-Name”, en Hastings Center Report
21 (1991), pp. 30-35.
55
Para una aproximación detallada, véase G. H. von
Wright, Norma y acción. Una investigación lógica, Tecnos,
Madrid 1970, III parte y, especialmente, pp. 58ss.
56
G. H. von Wright, o. c., y S. Giner, “Intenciones
humanas, estructuras sociales: para una lógica situacional”,
en M. Cruz (coord.), Acción humana, Ariel, Barcelona 1997.
278 / Juan Carlos Álvarez
posibilidades del presente artículo y del espacio
disponible para su exposición. Pero debemos, al
menos, hacer una reflexión sobre la posible
influencia que pudiera tener la diferencia entre
acciones y omisiones a la hora de calificar moralmente un acto. Dicho de otra manera, si es relevante o no dicha distinción a la hora de establecer la moralidad de los actos humanos.
Hay diferentes tipos de omisiones. No todas son
iguales: hay omisiones de deberes donde no cabe
plantearse la voluntad del paciente, y hay omisiones de deberes donde sí es posible tener en cuenta
la voluntad del que recibe la acción. Las primeras
se comportan como si fueran acciones y se les
denomina comisión por omisión; las segundas se
comportan de forma muy distinta a las acciones.
No hay un comportamiento uniforme entre
las acciones y las omisiones; a nosotros nos interesa resaltar en concreto la diferencia entre las
acciones y omisiones transitivas maleficentes. Las
acciones transitivas maleficentes no varían su
calificación moral en virtud de la voluntad del
paciente; tanto nos solicite o nos rechace dicha
acción el sujeto que va a recibirla, la calificación
de acción maleficente no se ve modificada por
dicha voluntad. Si un enfermo nos pide que le
pongamos una inyección intravenosa de cloruro
potásico57, la acción sigue siendo maleficente aun
con la petición expresa del enfermo.
Pero las omisiones transitivas maleficentes sí
pueden convertirse en no maleficentes por la sola
influencia de la voluntad del paciente cuando
éste nos solicita dicha omisión. Por ejemplo,
omitimos la realización de una prueba diagnóstica o de un tratamiento porque el paciente no nos
da el consentimiento para realizarlo; si lo omitiéramos sin contar con su voluntad sería una omiAlgo absolutamente contraindicado por producir la
muerte directamente por parada cardiaca.
57
Limitación del esfuerzo terapéutico / 279
sión maleficente, pero, al omitirlo por voluntad
del enfermo, su calificación moral da un giro,
siendo una omisión no maleficente. Aquí se produce un conflicto de voluntades: la voluntad de
beneplácito del paciente (que no nos permite
operarle, quiere la omisión) contra la voluntad
del agente, ya que su voluntad de beneplácito
queda frenada por la del paciente, limitándose
únicamente a una voluntad de permisión, consintiendo la omisión aunque quiera intervenirle,
pero no pudiendo hacerlo al no obtener el consentimiento. La voluntad de beneplácito del
paciente puede modificar la moralidad de las
omisiones transitivas a priori maleficentes, convirtiéndolas en no maleficentes. Lo que, en cambio, no puede realizar en las acciones transitivas
maleficentes. ¿En dónde radica la diferencia?
Puede deberse a una diferencia intrínseca a los
conceptos de acción y omisión y que en realidad
no sean uno la mera negación del otro58, existiendo un cambio sustancial que no se explica únicamente por la anteposición de la negación. Por
otro lado, también puede deberse a que los deberes que se transgreden en las acciones maleficentes son deberes negativos, muy vinculantes,
mientras que los que se transgreden en las omisiones son deberes positivos, menos vinculantes y
en los que sí puede influir la voluntad del receptor de la acción, el paciente.
En conclusión, las acciones y las omisiones son
distintas a la hora de establecer su calificación moral. La diferencia entre ellas tiene relevancia moral.
Esto tiene importantes consecuencias prácticas59.
58
Una acción puede considerarse como una “no omisión” y una omisión, como una “no acción”.
59
Para profundizar más en este razonamiento, cf. J. C.
Álvarez – J. L. Trueba, “La influencia de la voluntad en la
moralidad de acciones y omisiones”, en J. Sarabia (coord.),
La bioética, horizonte de posibilidades, Asociación de Bioética
Fundamental y Clínica, Madrid 2000, pp. 77-84.
280 / Juan Carlos Álvarez
La distinción entre matar y dejar morir 60 ha
sido muy polémica en los últimos años y sigue
dando amplio juego. No es una cuestión banal.
Desde los años setenta, en que se inició, se mantienen los argumentos utilitaristas en torno a la
diferencia únicamente psicológica, pero no moral,
entre la acción de matar y la omisión que lleva a
dejar morir. Al ser las consecuencias las mismas,
los actos tendrían idéntica calificación moral, no
teniendo relevancia ni el agente causal de la
muerte ni la intención del agente moral. En esta
línea estarían autores, por ejemplo, como Joseph
M. Boyle61, para quien esta distinción no tiene
relevancia moral, y Helga Kuhse62, 63, que mantiene
que es un mito la idea de que dejando morir no
hay intención de causar la muerte. Por el contrario,
autores como Stanley Hauerwas defienden que la
distinción es pertinente, y Thomasma y Graber64
afirman que una cosa es querer la muerte y realizarla y otra muy distinta querer la muerte y dejar que
ocurra; defienden que la intención de la eutanasia
pasiva es la piedad o compasión y no la muerte,
mientras que en la eutanasia activa se busca la
muerte como medio para la compasión.
60
Véase el análisis de esta cuestión que hace Ph. Foot,
“Killing and Letting Die”, en B. Steinbock – A. Norcross
(eds.), Killing and Letting Die, Fordham University Press,
Nueva York 1994, pp. 280-289.
61
J. M. Boyle, “On killing and letting die”, en New
Scholasticism 51/4 (1977), pp. 78-80.
62
H. Kuhse, “A modern myth: that letting die is not the
intentional causation of death: some reflections on the trial
and acquittal of Dr. Leonard Arthur”, en J Applied Phil 1
(1984), pp. 21-38.
63
H. Kuhse, “La eutanasia voluntaria y otras decisiones
médicas sobre el final de la vida. A los médicos se les debería
permitir que echaran una mano a la muerte”, en D. C.
Thomasma – T. Kushner, De la vida a la muerte. Ciencia y
bioética, Cambridge University Press, Madrid 1999, pp. 269280.
64
D. C. Thomasma – G. C. Graber, Euthanasia: toward
an ethical social policy, Continuum, Nueva York 1990.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 281
Diego Gracia cree que una cosa es respetar la
voluntad del enfermo y no poner en su cuerpo lo que
él rechaza y otra muy distinta quitarle directamente
la vida. Distingue entre actos transitivos (los que
una persona realiza sobre otra) y actos intransitivos
(los que se realizan sobre uno mismo); cuando el
paciente rechaza un tratamiento es un acto intransitivo; cuando le quitamos la vida directamente, es
un acto transitivo. Para Gracia, esta diferencia no
es solo psicológica, sino también moral65.
Parece evidente que hay diferencia moral en
dos acciones dependiendo de quién sea el agente
y que no es lo mismo suicidarse (acto intransitivo), que matar a otro (acto transitivo) o que sea
la enfermedad la que termine con la vida del
paciente. En esta última posibilidad hay varios
casos muy distintos: en primer lugar, si la enfermedad acaba con la vida del paciente porque el
médico no actúa correctamente (deja morir a un
paciente con una apendicitis aguda sin hacer
nada y con la voluntad del paciente de ser operado y curado), está claro que la responsabilidad es
totalmente del médico y es poco relevante que
mate la enfermedad, pero estamos ante una
enfermedad curable y con la voluntad del enfermo de ser operado; en segundo lugar, puede que
la enfermedad termine con la vida del paciente
porque él mismo se niegue a consentir el tratamiento indicado, siendo, por supuesto, capaz y
competente; entonces mata la enfermedad, pero
la responsabilidad moral es del propio paciente;
el médico hace una omisión no maleficente del
tratamiento ante la negativa del paciente a ser tra65
Cf. D. Gracia, “Cuestiones de vida o muerte.
Dilemas éticos en los confines de la vida”, en Morir con dignidad: Dilemas éticos en el final de la vida, Fundación
Ciencias de la Salud, Doce Calles, Aranjuez 1996, pp.
124ss; íd., “Dilemas éticos en los confines de la vida: suicidio asistido y eutanasia activa y pasiva”, en Ética y vida: estudios de bioética, t. 3. Ética de los confines de la vida, El Búho,
Bogotá 1998, pp. 301-303.
282 / Juan Carlos Álvarez
tado; y en tercer lugar, puede que la enfermedad
mate en el contexto de una enfermedad terminal,
irreversible, no curable, donde el tratamiento lo
único que haría sería alargar la agonía del paciente:
dejar morir en esta situación al enfermo no es lo
mismo. Permitir la muerte, dejar que la enfermedad siga su curso estando ya inmersos en el proceso del morir, con el consentimiento del paciente o
los familiares, es algo muy distinto.
El agente que realiza la acción es importante; la
causa de la muerte también; la situación del enfermo, primordial; su voluntad esencial y la intención
y los motivos del agente moral son trascendentales.
Es cierto que el conocimiento de los motivos e
intenciones no es posible por un observador externo, como argumenta Helga Kuhse, pero eso no
quiere decir que no sean muy relevantes. El único
que conoce realmente sus motivos e intenciones es
el propio agente que realiza la acción; puede o no
ser veraz cuando nos los manifiesta, podemos
tener datos indirectos, pero todo eso sólo servirá
para juzgar externamente su acción moral. Él sabrá
siempre cuáles eran sus motivos e intenciones; el
juicio moral más importante lo hace uno mismo.
Lo otro es un juicio externo que es cierto que en
ocasiones no podremos hacer, pero eso no modifica la moralidad del acto.
Abordemos el último binomio de términos:
retirar/no poner. La primera consideración que
hemos de hacer es que estas expresiones suelen utilizarse en contextos en los que no cabe la voluntad
del paciente, en las unidades de cuidados intensivos con el paciente en situación crítica o en las
unidades neonatales. “Retirar” es una acción; “no
poner” es una omisión, pero lo relevante, incluso
legalmente, es que al retirar un tratamiento lo que
realmente hacemos es omitirlo; aunque haya que
hacer una acción para suspenderlo (desconectar un
aparato), realmente es una omisión. “Retirar” es
omitir una terapia; “no poner” también es omitirla. No hay diferencia. La diferencia es meramente
Limitación del esfuerzo terapéutico / 283
psicológica66: parece más duro, más difícil, decidir
“retirar” que decidir “no poner”. Algunos médicos
piensan, erróneamente, que si comienzan un tratamiento, luego no lo pueden retirar, y prefieren,
por tanto, no ponerlo desde el principio ante el
miedo a no poder suspenderlo más tarde. Esto no
debe ser así nunca. Si tenemos claro que se debe
retirar, retirémoslo sin dudarlo; si tenemos claro
que no debemos iniciar, no lo pongamos. El problema surge cuando tenemos dudas. Si dudamos
entre iniciar o no iniciar un tratamiento, debemos
intentarlo y reevaluar en el tiempo adecuado. Si
posteriormente, al reevaluarlo en su evolución,
tenemos claro que se debe retirar, no pasa nada por
suspenderlo. Pero ante la duda no debemos no
poner inicialmente, por miedo a no poder quitar
posteriormente. Ante la duda, probar y reevaluar,
dar la oportunidad al paciente y no tener miedo a
retirar cuando esté más clara la situación.
Pero no es lo mismo omitir algo con el consentimiento del paciente, a petición suya, que
omitirlo sin saber qué quiere el enfermo, sin tener
conocimiento de su voluntad. Si conocemos la
voluntad del paciente, se nos suelen facilitar
mucho las cosas y suele haber muchos menos problemas.
Diego Gracia introduce otro punto de vista
en esta cuestión. Veamos cómo lo expresa:
66
Se han realizado encuestas sobre esta cuestión tanto
en nuestro país como en Estados Unidos, entre los profesionales sanitarios, demostrándose que en la práctica ambas
situaciones son sentidas como distintas por la mayoría de los
intensivistas, prefiriendo la no instauración como la forma
de actuar más aceptable. Cf. R. Abizanda – L. Almendros –
B. Balerdi et al., “Limitación del esfuerzo terapéutico.
Encuesta sobre el estado de opinión de los profesionales de
la medicina intensiva”, en Medicina Intensiva 18 (1994), pp.
100-105; SCCM Ethics Committee, “Attitudes of critical
care medicine professionals concerning forgoing life sustaining treatments”, en Crit Care Med 20 (1992), pp. 320-326.
284 / Juan Carlos Álvarez
El intensivista tiende a no poner un procedimiento más que cuando lo ve indicado y, sin
embargo, no se atreve a quitarlo más que cuando
está ya claramente contraindicado. En este sentido cabe decir que no es lo mismo no poner que
quitar, ya que del no poner queda fuera el amplio
campo de la no indicación, y del quitar también,
de modo que las cosas sólo se quitan cuando se
ven contraindicadas67.
Es cierto: sólo se pone lo indicado y sólo se
quita lo contraindicado. Luego no se pone ni lo
“no indicado” ni lo contraindicado y no se retira
ni lo indicado, ni lo “no indicado”.
Cuándo y cómo limitar
el esfuerzo terapéutico
En la medicina hipocrática se establecieron
unos límites a la actuación del médico, como
hemos visto al inicio de este artículo. Las enfermedades de origen interno, atribuidas a la necesidad
(kat’ anánke-n), no eran susceptibles de ser tratadas
por el médico, pues su origen estaba en los dioses y
era considerado un pecado de soberbia, de rebeldía
insensata (hýbris), por parte del médico el intentar
ir en contra de los designios de éstos. Para Laín
Entralgo, había tres razones para abstenerse ante lo
imposible: una de carácter religioso, ya citada; otra
de carácter técnico, un tratamiento extemporáneo
podría aumentar el sufrimiento del paciente y/o
acelerar su muerte; y otra de carácter social, el cuidado que el médico debía tener en mantener el
prestigio profesional, pues la muerte o la incurabilidad mermarían este prestigio68.
D. Gracia Guillén, “Los cuidados intensivos en la era
de la bioética”, en Ética y vida: estudios de bioética, t. 3: Ética
de los confines de la vida, El Búho, Bogotá 1998, p. 253.
68
P. Laín Entralgo, La medicina hipocrática, Alianza
Editorial, Madrid 1982, pp. 307-309.
67
Limitación del esfuerzo terapéutico / 285
Esta actitud tuvo una primera mutación en la
Edad Moderna, cuando los médicos intentaron
hacer retroceder ilimitadamente las fronteras de la
enfermedad y de la muerte69. Se extendieron los
denominados tratamientos “heroicos”, cada vez
más agresivos, difundiéndose la mentalidad de que
había la obligación moral de hacer siempre todo lo
técnicamente posible.
Con el inicio de la medicina tecnológica en la
década de los sesenta del pasado siglo XX, vuelve a
producirse un cambio de actitud en los médicos
hacia los enfermos incurables; parece que ya no
todo lo técnicamente posible es obligatorio ni
deseable. El médico, intentando ser extremadamente beneficente, puede llegar a ser extremadamente maleficente70. Y se comienza a pensar que
no es lo mismo ayudar a vivir a quien está viviendo que impedir morir a quien se está muriendo71.
Así, el primer tratamiento que fue cuestionado
fueron las maniobras de reanimación cardiopulmonar (RCP), apareciendo a partir de 1962 los
primeros criterios para limitar su uso. En 1966, el
Ad Hoc Committee of the American Heart
Association and the National Academy of Sciences
describió por vez primera las llamadas órdenes de
no reanimación (ONR). Es a partir de finales de
la década de los sesenta cuando se inician en Estados Unidos los primeros protocolos institucionales de no reanimación para limitar el uso de
estas maniobras ante una parada cardiaca72.
Pero ahora debemos preguntarnos cómo decidimos y cuándo hacer limitación del esfuerzo terapéutico. En la actualidad se deben articular dos
factores a la hora de tomar la decisión; por un
lado, la parte objetiva, si está indicado/no indica69
70
M. A. Sánchez González, o. c., p. 77.
D. Gracia, “Futilidad...”, en o. c., p. 262.
71
Ibíd., p. 257.
72
Cf. M. A. Sánchez González, o. c., pp. 82-83.
286 / Juan Carlos Álvarez
do/contraindicado, y, por otro, la parte subjetiva,
la voluntad del paciente. La decisión que tomemos
va a estar siempre en función de estas dos variables.
La primera parte a tener en cuenta es la indicación. Ya hemos explicado anteriormente la gran
dificultad existente en la clínica para saber, en ocasiones, si algo está indicado o no en un determinado paciente y en un momento concreto de su
evolución. Una cosa es la indicación general, en la
teoría, y otra muy distinta la indicación en el particular, en el paciente concreto, en la clínica. Lo
claramente indicado en la teoría puede ser de más
que dudosa indicación en la práctica. Así, a la hora
de enfrentarnos a un paciente determinado, tenemos cuatro posibilidades: creer que una prueba
diagnóstica o un tratamiento está claramente indicado, dudosamente indicado, no indicado o contraindicado.
Por otro lado, la decisión podrá tomarse contando con la voluntad del paciente, contando con
la voluntad de la familia (en caso de no ser capaz o
competente) o sólo por decisión del médico. Cada
posibilidad tendrá un ámbito de decisión distinto.
Veremos cómo el ámbito de decisión de los familiares no es tan amplio como el del propio paciente
y cómo el ámbito de decisión del médico en solitario, sin tener que contar con paciente y/o familiares, es muy reducido: sólo en esas situaciones
que hemos denominado de futilidad terapéutica o
ineficiencia fisiológica.
Los médicos intensivistas identifican claramente tres situaciones donde debe limitarse el
esfuerzo terapéutico y en las que los pacientes
no deben ser ingresados en la UCI73, pues para
73
J. L. Sanmartín Monzó – R. Abizanda Campos – J.
A. Gómez Rubí, “Limitación del esfuerzo terapéutico en la
práctica clínica”, en J. A. Gómez Rubí – R. Abizanda
Campos, Bioética y medicina intensiva. Dilemas éticos en el
paciente crítico, Edikamed, Barcelona 1998, p. 79.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 287
ellos no reportaría ningún beneficio la terapia
intensiva:
– Cuando la muerte llega en forma y
momento oportunos (ancianos con padecimientos crónicos, irreversibles, de larga
evolución y abocados a la muerte de
forma natural).
– Cuando la muerte se produce inevitablemente en casos de enfermedad maligna diseminada.
– Cuando existe un daño o lesión cerebral
permanente que impide plantear un adecuado nivel de calidad de vida, ya que el
paciente no se halla en condiciones de
ejercitar sus opciones.
La mayoría de las unidades de cuidados intensivos utilizan, con adaptaciones propias, una clasificación de los pacientes críticos que originalmente fue propuesta por dos hospitales norteamericanos hace más de veinte años, el Hospital
de la Universidad Presbiteriana, de Pittsburg, y el
Hospital General, de Massachusetts. Esta clasificación pretende establecer, de la forma más objetiva posible, cómo hacer la limitación terapéutica
y resulta muy práctica a la hora de tomar tales
decisiones74:
– Categoría I: soporte total. Todos los enfermos se consideran incluidos en esta categoría al ser admitidos en la UCI y continúan
en ella, salvo que sean específicamente
reclasificados. Son pacientes con daños no
irreversibles, aunque sean de órganos vitales.
Se utilizan todos los recursos, sin ningún
tipo de limitación.
– Categoría II: enfermos que no deben ser
sometidos a reanimación cardiopulmonar.
74
Ibíd., p. 80-82.
288 / Juan Carlos Álvarez
Son enfermos que mantienen la función
cerebral, pero con insuficiencia cardiaca o
respiratoria irreversible, fracasos orgánicos
múltiples o en fase terminal de una enfermedad incurable. Reciben toda la ayuda
médica intensiva disponible, pero, si se
produce una parada cardiaca, el enfermo
no es reanimado. Se le permite morir.
– Categoría III: enfermos que no deben ser
sometidos a medidas extraordinarias. Son
los pacientes en los que un tratamiento
agresivo retrasaría la muerte más que prolongar la vida. Son enfermos con función
cerebral mínima y fracaso multiorgánico.
Se administra tratamiento convencional,
pero sin medidas de soporte vital (ventilación artificial, diálisis, nutrición parenteral, etc.). Si éstas estuvieran instauradas
previamente a la reclasificación del enfermo, se suspenden sólo si de ello no se
deriva la muerte de forma inmediata; en
ese caso, se instauraría un protocolo de
disminución progresiva del soporte que
intentaría llevar al paciente desde las
medidas extraordinarias a los parámetros
que en condiciones normales le permitirían sobrevivir.
– Categoría IV: muerte encefálica. Son considerados muertos legalmente, aunque su
corazón sigue latiendo y la respiración se
mantiene con un respirador artificial. En
estos enfermos se suspende todo tipo de
medidas, incluyendo la desconexión del
respirador, excepto que sean considerados
como donantes de órganos.
Observamos que en esta clasificación se utiliza la expresión “medidas extraordinarias” en la
categoría III. Ya hemos visto los inconvenientes
de esta terminología. Sin embargo, parece haber
acuerdo en considerar como medidas extraordi-
Limitación del esfuerzo terapéutico / 289
narias la reanimación cardiopulmonar, la ventilación mecánica, la diálisis y el soporte hemodinámico con fármacos vasoactivos75. Pero no hay
acuerdo respecto a los antibióticos, la fluidoterapia parenteral de mantenimiento y, sobre todo,
con la nutrición e hidratación por sonda nasogástrica. El debate sobre la nutrición e hidratación, tanto por vía parenteral como mediante
sonda, se plantea en discernir si se le considera un
tratamiento o un cuidado; si es un tratamiento,
es susceptible de ser suspendido como el resto,
según el balance riesgo/beneficio, pero, si se le
considera un cuidado, hay obligación de mantenerlo y no puede ser retirado. Los cuidados son
irrenunciables, se tienen que aplicar a todos los
sujetos independientemente de su situación y su
pronóstico: la higiene corporal, el cuidado de las
mucosas, el manejo de las excretas, etc. En esta
polémica intervienen considerablemente las
motivaciones afectivas; se ponen en juego inevitablemente las emociones, pero también influyen de forma trascendente los factores culturales (la diferencia entre la postura norteamericana y la que se mantiene en los países mediterráneos es muy significativa en lo que respecta a la
alimentación e hidratación mediante sonda).
Se ha intentado, no obstante, realizar guías
de consenso por parte de algunas sociedades
científicas, para unificar los criterios a la hora de
la toma de decisiones en la LET76, 77. La mayoría
75
SCCM Ethics Committee, “Attitudes of critical care
professionals concerning distribution of intensive care
resources”, en Crit Care Med 22 (1994), pp. 358-362.
76
American College of Chest Physicians/Society for
Critical Care Medicine Consensus Panel, “Ethical and moral
guidelines for the initiation, continuation and withdrawal
of intensive care”, en Chest 97 (1990), pp. 949-958.
77
Task Force on Ethics of the Society for Critical Care
Medicine, “Consensus report on the ethics of foregoing lifesustained treatments in the critically ill”, en Crit Care Med
18 (1990), pp. 1.435-1.439.
290 / Juan Carlos Álvarez
de ellas lo más que se atreven a afirmar es que se
deben retirar las medidas de soporte vital, por
razones exclusivamente médicas, en situaciones
de ineficiencia fisiológica, en los siguientes
casos:
– Muerte cerebral.
– Fracaso de tres o más órganos, más de cuatro días de duración.
– Estados vegetativos permanentes78.
Sin embargo, la mayoría de los hospitales de
nuestro país carecen de protocolos explícitos de
LET, aunque se toman las decisiones de forma
consensuada dentro de los diferentes servicios y
generalmente ateniéndose a los criterios descritos más arriba. Se aducen varias razones para
esta carencia de protocolos escritos; entre ellas,
podemos citar:
– La dificultad para aplicar los criterios a un
caso concreto, debido sobre todo a la gran
incertidumbre de los pronósticos cuando
se calculan por los índices de severidad y a
la tremenda inseguridad al definir la irreversibilidad de los procesos.
– El problema rebasa los límites de la medicina intensiva y se debería decidir deliberando de manera multidisciplinar y
especialmente en los comités de ética
asistencial.
– El miedo a la responsabilidad legal en que
se podría incurrir al tomar este tipo de
decisiones, practicando con frecuencia
una medicina defensiva79.
En algunos países se acepta también la retirada en
pacientes con importante deterioro neurológico tras dos-siete
días de tratamiento intensivo.
79
J. L. Sanmartín Monzó – R. Abizanda Campos – J.
A. Gómez Rubí, Limitación del esfuerzo..., o. c., p. 83.
78
Limitación del esfuerzo terapéutico / 291
Quién y con qué límites
debe decidir la LET
Como ya hemos explicado varias veces a lo
largo del artículo, las decisiones de LET, como
el resto de decisiones sanitarias, son patrimonio,
en principio, del enfermo y hemos de articular
en la decisión los dos criterios principales ya
mencionados: voluntad del enfermo e indicación médica. Lo deseable es que ambos factores
sean consensuados por todos los participantes en
la relación clínica: los profesionales sanitarios, el
propio enfermo y su familia. Siempre que sea
posible, ésa es la mejor manera de hacer las
cosas: llegar a acuerdos entre todas las partes
implicadas mediante el diálogo, la deliberación y
la información. Pero a veces los acuerdos no son
posibles. En cualquier caso, el paciente puede
rechazar los tratamientos, poner límites a los
mismos, expresar sus deseos para el futuro, hacer
instrucciones previas y elegir entre las diferentes
posibilidades que se le ofertan. Por supuesto, nos
estamos refiriendo a sujetos capaces legalmente y
competentes psicológicamente para tomar ese tipo
de decisión.
Es sabido que las decisiones autónomas deben
cumplir tres condiciones: ser voluntarias y libres
(sin coacciones), estar adecuadamente informadas (sin manipulaciones) y ser tomadas por un
individuo capaz y competente. La información es
fundamental a la hora de tomar cualquier decisión, pero en éstas particularmente. Debemos
insistir en dos cosas: la primera, que más que
informar (ser expendedores de información,
como si fueran salchichas) debemos comunicarnos con los pacientes. El concepto de “comunicación” es mucho más amplio e incluye los silencios, el lenguaje no verbal, la escucha (de la información que nos da el enfermo: sus dudas, sus
miedos, sus valores, sus creencias, sus deseos,
etc.). Para nosotros es fundamental conocer lo
que el paciente piensa y nos quiere transmitir.
292 / Juan Carlos Álvarez
Pero escuchar es muy difícil, y más para los médicos, que, si no tenemos tiempo de informar ni de
explicar a los enfermos las cosas, menos tendremos de escuchar sus divagaciones, sus temores,
etc. Pero si no conocemos ese aspecto del paciente, si sólo sabemos su patología y sus datos biológicos, las decisiones de las que estamos hablando
serán mucho más complicadas. La segunda cosa
en la que debemos insistir es el momento adecuado para dar la información. El proceso de
comunicación con un paciente crónico u oncológico es generalmente de años, y determinada
información tiene un momento propicio, tiene
“su momento”; si no lo aprovechamos y lo dejamos siempre para más adelante, es muy probable
que llegue la ocasión de tomar decisiones y nadie,
después de años, sepa qué quería el paciente,
que nadie se lo haya preguntado. Intentar dar la
información fuera de la oportunidad adecuada,
fuera de su kairós, es peor que no darla, pues si la
situación no es propicia, si el momento pasó hace
meses o años, podemos hacer mucho daño en
lugar de beneficio.
El ámbito de decisión del paciente para sí
mismo es más amplio que el de la familia o allegados cuando toman una decisión por sustitución. Veamos en dos figuras las diferencias (véase
figuras 1 y 2).
Podemos diferenciar tres situaciones distintas en relación con el tratamiento: que esté
claramente indicado; que estando indicado en
teoría, tengamos serias dudas de su indicación
concreta en ese paciente en la situación en que
se encuentra (dudosamente indicado); que no
esté indicado, pero tampoco contraindicado.
No contemplamos el caso de que el tratamiento
esté contraindicado, pues es claro que, tanto si
lo quiere el paciente como si lo rechaza, el médico no debe proporcionar nunca ese tipo de
tratamientos.
Limitación del esfuerzo terapéutico / 293
Si el paciente quiere un tratamiento claramente indicado, es evidente que no debe hacerse
LET. Está indicado y el paciente lo quiere: se realiza el tratamiento o prueba diagnóstica.
Si el paciente rechaza, no quiere, un tratamiento claramente indicado, se origina un conflicto entre la indicación del médico y la voluntad del paciente. Ante esta negativa, si el paciente es capaz legalmente y tiene un nivel de competencia acorde con la decisión a tomar (por
ejemplo, si es un tratamiento donde se juega la
vida, debería tener un alto nivel de competencia:
un nivel 3 si utilizamos la escala móvil de Drane),
deberemos limitar el esfuerzo y no realizarlo
ante la falta de consentimiento del interesado.
Desde el punto de vista moral, es claro que el
único que puede rechazar un tratamiento claramente indicado es uno para sí mismo, siempre y
cuando se den las condiciones para considerar la
decisión como una decisión auténticamente
autónoma.
Fig. 1 Limitación del esfuerzo terapéutico en
relación a la voluntad del paciente80.
Reproducido con modificaciones de Mª P. Catalán
Sanz, o. c., p. 136.
80
294 / Juan Carlos Álvarez
Cuando tenemos dudas sobre la indicación
del tratamiento en ese paciente en particular y el
paciente quiere que se le haga, deberemos realizarlo, es decir, no haremos LET, pero reevaluaremos periódicamente para ver si con la evolución
del cuadro clínico tenemos más clara la indicación o la falta de la misma con el paso del tiempo. La reevaluación periódica de la indicación es
obligada, pues la inestabilidad de los pacientes en
situación crítica hace variar las indicaciones a lo
largo del proceso. Si, por el contrario, el paciente
no consiente el tratamiento, al igual que en el
caso anterior, deberemos respetar su decisión y
limitar el esfuerzo.
En el caso de un tratamiento que no esté
indicado pero tampoco contraindicado y el
paciente no lo desee, no hay problema alguno:
no se realiza, pues ni médico ni paciente lo estiman adecuado. Pero si el enfermo quiere, solicita, un tratamiento no indicado, dependerá del
ámbito sanitario en que nos encontremos para
acceder o no a su requerimiento.
La medicina pública está obligada a proporcionar los tratamientos indicados exclusivamente, se rige por los principio de no maleficencia y
de justicia, y no tiene que proveer tratamientos
no indicados ni, por supuesto, tampoco los contraindicados. En cambio, en la medicina privada las cosas son distintas; se rige por el principio
de beneficencia, y ahí es el paciente el que determina qué es lo que considera él beneficente para
sí mismo y lo paga. En el ámbito privado se
deben suministrar los tratamientos indicados y
los no indicados; nunca los contraindicados,
aunque se los financie el paciente.
Veamos ahora qué puede ocurrir cuando el
paciente no puede tomar la decisión por sí
mismo y hay que acudir a la decisión subrogada,
también llamada por sustitución o por representación. Supongamos inicialmente que no existen
Limitación del esfuerzo terapéutico / 295
instrucciones previas, pues si las hubiere, las consideraciones serían muy distintas.
Fig. 2 Limitación del esfuerzo terapéutico en
relación a la voluntad subrogada81.
Cuando la familia consiente un tratamiento
claramente indicado, igual que en el caso de la
voluntad del propio paciente, no hay problema y
se debe realizar la terapia. Pero cuando la familia
rechaza lo claramente indicado, tenemos un conflicto importante. Si el paciente no tiene instrucciones previas, en mi opinión, la familia no
puede tomar ese tipo de decisión. Lo claramente
indicado, insisto, sólo puede rechazarlo uno para
sí mismo; la vida sólo se la puede jugar el propio
interesado. El representante debe tomar la decisión siempre con el criterio del mayor beneficio
del representado, y, en principio, el mayor beneficio parece ser siempre a favor de la vida (excepto
en situaciones de terminalidad y muy mal pronóstico, donde el mayor beneficio no es necesariamente la prolongación de la vida biológica, pero
ahí los tratamientos que únicamente prolongan
Reproducido con modificaciones de Mª. P. Catalán
Sanz, o. c., p. 136.
81
296 / Juan Carlos Álvarez
la vida biológica no estarían claramente indicados). Por ejemplo, un cónyuge no puede negarse
a que se opere de apendicitis a su pareja o a que
se le trasfunda sangre. En esta situación no deberemos hacer LET, a diferencia de cuando la
voluntad es manifestada directamente por el propio interesado. Deberemos persuadir a la familia
de que esa decisión no es aceptable.
Otra cuestión es si se han dejado instrucciones previas; si existen y se han otorgado con las
suficientes garantías de que expresan una decisión verdaderamente autónoma del interesado;
entonces, la voluntad es la del propio sujeto, aunque manifestada con anterioridad, y deberemos
aceptar su decisión. Aquí, el problema, desde mi
punto de vista, es que la actual legislación no
avala que el otorgamiento se haya hecho con las
cautelas necesarias para garantizar que la decisión sea verdaderamente autónoma (voluntaria y
libre –sin coacción–, suficientemente informada
–sin manipulación– y que el sujeto fuera en ese
momento capaz y competente), pero éste es un
problema que no podemos desarrollar aquí.
Si el tratamiento es dudosamente indicado y
los familiares quieren intentarlo, deberemos realizarlo y reevaluar para ver la evolución en el
tiempo, igual que cuando era el paciente el que lo
solicitaba. Si para nosotros no está claro y la
familia lo desea, deberemos intentarlo. Pero una
situación mucho más complicada se da cuando
ante ese mismo tratamiento, dudosamente indicado, la familia lo rechaza: ¿qué debemos hacer?
Por un lado, el tratamiento está teóricamente
indicado, pero la situación nos hacer dudar de su
pertinencia, y la familia debería decidir en el
mayor beneficio del paciente. Ése debe ser el criterio para decidir, el mayor beneficio para el enfermo (suponiendo la ausencia de instrucciones
previas). En esta situación, creo que el pronóstico es un dato trascendental. A peor pronóstico,
tanto de tiempo de vida como de calidad de la
Limitación del esfuerzo terapéutico / 297
misma, y teniendo serias dudas sobre la pertinencia del tratamiento para ese paciente, creo que
deberemos hacer caso a la familia en su petición y
limitar el esfuerzo terapéutico. Sin embargo, si la
situación tiene un buen pronóstico, deberíamos
dar una oportunidad al paciente.
Si el tratamiento no está indicado pero tampoco contraindicado, la situación es igual que en el
caso de que la voluntad fuera del mismo paciente:
dependerá de si nos encontramos en el ámbito de
la medicina pública o de la medicina privada,
como ya hemos explicado.
Hemos visto las diferentes posibilidades que se
nos pueden dar a la hora de integrar la voluntad
del paciente o la de su familia y la indicación del
médico en orden a tomar decisiones respecto a la
LET. Algunas situaciones serán necesariamente
conflictivas: cuando los deseos del paciente no
coincidan con los criterios del médico y, sobre
todo, cuando los familiares intenten tomar decisiones que excedan el ámbito de su competencia
como sustitutos. Debemos conocer las variables
que se dan en la realidad, ya que nuestras actuaciones dependerán de su combinación: quién tome la
decisión, lo que solicite, la indicación médica, si
nos encontramos en la medicina pública o privada, etc., así como los límites de cada uno de los
participantes en la relación clínica. Las situaciones
en las que el médico puede tomar decisiones de
LET sin contar con la voluntad del paciente son
muy limitadas y ya las hemos comentado. En
general, debemos llegar a acuerdos, a veces difíciles, con el enfermo y con sus familiares, dedicando
tiempo a comunicarnos con ellos, a explicarles los
límites del arte, intentando entre todos encontrar
el mayor beneficio para el paciente, para que nuestras actuaciones no le hagan sufrir innecesariamente y buscando ese “momento adecuado” en el
morir tan difícil de conseguir, sin pasarnos en el
tratamiento y sin quedarnos cortos en nuestros
esfuerzos: en el justo medio siempre está la virtud.
298 / Juan Carlos Álvarez
Lo que no es limitación
del esfuerzo terapéutico
La limitación del esfuerzo terapéutico no debe
ser nunca ni limitación de los cuidados –éstos
son irrenunciables– ni limitación del tratamiento
sintomático: dolor, náuseas, vómitos, convulsiones,
angustia, agitación, etc. El cuidado de los pacientes debe ser un cuidado integral, que abarque
todas las esferas de la persona. El médico debe
acompañar a su paciente hasta el final procurando eliminar su sufrimiento, procurando su bienestar, así como el de su familia. La buena muerte es la muerte en paz, la muerte sin sufrimiento,
y ésta sí es tarea de la medicina. Tenemos arsenal
suficiente para procurar a nuestros enfermos un
final sin sufrimientos. Intervenir en la muerte, sí,
pero no para alargar el tiempo de morir, no para
alargar las agonías, sino para que nuestros enfermos mueran en el momento adecuado y sin sufrimientos innecesarios.
Cuando se hace LET, el paciente y sus familiares nunca deben percibir muestras de abandono. Una cosa es renunciar a los esfuerzos terapéuticos y otra muy diferente abandonar al
paciente a una muerte “natural” pero con sufrimientos que podemos eliminar perfectamente.
Cuando el paciente se niega a un determinado
tratamiento, esto no significa que renuncie al
resto de tratamientos y cuidados, y nunca debemos abandonarle ni privarle del resto de la asistencia porque no estemos de acuerdo con su
decisión.
La LET no es racionamiento, el cual, como ya
hemos definido anteriormente, es la limitación
de tratamientos por motivos económicos, ni tampoco es la restricción de los recursos para controlar el gasto. El objetivo de la LET debe ser siempre
evitar el sufrimiento del paciente y no tiene que
mezclarse ni confundirse con esos otros conceptos.
Esto no quiere decir que no se pueda y deba hacer
Limitación del esfuerzo terapéutico / 299
en ocasiones el racionamiento y la limitación de
prestaciones, pero no debemos confundirlo con
la LET.
Algunos autores introducen criterios económicos a la hora de definir la LET; por ejemplo,
Engelhardt afirma: “El esfuerzo terapéutico que
debe arbitrarse ante cualquier paciente gravemente enfermo debe ser directamente proporcional a la posibilidad de éxito, los años de vida
garantizados tras el tratamiento y la calidad de
éstos, y, en cambio, debe ser inversamente proporcional al costo del tratamiento considerado”82.
Introducir criterios económicos en la limitación
del esfuerzo terapéutico es peligroso. Engelhardt
escribe desde un modelo de asistencia sanitaria
neoliberal, del que es acérrimo defensor, en el
que cada uno se costea los tratamientos en función de su capacidad económica; algo muy alejado, por tanto, de nuestro criterio de justicia y del
modelo de asistencia sanitaria a cargo del Estado
del que nosotros disfrutamos. Si el paciente tiene
que pagarse la asistencia sanitaria, parece lógico
que lo económico sea un factor a tener en cuenta en su decisión de querer o no el tratamiento
propuesto, pero una cosa muy distinta es que en
un sistema sanitario socializado se introduzcan
dichos criterios económicos. En mi opinión,
deberemos hablar de racionamiento o de limitación de prestaciones cuando el criterio para restringir sea lo económico y reservaremos el concepto de limitación del esfuerzo terapéutico
para el uso que le hemos dado.
Para finalizar, no me resisto a transcribir un
famoso texto, reproducido infinidad de veces, del
médico-cirujano norteamericano Sherwin B. Nuland, autor del libro Cómo morimos, y que puede
82
H. T. Engelhardt – M. A. Rie, “Intensive care units;
scarce resources and conflicting principles of justice”, en
JAMA 255 (1986), pp. 1.159-1.164.
300 / Juan Carlos Álvarez
ayudarnos a reflexionar sobre el tema que nos
ocupa. En el epílogo de ese libro nos dice:
“El día que yo padezca una enfermedad grave
que requiera un tratamiento muy especializado,
buscaré un médico experto. Pero no esperaré de él
que comprenda mis valores, las esperanzas que
abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de vida. No es para
esto para lo que se ha formado y en lo que me
puede ayudar. No es esto lo que animan sus cualidades intelectuales. Por estas razones, no permitiré
que sea el especialista el que decida cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo
menos, lo expondré con claridad, de forma que, si
yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión
quienes mejor me conocen. Las condiciones de
mi dolencia quizá no me permitan ‘morir bien’ o
con esa dignidad que buscamos con tanto optimismo. Pero dentro de lo que está en mi poder,
no me moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que un campeón
de la medicina tecnológica no comprenda quién
soy yo”83.
Bibliografía
De los Reyes López, M. – Rivas Flores, F. J. –
Buysán Pelay, R. – García Férez, J., La
bioética, mosaico de valores, Asociación de
Bioética Fundamental y Clínica, Madrid
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Alimentación artificial
Juan Aristondo Saracíbar
Planteando
La medicina actual se encuentra a veces ante situaciones en las que seguir alimentando un cuerpo
humano del que no se obtiene ninguna respuesta
puede ser considerado, al menos por algunos, contraproducente. Alimentar al enfermo supone, según
algunos autores, prolongar su agonía, no su vida.
Esta situación se viene planteando desde hace
algún tiempo, sobre todo, en tres tipos de enfermos: los “terminales”, los que abarca el así llamado
“estado vegetativo” (en adelante = EV) y los afectados por enfermedades mentales graves o degenerativas, como alzheimer. Con los últimos avances
realizados en el campo técnico se ha llegado a tal
punto que prácticamente todo tipo de enfermo
puede ser alimentado artificialmente, prolongando indefinidamente el período de subsistencia del
organismo biológico. La cuestión sobre cuándo y
cómo aplicar esa alimentación reviste, quizá por
eso mismo, mayor importancia.
Otros aspectos también han cambiado en las
últimas décadas, en buena parte del mundo occidental. Hay cada vez un mayor respeto por la
autonomía del paciente, a quien, cada vez de
modo más insistente, se le ha sugerido, invitado o
urgido a expresar su voluntad respecto a los tratamientos y cuidados de los que quiere ser objeto no
solamente en el presente, con los documentos de
“Consentimiento informado”, sino también en el
304 / Juan Aristondo Saracíbar
futuro, con los documentos de “Voluntades anticipadas”, regulados según la ley nacional española
41/2002 y las disposiciones de las respectivas
comunidades autónomas del país. El estado de
inconsciencia ya no es, por tanto, motivo para que
el enfermo quede a merced de la voluntad de
parientes más o menos interesados o de responsables sanitarios más o menos benévolos.
La conciencia de que los recursos sanitarios
son limitados y la necesidad de aprovecharlos lo
mejor posible es otro criterio que va abriéndose
paso también entre nosotros. ¿Cómo aprovecharlos? ¿Evaluando la edad, pronóstico, tipo de comportamiento, situación vital? Habrá abundantes
planteamientos al respecto, pero todos ellos partirán de un convencimiento común: los recursos
técnicos y económicos que se pueden invertir en
la subsistencia de un enfermo son limitados.
Luego hablaremos de los recursos afectivos de las
personas relacionadas, pues sobre su limitación
quizá el acuerdo no es tan contundente.
Deberemos tener en cuenta esta evolución a la
hora de plantearnos la conveniencia de aplicar o
mantener técnicas de alimentación e hidratación
artificial en pacientes. De los tres tipos de enfermos citados al principio, vamos a centrarnos en
los pertenecientes al EV, que, debido entre otros
motivos a su prolongación en el tiempo, es de los
que generan más problemas a la reflexión ética,
más costes sociales y, preferentemente, más coste
afectivo en las familias y personas afectadas. A su
vez, entre otros problemas que circundan al EV
nos centramos en el de la alimentación e hidratación artificiales. Distingamos brevemente estos
conceptos.
La alimentación e hidratación artificial (AHA)
Hablamos de alimentación e hidratación artificial (que abreviaremos como AHA) cuando nos
referimos a las técnicas que pueden utilizarse para
Alimentación artificial / 305
alimentar a los pacientes en situaciones en que no
son capaces de insalivar, deglutir o asimilar por sí
solos alimentos o líquidos necesarios para la subsistencia. Algunos hablan ya de AHA en procesos
similares a la alimentación directa, impulsando el
alimento por boca y esófago hasta el lugar en que
ya el cuerpo reacciona y continúa la digestión, o
preparándolo con sistemas que sustituyen a la insalivación. Más estrictamente hablando, se suele
hablar de nutrición artificial enteral o parenteral.
La primera se refiere a la introducción de fluidos
nutritivos a través de sondas, normalmente sondas
naso-gástricas, que llevan el alimento hasta el estómago o a otras secciones del aparato digestivo. La
segunda prescinde del aparato digestivo, inyectando directamente el alimento en una vena a través
de un catéter. Si este segundo tipo debe prolongarse un tiempo se suele aplicar en una vena principal.
Hablando de AHA en EV solemos referirnos a la
primera de ellas, utilizando el aparato digestivo.
Cuando los pacientes se recuperan o al menos
la recuperación es previsible en un futuro cercano,
ninguno de los tres tipos de alimentación artificial
crea otros problemas éticos que la justa distribución de la riqueza. Podemos ciertamente preguntarnos por qué aplicamos tratamientos de este tipo
para la subsistencia de algunos seres humanos en el
Primer Mundo, mientras hacemos muy poco por
la alimentación normal y ordinaria de otros seres
humanos en otros contextos culturales. Esta pregunta, sin embargo, podemos referirla a una buena
parte de las intervenciones y tratamientos médicos
realizados en el Primer Mundo. Si bien, en ocasiones, las dudas de muchos conciudadanos nuestros
pueden ir por aquí, pocas veces se han aplicado en
la reflexión de expertos. Al revés, la AHA de un ser
humano es vista como un logro más de la ciencia
y técnica médicas. Es considerado un progreso
social poder mantener así en vida, mientras se
recupera de otras dolencias, a un ser humano que
de otra forma moriría.
306 / Juan Aristondo Saracíbar
Las dudas surgen más bien al preguntarnos si
debemos o no aplicar constantemente este tipo
de alimentación a enfermos que no presentan respuesta al tratamiento, cuyo futuro no ofrece
espacio para la esperanza de una total o al menos
parcial recuperación. Las dudas surgen al aplicar
constantemente una sonda intravenosa en un
paciente en coma, cuando vemos que la situación
se prolonga sin mejoría durante años y es evidente que sin semejante tipo de alimentación el
paciente moriría –dicen unos– o descansaría ya
de una vez al terminar su largo proceso de muerte –dicen otros.
En los casos en los que la situación de inconsciencia se ha mantenido durante el tiempo mínimo suficiente para la evaluación del EV –este
punto se verá más adelante–, si se decide suspender la AHA, el primer día no hay cambios visibles.
Hacia el tercer o cuarto día se va notando la boca
más seca y los ojos hundidos. Van faltando la saliva, las lágrimas. La presión sanguínea se reduce.
Los pacientes van perdiendo los fluidos internos,
necesarios para el funcionamiento de los órganos.
Entre ellos, los riñones, que deberían limpiar la
sangre de toxinas, van fallando. Las toxinas influyen en la respiración, cada vez más irregular. Otros
sistemas orgánicos van también fallando. Así, en
un promedio de 8-10 días llega la muerte.
El estado vegetativo
A primera vista, podría compararse la AHA,
en su valoración ética, con la administración de
comida y bebida a un ser humano en circunstancias normales. Puede ser considerada un acto sencillo de caridad o solidaridad. En este caso no es
un tratamiento médico, sino un cuidado que
puede quedar bajo la responsabilidad de cuidadores u otros miembros del personal sanitario, o
incluso de familiares del enfermo. Su aplicación,
Alimentación artificial / 307
sin embargo, sobre todo en los casos que van a
traer conflicto ético, frecuentemente va unida a
situaciones en los que el enfermo está inconsciente o sufre otras complicaciones que nos hacen
distanciar este proceso de la simple administración de comida. También el planteamiento ético,
por tanto, ha de ser diferente. En la literatura
médica ha sido paradigmático el caso de los
enfermos cuyo avanzado estado de demencia,
degeneración mental o enfermedades similares es
tal que el sujeto rechaza todo alimento. También
la aplicación de AHA a los casos de “enfermos
terminales” ha sido objeto de diálogo, valorando
la más acuciante necesidad de aliviar la agonía y
el correlativo sufrimiento de los familiares. Las
consideraciones que siguen pueden a veces aplicarse tanto a un tipo como otro de enfermos. Nos
proponemos, sin embargo, centrar este texto en
la reflexión relativa a los pacientes en EV.
Debemos distinguir dos tipos de funciones en
la consciencia de cada ser humano vivo. Las funciones de vigilia y las funciones cognitivas. Las
primeras se encargan de mantenernos alerta. Las
segundas son las responsables del pensamiento y
su expresión. Las primeras son necesarias para las
segundas, no así al revés. La principal alteración
de las primeras es el coma, en el que el paciente
permanece “con los ojos cerrados y no es posible
despertarlo mediante estímulos (a diferencia del
sueño); no presenta movimientos intencionados
ni percepción del dolor, y se mantiene más de
una hora, con lo que se distingue del síncope y de
la lipotimia. El estupor es un grado menos grave,
en el que el enfermo puede ser despertado con
estímulos intensos”1. El EV es una de las posibles
alteraciones del segundo tipo de funciones. Se
llega a él tras un período en coma, del que aparentemente se “despierta”, se abren los ojos en
J. A. Gómez Rubí, Ética en medicina crítica,
Triacastela, Madrid 2002, p. 134.
1
308 / Juan Aristondo Saracíbar
ciclos de sueño-vigilia y se respira autónomamente, pero al faltar las funciones cognitivas no se
puede hablar, comprender ni experimentar emociones. Fuera de estos estados debemos situar el
síndrome de cautiverio, en el que la conciencia conserva sus funciones (ve, oye, siente emociones,
sufre, etc.), pero no puede realizar movimientos
para comunicarse, de hecho. “Es uno de los cuadros más dramáticos que se pueden observar en
medicina, que en su forma más característica está
ocasionado por una lesión bilateral de la vía piramidal, que provoca parálisis a los cuatro miembros y los pares craneales inferiores, pero respeta
la sustancia reticular, lo que hace que la conciencia esté totalmente conservada. También pueden
quedar libres los núcleos verticales de los ojos, lo
que permite al menos una precaria comunicación
con el exterior”2.
Los enfermos en EV son uno de los colectivos
más dependientes, con un mayor grado de incomunicación y falta de respuesta a estímulos externos, sean afectivos o físicos. A veces pensamos que
esa realidad se nos haría más comprensible cuando
la muerte ya está cerca, pero, al menos conceptualmente, ya salimos del “estado vegetativo” y
entramos en la reflexión sobre los “terminales”.
Ante los enfermos en “estado vegetativo”, sin
duda, un sentimiento que nos embarga es la
perplejidad. ¿Cumplen con unos requisitos
mínimos para ser humano? ¿Quién pone esos
requisitos, esos límites? ¿Cualificamos a todos
como humanos?
Nos encontramos ante enfermos que mantienen ciclos de vigilia y sueño, con períodos de ojos
abiertos y cerrados. Los largos períodos de aparente vigilancia deberían indicar atención, pero
no existe ninguna relación con la información
exterior. La ausencia de signos que expresen cons2
Ibíd., pp. 135.
Alimentación artificial / 309
ciencia es clara, si bien algunos autores discuten
sobre si esa ausencia de signos de atención manifiesta o no la ausencia de consciencia en sí
misma.
Así lo describe Juan Gómez Rubí: “Desde un
punto de vista clínico se reconoce porque el
paciente inicialmente se encuentra en coma profundo, en el que suele necesitar asistencia respiratoria mecánica y, tras ello, comienza a respirar
espontáneamente, abre los ojos y las pupilas responden a la luz, e incluso puede tener períodos
de sueño-vigilia. Conserva los reflejos de la tos y
la deglución, y llega a ser posible la alimentación
manual depositando la comida en la parte posterior de la faringe para activar los reflejos de deglución involuntarios (aunque por razones de tipo
práctico, se alimentan por sonda gástrica). A
veces, muestran movimientos estereotipados de
los miembros, relativamente complejos, y los
retiran ante estímulos dolorosos, pero sin experimentar dolor. Otras veces adoptan una actitud de
‘decorticación’ (miembros en flexión) espontánea
o al ser estimulados. Todas las reacciones voluntarias, el comportamiento consciente o las emociones están ausentes. El paciente no tiene consciencia de sí mismo ni de su medio, aunque
puede parecer despierto porque a veces mantiene
los ojos abiertos e incluso puede seguir con la
mirada (por ello, este cuadro también se denomina coma vigil)”3.
Para expresarlo con concisión, acudamos a las
siete características del “estado vegetativo” presentadas por la Academia Norteamericana de Neurología, que hoy en día puede ser considerado un
texto fundamental:
“1. Ausencia de conciencia de sí mismo y del
entorno e incapacidad para interactuar con
otros.
3
Ibíd., p. 135-136.
310 / Juan Aristondo Saracíbar
2. La respuesta a estímulos visuales, auditivos y
dolorosos no posee carácter reproducible,
propósito o conducta voluntaria.
3. Ausencia total de lenguaje expresivo o comprensivo.
4. Estado de vigilia intermitente manifestado
por la existencia de ritmo vigilia/sueño.
5. Preservación de actividad hipotalámica y de
tronco-encéfalo que permita sobrevivir con
atención médica.
6. Incontinencia de esfínteres.
7. Variable preservación de reflejos en nervios
craneales y espinales (pupilas y reflejos oculocefálicos, corneal, vestíbulo-ocular, nauseoso y espinal)”4.
Este EV pasa a ser llamado “permanente”
cuando no se observan cambios transcurridos tres
meses si la causa ha sido una lesión no traumática, y transcurrido un año si la causa ha sido traumática (accidentes, por ejemplo).
Muchos atribuyen el origen de la expresión
“estado vegetativo persistente” a B. Jennett y F.
Plum, que lo usaron en 1972, aclarando que era
mejor acuñar un término para un tipo de pacientes que la medicina ya venía conociendo, que
ocultarlo en el anonimato de términos médicos
complejos que ofrecían poca claridad a una situación. Sin embargo, puede decirse también que es
sólo el término lo que se ha aclarado. La situación
de estos enfermos no se ha clarificado y una de las
necesidades será la de hacer lo posible por localizar el pronóstico más fiable5.
4
J. A. Camacho – F. J. Cambra, “Diagnóstico del EV
(estado vegetativo): aspectos clínicos y éticos”, en Bioètica &
Debat, nº 35 (2004), pp. 11.
5
Cf. B. Jennett – F. Plum, “Persistent Vegetative State
after Brain Damage. A Syndrome in Search of a Name”, en
The Lancet 319 (1972), pp. 734-737.
Alimentación artificial / 311
Sin embargo, como otros notan, el uso de
un término simple para una realidad compleja
puede tener sus inconvenientes, y la idea de reducir los enfermos a vegetales no es el menor entre
ellos.
Otra confusión viene de hacer equivalente
“persistente” con “permanente”. Jennett y Plum
ya expusieron que optaban por “persistente”, término más enérgico que “prolongado” pero no tan
concluyente como “permanente” o “irreversible”.
En Francia se ha difundido más la expresión
“enfermos vegetativos crónicos” a partir de un
importante trabajo sobre estos enfermos preparado por el Centro Sèvres, que publica sus conclusiones en 1991 y 19976.
Una primera pregunta que surge ante ellos es
si estos enfermos pertenecen aún a la humanidad
y, por tanto, son dignos de ser destinatarios de la
Carta de Derechos Humanos; por ejemplo, P.
Verspieren, en el estudio citado, no duda en
recalcar que la Carta de Derechos Humanos debe
aplicarse a todo ser humano, sin distinción de
raza, opinión, origen, y sin distinción de situación sanitaria.
Más relevante, porque viendo la falta de reacción nuestras dudas se hacen más evidentes, es la
pregunta de si estos seres humanos están aún
vivos. Si centramos la definición de “vida” en las
características intelectuales o relacionales, corremos el peligro de valorar a unos seres humanos
por encima de otros, haciendo distinciones.
Además, consideremos que la ausencia de consciencia no queda evidenciada, y la irreversibilidad
del proceso tampoco puede ser afirmada. Estos
motivos filosóficos (el problema de definir la
6
Cf. F. Tasseau – M. H. Boucand – J. R. Le Gall – P.
Verspieren, États végétatifs chroniques. Répercussions humaines. Aspects médicaux, juridiques et éthiques, École Nationale
de la Santé Publique, Rennes 11991, 21997.
312 / Juan Aristondo Saracíbar
vida) y médicos (la no evidencia de la falta de
consciencia ni su calificación de irreversible) llevan al Centro Sèvres a afirmar que nos encontramos ante pacientes aún vivos.
Efectivamente, la constatación de la muerte
de un ser humano se ha visto sometida a criteriologías distintas, sin que se haya logrado una uniformidad de criterios suficiente. Recordemos el
paso de un concepto cardio-respiratorio de muerte a uno de ausencia de actividad cerebral, diagnosticada a través del conocido electro-encefalograma plano, mantenido durante un número de
horas determinado por leyes civiles. Recordemos
también las dudas que se dan para clarificar la
situación de muerte de un enfermo según las secciones del cerebro en las que hayamos comprobado la inactividad (encéfalo o su corteza, cerebelo o tallo cerebral).
El estudio Sèvres de 1991 presenta que en Francia se daban al año unos 9.000 casos de traumatismo craneal grave, de los que 300 quedan en
estado vegetativo crónico. En el tiempo de la realización del estudio, había en Francia unos mil
enfermos en EV. Estadísticamente sobreviven una
media de dos años. La calificación de “crónico”
llega a los tres meses, en los casos de origen no traumático, y al año, en los de origen traumático.
Sin embargo, sea porque este estado no se
conoce aún suficientemente bien, sea porque
algunos enfermos han sido erróneamente clasificados como pertenecientes a él, se han difundido en los medios de comunicación social
casos de personas que teóricamente han “salido”
de una situación de EV –dicen unos–, o comparable pero distinta de él –dirán otros–, de más
de 10 años, obteniendo una cierta recuperación.
Un caso curioso reciente es el de Terry Wallis,
tetrapléjico estadounidense, que vuelve a hablar
tras 19 años. La familia siempre le hablaba y
se le organizaban fiestas... “como si les oyera”,
Alimentación artificial / 313
comentan7. También el del bombero Donald
Herbert, tras diez años en lo que muchos llamaron persistente estado vegetativo, recobró el
habla el 30 de abril de 20058. En otros casos la
descomposición interna es tan evidente que
puede ser mensurada. ¿Qué pensar sobre el tema
de la irreversibilidad, por ejemplo, cuando la
autopsia demuestra que el cerebro de Terry
Schiavo pesaba unos 615 gramos, menos de la
mitad de un cerebro normal?9 A la hora de la
reflexión ética, claro, unos se fijan más en los
autores y datos que aseguran la irreversibilidad y
claridad del diagnóstico, y otros más en sus dificultades y poca fiabilidad.
En 2004 Donald E. Henke presenta en Roma
una tesis doctoral precisamente sobre el tema que
nos ocupa10. Recuerda datos muy similares a los
analizados por el Centro Sèvres, aunque procedentes del mundo norteamericano en su mayoría. Analiza así la falta de posibilidades de recuperación para estos enfermos, tras los tres meses
de constatación de la falta de consciencia para los
que tienen situaciones de origen no traumático y
tras un año para los accidentados. En ambos casos,
la supervivencia es valorada es de una media de
dos años. Analiza las prácticamente inexistentes,
aunque no rechazables inmediatamente, posibilidades de recuperación. Aprovecha un estudio
norteamericano de 754 enfermos. Presenta detalladamente los medios técnicos por los que se reaVer El País, 10 de julio de 2003, p. 24.
Ver ACI, 4 de mayo de 2005.
9
Ver diariomedico.com, 17 de junio de 2005.
10
D. E. Henke, Artificially Assisted Hydration and
Nutrition. From Karen Quinlan to Nancy Cruzan to the
Present: An Historical Analysis of the Decision to Provide or
Withhold/Withdraw Sustenance from PVS Patients in Catholic
Moral Theology and Medical Practice in the United States.
Dissertatio ad Doctoratum in Theologia Morali Consequendum, Academia Alfonsiana, Roma 2004.
7
8
314 / Juan Aristondo Saracíbar
liza la AHA, la composición de nutrientes y líquidos, y un listado de beneficios y posibles complicaciones o dificultades, así como los costes de su
aplicación. Luego, como parte más importante
del texto, hace un extenso análisis de las orientaciones católicas, preferentemente vaticanas, y la
legislación o códigos deontológicos de la bioética
norteamericana.
La tesis mencionada abordaba un tema candente. Buena prueba de ello es que la Asociación
Médica Mundial aprobara en 1989 su “Declaración sobre el estado vegetativo persistente” y la
retirara en 200511. Sobre la aplicación de AHA a
este tipo de enfermos hubo extensos debates en
Norteamérica, recrudecidos en 2004-2005, con
referencias concretas a algunos casos, entre los
que sin duda uno de los más famosos ha sido el
de Terry Schiavo. Del 17 al 20 de marzo de 2004
la Academia Pontificia para la Vida, en unión
con la Federación Mundial de Asociaciones de
Médicos Católicos, mantiene un congreso sobre
el EV y llegan a la conclusión de que la “posible
decisión de suspender la alimentación y la hidratación, cuya administración al paciente en estado
vegetativo es necesariamente asistida, tiene como
consecuencia inevitable y directa la muerte del
paciente. Por tanto, constituye un auténtico acto
de eutanasia, por omisión, moralmente inaceptable”12. En la misma postura se sitúa el papa Juan
Pablo II en el discurso conclusivo, de 20 de
marzo de 2004, donde reconoce en primer lugar
Cf. http://www.wma.net/s/policy/p11.htm.
Academia Pontificia para la Vida. Federación
Mundial de Médicos Católicos, Reflexiones sobre los problemas
científicos y éticos relativos al estado vegetativo, Roma, 17-20 de
marzo de 2004, nº 10. En www.vatican.va. FIAMC (World
Federation of Catholic Medical Associations) – Pontifical
Academy of Life, “Considerations on the Scientific and
Ethical Problems Related to the Vegetative State”, en National
Catholic Bioethics Quarterly 4 (2004), pp. 579-581.
11
12
Alimentación artificial / 315
la dificultad actual para establecer un diagnóstico
certero sobre la evolución del paciente. Se exigiría, por tanto, la AHA por lo menos hasta conocer con certeza su pronóstico. En un segundo
momento reconoce también que cuanto más se
prolonga la situación de “estado vegetativo persistente” más probable es la muerte sin recuperación. Sin embargo, recuerda también que hay
casos en que los enfermos vuelven a una vida
consciente. Cualquiera que sea su situación, estos
enfermos, como todos los seres humanos, gozan
de una dignidad inquebrantable, son hijos queridos de Dios, y los demás humanos debemos
hacer todo lo que esté a nuestro alcance por mantenerlos en el mejor modo de vida posible.
Concretamente dice: “Por tanto, el enfermo en
estado vegetativo, en espera de su recuperación o
de su fin natural, tiene derecho a una asistencia
sanitaria básica (alimentación, hidratación, higiene, calefacción, etc.) y a la prevención de las
complicaciones vinculadas al hecho de estar en
cama. Tiene derecho también a una intervención
específica de rehabilitación y a la monitorización
de los signos clínicos de eventual recuperación”13.
Después se centra en el tema de la AHA, afirmando que es un cuidado ordinario y proporcionado:
“En particular, quisiera poner de relieve que la
administración de agua y alimento, aunque se lleve
a cabo por vías artificiales, representa siempre un
medio natural de conservación de la vida, no un
acto médico. Por tanto, su uso se debe considerar,
en principio, ordinario y proporcionado, y como
tal moralmente obligatorio, en la medida y hasta
que demuestre alcanzar su finalidad propia, que en
este caso consiste en proporcionar alimento al
paciente y alivio a sus sufrimientos”14.
13
Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un congreso sobre “Tratamientos de mantenimiento vital y estado vegetativo”, 20 de marzo de 2004. En www.vatican.va.
14
Ibíd.
316 / Juan Aristondo Saracíbar
Para algunos autores, resulta claro que en
estos textos Juan Pablo II se dejó orientar por una
determinada corriente de pensamiento que no
era compartida por todos en la Iglesia católica,
ni por el judaísmo ni por otras Iglesias cristianas.
En efecto, ya en 1988 la Federación Norteamericana de Neurología había aprobado considerar
la nutrición e hidratación auténticos tratamientos médicos, no meros cuidados, y por tanto su
aplicación o mantenimiento sobre un enfermo
determinado se evaluaba según el pronóstico.
Estos tratamientos podían no ser aplicados, o ser
suprimidos, en determinados pacientes, pues
constituían una prolongación de la agonía, un
medio de prolongar una vida biológica que no
era verdaderamente humana, y para cuyo mantenimiento no debían utilizarse medios “extraordinarios”. Grandes personalidades católicas del
mundo de la bioética, como el dominico Kevin
O’Rourke o el jesuita Richard McCormick, por
ejemplo, habían expresado claramente su postura
contraria a la oficial. Lo mismo Kevin W. Wildes,
Thomas J. Bole III, David Kelly, Thomas A.
Shannon o James J. Walter. Algunos habían tenido una postura contraria al mantenimiento de
AHA en pacientes en EV, modificándola posteriormente, como William E. May y Germain
Grisez. En ambiente europeo, el médico y jesuita
catalán Francesc Abel, por ejemplo, consideraba
en 2004 que la aplicación de la sonda alimentaria era un remedio desproporcionado, ciertamente extraordinario, para los enfermos. Nos dice:
“Existen dos posturas en el análisis de la atención al paciente en EVP [estado vegetativo permanente]. Una considera que estos pacientes son
los más necesitados y son como un paradigma de
la dependencia humana a los que debemos atención en nombre de la solidaridad humana. Otra,
la nuestra, considera que el paciente en EVP está
irremisiblemente inaccesible a todo cuidado y que
lo mejor es no crear falsas esperanzas. Hay que
explicar cuidadosamente la realidad a cuidadores
y familiares y suprimir la hidratación y nutrición
Alimentación artificial / 317
artificiales, tan pronto se tenga la certeza diagnóstica y la familia esté psicológicamente preparada.
No tiene sentido mantener tratamiento de soporte a una vida meramente biológica. Es mejor permitir que estas vidas lleguen a su término natural
de una forma digna”15.
Por otra parte, en septiembre de 2005 el
Comité Nacional Italiano para la Bioética aprueba
el documento “La alimentación e hidratación de
pacientes en estado vegetativo persistente”16. El
texto opta de manera tajante en favor de la aplicación de AHA en los pacientes en estado vegetativo. Sin embargo, sin entrar ahora a analizar la
composición del comité, recordemos que recibe
18 votos favorables y ocho en contra. Las posiciones, por tanto, también en este foro, no alcanzan
la deseada unanimidad de criterios. El diálogo ha
de mantenerse.
Si antes fueron famosos algunos casos norteamericanos, como el del bombero Paul E. Brody
(muerto en 1986), Claire Conroy (1985) o la
joven accidentada Nancy Beth Cruzan (1990), el
caso que más literatura ha desarrollado en los últimos años ha sido el de Terry Schiavo, a quien,
según las informaciones más difundidas en los
medios de comunicación social, su marido quería
liberar de la atadura de la AHA y dejar morir en
paz, mientras sus padres pedían el mantenimiento de AHA. La batalla pasa a ser judicial y alcanza
15
F. Abel, “El debate bioético en el estado vegetativo”,
en Bioètica & Debat nº 35 (2004), pp. 1-4, cita en p. 3.
Ver F. Abel, “Estado vegetativo persistente (EVP) y decisión
de suspender el tratamiento médico, incluidas la hidratación
y nutrición artificiales”, en A. Dou (ed.), El dolor, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1992, pp. 151-198.
16
Texto aprobado en la sesión plenaria del 30 de septiembre de 2005. Cf. http//www.palazzochigi.it/bioetica/pareri.html. En 1992, el grupo de estudio “Bioética y Neurología”,
de la Sociedad Italiana de Neurología, había presentado
también sus orientaciones sobre los pacientes en estado
vegetativo persistente. Ver Bioetica: Rivista Interdisciplinare 1
(1993), pp. 385-391.
318 / Juan Aristondo Saracíbar
las más elevadas instancias norteamericanas.
Semejante contienda legal habría podido aliviarse,
si no superarse completamente, con el diálogo previo entre los miembros del equipo médico y la
propia enferma, o alguien designado por ella con
poderes legales, según afirma Edmund Pellegrino17. Hace ya tiempo que se criticaba esa confianza excesiva en un documento de voluntades anticipadas. Hay que volver a insistir en el diálogo con
familiares, toma de decisión con representantes
legales, y progresiva evaluación de la situación
médica18. A la hora de escribir estas líneas, un
nuevo caso va tomando relevancia en los medios
de comunicación social. Se trata de Haleigh
Poutre, niña de 11 años, cuya situación, descrita
como de “estado vegetativo persistente” ha sido
producida, según parece, por las palizas de una tía
carnal que la adoptó en 200119.
En España, anualmente se producen unos
40.000 traumatismos craneoencefálicos a consecuencia de los accidentes de tráfico. El 70% de
ellos son jóvenes entre 14 y 30 años. La Federación
Española del Daño Cerebral suele comunicar estas
cifras cada verano en los medios de comunicación
social. De estos enfermos, el 5% queda en coma
vegetativo, el 25% padece lesiones graves y el
70% padece lesiones moderadas o leves.
¿Qué piensan los profesionales encargados
de llevar a cabo la AHA en pacientes en EV
permanente? J. A. Gómez Rubí, en el estudio citado, presenta una estadística realizada entre 326
internistas norteamericanos, expertos en nutrición
por sonda, para recabar su opinión sobre varios
supuestos. El 98% es favorable a instaurar la
Ver diariomedico.com, 3 de octubre de 2005.
Así Rebecca Dresser, consejera de bioética del presidente norteamericano George Bush, y Hermann Nys, de la Universidad de Lovaina. Ver diariomedico.com, 6 de feberero de
2003.
19
Ver diariomedico.com, 13 de diciembre de 2005.
17
18
Alimentación artificial / 319
sonda en caso de neumonía aguda, el 84% es contrario a insertarla en casos de demencia. El 80%
era partidario de retirar AHA en casos de EVP.
Solamente el 16% considera la AHA un cuidado
básico, mientras que un 84% lo considera medida
terapéutica. Encuestas realizadas en España muestran datos diversos. Si bien es cierto que la esperanza de recuperación de los enfermos es similar,
las convicciones personales del personal sanitario o las expectativas socioculturales hacen que sus
sentimientos sean distintos. Solamente el 16%
reconoce como tratamiento suprimible la administración parenteral de líquidos y la nutrición
por sonda. La nutrición parenteral (intravenosa)
es tenida como medida desproporcionada, suprimible, por el 53%. Los textos suelen hablar de
AHA en general, incluyendo tanto a la que se realiza por sonda nasogástrica como a la intravenosa.
Atendiendo a esta encuesta entre profesionales,
será útil, para la reflexión ética, distinguir ambas,
de forma que la adecuada hidratación, de cualquier modo que se realice, salvando las otras consideraciones, pueda ser valorada como cuidado
básico, así como la nutrición por sonda, mientras
que la nutrición intravenosa, parenteral, es considerada de algún modo más extraordinaria. De
todas maneras, recordemos que los datos no siempre consiguen indicar la importancia de un problema. Más allá de las estadísticas, lo que a cada
uno importa es el caso cercano, ese de nuestro
familiar o amigo, ese con el que de una manera u
otra estamos relacionados.
Valorando
Vista en grandes líneas la problemática de la
aplicación de AHA a los enfermos en EV, vamos a
presentar ahora un análisis de los valores que
entran en juego. Naturalmente, no es un análisis
concluyente. Aunque no conseguiré hacerlo asépticamente, es mi intención resaltar los valores que
320 / Juan Aristondo Saracíbar
los distintos autores evidencian, sin optar por una
u otra tendencia. En éste, como en otros temas de
bioética en una sociedad plural, debemos dejar
espacio para la responsabilidad personal, para la
evolución y para el progresivo conocimiento científico de las realidades que nos interpelan. Una referencia obligada en la valoración ética de problemas
en la aplicación de técnicas médicas es la criteriología de Tom L. Beauchamp y James F. Childress.
Ellos tratan brevemente nuestro problema, dentro
del criterio de no hacer daño al enfermo, llamado
“principio de no maleficencia”20. Otros, sin embargo, nos dirán que el criterio más relacionado con
nuestro campo es el de la “autonomía” del paciente. Pensando que de una u otra forma los cuatro
criterios planteados por estos autores pueden darnos luz, comentemos cada uno de ellos.
Criterio de no maleficencia
Un criterio fundamental en el trato con cualquier enfermo es evitar hacerle daño. Si queremos
aplicar o mantener la AHA en enfermos en EV
deberíamos tener pruebas de que tal aplicación no
es contraproducente o, por lo menos, de que las
molestias o consecuencias negativas de su aplicación son superadas por lo obtenido: los beneficios
obtenidos contrarrestan las molestias producidas.
Creo que este principio general puede aplicarse en
nuestro caso según las orientaciones que siguen.
a) El esfuerzo por aplicar la AHA buscando
la mejor manera posible en cada caso
Como en toda intervención médica, se asume
siempre un riesgo, que puede ser disminuido con
el progresivo desarrollo de las técnicas y el cono20
T. L. Beauchamp – J. F. Childress, Principles of
Biomedical Ethics, Oxford University Press, Oxford-Nueva
York 41994, pp. 202-206.
Alimentación artificial / 321
cimiento que el equipo médico tiene del enfermo. Hay riesgos, reflejados en la estadística, de
tos, de que el líquido llegue a los pulmones, de
que se produzcan infecciones. Son los riesgos más
notables de la aplicación de AHA en enfermos
en avanzado estado de demencia o en otros que
necesitan sedación para no arrancarse el tubo,
pero no es nuestro caso. Se puede pensar que esta
orientación tiene poca importancia en la reflexión ética referida al EV, siendo su única consecuencia la de establecer que los responsables del
tratamiento actúen de la mejor manera posible.
Sin embargo, quiero comenzar por ella. Creo que
nos orienta a una búsqueda dinámica de nuevas
soluciones sin caer en la rutina o el conformismo,
sin contentarnos con el mero cumplimiento de
una normativa.
b) Motivación adecuada
Algunos autores exponen aquí la necesidad de
que aplicar la alimentación artificial tenga algún
propósito, además de la mera subsistencia del
organismo. Incluso en el discurso papal antes
citado, al decir que la AHA debe ser mantenida
“en línea de principio”, ya se abre la puerta, en la
teología moral católica, a valoraciones individuales. Al decirnos que ésa es la normativa “en principio” ya se nos está diciendo que esa normativa
deberá ser aplicada según los “casos”, y puede llevarnos a opciones diferentes. Así la interpreta,
entre los teólogos católicos, William E. May, que
precisamente por esta cesión a la responsabilidad
personal de quien, de hecho, toma la decisión,
afirma que el papa no impone cargas demasiado
pesadas a las familias de los enfermos21.
21
Cf. W. E. May, “Caring for Persons in the ‘Persistent
Vegetative State’ and Pope John Paul II’s March 20, 2004
Address on Life-Sustaining Treatments and the Vegetative
State”, en Medicina e Morale 55 (2005), pp. 533-555.
322 / Juan Aristondo Saracíbar
Otros dicen claramente que la administración
de nutrientes y fluidos hace que el enfermo sufra
más, en los casos en que mantiene la consciencia.
La deshidratación natural reduce las secreciones
del enfermo (flemas, saliva, tos, por ejemplo),
reduce la necesidad de orinar e incluso la supuración de las llagas. Estas secreciones aún forman
parte de la vida del enfermo en EV y limitarlas es
un logro importante, suavizando la situación del
paciente.
La Asociación Americana de Enfermería, por
ejemplo, llamaba ya en 1992 la atención sobre el
hecho de que la aplicación de la AHA sería éticamente correcta según el balance de inconvenientes y ventajas para el propio paciente. Habrá que
considerar cuidadosamente, dice, las sustancias
concretas administradas, el modo de administración, la situación concreta del paciente y el pronóstico previsible. Para ellos, es correcto en algunos casos suspender este modo artificial de nutrición. Algunos signos corporales producidos por
esa ingesta de alimentos, como recuperar peso o
mantener un análisis de sangre más acorde con
personas vivas, no son en realidad signos de vida,
sino de mantenimiento del organismo biológico.
Incluso tras el caso de Terry Schiavo, que levantó tanta polémica en la prensa, la Asociación
de Enfermería en Cuidados Paliativos recuerda
que la mayor parte de los pacientes cuyo fin se
acerca no sufren por la falta de alimentación o
hidratación. El único síntoma confuso es la
sequedad en la boca, pero eso puede resolverse
fácilmente con un poco de atención en esa parte,
con sistemas sencillos pero prácticos, como el
humedecimiento de los labios.
Dicho de otra manera, una vez que somos
conscientes de que la causa de la muerte del
enfermo en cuestión no va a ser la supresión de
AHA, conviene recordar que su supresión, en
principio, no conlleva mayor sufrimiento para el
Alimentación artificial / 323
enfermo ni supone abandono o dejadez por parte
de los cuidadores. Así lo recuerda también un
documento conjunto de los obispos católicos de
Texas y la Conferencia de Instituciones Sanitarias
Católicas de Texas: “La moralmente adecuada
retirada o no aplicación de AHA en un paciente
permanentemente inconsciente no indica abandonar a la persona. Más bien, significa aceptar el
hecho de que esa persona ha llegado al final de su
peregrinación, y nada debería impedir que diera
el último paso. La retirada o no aplicación de
AHA debería darse solamente tras la suficiente
deliberación, basada en la mejor información
personal y médica al alcance”22.
También bajo un punto de vista meramente
ético, creo que este criterio nos lleva a evaluar la
situación del enfermo de forma que, si muere,
podamos tener la certeza de que la causa de la
muerte no ha sido la falta de AHA. La disminución progresiva y la ausencia de AHA puede ser
conveniente para aliviar el proceso de muerte,
incluso acortando el número de días de su duración, pero la muerte debe producirse por otros
motivos. Evidentemente, esto nos lleva a una
práctica en la que la aplicación de AHA, y su
valoración ética, cambia con el paso del tiempo
o, mejor dicho, cambia según la evolución del
22
“The morally appropriate forgoing or withdrawing of
artificial nutrition and hydration from a permanently
unconscious person is not abandoning that person. Rather,
it is accepting the fact that the person has come to the end
of his or her pilgrimage and should not be impeded from
taking the final step. The forgoing or withdrawing of artificial nutrition and hydration should occur after there has
been sufficient deliberation based upon the best medical
and personal information available.” Joint Statement by 16
of the 18 Texas Catholic Bishops and the Texas Conference
of Catholic Health Care Facilities, “On Withdrawing Artificial Nutrition and Hydration”, en Origins 20, nº 4
(1990), p. 53. Reimpreso en K. O’Rourke – Ph. Boyle,
Medical Ethics: Sources of Catholic Teaching, Georgetown
University Press, Washington DC 31999, pp. 221-222.
324 / Juan Aristondo Saracíbar
paciente y de los otros criterios en juego, sobre
todo el de valorar las nuevas posibilidades y el de
distribuir justamente los recursos, que aparecen
en estas líneas.
c) ¿Como con cualquier ser humano
hambriento?
A veces se piensa que la retirada de la alimentación e hidratación es contraria a la dignidad del paciente. Asociamos la nutrición del
enfermo con la simple alimentación de cualquier
persona necesitada. Parece que nuestras convicciones culturales nos llevan a dar de comer al
necesitado, a dar de beber a quien no puede
hacerlo por sí mismo. En el caso de los pacientes
terminales, sin embargo, parece claro, y la experiencia lo demuestra, que humedecer adecuadamente los labios, quizá la frente y los ojos, es más
conveniente que conseguir que el enfermo ingiera líquidos.
Además, si culturalmente estamos acostumbrados a recibir también un placer psicológico o
relacional al ingerir alimento y tras ello “nos
sentimos mejor”, hemos de ver que en el caso de
los enfermos en EV, que son nuestro objetivo, tal
confort no se logra, pues están inconscientes. La
tranquilidad que pueden encontrar algunos
familiares al ver que su ser querido “por lo
menos ha comido algo” se contrarresta con la
adecuada información médica y con la experiencia de la progresiva disminución de secreciones
molestas, menor presencia de llagas, etc. La dignidad del paciente puede exigir, más bien, la
retirada de todo ese tratamiento si se ve que no
consigue los beneficios adecuados. El dominico
Kevin O’Rourke aplica aquí la distinción clásica
de santo Tomás de Aquino entre “actus humanus” y “actus hominis”, afirmando que, en la
medida en que estemos seguros de la situación
de EV, adecuadamente caracterizado e irreversible, podemos decir que el paciente ha entrado en
Alimentación artificial / 325
una fase en la que no es ni será capaz de actos
que expresen personalidad (“actus humanus”),
sino solamente de actos del organismo biológico
(“actus hominis”).
Este criterio nos lleva a decir que la AHA
debe ser en principio aplicada a todos los pacientes que la necesiten, por lo menos mientras los
adecuados estudios se van realizando y la familia
ve a su ser querido adecuadamente tratado. Creo
que sobre este aspecto, la aplicación de AHA
mientras se evalúa la situación, no ofrece dudas a
ningún autor. Recordemos que nuestro caso es el
de los enfermos en “estado vegetativo permanente” o “persistente”, y para hablar de esa situación
con propiedad hace falta el mantenimiento en el
tiempo de las características físicas presentadas
anteriormente.
Este criterio establece una llamada de atención no tanto sobre la implantación de este tipo
de cuidados sobre el enfermo, sino sobre su mantenimiento. El balance riesgos-beneficios, necesario en la mayor parte de los procesos médicos,
adquiere aquí carácter fundamental.
No sólo eso. Resulta bastante evidente a la
medicina actual que el mantenimiento de AHA
en pacientes terminales es contraproducente. La
literatura médica sobre sus daños es abundante.
La Asociación Norteamericana de Directores de
Instituciones Médicas redacta un acuerdo que
pasa a ser normativo en marzo 2002, para educar y guiar al cuerpo médico y al público en
general sobre la aparente falta de beneficio y
daño potencial que se produce al aplicar AHA
en pacientes que han llegado a un estado terminal de demencia.
Si en esos dos tipos de enfermos está clara la
conclusión, en el que nos ocupa, la situación no
es tan clara, como hemos visto. No será el único
criterio a evaluar. Veamos otros.
326 / Juan Aristondo Saracíbar
Criterio de beneficencia
El criterio de que la aplicación de cuidados o
tratamientos al enfermo sea “beneficioso” para él
es complementario del anterior. Lo que se hace
debe obtener un fruto, sea porque ayuda a la curación del enfermo, sea, por lo menos, porque proporciona comodidad, tranquilidad, disminución
del dolor o angustia al enfermo o a sus familiares.
Como reconoce el estudio del Centro Sèvres,
una vez que constatamos que el enfermo no evoluciona, va cayendo o vamos convenciéndonos
de su situación en el EV, tenemos que enfrentarnos a una serie de actitudes peligrosas:
– La de la indiferencia = Desinterés y cierto
rechazo del paciente. Como no podemos
hacer nada por él, dediquémonos a otros.
“Cerramos la puerta y no le visitamos”.
– La de la distracción = Como no tenemos
clara su situación médica, recurrimos a un
lenguaje abstracto, sustitutivo, evitando
que los familiares puedan hacer preguntas.
– Incluso la del desprecio = Acusando al
enfermo de haber caído en su situación
por comportamientos previos, a nuestro
juicio, inadecuados. Pongamos un ejemplo: el cuidador que critica al enfermo en
EV porque su situación es consecuencia
del abuso de las drogas o de un accidente
originado por conducción temeraria.
Por tanto, el criterio de beneficencia nos
orientará a actuar a favor del enfermo, superando
este desánimo. Distingamos, al menos, tres niveles: el médico, el entorno familiar y voluntariado,
y el nivel social.
a) Entorno médico
Si el equipo médico es afectado por las que
acabamos de llamar “actitudes peligrosas”, va
Alimentación artificial / 327
cayendo en la rutina en su trato con los familiares del enfermo y protegiéndose tras la palabrería
oficial. Actúa cada vez menos movido por una
auténtica inquietud médica y más por el mero
cumplimiento de lo legislado. Todas estas actitudes han de ser rechazadas. El criterio de beneficencia constituye una buena herramienta para
reflexionar sobre nuestras actitudes respecto al
enfermo. Sin olvidar que, además de esmerarnos
en el cuidado al propio enfermo, en realidad le
atendemos a él cuando cuidamos su entorno, sus
familiares, lo que para él es relevante.
b) Entorno familiar
Esta orientación a partir del principio de
beneficencia no afecta únicamente al estamento
médico, claro. El complejo estudio del Centro
Sèvres, además de presentar las reacciones entre
equipos médicos y otros asistentes en las curas,
comenta pormenorizadamente situaciones familiares. En las familias se dan también estas actitudes de rechazo, de cerrar los ojos ante la situación, en las que con el principio de beneficencia
podemos realizar un pequeño análisis.
En las familias expresamente, como a veces en
los miembros del estamento médico que no están
familiarizados con el diagnóstico, se da una gran
importancia a los pequeños cambios biológicos
que pueden observarse en estos pacientes. El cambio de estado de vigilia a sueño, abriendo o cerrando los ojos, el poder deglutir o respirar, hacen que
las familias y el personal sanitario tengan una falsa
esperanza de progreso hacia la curación. Con el
paso del tiempo llega cierta frustración y desánimo. Puede expresarse en frases como éstas:
“¿Para qué visitarle, si no se puede hacer nada?
Prácticamente no se da cuenta de nada, y yo tengo
que atender a otros familiares, hijos, trabajo, etc.
Total, si pasa algo, ya me avisarán desde el hospital; les dejé el número de mi móvil”. Y lo mismo
en los grupos de voluntariado o amigos. “¿Para qué
328 / Juan Aristondo Saracíbar
atenderle a éste, si luego no vamos a tener tiempo
para estar con los otros enfermos?”
De nuevo, más que fijar una normativa concreta, esta orientación hace que cada uno de
nosotros, en nuestro entorno, busquemos cauces
para sentir y mostrar interés y cercanía. Esta
orientación no resuelve nuestras dudas, ni nos
ofrece un recetario de soluciones, sino que nos
da una actitud de fondo en nuestro modo de
acercarnos al enfermo y de mantener nuestra
atención en él y en lo que para él ha sido o es
importante.
c) Entorno social
La sociedad debe acompañar a estas familias
que sufren en su seno una transformación semejante. Su enfermo no sólo no está con ellos, como
antes, sino que supone una carga notable, carga
afectiva, psicológica y a veces económica para la
familia.
Aquí, además, el tipo de ayuda que se puede
prestar, tanto desde las instituciones como desde
los grupos de voluntariado, parece más fácil de
descubrir. Si al enfermo propiamente dicho no le
observamos reacciones, y la ciencia médica nos
dice que no se da cuenta por su estado de inconsciencia, aquí sí que podemos observar las consecuencias de aplicar ayudas de distinto tipo sobre
las familias.
Una ayuda importante, por ejemplo, será
conseguir que las personas que cuidan al enfermo puedan alternar, en la medida de lo posible,
períodos de atención con otros de “cambio” en
que se mueven por otros intereses, rehuyendo al
máximo el cansancio. Otra ayuda será la promoción y escucha de las asociaciones de familiares de enfermos en EV.
Estas pistas, y otras que surjan en la escucha
de estas familias, son orientaciones que aplican
Alimentación artificial / 329
este principio de beneficencia. Entre ellas, se
podrán ir concretando los ideales hacia los que
nuestra sociedad puede, y debe ir caminando.
Criterio de autonomía
Afrontamos ahora otro criterio en el que
nuestra sociedad ha visto grandes cambios en las
últimas décadas. De un modelo de atención
médica dominada por una relación de tipo
“paterno-filial” entre el equipo médico y el enfermo, se va pasando a otro en el que al enfermo se
le pide cada vez con más frecuencia su “consentimiento informado” específico para los distintos
tratamientos, en un tipo de relación en el que el
equipo médico se pone más bien al servicio del
interesado, presentándole las distintas formas de
actuación posibles y pidiéndole que opte.
Esto es también cierto con los enfermos
inconscientes, sean o no terminales o vegetativos.
Cada comunidad autónoma ha ido redactando la
legislación pertinente y abriendo los Registros de
Voluntades Anticipadas, a partir del artículo 11
de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica
reguladora de la autonomía del paciente y de
derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica.
a) Autonomía del enfermo
En nuestro tema concreto, este respeto por la
autonomía del paciente tiene características
especiales. En otros contextos, prescindir del
alimento es visto como algo honorable. Pensemos en la huelga de hambre, en actitudes ascéticas o solidarias con los necesitados. Algunos
autores reclaman un absoluto respeto para el
enfermo que en su opción personal rechaza la
alimentación artificial bajo ciertas condiciones
motivado por lo gravoso de su situación para los
recursos familiares. No pensemos sólo en recur-
330 / Juan Aristondo Saracíbar
sos económicos, sino también las tensiones afectivas, las posibilidades de tiempo; el balance con
otras personas (hijos de quienes cuidan al abuelo hospitalizado, por ejemplo) a las que los
familiares han de atender o el balance con otro
tipo de compromisos asumidos por esas familias
o individuos han de ser tenidos en cuenta.
El respeto por la autonomía del paciente se
expresa en las religiones no cristianas con más
insistencia. La literatura budista, y especialmente la del zen, presenta muchos casos de personas
que por edad o enfermedad dejan de comer y
mueren. Aparentemente, Buda da su beneplácito para este comportamiento, en las circunstancias en que el individuo “no iba a vivir mucho
tiempo” y era una carga para sí o para los demás.
La abstención voluntaria de alimento, o el
“Terminal Fasting” (“ayuno definitivo”, en sánscrito, sallekhana), era probablemente práctica común en India, acompañada por otras prácticas
espirituales, como la meditación, la recitación
de sutras, como una manera de entrar en la
muerte con serenidad y alerta. En el budismo,
evitar la alimentación, si no está motivado por
el deseo de escapar de la vida, puede ser aceptado como una forma de autoentrega o sacrificio
personal, o como respuesta natural a la ancianidad y enfermedad terminal. No se trata de
“buscar” la muerte, pero sí podemos “dejar que
venga”. Sin embargo, es muy importante que
este esfuerzo no vaya dirigido al beneficio propio, al beneficio personal. El estudioso Philip
Kapleau Roshi, por ejemplo, cita, aprobándolo,
el caso del maestro de zen Yamamoto, quien
rechazó que tanto su vivir como su morir fueran
una carga para la comunidad. Comenzó a dejar
de comer hacia fin de año, pero viendo que era
un tiempo de agobios y trabajos comunitarios,
volvió a comer, reservando su muerte para un
período más tranquilo. La religión budista, por
tanto, puede favorecer el sacrificio de quedarse
Alimentación artificial / 331
sin el adecuado suministro de alimentación y
fluidos.
También en la Iglesia católica se da importancia a la capacidad de optar de cada enfermo,
aunque normalmente se pone como límite la disponibilidad de la propia vida. El ser humano,
según esta perspectiva, “administra” el bien de la
vida, la debe cuidar y utilizar en beneficio de los
valores eternos, pero no puede suprimirla.
Algunos autores católicos, sin embargo, como
Hans Küng y José Vico, van dando cada vez más
importancia a la autonomía del enfermo, viendo
que el “administrador” es en realidad “hijo del
dueño” y dispone efectivamente de los bienes.
En realidad, la autonomía del paciente estaba
ya presente en la relación médico-enfermo antes
de su plasmación en leyes, como reconoce Edmund Pellegrino. El paciente hacía más o menos
caso de las indicaciones del médico y buscaba en
la medida de sus posibilidades una segunda opinión facultativa. En Norteamérica comenzó a ser
formulado teóricamente en los años 1940, con
varios casos de rechazo voluntario de tratamientos, creadores de una jurisprudencia que comenzaría a ver textos legislativos en los años 1960. En
España se reguló el “Consentimiento informado”, incluyéndolo en la Ley General de Sanidad,
y en 2002 se aprobó la Ley de Autonomía del
Paciente.
Hay casos especialmente complejos. Uno especial es el de los enfermos mentales. ¿Cómo
valorar su aceptación o rechazo de la nutrición e
hidratación artificiales? En octubre 2004, por
ejemplo, la Asociación Británica del Alzheimer
establece un protocolo de actuación por el que
afirma que es inapropiado aplicar AHA a enfermos con un grado avanzado de demencia si se
hace por el único propósito de alargarles la vida.
La gente debería estar en condiciones de rehusar
este tratamiento de antemano. La AHA no debe-
332 / Juan Aristondo Saracíbar
ría ser aplicada ni mantenida en pacientes que sufren ya en un modo avanzado una enfermedad
mental y están muriendo23. La mayor facilidad
para rechazar los tubos por la falta de comprensión
de los enfermos, con la consiguiente aplicación de
sedantes en mayor grado que en otros pacientes, el
balance con la calidad de vida observada, son algunos de sus motivos. Favorecen humedecer los
labios, la frente, y otros gestos típicos de los cuidados paliativos, pero no la prolongación de la agonía de estos pacientes. Este procedimiento no
debería confundirse con la supresión de alimentos
y líquidos que han de ser ofrecidos a todo paciente mientras pueda asimilarlos. Los que rechazan
los tratamientos artificiales no deben tener miedo
a ser dejados morir de hambre y sed.
Otro tipo de complicaciones pueden surgir
con los tutores o responsables de adoptar las decisiones pertinentes por el poder delegado en ellos
a través del proceso del “consentimiento informado” o “voluntades anticipadas”. Veamos, por
ejemplo, el espinoso caso de Haleigh Poutre, la
niña de 11 años de la que hemos hablado brevemente antes, que sirve de ejemplo para enfrentarnos a algunas dificultades de la aplicación del
principio de autonomía. En ausencia de otra
documentación delegando la responsabilidad en
terceras personas, los responsables de una menor
son considerados sus padres y tutores legales.
Parece que la situación de Haleigh, descrita como
de “estado vegetativo persistente”, ha sido producida, según la prensa, por las palizas de una tía
carnal que la adoptó en 2001 y que luego se suicidó. A su vez, el tío de la pequeña, también acu23
J. M. Hoeffler, “Making Decisions about Tube
Feeding for Severely Demented Patients at the End of Life:
Clinical, Legal and Ethical Considerations”, en Death
Studies 24 (2000), pp. 233-254; R. L. Marker, “Mental
Disability and Death by Dehydratation”, en National Catholic
Bioethics Quarterly 2 (2002), pp. 125-136.
Alimentación artificial / 333
sado de malos tratos, es el familiar cercano a
quien, en virtud de la autonomía del paciente, el
estamento médico puede recurrir para pedir consentimiento. ¿Deben primar otros valores?24
Por tanto, nos encontramos de nuevo ante un
criterio relevante, pero no concluyente. Un criterio a ser utilizado progresivamente, dejando espacio para la responsabilidad personal.
b) Autonomía de las demás personas implicadas
También hay que tener en cuenta la autonomía de las otras personas implicadas, no sólo el del
enfermo. El Código de la Asociación Americana
de Enfermería, antes mencionado, reconoce que
se debe establecer un proceso de cambio en la
medida en que se constate que la supresión de
AHA entra en conflicto con los valores o creencias de un miembro del personal sanitario.
También en España, a la hora de poner en práctica, según la regulación de las distintas comunidades autónomas, la normativa respecto a las
voluntades anticipadas, se debe dejar lugar para
la objeción de conciencia. Véase el caso de
Santander: una orden de la Consejería de
Sanidad de Cantabria ha incluido la posibilidad
de que los médicos de dicha comunidad autónoma puedan acogerse a la objeción de conciencia
en el cumplimiento de las voluntades anticipadas
expresadas por el paciente. Los médicos del
Servicio Cántabro de Salud tienen derecho a la
objeción de conciencia respecto al documento
tipo de voluntades expresadas por el paciente con
carácter previo. La orden 27/2005 de la Consejería de Sanidad permite al paciente firmar el
extracto de un párrafo que dice expresamente:
“En el caso de que el o los profesionales sanitarios
que me atienden aleguen motivos de conciencia
para no actuar de acuerdo con mi voluntad aquí
24
Ver diariomedico.com, 13 de diciembre de 2005.
334 / Juan Aristondo Saracíbar
expresada, solicito ser atendido por otro y otros
profesionales que estén dispuestos a respetarla”. La
orden gubernativa permite al usuario disponer
que, “si a juicio del personal médico que atiende
–siendo uno de ellos un especialista de la patología
de que se trate– no hay expectativas de recuperación, mi voluntad es que no sean aplicados, o bien
que se retiren si ya han empezado a aplicarse, procedimientos de soporte vital o cualquier otro tratamiento que prolongue temporal y artificialmente
mi vida”25. El derecho del enfermo no desaparece,
por tanto, aunque colisione con las opciones del
equipo médico, pero será necesario encontrar el
equipo médico adecuado, no sólo técnicamente,
sino también al nivel de las opciones.
Criterio de justicia
Una reflexión a partir del criterio de justicia
puede aplicarse a nuestro campo desde la perspectiva de la sociedad en general, por una parte,
y desde la perspectiva familiar, por otra, quedando ambos planteamientos muy interrelacionados.
Veámoslo.
a) Justicia a la sociedad
Desde la perspectiva social, hemos de optar
según la disponibilidad de los medios. La accesibilidad a sistemas de AHA dependerá de los criterios generales de uso de recursos y técnicas
médicas. Habrá que considerar el presupuesto
sanitario, incluyendo medidas preventivas y curativas, el tipo de inversiones de la comunidad
autónoma o del Estado, según los casos, o la
dependencia de sistemas privados de sanidad, o a
la medicina de pago que dependa de los recursos
de la familia. Esto no nos lleva a dar un “sí” ni un
25
Ver diariomedico.com, 27 de octubre de 2005.
Alimentación artificial / 335
“no”, sino simplemente, como sucede también en
los otros criterios, a valorar las situaciones ante
las que nos encontremos. No nos hallamos ante
un enfermo aislado; nos encontramos con una
cantidad limitada de recursos técnicos, que
hemos de distribuir. La distribución exigirá un
balance entre tipos de enfermos, según su pronóstico de recuperación, edad, adaptación, etc.
Los enfermos vegetativos, ciertamente, no gozarán de prioridades. La prioridad en la distribución de recursos médicos la recibirán más bien las
enfermedades de recuperación probable y cercana. Las enfermedades crónicas o de pronóstico
incierto no serán combatidas igual.
Ahora bien, algunos autores insisten aquí en
que la alimentación forma parte del paquete
mínimo de medidas que todo enfermo debe recibir. En una sociedad como la nuestra, con sistemas
públicos sanitarios cuya financiación procede en
definitiva de impuestos o aportaciones comunes,
hay una cantidad de recursos que corresponden a
cada individuo según su necesidad. Ha sido efectiva en este campo la distinción entre tratamientos
“ordinarios”, para todos, y “extraordinarios”, a ser
aplicados según los casos. En la Iglesia católica se
ha utilizado abundantemente. Un texto ilustrativo
es el del documento “Iura et Bona” sobre la eutanasia, de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, de 1980: “Ante la inminencia de una muerte
inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a
unos tratamientos que procurarían únicamente
una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Por
esto, el médico no tiene motivo de angustia,
como si no hubiera prestado asistencia a una persona en peligro” (IV, 4).
Entre los bioeticistas de orientación católica
también ha quedado claro, sin embargo, que los
cuidados aplicables a un enfermo no pueden ser
336 / Juan Aristondo Saracíbar
clasificados de antemano como “ordinarios” o
“extraordinarios”, “proporcionados” o “desproporcionados”, como moralmente obligatorios o
prescindibles. Hay que valorar cada situación en
sí misma. Así se afirma también en el congreso de
especialistas realizado en Toronto en septiembre
de 200426.
Valorar cada situación quiere decir en primer
lugar evaluar la disponibilidad de los medios. No
nos hacemos la pregunta de la misma manera en
un entorno de sanidad pública que en uno que
depende de las posibilidades económicas de la
familia.
¿Cuánto cuestan a la sociedad los pacientes en
EV? La tesis doctoral de Donald Edward Henke
presenta un resumen de los datos en los Estados
Unidos. El mantenimiento de estos pacientes
costaba al año entre 1.000 y 7.000 millones de
dólares a la sociedad norteamericana. En el caso
concreto de Nancy Cruzan se gastaron 130.000
dólares anuales (de 1983 a 1990). El coste de los
tratamientos por cada enfermo en España, según
datos recogidos por la Federación Española del
Daño Cerebral (FEDACE) en 2003, se sitúa en
7.200 euros al mes en la fase aguda del tratamiento, y en 1.200 en la fase de mantenimiento. Se
queja FEDACE de que es la familia quien tiene
que hacer frente a este gasto. La Administración
pública no ofrece ayudas27.
Algunos utilizan este criterio para decir que es
un gasto innecesario. Se afirma que en nuestro
Primer Mundo el 30% de los gastos de la sanidad
pública se dedican a personas que ese mismo año
mueren. ¿Merece la pena invertir ese dinero y
hacerlo en esa proporción?
Canadian Catholic Bioethics Institute, “Reflections on
Artificial Nutrition and Hydration”, en National Catholic
Bioethics Quarterly 4 (2004), pp. 773-782.
27
Ver diariomedico.com, 18 de septiembre de 2003 y 1
de julio de 2004.
26
Alimentación artificial / 337
Ronald Henke se une a los que reconocen que
este gasto, puesto en contraste con otros, no alcanza una gran magnitud. Recuerda que en 1993 el
gasto anual en el Sistema Nacional de Salud era de
300.000 millones de dólares. Otros gastos correlativos en los Estados Unidos eran, por ejemplo,
53.000 millones al año en bebidas alcohólicas,
21.000 millones en joyería y relojes, 176.000
millones en recreación, 10.000 millones en animales domésticos, etc.
Quede para nosotros la cuestión pendiente.
Dejemos que cada agente moral envuelto en la toma de decisiones, sea la familia o la entidad pública sanitaria, evalúe su propia situación y las
necesidades de las personas a las que debe atender.
b) Justicia a las familias
En la perspectiva familiar, la aplicación de tratamientos a un enfermo tiene un coste humano,
además del económico. Esto hace que la distinción
“ordinario”-“extraordinario” sea también evaluable
desde lo afectivo. Pero esto es ya entrar en el otro
terreno de este apartado, el de lo familiar.
Llama la atención el perjuicio sobreañadido
que semejantes enfermos suponen en sus respectivas familias. Cuando un pariente muere, puede
ser una desgracia familiar. Cuando un pariente
queda en esta situación de EV, nos enfrentamos
no sólo al recuerdo constante de cómo fue
antes, sino además a tener que atenderle, a una
asistencia larga que no obtiene compensación
afectiva.
En España, al inicio de 2002 se creó el primer
Centro Estatal de Atención al Daño Cerebral, en
Madrid. Cuenta con 120 plazas, 90 de ellas para
pacientes ingresados y 30 para ambulantes28. Existían antes algunos centros de tipo privado, como
28
Ver diariomedico.com, 2 de julio de 2003.
338 / Juan Aristondo Saracíbar
los mantenidos por la orden de San Juan de Dios
en varios lugares. En octubre de 2003, el hospital
de San Juan de Dios, de Pamplona, abrió también
una sección para ellos.
Las familias se quejan de la falta de instituciones de larga estancia, de falta de equipos médicos
adecuados, de falta de una asociación capaz de
asesorar en el proceso jurídico y administrativo
que se crea.
Pero es, sobre todo, relevante la falta de asistencia por parte de las instituciones públicas a las
mismas familias. FEDACE se queja de la falta de
centros para ayudar a las familias españolas.
Prácticamente no existen –dice– “centros de respiro familiar donde las personas que se encuentran en esta situación puedan dejar a su familiar
y relajarse unos días fuera de la rutina cotidiana”29.
c) Justicia al propio enfermo
Algunos hablan de la necesidad de rendir justicia al propio enfermo, reconociendo que la vida
biológica del ser humano no es un absoluto, sino
el sustrato sobre el que se construye lo humano,
y, por tanto, una vez que resulta evidente que las
otras características personales no pueden desarrollarse, podemos prescindir también de esa vida
que es mera subsistencia biológica, no pervivencia humana. La vida es un bien que está en la
base del ser humano, precede toda respuesta,
toda realización humana. Es la condición sobre la
que las características de lo humano pueden experimentarse. Cuando en un enfermo las relaciones
humanas ya no son posibles, puede decirse que esa
vida ha expirado, ha dejado de tener potencial
humano. Richard McCormick, por ejemplo, quiere insistir en la diferencia entre “vida humana” y
29
Ver diariomedico.com, 2 de julio de 2003.
Alimentación artificial / 339
“prolongación de los procesos orgánicos”. Llega a
afirmar que a toda persona corresponde una
misma dignidad y debe ser tratada con respeto
idéntico, pero no toda vida, pues hay una vida que
es meramente orgánica y no personal. Esta opción
es contraria a la expuesta por el Centro Sèvres.
Otros usan este argumento al revés. Debemos
alimentar correctamente a los enfermos en EV,
entre otros motivos, porque instintivamente relacionamos la falta de alimento, en nuestra experiencia personal, con situaciones de penuria o
necesidad, con situaciones muy desagradables.
Relacionamos también, a nivel social, la falta de
alimento con marginación de clases sociales desfavorecidas, con situaciones de guerra o penuria
extrema. La justicia exige que tratándole como a
un ser humano, repartamos también con él los alimentos. Mientras no tengamos un pronóstico más
definido, y aunque sepamos que estadísticamente
es casi imposible su recuperación, alimentar y
cuidar adecuadamente a estos enfermos es signo
de solidaridad social con los desfavorecidos30.
d) Justicia al devenir humano
Desde el criterio de justicia debemos hacer
también otra reflexión. Quizá desde hace algún
tiempo nuestra sociedad ha cargado demasiadas
esperanzas, o lo ha hecho demasiado rápido, en la
ciencia y la técnica médicas. El estudio del Centro
Sèvres reconoce que, dondequiera que han realizado sus encuestas relativas a los cuidados aplicables a los pacientes en EV, las personas encuestadas respondían con un claro malestar producido
por la desorientación, una mezcla de impotencia,
incomprensión y sufrimiento. Resume la situación
actual de la medicina aplicada a los pacientes en
30
Cf. K. T. McMahon, “Nutrition & Hydration:
Should They Be Considered Medical Therapy?”, en Linacre
Quarterly 72 (2005), pp. 229-239.
340 / Juan Aristondo Saracíbar
EV con estas cuatro sencillas notas: “Un ser humano en supervivencia, un médico en duda, un
enfermero desorientado, una sociedad carente”.
Efectivamente, nuestra sociedad no nos educa
para trabajar sin conseguir resultados. Los enfermos en EV constituyen un reto al modo en que
comprendemos al ser humano, a lo que apreciamos en cada ser humano a nuestro alrededor.
Estudios más actuales revelan también un gran
desasosiego entre los responsables de estos
enfermos.
A veces pensamos con demasiada facilidad que
los enfermos en EV están en proceso de muerte y
creemos que eso nos autoriza a organizar la reflexión ante la agonía, no ante la vida, pero ¿no estamos todos nosotros en proceso de muerte?
¿Concluyendo?
Nos gustaría poder clarificar la evolución de
estos enfermos. Las respuestas dadas a tantas
preguntas como nos han quedado en el texto podrían alcanzarse si supiéramos qué pronóstico tienen esos enfermos. Sería de desear, y creo que
constituye un reto, una evolución en ese campo,
un mayor conocimiento de la situación del enfermo, de manera que podamos tratarlo claramente
como un enfermo en camino hacia la muerte o
en camino hacia la recuperación. Una gran parte
del debate surge porque algunos enfermos han
salido de ese llamado “estado vegetativo” o de
situaciones similares que no se podían clasificar
con más precisión, como comentamos en su
momento. Si fuera evidente que los enfermos en
estado vegetativo están en una más o menos larga
agonía, la supresión de AHA tras el plazo necesario para clarificar la situación sería considerada
una ayuda. El riesgo a confundirse tiene dos vertientes. Hay un riesgo de suprimir al enfermo
que en realidad estaba inconsciente sólo provisio-
Alimentación artificial / 341
nalmente. Hay un riesgo de trastornar profundamente a una familia por el cuidado y la preocupación generados. El primer riesgo es, al parecer,
muy poco probable estadísticamente, en las condiciones actuales de la medicina. El segundo riesgo
no siempre es valorado adecuadamente por los que
de una forma maximalista consideran al enfermo
como un ser humano normal, no en agonía.
¿Qué hacer ante la duda? En la historia se han
desarrollado varios tipos de argumentos frente a
situaciones de duda. Es de recordar el ejemplo
del cazador que ha visto entrar a un ciervo tras
unos matorrales, en una zona aislada, y ahora ve
moverse las ramas, ejemplo que algunos han aplicado a diferentes cuestiones bioéticas. La prudencia le indica que no dispare. Debe esperar
hasta comprobar que es el ciervo quien mueve las
ramas. Ahora bien, sigue el argumento, ¿y si el
cazador es responsable de la alimentación de un
grupo humano?, ¿y si las circunstancias del grupo
son críticas? En nuestro caso, ante la duda de
suprimir o retirar la AHA a un enfermo en estado vegetativo, creo que los criterios vistos nos
animan en primer lugar a desarrollar lo mejor
posible el análisis de la situación, a clarificar el
pronóstico del enfermo. Nos animan a distribuir
los recursos a nuestra disposición entre los enfermos a partir de un sistema de prioridades conocido por el público y aplicado de manera ecuánime.
Nos animan, en tercer lugar, a aliviar la agonía
del enfermo y el sufrimiento de su familia, a
pesar de que al hacerlo acortemos el período de
subsistencia del organismo. Nos animan a aplicar
AHA mientras el pronóstico no esté claro. En el
balance entre estos criterios, y asumiendo que a
veces tendremos que optar por el mal menor
cuando no podemos evitar todo el mal, deberemos encontrar nuestra opción.
Que estas páginas constituyan un agradecimiento a todos los que han colaborado en el trato
con enfermos y enfermas en estados de mínima o
342 / Juan Aristondo Saracíbar
nula consciencia, en la investigación de este tipo
de situaciones y en la reflexión sobre los problemas éticos generados. Que sean una invitación
para que en todos los campos, en la investigación, el tratamiento y la reflexión bioética, los
especialistas sigan adelante, luchando por superar
las dudas.
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Alimentación artificial / 343
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Eutanasia
Francisco Javier Elizari Basterra
Con frecuencia participo en diálogos y debates sobre la eutanasia y su hermano menor, el suicidio médicamente asistido (en adelante, SMA).
También sigo asiduamente numerosos escritos de
profesionales o de medios de comunicación relacionados con esta materia. De todo ello me queda
una sensación extraña.
Aparentemente existe una inversión de prioridades. Apenas se habla de lo principal, y lo secundario ocupa los primeros lugares. Cuando se
analiza la cuestión jurídica –despenalizar o no
estas prácticas–, la mayoría de los bioéticos y la
práctica totalidad de los medios de comunicación
ni se preguntan por los cuidados que reciben las
personas en el final de sus vidas. Sólo unos pocos
–muchos de ellos favorables a la despenalización–
afirman: una ley permisiva no es la prioridad, y,
cuando los cuidados paliativos presentan tales deficiencias, es una inmoralidad. Se diría que queremos comenzar la casa por las ventanas.
Algo parecido podría decirse de los debates
morales o éticos –uso ambos términos como sinónimos– sobre si en una conciencia bien construida
caben estas prácticas o no. Este punto, siendo
importante, lo es mucho menos que la cuestión
moral fundamental, es decir, el deber de la sociedad de atender adecuadamente a las personas que
terminan sus vidas.
Espero que se trate de una mera apariencia y
quiero creer que, en el interior de todos o de la
346 / Francisco Javier Elizari Basterra
mayor parte de la sociedad, las cosas estén en
orden, bien jerarquizadas. Si es así, no estaría mal
que todo ello tuviera su reflejo en cuanto se habla
y escribe sobre la eutanasia y el SMA.
Quisiera que estas páginas, atentas a multitud
de cuestiones, se leyeran sin perder de vista este
hilo conductor.
A continuación presento el plan de mi trabajo,
en el que destaca más la eutanasia que el SMA,
dado el mayor significado de aquélla. Comprende cuatro partes. La más extensa está dedicada a
la vertiente legal. Otra aborda el análisis moral o
ético. Ambas cuestiones son estudiadas en estas
páginas desde planteamientos puramente humanos. El horizonte cambia sustancialmente en la
parte dedicada a las posturas religiosas. Todo ello
está precedido de unas páginas acerca del mundo
semántico de la eutanasia.
Sobre los temas tratados intento ofrecer una
panorámica razonablemente suficiente para la reflexión. El número y la complejidad de cuestiones
abordadas obligan, a veces, a omitir el desarrollo de
algunos aspectos y, en ocasiones, a un tratamiento
algo denso, para no superar el espacio fijado1.
La búsqueda del significado
Definir el SMA no presenta especiales complicaciones: el enfermo pone fin a su vida con
medios dados por un médico, sabedor éste del fin
para el que se buscan o piden dichos medios. Por
eso, me detengo únicamente en el significado de
eutanasia, poniendo como preámbulo unos breves apuntes sobre el término.
1
Por esta razón, sobre todo, he optado por apenas
reproducir citas en una materia en la que existe una producción abrumadora y, dentro de ella, numerosos estudios
de gran calidad.
Eutanasia / 347
El término “eutanasia”
Con frecuencia se afirma que el sustantivo
eutanasia aparece usado por vez primera en una
obra de Suetonio, autor latino, escrita en el primer
cuarto del siglo II d. C. Tal afirmación no es exacta, pues poseemos testimonios anteriores2. Con todo, la obra de Suetonio es importante para la historia del término, pues ella le sirvió a F. Bacon para
introducirlo en el mundo moderno. He aquí el
texto de Suetonio: “En efecto, casi siempre, cuando [el emperador Augusto] oía que alguien había
tenido una muerte rápida y sin fuertes dolores,
pedía para sí y los suyos una eutanasia parecida (ésta
era precisamente la palabra que solía utilizar)”3.
Tras un túnel de quince siglos, el término fue
rescatado con éxito por F. Bacon. “En nuestros
tiempos, los médicos consideran casi un deber religioso sentarse junto al paciente desahuciado.
Mientras que, en mi opinión, y si no quieren faltar a su deber y humanidad, lo que han de hacer es
adquirir las habilidades y prestar atención para que
el moribundo abandone la vida de modo más fácil
y tranquilo. A esto lo llamo yo la búsqueda de la
‘eutanasia externa’ (para distinguirla de la eutanasia que mira a la preparación del alma); y esto lo
considero como un objetivo a conseguir”4. Antes
de Bacon, Tomás Moro en su obra Utopía se acer2
El sustantivo se encuentra en varios textos antiguos:
Posidipo (ca. 300 a. C), Cicerón (106-43 a. C.), Filón de
Alejandría (muerto alrededor del año 50 d. C.). El adverbio
aparece usado por el poeta Cratino (siglo V a. C.), así como
el adjetivo. Y en los estoicos del siglo III a. C. se repite el
verbo euthanateo. Cf. M. Zimmermann-Acklin, Euthanasie,
Universitätsverlag – Herderverlag, Friburgo (Suiza) – Friburgo
(Alemania) – Viena 1997, pp. 22-31.
3
C. Suetonio Tranquilo, Vida de los doce césares, L. II,
99, 2.
4
F. Bacon, De dignitate et augmentis scientiarum, L. IV,
2. Esta obra, escrita en latín en 1625, es una ampliación de
otra escrita en inglés en 1605: Of the Proficience and Advancement of Learning, Divine and Moral.
348 / Francisco Javier Elizari Basterra
ca mucho a nuestro concepto de eutanasia, pero
no emplea el término. Recuperada la palabra eutanasia por Bacon, poco a poco ésta va ganando
terreno. La encontramos en varios de los grandes
diccionarios del siglo XVIII, para convertirse más
adelante en un término de uso corriente.
Significados
Ya en textos antiguos, eutanasia no tiene el puro
sentido etimológico y genérico de “buena muerte”.
Su significado es más concreto y los matices varían
según los casos: muerte natural rápida, sin grandes
dolores, digna, gloriosa, etc. En los tiempos modernos, hemos de destacar dos hechos:
1º: cambio radical de significado, hacia finales
del siglo XIX, cambio que, en lo sustancial, permanece hasta hoy: provocar directamente la muerte de un enfermo para que no sufra.
2º: desafortunada extensión del campo semántico del término eutanasia a lo largo del siglo XX,
camino que hoy se intenta desandar. Comienzo
con este segundo hecho, para posteriormente
analizar el actual concepto de eutanasia.
a) Una ampliación desafortunada
que se intenta corregir
– Lenguaje confuso
La importancia que a lo largo del siglo XX
cobran los medios técnicos para prolongar la vida
humana y los tratamientos del dolor va a dejar
su sello en el uso del sustantivo eutanasia. En
efecto, el término no se reserva sólo para la
acción de provocar directamente la muerte de un
enfermo con el fin de que no sufra. Bajo el
mismo término se cobijan otras acciones que, por
lo común, la medicina, el derecho y la ética consideran muy distintas de la anterior; por ejemplo,
emplear analgésicos destinados a eliminar o aliviar el dolor, renunciar a prolongar la vida con
Eutanasia / 349
medios no proporcionados, no recurriendo a ellos
o interrumpiendo su uso.
Tal acumulación de significados bajo un mismo sustantivo podía ser una fuente de confusión.
Para evitarlo se agregaron inmediatamente a eutanasia una serie de adjetivos, destacando entre ellos
varios binomios: activa-pasiva, directa-indirecta,
positiva-negativa, y combinaciones de los mismos.
Este intento clarificador no logró su objetivo por la
sencilla razón de que la misma expresión: eutanasia activa, pasiva, directa, indirecta, etc., se entendía
de modo diferente según los autores. Ante semejante situación, no sólo han surgido numerosas
quejas, sino también propuestas, siendo la siguiente la que parece más razonable y mejor aceptada.
– Propuesta clarificadora
Consta de dos puntos. 1º. No llamar ya eutanasia ni siquiera con adjetivos añadidos, como indirecta, pasiva, etc., a dos prácticas médicas habituales: uso de analgésicos y renuncia a prolongar la
vida con medios carentes de sentido. Respecto a la
primera práctica, es mucho más recomendable e
inteligible hablar de tratamiento o terapia del
dolor, analgesia, uso de analgésicos, etc. Y para referirnos a la segunda, existen otras expresiones
corrientes, como rechazo del encarnizamiento terapéutico o de la obstinación u obcecación terapéuticas, aunque menos gratas para muchos médicos.
En cambio, “limitación del esfuerzo terapéutico”
parece encontrar mejor acogida. Por tanto, muchos
recomiendan desterrar para siempre expresiones
como “eutanasia pasiva” o “eutanasia indirecta” u
otras combinando estos calificativos. 2º. Reservar el
sustantivo “eutanasia” –sin más, sin adjetivo añadido– para la acción de provocar intencionada, directamente, la muerte de un enfermo con el fin de que
no sufra. Ello conlleva la desaparición de la expresión “eutanasia activa”.
Esta propuesta clarificadora, recomendada por
muchos, es bastante seguida, pero todavía son
350 / Francisco Javier Elizari Basterra
demasiados los que, por inercia, desconocimiento
u otros motivos, siguen con el viejo y confuso lenguaje. La colaboración de profesionales sanitarios,
bioéticos, juristas, medios de comunicación social,
etc., podría ayudar a acabar con este foco de ambigüedad. Con semejante restricción en el campo
semántico de la eutanasia eliminamos una fuente
de confusión en el lenguaje. Pero nos queda una
tarea algo compleja: intentar precisar el concepto.
b) Concepto de eutanasia
Quien se toma el trabajo de comparar definiciones de eutanasia, observa que, junto a la existencia
de un núcleo compartido, aparecen entre ellas
algunas diferencias, de relieve desigual. En principio, las divergencias no tienen por qué extrañar. El
concepto de eutanasia –como cualquier concepto,
por lo general– tiene su parte de elección. Al definir, unos aspectos de la realidad quedan recogidos
mientras otros son excluidos. Elección no es, con
todo, sinónimo de arbitrariedad. Suelen existir razones para que determinados detalles o aspectos de
la realidad se integren en la definición o queden
fuera. No estaría de más un análisis lúcido sobre la
operación selectiva presente al definir la eutanasia.
¿Son factores jurídicos, morales, médicos, ideológicos u otros los que originan o explican la inclusión o la exclusión en la definición de ella de
algunas precisiones?
Las diferencias en el concepto de eutanasia se
concentran, sobre todo, en el sujeto a cuya vida se
pone fin, sea su situación “sanitaria”, sea la importancia dada a la libre petición de morir. A este último punto, seguramente el más importante, dedico un apartado especial.
– Concepto o núcleo común
En torno a cinco puntos podemos ver lo que
constituye el núcleo compartido del concepto.
1º: resultado de muerte. Es un elemento básico,
incuestionable. No basta la intención.
Eutanasia / 351
2º: sujeto que muere. Para poder hablar con propiedad de eutanasia, la persona que muere, el “candidato”, ha de tener un determinado perfil. Desde
lo que podríamos llamar el ángulo “sanitario”,
comúnmente el sujeto está definido por dos rasgos:
enfermo desahuciado o incurable y sufrimientos
insoportables. Sin eclipsar este fondo común, en
los autores percibimos algunos matices o acentos.
El término enfermo es entendido de modo más
estricto o amplio, para incluir también, según algunos, a la persona “cansada” de la vida. Asimismo,
hay divergencias sobre si exigir o no la condición de
enfermo terminal. El requisito común de sufrimientos insoportables no tendría vigencia en casos
limitados; por ejemplo, si se aplica la eutanasia a
enfermos vegetativos. Estas diferencias parecen
secundarias frente a la principal, que versa sobre si
la petición del enfermo es o no elemento esencial
de la definición, cuestión tratada más adelante.
3º: modo de provocar la muerte. Es éste también un aspecto importante, compartido, que
sirve para distinguir la eutanasia de muchas otras
acciones con resultado de muerte. Generalmente
este matiz se expresa con el adverbio “directamente” o con el adjetivo “directo”. Bajo tales términos abstractos, hay una realidad muy concreta
y clara en cuanto al modo de producirse la muerte del enfermo, con productos letales en forma de
inyección, etc. Existe un detalle sobre el que las
definiciones varían. Para unos, la eutanasia se
refiere a una acción; para otros5 –sobre todo,
medios católicos–, puede ser acción u omisión de
tratamientos siempre que los tratamientos omitidos sean considerados normales, ordinarios, proporcionados.
5
Real Academia Española, Diccionario de la lengua
española, Real Academia Española, Madrid 212001, p. 685:
“Acción u omisión que, para evitar sufrimientos a los
pacientes desahuciados, acelera su muerte con su consentimiento o sin él”.
352 / Francisco Javier Elizari Basterra
4º: móvil de la acción. La eutanasia viene
motivada por el deseo de acabar con los sufrimientos del paciente. Tal objetivo, además de
otras circunstancias, diferencia la eutanasia de
otras formas de poner fin a la vida de una persona por otros móviles. Este elemento es comúnmente considerado como parte esencial de la
definición, con la salvedad antes apuntada de la
eutanasia aplicada en algunos casos; por ejemplo,
a enfermos en estado vegetativo.
5º: agente de la muerte. Que la eutanasia es
practicada por un médico o bajo su dirección o se
explicita o se da por supuesto. Sin embargo, existe una corriente radical muy minoritaria, partidaria de desmedicalizar la eutanasia.
– Diferencia fundamental:
petición del enfermo
¿Llamamos eutanasia sólo a la muerte pedida
por el paciente o también a la no solicitada por
él? En este punto se enfrentan dos corrientes.
Durante mucho tiempo, la definición de eutanasia ha acentuado la muerte “por piedad” y ha
incluido tanto la voluntaria como la no voluntaria. Frente a ella existe hoy otra tendencia: designar únicamente como eutanasia la muerte pedida
por el paciente. Según este planteamiento, la
petición es un elemento esencial. Por lo tanto,
hablar de eutanasia voluntaria sería una redundancia. Igualmente, según este parecer, tampoco
se debería hablar de eutanasia no voluntaria: a las
acciones cubiertas por esta expresión habría que
llamarlas sencillamente homicidio.
La nueva tendencia surge, al parecer, en
Holanda. Leenen, profesor de Derecho Sanitario
lo sugiere en 1977. La propuesta va adquiriendo
adeptos y en 1985 la asume la Comisión Estatal
Holandesa de la Eutanasia. Por eso, no es de
extrañar que algunos la llamen “definición holandesa”. Esta corriente ha encontrado gran acogida
Eutanasia / 353
en los Países Bajos, Bélgica y entre una serie de
autores españoles y de otros países. Sin embargo,
la noción de eutanasia que abarca la voluntaria y
la no voluntaria parece todavía bastante más
extendida en el mundo.
Es bueno saber que la nueva tendencia surge
en un contexto jurídico, cuando en Holanda se
iba consolidando la idea de despenalizar la eutanasia. Según algunos, la restricción de significado
a la voluntaria obedecía a una estrategia. Se pensaba que dejando de llamar eutanasia a la no
voluntaria –la que ofrece más reparos y que, por
otra parte, no se trataba de despenalizar–, se evitarían algunas resistencias en el camino jurídico
emprendido. La disociación terminológica podía
contribuir a remover o debilitar obstáculos en
parte de la sociedad.
Tengo la impresión de que, actualmente, no
pocos autores partidarios de considerar eutanasia
sólo a la muerte pedida por el paciente no lo
hacen pensando en la cuestión de la despenalización. Su perspectiva parece otra. Partiendo, más
bien, del énfasis social actual en la autonomía de
la persona, tiene su lógica considerar que la petición del enfermo es elemento decisivo del concepto de eutanasia. Así, el lenguaje la distinguiría
con toda claridad de la muerte no pedida, calificada simplemente de homicidio, no de eutanasia,
a pesar de que se provocara “por piedad”.
La eutanasia ante el derecho
Los intentos de despenalizar y legalizar6 la
eutanasia y el SMA han recogido sus primeros
frutos en los años finales del siglo XX y primeros
del XXI. A pesar de que los sondeos revelan en la
Uso ambos términos como sinónimos, en el sentido
no técnico de “autorización legal”.
6
354 / Francisco Javier Elizari Basterra
opinión pública de muchos países occidentales
una progresiva mayoría a favor de la despenalización, la gran parte de los órganos legislativos y de
los partidos políticos continúan oponiéndose a
dar este paso, aun en países muy secularizados.
Este hecho cuestiona la interpretación rígida, sin
matices, de la situación existente en términos de
enfrentamiento entre sociedad civil y religiones.
Razones poderosas puramente humanas deben
existir para explicar la resistencia de las autoridades públicas.
Sin embargo, es previsible que, sin mucho tardar, la “batalla” de la despenalización se extienda
en el mundo occidental y consiga nuevos frutos.
Son numerosos los factores que apuntan e impulsan en esta dirección. Las legislaciones ya existentes en tres países europeos, Bélgica, Holanda y
Suiza, así como en el estado norteamericano de
Oregon, encontrarán imitadores. Ideas tan
seductoras como autonomía y dignidad del ser
humano o piedad hacia el que sufre se alían, con
frecuencia, a favor de esta causa. El “espectáculo”
de algunas formas de morir en casos extremos es
explotado con habilidad en algunas campañas.
En la reflexión moral civil, la eutanasia encuentra
un sitio menos incómodo que en el pasado. La
secularización está contribuyendo a que los frenos a la despenalización pierdan fuerza en la
sociedad. Y en las mismas religiones en las que la
enseñanza oficial continúa generalmente muy
firme contra un derecho permisivo en esta cuestión, surgen voces disidentes de teólogos. No
llama la atención que una sociedad con los rasgos
descritos lleve en su seno una demanda fuerte en
pro de la despenalización.
El desarrollo de esta sección comprende tres
puntos. 1º: relación entre cuidados paliativos y
despenalización. 2º: panorama legal actual. 3º:
bases aducidas para autorizar o prohibir la eutanasia y el SMA.
Eutanasia / 355
Despenalización y cuidados paliativos (CP)
Seguramente nadie discute el derecho de las
personas que se hallan en la fase final de sus vidas
a ser cuidadas de modo adecuado y el correspondiente deber de la sociedad hacia ellas, deber fundamental, prioritario. Todo ello encuentra un
reconocimiento teórico fácil tanto por los partidarios de despenalizar la eutanasia y el SMA
como por los opositores.
Sin embargo, las convicciones teóricas, con
frecuencia, no tienen una traducción práctica eficaz. Los CP, nombre dado hoy comúnmente a la
atención prestada a estas personas, presentan
todavía numerosas deficiencias graves, a pesar de
la evolución positiva que están experimentando y
reconocida la excelente labor de muchos profesionales, familias, amigos y voluntarios.
En otra parte de la obra, se ofrece al lector una
exposición sobre los CP. Aquí me fijo únicamente en su relación con la despenalización. Mi posición se sintetiza en dos afirmaciones. 1ª: los CP
están excesivamente marginados en el debate
jurídico. 2ª: los intentos de despenalización no
son éticos si prescindimos de la situación de los
CP o, lo que es peor, si sabemos que sufren deficiencias importantes.
a) Cuidados paliativos,
grandes ausentes en las discusiones legales
Los grandes temas aireados en los debates
sobre la despenalización, diferentes según las tendencias, nos remiten a: autonomía y dignidad de
la persona, compasión hacia el enfermo que sufre,
formas de morir, calidad de vida, inviolabilidad y
santidad de la vida, pendiente resbaladiza, etc. En
semejantes discusiones, los CP suenan muy poco,
mucho menos de lo que deberían. Semejante
silencio, casi total en los medios de comunicación,
no llama la atención cuando la mayor parte de los
bioéticos y muchos médicos, en sus intervenciones
356 / Francisco Javier Elizari Basterra
–esperemos que su pensamiento sea otro– no asocian CP y planes de despenalización. Con este
panorama, no ha de extrañar la ignorancia de la
opinión pública al respecto.
Ante estos hechos, son comprensibles las quejas amargas y las acusaciones, muchas veces guardadas en silencio, a veces formuladas claramente,
como las que oí a una persona mayor al terminar
un debate televisivo entre representantes de diferentes posiciones. “Estos sujetos son unos cínicos. Yo nos les intereso. Mis necesidades y aspiraciones no pintan nada. La presa que persiguen es
la ley, ‘su’ ley. Si la consiguen, me venden la idea
de que debo estarles agradecido porque han
actuado por mi bien. Los ‘vencidos’ me manifiestan su pesar por no poderme ofrecer ‘su’ regalo,
‘su’ ley”.
b) Cuidados paliativos,
elemento clave en el debate legal
Según el testimonio de Kathleen Foley, “la
OMS, en su programa de desarrollo de los CP, ha
pedido a los gobiernos que no piensen en legislar
a favor del SMA y de la eutanasia mientras no
estén satisfechas las necesidades de sus ciudadanos con servicios de CP”7. Plantear tales cambios
sin preguntarse por la calidad y accesibilidad de
los CP o, lo que es peor, admitiendo graves deficiencias es una gran irresponsabilidad ética.
Semejante afirmación, sostenida lúcidamente
por no pocas personas partidarias de la despenalización, no está inspirada en una estrategia de
bloqueo de un cambio legal. Responde a exigencias éticas: servir mejor al bienestar y a la libertad
de los enfermos en el final de sus vidas.
7
Testimonio recogido en House of Lords, Select
Committee on the Assisted Dying for the Terminally Ill Bill,
Assisted Dying for the Terminally Ill Bill (HL), vol. I, Report,
The Stationary Office Limited, Londres 2005, p. 34.
Eutanasia / 357
Intentar la despenalización sin preocuparse de
si están garantizados o no unos buenos CP busca
ciertamente, por un lado, ampliar la libertad del
enfermo con la opción legal de la eutanasia y del
SMA, pero, por otro, esa libertad, a la que no se
garantiza la benéfica alternativa de los CP, sufre
una limitación importante. Y no se puede decir
que el interés por un cambio legal acompañado del
desinterés por asegurar unos buenos CP al enfermo sea el mejor modo de mirar por su bien. Los
CP son un magnífico aliado del bienestar y de la
libertad de la persona en la fase final de la vida.
La introducción de los CP en el debate jurídico nos obliga a verificar su calidad y accesibilidad, punto complejo y difícil, respecto al cual
podemos encontrar posiciones contrarias. Los
opuestos por principio a la despenalización pueden pedir en los CP condiciones no exigibles
humanamente y convertir esta propuesta, centrada ante todo en el bien del enfermo, en un argumento para intentar bloquear una ley permisiva.
Desde el bando contrario, se puede caer en la
tentación de contentarse con CP de baja calidad,
con lo cual se viene a indicar que el centro de su
interés es más la ley que las personas. Para liberarnos lo más posible de análisis ideológicos, tal
evaluación debería confiarse a personas competentes cuya referencia básica fueran las necesidades y aspiraciones de los pacientes y no, ante
todo, el sí o el no a una ley.
c) El “filtro paliativo”, entre petición y
realización legal de la eutanasia y SMA
Para que la eutanasia y el SMA sean legales,
las leyes permisivas suelen exigir dos dictámenes,
confiados a sendos médicos a los que no se pide
ser especialistas en CP. Ellos deben certificar que
la única salida para los sufrimientos del enfermo
es la muerte. Si existiera la posibilidad de romper
el duro cerco del sufrimiento por medio de CP, la
eutanasia y el SMA serían ilegales. Entre la peti-
358 / Francisco Javier Elizari Basterra
ción de estos actos y su realización, se sitúa el
obligado dictamen médico. Tal disposición legal
está siendo criticada, y con razón. Según una opinión muy generalizada en medios sanitarios, la
mayoría de los médicos carece de conocimientos
y habilidades en el área de los CP. Ante semejante situación y mientras dure, no parece lo más
sensato confiarles el dictamen del que depende la
legalidad de la eutanasia y del SMA.
Otro modo de proceder podría ser más razonable. Cuando un enfermo pide que se le provoque la muerte o solicita ayuda para quitársela él
mismo, ¿no sería más lógico que, antes de dar
otros pasos, tuviera él la oportunidad de contactar
con un equipo de CP, mejor preparado y dotado
para ver si estos cuidados pueden ofrecerle una
salida a los sufrimientos insoportables que padece? ¿No debería tal medida estar recogida de
algún modo en los textos legales?
Desde otro ángulo, no propiamente legal,
podemos ver los CP como “filtro” respecto a la
eutanasia y el SMA. Una opinión muy extendida
y fundada reconoce que unos buenos CP aplicados en su debido momento pueden evitar
muchas –no todas– de las peticiones de eutanasia
y SMA, y, si la petición se ha verificado, pueden
impedir la realización del acto. La innegable eficacia preventiva no ha de oscurecer el sentido
fundamental de tales cuidados: servir a la persona, a su bienestar y libertad. Aquí radica su valor
esencial. No han sido creados ni se han de
fomentar, ante todo, por su eficacia preventiva,
que, por otra parte, no hay por qué ocultar.
Panorama legal
En la primera parte del trabajo señalé la confusión existente en torno al término eutanasia al
aplicarse a acciones distintas: a) provocar directamente la muerte de un enfermo para que no sufra
Eutanasia / 359
–significado seguido aquí–; b) renunciar a medios que prolongan la vida sin sentido; c) recurrir
a analgésicos que pueden acortar algo la existencia. Hemos de estar atentos, porque semejante
confusión se repite en no pocos autores al referirse al derecho.
a) Leyes vigentes
A lo largo del siglo XX han proliferado los
intentos de despenalizar la eutanasia, intentos que
a finales del mismo se han extendido al SMA. Casi
todos han fracasado. En el momento de redactar
estas páginas, únicamente están en vigor cuatro
legislaciones. Tres de ellas autorizan sólo una práctica: el suicidio asistido en Suiza, el SMA en el
estado norteamericano de Oregon y la eutanasia
en Bélgica. Holanda ha despenalizado las dos. Un
caso peculiar es lo sucedido en el Territorio del
Norte, uno de los estados de Australia. Su asamblea legislativa dio luz verde a las dos prácticas el
16 de junio de 1995, hasta su rechazo por el
Senado australiano el 25 de marzo de 1997.
– Suiza:
De las legislaciones en vigor, la más antigua es
la suiza, de 1942. Según el artículo 115 del Código
Penal, la incitación o ayuda al suicidio constituyen delito solamente si dichos actos responden a
motivos interesados, egoístas, de quien los realiza.
Esta legislación fue creada sin tener en vista en
absoluto su posible aplicación al suicidio de enfermos con ayuda de terceros. En la década de los
ochenta, se entendió que esta disposición del Código Penal dejaba la puerta abierta para su extensión a los enfermos, interpretación cuya validez está
fuera de duda. Respecto a la situación en Suiza,
quisiera destacar un punto: el llamado “turismo”
suicida está abierto a ciudadanos de otros países.
– Oregon:
La segunda legislación en el tiempo tiene por
objeto, como la suiza, sólo el suicidio. A propuesta
360 / Francisco Javier Elizari Basterra
de los ciudadanos del estado, el SMA –no la eutanasia, como erróneamente se escribe a veces– fue
aprobado en referéndum el 8 de noviembre de
1994. La entrada en vigor de la ley se retrasó hasta
el 27 de octubre de 1997, por diversas peripecias
judiciales, que no acaban de tener fin. En la ley
de Oregon, quiero señalar una doble limitación.
Primera: el SMA está reservado únicamente a los
enfermos terminales, condición no exigida en las
otras legislaciones. Segunda: candidatos legales al
SMA son únicamente los residentes en el estado,
para evitar el “turismo” suicida.
– Holanda:
La tercera legislación, la holandesa, a diferencia de las dos anteriores, ha despenalizado el
SMA y la eutanasia. Aprobada definitivamente el
12 de abril de 2001, entró en vigor el 1 de abril
de 2002. En realidad, la legislación que contiene
variados elementos nuevos, no ha supuesto cambios sustanciales respecto a la situación jurídica
anterior en los Países Bajos. En efecto, en las últimas décadas del siglo XX, diversas sentencias
judiciales absolvieron a médicos que habían realizado la eutanasia cumpliendo ciertos requisitos
en cuya fijación el Colegio de médicos tuvo una
parte importante. Estos fallos de los tribunales
fueron creando una situación jurídica no esencialmente distinta de la actual en el fondo, aunque
sí diferente desde el punto de vista de la seguridad
jurídica para quienes realizaban la eutanasia. Un
aspecto importante a destacar en la legislación
holandesa se refiere a la edad legal del candidato a
la eutanasia y al SMA, prácticas accesibles a partir
de los 12 años8. En la fase de los 12 a los 18, la ley
8
La eutanasia no pedida se está practicando en Holanda
tanto con personas legalmente capaces de solicitarla como con
menores de 12 años. Para casos muy limitados de bebés nacidos con gravísimos problemas, se ha elaborado en el Centro
Médico Universitario de la ciudad de Groninga el llamado
“Protocolo de Groninga”, que aplica la eutanasia bajo requi-
Eutanasia / 361
distingue dos franjas. Entre los 12 y los 16, es
obligado un doble consentimiento, el del menor
y el de sus padres o tutores legales. Una vez cumplidos los 16, además del consentimiento del
menor se exige que sus padres o representantes
legales estén de algún modo implicados en el proceso de decisión, pero sin que se requiera su consentimiento.
– Bélgica:
La ley belga ha sido la última en introducirse.
Aprobada el 16 de abril de 2002, entró en vigor
el 23 de septiembre del mismo año. Se parece
mucho a la holandesa en lo sustancial, aunque es
notablemente más detallada en sus disposiciones.
Respecto a la edad del candidato a la eutanasia,
ésta se permite también al menor, pero sólo al
menor emancipado. Estando accesible la eutanasia tanto al enfermo terminal como al no terminal, para este último caso se establecen algunas
medidas adicionales. Como la ley de los Países
Bajos, la belga fija una serie de controles y garantías tanto previas a la muerte del enfermo (intervención de al menos dos médicos que certifiquen el
cumplimiento de una serie de circunstancias) como posteriores a ella (comunicación de los hechos
a representantes de los poderes públicos) para
garantizar mejor la legalidad y evitar abusos.
b) ¿Legalizar sólo el SMA,
sólo la eutanasia o ambos?
Suiza únicamente permite la ayuda al suicidio. Oregon sólo el SMA. Bélgica autoriza tan
sólo la eutanasia. En Holanda son legales ambos.
sitos muy estrictos. Tales hechos de por sí son ilegales, pero no
existe constancia de una acción sobre ellos ante la justicia.
Incluso se está pidiendo, para evitar la inseguridad jurídica,
que las leyes reconozcan la eutanasia no pedida en tales casos.
Por ahora, el Gobierno holandés se resiste a dar semejante
paso.
362 / Francisco Javier Elizari Basterra
¿A qué obedece tal disparidad? La respuesta más
clara, probablemente, es la referida a Oregon.
Varios estados norteamericanos, a través de consultas populares previas, habían intentado despenalizar en un mismo paquete la eutanasia y el
SMA. Todos fracasaron. Oregon aprendió la lección y se limitó al SMA, por creer que las resistencias del público y de los médicos hacia él eran
inferiores. La estrategia funcionó.
Ciñéndonos al parecer de los ambientes sanitarios, en algunos se advierten diferencias en el
modo de percibir la eutanasia y el SMA. Éste tendría una triple “ventaja” sobre aquélla. Por un
lado, en él queda más realzada la intervención del
paciente, su autonomía, pues él mismo realiza el
acto que provoca la muerte. Por otro, algunos
médicos dicen sentirse psicológicamente menos
incómodos con el SMA por ser su cooperación a
la muerte del enfermo más remota y alejada en el
tiempo. Recetar unos productos letales es un acto
de resultado incierto. Entre la prescripción del
médico y la muerte se coloca la voluntad del
paciente, que puede usarlos o no, y, de hecho, un
número de enfermos no se sirve de los productos
recetados. Además de una inferior resistencia psicológica, algunos confiesan una menor resistencia
moral al SMA que a la eutanasia, apreciación
negada por otros. También podría señalarse una
doble “desventaja” en el SMA. Algunos consideran menos humano, más inmisericorde, más
duro dejar en manos del mismo enfermo la realización del gesto mortal. Además, en caso de producirse problemas en la toma del producto letal,
la presencia del médico en ese momento no es
tan segura como en el caso de la eutanasia.
Existe otra diferencia entre ambos respecto a
la demanda social. La petición de SMA es muy
inferior a la de eutanasia. En Holanda, respecto a
las muertes acogidas a la nueva ley, más del 90%
suceden por eutanasia y menos del 10% por
SMA.
Eutanasia / 363
La opción legalizadora
Unas páginas antes he señalado varios factores
que favorecen la creciente tendencia social a favor
de despenalizar la eutanasia y el SMA. Al tratar
de fundamentar esta causa se esgrimen una serie
de razones, de muy desigual valor e importancia.
Entre ellas ocupan lugar muy destacado la autonomía del paciente, su dignidad, la calidad de
vida, la piedad de terceros que aceptan colaborar
para librar de sufrimientos al enfermo. Me detengo, ante todo, en los dos argumentos más invocados, que algunos llaman ideología centrada en
la autonomía e ideología centrada en la compasión.
Ambas aparecen con fuerza, pero existen diferencias de acentuación y de prioridades. Hay quien
ve la ideología centrada en la autonomía más presente en el campo de la reflexión filosófica, mientras que la ideología de la compasión estaría más
reflejada en médicos y leyes.
No desarrollo el argumento de la dignidad ni
el debatido tema de la calidad de vida, expuestos
en otras colaboraciones del libro.
a) Ideología centrada en la autonomía
Según esta corriente, la eutanasia y el SMA
son, ante todo, una opción, una elección personal. He aquí la base principal alegada para pedir
su legalización. En tal visión, se acentúa la autonomía por encima del objetivo de liberar del
sufrimiento por piedad. Cada persona es autónoma para dirigir su vida y disponer de ella de
acuerdo con sus propios principios, creencias y
valores. La única limitación legal admisible a esta
libertad –se añade– es evitar daños a terceros.
Ahora bien –continúan–, en las circunstancias en
las que suelen tener lugar la eutanasia y el SMA,
el perjuicio para otros se considera inexistente o
irrelevante. Por lo tanto, la prohibición legal de
estas acciones no entra dentro de las facultades
legítimas del Estado.
364 / Francisco Javier Elizari Basterra
Semejante énfasis teórico en la autonomía no
es inocente, tiene sus consecuencias prácticas.
Probablemente llevará a algunos cambios. El
dolor y el sufrimiento pueden pasar a un segundo plano respecto a la libertad de la persona en
una perspectiva legal o médica. Cuanto afecta a la
dependencia o independencia del enfermo puede
cobrar mayor relieve que el sufrimiento en orden
a considerar aceptable la eutanasia y el SMA.
Igualmente, ello podría reducir la importancia de
los procedimientos de evaluación de la situación
“sanitaria” del paciente, en la que corresponde un
papel destacado a los médicos. Puede suceder,
también, que la mejora de los cuidados paliativos
no tenga tanto peso en prevenir las peticiones y
realizaciones de eutanasia, por subrayar más la
autonomía. Por otro lado, este planteamiento
tiene la ventaja de afirmar de modo contundente
la libertad, pero protege menos contra el mal uso
de la misma.
Más adelante, al tratar de la autonomía como
fundamento para que la eutanasia y el SMA sean
tenidos como opciones morales lícitas, hago una
serie de observaciones sobre la libertad. Aunque
la perspectiva es allí diferente, algunos aspectos
entonces señalados pueden ser de interés también
ahora.
b) Ideología centrada en la compasión
Aunque sería mejor calificar a esta ideología
como centrada en el bien del enfermo, me atengo a los términos del título, por ser usados con
cierta frecuencia. Según esta tendencia, la eutanasia y el SMA no son, ante todo, una cuestión
de opción personal. Se reivindican, principalmente, en nombre de la piedad, respuesta humana a una situación insoportable. Algunos creen
que, en las leyes despenalizadoras y en el pensamiento de muchos médicos, la ideología centrada en la compasión prevalece sobre la autonomía
y lo ven reflejado de dos maneras. En primer
Eutanasia / 365
lugar, los textos legales dejan traslucir una idea de
libertad del enfermo como especialmente vulnerable y amenazada. Y como tal, necesitada de una
especial protección legal frente a imposiciones o
coacciones, declaradas o encubiertas. Esto explica la exigencia de que, al menos, dos médicos certifiquen el carácter libre y ponderado de la decisión del paciente, por ser el testimonio de éste
legalmente insuficiente.
Pero el punto fundamental es otro: las limitaciones legales a la libertad. No cualquier eutanasia o SMA, por mucho que lo quiera el sujeto,
son admisibles por ley. El candidato legal a estas
dos acciones ha de ser un enfermo, desahuciado
o incurable, con sufrimientos insoportables e inaliviables. ¿Desde qué presupuestos se justifican
estas limitaciones legales a la autonomía de la
persona? ¿Desde intereses o perjuicios relacionados con terceros? ¿En el hecho de que estos actos
no son exclusivos del paciente, pues colaboran
extraños? Da la impresión de que no. Aunque las
leyes no emplean la expresión “por bien del
enfermo”, dan a entender que éste es el verdadero motivo por el que autorizan la eutanasia y el
SMA, no tanto el respeto a la libertad.
Consideran que en algunos casos la muerte
puede ser un bien para el enfermo, mejor que
seguir viviendo. Esta ideología parece también
dominante en muchos médicos que ven su
misión, ante todo, en términos de bien del
paciente, no de respeto a su autonomía.
Después de referirme a las dos ideologías,
cada una de las cuales acentúa un punto de vista,
nos podemos preguntar: ¿en realidad el asunto de
la despenalización no descansa tanto en el respeto a la autonomía como en la preocupación por
el bien del paciente, tomados como un paquete
conjunto, aparentemente inseparable? Algunos
sospechan que la exigencia conjunta de ambos
valores para liberalizar la eutanasia y el SMA es
una maniobra de pura estrategia que busca, por
366 / Francisco Javier Elizari Basterra
ahora, guardar el argumento en términos bastante estrictos. Y se preguntan: ¿con el tiempo no se
disociarán autonomía y bien del enfermo para
seguir cada uno su camino independiente? Es
decir, ¿no se llegará a justificar poner fin a la vida
de una persona solamente desde uno de los dos
lados: desde la pura autonomía, porque lo quiere
el enfermo y sin apelar a la enfermedad incurable
y a los sufrimientos, o desde el bien del paciente,
es decir, para librarle de sus padecimientos, aunque el enfermo no lo haya pedido? ¿Tal separación posterior, de darse, sería un indicador de
que estamos ante una pura estrategia o se explicaría por otros motivos razonables?
c) Incoherencia de la prohibición legal
Otro modo de justificar la despenalización
apela a la coherencia del derecho. Si en él prevaleciera la lógica, deberían ser legales la eutanasia
y el SMA. Quienes así piensan, parten de un
hecho jurídicamente cierto. El paciente goza de
un derecho legal casi ilimitado para rechazar tratamientos médicos incluso cuando la negativa
puede desembocar en un resultado de muerte,
por ejemplo, si se renuncia a técnicas de soporte
vital. A partir de esto se preguntan: ¿qué diferencia sustancial existe entre el rechazo de estas
técnicas y el recurso a una inyección, unas pastillas o una bebida letales? Para ellos existe una
continuidad real entre todas estas acciones. El
resultado producido es el mismo; por lo tanto, el
derecho las debería tratar de igual modo. A lo
más podríamos hablar de una diferencia psicológica, razón insuficiente para un distinto tratamiento jurídico.
Existe una fuerte opinión contraria que
defiende la tesis de la discontinuidad entre el
rechazo de tratamientos de soporte vital y la práctica de la eutanasia y del SMA, tesis apoyada en
la praxis profesional médica, en la historia legal y
en la ética. Los autores explican de forma diversa
Eutanasia / 367
la diferencia entre esas acciones. Según unos, la
distinción no parece teóricamente fundada, pero
sí goza de valor práctico, por ahora, aunque su
validez no es garantizable en el futuro. Victoria
Camps la entiende en estos términos: “La renuncia al tratamiento es la renuncia a una intervención que prolonga la vida, mientras que el suicidio asistido es mucho más activo, ya que se basa
en la voluntad expresa y expresada por el propio
sujeto de decidir sobre el momento y las circunstancias de la propia muerte”9. Los defensores
de la discontinuidad cifran, comúnmente, las
diferencias entre la eutanasia/SMA y la renuncia
a prolongar artificialmente la vida en dos capítulos: causa e intención. La muerte –afirman– no se
produce por la misma causa en los dos casos.
Mientras que al rechazar las técnicas de soporte
vital, el resultado fatal sobreviene por la patología
que el paciente sufre, en la eutanasia y el SMA, la
muerte es provocada por un producto letal.
También la intención se sitúa en el corazón del
debate: en un caso, la voluntad busca acabar
directamente con la vida, mientras que en los
otros se trata de no prolongarla de modo artificial. Desestimar las diferencias entre todas estas
acciones –se dice– es despreciar toda una obra de
orfebrería y finura éticas realizada a través de
siglos. A lo cual, la posición contraria replica que
semejantes distinciones son farisaicas y tienen un
carácter artificial y ficticio.
Como final, quisiera añadir alguna observación personal. Percibo que en nuestra sociedad
parece afirmarse una tendencia que da mucha
más importancia a los resultados brutos, visibles,
y tiende a tachar de argucias y sutilezas muchas
reflexiones morales en las que entran en juego
intenciones y el modo en que los hechos se producen. ¿Será este cambio un signo de pérdida de
finura en la reflexión moral? ¿Son esos “detalles
9
Íd., p. 118.
368 / Francisco Javier Elizari Basterra
sutiles” más propios de minorías cultivadas que
de la “masa”? Por otro lado, las distinciones y
conexiones entre intención, previsión y resultados en la compleja esfera de las decisiones al final
de la vida no están exentas de alguna ambigüedad. Reconocerlo permitiría a los defensores de
ambas tesis, la continuista y la discontinuista,
opiniones más modestas, menos graníticas, capaces de percibir también los puntos débiles de la
propia opinión.
Justificando el veto legal
Según los sondeos, aun admitiendo sus
importantes limitaciones, el frente opositor a la
despenalización disminuye en la opinión pública.
Algo parecido revelan las encuestas respecto a los
profesionales sanitarios, grupo amplio y variado
en cuyo seno un número no desdeñable, especialmente entre los dedicados a CP, enfermeras,
etc., o rechaza de plano los cambios legales o no
los considera de gran interés social, y mucho
menos algo prioritario o urgente. Entre los intelectuales la opinión favorable a la prohibición
parece muy minoritaria.
Sin embargo, a pesar de este clima, la gran
mayoría de los órganos legislativos de los países
occidentales y de los partidos en ellos representados se niega a la despenalización. Y este hecho se
da también en países muy secularizados. Ello
puede indicar que estos órganos y partidos todavía encuentran razones poderosas para resistir a
las demandas en otra dirección. Y se trata no de
argumentos religiosos, sino de consideraciones
humanas, racionales.
Los argumentos principales empleados para
fundamentar la negativa a aceptar la autorización
legal de la eutanasia y del SMA son tres. El rechazo más absoluto se apoya en la idea de que toda
vida humana es inviolable. Una oposición, no
Eutanasia / 369
tan de principio, acude al conocido como argumento de la pendiente resbaladiza, que se ampara en las consecuencias funestas derivables de la
autorización de la eutanasia y el SMA. A estas dos
viejas formas de argumentar, más recientemente
se ha unido un tercer planteamiento que apela a
las carencias en cuidados paliativos.
a) Carencia de buenos cuidados paliativos (CP)
accesibles
A este asunto me he referido antes. Por eso,
paso rápidamente sobre él. Desde esta perspectiva, el intento de despenalizar la eutanasia y el
SMA no parece éticamente admisible si nos
desinteresamos de la situación de los CP o, lo que
es peor, si conocemos graves carencias en ellos.
Los planes de legalización en estos dos supuestos
–se ha dicho más de una vez– equivaldrían a querer comenzar la casa por la ventana. Tengo la
impresión de que este razonamiento está pesando
bastante en partidos, en parlamentos y en otras
muchas personas. La despenalización, aun con
buenos CP, no es, según personas responsables,
una necesidad social importante, y mucho
menos algo prioritario o urgente. Y sin buenos
CP es una temeridad. Se corre un grave riesgo
de perjudicar al bienestar de los enfermos y a su
libertad, no asegurando la alternativa benéfica
de los CP.
b) Pendiente resbaladiza
Probablemente este argumento ha sido el más
utilizado en el pasado por quienes, desde una
óptica civil, se han opuesto a la despenalización
de la eutanasia y del SMA. Sin embargo, mis
impresiones indican una cierta pérdida de peso
en la actualidad. He aquí sus líneas esenciales:
una acción no rechazable en sí misma podría
convertirse en inaceptable por las consecuencias
indeseables derivadas previsiblemente de ella.
Esta forma de argumentar convincente para
370 / Francisco Javier Elizari Basterra
unos, es denostada por otros por considerarla
retórica, vaga, superficial, arma del conservadurismo y del inmovilismo, explotadora de sentimientos, de miedos, poco atenta a la complejidad
y oscuridad de los procesos causales cuando se
trata de fenómenos sociales, etc. Otros, en cambio, piensan que el argumento encierra una llamada razonable a la cautela, a la prudencia, contra actuaciones precipitadas e irreflexivas.
Para construir el argumento de la pendiente resbaladiza hay que establecer dos puntos. 1º: identificar el efecto o efectos considerados indeseables.
Para que el razonamiento sea creíble en orden a
prohibir una acción no rechazable en sí misma,
sino por sus consecuencias, los efectos han de
tener una cierta entidad y proporcionada, cada
uno por separado o en su conjunto. 2º: la secuencia entre los efectos indeseables y la acción de la
que pueden derivarse ha de ser razonablemente
probable. Argumentar desde algo no probable
resta credibilidad.
En el caso de la despenalización de la eutanasia (y del SMA), la lista de efectos indeseables
elaborada por los defensores del argumento es,
más o menos, la siguiente:
– paso de la eutanasia pedida a la no pedida,
– paso de la solicitada libremente a la no
libre, bajo presiones o coacciones,
– deterioro de la relación de confianza entre
paciente y profesional,
– introducción de un nuevo paradigma
médico: la eutanasia y el SMA como
“opción terapéutica”, como un elemento
más dentro del paquete global de tratamientos y cuidados. Esto significaría un
cambio importante en la naturaleza de la
medicina y en la ética médica,
– golpe a los cuidados paliativos. La eutanasia y el SMA podrían ser la solución fácil,
Eutanasia / 371
barata, de la sociedad, en perjuicio de los
cuidados paliativos, mucho más caros y
difíciles.
Queda la segunda operación, consistente en
definir la conexión entre despenalización y estos
efectos indeseables. Los defensores del argumento de la pendiente resbaladiza ven confirmados
sus temores desde los pocos precedentes que
tenemos; en especial desde el más estudiado, el
caso holandés. Los hechos les dan la razón en un
punto. En los Países Bajos, la práctica de la eutanasia no pedida es bastante frecuente. Estudios
serios lo certifican. Sin embargo, en cuanto a
otras consecuencias –eutanasia pedida sin libertad, forzada, deterioro de la confianza entre
pacientes y profesionales, golpe a los cuidados
paliativos–, las investigaciones holandesas no
parecen apoyar los temores expresados o, al
menos, no con claridad.
Establecer o negar la conexión es una operación delicada, arriesgada, abierta a apreciaciones
muy subjetivas. La perspectiva de que disponemos para sacar conclusiones es muy limitada en
dos aspectos: número de leyes despenalizadoras
y lapso de tiempo desde su vigencia. Además,
¿hasta qué punto son trasladables las conclusiones de un país como Holanda a otro donde algunas circunstancias pueden ser distintas? Para un
espíritu independiente no es muy alentador el
espectáculo que contemplamos en torno a este
argumento. Y esto no significa echar las culpas
sólo a una parte.
c) Rechazo absoluto
Estamos ante la oposición más vigorosa a la
despenalización. En este grupo seguramente
dominan personas de convicciones religiosas. Sin
embargo, también figuran representantes que
proceden del mundo no religioso. Dejo de lado
expresiones como santidad de la vida, entendida
372 / Francisco Javier Elizari Basterra
de modos algo diferentes e inmersa en inagotables discusiones, para intentar reflejar en términos concretos el contenido real de esta posición.
Para ellos toda vida humana posee un valor igual,
independientemente de su edad, situación y condición. No está permitido acabar intencionadamente, directamente, con la vida de un enfermo
(es simplemente una aplicación de la tesis general
que habla de la vida de un inocente). El ser
humano carece de poder para disponer de modo
radical de la propia vida, quitándosela uno a sí
mismo u otorgando a otro la facultad de hacerlo.
El respeto del derecho a la vida es piedra angular
de la sociedad moral y una barrera que las leyes no
pueden traspasar en ningún caso. Un cambio en
este punto significaría un alejamiento decisivo del
respeto que la sociedad debe a la vida humana.
La eutanasia desde la ética
Aunque algunos temas aparecidos en la sección anterior reaparecen aquí, la perspectiva es
distinta. Allí se trataba de justificar políticas, es
decir, prohibir o autorizar legalmente la eutanasia
y el SMA. Ahora interesa ver si estas acciones
pueden ser o no una solución aceptable desde la
conciencia, desde los valores, independientemente de lo que digan las leyes.
La eutanasia y el SMA tienen dos rasgos comunes, aunque con matices diferentes:
1º. Ambas acciones suponen la colaboración
de otra persona en la muerte de un enfermo, más
remota en el SMA, directa e inmediata en la eutanasia. La participación ajena, en este caso de un
profesional sanitario, merece un análisis ético, y,
en este punto, existen posiciones no concordes.
Para unos, semejante colaboración de terceros,
prestada libremente, no tendría por qué suscitar
reservas morales. Por un lado, no se priva de la
vida a un enfermo contra su voluntad, sino con
Eutanasia / 373
su consentimiento libre y ponderado. Por otro, el
mismo paciente considera la muerte un bien,
algo mejor que seguir viviendo. Y el hecho de que
sea un médico el que interviene tampoco ha de
considerarse contrario a la naturaleza de la medicina o a la ética profesional. La corriente contraria mantiene que ninguna de estas circunstancias
modifica sustancialmente el valor moral de la
colaboración de terceros. Por mucho que lo solicite el enfermo, la actuación del médico en la
eutanasia es un homicidio, y ayudar en el SMA es
colaboración inmoral a un suicidio. Nadie tiene
poder moral tan absoluto sobre la propia vida ni
puede delegarlo a otros. La acción es tanto más
censurable cuanto que quien presta su colaboración es un médico, que, en virtud de su profesión
y de su ética, es un servidor de la salud y la vida.
Dicho esto sobre el primer punto, paso al segundo, el que suele aparecer en primer plano hoy, al
tratar de la eutanasia y del SMA.
2º. En ambas acciones hay otro elemento
común: el enfermo dispone de su vida, lo cual
plantea un problema ético sustancialmente igual
en los dos casos, a pesar de las diferencias en el
modo de hacerlo: ¿cuál es el poder de que goza el
ser humano en relación con decisiones tan radicales sobre la propia vida? Antes de exponer el
pensamiento actual acerca de este asunto, dedico
una breve nota a la reflexión moral occidental en
torno a él, tema tratado a lo largo de la historia a
propósito del suicidio y en muy raras ocasiones
refiriéndose a la eutanasia; por ejemplo, Tomás
Moro en su obra Utopía.
Breve nota histórica. Moral del suicidio
Desde el tiempo de la Antigua Grecia, la filosofía occidental ha dado al suicidio un enfoque
básicamente ético. Esta constante sufre un tremendo eclipse, menos visible en las éticas religio-
374 / Francisco Javier Elizari Basterra
sas, hacia finales del siglo XIX o principios del
XX, al estudiarse el complejo entramado psicológico y social de numerosos suicidios y conocer los
déficit de racionalidad y libertad en la mayor
parte de ellos.
En el mundo grecorromano predomina una
visión negativa, apoyada en dos líneas principales
de argumentos. Primera: el suicidio viola el
orden, el curso de la naturaleza, curso al que se
concede valor moral. Segunda: conlleva una injusticia social por privar a la sociedad de la aportación
de uno de sus miembros. Con todo, no raramente, el suicidio encuentra también acomodo en el
pensamiento moral. Puede constituir una salida
ética a una humillación vergonzosa, a la pobreza, a
una desgracia inevitable o ante “coacciones externas”; por ejemplo, de un tribunal. A veces, es presentado casi como un deber de la persona que, por
sus impulsos criminales incontrolados o por una
enfermedad incapacitante, no puede aportar a la
sociedad su debido servicio. Los estoicos lo enfocan de modo particular. Según ellos, para el sabio,
el suicidio es un acto de nobleza moral si responde a un principio, a un deber, al dominio racional
sobre el propio yo, si no es fruto de un desajuste
emocional ni obedece a la incapacidad de soportar el dolor o el sufrimiento.
Al establecerse el cristianismo, el pensamiento occidental experimenta un cambio radical.
Pronto se impone el rechazo más absoluto del
suicidio. Esta situación comenzará a sufrir una
erosión gradual a partir del Renacimiento, con
los autores muy divididos. Kant y otros filósofos
importantes siguen condenándolo desde planteamientos puramente humanos. Frente a ellos, otra
corriente lo contempla como una posibilidad
ética. Los románticos lo exaltan como la suprema
manifestación moral de la autonomía. En nuestro tiempo, la mayor parte de los suicidios aparecen como ajenos a la moral por las limitaciones
en la deliberación y la libertad. Los únicos en los
Eutanasia / 375
que muchos ven las condiciones para la calidad
moral son el suicidio altruista y el SMA.
La eutanasia y el SMA, opción lícita
En la reflexión ética actual, asumida en buena
parte por la opinión pública, domina la idea de
que la eutanasia y el SMA son una opción moralmente aceptable, una forma lícita de disponer de
la propia vida. Ésta le pertenece a cada uno. No
se ve por qué la libertad humana tiene que pararse ante las puertas de la muerte, ante la “última
libertad”. Poder disponer del propio morir, en
cuanto al momento y forma –se dice–, es un
derecho fundamental derivado de los derechos de
la primera generación. La nueva extensión de la
libertad a un campo antes vedado, tiene su cabida lógica dentro de las morales modernas, morales de autonomía. Pero la afirmación del poder
sobre la propia vida no ha de ocultar dos aspectos: su carácter trágico y su dimensión moral.
Algunos textos y declaraciones desprenden
satisfacción, casi orgullo, por esta nueva frontera
conquistada. Semejante aire triunfal es comprensible por el logro conseguido. Ahora se reconoce
como una posibilidad ética algo antes prohibido:
poner directamente fin a una vida envuelta en
grandes sufrimientos. Pero no podemos ocultar el
carácter trágico de la decisión, aun siendo ésta
lúcida y ponderada. No estamos ante una libertad que despierta alegría, que invita a cantar, a
celebrar. La eutanasia y el SMA no son un acto de
creación ni una maravilla que admirar10. Pensar
con suficiente lucidez que la muerte propia constituye un bien, algo mejor que seguir viviendo, es
respetable, pero no por ello pierde su condición
trágica.
Cf. J. Sádaba, La vida en nuestras manos, Ediciones
B., Barcelona 2000, p. 174.
10
376 / Francisco Javier Elizari Basterra
A veces, escritos llevados de un entusiasmo
poco matizado parecen sugerir un poder moral
casi ilimitado sobre la propia vida. Sin embargo,
defensores de la autonomía de la persona en este
campo destacan otros aspectos muy importantes, a
veces marginados. La libertad humana no es mera
ausencia de imposiciones externas, no se agota en
una pura elección entre diferentes opciones.
Como libertad moral que es, está obligada a guiarse por la razón en la búsqueda del bien. Éste es
referencia necesaria para una conducta y juicio éticos. No cualquier disposición de la propia vida, no
todo acto en esta materia, por muy explicable y
respetable que sea, tiene calidad moral.
La existencia de limitaciones morales a la libertad en cuanto a decidir sobre la propia vida es
fácilmente admitida, si nos mantenemos en la
afirmación general. Más complicado se presenta el
intento de fijar fronteras y criterios concretos para
tales limitaciones. Con todo, se pueden señalar
algunas indicaciones. Fuera del campo de la eutanasia y del SMA, no pocos ven en el suicidio
altruista un acto de altura moral. El entregar libremente la propia vida al servicio de causas sociales
se acepta como un título de nobleza ética. No faltan, con todo, las alertas hacia tales actos, en el
sentido de que un vínculo demasiado fuerte de la
persona con la sociedad pudiera despertar sospechas sobre la calidad moral de tales actos.
Otro criterio a partir del cual no pocos ven en
la eutanasia y el SMA actos lícitos es que la muerte debe constituir un bien para el enfermo. Se considera satisfecha esta exigencia en circunstancias
muy especiales, enfermedad incurable a la que se
suman sufrimientos insoportables. La vida humana es un bien muy precioso como para que su eliminación por uno mismo o por otros pueda constituir una decisión lúcida, responsable, moral simplemente porque el interesado lo quiere.
Entramos ahora en un terreno más complejo:
el peso que el sentir de otros, familiares e incluso
Eutanasia / 377
profesionales de la salud, pueda tener a la hora de
reconocer o condicionar la calidad moral de la
eutanasia y el SMA. “La resistencia de los familiares de un moribundo o la resistencia del médico a acelerar la muerte del paciente que lo pide
puede ser una limitación benéfica a la autonomía del paciente. Benéfica y, en algunos casos,
más razonable que el deseo del paciente que sólo
quiere morir. O dejar de sufrir”11. Este modo de
pensar tiene ecos de una idea de libertad que se
construye en relación y dependencia con los
demás, no en el reducto aislado y solitario del
propio yo.
Rechazo moral de la eutanasia y del SMA
Frente a la posición anterior que extiende la
libertad moral hasta las puertas de la muerte, no
pocos siguen adoptando un parecer contrario.
Entre sus defensores, probablemente la mayoría
pertenece a grupos religiosos. Con todo, también
están representadas en esta postura personas no
creyentes. Dominante en otros momentos, esta
forma de pensar se ha ido debilitando en el campo
de la filosofía moral y también en la opinión
pública. No parece descaminado conectar el declive de esta posición, junto a otros factores, con la
secularización creciente de nuestra sociedad.
Con frecuencia esta corriente es identificada
con el principio de “santidad” o “carácter sagrado” de la vida. Quizás sería deseable en el debate
social prescindir de tales expresiones por dos
razones. Primero, por su carácter abstracto, por
los diferentes modos de entenderlas y por la
ambigüedad que las impregna. También porque,
dado su origen y uso muy vinculados a un contexto religioso, no parecen las más indicadas en
V. Camps, La voluntad de vivir, Ariel, Barcelona
2005, pp. 128-129.
11
378 / Francisco Javier Elizari Basterra
un ámbito secular, aun conociendo la existencia
de una versión laica de estos términos.
La postura es clara en su contenido. Toda
acción directa orientada a acabar con la vida
propia o ajena del enfermo por medio del SMA y
la eutanasia es éticamente inaceptable. Semejante
afirmación no ha de interpretarse como defensa
de un vitalismo ciego, pues esta corriente admite
el rechazo razonable de las técnicas de soporte
vital a petición del paciente o cuando son consideradas fútiles dentro de una buena práctica
médica. La vida no es un bien absoluto a conservar a cualquier precio.
Si pasamos al terreno de la fundamentación, no
es de extrañar el escaso o nulo valor que se le concede desde una ética presidida por el dogma de la
autonomía. Esta apreciación no es totalmente
nueva. Importantes teólogos católicos de los siglos
XVI y XVII afirmaron que, fuera del soporte religioso, los argumentos racionales no eran tan concluyentes como para condenar absolutamente el
suicidio –no se planteaban la eutanasia.
La fundamentación básica utilizada en esta
opinión es doble: orden de la naturaleza y vínculos sociales de la persona. La interrupción de la
vida provocada directamente va contra el orden
de la naturaleza, es una violación del orden natural. En el ser humano existe un amor a sí mismo,
una inclinación natural a conservar la vida, una
especie de instinto moral. Ello explica la aversión
al suicidio y, por extensión, a la eutanasia.
Semejante resistencia interior es una traducción a
nivel vivencial de que el ser humano no es dueño
de la vida propia o ajena. La eutanasia y el SMA
significan una regresión en el sentido moral, un
rebajamiento del nivel ético de la sociedad.
Se añade que estas dos acciones encierran algo
de paradójico. Siendo la vida, base y condición
fundamental para el crecimiento paulatino de la
propia libertad, para que florezcan los demás bie-
Eutanasia / 379
nes, valores y derechos del ser humano, resulta
paradójico, incomprensible, cortar voluntariamente ese proceso de construcción del hombre,
de desarrollo de la propia libertad. Semejantes
consideraciones, con todo, podrían tener sentido
si la vida que se suprime tuviera grandes posibilidades abiertas de cara al futuro. Pero ¿no parecen
excesivas cuando el ser humano se encuentra en
condiciones muy precarias y cercano a su final?
Desde otro ángulo, la eutanasia y el SMA se
ven como una violación de los vínculos de solidaridad. Ya Aristóteles condenó el suicidio no a partir del perjuicio para el individuo que lo comete,
sino por su carácter antisocial, por representar
una agresión contra la sociedad, que se ve privada de uno de sus miembros. Hoy en día, la eutanasia y el SMA pueden verse como una negación
de los vínculos de la persona con la familia, la
nación y la humanidad. Este argumento, construido sobre algo importante, la relación esencial
entre persona y sociedad, tiene, sin embargo,
contornos elásticos e indefinidos y podría derivar
en interpretaciones peligrosas que subordinaran
la persona a intereses sociales.
Al hecho de oponerse moralmente a la eutanasia y al SMA se le han asignado otros significados. Tal posición es descrita como un excelente
muro protector frente a posibles abusos por parte
de poderes sociales llevados por intereses económicos, eugenésicos, etc. Si la persona no puede
lícitamente poner fin a su vida o consentir que
otro lo haga, queda más cerrado el camino a injerencias ajenas.
Religiones
Dentro del panorama religioso me ciño a las
Iglesias cristianas, al judaísmo y al islam. No
informo sobre otros grupos religiosos.
380 / Francisco Javier Elizari Basterra
No raras veces, se da a entender que el rechazo
de la eutanasia y del SMA es una posición propia
y casi exclusiva de la Iglesia católica frente a otras
Iglesias cristianas, idea completamente falsa. La
enseñanza oficial de todas las Iglesias cristianas es
sustancialmente uniforme –más adelante haré
algunas precisiones–: condena de la eutanasia y del
SMA como opción moral y como opción legal.
Todas ellas, junto con el judaísmo y el islam, repiten una creencia fundamental: Dios es el Señor de
la vida humana. Ésta es un don suyo cuyo dominio radical no está en manos del hombre.
Tal fundamentación religiosa, dirigida a sus
miembros, va acompañada, no tan a menudo,
por la apelación a consideraciones puramente
humanas –argumentos no religiosos– que pretenden hacer creíble su tesis a no creyentes. Este
hecho es más frecuente en la Iglesia católica, no
tanto en la Iglesia anglicana y apenas en las otras
Iglesias protestantes y ortodoxas. Las ideas más
repetidas son: la vida como valor inviolable, el
derecho a la vida como derecho primario y fundamental, consecuencias funestas de la despenalización.
La Iglesia católica
En la posición oficial de la Iglesia católica,
representada por papas, obispos y organismos unidos a ellos, señalaría los siguientes rasgos. 1º: abundancia de textos romanos y episcopales. 2º: claridad en su contenido. 3º: uniformidad sin fisuras
en la enseñanza propuesta. 4º: diferencias de
tono, más expositivo en unos documentos; más
fuerte, casi duro, en otros, lo cual más que el
mismo contenido ha suscitado, a veces, reacciones parecidas en la sociedad civil. 5º: un cierto
énfasis en situar su posición sobre la eutanasia en
el marco de la defensa de las vidas más vulnerables y amenazadas, en coherencia con el ejemplo
Eutanasia / 381
y la enseñanza de Jesucristo. 6º: insistencia creciente en la atención debida a las personas en la
etapa final de la vida, de lo cual tantos profesionales cristianos dan ejemplo. Este mensaje
importantísimo, sea por falta de acierto en los
transmisores, sea por inatención de los receptores, ha quedado con frecuencia lamentablemente
eclipsado y ahogado por la cuestión de la eutanasia y del SMA.
El Papa Juan Pablo II nos ofrece esta síntesis:
“Confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación
deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la
ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada
por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias,
la malicia propia del suicidio o del homicidio”12.
La claridad y fuerza con las que Juan Pablo II
vincula esta enseñanza a la identidad cristiana, a
la condición de cristiano, no han impedido que
algunos teólogos, no aprobados en este punto
por las autoridades de la Iglesia, defiendan otras
ideas. Para estos autores, la normativa moral de
un cristiano sobre la eutanasia y el SMA no se
deriva claramente del presupuesto religioso del
señorío de Dios; ha de establecerse, ante todo,
desde la reflexión humana.
Iglesias protestantes
A raíz de la Reforma de Lutero, cuyo “acto fundacional” se coloca en 1517, pronto surgen las
divisiones entre sus seguidores. En muy poco
12
Juan Pablo II, Carta encíclica “Evangelium vitae” (25
de marzo de 1995) nº. 65. Cf. otro pronunciamiento oficial
de Roma: Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe,
Declaración sobre la eutanasia (5 de mayo de 1980) II.
382 / Francisco Javier Elizari Basterra
tiempo encontramos cuatro grupos. 1º: el tronco
original, que más tarde recibirá el nombre de
Iglesias luteranas (1586), evangélicas o luteranas
evangélicas. 2º: los reformistas radicales extremistas
(anabaptistas, espirituales, entonces muy minoritarios y más todavía hoy). 3º: las Iglesias reformadas,
conocidas como presbiterianas en el ámbito anglosajón, que surgen a partir de las posiciones disidentes de Zwinglio en Zúrich y de Calvino en
Ginebra; muy raramente se las designa Iglesias calvinistas. 4º: las Iglesias anglicanas, llamadas en
algunos países episcopalianas. En siglos posteriores,
el protestantismo, con una estructura mucho
menos rígida que la de la Iglesia católica, sufre una
constante fragmentación en múltiples comunidades eclesiales que constituyen un haz muy difícil
de seguir. Aquí me limito a las tres grandes Iglesias
surgidas de la Reforma: luteranas, reformadas,
anglicanas. Omito toda referencia a otros grupos
surgidos de comunidades protestantes más adelante: bautistas (siglo XVII), metodistas (siglo XVIII),
testigos de Jehová (siglo XIX, nombre adoptado
en 1931), mormones (siglo XIX) y otros menos
importantes.
Conocer el pensamiento oficial de las Iglesias
protestantes es una tarea más difícil si la comparamos con la Iglesia católica. En ésta, la estructura
está muy jerarquizada a nivel mundial. En las diferentes ramas protestantes, la Iglesia de cada nación
goza de una completa o gran autonomía; incluso
dentro de una misma nación, existen Iglesias separadas entre sí dentro de la misma rama. Semejante
fragmentación y la no clara autoridad de algunos
textos pueden dificultar el conocimiento de la
enseñanza oficial. En una apreciación general,
podríamos decir que, coincidiendo, en general,
todas las Iglesias protestantes en rechazar la eutanasia y el SMA, tanto como opción moral como
legal, las Iglesias reformadas son menos firmes que
las luteranas y mucho menos que la comunión
anglicana.
Eutanasia / 383
a) Iglesia anglicana
La Iglesia de Inglaterra, la madre de todas las
Iglesias que forman la comunión anglicana, surgió
(1534) con Enrique VIII, más como rechazo de la
tutela romana que como fruto de una reforma
doctrinal. Bajo su sucesor, Eduardo VI, pasó a formar parte de las Iglesias protestantes, pero es la
menos protestante de todas ellas. Su difusión se ha
dado sobre todo en el área de influencia del Reino
Unido. El organismo de más alto rango es la
Conferencia de Lambeth, celebrada cada diez años
y a la que se invita a todos los obispos anglicanos
del mundo. Sus decisiones tienen fuerza vinculante para cada iglesia en particular sólo si cada una
de ellas las aprueba por los cauces establecidos. La
Conferencia de Lambeth de agosto de 1998 afirma de modo escueto que la eutanasia es incompatible con le fe cristiana y que no debe legalizarse.
El documento más amplio y mejor desarrollado,
no el de mayor rango autoritativo, es uno ya antiguo: “On Dying well. An Anglican Contribution to
the Debate on Euthanasia” (1975). Refleja la opinión de la Iglesia anglicana de Inglaterra en aquel
momento, opinión que no ha sufrido cambios
importantes posteriormente. En sus conclusiones
acentúa el deber primario de los cuidados paliativos. Admite casos muy excepcionales en los que
causar directamente la muerte a enfermos en el
final de su vida, a petición suya, puede estar
moralmente justificado. Para permitir legalmente
la eutanasia sería necesario demostrar que el cambio legal produciría menos males que la prohibición, demostración que no creen posible. En septiembre de 2004, la Iglesia anglicana de Inglaterra
ha presentado un memorándum conjunto con los
obispos católicos de Inglaterra y País de Gales en
contra de la despenalización.
b) Iglesias evangélicas luteranas
El núcleo más fuerte y numeroso de estas
Iglesias se encuentra en Europa y América del
384 / Francisco Javier Elizari Basterra
Norte. La Iglesia de cada nación actúa libremente en sus tomas de posición. Los pronunciamientos de las autoridades supremas –sínodo, sínodo
general, asamblea, consejo– no tienen fuerza vinculante para las conciencias de los fieles.
Respecto a la eutanasia en los planos moral y
legal, las autoridades de las Iglesias luteranas dispersas por el mundo mantienen una línea común
de rechazo. El Consejo de la Iglesia evangélica en
Alemania, en un documento conjunto con los
obispos católicos alemanes, se expresa de modo
categórico: “Hay que decir sin ambigüedades y
con extrema claridad que quitar la vida a una persona nunca puede ser un acto de amor o de compasión, por destruir el fundamento del amor y de
la confianza. Al no poder disponer libremente de
la propia vida, y mucho menos de la ajena, rechazamos toda supresión activa de la vida. [...] La
ayuda activa a morir es incompatible con la concepción cristiana del ser humano”13.
c) Iglesias reformadas o presbiterianas
Examinando fuentes diferentes, parece fundado afirmar que de todas las grandes Iglesias protestantes, probablemente las reformadas, y entre
ellas, especialmente la holandesa, son las que,
declarándose contrarias a la eutanasia y el SMA
en los planos moral y legal, expresan su rechazo
en términos menos contundentes.
Iglesias ortodoxas
Las Iglesias ortodoxas son las que, ya adelantado el primer milenio, por motivos eminentemente políticos y culturales, más que propiamen13
Consejo de la Iglesia evangélica en Alemania y Conferencia Episcopal Alemana, Christliche Patientenverfügung,
julio 1999.
Eutanasia / 385
te religiosos, se fueron separando de la Iglesia
romana, la que nosotros llamamos católica. Se
las conoce también como orientales porque se
encontraban en la parte oriental del Imperio
romano. En la actualidad, su núcleo fuerte está
en Grecia y en el Este europeo, destacando el
Patriarcado de Moscú. Tienen representaciones
de una cierta relevancia en países occidentales.
Originariamente más vinculadas al Patriarcado
de Constantinopla, en la actualidad constituyen
una familia de Iglesias casi totalmente autónomas. Los documentos oficiales sobre la eutanasia
y el SMA son bastante escasos, pero dejan suficientemente claro que dentro de la ética ortodoxa no caben estas prácticas. Vemos un ejemplo de
esta postura en la Declaración del Consejo
Episcopal del Patriarcado de Moscú (2000): “La
eutanasia es un doble pecado: asesinato por parte
del médico, suicidio por parte del paciente [al
autorizar su muerte]. La Iglesia sostiene que el ser
humano pertenece a Dios y que la vida es un don
divino. El suicidio significa un rechazo voluntario del don recibido de Dios. Existe el peligro de
que algunos doctores usen la eutanasia para encubrir su negligencia. Además, hay casos en los que
no estamos seguros de que el paciente vaya a
morir. La Iglesia siempre cree en la posibilidad de
un milagro y ora hasta el fin por la recuperación
del enfermo”.
Judaísmo
Conocer el pensamiento oficial del judaísmo
en las cuestiones actuales relacionadas con la
bioética, tiene su complejidad. Para ello la referencia suelen ser los rabinos, pero sin dejar de
tener presentes dos cosas: la existencia de diferentes corrientes en el judaísmo de nuestro tiempo –ortodoxos, conservadores y reformados– y
las numerosas fuentes de que dispone la tradición judía.
386 / Francisco Javier Elizari Basterra
a) Fuentes
La fuente más antigua e importante son los 613
preceptos bíblicos del Pentateuco. Es la ley escrita.
Viene a continuación la ley oral, que contiene elementos muy variados. A este grupo pertenece, en
primer lugar, la Mishná, la colección posbíblica
más antigua y de mayor autoridad, compilada por
numerosos eruditos y que recibió su forma definitiva en el siglo III d. C. El trabajo de posteriores
estudiosos de la Mishná fue recogido en el Talmud
–terminado hacia el año 500 d. C.–, que en lo fundamental incluye interpretaciones y anotaciones
sobre la Mishná, pero sin excluir otros elementos.
Es abundante la literatura postalmúdica hasta
nuestros días en formas variadas: comentarios,
codificaciones, respuestas escritas –el número de
estas últimas ronda las 300.000– dadas por los
sabios y rabinos.
b) Corrientes
El judaísmo ortodoxo, numéricamente minoritario, es el más conocido e influyente por la
cantidad de sus escritos sobre bioética. Sus posiciones son las más rígidas. La corriente más abierta es la del judaísmo reformado. En una posición
intermedia se sitúan los conservadores. En relación
con la eutanasia y el SMA, tanto ortodoxos como
conservadores se oponen a ambas prácticas. Su
modo concreto de argumentar puede resultar
extraño para nuestra mentalidad. Recurren, sobre
todo, a algunos textos del Talmud. Los ortodoxos
se fijan en pasajes como los que prohíben algunas
acciones sobre la persona que se está muriendo;
por ejemplo, moverla, tocarla y cerrarle los ojos.
Cualquiera de estas acciones es interpretada como
apagar con los dedos una vela que se está extinguiendo. En otro texto del Talmud se considera
homicida a la persona que mata a un niño mientras cae de un tejado muy alto, incluso si el niño
fuera a morir inmediatamente al tocar el suelo.
Tales textos son utilizados por los ortodoxos para
Eutanasia / 387
demostrar que no se puede precipitar la muerte
de una persona directa e intencionadamente, ni
siquiera por unos momentos. Entre los reformados, algunos permiten la eutanasia de un enfermo terminal con dolores incontrolables. Esta
tesis también puede encontrar algún apoyo en la
tradición. Por ejemplo, según el Talmud, un rabino estaba a punto de morir, pero la muerte no
llegaba porque lo impedían las oraciones de sus
discípulos. Al darles la orden de interrumpir sus
oraciones, llegó la muerte. De este hecho concluyen la legitimidad de la eutanasia.
Islam
El sistema total que regula los asuntos individuales y sociales, espirituales y civiles en el islam
es la Sharia. Entre sus fuentes, figura primeramente el Corán, considerado revelación de Dios.
En segundo lugar está la Sunna, dichos y hechos
del profeta Mahoma. Viene después la opinión
unánime de los eruditos islámicos y, finalmente,
la analogía, es decir, el razonamiento inteligente
que compara temas nuevos con otros juzgados
por el Corán o la tradición.
Desde el punto de vista musulmán, figura
como principio básico en esta materia que la vida
es propiedad y don de Dios. Tanto el Corán como
los dichos de Mahoma desaprueban el suicidio –no
hablan de la eutanasia– y niegan la celebración de
plegarias por el suicida. Los sabios musulmanes,
guiándose por textos de la tradición, sostienen que
la eutanasia no cabe en el marco de su dogma y de
su ley; es un homicidio, incluso si la pide el enfermo. El dolor, los sufrimientos, no son motivo para
pedir la muerte o suicidarse. Con ellos se puede
ganar crédito ante Dios. Además, mientras existe
vida hay esperanza y puede haber un milagro14.
D. Atighetchi, Islam, Musulmani e Bioetica, Armando
Editore, Roma 2002.
14
388 / Francisco Javier Elizari Basterra
Bibliografía
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Schotmans, P. – Meulenbergs, T., Euthanasia and
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Lovaina – París – Dudley, Ma. 2005.
Singer, P., Desacralizar la vida humana. Ensayos
sobre ética, Cátedra, Madrid 2003.
Zimmermann-Acklin, M., Euthanasie, Universitätsverlag – Herderverlag, Friburgo (Suiza) –
Friburgo (Alemania) – Viena 1997.
Voluntades anticipadas*
Ana María Marcos del Cano
Quizá uno de los problemas más acuciantes
que tendremos que afrontar en la sociedad actual
sea el cómo morir. Si no hace mucho tiempo esta
cuestión no planteaba mayores interrogantes,
hoy, con los recientes avances en el ámbito de la
medicina y la mayor expectativa de vida1, se convierte en un foco de complejidad que atañe a
todos. Si a eso le unimos que el grupo social es
cada vez más plural desde todos los puntos de
vista (ético, cultural, social...), la cuestión se vuelve aún más acuciante. En el fondo, a la posibilidad de gestionar la propia muerte subyace el
planteamiento por el sentido de la propia vida.
¿Por qué decidimos morir? ¿Qué entendemos por
“calidad de vida”? ¿Dónde ponemos el valor de la
vida: en el ser, en el hacer, en la conciencia, en la
satisfacción, en el no dolor, en el sentido...?
¿Desde dónde y cómo se fragua una decisión tal?
¿Tiene algo que decir la sociedad ante la expresión de la voluntad de una persona que decide
morir o es algo exclusivamente individual? ¿Qué
alternativas de vida se ofrecen a alguien que opta
* Quiero agradecer expresamente la ayuda que me ha
prestado para elaborar este artículo el neurólogo Dr. D.
David Sopelana. Asimismo, las opiniones vertidas en su contenido son de responsabilidad exclusivamente mía.
1
La población mayor de 60 años está cerca de los 600
millones de personas, de las cuales dos terceras partes viven
en países en desarrollo, y se estima que para el año 2025
serán 1.200 millones.
390 / Ana María Marcos del Cano
por morir? ¿La sociedad y el Estado qué medios y
mecanismos propician para afrontar el sufrimiento, la misma muerte? Porque detrás del tema que
vamos a tratar no sólo está el poder decidir acerca
de los cuidados y tratamientos de la salud, sino
también el planteamiento acerca de qué vida estamos viviendo y de qué sociedad queremos configurar entre todos. Y es que, sin duda, la asistencia
sanitaria actualmente suscita reflexiones éticas y
jurídicas por muy diversas razones; entre ellas:
1. los importantes y rápidos cambios tecnológicos
que han presionado para que se reexaminen los
supuestos subyacentes en prácticas sociales y legales establecidas; 2. el encarecimiento incesante de
la asistencia sanitaria, lo que ha provocado discusiones acerca de la asignación de los recursos; 3. el
contexto abiertamente pluralista en que se ofrece
ahora la asistencia sanitaria; 4. la expansión de los
derechos individuales de autonomía; 5. las consecuencias de la postmodernidad, entendida a la vez
como condición sociológica y epistémica2.
En la actualidad, existe un debate abierto
sobre cuáles deben ser los criterios para la toma
de decisiones al final de la vida. Esta situación es
manifestada por los distintos especialistas que se
encuentran trabajando con enfermos terminales,
con ancianos o con pacientes crónicos, como
pueden ser los enfermos de alzheimer. Estas cuestiones, que anteriormente podían solucionarse
con arreglo a la lex artis, son ahora difícilmente
subsumibles en ella, buscándose por parte de los
especialistas (médicos y personal sanitario en
general) una serie de criterios de racionalidad en
los que basar las decisiones que la realidad clínica diaria les demanda.
Esta situación está produciendo importantes
cambios en la concepción misma del ejercicio de
Véase H. L. Engelhardt, Los fundamentos de la bioética, Paidós, Barcelona 1995, pp. 35-36.
2
Voluntades anticipadas / 391
la medicina, en el modelo de la relación médicopaciente y en su regulación jurídica3. Poco a poco
la mentalidad paternalista que conducía la relación médico-paciente va transformándose en una
relación más simétrica, en la que se tiene más en
cuenta el principio de autonomía del paciente y
se le otorga a éste más capacidad de decisión.
Ante la complejidad y multiplicidad de tratamientos, de la proliferación de las medicinas
alternativas y compleja tecnología4, el médico y el
paciente se encuentran ante una amplia gama de
posibilidades de actuación. Y, en ocasiones, éstas
pueden ir en detrimento del bienestar del enfermo, sometiéndole a tratamientos que únicamente prolongan su “cantidad” de vida5, sin que lleve
consigo una mejora de su estado. Esta situación
ha hecho que el paciente cobre mayor protagonismo en el curso de su enfermedad a la hora de
decidir sobre sus tratamientos, y es en este contexto donde surge con fuerza la exigencia del
consentimiento informado para cualquier tratamiento al que se someta el paciente.
No desconocemos que esta situación puede
tener una doble lectura: si bien es cierto que, por
un lado, el fin que se persigue es el que en tal
3
Véanse los cambios que se están produciendo en el
mundo del derecho desde las transformaciones en el ámbito
médico, en A. M. Marcos del Cano, “La biojurídica en
España”, en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto,
enero-marzo (1994), pp. 124-158.
4
Véase A. E. Pérez Luño, “Bioética e intimidad. La
tutela de los datos personales biomédicos”, en A. M. Marcos
del Cano (coord.), Bioética, filosofía y derecho, Centro
Asociado de la UNED, Melilla 2004, pp. 31-59.
5
En el fondo de estas situaciones se encuentran dos
principios para decidir lo mejor para el paciente, y son la
santidad de la vida versus la calidad de vida. Sobre estos
criterios, véase A. M. Marcos del Cano, “The Concept of
Quality of Life: Legal Aspects”, en Medicine, Health Care
and Philosophy 4 (2001), pp. 91-95; A. M. Marcos del
Cano, La eutanasia. Estudio filosófico-jurídico, Marcial
Pons-UNED, Madrid 1999, pp. 96-108.
392 / Ana María Marcos del Cano
relación exista cada vez más igualdad, información y confianza, por otro lado también somos
conscientes de que corre el riesgo de convertirse
en una relación fría, meramente contractual, en
la que la exigencia del consentimiento del paciente sea un simple procedimiento por el que exonerar de responsabilidad al médico. A la vez,
puede ocurrir que el paciente se sienta abrumado
ante tales dosis de información y la necesidad de
elegir y siga prefiriendo el modelo anterior6. Si
bien esto es así, y a pesar de que todo proceso de
transformación lleva una cierta dosis de inestabilidad, el que todos avancemos por caminos de
autonomía es positivo7.
6
En este punto surge una cuestión muy importante,
pero que es demasiado extensa para tratarla aquí en este
momento. Es la problemática que implica “si la verdad debe
ser dicha o no”. Para resolver esta cuestión, aparte de múltiples matices, será necesario tener en cuenta la capacidad del
sujeto de recibirla. La verdad no debe ser tratada como un
incómodo objeto del cual hay que librarse. Muchas veces,
por ejemplo, la dificultad en comunicar al enfermo su verdadera situación procede más del médico que del enfermo,
ya que a aquél todavía le cuesta enfrentarse a la muerte,
puesto que, en último término, supone un fracaso de su
pericia. La comunicación con el enfermo debe ser, por
tanto, verdadera, en el sentido de que no puede haber falsedad en las actitudes del profesional médico ni en las de los
familiares, tendentes a ocultar los hechos y a engañar al
enfermo. No obstante, como es obvio, se tendrá que estar al
caso concreto y analizar los pros y los contras de que esa
información sea dada, porque pueden darse situaciones en
las que sea más prudente el silencio, con el fin de no perjudicar a un paciente aprensivo y con síntomas depresivos.
En general, de acuerdo con el principio del secreto, “es lícito
ocultar a una persona informaciones que afectan a su salud,
si con ello se respeta su personalidad o se hace posible una
investigación a la que ha prestado consentimiento”. Ver M.
Atienza, “Juridificar la bioética. Bioética, derecho y razón
práctica”, en Claves de Razón Práctica 61 (1996), p. 13.
7
Véase R. Junquera de Estéfani, “La autonomía como
derecho básico del paciente. La regulación española”, en íd.,
Algunas cuestiones de bioética y su regulación jurídica, Grupo
Nacional de Editores, Sevilla 2004, pp. 157-184; I. de Miguel
Beriain, El embrión y la biotecnología. Un análisis ético-jurídico,
Comares, Granada 2004, pp. 56ss; J. J. Ferrer y J. C. Álvarez,
Voluntades anticipadas / 393
Estas cuestiones se agudizan en el final de la
vida cuando, además, se produce una merma de
la capacidad del enfermo para tomar decisiones
por sí mismo8. Es frecuente que, en esta fase, se
multipliquen las enfermedades mentales, como por
ejemplo el alzheimer, o se apliquen tratamientos
que no hacen sino alargar la vida biológica, sin
que haya una conciencia por parte del sujeto que
debe decidir. También en el caso de enfermedades
degenerativas, como es el caso de los pacientes con
esclerosis lateral amiotrófica, que plantea la necesidad de alimentación artificial9.
En este contexto, no es de extrañar, pues, que
el enfermo se plantee la posibilidad de elegir
cómo quiere vivir sus últimos días o qué tratamientos quiere que se le apliquen, toda vez que la
muerte ocurre en el hospital. En esta tesitura, la
decisión se torna una cuestión difícil, por varias
causas: por los sujetos que en ella intervienen,
por las consecuencias médicas que se pueden
derivar de ella e, inevitablemente, por la controversia social, moral y jurídica que surge al estar en
juego no sólo la vida de la persona, sino también el
modelo de sociedad. Para ello será necesario
establecer dentro de la misma relación clínica
un proceso de comunicación y deliberación que
permita fijar por anticipado las decisiones a
tomar respecto a estos problemas, por si se presentan en situaciones de deterioro cognitivo o
de urgencia, implicando no sólo al paciente, sino
también a la familia y a los profesionales que
atienden al enfermo.
Para fundamentar la bioética, Desclée de Brouwer–Universidad
Pontificia Comillas, Bilbao-Madrid 2003, pp. 125ss.
8
Véase A. M. Marcos del Cano, “La toma de decisiones al final de la vida: el testamento vital y las indicaciones
previas”, en Moralia 25 (2001), pp. 491-518.
9
Véase P. Simón, “Aspectos éticos de la hidratación y
nutrición artificial en el paciente con esclerosis lateral
amiotrófica”, en Revista de Neurología, suplemento 1/4
(2005), pp. 4-10.
394 / Ana María Marcos del Cano
Es en este contexto donde surgen lo que hoy
ya se conoce con el nombre de “voluntades anticipadas”10, esto es, las instrucciones u orientaciones expresadas con anterioridad y dirigidas al
médico respecto a los cuidados y tratamientos relativos a la salud para que se cumplan cuando no se
esté en condiciones de pronunciarse. Pueden darse
varias modalidades: a) que el paciente deje establecido previamente sus preferencias; b) que nombre a un sustituto para que tome las decisiones
oportunas; c) que deje establecidas unas orientaciones y, a su vez, designe a una persona para que
las interprete llegado el caso; y d) que, a falta de
indicaciones previas, las medidas que se adopten
sigan otros criterios.
Las voluntades anticipadas aparecen recogidas
ya legalmente tanto en el marco internacional
como en el nacional y autonómico. El llamado
Convenio de Oviedo, el Convenio sobre Derechos
Humanos y Biomedicina, directamente aplicable
en nuestro país desde el 1 de enero de 2000, establece en su artículo 9: “Se tendrán en consideración los deseos expresados con anterioridad respecto a una intervención médica por un paciente que,
en el momento de la intervención, no esté en condiciones de hacer saber su voluntad”. También, en
la Recomendación del Consejo de Europa relativa
a la protección de los derechos del hombre y de la
dignidad de los enfermos terminales y moribundos, núm. 1418, de 25 de junio de 1999, en su
artículo 9.b), IV), se establece en este mismo sentido –si bien es una recomendación– y concretamente para los enfermos terminales: “La Asamblea
recomienda, en consecuencia, al Comité de Ministros alentar a los Estados miembros del Consejo
de Europa a respetar y proteger la dignidad de los
enfermos incurables y de los moribundos en todos
10
También se conocen como “instrucciones previas”, “testamento vital”, “directrices anticipadas” (Advance Directives),
“indicaciones previas”, “cartas de autodeterminación”, etc.
Voluntades anticipadas / 395
los aspectos: b) protegiendo el derecho de los
enfermos incurables y de los moribundos a la
autodeterminación, tomando las medidas necesarias: IV) para hacer respetar las instrucciones
o la declaración formal (“living will”) rechazando
ciertos tratamientos médicos dados o hechos anticipadamente por los enfermos incurables o moribundos incapaces ya de expresar su voluntad”.
En nuestro país, con la entrada en vigor del
Convenio sobre Derechos Humanos y Biomedicina, se ha tratado de adecuar la legislación nacional.
Curiosamente, esa adaptación ha comenzado por
algunas comunidades autónomas11, hasta que en
noviembre de 2002 se publicara la más general, la
ley básica 41/2002, de 14 de noviembre, reguladora de la autonomía del paciente y de derechos
y obligaciones en materia de información y docu11
Ley catalana 21/2000, de 29 de diciembre, sobre los
derechos de información concerniente a la salud y a la autonomía del paciente y la documentación clínica (DOGC,
11/01/2001); ley gallega 3/2001, de 8 de mayo, reguladora
del consentimiento informado y de la historia clínica de los
pacientes; ley 10/2001, de 28 de junio, de Salud de
Extremadura (DOE, n. 76, de 3 de julio de 2001); ley de
Salud de Aragón 6/2002, de 15 de abril; ley de Salud de La
Rioja 2/2002, de 17 de abril; ley foral de Navarra 11/2002,
de 6 de mayo, sobre los derechos del paciente a las voluntades anticipadas, a la información y a la documentación
clínica, modificada parcialmente por la ley de la Comunidad
Autónoma de Navarra 29/2003, de 4 de abril; ley de
Cantabria 7/2002, de 10 de diciembre, de Ordenación
Sanitaria de Cantabria; ley 7/2002, de 12 de diciembre, de
las voluntades anticipadas en el ámbito de la sanidad del
Gobierno Vasco; ley 1/2003, de 28 de enero, de derechos e
información al paciente de la Comunidad Valenciana; ley
8/2003, sobre derechos y deberes de la personas en relación
con la salud, de la Comunidad de Castilla y León; ley
5/2003, de 9 de octubre, de la Presidencia de la Junta de
Andalucía, de declaración de voluntad vital anticipada; ley
3/2005, de 23 de mayo, de la Comunidad Autónoma de Madrid; ley 6/2005, de 7 de julio, sobre la Declaración de Voluntades Anticipadas en materia de la propia salud, de Castilla
la Mancha; ley de la Comunidad Autónoma de Baleares
1/2006, de 3 de marzo, de voluntades anticipadas.
396 / Ana María Marcos del Cano
mentación clínica que recoge en su artículo 11 las
denominadas “instrucciones previas”: “Por el documento de instrucciones previas, una persona
mayor de edad, capaz y libre manifiesta anticipadamente su voluntad, con objeto de que ésta se
cumpla en el momento en que llegue a situaciones
en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarlos
personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento
de su salud o, una vez llegado el fallecimiento,
sobre el destino de su cuerpo o los órganos del
mismo”.
Origen
Las voluntades anticipadas tienen su origen en
lo que se denominó el living will o testamento
vital. Éste tiene una historia fundamentalmente
americana12. Surgió en Estados Unidos para salir al
paso de los problemas que planteaban situaciones
muy concretas, como era la de los pacientes que se
encontraban en las unidades de cuidados intensivos, en situación irreversible, próximos a la muerte y que, incapaces de manifestar su voluntad, no
deseaban que se les prolongase artificialmente la
vida. Y ello porque debido al avance vertiginoso
de la tecnología de cuidados intensivos, el enfermo podría permanecer con “vida” durante años.
A esto se unían las numerosas demandas de responsabilidad civil que hospitales y médicos recibían, principalmente por omisión de tratamientos
en pacientes en estado de enfermedad avanzada13 y
el elevado coste de los servicios sanitarios, que en
12
Ver sobre el origen y el debate suscitado en Estados
Unidos, I. Barrio Cantalejo y otros, “De las voluntades anticipadas o instrucciones previas a la planificación anticipada
de las decisiones”, en Nure Investigación 5 (2004), pp. 1-9.
13
En C. M. Romeo Casabona, El derecho y la bioética
ante los límites de la vida humana, Ramón Areces, Madrid
1995, p. 461; F. Fuertes y otros, “Testamento vital: dificultades
en su aplicación”, en M. Palacios (ed.), Actas de comunicaciones
del I Congreso Mundial de Bioética, Gijón 2000, p. 534.
Voluntades anticipadas / 397
Estados Unidos son satisfechos principalmente
por los usuarios.
Por otra parte, es ya tradición en dicho país no
sólo médica, sino también jurídica (tanto jurisprudencial como legislativa), contar con el consentimiento del paciente para la aplicación de
cualquier tratamiento. En la jurisprudencia encontramos ejemplos distanciados en el tiempo.
Así, a principios del siglo XX, en el caso Schloendorff contra la Administración del Hospital de
Nueva York (1914), el juez Benjamín Cardozo
expuso: “El cirujano que practica una operación
sin el consentimiento del paciente, comete un acto
de agresión por el que se le pueden reclamar daños
y perjuicios. (...) Todo ser humano adulto y capaz
tiene el derecho de determinar lo que se hará con
su propio cuerpo”14. La primera ley sobre el testamento vital –la Natural Death Act15, Ley sobre la
Muerte Natural (1975) de California– vino motivada precisamente por la jurisprudencia, por el
famoso caso de Karen Ann Quinlan, en el que su
familia solicitó que le fuera desconectado el ventilador que la mantenía en estado vegetativo persistente. En ella se reconocía el derecho del paciente a rechazar un tratamiento médico, eximiendo de
responsabilidad al sanitario que se atuviese a las
disposiciones que hubiera manifestado el enfermo.
El cómo actuar ante un paciente en estado
vegetativo persistente es un tema controvertido
en la medicina actual. El estado vegetativo persistente (EVP) ocupa un lugar destacado dentro del
paradigma actual de discusión sobre alteraciones
14
En D. Humphry – A. Wicket, El derecho a morir.
Comprendiendo la eutanasia, Tusquets, Barcelona 1989, p.
300; J. Lynn – J. M. Teno, “Advance Directives”, en W. Th.
Reich (ed.), Encyclopaedia of Bioethics, Simon & Schuster
MacMillan, Nueva York 1995, p. 572.
15
Para esta ley sobre la muerte natural, ver S. Schaeffer,
“Death with Dignity. Proposed Amendments to the California
Natural Death Act”, en San Diego Law Review 25 (1988),
pp. 781-828.
398 / Ana María Marcos del Cano
de la conciencia. Aunque el término “vegetativo”
se usaba anteriormente para referirse a pacientes
con pérdida del conocimiento –cuyas funciones
vitales generalmente se sustituyen–, no fue hasta
1972 cuando Jennett y Plum lo caracterizaron
como una entidad clínica propia. Aceptado por la
mayoría de los autores, no ha dejado de ser controvertido a pesar del gran número de investigaciones que se han desarrollado en los últimos años.
El dilema comienza con su propia denominación:
descrito originalmente en idioma inglés, unos lo
traducen al castellano como “persistente”, mientras
que otros prefieren llamarlo “permanente”. Tampoco han faltado quienes proponen incluirlo en el
capítulo de alteraciones crónicas de la conciencia y
recomiendan extender la definición de muerte
encefálica a este estado. En consecuencia, surge
otro problema: considerar vivos o muertos a los
pacientes en tal estado. Conductas completamente opuestas dependen de la reflexión anterior. Un
fallo diagnóstico en esta entidad puede llevar a
cometer graves errores no sólo desde el punto de
vista médico, sino también ético. Esto puede traer
importantes consecuencias familiares, económicas
y sociales. El hecho de que existan directrices por
parte del paciente de cómo actuar en estos casos
facilitaría la labor del equipo médico16.
Lo que ocurría con los denominados testamentos vitales es que planteaban problemas de
interpretación debido a su ambigüedad. Por ello,
se pensó que si, además de expresar la voluntad,
se nombraba a una persona de confianza, familiar
o no, para que decidiera en lugar del enfermo e
interpretase aquellas indicaciones, se garantizaba
mejor el cumplimiento de su querer. De este
modo, si figuraban por escrito las preferencias del
16
Véase R. Hodelín-Tablada, “Estado vegetativo persistente. Paradigma de discusión actual sobre alteraciones
de la conciencia”, en Revista de Neurología 34 (2002), pp.
1.066-1.079, en concreto en la p. 1.076.
Voluntades anticipadas / 399
enfermo, se tendría la seguridad de que se interpretarían las indicaciones del paciente de acuerdo
a lo que éste quería en realidad17. La diferencia
con el testamento vital consiste en que, normalmente, en estas instrucciones se nombra a una
persona de confianza, familiar o no, que es la que
decide en lugar del enfermo. Se constituirá en
“sustituto” del paciente, lo que se denomina en la
literatura anglosajona el surrogate decision-maker.
Concepto: modalidades y requisitos
Las “voluntades anticipadas” consisten en una
declaración de voluntad unilateral emitida libremente por una persona mayor de edad y con plena
capacidad de obrar, mediante la que se indican las
actuaciones que deben seguirse en relación con los
tratamientos y cuidados de su salud, solamente
en los casos en que concurran circunstancias que
no le permitan expresar su voluntad.
El fundamento de este documento se encuentra
en el principio de autonomía de la persona, que le
otorga la posibilidad de decidir sobre los tratamientos y cuidados médicos a los que quiere ser sometida, así como en el principio de respeto a la dignidad de la persona. Principios todos ellos recogidos
en la Constitución española, en su artículo 10.1,
en el que se establece que la dignidad de la persona
y el libre desarrollo de la personalidad18 se consti-
17
Así se estableció en U.S. President’s Commission for
the Study of Ethical Problems in Medicine and Biomedical
and Behavioral Research, Deciding to Forego Life-Sustaining
Treatment: A Report on the Ethical, Medical, and Legal Issues
in Treatment Decisions, Washington D.C. 1983.
18
Véase, sobre este derecho, B. de Castro Cid, “Biotecnología y derechos humanos: ¿complementariedad o conflicto?”, en A. M. Marcos del Cano (coord.), Bioética, filosofía y derecho, Centro Asociado de la UNED, Melilla
2004, pp. 20-21.
400 / Ana María Marcos del Cano
tuyen en fundamento del orden público y de la
paz social.
Las modalidades de estas voluntades vienen
determinadas por el contenido que pueden
incluir. Si bien el documento es único, en la práctica se dan distintos modelos. Desde un punto de
vista formal, podemos encontrar documentos de
voluntades anticipadas en las que simplemente se
recogen una serie de instrucciones, dirigidas fundamentalmente al médico que le vaya a atender,
en relación con los tratamientos y cuidados de su
salud. Esto constituiría el documento de voluntades anticipadas “típico”, por decirlo de algún
modo. Pero también hay otras modalidades en
las que se puede nombrar a un representante,
bien para decidir por el propio enfermo, bien
para interpretar las instrucciones que ha dejado.
En el primer caso, se constituirá en “sustituto”
del paciente, lo que en la literatura anglosajona se
denomina “surrogate decision-maker”, cuya función se limitaría a manifestar la voluntad que el
paciente le comunicó en su momento. En el
segundo caso, sería el encargado de determinar
el contenido de las instrucciones en caso de que
hubieran dado lugar a ambigüedad. De cualquier
modo, el representante se constituye en el interlocutor válido y necesario con el médico o equipo
sanitario para que, en el caso de que el otorgante
no pueda manifestar su voluntad por sí mismo,
lo sustituya. Así, el representante deberá conocer
cuál es la voluntad del otorgante y tener facultades para interpretarla y aplicarla. No podrá contradecir el contenido del documento y debe
actuar siguiendo los criterios y las instrucciones
que el paciente declaró expresamente. A la vez, el
representante puede manifestarse en aquellos
aspectos no especificados íntegramente por el
otorgante, en la valoración de las circunstancias,
en el previsible avance de la técnica médica en la
aplicación de un determinado tratamiento, en la
oportunidad de donación de órganos, etc.
Voluntades anticipadas / 401
En este sentido, y dada la importancia que
tiene el representante, conviene que no esté afectado por ningún conflicto de intereses, con el fin
de asegurar que las decisiones se tomen en interés del paciente. Se recomienda que dicha persona no sea el testigo del documento, ni tampoco
el médico responsable que tendrá que ejecutar las
decisiones, ni personal sanitario que tenga vinculación. En los documentos de voluntades anticipadas otorgados de forma preventiva y genérica,
sin una previsión concreta de enfermedad, sería
aconsejable que se nombrara a un representante y
que éste lo conociese la familia, en caso de no ser
un familiar directo.
Desde un punto de vista material, los modelos de voluntades anticipadas pueden variar en
cuanto a su contenido, pues si en ellas se recogen
fundamentalmente unas instrucciones dirigidas al
cuidado y los tratamientos de la salud al final de la
vida, también pueden incluir otra serie de consideraciones. Entre ellas, y para facilitar la decisión,
se pueden incluir las cuestiones referentes a los
objetivos vitales y los valores personales, aunque
sean vagas y se esté lejos de ninguna decisión de
este tipo. También se pueden incluir o hacer referencia a situaciones sanitarias concretas, sobre
todo si se tiene información de probabilidades
evolutivas ante una determinada enfermedad.
Otra instrucción puede referirse a la negación a
someterse a determinados tratamientos experimentales. Hasta ahora, las instrucciones más
comunes –y ése fue su origen– tenían que ver con
el supuesto de situación crítica e irreversible respecto de la vida, con el fin de evitar el padecimiento con medidas terapéuticas adecuadas,
aunque éstas lleven implícito el acortamiento del
proceso vital, y que no se alargara la vida artificialmente ni se atrasara el proceso natural de la
muerte mediante tratamientos desproporcionados. En la actualidad, en muchas legislaciones
también aparece el incorporar a estos documen-
402 / Ana María Marcos del Cano
tos la decisión sobre el destino de los órganos
después de la defunción, para fines terapéuticos y
de investigación, e incluso la decisión sobre la
incineración, la inhumación u otro destino del
cuerpo tras el fallecimiento.
Siendo como son, estos instrumentos, sustitutorios de la voluntad del paciente, se deberán
extremar las garantías en su emisión, de modo
que se hayan realizado con toda seriedad, reflexión e información. Para ello, será indispensable
adoptar todo tipo de mecanismos tendentes a
garantizar el respeto a la autonomía del otorgante, tanto en el momento de suscribirse como en
el de ejecutarse. Todas las garantías tenderán a
proteger en un primer momento al paciente de
cualquier manipulación o coerción exterior, así
como a determinar la competencia del mismo, y,
en un segundo momento, a respetar que dicha
voluntad se cumpla. Debe asegurarse que la persona que adopte este tipo de medidas sea mayor
de edad, con capacidad legal suficiente y, además,
que lo otorgue libremente. A no ser que se trate
de un documento de carácter genérico, el otorgante deberá contar con toda la información relativa a su situación, diagnóstico y alternativas
posibles, así como sobre el significado, el alcance
y los riesgos del tratamiento19, los efectos positivos y negativos de eventuales terapias que le sean
propuestas.
Teniendo en cuenta que uno de los problemas
es la distancia entre el momento de expresar la
19
El “cómo” debe informar el médico también suscita
un amplio debate, pues existe una desigualdad respecto del
conocimiento de la enfermedad y de los efectos de la terapia
entre el facultativo y el paciente. El médico sólo cumplirá
con su deber de informar cuando utilice un lenguaje inteligible, atendiendo al nivel cultural del paciente a quien se
está dirigiendo. Ver M. Corcoy Bidasolo, “Libertad de terapia versus consentimiento”, en M. Casado (coord.), Bioética,
derecho y sociedad, Trotta, Madrid 1998, p. 123.
Voluntades anticipadas / 403
voluntad y su ejecución, se requiere que exista la
posibilidad de modificarlo siempre que el otorgante conserve su capacidad de obrar. En general,
se exige que sean modificados o ratificados cada
cinco años. La renovación puede hacerse por
cambiar de opinión, para reafirmarla o para
ampliarla y adecuarla mejor a nuevas situaciones.
Si se llegasen a plantear problemas de autenticidad del documento, habría que admitir su validez, siempre y cuando la voluntad expresada
fuera coherente con el sistema de valores del
paciente y su actitud ante la vida, particularmente en el período anterior de su vida.
Además, el documento tendrá que emitirse en
presencia de testigos. Éstos no deberán tener ningún interés material directo en la continuación
del tratamiento o en su interrupción, ni relación
patrimonial con el otorgante. Además, deben ser
mayores de edad, tener plena capacidad de obrar
y, en la medida de lo posible, conviene evitar
cualquier conflicto de intereses. Evidentemente,
los problemas prácticos no son baladíes, de ahí
que se exija que la expresión de la voluntad se
realice ante un fedatario público, con el fin de
que esa decisión sea respetada tanto por el médico como por la familia. El notario, además, garantiza la capacidad del otorgante y el contenido
legal del documento.
Uno de los problemas que se plantean es que
las voluntades anticipadas sean realmente tenidas
en cuenta a la hora de tomar las decisiones.
Aunque por ley existe dicha obligación, será
necesario que los profesionales las lleven a la
práctica. Parece claro que no serán de aplicación
si contienen instrucciones que vulneren el derecho vigente o la lex artis o que no se correspondan exactamente con el supuesto de hecho que se
hubiera previsto en el momento de emitirlas.
Este último punto es un tanto discutible, pues el
marco legal de cualquier sociedad puede variar
durante el intervalo de tiempo que transcurra
404 / Ana María Marcos del Cano
entre el momento de otorgar un documento de
voluntades anticipadas y el de hacer efectivo su
contenido. A este respecto, algunos afirman que
lo lógico sería que fuesen aceptables previsiones
que, aun no estando de acuerdo actualmente con
el ordenamiento jurídico vigente, en un futuro
puedan tener cabida dentro de la legalidad20. No
creo, sin embargo, que esto deba ser así. Habría
que buscar el procedimiento jurídico oportuno
para que se pudiese ampliar de acuerdo con posibles modificaciones legales posteriores, pero no se
podría incluir ninguna cláusula contraria al derecho vigente. Con ese razonamiento podríamos
permitir “cualquier supuesto”, en aras a lo que
pueda ser el derecho en un futuro, y se vulneraría un principio básico en el funcionamiento del
derecho, como es el de la seguridad jurídica.
Parece meridianamente claro que cuando no se
correspondan con el supuesto de hecho que el
interesado haya previsto en el momento de manifestarla, resulta obvio que si no existe tal correspondencia estaremos ante un supuesto distinto
del previsto por el paciente y, por tanto, no existe ninguna instrucción al respecto.
Actualmente, la normativa vigente en nuestro
país, tanto el Convenio de Oviedo como la ley básica estatal y las leyes de las comunidades autónomas, establece el valor jurídico de las voluntades
anticipadas a la posibilidad de elegir determinados tratamientos o negarse a ellos, pero en ningún caso pueden ser legitimadoras de conductas
eutanásicas, lo que no es óbice para que la existencia de este tipo de documentos en la legislación, aparte de demostrar una sensibilidad del
derecho hacia los problemas del final de la vida,
pueda, en un futuro, convertirse en instrumento
verificador de la voluntad del enfermo que solicita
20
Así se expresa el Observatori de Bioètica i Dret en
A. Royes (coord.), Documento sobre las voluntades anticipadas, Observatori de Bioètica i Dret, Barcelona 2001, p. 24.
Voluntades anticipadas / 405
la eutanasia. Este documento no implica más que
la posibilidad de determinar los tratamientos a los
que se desea someter el paciente y es una continuación del consentimiento informado para aquellos supuestos en los que el enfermo carezca de
capacidad. Además, la misma ley básica niega la
posibilidad de decidir sobre la aplicación de un tratamiento cuando exista riesgo para la salud pública
a causa de razones sanitarias, cuando exista riesgo
inmediato para la integridad física o psíquica del
enfermo, o cuando se sea menor de edad o se esté
incapacitado legalmente.
Por otro lado, tampoco queda muy claro qué
se quiere decir con el hecho de que no sean contrarias a la lex artis. Quizás habrá que encontrar
la razón de ser de tal excepción en el Código de
ética y deontología médica, que, en su artículo
27, recoge como deber del médico el de intentar
la curación y la mejoría del paciente siempre que
sea posible, “y cuando ya no sea, permanece su
obligación de aplicar las medidas adecuadas para
conseguir el bienestar del enfermo, aun cuando de
ello pudiera derivarse, a pesar de su correcto uso,
un acortamiento de la vida. En tal caso, el médico
debe informar a la persona más allegada al paciente y, si lo estima apropiado, a este mismo”. El fundamento de esta prohibición parece estar en la
posibilidad de que los deseos del paciente se hayan
manifestado con mucha anterioridad a la intervención y la ciencia médica haya avanzado de tal
modo que pueda existir un desfase entre la voluntad plasmada en el documento y las posibilidades
que puede ofrecer la medicina, debido a que en el
momento en el que se otorgaron las instrucciones
previas no existieran las posibilidades posteriores
para afrontar la dolencia.
Para que resulten efectivas será imprescindible
que sean accesibles en los momentos y lugares en
los que se requiera conocer su contenido y su
existencia. En este sentido, la persona que hace un
documento de voluntades anticipadas tiene que
406 / Ana María Marcos del Cano
comunicárselo a su médico, para que lo incluya en
su historia clínica. Este documento tiene que
someterse a las garantías de confidencialidad legalmente establecidas. Asimismo, la legislación prevé
la creación de Registros de voluntades anticipadas
–ya existen en varias comunidades autónomas– en
las que se recojan este tipo de documentos, previendo también que pueden existir con anterioridad a cualquier proceso patológico.
Es novedosa a este respecto la ley 6/2002 de
Salud de Aragón, en la que se recoge que cada
centro hospitalario deberá contar con una comisión encargada de valorar el contenido de dichas
voluntades. En el decreto 100/2003 de 6 de mayo, por el que se aprueba el reglamento de organización y el funcionamiento del Registro de
voluntades anticipadas, se recoge la creación de
comisiones de valoración, cuya función será velar
para que el contenido de las voluntades no vulnere la legislación vigente, los principios de la
ética médica, de la buena práctica clínica, o que
no se corresponda exactamente con el supuesto de
hecho que se hubiere previsto en el momento de
emitirlas. A su vez, dichas comisiones estarán formadas por tres miembros, de los cuales al menos
uno poseerá formación acreditada en bioética clínica y otro será licenciado en derecho o titulado
superior con conocimientos acreditados de legislación sanitaria.
Parece claro que, en este sentido, los centros
asistenciales tienen que posibilitar los mecanismos y procedimientos necesarios para la elaboración de estos documentos, poniendo a disposición de los usuarios la información necesaria. Y,
por otro lado, los profesionales sanitarios deberán ser informados, a su vez, de la existencia de
estos documentos, que van a serles de gran
ayuda para la toma de decisiones en aquellos
casos límite en los que no se conoce la voluntad
del paciente.
Voluntades anticipadas / 407
Otros criterios
Puede ocurrir que nos hallemos ante situaciones difíciles en las que no existe voluntad expresa
del paciente, bien porque no la expresó, bien porque nunca ha tenido capacidad de obrar. Para
aproximarse en el mayor grado posible a la “voluntad presunta” del paciente, se han creado dos criterios más, a saber, el denominado juicio sustitutorio (substituted judgment) y los mejores intereses
(best interests). La función primordial de estos dos
criterios es guiar el proceso de decisión. Pueden ser
utilizados independientemente o, como ocurre
en la mayoría de los casos, interrelacionados. Estos
standards han surgido, al igual que los anteriores,
en la práctica médico-asistencial norteamericana
en relación con los pacientes inconscientes cuando
no han dejado ninguna instrucción respecto a su
tratamiento. Con estos criterios se quiere proteger
a los enfermos del posible abuso de técnicas reanimatorias o invasivas, y encuentran su fundamento
en el derecho de rechazar o consentir un tratamiento, derecho incluido en el más general right to
privacy (derecho a la intimidad).
El “juicio sustitutorio” consiste en la emisión
de un juicio que sustituye la voluntad del paciente, es decir, se decide en función de lo que se cree
que hubiera decidido la persona ahora privada de
capacidad21. En este punto se plantea el problema
de la validez del consentimiento presunto, pues
eso es lo que es este criterio, en definitiva, es
decir, el juicio que se supone que habría dado el
sujeto pasivo de haberse encontrado en dicha
situación. Trata de indagar en los posibles indicios que, en la vida consciente de dicha persona,
nos puedan llevar a presumir que hubiera consentido tal medida. Este criterio presupone que la
21
Véase A. Etokakpan – A. G. Spagnolo, “Volontà dei
pazienti e accuratezza dei giudizi dei ‘decisori surrogati’”, en
Medicina e Morale 49 (1999), pp. 395-399.
408 / Ana María Marcos del Cano
persona que toma la decisión conocía muy de
cerca las preferencias y los valores del paciente,
para aproximarse al máximo a su voluntad. Para
aplicar este estándar será necesario que el individuo haya sido en algún momento de su vida
capaz de manifestar sus deseos, preferencias o
valores. Sin embargo, este tipo de opiniones o
manifestaciones se vuelven muy difíciles de probar
en la práctica. Así, por ejemplo, en el caso norteamericano de Nancy Cruzan, quien se hallaba en un
estado vegetativo persistente, sus padres solicitaron
que se le permitiera morir. En este caso, la Corte
Suprema de Estados Unidos pareció reconocer, al
menos en principio, que los Estados debían otorgar validez al consentimiento presunto. Sin
embargo, no permitió la desconexión de los
soportes vitales porque consideró que no existía
una evidencia “clara y consistente” de que el
paciente hubiese manifestado ese deseo. La Corte
estableció que “si Nancy hubiese suscrito un testamento vital, entonces tendríamos la prueba
necesaria para interrumpir los tubos que la mantenían en vida, pero las declaraciones informales
y casuales que su familia y amigos recordaban no
constituían una prueba convincente”.
El best interests (mejores intereses para el
enfermo) consiste en que un tercero decide por el
paciente de acuerdo con lo que sería mejor para él.
Este criterio entra en juego en aquellos casos en los
que el paciente nunca ha sido consciente, aunque
también puede utilizarse cuando no hay una
voluntad clara al respecto. En esos casos no existe
información disponible acerca de las preferencias
del paciente, ni tampoco familiares o personas cercanas al enfermo que puedan proveernos de tal información o bien, aun existiendo, no aparecen
muy claras las intenciones de aquéllos.
Con estos criterios, se habilita la entrada de
terceros en el proceso decisorio. Y es aquí donde
más problemas de legitimación se plantean.
Normalmente estas decisiones han venido to-
Voluntades anticipadas / 409
mándose por los familiares. En cierto modo, es
lógico. Se cree que en la mayoría de los casos un
miembro de la familia hubiese sido el elegido por
el paciente para hacer las funciones de surrogate;
se presume también que un familiar será quien
mejor conoce al enfermo y está en la mejor posición para determinar lo que hubiese deseado;
además, normalmente será un familiar quien esté
a cargo de cuidar de su bienestar y, por tanto, el
más indicado para representarlo; finalmente, en
nuestra sociedad se le ha otorgado a la familia un
importante grado de autoridad y de discreción en
los procesos decisorios en lo que respecta a sus
miembros, en orden a preservar el valor de la familia. Evidentemente, estas aproximaciones son
generales y como tales habrá que tomarlas. Lo
indispensable en estos casos es estar al caso concreto y ahí y desde ahí decidir. Porque a nadie se
le escapa que actualmente la concepción de la
familia está en plena y profunda transformación.
Estas consideraciones sólo establecen una presunción iuris tantum a favor de ella, que puede decaer
en el caso de que existan ciertos indicios de riesgos
para el individuo. Por ejemplo, cuando exista un
conflicto evidente entre la familia y el enfermo, o
cuando haya habido una larga separación entre
ellos durante años, o cuando exista cualquier indicio o sospecha de que la decisión que toman no va
en interés del paciente, sino en beneficio propio,
etc. En este sentido, será de gran ayuda conocer
cuál es la última voluntad del paciente, así como el
patrimonio del que dispone.
Pero, en cualquier caso, el pivote sobre el que
gira la decisión es el diagnóstico médico, que
vinculará en cierto modo las decisiones. Puede
pensarse con esto que volvemos al paternalismo
médico, sin dejar espacio al enfermo. No lo creo
así. Esta situación lleva una novedad implícita,
como es la del deber de informar del médico,
quien ya no podrá sustraerse al deber de exponer
las alternativas de tratamiento.
410 / Ana María Marcos del Cano
En el supuesto de que entrasen en conflicto
las opiniones de los médicos y de los familiares
existen dos posibilidades de actuación: la de los
tribunales y la de los comités de ética. Los primeros intervienen en aquellos supuestos en los
que se ponen en peligro, de un modo claro, la
integridad física o la vida del paciente, o también
cuando se da un conflicto entre las opiniones del
médico y las de los familiares. La legitimidad de
la actuación de los jueces ha sido puesta en entredicho, pues pudiera pensarse que, en la huida del
paternalismo médico hacia la autonomía individual, avanzamos hacia una imperialismo judicial.
La única tarea que le correspondería sería una
meramente formal, de procedimiento.
Por último, los comités de ética son de gran
importancia para los casos que nos ocupan22. La
finalidad de estos comités consiste en promover el
estudio y la observancia de principios éticos apropiados para el ejercicio de la “medicina asistencial”. Éstos han sido creados precisamente con el
fin de tomar decisiones en casos difíciles23. La justificación de estos comités vendría dada por dos
razones: una, sirven de apoyo al profesional, a los
familiares o al enfermo que haya de tomar una
decisión en un contexto de conflicto ético; y, dos,
ejercen un control social en un ámbito en el que
están en juego derechos e intereses de todos y cada
22
Véase Simón, o. c., p. 9. Sobre los mismos, consultar la
obra colectiva dirigida por C. Viafora (ed.), Comitati Etici.
Una proposta bioetica per il mondo sanitario, Gregoriana,
Padua 1995.
23
Aunque como dice F. J. Elizari en “Los comités hospitalarios de ética”, en Moralia 14 (1992), p. 29, “realizan
un servicio más directo en favor de los profesionales sanitarios, de los enfermos y sus familias, de los centros en que
han sido creados, pero cumplen además una función social
más amplia. Recuerdan que por encima de la ciencia, de los
avances técnicos, de las regulaciones positivas y controles
jurídicos, existe un nivel más alto de posibilidades y exigencias humanas, de nobles impulsos cuyo olvido podría favorecer una atmósfera de mediocridad”.
Voluntades anticipadas / 411
uno de los individuos de una comunidad, pues la
salud es, obviamente, un bien primario, esto es,
condición para poder gozar de cualquier otro bien.
La lógica de funcionamiento del comité no debería estar encaminada tanto a establecer lo que es
lícito o ilícito cuanto a asegurar que la decisión de
aquel que está involucrado en el problema (médico, paciente u otra persona) pueda tomarse tras
una adecuada reflexión, esto es, primero, sin pasar
por alto importantes componentes informativos;
segundo, con la seguridad de haber evitado falacias
derivadas de la vaguedad o de la polivalencia
semántica de los conceptos y de las nociones en
juego; tercero, después de conocer y recorrer las
diversas estrategias éticas que se hayan considerado
válidas en otros casos similares para encontrar una
solución; y, finalmente, después de haber seguido
en su totalidad todos los argumentos racionales
disponibles.
Esta práctica surgió también en Estados Unidos. Los comités están formados normalmente por
médicos, juristas, asistentes sociales, psicólogos,
sacerdotes, etc., los cuales deberán analizar los casos más extremos y conflictivos con el fin de aportar una solución lo más justa posible. En defecto de
la decisión del paciente y en defecto también de
una transparente toma de postura por parte de la
familia, estos comités cumplen una labor encomiable, de gran ayuda sobre todo para los médicos, quienes, en última instancia, deben decidir
sobre la utilidad de cierto tratamiento o la conveniencia de suspender una determinada terapia.
Valoración de estos instrumentos
En general, la valoración de estos instrumentos viene siendo positiva. Una gran parte de los
estudiosos en el campo de la bioética considera
que la concreción de la voluntad del paciente,
cuando éste ya ha perdido la conciencia, es un
412 / Ana María Marcos del Cano
importante paso adelante en defensa de la autonomía del individuo. Este principio representa
un autoafirmarse del paciente frente a lo que ha
sido hasta hace bien poco un poder desorbitado
del médico. Equiparan estas medidas a aquellas
que se utilizan para disponer de los bienes patrimoniales. Para muchos, una vez que el paciente
ya no es consciente, ésta es la mejor forma o, al
menos, la menos entrometida de tomar decisiones. Así, al ser él quien indica las instrucciones a
seguir o al señalarlas su propio representante,
tiene la confianza de saber que se seguirán sus
preferencias o que esa persona tomará las decisiones por él mejor que otro que él no hubiera
elegido. Las voluntades anticipadas garantizan,
así, la elección individual. Ahora bien, esa elección debe presentar una finalidad, la de que el
momento de la muerte sea lo más digno posible.
No obstante, existen diferencias valorativas en
torno a la validez de estos instrumentos. Algún
sector se la niega por el riesgo implícito de esta
legislación de legitimar la eutanasia. El ámbito en
el que se encuadra el uso de estos documentos
está muy próximo a la eutanasia, y su mera mención reconduce a ella, aunque las voluntades
anticipadas ni surgieron con ese fin ni tienen por
qué circunscribirse a los supuestos eutanásicos.
En realidad, se trata de proteger la autonomía y
dignidad del paciente frente a la invasión que
sufre por la tecnología utilizada y la mínima calidad de vida que tiene. Aunque, en cierto modo,
es lógico. En las fases cercanas a la muerte, y debido a la complejidad de los medios técnicos con los
que se cuenta, resulta dificultoso trazar una línea
nítida entre los distintos supuestos. Todo depende
de cómo definamos la eutanasia24. Si se considera
eutanasia la omisión de un tratamiento vital, lo
que se viene denominando eutanasia pasiva, en
24
Ver Marcos del Cano, o. c., pp. 62-69.
Voluntades anticipadas / 413
este caso sí que nos podríamos encontrar legitimando la eutanasia por la vía y con la forma del
testamento vital. Sin embargo, hoy se admite
unánimemente que las actuaciones omisivas al
final de la vida, ante una situación irreversible e
inminente, no presentan carácter ilícito, sino que
más bien entran dentro de la praxis médica y
tienden a salvaguardar la dignidad del paciente25,
por lo que incluso se está desterrando el uso del
término “eutanasia” para estas conductas, por lo
equívoco de esta expresión. Precisamente, lo que
se está intentando lograr con estos documentos
es que los enfermos terminales no sean sometidos
a largas y dolorosas terapias que no hacen sino
prolongarles la vida, sin ninguna perspectiva de
mejorar su calidad.
La conexión entre las voluntades anticipadas
y la eutanasia también se debe a que las asociaciones en pro del derecho a morir con dignidad26
reivindican el derecho a decidir sobre la propia
vida27. Estos documentos han alcanzado una gran
difusión en la opinión pública. En estos supuestos, sin embargo, cambia radicalmente, porque
ya no es simplemente un documento para no
someterse a un determinado tratamiento, sino
25
Véase, J. Gafo, “Testamento vital cristiano”, en Razón
y Fe 221 (1990), pp. 307-310.
26
Así, la asociación española Derecho a Morir con
Dignidad (DMD) ha redactado también un modelo de testamento vital en el que, sin embargo, el paciente solicita que
le sea administrada la eutanasia activa.
27
Frosini explica en un interesante artículo cómo el
“living will” abarca tres derechos fundamentales: el right to
life, el right to freedom y el right to happiness (en el sentido de
calidad de vida). El “living will” ofrece la posibilidad de
hacer lo que uno quiere con su propia vida. Representa la
libertad de elección, lo que significa que el derecho a la vida
es también el derecho a la muerte. Finalmente, comprende
el “right to happiness”, en el sentido estricto de vivir los últimos
momentos de la propia vida en tranquilidad. Ver V. Frosini,
“The ‘Living Will’ and the Right to Die”, en Ratio Juris 3
(1995), pp. 349-357.
414 / Ana María Marcos del Cano
que se expresa por medio del mismo la voluntad
de quien, llegado al punto de irreversibilidad de
su situación, solicita que se le aplique una dosis
letal y así se termine con lo que él considera una
vida indigna y vegetativa. Actualmente, es legalmente inadmisible que estos documentos justifiquen acciones eutanásicas.
Por otro lado, la puesta en práctica de estos
criterios es muy compleja. De hecho, la experiencia de Estados Unidos, donde ya hace tiempo
se vienen utilizando este tipo de instrumentos,
es ambivalente. En general, los médicos, los pacientes y la opinión pública mantienen actitudes
positivas ante las voluntades anticipadas. Sin embargo, esto no se traduce en una frecuente utilización de las mismas. No se ha visto que hayan
jugado un especial papel en las decisiones sobre
tratamientos de sostenimiento vital.
La práctica norteamericana indica que este
tipo de documentos no es muy efectivo por las
siguientes razones28: en principio, quien lo suscribe rechazando tratamientos invasivos, en la
mayoría de los casos, no recibe ayuda de ningún
tipo. Por otro lado, las expresiones a veces resultan demasiado vagas para ser claras (por ejemplo,
“si estoy cerca de la muerte”) o demasiado específicas para ser efectivas en situaciones clínicas
concretas (por ejemplo, “si estoy en un estado
vegetativo persistente”). También pueden resultar vagas las instrucciones derivadas de conversaciones entre el médico y el paciente (por ejemplo,
“no me mantenga con vida en una máquina”).
Además, una vez que se emiten, se consideran ya
firmes (aunque exista la posibilidad de revocación)
y no se tiene la seguridad de que, en el momento
de la aplicación, la voluntad del enfermo coincida
28
Véase S. Hickman – B. Hammes – A. Moss – S. Tolle,
“Hope for the Future: Achieving the Original Intent of
Advance Directives”, en Hastings Center Report 6 (2005),
suppl. pp. 26-30.
Voluntades anticipadas / 415
con lo allí expresado y, generalmente, no se abre
de nuevo una discusión al respecto.
A veces, se deriva de la práctica una utilización demasiado juridificada, entendiendo tales
instrumentos como la manifestación de un derecho del enfermo, sin entrar en la planificación de
un cuidado integral de la salud. También hay que
tener en cuenta que la concepción de la autonomía está vigente fundamentalmente en la cultura
occidental y que pueden existir otras culturas que
entiendan de un modo más colectivo (familiar,
religioso, étnico...) la manera de morir.
En este sentido, y para paliar los posibles
defectos de las voluntades anticipadas, en Estados
Unidos se han creado diversos programas29 que
tienen como finalidad crear políticas locales de
información sobre estos documentos con el fin
de que sean más eficaces. En general, la gente
muere como vive, esto es, en un conjunto de
complejas relaciones. Se tiende a que ese tipo de
decisiones sean compartidas también por las
familias y desde ahí se creen programas para
capacitar a las familias para tener un papel más
activo en estos casos. Se están promoviendo programas en los que se fomenta el reconocimiento
colectivo en la toma de decisiones al final de la
vida con el fin de que el morir no sea un acontecimiento aislado, sino que en los mismos hospitales se creen espacios para los familiares y amigos
para estar cerca del paciente. En este proceso de
decisión se aboga por que se incluya también a
todas aquellas personas que serán afectadas por la
muerte del enfermo. Lo que sí se ha conseguido,
sin embargo, es que la gente, en general, tenga
más control sobre sus tratamientos médicos al
final de la vida, que los cuidados paliativos se
hayan convertido en una especialidad médica y
que la mitad de los que mueren al año reciban
29
Pueden consultarse más ampliamente en ibíd., pp. 26-30.
416 / Ana María Marcos del Cano
cuidados en las unidades de atención a terminales. Por otro lado, se sostiene que sería necesaria
una renovación de estos documentos, porque
quizá en ellos subrepticiamente se introducen
prejuicios contra la calidad y el valor de la vida
con discapacidad. De hecho, en algunos hospitales se está abogando por la mediación en los
conflictos a la hora de tomar decisiones al final de
la vida, incluso cuando existen documentos de
voluntades anticipadas; es la mejor forma –se
dice– para respetar las diferencias de las culturas
en pacientes, familias y equipos médicos.
En nuestro país no hay una tradición en el uso
de las voluntades anticipadas. Esa falta de utilización se puede deber a que en general no existe una
práctica extendida en la que el paciente tome parte
en las decisiones acerca de los tratamientos en el
curso de su enfermedad, bien porque prefiere que
lo hagan otros, bien porque su decisión no habría
diferido en mucho de esas decisiones. Si bien es
verdad que hay un marco normativo complejo en
el que fundamentarse, es preciso profundizar más
en algunos aspectos. Por ejemplo, habrá que conocer mejor cómo viven los ciudadanos españoles la
posibilidad de la muerte, cómo quieren ser tratados en esos momentos finales, qué valores desean
que se les respeten, cómo quieren que se impliquen los profesionales sanitarios, sus familiares y
sus representantes en la toma de decisiones clínicas
cuando ellos no sean capaces de decidir. Además,
sería necesaria una formación de los médicos, que
conozcan esta práctica y que se involucren en ella.
Se requerirá una concienciación y conocimiento
de estas posibilidades desde todos los colectivos
implicados, si se quiere que sean eficaces.
Por otro lado, la distancia que existe entre el
momento en que se realiza y en el que se aplica es
uno de los argumentos que más se utilizan en
contra del uso de estos documentos. Se dice que
con frecuencia la situación anímica y emocional
del declarante cambia radicalmente cuando ha de
Voluntades anticipadas / 417
enfrentarse al momento que motivó la firma del
escrito, sin que haya por ello que poner en duda
la seriedad con que se hiciera tal manifestación.
Aunque el enfermo, en el momento de firmar la
declaración, se encuentra con las facultades mentales intactas, su decisión “no puede prever las
condiciones efectivas de su ejecución en términos
tales que vincule rigurosamente la voluntad de
quien tiene la obligación de intervenir, excluyendo toda posibilidad de juicio personal”. Por otro
lado, el hecho de que se exprese la voluntad con
anterioridad impide tener la certeza de que la
decisión originaria persiste cuando es ejecutada,
extremo que se considera imprescindible, ya que
bien podría darse el caso de que el enfermo
hubiera querido modificar su primera disposición sin que le hubiese sido posible hacerlo por
múltiples impedimentos. De hecho, en situaciones en las que se prevé que se va a perder la conciencia, el médico debe introducir discusiones
sobre las directrices a seguir en fases avanzadas de
la enfermedad y reevaluarlas a intervalos no mayores de seis meses30. Esto se debe a que distintos
estudios coinciden en afirmar que el estado psicológico de la persona varía mucho desde el
momento en el que se encuentra sana a cuando
debe encararse con la muerte. En estos últimos
casos, muchos enfermos se aferran desesperadamente a la vida o sus deseos fluctúan de un modo
constante. Evidentemente, se trata de una declaración muy peculiar, muy dependiente de las
variaciones subjetivas de diversa índole. La no
coincidencia implica que tal decisión “no puede
prever las condiciones efectivas de su ejecución
en términos tales que vincule rigurosamente la
voluntad de quien tiene la obligación de intervenir, excluyendo toda posibilidad de juicio perso30
Así se establece para determinados casos concretos.
Véase J. Sancho, “Derecho a decidir: el paciente con esclerosis lateral amiotrófica que rechaza la alimentación enteral”,
en Revista de Neurología Suplemento 1/4 (2005), p. 12.
418 / Ana María Marcos del Cano
nal”. Y será necesaria el reactualizarla hasta que
sea posible31.
No obstante, existen situaciones especialmente conflictivas, como la de los enfermos de
alzheimer, donde la voluntad contemporánea
(mermada o anulada) puede contradecir la expresada en las “indicaciones previas”, con toda la
problemática que esto conlleva, cuando se trata
de pacientes que están conscientes y viven sin
necesidad de un apoyo externo artificial.
Otro de los inconvenientes es que las instrucciones del paciente pueden ser detalladas o generales. En el primer caso, un documento que, por
ejemplo, prohíba un determinado tratamiento
puede quedar anticuado cuando llegue la hora de
aplicarlo. Y en el segundo, si son generales, no van
más allá de lo reconocido ya, de la práctica habitual. Así, en nuestro país, el Código de ética y
deontología médica del Consejo General de
Colegios de Médicos de España afirma que “en los
casos de enfermedad incurable y terminal, el médico debe limitarse a aliviar los dolores físicos y morales del paciente (...) evitando emprender o continuar acciones terapéuticas sin esperanza, inútiles
u obstinadas” (artículo 28.2). Además, mientras no
esté enfermo, no hay de qué informarle para que
libremente consienta, con lo que las instrucciones
que se den, serán totalmente hipotéticas.
31
En el Congreso Mundial de Bioética de Gijón, un
grupo de especialistas manifestaba las siguientes dificultades
bioéticas para su aplicación: 1. El paciente expresa una
voluntad hipotética y condicional, ya que se basa en acontecimientos futuribles; 2. El deseo del paciente expresado en
el testamento vital presenta una complejidad y dificultad
interpretativa por parte del médico en cuanto dicho documento no explicita una patología concreta; 3. La correcta
interpretación de los valores del paciente por parte de las
personas allegadas y su influencia sobre la decisión médica
final; 4. Presupone una relación médico-paciente según un
modelo informativo e interpretativo. Ver F. Fuertes y otros,
a. c., p. 538.
Voluntades anticipadas / 419
Además, pueden darse problemas de interpretación: ¿qué tratamientos se incluyen dentro de lo
que se conoce con la denominación “prolongación
artificial de la vida”? ¿Qué tratamientos se incluirían en una expresión como “tratamientos fútiles o
inútiles”? Por ejemplo, ¿es prolongar artificialmente la vida la hidratación y nutrición artificial? Actualmente, estas técnicas se consideran
tratamientos equiparables al resto de las medidas de soporte vital, como por ejemplo las técnicas de reanimación cardiopulmonar32, la respiración asistida, la diálisis, etc. El problema reside en
que muchas de estas terapias se consideran por
muchos profesionales, familiares e incluso pacientes medidas de cuidado básico sobre las que no se
puede decidir, sino que son obligatorias. Además,
el negar el agua y el alimento, desde un punto de
vista emocional y cultural, parece que avala esa
opinión. Por otro lado, no parece que la retirada
de estas medidas cause al paciente un sufrimiento
innecesario, pues se afirma que en estas condiciones no experimentan ni hambre ni sed y no tienen
sensación de sufrimiento por este motivo. El debate residiría en el análisis de la propia complejidad
técnica de estas mismas terapias, es decir, qué tipo
de “invasión” se produce en el paciente con estos
tratamientos. Actualmente, cabe señalar que hay
una línea progresiva de complejidad técnica que va
desde la simple alimentación manual con ayuda,
pasando por la sonda nasogástrica, la gastrostomía,
hasta llegar a la nutrición parenteral. Esta diversidad permite afirmar que la nutrición parenteral y
la gastrostomía son tratamientos médicos, cosa
que no puede decirse de la alimentación manual
con ayuda33.
32
Sobre la posibilidad de decidir acerca de la reanimación cardiopulmonar, véase J. L. Monzón – I. Saralegui,
“Las órdenes de no reanimación: cuándo, por qué y cómo
pueden establecerse”, en Revista de Neurología, suplemento
1/4 (2005), pp. 40-46.
33
Véase Simón, o. c.¸ p. 6.
420 / Ana María Marcos del Cano
Por otro lado, cómo saber si un tratamiento es
o no inútil. Para considerar inútil un tratamiento
se deben considerar dos factores: el técnico y el
valorativo. El componente técnico, basado en
datos científicos, debe ser fijado por el médico,
que es el profesional socialmente acreditado para
este cometido. Así, como actividad específica de
su profesión, el médico debe ofrecer al paciente
los procedimientos que técnicamente considera
apropiados para el correcto manejo de su caso. El
componente valorativo es fundamentalmente
patrimonio del paciente, que tiene derecho a elegir entre las alternativas consideradas técnicamente apropiadas la que considere más adecuada
para él34.
En este sentido, y a pesar de que sea una
garantía el que se exija que sea por escrito, como
se ve, esto mismo puede ser un impedimento. A
veces, ese documento escrito no se ha realizado
con la información suficiente o el lenguaje utilizado es ambiguo e impreciso y puede dar lugar a
distintas interpretaciones, no simplemente formales, sino sustanciales. El escrito no excluirá la
interpretación ni, por tanto, el juicio del que
debe ejecutar esas directrices. Incluso, aunque se
recoja en un texto legal esta posibilidad, cada
palabra igualmente requiere su interpretación, un
hecho que, sin duda, limita su utilidad. El que
debe tomar la decisión efectivamente, determinará en parte su contenido.
Por otra parte, ¿hasta qué punto el enfermo
suscribe ese tipo de instrucciones por él mismo o
por otras circunstancias?; por ejemplo, para ahorrar costes a la familia, tanto económicos como
emocionales. Además, hay ciertos aspectos que
no se mencionan en esas “indicaciones previas”,
34
Ver J. R. Ara, “El problema de los tratamientos inútiles.
Consideraciones teórico-prácticas en el paciente con demencia,
en Revista de Neurología, suplemento 1/4 (2005), pp. 32-39.
Voluntades anticipadas / 421
generalmente restringidas a los tratamientos
médicos, a saber, cuestiones espirituales o de
lugar, cuestiones que tendrían que incluirse.
Incluso, se ha llegado a afirmar que la exigencia de estas formalidades perjudica la relación
entre el médico y el paciente. Quizás, si se pudiera afrontar este tipo de instrucciones desde un
diálogo y una confianza entre ambas partes, sería
mejor. Thomasma aboga por el principio de la
nueva beneficencia en el que quien decide es el
médico con el paciente, en donde los valores de
éste son bien conocidos por el profesional y el
paciente le atribuye cierta capacidad de gestión
sobre ellos. Lo deseable es que las opiniones confluyeran y se tomaran las medidas oportunas,
basadas en la confianza. Se sostiene que estas
medidas sólo son efectivas cuando existe una
estrecha relación clínica, cuando existe una verdadera confianza con el médico. Este documento
es eficaz, sobre todo, porque la muerte sigue produciéndose mayoritariamente en los hospitales, y,
en todo caso, los médicos deberían aplicar dichas
medidas bajo el prisma del respeto a la dignidad
y los valores de la persona, pues no hay que olvidar que el 40% del presupuesto sanitario se gasta
en los tres últimos meses de vida. De hecho, en
Estados Unidos se da la paradoja de que personas
que han suscrito este tipo de documentos, cuando entran en un hospital, los revocan. Y ello porque, en definitiva, el lenguaje es ambiguo y es
necesario interpretarlo. Tendría que distinguirse,
a su vez, si las voluntades anticipadas son para
situaciones irreversibles o para situaciones concretas de reversibilidad, pues no es lo mismo el
uso de un respirador en un paciente terminal de
cáncer que en una persona que ha sufrido un
accidente de tráfico y a la que le puede salvar la
vida empleándolo unos días.
En general, se puede prever que los pacientes
estarán mejor atendidos o, al menos, tratados
como ellos desean si existen voluntades anticipa-
422 / Ana María Marcos del Cano
das. Igualmente, parece que su existencia es positiva para el equipo médico, ya que deberán decidir
de acuerdo a dichas instrucciones y se les exonera
de la responsabilidad en cuanto a los resultados de
tal elección. Sin embargo, las indicaciones previas,
aunque necesarias, no son la panacea para resolver
todas las decisiones que hay que tomar. A veces
nos encontraremos con pacientes con “voluntades
anticipadas” y en las que, sin embargo, no exista
ninguna indicación concreta aplicable a la situación real en la que se hallan.
Además, teniendo en cuenta que estos instrumentos no pueden reproducir la decisión actual
del paciente capaz, no podremos saber tampoco
qué grado de autoridad estamos otorgando a la
propia decisión del enfermo. Lo que es claro es
que la importancia moral de las indicaciones previas se incrementará en el grado en el que coincidan con la decisión reflexiva, informada y contemporánea del paciente. En el supuesto de que
se trate de indicaciones en las que se haya nombrado a alguien, todo dependerá de la confianza
y el conocimiento que la persona designada tenga
respecto de las preferencias del paciente. En el
caso de que se trate de indicaciones sin haber
designado a una persona, entonces tales instrucciones deberán ser cuidadosamente consideradas
y muy detalladas.
Teniendo en cuenta estos riesgos, lo mejor
sería optar por unas indicaciones previas combinadas, es decir, una serie de instrucciones en las
que el paciente estableciese sus preferencias en
orden a su integridad física y moral al final de su
vida y, a la vez, nombrase un apoderado, un sustituto, para que tome la decisión conforme a
dichas instrucciones. Sería necesario, para que
fuesen realmente prácticas y viables, que se combinasen estos tres factores: que fuesen lo más
concretas posible y que ese sustituto fuese un
miembro de la familia o alguien cercano al
paciente para interpretar las instrucciones o para
Voluntades anticipadas / 423
tomar decisiones. Y, por último, en ausencia de
un documento, el procedimiento a seguir consistiría en establecer guías de actuación explícitas
promovidas desde los hospitales, sociedades científicas y otras instituciones similares.
Parece que lo que sí es conveniente es que, al
menos en nuestro país, y dado que están surgiendo leyes que regulan las “voluntades anticipadas”,
exista una mayor información acerca de lo que
son, de qué posibilidades ofrecen y de qué problemas plantean. Teniendo en cuenta que se trata
de una cuestión muy delicada, será necesaria una
divulgación de esta posibilidad en el conjunto de
la sociedad, pero, sobre todo, en aquellos sectores
más afectados (médicos, enfermos, juristas, éticos, psicólogos...). Por otro lado, la hipótesis de
que el uso de las instrucciones previas acabe
teniendo, en mayor o menor medida, efectos de
modificación de la praxis médica en un sentido
abstencionista, obviamente no puede confirmarse
en este momento, pero, desde luego, tampoco
excluirse ab initio 35.
El problema principal viene dado por la limitada consideración que cada uno prestamos por
adelantado al hecho de la propia muerte o a la
posibilidad de afrontar alguna enfermedad crónica que requiera atención médica. Esto sólo puede
ser afrontado desde una educación general a estos
niveles y, sobre todo, por la comunicación entre
el paciente y sus profesionales médicos (que
incluye todos los profesionales vinculados a su
cuidado o atención) que explícitamente trate de
determinar los valores, preferencias y opciones
que se deseen para una ulterior situación que
35
Véase J. M. Silva Sánchez, Los “documentos de instrucciones previas” de los pacientes (art. 11.1, Ley 41/2002) en
el contexto del debate sobre la (in)disponibilidad de la vida, en
Seminario “Autonomía del paciente y derechos en materia
de información clínica”, Consejo General del Poder Judicial,
Madrid, 12-14 de marzo de 2003.
424 / Ana María Marcos del Cano
pueda presentarse que limite o anule la adecuada
expresión del consentimiento informado del propio paciente.
Bibliografía
Alonso Herreros, D., “Reflexiones sobre el derecho de información del paciente, instrucciones previas e historia clínica en la Ley
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La muerte clínica
Juan Luis Trueba Gutiérrez
Qué significa el término “muerte clínica”
La última palabra del “final de la vida” es la
“muerte”. El “final de la vida” y la “muerte” son
términos muy serios que presuponen la existencia de un “viviente”, pero en nuestro contexto
cultural se pueden referir a la vida humana en
general o al proceso vital de un hombre concreto en particular. Cuando de lo que se trata es
del final de la vida de un hombre concreto, nos
estamos refiriendo al período final del proyecto
vital de una persona y es aquí donde la palabra
“muerte” adquiere su mayor trascendencia y
complejidad.
Dicho en otros términos, el proceso final de la
vida en un hombre termina con la muerte, y
ambas expresiones, “final de la vida” y “muerte del
hombre”, pueden tener un sentido genérico o particular.
El propósito de este trabajo es realizar una
serie de consideraciones sobre los aspectos clínicos y los problemas éticos que suscita el diagnóstico de muerte al final de la vida de un hombre concreto. Se trata, pues, del punto de vista
particular que el final de la vida y la muerte suscitan clínicamente a quienes han de afrontar el
reto de la realidad de la muerte en un caso concreto. Éste es el sentido de lo que llamaremos
“muerte clínica”, es decir, la actualidad o presencia
de la realidad de la muerte en quien está postra-
428 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
do clínicamente1, ante alguien –generalmente
el médico– que tiene que afrontarlo tomando
decisiones y actuando en consecuencia.
Desde un punto de vista médico, ante un paciente concreto, tampoco es lo mismo el “final de
la vida” que la “muerte clínica”. En una u otra
situación, las actuaciones del médico –como actos
transitivos que son– no tienen la misma significación y, en consecuencia, difieren radicalmente en
cuanto al diagnóstico, pronóstico y posibilidades
de actuación.
Una formulación más sencilla sería decir que
la “muerte clínica” es el diagnóstico que un médico hace de la “muerte” de un paciente concreto.
Tiene, pues, un sentido particular, y es siempre,
por definición, un diagnóstico clínico, pero de
una enorme importancia, ya que supone el reconocimiento en el paciente de un “nuevo estado”
–del estar muerto–, lo cual abre a la posibilidad de
actuaciones muy trascendentes, como pueden ser
la firma de un parte de defunción, la retirada de
la respiración asistida o la solicitud de donación
de órganos a la familia del fallecido. La “muerte
clínica” reconoce un “nuevo estado”, compromete la dimensión ontológica del sujeto objeto de
estudio; es un hecho real muy trascendente.
Por otro lado, la expresión “final de la vida”
usada por un médico clínico se refiere a un proceso
asistencial de un paciente, con un pronóstico de
situación evolutiva terminal. Es, pues, un pronóstico clínico dentro de una referencia lineal del
tiempo de la vida humana, y que, por razones biológicas, se sitúa en los confines terminales del proceso vital de un hombre concreto; conlleva una
predicción pronóstica de muerte próxima, lo que
permite la consideración de que el proceso clínico
está en estado terminal. El estado terminal plantea
1
Del griego clinh (chliné), “lecho”.
La muerte clínica / 429
otros problemas: especialmente, la futilidad de
las decisiones terapéuticas y la posibilidad de una
“limitación del esfuerzo terapéutico”2.
El “final de la vida” se refiere a la vida humana
concreta como proceso biológico y al pronóstico
de terminalidad de la vida temporal biológica del
sujeto; implica un pronóstico vital negativo, pero
no afecta necesariamente a la dimensión ontológica del sujeto personal. Final de la vida humana es
semejante a terminalidad, pero no a “muerte clínica”. Las decisiones que se pueden y deben tomar
en una u otra situación son muy distintas, siempre
importantes, pero no igualmente trascendentes.
Conocimientos empíricos actuales
sobre la “muerte clínica”
Nuestros conocimientos clínicos sobre el
diagnóstico de la muerte humana permiten reconocer una serie de experiencias que me parecen
importantes para entender lo que en la práctica
actual significa la muerte clínica. Seguidamente
procederé a describir las cuatro experiencias que
me parecen más esenciales.
Experiencia de que la muerte clínica
es un proceso con un momento concreto
impreciso y de incertidumbre
Establecer cuál es el momento en el que la
muerte de un hombre ocurre no es tarea fácil.
Posiblemente, la razón principal se encuentre en
que la muerte del hombre encierra un momento
paradójico; por un lado, es para todo hombre
2
J. L. Trueba, “Los marcos asistenciales de la limitación
del esfuerzo terapéutico”, en J. de la Torre (ed.), La limitación
del esfuerzo terapéutico, Universidad Pontificia Comillas,
Madrid 2006.
430 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
una certeza esperable, pero, por otro, es motivo
de grandes incertidumbres existenciales.
Al menos tres grandes incertidumbres suscita
cualquier intento de afrontar la muerte humana:
primero, una incertidumbre en su dimensión física
espacio-temporal: en cuanto al “dónde” y “cuándo”; segundo, una incertidumbre existencial: sobre
qué es “la muerte propia”; y tercero, una incertidumbre esencial sobre qué es la “muerte en sí”.
a) Primero: incertidumbre temporal,
en cuanto al “dónde” y “cuándo”.
Se refiere al momento de la muerte como
punto final de una vida vivida. La vida humana
vista como un proceso temporal de actualización
y realización de un proyecto vital personal en el
que se entra cuando nacemos y del que necesariamente hemos de salir, suscita la incertidumbre
sobre el “dónde” situar (situs) la puerta de salida
y sobre el “cuándo” –en qué momento– localizar
(locus) la muerte en el proceso lineal temporal del
decurso vital.
Conviene precisar que una referencia cronológica o puramente temporal del proceso biológico es sólo una aproximación parcial a la realidad de los hechos, pues el tiempo en sí mismo
carece de toda realidad sustantiva; es sólo un
momento estructural del dinamismo genético, lo
que nos conduce a importantes interrogantes
sobre “la realidad del tiempo”. Zubiri nos lo
plantea haciéndonos observar que todo trascurso
es un proceso. Las realidades cósmicas todas, sin
excepción, tienen un carácter procesual. Y todo
proceso trascurre en fases diversas. Cada fase
ocupa una posición determinada entre las demás.
La mera posición fásica de cada una de las fases
respecto a las demás del proceso es justo el tiempo como línea. El tiempo absoluto como algo
independiente de las cosas no tiene existencia. El
tiempo no es una envolvente del cosmos y de las
La muerte clínica / 431
cosas que hay en él, no es algo absoluto en ningún
sentido; carece de toda realidad sustantiva. Todos
los trascursos del cosmos son procesuales o, si se
quiere, todos ellos son co-procesuales. Son las cosas
las que por ser procesualmente trascurrentes dan
lugar a la línea del tiempo. El tiempo es siempre, y
sólo, tiempo-de algo, de algo procesual. No es
sino mera respectividad posicional fásica de todo
proceso trascurrente. Y la sincronía de estas respectividades es el tiempo universal cósmico3.
El tiempo, como forma general del dinamismo, es el referente cronológico con respecto a la
pregunta “cuándo”. Toda realidad emerge y es
emergente en un cuando, que aparece aquí con
respecto al tiempo en forma de continuidad, pues
el tiempo tiene como propiedad la continuidad.
No es la suma de instantes, sino que tiene una
duración: una especie de línea que dura. Además,
el análisis del tiempo permite referirse a tres
momentos en el curso temporal de la duración:
un antes, un ahora y un después. Estos momentos o partes están vinculados entre sí formando la
continuidad propiamente dicha: los tres momentos –prefiero hablar de momentos más que
de partes, pues la parte parece que quisiera indicar
una discontinuidad o límite estructural, mientras
que el momento puede entenderse como momento de una fuerza y sin límites espaciales o estructurales en su acción– están en continuidad, sin
solución de continuidad. Pero, además, el tiempo
es un continuo ordenado: el antes, el ahora y el después tienen un cierto orden. Y entonces el antes y
el después no significan el antes y después en el
tiempo, sino antes y después en la ordenación. Por
ello, que los momentos se sucedan en el tiempo es
un concepto meramente ordinal. Esto nos lleva a
la experiencia de que en los procesos biológicos,
3
X. Zubiri, Espacio, tiempo y materia, Alianza
Editorial–Fundación Xavier Zubiri, Madrid 1996, pp.
250-255.
432 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
como en cualquier continuo, no es posible predecir el límite entre un elemento y el siguiente. Hay
una especie de indeterminación en el “cuándo” que
sólo podemos abordar en respectividad.
Así, por ejemplo –como ya he abordado en otra
parte4–, resulta imposible establecer categóricamente un instante de la muerte o un límite claro
y preciso entre el comienzo o el final del proceso
vital o de cualquiera de sus momentos sucesivos
y ordenados.
Y cuando la ordenación de los momentos de
una magnitud continua es tal que anterioridad y
posterioridad en el orden significa que lo uno
deja de ser lo que se es para ser lo otro, entonces
decimos que es un continuo fluente. Continuidad,
ordenación y fluencia son componentes estructurales del tiempo de los procesos biológicos5.
El proceso, pues, es un movimiento tal que en
él sus momentos no solamente se “suceden”. No es
un movimiento de pura sucesión, sino que cada
momento está formalmente apoyado en el anterior
y es apoyo del siguiente. Por apoyarse en el anterior, cada momento “procede-de” él; por apoyar el
siguiente, cada momento “procede-a”. Proceder-de
y proceder-a son los dos momentos constitutivos
de lo que es un proceso viviente en su historia6.
Yo comprendo que tratar de explicar la realidad de la muerte en el proceso final de la vida
puede resultar muy árido cuando el punto de
4
J. L. Trueba, “Cerebro y persona. Reflexiones sobre la
suficiencia constitucional”, en J. Masiá (ed.), Ser humano,
persona y dignidad, Universidad Pontificia Comillas–Editorial Desclée de Brouwer, Madrid-Bilbao 2005.
5
X. Zubiri, Estructura dinámica de la realidad, Alianza
Editorial–Fundación Xavier Zubiri, Madrid 1989, pp.
282-287.
6
X. Zubiri, Tres dimensiones del ser humano: individual,
social, histórica, Alianza Editorial–Fundación Xavier Zubiri,
Madrid 2006.
La muerte clínica / 433
vista es filosófico o meramente existencial. Es
posible que los poetas nos lo hayan sabido explicar mejor sin utilizar términos como el carácter
procesual de la vida y sin referirse a sus momentos constitutivos de continuidad, ordenación y
fluencia, o a neologismos tan complejos como el
de “respectividad”, imprescindible en la concepción metafísica de Zubiri. Bastará un clásico
ejemplo en nuestra lengua castellana. Cuando
decimos ese impresionante verso de que “nuestras
vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el
morir...”, en efecto, la luz se enciende en nuestro
entendimiento. Quizá la metáfora del río permite comprender cómo la vida nace y muere con
unos límites borrosos; trascurre fluentemente en
continuidad ordenada, en una respectividad
espacial y temporal, fruto de un dinamismo de
realidades como el agua, las orillas, los fondos, los
árboles y cuantas otras forman parte de su entorno, en el momento en que acontecen y a partir
del momento que inmediatamente le antecede,
“siendo” el mismo río sin ser nunca exactamente
idéntico; trascurriendo y dando de sí mientras
existe; llevando todo el peso de su trayectoria; y
así hasta que muere, pero de manera siempre procesual, mediante la cual encuentra sus estados
transitorios que le conducen a la muerte, sea
como río remansado, ría, estuario o marisma, termina finalmente por fundirse con otra forma de
realidad que llamamos mar.
b) Segundo: incertidumbre existencial
sobre qué es “la muerte propia”
Todo hombre es consciente de la ineludible certeza de su propia muerte pero también de que siendo la muerte un fenómeno biológico irreversible,
nadie puede describir o llegar a transmitir experiencia de su propia muerte, porque nadie ha regresado
de la muerte real a la vida real para contarlo.
El diagnóstico de “muerte clínica” es siempre
un acto transitivo de un médico respecto a la
434 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
muerte de “otro” hombre, pero la experiencia clínica se limita a la experiencia sobre la “muerte del
otro” y no permite conocer o dar razones sobre la
“muerte propia” –ni la del difunto que certifica,
ni tampoco de su propia “muerte propia”–, que
ni siquiera puede imaginar por faltarle cualquier
referente de experiencia real del “paso final de la
vida”. No puede sorprender, por tanto, la afirmación, hecha por algunos, de que no es posible
siquiera imaginar la experiencia de lo que pueda
ser la “propia muerte mía”.
c) Tercero: incertidumbre esencial
sobre qué es la “muerte en sí”
Aunque un médico que alcanza la evidencia
de “muerte clínica” en un caso concreto, puede
actuar considerando que sus decisiones las toma
sobre un cadáver –por ejemplo, firmar un parte
de defunción, desconectar la respiración asistida
y solicitar a los familiares la donación de órganos–, la realidad de la muerte humana supera con
mucho su conocimiento sobre todo lo que es un
mero diagnóstico clínico. La muerte del hombre
es mucho más que la “muerte clínica”, porque es
“más” que la experiencia humana acumulada y
acumulable sobre los muertos caídos enfrente de
nosotros o a nuestro alrededor, e incluso la muerte de un solo hombre es también mucho más que
lo que la propia experiencia de la humanidad
entera será capaz de conocer a lo largo de los
siglos, pasados y futuros. Y esto es así por el simple hecho de que, como hemos dicho, nunca llegamos a tener experiencia ni evidencias de lo que
es “desvivirse uno mismo en su propia muerte”.
Cada hombre está sentenciado a tener que vivir
esa experiencia únicamente consigo mismo y a
jamás poder compartirla con nadie. Solamente la
experiencia entera de haber vivido, haber visto
morir a los “otros” y traspasar la puerta de la
muerte propia nos permitirá conocer, en su día,
momento y hora, lo que es verdaderamente la
La muerte clínica / 435
“muerte en sí misma”. Por eso el análisis fenomenológico de lo que es la muerte humana es
imposible, ya que no deja ver una parte de sus
momentos constitutivos y tampoco nos permite
imaginar los hechos o datos que no somos capaces de describir con nuestra experiencia por no
estar actualizados realmente en nuestra propia
realidad.
La experiencia de que los criterios
de muerte clínica cambian
Hoy en día es el médico el que diagnostica la
muerte, pero no siempre ha sido así. Determinar
la muerte ha sido un acto de gran trascendencia
para cualquier sociedad mínimamente organizada. El hecho de designar a un individuo como
cadáver tiene consecuencias inmediatas, como, por
ejemplo, la inhumación o la aplicación de lo que
socialmente se denominan los “ritos de la muerte”. Cada sociedad ha tenido los suyos propios y
cada sociedad ha interpretado a su manera el sentido de la muerte y el modo de determinarla,
explicarla y comprenderla. Los miedos con respecto a la posibilidad de un error en el diagnóstico de muerte y la experiencia de que en algunos
casos, especialmente coincidiendo con los enterramientos masivos de guerras y epidemias, se han
producido enterramientos con vida7, condujeron
por presión social a la implantación de leyes para
los enterramientos, a los períodos de espera antes
de proceder a la inhumación y, especialmente, a la
necesidad de una certificación médica de la muerte. Hasta finales del siglo XVIII y principios del
XIX, la figura del médico estaba ausente de los ritos
de muerte en las sociedades del mundo occidental.
7
G. Centanaro, El concepto de muerte. Un poco de historia.
(http://www.geocities.com/HotSprings/Spa/3516/muerceb.ht
ml?200527) refiere que Bruchier (1742) recogió 189 casos
de supuestos enterramientos con vida.
436 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
El médico acompañaba al paciente mientras
“había algo que hacer”, pero a partir de dicho
momento procedía al ”desahucio” del paciente,
que quedaba al cuidado de familiares y de los
miembros sociales y religiosos especialmente dedicados a las obligaciones morales y a los mandamientos de “enterrar a los muertos”. El diagnóstico propiamente dicho de “muerte clínica” basado
en la intervención de un médico para emitir un
certificado legal “para” poder enterrar no se
implantó hasta principios del siglo XIX, ligado al
nacimiento de los criterios científicos de la
medicina moderna y a razones de salubridad
pública. La gestión de la muerte humana pasó de
ser un patrimonio de la religión y la filosofía a
ser un problema de “diagnóstico clínico”, y la
“muerte clínica” una cuestión sobre cómo actuar
médicamente ante la evidencia de una pérdida
irreversible de las funciones y las estructuras
constitutivas del organismo de un viviente
humano concreto.
El diagnóstico correcto de “muerte clínica” se
realiza teniendo en cuenta una serie de signos
objetivos que poseen valor diagnóstico mostrativo
de “muerte”. Estos signos no aparecen de repente, al modo como los antiguos imaginaban la llegada de la muerte, como si fuese un personaje
que aparece con su aspecto cadavérico y su guadaña. Tampoco la muerte ocurre porque ese personaje que nos visita nos conduzca a la muerte
en un proceso danzante al que no podemos resistirnos. Son todas interpretaciones míticas que
hoy casi parecen ridículas, pero que han tenido
desde siempre una fuerza seductora frente a los
enigmas que la muerte como final de la vida nos
plantea.
Es interesante constatar cómo en dichas imágenes míticas se encuentra escondido no sólo el
enigma sobre “cuándo” aparece la muerte, sino
también el enigma sobre cuál es la “causa” de la
muerte. Creo que ambos enigmas requieren un
La muerte clínica / 437
abordaje por separado que nos ayude a comprenderlos, pero no será vano dejar bien sentado que la
muerte clínica no puede tener un sentido, al
menos desde una posición a la altura de lo que las
ciencias positivas nos han venido demostrando,
sobre la base de hacer de ella una “cosificación” ni
una relación subjetivista de lo que, sin duda, es
una experiencia de hecho necesaria. En definitiva,
que no existe la “señorita muerte” como ente sustancial ni como “entidad morbosa”; la muerte no
es ni una “persona” ni una “enfermedad” en su
sentido más tradicional. Para el médico, la muerte
no es una entidad nosológica, sino un “estado”
biológico; entra más en la categoría de síndrome
que en el de entidad morbosa o enfermedad. Es,
pues, un mero diagnóstico clínico de “estado”, lo
cual plantea, como enseguida veremos, cuestiones
importantes sobre el “cómo” y el “cuándo”.
Quizá sea oportuno empezar abordando primero el problema médico del “cómo”, esto es, la
causa del posible “estado” de muerte. La razón es
que todo diagnóstico clínico de muerte empieza
por un afrontamiento ante un paciente concreto
de la posibilidad de dicho estado, de si en definitiva el paciente está o no está muerto. Es una duda
que requiere confirmación resolutoria, pero que
aparece ante una situación concreta en la que
siempre existen unos antecedentes conocidos,
mediatos o inmediatos, que hacen plausible el
razonamiento puramente lógico de que el planteamiento de la cuestión es oportuno. Es decir, resulta ante esa situación concreta razonable pensar en
el estado de muerte, porque sencillamente existen
“causas” suficientes para ello. Es el dilema médico
de la “causa inmediata” de la muerte y de la “enfermedad previa” que figuran en los certificados
médicos. Y hay que reconocer que la medicina
tiene tendencia a pasar de puntillas sobre estos
temas que abordan las causas de la muerte, a pesar
de ser tan trascendentes para la vida del paciente
y por las implicaciones sociales que conllevan.
438 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
Ello no quiere decir que la causa suficiente no sea
evidente para el clínico que evalúa el estado del
paciente; no hay nadie que piense en la posibilidad de la “llegada de la muerte” sin tener antes la
evidencia de una causa concreta en el caso que
hace temer la existencia de un daño orgánico
suficiente como para producir la muerte del organismo entero.
Las causas de la muerte pueden ser clasificadas
de una manera práctica en dos grandes grupos
fisiopatogénicos: muertes repentinas o inesperadas, y muertes terminales o esperables en el proceso final de la vida. En las primeras, es posible
reconocer un antecedente inmediato agudo que
ha podido dañar de manera muy importante
algún órgano vital o esencial para la vida (por
ejemplo, el cerebro o el corazón). En las segundas, existe el antecedente de la “enfermedad previa” con una evolución pronóstica mala que
hace esperable su desenlace como situación
puramente terminal. En ambas se plantea la
situación como razonablemente crítica para la
vida, hasta el punto de considerar la posibilidad
de la muerte. Es desde esta situación concreta de
la que parte el juicio diagnóstico médico para
establecer y confirmar el estado de muerte del
paciente por daño irreversible estructural del
organismo.
La consideración circunstancial como origen
causal de la muerte, en un caso concreto, es
esencial para poder proseguir en la ratificación
diagnóstica de la “muerte clínica”. No se puede
llegar al diagnóstico de muerte sin una causa
inmediata que pueda justificar fisiopatogénicamente el daño irreversible y la desestructuración
o muerte tisular de los órganos vitales, ya sea de
modo agudo o como consecuencia de una
enfermedad terminal.
Pero la desestructuración del organismo y la
muerte celular no ocurren en el mismo instante
La muerte clínica / 439
en todas y cada una de las células que forman
parte de un organismo entero; el ritmo de instauración y progresión es diferente para cada tejido y para cada órgano, y los llamados “signos de
muerte” tienden a aparecer en una sucesión temporal en la que sólo un juicio diagnóstico sobre
los datos semiológicos conduce al médico a descubrir la evidencia de la muerte clínica de su
paciente8. La muerte clínica no se puede certificar por la existencia de un solo signo indicativo
de muerte, aunque, evidentemente, hay unos
signos que tienen mayor valor que otros. En
general, son los signos que muestran la existencia de putrefacción de los tejidos los que fueron
buscados por la medicina forense a la hora de
determinar si un cadáver debía ser o no inhumado. Sin embargo, son los signos llamados vitales –la ausencia irreversible de latido cardiaco y
de respiración– los que el clínico ha venido considerando como causas inmediatas de la muerte
de un paciente.
a) La muerte clínica por
parada cardiaca y respiratoria
La ausencia de signos vitales y especialmente
el criterio de la parada cardiorrespiratoria fue el
modo tradicional de hacer el diagnóstico de
muerte en la medicina. Su verificación era relativamente fácil, especialmente cuando la medicina
científica aportó procedimientos más exactos
para registrar el latido cardiaco y la respiración.
Su confirmación final también era fácil, ya que
bastaba con esperar la aparición de signos de
putrefacción para tener evidencias suficientes que
evitasen los diagnósticos precipitados o erróneos
de la muerte.
8
J. L. Trueba, “La muerte cerebral como evidencia clínica”, en J. Ferrer – J. Martínez (eds.), Bioética. Un diálogo
plural. Homenaje a Javier Gafo Fernández, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2002, pp. 201-220.
440 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
El fin último del diagnóstico de muerte por
ausencia de signos vitales era “para” poder enterrar,
y las razones del enterramiento respondían a preceptos religiosos y, más tarde –cuando en nuestras
sociedades las normas de salubridad pública se
establecieron como una necesidad social–, a preceptos legales perfectamente establecidos.
Las maniobras de resucitación cardiopulmonar supusieron un gran impacto sobre las
creencias establecidas de la hora de la muerte. En
efecto, la posibilidad de que una pérdida de
funciones vitales como la respiración y el latido
cardiaco fuesen reversibles, y que determinadas
maniobras permitiesen un “retorno a la vida”,
planteó una cuestión muy seria sobre los criterios
reales de una muerte definitiva.
Cuando la parada cardiorrespiratoria ocurre
en un contexto clínico de “terminalidad” –es
decir, cuando existe una valoración clínica con
pronóstico de muerte cercana y ante un proceso
clínico progresivo, irreversible y sin posibilidades
de curación–, suele considerarse que las maniobras de reanimación no están indicadas y que
prolongar la existencia de manera fútil, cuando se
espera la muerte, puede incluso ser maleficente.
En definitiva, la parada cardiorrespiratoria es
un criterio sólido de muerte clínica solamente
cuando existe “voluntad de no reanimar”, lo que
frecuentemente también supone una estrategia de
“limitación del esfuerzo terapéutico” (LET). Por
eso, cuando ocurre una parada cardiorrespiratoria
en una situación terminal –ya sea en situación de
asistencia domiciliaria o en ingreso institucional–, lo habitual es que sea el criterio más frecuente de establecer el diagnóstico de la muerte clínica
del paciente. Por la misma razón, en estas situaciones es aconsejable que exista previamente una
“orden de no reanimación” (ONR) y un consenso
entre el equipo médico que lleva el caso y los
encargados de interpretar la voluntad del paciente
La muerte clínica / 441
–ya sean los familiares directos o los representantes
legales– sobre los niveles adecuados para la limitación de los esfuerzos terapéuticos.
Así, pues, la muerte por parada cardiorrespiratoria es el primer modo de realizar el diagnóstico de muerte clínica en el final de la vida.
El “momento de la parada” es considerado como
“el momento de la muerte”, y, a partir de ese
momento, el médico puede firmar el certificado
de defunción, ya que, desde el punto de vista
legal, la sociedad civil considera que la vida propiamente humana del paciente ha terminado y
que el cuerpo es un cadáver, que puede ser enterrado después de transcurridas las 24 horas preceptivas.
La parada irreversible de la función cardiaca y
respiratoria supone la muerte del organismo
como consecuencia de la anoxia de los órganos y
tejidos corporales, que en tiempo muy corto
conduce a la muerte de las células, la destrucción
por lisis de los órganos y la apertura al proceso de
desintegración o descomposición del cadáver.
Pero como la muerte celular no ocurre al mismo
tiempo en todos los tejidos, y el órgano más sensible a la anoxia es el cerebro, de hecho, la parada cardiorrespiratoria sin voluntad de reanimación produce en unos pocos minutos la
muerte total del encéfalo; conlleva la ineludible
e irrecuperable pérdida de las funciones de todo
el encéfalo por lisis neuronal en cuestión de
minutos. En definitiva, pues, la muerte clínica es
la muerte de todo el encéfalo, como enseguida
veremos.
En conclusión, la pérdida irreversible de las
funciones llamadas “vitales” (latido cardiaco y
respiración) ha sido el criterio diagnóstico tradicional para certificar la “muerte clínica”, y la actuación del médico tenía una justificación basada
fundamentalmente en motivos médico-legales y
con la finalidad última de poder enterrar; era un
442 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
diagnóstico “para poder enterrar”, y el enterramiento, una necesidad social preceptiva por razones de salubridad pública.
b) La muerte encefálica, nuevo
criterio para la muerte clínica
Con el desarrollo tecnológico de la medicina
y, especialmente, con la creación de las unidades
de cuidados intensivos, se abrieron nuevos caminos y modos de realizar los diagnósticos de la
“muerte clínica”.
Cuando los pacientes ingresados en UVI en
estado de coma y con asistencia ventilatoria no
salían de dicha situación clínica, se comenzaron a
plantear nuevas dificultades para diagnosticar la
muerte. A partir de 1956 comenzó a hablarse de
casos de “coma irreversible” y de las incertidumbres que sobre el modo correcto de proceder
planteaban. Así, por ejemplo: tomar decisiones
sobre si retirar o no la asistencia ventilatoria; reanimar o no las paradas cardiacas; mantener o
limitar el esfuerzo terapéutico; iniciar o no técnicas extraordinarias, como la diálisis, etc. Pero
también una cuestión ética fundamental de
carácter ontológico: si los pacientes se mantenían
en ausencia completa de función neurológica, sin
retirar la intubación y manteniendo el soporte
cardiocirculatorio, ¿se estaba manteniendo una
vida humana o practicando “encarnizamiento
terapéutico” y futilidad sobre un cadáver? La
necesidad de tomar decisiones para afrontar estos
graves problemas llevó a la búsqueda de un consenso social en los campos de la medicina, la
ciencia, el derecho y la religión.
En 1968, el Comité de la Facultad de
Medicina de Harvard, constituido por diez médicos, un abogado, un teólogo y un historiador,
formula el primer criterio para la determinación
de la muerte, basado en un total y permanente daño encefálico, acuñándose el concepto de “muerte
La muerte clínica / 443
cerebral” o encefálica9. Desde entonces han aparecido numerosas revisiones sobre “muerte encefálica” que han consolidado el uso del término y,
en especial, la Comisión del Presidente de Estados
Unidos que en 1981 estableció el “Estatuto de
muerte” en los siguientes términos: “Un individuo en el que se mantiene un cese irreversible de
todas las funciones del encéfalo, incluyendo el
tallo cerebral, está muerto”10, 11. A partir de este
momento, la definición de la muerte clínica como
“el cese permanente de todas las funciones vitales” quedaría circunscrita y aceptada médicamente al “cese permanente de la función del organismo como un todo”, y teniendo en cuenta que el
“encéfalo como un todo” es el responsable de la
función del organismo como un todo, la muerte
encefálica es equivalente a muerte clínica.
En resumen, podemos concluir que en nuestras sociedades del mundo occidental existen en
el momento actual dos criterios válidos para llegar al diagnóstico clínico de muerte, que son:
– Criterio cardiopulmonar: la comprobación
del cese irreversible de la función cardiopulmonar (ausencia de latido cardiaco y
respiración).
– Criterio encefálico: la comprobación del
cese irreversible de la función del encéfalo
como un “todo” (no necesariamente de todas las neuronas), aun en presencia de un
9
En español es más correcto utilizar la expresión
“muerte encefálica”, ya que el término “cerebro” se utiliza de
manera restringida para la porción encefálica constituida
sólo por los hemisferios cerebrales.
10
Medical Consultants to the President´s Commission,
en JAMA 246 (1981), pp. 2.184-2.186.
11
President´s Commission for the Study of Ethical
Problems in Medicine and Biomedical and Behavioral
Research, Defining Death, Government Printing Office,
Washington D. C. 1981.
444 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
funcionamiento cardiovascular y ventilatorio artificial.
Es importante aclarar que no existen dos clases de muerte ni dos formas diferentes de morir,
sino simplemente dos modos de llegar al diagnóstico de la muerte clínica, y que esto es sólo
una consecuencia de la necesidad de tener que
tomar decisiones éticas ante la incertidumbre clínica de determinadas situaciones producidas por
la medicina tecnológica y los medios artificiales
de soporte cardiopulmonar. Ya he dicho que, en
definitiva, la muerte clínica por criterio cardiopulmonar fisiopatogénicamente no es más que
un modo de muerte encefálica aguda como consecuencia de la anoxia cerebral. En definitiva, la
muerte clínica de una persona es la muerte del
encéfalo. Y que el concepto de “muerte encefálica” solamente surge cuando el paciente está con
un control asistido de sus funciones cardiovasculares, es decir, cuando está en una unidad de cuidados intensivos y conectado a un respirador.
c) Necesidad de establecer unos parámetros
prácticos para la determinación
de la muerte encefálica
De cuanto llevamos dicho se puede extraer
una consecuencia: en presencia de medios artificiales de soporte cardiopulmonar, la muerte clínica
debe ser determinada por pruebas de función
encefálica, lo que abre la necesidad de establecer
unos criterios diagnósticos precisos y rigurosos
para el diagnóstico de muerte encefálica, ya que
las consecuencias que dicho diagnóstico conlleva
son serias y trascendentes.
Hay un consenso bastante generalizado en
nuestra medicina occidental sobre los criterios
necesarios y el modo de proceder para un correcto diagnóstico de “muerte encefálica”. No es mi
intención exponer en este lugar el protocolo de
actuación para establecer el diagnóstico de muer-
La muerte clínica / 445
te encefálica ni los problemas que encierra su
aplicación. Los he abordado en otros lugares12, 13.
Existen numerosas revisiones sobre el tema,
diferentes propuestas de protocolo para establecer el diagnóstico y distintas normativas legales
en los diversos países, sobre todo para establecer
la muerte encefálica en los casos de donación de
órganos. Es también un hecho que existen opiniones divergentes sobre los mismos problemas,
todo lo cual pone de manifiesto que el debate,
aunque con suficiente consenso, no deja de estar
abierto.
Planteadas las cosas así, el diagnóstico de
“muerte clínica” hecho por un médico ante un
paciente que se encuentra presente corporalmente ante él, postrado en un lecho y con determinados signos exploratorios neurológicos, es una
evidencia suficiente y razonable como para considerarlo “cadáver”. Esto es, muerto por pérdida
irreversible de todas sus funciones encefálicas. Si
ello ocurre sin tener soportes vitales accesorios, el
paciente estará en parada cardiaca y respiratoria y
la aparición de signos de putrefacción es inminente en horas; si, por el contrario, el paciente
está con soporte ventilatorio y éste no se retira,
podría durar en esta situación algunos días hasta
que finalmente se produzca la parada cardiaca
definitiva. En ambos casos, la muerte clínica
adviene por “muerte encefálica” y para el clínico
su valoración diagnóstica es idéntica; sencillamente, considera que se encuentra ante “un cadáver” y que puede ser razonable y prudente firmar
el certificado de defunción una vez que el cadá12
J. L. Trueba, “La muerte cerebral como evidencia clínica”, en J. Ferrer – J. Martínez (eds.), Bioética. Un diálogo
plural. Homenaje a Javier Gafo Fernández, S. J., Universidad
Pontificia Comillas, Madrid 2002, pp. 201-220.
13
J. L. Trueba, “¿Qué implicaciones éticas tiene el diagnóstico de muerte encefálica? Retirada de las medidas de soporte y donación de órganos”, en Medicina Intensiva 2 (2000).
446 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
ver haya sido extubado, puesto que habría indicación de “limitación del esfuerzo terapéutico”.
Como puede verse, se trata de un diagnóstico
clínico hecho por un médico; una actuación
transitiva del médico que se basa en criterios
objetivos de la exploración neurológica y que se
encuentran incluidos entre las notas o características de lo que la ciencia describe como formando parte de la realidad mortal biológica humana.
Es por lo tanto ante la ciencia y para el médico la
realidad de la “muerte biológica” a cuyo conocimiento llega por experiencia práctica, pero fundamentada en unos hechos sobre los cuales ha de
asentar su “juicio diagnóstico”. El juicio diagnóstico abre la posibilidad de argumentar las razones
por las que el estado del paciente lo valora como
“cadáver”.
Me he detenido deliberadamente en la descripción de la situación diagnóstica de la “muerte clínica” para resaltar que en definitiva se trata
de un juicio clínico que sólo puede argumentarse desde lo razonable y prudente, apoyado en la
búsqueda y valoración de los hechos más objetivos, de los procedimientos de ratificación diagnóstica más sofisticados y perfectos, pero que no
puede, por tratarse de datos de experiencia práctica, dar certeza absoluta sobre el juicio emitido.
Es posible que alguien piense que esto es algo
poco exacto para un tema tan serio. A éstos únicamente podríamos responder argumentando
que “así es la vida, y así es la muerte”; así es, y así
probablemente lo seguirá siendo, pero, aun con
su incertidumbre, nos obliga como “realidad”
que es a afrontarla y a tomar resoluciones con
respecto a ella. No podemos evitar el compromiso y la necesidad de actuar según sea nuestro juicio y nuestra valoración circunstancial. Todo
proceso orgánico o biológico encierra un componente de incertidumbre que nos obliga a descubrir y asumir cierta dosis de relativismo científico
La muerte clínica / 447
y práctico para nuestras tomas de decisión. Esto
puede resultar incómodo, pero no es posible establecer un criterio absolutamente absoluto para
poder certificar la muerte.
d) Evolución histórica de los criterios
de muerte encefálica
En realidad, el concepto de muerte encefálica
es un concepto cultural que nace de unas necesidades clínicas asistenciales ante unos problemas
éticos surgidos desde el desarrollo tecnológico de
nuestra medicina actual. Es un concepto nuevo de
muerte que nace de la necesidad de tener que
tomar determinadas decisiones. Creo que puede
resultar esclarecedor para justificar estas afirmaciones insistir en una descripción de los principales
hechos históricos que han llevado al cambio de
paradigma en el diagnóstico clínico de la muerte.
Fueron Mollaret y Goulon (1959) los primeros
que se plantearon si los casos que estaban en coma
persistente, con pérdida total de la conciencia, de
los reflejos troncoencefálicos, de la respiración y
con un electroencefalograma plano podían considerarse clínicamente muertos y con nulas posibilidades de recuperación.
En 1968, el ya mencionado comité ad hoc de la
Universidad de Harvard definió el “coma irreversible”, o “muerte encefálica”, como la ausencia de
receptividad sensible, de respuestas a los estímulos
externos, de los movimientos, de la respiración, de
los reflejos troncoencefálicos, cuando las causas del
coma eran suficientemente conocidas.
Posteriormente, en 1976 el Real Colegio de la
Medicina del Reino Unido publicó un estatuto
sobre el diagnóstico de muerte cerebral en el que
se definía la muerte encefálica como la pérdida
completa e irreversible de las funciones troncoencefálicas. Este estatuto proponía recomendaciones para poder determinar mejor la apnea (test de
apnea) haciendo énfasis en que el troncoencéfalo
448 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
es esencial para el funcionamiento del cerebro:
sin el troncoencéfalo, la vida no existe. Se insiste
aquí en una visión fundamentalmente fisiopatogénica y en la consideración de la importancia
del encéfalo como un todo jerarquizado esencial
para que el organismo entero pueda vivir.
En 1981 se publicó el famoso informe de la
Comisión del Presidente de Estados Unidos para
el Estudio de los problemas éticos de las investigaciones en las ciencias médicas, biomédicas y
del comportamiento, en el cual se recomendaba
la realización de pruebas de confirmación de la
muerte encefálica y la conveniencia de esperar 24
horas en los casos de anoxia cerebral antes de
establecer la muerte clínica de los pacientes. Las
recomendaciones eran razonables y prudentes
cuando lo que se consideraba como fin último
del diagnóstico de muerte clínica era el poder
“desconectar del respirador” o el poder “enterrar”
con los requisitos legales vigentes, pero resultaban
un obstáculo poco razonable cuando el objetivo
del diagnóstico era “para poder donar órganos para
el trasplante”. Esta visión utilitarista de la muerte
clínica suscita problemas éticos que pueden ser
muy comprensibles desde una perspectiva anglosajona y desde una perspectiva del positivismo científico médico, pero más difíciles de aceptar en
otros contextos culturales y religiosos, ya que
supuso la apertura de un debate, todavía abierto,
sobre los modos más adecuados de orientar las
normas legales en los procesos clínicos de trasplantes de órganos. El debate suscitado permite entender los puntos de diversidad existentes entre las
distintas sociedades de nuestro mundo occidental
e incluso la abierta discrepancia que podemos
encontrar en otros contextos socioculturales más
alejados, como, por ejemplo, Japón y los países de
mayoría religiosa musulmana.
Más recientemente (1995), la Academia
Americana de Neurología encabezó un profundo
estudio ajustado a los criterios de la medicina
La muerte clínica / 449
basada en la evidencia con el fin de establecer
“unos criterios prácticos para la determinación de
la muerte cerebral en adultos”. Las recomendaciones recogidas en su magnífico protocolo son
las que han servido de base para el establecimiento de la mayoría de los modos de actuación médica con respecto a este tema.
Así, por ejemplo, en nuestro país, el real decreto 2070/1999, de 30 de diciembre, por el que
se regulan las actividades de obtención y utilización clínica de órganos humanos y la coordinación territorial en materia de donación y
trasplante de órganos y tejidos, en su anexo 1
recoge un protocolo de diagnóstico y certificación
de la muerte para la extracción de donantes fallecidos que incluye de manera prácticamente literal
las propuestas del protocolo de la Academia Americana de Neurología.
Seguidamente comentaré algunos de los
aspectos que me parecen más esenciales en dicho
anexo.
e) La exploración neurológica
La exploración clínica neurológica es la base
principal de un correcto diagnóstico de muerte
encefálica, tal y como se recoge en la mayor parte
de los lugares del mundo. Es una exploración
que, por su trascendencia, debe ser practicada de
manera rigurosa y precisa. Requiere la realización
de una serie de tests encaminados al análisis de las
respuestas de determinados estímulos sobre el
cuerpo del paciente. Es esencial que exista una
causa conocida de grave daño cerebral y un grado
de “coma” profundo que no tenga un origen en
algunas causas excluyentes bien conocidas; por
ejemplo, que el paciente haya sido sedado o esté
en hipotermia. Tampoco deben existir signos
neurológicos que puedan enmascarar el diagnóstico o malinterpretar la situación; por ejemplo,
cuadros neurológicos de “falso coma”, como los
450 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
síndromes de cautiverio o el estado vegetativo. La
realización de una prueba de neuroimagen cerebral
siempre es necesaria, pues muchas veces ratifica
la existencia de las lesiones masivas del encéfalo.
Además, deberán hacerse cuantas pruebas de confirmación diagnóstica sean necesarias siempre
que existan dudas clínicas al respecto.
Se puede discutir sobre si el diagnóstico debe
o no ser hecho por un determinado especialista
(neurólogo o neurocirujano), pero lo esencial es
que se trate de un facultativo con suficiente experiencia en la determinación de otros casos de
muerte cerebral, cosa evidentemente difícil en los
pequeños hospitales.
Existen algunas diferencias entre los protocolos de los distintos países, especialmente referentes al número de facultativos que han de
participar en el diagnóstico, la duración de la
observación clínica del paciente y el uso de los
tests de confirmación diagnóstica.
En general, los criterios clínicos para establecer el diagnóstico son: coma, ausencia de respuestas motoras, ausencia de reacción pupilar,
ausencia de reflejo corneal, ausencia de respuestas a la estimulación calórica auditiva, ausencia
de reflejos oculocefálicos, ausencia de reflejo de la
tos tras la estimulación traqueal, y test de apnea
positivo. Este listado de exploraciones debe ser
completo, aunque su significado puede describirse con tres signos cardinales: coma arreactivo,
ausencia de reflejos troncoencefálicos y test de
apnea positivo.
f ) Las pruebas de confirmación diagnóstica
Las pruebas de confirmación diagnóstica son
opcionales en los adultos, pero recomendables en
los niños menores, y en muchos países, como por
ejemplo en España, están establecidas por ley para
poder proceder a la extracción de órganos de
niños menores de un año.
La muerte clínica / 451
Las principales pruebas diagnósticas de confirmación son: la angiografía cerebral, el electroencefalograma, la ultrasonografía trascraneal y
la gammagrafía cerebral con isótopos radiactivos.
g) Conclusión del proceso de muerte
Una vez confirmado el diagnóstico de muerte
encefálica (es decir, la muerte clínica por criterio
de muerte encefálica), debe comunicarse a los familiares y proponer, si procede, la donación de
órganos para trasplante.
En caso de que no sea posible la donación de
órganos, es una práctica clínica correcta proceder
a la extubación y cese de la asistencia ventilatoria.
Cuando la ventilación mecánica se mantiene
por razones legales u objeciones éticas de los familiares (como por ejemplo podría ocurrir en la cultura japonesa), la situación suele evolucionar de
manera rápida produciendo alteraciones del ritmo
cardiaco, lesiones cardiacas por anoxia coronaria,
reducción del gasto cardiaco, hipotensión y muerte final en pocos días o, a lo sumo, semanas.
Experiencia de que la “muerte clínica”
es un “constructo cultural”
No es lo mismo la muerte personal que la
muerte clínica de un hombre. La muerte física de
una persona es el fin de su mismidad y de su proyecto de realización como agente, autor y actor
de su propia vida humana. La muerte clínica de
un hombre es la realización del acto transitivo de
un médico diagnosticando el fin de la vida propia de un paciente como ser viviente humano.
Dicho diagnóstico se hace constatando “el estado” de pérdida irrecuperable de las funciones
orgánicas esenciales para que un hombre tenga
vida propia. Constatación de un estado clínico
implica conocimiento empírico y real de una pre-
452 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
sunción diagnóstica y pronóstica con respecto a
los hechos observables en el cuerpo que yace ante
el médico. Es, pues, una práctica clínica y, como
tal, únicamente es un juicio diagnóstico que un
médico hace con su mejor saber, hacer y entender, pero que no da certezas absolutas, pues no es
un juicio a priori, sino una opinión (doxa) razonable y prudente; probabilística y con mayor o
menor nivel de evidencia, pero que sólo es un
hecho de experiencia; una opinión fundamentada y realizada bajo condiciones de incertidumbre.
En realidad, todos los diagnósticos clínicos
son juicios de experiencia, meras opiniones que
no dan certeza, sino únicamente explicaciones
razonables y prudentes e hipótesis sobre los orígenes causales de los hechos observados. A su vez,
las hipótesis explicativas están en constante cuestión y son válidas en tanto no surgen otras más
satisfactorias. Por eso, las explicaciones científicas, y por supuesto las de la medicina práctica,
cambian con el tiempo y tratan de adecuarse al
contexto sociocultural en el que nacen, crecen y
mueren para ser sustituidas por otras. La razón
última de este dinamismo conceptual en las ciencias empíricas es precisamente que nunca existe
una certeza definitiva sobre nuestras opiniones y
que la existencia de los hechos reales nos obliga a
tener que tomar decisiones, ya que incluso la
inhibición en nuestras actuaciones es una opción
que no es neutra, pues siempre genera consecuencias. Es lo que acertadamente Diego Gracia
nos ha hecho ver afirmando que la medicina clínica toma, como la ética, decisiones que sin dar
certeza obligan a optar y que la forma correcta de
hacerlo es tratando de buscar las opciones que
pueden ser más razonables y prudentes en cada
momento de la decisión.
No puede sorprender, por tanto, que un tema
tan importante como es el diagnóstico de la
muerte clínica haya ido cambiando a lo largo del
tiempo en los criterios utilizados para tener evi-
La muerte clínica / 453
dencia razonable de que el paciente yace como
cadáver y que los conocimientos fisiopatogénicos
se hayan ido perfeccionando a medida que los
avances de la ciencia permitían conocer nuevos
hechos y fenómenos en el proceso del morir. La
muerte encefálica no existía como concepto hace
menos de cincuenta años y, sin embargo, hoy es
un criterio aceptado con suficiente consenso en
nuestras sociedades entre médicos, filósofos,
juristas y religiosos que permite tomar decisiones
trascendentales con gran naturalidad. Como
hemos visto antes, los criterios de muerte clínica
han ido cambiando y ampliándose a diversas
situaciones a medida que nuestro conocimiento
sobre el papel central del encéfalo nos descubría
que el encéfalo “como un todo” es el responsable
de la función del “organismo como un todo”. Por
ello, la muerte encefálica es equivalente a la
muerte clínica o del organismo entero, ya que el
organismo no puede mantener por sí solo la vida
sin el control del medio interno que las estructuras funcionales encefálicas le proporcionan.
Es cierto que sobre el concepto de “muerte
encefálica” han existido y existen voces discrepantes y que los criterios legales para llevarla a
efecto son diferentes entre países de nuestro
entorno, pero las críticas que puedan todavía
existir se refieren en su mayor parte a los modos
procedimentales y de garantía sobre la rigurosidad del proceso de diagnóstico clínico y al modo
de perfeccionarlo. Las opiniones conceptualmente más críticas son de raíz creencial religiosa, destacando, entre los países desarrollados, el caso de
Japón, en donde hasta 1997 no se logró aprobar
la ley japonesa sobre trasplantes de órganos. En
los tres años consecutivos a su promulgación apenas se había logrado realizar una docena de casos
de trasplante cardiaco, y las críticas sobre los procedimientos utilizados arreciaban a pesar de que
la ley japonesa exige que la autorización para el
trasplante sea manifestada explícitamente no sólo
454 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
por el donante, sino también por los familiares
del donante.
La muerte encefálica viene a ser de esta manera un “constructo cultural” imprescindible ante la
necesidad de tener que tomar decisiones clínicas
y éticas en determinadas situaciones. Efectivamente, es el resultado de un consenso social ante
la magnitud de determinadas decisiones que deben ser tomadas desde la incertidumbre, pero que
nos permiten fundamentar razonablemente una
línea de actuación prudente, gracias a la cual se
pueden beneficiar solidariamente otras personas,
como es el caso de los trasplantes de órganos.
En realidad, el problema de tener que decidir
en cuestiones muy difíciles ha acosado a la
humanidad y constituye la dimensión ética de
cualquier cultura. Así, por ejemplo, la humanidad, y en general cualquier cultura, ha tenido
siempre que enfrentarse al hecho de que los
seres queridos se morían y nunca ha podido
soportar sin horror la descomposición de los
cadáveres ante la vista. Los ritos funerarios han
sido la manera en que las diversas culturas han
resuelto sus dilemas éticos, y sus creencias religiosas han venido considerando que “enterrar a
los muertos” era un imperativo moral y religioso que la propia sociedad reconocía en su ordenamiento jurídico. Sin embargo, enterrar a los
muertos no dejaba de plantear problemas de
incertidumbre, y el horror a ser enterrado en
vida obligó a las sociedades a nuevos consensos
sobre los criterios más válidos y adecuados para
que las decisiones fuesen correctas y acertadas.
Hoy en día, evitar dicho riesgo nos parece muy
fácil, hasta el punto de creer que el llamado período de espera de 24 horas antes de enterrar es
exagerado. El modo de proceder para los certificados de defunción –basado en la idea de ausencia de signos vitales durante más de 24 horas– se
nos ha quedado pequeño y todos ingenuamente
tratamos de salir de él y de acelerarlo cuando nos
La muerte clínica / 455
afecta ante la necesidad de proceder cuando se
nos van nuestros seres queridos.
Tampoco puede extrañarnos que el criterio
actual de “muerte encefálica” tenga dificultades
en ser asimilado en su auténtica dimensión por
una sociedad demasiado acostumbrada al positivismo científico, a la creencia de que los avances
científicos garantizan soluciones para todos los
problemas y que los errores diagnósticos sean casi
siempre negligencias médicas. El hecho realmente cierto es que los límites del final de la vida son
“borrosos” y que la muerte encefálica no puede
ser reducida a un solo signo indicativo de la
misma, sino al juicio diagnóstico valorativo y de
experiencia de un médico, de acuerdo con un
procedimiento con criterios rigurosamente establecidos desde la ciencia como el más correcto,
pero también sujeto a nuevos criterios que lo
puedan perfeccionar en un futuro.
No cabe duda de que el concepto “muerte
encefálica” ha requerido todo un proceso de debate cultural para su implante como posibilidad de
actuación médica con un respaldo legal suficiente.
El proceso todavía no está cerrado, y existen voces
discrepantes que nos obligan a perfeccionar cada
vez más los criterios necesarios y suficientes para
poder actuar, ya sea enterrando, desconectando un
respirador o planteando la donación de órganos de
un cadáver. Pero comoquiera que estas actuaciones
son muy trascendentes, pudiera pensarse que la
mera duda nos obligaría a renunciar al concepto y
aferrarnos a lo más seguro, a lo indubitable. Esta
argumentación es falaz, pues en actos de experiencia práctica, como son todos los actos médicos,
nunca deja de existir un componente de incertidumbre, y la alternativa de dejar los cadáveres
hasta su evidente putrefacción, creyendo que es un
criterio más cierto de muerte, nos resultaría hoy en
día inimaginable para una sociedad global encuadrada dentro del paradigma cultural que las ciencias y la tecnología de nuestro tiempo nos brindan.
456 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
Además, debemos tener en cuenta que el
panorama actual lógicamente ha de ser transitorio, ya que está sujeto a nuevos avances de la ciencia y a la aparición de nuevos criterios futuros
para el diagnóstico de la muerte. Los nuevos criterios, evidentemente, nunca retrocederán en su
avance y nunca volverán a considerar que lo más
seguro aparezca montado sobre lo arcaico o que
la explicación mítica se acabará imponiendo
finalmente a la razonable y prudente. Asumir la
incertidumbre no quiere decir que se pueda hacer
cualquier cosa o que todas las opciones posean el
mismo valor. La incertidumbre es una dimensión
propia de los procesos biológicos, lo que necesariamente condiciona la toma de decisiones a que
sean éticamente justificables con argumentos
racionales y prudentes; éste es el proceder ético
que debemos perfeccionar. La mera omisión de
responsabilidades ante la falta de certezas no
parece que pueda ser éticamente aceptable ante
los problemas reales que se suscitan desde los
casos particulares y concretos.
Experiencia de que la muerte encefálica
es la consumación de la posibilidad de
realización de los valores de un hombre
y el fin de su proyecto de vida humana
El cerebro es el producto más perfecto de la
naturaleza humana. Mientras existen funciones
cerebrales en un hombre, no se puede decir que
haya muerto, que su vida humana haya acabado.
Como ya he dicho, la muerte clínica equivale a la
muerte cerebral, y sólo hay un tipo de muerte
humana: la encefálica.
La constitución de un organismo propiamente humano capaz de desarrollo personal exige el
desarrollo de una suficiencia constitucional encefálica. Cuando todas las funciones encefálicas no
existen porque el cerebro no se ha desarrollado
–como ocurre en los anencéfalos– la vida huma-
La muerte clínica / 457
na es imposible. Y cuando esas funciones se pierden irreversiblemente, es imposible que el organismo resultante no termine por hacer en muy
poco tiempo un fracaso multiorgánico con muerte del resto del organismo. Sin cerebro no hay
vida humana posible.
El desarrollo filogenético y ontogénico de las
estructuras nerviosas es lo que confiere a los
vivientes una centralización orgánica de sus funciones vitales esenciales para la vida. En cuanto
viviente, estas funciones esenciales son mantener
una independencia del medio y un control dinámico sobre su propio cuerpo. Con el desarrollo
filogenético los animales van haciendo estructuras funcionales nerviosas progresivamente más
complejas, progresivamente jerarquizadas y cada
vez más autónomas con respecto al medio. Esto,
que es lo que Zubiri denominó “formalización”,
conduce en el caso del hombre a una “hiperformalización” por abrirse el encéfalo en su desarrollo al hecho de que, para dar las respuestas
adecuadas a los estímulos sensoriales, el animal
humano tenga que “elegirlas”. Así, el hombre
elige intelectivamente las respuestas. Como la
actividad cerebral humana es la actividad intelectiva, es el cerebro el que nos abre a lo superior del
psiquismo. La actividad cerebral es lo que da
lugar a la posibilidad de tener pensamientos, sentimientos, tendencias y voliciones humanas. Con
ellas, cada hombre hace su propia vida, su propio
proyecto argumental de vida humana. La actividad psicorgánica en que el hombre consiste, produce “a una”, desde sí misma, la conformación de
un cerebro y la posibilidad de entrada en acción
de la mente. El cerebro es el órgano que nos coloca en la situación de tener que elegir. No sólo
“tener que”, sino “poder hacerlo”. Es, pues, el
órgano que abre la posibilidad, por su propia
conformación estructural y sistemática, a que el
psiquismo comience a ser accional. El cerebro no
sólo nos abre a lo superior del psiquismo, sino
458 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
que lo sostiene, y lo mantiene por la actividad
biológica en que el cerebro orgánicamente consiste. Sin el cerebro, el hombre no podría mantenerse en vilo para lo superior del psiquismo e
incluso sería incompatible con la vida. Habría, de
hecho, una “muerte encefálica”, con todas sus
consecuencias.
Como Zubiri nos ha mostrado reiteradamente a lo largo de su obra, el cerebro es el órgano
que conforma el tipo de respuesta del animal a
los estímulos externos e internos de su organismo
y, en el caso del hombre, el que le permite afrontar la realidad con respuestas “sentientes” o intelectivas propiamente humanas. El hombre no
puede dar respuesta adecuada a los estímulos sino
haciéndose cargo de que son reales. Los estímulos en el hombre no son meramente estimulantes, sino que cada estímulo es una realidad estimulante, que de alguna forma queda en el cerebro como realidad. Este momento de realidad es
el que, a pesar de su insignificancia, cambia esencialmente el carácter de la estimulación, y con
ello el medio animal en mundo humano. Es lo
que nos permite decir que en la vida humana
“me” siento afectado en mi realidad por la realidad de lo que “de suyo” me estimula y me lanza
a responder afrontando la realidad de una forma
propiamente humana.
Con cada cosa, el hombre tiene que bosquejar
el modo de estar “en” la realidad. Y por eso, tiene
que optar. En esto consiste el proceso de realización personal. En este modo de pertenencia se
funda a su vez el carácter de los actos vitales
humanos, la constitución y configuración de
nuestro ser, de nuestro propio “yo”; la configuración de nuestra propia vida; el modo como construimos –optando– nuestra propia trayectoria
argumental y nuestro propio proyecto felicitante
de vida. Vivir humanamente es un estar “dando
de sí mismos aquello que queremos y podemos
dar de sí”. Y todo ello lo logramos en tanto en
La muerte clínica / 459
cuanto tenemos funciones encefálicas capaces de
hacerlo.
Con la muerte encefálica se pierde definitivamente este “dar de sí” y se acaba la vida argumental propia. Si la pérdida de funciones encefálicas es irreversible, no existen posibilidades de
retomar nuestro argumento vital propio; a lo
sumo, si persisten funciones troncoencefálicas,
podrán mantenerse algunas funciones vitales,
como la respiración, latido cardiaco, funciones
neuroendocrinas e incluso ritmos de vigilia y
sueño. Es lo que clínicamente se denomina “estado vegetativo”14, que cuando es definitivamente
“permanente” nos sitúa en el mismo borde de la
“muerte encefálica”15. Cuando un estado vegetativo persistente se perpetúa hasta el punto de ser
considerado clínicamente como “permanente”, la
situación esperable es sólo la definitiva “muerte
encefálica”, más o menos demorada. Son los distintos estados del proceso del morir, que a menudo son difíciles de comprender fuera de los ámbitos especializados médicos –e incluso muchas
veces erróneamente etiquetados y carentes de
todo el rigor diagnóstico que la clínica neurológica requiere– y que pueden generar grandes
incertidumbres que la medicina moderna se ve
obligada a afrontar, por tratarse de problemas
reales y concretos que no nos permiten dejar de
tomar decisiones. Pero estos estados –no incluibles dentro del concepto estricto de muerte clínica, tal y como aquí lo he expuesto– son otros
temas que con sus incertidumbres y problemáti14
J. A. Camacho – F. J. Cambra, “Diagnóstico del EV:
aspectos clínicos y éticos”, en Bioètica e Debat 35 (2004).
También F. Abel, “El debate bioético en el estado vegetativo”, en Bioètica e Debat 35 (2004).
15
J. L. Trueba, “La dimensión clínica. Dificultades
diagnósticas y su discusión en el momento actual”, en Los
estados vegetativos crónicos y el diagnóstico por la imagen y su
utilización, Instituto Borja de Bioética – Fundación Mapfre
Medicina, Barcelona-Madrid 1999.
460 / Juan Luis Trueba Gutiérrez
cas éticas también se enmarcan dentro del período final de la vida y vienen a confirmar que los
límites entre los estados finales del vivir o del
morir son conceptualmente múltiples, difíciles y
borrosos, pero que al fin y a la postre todos “van
a dar a la mar, que es el morir”. El fin es el
mismo, pero las opciones de la actuación médica
no son las mismas, ya que en ellos los criterios de
muerte clínica no pueden ser científica ni éticamente reconocibles.
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