Francisco Javier Elizari Basterra (director) 10 palabras clave ante el final de la vida Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Teléfono: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 Internet: http://www.verbodivino.es E-mail: [email protected] Dibujo de tapa: Miren Sorne. © Editorial Verbo Divino, 2007. Printed in Spain. Impresión: Gráficas Lizarra, Villatuerta (Navarra). Depósito legal: NA. 381-2007. ISBN 978-84-8169-712-4 Contenido Colaboradores .......................................... 7 Presentación ............................................. Francisco Javier Elizari Basterra 11 Morir, hoy ................................................ Salvador Urraca Martínez 19 Cuidados paliativos.................................. Javier Barbero Gutiérrez 67 Calidad de vida ....................................... Francesc Torralba Rossellò 115 Muerte digna ........................................... Marciano Vidal García 155 Dar malas noticias ................................... José Carlos Bermejo Higuera 199 Limitación del esfuerzo terapéutico .......... Juan Carlos Álvarez Pérez 245 Alimentación artificial ............................. Juan Aristondo Saracíbar 303 Eutanasia................................................. Francisco Javier Elizari Basterra 345 6 / Colaboradores Voluntades anticipadas............................. Ana María Marcos del Cano 389 La muerte clínica ..................................... Juan Luis Trueba Gutiérrez 427 Colaboradores Juan Carlos Álvarez Pérez. Doctor en Medicina y Cirugía. Jefe clínico del Servicio de Urgencias del Hospital San Francisco de Asís, de Madrid. Codirector del Master en Bioética de la U. P. Comillas. Profesor de los Master en Bioética de la Universidad Complutense de Madrid y de la IPS/OMS. Profesor de la Facultad de Medicina, Universidad San Pablo-CEU. Juan Aristondo Saracíbar. Doctor en Teología por la Universidad de Lovaina (Bélgica). Profesor de Moral en la Facultad de Teología del Norte de España, sede Vitoria-Gasteiz. Javier Barbero Gutiérrez. Psicólogo clínico. Magíster en Bioética. Adjunto del Servicio de Hematología del Hospital Universitario La Paz, de Madrid. José Carlos Bermejo Higuera. Director del Centro de Humanización de la Salud de los Religiosos Camilos, de Tres Cantos (Madrid). Director de la Escuela de Pastoral de FERS, Madrid. Director del Master en Counselling y del Master en Humanización de la Intervención Social de la Universidad Ramón Llull en Madrid. Profesor en el Camillianum, Roma. 8 / Colaboradores Francisco Javier Elizari Basterra. Profesor de Bioética durante 30 años en el Instituto Superior de Ciencias Morales, Madrid. Miembro durante varios años de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida. Ana María Marcos del Cano. Profesora titular de Filosofía del Derecho, UNED. Secretaria general de la UNED. Profesora de Bioética en el Instituto Superior de Ciencias Morales, Madrid. Directora del Curso de Experto en Bioderecho, UNED. Directora del Curso de Experto en Inmigración y Multiculturalismo, UNED. Francesc Torralba Rossellò. Profesor titular de Filosofía de la Universidad Ramón Llull, Barcelona. Investigador del Instituto Borja de Bioética, Barcelona. Director del Anuario Ars Brevis. Presidente del Comité de Ética Asistencial de la Fundación SAR. Miembro del Comité de Ética Asistencial del Hospital San Rafael, Barcelona. Jefe Académico de la Cátedra Ramón Llull-Blanquerna. Juan Luis Trueba Gutiérrez. Doctor en Medicina y especialista en Neurología. Profesor asociado de Medicina (Neurología) en el Hospital Universitario Doce de Octubre, Madrid. Presidente de la Asociación de Bioética Fundamental y Clínica. Profesor y miembro del Consejo Asesor de la Cátedra de Bioética, Universidad P. Comillas, Madrid. Salvador Urraca Martínez. Doctor en Psicología. Licenciado en Filosofía y Letras. Profesor titular de Metodología en la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid. Coordinador del Área de Psicología y Medicina de la revista Jano (1985-1996). Colaboradores / 9 Marciano Vidal García. Profesor ordinario en el Instituto Superior de Ciencias Morales, Madrid. Ha enseñado, como profesor ordinario, en la Universidad Pontificia Comillas, Madrid, y, como profesor invitado, en la Academia Alfonsiana, Roma. Presentación Francisco Javier Elizari Basterra Si tuviéramos que destacar una idea dominante en 10 palabras clave ante el final de la vida, ésta bien podría ser la aspiración a un morir mejor, es decir, más humano, referido no sólo al instante postrero de la vida, sino, sobre todo, a su fase última, más o menos larga. Porque el morir en nuestra sociedad es manifiestamente mejorable. Al perseguir este objetivo, no podemos olvidar que la mejora del morir tiene tantas caras como personas. Este punto es capital, pero si queremos trabajar lúcidamente en el empeño, es necesario recordar que cada momento histórico, cada sociedad, deja, en algún grado, su propia huella en la última etapa de la vida por medio de normas, leyes, costumbres, ritos, ideas éticas, prácticas médicas, creencias, aspiraciones, temores, interrogantes, etc. Aunque mucho de lo aquí expresado es válido también para otros lugares, la imagen que sirve de marco de referencia es la de la sociedad desarrollada. Si nuestro horizonte más directo hubiera sido el morir en áreas menos desarrolladas, habría sido preciso cambiar no pocas palabras, pues allí el final de la vida –y toda ella– está muy marcado por la pobreza y sus tremendas secuelas. En dichas zonas, graves cuestiones de justicia subyacen al modo de morir. En algunas partes de la sociedad desarrollada, hacia finales de los sesenta o principios de los 12 / 10 palabras clave ante el final de la vida setenta (siglo XX) se extiende paulatinamente en la conciencia social una sensación nueva: muchos pacientes mueren mal o, dicho con otras palabras, de modo no deseable. En esta imagen del mal morir entran componentes variados: dolor, sufrimientos, prolongación considerada excesiva de la vida, decadencia del paciente, etc. La nueva percepción no se podía achacar al morir en cuanto tal, sino –permítaseme la expresión– al mal manejo del morir, a una mala gestión, cosa perfectamente evitable. Las conexiones del mal morir, en ese momento, eran numerosas: entre ellas, no pocos destacan, como muy importante, los grandes avances tecnológicos aplicados a la medicina, capaces de prolongar la vida, a veces hasta condiciones muy penosas. Semejante “proeza” técnica pudo contar, en ocasiones, con todas las bendiciones de un aliado, la idea moral de la santidad de la vida, tal como era entendida por algunas corrientes, no por todos. La conciencia del mal morir no se quedó entonces callada: formuló quejas, acusaciones, deseos de cambio. Las sugerencias e intentos de mejora eran variados. Desde la ética y las leyes se buscó poner algún freno a la lógica desbordada de la tecnología en medicina. Una de las formas de hacerlo fue el énfasis ético y legal puesto en la autonomía del paciente (consentimiento informado, rechazo de tratamientos, voluntades anticipadas, etc.), en la esperanza de contrarrestar el paternalismo médico y el orgullo tecnológico desmedido. Otra respuesta digna de subrayar es la creación progresiva, lenta, de los cuidados paliativos, una cara muy distinta de la otra medicina, agresiva, tecnológica. Por encima de estos cuidados, y de modo más general, se prestó más atención a la formación de los profesionales sanitarios en orden a mejorar la comunicación con el paciente, en línea con el nuevo dogma de la autonomía. Gracias a todo ello y a otras iniciativas, hemos de Presentación / 13 reconocer pasos muy positivos; los avances han sido importantes, pero los caminos por recorrer en esa dirección son largos. Centrándonos en la sociedad desarrollada actual, ¿dónde colocar los acentos en el empeño por mejorar el final de la vida de los pacientes? Sin ninguna pretensión exhaustiva, indiquemos algunos. Muerte y decadencia del ser humano El primer punto dice relación a un cambio cultural respecto a la percepción de la muerte y de las disminuciones en el ser humano. Si logramos una transformación en este campo, habremos creado unas condiciones más favorables para un mejor morir. Todos estamos invitados a esta tarea saludable, aunque envuelta en dificultades. Hemos de ser capaces de hablar con normalidad de lo que es normal y no solemos mencionar. No se trata de complicados discursos filosóficos o de reflexiones religiosas, todo lo cual tiene su lugar dentro de las opciones personales y puede representar una aportación valiosa en esta materia. Hablamos de algo más sencillo. La muerte no es un mero accidente de la vida; es un hecho inevitable que forma parte de toda existencia humana. Se trata de la aceptación práctica, no meramente teórica, de nuestra condición mortal, con las correspondientes derivadas en la realidad. Es, también, importante integrar en nuestro patrimonio ordinario la imagen de la decadencia corporal y psíquica. La fragilidad, las disminuciones, la dependencia, que, por otra parte, son acompañantes del ser humano en alguna medida y de diferentes formas a lo largo de la vida, se suelen hacer más presentes en la etapa final. Es comprensible que las consideremos como una herida y hasta como una humillación. Pero nin- 14 / 10 palabras clave ante el final de la vida guna disminución debe eclipsar la grandeza, la dignidad de la persona. A veces, con un lenguaje exagerado, pomposo, se dice que con la decadencia corporal aparece una nueva identidad del ser humano. En un sentido relativo, es admisible esta afirmación. Pero tales cambios, dolorosos, molestos, no tienen por qué constituir una herida mortal a la identidad humana, que permanece en lo esencial a través de los más variados avatares de la vida. Hemos de reconocer que en una sociedad que alimenta de modo poco lúcido el ídolo de una juventud perenne, nos resultará mucho más difícil asimilar la decadencia del cuerpo y de la mente. Solidaridad más que autonomía No se intenta ninguna exclusión o contraposición, sino poner un cierto orden. La aportación clave de la sociedad para mejorar el morir lleva el nombre de solidaridad u otros equivalentes. La calidad de los cuidados prestados a los pacientes en su fase final es, sin duda, su principal fuente de bienestar y debería constituir la prioridad social hacia ellos. Los cuidados paliativos son la imagen emblemática de la solidaridad social hacia quienes van a dejar este mundo. Siendo primordial el tratamiento del dolor, hemos de tener cuidado para intentar dar respuesta a otros sufrimientos del paciente. Cuando apareció en la conciencia social la sensación de que muchos mueren mal, se puso gran énfasis en la autonomía del paciente, en orden a corregir esa situación. Fomentar que el enfermo tome decisiones y el respeto a sus deseos es una forma de afirmar la dignidad de la persona. Afortunadamente, este camino se va afianzando entre nosotros. Sin cejar en ello, podemos aprender de Estados Unidos, el país que, en conjunto, más ha acentuado esta tendencia, para evitar algunos errores cometidos en ciertos modos Presentación / 15 de exaltar la libertad. A veces, la familia era invisible y quedaba reducida al silencio, como si el enfermo hubiera de decidir siendo un héroe solitario. Con ello se oscurecía o marginaba la valiosa asociación de la familia en las decisiones del paciente y una importante aportación al bienestar de éste. La libertad del enfermo no tiene por qué afirmarse a expensas de los fuertes vínculos de toda una vida familiar. Otro riesgo de la excesiva exaltación de la autonomía es una mayor dificultad para integrar las pequeñas o grandes pérdidas de autonomía, frecuentes en la fase final. La mayor contribución al bienestar del enfermo en la fase final de la vida no le llega desde los mensajes de autonomía para decidir que le puedan transmitir la ética y las leyes. Los buenos cuidados, el acompañamiento adecuado, son para él la gran fuente de sentirse mejor. Y si nos referimos a la dignidad de la persona, ¿cuándo el paciente tiene una experiencia más viva de la propia dignidad? El reconocimiento de su autonomía es, ciertamente, una manera de valorarle, pero la conciencia de ser una persona valiosa va mucho más unida al cariño, al buen trato, a los buenos cuidados. Solidaridad y autonomía son necesarias para un mejor morir; sobre todo, la primera. La obstinación terapéutica En los análisis sobre la aparición en la conciencia social de la sensación del mal morir, vimos antes la parte que se pudo atribuir al desarrollo tecnológico aplicado a la medicina. ¿Cuál es la situación actual en este punto? Las respuestas seguramente no son acordes. Probablemente hemos dado pasos notables evitando la prolongación no razonable de muchas vidas humanas. Pero todavía parecen demasiado frecuentes los esfuerzos terapéuticos sin sentido. La corrección 16 / 10 palabras clave ante el final de la vida es complicada: ha de ser obra de los mismos médicos, de los pacientes, de las familias; necesitamos un justo manejo de las reivindicaciones ante los jueces por actuaciones médicas, etc. Quisiera insistir en una idea de fondo sobre la cual se necesitan esfuerzos educativos: la vida no ha de prolongarse a cualquier precio. Si esta idea entrara como parte del sentir general, a los médicos se les evitarían situaciones muy incómodas y morir sería menos complicado. A veces, en esta materia, a las complicaciones médicas, éticas y legales se les añaden otras políticas y mediáticas, especialmente en los casos más extremos. Esto ha sucedido en el caso tan aireado de Terry Schiavo. El final de la vida de esta mujer en estado vegetativo se vio envuelto en un conflicto familiar, siendo unos partidarios de continuar la alimentación artificial, y otros, de interrumpirla. Al debate sobre este tratamiento se sumaron políticos, medios de comunicación social, personas religiosas, etc., todo lo cual dio a los hechos una imagen que degeneró en espectáculo aprovechado para particulares intereses más que para dar un ejemplo de deliberación y contraste razonado de pareceres. Los casos extremos hay que abordarlos, pero el acento se ha de poner en la ética de cada día, y lo mismo podría decirse de las leyes. La religión Finalmente, me acerco a un asunto que no forma parte del horizonte habitual abordado en nuestra sociedad en relación con el buen morir. ¿Aporta o puede aportar algo la religión para que un paciente viva de forma más humana, más satisfactoria, el final de la vida? La respuesta no puede ser uniforme. Hay formas de lo religioso que no ayudan nada; algunas incluso pueden empeorar la situa- Presentación / 17 ción. Donde la religión se reduce a unos ritos muy esporádicos, sus efectos son prácticamente nulos o muy escasos. Existen, también, vivencias religiosas patológicas, por ejemplo, de la fe cristiana, en las que domina de tal forma el temor que el final de la vida se ve poblado de fantasmas negros e intranquilizadores, a pesar de que hay ritos y formas de apaciguar los temores. Así es difícil morir bien. Sin embargo, personas no religiosas, sean profesionales de la medicina o no, tienen experiencias de cómo una vivencia madura de la fe cristiana –algo parecido es aplicable a otras religiones– influye poderosamente en un morir pacífico, sereno y hasta gozoso, aun sin llegar al grado de san Francisco de Asís, que, siendo una persona tan “normal”, no dudaba en hablar de la “hermana muerte”. Los testimonios de cristianos maduros, con una fe coherente, sencilla o más ilustrada, nos hablan del gran valor “terapéutico” de la fe cristiana para un bien morir. Sin embargo, parece existir cierto pudor en ámbitos no religiosos a escribir sobre este efecto benéfico del que han sido testigos. Las excelentes colaboraciones de 10 palabras clave ante el final de la vida no sólo amplían mucho de lo dicho en esta presentación, sino que ofrecen otros muchos temas de gran interés y actualidad. Morir, hoy Salvador Urraca Martínez La empresa vital de morir El morir como proceso y la muerte como hecho inexorable son cuestiones inherentes a la condición humana, aunque difíciles de interpretar en su total significado y sentido. Nos acercamos a ellos de puntillas, como si fueran montañas inabordables o pura abstracción, fascinados por una parte y temerosos por otra. La empresa de dignificar el morir siempre resulta una tarea harto complicada. En cualquier caso, casi todos tenemos temor al proceso del morir (estímulo específico) y ansiedad ante la muerte (estímulo abstracto). Existen en la vida de las personas situaciones límite devastadoras, especialmente los dolores y sufrimientos prolongados e insidiosos en el morir. A pesar de nuestro empeño en separar la enfermedad, el morir y la muerte como entidades diferenciales, constituyen dimensiones indisolubles del continuo de la vida. “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”, afirmaba Jorge Manrique. Morir es un acontecimiento singular y relevante en la vida de un ser humano porque, a diferencia de los otros seres vivos del cosmos, conoce su significado. El orden del cosmos exige que las generaciones se renueven. La muerte, en consecuencia, es un acontecimiento necesario. Nuestro tiempo en la tierra es limitado, finito. 20 / Salvador Urraca Martínez En el Libro tibetano de los muertos se insiste en las técnicas meditativas y en los rituales para liberarse del temor a la muerte y gozar con más intensidad del don de la existencia. La vida tendrá, entonces, pleno sentido y será más satisfactoria. Ante la enfermedad terminal y la muerte, el hombre se muestra vulnerable, débil e indefenso. Al fin y al cabo todos nos sentimos, de algún modo, inmortales (ello no significa que todos tengamos un sentido de trascendencia religiosa). Los conceptos de inmortalidad, de reencuentro con los seres vivos, del más allá sin retorno, de la resurrección de los muertos, del cielo nuevo y tierra nueva, etc., tienen encaje en el chamanismo, en las civilizaciones de la antigua Mesopotamia y Egipto, en la religión católica o en otras mentalidades antiguas y/o presentes. Por el contrario, la creencia del tránsito a otras vidas, se dice, son ilusiones y fabulaciones vanas e ilusas. Es como creer que la vida no tiene sentido en sí misma. Así lo afirma el Mahabharata: fuera del tiempo ni se muere ni se nace. Algunos interpretan la trascendencia como la capacidad del hombre para mostrar amor a los demás. La afirmación de la trascendencia se plasma si se sobrepasan los límites del individualismo. La esencia constitutiva del hombre es la persona considerada en su total dimensión y su ligazón con los demás hombres. Por ello, es necesario recordar lo que afirmaba T. Merton: los hombres no somos islas. Bastantes enfermos terminales sufren en sus carnes, antes de llegar a su situación, un duro y espinoso camino. Experimentan la tensión de las expectativas limitadas. Además de lo que supone la propia enfermedad, soportan el estigma de la clandestinidad y del desamparo injusto. Las convicciones religiosas, intrínsecas o extrínsecas, pueden dar sentido al dolor, al morir y a la Morir, hoy / 21 muerte, sublimando los efectos perversos asociados al dolor y manteniendo la curiosidad y esperanza en la vida eterna. En los moribundos surgen temores ante la pérdida de control, la percepción de amenaza personal y la expectativa de que lo irremediable está próximo y al otro lado del delgado muro que separa la vida y la muerte. La muerte da a la vida su pleno sentido. Pero, en el fondo, el moribundo vive la soledad más destructiva y percibe el brutal abandono de sus congéneres. Nadie, en consecuencia, desea morir como perros solitarios y vagabundos. A pesar de todo, la muerte siempre se produce en soledad y en jaulas de vidrio esterilizadas. Así lo expresa Remarque1: “La noche era la enemiga, el ahogo, las manos en la sombra que buscaban su garganta, la intolerable soledad de la muerte”. Samuel Beckett mantenía que la muerte desnuda a la vida hasta reducirla a su esencia y luego le arrebata esa esencia. Al hombre moderno, envuelto en una potente tecnociencia, se le ha creado la idea de que todo es alcanzable y dominable. Por eso no comprende la significación de la finitud, el abandono afectivo, la agonía y la descomposición paulatina del cuerpo. Ante estos acontecimientos, presentes o futuros, siente impotencia y angustia. Son realidades que conocemos sólo desde el exterior, ahí radica la dificultad para ahondar y desvelar sus secretos más profundos. El concepto y el significado de la muerte es polisémico. Así, se habla de muerte biológica, que deviene en el coma o muerte cerebral y, finalmente, en cadáver; de muerte social/sociológica, que abarca a los que han visto minado su prestigio y su poder productivo, a los que sufren la exclusión social con derivaciones en la reclusión E. M. Remarque, Le Ciel n’a pas de préférés, Le Cercle du Bibliophile, Lille 1964, p. 129. 1 22 / Salvador Urraca Martínez psiquiátrica, hospitalaria, carcelaria, y a los que padecen el paso a la jubilación o a la fase terminal de su existencia; de muerte espiritual, que, según la doctrina cristiana, supone el pecado mortal; de muerte psicológica, que afecta a los que se ven envueltos en la demencia senil o en la enfermedad de Alzheimer y a quienes sufren las heridas del desamor o experimentan la desolación ante ideales y proyectos hechos trizas; de muerte ecológica: el siglo XX fue el siglo del envenenamiento y de la muerte masiva de la humanidad y de la vida en el planeta. La posibilidad de la muerte ecológica persiste en nuestros días. Desde los años setenta hemos descubierto que los desechos, emanaciones y exhalaciones de nuestro desarrollo tecnológico e industrial degradan nuestra biosfera y amenazan con envenenar irremediablemente el medio viviente del cual formamos parte: la dominación desenfrenada de la naturaleza por la técnica conduce a la humanidad al suicidio. Estas distintas muertes son situaciones marginales y de reclusión, que pueden experimentarse en la misma persona en distintos momentos de la vida. Morir es un territorio abonado para que la persona se vea involucrada en diversas muertes. Morir, como todas las funciones de un organismo humano vivo, tiene un carácter bio-psicosocial. En consecuencia, no se debe enfocar la muerte sólo desde una perspectiva fragmentada: consideración sólo de lo somático y no de la persona enferma. De ahí que la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; sólo merece la pena morir si se ha vivido realmente, según afirmaba Hemingway2. No podemos entender la muerte sin considerar la vida en acción, que comprende el funciona- E. Hemingway, Por quién doblan las campanas, Nuevas Ediciones de Bolsillo, Madrid 2004. 2 Morir, hoy / 23 miento de los organismos vivos y los acontecimientos moleculares originados por la presencia de la vida y la vida en el tiempo, que atañe a la persistencia, desaparición y sustitución de los organismos en virtud, fundamentalmente, tanto de la muerte individual como de la generación de especies nuevas y de nuevos seres humanos. La muerte provoca que el individuo biológico y el social no sobrevivan. Cada morir y cada muerte es patrimonio individual e íntimo de cada ser humano. Lo ideal sería que cada uno pudiera autogestionarlos. Ambos, morir y muerte, poseen atributos que se hallan insertados en un contexto cultural concreto y representan una verdadera empresa vital. Se reconozca o no, el morir está rodeado generalmente de fuertes sufrimientos. La agonía es un momento que en aproximadamente el 43% de los moribundos aparece rodeada de terribles sufrimientos (algunos tratadistas señalan que ocurre hasta en el 80%). La muerte, por desgracia, no permite elegir el tiempo y el modo. Morir implica siempre procesos traumáticos, físicos y emocionales. Y ello es así porque si la salud, según el profesor Diego Gracia, es posesión y apropiación del propio cuerpo, la enfermedad terminal (el morir) y la muerte son la máxima expropiación del mismo. En nuestras investigaciones se ha comprobado que la gente anhela un morir breve y súbito, sin dolores y rodeado de los que uno ama. Pero la elección de morir es un asunto complejo. Miles de enfermos nunca tendrán la opción de elegir. La muerte siempre es inoportuna y, en la mayoría de los casos, a destiempo. Lo que debe prevalecer en el morir es la esperanza y la alegría de haber vivido. Y lamentar, en cualquier caso, la pérdida del amor y de la compasión de los otros. 24 / Salvador Urraca Martínez Daniel Callahan, presidente de The Hastings Center de Nueva York, señalaba no ha mucho, con gran tino, los objetivos prioritarios de la medicina del siglo XXI: 1. Dedicarse a luchar contra las enfermedades; 2. Conseguir que los pacientes mueran en paz. A pesar de la dificultad por comprender el significado de la vida y de la muerte, mi objetivo preponderante consiste en ofrecer una interpretación panorámica del proceso del morir, de sus contextos y de las etapas emocionales que envuelven a la persona moribunda. Dimensión cultural y social del morir En el ocaso de muchos dogmas, ideologías y creencias trascendentes no conviene minusvalorar la existencia del morir cotidiano. En el presente se ha producido un salto que va desde la consideración del morir y la muerte como elementos públicos y socializadores al morir solitario y fuera del hábitat familiar. En el mundo globalizado y virtual en que vivimos, la muerte y el morir tienen apenas incidencia y repercusión social en la frenética vida de las grandes urbes. La muerte es el reflejo de la vida cotidiana: fragmentación de nuestro comportamiento diario, indiferencia e impersonalidad de las relaciones humanas, pérdida del sentimiento de pertenencia a una sociedad dispersa y falta de empatía solidaria. El ruido y el mercantilismo de la gran urbe ocultan las muertes cotidianas. Se muere a escondidas y sin relevancia social. Sólo ante las imágenes aterradoras de las grandes catástrofes, de los cuerpos descuartizados por las guerras y, de modo singular, de los niños famélicos y moribundos del Tercer Mundo se nos remueven ocasionalmente las conciencias. Ellos gritan al mundo opulento e insolidario su miseria, sus penurias, sus enfermedades lacerantes y su terrible final. Morir, hoy / 25 El morir y la muerte son interpretados como realidades subjetivas, pero tienen repercusiones sociales incuestionables en los supervivientes. Hoy, todavía, son un verdadero tabú. Son palabras proscritas. No se conoce sino la muerte de los demás, y de la propia no existe más que temor y ansiedad de tener que afrontarla. Algunas asociaciones de pacientes y la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL)3 se preocupan por dignificar la muerte. De otro lado, las Asociaciones por el Derecho a Morir Dignamente consideran que prolongar los sufrimientos a enfermos terminales puede resultar absurdo e indigno. Propugnan la eutanasia activa voluntaria y/o el suicidio médicamente asistido. Sin embargo, muchas creencias religiosas defienden la inviolabilidad de la vida y condenan sin tapujos ambas propuestas4. En la sociedad moderna se ve con malos ojos a las personas quejumbrosas ante el dolor. En el morir se exige criaturas de silencio. De forma subrepticia se demanda que el enfermo terminal inhiba sus sentimientos y que muera sin molestar demasiado. Es lo contrario de lo que los psicólogos recomiendan: expresar los sentimientos, el llanto y los afectos hasta el final de la vida. Si la salud es considerada uno de los valores más apreciados por la sociedad española, a la enfermedad terminal y a la muerte se les asignan atributos detestables. De ahí que la propia sociedad expulse de su seno todo lo referente a la decrépita senescencia, al inválido, al improductivo, al miserable y a toda la macabra parafernalia mortuoria. El anhelo de una enfermedad mortal breve y de una muerte indolora se ve truncado, www.secpal.com. Juan Pablo II, Evangelium vitae. Valor y carácter inviolable de la vida humana, PPC, Madrid 1995. 3 4 26 / Salvador Urraca Martínez en demasiados casos, por la enfermedad y el uso desproporcionado e invasivo de la moderna biotecnología. Morir en el siglo XXI El legado del siglo XX es la alianza de dos barbaries: la primera viene desde el fondo de la noche de los tiempos y trae consigo guerra, masacre, deportación, fanatismo. La segunda, helada, anónima, viene del interior de una racionalización que no conoce más que el cálculo e ignora a los individuos, sus cuerpos, sus sentimientos, sus almas, y multiplica las potencias de muerte y de esclavización por la técnica y sus derivaciones. Desde el mismo instante en que una persona tiene conocimiento de un diagnóstico fatal e irreversible se produce quebranto psicológico y desintegración de las diferentes esferas sociales, familiares y personales que le afectan. Morir exige hoy cualidades de funambulista: ignorar el vértigo. Dado que se va a aludir repetidamente al enfermo/paciente terminal, se describen aquí las características que, según la SECPAL5, le configuran: 1. Presencia de una enfermedad avanzada, progresiva, incurable. 2. Falta de posibilidades razonables de respuesta al tratamiento específico. 3. Presencia de numerosos problemas o síntomas intensos, múltiples, multifactoriales y cambiantes. 4. Gran impacto emocional en paciente, familia y equipo terapéutico, muy relacionado con la presencia, explícita o no, de la muerte. 5. Pronóstico de vida inferior a seis meses. 3 www.secpal.com. Morir, hoy / 27 Algunos datos estadísticos Según la Estadística de Defunciones del INE (Instituto Nacional de Estadística), en 2002 fallecieron en España 368.618 personas; 370.000 en 2005. Las causas de muerte más importantes en 2002 fueron las enfermedades cardiovasculares (34,1%) y las oncológicas (26,5%). Sólo en Madrid mueren al día en torno a cien personas, dos tercios de las cuales son previsibles. Las causas de muerte difieren por sexo. En las mujeres, las más frecuentes son las enfermedades cerebrovasculares y las isquémicas del corazón (infarto agudo de miocardio, angina de pecho, etc.), con 21.018 y 17.119 muertes, respectivamente. El tumor más significativo es el cáncer de mama, con 5.772 defunciones. La mortalidad por alzheimer registra un aumento del 9,9%. En los hombres, las más frecuentes son las enfermedades isquémicas del corazón (22.281 defunciones; 5.162 casos más que en las mujeres). Les sigue el cáncer de bronquios y de pulmón, con 15.979 fallecimientos. La edad media en nuestro país se ha incrementado hasta 76 años en los hombres y 83 en las mujeres, la media mayor de Europa. Es necesario que las autoridades correspondientes elaboren planes integrales e inmediatos de atención social, física y psicológica dirigidos a los colectivos más vulnerables. De lo contrario, viviremos más años, pero no daremos más vida a los años. Morir en casa Desde hace algunas décadas se nace y muere, mayoritariamente, en el hospital. A pesar de todo, el morir en casa es el ideal de muerte íntima, ya que uno está rodeado de todo su espacio vital. Además, se evitan en la familia sentimientos de culpa, impotencia y/o fabulaciones tortu- 28 / Salvador Urraca Martínez radoras. Con frecuencia aparecen secuelas psicopatológicas y alteraciones psicológicas más o menos significativas: rebelión compulsiva, impotencia, ansiedad, reacciones de autodefensa, pérdida de las coordenadas espacio-temporales, cansancio físico insoportable, aparición de estados de inestabilidad emocional, etc. Por consiguiente, este entorno no resulta tan idílico como se nos presenta. La familia extensa ha dado paso de un modo progresivo a la familia nuclear, compuesta de padres e hijos (54%). Ante la gravedad de una situación terminal, la familia asume su incapacidad y decide que lo mejor para todos es el ingreso del enfermo en un hospital. Aunque el hospital da seguridad, quita intimidad. En nuestros días se aleja a los niños de los que van a morir. En el ámbito rural, hasta fechas bien recientes, los niños vivíamos el morir y la muerte como un acontecimiento cultural y humano. Existían signos inequívocos de la muerte de algún vecino o familiar: el repiqueteo pausado, solemne y melancólico de las campanas anunciaba la muerte, la misa de difuntos o el entierro. Los niños veíamos el cadáver, a pesar de que no resultaba agradable contemplar cuerpos demacrados y enjutos, así como presenciar virulentas y desgarradoras escenas. Los muertos siempre producen temores. Es probable que los padres alejen a los niños de los moribundos y los muertos por miedo a transmitirles sus temores, preocupaciones y angustias. La maduración psíquica infantil exige, también, que los mayores expliquen de un modo progresivo y sin dramatismos estos acontecimientos. Tres nuevos y relevantes hechos han surgido en la actualidad: el aumento de la esperanza de vida, el incremento de las familias nucleares y la incorporación mayoritaria de la mujer al trabajo (en España representa el 48%). Estos hechos repercuten de modo negativo en el cuidado de los Morir, hoy / 29 familiares enfermos, especialmente si son crónicos e inválidos o si los enfermos se encuentran en situación terminal. Todo ello provoca constantes conflictos de índole familiar, económica, laboral y psicológica de difícil solución. Para atender éstas y otras necesidades, el Consejo de Ministros del 21 de abril de 2006 aprobó el proyecto de Ley de autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia. En él se establece el derecho de las personas que no pueden valerse por sí mismas a recibir atención pública. La universalidad de este derecho (Sistema Nacional de Dependencia) cubre una laguna que se estaba exigiendo desde hace mucho tiempo. El proyecto supone un avance social de gran repercusión. Este derecho se extiende a los menores de tres años, a los enfermos mentales y a las personas dependientes mayores de 65 años. Todavía no se ha fijado la cuantía que percibirán los diferentes colectivos afectados por la ley. Supone la concreción de una insistente demanda de los cuidadores familiares –en su mayoría son mujeres entre 45 y 69 años, que suponen el 83% de los cuidadores– o de servicios privados de asistencia. Asimismo, los servicios se implementarán mediante la teleasistencia, los centros de día, la asistencia domiciliaria y las residencias o la percepción de dinero. En este momento sólo recibe ayuda el 6,3%. En 2007 se iniciará la aplicación a 201.000 personas con una mayor discapacidad. El incremento de la atención será progresivo. Se estima que para 2015 habrá 1.373.000 beneficiarios. En principio, se asignará una cantidad de 375 euros mensuales por beneficiario. Cada usuario contribuirá según su nivel de renta (aportarán de media en torno al 33,3%). No es, pues, un servicio totalmente gratuito. Finalmente, se contemplan ayudas económicas a los cuidadores 30 / Salvador Urraca Martínez familiares (se estima que habrá entre 300.000 y 400.000 cuidadores) y se ofrecerán cursos de formación acordes con los cuidados a prestar6. La necesidad de cuidadores se irá incrementando, ya que se estima que en Europa hasta el año 2050 se triplicará el número de personas mayores de 80 años. Algunos expertos consideran que la muerte en el domicilio no es mejor que la muerte en los centros hospitalarios. En la mayoría de los casos, es mucho peor. Sólo con un soporte integral de equipos profesionales cualificados se puede mejorar esta situación. En la sociedad actual, el morir domiciliario resulta caro, complejo y, a veces, discriminatorio (sólo las familias con rentas aceptables pueden permitirse el apoyo de profesionales). La muerte y el morir se limitan hoy más que nunca al círculo familiar. El luto, el acompañamiento, el duelo anticipado y el dolor son de carácter íntimo y familiar. La estructura social y laboral apenas se resiente con la desaparición de un ser humano, por significativo que pueda parecer, y menos aún si uno es viejo, achacoso, decrépito y desvalido. Norbert Elias7 lo manifiesta de una forma contundente cuando se queja de “la silenciosa marginación de la comunidad de los vivientes de los que van envejeciendo y muriendo, el enfriamiento progresivo de la relación con las personas por las que sienten afecto; en resumen, la despedida de seres humanos que significan para ellos sentido y seguridad”. Resulta complejo que la actual estructura familiar pueda satisfacer todas las necesidades de los enfermos críticos: neurofisiológicas, emocionales, higiénicas y de seguridad. 6 7 1987. Fuente: www.elpais.es. N. Elias, La soledad de los moribundos, FCE, Madrid Morir, hoy / 31 En situaciones fisiológicas precarias o terminales el enfermo no puede ejercer con total solvencia la autonomía y el autocontrol. Si alguna nota caracteriza al morir en el domicilio es el desamparo profesional y la indefensión emocional. Las familias sufren una gran tensión y agotamiento, físico y emocional, y ejercen con frecuencia un excesivo paternalismo hacia el moribundo. Morir: ritos, sociedad y cultura Interesantes e ilustrativos resultan los análisis antropológico y social de las costumbres y ritos funerarios que otrora y en la actualidad han prevalecido/prevalecen en otros pueblos y latitudes. Antropólogos, etnólogos y sociólogos se han dedicado a profundizar en el ritual del morir y de la muerte en Occidente o en otros pueblos y mentalidades. Entre los estudiosos más relevantes se encuentran B. Malinowski8, J. Ziegler (África y Brasil)9, Ph. Ariès10, Norbert Elias11 y Louis-V. Thomas12 . B. Malinowski, en Los argonautas del Pacífico Occidental (1922) y en su extensa obra, analiza, entre otros, los ritos mortuorios de los aborígenes de las islas Trobriand: Papúa y Nueva Guinea. En B. Malinowski, Magia, ciencia, religión, Ariel Barcelona 1994, afirma que “la ciencia se basa en la convicción de que la experiencia, el esfuerzo y la razón son válidos; la magia se basa en la creencia de que ni la esperanza puede fallar ni defraudarnos el deseo”. 9 J. Ziegler, en Los vivos y la muerte, Siglo XXI, Madrid 1976, estudia la muerte africana y la muerte en Occidente. 10 Ph. Ariès, La muerte en Occidente, Argos Vergara, Madrid 1982. 11 O. c. 12 L.-V. Thomas, en Antropología de la muerte y El cadáver: de la biología a la antropología, analiza en profundidad el fenómeno de que la vida moderna ha producido elementos que modifican la visión de la muerte, alterando de raíz las antiguas nociones mágicas sagradas, que reconciliaban al hombre con la muerte. 8 32 / Salvador Urraca Martínez En la urbe se ha producido un giro de 180º en las costumbres y ritos funerarios: antes el cadáver era velado en casa; ahora los rituales mortuorios se han trasladado a un frío y elegante tanatorio, ubicado en la periferia de la gran ciudad. En vez del ritual del entierro tradicional se ha pasado a la aséptica e higiénica incineración Todo lo que circunda el morir y la muerte se ha convertido en un negocio que se sustenta en el consumo, la estética y el estatus social del fallecido. En el manejo de los moribundos y de los cadáveres ha aparecido una nueva cultura: relegación del moribundo o del cadáver en beneficio y atención de los sobrevivientes; delegación del manejo del cadáver a especialistas y empresas funerarias (tanatopraxis). Hoy existe la posibilidad de modificar significativamente los procesos que provocan la decadencia del cosmos, la calidad y el futuro de la vida en el mismo. Se vislumbran cambios significativos en las costumbres y en los valores. La cultura actual ha generado innumerables ilusiones racionalistas, hedonistas y utópicas ante la vida. Son muchos los perfiles que identifican la cultura social e individual del hombre moderno: prosperidad económica; vivencia de deseos fugaces; autorrealización individual; bienestar total; diversidad de estilos de vida; tolerancia; relativismo cultural; subestimación de los valores religiosos; búsqueda incesante de la felicidad, de lo útil y placentero; potenciación de todo lo concerniente a la salud y belleza; exigencia de resultados tangibles a corto plazo; menosprecio de la debilidad y la vejez; huida y ocultamiento de todo lo que recuerda dolor, moribundo y muerte; consideración de la muerte como una catástrofe, etc. La técnica es una bendición a medias, ya que nos esclaviza, atrapa y subyuga en exceso. Una deriva de la cultura actual es el dominio y el imperio del cuerpo. Lo estético prima sobre lo Morir, hoy / 33 ético. Para algunos el cuerpo y el logro de lo efímero es el único capital y el territorio más preciado que poseen. La única seguridad que tienen es el carpe diem13, “vive el momento presente”. Sin embargo, existen en nuestros días grupos de jóvenes llenos de sentimientos nobles y de un sentido altruista de la vida. En un entorno que impele al consumo desenfrenado surge la paradoja de los que ocupan su tiempo de ocio en ayudar a los enfermos de sida, a los drogadictos, a los enfermos, a los ancianos incapaces, a los sin techo, a los pueblos del Tercer Mundo, etc. Ésa es la grandeza de un mundo lleno de contradicciones y egoísmos. Existe, no obstante, una tendencia a destruir y emanciparse de los dogmas y ritos tradicionales. Ahora todo es incertidumbre y relatividad en el conocimiento. Aparece la necesidad de cuidar en exceso la imagen; se pone el acento en las tecnologías de la información y comunicación, en la globalización y el consumo; dominan las ciencias naturales y la tecnociencia que ponen de relieve lo que el sociólogo Simmel denominaba la crisis o tragedia de la cultura. Morir y tecnociencia14 La ciencia puede predecir y modificar el futuro del hombre sobre la tierra: ingeniería genética, biología molecular, clonación, trasplantes, biomedicina, enriquecimiento atómico, guerras preventivas, nanotecnología, etc. He ahí la gran responsabilidad moral de la ciencia y, sobre todo, de los científicos, gobernantes y ciudadanos. Horacio decía en Odas I, 11,7-8: “Carpe diem, quam minimum credula postero” (aprovecha el día y no confíes lo más mínimo en el mañana). 14 J. M. Sánchez Ron, El siglo de la ciencia, Taurus, Madrid 2000. 13 34 / Salvador Urraca Martínez En los países avanzados está irrumpiendo con fuerza la discusión sobre los aspectos éticos, médicos, químicos, biológicos y medioambientales de la biotecnología y la ingeniería genética. Existe, no obstante, cierta desconfianza, incertidumbre, temor e inseguridad ante los riesgos que conllevan. Como afirma Cortina15, la biotecnología está alterando los conceptos tradicionales de “naturaleza” y “vida”. En el presente están apareciendo investigaciones que analizan la tecnología que actúa en la escala de lo minúsculo, nanotecnología, o de procesos que suceden a una escala de millonésimas de milímetro (mucho más pequeña que la micra = dos milésimas de milímetro de diámetro). Para el desarrollo de esta ciencia se están utilizando grandes inversiones en I + D en Estados Unidos, Europa y Japón (sólo en la UE supone 1.300 millones de euros para el período 2004-2006). La nanomedicina augura mejorar tres áreas: diagnóstico, tratamiento y medicina regenerativa. El objetivo de la nanomedicina es la mejora de la salud humana, incluyendo las respuestas del cuerpo humano y de la biocompatibilidad (mecánicas, inmunológicas, citológicas, psicológicas y bioquímicas). Podría ser una auténtica revolución, especialmente en aspectos como monitorización (imágenes), reparación de tejidos, injertos biocompatibles, control de la evolución de las enfermedades, defensa y mejora de los sistemas biológicos humanos; diagnóstico y autodiagnóstico, tratamiento y prevención, alivio del dolor, etc. Pero el dolor, el morir y la muerte no pueden abstraerse de la paradoja: entorno biomédico sofisticado y eficiente frente al moribundo solita15 A. Cortina, “Aspectos éticos del Proyecto Genoma Humano”, en Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid 1993, pp. 252-262. Morir, hoy / 35 rio y abandonado en lo por vivir. El moribundo está disociado en dos personas distintas y distantes: la persona sufriente y moribunda frente a las frías y hostiles técnicas biotecnológicas. La ciencia y sus incuestionables avances se han convertido en un verdadero tótem del hombre moderno. Constituyen las nuevas creencias, mitos y dioses. Aquí se hace patente la frase atribuida a Chesterton: “Quien no cree en Dios, cree en todo”. De ahí que en siglo XXI se vayan configurando grandes contradicciones: las supersticiones inconsistentes frente a las sólidas creencias religiosas y/o racionales; el dominio de la aldea global, www, frente al miedo a la soledad; el mito de la aldea global e Internet frente a la infrautilización de la red: a día de hoy sólo existen 1.000 millones de internautas frente a los 6.500 millones de habitantes del globo (existe una brecha digital, fractura digital, con un incremento de las desigualdades, que no es más que la diferencia entre ricos y pobres); frente al potente incremento de los chat, páginas puntocom, buscadores de páginas web, e-mail, blogger, etc., siempre aparece la fragilidad individual del ser humano; frente al desarrollo imparable de los medios audiovisuales y de telecomunicación, existe una ingente cantidad de seres humanos sumidos en la más absoluta incomunicación y miseria. El influjo de las nuevas tecnologías de comunicación e información está modificando nuestros comportamientos y afectando al plano físico, social y emocional (los deseos y la inteligencia emocional). Hoy se habla de la red emocional, de deseos digitales, de era de la soledad, etc. Estos temas son analizados magníficamente por Román Gubern16. 16 R. Gubern, El eros electrónico, Taurus, Madrid 2000. 36 / Salvador Urraca Martínez La tecnociencia aborda el morir como un hecho meramente natural-biológico y, en consecuencia, totalmente controlable y manipulable. Y esa utopía se transmite sutilmente a la colectividad, olvidando y trivializando el sentido cultural y humano del morir. Morir en el hospital El hecho de que en nuestro país la mayoría de las muertes acontecen en los centros hospitalarios nos obliga a tratar con profusión este apartado. Entorno y burocracia hospitalaria Según el Catálogo Nacional de Hospitales a 31 de diciembre de 2003, el número total era de 774 centros hospitalarios, con capacidad media de 203 camas. El 59,9% eran generales, el 13,6% geriátricos o de larga estancia y el 11,8% psiquiátricos. En 2003 existían en España 190.665 médicos colegiados, de los que el 60% eran varones. Pero si consideramos a los médicos menores de 45 años, el 56% eran mujeres. De las 370.000 muertes habidas en España en 2005, el 80,7% tuvo lugar en centros hospitalarios. En España se diagnostican cada año 162.000 nuevos casos de enfermedades oncológicas. Son, en general, enfermedades innombrables, temidas y de larga duración. Es la causa global de más muertes, a pesar de que más de la mitad de los pacientes sobreviven a los cinco años. El hospital actual logra la invisibilidad de los enfermos terminales y de su morir. Se consigue una perfecta división del trabajo sanitario, totalmente jerarquizado, y se utilizan lenguajes téc- Morir, hoy / 37 nicos que configuran una sensación de rutina y de normalidad que permite dormir las conciencias. Lo importante de la burocracia son los medios, los reglamentos, el funcionamiento de un sistema deshumanizado y la evaluación de los costes-beneficios. Las instituciones hospitalarias no están diseñadas para satisfacer las necesidades emocionales de los pacientes incurables y agonizantes. No existe espacio ni tiempo para atender los aspectos humanos y emocionales del enfermo. Es preciso resaltar el déficit existente de profesionales que, además, están agotados y mal remunerados. La muerte en el hospital molesta, es una carga. El constante trasiego de profesionales genera una atención rutinaria, burocrática y realizada sin excesivo entusiasmo. La función esencial es la curación, no el cuidado. Alguien ha llamado a los enfermos terminales los muertos vivientes. En los centros sanitarios se considera esencial la gestión eficaz y la limitación de costes. El orden institucional impide las estancias prolongadas de los pacientes crónicos o terminales. En estas circunstancias, la muerte es un asunto más o menos programado. Con frecuencia se tiene la sensación de que el funcionamiento del hospital está diseñado más para el personal sanitario que para el bienestar de los enfermos terminales y la familia. La muerte hospitalaria Cuando un enfermo, más aún si es terminal, traspasa el umbral de un hospital se producen algunos hechos y exigencias relevantes: pérdida de la identidad individual; trueque de la libertad por la dependencia; falta de intimidad; inculpa- 38 / Salvador Urraca Martínez ción; adaptación a un ambiente impersonal; inhibición de las manifestaciones emocionales; no perturbar demasiado a los profesionales y a los demás enfermos; silencio y discreción ante los posibles errores o torpezas de los profesionales; infantilización; resignación ante las visitas programadas, cortas y discretas; no manifestar vulnerabilidad y miedo; no esperar a que alguien manifieste afectividad y cariño, etc. Se exige, en fin, mostrar fingimiento sobre lo que uno es, sabe, siente o percibe. Se agudiza la situación con la desinformación y la toma de decisiones importantes sin consentimiento informado. Los cambios y avances terapéuticos en la medicina a partir de los años sesenta han propiciado modificaciones en la concepción del proceso del morir. En ellos incidió de forma determinante la implantación y desarrollo de las unidades de vigilancia intensiva (UVI), que en su origen no tenían como objetivo prioritario la atención a las personas en situación moribunda. Resultan cuanto menos curiosos los resultados de experimentos realizados con pirañas. Siempre se ha creído que las pirañas son monstruos sanguinarios que destrozan y descarnan despiadadamente a sus presas en pocos minutos. Sin embargo, si se las aísla del grupo se vuelven recelosas y acobardadas. Para sentirse seguras necesitan desenvolverse en bancos. A estas conclusiones han llegado las investigaciones realizadas por Anne Magurran (universidad escocesa de Saint Andrews) y Helder Queiroz (universidad brasileña de Río de Janeiro); resultados publicados en la revista Biology Letters, número de 1 de junio de 2005. Salvando las distancias, esto es lo que le sucede al enfermo moribundo. De ser una persona que se desenvuelve arropado por el grupo social de pertenencia pasa al medio hospitalario, en el Morir, hoy / 39 que se siente desprotegido, acobardado, esquivo y receloso. Son escasos los médicos y enfermeras que manifiestan ternura y empatía hacia los enfermos críticos. En muchos centros hospitalarios no se entiende el sentido de aliviar, aunque sea inviable la mejoría o la curación. En el fondo, la muerte es el enemigo irreconciliable de los adelantos biomédicos y de la propia profesión sanitaria. Los hospitales se hacen cargo de enfermos, no de personas. Como señala Nuland17, refiriéndose al ars moriendi, “nuestra época no es la del arte de morir, sino la del arte de salvar la vida”. El moribundo vivencia, aterrado, la amenaza de una separación desgarradora y de un contumaz olvido. Surge, así, el aislamiento emocional, espacial, espiritual y relacional. El paciente se encuentra en un confinamiento indeseado y se halla condicionado por la misma enfermedad, el entorno hospitalario y el equipo sanitario. En el fondo, ha dejado de ser persona libre y autónoma. Es un enfermo. El propio paciente se siente desahuciado, sin espacio y como un ser apestado. En muchos casos se le oculta su situación real utilizando respuestas evasivas que tienen un efecto psicológico de descontrol y sufrimiento. La función del equipo se limita a explorar, solicitar análisis, pedir una radiografía o administrar la medicación correspondiente. Los profesionales sobrepasan, a veces, los límites racionales en los tratamientos. Este proceder puede tener su raíz en el acoso de algunas asociaciones beligerantes, de los medios de comunicación que airean casos de mala práctica (no dis- Sh. B. Nuland, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza Editorial, Madrid 1995, p. 247. 17 40 / Salvador Urraca Martínez tinguen entre negligencia, impericia o imprudencia y mala praxis), la exigencia reiterada de medicamentos, las mismas instituciones y/o los familiares. La presión puede basarse en la demanda del respeto a los derechos de los pacientes o en una subcultura de la persecución, que condicionan la práctica médica y provocan temor en los profesionales ante posibles demandas judiciales por mala praxis. Sobre estos pilares se ha iniciado la medicina defensiva. Ante este panorama, el enfermo adopta una postura pasiva, cooperadora y frágil por temor a que se le considere problemático, poco cooperante y emocionalmente inestable. Mantiene la idea de que es mejor no preguntar, ni pedir demasiadas explicaciones, por miedo a que la relación con el personal empeore aún más. Persiste el rol de buen o mal enfermo. Al enfermo bueno se le atribuyen características singulares: discreto, sumiso, acrítico, obediente, cumplidor y bondadoso. En esta situación de terminalidad, donde la comunicación con el enfermo y su familia resulta una pieza fundamental, el médico puede adoptar la postura de erigirse en dueño frío de todos los artificios técnicos que rodean al moribundo, sin preocuparse de su bienestar emocional. En cualquier caso, resultan imprescindibles la ternura, el confort y la comunicación no verbal para dignificar la muerte. De ahí la importancia de contar con personal preparado en cuidados paliativos (CP), aunque hay que reconocer que implementar y mantener los CP requiere importantes inversiones. El equipo sanitario, el morir y la muerte Algunos tratadistas consideran que en los últimos 60 años la medicina, la farmacología y los medios biotecnológicos han progresado más que Morir, hoy / 41 en toda la historia. Estos logros han afectado de modo significativo al morir, que en nuestros días se ha tecnificado y medicalizado. Las técnicas y la preparación biomédica en nuestro país son de una calidad y efectividad encomiables. Sin embargo, existen riesgos de una cosificación del moribundo. Esto repercute en una posible deshumanización del proceso del morir. A fin de cuentas, son seres clandestinos. La tecnología biomédica puede paliar con gran eficacia las heridas del cuerpo, pero, con frecuencia, no se restañan adecuadamente las heridas del alma. El problema radica en que existe la tentación de manipular, experimentar y controlar al enfermo en exceso. Es preciso insistir en los límites de orden ético y humano del ejercicio profesional. Los medios biotecnológicos y farmacológicos no deben ser tan agresivos que suplanten al verdadero protagonista del morir, el enfermo. La sedación que demanda el control de síntomas y el dolor/sufrimiento exige en los profesionales tiempo, preparación, habilidad y decisiones éticas complejas. La sedación del paciente crítico, especialmente mediante opiáceos (metadona, morfina...), resulta a veces imprescindible en el tratamiento, dada la creciente capacidad de mantener a los pacientes durante largos períodos de tiempo bajo complejos sistemas de soporte vital, que normalmente son incómodos, dolorosos y que pueden requerir la inmovilización del paciente. El objetivo es conseguir el bienestar del paciente y su seguridad, así como un manejo correcto. Conviene, además, analizar con pormenor la madurez emocional, el sistema de valores y las diversas necesidades del enfermo y de la familia. Al fin y al cabo los moribundos son sujetos de derechos y deberes, capaces de ejercer su autonomía y tomar decisiones responsables. 42 / Salvador Urraca Martínez Es importante que las personas tomemos conciencia de la relevancia que pueden suponer las instrucciones anticipadas (elaboradas cuando uno todavía es capaz y autónomo) con la concreción de los deseos sobre la toma de decisiones de los profesionales y la familia en las situaciones terminales: testamentos vitales, poderes notariales, órdenes de no reanimar, etc. Estas directrices pueden evitar tratamientos agresivos e inútiles y mejorar el conocimiento de las preferencias y los valores de los pacientes. Y, por último, propiciarán que la muerte ocurra a su tiempo, como insiste el profesor Diego Gracia18. Cierto es que los avances en las ciencias biotecnológicas y la pericia de los médicos han salvado, en nuestros días, infinidad de vidas. Sin embargo, la muerte está ahí, a pesar del esfuerzo denodado de los profesionales, a los que J. Ziegler19 señala con desprecio así: “Una clase de tanatócratas y de sacrificadores se ha constituido en el seno de los hospitales de Europa y de América”. En la situación de superioridad y conocimientos técnicos de los médicos no conviene minimizar el sufrimiento de los enfermos. Se olvida, a veces, el principio de que si no puedes curar, cuida y alivia. Existe un compromiso ético con los enfermos y familiares: brindar compasión, afecto y empatía. El ars moriendi de los cuidados intensivos exige la combinación equilibrada entre la asis- 18 D. Gracia, “Cuestiones de vida o muerte. Dilemas éticos en los confines de la vida”, en Morir con dignidad: Dilemas éticos en el final de la vida, Doce Calles, Madrid 1996, pp. 106ss; D. Gracia, “Historia de la eutanasia”, en Eutanasia hoy, un debate abierto, Nóesis, Madrid 1996, pp. 67-91. 19 J. Ziegler, o. c., p. 17. Morir, hoy / 43 tencia humana con la adecuada utilización de los medios técnicos y farmacológicos. El síndrome burnout, o síndrome de estar quemado, puede afectar significativamente a los profesionales de las UCIs. Sus efectos son devastadores: fatiga crónica, absentismo laboral, incapacidad para establecer lazos estables con los colegas, baja autoestima, irritabilidad, deterioro de la relación médico-paciente, actuaciones técnicas inadecuadas, sentimientos depresivos y ambiente laboral hostil. Para evitar o paliar este estado de vulnerabilidad se precisan equipos interdisciplinarios que ayuden y apoyen a los profesionales de la salud. En el epílogo de la obra del cirujano norteamericano S. B. Nuland20 se señala: “El día que yo padezca una enfermedad grave que requiera un tratamiento muy especializado, buscaré un médico experto. Pero no esperaré de él que comprenda mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de la vida. No es para esto para lo que se ha formado y en lo que me puede ayudar. No es esto lo que anima sus cualidades intelectuales. Por estas razones, no permitiré que sea el especialista el que decida cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo menos, lo expondré con claridad, de forma que, si yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me conocen. Las condiciones de mi dolencia quizá no me permitan ‘morir bien’ o con esa dignidad que buscamos con tanto optimismo, pero dentro de lo que está en mi poder, no moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que un campeón de la medicina tecnológica no comprende quién soy”. Sh. B. Nuland, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza Editorial, Madrid 1995, p. 247. 20 44 / Salvador Urraca Martínez Encuesta entre los médicos y enfermeras de las UCIs de Madrid Autores: Salvador Urraca y Bruno Domínguez (médico del Hospital Carlos III). El cuestionario (de 38 items) se aplicó en los años 2004-2005 en 16 UCIs de Madrid. Respondieron correctamente 154 médicos (Me) y 264 enfermeras/os (DUE). Los datos constituyen la base empírica de la tesis doctoral de B. Domínguez. Son resultados todavía inéditos. Resultados (en porcentajes): – Son favorables a la legalización de la eutanasia en Holanda (DUE = 74,2; Me = 66,9). – En el caso de que yo estuviera en UCI y sin posible curación, mis colegas deben respetar mis voluntades anticipadas (DUE = 92,4; Me = 96,8). – Si el paciente terminal tiene dolor físico insoportable aplico medicamentos (analgésicos y sedantes), aunque ello conlleve el adelantamiento de su muerte (Frecuentemente: DUE = 76,5; Me = 98,1). – El proceso de morir está deshumanizado en la UCI (De acuerdo: DUE = 77,7; Me = 61,7). – Hay que mantener la vida del paciente terminal por encima de todo (Nunca: DUE = 80,7; Me = 53,2). – El médico tiene el deber de atender el adelantamiento activo de la muerte de un paciente terminal si él lo ha manifestado previamente (De acuerdo: DUE = 70,5; Me = 68,8). – Si el enfermo me sugiere hablar de la muerte, dialogo sobre el tema (Frecuentemente: DUE = 61,7; Me = 68,8). – Los pacientes con convicciones religiosas profundas aceptan mejor el proceso del morir que los otros pacientes (De acuerdo: DUE = 53; Me = 40,9; no lo sé = 29,9). Morir, hoy / 45 – La imposibilidad de recuperar una mínima calidad de vida en un paciente terminal justificaría el adelantamiento activo y directo de su muerte (De acuerdo: DUE = 65,9; Me = 53,9). – La persona que se halle sin posible solución sanitaria tiene el derecho a decidir libremente sobre su proceso de morir (De acuerdo: DUE = 93,2; Me = 91,6). – Está justificado interrumpir el tratamiento del soporte vital al paciente terminal (De acuerdo: DUE = 88,6; Me = 94,8). – Algún representante legal del enfermo terminal me ha solicitado explícitamente el adelantamiento activo de su muerte (No: DUE = 87,5; Me = 62,3). – La despenalización de la eutanasia activa en España podría degradar la profesión sanitaria (En desacuerdo: DUE = 76,5; Me = 67,6). – Según el CIS, el 67% de los españoles están a favor de la eutanasia activa; éste sería un argumento relevante para justificar la despenalización de la eutanasia activa (De acuerdo: DUE = 66,6; Me = 59,7). – Conozco algún profesional de la UCI que ha adelantado activamente la muerte de algún enfermo terminal capaz para decidir (No: DUE = 92,4; Me = 76,6). – Si el representante de algún enfermo terminal me solicitara el suicidio médicamente asistido, estaría dispuesto a proporcionarle los medios adecuados (De acuerdo: DUE = 31,5 (41,3 no sabe); Me = 26 (26,6 no sabe). – La Constitución española reconoce el derecho de una vida digna y el derecho a la libertad, lo que justificaría la despenalización de la eutanasia activa (De acuerdo: DUE = 72,7; Me = 60,4). 46 / Salvador Urraca Martínez – Si el sufrimiento psicológico del enfermo terminal se manifiesta insoportable, justificaría el adelantamiento de su muerte (Siempre: DUE = 55,3; Me = 51,3). – En España se debe despenalizar la eutanasia activa en situaciones excepcionales (De acuerdo: DUE = 87,9; Me = 72,1). Entre las conclusiones más importantes que se pueden extraer de los médicos y los DUE de las UCIs de Madrid encontramos: – Aceptan mayoritariamente que la eutanasia activa, directa y voluntaria se debería despenalizar para casos excepcionales. – Es imprescindible respetar las voluntades anticipadas manifestadas en los testamentos vitales, órdenes de no reanimar, etc. – Las UCIs están deshumanizadas. – Rechazan el furor terapéutico. Calidad frente a cantidad de vida Más que vivir mucho, interesa que lo por vivir sea de calidad. Cuando el enfermo es terminal los profesionales sanitarios deben cambiar el orden de sus prioridades. En cualquier caso, es menester estudiar si en el enfermo se satisfacen las expectativas, los deseos, las necesidades y el proyecto vital. Ello comporta el análisis de sus actitudes ante la vida: culturales, sociales, familiares y religiosas. En esta coyuntura de la enfermedad resulta complicado aplicar técnicas de evaluación de la calidad, como los índice de calidad QALY (miden la duración y la calidad de vida). Habría que considerar más bien los aspectos que Jonsen, Siegler y Winslade apuntaban en 1992 (Clinical ethics): calidad de vida disminuida, calidad de vida mínima y calidad de vida bajo mínimos. Morir, hoy / 47 Pocos admiten hoy el furor terapéutico o distanasia. Es verdad que la prolongación innecesaria de la muerte es técnicamente posible. Este proceder se considera indigno, absurdo e inhumano. Vivir más no implica necesariamente vivir mejor. Hoy se vive más, pero, generalmente, se muere peor. En el episodio del morir aparecen, ineludiblemente, varias opciones: prolongar innecesariamente los sufrimientos y la agonía (encarnizamiento terapéutico), dejar que la naturaleza actúe de forma natural (desahucio), no aplicar terapias inútiles o suspender los cuidados extraordinarios para facilitar una muerte más tranquila (eutanasia pasiva), acelerar intencionadamente la muerte de forma activa, a petición libre del paciente, con el fin de evitar dolores y sufrimientos considerados inaceptables (eutanasia activa). A veces los médicos toman decisiones que pueden oponerse a la voluntad del enfermo y/o de la familia. En cualquier caso, resulta complejo combinar la cantidad con la calidad de vida. Hablar de calidad de vida en situaciones críticas parece más bien un sarcasmo. La calidad debe referirse, no obstante, a la percepción personal de un estado de bienestar y confort aceptables. Pero no implica necesariamente desear, y menos aún querer. Las peticiones de los pacientes pueden suponer una solicitud de ayuda y acompañamiento. El profesor Diego Gracia21 afirma agudamente que “cuando un paciente quiere morir y pide ayuda en tal sentido, es porque vive en unas condiciones que considera peores que la propia muerte. Estas condiciones suelen deberse a marginación social o a dolor físico. En ambos casos, la sociedad tiene la obligación de poner todos los medios a su alcance para evitar estas situaciones de D. Gracia, Morir con dignidad: Dilemas éticos en el final de la vida, Doce Calles, Madrid 1996, p. 136. 21 48 / Salvador Urraca Martínez marginación, que pueden llegar a ser tan grandes que hagan la vida algo abyecto e insoportable”. Fases psicológicas del moribundo En nuestro contexto existen prejuicios para facilitar al paciente una información veraz y, en consecuencia, es el propio paciente quien con frecuencia descubre el alcance de su enfermedad. El excesivo paternalismo puede resultar cruel e inhumano. La muerte próxima es para los enfermos, los profesionales sanitarios y las familias un verdadero reto. Son muchos los pacientes que muestran sus emociones y proyectos hasta el límite de sus vidas. Otros, por el contrario, se enclaustran y viven su morir sin compartir sus emociones y sus miedos, presos del aislamiento, la desesperanza y la depresión. Son incapaces de recibir y transmitir afecto. Como mecanismo de defensa, el enfermo terminal experimenta distintas fases psicológicas en su acercamiento al final de su ciclo vital. En el moribundo, como ocurre en el estrés, se producen tres etapas: alarma, resistencia y agotamiento. Si la enfermedad terminal se prolonga, los sistemas orgánicos se gastan, se desorganizan y acaban experimentando cambios significativos en su morfología y en todo el psiquismo. Entre los distintos autores que han investigado estas fases cabe señalar a E. Kübler–Ross, Sporken y Pattison22. La pionera en los estudios sobre las fases del morir fue la psiquiatra E. Kübler-Ross. El marco 22 E. Kübler-Ross, Sobre la muerte y los moribundos, Grijalbo, Barcelona 1972; P. Sporken, Ayudando a morir, Sal Terrae, Santander 1978; E. Pattison, The Experience of Dying, Prentice-Hall, New Jersey 1977. Morir, hoy / 49 de su estudio fue el Departamento de Psiquiatría del Billings Hospital de la Universidad de Chicago. En 1969 formula las fases que experimenta el moribundo: negación y aislamiento, ira, pacto, depresión, aceptación y esperanza. La manifestación de estas fases presupone que el paciente conoce la verdad. La secuencia de estas fases no siempre es lineal, ni todos los pacientes las experimentan de igual manera. Hay enfermos que se aferran a la fase de negación. Otros pasan directamente a las fases de aceptación y esperanza. Depende, en cualquier caso, del tipo de enfermedad y de enfermo. Paul Sporken, alemán, analiza las fases más en conformidad con la realidad europea: ignorancia, inseguridad, negación implícita, comunicación de la situación real, negación explícita, rebelión, tratos con el destino, depresión, aceptación de la muerte. Entre ambos autores coinciden sólo algunas etapas. Realizando un estudio comparativo observamos que existe una similitud entre las cuatro últimas fases de Sporken con las que propone Kübler-Ross. Pattison señala que, una vez que el paciente conoce la posibilidad real de su muerte, se producen tres etapas: una crisis aguda, al conocer que la enfermedad es terminal; fase de vivir-morir, con intensa ansiedad; fase terminal, caracterizada por un proceso de aceptación. Existen otros aspectos que determinan las fases del morir, y que estos autores no han tenido en cuenta: tipo de personalidad del moribundo, crisis dramáticas vividas y el modo de resolución; edad, escala de valores, religiosidad, percepción de amenaza inminente e irreversible, relevancia de los proyectos vitales, necesidades y deseos, tipo y decurso de la enfermedad, medio en el que se desarrolla el morir, estrategias de afrontamiento 50 / Salvador Urraca Martínez personal de la muerte y los cuidados percibidos por el moribundo. Los cuidados paliativos (CP) La aparición y consolidación de los CP ha supuesto una revitalización y dignificación de la dimensión humana del morir. Asimismo, se ha rehabilitado el duelo anticipado y los rituales asociados a la muerte. Los CP son una alternativa indispensable a la muerte en las UCIs tradicionales. Vivir, aunque sea de forma precaria, enfermiza y terminal es sentirse querido y respetado, comprobar que alguien está cerca y que muestra empatía y consuelo. Estos parámetros son, en esencia, el lema que han adoptado los CP. Porque el morir no es siempre signo de respeto a la persona y a la dignidad humana. Se puede dignificar el morir si existe una atención integral que considere todos los aspectos de la enfermedad, del enfermo, de la familia y del mismo equipo interdisciplinario. La persona debe estar por encima de los aspectos técnicos, aunque éstos también se consideran importantes. Desde que en 1967 la doctora Cicely Saunders creó en los suburbios de Londres el St. Christopher´s Hospice con el fin de ofrecer una atención humana y médica a los enfermos terminales, los CP se han consolidado en sus vertientes de atención hospitalaria y domiciliaria. Es de justicia dejar constancia aquí de los iniciadores e impulsores de estas unidades en nuestro país: doctores Jaime Sanz (Santander), Javier GómezBatiste (Cataluña) y Marcos Gómez Sancho (Las Palmas). En 2004 había en España, según datos de la SECPAL, 261 unidades, 122 hospitalarias y 139 domiciliarias, con 2.200 profesionales clínicos Morir, hoy / 51 (psicólogos, 500 médicos y 800 enfermeras/os). Existe, además, la Sociedad Española de CP (SECPAL). El desarrollo mayor de estas unidades se encuentra en Cataluña con 54 unidades hospitalarias y 44 domiciliarias (frente a las 8 y 16 de Madrid). Pero morir bien resulta caro, como afirma el profesor Ramón Bayés. Por eso es imprescindible que el Gobierno de la nación y los gobiernos autonómicos pongan los medios económicos, humanos y técnicos que faciliten la universalización de los CP. De este modo existirá la posibilidad de que los pacientes y las familias logren una muerte más dignificada. Morir: dolor y sufrimiento Dolor La IASP (International Association for the Study of Pain) proporciona la definición y características del dolor: – Es algo subjetivo. – Experiencia compleja. – Es importante la manifestación verbal del sujeto. – La experiencia de dolor implica asociaciones entre los elementos de la experiencia sensorial y un estado afectivo aversivo. – Considera parte intrínseca de la experiencia de dolor la atribución de significado a los hechos sensoriales desagradables. La evaluación del dolor es realmente compleja. Se fundamenta, esencialmente, en la información que ofrece el paciente (autoinforme) ante la existencia de la estimulación de los receptores nociceptivos. Su etiología es multidimensional, aunque normalmente tiene una localización espe- 52 / Salvador Urraca Martínez cífica. Existen distintas conductas ante el dolor, dependiendo de la percepción e intensidad dolorosa percibida y de la activación de los sistemas de autocontrol del paciente. Antes de iniciar el análisis del dolor/sufrimiento es conveniente plantear viejos problemas: las bases genéticas y ambientales de la conducta y la dicotomía ancestral de soma y psique. El enfoque biológico y el comportamiento innato son defendidos por los etólogos (manejan nociones harto imprecisas sobre la evolución, poniendo mayor énfasis en la filogenia que en la selección natural). Pero esta teoría es sesgada y reduccionista. En concreto, en el moribundo tienen efectos conjuntos lo biológico y el entorno. También existe una vieja cuestión: dicotomía cuerpo-espíritu (alma). Hoy se acepta que tal dualidad es totalmente inconsistente, ya que existe absoluta unión y una estrecha interacción entre ambos componentes del ser humano. La persona en su estructura más íntima es como una única moneda con dos caras. Ambos rasgos de la persona son indisolubles y se implican mutuamente. Otra cosa bien distinta son las creencias religiosas respecto a lo que sucede tras la muerte de un ser humano. La persona que tiene dolor (aspecto neurofisiológico) también posee sufrimientos (aspecto subjetivo y emocional), y viceversa. El hombre, todo hombre, es un ser incompleto, frágil y mutilado. El dolor es constitutivo de la esencia del ser humano y se manifiesta en cualquier momento de la vida. Aparece fugazmente o se enquista. Pero es imposible vivir toda una vida sin alarmas dolorosas que delaten situaciones de peligro. La persona que experimenta en sus propias carnes y a diario el insidioso dolor crónico o terminal lo percibe como una montaña inabordable que le produce agotamiento físico y emocional. El dolor Morir, hoy / 53 y el debilitamiento progresivo del paciente provocan en la familia situaciones de temor y extrema ansiedad. En consecuencia, esta incómoda experiencia exige control, afecto, intimidad, ayuda, compasión y protección. Ante la percepción de dolor asociado a una enfermedad maligna y mortal es necesario tener la sensación de que alguien nos va a apoyar hasta el final. Los psicólogos han demostrado que en la percepción del dolor no coinciden el tiempo cronológico (secuencial, medible) y el psicológico (vivencia interna del tiempo cronológico). Si la percepción individual del dolor está incontrolada, si es persistente, si no se reciben los cuidados adecuados, si no se controlan los síntomas o no aparece la ternura y el apoyo afectivo, el tiempo cronológico se alarga. Con ello se logra reducir el umbral del mismo y se percibe con mayor intensidad el dolor. De ahí la necesidad de que existan equipos de asistencia que abarquen aspectos interdisciplinares e integrales del dolor, la enfermedad, el enfermo y la familia. El dolor asociado a ciertas enfermedades terminales es horrible, especialmente si éstas se alargan en el tiempo. Los efectos pueden resultar implacables y difíciles de sobrellevar: amputación de miembros por gangrena, vómitos de sangre, dolores intensos y persistentes en varias zonas del cuerpo, dolorosos y sofisticados tratamientos, decrepitud galopante, cuerpos esqueléticos y macabros, ulceraciones y llagas rebeldes a toda curación, molesta incontinencia de esfínteres, problemas constantes por falta de riego sanguíneo, agonías crueles e interminables. Este conjunto de nefastos efectos provoca dudas razonables acerca de la efectividad de la ciencia, del progreso y de la sociedad del bienestar. El control de los síntomas y del dolor exigirá, en ocasiones, la utilización de técnicas y fár- 54 / Salvador Urraca Martínez macos potentes, aunque ello conlleve el adelantamiento indirecto de la muerte (principio del doble efecto). Los datos que aportan distintos estudios epidemiológicos sobre el dolor en enfermos terminales son alarmantes: hasta el 80% mantienen dolores de intensidad moderada a severa: del 35 al 40% tienen dolor de intensidad grave o muy grave; sólo el 49% de los que tienen dolor reciben los tratamientos adecuados. Sufrimiento23 Los sufrimientos son como las heridas del alma que lloran en silencio. Siempre está implicado el propio yo y la autoestima (dolor psíquico o moral). Sufre la persona y no sólo el cuerpo del paciente. Es el dolor total. Ante sufrimientos intensos y duraderos el paciente presenta, a veces, perturbaciones en el esquema corporal y aparece la pérdida del yo y de la realidad. El moribundo puede experimentar sufrimientos inexpresables. La ansiedad y el miedo son dos respuestas habituales ante la percepción de la muerte potencial o la muerte real. El dolor tiene una etiología neurofisiológica y los componentes del sufrimientos son cognitivos, emocionales, sociales y conductuales. Ambos procesos son reversibles y tienen estrechas interacciones. En repetidas ocasiones aparecen conductas de dolor/sufrimiento para atraer la atención y el 23 R. Bayés, Psicología del sufrimiento y de la muerte, Martínez Roca, Barcelona 2001. El Diario Médico (13 de enero de 1996) señalaba que en cinco estudios se demuestra que el sufrimiento es la causa más importante de petición de eutanasia: depresión, desamparo, sentimiento de pérdida y ansiedad. El dolor era motivo del 29-35% de las peticiones de eutanasia. Morir, hoy / 55 afecto. El equipo sanitario debe aprender a interpretar el lenguaje de los síntomas, del cuerpo malherido, de las miradas y de los silencios. Lo fundamental es buscar estrategias para atemperar y aliviar el dolor-sufrimiento, aunque en muchos casos la empatía que muestra el sanitario manifestando al paciente que se pone en su lugar y que comparte su dolor no es más que una fórmula estereotipada y cruelmente sin sentido. Las vivencias del dolor son íntimas e intransferibles. Existen casos en los que los pacientes tienen tantos dolores y sienten tal desamparo que prefieren la muerte a esa vida tan depauperada e indigna. Dolor y sufrimiento son señales imprescindibles que delatan las anomalías físicas, psíquicas y morales. La enfermedad terminal produce vulnerabilidad total, con manifestaciones habituales de dolor y sufrimiento. El ciclo vital y la muerte El ciclo vital de la persona se concreta en varias edades: cronológica, marcada por los distintos tiempos evolutivos del desarrollo humano (niñez, adolescencia, juventud, madurez, senescencia); biológica, centrada en la estructura celular (salud-enfermedad); biográfica, que engloba la acumulación de vivencias y experiencias personales; psicológica, que afecta a los procesos cognoscitivos, afectivos y emocionales. Todas estas etapas de la vida están íntimamente imbricadas, aunque no todos los seres humanos las experimentan de igual modo, debido a que existen diferencias psíquicas entre las personas. El joven se resiste a imaginar su vejez y su muerte. En la madurez se vive el tiempo presente y en la vejez el futuro, según un reciente estu- 56 / Salvador Urraca Martínez dio realizado por Pennebaker y Lori Stone, de la Universidad de Texas en Austin (2005). Sorprende el resultado de las personas viejas, pues siempre se ha considerado que los viejos se encuentran anclados en las experiencias vividas y piensan esporádicamente en su limitado futuro. A pesar de la creencia de que siempre y sólo mueren los viejos, son muchas las vidas jóvenes, tan frescas y llenas de ilusiones, que se truncan súbitamente en edad temprana a consecuencia, en gran medida, de la droga, del sida, de crueles enfermedades y de accidentes en carretera. En la edad provecta uno se siente más torpe, frágil y dependiente de los demás. La decadencia física conlleva consecuencias en lo social y psicológico: aparecen sentimientos de inutilidad, de represión de los afectos y de rechazo intergeneracional. Como afirmaba poco antes de fallecer (5 de junio de 2001) el maestro de médicos y admirado doctor Pedro Laín Entralgo24: “Para la conversión del envejecimiento en empresa vital y personal, en la realidad del viejo deben existir dos notas esenciales: la autosensibilidad imaginativa y creadora y la concreción de ella en una determinada vocación”. La ciencia actual se afana en profundizar y analizar los tratamientos contra el envejecimiento. Se quieren contrarrestar muchos procesos bioquímicos degenerativos. Hoy se estima que próximamente el ser humano podría vivir sin grandes déficits hasta los 120 años. En la vejez no disminuyen todas las facultades cognitivas y emocionales. Se mantienen, y a veces se incrementan, las experiencias vividas y los conocimientos adquiridos (que los psicólogos denominan inteligencia cristalina). Es normal que P. Laín Entralgo, “La empresa de envejecer (II)”, en Revista Eidon, nº 4 (1999), p. 11. 24 Morir, hoy / 57 aparezcan carencias en la fluidez verbal, la agilidad mental para captar nueva información, la ralentización en las reacciones, el nivel de atención, las funciones perceptivas y abstractas, las funciones motoras y sensoriales. El viejo también sufre los efectos del aislamiento y de la soledad de modo indefectible. Progresivamente va perdiendo los vínculos afectivos, se va limitando el círculo de las amistades y experimenta de modo impenitente la muerte de seres queridos o amigos. Según diversas investigaciones que hemos realizado25, las actitudes ante la muerte fluctúan en función de las etapas del ciclo vital, de la personalidad y religiosidad. Entre los 3-5 años, el niño concibe la muerte como una separación temporal (ausencia). Posee pensamientos mágicos y fantásticos; las cosas y los animales tienen vida y mueren (animismo). Entre los 5-9 años, el niño considera a la muerte como un agente exterior (algo accidental). De 10 años hasta la adolescencia, atribuyen a la muerte un carácter universal, inevitable e irreversible. En la adolescencia ya son conscientes de lo que supone la enfermedad maligna y la muerte. Conciben la muerte como algo lejano. Aparecen el miedo, el temor y la ansiedad ante la propia muerte. Se atribuye a la muerte una entidad dolorosa. En la juventud no quieren plantearse la propia muerte, ya que son conscientes de las consecuencias asociadas a la enfermedad irreversible y la muerte. La muerte es rechazada a nivel consciente. Las experiencias de muertes ajenas han sido, en general, muy traumáticas. Las enferme- S. Urraca, “Estudio evolutivo de la muerte”, en Jano, Medicina y Humanidades 653 (1985), pp. 13-14. 25 58 / Salvador Urraca Martínez ras manifiestan un gran temor a morir en un centro hospitalario. En la edad intermedia se realizan estimaciones de los años de existencia que les queda por vivir. Rechazan la enfermedad irreversible y el deterioro físico. En la vertiente consciente piensan que mueren los demás y consideran que son demasiado jóvenes para pensar en su muerte. En la vejez aparecen tres actitudes ante la muerte: a) positivas o de espera/esperanza; b) evasivas o de despreocupación; c) negativas: negación, temor, preocupación cognitiva y ansiedad. Tienen temor al dolor que puede producir una enfermedad larga e incurable. Poseen más firmeza en sus recuerdos que en sus esperanzas. Información y comunicación Transmitir malas noticias a los pacientes o a los familiares requiere habilidades sociales y de comunicación. La información adecuada y en su momento debe perseguir, entre otros objetivos, reducir el miedo y ayudar a que el paciente pueda intervenir en las decisiones clínicas. Para ello el consentimiento informado es esencial. Los enfermos terminales más que el diagnóstico necesitan averiguar, a su ritmo, el pronóstico, los riesgos-beneficios de las intervenciones sanitarias y la evolución que se espera de la enfermedad. El coraje y la valentía no están en el hecho de recibir la verdad descarnada del diagnóstico y/o pronóstico fatal, sino en el afrontamiento del terrible desamparo e indefensión en que, normalmente, se deja al paciente. Abundan, no obstante, las mentiras o las medias verdades. El médico, si el paciente es capaz, debe transmitir confianza y seguridad. Una información adecuada implica, también, una exploración de los deseos, las expectativas y preferencias de los pacientes. Sin información auténtica es compli- Morir, hoy / 59 cado que el paciente movilice sus recursos de afrontamiento. En demasiadas ocasiones el paciente tiene dos derechos: no saber que va a morir y, si lo sabe, comportarse como si no lo supiera. Se olvida que el paciente, todo paciente, tiene “derecho a recibir información completa y continuada, verbal y escrita, de todo lo relativo a su proceso, incluyendo diagnóstico, alternativas de tratamiento y sus riesgos y pronósticos, que será facilitado en un lenguaje comprensible. En caso de que el paciente no quiera o no pueda manifiestamente recibir dicha información, ésta deberá proporcionarse a los familiares o personas legalmente responsables”26. Una información adecuada, correcta, soportable, en el momento preciso y por la persona que pueda ofrecer mayor seguridad, puede generar efectos positivos para el enfermo: refuerza la confianza en la familia y en el equipo sanitario; aclara incertidumbres; facilita que el enfermo pueda decidir si rechaza o no ciertos tratamientos que él considera inapropiados o fútiles; proporciona la ocasión de arreglar los asuntos personales y familiares; evita el complot del silencio (la mayoría de los pacientes saben o presienten el alcance de sus dolencias); aminora el efecto de las amenazas; reduce el miedo y la ansiedad; se vuelve más cooperativo y, además, puede facilitar una muerte más digna. Es cierto que hay pacientes que por su incapacidad o por su propia decisión no desean conocer la realidad de su diagnóstico-pronóstico. Aferrarse a la mentira también es un modo de ejercer la libertad. En cualquier caso, resulta complejo mantener la mentira y el engaño por mucho tiempo, espeInsalud, Carta de derechos y deberes del paciente, 1 de octubre de 1984. 26 60 / Salvador Urraca Martínez cialmente cuando aparecen efectos somáticos llamativos y el deterioro corporal progresa de modo imparable. Si el enfermo encuentra apoyo emocional y percibe una comunicación verbal-no verbal adecuada, se evitarán o reducirán consecuencias indeseables: negación, rebeldía, ansiedad, depresión, aunque es normal que el ser humano manifieste ira y acuse el brutal impacto emocional. Al fin y al cabo, nadie quiere soportar dolores perversos y muertes infames. El paciente de hoy en día tiene medios para estar más informado. En teoría, la relación médico-paciente ya no es vertical (paternalista); hoy se demanda una relación interpersonal más de tú a tú, y no una relación fría y distante. Pero, a veces, existen barreras comunicativas insalvables. Los problemas surgen cuando en la relación médicopaciente no se establece un clima de confianza y el paciente, en aras de su libertad y autonomía, rechaza ciertos tratamientos o manifiesta sus preferencias a la hora de morir. El consentimiento informado no debería ser sólo un papel mojado. Cada vez son más numerosas las asociaciones de pacientes que velan por la defensa de sus derechos. Las más importantes de nuestro país están presididas por el médico-paciente catalán Albert Novell27: Foro Español de Pacientes y Universidad de los Pacientes. En cualquier caso, la relación médico-paciente no debe limitarse únicamente a la información. La comunicación es importantísima. Hoy prevalecen los estándares técnicos y los avances científicos, pero es necesario incidir más en los valores humanos de la medicina. En los enfermos terminales es imprescindible poner el acento en la comunicación no verbal, cuyas notas distintivas son: el acompañamiento, la ternura, el conVéase el magnífico artículo de A. Novell, “El médico-paciente”, en El País Semanal 1542 (16 de abril de 2006). 27 Morir, hoy / 61 tacto corporal y táctil, mostrar acercamiento y afectividad, interpretar las miradas y los silencios. Derecho a morir con dignidad28 Pero ¿existe la muerte digna? Una respuesta a esta cuestión nos la ofrece el cirujano doctor Nuland: “Rara vez he visto mucha dignidad en el proceso de morir. El intento de alcanzar una verdadera dignidad falla cuando nuestros cuerpos fallan. Ocasionalmente –muy ocasionalmente–, alguien con una personalidad excepcional también muere en circunstancias excepcionales, y esa afortunada combinación de factores permite que eso suceda, pero tal confluencia de factores no es corriente y, en todo caso, sólo la pueden esperar pocas personas”29. En consecuencia, la muerte digna no deja de ser un anhelo, como lo es la felicidad. Esto no implica, en modo alguno, que no sea verdadera la teoría kantiana cuando afirma que toda persona posee en sí misma dignidad pero no precio. La cuestión de fondo es si la muerte digna es un derecho o una reivindicación. Muchos piensan que es un derecho y no sólo una aspiración. La cuestión está en cómo lograr que se plasme en la realidad diaria de morir. 28 Sobre el derecho a morir dignamente existe una abundante bibliografía. D. Humphry – A. Wickett, El derecho a morir. Comprender la eutanasia, Tusquets, Madrid 1989; J.-P. Soulier, Morir con dignidad. Una cuestión médica, una cuestión ética, Temas de Hoy, Madrid 1995; H. Küng – W. Jens, Morir con dignidad. Un alegato a favor de la responsabilidad, Trotta, Madrid 1997; M. de Hennezel, La muerte íntima, Plaza & Janés, Barcelona 1996. La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobó la recomendación 1418 (1999), adoptada el 25 de junio de 1999, sobre Protección de los derechos humanos y de la dignidad de los enfermos terminales y moribundos. 29 Sh. B. Nuland, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza, Madrid 21995, p. 17. 62 / Salvador Urraca Martínez Más que la muerte interesa el trauma emocional que supone la imparable degradación y descomposición que provoca la enfermedad terminal. Hoy se plantea la discusión acerca del derecho a morir con dignidad o de si cada persona tiene capacidad y responsabilidad para decidir con libertad sobre su modo de morir en situaciones de muerte previsible y a corto plazo. Se suscita el debate, no exento de razones en pro o en contra, ya que son decisiones que implican a terceras personas, bajo el supuesto de “estado de necesidad”, de autonomía y libertad del enfermo. Son actos en los que las terceras personas pueden actuar de modo transitivo (homicidio compasivo) o transitivo mínimo (suicidio médicamente asistido). Es la muerte súbita e indolora. Otra cuestión no menos importante es el mantenimiento artificial de la vida de los pacientes críticos. La Associaciò Catalana d’Estudis Bioètics, en su declaración sobre la eutanasia y el suicidio asistido, afirma lo siguiente: “Morir es un acontecimiento que el hombre no es capaz de comprender. Morir supone para él un despedirse ‘definitivamente’ de todos y de todo. Quienes compartimos con él la existencia tenemos la obligación humanitaria y fraternal de acompañarle con el máximo respeto a su dignidad –es decir: con amor– en este momento supremo de la vida. El deseo de ‘morir con dignidad’ se ha ido convirtiendo cada vez más en una frase hecha. Una elegante forma de decir detrás de la cual se esconde un programa técnico y económico basado en el cálculo de costes y beneficios que, con apariencia de lenguaje humanístico, se pretende presentar como una forma radical de realización personal que va desde el nacimiento hasta la muerte. Sin embargo, la práctica contradice tan noble intención”. En la reciente historia hay algunos médicos que han entendido de un modo equivocado la compasión y la dignidad de los pacientes. La gra- Morir, hoy / 63 vedad de sus actuaciones radica en que no consideraron la voluntad y libertad de elección de los enfermos. Es el caso de Jack Kevorkian o el “doctor Muerte”, que inventó una máquina para facilitar la muerte a enfermos desahuciados que deseaban morir con dignidad (suicidio médicamente asistido). Sin embargo, el caso más terrible y patético es el del doctor Harold Shipman, inglés, al que se le atribuyen al menos 215 asesinatos, que provocaba utilizando dosis de diamorfina, una sustancia que inyectada a altas dosis resulta mortal (eutanasia directa no voluntaria). Condenado a cadena perpetua, se ahorcó en la cárcel británica de Wakelfield el 13 de enero de 2004. La posibilidad de morir con dignidad puede frustrarse con episodios asociados al morir: coma irreversible y terminal, enfermedad de Alzheimer, locura, dolor o sufrimientos insoportables, parálisis total, coma en estados vegetativos permanentes, soledad insoportable, muerte súbita y/o utilización de intervenciones médicas dirigidas únicamente a prolongar la agonía. Los derechos de los pacientes y la bioética proporcionan un marco teórico para que el paciente pueda ejercer la autonomía y la libertad para decidir acerca de todo lo que le concierne. Sin embargo, en ocasiones el paciente se siente atrapado e indefenso debido a la desmesurada utilización de técnicas, tubos y artilugios mecánicos. Ello genera conflictos, ya que puede producirse una disonancia cognitiva y de valores entre las prioridades del moribundo y las del equipo sanitario. No todo lo técnicamente posible es éticamente aceptable. Si la técnica prevalece sobre los derechos del paciente se puede caer en el error de utilizar a los pacientes más como un medio que como un fin en sí mismos30. Véase “La dignidad humana”, en A. Cortina, La ética de la sociedad civil, Anaya, Madrid 1994, p. 129. 30 64 / Salvador Urraca Martínez Sobre la muerte digna aparecen, con asiduidad, sesudos alegatos favorables a la despenalización de la eutanasia activa voluntaria y/o del suicidio médicamente asistido (postura defendida por las Asociaciones por una Muerte Digna, AMD), aunque también se alzan voces disidentes señalando que la vida es inviolable y que la muerte digna se produce si existe un control adecuado de los síntomas, necesidades, dolor y sufrimiento. Otros, en cambio, creen y esperan una muerte digna si ésta acontece mientras se duerme o de modo súbito. El debate no deja de ser polémico y con posibles soluciones en claroscuro. No es infrecuente que los pacientes verbalicen o manifiesten con gestos y miradas el desgarrador “¡ayúdenme a morir!”. Pero ante esta devastadora acción de la muerte, ¿qué ayuda puede ofrecer la sociedad y la profesión sanitaria para propiciar una muerte digna? Ante el morir y la muerte el hombre mantendrá, ahora y por siempre, actitudes de rechazo, temor intenso y ansiedad. Distintos serán la forma y los medios con que se afrontará la muerte digna. En cualquier caso, más que de muerte digna deberíamos hablar de muerte dignificada. Bibliografía Baudouin, J. L. – Blondeau, D., La ética ante la muerte y el derecho a morir, Herder, Barcelona 1995. Bayés, R., Psicología del sufrimiento y de la muerte, Martínez Roca, Barcelona 2001. Gafo, J., y otros, Dilemas éticos de la medicina actual, UPCM, Madrid 1986. Gracia, D. – Callahan, D., y otros, Morir con dignidad: dilemas éticos en el final de la vida, Doce Calles, Madrid 1996. Morir, hoy / 65 Hennezel, M. de, La muerte íntima, Plaza & Janés, Barcelona 1996. Küng, H. – Jens, W., Morir con dignidad. Un alegato a favor de la responsabilidad, Trotta, Madrid 1997. Nuland, Sh. B., Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza Editorial, Madrid 21995. Soulier, J.-P., Morir con dignidad. Una cuestión médica, una cuestión ética, Temas de hoy, Madrid 1995. Urraca, S. (ed.), Eutanasia hoy. Un debate abierto, Nóesis, Madrid 1996. Cuidados paliativos Javier Barbero Gutiérrez Introducción Morir es el resultado natural del proceso de vivir, pero del mismo modo que las formas de vivir pueden ser muy variadas y no siempre compensan, así también hay maneras de morir que pueden o no ajustarse a lo que el ser humano precisa y necesita para la última trayectoria de su existencia. La proximidad de la muerte no es agradable. Es una experiencia temida y evitada tanto por los que se aproximan a ella como por los que les acompañan en ese difícil camino. El ser humano del siglo XXI lleva en su historia todo un cúmulo de experiencias de lucha contra la enfermedad y la muerte, batalla que siempre acaba perdiendo, pero que sigue intentando librar por aquello de, al menos, alejarla el mayor tiempo posible. Cuesta mucho aceptar su cercanía y su presencia, de ahí que hayamos puesto tantísimas energías en el objetivo de curar. A partir de los comienzos del siglo XX, los enormes avances de la medicina han conducido a sobredimensionar los esfuerzos en curar a los enfermos, lo que ha favorecido una actitud negadora frente a la irremediable muerte. Contamos con tecnología suficiente para poder mantener durante mucho tiempo un organismo vivo, dependiente de un abundante número de procedimientos de soporte vital. Sin embargo, no todo lo técnicamente posible es éticamente aceptable. Lo difícil es saber cuándo 68 / Javier Barbero Gutiérrez parar el objetivo de curar. Ahora bien, una vez decidido, ¿qué hacemos? ¿Abandonar? Los cuidados paliativos (CP) nacen, precisamente, como una herramienta útil para conseguir que el final de la vida de los enfermos obtenga el máximo bienestar posible y que los familiares y allegados puedan recibir el apoyo que precisan. Si hay una expresión prohibida en CP es “ya no hay nada que hacer”. Cuando una persona no tiene posibilidades de curarse, siempre podremos cuidarla, siempre podremos facilitarle las mediaciones adecuadas para que su último episodio se revista de las condiciones más humanas y humanizantes posibles. El cuidar, por tanto, se convierte en el objetivo primordial de los CP en el último viaje por esta vida. En las siguientes páginas intentaremos describir los rasgos esenciales de los CP, enmarcados dentro de un modelo de intervención frente a la experiencia de sufrimiento que allí aparece de forma tan omnipresente. Pero comencemos con un poco de historia y con la exposición de algunas definiciones. Historia, definición y destinatarios Reseña histórica de los cuidados paliativos Los cuidados paliativos o cuidados tipo hospice, como se denominaron en algunos países anglosajones, tienen una larga historia. Los primeros precursores bien pudieron ser los hospicios y hospederías medievales del siglo XII en Europa, organizados por los Caballeros Hospitalarios. En el siglo XVI contamos con la paradigmática figura de san Camilo de Lelis, fundador de la orden de los religiosos camilos, que empezó atendiendo a los apestados y a los moribundos en la Italia del Cinquecento. Sus seguidores eran conocidos como “los padres de la buena muerte”. En el siglo Cuidados paliativos / 69 XIX aparecieron algunas figuras carismáticas, entre las que destacamos al pastor Flinder, en la Fundación Kaiserwerth en Prusia, y, sobre todo, a la madre Mary Aikenhead, fundadora de las hermanas irlandesas de la caridad y del Our Lady’s Hospice en Dublín. Esta congregación puso en marcha en 1909 el St. Joseph’s Hospice en Londres y allí se formó Cicely Saunders, alma del moderno Movimiento Hospice y fundadora del St. Cristhopher’s Hospice en 1967, también en Londres. La denominación “hospice” se mantuvo al señalar un lugar intermedio entre el hospital y el hogar, ya que reflejaba bien la idea de lo que se pretendía conseguir: un lugar para los enfermos y sus familias que contara con la capacidad científica de un hospital y el ambiente cálido y la hospitalidad de un hogar. Los hospices no se han convertido en lugares para morir, sino en lugares para cuidar. Los datos muestran que más del 45% de los enfermos que ingresan en esos centros son dados de alta para ser atendidos en su domicilio. Otra figura reseñable de nuestra época es el canadiense Balfour Mount, quien en 1976 lideró la primera unidad de CP dentro de los hospitales para enfermos agudos. A Canadá se le debe el término “cuidados paliativos”. En España, la primera unidad de CP se inició en 1982 y alcanzó su reconocimiento oficial en octubre de 1987, en el Hospital Marqués de Valdecilla, promovida por Jaime Sanz Ortiz. Fueron surgiendo otras unidades, como la del Hospital de la Santa Creu de Vic (Barcelona), la del Hospital Gregorio Marañón de Madrid... y un largo etcétera. El crecimiento y el reconocimiento de recursos específicos en CP en nuestro país es hoy un hecho imparable, aunque su implantación es aún muy desigual según las diferentes comunidades autónomas. 70 / Javier Barbero Gutiérrez Definición: qué son los cuidados paliativos El Ministerio de Sanidad y Consumo, en su Plan Nacional de Cuidados Paliativos (2001), asume la definición del Subcomité Europeo de CP (1991), que los presenta como “la asistencia total, activa y continuada de los pacientes y sus familias por un equipo multiprofesional cuando la expectativa médica no es la curación. La meta fundamental es dar calidad de vida al paciente y su familia sin intentar alargar la supervivencia. Debe cubrir las necesidades físicas, psicológicas, espirituales y sociales del paciente y sus familiares. Si es necesario, el apoyo debe incluir el proceso de duelo”. Destinatarios: enfermos al final de la vida y sus familias Habitualmente, en el ámbito de los CP, se suele denominar a los enfermos subsidiarios de los mismos como “enfermos terminales”, refiriéndose a aquellos que se encuentran en el proceso final de su vida. Éstos son los factores que, según la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL), definen la situación de enfermedad terminal: 1. Presencia de una enfermedad grave, progresiva e incurable. 2. Falta de posibilidades razonables de respuesta al tratamiento específico. 3. Presencia de numerosos problemas o síntomas intensos, múltiples, multifactoriales y cambiantes. 4. Gran impacto emocional en paciente, familia y equipo terapéutico, muy relacionado con la presencia, explícita o no, de la muerte. 5.Pronóstico de vida inferior a seis meses. Este tipo de situaciones genera una gran demanda de atención, y el objetivo fundamental que se persigue consiste en la promoción del Cuidados paliativos / 71 confort y la calidad de vida del enfermo y de la familia, basada, como luego veremos, en el control de síntomas, el apoyo emocional y la comunicación. Cuidados paliativos y experiencia de sufrimiento: una propuesta de intervención ¿Quién de nosotros no ha sufrido alguna vez? La experiencia de sufrimiento atraviesa el hecho de vivir y, de manera aún más explícita si cabe, cuando la posibilidad o presencia de la muerte se hacen presentes. Los profesionales de CP son particularmente conscientes de esta realidad y, por ello, desde este ámbito se han hecho algunas propuestas integradoras que pretenden desarrollar modelos y estrategias de intervención para paliar esa difícil experiencia. Expondré brevemente el modelo1 que propusimos junto con Ramón Bayés, Pilar Arranz y Pilar Barreto, tres extraordinarios profesionales preocupados por estas cuestiones. El modelo se concibe como un conjunto de planos-guía susceptibles de encauzar, de forma paralela y coordinada, las diversas acciones encaminadas a la consecución de los objetivos intermedios capaces de garantizar la culminación del objetivo final: el bienestar. Chapman y Gravin definen el sufrimiento como “un complejo estado afectivo, cognitivo y negativo, caracterizado por la sensación que tiene el individuo de sentirse amenazado en su integridad, por el sentimiento de impotencia para hacer 1 Para una exposición más detallada del modelo y de los protocolos de intervención propuestos, puede consultarse P. Arranz – J. Barbero – P. Barreto – R. Bayés, Intervención emocional en cuidados paliativos. Modelo y protocolos, Ariel, Barcelona 2003. 72 / Javier Barbero Gutiérrez frente a dicha amenaza y por el agotamiento de los recursos personales y psicosociales que le permitirían afrontar dicha amenaza”. En nuestra opinión, se puede simplificar dicha definición señalando que una persona sufre cuando: – acontece algo que percibe como una amenaza importante para su existencia personal y/u orgánica; – al mismo tiempo, siente que carece de recursos para hacerle frente. La sensación de amenaza y el sentimiento de impotencia son subjetivos. El sufrimiento, por tanto, también lo será. De esto se desprende que la mera observación de lo que pasa –un índice de Karnofsky, por ejemplo, o un listado de los síntomas que padece una persona, o un grupo de enfermos en situación terminal, de los que tantos ejemplos nos ofrece la literatura– o una generalización sobre la experiencia del profesional con otros pacientes no serán suficientes para conocer el grado de sufrimiento que experimenta un paciente concreto en una situación determinada. Por otra parte, tal como se ha reconocido a partir de los trabajos de Lang, actualmente se postula que las emociones son respuestas a estímulos significativos para un organismo, que se producen, paralelamente, en tres sistemas diferenciados de respuesta: el neurofisiológico-bioquímico, el motor o conductual-expresivo y el cognitivo o experiencialsubjetivo. Las respuestas observadas en cada uno de estos tres sistemas, tomadas aisladamente, sólo son un reflejo parcial e imperfecto de la emoción; sin embargo, en el caso del sufrimiento no tenemos dudas de que el ingrediente primordial del sufrimiento es el experiencial-subjetivo y de que es éste, por tanto, esencialmente, el que deberemos evaluar y sobre el que tendremos que intervenir. Las preguntas abiertas personalizadas, la empatía y la escucha activa del paciente serán primordiales para alcanzar estos objetivos. Cuidados paliativos / 73 El mismo acontecimiento –un diagnóstico de cáncer o de sida, similar intensidad de síntoma o de percepción de pérdida en el ámbito psicológico, etc.– no produce la misma sensación de amenaza en todas las personas ni todas ellas poseen los mismos recursos para hacerle frente. Lo importante no son los síntomas que tiene o percibe un enfermo ni la similitud de la situación con que se encuentra –la misma fase de la misma enfermedad– en relación con otros enfermos, sino el grado de sensación de amenaza que cada uno de estos síntomas, o la constelación de algunos de ellos, le producen a él en particular. Los síntomas que padece el enfermo pero que no le suscitan amenaza no deberían merecer, en la mayoría de los casos, una atención prioritaria desde el punto de vista de la paliación del sufrimiento. Una vez más, deberemos recordar que no sólo existen enfermedades, sino enfermos. Primera conclusión: es muy importante explorar qué situación, síntoma, estímulo o estado concretos –biológicos, psicológicos y/o sociales– percibe el enfermo como una amenaza importante para su existencia o integridad, física o psicológica. Y esto sólo podremos conocerlo preguntándoselo al enfermo de tal manera que, por una parte, no presupongamos lo que al paciente le ocurre, distorsionando su respuesta, y, por otra, que, como mínimo, no produzcamos con nuestra pregunta un incremento en su sufrimiento. En este sentido, el ideal es que nuestras preguntas, a la vez que nos permitan obtener información sobre las preocupaciones del enfermo, posean un componente terapéutico. No existen síntomas que supongan una amenaza universal de la misma intensidad para todos los enfermos. En una investigación multicéntrica llevada a cabo con 252 enfermos oncológicos en situación terminal y 416 situaciones diferentes, se ha visto, por ejemplo, que la debilidad era la principal causa de preocupación para la mayoría de los 74 / Javier Barbero Gutiérrez enfermos, pero que dicha preocupación sólo afectaba al 50 por 100 de los que la percibían. La integración de los contenidos de los párrafos anteriores en el modelo que proponemos se estructuraría del modo siguiente: una situación, estado o estimulación de características biológicas –por ejemplo, dolor, disnea, etc.– o psicológicas –por ejemplo, soledad, marginación, sensación de pérdida, culpabilización, temor, carencia del sentido de la vida, vacío espiritual, etc.– es percibido por el enfermo como una amenaza importante para su persona o su bienestar. Ante dicha amenaza, el sujeto evalúa sus recursos y, en la medida en que se siente impotente para hacerle frente, este hecho le genera sufrimiento. Dicho sufrimiento, por una parte, puede amplificar la intensidad o presencia del síntoma amenazador, lo cual, a su vez, subraya la importancia de su falta de control sobre la situación y aumenta su sufrimiento. Por otra parte, este sufrimiento no ocurre en el vacío, sino que tiene lugar en una persona con un estado de ánimo concreto. Si éste es ya ansioso, depresivo o agresivo, lo potenciará; si no lo es y el sufrimiento persiste en el tiempo, puede fácilmente conducirlo hacia la ansiedad, la depresión o la ira. Paralelamente, quizás convenga recordar, aunque sea brevemente, que el humor o estado de ánimo es un tipo particular de estado afectivo que se distingue de las emociones por su carácter difuso. Mientras que la conducta emocional se dirige hacia algo o se aleja de algo, en los estados de ánimo existe ausencia de orientación hacia algo concreto. Para Davidson, su principal función es actuar como una especie de filtro, acentuando la accesibilidad de algunos pensamientos y atenuando la de otros. Así, por ejemplo, se sabe que las personas que padecen un estado de ánimo depresivo tienen mayor facilidad para tener pensamientos tristes que alegres. De ahí la importancia de combatir directamente los estados de ánimo depresivos, ansiosos u hostiles, ya que los mismos Cuidados paliativos / 75 pueden amplificar el sufrimiento. Los estados de ánimo, al menos con una intensidad débil, están siempre presentes en nuestras vidas y pueden durar horas, días, semanas o meses, mientras que las emociones, por su vinculación a elementos concretos de la situación, guardan una estrecha relación con dicha presencia y suelen desaparecer al eliminarse el estímulo o situación desencadenante, sea ésta física o cognitiva. El mismo circuito que acaba generando sufrimiento en el enfermo al final de la vida (percepción de amenaza a la integridad, junto con sensación de ausencia de control frente a esa amenaza), opera de la misma forma en la experiencia de sufrimiento de la persona en duelo por la pérdida de un ser querido o en la experiencia de los profesionales cuando sufren el conocido como burn-out o síndrome del quemado. Existe el sufrimiento que podríamos objetivar como problema y que, de un modo u otro, intentaremos resolver. Pero también existe la experiencia de sufrimiento que ya no se enmarca en lo problemático, sino en el ámbito del misterio. Cuando alguien angustiado te pregunta por qué se tiene que morir a los 28 años, no te está planteando un problema a resolver (no hay estrategia de resolución de problemas posible), sino un misterio a acompañar. Obviamente, la estrategia de acompañamiento puede ser enormemente útil frente a esta experiencia sin respuestas y plantea un enorme reto a los profesionales de CP que no quieren huir de esas cuestiones. Líneas maestras de los cuidados paliativos Los CP han ido conformando su estructura y dinámica a partir de la experiencia y de la reflexión. Describimos ahora los ejes más significativos que conforman su identidad y su funcionamiento. 76 / Javier Barbero Gutiérrez Atención individualizada e integral: aspectos físicos, psicológicos, sociales y espirituales No sirve el “café para todos”. Cada proceso de sufrir y de morir es único y diferente a los demás. El hecho de tener protocolos, criterios, recomendaciones, etc., no nos inhibe de tener que buscar siempre la personalización de los cuidados. Por ello, una palabra clave de los CP –y de las estrategias comunicativas que los sostienen– es el verbo “explorar”. Se trata de no dar nada por supuesto, sino de tener en cuenta la idiosincrasia de cada persona, su particularidad, la percepción subjetiva de lo que está ocurriendo en su interior o viviendo en su experiencia. No hay un paciente igual a otro, ni una forma de morir que se pueda generalizar de manera protocolizada para todo el mundo. Por ejemplo, hay personas que querrán morir en casa, acompañadas de sus familiares más cercanos, estando en su cama, con sus cosas, con la experiencia de lo cotidiano que ha sido tan significativo para ellas durante muchos años. Otras personas, sin embargo, preferirán morir en el hospital o en una unidad de CP, precisamente porque se sienten más protegidas al tener cobertura de médico y/o enfermera durante las 24 horas ¿Quién puede definir que uno de estos dos contextos es mejor para morir para un ciudadano concreto? Simplemente, él mismo, y, por ello, la atención paliativa, para ser correcta, no puede dejar de ser individualizada. Por otro lado, los CP incorporan algunas variables de manera significativa. Obviamente, incluyen los factores físicos y sociales, pero remarcan explícitamente también los psicológicos –de ellos hablaremos el siguiente apartado– y, curiosamente, los espirituales. Digo “curiosamente” porque la definición de salud de la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) –“no sólo la ausencia de enfermedad, sino también la satisfacción de las necesidades físicas, psíquicas y Cuidados paliativos / 77 sociales”– excluye explícitamente la vertiente espiritual. Me detengo, por la particularidad, brevemente en ello. El final de la vida nos sitúa ante las conocidas como “experiencias límite”. Suelen emerger de forma más o menos explícita cuestiones como el sentido que ha tenido la existencia, el repaso biográfico a la trayectoria personal, la presencia o ausencia de vínculos significativos en el terreno afectivo-familiar, los conflictos y el peso de su no resolución y un largo etcétera. Si todo ello es vivido en clave positiva, pues estupendo. Si no es así, el nivel de amenaza y de sufrimiento puede ser muy intenso. Obviar este tipo de realidades supone reconocer sólo una parte de la condición humana y, por tanto, des-humanizar la relación con la persona al final de la vida. La OMS, en uno de sus primeros documentos sobre CP (1990), dice que “lo ‘espiritual’ se refiere a aquellos aspectos de la vida humana que tienen que ver con experiencias que trascienden los fenómenos sensoriales. No es lo mismo que “religioso”, aunque para muchas personas la dimensión espiritual de sus vidas incluye un componente religioso. El aspecto espiritual de la vida humana puede ser visto como un componente más, integrado junto con los componentes físicos, psicológicos y sociales. A menudo se percibe como vinculado con el significado y el propósito de la vida, y, para los que están cercanos al final, se asocia comúnmente con la necesidad de perdón, reconciliación y afirmación en los valores.” En los CP se afirma sin reservas la necesidad de atender esta dimensión; no obstante, suele quedar más en una declaración de buenas intenciones que en una metodología y praxis suficientemente estructurada y validada. Quizás porque es difícil hablar y afrontar lo intangible o quizás también porque en nuestro contexto se ha asociado comúnmente con la experiencia de lo religioso y, desde 78 / Javier Barbero Gutiérrez ahí, como una intromisión de los aspectos creenciales de determinados grupos en la vida de las personas. Los profesionales de CP aún tenemos un camino largo que recorrer, y no sólo desde el conocimiento, la experimentación y el entrenamiento en metodologías de valoración e intervención frente a las necesidades específicamente espirituales, sino también en una mirada interior que nos cuestione los prejuicios que nos inhiben a la hora de acompañar las preguntas radicales del final de la vida de los otros, independientemente de nuestro mundo creencial personal, y que, en el fondo, nos confrontan con nuestra manera de mirar la muerte, su sentido y sinsentidos. Apoyo psicológico y comunicación La presencia de la muerte no es un acontecimiento más. Se trata de un acontecimiento único, radical, irreversible, definitorio en la vida de las personas. Tanto para el que la vivencia como para aquellos que le rodean, la muerte provoca siempre un antes y un después de manera significativa. Tanto ella como el proceso que la acompaña generan habitualmente una gran intensidad emocional, con riesgo de importantes desajustes para la persona. Está muy estudiado que cuando a los enfermos se les da el diagnóstico de una enfermedad grave y amenazante, con un pronóstico incierto, las variables internas del ser humano (sus pensamientos, emociones, voluntad, etc.) tienen que adaptarse a ese nuevo e inesperado escenario. Es lo que denominamos los “procesos de adaptación”. La doctora Elisabeth Kübler-Ross, pionera en este campo, describió, después de cientos de entrevistas a enfermos al final de la vida, distintas fases por las que podían pasar estas personas. Su modelo hoy ha sido revisado y matizado, pero sigue siendo vigente en los aspectos más centrales, por varias razones: Cuidados paliativos / 79 – Describe variabilidad, cambio y, por tanto, la necesidad de estar atentos los profesionales a una experiencia que nunca puede ser estática. – Normaliza determinadas expresiones emocionales o mecanismos de afrontamiento que, no por el hecho de ser expresión de malestar, dejan de ser entendibles dentro de una reacción lógica frente a algo amenazante. – Se aproxima a la realidad de la muerte en clave de adaptación, clave positiva que hace que el hecho de que pueda ser irremediable la presencia de la muerte no tiene por qué conllevar indefensión. Dicho de otro modo: todos los intervinientes podemos hacer algo en términos de mejora de la calidad de vida y del bienestar. Kübler-Ross plantea cinco fases de adaptación. Estas fases no tienen por qué seguir siempre el mismo orden y, además, pueden ser fases de ida y vuelta; en ocasiones, también, algunas personas se instalarán en una de ellas, y esto puede dificultar el proceso. Nos referimos a los siguientes estadios: – Negación. Se trata de “no puede ser”, “se han equivocado”, “hay que revisar las pruebas”. La mala noticia es tan dolorosa que no puede ser aceptada ni cognitivamente (sobre todo al principio) ni sobre todo emocionalmente. Aunque haya un reconocimiento intelectual de la presencia de la enfermedad y de su amenaza, la negación (un profundo mecanismo de defensa emocional) nos protege inicialmente de la amenaza. – Rabia, irritación, agresividad. El paciente se siente enfadado por la situación. Piensa que no se merece lo que está ocurriendo. Se le han cortado su mundo laboral, sus expectativas, su vida cotidiana. Esta rabia la expresa con las personas de su entorno, 80 / Javier Barbero Gutiérrez bien familiares, bien profesionales, a los que les cuesta entender y aceptar su enfado y, por ello, personalizan la situación. “¿Por qué me dice las cosas así, encima de que le estoy cuidando?”. – Pacto. suele ser una fase breve, en la que el paciente, por su necesidad de mirar en futuro, “negocia” internamente con una instancia superior (explícita o implícitamente), comprometiéndose a determinados cambios en su vida: “Si salgo de ésta dejaré de fumar definitivamente... o me ocuparé de los chavales a cuerpo y alma...”, o reformula promesas a la Virgen de su pueblo, etc. Es una manera de intentar sobrepasar la crudeza y la amenaza del momento presente, redimensionándolo. – Depresión. Posteriormente, a esta fase se la ha denominado “tristeza reactiva”. La palabra “depresión” posee una connotación psicopatológica que no tiene por qué darse en un enfermo terminal. Uno puede –¡y tiene el derecho – a estar triste con la vivencia de un cáncer en fase avanzada, lo cual no significa que esté deprimido. En el caso de ser muy intensa, prolongada o inhabilitante la tristeza, tendremos que recurrir a los psicólogos del equipo para que hagan un diagnóstico diferencial y una intervención específicamente psicoterapéutica. – Aceptación. Estimo que no es muy habitual una aceptación lúcida y consciente de la realidad de la muerte. En principio, nadie quiere morirse. En este proceso los profesionales podemos ayudar a diferenciar la aceptación de algo como real, a la aceptación de algo como bueno o deseable. Es el hacerse cargo de la realidad lo que puede permitir al ser humano sufriente ser el protagonista de su historia. Esto no es fácil ni agradable, pero instalarse en la negación al Cuidados paliativos / 81 final del proceso suele ser enormemente desadaptativo y aportar unas vivencias mucho más desoladoras. Quizás convenga diferenciar la aceptación de la resignación. Esta última nos sitúa en el rechazo de los fines últimos del ser humano, mientras que en la aceptación se siguen manteniendo los objetivos de fondo, pero se negocian las mediaciones. Pongamos un ejemplo. Si para una mujer con enfermedad terminal, de 45 años, uno de sus objetivos es ejercer a fondo como madre, probablemente ahora no podrá llevar a los pequeños al colegio, ni sacarlos al parque, etc., pero sí podrá –renunciando a esas mediaciones– seguir ejerciendo de madre reconociendo en sus hijos los cuidados que recibe, explicitando los valores que tienen, estimulándolos para el estudio, reconociendo el derecho que tienen a jugar, aun cuando su madre está enferma, siendo ello compatible con ayudar en casa, etc. El hecho de que la muerte sea el proceso natural por el que tenemos que pasar todos los seres humanos (¡dentro de cien años, todos calvos, incluido usted, querido lector!) no significa que sea una compañera de viaje querida ni deseada. Los desajustes emocionales son muy importantes, tanto para los pacientes como para sus familiares. Por ello el apoyo psicológico y el establecimiento de niveles adecuados de comunicación terapéutica van a ser imprescindibles. Limitar el apoyo psicológico especializado (realizado por psicólogos o psiquiatras) a casos de psicopatología supone un desconocimiento de la repercusión de las alteraciones emocionales inherentes al proceso de morir, tanto de las adaptativas –también dolorosas– como de las desadaptativas, y nos hace perder la perspectiva de un gran reto de los CP: la prevención de aquella parte del sufrimiento que pueda ser evitable. 82 / Javier Barbero Gutiérrez Desde los equipos de CP se intenta que sus profesionales tengan formación en estrategias de counselling-relación de ayuda, una metodología relacional centrada en el paciente, en la que se establece una alianza entre dos personas en la que, a base de explorar las necesidades y los recursos, se promueve el protagonismo de la persona enferma en su proyecto vital. El counselling utiliza herramientas de la conducta asertiva, la resolución de problemas, la motivación para el cambio y la autorregulación. Sin embargo, el conocer estas estrategias no solventa todos los problemas en el entorno de la enfermedad terminal. Manejar una negación desadaptativa y confrontarla, hacer diagnósticos diferenciales de cuadros ansioso-depresivos, diagnosticar e intervenir en procesos de duelo complicado, facilitar la reestructuración cognitiva ante pensamientos distorsionados... y un largo etcétera sólo podrá ser desarrollado por profesionales de la psicología altamente especializados. El sistema sanitario ha sido muy reacio a la incorporación de estos profesionales en los equipos de CP. A veces se han aducido problemas presupuestarios, sin embargo, da la impresión que las causas de fondo tienen que ver con una medicalización del proceso de muerte –como si todo lo solventaran los fármacos– y como una negación de la repercusión en la salud –no sólo biológica, sino también biográfica– de las variables de índole más psicosocial. El enfermo y su familia son la unidad a tratar La filosofía griega describió al hombre como un ser social, y en nuestro medio latino podríamos afirmar que el ser humano es un “ser familiar” y que la familia acaba siendo a la vez una matriz y una prolongación de la misma persona. Todo esto se percibe fundamentalmente en los Cuidados paliativos / 83 momentos de crisis/cambio: nacimiento, bodas, vínculos matrimoniales y... en el proceso de muerte. Desde esta perspectiva, la familia no es sólo sujeto cuidador del enfermo, sino que también acaba siendo objeto de cuidados, pues su participación no es sólo instrumental, sino también afectiva y existencial. Para un adulto al que ya se le han muerto los abuelos, quedarse sin padre no supone únicamente un impacto emocional, sino también afrontar la soledad frente a la toma de decisiones, sin el respaldo vital de sus ancestros. Supone, de algún modo, empezar a estar solo frente al mundo. Con este contexto, los CP quieren integrar a la familia como una unidad asistencial y, por tanto, facilitar la disminución del malestar acaba siendo también una responsabilidad de los cuidadores. Esto no sólo lo afirmamos desde una óptica consecuencialista (la familia acaba siendo el núcleo fundamental del apoyo al enfermo), sino también desde la aseveración sobre el derecho que tiene a ser cuidada por el hecho de sufrir significativamente. La familia también tiene que pasar su ciclo de adaptación ante la enfermedad avanzada-terminal de su ser querido. Percibe la amenaza del cambio en la estructura familiar, pero también en la dinámica. Los roles cambian, así como las rutinas y las prioridades, y, además, se sobrecarga el cansancio por las nuevas variables aparecidas. Tres son algunas de las situaciones más habituales que pueden presentarse en el contexto de los CP, y que describiremos brevemente: la conspiración del silencio, la claudicación familiar y la posible aparición de duelos complicados. a) Conspiración del silencio Se trata del acuerdo implícito o explícito de alterar la información al paciente por parte de familiares, amigos y/o profesionales sanitarios 84 / Javier Barbero Gutiérrez con el fin de ocultarle el diagnóstico y/o pronóstico y/o gravedad de la situación. Las razones son varias. En primer lugar, la familia siente la necesidad de proteger al paciente, “que ya está suficientemente herido por su enfermedad”, temiendo producir más sufrimiento que beneficio. Se teme su desbordamiento emocional: “Nosotros le conocemos muy bien y sabemos que no lo podría soportar”. Es una argumentación con aparente lógica interna, pero que no se suele corresponder con la realidad. Por un lado, parece demostrado que aunque a corto plazo la información de una mala noticia puede aumentar la ansiedad, los beneficios a medio plazo justifican dar la información. La segunda razón, difícilmente reconocida al inicio por los familiares, suele tener que ver con la necesidad de autoprotegerse de los propios familiares, probablemente como consecuencia de un desfase en el proceso de adaptación a la situación. Ello pone de manifiesto las dificultades de la familia para enfrentarse al sufrimiento de lo que sucede y, en este sentido, necesitarían y/o desearían negarlo. Es la forma de evitar, posponiendo, situaciones percibidas como dolorosas. En último lugar, también puede tener que ver con la dificultad de algunos profesionales para abordar situaciones en las que la comunicación se hace especialmente difícil, como el hecho de dar malas noticias y de hacerse cargo de las intensas emociones que se suscitan. Las consecuencias pueden traducirse en serios problemas emocionales para el enfermo. Se introduce una barrera, sin desearlo, en la comunicación. Se puede manifestar en sentimientos de soledad, incomunicación, aislamiento y algo tan importante como la sensación de falta de comprensión. Asimismo, la conspiración del silencio se encuentra en contradicción con la relación de confianza que debe de existir entre el médico –y, por extensión, los demás profesionales sanitarios– y el paciente. Si este último se siente engañado Cuidados paliativos / 85 se puede fácilmente potenciar una sintomatología ansiosa y depresiva, con un componente importante de miedo y de ira; además, esta situación emocional disminuye el umbral de percepción del dolor y de otros síntomas, sin olvidar que se dificulta la necesaria ventilación emocional, y no sólo para el paciente, sino también para el resto de la familia. Además, se puede inhabilitar al paciente para que pueda “cerrar” asuntos importantes que él podría querer resolver (desde legados testamentarios hasta aspectos más vinculares o emocionales). Esta situación, asimismo, puede aportar dificultades en el entorno familiar para la futura elaboración del duelo. Habrá que explicitar a la familia una distinción que es clara desde el punto de vista tanto técnico como ético: el objetivo –el fin– es el bienestar, no la información; ésta es un medio que puede facilitar o dificultar el objetivo. Dicho de otro modo: los profesionales sólo informaremos al paciente si éste quiere ser informado; de hecho, nosotros le diremos todo lo que quiere saber y sólo lo que quiere saber. No es más, pero tampoco menos. Tan negativo es informar a un paciente que no desea estar informado como privarle de datos a aquel que quiere gestionar el último proceso de su vida con conocimiento de la realidad. Uno de los miedos de la familia es que el proceso comunicativo-informativo sea brusco e inadecuado. Ahí tienen razón. Parece lógico que los profesionales tengamos que esmerarnos en conocer y utilizar las estrategias de “cómo dar malas noticias” y en acompañar los procesos emocionales que a corto plazo, inevitablemente, se derivan. La experiencia y la investigación hablan de que, habitualmente, será mucho más adaptativo informar que no hacerlo. La verdad da soporte a la esperanza, mientras que el engaño, independientemente de su bienintencionada motivación, conforma la base del aislamiento y la desesperación. Pero, en último término, lo que cuenta es la 86 / Javier Barbero Gutiérrez decisión del paciente, no la del profesional ni la del familiar, y, por ello, será fundamental distinguir entre las necesidades reales de los pacientes y las de sus familiares y allegados, tanto desde la perspectiva técnica como ética. b) Claudicación familiar Entendemos la incapacidad de los miembros de una familia para ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples demandas y necesidades del paciente. Se manifiesta en la dificultad en mantener una comunicación positiva con el paciente, entre los miembros sanos y con el equipo terapéutico, y/o en que la presencia y/o calidad de los cuidados puede quedar comprometida. Si no se resuelve, el resultado suele ser el abandono emocional del paciente y/o la ausencia o deterioro de los cuidados prácticos del mismo. Es un motivo de gran sufrimiento para el enfermo. En casos extremos puede llevar a malos tratos por negligencia en los cuidados. Son muchas las variables que intervienen en este fenómeno: tipo de familia (nuclear o extensa), lugar de residencia de la familia (desplazadas o en su medio, rural o urbano), duración, formas de afrontamiento y desarrollo de la enfermedad, tamaño del domicilio, experiencias anteriores similares, asignaturas pendientes en la relación familiar, tipo y nivel de comunicación familiar (conspiración del silencio, etc.), estructuras de soporte formal e informal a las familias, nivel y destinatarios de la información recibida, relación con los equipos terapéuticos, control de síntomas posible, lugar de estancia del paciente (hospital, hogar...), vigencia de problemas no resueltos, injerencia intempestiva de otros profesionales, falta de garantía de continuidad en los cuidados, etc. La claudicación familiar puede ser una fuente importante de sufrimiento no sólo para el paciente –sensación de soledad y abandono–, sino también para los integrantes del grupo familiar. Cuidados paliativos / 87 Para intervenir, la premisa fundamental será evitar juicios de valor con respecto a la familia. No suele ser una cuestión de querer, sino de poder, y, en muchos casos, desconocemos la trama histórica de relaciones y las capacidades reales de soporte. La actitud más correcta será mantener a la familia y al paciente como unidad asistencial, intentando compatibilizar valores, intereses y satisfactores. c) Experiencia del duelo Podríamos definir el duelo, en el ámbito de los CP, como la respuesta emocional por la pérdida y separación, total e irreversible, de alguien significativo. Ésta es una experiencia que anticipa la familia durante la enfermedad del paciente y que posteriormente va a vivir de manera real. Veamos con un cierto detenimiento la definición mencionada: – Respuesta emocional: aparecen, sobre todo, pero no sólo, una intensa experiencia de tristeza, de sufrimiento (“me duele el alma”, dicen algunos) y de vacío, que puede ir variando a lo largo del proceso. – Por la pérdida: no sólo la de la persona, sino también de lo que representaba (el que se hacía cargo de las gestiones en el banco, quien organizaba lo cotidiano de la casa...). – Y separación: se trata de una desvinculación, y los vínculos aportan la sensación de seguridad y protección. – Total e irreversible: es total, en el sentido que afecta a las esferas más significativas del ser humano (los afectos, el contacto físico, los planes de futuro, etc.), y, además, es una pérdida sin retorno, sin vuelta atrás. – De alguien significativo: si el vínculo no es significativo, no hay experiencia de duelo, aunque haya pérdida. En estas reflexiones nos vamos a centrar en el duelo por la muerte de un ser querido, aunque es cono- 88 / Javier Barbero Gutiérrez cido que el duelo puede experimentarse por la pérdida de un trabajo, por emigrar a un país lejano, etc. Vivir el duelo, en este sentido, sería tomar conciencia de la discrepancia entre el mundo que (desgraciadamente) es (el mundo real, con sus frustraciones, incluida la pérdida del ser querido) y el mundo que debería ser (una construcción interna, una fantasía personal que determina la visión del mundo que deseamos y la adaptación al mismo). Etimológicamente, la palabra duelo proviene del latín dolus, “dolor”. Se le llama duelo porque “duele” siempre. Duele cuando lloras porque necesitas desahogarte y expresar, duele cuando se reprime el llanto como respuesta a la presión social, duele cuando recuerdas al ser querido desaparecido y duele cuando se toma conciencia de haber estado un tiempo sin haberte acordado de él... En definitiva, es una experiencia que invade a toda la persona y que –radicalmente– te cambia la manera de situarte en la vida, porque te obliga a revisar los modelos internos que han sido los cimientos habituales de tu experiencia vital. Como una viuda expresaba, “es como si el mundo familiar, de repente, se convirtiera en extraño (no familiar)”. Hasta lo más familiar deja de serlo. Se necesita una re-conceptualización, una re-experimentación de lo cotidiano. La mayor parte de los autores afirma que están presentes en el repertorio habitual de conducta de la persona en duelo las tres características siguientes: – La negación de la irrecuperabilidad de la persona perdida (negación emocional, ante la incapacidad de admitir algo tan doloroso). – Las expresiones de rabia, realizadas a veces de forma dolorida y, en ocasiones, en forma de tristeza profunda y otros síntomas depresivos. Cuidados paliativos / 89 – La necesidad de restablecer algún tipo de relación interna con el fallecido. En definitiva, nos encontramos con dos ejes que atraviesan toda esa experiencia: una respuesta emocional tanto vivida como expresada (de maneras muy distintas) y –en el caso de la muerte de convivientes– la experiencia de interrupción de la rutina, costumbres y actividades habituales y la necesidad de resituar, en los aspectos prácticos y relacionales, la propia vida. La expresión “estar de luto” hace referencia a cómo las personas y las comunidades manifiestan externamente (codificación social) la experiencia vivida por la pérdida de un ser querido. Son los ritos y costumbres que acompañan a la experiencia de duelo. En nuestra cultura, clásicamente, se ha hecho con el acompañamiento al entierro, la visita en el domicilio del fallecido estando él de cuerpo presente, vistiendo con colores negros, etc. Desafortunadamente, en nuestra sociedad las expresiones más tradicionales han quedado vacías de contenido y no han sido sustituidas por otras que pudieran ayudar a las personas a procesar y a expresar una experiencia tan dura, con lo que se quedan desasistidas, sobre todo quienes no tienen en esos momentos los recursos personales activados para afrontar tantas dificultades. La mayor parte de los familiares o allegados atraviesan lo conocido como duelo normal, una experiencia dolorosa por la que no queda más remedio que pasar para poder seguir en los requiebros de la vida. No obstante, desde las estrategias de CP se trabaja, desde el inicio, en la prevención de la posible aparición de duelo complicado (otros lo categorizan como duelo anormal, atípico, patológico, etc.), atendiendo especialmente a los factores de riesgo. Veamos algunos de los más significativos: 90 / Javier Barbero Gutiérrez – La modalidad de la muerte: cuando es súbita y, en este sentido, inesperada. – La relación ambivalente con la persona fallecida (es imposible aclarar) o de dependencia (no se puede entender el mundo sin él, se necesita una nueva razón para vivir). – Apoyo social deficitario: familia no cohesionada o que no facilita la expresión de la tristeza. – Los sentimientos de inutilidad en el apoyo durante el proceso de enfermar. Para poder acompañar la experiencia de duelo puede ser útil el modelo de Worden (1997), que nos propone las siguientes tareas: – Aceptación (emocional) de la realidad de la pérdida. – Identificar y expresar sentimientos. – Adaptarse a vivir en un mundo en el que el otro ya no está. – Facilitar la recolocación emocional del fallecido para poder seguir vinculándose y amando. La mayor parte de los equipos de CP no cuentan con infraestructura para hacer seguimiento de los duelos, cuando esté indicado. Puede ser bien por no tener psicólogos que se puedan dedicar a ello o porque la presión asistencial se centra en el paciente, dejando parte de la filosofía y de los objetivos de CP en papel mojado. Respeto y protección de la dignidad y del principio de autonomía del paciente en situación terminal El encuentro con la muerte nos pone en contacto con la fragilidad más profunda. El ser humano –perteneciente a la especie más poderosa sobre la tierra– se enfrenta a su finitud, a su precarie- Cuidados paliativos / 91 dad, a su limitación. Vivimos en una sociedad que mide la valía humana por lo que tienes y por lo que haces, por el desarrollo más afortunado de tus fortalezas. El término dignidad se suele asociar a lo mismo. Por citar sólo un ejemplo, en la prensa aparece todos los días la comparación entre empleo digno y empleo precario, una simple muestra de lo que parece que está en juego. Desde la filosofía de CP se entiende la dignidad como un atributo del ser, como algo consustancial al ser humano que no se pierde por estar en situación de debilidad o dificultad especiales. Una persona es digna siempre, esté sana o enferma, recién nacida o próxima a la muerte, con trabajo o en paro... La persona es digna independientemente de que, por distintas circunstancias, tenga que vivir en condiciones indignas. Vivir sin el dolor controlado, abandonado de tus seres queridos, enfrentándote a la muerte solo sin ser esto deseado, es algo indeseable, contra lo que hay que luchar, pero no te priva de dignidad. Los CP, desde esta perspectiva, intentan respetar y proteger la dignidad del enfermo terminal y de su entorno, y una de las concreciones más significativas de este intento se encuentra en el respeto y la promoción de la autonomía de la persona. La palabra autonomía tiene dos acepciones. Una moral y otra funcional. Esta última tiene que ver con permitir y promover que la persona sea lo más independiente posible y que, por tanto, dependa lo menos posible en las tareas personales habituales de terceras personas. Desde ahí se pretende proveer de todos los facilitadores posibles para que pueda comer e higienizarse por sí misma y un largo etcétera. Como dicen los enfermeros, intentar que sean ellos mismos los que realizan –siempre que sea posible– las actividades para la vida diaria (AVD). 92 / Javier Barbero Gutiérrez La autonomía moral tiene otro significado. Una persona, mientras no se demuestre lo contrario, es capaz de tomar decisiones para todo lo que sea significativo en su proyecto vital. Incluido, como es lógico, en lo que afecte a su proceso de salud-enfermedad. En el terreno que nos ocupa esta reflexión tiene que ver con la ruptura de la asociación entre fragilidad físico-emocional y fragilidad moral. La tendencia en muchos profesionales es suponer que con tanta fragilidad la persona no es capaz de saber qué es lo que le conviene, así que a nosotros nos corresponde protegerle ante tanta amenaza, lo que en el extremo puede llevar a que el paciente no participe nada ni del proceso informativo ni del proceso de toma de decisiones. Esto es lo que clásicamente se entiende como paternalismo. Los CP afirman la dignidad y la autonomía de la persona y, por tanto, siguen creyendo que el protagonista activo y decisor de lo que está ocurriendo es el propio paciente; por tanto, no se trata tanto de elaborar objetivos terapéuticos “para” ellos, como “con” ellos. En la práctica, este reconocimiento no es fácil. Supone sostener al paciente en sus momentos de angustia, apoyarle en la incertidumbre, establecer un proceso de deliberación moral al que no estamos acostumbrados cuando nos cuesta combinar los principios de la ética de la indicación con los de la ética de la elección. Actitud terapéutica activa y positiva Podemos comenzar este apartado reflejando un texto de la OMS que afirma con contundencia algunas precisiones importantes. Para esta organización, los CP, entre otras cosas: – Afirman la vida y consideran la muerte como un proceso normal. – Ni aceleran ni posponen la muerte. Cuidados paliativos / 93 – Ofrecen un sistema de apoyo para ayudar a que los pacientes vivan tan activamente como sea posible hasta la muerte. Si se afirma la vida, en positivo, y si la muerte no es concebida como un fracaso, sino como un proceso normal inherente a la condición humana, es más fácil que la actitud terapéutica sea positiva y que no funcione a la defensiva. Se pueden hacer muchas cosas para acompañar y tratar al paciente en fase terminal y, además, se pueden hacer como buenas y no sólo como un mal menor. Precisamente por esta visión, en CP no se estimula la muerte, pero sí los procedimientos humanizadores que se pueden instaurar en el proceso de muerte, lo cual supone afirmar la vida y la calidad de vida en su plenitud. Decíamos que hay una frase prohibida en CP: “ya no hay nada que hacer”. Los CP no se definen tanto por lo que uno “deja de hacer” (por ejemplo, suspender la quimioterapia de objetivo curativo, retirar la nutrición parenteral, etc.) como por lo que uno propone activamente: manejar los síntomas, dar apoyo emocional, satisfacer las necesidades espirituales, etc. Esta propuesta activa no sólo incumbe a los profesionales directamente en su hacer, sino también a la perspectiva de apoyo a la autonomía de los pacientes. Manejo y control de los síntomas Si hay una expresión común en los libros y profesionales de CP es la de “control de síntomas”, y, entre ellos, obviamente, el control del dolor. El dolor, en sí mismo, es “una desagradable experiencia sensorial y emocional que se asocia a una lesión actual o potencial de los tejidos o que se describe en función de dicha lesión”. Sin embargo, en el ámbito de la enfermedad terminal 94 / Javier Barbero Gutiérrez presenta algunas características típicas que le convierten en uno de los síntomas más prevalentes y significativos: – Es una experiencia en sí aversiva. – Puede causar una cascada de síntomas relacionados: perturbación del sueño, fatiga, alteración emocional, incapacidad para concentrarse, etc. – Puede condicionar actividades básicas para la vida diaria, como vestirse y lavarse; actividades mentales, como leer, y múltiples actividades sociales, como recibir visitas y apoyo social, etc. – Puede llegar a dominar la conciencia y a que el paciente sea física y mentalmente incapaz de alcanzar algunos objetivos que quisiera lograr antes de la muerte. Consiguientemente, podemos presuponer que el alivio del dolor habitualmente ayudará a aliviar otros síntomas, a aumentar los niveles de actividad y a proporcionar un mayor bienestar al paciente. Lo indicado, por tanto, será intervenir con estrategias analgésicas adecuadas para prevenir y tratar el síntoma doloroso. Pero la reflexión no puede quedarse ahí... En nuestro medio aún permanece la idea de que el dolor es algo natural, inevitable en ciertas enfermedades y signo de virtud o estoicismo, y aunque esta corriente de pensamiento va perdiendo fuerza, sigue influyendo de forma larvada y no reconocida en no pocos clínicos. Somos hijos de nuestra historia y estamos condicionados por mentalidades que, aun teóricamente superadas, están presentes. Cuando escuchamos de algunos profesionales expresiones como “si uno está enfermo ha de saber que no queda más remedio que aguantar” o “este paciente es un quejica, ya le he dado suficiente analgesia”, a uno le sigue asaltando la duda Cuidados paliativos / 95 de que se haya incorporado esa afirmación tan obvia que formulamos muy a menudo de que “cuando el paciente dice que le duele, es que le duele” y por tanto tendremos que explorar las causas de ese síntoma y las estrategias para intervenir con él. Y como es obvio, no habrá que esperar a que el paciente esté en fase “terminal” para aplicarle una analgesia adecuada. El tratamiento del dolor no es una cuestión supererogatoria gestionada por el principio de beneficencia. Estamos ante un problema de no maleficencia cuando al paciente se le hace daño (no aliviándole el dolor) tanto por indicar terapéuticas inadecuadas como por no utilizar tratamientos correctos cuando existen los medios para hacerlo. Estas cuestiones también afectarán al principio de justicia cuando no se dé un acceso igualitario de la población al tratamiento del dolor, bien por depender de la correcta formación del facultativo, bien por no haber infraestructuras sanitarias adecuadas. Por otro lado, también afecta al principio de autonomía, pues un paciente no podrá ejercerla si desconoce las posibilidades de elección, y así no será posible mejorar su dolor según sus deseos y creencias; no hay que olvidar que hay dolores asumibles y otros que no lo son y que corresponderá por tanto a la persona decidir acerca de la priorización de los objetivos terapéuticos. Ya se sabe, el dolor más llevadero es siempre el dolor del otro... Es conocido que, un control de síntomas excelente –incluido el dolor– puede, paradójicamente, conducir a la experiencia de sufrimiento en otros dominios de la persona. En este sentido no es exacta la afirmación de que controlando el dolor se está disminuyendo necesariamente el sufrimiento, pues el dolor u otros síntomas pueden estar enmascarando una realidad aún más sufriente para la persona (inclusive el hecho de plantearse el deterioro y el porqué de la amenaza inminente de la muerte). Resulta llamativo, pero 96 / Javier Barbero Gutiérrez en ocasiones el dolor aporta beneficios secundarios a la persona. En torno al tratamiento del dolor, aún existen algunos médicos reticentes al uso de la morfina, sobre todo cuando existe el riesgo de que el uso o el aumento de dosis de esta sustancia puedan provocar la muerte ante la falla del sistema respiratorio. La OMS afirma, sin referirse exclusivamente al tratamiento con morfina, que “un médico no puede ser tenido como criminalmente responsable por emprender o continuar la administración de CP apropiados con el fin de eliminar o reducir el sufrimiento de un individuo, sólo a causa del efecto que esta acción pudiera tener sobre la posterior esperanza de vida”. Esto está en consonancia con el conocido principio del doble efecto, también conocido como principio del voluntario indirecto. Por este principio, una acción u omisión que tiene dos efectos, uno considerado bueno y otro malo, será éticamente permitida cuando se den estas condiciones: 1. Que el acto que va a realizarse (en nuestro caso, la administración de morfina) sea bueno o al menos indiferente por su objeto. 2. Que los efectos buenos y malos se sigan inmediatamente del acto, es decir, que el efecto bueno (analgesia, control de síntomas) no se obtenga por medio del malo (muerte). 3. Que se busque sólo el buen efecto y se limite a tolerar el malo. 4. Que haya cierta proporción entre el efecto bueno querido y el malo tolerado, es decir, que el buen efecto supere al malo o al menos lo iguale (la experiencia de sufrimiento es tan intensa que su alivio compensa en cuanto a la asunción del riesgo de aceleración del proceso de morir, en un paciente que por su terminalidad fallecerá en un corto espacio de tiempo). Cuidados paliativos / 97 Actualmente existe un cierto consenso en admitir el uso de opiáceos en estas circunstancias cuando la intencionalidad de alivio de síntomas es clara. Continuemos con la reflexión. A algunos de los médicos de hospitales de agudos se les acusa de que les fascina la patología y que, desde ahí, se olvidan de que están tratando a una persona con un problema y no, en sentido estricto, a un problema que padece la persona. En CP también nos podemos encontrar profesionales a los que les fascinan los síntomas y se olvidan de la totalidad de la persona. No podemos olvidar que el control de síntomas no es un fin en sí mismo, sino meramente un medio –habitualmente muy importante– para conseguir el objetivo de que la persona enferma alcance los mayores niveles de satisfacción y de bienestar deseados por él. Los síntomas, por tanto, de por sí “particulares”, pueden ser de utilidad para el paciente para negar la situación”global” de la persona. La palabra control se emplea con profusión en nuestra sociedad: control parlamentario, control aéreo, control de aduanas, control policial en carreteras..., y siempre hace referencia a una actividad en la que alguien pretende regular la conducta de otra persona, independientemente de su parecer. La propia expresión control de síntomas no es ajena a esta significación. En CP, con demasiada frecuencia se prioriza la dinámica del control (que suele tener que ver con el poder del profesional) frente a la dinámica de la elección (que tiene mucho más que ver con la libertad del paciente). El control que se ofrece, normalmente con agentes externos, suele estar más ligado a la expropiación que a la apropiación de la salud. La omnipotencia –una forma más de un ejercicio peculiar del poder– también se refleja en pretender afirmar que todas las muertes pueden ser pacíficas (con un buen equipo de CP, claro está) o en que “si usted tiene dolor, lo que tiene que hacer es cambiar de 98 / Javier Barbero Gutiérrez médico” (es decir, acudir al médico que afirma esta sentencia). La palabra control denota una orientación en la que el cuidador asume la responsabilidad de dirigir el sufrimiento del paciente, privándole a éste del protagonismo que le corresponde en las últimas fases de su vida en la gestión de la misma. Una última consideración. Existen estrategias de manejo del dolor y de otros síntomas que no son únicamente farmacológicas. Contamos con estudios que prueban, por ejemplo, que uno de los factores de mayor impacto sobre la depresión, el dolor y su control era el sentido que los enfermos atribuían a sus dolores. En función de que fuera vivido como un castigo, como un desafío, como un enemigo o simplemente como el resultado del crecimiento de un tumor, podía variar la intensidad y modalidad de la percepción. Es decir, parecería que se puede atenuar el dolor en parte gracias a un mejor conocimiento de todo el proceso cognitivo del dolor en el paciente. Esto nos lleva a reflexionar acerca de la necesaria multidisciplinariedad de los equipos y de la presencia en éstos del ámbito psicosocial. Lo abordaremos en un apartado posterior. No cabe duda de que uno de los objetivos del proceso y mejora de la calidad asistencial en los CP seguirá siendo el reconocimiento, evaluación y tratamiento de los síntomas, pues inciden significativamente en el bienestar del paciente, sabiendo que algunos se podrán controlar –si así lo desea el paciente, como suele ser habitual– y en otros tenderemos que propiciar su adaptación a los mismos. Importancia del contexto asistencial Los CP quieren que su hacer asistencial se dé en un clima de respeto, tranquilidad, comunica- Cuidados paliativos / 99 ción y apoyo mutuo. Esto, obviamente, dependerá de las actitudes de los distintos intervinientes, pero también del contexto en el que se provea la asistencia. No se trata tanto de afirmar que sea preferible morir en casa o en un centro asistencial, sino de procurar que, sea donde sea, el contexto sea lo menos depresógeno y lo más tranquilizador posible. Se suele decir que las condiciones han de ser lo más parecidas posible a “estar en casa”. Transcribo, por ser un ejemplo tan real como completo, parte de la información escrita que se proporciona a los familiares de los pacientes ingresados en la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital Gregorio Marañón, de la Comunidad de Madrid: “...Para dar respuesta a estas necesidades, el equipo humano de la unidad, que está constituido por médicos, enfermeras, auxiliares de enfermería, psicólogo, capellán, administrativo, etc., tiene como objetivo prioritario la mejora de la calidad de vida, con tratamientos que controlen el dolor y el resto de los síntomas, así como las necesidades psíquicas, sociales y espirituales del paciente y su familia”. Para ello, la unidad disfruta de un régimen diferente al resto del hospital, como es: 1. Horario de visitas: de ocho de la mañana a diez de la noche. 2. Número de visitantes: sin límite durante el horario establecido, únicamente moderado por la discreción, el bienestar del paciente o por indicación expresa del personal de la unidad. Por la noche se recomienda un solo acompañante. 3. Edad de los visitantes: sin límites, pudiendo pasar niños pequeños e incluso bebés. 4. Objetos de uso personal: está autorizada la entrada a la unidad de objetos personales que faciliten la integración del paciente y la familia en el medio hospitalario, dando a la habitación un aire “más de casa”. 100 / Javier Barbero Gutiérrez 5. Alimentación: Se procura que la dieta sea lo más apetecible posible, con menús variados e incluso personalizados, autorizándose también la entrada de alimentos cuando al paciente le apetezca algo “casero”, previa consulta con el personal de la unidad. La unidad cuenta además con... 1. Cocina para familiares, en la que pueden preparar un café a deshora o calentar y comer sus propios alimentos, sin alejarse, por tanto, demasiado del paciente. 2. Sala de televisión para uso de todas las familias y enfermos que lo deseen, para los momentos que apetezca salir de la habitación cuando la situación del paciente lo permita. 3. Servicios religiosos: para los pacientes o familiares que lo deseen, poniéndose en contacto con el capellán de guardia, cuyo despacho está situado en... También pueden hablar con él avisándole por... Si se necesita apoyo religioso para creyentes no católicos, se colaborará de la manera más eficaz posible en la localización necesaria. 4. Existe en la unidad teléfono público, para uso del enfermo y familiares, para sus llamadas al exterior. El díptico informativo incluye en la contraportada el siguiente texto: Esperamos que la unidad sea como una prolongación de su casa. Les rogamos un buen trato de los utensilios y mobiliario usados durante su estancia, cuidándolos como si fueran suyos. De nuevo les encarecemos la necesidad y utilidad de mantener una relación estrecha y de implicación directa en el trato del enfermo. Parece claro que los CP no se pueden dar en cualquier contexto. En la sanidad penitenciaria, Cuidados paliativos / 101 por citar un ejemplo, hay magníficos profesionales que quieren ayudar profesionalmente a los enfermos presos que están muriendo en las enfermerías. Nadie duda de la voluntad ni de la capacitación de esos profesionales, pero el contexto impide hacer realmente CP, aunque sólo sea porque la cárcel es un medio hostil en el que la familia no puede participar de modo alguno en los cuidados ni en el acompañamiento del ser querido que está falleciendo. En un hospital de agudos sin las remodelaciones y cambios organizativos oportunos, también difícilmente se pueden ofrecer los CP en toda su dimensión. Una cosa distinta es que en esos espacios se provean medidas paliativas, necesarias para los procesos de morir, pero no el abordaje global que proveen los CP. Estas limitaciones quedan atemperadas con equipos funcionales de CP, formados por expertos en CP (fundamentalmente médicos, psicólogos y enfermeros) que, sin camas asignadas, proveen soporte a los equipos de planta responsables de la asistencia a esos pacientes. En muchos lugares se promueve la posibilidad de morir en casa, con un buen apoyo profesional. Es un planteamiento tan interesante como complementario. Sin embargo, no puede haber moneda única para todos. Hay ocasiones en las que es muy difícil, por no decir casi imposible, mantener al paciente en su entorno, bien sea por descontrol de síntomas, bien por claudicación familiar, que suelen ser los dos criterios de ingreso para las unidades de CP. Y, en último término, siempre habrá que tener en cuenta la opinión del paciente, a quien en no pocas ocasiones el ingreso en una institución adecuada le da un marco de seguridad que habrá que respetar. Sea el medio el que sea, el contexto habrá de ser flexible, con riqueza estimular y facilitador del encuentro humano. 102 / Javier Barbero Gutiérrez Importancia de los procesos asistenciales El cambio de la actitud curativa a la actitud paliativa no se da de forma drástica. Se sobreentiende que el binomio curar-cuidar no tiene un punto de corte tajante, dado que en el primer momento de la enfermedad, cuando el objetivo es fundamentalmente curativo (se va a por todas), se sigue cuidando, del mismo modo que cuando, ya dentro de la dinámica de CP, se prioriza el cuidar, también se pueden curar diferentes problemas (hongos en la boca, algunas infecciones, etc.) que se convierten en síntomas que provocan un malestar significativo en los pacientes. Es más, puede haber determinadas intervenciones que, aun siendo habitualmente de naturaleza curativa y manteniendo un perfil agresivo, pueden tener un objetivo paliativo (existen, por ejemplo, la quimioterapia y la cirugía paliativas). Los procesos asistenciales tienen que ver también con la distinta participación de los equipos asistenciales. El traslado de un paciente de un servicio típicamente de hospital de agudos (léase, por ejemplo, oncología) a un recurso específicamente paliativo ha de realizarse de modo no traumático, con la información adecuada y aclarando que se trata no de una dejación de responsabilidades, sino de responder al continuo asistencial que procura el mayor bienestar al paciente. Para ello, las derivaciones han de estar hechas correctamente, los equipos se han de conocer y se han de consensuar los criterios y los procedimientos de derivación. Sin ese consenso externo difícilmente se pueden hacer bien las cosas. El paciente terminal no es alguien que nos queremos quitar de encima porque ocupa una cama de agudos y ya no se le puede curar, sino que es una persona que sigue teniendo derecho a ser bien tratado y del que hay que respetar también sus tiempos y sus procesos en la toma de decisiones. Cuidados paliativos / 103 La coordinación entre servicios no siempre es fácil. En ocasiones viene dificultada porque los recursos de CP no están en el mismo hospital de agudos donde fue tratado el paciente (léase cuando operan, por ejemplo, directamente en el domicilio). También puede ocurrir que formen parte de redes asistenciales distintas y no suficientemente bien vinculadas (por ejemplo, en algunas comunidades autónomas dependen de los programas sociosanitarios y no directamente de los sanitarios). Otra de las dificultades puede venir por la patología de base del paciente. Los CP nacen habitualmente del mundo de la oncología y ésta aporta el mayor número de pacientes a los recursos específicamente paliativos. No obstante, también hay un buen número de pacientes en fase terminal que tienen como enfermedad primaria la infección por VIH-sida, patologías neurológicas, enfermedades geriátricas... y que también son subsidiarios de recibir, cuando esté indicado, la atención integral que ofrecen los CP. En este terreno aún queda mucho camino por andar, aun a sabiendas que cada vez la conciencia es mayor y también la perspectiva integradora para estos pacientes. Podemos hacernos la pregunta de si todo paciente en el final de su vida es subsidiario de ser atendido por equipos específicos de CP. La respuesta es no. La red normalizada (tanto de atención primaria como de atención especializada sanitarias) puede asumir un porcentaje muy alto de pacientes al final de la vida, siempre y cuando los profesionales tengan la formación suficiente y la actitud paliativa clara. Habrá pacientes que bien por su complejidad clínica o por la desadaptación psicosocial, precisarán la participación de equipos específicamente paliativos. Lo ideal es que la cobertura de estos pacientes fuera del 100%, lo que no ocurre en todas las comunidades autónomas, desafortunadamente. 104 / Javier Barbero Gutiérrez Equipo multiprofesional y trabajo interdisciplinar Cuentan que Balfort Mount, médico canadiense pionero de las unidades de CP en hospitales, solía decir a sus compañeros: “¿Has trabajado en equipo? Enséñame las cicatrices”. Ciertamente, no es fácil trabajar en equipo. La diversidad de intereses particulares, la historia profesional y laboral de cada uno de sus miembros, la diferenciación de roles (explícitos e implícitos) y de estatus, el establecimiento de jerarquías y el nivel de dificultad de la tarea pueden ser variables que inciden en la complejidad del trabajo en equipo. En el caso de los CP mantenemos la tesis de que la aparición del “síndrome del quemado” (burnout) en algunos profesionales tiene mucho más que ver con las dificultades de trabajar en equipo de una determinada manera que con lo que significa enfrentarse diariamente al deterioro y a la muerte. Podríamos afirmar que la tecnología punta de los CP se encuentra en el trabajo interdisciplinar. La composición multiprofesional o multidisciplinar de un equipo (con médico, psicólogo, enfermera, etc.) se justifica por la multidimensionalidad del ser humano al que atiende, pero su existencia no garantiza un funcionamiento interdisciplinar real. Este funcionamiento es prioritario en CP y se justifica, más allá de la multiplicidad de dimensiones del paciente, por la complejidad e interrelación de las mismas. Sin interacción entre los profesionales, de cara a conseguir objetivos comunes, difícilmente se podría dar esa atención integral que abarque la unicidad de la persona y no sólo sus componentes. La identidad de los equipos interdisciplinares sobrepasa las identidades individuales, y todos sus elementos son considerados como miembros esenciales del equipo. Estos equipos procuran un nivel de respuesta superior al que resultaría de la suma de las contribuciones individuales de los diferentes miembros. Cuidados paliativos / 105 Uno de los problemas técnicos y éticos que aparecen al inicio de la creación de unidades o programas de CP es la composición profesional de los mismos. Nadie discute la presencia de médicos y enfermeras, pero sí es más debatida la necesidad, prioridad y dedicación temporal de otros profesionales asistenciales. En España, hasta donde yo conozco, podemos encontrar psicólogos, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales, fisioterapeutas, auxiliares de clínica y capellanes, dependiendo de las unidades o servicios. Obviamente, su inclusión dependerá de los recursos y del desarrollo del programa, pero no sólo de ello. Cuando hay que decidir qué tipo de profesionales escoger, una vez contratados el médico y la enfermera, la pregunta clave a responder será qué tipo de profesional puede ser más útil para ayudar a afrontar la situación de terminalidad al paciente y a la familia. Desde mi punto de vista, la presencia, al menos a tiempo parcial, del psicólogo y del trabajador social en el equipo va a ser fundamental. Ya hemos hablado del impacto y la descompensación emocional que pueden vivir tanto paciente, familia como equipo, en ocasiones de manera muy patológica; también es conocida la necesidad habitual de apoyos sociales externos (formales o informales) para ayudar a mantener o restablecer el difícil equilibrio sistémico que amenaza la situación de terminalidad. Ya para terminar las reflexiones en cuanto a la composición de los equipos, una última consideración: el paciente en fase avanzada-terminal suele presentar necesidades espirituales. Esto no siempre es reconocido por los profesionales. Ante esta constatación suelo afirmar que “no se diagnostica aquello en lo que no se piensa”. En este sentido, y ante la escasez de profesionales formados y específicos en este ámbito (a excepción de los capellanes de algunos hospitales, más preparados en apoyar la satisfacción de las necesidades espirituales religiosas que las no religiosas), creo 106 / Javier Barbero Gutiérrez que los equipos de CP tendrían que comenzar una estrategia de formación en este ámbito para, al menos, saber detectar molarmente este tipo de necesidades y así poder buscar, donde no puedan ellos satisfacerlas, las derivaciones oportunas ante una cuestión tan importante –y trascendental, nunca mejor dicho– en el ámbito del enfermo terminal. En algunos autores se defiende que el paciente y la familia son también miembros integrantes del equipo. La idea en sí parece positiva, pues les sitúa también en condiciones de simetría, reconociéndoles incluso el papel preponderante que han de tener en todo el proceso asistencial. No obstante, las funciones, los papeles y las responsabilidades entre unos y otros son distintos, y probablemente también el lugar desde el que cada uno se sitúa en función de la relación y la problemática. Otro de los problemas éticos que aparecen en CP tiene que ver con la propuesta de formación del equipo y de sus profesionales. Difícilmente se puede hacer un trabajo interdisciplinar sin formación multidisciplinar y compartida, independientemente de la formación específica que cada profesional pueda adquirir dentro de su campo específico. Los CP tienen un marco conceptual y metodológico que ha de ser común para todos, lo que incluye unos procedimientos (como pueden ser las reuniones de equipo) y un lenguaje que difícilmente se adquieren sin una estrategia formativa común. Por otra parte, no se trata de hacer todos de todo, ni jugar a la omnipotencia de algunos profesionales que creen que en función de su buena actitud o de su experiencia son capaces de manejar sin ningún problema también lo psicológico, lo social, lo espiritual, lo... Sí que hay un nivel (detección molar de problemas e intervención muy básica en otros ámbitos que no son de tu disciplina) que corresponde a todos, lo cual nos obliga a tener Cuidados paliativos / 107 unos conocimientos mínimos de las otras áreas. Un trabajador social deberá conocer al menos el esquema global de la escala analgésica de la OMS, un médico habrá de saber un mínimo de la estructura y funciones del voluntariado, y a un psicólogo no se le deberá olvidar en la visita que ciertas posturas de un paciente inmovilizado pueden facilitar la aparición de úlceras por decúbito... Por lo menos, para prevenir y para derivar cuando sea preciso. Hace tiempo escuché a un médico decir: “No vamos a pretender que para cada enfermo terminal haya un equipo interdisciplinar; debemos formar a los médicos de forma multidisciplinar”. De acuerdo, si no se cae en la temible omnipotencia del sabelotodo, cuya consecuencia más inmediata es una más que deficiente atención a los pacientes y sus familias. Vayamos ahora a plantear uno de los problemas más acuciantes: la toma de decisiones en un equipo. Las decisiones en CP pueden ser controvertidas y, en ocasiones, plantean conflicto decisional en los equipos. En este sentido, conviene diferenciar lo que es el nivel técnico del nivel ético. En el primero, el ámbito decisional suele estar más definido. Veamos, como ejemplo, la relación médico-enfermera. Existe una cada día más clara diferencia entre el diagnóstico médico y el diagnóstico de enfermería, al igual que en el plano de la intervención; para la enfermería habrá actuaciones delegadas, pero muchas de sus intervenciones serán autónomas y propias de lo conocido como cuidados de enfermería, tan claves en CP. Sin embargo, en muchas ocasiones, la decisión técnica puede ser del médico, pero la ejecución de la misma habitualmente corresponde a enfermería, y ahí puede aparecer conflicto. El enfermero, experto en la dinámica de los cuidados, suele estar muy sensibilizado ante el riesgo de obstinación terapéutica y en ocasiones se encuentra ante el dilema de tener la orden médica de poner o quitar un procedimiento y no estar 108 / Javier Barbero Gutiérrez de acuerdo. Desde el punto de vista moral no se podría negar si su valoración es que tal orden estaría “no indicada”; sí que podrá negarse si entiende que es una orden contraindicada, es decir, claramente maleficente. Obviamente, si se niega deberá reflejarlo y razonarlo por escrito, en la historia clínica, como todo aquello que se plantea como proceder excepcional. La excepción –y negarse a una orden médica, en principio lo es– ha de estar siempre debidamente justificada y ha de cargar con la prueba aquel que la realiza. Decíamos que, desde el punto de vista técnico, el ámbito de decisión está diferenciado, pero esto no es tan claro desde el punto de vista ético. Médico, enfermero, psicólogo, etc., son interlocutores válidos en condiciones de simetría desde el punto de vista moral. Con sensibilidades distintas en función de su ejercicio y responsabilidad profesionales, pueden tener visiones complementarias y mutuamente enriquecedoras de la situación. Prescindir del diálogo moral ante las situaciones concretas y a veces tan complejas como las que aparecen en CP, se convierte en una irresponsabilidad moral. En CP una de las estrategias clave para la toma de decisiones es el consenso interdisciplinar, pero sin olvidar que el consenso de por sí no garantiza la moralidad de la decisión. Un ejemplo tan claro como extremo: el que todos hayamos consensuado ingresar a un enfermo terminal en una unidad de cuidados intensivos no significa que la decisión sea moralmente correcta. No obstante, la dinámica del consenso suele ser muy útil cuando se hace desde planteamientos críticos y creativos y no desde la búsqueda de la uniformidad. La uniformidad puede ser más cómoda, pero desde luego no es saludable para un equipo, pues favorece las rutinas y la falta de autocrítica. De hecho, los equipos de CP corren el riesgo de la autocomplacencia y de cerrarse demasiado a la crítica externa, cayendo en ocasiones en Cuidados paliativos / 109 el denominado “pensamiento grupal”, típico de grupos de gran cohesión, que mantienen pocas relaciones con el entorno externo, con un liderazgo no imparcial, sin procedimientos claros para las discusiones y las tomas de decisiones y en las que se percibe una baja probabilidad de encontrar soluciones mejores que las que apoya el líder u otros miembros influyentes. Este tipo de reflexiones, no obstante, no anula como objetivo la búsqueda de consenso, pues parece claro que desde la intersubjetividad nos podemos acercar más a la objetividad en la decisión. Todos los equipos tienen líderes, formales o informales, únicos o compartidos. ¿A qué profesional corresponde el liderazgo formal en un equipo de CP? Es claro que quien formalmente ostenta el liderazgo ya está ejerciendo un tipo concreto de poder. La cuestión estará en cómo lo ejerce. Desde mi punto de vista, la capacidad de liderar un equipo, de cuidar a sus componentes, de aprovechar las mejores energías en cada uno de sus miembros de cara al objetivo común, la habilidad de manejar asertiva y eficazmente los conflictos intraequipo o la relación externa con otras instituciones no vienen garantizadas por ser licenciado en medicina o en psicología o por ser diplomado en enfermería o trabajo social. Se puede ser un magnífico facultativo de CP, experto en el control médico de síntomas y no tener ninguna habilidad para liderar un equipo. Cuando una institución define el liderazgo de un equipo de CP tendrá que analizar variables distintas a la titulación profesional. Los equipos interdisciplinares de CP suelen trabajar lo que se denomina el consenso interno. Desde ahí, no se trata sólo de consensuar los objetivos terapéuticos de un paciente concreto, sino de intentar también llegar a acuerdos en cuanto a los objetivos del equipo y su gradualidad, la orga- 110 / Javier Barbero Gutiérrez nización (distribución de espacios, normativa, circuitos, documentación común, sesiones...), protocolos, formación, etc. Uno de los escollos más habituales que suele aparecer en cuanto a la búsqueda del consenso interno tiene que ver con lo que denomino “congruencia informativa”. Pongamos por caso que el médico no ha informado y el paciente pregunta a otro miembro del equipo, a quemarropa, acerca de la naturaleza de su enfermedad. ¿Qué se ha de decir? El médico responsable debe asumir que es una de las consecuencias previsibles de su decisión. Estas cuestiones deberían discutirse con los otros profesionales del equipo y se debería acordar entre ellos, de antemano, cuando fuera posible, la acción a tomar cuando la situación se presente. Se podrá sugerir que los profesionales deriven al paciente al propio médico, a fin de que pueda contestar esa pregunta, pero no se debe esperar que el equipo mienta al paciente o haga algo que pueda destruir la buena relación personal y profesional que tienen con él. Otra de las cuestiones que más preocupan, por sus consecuencias, es lo que suelo denominar “síndrome de burn-out grupal”; entre otras cosas, por la escasa predisposición de los equipos a asumirlo y, por tanto, a trabajarlo. Veamos alguno de sus indicadores: – Lenguaje vulgar acerca de los pacientes en las reuniones: chistes poco respetuosos, expresiones exageradas con respecto a los familiares... Aunque externamente suele ser poco apreciable, por el principio conocido de “condicionamiento semántico” acaba influyendo en la asistencia. – Silencio cuasi-permanente de algunos profesionales en las sesiones clínicas. – Empieza a fallar la puntualidad y/o la asistencia a las reuniones, apareciendo de manera casi sistemática cosas “urgentes” o “muy importantes” a hacer en ese momento... Cuidados paliativos / 111 – Se percibe la “labor de pasillos” por subgrupos. – De manera descontextualizada y desproporcionada, empiezan a esgrimirse argumentos laborales, de horario, salarios, etc., en momentos teóricamente de encuentro para analizar y tomar decisiones clínicas. – Las energías parecen estar más centradas en la dinámica del grupo que en los propios pacientes (la dinámica de “mantenimiento” –de forma válida o errónea– predomina claramente sobre la de “tarea”). – Comienza la defensa del territorio “propio” profesional, con acusaciones no justificadas de intrusismo, perdiendo la sensibilidad a la hora de detectar necesidades de otra índole distintas a las específicas de tu disciplina. Considero que estos equipos necesitan, de manera sistematizada, una supervisión de su funcionamiento interno y de su tarea. Cuando no se cuidan las mediaciones es mucho más complicado conseguir los fines. Se trata de cuidar al equipo, porque el hierro es un metal muy sólido, pero puede oxidarse... Conformar un equipo no se logra únicamente contratando personal. Los equipos se hacen, evolucionan, son organismos vivos que necesitan conocer sus debilidades y fortalezas desde un sentido de la responsabilidad. Básicamente, porque se puede funcionar con cicatrices, pero no con heridas abiertas... Algunas reflexiones finales En el Primer Mundo, al contrario de lo que ocurre en muchas otras partes del planeta, no nos contentamos con sobrevivir; queremos vivir con unos determinados parámetros de calidad de vida. Lo mismo ocurre con el morir. Su ser no nos 112 / Javier Barbero Gutiérrez exige que deba ser de cualquier manera. En nuestra sociedad, con excesiva frecuencia, miramos para el otro lado cuando la experiencia de sufrimiento y de muerte se acercan. El Movimiento Hospice, matriz desde la que se ha desarrollado la filosofía de los CP, se convierte en un concepto y en unos hechos que pretenden una mirada de frente al lado oscuro y doloroso de la existencia, pero no por ello menos real. La vida se humaniza cuando se encara la realidad de frente, sin aspavientos, llamando a las cosas por su nombre y buscando mediaciones y alternativas que hagan lo más llevadera posible la propia ambivalencia humana, teñida de vida y de muerte, de desesperación y de esperanza, de deterioro y de belleza, de felicidad y sufrimiento. Hoy, los CP se convierten en una mediación asistencial sin retorno. Contamos con los medios para que el proceso de morir, de por sí duro y lacerante, pueda ser paliado adecuadamente. La sociedad ha de mantener sus reclamos y exigir a los políticos y administradores de turno que la cobertura de la asistencia acoja al 100% de la población subsidiaria de esa atención y que, además, esa asistencia se provea con los medios y la calidad que todos los ciudadanos merecemos. En ocasiones se ha debatido si la alternativa a la eutanasia son los CP. Puede ser un planteamiento equívoco. Hay personas cuya experiencia de sufrimiento en el final de la vida ni los mejores CP del mundo pueden paliar, y habrá que preguntarse qué ofrecerles en ese contexto. Lo que sí parece cierto es que la eutanasia, únicamente admisible desde el punto de vista ético, en todo caso, como mal menor, siempre debería justificarse como último recurso, lo que convierte a los CP en una perspectiva significativa y anterior de obligada oferta. Dicho de otro modo: para admitir como excepcional la eutanasia, previamente habría que exigir como normativo una red de CP Cuidados paliativos / 113 de cobertura total y de alta calidad. De no ser así, estaríamos comenzando a construir la casa por la ventana. Desde los CP asumimos que el gran imperativo moral de la sociedad y, en concreto, de los profesionales sanitarios y sociosanitarios consiste en no volver la cara a la experiencia de sufrimiento2 del ser humano. Con las personas enfermas, ya desde el siglo XIV se describieron las claves de fondo: “curar a veces, mejorar a menudo, cuidar siempre”. Todo un reto, tan posible, difícil y complejo como apasionante. Bibliografía Arranz, P. – Barbero, J. – Barreto, P. – Bayés, R., Intervención emocional en cuidados paliativos. Modelo y protocolos, Ariel, Barcelona 2003. Barbero, J., “Bioética y cuidados paliativos”, en Valentín, V. (dir.), Oncología en atención primaria, Nova Sidonia Oncología y Hematología, Madrid 2003, pp. 699-746. Bayés, R. (dir.), Dolor y sufrimiento en la práctica clínica, Fundación Medicina y Humanidades Médicas, Barcelona 2004, pp. 151-170. Couceiro, A. (ed.), Etica en cuidados paliativos, Triacastela, Madrid 2004. Council of Europe, Recommendation 1418 (1999), Protection of the Human Rights and Dignity of the Terminally Ill and the Dying. Adoptado por la Asamblea el 25 de junio de 1999. 2 J. Barbero, “Sufrimiento y responsabilidad moral”, en R. Bayés (dir.), Dolor y sufrimiento en la práctica clínica, Fundación Medicina y Humanidades Médicas, Barcelona 2004, pp. 151-170. 114 / Javier Barbero Gutiérrez Doyle, D. – Hanks, G. W .C. – MacDonals, N. (eds.), Oxford Textbook of Palliative Medicine, Oxford University Press, Oxford 21997. Gómez-Batiste, X., et al., Guía de criterios de calidad en cuidados paliativos, Ministerio de Sanidad y Consumo, Madrid 2002. Kübler-Ross, E., On Death and Dying. Macmillan, Nueva York 1972. Traducción española: Sobre la muerte y los moribundos, Grijalbo, Barcelona 1975. Nuland, S. B., Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza, Madrid 1995. WHO, Cancer Pain Relief and Palliative Care. Report of a WHO Expert Committee, World Health Organization. Technical Report Series 804, Ginebra 1990. Worden, J. W., Grief Counseling and Therapy. A Handbook for the Mental Health Practitioner, Springer, Nueva York 1991. Traducción española: El tratamiento del duelo: asesoramiento psicológico y terapia, Paidós, Barcelona 1997. Calidad de vida Francesc Torralba Rossellò Noción de calidad de vida El concepto “calidad de vida” se refiere a aquel conjunto de condiciones necesarias tanto desde el punto de vista biológico como psicológico, social y espiritual que dan lugar a una vida autónoma y humana, esto es, capaz de realizar las funciones propias del ser humano, como conocer, hablar y moverse. En la determinación de la calidad de vida de una persona influyen tanto factores internos como externos. En los primeros cabe destacar la calidad del hogar, la calidad del trabajo, la calidad de la economía y el aspecto relacional; en los segundos, el compromiso, la energía, la autonomía, la libertad, la seguridad personal, la aceptación de uno mismo y la experiencia emocional. De ahí se deduce que la calidad de vida de un ser humano no depende únicamente de factores exógenos o ambientales, sino también endógenos, que afectan tanto a su salud somática, psicológica como espiritual. La noción de calidad de vida exige tomar en consideración la experiencia humana desde una multiplicidad de aspectos, sin limitarla a su dimensión biológica. Generalmente se trata de un concepto que se aplica a dos polos de la existencia humana: el nacimiento y la muerte. O se aplica cuando la vida es prolongada en condiciones poco humanas o a propósito del feto cuyas 116 / Francesc Torralba Rossellò condiciones de existencia pronosticadas son valoradas como muy deficientes. En este sentido, se trata de un concepto que, aunque no de un modo necesario, puede entrar en tensión con el dogma del respeto absoluto a la vida, esgrimiendo razones de tipo médico, psicológico, social, familiar o incluso económico. Esbozo histórico del concepto La significación que alberga la expresión “calidad de vida” se remonta muy lejos. Según algunos analistas, está ya latente en los albores de la historia de la filosofía occidental. Para Aristóteles, por ejemplo, la calidad es una de las categorías accidentales de la sustancia, la que da respuesta a la pregunta poîos (cómo). El accidente, tal y como lo concibe el estagirita, no se dice por sí mismo, sino siempre en relación a la sustancia, lo que significa que depende esencialmente de ella. Después del estagirita, los filósofos de la civilización romana opusieron el vivere al bene vivere cuando se interrogaron sobre lo óptimo de la vida, es decir, sobre la felicidad. De un modo implícito, se refieren ya a la calidad de vida o a un ideal de vida, pero la referencia explícita al concepto de calidad de vida, entendido como argumento en las discusiones de la ética médica, es más reciente. Este principio aparece después de la Segunda Guerra Mundial, alrededor de 1950. La expresión fue introducida en el ámbito público por Lyndon B. Johnson en un discurso pronunciado en 1964 en Madison Square Garden. Ella se refería a la idea de que una buena vida exige, además de abundancia material, otros elementos de tipo cualitativo. En esta idea se manifiesta ya una clara connotación ética. Desde entonces, la expresión no ha cesado de estar presente tanto en los discursos especializados como en el lenguaje cotidiano. Calidad de vida / 117 Este éxito se explica a partir de una doble toma de conciencia: una causada por el movimiento ecologista, que ha integrado en su propio discurso la idea de calidad de vida, y otra causada por el progreso de la biomedicina, que ha puesto entre las cuerdas el sentido de dicha expresión. En lo que respecta a la biomedicina, se observa una situación paradójica, puesto que, por un lado, su aplicación mejora ostensiblemente la calidad de vida de las personas (pensemos, por ejemplo, en la tasa de mortalidad infantil, la higiene, la lucha contra las enfermedades, la atenuación de los sufrimientos...), pero, por otro lado, también acarrea ciertos excesos, como el encarnizamiento terapéutico, entre otras malas praxis. La calidad de vida como argumento En las discusiones de carácter bioético y biojurídico se utiliza con mucha frecuencia la expresión calidad de vida como un argumento decisivo en la toma de decisiones. Se esgrime, por ejemplo, que la vida de un neonato no posee la mínima calidad de vida para tener una vida humana digna o que un enfermo en estado crítico carece de la calidad de vida mínima para poderse considerar su existencia como digna. Con relativa frecuencia, se relaciona el concepto de calidad de vida con el de dignidad de una existencia, y de ahí se derivan decisiones fundamentales respecto a la vida de una persona o respecto a la continuidad de un proceso terapéutico. Según el veredicto de su calidad de vida, se toma la decisión de intervenir o de no intervenir, de actuar o de limitar la acción terapéutica. No estamos, pues, frente a un concepto menor. Se trata de una expresión muy utilizada para argumentar a favor del principio de autonomía. Según esta perspectiva, el mismo interesado debe poder decidir, por sí mismo, si su vida dispone de una 118 / Francesc Torralba Rossellò mínima calidad de vida para ser vivida o considera que, en tales circunstancias, no merece ser vivida. Se arguye, igualmente, que en determinadas situaciones en las que el sujeto interesado no puede deliberar en torno a esta cuestión por las razones que fueren, se debe trasladar dicha facultad a quienes le representan civilmente. El uso de este concepto en las discusiones bioéticas debe ser analizado hondamente, pues en él están en juego decisiones fundamentales. En demasiadas ocasiones, se utiliza la expresión calidad de vida como si fuera una expresión obvia y evidente por sí misma, cuando, de hecho, entraña serias dificultades y alberga una constelación de significados que toda mente lúcida es capaz de constatar. El problemático uso de la expresión El profesor Miguel Sánchez afirma que “el concepto de calidad de vida no puede definirse de forma definitiva y completa. Pero sí pueden delimitarse algunos contenidos capaces de orientar la toma de decisiones sanitarias en situaciones determinadas”1. Constata la dificultad de medir la calidad de vida desde un punto de vista objetivo y los niveles y estratos que hay en juego a la hora de determinar lo que significa una vida de calidad. De hecho, ya en el lenguaje puramente coloquial, cuando una persona dice que tiene una vida de calidad se refiere, implícitamente, a un conjunto de criterios que no siempre son evidentes, ni claros por sí mismos. Como explica el profesor de la Universidad Complutense de Madrid, existen distintos crite1 M. Sánchez, “Calidad de vida”, en J. García Férez – J. Alarcos, 10 palabras clave en humanizar la salud, Verbo Divino, Estella 2002, p. 368. Calidad de vida / 119 rios y también distintos indicadores, pero no existe el esquema concluyente, el algoritmo que integre en una sola expresión la variedad de cuestiones que están en juego cuando se afirma de alguien que no tiene la calidad de vida suficiente para vivir o que su calidad de vida está bajo mínimos. El análisis de los distintos indicadores lleva a la conclusión que expresa el profesor Miguel Sánchez: “Resulta imposible cuantificar la calidad de vida teniendo en cuenta todos los aspectos posibles. Cada indicador de calidad de vida selecciona sólo los aspectos que son de interés para un determinado propósito. Y de esta forma logra tener aplicaciones clínicas bastante concretas, tales como evaluar la respuesta a un tratamiento o seguir el curso de una enfermedad o grupo de enfermedades similares. La elección del indicador dependerá, naturalmente, de los objetivos que se persigan”2. Coincidimos con esta tesis. El uso de la expresión calidad de vida en las discusiones bioéticas es, esencialmente, problemático mientras no se expliciten honestamente los propósitos y los criterios que se barajan en el empleo de tal expresión. No se puede presentar como objetivo lo que, en último término, no lo es, ni se puede presentar como argumento decisivo lo que depende de múltiples variables. La determinación de la calidad de vida de una persona depende en último lugar de un conjunto de indicadores donde hay en juego factores biológicos, sociales, psicológicos, económicos, ecológicos, espirituales y morales. La jerarquización de tales indicadores no puede efectuarse objetivamente. En tal proceso de ordenamiento subsiste implícitamente una idea de lo que es la vida humana y de lo que tiene valor. Dicho de otro 2 Ibíd., p, 353. 120 / Francesc Torralba Rossellò modo: en el sustrato de tal debate, subsiste un debate previo que ya no es de orden médico, sino de orden axiológico. Desde nuestra perspectiva intelectual, la calidad de vida siempre se dice de algo anterior a la vida y que trata de describir cómo es. Para decirlo de un modo aristotélico: la vida es el fondo sustancial, mientras que la calidad es un rasgo o accidente de éste. De ahí se deriva que la vida es más relevante que la calidad de la vida. Si no hay vida, no puede haber ningún diálogo en torno a su hipotética calidad. Sin embargo, se debe reconocer que, en determinadas situaciones, la vida humana presenta un modo de desarrollo tan insuficiente que esa vida humana debe caracterizarse, prácticamente, de vida biológica, puesto que no dispone de las capacidades para desarrollar las potencias y finalidades propias de una vida humana. Velar por la calidad de vida de una persona que se halla en tales circunstancias significa explorar todas las posibilidades científicas, técnicas y asistenciales para que tal vida adquiera el máximo grado de autonomía funcional dentro de los márgenes que ofrece tal situación, y velar, igualmente, para paliar todas y cada una de las formas de sufrimiento: somático, psicológico, social y espiritual. Tres escollos: el vitalismo biológico, el abstencionismo y el utilitarismo En el debate en torno a la calidad de vida, se deben tener en cuenta tres obstáculos fundamentales que pueden impedir un acuerdo fundamental en la toma responsable de decisiones. Nos referimos, por un lado, al vitalismo biológico, que consiste en defender el valor de la vida a ultranza, sin considerar lo más mínimo, en tal defensa, Calidad de vida / 121 la calidad de vida del sujeto en cuestión. Por otro lado, está el utilitarismo, que consiste en valorar la calidad de una vida humana a partir de los criterios de utilidad social o rendimiento económico, y, finalmente, el abstencionismo, que en el fondo se refiere a la necesidad de limitar el desarrollo de la vida de una persona por considerar que tal vida carece de la mínima calidad exigida. Como indica la palabra, significa abstenerse de tratamiento. Francesc Abel y Juan José Cambra sintetizan tales actitudes de este modo: “Pueden defenderse actitudes vitalistas ante situaciones en las que sería más razonable el delimitar cuidadosamente las acciones terapéuticas o, por el contrario, en una sociedad competitiva y perfeccionista como en la que nos hallamos inmersos, el defender en ocasiones posturas abstencionistas desde el punto de vista terapéutico al temer precisamente la supervivencia de un hijo con discapacidades o al que tuvieran que dedicar más tiempo y esfuerzos de los deseados”3. Desde nuestro punto de vista, el vitalismo biológico puede incurrir en un grave defecto si, además de la defensa de la vida de la persona, no se defiende en el mismo grado las condiciones de una vida digna. Esta defensa unilateral de la vida puede despreciar el modo como esa vida se desarrolla y subsiste. Como se ha dicho más arriba, la calidad de vida depende de la vida, pero además de vivir, el ser humano necesita de unos rasgos y caracteres mínimos para su pleno desarrollo vital. El utilitarismo es un grave impedimento en la toma de decisiones responsables. No nos referimos al utilitarismo como corriente filosófica que tiene como su máximo exponente a John Stuart 3 F. Abel – J. J. Cambra, Diagnóstico prenatal, neonatología y discapacidad severa: problemas éticos, Fundación MapfreMedicina, Barcelona 2001, p. 41. 122 / Francesc Torralba Rossellò Mill. Nos referimos al concepto habitual de utilitarismo, según el cual algo tiene valor en la medida en que es útil socialmente. No puede jamás valorarse la existencia de una persona en estos términos, ni a partir de su estado de desarrollo, de su hipotética utilidad social o económica. Este argumento es insostenible éticamente y vulnera gravemente el principio de justicia o equidad. Finalmente, el abstencionismo puede considerarse una correcta praxis si se ha hecho todo lo posible, dentro de los límites de la proporcionalidad, para salvar y desarrollar una vida. En ocasiones, abstenerse de intervenir es un modo de salvaguardar a la persona de formas de encarnizamiento terapéutico que obedecen a un celo de beneficencia y que, generalmente, acarrean graves males. La calidad y la sacralidad de la vida. La confrontación El concepto de calidad de vida se ha presentado, a menudo, como un concepto dialécticamente opuesto al de sacralidad de la vida. En términos generales, los defensores de la idea de que la vida humana es sagrada, manifestación finita del Dios infinito, defienden la protección “casi absoluta” de la vida humana e, igualmente, la igualdad de todas las vidas humanas como realidades creadas a imagen y semejanza de Dios. Desde este punto de vista, se oponen, generalmente, a la idea de la calidad de vida como argumento que pudiera poner en tela de juicio el valor de la vida. Su principal argumento de discusión radica en la determinación del criterio que permitiría deslindar, en el caso que fuera posible, una vida de calidad de una vida sin calidad. En el fondo, la crítica se funda en una permanente sospecha en torno al peligro de relativismo y subjetivismo que podría conllevar una argumentación fundada en la noción de calidad de vida. Calidad de vida / 123 A pesar de esta nítida oposición, es fundamental subrayar el esfuerzo de algunos teóricos para aproximar ambas posiciones. Según Keyserlingk, por ejemplo, no parece imposible relativizar ambas posiciones. Desde su punto de vista, resulta necesaria la conciliación de ambos principios para que, de hecho, sea posible una praxis legítima desde un punto de vista ético. Desde su punto de vista, el concepto de calidad de vida, en la medida en que sea un principio rigurosamente definido y desnudado de toda connotación relativista, no significa, de ningún modo, la exclusión del principio del carácter sagrado de la vida, en la medida en que este último no se identifique con lo que se ha venido a denominar el vitalismo biológico. Una decisión relativa a la preservación o no preservación de una vida será tanto más clara y correcta en la medida en que no pierda de vista ni una ni otra de estas dos exigencias, evitando el riesgo de arbitrariedad (relativización de la calidad) y de la rigidez (respecto absoluto y dogmático). Cabe decir, a pesar de todo, que la noción de calidad de vida se utiliza, muy a menudo, de un modo impreciso y poco riguroso. Su reciente popularidad, así como su aplicación a contextos muy variados, como, por ejemplo, el de las ciencias biomédicas, el de la sociología, pasando por la ecología, constituyen su principal razón. Así, pues, el concepto de calidad de vida es utilizado, a menudo, como indicador para la epidemiología y la sociología. También forma parte del vocabulario de la ecología cuando lo que está en cuestión es el saneamiento del agua o la protección de la capa de ozono. Estos múltiples usos de la expresión son una fuente de imprecisión cuando se utiliza en el contexto médico. Pero la objeción fundamental radica en el riesgo de subjetivismo y de relativismo si la expresión calidad de vida se abandona únicamente al juicio de los profesionales de la salud. 124 / Francesc Torralba Rossellò El principio de la sacralidad de la vida (PSV) tiene un origen teológico. Se funda en la igualdad de valor de la vida de todo ser humano y en su inviolabilidad, esto es, en la prohibición de abreviarla intencionalmente. En el marco de la tradición judeocristiana, toda vida humana es depositaria de un valor infinito; de hecho, participa de lo infinito, aunque sea de un modo analógico. Este valor infinito de la vida, de cada vida humana, es absoluto, no se puede relativizar en ninguna circunstancia, ni por la esperanza de vida, ni por el estado de salud, ni por su utilidad social, ni siquiera por la misma expresión de la voluntad de la persona. El principio de la sacralidad de la vida está presente en la ley que prohíbe el homicidio, en el juramento de Hipócrates, que ordena al médico velar para que sus actos no conlleven nunca de modo intencional la muerte del paciente. El respeto al PSV implica, pues, el deber de no matar y de proteger activamente toda vida humana, cualquiera que sea. En esta tradición, la equidad del valor de toda vida incluye solamente a los miembros de la especie humana. Esta forma de cuidado privilegia, según algunos teóricos, el especieísmo, lo que significa la protección de la vida humana por encima de todos los otros reinos animales o vegetales. Esta protección se aplica, originariamente, a la vida humana inocente, esa que jamás debe ser eliminada y que debe ser cuidada por parte de quienes tienen esa responsabilidad. Como se ha dicho, el principio de la sacralidad de la vida entra en tensión con el principio de la calidad de la vida en muchos debates de naturaleza bioética, y no sólo en el plano de la reflexión ética, sino también en la construcción de la legalidad vigente, es decir, del ordenamiento jurídico. Uno de los argumentos que utilizan Calidad de vida / 125 los defensores laicos del PSV se funda en que el abandono o el relajamiento de las nociones de igualdad entre todas las vidas y del valor intrínseco de la vida podrían conducirnos a una sociedad donde el homicidio podría ser banalizado. Las relaciones humanas se caracterizarían únicamente por vínculos de fuerza o de poder. El paso al acto violento y al homicidio por razones sociales como por ejemplo la distribución de los recursos de acceso a los cuidados, sería, por ejemplo admitido, frente a una indiferencia generalizada. En este sentido, se llega a entender el PSV como una suerte de tabú, de barrera que jamás debe ser cruzada, como una forma de intangible moral que debe contener y limitar las pulsiones fanáticas del ser humano. La prohibición de matar que se manifiesta en el citado principio y el reconocimiento del valor intrínseco de toda existencia humana no tienen por qué significar la negación de la libertad y la voluntad individual, que también es un fundamento esencial en las sociedades abiertas. A pesar de ello, es evidente que el PSV no siempre se acomoda bien a la idea de libertad. De hecho, hay teóricos que consideran que tal principio no es una garantía de la libertad, una condición de su posibilidad, sino una seria barrera, y lo que exigen es el total abandono de tal principio como si se tratara de un residuo religioso-supersticioso de otro tiempo. Según el PSV, matar es un acto que toda persona razonable y sensible considera inmoral e inaceptable; pero hay situaciones, casos, donde esta prohibición de matar no parece ser tan absoluta como se plantea en tal principio. Así lo expresa Jonathan Glover (1990) en su reflexión sobre el principio de la sacralidad de la vida. A su juicio, se pueden poner dos tipos de objeción, indirectas y directas, al acto de matar. El primer tipo subraya las distintas consecuencias (emo- 126 / Francesc Torralba Rossellò cionales, sociales, económicas...) que la muerte de una persona puede tener en su entorno. El segundo tipo se focaliza sobre la persona muerta. Según J. Glover, una vida que merece la pena ser vivida es una vida que tiene valor para la persona que la vive. Por ello, poner punto final a la vida de una persona cuando ella estima que dicha vida merece ser vivida constituye un crimen. Desde este punto de vista, la vida no tiene un valor intrínseco, per se, pues sólo la persona que es depositaria de dicha vida es la que determina su carácter sagrado e inviolable. Desde este punto de vista, puede ocurrir que una persona valore más una vida breve, pero sin sufrimiento, que una vida prolongada en el tiempo, pero determinada por múltiples sufrimientos. El objetivo fundamental de esta argumentación consiste en mantener, por un lado, la prohibición de matar y, por otro, permitir a una persona que exprese su voluntad de poner punto final a su vida si desde su perspectiva esa vida carece de valor. Nadie puede, desde fuera, determinar si una vida tiene valor o no para ser vivida. Esta determinación depende únicamente del sujeto que toma dicha decisión. La idea moral del principio de la sacralidad de la vida constituye uno de los fundamentos de la vida humana en sociedad. La vida, en todas sus formas, tiene un valor que debe ser respetado. Esta tesis puede defenderse teológicamente a partir de la tradición judeocristiana, pero hay autores que consideran que también puede esgrimirse desde una argumentación “puramente” laica. Desde este punto de vista, la vida está encarnada y tiene valor por la entidad que posee. Su valor reside en el hecho de que es vivida, experimentada, sentida por un ser particular. En este sentido, la vida de un ser es inviolable porque pertenece a un ser, y sólo él puede tomar decisiones que le conciernen. Cada cual, y he aquí Calidad de vida / 127 uno de los aspectos de la riqueza de la vida en sociedad, puede distintamente valorar su vida, evaluar su calidad, los proyectos que le permite desarrollar; en fin, construir su vida según sus propias valoraciones. Puede llegar el día en que una persona deje de considerar que su vida tenga sentido, que, en definitiva, carezca de valor. En este caso, muchos autores defienden que no se debe obligar a vivir biológicamente a esa persona, siguiendo dogmáticamente la tesis del vitalismo biológico, sino que se debe introducir una ética humanista que respete lo más estrechamente posible los deseos de la persona en lugar de obligarla a vivir en circunstancias en que ya no desea vivir más. En The Sanctity-of-Life Doctrine in Medicine: A Critique, Helga Kushe deconstruye el principio de la sacralidad de la vida desde una perspectiva consecuencialista. La autora muestra los dilemas morales que engendra en el plano de la toma de decisiones en la práctica clínica. Según ella, el principio de la sacralidad de la vida prohíbe, por ejemplo, al médico actuar en busca del mejor interés del niño que padece un severo handicap y no permite, a su juicio, respetar la voluntad de un paciente competente y autónomo de no seguir más un determinado tratamiento. Helga Kushe identifica alguna de las inconsistencias del PSV. Desde su punto de vista, es inconsistente defender, simultáneamente, la prohibición de abreviar intencionalmente una vida y afirmar al mismo tiempo que está permitido, en ciertas circunstancias, no retardar la llegada de la muerte. Kushe manifiesta una segunda incongruencia del PSV. Por un lado, proclama la igualdad de toda vida humana y, por otro, utiliza la noción de calidad de vida para delimitar los parámetros del deber de preservar la vida a todo precio. Para responder a estas críticas, los defensores del PSV proponen establecer una serie de distinciones entre 128 / Francesc Torralba Rossellò actuar/dejar de hacer, causar la muerte/permitir que la muerte haga acto de presencia, utilizar medios ordinarios/extraordinarios, tener la intención de causar la muerte/provocar sin intención la muerte de alguien... Para Kushe, tales distinciones carecen de significación moral propia. Uno de los críticos más acérrimos de la idea de la sacralidad de la vida es el filósofo australiano Peter Singer4. “Los que piensan que toda vida humana, prescindiendo de su calidad, es sagrada –afirma el filósofo australiano– parecen tener resuelta la difícil cuestión de cómo tratar a los niños gravemente enfermos o incapacitados; no hay que tomar ninguna decisión: todo niño (...) tiene que ser mantenido vivo con no menor empeño que el que se pondría en cualquier otro. Así, en los modernos hospitales se usan comúnmente antibióticos, oxígeno, alimentación intravenosa y la reanimación, y sería condenable no aplicar estos medios sustentadores de vida a un pequeño precisamente porque está incapacitado o porque su vida va a ser de muy baja calidad”5. Según Singer, “son pocas las personas, si es que hay algunas, que llevan hasta sus últimas conclusiones lógicas la idea de que toda vida humana es igualmente valiosa e inviolable. Aunque piensen que en algunas circunstancias es aconsejable negar o descartar el uso de medios disponibles y eficaces para mantener la vida, puede que sus pensamientos no obedezcan explícitamente a consideraciones de calidad de vida, pero tales consideraciones están, sin embargo, implícitas en sus juicios”6. 4 He explorado su obra en ¿Qué es la dignidad humana? Ensayo crítico sobre Peter Singer, Hugo Tristram Engelhardt y John Harris, Herder, Barcelona 2005. 5 P. Singer, Desacralizar la vida humana. Ensayo sobre ética, Cátedra, Madrid 2003, pp. 301-302. 6 Ibíd., p. 302. Calidad de vida / 129 Según el filósofo australiano, también en la doctrina de la Iglesia se distingue entre métodos proporcionados y desproporcionados. Concluye: “Los juicios sobre la calidad de vida aparecen en todas partes. Porque, si se aplicara de manera consistente la tesis de que todas las vidas humanas, con independencia de su calidad o clase, son igualmente valiosas e inviolables, se obtendría la grotesca consecuencia de que la vida debería ser prolongada incluso en el caso de que el paciente no se beneficiara de los esfuerzos realizados o resultara dañado por ellos”7. Esta valoración de la doctrina católica es, además de superficial, falsa, pues de ningún modo se desprende de ella la tesis que resalta Singer. Corresponde a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe el mérito de haber conseguido una de las más claras formulaciones sobre los derechos y los deberes de los cristianos ante la aceptación o rechazo de medidas terapéuticas en función de la dignidad de la persona humana. En el Documento sobre la eutanasia fechado el 5 de mayo de 1980, y en el apartado sobre el uso proporcionado de los medios terapéuticos, se dan importantes normas cuyos principios suscribirían las principales corrientes de pensamiento en el terreno de la bioética. 1. No todos los tratamientos que prolongan la vida biológica resultan humanamente beneficiosos al paciente. 2. Nadie está obligado a someterse a tratamientos desproporcionados para preservar la vida. Los medios se consideran proporcionados o desproporcionados en función del tipo de terapia, grado de dificultad y de riesgo que comportan, su coste y las posibilidades de aplicación y resultado razonable que se puedan esperar teniendo en 7 Ibíd., p. 303. 130 / Francesc Torralba Rossellò cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales. 3. El paciente capaz puede rehusar tratamientos que le causen molestias que le resulten intolerables. La intención del paciente inconsciente, si se conoce, debe ser respetada. Si no se conoce, otra persona que le represente ha de tener el apoyo legal para decidir en nombre de lo que considere los mejores intereses del paciente. El médico tiene la obligación de combatir el dolor de la manera más correcta y eficaz incluso si con ello se acorta indirectamente la vida del paciente en situación terminal. La idea de la santidad o de la sacralidad de la vida no tiene, a juicio de Peter Singer, consistencia intelectual, pero se tiende a defenderla por miedo a lo que pudiera desprenderse de su puesta entre paréntesis. Dice Singer: “La gente tiende a decir que aunque esta idea pueda estar basada en una distinción arbitraria e injustificada entre nuestra propia especie y todas las demás, esta distinción sigue aún sirviendo a un propósito útil. Tan pronto abandonamos esta idea, continúa la objeción, nos encontramos colocados en una pendiente resbaladiza que puede conducir a una pérdida de respeto por la vida de la gente ordinaria y, eventualmente, a un aumento del crimen o a la matanza selectiva de minorías raciales o de políticos indeseables. Así, pues, vale la pena conservar la idea de la santidad de la vida humana, porque, aun siendo poco precisa en algunos puntos, la distinción que esta idea establece está tan próxima a una distinción defendible que es digna de ser conservada”8. Desde su punto de vista, se debe sustituir el PSV por una ética de la calidad de vida que permita tomar decisiones en los casos más difíciles 8 Ibíd., p. 296. Calidad de vida / 131 que aparecen en el origen y en el final de la vida. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, no debe reemplazarse una idea por la otra, sino que debe defenderse el valor de la vida como un don que el ser humano debe administrar inteligentemente y velar para que su desarrollo tenga la máxima calidad dentro de los límites ontológicos propios de un ser finito y contingente como él. Calidad de vida y problemas en el origen de la vida En las discusiones bioéticas de carácter neonatológico se utiliza, con frecuencia, el argumento de la calidad de vida para determinar si, por un lado, la vida del nasciturus debe seguir su curso o, por otro lado, debe interrumpirse. En ocasiones, se puede llegar a argüir que considerando la situación patológica del nasciturus y su debilidad constitutiva, además de un entorno social y económicamente frágil, es más pertinente interrumpir el proceso de gestación que no dar la posibilidad al nacimiento de un ser en tales circunstancias. Los argumentos que se esgrimen para una decisión de tal envergadura son muy distintos y, en ocasiones, muy ambiguos. La postura de la gran mayoría de pediatras y de ginecólogos católicos es que la vida humana es un valor básico, fundamental, pero que también es necesaria una cierta calidad de vida para mantener la obligatoriedad de conservarla. En otras palabras, se asume la idea de que el deber de preservar la vida humana no urge en condiciones particularmente penosas. La decisión de iniciar o de interrumpir las técnicas destinadas a mantener una vida en los neonatos constituye una de las cuestiones de ética médica más complejas y angustiosas de nuestra época. Existen muchas variables que se deben tener en cuenta en tal proceso de toma de decisiones. Por un lado, se tiene que considerar muy atenta- 132 / Francesc Torralba Rossellò mente la voluntariedad de la madre y del padre y se tiene, igualmente, que analizar cómo argumentan sus posturas y el estado anímico que tienen en tales situaciones. No siempre coinciden entre ellos. En ocasiones, se produce un disenso entre ambos, lo que todavía hace más complejo el proceso de toma de decisiones. Por otro lado, no se debe perder de vista que la medicina no es un ciencia estricta, y menos aún exacta, como lo podría ser alguna rama de las matemáticas, sino que es una ciencia que se desarrolla en un campo de probabilidades y que cuando se determina la futilidad o no de una terapéutica no puede argumentarse siempre de un modo definitivo a propósito de la viabilidad o no viabilidad de un proceso. Además de ello, también entran en juego el sistema de creencias y la pirámide de valores de los actores implicados. El médico no es un puro sujeto al servicio de las órdenes de su paciente. Es un sujeto de derecho, titular de unos deberes, y como tal tiene también el derecho a tomar la decisión que considere más oportuna a la luz de su conciencia. Todo ello exige un proceso de diálogo sincero y franco, una transmisión de la información que sea clara y adaptada a los niveles de comprensión de los principales protagonistas. En todo ello, nunca se debe perder de vista que está en juego la vida de un ser humano, que tiene una dignidad inherente. Como dicen los doctores Francesc Abel y Francisco José Cambra, “las decisiones éticas tienen que labrarse un camino estrecho entre el dogmatismo (el que impone una regla haciendo abstracción de las circunstancias) y el puro puntualismo (que niega la posibilidad o la utilidad de todo criterio orientador)”9. En efecto, es esencial 9 F. Abel – J. J. Cambra, Diagnóstico prenatal, neonatología y discapacidad severa: problemas éticos, Fundación Mapfre, Barcelona 2001, p. 30. Calidad de vida / 133 evitar los dos extremos: por un lado, la caída en una especie de automatismo dogmático que aplica urbi et orbi una fórmula sin considerar las situaciones, los contextos, las dificultades, las eventuales circunstancias. Por otro lado, se debe evitar sucumbir a una especie de casuística que niega todo criterio de fondo y convierte a cada caso en un mundo único y diferente. ¿Qué tipo de requisitos legitiman el derecho a la vida? Se han numerado distintos: el mínimo coeficiente intelectual (QI superior a los 20-40), la autoconciencia, el autocontrol, el sentido del tiempo (presente, pasado y futuro), la capacidad de relación, el interés por los otros, la capacidad comunicativa, el control de la existencia, la curiosidad, la capacidad de cambiar, el equilibrio entre la razón y el sentimiento, las funciones neocorticales (Fletcher, 1975). Una valoración crítica de tales argumentos no puede dejar de manifestar una cierta arbitrariedad de tales criterios. ¿Por qué, por ejemplo, identificar la curiosidad y no la capacidad de amar? ¿O por qué no poner el sentido del espacio antes que el sentido del tiempo? Observamos que, en sentido estricto, muchas personas en situaciones de rehabilitación no cumplirían con estos presuntos indicadores de humanidad. Francesc Abel y Juan José Cambra sostienen que “el problema no se resuelve con un concepto claro sobre calidad de vida. Aunque pudiéramos definir perfectamente una ‘calidad de vida mínimamente aceptable’, no tenemos en absoluto la certeza de alcanzarla al diseñar y poner en práctica un plan terapéutico. Sabemos positivamente que podemos quedarnos en ocasiones con una supervivencia sin esa mínima calidad de vida. En las ocasiones en las que se opte por una limitación terapéutica, por considerar un tratamiento como inútil o desproporcionado, el paciente puede también sobrevivir con grandes secuelas, es decir, no 134 / Francesc Torralba Rossellò podemos trabajar en condiciones de certeza; por el contrario, en la mayoría de situaciones en el ejercicio de la medicina, y por ende de la neonatología, trabajamos en condiciones de probabilidad estadística. Para paliar esta última dificultad podemos recurrir a índices pronósticos basados en nuestra propia experiencia y en la de otros. En este aspecto, estaremos condicionados por el nivel científico técnico global y el presente en nuestro entorno inmediato”10. Calidad de vida, enfermedad y sufrimiento La enfermedad constituye una experiencia antropológica de primer orden que altera significativamente la estructura personal y, por consiguiente, la calidad de vida de un ser humano. La reflexión en torno a la calidad de vida no sólo afecta a los procesos de génesis de la vida humana o del final de la misma, sino también al modo como se asume y se integra en el propio ser la experiencia de la enfermedad que es profundamente humana y deriva de su naturaleza vulnerable. La enfermedad altera la calidad de vida de una persona y, en virtud de su gravedad, puede alterarla de un modo sustantivo. La exigencia moral de los profesionales de la salud es curar, siempre que sea posible, cuidar incondicionalmente; en definitiva, velar para que el enfermo pueda vivir con la máxima calidad de vida a pesar de la patología que sufre. La enfermedad no puede considerarse, simplemente, como la alteración de alguna parte del cuerpo humano, y menos aún como un evento totalmente objetivable. Se trata de una experiencia sujetiva de fractura, de ruptura con el propio cuerpo. El evento de la enfermedad es, pues, una 10 F. Abel – J. J. Cambra, o. c., p. 37. Calidad de vida / 135 experiencia que se produce, ante todo, en la intimidad del hombre, y sólo después puede ser tematizada científicamente, medida y manipulada técnicamente. La enfermedad tiene un impacto sobre la libertad y sobre la consciencia de la persona que la sufre, no sólo en el sentido que aniquila completamente o prácticamente de un modo completo, la capacidad decisoria, sino porque a través de ella se pone de relieve el carácter precario e inestable de todo ser humano que sólo, algunas veces, se insinúa en la existencia11. La enfermedad debilita la voluntad, transfigura negativamente el horizonte de sentido de la decisión concreta. El malestar de orden físico, psíquico y social que se deriva de ella, influye negativamente en la realización de nuestra libertad. La enfermedad concentra toda la atención del sufriente y, en este sentido, lo aísla de los otros, coartando su disponibilidad a la proximidad. En la enfermedad, la precariedad de una función obliga a transgredir las propias perspectivas vitales. La enfermedad impide que la disposición hacia el otro hombre se traduzca ágilmente en actos y obras. El enfermo espera reencontrar de nuevo una confidente sintonía con las cosas, espera curarse. La visión que un ser humano tiene de su enfermedad no puede asimilarse a una consciencia abstracta que pueda poner a distancia su cuerpo. La 11 Sobre esta cuestión, ver T. Dethlefsen – R. Dahlke, La enfermedad como camino, Plaza & Janés, Barcelona 1989; P. Cattorini, Malattia e alleanza, Angelo Pontercorboli, Florencia 1994; F. Lolas Stepke, Más allá del cuerpo, Andrés Bello, Santiago de Chile 1997. He tratado esta cuestión en Filosofía de la medicina, Mapfre Medicina, Barcelona 2001. V. Weizsaecker, El hombre enfermo, Miracle, Barcelona 1956; S. Sontag, La enfermedad y sus metáforas, Muchnik, Barcelona 1985; B. Schlink, Las bendiciones de la enfermedad, Clie, Barcelona 1981; íd., El tesoro escondido del sufrimiento: de su experiencia personal, Labor, Barcelona 1932. 136 / Francesc Torralba Rossellò experiencia de la enfermedad es, en este sentido, una epifanía vital de la vulnerabilidad del ser. Como consecuencia de ella, uno se percata de que necesita la ayuda del otro. La enfermedad pone en peligro la totalidad del hombre y no sólo la parte inferior de él. La esencial corporeidad del hombre impide la fuga hacia la solución dualista. Lo que toca al cuerpo, toca a la persona entera. El hombre enfermo, enferma todo y no sólo su cuerpo. Esto significa que la experiencia de la enfermedad precede y resiste a la abstracción de la antropología dualista, como también a la categorización objetiva del saber científico. Esta experiencia se ofrece como una permanente reserva de significado, como un coágulo de símbolos. Velar por una vida de calidad significa intervenir de un modo global en el sujeto enfermo, tratando de atender a todas sus dimensiones, las visibles y las invisibles. Sólo una intervención integral o, como gusta decir, holística puede garantizar una cierta calidad de vida en la persona enferma, pues la enfermedad, tal y como se ha dicho, altera todos los estratos y dimensiones de la persona humana y requiere una intervención global. Como consecuencia de la experiencia de la enfermedad, aflora la demanda de ayuda, la apertura al otro en términos de necesidad vital. Esta petición de ayuda revela, de un modo nítido, la vulnerabilidad sentida en el propio cuerpo. La enfermedad revela, por contraposición, la sorprendente belleza del tiempo de salud. Desde el punto de vista del enfermo, el equilibrio de la salud aparece como un ideal de difícil probabilidad. La precariedad de tal equilibrio, expuesto a tantas lesiones externas como internas, y a la erosión del tiempo, induce a contemplar el sufrimiento como el destino previsiblemente normal del hombre. La enfermedad, como menoscabo o minoración, acontece en el espacio de la propia vida y es Calidad de vida / 137 por ende asunto intransferiblemente personal. Uno se siente enfermo cuando es incapaz de hacer algo, de conducir su vida, de abrigar esperanzas y satisfacer deseos con plenitud. Uno se siente enfermo cuando descubre, aunque no duela, una rara lesión, una mancha desconocida, una tumoración. Se tiene una enfermedad, que no es lo mismo que sentirse enfermo, cuando un agente oficial realiza esta rotulación. Puede acontecer que a una sensación de enfermedad no la acompañe la comprobación del mal por el experto. También puede ocurrir que alguien que se sienta bien tenga una grave enfermedad asintomática. Esta dimensión sujetiva de la enfermedad (illness) que se relaciona directamente con la experiencia de sentirse enfermo no equivale a la rotulación del experto (disease). Uno de los filósofos contemporáneos que más ha ahondado en la experiencia de la enfermedad desde una clave existencial y biográfica es Karl Jaspers. El filósofo y médico germano nos ha dejado textos muy profundos sobre la experiencia de la enfermedad y la lucha por la calidad de vida de las personas enfermas. Dice Karl Jaspers: “La búsqueda del propio camino es tarea de toda la vida. Los peligros ante los que uno sucumbe son el abandonarse a lo imprevisto, hundirse en la enfermedad, no distinguir con precisión entre estados sanos y enfermos, olvidarse orgullosamente de la dolencia. La enfermedad no acarrea, como, por ejemplo, la mutilación de un miembro, el impedimento mecánico por un único defecto, sino que llega a calar en el mismo proceso de la vida, debilitándola constitucionalmente; no significa necesariamente, sin embargo, una limitación de la personalidad”12. K. Jaspers, Entre el destino y la voluntad, Guadarrama, Madrid 1969, p. 195. 12 138 / Francesc Torralba Rossellò “De joven –afirma– ni podía hacer excursiones, ni bailar, ni montar a caballo, ni tomar parte en las diversiones de la juventud. Se me excluyó del servicio militar. El efecto aislador de la enfermedad es, en lo más íntimo, inexorable. Uno se ve, en cierto modo, sin que nadie lo confiese, tratado con compasión y rodeado de silencio”13. “Los sanos –concluye el filósofo y médico alemán– no pueden entender a los enfermos. Sin quererlo, enjuician la vida, el comportamiento, el rendimiento de los enfermos como si estuviesen sanos. No comprenden lo que su rendimiento significa de auténtico tesón en lucha contra la debilidad... No caen en la cuenta de lo que vale, porque no saben lo que cuesta”14. La contingencia del hombre, su dependencia radical, se le hace al enfermo no sólo más consciente que al sano, sino también cualitativamente distinta. No puede abandonarse un solo día a sí mismo como existencia. La escritora y ensayista Susan Sontag aporta ideas particularmente interesantes para comprender el pathos del homo infirmus y la tarea que significa tener cuidado del enfermo. Afirma que “la enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”15. Ibíd., p. 208. Ibíd., p. 209. 15 S. Sontag, La enfermedad y sus metáforas, Muchnik, Barcelona 1980. 13 14 Calidad de vida / 139 El sufrimiento no siempre va parejo a la enfermedad, pero, cuando irrumpe, altera sustancialmente la calidad de vida de la persona. Se presenta bajo mil aspectos diversos, pero es siempre una destrucción parcial, y detrás de él se halla la muerte. Las victorias alcanzadas sobre el sufrimiento no son nunca más que parciales y limitadas. Quien rechaza mirar de frente la necesidad del sufrimiento tiene que adormecerse con ilusiones16. En este sentido, son reveladoras las palabras de Arthur Schopenhauer: “Si se pusiesen delante de los ojos de cada hombre los dolores y los tormentos espantosos a los cuales está continuamente expuesta su vida, ante esta vida quedaría yerto de espanto. Si se condujese al optimista más entusiasta a través de los hospitales, lazaretos, cámaras de tormento quirúrgico, prisiones y lugares de suplicio; de las ergástulas de esclavos, de los campos de batalla o de los tribunales de justicia; si se le abriesen todas las oscuras guaridas donde se oculta la miseria huyendo de las miradas de la curiosidad fría; y en fin, si se le dejase 16 Sobre la cuestión del sufrimiento, ver F. T. J. Buytendijk, Teoría del dolor, Troquel, Buenos Aires 1965; íd., El dolor: fenomenología, psicología, metafísica, Revista de Occidente, Madrid 1958; A. Castro, El misterio del dolor, Sarpe, Madrid 1978; V. Colin Simard, El dolor ajeno, Aguilar, Madrid 1996; F. D’Onofrio, El dolor: un compañero incómodo, San Pablo, Madrid 1993; D. Sölle, Sufrimiento, Sígueme, Salamanca 1978; A. Tarkovski, Esculpir en el tiempo, Rialp, Madrid 1991; D. Vasse, El peso de lo real, el sufrimiento, Gedisa, Barcelona 1985; A. Pangrazzi, ¿Por qué a mí?: el lenguaje sobre el sufrimiento, San Pablo, Madrid 1994; M. Duras, El dolor, Plaza & Janés, Barcelona 1985; J. C. Bermejo, Humanizar el encuentro con el sufrimiento, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999; G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente: una reflexión sobre el libro de Job, Sígueme, Salamanca 1988; I. Orellana, Pedagogía del dolor, Palabra, Madrid 1999; E. Clavé, Ante el dolor: reflexiones para afrontar la enfermedad y la muerte, Temas de Hoy, Madrid 2000; F. Torralba, El sofriment, un nou tabú?, Claret, Barcelona 1995. 140 / Francesc Torralba Rossellò mirar dentro de la torre del hambriento Ugolino, entonces seguro que acabaría por reconocer de qué clase es este mundo al que llaman el ‘mejor de los mundos posibles’”17. La dialéctica del sufrimiento la expresa Gabriel Marcel en estos términos: “En la situación límite, por el contrario, reconozco mi sufrimiento como formando cuerpo conmigo; no intento disimulármelo engañosamente; vivo en una especie de tensión entre la voluntad que tengo de decir sí a mi sufrimiento y la impotencia en que me hallo de proferir este sí con total sinceridad”18. Cuando la persona enferma acude a un profesional de la medicina, entra en un territorio que no le es familiar. Se introduce en un campo temático cuidadosamente definido en el curso de la larga historia de las profesiones sanitarias. En este contexto, el paciente es un extraño, un individuo en un terreno desconocido en el que no sabe bien lo que puede esperar o cómo controlar su entorno. Tiene que dejar en suspenso o alterar su forma habitual de pensar para adaptarse a las teorías y explicaciones del curador y a las rutinas del entorno de este último. El extraño ha de adaptarse a pautas y expectativas culturales que le son ajenas. Las cosas ya no ocurrirán como antes; ya no sucederán de la forma que se daba por sabida. El extraño tiene que afrontar el hecho de que no posee la categoría de miembro del grupo social en el que está a punto de integrarse, y no puede, por tanto, establecer un punto de partida desde el que orientarse. “Los profesionales de la salud –afirma Hugo Tristram Engelhardt– intentan transformar al 17 A. Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte, Edaf, Madrid 1972, p. 111. 18 G. Marcel, Filosofía concreta, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1969, pp. 272-273. Calidad de vida / 141 enfermo para que deje de ser un extraño en tierra extraña y se convierta en un residente permanente en el mundo de las expectativas e intervenciones médicas”19. Y añade: “Lo que importa aquí, al distinguir entre amigos y extraños, es saber hasta qué punto los profesionales de la salud y los pacientes a) comparten una concepción común que suprima la necesidad de una gran cantidad de revelaciones formales y de procedimientos de otorgación de consentimiento, o bien b) no aciertan a poseer estos compromisos comunes, lo que hace necesarios procedimientos formales de información y consentimiento que eviten graves malentendidos”20. En definitiva, para atender correctamente a la persona enferma y procurar que viva su vida con la máxima calidad posible, no basta con intervenir en el soma de la persona, sino que se debe investigar la alteración que sufre la persona en todos los demás planos de su personalidad. Sólo es posible mejorar su calidad de vida si uno hace el esfuerzo de empatizar con el paciente, de sintonizar con sus emociones y vivencias más íntimas y trata de arraigar en ese territorio extraño que es la experiencia de la enfermedad. Calidad de vida y problemas en el final de la vida ¿Qué significa morir dignamente? En las postrimerías de la vida, se plantea frecuentemente el tema de la calidad de vida junto con el del morir dignamente. En efecto, si el proceso final de una persona tiene una cierta calidad, puede afirmarse que la persona en cuestión muere 19 H. T. Engelhardt, Los fundamentos de la bioética, Paidós, Barcelona 1995, p. 319. 20 Ibíd., p. 320. 142 / Francesc Torralba Rossellò dignamente, mientras que, si el proceso final no goza de tal calidad asistencial, difícilmente puede considerarse que la persona en cuestión ha perecido dignamente. Con todo, la expresión “morir dignamente” es confusa y ambigua. Alberga múltiples significados21. Para determinados pacientes morir dignamente significa morir conscientemente, sabiendo intencionalmente el trance que se está pasando, con lucidez; mientras que, para otros, significa todo lo contrario: morir sin consciencia de ello, sin saber que uno se está muriendo. Para determinados sujetos, en cambio, morir dignamente significa morir rodeado de las personas que uno ama, pudiendo elaborar una despedida serena y grata, al modo como Sócrates se despidió de sus amigos, según cuenta Platón en el Fedón. Para otros, tiene que ver con el proceso de reconciliación o con la vivencia de ritos simbólicos que, desde su particular concepción religiosa del mundo, tienen un valor esencial para morir dignamente. Estos significados, además, no son excluyentes entre sí. Quizás, por aproximación negativa, se pueda aclarar algo de su significado. Morir indignamente es morir solo, abandonado, en un espacio inhóspito y anónimo, en un no-lugar (siguiendo la expresión del antropólogo francés Marc Augé). Morir indignamente significa morir sufriendo innecesariamente o morir atado a un artefacto 21 Sobre esta cuestión, ver F. J. Elizari, “Dignidad en el morir”, en Moralia 25 (2002), pp. 397-422; L. Kass, “Eutanasia y autonomía de la persona: vivir y morir con dignidad”, en Cuadernos de Bioética 4 (1990), pp. 24-29; F. Álvarez et al., Morir con dignidad: acercamiento a la muerte y al moribundo, Marova, Madrid 1976; J. P. Soulier, Morir con dignidad: una cuestión médica, una cuestión ética, Temas de Hoy, Madrid 1995; AA. VV., “Morir con dignidad”, en Razón y Fe 219 (1989); AA. VV., Morir con dignidad: dilemas éticos en el final de la vida, Fundación Ciencias de la Salud, Madrid 1996. Calidad de vida / 143 técnico que acaba convirtiéndose en el soberano de mis últimos días. Morir indignamente significa, igualmente, morir incomunicado, rodeado de personas insensibles, especialistas sin alma, de burócratas que desarrollan mecánicamente su labor profesional. Paliar el sufrimiento La calidad de vida del enfermo en situación terminal depende, en esencia, del proceso de acompañamiento. Un correcto ejercicio del acompañamiento tiene efectos positivos en la calidad del proceso final. De ahí la importancia que tiene reflexionar sobre el arte y la esencia de acompañar22. Desde nuestro punto de vista, la calidad de vida del paciente en tales circunstancias está directamente relacionada con el control del dolor. Para ello, es esencial paliar el dolor de la persona en todas sus múltiples expresiones, acompañar desde un punto de vista somático, psicológico, social y espiritual a la persona del moribundo, pues sólo de este modo se puede garantizar una mínima calidad en el proceso final. La calidad de vida del moribundo no depende únicamente de él, sino también y fundamentalmente del entorno profesional y humano que le rodea. Se puede esgrimir que su vida biológica es de ínfima calidad, que el tratamiento es fútil, pero ello no significa, en ningún caso, que se pueda interrumpir el proceso vital a través de una acción que conduzca a la muerte de tal persona. Se debe velar para evitar el sufrimiento del otro, aun en el caso de que tal tarea tenga como 22 Sobre esta cuestión pueden ser útiles mis libros Antropología del cuidar, Mapfre-Medicina, Barcelona 11998, 2 2005, y Ética del cuidar, Mapfre-Medicina, Barcelona 1998. 144 / Francesc Torralba Rossellò desenlace final la muerte o una aceleración del proceso de muerte. En tales circunstancias, el fin del que interviene no consiste en acabar con una vida humana, sino en garantizar que el proceso final sea de calidad o que, cuando menos, tenga la máxima calidad de vida posible, lo que desde todos los puntos de vista exige la reducción del sufrimiento. Respecto al sufrimiento, hay que distinguir el dolor del sufrimiento psicológico o moral por la sensación de abandono o la experiencia de la soledad radical ante la propia muerte. La petición de liberación de la vida que se considera que no es ya digna de ser vivida es, muchas veces, el grito angustiado de petición de ayuda. La verdad de los labios no siempre corresponde a la verdad del corazón; la palabra que se pronuncia no siempre coincide con la verdad más profunda que se lleva dentro. Sólo se puede garantizar una cierta calidad de vida en el proceso final si se combate efectivamente el sufrimiento en todas sus múltiples expresiones. En la inmensa mayoría de los casos, el sufrimiento está en la raíz del deseo de morir, de poner punto final. Así lo expresa Francesc Abel: “No creo –dice– que sea el dolor físico insoportable el que lleve a muchos o algunos pacientes con procesos de pronóstico fatal y a enfermos terminales a desear la muerte antes de seguir viviendo. Es, generalmente, el desánimo, la depresión, la soledad y el sentimiento de ‘ya no servir para nada salvo para estorbar’ el que alimenta el deseo de morir. Es el silencio ante la realidad, o la palabra vacía y la presencia huidiza de médicos y familiares cuando el pronóstico es fatal. Es la falta de preparación de los equipos que han de tratar a enfermos moribundos para abordar adecuadamente los aspectos no técnicos la causa de que permanezca la angustia de la que los profesionales de la medicina son a la vez víctimas y agentes involuntarios. Es la falta de condiciones Calidad de vida / 145 en los centros donde se atiende a enfermos terminales para poderlos atender adecuadamente llegado el momento. Es la angustia y la desazón lo que impulsa a muchos médicos a seguir tratando agresivamente la enfermedad de un paciente, hasta olvidar que su bien integral exige otra conducta. Es la ignorancia de quienes han seguido enormes progresos de la medicina pero que desconocen el riesgo y, a veces, el elevado precio del sufrimiento no deseado ni pretendido, para entrar a formar parte de quienes el tratamiento resulta un éxito, la que hace más difícil la relación del familiar con el equipo médico. Y es la negligencia en informar adecuadamente la que incrementa la angustia y el dolor moral y convierte la relación médico-paciente y, sobre todo, la relación del entorno familiar con el médico en una espiral de creciente desconfianza”23. Paliar de un modo integral todos los dolores del paciente moribundo constituye una exigencia fundamental y un modo de potenciar su espacio de libertad. Hasta que el tratamiento del dolor no sea todo lo eficaz que pueda ser, y los principios y la aplicación de los cuidados sean más conocidos, tendremos sobre la mesa el problema de las solicitudes de eutanasia por causa del dolor y del sufrimiento. De ahí que el compromiso en la reducción del sufrimiento ajeno sea fundamental para alcanzar una cierta calidad de vida en el proceso final. El eminente teólogo alemán Karl Rahner expresó en el XIII Congreso Mundial de la Federación Internacional de Asociaciones Médicas Católicas (1974) el sentido de este compromiso. Sus ideas, treinta años después, siguen siendo vigentes. “La aplicación de un medio 23 F. Abel, Bioética: orígenes, presente y futuro, Mapfre Medicina-Institut Borja de Bioètica, Barcelona 2001, p. 167. 146 / Francesc Torralba Rossellò –afirmaba– para un fin positivamente razonable y con sentido –por ejemplo, el alivio de los dolores– está permitida aunque este medio opere un cierto acortamiento de la duración de la vida como efecto secundario no intencionado, pero consciente y permitido, y esto porque en tal caso no se hace nada distinto de lo que ocurre normalmente en la vida del hombre, donde se acepta lo que puede ser dañino bajo un punto de vista puramente biológico, si de este modo pueden realizarse valores vitales más elevados”24. Sólo si se palían los sufrimientos del paciente se puede garantizar un espacio real de libertad, de articulación de una decisión autónoma y responsable. El profesional de la salud está al servicio del paciente, y esto significa que debe tener siempre presente que está frente a un sujeto de derechos. “Al médico –concluye Rahner– no puede serle indiferente la libertad del enfermo que alcanza en el morir sus límites y su plenitud. Él lucha también por ese espacio de libertad, precisamente de esta última libertad; él y sólo el enfermo deben entregarse en esperanza silenciosamente abandonada al misterio de la muerte, después de haber luchado por esta vida terrena hasta el final, pero sin dejar de haberlo hecho siempre humanamente. El médico es un servidor de la libertad”25. Calidad de vida y calidad de las relaciones La calidad de vida de una persona depende, estrechamente, de la calidad de las relaciones que establece con los otros. La calidad de vida individual no es ajena a la calidad de los vínculos que uno forja a lo largo de su vida. De ahí que, antes de concluir, sea pertinente reflexionar de un modo 24 K. Rahner, “Libertad del enfermo y teología”, en Convivium 42 (1974), p. 103. 25 Ibíd., p. 109. Calidad de vida / 147 genérico en torno al valor que tiene la vida afectiva y los lazos de simpatía entre los seres humanos para garantizar una vida de calidad. Para ello, juega un papel muy relevante el contacto. En un primer análisis superficial, la capacidad de acercarse a los demás y de estar junto a ellos por medio del contacto parece no constituir ningún problema. Después de todo, cada uno de nosotros hemos probado lo agradable y tranquilizador que resulta el contacto con nuestros padres: de niños hemos sido acunados, cuidados y abrazados. El desarrollo equilibrado de la persona humana depende del sentido de seguridad y aprobación que va recibiendo a lo largo de su infancia por medio del tacto. El crecimiento hacia la madurez implica un justo equilibrio en el uso y en la práctica del contacto. Si nuestra actitud personal hacia el contacto es demasiado rígida y embarazosa, nos estamos privando del inmenso poder de confortarnos y alimentarnos unos a otros. Un gesto de apoyo o un apretón de manos pueden transmitir lo que sentimos por otro y ser más elocuentes que mil palabras. Entre las distintas manifestaciones no verbales de proximidad y contacto, la caricia juega un papel determinante. Filósofos, antropólogos y psicólogos de distintas escuelas han subrayado el valor que tiene la mano en las relaciones interpersonales y en la calidad de las mismas. La caricia como símbolo afectivo ¿Qué es la mano, desde el punto de vista antropológico? Ya sabemos lo que es la mano desde una perspectiva corporal o somática, pero la mano en el conjunto de la simbología cultural adquiere un valor cualitativamente distinto que se debe explorar, porque el ser humano puede expresarse y de hecho se comunica con las manos, puede hablar con la manos. 148 / Francesc Torralba Rossellò La mano es por excelencia el órgano del tacto. No es éste lugar idóneo para un estudio detenido del problema antropológico de la mano, constante desde los griegos (recuérdese la tesis de Anaxágoras y su discusión por Aristóteles: si el hombre es inteligente porque tiene manos o si tiene manos porque es inteligente) en la historia de la cultura occidental26. Uno de los sentidos humanos más especialmente interesante para el ejercicio de la comunicación es el tacto. La mano, como dice atinadamente Pedro Laín, es el órgano por excelencia del tacto. Aunque de hecho podemos tener experiencia táctil a través de otras zonas del cuerpo humano, la mano es el instrumento predilecto para percibir el tacto de la realidad. La mano no es sólo el extremo por el que comunicamos una cierta cantidad de fuerzas a la materia. Atraviesa la indeterminación del elemento, suspende sus inevitables sorpresas, aplaza el gozo en el que éstas amenazan27. La mano aprehende y comprende, reconoce el ser del ente, porque es la presa y no la sombra lo que toma, y, al mismo tiempo, lo suspende porque el ser es su haber. Y, sin embargo, este ser suspendido se mantiene domesticado, no se usa en el gozo que consume y usa. Por un tiempo, se erige como durable, como sustancia. En cierto sentido, la cosa es lo no comestible, la herramienta, objeto de uso, instrumento de trabajo, un bien. La mano comprende la cosa no porque toque todos sus costados a la vez (no la toca toda entera), sino porque no es un órgano de sentido, de puro gozo, de pura sensibilidad, sino de señorío, de dominación, de disposición: que no se deduce del orden de la 26 P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro, vol. 1, Alianza Editorial, Madrid 1987, p. 337. 27 E. Lévinas, Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1997, p. 179. Calidad de vida / 149 sensibilidad. Órgano de aprehensión, de adquisición, recoge el fruto pero lo mantiene lejos de los labios, lo guarda, lo conserva, lo posee en una casa. Puede resultar aparentemente banal preguntarse en qué consiste acariciar, pues se trata de un ejercicio tan cotidiano que, a priori, parece carente de misterio. Desde pequeños hemos sido objeto de caricias por parte de nuestros padres y por parte de nuestros hermanos, y, sin darnos cuenta, acariciamos a otras personas, a personas con quienes tenemos un vínculo de afecto. Se podría decir que la caricia es un gesto espontáneo, aunque no completamente espontáneo y menos aún fortuito, pues no acariciamos a cualquier persona, ni tampoco en cualquier circunstancia. La caricia responde a una intencionalidad y a un deseo (eros) y no siempre la ejecutamos del mismo modo ni de la misma manera. Aunque sea la expresión de un deseo, la caricia no es un acto calculado, premeditado, sino una acción efusiva que no es plenamente ingenua, pero tampoco sistemáticamente calculada. De un modo consciente, sabemos que estamos acariciando a alguien y, si nos interrogamos a fondo por qué, sabemos responder afirmativamente. La caricia es una expresión de afecto, pero puede ser frustrada por mecanismos internos de represión. No es necesario referirse a Sigmund Freud para darse cuenta de que el ser humano tiene una gran capacidad de autocensura y de represión y de que la caricia no está exenta de este complejo sistema de represión. En determinadas circunstancias, puede ocurrir que queramos acariciar a alguien pero que nos sintamos coaccionados o coartados en el ejercicio de nuestra libertad. En el gesto particular de la caricia, la autorrepresión todavía juega un papel más importante en el género masculino que en el género femenino por razones históricas y culturales que ahora no es necesario ahondar. 150 / Francesc Torralba Rossellò La caricia forma parte esencial de la educación de los sentimientos y es una expresión de amor y de afecto que resulta fundamental para vivir una vida con calidad. Privar a un niño que, por naturaleza, es, como todo ser humano, un indigente afectivo, de la caricia constituye un atentado contra su desarrollo emotivo y sentimental. El ser humano, precisamente porque es frágil desde la perspectiva emocional, necesita ser amado, ser reconocido, ser objeto de ternura; en definitiva, ser acariciado. Máxime cuando atraviesa circunstancias de sufrimiento, de dolor, de abandono o de proximidad a la muerte. A través de la caricia, uno se siente reconocido por alguien y respetado por otro ser humano. En ello está en juego su calidad de vida. Acariciar, por lo tanto, es una actividad esencial dentro del universo personal y es necesaria para el equilibrio emocional del hombre y de la mujer. Pero acariciar no es una actividad exclusiva del ser humano, pues también detectamos que los primates se acarician entre sí, especialmente en la relación entre la madre y sus crías. La acción de acariciar, pues, parece algo muy común que no merece la atención del filósofo, y, sin embargo, no es así. Ocurre que, muchas veces, lo más aparentemente simple y cotidiano, como amar, gozar, trabajar, pensar, constituyen actividades muy complejas cuando las pensamos con hondura. Observamos que las personas se acarician, que la madre acaricia a su hijo y que el amante acaricia a su amada. También observamos que la enfermera acaricia a su paciente y que la maestra acaricia a sus escolares. Desde algunos sectores, esta expresión de afecto que se demuestra mediante la caricia tanto en el mundo sanitario como en el mundo educativo debe ser sublimada en aras a una auténtica y aséptica profesionalidad. La profesionalidad no está reñida con una cierta proxi- Calidad de vida / 151 midad afectiva, sino todo lo contrario. La calidad asistencial depende, entre otros factores, de tal proximidad. Cuando acariciamos a alguien dejamos resbalar suavemente nuestra mano por encima de la epidermis del otro. Acariciar no es palpar; tampoco es, propiamente, tocar. Es un gesto que indica, ante todo, respeto al otro, consideración a su persona, referencia a alguien que tiene valor en sí mismo y que no es, simplemente, un objeto. Cuando acariciamos a los hijos, entramos en contacto con ellos, pero la finalidad no consiste precisamente en tocarles, sino que con ese gesto tratamos de expresar algo que está más allá de la mera sensibilidad. La caricia es, ciertamente, un gesto físico, pero revela un tipo de sentimiento, de emoción, de intentio, que no es de orden físico, sino metafísico. Acariciar no se limita a ser un simple roce de piel, sino que comunica algo que trasciende lo físico; expresa una intención de difícil reducción a lo estrictamente material. Escribe Emmanuel Lévinas: “La caricia, como el contacto, es sensibilidad. Pero la caricia trasciende lo sensible. No se trata de que sienta más allá del sentido, más lejos que los sentidos, que se apodere de un alimento sublime, mientras conserva, en su relación con este sentido último, una intención de hambre que va hacia el alimento que se insinúa y se da a esta hambre, sino que lo profundiza, como si la caricia se nutriese de su propio hambre”28. La calidad de vida. Criterios fundamentales A partir de lo expuesto a lo largo de esta breve monografía, parece oportuno sintetizar, a modo de epílogo, los criterios fundamentales que se 28 E. Lévinas, o. c., p. 268. 152 / Francesc Torralba Rossellò deben tener en consideración al discernir la calidad de vida. Siendo la vida humana el bien más preciado de la persona humana y condición de posibilidad para el disfrute de cualquier otro bien, la vida no puede hallarse subordinada a ningún otro bien, sino que debe verse reconocida como un derecho intrínseco de la persona. La vida tiene un valor sagrado, pero también debe velar para que esta vida tenga calidad; en definitiva, que esa vida que es sagrada tenga la posibilidad de ser vivida humanamente con sentido. No todos los tratamientos que prolongan la vida biológica resultan humanamente beneficiosos para el paciente. Las personas no tienen la obligación de aceptar medios desproporcionados para preservar la vida. Los tratamientos para el mantenimiento de la vida han de considerarse como el mayor beneficio del paciente siempre que el supuesto beneficio potencial sea superior al sufrimiento que representa el tratamiento. Bibliografía Abel, F., “Dificultad del concepto calidad de vida”, en Bioètica & Debat 11 (1997), pp. 10-11. Blondeau, D. (ed.), De l’éthique à la bioéthique. Repères en soins infirmiers, Gaëtan Morin, Chicoutimi 1998. Callahan, D., “The sanctity of Life”, en D. R. Cutter (ed.), Updating Life and Death, Beacon Press, Boston, pp. 181-223. Fagot-Largeault, A., “Réflexions sur la notion de qualité de la vie”, en Archives de Philosophie du Droit 36 (1991), pp. 135-154. Calidad de vida / 153 Goode, D. – Magerotte, G. – Leblanc, R. (eds), Qualité de vie pour les personnes présentant un handicap: perspectives internationales, De Boeck-Université, Bruselas 2000. Gracia, D., Ética de la calidad de vida, Fundación Santa María, Madrid 1984. Jasmin, C. – Butler, R. (Éds.), Longévité et qualité de vie: défis et enjeux, Institut Synthélabo, París 1999. Kuhse, H., The Sanctity-of-Life Doctrine. A Critique, Clarendon Press, Oxford 1987. Mccormick, R. A., “A proposal for ‘Quality of Life’. Criteria for Sustaining Life”, en Hospital Progress 56 (1975), pp. 76-79. Nussbaum, M. – Amartyas, S. (eds.), The Quality of Life, Clarendon Press, Oxford 1993. Muerte digna Marciano Vidal García Todas las palabras de este libro tienen que ver, de un modo u otro, con la dignidad del morir humano. Ello supone que en el presente artículo se ha de encontrar una perspectiva peculiar que no sea tratada en los trabajos precedentes o subsiguientes. Creo que esa peculiaridad no es otra que la de ofrecer una consideración sobre la aplicación de la categoría ética de dignidad humana a la realidad del morir en cuanto configuración de una situación que posibilite a la persona realizar, con pleno significado, esa acción suprema de su existencia. Para explicitar el contenido de la exigencia ética del morir con dignidad humana, hago tres aproximaciones. En primer lugar, ofrezco una breve consideración histórica para subrayar la génesis reciente de esta categoría del derecho a morir con dignidad. En segundo lugar, propongo unas consideraciones generales sobre el concepto ético de dignidad humana. En tercer lugar, hago una aplicación de la categoría ética de dignidad humana a la realidad del morir, desarrollando aquellas exigencias más decisivas en las que se concreta el principio general del morir con dignidad humana. Por último, y a modo de complemento, agrego unas reflexiones sobre lo que a mi juicio debería ser la aportación específica del cristianismo a la nueva cultura del morir humano con dignidad. 156 / Marciano Vidal García Génesis reciente del principio ético del “morir con dignidad humana” La consideración ética del morir humano ha alcanzado recientemente una profundidad y un desarrollo no conocidos en épocas precedentes. En los nuevos planteamientos sobresale la aplicación del principio ético de la dignidad humana a la situación y al acontecimiento del morir. Para tomar conciencia de esta novedad expongo, en primer término, el modo de organizar la consideración ética del morir en la época de la moral casuista, pasando a anotar, en segundo lugar, los replanteamientos que fueron iniciados desde la segunda mitad del siglo XX, para terminar señalando cómo hoy se formula la ética del morir mediante la tensión entre dos valores básicos: la inviolabilidad de la vida humana y la exigencia de morir con dignidad humana. De esta suerte, aparece la categoría ética de la dignidad humana como uno de los principios básicos de la actual consideración ética del morir. Un discurso ético basado en la distinción entre medios “ordinarios” y “extraordinarios” La teología moral católica de todos los tiempos consideró la ética del morir desde su peculiar valoración de la inviolabilidad de la vida humana. Desde el siglo XVI comenzó a aplicar ese principio general a las situaciones concretas mediante la distinción entre los medios ordinarios y extraordinarios en orden a mantener la vida en su etapa última. A continuación se recoge el pensamiento de los moralistas más representativos de la época en referencia a esa distinción ética. Francisco de Vitoria (1483-1546) Es el primer teólogo que trata explícitamente sobre la obligación de prolongar o no la vida en Muerte digna / 157 su fase final. En su relección sobre la templanza1, sienta el principio de que “todos están obligados a conservar la vida por el alimento”, y ello por la doble razón de la “inclinación natural” y del “amor a sí mismo”. De ese principio general se deduce que “si el enfermo puede tomar alimento con alguna esperanza de alivio, debe tomarlo, como habría también obligación de dárselo si él no puede tomarlo”. Sin embargo, Vitoria atempera la afirmación general al reconocer que “si es tanto el decaimiento de ánimo y tan debilitada está la virtud apetitiva que no puede el enfermo tomar alimento sin grande trabajo y dolor, se considera que hay cierta imposibilidad y, por consiguiente, se excusa al menos de pecado mortal, sobre todo cuando hay poca o ninguna esperanza de curación”. Como se ve, son dos los criterios a tener en cuenta para eximir al enfermo de la obligación de consumir un alimento con el propósito de conservar la vida: la exigua o nula esperanza de vida y el sufrimiento que puede conllevar la alimentación. En esta misma reflexión, Vitoria introduce la diferencia entre alimento y fármaco. Mientras el alimento está ordenado naturalmente para la vida, el fármaco no lo está, por lo que no hay obligación de recurrir a todos los medios posibles para la conservación de la vida, sino a aquellos que estén ordenados de forma natural. “Y así, no comer sería matarse, en tanto que no tomar la medicina sería sencillamente no oponerse a la muerte que amenaza por otro lado. A esto no siempre está el hombre obligado”. En este contexto, Vitoria hace una afirmación que suena a gran actualidad: “Casos hay en los que puede el hombre defender su vida y, sin F. de Vitoria, “Relectio de temperantia”, en Relecciones teológicas (T. Urdánoz, ed.), BAC, Madrid 1960, p. 995-1.069 1 158 / Marciano Vidal García embargo, no está obligado a ello, pues una cosa es no prolongar la vida y otra cortarla bruscamente. Esto siempre es ilícito; aquello, no”. De donde se deduce que si hay “certeza moral” de recobrar la salud, es obligación tomar la medicina; pero, si la certeza moral no existe, “no se debe condenar a pecado mortal a los que decidieron no tomar medicinas”. Sin embargo, la sensibilidad humanista de Vitoria asoma a continuación: “Si bien esto [no tomar medicinas] no es de alabar, porque, como dice Salomón, ‘Dios creó la medicina por nuestra necesidad’”. Las conclusiones a las que llega son las siguientes. Primera: “Nadie está obligado a prolongar su vida todo cuanto pueda por medio de la comida (...); si alguno utiliza alimentos que emplea la generalidad y en cantidad suficiente para conservar la salud, aunque advierta que por esto se le acortará notablemente la vida, no peca”. Segunda: “Nadie tiene obligación de tomar medicinas para alargar la vida, aun habiendo peligro de muerte probable; por ejemplo, a tomar algún remedio todos los años para librarse de las fiebres u otras cosas parecidas”. Para Vitoria, el alimento que se sale de la categoría de lo común no conlleva obligatoriedad de consumo para el enfermo aunque esta acción tenga como resultado el acortamiento de la vida. En cuanto a las medicinas, no hace distinción entre delicadas y comunes, ya que para Vitoria éstas no están ordenadas para la vida como los alimentos, y no están siempre acompañadas de la certeza de beneficio. Por este motivo, el enfermo puede lícitamente rechazar su uso aunque ello suponga acortar la vida. Nótese también que Vitoria introduce el tema de la muerte inminente. Si el peligro de muerte es real, no existe obligación moral de recurrir al uso de un medicamento por un largo período de tiempo. Éste es, en síntesis, el tratamiento que hace Vitoria en la relección sobre la templanza, pro- Muerte digna / 159 nunciada probablemente en los últimos meses del año 1537 (dentro del curso 1537-1538). La cuestión había sido ya objeto de su estudio y de su enseñanza tanto en los Comentarios a la Suma de santo Tomás como en la relección sobre el homicidio (o, mejor, sobre el suicidio), pronunciada probablemente el 11 de junio de 15292. Domingo Báñez (1528-1604) El pensamiento de Báñez no difiere sustancialmente del de Vitoria, en el que se apoya. Sin embargo, a Báñez se debe la introducción de los términos (y de la consiguiente distinción moral) “ordinario” y “extraordinario” en referencia a los medios a utilizar para mantener la vida humana. Esta distinción entre medios “ordinarios” y “extraordinarios” fue asumida por los moralistas posteriores. Llegó a formar parte de los planteamientos católicos de la eutanasia. Aún hoy día tiene funcionalidad en determinados ambientes teológico-morales. En sus Comentarios a la Suma de santo Tomás, al tratar el tema de la mutilación de algún miembro del cuerpo humano (por ejemplo, en caso de gangrena), Báñez utilizó explícitamente los términos de medios ordinarios y medios extraordinarios. Su punto de partida es el interrogante siguiente: ¿está el hombre obligado a sufrir la amputación de un miembro en orden a salvar su vida? Para Báñez, el principio moral de la conservación de la vida obliga siempre y cuando no conlleve dolor ni gastos extraordinarios. Por tanto, al hablar sobre el tema de la amputación de un miembro del cuerpo entiende que, aunque pueda significar una mayor salud, si conlleva un alto grado de dolor es un medio extraordinario y, 2 Ibíd., pp. 1.070-1.130. 160 / Marciano Vidal García por lo tanto, no es obligatorio. Los medios obligatorios para conservar la vida serán aquellos que se encuentran en las categorías de común y ordinario. Al igual que Vitoria, también entiende que existen distintas valoraciones según las diferentes características de los alimentos: “Aunque el hombre está obligado a conservar su propia vida, no lo está por los medios extraordinarios, sino sólo por la comida y vestido común, medicinas comunes o sufriendo un dolor común y ordinario...”3. Los moralistas, al referirse a la alimentación como medio para la conservación de la vida, habían hablado hasta ahora de aquellos que son comunes y de los que son delicados, exquisitos y óptimos. Con la aportación de Báñez, se comenzó a utilizar la clasificación de “ordinario” y “extraordinario” para referirse a los alimentos; los considerados como ordinarios conllevaban obligatoriedad de consumirlos para conservar la vida, ya que están dentro de lo común y natural. Sin embargo, los denominados como extraordinarios son opcionales, ya que conllevan dificultad o son costosos. Es interesante señalar que Báñez utiliza el término “proporcionado” para referirse a aquel medio que no representa un gasto excesivo para el enfermo y, por lo tanto, está en proporción al nivel económico de aquél. En efecto, lo describe como proporcionado según la recta razón: “...Pero no cuando hay un dolor extraordinario y horrible, ni con gastos extraordinarios según la proporción del estado de cada uno. Por ejemplo, si un ciudadano normal estuviese seguro de conseguir la salud gastando tres mil ducados en una medicina, no está obligado a tomarla. De aquí 3 D. Báñez, Scholastica Commentaria in Partem Angelici Doctoris S. Thomae, t. IV, Decisiones de Jure et Justitia, II-II, q. 65, art. 1, Duaci, pp. 1.614-1.615. Muerte digna / 161 está claro el argumento, porque, aunque el medio es proporcionado según la recta razón, y lícito por tanto, sin embargo, es extraordinario”. No deja de llamar la atención que, siendo Báñez el que introduce los términos de medios “ordinarios” y “extraordinarios”, también utilice el concepto de “proporcionalidad”, recientemente asumido por la reflexión teológico-moral y por el mismo Magisterio eclesiástico para precisar más efectivamente la doctrina de los medios para la conservación de la vida. Representantes de la moral casuista Tomás Sánchez (1550-1610) continuó la tradición ética de sus predecesores en el tratamiento del tema de los medios para la conservación de la vida. En su obra Consilia seu Opuscula Moralia recoge la distinción moral entre la intención de abreviar la vida y la decisión de no prolongarla a través de los mejores medios posibles. Si bien existe la obligación de conservar la vida, nadie está obligado a prolongarla en todo momento y en toda circunstancia4. La obligación de conservar la vida sólo exige el consumo de alimentos comunes y en las cantidades habituales, aunque esto tenga como resultado abreviar la vida. Es importante notar que Sánchez no establece diferencia, en cuanto a la obligatoriedad moral, entre el consumo de los alimentos delicadísimos y el uso de los remedios medicinales exquisitos; por el contrario, utiliza para ambos la misma valoración moral. Leonardo Lesio (1554-1623), en su obra De Justitia et Jure, identificó dos elementos importantes a la hora de determinar la obligatoriedad de un medio para la conservación de la vida: en T. Sánchez, Consilia seu opuscula moralia, t. II, lib. V, cap. 1, dub. 33, n. 2 , Lugduni 1634, 130b. 4 162 / Marciano Vidal García primer lugar, el grado de dificultad que puede presentar un determinado medio; y, en segundo lugar, la certeza de beneficio. Para Lesio, un medio queda liberado de la obligación moral de recurrir a él cuando conlleva un grado de dificultad importante y cuando es incierta la posibilidad de beneficio para el enfermo. De este modo, se comienza a insinuar, como también lo hará Lugo, la importancia de la proporción entre el esfuerzo que conlleva un medio para la conservación de la vida y el beneficio que pueda ofrecer. La relación esfuerzo-beneficio será un elemento a valorar en la ulterior reflexión moral, especialmente una vez que se introducen los nuevos términos “proporcionado” y “desproporcionado”. “La razón es porque nadie está obligado a conservar su vida a través de tanto tormento y con un resultado incierto”5. El cardenal jesuita Juan de Lugo (1583-1660) es considerado uno de los grandes personajes en el campo de la moral entre los siglos XVI y XVII. Dentro de sus muchas aportaciones, identificó dos formas en las que una persona actúa en contra de la obligación de conservar la vida. A la primera la llama acción positiva: un acto que tiene como consecuencia directa la muerte. La segunda es la acción negativa, a través de la cual la persona permanece pasiva, sin llevar a cabo una acción para evitar o enfrentarse al peligro de muerte que le acecha. Esta distinción es importante para el ulterior desarrollo de la postura católica, ya que es la primera vez que se distingue entre lo que se calificará más tarde como eutanasia activa y pasiva: “Advierte que el hombre puede pecar de dos maneras contra la obligación de conservar la 5 L. Lessius, De Justitia et jure caeterisque virtutibus cardinalibus libri quattuor, lib. II, cap. IX, dub. 14, n. 96, Antuerpiae 1621, 101b. Muerte digna / 163 vida. Primero, haciendo positivamente algo que induce a la muerte; por ejemplo, cuando alguien se hiere con la espada, se arroja al fuego o a un río... Segundo, de forma negativa, a saber, no huyendo de un peligro de muerte; por ejemplo, si alguien viendo que un león furioso viene a devorarle, y pudiendo fácilmente evitarlo y huir, quiere esperar inmóvil”6. No todos los recursos que se pueden utilizar para la conservación de la vida conllevan obligación moral. Existen medios que, por sus características, caen en la categoría de extraordinarios, por lo que su uso es opcional y no obligatorio. “Ni siquiera entonces está obligado a los medios extraordinarios y difíciles... pues no es de tanta importancia este bien de la vida que se haya de procurar su conservación con extraordinaria diligencia: una cosa es no ser negligente con ella y arriesgarla de forma temeraria, a lo que el hombre está obligado; pero otra cosa es procurarla y retenerla por medios exquisitos cuando huye de uno, a lo que no se está obligado, por tanto no se considera moralmente que se quiere o se busca la muerte”. Lugo hace la misma distinción de Vitoria entre alimentos comunes y alimentos exquisitos y delicados. Igualmente afirma que la conservación de la vida no exige esfuerzos extraordinarios. De donde se puede deducir el alto grado de recepción que había alcanzado la doctrina establecida por Vitoria. San Alfonso María de Liguori (1696-1787) San Alfonso se adhirió a la enseñanza tradicional en el tema de los medios ordinarios y extraordinarios. Recoge el principio de H. Busenbaum de que el enfermo no está obligado a utilizar un medio de elevado costo para evitar la muerte: “No J. de Lugo, De Justitia et Jure, disp. 10, sect. I, n. 28, Lugduni 1646, 257b. 6 164 / Marciano Vidal García se está obligado a usar una medicina preciosa y exquisita para evitar la muerte”7. También asume que los medios más saludables posibles son opcionales como recursos para conservar la vida: “[no se está obligado] a buscar, abandonando el propio domicilio, un aire más salubre fuera de la patria”. Sin embargo, acepta que “el enfermo en peligro de muerte no puede rechazar el medicamento si existe esperanza de salvación”. Después de san Alfonso, la reflexión sobre el tema de los medios ordinarios y los medios extraordinarios es repetida por los moralistas católicos. Los principios a los que se ha llegado se convierten en doctrina común. Y así se llega hasta la revisión teológico-moral de la etapa reciente. La revisión moral de la época reciente La doctrina de los moralistas de los siglos XVI-XVIII (de Vitoria a san Alfonso) es repetida, sin grandes variaciones, durante el siglo XIX y primera mitad del siglo XX. A mediados de este siglo comienza el replanteamiento. Son numerosos los aspectos éticos relacionados con el final de la vida humana que son reexaminados o estudiados por vez primera por parte de los moralistas católicos. Enumero los más relevantes: – Teniendo en cuenta la situación de la medicina, se busca una mejor precisión en el uso de las categorías de medios “ordinarios” y “extraordinarios”. Son de destacar los dos artículos pioneros de G. Kelly aparecidos en la revista Theological Studies. – Llevados del axioma latino “qui bene distinguit bene cognoscit”, los moralistas recogen y vuelven a plantear el principio ya San Alfonso, Theologia Moralis, lib. III, tract. IV, cap. 1, n. 371, L. Gaudé, Roma 1905, I, p. 627. 7 Muerte digna / 165 propuesto por F. de Vitoria de que “una cosa es matar y otra dejar morir”. – No faltan estudios sobre la aplicación del principio del doble efecto a las situaciones relacionadas con el final de la vida. – A pesar del pluralismo de interpretaciones en determinados puntos concretos se puede afirmar que el consenso entre los moralistas católicos de hoy se extiende a un ámbito bastante amplio: - La vida humana es un bien básico pero no absoluto: en cuanto pertenece a un ser limitado, puede entrar en conflicto con otro bien (el morir dignamente). - Los tratamientos, en la fase terminal, deben ofrecer una razonable esperanza de beneficio. - Los cuidados paliativos han de ser aceptados y promovidos como una buena solución para superar situaciones “deshumanizantes” de dolor en la fase terminal. El planteamiento actual, en el que cobra un relieve especial el principio del “morir dignamente” Como en casi todos los temas conflictivos de la moral, también en el interrogante sobre la ética del morir la cuestión primera y más decisiva es la metodológica. Un buen o mal planteamiento del problema condiciona radicalmente la coherencia o incoherencia de la solución. Es necesario reconocer que, en relación con la metodología moral del morir, se ha dado una variación importante en la reflexión de las últimas décadas. Se han superado viejos planteamientos. Concretamente, los siguientes: – Plantear el problema desde una concepción moral para la cual sea lo más decisivo el que la acción resulte directa o indirecta en rela- 166 / Marciano Vidal García ción con el efecto conseguido. Una argumentación moral basada en el principio del “voluntario directo o indirecto” o en el principio del “doble efecto” adolece, por una parte, de un “intencionalismo extrinsecista” y, por otra, de una concepción fisicista de la moral (creyendo que la moralidad acompaña la estructura física de la acción). – Relacionar la exigencia de mantener en vida al paciente con el carácter ordinario o extraordinario que tengan los medios de que disponemos. Este criterio, además de ser muy subjetivo y de estar sometido a variaciones muy notables, es discriminatorio, ya que para algunas personas resultarán medios ordinarios los que para otras serán extraordinarios. – Por la misma razón de injusta discriminación tampoco parece adecuado acudir a la diversidad de las personas implicadas en las situaciones eutanásicas y distanásicas; la persona tiene el mismo valor sea joven o sea anciano, sea persona “cualificada” o no lo sea. – Por último, se superan los planteamientos morales que tienen demasiado en cuenta el que se consiga el efecto por acción o por omisión. Los valores éticos están por encima de esa distinción técnica; por otra parte, la moral que se fundamenta en tal distinción corre el peligro de caer en la tentación del fariseísmo hipócrita. La metodología coherente para plantear los problemas éticos del morir es la que se basa en el valor de la vida humana, valor que a veces se encuentra en conflicto con otro valor; concretamente, el valor de morir dignamente. Cuando no existen esas situaciones conflictivas ninguna ética razonable encuentra dificultad en mantener y defender el valor de la vida humana en el paciente (cercano o no tan cercano al desenlace final). Muerte digna / 167 Las preguntas surgen cuando existe un conflicto entre el valor de la vida humana y otras realidades que se juzgan también como valores. Se adopta, pues, como perspectiva metodológica, el principio del conflicto de valores (en lenguaje más tecnicista, se llamaría “conflicto de bienes”). Se afirma el valor de la vida humana no sólo en general, sino también en el paciente cercano al desenlace final (bien sea por ancianidad o por enfermedad). Habrá situación conflictiva cuando surja otro valor que deba ser tenido también en cuenta dentro de esa situación del paciente cercano al desenlace final. Frente al valor de la vida humana del paciente cercano al desenlace final, solamente se puede constituir en auténtico conflicto ético el valor del morir con dignidad. La síntesis ética consistirá en mantener en equilibrio, muchas veces agónico, los dos valores indicados. De esta suerte se verifica la situación ideal de la ortotanasia. De forma gráfica, se puede expresar la ética del morir del siguiente modo: La ortotanasia es la realización del doble valor del respeto a la vida humana valor que no realiza la eutanasia (exagerando el valor: “derecho a morir”) y del derecho a a morir dignamente valor que no realiza la distanasia (exagerando el otro valor: aprecio “exagerado de la vida”) El significado ético de “dignidad humana” Pocas expresiones antropológicas han tenido tanto uso en el terreno ético como la que formula la dignificación del ser humano. Se puede afir- 168 / Marciano Vidal García mar que esta categoría constituye un “lugar” primario de apelación ética tanto en los sistemas morales religiosos como en las pretensiones de construir una ética civil fundada sobre la autonomía de la razón humana. Limito la consideración al horizonte cristiano y ofrezco dos series de perspectivas, unas de carácter histórico y otras de orientación sistemática, para captar el significado de la “dignidad humana”. Anotaciones históricas Las grandes tradiciones éticas de Occidente han configurado un sistema axiológico en el que el valor del ser humano ocupa el puesto central. Recordemos, entre esas tradiciones, el estoicismo, la ética kantiana y el marxismo: – El valor de todo lo humano es uno de los axiomas vulgarizados por el estoicismo: “El hombre es una cosa sagrada para el hombre”. – Dentro del amplio y profundo sistema kantiano, la persona humana es el centro de los valores; para Kant, el hombre “ha de ser tratado como un fin en sí y nunca como un medio”. – Desde presupuestos distintos a los kantianos y estoicos, también Marx apoya el aliento ético sobre el valor del hombre; la “desfiguración” del hombre por la alienación es descrita por Marx como el reverso de la dignidad humana, la cual se irá manifestando a medida que se vaya logrando, mediante la lucha histórica, la emancipación del ser humano. Aquí limito la consideración al ámbito de la tradición cristiana. Dentro de su largo devenir, me detengo en cuatro momentos significativos para recoger las sensibilidades y las reflexiones en relación con el concepto de dignidad humana. Muerte digna / 169 a) Antropocentrismo ético en la patrística En la patrística se gesta el “antropocentrismo ético” sobre la base teológica de la consideración del ser humano como “imagen y semejanza” de Dios. Pocas categorías bíblicas como la de “imagen y semejanza” de Dios (Gn 1,26-27) han tenido tanta fuerza para configurar la antropología teológica. Según Juan Pablo II, la categoría de “imagen y semejanza” (Gn 1,27) es “la base inmutable de toda la antropología cristiana” (MD, 6). Ese fragmento bíblico contiene las verdades antropológicas fundamentales: la persona es el ápice de todo lo creado; hay igualdad esencial entre la mujer y el varón; el ser humano está en relación con todo lo creado. Los escritos patrísticos encuentran ahí la base segura para construir el edificio teológico-parenético de la dignificación del ser humano. La persona, por ser imagen y semejanza de Dios, es el centro de toda la creación; hacia ella convergen todas las demás criaturas como a su centro de sentido y de finalización. Situados en este puesto privilegiado, es fácil ver en el hombre una dignidad singular. Dignidad, tan maravillosa y al mismo tiempo sobriamente cantada por san León Magno8, y que se expresa en una doble vertiente: – Dignidad “subjetiva”, es decir, de responsabilidad frente al mundo y ante la historia: el hombre ha de “humanizar” la tierra (ética de responsabilidad) y ha de construir una historia solidaria (ética de solidaridad). – Dignidad “objetiva”, es decir, afirmación del valor absoluto del ser humano, nunca mediatizable a otra realidad, y al que todo está subordinado. 8 Sermo in Nativitate Domini, 7, 6: PL 54, pp. 220-221. 170 / Marciano Vidal García Los escritos patrísticos ofrecen abundante material para construir una ética teológica en la que la causa del hombre ocupa el puesto principal sin por eso desalojar la presencia de Dios revelado en Cristo y hecho dinamismo por la fuerza del Espíritu. No en vano, el “antropocentrismo ético” de la patrística se fundamenta sobre la dignificación del hombre por ser éste “imagen y semejanza” de Dios. b) Teología medieval La teología medieval no fue insensible a la dignidad del ser humano. Los teólogos espirituales del siglo XII, como Bernardo y Ricardo de San Víctor, se adentraron por el camino de la interioridad humana y ahí supieron descubrir como en un espejo el reflejo de la dignidad de Dios. Siguiendo parecido itinerario, aunque guiados por la tradición dionisíaca-platónica del proceso intelectivo, también los místicos de la baja Edad Media, como el Maestro Eckhart y otros representantes de la “devotio moderna”, llegaron a vivenciar la dignidad del ser humano. En medio de estas dos tendencias espirituales está la reflexión teológica profunda del siglo XIII, tan fecunda para el planteamiento de la ética teológica de la dignidad humana. Limitándome a Tomás de Aquino, no se puede dejar de reconocer en él la gran sensibilidad hacia la dignidad humana, fundada en la condición de “imago Dei”, expresada en el principio interior de la acción responsable y culminada mediante la consecución del fin último. La comprensión teológica del hombre es al mismo tiempo el punto de arranque, el contenido y la meta de la reflexión tomasiana sobre la dimensión moral de la existencia cristiana. Si, según Metz, en santo Tomás se inicia la “forma de pensamiento” de carácter antropocéntrico, también podemos hablar del inicio de un auténtico giro antropológico para la moral. Con sensibilidad Muerte digna / 171 bíblica y con fidelidad a la tradición patrística Tomás enraíza la teología moral en el hombre entendido con la categoría bíblico-teológica de “imagen” de Dios. En el prólogo de su teología moral estampa esta visión certera: “Como escribe el Damasceno, el hombre se dice hecho a imagen de Dios, en cuanto significa ‘un ser intelectual, con libre albedrío y potestad propia’. Por eso, después de haber tratado del ejemplar, a saber, de Dios y de las cosas que el poder divino produjo según su voluntad, resta que estudiemos su imagen, que es el hombre en cuanto es principio de sus obras por estar dotado de libre albedrío sobre sus actos” (I-II, pról.). c) Renacimiento El renacimiento teológico del siglo XVI, inspirándose en la orientación de santo Tomás, va a conducir la reflexión teológico-moral hacia la causa del hombre, en cuanto promoción histórica de su dignidad. Conviene colocar como telón histórico de fondo la sensibilidad general del humanismo y del Renacimiento, para la cual la “dignidad del hombre” se convierte en categoría aglutinadora de las expresiones del espíritu humano. La expresión “dignidad del hombre” se estampa en las portadas de los libros, como el de Pico Della Mirandola (1486) o el de Fernán Pérez De Oliva (1546). De Francisco Petrarca a Juan Luis Vives, pasando por Nicolás de Cusa, Marsilio Ficino, Erasmo de Rotterdam y otros muchos pensadores, corre una honda corriente de humanidad sin desalojar por ello el espíritu del cristianismo. Sobre ese fondo humanista, la reflexión teológica se despierta y se pone a descubrir a Dios en las nuevas realidades del hombre moderno. A finales del siglo XV y comienzos del siglo XVI, en Italia, en Alemania y sobre todo en París, la teología se hace “humanista”. Ese humanismo teológico, trasladado de las riberas del Sena a las ori- 172 / Marciano Vidal García llas del Tormes en Salamanca, dará sus frutos más granados en la llamada Escuela de Salamanca, con Francisco de Vitoria a la cabeza. Con Francisco de Vitoria se consolida la orientación humanista del saber teológico. Éste abandona las discusiones estériles y alejadas de la realidad y busca los problemas reales del hombre concreto. Abierta la mirada hacia la realidad, el hombre con sus interrogantes, con sus glorias y con sus fracasos aparece como el argumento de la teología. Un hombre al que Vitoria trata con cariño y mira con optimismo. En contra de los que profieren “tantas quejas contra la naturaleza, llamándola, unos, madrastra; otros, enemiga; éstos, fomentadora de crímenes; aquéllos, madre de maldades, y otros, una infinidad de nombres bajos y odiosos, con los cuales la deshonran”, Vitoria demuestra que “la inclinación del hombre, en cuanto hombre, es buena y de ninguna manera tiende al mal o a cosa contraria a la virtud”9. Con esa mirada de humanista cristiano, Vitoria y los continuadores de su obra van a colocar las bases de una ética internacional en la que la razón suprema es la causa del hombre, de todo hombre (europeo o indio; cristiano, judío o musulmán; hombre o mujer). Todos los temas teológico-morales tratados por Vitoria y por la Escuela de Salamanca (guerra y paz, economía y política nacional, derecho de gentes, conquista y colonización de América, etc.), todos fueron iluminados desde la categoría ético-teológica de la “dignidad humana”. Se puede afirmar que los períodos en que la reflexión teológico-moral se abre a la racionalidad humana y a la causa histórica del hombre son los momentos más cualificados de la teología moral; por desgracia, a ellos suelen seguir otros Relectio de homicidio, en o. c., en nota 1, pp. 1.090-1.091. 9 Muerte digna / 173 de enclaustramiento de la razón teológica en voluntarismos, fundamentalismos y legalismos que desorientan el dinamismo ético de la fe cristiana (a santo Tomás sigue el voluntarismo y el nominalismo; al Renacimiento del humanismo teológico sigue el casuismo legalista y el objetivismo abstracto). En todo caso, los momentos que he recordado constituyen formas históricas de ese paradigma de perenne aggiornamento que es inherente a la reflexión teológico-moral y que tiene una expresión cualificada en el aggiornamento de la etapa del Concilio Vaticano II, a la que me refiero a continuación como último hito histórico. d) Vaticano II y Magisterio eclesiástico reciente El Concilio Vaticano II subrayó con fuerza el principio de la dignidad humana. “Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos” (GS, 12). Con esta afirmación del antropocentrismo axiológico se inicia el capítulo 1 de la parte primera de Gaudium et spes, dedicado al estudio y a la proclamación de “la dignidad de la persona humana”. Éste será el criterio para juzgar y orientar las situaciones concretas de moral tratadas en la segunda parte de la citada constitución conciliar: matrimonio y familia (criterio: “naturaleza de la persona y de sus actos”, n. 51), cultura (criterio: “hombres y mujeres, autores y promotores de la cultura” n. 55), economía (criterio: “el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social”, n. 63), política (criterio: “buscar el bien común” n. 74), etc. De este modo la causa del hombre se convierte en el criterio fundamental y en el contenido nuclear de la moral cristiana concreta o material, no sólo en el área social, sino también en relación con los problemas de ética sexual y de bioética. 174 / Marciano Vidal García La declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa puso particular énfasis en resaltar la dignidad de la persona. Comienza la declaración constatando que “la dignidad de la persona humana se hace cada vez más clara en la conciencia de los hombres de nuestro tiempo” (n. 1). El concilio “declara que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural” (n. 2); “cuanto este Concilio Vaticano declara acerca del derecho del hombre a la libertad religiosa tiene su fundamento en la dignidad de la persona, cuyas exigencias se han ido haciendo más patentes cada vez a la razón humana a través de la experiencia de los siglos” (n. 9). La dignidad de la persona es el criterio de actuación en relación con la persona: “La verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana” (n. 3). Éste es también el criterio para entender las relaciones de Dios con el hombre: “Dios llama ciertamente a los hombres para servirle en espíritu y en verdad, en virtud de lo cual éstos quedan obligados en conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que Él mismo ha creado, la cual debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad” (n. 11). El magisterio de Juan Pablo II tuvo desde el principio un marchamo netamente personalista. De su primera encíclica es esta visión hondamente humanista del cristianismo: “En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo...” (RH, 10). Dejando aparte las posibles discusiones sobre la concepción antropológica en cuestiones de bioética y ética sexual y conyugal, no se puede dejar de reconocer en su magisterio social un aliento profético de denuncia y de anuncio en favor de la causa del hombre. Muerte digna / 175 Su magisterio fue fiel al programa trazado en su primera encíclica: el hombre “es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión: él es la primera vía fundamental de la Iglesia, vía trazada por el mismo Cristo, vía que inalterablemente pasa a través de la encarnación y de la redención” (RH, 14). En conexión con el magisterio de Juan Pablo II, es digno de mención el uso que se hace de la categoría de dignidad humana en los documentos vaticanos con proyección ética. Por referirme a dos de los más representativos, Christifideles laici y La Iglesia ante el racismo, se advierte en ellos una destacada y detenida consideración de la dignidad ética de la persona, dignidad justificada sobre la condición de “ser creado a imagen de Dios”. En el n. 37 de Christifideles laici se afirma: “Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana (...). La dignidad personal es propiedad indestructible de todo ser humano. Es fundamental captar todo el penetrante vigor de esta afirmación, que se basa en la unicidad y en la irrepetibilidad de cada persona. En consecuencia, el individuo nunca puede quedar reducido a todo aquello que lo querría aplastar y anular en el anonimato de la colectividad, de las instituciones, de las estructuras, del sistema. En su individualidad, la persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un engranaje del sistema. La afirmación que exalta más radicalmente el valor de todo ser humano la ha hecho el Hijo de Dios encarnándose en el seno de una mujer”. El documento de la Pontificia Comisión Justicia y paz sobre el racismo dedica la tercera parte a exponer la visión cristiana sobre “la dig- 176 / Marciano Vidal García nidad de toda raza y la unidad del género humano” (nn. 17-23). Con referencias explícitas al Magisterio eclesiástico reciente, apoya su argumentación en la condición de “imagen y semejanza de Dios” que posee la persona (n. 19; cf. n.1), así como en la dignificación antropológica que proviene de la encarnación del Verbo (n. 21). Hablando en términos generales, se puede afirmar que la llamada doctrina social de la Iglesia ha encontrado en el concepto de dignidad humana la traducción adecuada del valor ético de la persona. Por ejemplo, los documentos de Puebla consideran la dignidad humana como la expresión de la “verdad sobre el hombre”, uno de los tres núcleos básicos del contenido de la evangelización cristiana (verdad sobre Cristo, verdad sobre la Iglesia, verdad sobre el hombre) (nn. 304-339). Se llega a afirmar que “lo que puede ser el imperativo original de esta hora de Dios en nuestro continente es una audaz profesión cristiana y una eficaz promoción de la dignidad humana y de sus fundamentos divinos” (n. 320). El papa Benedicto XVI se ha situado en la estela de su predecesor en lo que respecta a la defensa de la causa del hombre y a la propuesta de un humanismo auténtico basado en la dignidad de la persona. “El progreso técnico, si bien es necesario, no lo es todo; es progreso auténtico únicamente el que salvaguarda la dignidad del ser humano en su integridad y permite a todo el pueblo compartir los propios recursos espirituales y materiales en beneficio de todos”10. Dirigiéndose a los miembros de las academias pontificias, les ha exhortado “a fomentar con entusiasmo y pasión, cada uno en su propio campo de estudio y de investigación, la edifica10 Benedicto XVI, “Discurso a la XXXIII Conferencia de la FAO (24.11.2005)”, en Ecclesia n. 3.288 (17 de diciembre de 2005), p. 34. Muerte digna / 177 ción de este nuevo humanismo”11. Un humanismo que ha de basarse sobre el principio de la dignidad de toda persona humana: “la enseñanza de la Iglesia se basa en el hecho de que Dios creó al hombre y a la mujer a su propia imagen y semejanza y les otorgó una dignidad superior y una misión compartida para con y toda la creación (cf. Gn 1 y 2)”12. Perspectivas sistemáticas La categoría de dignidad humana ha de ser analizada desde diversas perspectivas (ciencias humanas, filosofía, derecho, teología), propiciando así no un concepto reduccionista, sino una comprensión abierta e inclusiva. Dando por supuestas esas aproximaciones complementarias, reduzco a tres los elementos con los que se puede articular el significado global de la dignidad humana: – Consistencia real de la condición humana, más allá de toda invención ideológica. – Comprensión del ser humano como persona. – Valoración de la persona en cuanto realidad axiológica. En un lúcido estudio sobre la dignidad del hombre, K. Rahner equipara el concepto de dignidad con el concepto de ser humano. “En general, dignidad significa, dentro de la variedad y heterogeneidad del ser, la determinada categoría objetiva de un ser que reclama –ante sí y ante los 11 Benedicto XVI, “Mensaje a los participantes en la X Sesión Pública de las Academias Pontificias” (5 de noviembre de 2005), en Ecclesia n. 2.286 (3 de diciembre de 2005), p. 26. 12 Benedicto XVI, “Discurso a los miembros de las Pontificias Academias de las Ciencias y de las Ciencias Sociales” (21 de noviembre de 2005), en Ecclesia n. 3.286 (3 de diciembre 2005), p. 28. 178 / Marciano Vidal García otros– estima, custodia y realización (...). En último término se identifica objetivamente con el ser de un ser”13. Para hablar críticamente de la dimensión ética de la persona es preciso reconocer previamente el carácter sustantivo del ser humano. No se puede apelar éticamente a la dignidad humana si se ha proclamado antes la “muerte del hombre”. El ser humano es una realidad consistente; más aún, es el núcleo fontal de toda realidad. La afirmación del ser humano como una realidad consistente por ella misma y como el núcleo fontal de toda realidad conduce a la comprensión del ser humano como subjetividad. Desde esta original condición de sujeto, cabe hacer la distinción entre “cosa” y “persona”. La lengua lo distingue: algo y alguien, nada y nadie, qué y quién. Hablar de persona en referencia al ser humano puede significar para algunos una simple tautología, ya que en la definición integral del hombre entra como elemento fundamental el de “ser personal”. Sin embargo, creo que es necesario poner de relieve la dimensión personal de lo humano a fin de destacar su dignidad ética. Tanto la conciencia de la humanidad, en su devenir histórico, como la reflexión más crítica de los pensadores, ponen de manifiesto, dentro de la gran diversidad de matices, la importancia que ha ido cobrando el concepto de persona como plasmación de las valoraciones más fundamentales de lo humano. Al afirmar la consistencia del ser humano en cuanto persona no se pretende oscurecer la importancia de las “mediaciones” sociales para la comprensión de lo humano. La comprensión de la persona ha de superar toda K. Rahner, Dignidad y libertad humana: Escritos teológicos, II, Taurus, Madrid 1962, pp. 245-246. 13 Muerte digna / 179 tentación subjetivista e idealista sin por ello perder la afirmación de su carácter original y fontal. Únicamente desde esta comprensión del ser humano como persona se puede plantear el proyecto ético de la historia humana. Toda transformación económica y política cobra densidad humanizadora si parte de la afirmación del valor primordial del hombre como sujeto, es decir, como persona. Así lo entendió Mounier cuando afirmó que “la revolución moral será económica o no será en absoluto”, pero que “la revolución económica será moral o no será nada”14. No han faltado comprensiones de la persona en las que el factor decisivo de definición ha sido el axiológico. Recordemos a este respecto las comprensiones estoica y kantiana, en las que se resalta de forma privilegiada el carácter axiológico. Más aún, en todas las corrientes de signo personalista aparece la dimensión axiológica como un rasgo definidor de la persona. En sintonía con el pensamiento de Ricoeur y de Bonhöffer, afirma J. Martín Velasco: “Ser personalmente es hacer acto de ser, hacerse cargo no de unas cualidades o propiedades, sino del hecho mismo del ser. Esta existencialización de la persona introduce así la responsabilidad, la decisión, la libertad, en el seno mismo del ser personal. Lo ético con ello aparece no como una esfera superpuesta de la persona que afecte a sus actos o a los resultados de sus actos, sino como componente interior de la persona: hacerse persona, podemos decir con Ricoeur, es ‘dar a la individualidad en nosotros una cierta significación’”15. La afirmación de la persona como realidad axiológica es el origen y la meta de aquel tipo de 14 Citado por J. Martín Velasco, El encuentro con Dios, Cristiandad, Madrid 1976, p. 202. 15 Ibíd., p. 215. 180 / Marciano Vidal García humanismo que se apoya sobre la tierra firme de un continente axiológico y que supera las contradicciones de la cosmovisión “individualista” y de la cosmovisión “estatista” de la existencia humana. Aplicación de la categoría ética de “dignidad” al morir humano Según se acaba de anotar, la categoría ética de “dignidad humana” tiene aplicación, sobre todo, en el campo de la ética social. Orienta la construcción del mundo social (económico, político, cultural, etc.) en función de la realización de la persona; sirve para destacar el criterio de igualdad en el reparto de los bienes sociales. Pero también es utilizada en el campo de la bioética a fin de discernir las praxis científico-técnicas relacionadas con la biomedicina. Conviene advertir, no obstante lo dicho, que la “dignidad humana” es una entrada bastante reciente en las enciclopedias y en los diccionarios dedicados a la bioética. Es en este contexto en el que analizo aquí la aplicación de dicha categoría a la ética del morir humano. Organizo la exposición en torno a tres núcleos temáticos: el uso de la expresión, su significado formal y, de forma un poco más detenida, el contenido que trata de vehicular. Uso de la expresión El discurso ético sobre el morir se ha visto enriquecido, recientemente, con expresiones nuevas. Así, para formular el ideal de un morir auténticamente humano se han utilizado las expresiones siguientes (algunas novedosas en el sustantivo y otras, las más, en la adjetivación): “muerte humana” (o “morir humanamente”), “muerte natural”, “muerte en paz”, muerte serena”, “muerte Muerte digna / 181 consciente”, “muerte buena”, “muerte personal”, “muerte ideal”, “muerte auténtica”, “muerte a la antigua”, “devolver a la persona su muerte”, “tener la propia muerte”, “derecho a morir” (o “derecho a la propia agonía”), etc. Sobre esta última expresión, haré una anotación más adelante. Dejo aparte las demás y retengo la expresión que más éxito ha tenido y la que, a mi parecer, mejor formula la dimensión ética del morir humano: “muerte digna”. De hecho, el ethos del morir se reduce a la exigencia de tener una muerte conforme a la peculiar condición del ser humano. Sobre la entrada de este lenguaje de “muerte digna” en el discurso ético acerca del morir humano ha escrito un minucioso estudio F. J. Elizari, del que tomo los datos más relevantes16. – La expresión “muerte digna” comienza a aparecer en la literatura relacionada con las cuestiones de bioética desde finales de la década de los sesenta del siglo pasado. En la primera carta de derechos de la persona muriente (1975) es recogido el derecho a morir con paz y dignidad. Comienzan a publicarse libros y artículos en cuyo título campea la expresión de la muerte digna. – Hay documentos eclesiásticos que aluden al concepto de muerte digna. En 1978 la conferencia episcopal alemana publica un escrito con el título de Muerte digna del hombre y muerte cristiana. En 2002 los obispos suizos tratan el tema con el significativo título de La muerte digna de la persona muriente. La Congregación para la Doctrina de la Fe asume la categoría de muerte digna en la Declaración sobre la eutanasia de 1980 (la expresión aparece en la introducción, en la conclusión y F. J. Elizari, “Dignidad en el morir”, en Moralia 25 (2002), pp. 397-422. 16 182 / Marciano Vidal García dos veces en el apartado IV). También la asume el pontificio Consejo “cor unum” en el documento Cuestiones éticas relativas a los enfermos graves y murientes. No aparece, sin embargo, en la encíclica Evangelium vitae (1995). – Los sentidos que se le han asignado a la expresión “muerte digna” han sido muchos; por ejemplo, se la ha identificado con la aceptación (o con el rechazo) de la eutanasia; ha servido para oponerse al encarnizamiento terapéutico; orienta hacia la exigencia de terapias contra el dolor y de cuidados paliativos; con ella se postula una atención lo más humanizante posible al enfermo en su fase terminal. – A partir de lo dicho se comprende que la expresión “muerte digna” no haya tenido una acogida totalmente positiva por parte de todos los grupos y de todas las personas interesadas por los temas de bioética: en primer lugar, porque el morir lleva en sí mismo procesos destructivos que lo alejan de la dignidad; en segundo lugar, porque la expresión puede ser objeto de manipulación; en tercer lugar, porque es difícil atribuir al concepto de dignidad un significado común para las diversas situaciones humanas. Por eso, hay quien afirma que “la expresión morir dignamente se ha vuelto confusa y ambigua (...). No sabemos exactamente qué quiere indicar nuestro interlocutor cuando emplea esta expresión. La ambigüedad se convierte en nota fundamental de la misma”17. 17 F. Torralba, ¿Qué es la dignidad humana?, Herder, Barcelona 2005, p. 50. Ver también G. Herranz, “Eutanasia y dignidad del morir”, en AA. VV., Vivir y morir con dignidad, Eunsa, Pamplona 2002, pp. 175-189. Muerte digna / 183 Creo que la dificultad aludida no ha de impedir seguir aplicando al ethos del morir una categoría ética tan cargada de sentido como es la de la dignidad humana. Eso sí, ha de ser explicitado el contenido exacto que se le asigna. Es lo que intento hacer a continuación. Desde mi punto de vista, no entra en el contenido de la muerte digna la discusión sobre la aceptación o el rechazo de la eutanasia. Es cierto que se puede relacionar la dignidad humana con el valor de la autonomía personal y, consiguientemente, con la capacidad ética de disponer de la propia vida18; sin embargo, opino que el tratamiento de la eutanasia y del suicidio asistido requiere otros planteamientos que no afloran en el principio ético de la muerte digna. En todo caso, suscribo la afirmación de quienes piensan que la expresión muerte digna “poco a poco se ha introducido en nuestra sociedad como señal de un anhelo, de una aspiración noble, quizás también de un déficit que se desea subsanar. El morir hoy corre el riesgo de muchas indignidades, está muy amenazado en su humanidad; en otras palabras, en su dignidad. Y por esto, parece que debería conservarse y figurar como una bandera identificadora y un incentivo estimulante”19. Significado formal Por lo que respecta a la noción formal, conviene advertir que la expresión “derecho a morir dignamente” no ha de entenderse como la formulación de un derecho, en el sentido preciso del ordenamiento jurídico. 18 19 Cf. F. J. Elizari, a. c., pp. 411-418. Ibíd., p. 421. 184 / Marciano Vidal García Con ese deslizamiento hacia el campo jurídico, la expresión “derecho a morir” ha sido utilizada preferentemente en ambientes proclives a aceptar o a postular el derecho a la eutanasia. Por razón de esa significación proeutanásica, la expresión ha sido criticada. Más que de derecho se trata de una exigencia ética. Por lo tanto, entendida dentro del universo de la ética, la expresión formula un criterio moral decisivo de la ética del morir; desde él han de ser iluminados los problemas éticos relacionados con el morir humano. Por otra parte, es obvio que el contenido semántico no se refiere directamente al “morir”, sino a la “forma de morir”. Dos orientaciones básicas de contenido Dentro de la presente tarea de “resemantizar”, es decir, de clarificar el auténtico significado que ha de otorgársele a la expresión “muerte digna”, me detengo en el contenido esencial de la categoría de “dignidad humana” cuando es aplicada al morir del sujeto humano. Lo concreto en dos orientaciones básicas: las marcadas por el principio positivo de la ortotanasia y por el principio negativo de la distanasia. a) El ideal de la muerte digna (ortotanasia) La situación ideal de la ética del morir es la que integra el valor de la vida humana y el derecho a morir dignamente. Un neologismo expresa esa situación: ortotanasia (empleado por primera vez en 1950 por el doctor Boskan de Lieja; el profesor de Ética en Harvard Dick propuso, con menos éxito, el término de procedencia latina benemortasia). Cuando se acorta la vida del enfermo en su fase última tiene lugar la eutanasia activa. Por otra parte, el prolongar de forma indebida la vida del enfermo en su fase terminal dando lugar a una muerte indigna se denomina distanasia. Muerte digna / 185 En cuanto al contenido de la exigencia ética de la ortotanasia, recojo en primer término una cita del Magisterio eclesiástico y a continuación ofrezco una sistematización mediante un conjunto de exigencias concretas. El Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal alemana formuló el contenido de este derecho básico del ser humano del siguiente modo: “Al afrontar un problema tan fundamental es necesario, primero, mantener firme un punto: que toda persona tiene derecho a una muerte humana. La muerte es el último acontecimiento importante de la vida, y nadie puede privar de él al ser humano, sino más bien debe ayudarle en dicho momento. Esto significa, ante todo, aliviar los sufrimientos del enfermo, eventualmente incluso con el suministro de analgésicos, de forma tal que pueda superar humanamente la última fase de su vida. Ello significa que es necesario darle la mejor asistencia posible. Y ésta no consiste solamente en los cuidados médicos, sino, sobre todo, en prestar atención a los aspectos humanos de la asistencia, a fin de crear en torno al moribundo una atmósfera de confianza y de calor humano en la que él sienta el reconocimiento y la alta consideración hacia su humana existencia. Forma parte de esta asistencia también el que al enfermo no se le deje solo en su necesidad de encontrar una respuesta al problema del origen y del fin de la vida, ya que son éstos los últimos problemas religiosos que no se pueden eliminar ni rechazar. En tales momentos, la fe constituye una ayuda eficaz para resistir y hasta superar el temor a la muerte, ya que da al moribundo una sólida esperanza”20. El derecho de la persona a morir dignamente supone una serie de exigencias concretas que han de ser realizadas sobre todo por parte de la socie- 20 Ecclesia n. 1.758 (27 de septiembre de 1975), p. 19. 186 / Marciano Vidal García dad (profesionales, administración, etc.). Señalo las siguientes como las más decisivas: – Atención al moribundo con todos los medios que posee actualmente la ciencia médica: para aliviar su dolor y prolongar su vida humana. – No privar al moribundo del morir en cuanto “acción personal”: el morir es la suprema acción del ser humano. – Liberar a la muerte del “ocultamiento” a que es sometida en la sociedad actual: la muerte es encerrada actualmente en la clandestinidad. – Organizar un servicio hospitalario adecuado, a fin de que la muerte sea un acontecimiento asumido conscientemente por la persona, y vivido en clave comunicativa. – Favorecer la vivencia del misterio humano-religioso de la muerte; la asistencia religiosa cobra en tales circunstancias un relieve especial. – Pertenece al contenido del derecho a morir humanamente el proporcionar al moribundo todos los remedios oportunos para calmar el dolor, aunque este tipo de terapia suponga una abreviación de la vida y suma al moribundo en un estado de inconsciencia. Sin embargo, no se puede privar al moribundo de la posibilidad de asumir su propia muerte, de hacerse la pregunta radical de su existencia, de la libertad de optar por vivir lúcidamente aunque con dolores, etc. b) Evitar el prolongamiento “inhumano” de la vida (distanasia) La exigencia ética de una “muerte digna” se opone a crear y a mantener situaciones llamadas de distanasia. Muerte digna / 187 – Situaciones distanásicas Distanasia es un término acuñado recientemente para referirse a ciertas situaciones médicas creadas por el empleo de las nuevas técnicas de prolongación de la vida. Según indica el prefijo griego dys, la distanasia alude a situaciones de disfuncionalidad o de imperfección en el morir. Estas disfuncionalidades o imperfecciones provienen del uso exagerado de técnicas biomédicas, en sí buenas y loables, pero que en aplicaciones concretas originan tales inconvenientes. Estas técnicas, llamadas antes “de reanimación” y ahora de “prolongación de la vida”, constituyen con frecuencia un auténtico encarnizamiento terapéutico (o, mejor, una obstinación terapéutica). Se realizan mediante medios “desproporcionados” a la dignidad del sujeto y a la calidad de vida deseable. Y, sobre todo, abocan a una muerte “indigna” del ser humano. Piénsese en la forma de muerte que acontece: en el alejamiento de los familiares, en el ocultamiento con ribetes tabuísticos y, no pocas veces, con manipulaciones indebidas por parte de los profesionales o de otras personas interesadas. El espectáculo de la muerte en determinadas personalidades del mundo político expresa cuanto queremos decir. En tales situaciones se puede y se debe hablar de distanasia. La realidad contraria a la distanasia es la adistanasia (o antidistanasia), consistente en “dejar morir en paz” al enfermo, sin propiciarle los medios conducentes a retrasar la muerte inminente. Para hacer una tipificación de las situaciones distanásicas tenemos que hacer una catalogación de casos, cuyo espectro de posibilidades irá desde el paciente que solamente tiene vida vegetativa, sin vida propiamente humana (distanasia en su sentido estricto), hasta el que realmente goza de vida humana, pero para cuya permanencia precaria y por poco tiempo se requieren tratamientos por encima de la “proporcionalidad” humana 188 / Marciano Vidal García (distanasia en su sentido ampliado). A estas dos situaciones me refiero a continuación: – Vidas mantenidas mediante técnicas de reanimación o prolongación de la vida: distanasia en su sentido estricto. – Situaciones en las que “dejar morir” es recomendable: distanasia en su sentido ampliado. En todas estas situaciones surge el interrogante ético: ¿el respeto a la vida humana exige provocar la terapia distanásica o, por el contrario, el derecho a morir dignamente postula la antidistanasia o adistanasia? – Discernimiento moral de la distanasia en su sentido estricto En este grupo pueden presentarse situaciones diversas, aunque todas ellas tienen un rasgo común que las identifica: la vida es mantenida necesariamente (o casi exclusivamente) mediante las técnicas de prolongación o reanimación. Si se llega a comprobar que ha tenido lugar la “muerte clínica” (muerte irreversible de la corteza cerebral), no tiene sentido mantener la vida puramente vegetativa. Aun cuando no pueda comprobarse la existencia de la muerte clínica, se dan situaciones en las que lo único que puede lograr la reanimación es la prolongación de una vitalidad parcial, a veces reducida a reflejos casi exclusivamente vegetativos. En tales situaciones no es inmoral, y a veces será recomendable (atendiendo a razones económicas, familiares, psicológicas, etc.), suspender el tratamiento distanásico. Pío XII se expresó del siguiente modo en 1957: “Si es evidente que la tentativa de reanimación constituye, en realidad, tal peso para la familia que no se le puede en conciencia imponer, ella puede insistir lícitamente para que el médico interrumpa sus intentos y el médico puede condescender lícitamente con esa petición. No hay en este caso ninguna disposición Muerte digna / 189 directa de la vida del paciente, ni eutanasia, la cual no sería lícita”21. El cardenal Villot, secretario de Estado, en carta dirigida en nombre del papa al secretario general de la Federación Internacional de las Asistencias Médicas Católicas, escribió en 1970: “En muchos casos, ¿no sería una tortura inútil imponer la reanimación vegetativa en la última fase de una enfermedad incurable? El deber del médico consiste más bien en hacer lo posible por calmar el dolor, en vez de alargar el mayor tiempo posible, con cualquier medio y en cualquier condición, una vida que ya no es del todo humana y que se dirige naturalmente hacia su acabamiento”. Juan Pablo II expuso las razones por las cuales la moral católica se opone al “encarnizamiento terapéutico”: “El rechazo del encarnizamiento terapéutico no es un rechazo del paciente y de su vida. En efecto, el objeto de la deliberación sobre la oportunidad de iniciar o continuar una práctica terapéutica no es el valor de la vida del paciente, sino el valor de la intervención médica sobre el paciente. La eventual decisión de no emprender o de interrumpir una terapia será considerada éticamente correcta cuando ésta resulte ineficaz o claramente desproporcionada para los fines de apoyo a la vida o de la recuperación de la salud. Por lo tanto, el rechazo del encarnizamiento terapéutico es expresión del respeto que en todo instante se debe al paciente”22. – Discernimiento moral de la distanasia en su sentido ampliado Existen situaciones en las que no hay obligación de prolongar la vida humana y en las que se puede dejar morir al paciente. “El derecho a una AAS 49 (1957), pp. 1030. Juan Pablo II, “Discurso a los participantes en la Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud” (12 de noviembre de 2004), en Ecclesia n. 3.233 (27 de noviembre de 2004), pp. 31-32. 21 22 190 / Marciano Vidal García muerte humana no debe significar que se busquen todos los medios a disposición de la medicina si con ellos se obtiene como único resultado el de retrasar artificialmente la muerte. Esto se refiere al caso en el que, por una intervención de carácter médico, una operación, por ejemplo, la vida se prolonga realmente poco y con duros sufrimientos, hasta tal punto que el enfermo, en breve período de la propia vida, se encuentre sometido, a pesar de la operación o justamente como resultado de la misma, a graves trastornos físicos o psicológicos... Si el paciente, sus parientes y el médico, tras haber sopesado todas las circunstancias, renuncian al empleo de medicinas y de medidas excepcionales, no se les puede imputar el atribuirse un derecho ilícito a disponer de la vida humana”23. Esta misma solución la aceptan los que argumentan mediante la distinción entre tratamientos “ordinarios” y “extraordinarios”. Según estos autores, nadie está obligado a recurrir a tratamientos extraordinarios para prolongar la vida de un moribundo, sobre todo en una situación prácticamente desesperada. El médico está obligado a proporcionar al enfermo los cuidados “ordinarios” para evitar su muerte y prolongar su vida. Esta obligación incumbe también a la familia o a quien tenga el deber de cuidar al enfermo. Pero ni el médico ni la familia están obligados a recurrir a curas que son “extraordinarias”, ya consideradas en sí mismas, en cuanto forman parte de tratamientos médicos altamente especializados, ya en sentido relativo, en cuanto que su empleo, dadas las circunstancias en que el enfermo se encuentra, provocan en él una repugnancia invencible. En el caso de un paciente inmerso ya en un coma prolongado e irreversible, cuya vida está reducida sólo al ejercicio de las funciones 23 Ecclesia n. 1.758 (27 de septiembre de 1975), pp. 19-20. Muerte digna / 191 vegetativas, y aun en el caso de enfermos todavía conscientes, que se encuentran en la fase final de su enfermedad y que son mantenidos en vida artificialmente, sin esperanza alguna de poderse recuperar o mejorar, no se está obligado a recurrir a medios extraordinarios o, si se ha recurrido a ellos, se pueden legítimamente suspender. Creo que se pueden utilizar otros criterios más actuales y más precisos para llegar a idéntica conclusión. Me refiero, concretamente, a: – La no obligación de utilizar medios terapéuticos “desproporcionados” a la dignidad de la persona y a la calidad de vida deseable. – La conveniencia de eliminar el “encarnizamiento terapéutico”. – Y, sobre todo, al derecho a tener una muerte digna, según los parámetros que objetiva e imparcialmente son aceptados en nuestra cultura humana y cristiana. La prolongación de la vida tiene un criterio claro de discernimiento en “una estima razonable en la esperanza de la prolongación de la vida, y de la cuantía de sufrimiento y desilusión que la vida prolongada puede causar al paciente y a su familia”24. Conviene advertir que este “dejar morir” no es lo mismo que “hacer morir” (realidad esta última que se identifica con la eutanasia). También conviene recordar que pertenece al derecho a morir dignamente el eliminar razonablemente el dolor a los enfermos terminales aun a costa de adelantar su muerte. La encíclica Evangelium vitae (n. 65) ha sintetizado la doctrina tradicional sobre el uso lícito y a veces obligado de los analgésicos respetando la libertad de los pacientes, en la medida de lo posible, “de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, 24 B. Häring, Moral y medicina, PS, Madrid 1972, p. 129. 192 / Marciano Vidal García deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios”25. Estrategias y tácticas para hacer realidad la dignificación del morir humano El reto decisivo en relación con el ethos del morir no está en la aceptación o no aceptación legal de la eutanasia. El auténtico reto se encuentra en humanizar los procesos finales de la vida humana. A juicio de los expertos, la calidad de los cuidados a los enfermos terminales es todavía una asignatura pendiente en la mayor parte de las sociedades26. Para D. Gracia, “cuando un paciente afirma que quiere morir, en realidad está diciendo que quiere vivir de otra manera”. Hablar de la legalización de la eutanasia constituye “un enorme cinismo”, ya que lo más importante es mejorar los cuidados asistenciales. Según J. C. Bermejo, “la despersonalización y la burocratización son factores que juegan en contra de la humanización”. Son muchas y de diversa índole las estrategias y las tácticas para conseguir una mayor humanización de la salud en la fase última del enfermo27. Se destacan estos dos grupos: 25 Juan Pablo II volvió a expresar esta doctrina en el “Discurso a los participantes en la Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud” (12 de noviembre de 2004). Ver Ecclesia 3.233 (27 de noviembre de 2004), p. 32. 26 A título de ejemplo, se remite a las jornadas organizadas por la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (noviembre, 2003) con el tema “Ética del morir y personas mayores: hacia una asistencia de calidad”; ver Diario ABC (16 de noviembre de 2003), p. 60. A estas jornadas pertenecen las citas de D. Gracia y de J. C. Bermejo que se ofrecen en el texto. 27 Cf. R. Bayés, “¿Es posible morir en paz?”, en Eidon 16 (julio-octubre 2004), pp. 15-18. Muerte digna / 193 – La cualificación técnica, sobre todo mediante una organización esmerada de los cuidados paliativos28. – La calidad humana de los aspectos asistenciales, entre los cuales hay que contar la atención pastoral. Muchos de quienes tienen una concepción humanista de la persona y una cosmovisión cristiana de la vida están convencidos de que la humanización de la atención sanitaria constituye una alternativa mejor a las propuestas de eutanasia. Recojo el parecer de dos moralistas católicos. “El reto de nuestras civilizaciones está en la línea de humanizar el proceso de muerte en los enfermos terminales; la opción por la auténtica eutanasia se puede prestar a abusos graves en contra del más débil”29. “La defensa de la vida sigue siendo el motivo de fondo para el rechazo de la eutanasia. Y si el argumento más fuerte para su aceptación es ofrecer una muerte tranquila y serena (...) hay alternativas (...) y esto desaconsejaría la eutanasia”30. 28 El Magisterio eclesiástico reciente anima a organizar un sistema eficiente de cuidados paliativos “destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado” (Evangelium vitae, 65). “En efecto, los cuidados paliativos tienden a aliviar, especialmente en el paciente terminal, una vasta gama de síntomas de sufrimiento de orden físico, psíquico y mental, y requieren por eso la intervención de un equipo de especialistas con competencia médica, psicológica y religiosa, convenidos entre ellos para apoyar al paciente en la fase crítica” (Juan Pablo II, “Discurso a los participantes en la Conferencia Internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud” [12 de noviembre de 2004], en Ecclesia n. 3.233 [27 de noviembre de 2004], p. 32). 29 J. Gafo, “El debate ético y legal sobre la eutanasia y las personas con deficiencia mental”, en J. Gafo – J. R. Amor (eds.), Deficiencia mental y final de la vida, Universidad P. Comillas, Madrid 1999, p. 185. 30 E. López Azpitarte, “La legalización de la eutanasia: un debate actualizado”, en Proyección 41 (1994), pp. 19-32. 194 / Marciano Vidal García Aportación cristiana a la nueva “cultura del morir” Desde hace algunos años se viene formulando una ética de la vida que pretende ser “fundamental” y “coherente”, es decir, fundamentada en la dignidad inalienable de la persona humana y concretada en la realización efectiva del vivir plenamente humano. En correlación con esa ética de la vida es necesario suscitar una ética del morir, también “fundamental” y “coherente”, es decir, basada en la valía objetiva del ser personal y realizada mediante una cultura de la muerte de carácter humanizador31. ¿Qué aportación podemos y debemos hacer los cristianos en el actual debate ético sobre el morir humano? Sugiero encauzar el sentido cristiano del morir mediante los tres clásicos momentos del ver-juzgar-actuar. “Ver”: la nueva sensibilidad ética ante el morir Estamos asistiendo al surgimiento de una nueva sensibilidad ética ante el morir humano. Esta realidad ha sufrido variaciones profundas en las últimas décadas. La ciencia y la técnica biomédicas, así como el sistema asistencial y la interpretación filosófica y religiosa, han influido tan profundamente en el hecho del morir que se puede hablar de una metamorfosis en la estimativa humana frente a la muerte. No todo es positivo en esa estimativa, pero tampoco es todo negativo. Abundan más las luces que las sombras. Como balance general se pueden hacer tres afirmaciones: 31 Ver el trabajo-síntesis de J. Aristondo, “Vivir la muerte como auténticos hombres y mujeres de hoy: un propósito cristiano”, en Lumen 54 (2005), pp. 177-246. Muerte digna / 195 – Existe, en la actualidad, una tendencia al oscurecimiento en la valoración incondicional que merece toda vida humana cuando ésta se encuentra en situaciones de precariedad biológica. Tal precariedad tiene tres formas típicas: - Los enfermos, sobre todo ancianos y crónicos, en la fase terminal. - Las personas que sufren un deterioro progresivo de las funciones cerebrales. - Los niños nacidos con disminuciones biológicas notables. – Desde el punto de vista positivo, en la actualidad estamos llegando a cotas insospechadas de auténtica sensibilidad ética ante el derecho a humanizar el morir. Tal sensibilidad se traduce en la proclamación del “derecho a morir con dignidad”; en los postulados de una asistencia médica y sanitaria cada vez más cualificada en lo técnico y en lo humano; en la eliminación de situaciones que “deshumanizan” el morir (soledad del moribundo, terapia despersonalizadora, etc.). – Entre el polo negativo y el polo positivo anotados se constata una confrontación teórica y práctica todavía no resuelta y que se puede inclinar hacia un signo u otro (negativo o positivo). Me refiero a la confrontación entre el valor de la vida y el valor de la libertad. Para las tendencias “libertarias”, con trasfondo individualista y prometeico, la vida y la muerte pertenecen al contenido de la libertad (“derecho a disponer de la vida”, “derecho a elegir libremente la muerte”). Para las posturas basadas en la aceptación de la gratuidad, la vida es un don y no forma parte del objeto de la libertad humana. 196 / Marciano Vidal García “Juzgar”: iluminación desde el horizonte de la fe Los cristianos se encuentran ante el reto de hacer eficaz y razonable su fe en relación con la nueva situación del morir y en diálogo con la nueva sensibilidad ética. Para ello se precisa la propuesta de una “ética fundamental y coherente del morir”. Creo que en las declaraciones del Magisterio eclesiástico no aparece del todo explicitada. Anoto las tres exigencias básicas de esa propuesta ética: – Justificar el valor de la vida humana, aun y sobre todo, en las situaciones de precariedad biológica. Para proponer una justificación convincente es necesario: - Relacionar “vida” y “dignidad de la persona”, apoyando ésta sobre aquélla y, por lo tanto, confirmando las dos al mismo tiempo. - Introducir la “precariedad biológica” dentro de la misma condición de la vida humana y, de esta suerte, lograr una definición exacta del vivir humano. – Desarrollar de forma coherente el significado del postulado ético de “humanizar el morir”. Este significado aparecerá con claridad si se integra el morir en un proyecto de vida en el que dominen los valores de la concienciación, la libertad y la solidaridad. – Reformular la relación entre “vida” y “libertad” desde la cosmovisión cristiana de la gratuidad. El vivir y el morir pertenecen a la categoría de “don”. La libertad humana ha de tomar conciencia de su condición finita si quiere ser una función de la vida y no del absurdo. “Actuar”: La praxis cristiana como servicio a la vida que culmina en el morir La actuación de los cristianos ha de ser una praxis de servicio de la vida. Este servicio se concreta en tres dinamismos. Muerte digna / 197 – Servicio de la “verdad”: proclamando la verdad ética de las actuaciones humanas en relación con el morir. En concreto: - No a la eutanasia activa; a la muerte libremente elegida; al “encarnizamiento terapéutico”; a la utilización de “medios desproporcionados” para prolongar la vida. - Sí al ideal de la ortotanasia o a la “muerte digna”; a la asistencia médica y sanitaria conveniente y proporcionada; a las condiciones que “humanizan” la acción del morir. – Servicio de la “caridad”: ofreciendo al enfermo, a los familiares, a los profesionales de la medicina y a la sociedad la plenitud del significado que da la fe al vivir y al morir. – Servicio de la “cultura”: propiciando, desde la fe, una “nueva cultura” para el morir humano. Es necesario hacer una nueva síntesis de la vida humana en la que el morir deje de ser un factor extraño para convertirse en uno de sus elementos más significativos. Para realizar esa síntesis vital se precisa una nueva sabiduría. La fe cristiana puede y debe ofrecer a la humanidad la sabiduría profunda del vivir y del morir que brota de la confesión de fe en Cristo muerto y resucitado. Bibliografía – Sobre la categoría ética de “dignidad humana”: AA. VV., “La dignidad de la persona”, en Moralia 2 (1980), pp. 319-437. Comisión Teológica Internacional, Documentos, 1969-1996. Edición preparada por C. Pozo, BAC, Madrid 1998, pp. 305-325. 198 / Marciano Vidal García Moltmann, J., La dignidad humana, Sígueme, Salamanca 1983. Rahner, K., Dignidad y libertad del hombre: Escritos teológicos, II, Taurus, Madrid 1962, pp. 245-274. Torralba, F., ¿Qué es la dignidad humana?, Herder, Barcelona 2005. – Sobre el significado de “muerte digna”: Elizari, F. J., “Dignidad en el morir”, en Moralia 25 (2002), pp. 397-422. Küng, H. – Jens, W., Morir con dignidad, Trotta, Madrid 1997. AA. VV., Vivir y morir con dignidad, Eunsa, Pamplona 2002. – Sobre las estrategias para dignificar el morir humano: Bayés, R., “¿Es posible morir en paz?”, en Eidon 16 (julio-octubre, 2004), pp. 15-18. Busquets, X. – Valverde, E., Aprendre a morir. Vivències a la vora de la mort , Girona 2005. Dar malas noticias José Carlos Bermejo Higuera Introducción El tema de la comunicación de malas noticias es de particular relevancia para los profesionales de la salud que trabajan con enfermos terminales, si bien no es exclusivo de este contexto. Dar malas noticias es una práctica frecuente en las profesiones sanitarias. Un médico comunica casi a diario a un paciente que padece una enfermedad, crónica o no crónica, de mal pronóstico. Por otro lado, la mayoría de los profesionales reconocen no haber recibido formación específica para esta tarea, como no la han recibido en general en el área de comunicación. Nuestras facultades de medicina-enfermería han contemplado el binomio salud-enfermedad desde una perspectiva totalmente biológica y, por lo tanto, se ha desatendido y se desatiende la formación, en esta materia, de habilidades de comunicación, con honrosas excepciones. En mi docencia a estudiantes de medicina, puedo constatar cómo este tema es especialmente deseado y seguido, buscando, con frecuencia, recetas que simplifiquen y disminuyan la ansiedad que genera. Es evidente que ser poco hábiles en el manejo de la comunicación de malas noticias puede generar un sufrimiento añadido e innecesario en el paciente y en su familia, así como deteriorar la relación posterior entre sanitario y paciente. 200 / José Carlos Bermejo Higuera En cambio, saber manejar la comunicación de malas noticias puede disminuir el impacto emocional en el momento de ser informado, permitiendo ir asimilando la nueva realidad poco a poco y afianzando la relación. Y no sólo esto, sino que también el nivel de satisfacción del profesional se verá incrementado, a la vez que disminuida la ansiedad. Algunos estudios indican que los médicos de familia son más sensibles y comunican mejor las malas noticias que los cirujanos. Qué son malas noticias El abanico de las posibles malas noticias es realmente amplio en el ejercicio de las profesiones sanitarias. Las malas noticias pueden asociarse a diagnósticos severos (enfermedades crónicas, por ejemplo), a incapacidades o pérdidas funcionales, a un tratamiento cruento o doloroso, a una intervención quirúrgica arriesgada, a un diagnóstico incompatible con el trabajo o, en el peor de los casos, a un diagnóstico fatal o al fallecimiento de una persona querida. La literatura sobre el tema suele referir con frecuencia esta definición: “Una mala noticia es cualquier información que ensombrece drásticamente las perspectivas de futuro de la persona a la que se informa”1. Se subraya el concepto de expectativa y su relación con una experiencia personal. En los últimos años, en consonancia con los valores sociales imperantes, el modelo paternalista de atención está siendo reemplazado por un modelo en el que prima mucho más la autonomía del paciente y su derecho a la información. Pero no siempre en la tradición médica ética se 1 R. Buckman, “Breaking Bad News: Why Is It still so Difficult?”, en British Medical Journal 6430 (1984), pp. 1.597-1.599. Dar malas noticias / 201 vio la necesidad de afirmar el derecho del enfermo a conocer la verdad de su situación. El silencio y la discreción formaban parte de las virtudes médicas, excepto ante la proximidad de la muerte, porque, en ámbitos cristianos, se consideraba necesaria la información para la oportuna preparación religiosa2. De hecho, del modo como se informe al paciente y a la familia de su situación dependerá, en gran medida, el devenir de su trayectoria global, lo que otorga una particular relevancia al tema. Por otro lado, es obvio que el impacto emocional de la comunicación de malas noticias es intenso, tanto para el que las da como para el que las recibe; y este impacto se puede incrementar o amortiguar en función de cómo se interactúe, se comunique y se informe. Con frecuencia se teme que la noticia afecte muy negativamente al paciente y a su familia y complique la relación terapéutica, además del estado emocional del paciente. Comunicar malas noticias en los procesos terminales, y en la relación terapéutica en general, se inserta en un contexto más amplio, que tiene que ver con la comunicación entre los profesionales de la salud y los pacientes y sus familias. Gómez Sancho no duda en reconocer que “los médicos cada vez hablamos menos y escuchamos menos a los enfermos. Y los enfermos, sobre todo los enfermos graves e incurables, necesitan la palabra confortante de su médico y ser escuchados por él. El médico actual ya no tiene idea del poderío de la palabra. Cree en el poder de la química, pero no en el poder de la palabra”3. No es infrecuente que, abordando este tema en las aulas de alumnos de medicina, algunos 2 Cf. F. J. Elizari, Bioética, San Pablo, Madrid 21991, pp. 223-224. 3 M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22002, p. 23. 202 / José Carlos Bermejo Higuera argumenten que se trata, al fin y al cabo, de entregar una información y que ha de hacerse de la manera lo más aséptica posible. Y hay quien llega a decir que cualquier cosa que tenga que ver con el soporte emocional sería cuestión de colocarla en su debido lugar: las relaciones afectivas familiares o profesionales (refiriéndose en este caso a los psicólogos). Pero este planteamiento no se encuentra sólo en los futuros médicos, tan ocupados en almacenar infinidad de información en su memoria para superar los exámenes, sino que se encuentra también, en cierto modo, en la práctica de muchos profesionales que, no estando adiestrados para su propio control emocional y para el manejo de situaciones comprometidas, se refugian en fórmulas frías y estandarizadas que contribuyen a hacer una experiencia de más deshumanización en medicina. De ahí que haya que decir con Auer4 que el médico necesita valor para hacer frente a la verdad. El autor establece un paralelismo entre su actitud y la que cabe exigirle al enfermo: – “Esto significa, en primer lugar, que el médico se ha enfrentado personalmente con las preguntas fundamentales acerca del sentido de la vida y de la muerte humana. Sólo su confrontación existencial con los problemas básicos de la existencia le hace capaz de renunciar a fórmulas convencionales de rutina y comunicarse con el enfermo con palabra ayudadora. – Significa, en segundo lugar, que el médico “verifica” la situación del morir de su paciente. Debe caer en la cuenta de que aquí no se trata de ahorrar a un organismo que se extingue dolores y quebrantos, sino A. Auer, “El médico y la verdad”, en AA. VV., Ética y medicina, Guadarrama, Madrid 1972, pp. 72-73. 4 Dar malas noticias / 203 que aquí un hombre ha de asumir la última responsabilidad del logro o del fracaso de su existencia. – Significa, en tercer lugar, que el médico debe preparar al enfermo para la participación de la verdad. Esto supondrá, en muchos casos, un largo proceso interior, durante el cual las palabras irán saliendo cada vez más de su encubrimiento, hasta que apunte la hora de la verdad plena. Sólo raras veces un enfermo se presentará al médico desde el principio con entera disposición. Por lo general, la verdad requiere tiempo si realmente ha de hacer libre al hombre. – Significa, finalmente, que el médico se ha solidarizado en lo más íntimo con el enfermo. Esto cuesta siempre mucho esfuerzo y, a menudo, también mucho tiempo: sólo podrá emplear ambas cosas el médico que ha tomado la decisión radical de consagrar su vida a sus enfermos”. Afortunadamente, en el contexto de los cuidados paliativos, la disposición a dar malas noticias y acompañar en el impacto emocional que las mismas generan, la sensibilidad de los profesionales dista visiblemente en relación a otros ámbitos del ejercicio de la medicina. En todo caso, en una encuesta realizada por un equipo del Centro de Humanización de la Salud en el inicio del 2006, podemos constatar que, entrevistadas 300 personas, ante la pregunta “¿Usted cree que hay que decir la verdad al paciente?”, el 90,5% ha respondido afirmativamente, mientras que el 6,5% ha contestado negativamente. En cambio, preguntadas las mismas personas sobre si les gustaría que les dijesen la verdad en caso de que estuvieran gravemente enfermas, solamente el 60% responde afirmativamente, y el 8,5% negativamente, mientras que el 204 / José Carlos Bermejo Higuera resto no se pronuncia. Parece ser que existe una clara tendencia a responder teóricamente que sí y una significativa tendencia menor (una diferencia del 30%, según nuestra muestra) a que se la digan a uno mismo si estuviera gravemente enfermo. Por otro lado, el 90% de nuestros entrevistados, tanto enfermos como familiares, alumnos y profesionales de la salud, responde afirmativamente a la pregunta sobre si cree que se necesita una formación específica para dar malas noticias. ¿Comunicar la verdad? La cuestión sobre si hay que comunicar o no la verdad, sobre si hay que informar al paciente, aunque esto constituya una mala noticia para el mismo, podríamos despejarla desde el punto de vista legal. La Ley Reguladora de la Autonomía del Paciente (41/2002), conocida como ley de autonomía del paciente, en su artículo 4 dice: “La información clínica forma parte de todas las actuaciones asistenciales, será verdadera, se comunicará al paciente de forma comprensible y adecuada a las necesidades y le ayudará a tomar decisiones de acuerdo con su propia y libre voluntad”. Y en su artículo 5 dice: “El titular del derecho a la información es el paciente. También serán informadas las personas vinculadas a él, por razones familiares o de hecho, en la medida que el paciente lo permita de manera expresa o tácita”. Ya el artículo 10 de la Ley General de Sanidad Española, de 1986, superado por la Ley Reguladora de la Autonomía del Paciente del año 2002, reconocía el derecho del paciente “a que se le dé en términos comprensibles, a él y a sus familiares o allegados, información completa y continuada, verbal o escrita, sobre su proceso, incluyendo diagnóstico, pronóstico y alternativas de Dar malas noticias / 205 tratamiento”. Este derecho a la información previsto en aquella ley salía al paso de una cultura sanitaria dominante, contraria al objeto de este artículo. Anterior a la ley de autonomía, el Convenio Internacional del Consejo de Europa para la Protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina, frecuentemente citado como Convenio de Oviedo de 1997, en su artículo 10, regula también el derecho a la información por parte del paciente. Entre la exposición de motivos de la ley 41/2002 se encuentra citado precisamente este convenio. Es interesante el modo de expresarse Cobreros al reflexionar sobre la cuestión de si decir o no la verdad al hilo de las leyes vigentes que estamos citando. Dice: “Quizás pueda ayudar a la cuestión entender la información, más que como un acto instantáneo de transmisión de conocimiento, como un proceso de acercamiento a la verdad desde la situación psicológica concreta de un sujeto al que se considera autónomo y con capacidad de decidir lo mejor para sí mismo (lo que, naturalmente, exige condiciones, tiempo, coordinación, etc.). Por otro lado, la adecuada información de la que habla la Ley podría también, probablemente, constituir un elemento de adaptación del proceso de suministro de información”5. Sin embargo, a pesar de la claridad de la ley, la cultura en la que nos movemos no refleja esta tendencia a acercarse juntos a la verdad en las relaciones sanitarias. Más bien, somos deudores aún de la larga tradición paternalista, cuya huella se percibe tanto en los profesionales como en los pacientes y familiares. Varios estudios confirman 5 E. Cobreros Mendazona, “¿Decir la verdad al enfermo? Aspectos jurídicos”, en W. Astudillo – A. Casado – E. Clavé – A. Morales, Dilemas éticos en el final de la vida, Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos, San Sebastián 2004, p. 121. 206 / José Carlos Bermejo Higuera el hecho de que se hace más daño callando la información que comunicándola6. La experiencia de muchos profesionales confirma que más tarde o más temprano los pacientes, durante la evolución de la enfermedad, solicitan información sobre lo que está sucediendo, y a veces hacen saber su decisión de no ser informados. De ahí la importancia de estar preparados para ese momento, porque no es programado por el médico, sino por el enfermo7. Es claro que el derecho a la verdad es un derecho fundamental de la persona y es expresión del respeto que se le debe. Negando la verdad al enfermo grave, sin que él manifieste su deseo de no saberla, lo que se produce es que se le impide vivir como protagonista la última fase de su vida. En cambio, sabiendo que se acerca el fin, el paciente puede tomar decisiones importantes (legales, económicas, humanas) y, sobre todo, tiene la oportunidad de hacer aquel balance de su propia vida que constituye, a veces, un momento de espiritualidad particularmente intenso8. No existe autonomía sin información. Ahora bien, comunicar malas noticias no es un problema de trasvase de información, sino el de cómo proporcionar dicha información a un paciente concreto en un ambiente cultural determinado. Un cómo que encuentra respuesta en la acción combinada de una actitud incondicional de ayuda y un dominio del counselling 9. 6 Cf. M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22000, p. 30. 7 J. Sanz, “Comunicación e información”, en Medicina Clínica 104 (1995), pp. 59-61. 8 Cf. M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22000, p. 38. 9 Cf. R. Bayés, Psicología del sufrimiento de la muerte, Martínez Roca, Barcelona 2001, p. 44. El autor cita a G. Catalán, “La información al hombre con cáncer”, en Oncología 80, 3 (1979), pp. 45-49. Dar malas noticias / 207 Las tan traídas y llevadas defensas de la bondad de las mentiras piadosas han de ser revisadas y asumir que es necesario sustituir de una vez las mentiras piadosas por las formas piadosas de comunicación de la verdad10. La virtud de la veracidad en la relación con el enfermo terminal y su familia comporta que la relación ha de basarse en verdades dichas de manera benevolente. Muchas veces, una buena información es el mejor antídoto del encarnizamiento terapéutico, que es realmente un problema mucho más acuciante en nuestra cultura que el de la eutanasia. Es obvio que no todas las situaciones de comunicación de malas noticias comportan la misma dificultad. Una variable importante es la edad del paciente. No es lo mismo un anciano que una persona joven. La ancianidad se vive más como la antesala de la muerte, y al joven normalmente se le aplicarán más tratamientos agresivos con expectativas de resultados y de una participación más activa del mismo paciente. También existe el derecho a no saber la verdad, con sus excepciones relacionadas especialmente con el principio de justicia, es decir, relacionadas normalmente con el influjo sobre terceros y la necesidad de proteger la salud comunitaria. No obstante, ante la expresión del deseo de no saber, hay que tener en cuenta que, en ocasiones, detrás de este deseo está la consciencia de lo que sucede e incluso la necesidad de un ambiente favorable que lo sostenga y que comparta con él sus miedos11. Cf. M. A. Broggi, “La información como ayuda al enfermo con una enfermedad mortal”, en Quadern CAPS 23 (1995), pp. 45-51. 11 Cf. R. Buckman, Cosa dire? Dialogo con il malato grave, Camilliane, Turín 1990, p. 57. 10 208 / José Carlos Bermejo Higuera La tradición médica ha reconocido no sólo el derecho a no saber, sino una situación que podría justificar que el médico no informara al paciente e incluso una excepción al consentimiento informado: el conocido “privilegio terapéutico”. Éste es tan viejo como la propia medicina occidental. La medicina hipocrática consideraba como sano principio la no información siempre que ésta pudiera redundar en beneficio de la salud del paciente, y esto ha ido tomando cuerpo culturalmente, promoviendo la justificación de no informar (e incluso mentir) con tal de promover la salud. La extensión del convencimiento de que conocer la enfermedad contribuía al empeoramiento de la salud ha ido suponiendo un factor influyente en la tendencia a ocultar la información. En los últimos siglos, la tesis de que el conocimiento de la verdad por parte del paciente hace más difícil el proceso terapéutico ha sido sometida a durísima crítica –señala Diego Gracia–12, hasta el punto de transformarse en la afirmación contraria, es decir, que es el engaño el que llena más pronto o más tarde de desconfianza al enfermo y acaba repercutiendo negativamente en su recuperación. Gracia apunta a la oportunidad de hablar, más que de “privilegio” terapéutico, de “excepción” al consentimiento informado. En su opinión, el problema de si sigue existiendo alguna situación en la cual el médico pueda y deba no informar o informar sólo parcialmente al enfermo ha de centrarse en motivos estrictamente médicos, es decir, relacionados de modo directo con la salud. Por tanto, sólo en aquellos casos en que el médico tiene fundados motivos para sospechar que esa información puede alterar, hasta el punto de convertir al enfermo en incompetente o incapaz para decidir, el médico no debe dudar de que no debe informar. Cf. D. Gracia, Bioética clínica, El Búho, Bogotá 1998, pp. 108-110. 12 Dar malas noticias / 209 Con frecuencia, el problema de la información se plantea en relación con la familia. No es infrecuente el hecho de que las personas se sientan influidas por un elemento propio del duelo anticipatorio, de la elaboración del dolor previa al fallecimiento del ser querido, y que tiene que ver con la identificación de que “pensar en la muerte” de un ser querido sea equivalente a “desearle la muerte”. En relación a la actitud a mantener cuando no parece haber acuerdo entre enfermo y familia, Clavé dice: “Con frecuencia, surgen discrepancias acerca de la atención que se debe aportar al enfermo, puesto que el terreno de los sentimientos y de las razones, de las emociones y los deberes es difícilmente conciliable. Lejos de las críticas estériles hacia determinados comportamientos, la comprensión de las diferentes situaciones que vive cada miembro de la familia puede posibilitar una intervención adecuada capaz de modificar algunas conductas”13. Entre los argumentos en contra de decir la verdad al paciente se suele argüir la necesidad de sostener en la esperanza. Basta que se hayan conocido de cerca o de lejos algunas personas que han sobrevivido en relación a los pronósticos, para justificar, en la mente y el obrar de algunos, toda conducta que pudiera alimentar la esperanza en algún tipo de milagro. ¿Por qué no confiar en que pueda producirse un cambio radical en el acontecer de las cosas que modifique el rumbo y haga que la persona mejore sustancialmente, viva más de lo “esperable” o llegue incluso a curarse? Es una cuestión delicada y difícil de resolver en pocas palabras. No obstante, conviene hacer alguna aclaración al respecto. 13 E. Clavé, “Cuidados paliativos en las enfermedades neurológicas degenerativas”, en A. Couceiro (ed.), Ética en cuidados paliativos, Triacastela, Madrid 2004, pp. 239-240. 210 / José Carlos Bermejo Higuera Puede suceder que el devenir de las cosas pueda cambiar sin que sea esperado ni explicable fácilmente; sin embargo, quizás sea más saludable pensar en el milagro en términos de su significado etimológico: miraculum, en latín, significa hecho admirable, algo digno de ser admirado. No es infrecuente asociar la expectativa de un milagro a la tradición cristiana de los milagros de Jesús y las posibilidades de intercesión de los santos. A este respecto, conviene decir que considerar el milagro como una excepción de las leyes de la naturaleza resulta anacrónico si se aplica a los milagros de los evangelios. En tiempos de Jesús no se cuestionaba la posibilidad del milagro, y tampoco se conocían las leyes de la naturaleza para poder determinar lo que las sobrepasa o las viola (y tampoco hoy). Más bien, asumían, y quizás deberíamos asumir hoy, que conocemos poco, provisionalmente y sólo dentro de unos márgenes limitados. No parece que sea muy legítimo, por tanto, pensar en que Dios se manifieste quebrantando las leyes de la naturaleza y que esto pueda fundamentar la esperanza de quien se ve abocado a una muerte próxima y sea fuente de una esperanza. El punto de partida debería ser, más bien, menos pretencioso. Lo admirable es lo normal, la naturaleza es prodigiosa en sí misma y sobrepasa las fuerzas actuales del hombre sin necesidad de violar las leyes de la misma. Cuando las personas, al final de la vida (enfermos y familiares), se expresan en términos de posible milagro, es probable que podamos identificar detrás una cierta resistencia a aceptar la dureza de la realidad que se impone, además del deseo de que las cosas no sigan según parece dibujarse su trayectoria fatal. Ahora bien, esperar un “milagro” y utilizar este argumento para no hablar en verdad o para no decir la verdad parece poco sostenible. Dar malas noticias / 211 Y, en último término, habría que preguntarse si la confianza en que las cosas cambien de rumbo justificaría una actitud que alimentara la espera de que cambiarán, en lugar de una actitud de afrontamiento de cuanto está sucediendo en realidad, conviviendo con esa dosis de incertidumbre que caracteriza la vida humana y, más aún si cabe, al final de la misma. Buckman, en todo caso, refiere que si una persona es ayudada a afrontar lo peor y sucede cualquier cosa admirable que cambia el rumbo de las cosas, lo único que se ha perdido es tiempo y fatiga para preparativos innecesarios. Sin embargo, si transcurre el tiempo esperando que la enfermedad desaparezca y no sucede, entonces el paciente no se habrá preparado para los hechos y ya no contará con el tiempo necesario para ello14. Un planteamiento saludable del problema de decir la verdad consistiría en la introducción en la práctica médica (cuya responsabilidad es también de los pacientes) de preguntar en los inicios de los procesos diagnósticos qué desea el paciente que se haga con los resultados. Si a un paciente, desde el principio, le preguntan directamente: “¿Qué quiere usted que yo haga con los resultados de sus pruebas?”, se le da la posibilidad de ser protagonista del proceso y se afrontan de raíz algunos problemas que se pueden plantear después si tales resultados se convierten en “malas noticias”. Cómo dar malas noticias Ya dijimos más arriba que nos referimos a malas noticias en el sentido de cualquier información que ensombrece drásticamente las perspectivas de futuro de la persona a la que se inforCf. R. Buckman, Cosa dire? Dialogo con il malato grave, Camilliane, Turín 1990, pp. 71-72. 14 212 / José Carlos Bermejo Higuera ma. Evidentemente, el modo de darlas no es indiferente para nadie: ni para quien la da ni para quien la recibe. Desgraciadamente, aún hoy son muchas las malas noticias que se dan en contextos inadecuados, como en medio de un pasillo; de manera breve y fría y sin soporte emocional posterior ni para quien las recibe ni para quien experimenta la tensión y frustración de darlas. Es rara aún la formación de los profesionales sobre este tema. Sin embargo, existen ya diferentes publicaciones que ofrecen indicaciones sobre cómo dar malas noticias. De particular relevancia ha sido y es el trabajo realizado por Marcos Gómez Sancho al respecto15. En cualquier caso, todos los autores confluyen en subrayar la importancia de las variables quién, cómo, qué, cuándo, dónde se informa; y en que el modo de dar las malas noticias puede incidir en la futura calidad de vida, en la adherencia a las indicaciones, en el desarrollo psicológico y biológico del paciente. Asimismo, todos los autores concuerdan en afirmar que “decir la verdad” es un proceso individualizado, a veces corto, a veces largo, tal vez con múltiples pausas intermedias y siempre difícil, en el que el enfermo debe llevar la iniciativa, poner los límites y graduar o matizar las preguntas y los silencios; y en el que la norma última siempre ha de ser la honestidad para el mayor bien del enfermo16. Baile et al.17 organizaron cuanto se había publicado desde 1985 y desarrollaron un protocolo para 15 M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22000. 16 Cf. R. Bayés, Psicología del sufrimiento de la muerte, Martínez Roca, Barcelona 2001, p. 44. 17 Cf. W. F. Baile – R. Buckman – R. Lenzi et al., “SPIKES– a Six-Step Protocol for Delivering Bad News: Application to the Patient with Cancer”, en Oncologist 5, 4 (2000), pp. Dar malas noticias / 213 dar malas noticias al que denominaron SPIKES, cuya traducción es conocida en España con el acrónimo EPICEE, que corresponde a los seis pasos en que se conceptualiza y se desglosa: – E (Entorno adecuado, con las presencias oportunas de paciente y familiares, evitando interrupciones y con saludables habilidades de comunicación no verbal). – P (Percepción del paciente, conociendo lo que éste sabe antes de informar). – I (Invitación a expresar hasta dónde quiere saber el paciente; en cierto modo. como pidiendo permiso para dar malas noticias). – C (Conocimiento: comunicar en forma absolutamente comprensible y de manera procesable, comprobando que el destinatario comprende lo que se le comunica y contrastando si desea aclarar algo). – E (Empatía que permite comprender las emociones del paciente y transmitir comprensión). – E (Estrategia de acompañamiento posterior tras resumir lo que se ha hablado y comprobar lo que se ha comprendido, formulando un plan de trabajo y de seguimiento). Gómez Sancho18, por su parte, afronta especialmente las siguientes variables o aspectos a tener en cuenta en el proceso de comunicación de malas noticias: – Esté absolutamente seguro (sin escaparse por el margen de la posible falibilidad del 302-311. Ver también P. Arranz – J. J. Barbero – P. Barreto – R. Bayés, Intervención emocional en cuidados paliativos. Modelo y protocolos, Ariel, Barcelona 2003, pp. 124-126. 18 M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22000. 214 / José Carlos Bermejo Higuera diagnóstico para justificar el no dar malas noticias). – Busque un lugar tranquilo donde se pueda dialogar. – El paciente tiene derecho a conocer su situación. – Informar a un paciente es un acto humano, ético, médico y legal, por este orden. – No existe una fórmula, sino que es un arte. – Averigüe lo que el enfermo sabe. – Averigüe lo que el enfermo quiere saber. – Averigüe lo que el enfermo está en condiciones de saber. – Espere a que el paciente pregunte, dando la posibilidad de que efectivamente pregunte. – Ofrezca algo a cambio, realista, pero apoyo y atención a los síntomas y a toda la persona. – No discuta con la negación. – Acepte las ambivalencias. – Sea simple y no utilice palabras malsonantes. – No establezca límites ni plazos de tiempo. – Decir la verdad es un proceso, no un acto único, de modo que hay que hacerlo gradualmente. – A veces es suficiente no desengañar al enfermo. – Extreme la delicadeza. – No diga nada que no sea verdad. – Tenga en cuenta la posible amnesia postinformación. – No quite nunca toda la esperanza, no necesariamente en la curación, sino con sus matices de acompañamiento y control de síntomas. – Ayude a la familia en la conspiración de silencio. Dar malas noticias / 215 – Comprenda y acompañe en las diferentes fases del enfermo y de la familia, también de los que llegan al final (síndrome del hijo de Bilbao). Sin duda, son todos elementos importantes para la comunicación de las malas noticias, especialmente al final de la vida. La idea de proceso, así como la de núcleo familiar, puede contribuir a superar la tentación de pensar que dar malas noticias es un acto puntual en el que se entrega una información desagradable con la que todo termina. Esa idea equivocada llevaría, por otro lado, a aumentar la ansiedad y malestar del médico y de los demás profesionales de la salud en este acto tan humano de acompañamiento. La familia, la conspiración y otros retos para la ayuda Es frecuente que la familia exprese claramente su negativa a la comunicación de la verdad, así como a “hablar en verdad”. Ésta es una situación que requiere una particular comprensión por su complejidad. No es la única en el acompañamiento a las familias de los enfermos terminales, como veremos. La conspiración de silencio la solemos encontrar especialmente en expresiones de este tipo: “No quiero que le digan lo que tiene”. Se produce cuando la familia es sabedora de lo que está sucediendo, pero la relación se produce “como si ninguno lo supiera”, suponiendo que el paciente ignora cuanto le sucede y argumentando a favor de que hay que evitar que se entere de ello a toda costa. Esta situación está muy relacionada con los aspectos culturales y con el comportamiento “pseudocaritativo” al que nos hemos referido más arriba, justificándose con la voluntad de no querer hacer daño. Si no se logra abordar esta resis- 216 / José Carlos Bermejo Higuera tencia, la familia y el paciente se verán abocados irremediablemente a un particular tipo de soledad y aislamiento. Algunos autores19 distinguen entre conspiración de silencio adaptativa y desadaptativa. Se refieren a la primera como aquélla en la que el paciente no conoce su situación real pero no pregunta o la evita, mientras que la desadaptativa se daría cuando el paciente quiere conocer su situación, pero existe un pacto implícito o explícito por parte de la familia que se lo impide. Es obvio que, en el caso de no querer saber expresamente, este derecho está contemplado y ha sido incluido en la ley básica reguladora de la autonomía del paciente (41/2002), que, buscando justamente la promoción de un protagonismo de la persona en la gestión de su vida y de los procesos de enfermar y morir, afirma también: “Toda persona tiene derecho a que se respete su voluntad de no ser informada”20. Maguire y Faulkner21 presentan algunas indicaciones para salir de la conspiración de silencio: 19 Cf. P. Arranz – J. J. Barbero – P. Barreto – R. Bayés, Intervención emocional en cuidados paliativos. Modelos y protocolos, Ariel, Barcelona 2003, pp. 98-99. 20 Sabemos también que esta situación puede admitir excepciones, y ha sido así en la tradición médica, cuando hay repercusiones sobre terceros y entran en juego cuestiones de salud comunitaria, como pudiera ser el caso de enfermedades de declaración obligatoria. No desarrollamos el tema por su especificidad y distanciamiento de lo que aquí nos ocupa. 21 Cf. P. Maguire – A. Faulkner, “Communicate with Cancer Patients: 2. Handling Uncertainty, Collusion, and Denial”, en BMJ 297 (1988), pp. 972-974, citado en J. J. Rodríguez Salvador, “La comunicación de las malas noticias”, en W. Astudillo – A. Casado da Rocha – C. Mendinueta, Alivio de las situaciones difíciles del sufrimiento en la terminalidad, Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos, San Sebastián 2004, pp. 29-30. Dar malas noticias / 217 – Reconocer su existencia y las razones: “Ya veo que no quiere que le digamos lo que tiene: ¿Qué le hace pensar que es lo mejor?”. – Sin juzgar las razones, aceptarlas y legitimarlas: “Ya veo que piensa que se derrumbaría y que sufriría lo indecible. Ahora entiendo que no quiera usted decirle nada”. – Interesarse por las repercusiones de esta actitud sobre el propio familiar: “¿Qué repercusión tiene para usted el hecho de no poder decirle lo que tiene a su marido?”. Tras escuchar, comunicar comprensión: “Entiendo lo duro que puede ser estar allí como si no pasase nada”. – Pedir permiso para hablar con el paciente: “¿Me permitiría averiguar qué es lo que realmente sabe su marido? Quizás le esté ocurriendo a él lo mismo que a usted”. – Hablar con el paciente (protocolo EPICEE) y pedir permiso para volver a hablar con la familia: “Su mujer también conoce el diagnóstico y está pasando por una situación muy dolorosa. ¿Quiere que hablemos los tres del tema o prefiere tratarlo usted solo con ella?”. Ayudar en la situación de conspiración de silencio no es, obviamente, el único reto que plantea la familia cuidadora de los enfermos terminales. Otras situaciones, como el riesgo de codependencia y claudicación, así como el síndrome de Lázaro o el síndrome del hijo de Bilbao, retan las habilidades y estrategias de quienes desean ayudar a la familia. La codependencia es un riesgo experimentado por algunas personas que cuidan con generosidad y dedicación a su ser querido en estados de gran dependencia. En realidad, el enfermo depende 218 / José Carlos Bermejo Higuera del cuidador; sin embargo, hay situaciones que –normalmente por valores que son elogiados– el cuidador termina convirtiéndose en dependiente del dependiente en grado incluso superior que al revés. Algunos indicadores de la codependencia son: creerse indispensable en el cuidado, no delegar tareas, no fiarse de otros cuidadores, no tolerar los límites propios y del otro, no aceptar a otros cuidadores que se ofrecen para ayudar, poner todo el sentido de la vida en el cuidado, expresarse en términos de dedicación de “24 horas”. A veces, esta situación de extrema dependencia del enfermo terminal se produce por el miedo a no estar en el momento de la muerte. En realidad, no es un miedo producido porque el paciente muera solo, puesto que en muchas circunstancias éste ya no está consciente o se produce un turno en el acompañamiento. Es frecuente, más bien, que en el fondo de quien no se permite alejarse de su ser querido por miedo a no estar en el momento de la muerte, haya un temor a la propia angustia resultante, un sentimiento de culpa que se prevé como compañero duro y persistente. Por otro lado, es posible que algo del propio deseo de “no morir yo sin compañía de un ser querido” sea proyectado sobre los seres queridos en su fase terminal. Por un lado, es encomiable este deseo de estar presente, particularmente por su valor simbólico y por la bondad que tiene para facilitar la elaboración del duelo. Pero, por otro lado, parece oportuno ayudar a la familia a comprender que “el momento de la muerte” es un proceso, y que “estar presente” no tiene un valor sólo en el instante en el que se para la función respiratoria y cardiaca (si es que esto es evidenciable fácilmente, pues las situaciones son muy variadas), sino que todos los cuidados ofrecidos en los últimos años, meses o semanas son también “estar en el momento de la muerte”. Dar malas noticias / 219 Por otro lado, uno de los peligros reside precisamente en elogiar en exceso el espíritu de sacrificio de la familia, cuando en realidad puede existir una actitud insana de excesiva implicación, con las dificultades que ello genera; también en un posible duelo patológico o, en todo caso, más complicado. Otro reto en la ayuda a la familia se plantea en las situaciones de claudicación familiar, es decir, la incapacidad de los miembros de la familia para ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples demandas y necesidades del paciente. Se suele reflejar en la dificultad de mantener una comunicación positiva con el paciente, entre los miembros y el equipo de cuidados. Es obvio que no todos los familiares claudican a la vez, pero cuando en conjunto son incapaces de dar una respuesta adecuada, estamos ante una crisis de claudicación familiar, en donde la última etapa de la vida se convierte en un drama para todos y se traduce en abandono para el paciente. Es importante en esta situación evitar todo juicio moralizante sobre la actitud de la familia, adoptando más bien una inclusión de la familia dentro de la unidad a tratar por parte de los profesionales, escuchando los significados concretos de las experiencias personales, informando abundantemente de cuanto pueda ser útil, entrenándoles en habilidades relacionales y de cuidados, facilitando el descanso y evitando que el cuidador sea siempre el mismo. Asimismo, ésta es la causa de algunos ingresos en unidades de cuidados paliativos u otro tipo de recursos de soporte. No menos importante es el apoyo psico-emocional y la facilitación en el afrontamiento de los conflictos familiares. Los expertos en counselling pueden ser las personas más idóneas en el acompañamiento a estas personas dentro de los equipos de trabajo. 220 / José Carlos Bermejo Higuera Algunas familias experimentan también el conocido como síndrome de Lázaro, que toma su nombre del relato bíblico de la resurrección de Lázaro (Jn 11,1-43). Se produce cuando un enfermo, en contra de las expectativas, mejora de manera considerable siendo así que la familia estaba ya viviendo la proximidad de la muerte a nivel emocional, el duelo anticipado. En esta situación, el entorno socio-familiar se debe reestructurar; quizás algunos roles habían sido ya asumidos por otras personas, de manera que el inesperado retorno es indeseado y genera problemas. Es posible que el superviviente experimente rechazo familiar en su incorporación (de más o menos duración) a su antigua vida, con lo que ya no se contaba. La situación se complica cuando la familia y los amigos ya experimentaban un cierto agotamiento moral por el apoyo material y psicológico prestado al paciente. A esta fatiga acumulada se añade el impacto de una duración indefinida con la visible mejora del paciente. Ante esta realidad, tanto el enfermo como su familia requieren un apoyo particular, relacionado directamente con las necesidades específicas de la persona y del núcleo familiar concreto. Información clara y precisa, soporte emocional personal y, si es necesario, grupal, serán oportunos por parte de todos los profesionales de la salud y, en algunos casos, por expertos en counselling. También plantea un reto en la ayuda a la familia la situación que se conoce como síndrome del hijo de Bilbao 22. Éste se produce cuando un familiar, normalmente en los últimos días u horas de vida de un paciente, es avisado de su gravedad y éste se presenta. Con frecuencia es un familiar Cf. M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22000, pp. 168-169. 22 Dar malas noticias / 221 que por sus obligaciones laborales u otras ha estado ausente del proceso de enfermedad y ha participado poco o nada en los cuidados. Al hacer aparición y ver la situación, éste suele reaccionar en tono de reprobación ante lo que no comprende: “¿Por qué no le habéis llevado al hospital?”, “¿Por qué está tan delgado?”, “¿Por qué no tiene oxígeno?”, etc. La reprobación suele ser hacia los familiares y profesionales, produciéndose entonces una complicada escena familiar. Éstos están cargados emocional y físicamente y sienten ahora que se les acusa de no estar haciendo lo suficiente o de no estar haciéndolo bien. Normalmente, los familiares presentes junto al enfermo desde hace tiempo, han ido recibiendo ayuda para realizar el recorrido que han hecho, tanto para cuidar a su ser querido como para manejar los propios sentimientos. Asimismo, se han ido acostumbrando a ver al ser querido con menos facultades y han ido elaborando el duelo por las pérdidas que se han ido sucediendo y acumulando. Sin embargo, el que llega ahora no ha vivido este proceso ni ha recibido esta ayuda. Es fácil que tanto familiares presentes como profesionales acusen al que llega, en una animada discusión, sin considerar su particular situación emocional de “choque” repentino con todos los cambios y pérdidas que ve en su familiar. Nada mejor que desplegar una sana acogida y comprensión de esta reacción, que, más que injustificada, es natural desde el punto de vista del impacto emocional. El ideal, sin duda, es superar la tentación de recriminar también al que llega pagando recriminación con recriminación y realizar una tarea educativa para que éste comprenda cuanto ha sucedido y cuanto está sucediendo, asegurándole que se le ha cuidado con lo mejor y que se está haciendo lo mejor para el paciente. 222 / José Carlos Bermejo Higuera Acompañamiento El tema de cómo dar malas noticias no puede reducirse a técnicas de comunicación para desplegarlas en los momentos de información al paciente sobre su diagnóstico o pronóstico. Ya Elizari afirmaba que “el planteamiento de informar o no al paciente no puede prescindir del acompañamiento posterior al mismo”23. Sin embargo, la literatura le presta más fácilmente atención al tema planteándolo en términos dilemáticos, en lugar de hacerlo en términos problemáticos o, dicho de otra forma, planteándolo más en términos normativos y estratégicos, pero centrados en el acto de informar, quedando menos desarrollada la cuestión del acompañamiento posterior tanto al enfermo como a la familia. Quizás este hecho haya que incluirlo en un modo de concebir el tema sobre la relación clínica, la relación de ayuda y el counselling en el marco de la reflexión bioética; según el cual, ésta le reconoce un papel secundario y menor, “blando” en relación a los serios “dilemas” que plantearía un cierto enfoque bioético de dura y consistente fundamentación filosófica. Hemos de decir, sin embargo, que una buena información, un buen soporte emocional, una buena relación de ayuda o counselling en las profesiones de salud tienen carácter preventivo en relación al surgimiento de conflictividad ética, así como son recursos imprescindibles en un sano afrontamiento de la misma. Más aún, es obvio (aunque no siempre suficientemente considerado) que la misma calidad de la comunicación es una cuestión central bioética. No por nada Javier Gafo apuntaba repetidamente que el problema bioético fundamental es la deshumanización, refiriéndose con ello especial23 F. J. Elizari, Bioética, San Pablo, Madrid 21991, p. 227. Dar malas noticias / 223 mente a la despersonalización en la práctica clínica. Afirmaba él diciendo que “el gran reto de la medicina, desde que nació en manos de Hipócrates, el que estaba presente en aquellos escritos de otras culturas (...) era humanizar la relación entre los profesionales de la salud y el enfermo (...). Lo que constituye el principal problema bioético es cómo humanizar la relación entre aquellas personas que poseen conocimientos médicos y el ser humano, frágil y frecuentemente angustiado, que vive el duro trance de una enfermedad que afecta hondamente a su ser personal. Éste sí es el problema que surge en el día a día y afecta a millones de personas, sin duda muchas más que las que recurren a la procreación asistida o a las que se les aplica la incipiente terapia génica”24. Pues bien, una de las claves fundamentales para humanizar la relación con los enfermos terminales y sus familias en lo relativo a la comunicación de las malas noticias reside en el tipo de acompañamiento que se produce en el proceso previo y posterior. La palabra “acompañar” viene del latín cumpanis. Su significado tiene relación simbólica con lo que podríamos expresar así: “comer pan juntos”, sentarse a la mesa emocional del interior del enfermo e intercambiar cuanto hay en ella: sentimientos, deseos, preocupaciones, esperanzas... Acompañar en los sentimientos y esperanzas del otro pasa entonces por hacer un camino con el que sufre, yendo a su ritmo, acompasando las notas musicales del mundo interior. La psicología nos permite tomar conciencia de los elementos fundamentales del acompañamiento, con la expresión relación de ayuda o counselling, a los que se les está prestando una atención creciente en los últimos años, por ofreJ. Gafo, Ética y legislación en enfermería, Univérsitas, Madrid 1994, p. 45. 24 224 / José Carlos Bermejo Higuera cer los recursos en términos de actitudes y habilidades para un acompañamiento oportuno. Acompañar significa, pues, disponerse a entrar en tierra sagrada “descalzos”, libres de algunas tendencias más o menos arraigadas, como las de moralizar sobre lo que el enfermo dice, siente, ha hecho, etc.; la de responder con frases hechas y consuelos baratos (tópicos: “otros están peor”, “hay que animarse”, “con el tiempo todo se cura”, etc.); la tendencia a investigar o a llenar la visita de preguntas; la tendencia a decir al otro lo que tiene que hacer, lo que tiene que sentir o pensar (“no te preocupes”, “no estés triste”, “no te desanimes”, “tienes que...”, etc.). Sobre todo, evitar la tendencia a decir aquello que uno mismo no se cree (“todo irá bien”, etc.). De manera brillante, Tolstoi ha presentado en La muerte de Iván Illich el ridículo de un estilo relacional en torno al enfermo no basado en la verdad, que da como resultado un acompañamiento que no merece tal nombre. En el momento en el que Iván Illich experimenta la comprensibilidad de la muerte propia, la más profunda soledad y angustia ante ella, es torturado por la mentira sistemática ante su estado. “Le torturaba aquel embuste, le atormentaba que no quisieran reconocer lo que todos sabían y sabía él mismo, y en vez de ello deseaban mentirle acerca de lo terrible de la situación en que él se hallaba y querían obligarle a que él mismo participara en aquella mentira”. “La mentira –continúa Tolstoi concentrando toda la tesis de su novela en una sola frase–, esa mentira de que era objeto en vísperas de su muerte, una mentira que debía reducir el acto solemne y terrible de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida... era algo atroz para Iván Illich”25. Pretenden L. Toslstoi, La muerte de Iván Illich, Salvat, Estella 1970, p. 62. 25 Dar malas noticias / 225 reducir su muerte al nivel de una contrariedad, de una “inconveniencia”, de una falta de decoro. Cuando necesita más que nunca ser comprendido y consolado, mimado, sólo el joven Guerásim es capaz de entenderle y aliviarle, permitiéndole así compartir los sentimientos propios del duelo anticipado26. Acompañar comporta “hacerse cargo” empáticamente de la experiencia ajena, dar hospedaje en uno mismo al sufrimiento del prójimo, así como disponerse a recorrer el incierto camino espiritual de cada persona, con la confianza de que la compañía sana (que significa también “saber no estar”) ayude a superar la soledad y genere comunión y salud en el sentido holístico, global e integral. Quien sabe acompañar, en efecto, genera salud. Consigue, con su discreta presencia, un mayor confort físico, una mayor estabilidad emocional, una compañía para compartir las preguntas por el sentido, las inquietudes y malos momentos que conlleva la interiorización de las malas noticias. Quien sabe acompañar mata la soledad con su delicada presencia, se mete en los zapatos de su prójimo, se acomoda a su perspectiva y se sienta a su mesa personal con todos los sentidos en clave de servicio. El que acompaña no dirige, sino que camina al lado; no impone, sino que insinúa; no aconseja, sino que discierne en común. “Una conversación de verdad (...), una verdadera lección (...), un abrazo verdadero y no de pura formalidad, un duelo de verdad y no una mera simulación; en todos estos casos, lo esencial no ocurre en uno y otro de los participantes, ni tampoco en un mundo neutral que abarca a los dos y a todas las demás cosas, sino, en el sentiCf. J. C. Bermejo, Estoy en duelo, PPC, Madrid 2005, pp. 115-116. 26 226 / José Carlos Bermejo Higuera do más preciso, entre los dos, como si dijéramos, en una dimensión a la que sólo los dos tienen acceso”27. Acompañar a alguien que vive las implicaciones de las malas noticias requiere habilidades prácticas y un cierto equilibrio emocional. A primera vista, algunas indicaciones pueden parecer de sentido común u obvias. Sin embargo, la cultura va llevando a que dejen de ser de sentido común y, con frecuencia, brillen por su ausencia, apoyándose entonces el acompañamiento en superficiales frases e inoportunas huidas de la conversación comprometida. Por eso, indicaremos algunas pautas para el acompañamiento a las personas que viven el impacto y las consecuencias de recibir malas noticias: – El acompañamiento oportuno se acomoda al ritmo del otro e interviene con cautela en los momentos en que se percibe la necesidad o el deseo. – Es necesario estar dispuesto a recibir reacciones desagradables, incluso la proyección de la rabia que produce la mala noticia sobre quien intenta ayudar. Será oportuno comprender el significado de la rabia sin acogerla con sentimiento de culpa hacia uno mismo. – Las personas pueden repetir reacciones y situaciones que parecían superadas. Estar sometidos al estrés que comporta la dificultad puede hacer caminar hacia delante y hacia atrás, y es necesario comprenderlo. – El activismo no es sinónimo de ayuda. Es más importante saber estar, ser oportuno, siguiendo el programa del paciente o de la familia, que la agenda de quien desea acompañar. C. Díaz, Horizontes del hombre, CCS, Madrid 1990, pp. 43-44. 27 Dar malas noticias / 227 – Es sumamente importante asegurar al enfermo que se hará todo lo posible por aliviar el dolor y que estará rodeado de afecto y apoyo de los suyos de forma natural, así como que se tendrá presente su dimensión psico-espiritual28. Acompañar empáticamente Si una clave es fundamental en el acompañamiento, ésta es la escucha. No significa necesariamente largas conversaciones (con frecuencia insostenibles o no deseadas), sino la disposición a poner al otro en el centro de la atención en relación a las necesidades, expectativas, deseos, gestión del tiempo y de cuanto sea posible. Es por este camino por el que se promueve la autonomía del paciente y su protagonismo, junto con el de su familia. La responsabilidad de procurar soporte emocional es compartida por todos los profesionales del equipo 29, no sólo por los psicólogos o expertos en counselling. Esto requiere que los agentes de salud sepan regular el grado de implicación emocional con las personas en situación de sufrimiento, evitando así el riesgo del burn-out. Disponerse empáticamente en la relación con el enfermo terminal y su familia significa, por un lado, ser consciente de las propias emociones y tener un buen grado de dominio de las mismas; por otro lado, requiere la disposición 28 Cf. W. Astudillo – C. Mendinueta, “Importancia de la comunicación en el cuidado del paciente en fase terminal”, en W. Astudillo – C. Mendinueta – E. Astudillo, Cuidados del enfermo en fase terminal y atención a su familia, Eunsa, Pamplona 21995, p. 57. 29 Cf. P. Arranz – J. J. Barbero – P. Barreto – R. Bayés, Intervención emocional en cuidados paliativos. Modelo y protocolos, Ariel, Barcelona 2003, p. 43. 228 / José Carlos Bermejo Higuera de liberarse de todo juicio moralizante sobre los sentimientos ajenos y acoger sin condiciones lo que el otro experimenta. Captar la especificidad emocional, ayudar a poner nombre a las emociones y a los significados que la persona da a cuanto acontece, significa dar apoyo emocional. Ventilar emociones es, en efecto, liberador. Éstas, compartidas, pierden virulencia. Por eso, permitir desahogarse con libertad y mostrando comprensión auténtica es sinónimo de ofrecer empáticamente confort emocional. Hay personas que desean una relación más directiva, que les digan lo que tienen que hacer, pero con frecuencia se puede constatar que a este tipo de personas les gusta más aún hacer lo contrario de lo que les dicen. Por eso, el estilo empático implica centrarse en la persona de manera no directiva, promoviendo el máximo de autonomía que la situación global de la persona permita. A nivel cognitivo, afectivo y conductual, la persona empática adopta el marco de referencia interior de su interlocutor, y alcanza a comprender cuanto este radar emocional permite en la diversidad de situaciones y de personas. El distanciamiento emocional propuesto en ciertos contextos para protegerse no parece la mejor estrategia para alcanzar un sano equilibrio en la relación que quiera ser eficaz y humanizadora. Bayés insiste en que “decir la verdad” de forma que proporcione el mínimo sufrimiento posible al enfermo equivale, en gran medida, a que el sanitario adapte su tiempo subjetivo al tiempo subjetivo del enfermo”30. Este ajuste de tiempos puede realizarse realmente si el profesional se dispone en actitud empática. R. Bayés, Psicología del sufrimiento de la muerte, Martínez Roca, Barcelona 2001, p. 52. 30 Dar malas noticias / 229 Infundir esperanza Éste constituye uno de los retos tras la comunicación de malas noticias. Pero he aquí que no es fácil ayudar a quien se encuentra en la fase terminal. A quien se encuentra en la fase del rechazo, por ejemplo, supone afrontar el posible refugio en falsas ilusiones o pequeñas mejoras. No parece conveniente asociarse a falsas esperanzas, sino guiarse por un sano realismo y sin caer en la crueldad que mata el disfrute de las pequeñas mejoras. Por otro lado, es necesario leer las reacciones de desesperación, pero no como falta de esperanza a toda costa. No se puede afrontar la falta de esperanza con falsas esperanzas, porque las promesas inauténticas debilitan la credibilidad y dañan la relación. Es necesario reforzar las esperanzas reales, como no tener dolor, estar acompañado, expresar sentimientos y deseos, que la dignidad será siempre respetada, al igual que el decoro y el pudor, que la compañía será cuidada a su gusto (tanto en intensidad como en diversidad), que la familia será protagonista en el afrontamiento de dificultades o procesos de tomas de decisiones, que la familia será atendida y apoyada, que no se producirá ni abandono ni encarnizamiento terapéutico, etc. Algunas otras esperanzas que pueden albergarse en el corazón humano, tal como nos señala García Ronda31, son: – La esperanza de seguir vivo (en los aspectos de la propia “gloria”) en el recuerdo. – La esperanza depositada en la descendencia que continúa y, aunque no la hubiera, 31 Cf. A. García Ronda, “¿Qué papel tiene la esperanza en la terminalidad?”, en W. Astudillo – A. Casado – E. Clavé – A. Morales, Dilemas éticos en el final de la vida, Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos, San Sebastián 2004, pp. 205-212. 230 / José Carlos Bermejo Higuera de haber sido un eslabón significativo en la historia, por pequeña que sea. – La esperanza de quien ha creído en utopías por las que ha trabajado. – La esperanza que reclama trascendencia y alguna forma de inmortalidad o eternidad. El duelo anticipatorio Existen numerosas clasificaciones de tipos de duelo, subrayándose así la variedad de experiencias y la necesidad de un acompañamiento diferenciado en la elaboración del dolor por la pérdida de un ser querido. No es lo mismo un duelo normal que uno retardado; no es lo mismo un duelo crónico que un duelo ambiguo o uno patológico. Algunos autores prefieren hablar de “duelo complicado” e incluyen en éste el duelo crónico, el retrasado, el exagerado, el enmascarado, como formas distintas de vivir el dolor de manera compleja32. Pero más allá de las diferentes y variadas clasificaciones de tipos de duelo, nos ocupa aquí la atención a esa situación que se produce cuando la muerte aún no ha tenido lugar. Tanto el enfermo como la familia y los trabajadores de la salud (particularmente si se ha producido un cierto vínculo) han de elaborar el dolor por la pérdida que se prevé. Es obvio que, antes de que se produzca la pérdida, las personas implicadas tienen pensamientos, sentimientos, síntomas físicos, conductas relacionadas directamente con la pérdida prevista. Es decir, la elaboración del duelo comienza desde el momento en que se tiene conciencia de la pérdida. Esto es posible siempre que la pérdida no tenga lugar de manera imprevista o repentina. Cf. J. W. Worden, El tratamiento del duelo: asesoramiento psicológico y terapia, Paidós, Barcelona 1997. 32 Dar malas noticias / 231 Duelo por sí mismo El primer protagonista de esta experiencia es el mismo paciente, que, viéndose perdedor, viviendo la acumulación de las pérdidas, es decir, viviendo el proceso de morir, tiene que elaborar el duelo por sí mismo. Inevitablemente, aunque no se produzca una conversación explícita al respecto con la familia o los cuidadores, el paciente da espacio en su intimidad a la idea de la proximidad de la muerte y de sus implicaciones. La propia tierra, las cosas, las personas, los antepasados, las capacidades físicas y mentales, la propia identidad forjada a lo largo de los años..., todo, absolutamente todo, se aproxima a su fin. Todo se va perdiendo en vida mientras se va muriendo. Este dolor producido por la separación y las rupturas de los lazos con las cosas, las personas, la imagen de sí mismo, es absolutamente normal. No hacen falta predictores específicos para diagnosticar duelo anticipatorio, sino que es una experiencia común a partir de la conciencia de la proximidad de la muerte. El paciente puede desear despedirse. Cuando la comunicación es abierta, no es difícil que el paciente desee decir adiós a los seres queridos. Si se le da la oportunidad, con sencillez, irá dejando en cada uno de sus seres queridos un mensaje particular y personalizado. Otros lo desean hacer abiertamente y reunir a los seres queridos para decirles adiós. Es realmente una experiencia de hondura humana despedirse definitivamente. En este tipo de despedidas se suelen subrayar los aspectos positivos, se suelen encontrar expresiones de agradecimiento y de petición de perdón. A veces, el enfermo terminal deja alguna consigna, algún consejo, alguna responsabilidad, expresa algún deseo en relación al futuro de personas o cosas. Esta tarea puede necesitar mediación de profesionales. Los agentes de salud, habituados al acompañamiento en la terminalidad, pueden 232 / José Carlos Bermejo Higuera hacerse expertos en la facilitación y normalización de esta situación que, para la familia, puede presentarse de manera embarazosa o encontrar algunas resistencias. Quizás también desee ritualizar la despedida y vivirla en clave de fe. En la tradición cristiana, existen recursos que salen al paso de la experiencia psico-espiritual vivida en estos momentos. La unción de los enfermos y el viático son dos sacramentos que, celebrados con dignidad y personalización, pueden constituir recursos saludables. Quien celebra la unción de enfermos en situación de terminalidad (no es la única en la que celebrarla) hace experiencia de ser ungido con el aceite que simboliza la fuerza. Se diría que la persona, junto con la comunidad creyente, celebran la presencia de Dios (gracia) en términos de deseo de fortaleza espiritual en el momento de fragilidad humana. Así también, quien solicita la comunión (conocida con el término de viático al final de la vida) expresa que desea sentirse en común-unión con las personas con las cuales ha compartido y comparte su fe, una expresión simbólica de superación de la posible soledad que acompañe al morir. El paciente terminal, en la elaboración del duelo por sí mismo, quizás tenga sentimientos que ventilar porque le hagan daño. Puede tener miedo o miedos concretos relacionados con el destino de su cuerpo, por más irracionales que sean. Verbalizarlos constituye una garantía de que se pueden controlar síntomas, de que no será enterrado vivo, de que se le tratará dignamente u otros aspectos que puedan ser compartidos porque habiten de alguna manera el corazón de la persona. Quizás experimente rencor en relación al propio pasado, con sabor amargo o de culpa, o rencor hacia otras personas o rabia hacia la vida misma por tener que morir ahora. La culpa Dar malas noticias / 233 puede tener relación con el propio pasado, por aquellos errores que se reconocen al revisar la película de la propia vida, o relación con el hecho de morir, que puede ser vivido como un abandono de la responsabilidad todavía pendiente de velar por la familia, por los hijos, por la pareja, etc. A veces la culpa tiene sabor de autoinculpación de la muerte: “Muero y soy yo el culpable del dolor que veo en mi familia por el hecho de morir”. Compartir estas emociones constituye una oportunidad privilegiada de humanizar el morir atendiendo a la verdad del paciente y dibujando juntos itinerarios de salud emocional para vivir el morir de la manera lo más personalizada posible. Duelo anticipatorio en la familia Asimismo, la familia empieza a dolerse al contemplar la imposibilidad de parar el proceso de muerte. Sin duda, es una experiencia muy personal, pero algunas claves nos pueden ayudar para acompañar a las personas que, habiendo recibido la “mala noticia” de la muerte de un ser querido, elaboran el duelo anticipatorio. Los familiares, a la vista de la proximidad de la muerte de un ser querido, tienen el reto de elaborar el dolor por la pérdida que se aproxima. Un apego que se ha generado en la relación de afecto, de pareja, de paternidad, etc., ha de romperse en el tiempo y en el espacio, y esto constituye un golpe fuerte al corazón. Hay personas que experimentan dificultades concretas, como comunicarse con naturalidad con su familiar, aceptar que efectivamente se está muriendo, asumir responsabilidades que tenía el enfermo antes (lo que puede ser vivido como si “se le ignorara o matara psicológicamente”), organizarse a nivel familiar, darle permiso para morir o despedirse cuando el paciente lo desea. 234 / José Carlos Bermejo Higuera Hay personas que experimentan miedo a no ser capaces de cuidar al paciente cuando se vaya deteriorando, a no tener la ayuda profesional necesaria en cada momento, miedo a que su ser querido muera solo, a no haber agotado todos los recursos para hacer frente a la enfermedad, miedo a encontrarse solo en el momento del fallecimiento y no saber cómo comportarse. Hay familiares que tienen miedo a que alguien descubra el diagnóstico al paciente o que él mismo pregunte claramente si se muere; otros tienen miedo de haber tomado decisiones equivocadas que hayan podido contribuir a la aceleración de la muerte; no falta quien tiene miedo a no saber o poder salir adelante con la familia o a quedarse solos y quizás incomprendidos tras la pérdida. Hay personas que, en este tiempo, piensan en cosas concretas, como detalles del entierro, del cementerio, etc. Y es fácil experimentar culpa al ver que estos pensamientos les habitan. Como si, sin quererlo, se dijeran: “Si pienso en estas cosas antes de que haya muerto, es como si lo estuviera matando o como si no lo quisiera vivo”. No falta quien experimenta el deseo de que el paciente muera ya, porque tiene la sensación de que el sufrimiento es muy largo o porque la vida ya está cumplida y ha tocado su fin, aunque las funciones vitales sigan activas. Todos estos pensamientos y sentimientos son normales dentro del marco del duelo anticipatorio y suelen tener una valencia adaptativa, ayudando a prepararse a la pérdida, a tomar conciencia de lo que está pasando y a empezar a organizar el significado más próximo de la pérdida. Todo esto forma parte de lo que se llama “el trabajo de la preocupación”. Aun siendo así, a veces hace sufrir por pensar que no debería suceder. En cambio, estos pensamientos nos habitan y nos preparan para la pérdida próxima. Algunas personas Dar malas noticias / 235 participan en grupos de autoayuda para prepararse al fallecimiento de un ser querido; por ejemplo, familiares de enfermos terminales de algunas unidades de cuidados paliativos. Es una experiencia positiva de ayuda recíproca que favorece un compartir saludable y una ayuda recíproca. En este contexto, es importante que los profesionales de la salud y cualquier otro tipo de ayudantes contribuyan a reducir la sensación de desamparo, impotencia e indefensión que puedan experimentar las familias, aumentando la percepción de control, así como normalizar cualquier tipo de pensamiento. Cuanto más camino se recorra en este sentido, más se previene un posible duelo complicado. Asimismo, conviene ayudar a no caer en autorreproches, remordimientos o culpas por la situación del enfermo. Así también, superar la sensación de extrañeza por ser habitado por estos sentimientos dará alivio y confort emocional. Es oportuno acompañar y apoyar en la toma de decisiones concretas relacionadas con el fallecimiento, la familia en su nueva configuración, etc., aunque pudiera parecer que “ya habrá tiempo para esto después”. Dar espacio en este momento previo a la muerte tiene su función sana, obviamente, pero sin precipitarse. Los niños y las malas noticias Ésta es una de las preocupaciones que muchas personas experimentan con ocasión de la enfermedad terminal y de la muerte de un ser querido: ¿qué decirles a los niños?, ¿hasta qué punto hay que explicarles, darles participación o excluirles del proceso del enfermar, de la muerte y del duelo? No nos ocuparemos aquí de la muerte de los niños, que representa un tema realmente importante e interesante, especialmente para quien 236 / José Carlos Bermejo Higuera tiene la desgracia de acompañar a sus propios hijos o hermanos menores. También ellos, como los adultos, viven la muerte y elaboran su duelo anticipado. A veces, ayudan de manera elegante a los mayores a prepararse para su muerte. Nos interesamos, en cambio, por cómo viven los niños la muerte de sus seres queridos. Es fácil tender a que los niños no tengan que sufrir los dolores de la separación de un ser querido. Un acto de caridad nos impulsa, con frecuencia, a pensar y a comportarnos como si ellos no tuvieran que participar de “las malas noticias”. Existe la tendencia a que, cuando se produce una muerte en la familia, los niños sean extraídos del entorno familiar inmediato. Se los lleva a otra parte para que “no presencien el dolor y no se angustien”, mientras los adultos se dedican a sufrir su propia pena, como si la muerte y los niños no tuvieran que encontrarse. No deja de ser paradójico, por otro lado, que muchos niños pasan incluso horas jugando con juegos que comportan la muerte de personajes y, literalmente, pronuncian la palabra muerte con más frecuencia que los adultos. Sin embargo, aun pretendiendo esconder la muerte de los seres queridos a los niños, no es posible hacerlo. La terminalidad y la muerte de un ser querido afectan a todo el núcleo familiar, incluidos los niños. Ellos, por otro lado, son expertos en detectar estados emocionales y preocupaciones del entorno a través del lenguaje no verbal, y suelen plantear las cosas de manera directa, sin tantos giros como hacemos habitualmente los adultos. La forma en que el niño se adapta a la pérdida de algún objeto real o imaginario depende de muchos factores: la edad del niño en el momento de la pérdida, las características del objeto perdido (si se trata del padre, de la madre, del hermano, de la mascota, del juguete, etc.), la relación Dar malas noticias / 237 particular del niño con el objeto perdido (grado de apego o familiaridad con lo perdido); las características de la pérdida (repentina, lenta o violenta); la sensibilidad y ayuda de los miembros supervivientes de la familia ante sus sentimientos y necesidades emocionales; su propia experiencia de pérdidas anteriores; su herencia familiar, enseñanza religiosa y cultural: la actitud que ha adquirido (aprendido) a través de la observación de la reacción de sus padres, otros adultos y compañeros ante la muerte de otros, etc.33 Las respuestas de un niño menor de 4 años sobre la muerte muestran que, a pesar de los estudios que se han realizado sobre el concepto infantil de la misma, no hay una idea clara al respecto. El niño menor de 6 años percibe la muerte como “separación de sus seres queridos”, lo cual le resulta espantoso. Para él, “estar muerto” es una especie de continuidad de la vida, una simple merma de la vitalidad que puede ser interrumpida al igual que el sueño, un fenómeno reversible. Su pensamiento mágico confunde fantasía y realidad; el concepto temporal del “para siempre” de la muerte no existe. Por otra parte, no pueden tolerar tales sentimientos dolorosos durante largos períodos de tiempo, de forma que su aflicción es intensa y breve, a la vez que recurrente. Entre los 5 y los 9 años, más del 60% de los niños personifican a la muerte como a un ser con existencia propia o la identifican con una persona muerta: la muerte es invisible, pero acecha a escondidas, quizás en la noche, especialmente en las zonas donde hay cadáveres, como los cementerios. El niño mayor de 6 años con frecuencia percibe la muerte como un “castigo por malas acciones”. Comienzan aquí a aparecer las consecuen33 Cf. J. C. Bermejo, Estoy en duelo, PPC, Madrid 2005. 238 / José Carlos Bermejo Higuera cias de su educación religiosa, social y familiar. Sin embargo, la etiología de la muerte no es consistente; sus respuestas van encaminadas a causas específicas más que a procesos generales: flechas, pistolas, cuchilladas, explosiones, ataque al corazón, vejez, etc. Durante este período hay una auténtica curiosidad por ver lo que ocurre después de la muerte. La clave fundamental para el acompañamiento a los niños es la de favorecer la expresión de sus pensamientos y sentimientos, y esto depende, en muy gran medida, de la edad de los mismos. Ayudar a los niños en la terminalidad de los seres queridos y en la muerte quiere decir, ante todo, ayudar al ritmo propio del niño y atender especialmente a sus expectativas y demandas. Parece realmente oportuno dar espacio a la comunicación de los sentimientos y aceptarlos como tal. Es fácil caer en el tópico de decir “no llores”, “mamá se pondrá bien y volverá”, “lo que tiene tu hermanito no es nada, ya verás cómo se recupera”, y a la vez sentir un deseo inmenso de llorar con ellos, lo mismo que sentimos el deseo de reír cuando participamos experiencias alegres. Es frecuente excluir a los niños y adolescentes de las visitas a los hospitales y en la participación de los ritos que acompañan al fallecimiento de un ser querido, como si se tratara de cosas de mayores y ellos no estuvieran preparados para asumirlo. Sin embargo, la experiencia puede confirmar que, efectivamente, la participación de los niños en la verdad de los procesos del enfermar y de la muerte (incluidos los ritos fúnebres) es un acierto para ayudarles a vivir sanamente la pérdida y para acompañarles en el proceso educativo. Obviamente, la participación en la verdad habrá de ser diferenciada según la edad, la capacidad de comprensión, el deseo del niño de saber, expresado de diferentes maneras, etc. Dar malas noticias / 239 La prohibición de que los niños visiten a sus seres queridos graves en los hospitales, unidades de cuidados paliativos, etc., ha de ser revisada. Es necesaria una correcta preparación del niño que desee ver a su ser querido, así como del enfermo que desea verlo, pero esto no significa que, efectivamente, no puedan realizar las visitas oportunas. ¡Cuánta alegría hay en un enfermo terminal al ver a su hijo, a su nieto, y poder abrazarlo y decirle...! Quizás el problema de la exclusión comienza ya en una educación que, a veces, cae en el error de querer ocultar la muerte o domesticarla tanto que pierda su aguijón humano, como parece que hace la pantalla al presentarla tan cotidiana, tanto en las películas como en las noticias, que la tenemos en la sopa, en la merienda y en los dibujos animados. Pero luego, cuando la tenemos de verdad, experimentamos la tentación de excluirles de participar en ella. Delicadamente los retiramos para protegerlos, como si no tuvieran fuerzas para vivirlo de cerca o como si fuera algo sólo apto para mayores. Ya sabemos cuáles son algunas implicaciones de esta actitud: una cultura que no se hace familiar con el fracaso, con la limitación, con la espera y la esperanza; una cultura de lo inmediato y eficaz, del éxito y de la respuesta inmediata, que luego cobra su factura en algún momento de la vida al comprobar que no es éste el dinamismo común. Algunas personas se preguntan si no serán muy pequeños o si no será una experiencia demasiado traumática. No hay una respuesta unívoca, pero todos pueden beneficiarse significativamente de la participación más o menos parcial en la verdad y en los ritos, con la condición de que los preparemos y respondamos a sus preguntas. Que un niño vea un enfermo terminal o un cadáver puede preocuparnos, pero puede ser más peligrosa la fantasía. En efecto, la exclusión de los niños puede generar la sospecha de que no está 240 / José Carlos Bermejo Higuera siendo bien cuidado, que no se le quiere lo suficiente, que no duele que esté mal, que los ritos sean cosas extrañas. Esta exclusión puede favorecer interpretaciones equivocadas y crear mayor ansiedad, si cabe. Hay personas que evitan ser vistas por los niños cuando lloran la muerte de un ser querido, otras que la explican diciendo que se ha ido a un viaje largo, otras que dicen que Dios se la ha llevado al cielo, que desde el cielo nos ve. Éstos son planteamientos peligrosos que pueden favorecer reacciones poco saludables. De hecho, de ellos se podrían seguir estas conclusiones: si no lloran, no le querían mucho; si se ha ido de viaje y no vuelve, nos ha abandonado; si Dios se lo ha llevado al cielo, no es justo ni bueno; si desde el cielo nos ve, se ha convertido en un espía que nos puede perseguir. La pista más saludable para acompañar a los niños en la terminalidad y en el duelo de sus seres queridos es darles participación, valorando individualmente cada caso, dando respuestas claras y sencillas a las preguntas, aceptando y haciéndoles ver que tampoco los adultos entendemos todo, que la muerte forma parte de la vida, aunque nos duela, y que precisamente eso es lo que la hace preciosa. El recurso a la naturaleza puede ser una buena ayuda. El niño puede comprender mejor la enfermedad y la muerte de una persona querida utilizando la comparación con la muerte de las plantas y de los animales más cercanos a ellos. Invitar a dibujar lo que están viviendo (cómo se encuentra papá en el hospital, o en casa en la cama, etc.), utilizar fotografías o verbalizar recuerdos para dar espacio en la memoria y en la relación a la persona enferma o fallecida, puede ser un modo sencillo de manifestar que la queremos y que sigue viva en nuestro corazón. A algunos niños puede invitárseles a escribir lo que sienten o a escribir al Dar malas noticias / 241 ser querido fallecido, para que den cauce así a lo que llevan dentro. Kübler Ross no duda en responder favorablemente en relación a la presencia de los niños en el cementerio. Cuando le preguntan: “Si un niño quiere ir al cementerio con frecuencia tras la muerte de su padre, ¿se puede hacer algo para ayudarle?”, ella responde: “Sí, yo le acompañaría al cementerio y no haría nada para disuadirle. Me preocupan mucho más los familiares que no van al cementerio y que evitan hablar de la muerte que los que hacen frente a la realidad y van al cementerio a llorar su pena”34. Aun a riesgo de simplificar, podríamos decir que cuatro reglas para hablar con los niños de la muerte son:35 – No tratar de engañar al niño. – Procurar dar a las preguntas del niño respuestas simples y directas. – Intentar comprender el contexto emocional y el grado de desarrollo del niño para responder a sus preguntas adecuadamente. – Permitir que el niño participe en el funeral, tras explicárselo y preguntarle. También aquí, con los niños, funciona la regla que vale para la relación con los enfermos graves o terminales y que Marcos Gómez Sancho formula así: “La verdad es antídoto del miedo. La verdad es un potente agente terapéutico. Lo terrible y conocido es mucho mejor que lo terrible y desconocido”36. 34 E. Kübler-Ross, Preguntas y respuestas a la muerte de un ser querido, Martínez Roca, Barcelona 1998, pp. 100-101. 35 AA. VV., Sociología de la muerte, Sala, Madrid 1974, pp. 157-158. 36 M. Gómez Sancho, Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22002, p. 58. 242 / José Carlos Bermejo Higuera Conclusión Como hemos ido presentando a lo largo de este capítulo, es obvio que no hay ninguna fórmula mágica para dar malas noticias. Sin embargo, el tema es susceptible de ser reflexionado, y los procesos de relación con las personas que viven las consecuencias de las malas noticias pueden beneficiarse de las implicaciones del sentido común, que muchas veces no está presente en quien tiene que comunicarlas. Nadie desearía tener que comunicar malas noticias. La inseguridad y el malestar que genera en quien las recibe, pero también en quien las da, pueden ser causa de evasión y de no afrontamiento de la vida en su variedad de colores y, en último término, en su verdad. En el siglo XVI, san Camilo de Lelis, reformador de la sanidad de entonces en Italia, patrono de enfermos, enfermeros y hospitales, que dedicó buena parte de su vida a cuidar enfermos graves y fundó una compañía de hombres buenos para hacer lo mismo y que después se convirtió en la orden de los religiosos camilos, exhortaba a sus compañeros diciéndoles: “Poned más corazón en las manos”. Quizás éste podría ser un buen lema también para quienes cuidan en la terminalidad y tienen que dar malas noticias: poner más corazón en sus manos, en sus mentes, en sus palabras, en sus oídos. De modo que no sólo la inteligencia intelectiva, sino también la sabiduría del corazón inspire pautas en esta difícil pero tan humana tarea. Bibliografía Arranz, P. – Barbero, J. J. – Barreto, P. – Bayés, R., Intervención emocional en cuidados paliativos. Modelo y protocolos, Ariel, Barcelona 2003. Dar malas noticias / 243 Astudillo, W. – Casado, A. – Clavé, E. – Morales, A., Dilemas éticos en el final de la vida, Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos, San Sebastián 2004. Bayés, R., Psicología del sufrimiento de la muerte, Martínez Roca, Barcelona 2001. Bermejo, J. C., Estoy en duelo, PPC, Madrid 2005. Buckman, R., Cosa dire? Dialogo con il malato grave, Camilliane, Turín 1990. Couceiro, A. (ed.), Ética en cuidados paliativos, Triacastela, Madrid 2004. Elizari, F. J., Bioética, San Pablo, Madrid 21991. Gómez Sancho, M., Cómo dar malas noticias en medicina, Arán, Madrid 22002. Gómez Sancho, M., Diagnóstico cáncer... ¿Cómo decírselo?, Arán, Madrid 2005. Kübler-Ross, E., Preguntas y respuestas a la muerte de un ser querido, Martínez Roca, Barcelona 1998. Tolstoi, L, La muerte de Iván Illich, Salvat, Estella 1970. Worden, J. W., El tratamiento del duelo: asesoramiento psicológico y terapia, Paidós, Barcelona 1997. Limitación del esfuerzo terapéutico Juan Carlos Álvarez Pérez “Ni al sol ni a la muerte se les puede mirar cara a cara.” François de la Rochefoucauld (1613-1680) Introducción “El objetivo de la medicina es disminuir la violencia de las enfermedades y evitar el sufrimiento de los enfermos, absteniéndose de tocar a aquellos en quienes el mal es más fuerte y están situados más allá de los recursos del arte” (Hipócrates, Sobre el arte). Esta sentencia hipocrática parece haber caído en el olvido de los médicos en las últimas tres décadas. Los médicos actuales creen que el objetivo de la medicina es curar. Es curioso que Hipócrates, padre de la medicina, no tuviera el curar entre los fines del arte, sino únicamente “disminuir la violencia de las enfermedades” y “evitar el sufrimiento de los enfermos”. Realmente curar, lo que se dice curar, los médicos no hemos curado hasta la aparición de los antibióticos en la primera mitad del siglo XX; algunos historiadores sitúan la primera acción realmente curativa con el inicio del uso de la quinina1 unos siglos antes. La quina fue introducida en Europa en el siglo XVII, procedente de América del Sur, entró por Sevilla y fue difun1 246 / Juan Carlos Álvarez En realidad, cuando se presentaba la enfermedad, los médicos sabían que podían ocurrir tres cosas fundamentalmente: o el paciente se curaba por sí solo y la enfermedad remitía espontáneamente; o la enfermedad se cronificaba y evolucionaba en brotes periódicos, con fases de mejoría y otras de empeoramiento; o bien era letal y terminaba con la vida del paciente. En todos los casos, el papel del médico era evitar el sufrimiento y disminuir la violencia de la enfermedad; aliviar y consolar, pero raramente curar. Los médicos clásicos eran conscientes de sus limitaciones y sabían que debían abstenerse de tocar a aquellos enfermos cuya enfermedad estaba “más allá de los recursos del arte”; el arte no lo podía todo; en esas ocasiones se decía que el médico desahuciaba al paciente. El médico se retiraba a un segundo plano y tomaban protagonismo el cura y el notario. Había que dejar en orden los asuntos materiales y los asuntos espirituales; había que dejar atada y bien atada la herencia y había que ponerse a bien con Dios: estaba en juego la vida eterna. Realmente, los médicos a lo largo de la historia no han presenciado la agonía y la muerte de sus pacientes. La muerte era la enemiga y la gran desconocida. Pero las cosas han cambiado radicalmente en los últimos treinta años. Durante la década de los sesenta del pasado siglo XX se desarrollaron los grandes hospitales, las unidades de cuidados intensivos, las técnicas de soporte vital, se tecnificó la medicina de una forma inimaginable y ha continuado haciéndolo hasta el momento presente. En la actualidad, ya no se desahucia a nadie. La palabra “desahuciar” se ha desterrado del lenguaje médico y las nuevas generaciones desconocen hasta dida por los jesuitas. Cf. P. Laín Entralgo, Historia de la medicina, Salvat Editores, Barcelona 1978, pp. 364-365. Limitación del esfuerzo terapéutico / 247 su significado. Ya no se tira la toalla; siempre podemos intentar algo más; parece que el arte no tenga límites ¿Quiénes son los que se sitúan actualmente más allá de los recursos del arte? ¿Quién decide cómo y cuándo parar? Los médicos clásicos tenían claro cuándo no podían hacer nada y se retiraban. El paciente permanecía en su casa, rodeado de sus seres queridos, y moría de forma “natural”. En la actualidad, en la mayoría de los casos, la familia se angustia ante el paciente terminal; no sabe qué hacer durante la agonía ni tampoco, si falleciese en casa, qué hacer con el cadáver, por lo que se suele optar por llevar al paciente al hospital. La medicina interviene en la agonía, el morir es ahora un proceso intervenido médicamente. Ya no se muere de manera “natural”; ahora los médicos, la tecnología médica, intervienen en ese proceso y lo alargan, lo medicalizan. Los médicos actuales vemos morir a nuestros enfermos, al contrario que los médicos clásicos, como ya hemos señalado; nos angustia tremendamente no hacer nada, pero, al mismo tiempo, nos preguntamos hasta dónde continuar con los tratamientos, cuándo parar, cuándo hemos pasado esa difuminada línea del llamado “encarnizamiento terapéutico”. Clásicamente había dos formas de muerte, la muerte natural y la muerte violenta. El derecho sigue manteniendo esta distinción. O morías a causa de una enfermedad, que era la muerte natural, o morías en un accidente, una agresión, una guerra, que era la muerte violenta. Actualmente pocas personas mueren de muerte natural, es decir, por evolución natural de su enfermedad, sino que la mayoría mueren con intervención de los médicos, lo que modifica y alarga ese proceso natural de la enfermedad terminal. Ahora podemos decir que o se muere de muerte intervenida o se muere de muerte violenta, sobre todo por accidente de tráfico. 248 / Juan Carlos Álvarez Es muy curioso ver cómo ha cambiado también en los últimos treinta años, radicalmente, el concepto clásico de la “buena muerte”. Antes la “buena muerte” era aquella que llegaba avisando, era una muerte consciente, una muerte lenta, natural; en la que había tiempo, como ya hemos indicado, para arreglar los asuntos materiales y espirituales. Se rezaba una letanía que decía: “De la muerte súbita e imprevista, líbranos, Señor”. La “mala muerte” era la que llegaba sin avisar, de manera rápida, sin tiempo para hacer bien las cosas, por la noche o de manera violenta, sin darnos cuenta. A finales del siglo XX, coincidiendo con la medicalización del morir, cuando vemos que alguien queda dormido y muere sin despertar, solemos decir: “Qué buena muerte ha tenido”. Curiosamente, todo lo contrario que pocas décadas atrás. Ahora, la alternativa a la muerte rápida y sin darnos cuenta es la muerte intervenida médicamente, ya no la muerte natural. Y todos sabemos que la muerte intervenida produce un gran sufrimiento tanto para el enfermo como para la familia; se alarga tremendamente y a muchos pacientes les cuesta muchísimo morir. No les dejamos morir. Por ello, lógicamente, preferimos una muerte rápida, sin sufrimiento, sin darnos cuenta, ya que la alternativa que se nos ofrece nos pone los pelos de punta. Así pues, podemos enumerar una serie de cambios producidos a partir del desarrollo de la llamada “nueva medicina”, la medicina tecnológica: el cambio en la manera de morir (que ya hemos comentado), la fe ilimitada en la ciencia, el imperativo tecnológico, el encarnizamiento terapéutico, la aspiración a poder curar incluso la muerte y la vivencia –tanto individual en los médicos como colectiva– de la muerte como derrota de la medicina. A través de los medios de comunicación, los ciudadanos reciben una información de los grandes avances en la medicina excesivamente triunfalista. Limitación del esfuerzo terapéutico / 249 Puede que algo de culpa tengamos los profesionales de la salud, que ante cualquier avance médico lanzamos las campanas al vuelo y lo presentamos a bombo y platillo como la última maravilla. Pero, ciertamente, la percepción que tiene el ciudadano medio es que la medicina ha avanzado tanto en los últimos años que lo puede casi todo. Se nos habla de trasplantes intestinales, de trasplantes conjuntos de corazón y pulmones, de separaciones imposibles de siameses que se realizan exitosamente, de trasplantes de rostro, de clonaciones, de selección de embriones para salvar la vida a un hermano, etc. Ante todos estos avances que se publican diariamente en los medios de comunicación, el ciudadano queda perplejo, maravillado, y no comprende cómo, cuando acude a la consulta de su médico, no puede curarle una simple gripe, una artrosis o un EPOC. Su convicción es que la ciencia puede curarle, pero su médico o no sabe, o no quiere, o no tiene los conocimientos suficientes (y a lo mejor hay que viajar al extranjero para que te lo curen), o es excesivamente caro y, por tanto, pudiendo y conociendo la solución, ésta no se aplica por su excesivo coste. Así lo perciben muchos ciudadanos en los que se ha generado una fe ilimitada en la ciencia. Otra consecuencia inevitable del gran desarrollo tecnológico es la aparición del llamado “imperativo tecnológico”. Es la creencia en la obligación de aplicar al paciente toda la tecnología disponible. Si disponemos de una técnica, tenemos la obligación moral de aplicarla al paciente. Evidentemente, esto es un error; no por disponer de una técnica hemos de aplicarla y creer que, si no lo hacemos, estamos actuando mal moralmente. Hay otros factores a evaluar, como veremos más adelante. Hemos llegado a un punto en el que se nos está prometiendo que en poco tiempo la esperanza de vida va a ser de 120 a 150 años; se afirma que estamos programados genéticamente para vi- 250 / Juan Carlos Álvarez vir el doble del tiempo de la vida actual; se hacen encuestas para conocer si a los ciudadanos les gustaría vivir tanto tiempo; hay empresas que te criogenizan con la promesa de despertarte en el futuro, cuando tu enfermedad pueda ser curada. Todo ello lleva inevitablemente a esta pregunta: ¿podemos curar la muerte? La muerte es para los médicos, en este momento, la gran enemiga, la gran derrota, y es cierto que asumimos muy mal su llegada a nuestros pacientes: lo vivimos como una derrota personal, como un fracaso nuestro, pensamos que quizás podíamos haber intentado algo más. Con frecuencia nos empecinamos, nos obcecamos con un paciente, y en su fase terminal creemos poder sacarlo adelante. Nos sienta muy mal el fracaso, que incluso percibimos con sensación de culpa, tanto personal como de capitulación de nuestra ciencia, del arte, de la medicina. Así pues, debemos plantearnos la tan repetida pregunta: ¿todo lo técnicamente posible es éticamente correcto? ¿Debemos limitar el esfuerzo terapéutico en nuestros pacientes? Otro factor fundamental que se desarrolla paralelamente a la medicina tecnológica a partir de la década de los setenta del pasado siglo XX es el cambio de paradigma en la relación clínica2; se abandona progresivamente el paternalismo médico de la clásica relación médico-enfermo para adoptar una nueva forma de relacionarse en la que el paciente toma sus propias decisiones sanitarias, se le reconoce autonomía en el ámbito de la salud y de la enfermedad. Esta nueva relación también se va a extender al tema que nos ocupa, y debemos preguntarnos: ¿tenemos que contar 2 Para un desarrollo más amplio de este cambio, ver J. C. Álvarez, “Relación clínica”, en J. García Férez – F. J. Alarcos (eds.), 10 palabras clave en humanizar la salud, Verbo Divino, Estella 2002, pp. 111-152. Limitación del esfuerzo terapéutico / 251 con la voluntad del paciente a la hora de limitar el esfuerzo terapéutico? ¿Hay algún ámbito donde la decisión es exclusiva del médico? ¿Puede decidir la familia o el representante de un paciente limitar el esfuerzo terapéutico? Es en este escenario donde nos planteamos –primero los médicos y, actualmente, toda la sociedad– la necesidad de poner límites al furor tecnológico en aquellas situaciones en las que el mal, la enfermedad, es más fuerte y el paciente se sitúa más allá de los recursos del arte, y en las que lo único que conseguimos es alargar las agonías pero no alargar la vida. Es decir, ha llegado el momento de plantearse la necesidad de lo que se ha dado en llamar “limitación del esfuerzo terapéutico” (LET). Definición El concepto de limitación del esfuerzo terapéutico es de reciente aparición y fue acuñado inicialmente por los médicos de las unidades de cuidados intensivos para la suspensión o el no inicio de tratamientos con técnicas de soporte vital. En la actualidad no se puede limitar dicho concepto ni sólo a las técnicas de soporte vital, ni sólo a las actuaciones médicas en las unidades de cuidados intensivos, pues se ha extendido a todas las especialidades clínicas, desde la atención primaria a la oncología, y a gran cantidad de tratamientos, desde los antibióticos a la sangre e incluso la alimentación artificial. Curiosamente, este concepto, como tal, sólo se utiliza en nuestra lengua española, pues en ningún otro idioma, a excepción del portugués, existe un término correspondiente. Los anglosajones suelen utilizar withhold (no instaurar), withdraw (retirar) o to cease doing (dejar de hacer), pero no existe una expresión que se corresponda con nuestra “limitación del esfuerzo terapéutico”. 252 / Juan Carlos Álvarez Algunos intensivistas han definido la limitación del esfuerzo terapéutico como “la decisión de dejar de aplicar o suspender medidas de carácter extraordinario (de soporte vital) a pacientes sin expectativas razonables de recuperación, en los que el proceso está conduciendo a un retraso inútil de la muerte en lugar de a una prolongación de la vida”3,4. Observamos cómo en esta definición de LET se limita el concepto a las medidas de soporte vital –que ellos utilizan como sinónimo de medidas de carácter extraordinario, aunque, como veremos posteriormente, no es lo mismo, y hablar de tratamientos extraordinarios es confuso–, lo que creemos que en el momento actual no debe ser así, y el concepto de LET debe incluir otra amplia gama de tratamientos que no son de soporte vital y que no se utilizan exclusivamente en las unidades de cuidado intensivos, como ya dijimos al principio. Sin embargo, esta definición pone el dedo en la llaga en dos cuestiones muy importantes: “que el paciente no tenga expectativas razonables de recuperación” y “que el proceso no sea un retraso inútil de la muerte”. Efectivamente, estos dos aspectos van a ser fundamentales a la hora de decidir una LET. Lo que manejamos los médicos son juicios razonables, prudentes, y tanto los diagnósticos como los pronósticos que hagamos sólo van a poder aspirar a ser eso, a ser razonables y prudentes. No podemos pedir certezas, no podemos exigir juicios 3 J. A. Gómez Rubí, “Las fronteras de la medicina intensiva. Apuntes para una discusión sobre la limitación del esfuerzo terapéutico”, en Libro de ponencias. XXXI Congreso de la SEMIUC, Castellón 1996. 4 J. A. Gómez Rubí, “Limitación del esfuerzo terapéutico. Fundamentos éticos”, en J. A. Gómez Rubí – R. Abizanda (eds.), Bioética y medicina intensiva: dilemas éticos en el paciente crítico, Edikamed/SEMICYUC, Barcelona 1998, p. 74. Limitación del esfuerzo terapéutico / 253 apodícticos (demostrativos). El pronóstico de los pacientes al decidir una LET debe ser un juicio razonable de ausencia de expectativas de recuperación; no podemos ir más allá. Por otro lado, lo que nos debemos plantear, como estos autores señalan acertadamente, es no alargar inútilmente el proceso del morir, no alargar la agonía. Aumentar el tiempo de vida biológica no es necesariamente aumentar el tiempo de vida humana, vivida en condiciones propiamente humanas. En ocasiones, lo que hacemos es alargar el tiempo del proceso de morir, alargar el morir, alargar la agonía. Esto es lo que debemos evitar cuando nos planteamos una LET. Lo ideal sería que el paciente muriera en el momento adecuado, ese concepto casi utópico de la ortotanasia, cuando se ha hecho lo necesario, lo indicado, lo suficiente, pero antes de caer en el encarnizamiento terapéutico, antes de pasarnos y sobretratar al enfermo y alargar inútilmente su proceso de morir. Pero determinar ese momento adecuado estando inmersos en el propio proceso de la enfermedad es muy difícil, aunque luego sea muy fácil, desde fuera del proceso y a toro pasado, juzgar las actuaciones de los demás. Una cuestión importante a la hora de reflexionar sobre este tipo de asuntos es la concepción de la muerte como un momento, como un instante. Creemos que la muerte es un momento concreto que debemos determinar lo más exactamente posible. En mi opinión, esta deformación ha sido producida por la mentalidad jurídica que nos exige certificar la muerte y establecer su momento exacto, por interés puramente legal. Pero, en realidad, la muerte es un proceso y no un instante, como por otra parte lo son la inmensa mayoría de los fenómenos biológicos. En realidad, lo que estamos haciendo es convertir en un instante lo que es un proceso, lo que clásicamente se ha denominado “el morir”, poner un límite exacto en lo que es un continuo. Este problema 254 / Juan Carlos Álvarez se nos da en muchos otros procesos; por ejemplo, el proceso de maduración psicológica, la adquisición de la suficiente inteligencia y voluntad en las personas para tomar sus propias decisiones. Evidentemente, esta maduración se da procesualmente a lo largo de muchos años, la infancia y adolescencia, pero legalmente hay que poner un límite exacto, instantáneo, y hablamos de la mayoría de edad y la establecemos exactamente a los 18 años (ahora, pues este límite se ha modificado muchas veces a lo largo de la historia), aunque todos sabemos que la madurez no se adquiere instantáneamente. Debemos pensar que, aunque por cuestiones prácticas y legales así debamos manejarla, la muerte no es un instante, sino que en la realidad es un proceso que varía en su duración y que nosotros debemos no intentar alargar inútilmente. Otra definición propuesta de LET es: “Acotar el campo de lo técnicamente posible en la actitud terapéutica, por lo médicamente indicado en cada momento de la evolución clínica, respetando la voluntad del paciente capaz y competente o, en su defecto, la familia”5. En esta definición la doctora Catalán introduce pertinentemente la diferencia entre lo “técnicamente posible” y lo “médicamente indicado”. Una cosa es que tengamos en nuestra mano posibilidades técnicas para continuar tratando y otra muy distinta que eso esté indicado. Y no sólo que esté indicado en los libros, en el ámbito general de esa enfermedad, sino que esté indicado en ese momento y en ese paciente. La medicina teórica sienta unas indicaciones generales, en el ámbito 5 Mª P. Catalán Sanz, “Limitación del esfuerzo terapéutico: el lenguaje de la futilidad y situaciones clínicas”, en M. de los Reyes López – F. J. Rivas Flores – R. Buisán Pelay – J. García Férez, La bioética, mosaico de valores, Asociación de Bioética Fundamental y Clínica, Madrid 2005, p. 125. Limitación del esfuerzo terapéutico / 255 que podemos llamar, impropiamente, universal, pero el problema de la medicina clínica es tomar decisiones en enfermos determinados y en momentos concretos. Lo claramente indicado en el libro, en el universal, puede no estar tan claro en este paciente y en este momento de la evolución de su enfermedad y tener serias dudas sobre la indicación concreta aquí y ahora. Los libros nos describen enfermedades que en la realidad no existen: nosotros no vemos la insuficiencia cardiaca por ningún sitio; nosotros nos enfrentamos a un enfermo concreto que tiene, entre otras cosas, una insuficiencia cardiaca, además de tener una edad determinada, una EPOC, ser diabético y tener un CA de próstata. De ese enfermo no nos dice nada el libro; la indicación la sienta en la enfermedad tipo, general; pero nosotros tenemos que tomar decisiones en pacientes concretos. Lo claramente indicado en el universal puede no estarlo en el paciente que tenemos delante y en ese momento de su evolución. Las enfermedades evolucionan en el tiempo y, por tanto, lo indicado en un momento de la enfermedad puede dejar de estarlo en otro momento más avanzado de la misma. Por eso tenemos que evaluar prudentemente pacientes concretos en momentos muy determinados. Ésta es la razón de que Mª Paz Catalán diga que debemos “acotar el campo de lo técnicamente posible en la actitud terapéutica, por lo médicamente indicado en cada momento de la evolución clínica”. Pero esta autora añade otro factor a la hora de limitar el esfuerzo terapéutico, “respetando la voluntad del paciente capaz y competente o, en su defecto, la de su familia”. Efectivamente, ya tenemos los dos factores fundamentales en la toma de decisión de LET, la indicación concreta y la voluntad del paciente. Podemos aventurarnos a proponer una definición de LET: la decisión de dejar de aplicar o suspender diferentes niveles terapéuticos (medica- 256 / Juan Carlos Álvarez ción, oxigenoterapia, técnicas de soporte vital, sangre, nutrición, hidratación) a pacientes sin expectativas razonables de recuperación, en los que el proceso está conduciendo a un retraso inútil de la muerte en lugar de a una prolongación de la vida, ponderando y discerniendo lo médicamente indicado en cada paciente y en cada momento de su evolución clínica, así como respetando la voluntad del mismo. Criterios tradicionales y la postura de la Iglesia católica Tradicionalmente, al abordar este tipo de cuestiones se ha venido utilizando la distinción entre medios ordinarios y medios extraordinarios, sobre todo en la tradición cristiana. Parece que fue el dominico español Domingo Báñez quien en el siglo XVI acuñó esta expresión6,7. Teólogos pertenecientes a la Escuela de Salamanca se plantearon, ya entonces, el interrogante sobre la obligatoriedad de la alimentación y los fármacos como medio para conservar la vida. Al concepto de medio ordinario se le atribuye la obligación moral de utilizarlo con el fin de conservar la vida, pero reconocieron que determinadas circunstancias en la situación del enfermo pueden convertirlo en medio extraordinario y eximir de la obligación de su utilización. Las razones que esgrimían eran el alto grado de dificultad que pudiera suponer para el paciente, el coste económico, la limitada esperanza de beneficio y la inminencia de la muerte. 6 F. J. Elizari Basterra, Bioética, Ediciones Paulinas, Madrid 1991, p. 182. 7 J. L. Negrón Delgado, La supresión de la alimentación e hidratación artificiales en el paciente en estado vegetativo permanente en la teología católica, Tesis doctoral, Facultad de Teología, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2002, p. 124. Limitación del esfuerzo terapéutico / 257 Ya en el siglo XVI, el tema de la conservación de la vida y de los medios disponibles para poder cumplir con esta obligación de la moral cristiana preocupó a los teólogos morales. Francisco de Vitoria (1473-1546) defendió la siguiente postura: “Nadie está obligado a comer manjares óptimos, exquisitos y regalados, aunque sean los más provechosos y sanos... Nadie está obligado a vivir en el clima más sano; luego tampoco a tomar la comida más alimenticia... No está obligado nadie a privarse del vino para vivir más; luego tampoco a lo contrario... No está obligado a prolongar su vida, como tampoco está obligado a trasladarse a un sitio más sano... Nadie tiene obligación de tomar medicinas para alargar la vida, aun habiendo peligro de muerte probable; por ejemplo, a tomar algún remedio durante años para librarse de las fiebres u otras cosas parecidas”8. Para Vitoria, la naturaleza del alimento determina si hay o no obligación de tomarlo para prolongar la vida. Sólo hay obligación de tomar los alimentos comúnmente usados, aunque ello implique el acortar su vida. Y continúa diciendo: “Una cosa es acortar la vida y otra no prolongarla... Si bien el hombre no puede abreviar la vida, tampoco está obligado a emplear cualquier medio, por muy lícito que sea, para prolongarla. Esto es bien claro, suponiendo que uno sepa de cierto que los aires de la India son más sanos y benignos y que allí viviría más tiempo que en su tierra, no está por eso obligado a marcharse a la India, ni aun a mudarse de una ciudad a otra más sana. No quiere Dios que nos preocupemos tanto de alargar la vida”. Vitoria, en otro texto, introducirá el criterio de la esperanza de vida y del coste económico: “Nadie está obligado, como dije antes, a poner todos los medios para conservar la salud, F. de Vitoria, “Relectio de temperantia”, en Relecciones teológicas (T. Urdánoz, ed.), BAC, Madrid 1960, p. 1.069. 8 258 / Juan Carlos Álvarez sino sólo aquellos ordenados de suyo y convenientes a este fin... No está obligado el enfermo a dar su patrimonio para curarse. Se considera como que ya no hay remedio para él... El enfermo que no tiene esperanza de sanar, aunque hubiera alguna extraordinaria y costosa medicina que le alargara la vida algunas horas, y aun días, no tiene obligación de comprarla, sino que es suficiente que emplee los remedios ordinarios. A este enfermo se le considera como desahuciado”9. Llama la atención, en el momento actual, cómo Vitoria clasifica al pollo, la gallina y las perdices como alimentos delicadísimos que no se está obligado a consumir aunque nos prolongasen la vida durante veinte años: “Segundo, digo que nadie está obligado a prolongar la vida, porque no se está obligado a usar siempre alimentos delicadísimos, como gallinas y pollos; aunque tenga posibilidades para ello y los médicos digan que si come de eso vivirá más de veinte años, pues aunque lo supiese con certeza, no está obligado... Y así digo, tercero, que es lícito comer los alimentos comunes y regulares. Dado que el médico le aconsejare comer pollos y perdices, puede comer huevos y otras cosas comunes”10. Como ya hemos señalado, el teólogo dominico Domingo Báñez (1528-1604) acuñó las expresiones medio ordinario y medio extraordinario al tratar el tema de la mutilación de algún miembro del cuerpo humano. Se planteaba la obligación a sufrir una amputación para conservar la vida, concluyendo que el principio moral de conservar la vida obliga siempre y cuando no conlleve dolor ni gastos extraordinarios. Los medios obligatorios son sólo los que se encuentran dentro de las categorías de “común” y “ordinario”: 9 F. de Vitoria, “Relectio de homicidio”, en Relecciones teológicas (T. Urdánoz, ed.), BAC, Madrid, 1960, p. 1.127. 10 F. de Vitoria, In Secundam Secundae Sti. Thomae, quaest. 147, art. 1., Salamanca 1934, p. 53. Limitación del esfuerzo terapéutico / 259 “No está obligado, hablando absolutamente, y la razón es que, aunque el hombre está obligado a conservar su propia vida, no lo está por los medios extraordinarios, sino sólo por la comida y vestido común, medicinas comunes o sufriendo un dolor común y ordinario...”11. Curiosamente, es el propio Báñez el que utiliza al mismo tiempo el concepto de “proporcionado” para referirse al medio que no representa un gasto excesivo para el enfermo y, por tanto, que está en proporción con el nivel económico de éste. “...pero no cuando hay un dolor extraordinario y horrible, ni con gastos extraordinarios según la proporción del estado de cada uno. Por ejemplo, si un ciudadano normal estuviese seguro de conseguir la salud gastando tres mil ducados en una medicina, no está obligado a tomarla. De aquí está claro el argumento, porque, aunque el medio es proporcionado según la recta razón, y lícito por tanto, sin embargo, es extraordinario”12. Otros teólogos de la época también trataron el tema y mantuvieron la misma postura que Vitoria: – Gregorio Sayrus (1570-1602) introdujo en su reflexión el criterio de facilidad de uso. – El jesuita Tomás Sánchez (1550-1610) distinguió moralmente entre la intención de abreviar la vida y la decisión de no prolongarla mediante los mejores medios posibles. – El también jesuita Leonardo Lesio (15541623) reflexionó sobre la dificultad de un determinado medio y la certeza del beneficio: a mayor grado de dificultad y más incierta la posibilidad de beneficio, menor obligación moral de utilizarlo. Citado por J. L. Negrón Delgado, o. c., 125. Scholastica Commentaria in Partem Angelici Doctoris S. Thomae, t. IV, Decisiones de Jure et Justitia, II:II, q. 65, art. 1, Duaci 1.6141.615. 12 Ibíd. 11 260 / Juan Carlos Álvarez – El cardenal Juan de Lugo (1583-1660) considera la relación esfuerzo-beneficio, el esfuerzo que conlleva un medio y el beneficio que oferta. Distingue entre dos formas en las que una persona actúa en contra de la obligación moral de conservar su vida; a una la llama “acción positiva” (acto que tiene como consecuencia directa la muerte) y a la otra “acción negativa” (la persona permanece pasiva sin evitar el peligro de muerte), anticipando la posterior distinción entre eutanasia activa y pasiva. Los medios ordinarios los encuadra dentro de aquellos que proporciona la propia naturaleza. Dice: “Ni siquiera entonces está obligado a los medios extraordinarios y difíciles... pues no es de tanta importancia este bien de la vida que se haya de procurar su conservación con extraordinaria diligencia: una cosa es no ser negligente con ella y arriesgarla de forma temeraria, a lo que el hombre está obligado; pero otra cosa es procurarla y retenerla por medios exquisitos cuando huye de uno, a lo que no se está obligado, por tanto no se considera moralmente que se quiere o se busca la muerte”13. – San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), uno de los más importantes representantes del casuismo moral, mantiene la distinción entre medios ordinarios y extraordinarios, defendiendo que el medio que tiene un elevado coste económico para el enfermo no es obligatorio. En conclusión, la conservación de la vida dentro de la tradición católica sólo se exige a través 13 Citado por J. L. Negrón Delgado, o. c., p. 133. Cardenal de Lugo, De Justitia et Iure, Disp. 10, sec. I, nº 28, Lugduni 1646, 257b. Limitación del esfuerzo terapéutico / 261 de los medios ordinarios; los medios extraordinarios serán siempre opcionales y no una obligación moral. Se distingue entre conservar y prolongar la vida. La conservación es una obligación, pero sólo mediante medios ordinarios. La prolongación no es una obligación moral. Hay que tener en cuenta el esfuerzo que supone para el paciente, el coste económico, la esperanza de vida y la proporción entre el medio utilizado y el beneficio recibido14. A partir del siglo XVIII se comienza a plantear por parte de los moralistas la gran ambigüedad presente en la utilización de los términos “ordinario” y “extraordinario”, propiciado por el descubrimiento de la anestesia, lo que cambió radicalmente la consideración de la cirugía como medio extraordinario, pues disminuyó su riesgo y la gran incomodidad que para el paciente antes suponía. Hablar de medios ordinarios y extraordinarios es tremendamente confuso, pues una técnica puede ser ordinaria en una situación y extraordinaria en otra. Actualmente no hay técnicas extraordinarias en sí mismas. Muchas de las consideradas así hace unos años son ahora de uso común y se utilizan incluso en personas de muy avanzada edad. A pesar de ello, ha seguido siendo utilizada esta distinción; por ejemplo, por Pío XII en 195715, por conferencias episcopales16 y por organizaciones no religiosas17. La Santa Sede, en un conocido documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la declaración Iura et bona sobre la eutanasia, dice: Cf. J. L. Negrón Delgado, o. c., pp. 113-142. En el discurso a los miembros del Instituto Italiano de Genética Gregorio Mendel. 14 15 16 Como la Conferencia Episcopal Norteamericana en su documento The Ethical and Religious Directives for Catholic Health Care Facilities, en 1971. Como, por ejemplo, The House of Delegates of the American Medical Association, en 1973. 17 262 / Juan Carlos Álvarez “Hasta ahora los moralistas respondían que no se está nunca obligado al uso de medios extraordinarios. Hoy, en cambio, tal respuesta, siempre válida en principio, puede parecer tal vez menos clara, tanto por la imprecisión del término como por los rápidos progresos de la terapia. Debido a esto, algunos prefieren hablar de medios ‘proporcionados’ y ‘desproporcionados’. En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales”18. La utilidad de la distinción ordinario/extraordinario ha sido atacada por teólogos de la talla de P. Ramsey, calificándola de circular y sin significado concreto. Uno de los aspectos más controvertidos ha sido el excesivo peso que se daba al aspecto económico para su consideración como medio de uno u otro tipo19. El creciente desarrollo de la socialización ha hecho que la Iglesia se replantee esta clasificación, pues los términos cambian de contenido con los nuevos avances de la medicina y la tecnología, y máxime cuando el Estado se hace cargo de la asistencia sanitaria20. El Comité Episcopal para la Defensa de la Vida de la Conferencia Episcopal Española publicó en 1993 el librito La eutanasia. 100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos. En la cuestión número 28: “Pero ¿cómo distinguir los medios terapéuticos ordinarios de los extraordinarios?”, dice: 18 Congregación para la Doctrina de la Fe, “Declaratio de euthanasia”, en Acta Apostolicae Sedis 72 (1980). Traducción al español en Ecclesia nº 1190 (12 de julio de1980), p. 862. 19 Cf. F. J. Elizari Basterra, o. c., pp. 182-183. 20 J. R. Flecha, La fuente de la vida. Manual de bioética, Sígueme, Salamanca 2002, p. 424. Limitación del esfuerzo terapéutico / 263 “Evidentemente, es inútil establecer una casuística objetiva de los medios ordinarios y extraordinarios, porque eso depende de factores tan cambiantes como la situación del paciente, el estado de la investigación en un momento dado, las condiciones técnicas de un determinado hospital, el nivel medio de la asistencia sanitaria de uno u otro país, etc. Lo que respecto a un paciente en unas circunstancias concretas se estima como medio ordinario, puede tener que considerarse como extraordinario respecto a otra persona, o pasado un tiempo, o en otro lugar. De hecho, así ocurre constantemente en la realidad cotidiana. Ante estos problemas ciertos de interpretación, algunos prefieren no hablar de medios ordinarios y extraordinarios, sino más bien de medios proporcionados y desproporcionados a la situación de cada enfermo, pues de este modo se puede aquilatar mejor la decisión en cada caso”21. Ésta es la razón por la que la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe ha cambiado la terminología clásica y ha adoptado la nueva de medios “proporcionados” y “desproporcionados”. Esto permite no hablar del medio en sí mismo, sino en función de las circunstancias y siempre en relación con la situación y el momento evolutivo del paciente, poniéndose más énfasis en el pronóstico que en otros factores, como el coste económico, la distancia, etc. La postura actual de la Iglesia católica, que, como hemos visto, lleva varios siglos reflexionando sobre el tema que nos ocupa, se puede resumir en los siguientes párrafos de la ya citada declaración sobre la eutanasia publicada el 5 de mayo de 198022: 21 Comité Episcopal para la Defensa de la Vida de la Conferencia Episcopal Española, La eutanasia. 100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos, 1993, p. 27. 22 Cf. J. Gafo, Bioética teológica, Desclée de Brouwer – Universidad Pontificia Comillas, Bilbao-Madrid 2003, pp. 268ss. 264 / Juan Carlos Álvarez “En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales. Para facilitar la aplicación de estos principios generales se pueden añadir las siguientes puntualizaciones: – A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo. Aceptándolos, el enfermo podrá dar así ejemplo de generosidad para bien de la humanidad. – Es también lícito interrumpir la aplicación de tales medios cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en ellos. Pero, al tomar una tal decisión, deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de los médicos verdaderamente competentes; éstos podrán, sin duda, juzgar mejor que otra persona si el empleo de instrumentos y personal es desproporcionado a los resultados previsibles y si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos. – Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale al suicidio; significa más bien o simple aceptación de la condición humana, o deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad. – Ante la inminencia de una muerte evitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, Limitación del esfuerzo terapéutico / 265 sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares”23. Terminología actual En la actualidad, dentro de la propia medicina y en las reflexiones que hace la bioética sobre este tema se manejan preferentemente dos tipos de criterios técnicos: por un lado, los conceptos tradicionales de clasificación de los tratamientos en indicado/no indicado/contraindicado; por otro, el concepto de futilidad, el binomio útil/fútil. La reflexión actual sobre el problema de la LET prefiere abandonar la terminología de medios ordinarios/extraordinarios e incluso la más reciente de medios proporcionados/desproporcionados por su ambigüedad y subjetividad, en favor de la más utilizada en el ámbito clínico y con la que los médicos nos encontramos más a gusto, más cómodos: lo indicado/no indicado/contraindicado. Para definir estos términos utilizaremos la propuesta de F. G. Millar24, que lo hace de la siguiente manera: – Tratamiento indicado: aquel cuya eficacia en la curación de un determinado proceso o el mantenimiento de una aceptable calidad de vida es admitida en la comunidad científica, basada en la evidencia de la experiencia y en estudios clínicos rigurosos. – Tratamiento no indicado: aquel cuya eficacia en la curación o mantenimiento de una aceptable calidad de vida no está probada para la comunidad científica, si bien se le puede presuponer empíricamente algún Declaración sobre la eutanasia, 860ss. F. G. Millar, “The Concept of Medically Indicated Treatment”, en Journal of Medicine and Philosophy 18 (1993), pp. 91-98. 23 24 266 / Juan Carlos Álvarez efecto beneficioso y ningún efecto adverso grave en el proceso morboso. – Tratamiento contraindicado: aquel que incide de forma negativa en la enfermedad o en el enfermo, pudiendo provocar su aplicación la muerte del mismo. Su utilización, por tanto, está proscrita25. Además de estos términos, habremos de profundizar, más adelante, en la diferencia entre acciones y omisiones, así como si es pertinente o no la distinción entre no poner un tratamiento y retirarlo cuando ya está instaurado, incluso si la diferencia entre matar y dejar morir tiene o no relevancia moral. Habitualmente se introducen en la deliberación sobre este problema una serie de neologismos que conviene definir antes de ir más adelante: – Distanasia: se utiliza como sinónimo de “encarnizamiento terapéutico”, llamado por otros, exageradamente, con la horrorosa expresión de “ensañamiento terapéutico”; los anglosajones suelen preferir “furor terapéutico”, y autores como F. Abel proponen acertadamente el de “obcecación terapéutica”. El prefijo dis significa en griego algo “mal hecho”; en este caso, aplicado a tanatos, a la muerte, quiere expresar la “muerte mal hecha”, la muerte con gran sufrimiento, la hipertrofia de la agonía, la muerte difícil y angustiosa. Como señala Javier Gafo, “el peligro de una praxis sanitaria centrada unilateralmente en la prolongación de la vida, creando una situación cruel para un enfermo irreversible”26. Una buena definición es la que recoge F. Abel: “Pro25 26 Cf. M. P. Catalán Sanz, o. c., pp. 125-126. J. Gafo, o. c., p. 258. Limitación del esfuerzo terapéutico / 267 longación del proceso de morir por medio de tratamientos que no tienen más sentido que alargar la vida biológica del paciente”27, señalando que la literatura americana usa la expresión “life sustaining treatments”, que suprime la intencionalidad maliciosa de causar daño que conllevan las palabras “encarnizamiento” o “ensañamiento”. – Ortotanasia: el prefijo griego orto quiere decir “correcto”, por lo que significaría la muerte a su debido tiempo, la muerte en el momento correcto, sin abreviaciones tajantes ni prolongaciones desproporcionadas del proceso de morir28. La ortotanasia es el morir humanizado, aliviando el dolor hasta donde sea preciso, eliminando la angustia, la agitación, sin la intención de acabar rápidamente con la vida del enfermo, pero tampoco de alargar inhumanamente la agonía. – Cacotanasia: el prefijo kakós quiere decir “malo”, por lo que daría al término el significado de “mala muerte”. Serviría para designar los casos en los que se provoca la muerte del paciente sin contar con su voluntad29. Lo que antes se designaba como eutanasia involuntaria y en realidad son homicidios. – Eutanasia: el prefijo eu quiere decir “bueno”, por lo que etimológicamente significaría “buena muerte”, pero en la actualidad se ha convertido en un término técnico con un significado preciso. La definición actual 27 F. Abel i Fabre, Bioética: orígenes, presente y futuro, Fundación Mapfre Medicina – Instituto Borja de Bioética, Madrid-Barcelona 2001, p. 166. 28 J. Gafo, La eutanasia. El derecho a una muerte humana, Temas de Hoy, Madrid 1990, p. 62. 29 Ibíd., p. 64. 268 / Juan Carlos Álvarez de eutanasia es: los actos que tienen por objetivo terminar deliberadamente con la vida de un paciente con enfermedad terminal o irreversible, que padece sufrimientos que él vive como intolerables y a petición expresa de éste. Es decir, que para que se denomine eutanasia a un acto tiene que cumplir tres condiciones: que sea activa, que sea directa y que sea voluntaria. Si falta alguna de estas tres características, no será eutanasia, será otra cosa. En el pasado, se utilizaba una terminología que ha quedado obsoleta, y continuar utilizándola sólo sirve para confundir los debates sobre estos temas. Se hablaba de: – Eutanasia activa, positiva u occisiva: acciones encaminadas a producir deliberadamente la muerte de un paciente que sufre. – Eutanasia pasiva, negativa o lenitiva: cesación de actitudes terapéuticas que prolonguen la vida de un paciente que se encuentra en situación de enfermedad terminal o irreversible. – Eutanasia indirecta: efecto secundario, no deseado, ni buscado, pero imposible de evitar del tratamiento del dolor. Principio del doble efecto o voluntario indirecto. – Eutanasia directa: sinónimo de eutanasia activa, se utiliza para indicar que no es indirecta. – Eutanasia voluntaria: a petición expresa del paciente. – Eutanasia involuntaria: sin petición del paciente. Hemos de insistir en la necesidad de utilizar los términos con su significación precisa; por eso, debemos recalcar que el término eutanasia se debe usar exclusivamente para designar lo defini- Limitación del esfuerzo terapéutico / 269 do más arriba. El resto de designaciones serán otras cosas diferentes a la eutanasia entendida en el sentido técnico actual. Así, la eutanasia activa directa involuntaria sería la cacotanasia u homicidio. La eutanasia activa indirecta es ni más ni menos que el clásicamente llamado principio del doble efecto, es decir, cuando, generalmente en el tratamiento del dolor, aparece un efecto secundario30 que no buscamos pero que no podemos evitar. Queremos quitar el dolor al paciente, usamos dosis analgésicas, pero podemos adelantar la muerte por el uso de los analgésicos opiáceos. Eutanasia pasiva es lo que actualmente denominamos “limitación del esfuerzo terapéutico”31. Sí hemos de hacer una última distinción, y es el denominado homicidio por omisión por compasión para diferenciarlo adecuadamente de la LET. Se entiende por tal el abandono de las opciones terapéuticas ante un proceso susceptible de ser curado en un paciente sometido a una enfermedad crónica, pero sin que su muerte esté próxima debido a ella. Es decir, cuando a un paciente con una enfermedad crónica (por ejemplo, un síndrome de Down) y con un pronóstico vital bueno a largo plazo, por lo que respecta a esa enfermedad, le sobreviene un proceso intercurrente agudo susceptible de ser tratado con éxito (por ejemplo, una apendicitis), pero no se le trata por compasión y pena de su enfermedad crónica, por lo que muere de la enfermedad aguda concomitante. Es una omisión de un tratamiento debido de una enfermedad aguda con buen 30 En el uso de mórficos puede aparecer una parada respiratoria por inhibición del centro respiratorio, cosa, al parecer, bastante más infrecuente de lo que se suele creer. 31 No podemos extendernos más en el tema de la eutanasia, pues no es el objeto de este capítulo; solamente hemos pretendido precisar los conceptos para poder abordar adecuadamente el tema que nos ocupa, la limitación del esfuerzo terapéutico, que algunos se empecinan en denominar eutanasia pasiva para aumentar la confusión. 270 / Juan Carlos Álvarez pronóstico vital por motivo de compasión en una enfermedad crónica también con buen pronóstico vital. Esto no es LET, pues, según la hemos definido, el paciente no debe tener expectativas razonables de recuperación, y lo que queremos evitar es alargar innecesariamente el morir; mientras que en este caso el paciente sí tiene expectativas claras de recuperación de su proceso agudo si se le trata adecuadamente, aunque su proceso crónico sea irreversible pero no terminal. Por supuesto que la omisión de tratamiento se realiza en el caso del homicidio por compasión por omisión, sin mediar para nada la voluntad del paciente. Para terminar esta parte podemos afirmar, con Juan Masiá, que una cosa es provocar la muerte mediante la omisión deliberada de un cuidado o tratamiento debido, necesario y con sentido, y otra cosa es la omisión responsable de un tratamiento no debido, innecesario y sin sentido. Concepto de futilidad El cambio de paradigma en la relación médico-enfermo reconociendo la autonomía de los pacientes a la hora de tomar decisiones sobre su salud y su enfermedad modifica el panorama en la toma de decisiones clínicas. La decisión ya no es una decisión técnica, como se pensaba anteriormente; es una decisión personal del enfermo que depende de múltiples factores personales: creencias, valores, edad, momento biográfico, etc., y también de factores técnicos, de los que el médico debe informar al paciente para que los tenga en cuenta, además del resto de factores personales, en la toma de decisión. El paciente puede, en el nuevo paradigma de la relación clínica, rechazar los tratamientos, poner límites a los mismos, expresar sus deseos para el futuro, hacer instrucciones previas y elegir entre las diferentes Limitación del esfuerzo terapéutico / 271 posibilidades que se le ofertan. Así pues, los médicos ya no serían los responsables del encarnizamiento terapéutico, pues las decisiones las toman los pacientes y sus familiares. De la muerte intervenida médicamente se pasa a la muerte controlada por el propio paciente: él es quien tiene que poner los límites al tratamiento. Pero algunos pacientes o sus familiares han comenzado a solicitar tratamientos desaconsejados por sus médicos32, 33. En esta situación se intentó buscar un ámbito de decisión exclusivo del médico, puramente técnico, desde el que se pudieran rechazar estas exigencias desmedidas e irracionales; así se comenzó a hablar de futilidad terapéutica objetiva34. El término futilidad fue introducido en bioética por el bioeticista y ex jesuita norteamericano Albert R. Jonsen en el año 198035. Podemos decir, por tanto, que este término procede de la tradición de la moral católica, donde, como ya hemos visto, es coherente considerar inútiles, es decir, fútiles, todas aquellas actuaciones que denominaban “extraordinarias” o “desproporcionadas”36. En los años siguientes, las principales instituciones norteamericanas comenzaron a realizar declaraciones sobre el tema: la President’s Com32 S. H. Miles, “Informed demand for non beneficial medical treatment”, en N Engl J Med 325 (1991), pp. 512-515. 33 J. J. Paris et al., “‘Physicians’ refusal of requested treatment: The Case of Baby L”, en N Engl J Med 322 (1990), pp. 1.012-1.015. 34 M. A. Sánchez González, “Los tratamientos inútiles y el concepto de futilidad”, en Quadern CAPS 23 (1995), p. 78. 35 B. Lo – A. R. Jonsen, “Clinical decisions to limit treatment”, en Ann Intern Med 93 (1980), pp. 764-768. 36 D. Gracia, “Futilidad: un concepto en evaluación”, en Ética y vida: estudios de bioética, t. 3: Ética de los confines de la vida, El Búho, Bogotá 1998, pp. 258. 272 / Juan Carlos Álvarez mission37 reconoció que los médicos no tenían obligación moral ni legal de administrar tratamientos inútiles que no producirían ningún beneficio; el Hastings Center publicó en 1987 unas directrices para la finalización de las técnicas de soporte vital y el cuidado de los pacientes agonizantes38; la Sociedad Americana de Medicina Critica39 y la American Medical Association40 reconocieron la autoridad del médico en situaciones de futilidad fisiológica. Podemos definir la futilidad como aquella actuación médica que carece de utilidad para un particular paciente y que, por tanto, puede ser omitida por el médico41. Otra manera de definirla puede ser: la intervención médica que pretende proveer un beneficio al paciente en una situación en la que la razón y la experiencia sugieren que el éxito de la intervención es muy improbable y cuyas excepciones no se pueden reproducir sistemáticamente. Hemos de señalar que en ambas definiciones se habla de la utilidad y el beneficio para el paciente concreto que tenemos delante y sobre el que se está tomando la decisión. No la utilidad 37 President’s Commission for the Study of Ethical Problems in Medicine, Deciding to Forego Life-Sustaining Treatment, Government Printing Office, Washington D.C. 1983, p. 219. 38 The Hastings Center, Guidelines on the Termination of Life-Sustaining Treatment and the Care of the Dying, Indiana University Press, Bloomington 1987. 39 Task Force on Ethics of the Society of Critical Care Medicine, “Consensus report on the ethics of foregoing lifesustaining treatments in the critically ill”, en Crit Care Med 18 (1990), pp. 1.435-1.439. 40 Council on Ethical and Judicial Affairs, American Medical Association, “Guidelines for the Appropriate Use of Do-not-Resuscitate Orders”, en Jama 265 (1991), pp. 1.868-1.871. 41 M. A. Sánchez González, o. c., p. 78. Limitación del esfuerzo terapéutico / 273 para el médico, ni para el hospital; ni por si acaso hay una denuncia, ni la utilidad para otros pacientes, ni para la ciencia en general. La utilidad y el beneficio en los que tenemos que pensar son los de ese paciente concreto. Así, por ejemplo, en muchas ocasiones realizamos pruebas diagnósticas incómodas, molestas, dolorosas y caras que sabemos de antemano que no van a cambiar nuestras decisiones posteriores, pero las realizamos para quedar satisfechos con un diagnóstico brillante o para saber más, por afán de conocimiento, pero en realidad a ese paciente no le van a resultar de ninguna utilidad, no le van a reportar ningún beneficio; nuestras decisiones no van a cambiar según el resultado de la prueba. Algunos autores distinguen semánticamente entre los conceptos “inútil” y “fútil”. “Inútil” se definiría como lo que no sirve para lo que se pretende, y “fútil” como lo que, aunque pueda servir teóricamente, es previsible que no vaya a obtener el resultado deseado42. Así, dentro del concepto de futilidad se incluirían tanto las acciones no indicadas como las dudosamente indicadas (indicadas en la teoría, pero que tenemos serias dudas sobre su indicación en el caso concreto). Conviene distinguir entre futilidad y racionamiento. Como hemos señalado anteriormente, el concepto de futilidad se refiere a la ausencia de beneficio para el paciente, sin incluir ningún tipo de consideración económica, mientras que reservaremos el término racionamiento para la limitación de tratamientos por motivos económicos43. En 1990 se dio un importante avance en la concepción de la futilidad cuando Schneiderman, 42 J. L. Sanmartín Monzó – R. Abizanda Campos – J. A. Gómez Rubí, “Limitación del esfuerzo terapéutico en la práctica clínica”, en J. A. Gómez Rubí – R. Abizanda Campos, Bioética y medicina intensiva: dilemas éticos en el paciente crítico, Edikamed, Barcelona 1998, p. 85. 43 M. A. Sánchez González, o. c., p. 81. 274 / Juan Carlos Álvarez Jecker y el mismo Jonsen escribieron un artículo proponiendo una definición de futilidad basada en criterios tanto cualitativos como cuantitativos44. El criterio cualitativo que proponen es: son fútiles todos aquellos tratamientos que sólo preservan la inconsciencia permanente o que no permiten terminar con la dependencia de la unidad de cuidados intensivos. Y el criterio cuantitativo: un médico puede considerar fútil todos aquellos tratamientos en los que los datos empíricos revelen que hay menos del 1% de probabilidades de que sea beneficioso para el paciente45. Después fueron revisando y perfeccionando su teoría sobre la futilidad en una multitud de artículos durante toda la década de los años noventa46. Entre sus publicaciones destaca el libro Wrong Medicine: Doctors, Patients and Futile Treatment47. Durante la década de los noventa48 el debate sobre la futilidad se centró en Estados Unidos en la utilidad clínica de ese concepto. Se ponía en duda que el concepto futilidad pudiera tener un interés práctico en la toma de decisiones clínicas. Los médicos clínicos, en general, hemos considerado que a la hora de tomar decisiones 44 L. J. Schneiderman – N. S. Jecker – A. R. Jonsen, “Medical futility: its meaning and ethical implications”, en Ann Intern Med 112 (1990), pp. 949-954. 45 N. S. Jecker – L. J. Schneiderman, “Poner fin al tratamiento médico inútil: cuestiones éticas”, en D. C. Thomasma – T. Kushner, De la vida a la muerte. Ciencia y bioética, Cambridge University Press, Madrid 1999, pp. 188-195. 46 Véase una relación de los artículos publicados en ibíd., 188, y en D. Gracia, o. c., pp. 259-260. 47 L. J. Schneiderman – N. S. Jecker, Wrong Medicine: Doctors, Patients and Futile Medicine, Johns Hopkins University Press, Baltimore 1995. 48 En 1989, un grupo de bioeticistas de la Universidad de Chicago publicó un artículo revisando y criticando dicho concepto. Cf. J. D. Lantos et al., “The Illusion of Futility in Clinical Practice”, en Am J Med 87 (1989), pp. 81-84. Limitación del esfuerzo terapéutico / 275 comprometidas, difíciles, no podemos aplicar con solidez un concepto para nosotros excesivamente teórico pero poco práctico. Así, por ejemplo, Thomas J. Prendergast ha llegado a hablar de la futilidad del término futilidad 49, y Baruch Brody escribió un artículo precisamente con ese mismo título50. Diego Gracia, por el contrario, defiende que el concepto futilidad es útil. Las decisiones médicas no responden a la lógica de la certeza, sino de la probabilidad; han de ser siempre, por necesidad, solamente probables, ya que el conocimiento clínico es un conocimiento empírico. En este contexto cabe preguntarnos: ¿cuáles han de ser los índices de error o cuál tiene que ser la probabilidad exigible a una decisión en que se halle en juego la vida de una persona? 51. Evidentemente, este criterio es un criterio prudencial. En nuestra cultura este límite lo marca el denominado intervalo de confianza estadístico; lo usual es que utilicemos un intervalo de confianza entre 0,05 y 0,01. Es decir, el error es inferior al 5% o al 1%, dependiendo de cuál de los dos intervalos de confianza elijamos utilizar en el estudio. Como ya hemos visto, Schneiderman, Jecker y Jonsen defienden que las decisiones sobre el final de la vida son suficientemente prudentes cuando el error esperado es inferior al 1%, es decir, que debe considerarse fútil todo procedimiento que no resulta efectivo en, al menos, uno de cada cien casos. Diego Gracia defiende que “el límite prudencial no tiene por qué situarse necesariamente en un punto, el del 1%, sino más bien en un espacio, que debe estar entre el 5% y el 1%. Los espacios prudenciales nunca deben cuantificarse con exactitud, y por tanto carece 49 T. J. Prendergast, “Resolving Conflicts Surrounding End-of-Life Care”, en New Horizons 5 (1997), pp. 62-71. 50 B. Brody – A. Halevy, “Is futility a futile concept?”, en J Med Philos 20 (1995), pp. 123-144. 51 D. Gracia, o. c., p. 262. 276 / Juan Carlos Álvarez de sentido el objetivarlos obsesivamente” 52. Opina que es útil para la resolución de muchas situaciones concretas y se opone a las críticas de los intensivistas al concepto de futilidad; entre ellos, al ya citado de Prendergast. Para Gracia, el criterio de futilidad es, primariamente, una cuestión de no maleficencia; lo que expresa es que retirar ciertas medidas en ciertas situaciones no es maleficente. Lo médicamente útil es por definición no maleficente, y lo fútil o inútil es, en principio, maleficente. Este criterio es estrictamente médico, técnico, que nada tiene que ver con la voluntad del paciente53. En mi opinión, a la hora de tomar decisiones concretas ante un paciente determinado, el criterio de futilidad no es operativo. Las estadísticas nos hablan de grupos de pacientes con una determinada patología, pero la dificultad estriba en saber las probabilidades reales de ese paciente concreto en sus circunstancias precisas, con su edad, sus patologías concomitantes, en el hospital determinado donde nos encontremos, con los medios a nuestra disposición, etc. Y ese conocimiento no es accesible al clínico que tiene que tomar la decisión. La decisión es para un individuo concreto, con unas circunstancias determinadas, en un contexto muy específico: ¿es la probabilidad de salir adelante de este paciente, aquí y ahora, del 1%, del 6%, del 10%? ¿Cómo podemos saberlo? Creo que, desde el punto de vista teórico, el concepto es muy adecuado, pero, desde el punto de vista práctico, a la hora de tomar decisiones, es poco operativo. Algunos autores opinan que los juicios de valor entran necesariamente a formar parte de los juicios sobre futilidad. Los valores del médico entrarían inevitablemente en este tipo de juicios, 52 53 Ibíd., p. 263. Ibíd., pp. 264-266. Limitación del esfuerzo terapéutico / 277 por lo que no se les puede atribuir esa pretendida objetividad que permite excluir al paciente de la toma de decisión. Callahan aboga por que se elaboren pública y democráticamente los valores y los procedimientos a los que se deban ajustar los médicos, pero eso es muy cuestionado, ya que la sociedad no puede imponer su criterio a los individuos en este tipo de decisiones. El propio Callahan opina que, para establecer un concepto adecuado de futilidad, es preciso definir qué es una necesidad médica, precisar la efectividad de los tratamientos, mejorar nuestra capacidad de hacer pronósticos, realizar estudios comparativos de resultados y costes, establecer prioridades sanitarias y debatir públicamente este problema54. Acciones/omisiones. Matar/dejar morir. Retirar/no poner Habitualmente estos pares de términos generan grandes dudas y extrema confusión, no sabiéndose establecer bien las diferencias morales y los matices entre ellos. Previamente al análisis de estos términos deberíamos establecer las diferencias conceptuales entre actos, acciones y actividades55, así como intentar analizar los diferentes componentes de un acto moral56 y su relevancia a la hora de establecer la moralidad del acto. Todo ello excede las 54 D. Callahan, “Medical Futility, Medical Necessity: The-Problem-Without-A-Name”, en Hastings Center Report 21 (1991), pp. 30-35. 55 Para una aproximación detallada, véase G. H. von Wright, Norma y acción. Una investigación lógica, Tecnos, Madrid 1970, III parte y, especialmente, pp. 58ss. 56 G. H. von Wright, o. c., y S. Giner, “Intenciones humanas, estructuras sociales: para una lógica situacional”, en M. Cruz (coord.), Acción humana, Ariel, Barcelona 1997. 278 / Juan Carlos Álvarez posibilidades del presente artículo y del espacio disponible para su exposición. Pero debemos, al menos, hacer una reflexión sobre la posible influencia que pudiera tener la diferencia entre acciones y omisiones a la hora de calificar moralmente un acto. Dicho de otra manera, si es relevante o no dicha distinción a la hora de establecer la moralidad de los actos humanos. Hay diferentes tipos de omisiones. No todas son iguales: hay omisiones de deberes donde no cabe plantearse la voluntad del paciente, y hay omisiones de deberes donde sí es posible tener en cuenta la voluntad del que recibe la acción. Las primeras se comportan como si fueran acciones y se les denomina comisión por omisión; las segundas se comportan de forma muy distinta a las acciones. No hay un comportamiento uniforme entre las acciones y las omisiones; a nosotros nos interesa resaltar en concreto la diferencia entre las acciones y omisiones transitivas maleficentes. Las acciones transitivas maleficentes no varían su calificación moral en virtud de la voluntad del paciente; tanto nos solicite o nos rechace dicha acción el sujeto que va a recibirla, la calificación de acción maleficente no se ve modificada por dicha voluntad. Si un enfermo nos pide que le pongamos una inyección intravenosa de cloruro potásico57, la acción sigue siendo maleficente aun con la petición expresa del enfermo. Pero las omisiones transitivas maleficentes sí pueden convertirse en no maleficentes por la sola influencia de la voluntad del paciente cuando éste nos solicita dicha omisión. Por ejemplo, omitimos la realización de una prueba diagnóstica o de un tratamiento porque el paciente no nos da el consentimiento para realizarlo; si lo omitiéramos sin contar con su voluntad sería una omiAlgo absolutamente contraindicado por producir la muerte directamente por parada cardiaca. 57 Limitación del esfuerzo terapéutico / 279 sión maleficente, pero, al omitirlo por voluntad del enfermo, su calificación moral da un giro, siendo una omisión no maleficente. Aquí se produce un conflicto de voluntades: la voluntad de beneplácito del paciente (que no nos permite operarle, quiere la omisión) contra la voluntad del agente, ya que su voluntad de beneplácito queda frenada por la del paciente, limitándose únicamente a una voluntad de permisión, consintiendo la omisión aunque quiera intervenirle, pero no pudiendo hacerlo al no obtener el consentimiento. La voluntad de beneplácito del paciente puede modificar la moralidad de las omisiones transitivas a priori maleficentes, convirtiéndolas en no maleficentes. Lo que, en cambio, no puede realizar en las acciones transitivas maleficentes. ¿En dónde radica la diferencia? Puede deberse a una diferencia intrínseca a los conceptos de acción y omisión y que en realidad no sean uno la mera negación del otro58, existiendo un cambio sustancial que no se explica únicamente por la anteposición de la negación. Por otro lado, también puede deberse a que los deberes que se transgreden en las acciones maleficentes son deberes negativos, muy vinculantes, mientras que los que se transgreden en las omisiones son deberes positivos, menos vinculantes y en los que sí puede influir la voluntad del receptor de la acción, el paciente. En conclusión, las acciones y las omisiones son distintas a la hora de establecer su calificación moral. La diferencia entre ellas tiene relevancia moral. Esto tiene importantes consecuencias prácticas59. 58 Una acción puede considerarse como una “no omisión” y una omisión, como una “no acción”. 59 Para profundizar más en este razonamiento, cf. J. C. Álvarez – J. L. Trueba, “La influencia de la voluntad en la moralidad de acciones y omisiones”, en J. Sarabia (coord.), La bioética, horizonte de posibilidades, Asociación de Bioética Fundamental y Clínica, Madrid 2000, pp. 77-84. 280 / Juan Carlos Álvarez La distinción entre matar y dejar morir 60 ha sido muy polémica en los últimos años y sigue dando amplio juego. No es una cuestión banal. Desde los años setenta, en que se inició, se mantienen los argumentos utilitaristas en torno a la diferencia únicamente psicológica, pero no moral, entre la acción de matar y la omisión que lleva a dejar morir. Al ser las consecuencias las mismas, los actos tendrían idéntica calificación moral, no teniendo relevancia ni el agente causal de la muerte ni la intención del agente moral. En esta línea estarían autores, por ejemplo, como Joseph M. Boyle61, para quien esta distinción no tiene relevancia moral, y Helga Kuhse62, 63, que mantiene que es un mito la idea de que dejando morir no hay intención de causar la muerte. Por el contrario, autores como Stanley Hauerwas defienden que la distinción es pertinente, y Thomasma y Graber64 afirman que una cosa es querer la muerte y realizarla y otra muy distinta querer la muerte y dejar que ocurra; defienden que la intención de la eutanasia pasiva es la piedad o compasión y no la muerte, mientras que en la eutanasia activa se busca la muerte como medio para la compasión. 60 Véase el análisis de esta cuestión que hace Ph. Foot, “Killing and Letting Die”, en B. Steinbock – A. Norcross (eds.), Killing and Letting Die, Fordham University Press, Nueva York 1994, pp. 280-289. 61 J. M. Boyle, “On killing and letting die”, en New Scholasticism 51/4 (1977), pp. 78-80. 62 H. Kuhse, “A modern myth: that letting die is not the intentional causation of death: some reflections on the trial and acquittal of Dr. Leonard Arthur”, en J Applied Phil 1 (1984), pp. 21-38. 63 H. Kuhse, “La eutanasia voluntaria y otras decisiones médicas sobre el final de la vida. A los médicos se les debería permitir que echaran una mano a la muerte”, en D. C. Thomasma – T. Kushner, De la vida a la muerte. Ciencia y bioética, Cambridge University Press, Madrid 1999, pp. 269280. 64 D. C. Thomasma – G. C. Graber, Euthanasia: toward an ethical social policy, Continuum, Nueva York 1990. Limitación del esfuerzo terapéutico / 281 Diego Gracia cree que una cosa es respetar la voluntad del enfermo y no poner en su cuerpo lo que él rechaza y otra muy distinta quitarle directamente la vida. Distingue entre actos transitivos (los que una persona realiza sobre otra) y actos intransitivos (los que se realizan sobre uno mismo); cuando el paciente rechaza un tratamiento es un acto intransitivo; cuando le quitamos la vida directamente, es un acto transitivo. Para Gracia, esta diferencia no es solo psicológica, sino también moral65. Parece evidente que hay diferencia moral en dos acciones dependiendo de quién sea el agente y que no es lo mismo suicidarse (acto intransitivo), que matar a otro (acto transitivo) o que sea la enfermedad la que termine con la vida del paciente. En esta última posibilidad hay varios casos muy distintos: en primer lugar, si la enfermedad acaba con la vida del paciente porque el médico no actúa correctamente (deja morir a un paciente con una apendicitis aguda sin hacer nada y con la voluntad del paciente de ser operado y curado), está claro que la responsabilidad es totalmente del médico y es poco relevante que mate la enfermedad, pero estamos ante una enfermedad curable y con la voluntad del enfermo de ser operado; en segundo lugar, puede que la enfermedad termine con la vida del paciente porque él mismo se niegue a consentir el tratamiento indicado, siendo, por supuesto, capaz y competente; entonces mata la enfermedad, pero la responsabilidad moral es del propio paciente; el médico hace una omisión no maleficente del tratamiento ante la negativa del paciente a ser tra65 Cf. D. Gracia, “Cuestiones de vida o muerte. Dilemas éticos en los confines de la vida”, en Morir con dignidad: Dilemas éticos en el final de la vida, Fundación Ciencias de la Salud, Doce Calles, Aranjuez 1996, pp. 124ss; íd., “Dilemas éticos en los confines de la vida: suicidio asistido y eutanasia activa y pasiva”, en Ética y vida: estudios de bioética, t. 3. Ética de los confines de la vida, El Búho, Bogotá 1998, pp. 301-303. 282 / Juan Carlos Álvarez tado; y en tercer lugar, puede que la enfermedad mate en el contexto de una enfermedad terminal, irreversible, no curable, donde el tratamiento lo único que haría sería alargar la agonía del paciente: dejar morir en esta situación al enfermo no es lo mismo. Permitir la muerte, dejar que la enfermedad siga su curso estando ya inmersos en el proceso del morir, con el consentimiento del paciente o los familiares, es algo muy distinto. El agente que realiza la acción es importante; la causa de la muerte también; la situación del enfermo, primordial; su voluntad esencial y la intención y los motivos del agente moral son trascendentales. Es cierto que el conocimiento de los motivos e intenciones no es posible por un observador externo, como argumenta Helga Kuhse, pero eso no quiere decir que no sean muy relevantes. El único que conoce realmente sus motivos e intenciones es el propio agente que realiza la acción; puede o no ser veraz cuando nos los manifiesta, podemos tener datos indirectos, pero todo eso sólo servirá para juzgar externamente su acción moral. Él sabrá siempre cuáles eran sus motivos e intenciones; el juicio moral más importante lo hace uno mismo. Lo otro es un juicio externo que es cierto que en ocasiones no podremos hacer, pero eso no modifica la moralidad del acto. Abordemos el último binomio de términos: retirar/no poner. La primera consideración que hemos de hacer es que estas expresiones suelen utilizarse en contextos en los que no cabe la voluntad del paciente, en las unidades de cuidados intensivos con el paciente en situación crítica o en las unidades neonatales. “Retirar” es una acción; “no poner” es una omisión, pero lo relevante, incluso legalmente, es que al retirar un tratamiento lo que realmente hacemos es omitirlo; aunque haya que hacer una acción para suspenderlo (desconectar un aparato), realmente es una omisión. “Retirar” es omitir una terapia; “no poner” también es omitirla. No hay diferencia. La diferencia es meramente Limitación del esfuerzo terapéutico / 283 psicológica66: parece más duro, más difícil, decidir “retirar” que decidir “no poner”. Algunos médicos piensan, erróneamente, que si comienzan un tratamiento, luego no lo pueden retirar, y prefieren, por tanto, no ponerlo desde el principio ante el miedo a no poder suspenderlo más tarde. Esto no debe ser así nunca. Si tenemos claro que se debe retirar, retirémoslo sin dudarlo; si tenemos claro que no debemos iniciar, no lo pongamos. El problema surge cuando tenemos dudas. Si dudamos entre iniciar o no iniciar un tratamiento, debemos intentarlo y reevaluar en el tiempo adecuado. Si posteriormente, al reevaluarlo en su evolución, tenemos claro que se debe retirar, no pasa nada por suspenderlo. Pero ante la duda no debemos no poner inicialmente, por miedo a no poder quitar posteriormente. Ante la duda, probar y reevaluar, dar la oportunidad al paciente y no tener miedo a retirar cuando esté más clara la situación. Pero no es lo mismo omitir algo con el consentimiento del paciente, a petición suya, que omitirlo sin saber qué quiere el enfermo, sin tener conocimiento de su voluntad. Si conocemos la voluntad del paciente, se nos suelen facilitar mucho las cosas y suele haber muchos menos problemas. Diego Gracia introduce otro punto de vista en esta cuestión. Veamos cómo lo expresa: 66 Se han realizado encuestas sobre esta cuestión tanto en nuestro país como en Estados Unidos, entre los profesionales sanitarios, demostrándose que en la práctica ambas situaciones son sentidas como distintas por la mayoría de los intensivistas, prefiriendo la no instauración como la forma de actuar más aceptable. Cf. R. Abizanda – L. Almendros – B. Balerdi et al., “Limitación del esfuerzo terapéutico. Encuesta sobre el estado de opinión de los profesionales de la medicina intensiva”, en Medicina Intensiva 18 (1994), pp. 100-105; SCCM Ethics Committee, “Attitudes of critical care medicine professionals concerning forgoing life sustaining treatments”, en Crit Care Med 20 (1992), pp. 320-326. 284 / Juan Carlos Álvarez El intensivista tiende a no poner un procedimiento más que cuando lo ve indicado y, sin embargo, no se atreve a quitarlo más que cuando está ya claramente contraindicado. En este sentido cabe decir que no es lo mismo no poner que quitar, ya que del no poner queda fuera el amplio campo de la no indicación, y del quitar también, de modo que las cosas sólo se quitan cuando se ven contraindicadas67. Es cierto: sólo se pone lo indicado y sólo se quita lo contraindicado. Luego no se pone ni lo “no indicado” ni lo contraindicado y no se retira ni lo indicado, ni lo “no indicado”. Cuándo y cómo limitar el esfuerzo terapéutico En la medicina hipocrática se establecieron unos límites a la actuación del médico, como hemos visto al inicio de este artículo. Las enfermedades de origen interno, atribuidas a la necesidad (kat’ anánke-n), no eran susceptibles de ser tratadas por el médico, pues su origen estaba en los dioses y era considerado un pecado de soberbia, de rebeldía insensata (hýbris), por parte del médico el intentar ir en contra de los designios de éstos. Para Laín Entralgo, había tres razones para abstenerse ante lo imposible: una de carácter religioso, ya citada; otra de carácter técnico, un tratamiento extemporáneo podría aumentar el sufrimiento del paciente y/o acelerar su muerte; y otra de carácter social, el cuidado que el médico debía tener en mantener el prestigio profesional, pues la muerte o la incurabilidad mermarían este prestigio68. D. Gracia Guillén, “Los cuidados intensivos en la era de la bioética”, en Ética y vida: estudios de bioética, t. 3: Ética de los confines de la vida, El Búho, Bogotá 1998, p. 253. 68 P. Laín Entralgo, La medicina hipocrática, Alianza Editorial, Madrid 1982, pp. 307-309. 67 Limitación del esfuerzo terapéutico / 285 Esta actitud tuvo una primera mutación en la Edad Moderna, cuando los médicos intentaron hacer retroceder ilimitadamente las fronteras de la enfermedad y de la muerte69. Se extendieron los denominados tratamientos “heroicos”, cada vez más agresivos, difundiéndose la mentalidad de que había la obligación moral de hacer siempre todo lo técnicamente posible. Con el inicio de la medicina tecnológica en la década de los sesenta del pasado siglo XX, vuelve a producirse un cambio de actitud en los médicos hacia los enfermos incurables; parece que ya no todo lo técnicamente posible es obligatorio ni deseable. El médico, intentando ser extremadamente beneficente, puede llegar a ser extremadamente maleficente70. Y se comienza a pensar que no es lo mismo ayudar a vivir a quien está viviendo que impedir morir a quien se está muriendo71. Así, el primer tratamiento que fue cuestionado fueron las maniobras de reanimación cardiopulmonar (RCP), apareciendo a partir de 1962 los primeros criterios para limitar su uso. En 1966, el Ad Hoc Committee of the American Heart Association and the National Academy of Sciences describió por vez primera las llamadas órdenes de no reanimación (ONR). Es a partir de finales de la década de los sesenta cuando se inician en Estados Unidos los primeros protocolos institucionales de no reanimación para limitar el uso de estas maniobras ante una parada cardiaca72. Pero ahora debemos preguntarnos cómo decidimos y cuándo hacer limitación del esfuerzo terapéutico. En la actualidad se deben articular dos factores a la hora de tomar la decisión; por un lado, la parte objetiva, si está indicado/no indica69 70 M. A. Sánchez González, o. c., p. 77. D. Gracia, “Futilidad...”, en o. c., p. 262. 71 Ibíd., p. 257. 72 Cf. M. A. Sánchez González, o. c., pp. 82-83. 286 / Juan Carlos Álvarez do/contraindicado, y, por otro, la parte subjetiva, la voluntad del paciente. La decisión que tomemos va a estar siempre en función de estas dos variables. La primera parte a tener en cuenta es la indicación. Ya hemos explicado anteriormente la gran dificultad existente en la clínica para saber, en ocasiones, si algo está indicado o no en un determinado paciente y en un momento concreto de su evolución. Una cosa es la indicación general, en la teoría, y otra muy distinta la indicación en el particular, en el paciente concreto, en la clínica. Lo claramente indicado en la teoría puede ser de más que dudosa indicación en la práctica. Así, a la hora de enfrentarnos a un paciente determinado, tenemos cuatro posibilidades: creer que una prueba diagnóstica o un tratamiento está claramente indicado, dudosamente indicado, no indicado o contraindicado. Por otro lado, la decisión podrá tomarse contando con la voluntad del paciente, contando con la voluntad de la familia (en caso de no ser capaz o competente) o sólo por decisión del médico. Cada posibilidad tendrá un ámbito de decisión distinto. Veremos cómo el ámbito de decisión de los familiares no es tan amplio como el del propio paciente y cómo el ámbito de decisión del médico en solitario, sin tener que contar con paciente y/o familiares, es muy reducido: sólo en esas situaciones que hemos denominado de futilidad terapéutica o ineficiencia fisiológica. Los médicos intensivistas identifican claramente tres situaciones donde debe limitarse el esfuerzo terapéutico y en las que los pacientes no deben ser ingresados en la UCI73, pues para 73 J. L. Sanmartín Monzó – R. Abizanda Campos – J. A. Gómez Rubí, “Limitación del esfuerzo terapéutico en la práctica clínica”, en J. A. Gómez Rubí – R. Abizanda Campos, Bioética y medicina intensiva. Dilemas éticos en el paciente crítico, Edikamed, Barcelona 1998, p. 79. Limitación del esfuerzo terapéutico / 287 ellos no reportaría ningún beneficio la terapia intensiva: – Cuando la muerte llega en forma y momento oportunos (ancianos con padecimientos crónicos, irreversibles, de larga evolución y abocados a la muerte de forma natural). – Cuando la muerte se produce inevitablemente en casos de enfermedad maligna diseminada. – Cuando existe un daño o lesión cerebral permanente que impide plantear un adecuado nivel de calidad de vida, ya que el paciente no se halla en condiciones de ejercitar sus opciones. La mayoría de las unidades de cuidados intensivos utilizan, con adaptaciones propias, una clasificación de los pacientes críticos que originalmente fue propuesta por dos hospitales norteamericanos hace más de veinte años, el Hospital de la Universidad Presbiteriana, de Pittsburg, y el Hospital General, de Massachusetts. Esta clasificación pretende establecer, de la forma más objetiva posible, cómo hacer la limitación terapéutica y resulta muy práctica a la hora de tomar tales decisiones74: – Categoría I: soporte total. Todos los enfermos se consideran incluidos en esta categoría al ser admitidos en la UCI y continúan en ella, salvo que sean específicamente reclasificados. Son pacientes con daños no irreversibles, aunque sean de órganos vitales. Se utilizan todos los recursos, sin ningún tipo de limitación. – Categoría II: enfermos que no deben ser sometidos a reanimación cardiopulmonar. 74 Ibíd., p. 80-82. 288 / Juan Carlos Álvarez Son enfermos que mantienen la función cerebral, pero con insuficiencia cardiaca o respiratoria irreversible, fracasos orgánicos múltiples o en fase terminal de una enfermedad incurable. Reciben toda la ayuda médica intensiva disponible, pero, si se produce una parada cardiaca, el enfermo no es reanimado. Se le permite morir. – Categoría III: enfermos que no deben ser sometidos a medidas extraordinarias. Son los pacientes en los que un tratamiento agresivo retrasaría la muerte más que prolongar la vida. Son enfermos con función cerebral mínima y fracaso multiorgánico. Se administra tratamiento convencional, pero sin medidas de soporte vital (ventilación artificial, diálisis, nutrición parenteral, etc.). Si éstas estuvieran instauradas previamente a la reclasificación del enfermo, se suspenden sólo si de ello no se deriva la muerte de forma inmediata; en ese caso, se instauraría un protocolo de disminución progresiva del soporte que intentaría llevar al paciente desde las medidas extraordinarias a los parámetros que en condiciones normales le permitirían sobrevivir. – Categoría IV: muerte encefálica. Son considerados muertos legalmente, aunque su corazón sigue latiendo y la respiración se mantiene con un respirador artificial. En estos enfermos se suspende todo tipo de medidas, incluyendo la desconexión del respirador, excepto que sean considerados como donantes de órganos. Observamos que en esta clasificación se utiliza la expresión “medidas extraordinarias” en la categoría III. Ya hemos visto los inconvenientes de esta terminología. Sin embargo, parece haber acuerdo en considerar como medidas extraordi- Limitación del esfuerzo terapéutico / 289 narias la reanimación cardiopulmonar, la ventilación mecánica, la diálisis y el soporte hemodinámico con fármacos vasoactivos75. Pero no hay acuerdo respecto a los antibióticos, la fluidoterapia parenteral de mantenimiento y, sobre todo, con la nutrición e hidratación por sonda nasogástrica. El debate sobre la nutrición e hidratación, tanto por vía parenteral como mediante sonda, se plantea en discernir si se le considera un tratamiento o un cuidado; si es un tratamiento, es susceptible de ser suspendido como el resto, según el balance riesgo/beneficio, pero, si se le considera un cuidado, hay obligación de mantenerlo y no puede ser retirado. Los cuidados son irrenunciables, se tienen que aplicar a todos los sujetos independientemente de su situación y su pronóstico: la higiene corporal, el cuidado de las mucosas, el manejo de las excretas, etc. En esta polémica intervienen considerablemente las motivaciones afectivas; se ponen en juego inevitablemente las emociones, pero también influyen de forma trascendente los factores culturales (la diferencia entre la postura norteamericana y la que se mantiene en los países mediterráneos es muy significativa en lo que respecta a la alimentación e hidratación mediante sonda). Se ha intentado, no obstante, realizar guías de consenso por parte de algunas sociedades científicas, para unificar los criterios a la hora de la toma de decisiones en la LET76, 77. La mayoría 75 SCCM Ethics Committee, “Attitudes of critical care professionals concerning distribution of intensive care resources”, en Crit Care Med 22 (1994), pp. 358-362. 76 American College of Chest Physicians/Society for Critical Care Medicine Consensus Panel, “Ethical and moral guidelines for the initiation, continuation and withdrawal of intensive care”, en Chest 97 (1990), pp. 949-958. 77 Task Force on Ethics of the Society for Critical Care Medicine, “Consensus report on the ethics of foregoing lifesustained treatments in the critically ill”, en Crit Care Med 18 (1990), pp. 1.435-1.439. 290 / Juan Carlos Álvarez de ellas lo más que se atreven a afirmar es que se deben retirar las medidas de soporte vital, por razones exclusivamente médicas, en situaciones de ineficiencia fisiológica, en los siguientes casos: – Muerte cerebral. – Fracaso de tres o más órganos, más de cuatro días de duración. – Estados vegetativos permanentes78. Sin embargo, la mayoría de los hospitales de nuestro país carecen de protocolos explícitos de LET, aunque se toman las decisiones de forma consensuada dentro de los diferentes servicios y generalmente ateniéndose a los criterios descritos más arriba. Se aducen varias razones para esta carencia de protocolos escritos; entre ellas, podemos citar: – La dificultad para aplicar los criterios a un caso concreto, debido sobre todo a la gran incertidumbre de los pronósticos cuando se calculan por los índices de severidad y a la tremenda inseguridad al definir la irreversibilidad de los procesos. – El problema rebasa los límites de la medicina intensiva y se debería decidir deliberando de manera multidisciplinar y especialmente en los comités de ética asistencial. – El miedo a la responsabilidad legal en que se podría incurrir al tomar este tipo de decisiones, practicando con frecuencia una medicina defensiva79. En algunos países se acepta también la retirada en pacientes con importante deterioro neurológico tras dos-siete días de tratamiento intensivo. 79 J. L. Sanmartín Monzó – R. Abizanda Campos – J. A. Gómez Rubí, Limitación del esfuerzo..., o. c., p. 83. 78 Limitación del esfuerzo terapéutico / 291 Quién y con qué límites debe decidir la LET Como ya hemos explicado varias veces a lo largo del artículo, las decisiones de LET, como el resto de decisiones sanitarias, son patrimonio, en principio, del enfermo y hemos de articular en la decisión los dos criterios principales ya mencionados: voluntad del enfermo e indicación médica. Lo deseable es que ambos factores sean consensuados por todos los participantes en la relación clínica: los profesionales sanitarios, el propio enfermo y su familia. Siempre que sea posible, ésa es la mejor manera de hacer las cosas: llegar a acuerdos entre todas las partes implicadas mediante el diálogo, la deliberación y la información. Pero a veces los acuerdos no son posibles. En cualquier caso, el paciente puede rechazar los tratamientos, poner límites a los mismos, expresar sus deseos para el futuro, hacer instrucciones previas y elegir entre las diferentes posibilidades que se le ofertan. Por supuesto, nos estamos refiriendo a sujetos capaces legalmente y competentes psicológicamente para tomar ese tipo de decisión. Es sabido que las decisiones autónomas deben cumplir tres condiciones: ser voluntarias y libres (sin coacciones), estar adecuadamente informadas (sin manipulaciones) y ser tomadas por un individuo capaz y competente. La información es fundamental a la hora de tomar cualquier decisión, pero en éstas particularmente. Debemos insistir en dos cosas: la primera, que más que informar (ser expendedores de información, como si fueran salchichas) debemos comunicarnos con los pacientes. El concepto de “comunicación” es mucho más amplio e incluye los silencios, el lenguaje no verbal, la escucha (de la información que nos da el enfermo: sus dudas, sus miedos, sus valores, sus creencias, sus deseos, etc.). Para nosotros es fundamental conocer lo que el paciente piensa y nos quiere transmitir. 292 / Juan Carlos Álvarez Pero escuchar es muy difícil, y más para los médicos, que, si no tenemos tiempo de informar ni de explicar a los enfermos las cosas, menos tendremos de escuchar sus divagaciones, sus temores, etc. Pero si no conocemos ese aspecto del paciente, si sólo sabemos su patología y sus datos biológicos, las decisiones de las que estamos hablando serán mucho más complicadas. La segunda cosa en la que debemos insistir es el momento adecuado para dar la información. El proceso de comunicación con un paciente crónico u oncológico es generalmente de años, y determinada información tiene un momento propicio, tiene “su momento”; si no lo aprovechamos y lo dejamos siempre para más adelante, es muy probable que llegue la ocasión de tomar decisiones y nadie, después de años, sepa qué quería el paciente, que nadie se lo haya preguntado. Intentar dar la información fuera de la oportunidad adecuada, fuera de su kairós, es peor que no darla, pues si la situación no es propicia, si el momento pasó hace meses o años, podemos hacer mucho daño en lugar de beneficio. El ámbito de decisión del paciente para sí mismo es más amplio que el de la familia o allegados cuando toman una decisión por sustitución. Veamos en dos figuras las diferencias (véase figuras 1 y 2). Podemos diferenciar tres situaciones distintas en relación con el tratamiento: que esté claramente indicado; que estando indicado en teoría, tengamos serias dudas de su indicación concreta en ese paciente en la situación en que se encuentra (dudosamente indicado); que no esté indicado, pero tampoco contraindicado. No contemplamos el caso de que el tratamiento esté contraindicado, pues es claro que, tanto si lo quiere el paciente como si lo rechaza, el médico no debe proporcionar nunca ese tipo de tratamientos. Limitación del esfuerzo terapéutico / 293 Si el paciente quiere un tratamiento claramente indicado, es evidente que no debe hacerse LET. Está indicado y el paciente lo quiere: se realiza el tratamiento o prueba diagnóstica. Si el paciente rechaza, no quiere, un tratamiento claramente indicado, se origina un conflicto entre la indicación del médico y la voluntad del paciente. Ante esta negativa, si el paciente es capaz legalmente y tiene un nivel de competencia acorde con la decisión a tomar (por ejemplo, si es un tratamiento donde se juega la vida, debería tener un alto nivel de competencia: un nivel 3 si utilizamos la escala móvil de Drane), deberemos limitar el esfuerzo y no realizarlo ante la falta de consentimiento del interesado. Desde el punto de vista moral, es claro que el único que puede rechazar un tratamiento claramente indicado es uno para sí mismo, siempre y cuando se den las condiciones para considerar la decisión como una decisión auténticamente autónoma. Fig. 1 Limitación del esfuerzo terapéutico en relación a la voluntad del paciente80. Reproducido con modificaciones de Mª P. Catalán Sanz, o. c., p. 136. 80 294 / Juan Carlos Álvarez Cuando tenemos dudas sobre la indicación del tratamiento en ese paciente en particular y el paciente quiere que se le haga, deberemos realizarlo, es decir, no haremos LET, pero reevaluaremos periódicamente para ver si con la evolución del cuadro clínico tenemos más clara la indicación o la falta de la misma con el paso del tiempo. La reevaluación periódica de la indicación es obligada, pues la inestabilidad de los pacientes en situación crítica hace variar las indicaciones a lo largo del proceso. Si, por el contrario, el paciente no consiente el tratamiento, al igual que en el caso anterior, deberemos respetar su decisión y limitar el esfuerzo. En el caso de un tratamiento que no esté indicado pero tampoco contraindicado y el paciente no lo desee, no hay problema alguno: no se realiza, pues ni médico ni paciente lo estiman adecuado. Pero si el enfermo quiere, solicita, un tratamiento no indicado, dependerá del ámbito sanitario en que nos encontremos para acceder o no a su requerimiento. La medicina pública está obligada a proporcionar los tratamientos indicados exclusivamente, se rige por los principio de no maleficencia y de justicia, y no tiene que proveer tratamientos no indicados ni, por supuesto, tampoco los contraindicados. En cambio, en la medicina privada las cosas son distintas; se rige por el principio de beneficencia, y ahí es el paciente el que determina qué es lo que considera él beneficente para sí mismo y lo paga. En el ámbito privado se deben suministrar los tratamientos indicados y los no indicados; nunca los contraindicados, aunque se los financie el paciente. Veamos ahora qué puede ocurrir cuando el paciente no puede tomar la decisión por sí mismo y hay que acudir a la decisión subrogada, también llamada por sustitución o por representación. Supongamos inicialmente que no existen Limitación del esfuerzo terapéutico / 295 instrucciones previas, pues si las hubiere, las consideraciones serían muy distintas. Fig. 2 Limitación del esfuerzo terapéutico en relación a la voluntad subrogada81. Cuando la familia consiente un tratamiento claramente indicado, igual que en el caso de la voluntad del propio paciente, no hay problema y se debe realizar la terapia. Pero cuando la familia rechaza lo claramente indicado, tenemos un conflicto importante. Si el paciente no tiene instrucciones previas, en mi opinión, la familia no puede tomar ese tipo de decisión. Lo claramente indicado, insisto, sólo puede rechazarlo uno para sí mismo; la vida sólo se la puede jugar el propio interesado. El representante debe tomar la decisión siempre con el criterio del mayor beneficio del representado, y, en principio, el mayor beneficio parece ser siempre a favor de la vida (excepto en situaciones de terminalidad y muy mal pronóstico, donde el mayor beneficio no es necesariamente la prolongación de la vida biológica, pero ahí los tratamientos que únicamente prolongan Reproducido con modificaciones de Mª. P. Catalán Sanz, o. c., p. 136. 81 296 / Juan Carlos Álvarez la vida biológica no estarían claramente indicados). Por ejemplo, un cónyuge no puede negarse a que se opere de apendicitis a su pareja o a que se le trasfunda sangre. En esta situación no deberemos hacer LET, a diferencia de cuando la voluntad es manifestada directamente por el propio interesado. Deberemos persuadir a la familia de que esa decisión no es aceptable. Otra cuestión es si se han dejado instrucciones previas; si existen y se han otorgado con las suficientes garantías de que expresan una decisión verdaderamente autónoma del interesado; entonces, la voluntad es la del propio sujeto, aunque manifestada con anterioridad, y deberemos aceptar su decisión. Aquí, el problema, desde mi punto de vista, es que la actual legislación no avala que el otorgamiento se haya hecho con las cautelas necesarias para garantizar que la decisión sea verdaderamente autónoma (voluntaria y libre –sin coacción–, suficientemente informada –sin manipulación– y que el sujeto fuera en ese momento capaz y competente), pero éste es un problema que no podemos desarrollar aquí. Si el tratamiento es dudosamente indicado y los familiares quieren intentarlo, deberemos realizarlo y reevaluar para ver la evolución en el tiempo, igual que cuando era el paciente el que lo solicitaba. Si para nosotros no está claro y la familia lo desea, deberemos intentarlo. Pero una situación mucho más complicada se da cuando ante ese mismo tratamiento, dudosamente indicado, la familia lo rechaza: ¿qué debemos hacer? Por un lado, el tratamiento está teóricamente indicado, pero la situación nos hacer dudar de su pertinencia, y la familia debería decidir en el mayor beneficio del paciente. Ése debe ser el criterio para decidir, el mayor beneficio para el enfermo (suponiendo la ausencia de instrucciones previas). En esta situación, creo que el pronóstico es un dato trascendental. A peor pronóstico, tanto de tiempo de vida como de calidad de la Limitación del esfuerzo terapéutico / 297 misma, y teniendo serias dudas sobre la pertinencia del tratamiento para ese paciente, creo que deberemos hacer caso a la familia en su petición y limitar el esfuerzo terapéutico. Sin embargo, si la situación tiene un buen pronóstico, deberíamos dar una oportunidad al paciente. Si el tratamiento no está indicado pero tampoco contraindicado, la situación es igual que en el caso de que la voluntad fuera del mismo paciente: dependerá de si nos encontramos en el ámbito de la medicina pública o de la medicina privada, como ya hemos explicado. Hemos visto las diferentes posibilidades que se nos pueden dar a la hora de integrar la voluntad del paciente o la de su familia y la indicación del médico en orden a tomar decisiones respecto a la LET. Algunas situaciones serán necesariamente conflictivas: cuando los deseos del paciente no coincidan con los criterios del médico y, sobre todo, cuando los familiares intenten tomar decisiones que excedan el ámbito de su competencia como sustitutos. Debemos conocer las variables que se dan en la realidad, ya que nuestras actuaciones dependerán de su combinación: quién tome la decisión, lo que solicite, la indicación médica, si nos encontramos en la medicina pública o privada, etc., así como los límites de cada uno de los participantes en la relación clínica. Las situaciones en las que el médico puede tomar decisiones de LET sin contar con la voluntad del paciente son muy limitadas y ya las hemos comentado. En general, debemos llegar a acuerdos, a veces difíciles, con el enfermo y con sus familiares, dedicando tiempo a comunicarnos con ellos, a explicarles los límites del arte, intentando entre todos encontrar el mayor beneficio para el paciente, para que nuestras actuaciones no le hagan sufrir innecesariamente y buscando ese “momento adecuado” en el morir tan difícil de conseguir, sin pasarnos en el tratamiento y sin quedarnos cortos en nuestros esfuerzos: en el justo medio siempre está la virtud. 298 / Juan Carlos Álvarez Lo que no es limitación del esfuerzo terapéutico La limitación del esfuerzo terapéutico no debe ser nunca ni limitación de los cuidados –éstos son irrenunciables– ni limitación del tratamiento sintomático: dolor, náuseas, vómitos, convulsiones, angustia, agitación, etc. El cuidado de los pacientes debe ser un cuidado integral, que abarque todas las esferas de la persona. El médico debe acompañar a su paciente hasta el final procurando eliminar su sufrimiento, procurando su bienestar, así como el de su familia. La buena muerte es la muerte en paz, la muerte sin sufrimiento, y ésta sí es tarea de la medicina. Tenemos arsenal suficiente para procurar a nuestros enfermos un final sin sufrimientos. Intervenir en la muerte, sí, pero no para alargar el tiempo de morir, no para alargar las agonías, sino para que nuestros enfermos mueran en el momento adecuado y sin sufrimientos innecesarios. Cuando se hace LET, el paciente y sus familiares nunca deben percibir muestras de abandono. Una cosa es renunciar a los esfuerzos terapéuticos y otra muy diferente abandonar al paciente a una muerte “natural” pero con sufrimientos que podemos eliminar perfectamente. Cuando el paciente se niega a un determinado tratamiento, esto no significa que renuncie al resto de tratamientos y cuidados, y nunca debemos abandonarle ni privarle del resto de la asistencia porque no estemos de acuerdo con su decisión. La LET no es racionamiento, el cual, como ya hemos definido anteriormente, es la limitación de tratamientos por motivos económicos, ni tampoco es la restricción de los recursos para controlar el gasto. El objetivo de la LET debe ser siempre evitar el sufrimiento del paciente y no tiene que mezclarse ni confundirse con esos otros conceptos. Esto no quiere decir que no se pueda y deba hacer Limitación del esfuerzo terapéutico / 299 en ocasiones el racionamiento y la limitación de prestaciones, pero no debemos confundirlo con la LET. Algunos autores introducen criterios económicos a la hora de definir la LET; por ejemplo, Engelhardt afirma: “El esfuerzo terapéutico que debe arbitrarse ante cualquier paciente gravemente enfermo debe ser directamente proporcional a la posibilidad de éxito, los años de vida garantizados tras el tratamiento y la calidad de éstos, y, en cambio, debe ser inversamente proporcional al costo del tratamiento considerado”82. Introducir criterios económicos en la limitación del esfuerzo terapéutico es peligroso. Engelhardt escribe desde un modelo de asistencia sanitaria neoliberal, del que es acérrimo defensor, en el que cada uno se costea los tratamientos en función de su capacidad económica; algo muy alejado, por tanto, de nuestro criterio de justicia y del modelo de asistencia sanitaria a cargo del Estado del que nosotros disfrutamos. Si el paciente tiene que pagarse la asistencia sanitaria, parece lógico que lo económico sea un factor a tener en cuenta en su decisión de querer o no el tratamiento propuesto, pero una cosa muy distinta es que en un sistema sanitario socializado se introduzcan dichos criterios económicos. En mi opinión, deberemos hablar de racionamiento o de limitación de prestaciones cuando el criterio para restringir sea lo económico y reservaremos el concepto de limitación del esfuerzo terapéutico para el uso que le hemos dado. Para finalizar, no me resisto a transcribir un famoso texto, reproducido infinidad de veces, del médico-cirujano norteamericano Sherwin B. Nuland, autor del libro Cómo morimos, y que puede 82 H. T. Engelhardt – M. A. Rie, “Intensive care units; scarce resources and conflicting principles of justice”, en JAMA 255 (1986), pp. 1.159-1.164. 300 / Juan Carlos Álvarez ayudarnos a reflexionar sobre el tema que nos ocupa. En el epílogo de ese libro nos dice: “El día que yo padezca una enfermedad grave que requiera un tratamiento muy especializado, buscaré un médico experto. Pero no esperaré de él que comprenda mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de vida. No es para esto para lo que se ha formado y en lo que me puede ayudar. No es esto lo que animan sus cualidades intelectuales. Por estas razones, no permitiré que sea el especialista el que decida cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo menos, lo expondré con claridad, de forma que, si yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me conocen. Las condiciones de mi dolencia quizá no me permitan ‘morir bien’ o con esa dignidad que buscamos con tanto optimismo. Pero dentro de lo que está en mi poder, no me moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que un campeón de la medicina tecnológica no comprenda quién soy yo”83. Bibliografía De los Reyes López, M. – Rivas Flores, F. J. – Buysán Pelay, R. – García Férez, J., La bioética, mosaico de valores, Asociación de Bioética Fundamental y Clínica, Madrid 2005. Gómez Rubí, J. A. – Abizanda, R., Bioética y medicina intensiva: dilemas éticos en el paciente crítico, Edikamed/SEMICYUC, Barcelona 1998. Gracia, D., Ética de los confines de la vida, El Búho, Bogotá 1998. S. B. Nuland, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza, Madrid 1995, p. 247. 83 Limitación del esfuerzo terapéutico / 301 President’s Commission for the Study of Ethical Problems in Medicine, Deciding to Forego Life-Sustaining Treatment, Government Printing Office, Washington D. C. 1983. Sarabia, J. (ed.), La bioética, horizonte de posibilidades, Asociación de Bioética Fundamental y Clínica, Madrid 2000. Schneiderman, L. J. – Jecker, N. S., Wrong Medicine: Doctors, Patients and Futile Medicine, Johns Hopkins University Press, Baltimore 1995. Steinbock, B. – Norcross, A. (ed.), Killing and Letting Die, Fordham University Press, Nueva York 1994. The Hastings Center, Guidelines on the Termination of Life-Sustaining Treatment and the Care of the Dying, Indiana University Press, Bloomington 1987. Thomasma, D. C. – Kushner, T, De la vida a la muerte. Ciencia y bioética, Cambridge University Press, Madrid 1999. Alimentación artificial Juan Aristondo Saracíbar Planteando La medicina actual se encuentra a veces ante situaciones en las que seguir alimentando un cuerpo humano del que no se obtiene ninguna respuesta puede ser considerado, al menos por algunos, contraproducente. Alimentar al enfermo supone, según algunos autores, prolongar su agonía, no su vida. Esta situación se viene planteando desde hace algún tiempo, sobre todo, en tres tipos de enfermos: los “terminales”, los que abarca el así llamado “estado vegetativo” (en adelante = EV) y los afectados por enfermedades mentales graves o degenerativas, como alzheimer. Con los últimos avances realizados en el campo técnico se ha llegado a tal punto que prácticamente todo tipo de enfermo puede ser alimentado artificialmente, prolongando indefinidamente el período de subsistencia del organismo biológico. La cuestión sobre cuándo y cómo aplicar esa alimentación reviste, quizá por eso mismo, mayor importancia. Otros aspectos también han cambiado en las últimas décadas, en buena parte del mundo occidental. Hay cada vez un mayor respeto por la autonomía del paciente, a quien, cada vez de modo más insistente, se le ha sugerido, invitado o urgido a expresar su voluntad respecto a los tratamientos y cuidados de los que quiere ser objeto no solamente en el presente, con los documentos de “Consentimiento informado”, sino también en el 304 / Juan Aristondo Saracíbar futuro, con los documentos de “Voluntades anticipadas”, regulados según la ley nacional española 41/2002 y las disposiciones de las respectivas comunidades autónomas del país. El estado de inconsciencia ya no es, por tanto, motivo para que el enfermo quede a merced de la voluntad de parientes más o menos interesados o de responsables sanitarios más o menos benévolos. La conciencia de que los recursos sanitarios son limitados y la necesidad de aprovecharlos lo mejor posible es otro criterio que va abriéndose paso también entre nosotros. ¿Cómo aprovecharlos? ¿Evaluando la edad, pronóstico, tipo de comportamiento, situación vital? Habrá abundantes planteamientos al respecto, pero todos ellos partirán de un convencimiento común: los recursos técnicos y económicos que se pueden invertir en la subsistencia de un enfermo son limitados. Luego hablaremos de los recursos afectivos de las personas relacionadas, pues sobre su limitación quizá el acuerdo no es tan contundente. Deberemos tener en cuenta esta evolución a la hora de plantearnos la conveniencia de aplicar o mantener técnicas de alimentación e hidratación artificial en pacientes. De los tres tipos de enfermos citados al principio, vamos a centrarnos en los pertenecientes al EV, que, debido entre otros motivos a su prolongación en el tiempo, es de los que generan más problemas a la reflexión ética, más costes sociales y, preferentemente, más coste afectivo en las familias y personas afectadas. A su vez, entre otros problemas que circundan al EV nos centramos en el de la alimentación e hidratación artificiales. Distingamos brevemente estos conceptos. La alimentación e hidratación artificial (AHA) Hablamos de alimentación e hidratación artificial (que abreviaremos como AHA) cuando nos referimos a las técnicas que pueden utilizarse para Alimentación artificial / 305 alimentar a los pacientes en situaciones en que no son capaces de insalivar, deglutir o asimilar por sí solos alimentos o líquidos necesarios para la subsistencia. Algunos hablan ya de AHA en procesos similares a la alimentación directa, impulsando el alimento por boca y esófago hasta el lugar en que ya el cuerpo reacciona y continúa la digestión, o preparándolo con sistemas que sustituyen a la insalivación. Más estrictamente hablando, se suele hablar de nutrición artificial enteral o parenteral. La primera se refiere a la introducción de fluidos nutritivos a través de sondas, normalmente sondas naso-gástricas, que llevan el alimento hasta el estómago o a otras secciones del aparato digestivo. La segunda prescinde del aparato digestivo, inyectando directamente el alimento en una vena a través de un catéter. Si este segundo tipo debe prolongarse un tiempo se suele aplicar en una vena principal. Hablando de AHA en EV solemos referirnos a la primera de ellas, utilizando el aparato digestivo. Cuando los pacientes se recuperan o al menos la recuperación es previsible en un futuro cercano, ninguno de los tres tipos de alimentación artificial crea otros problemas éticos que la justa distribución de la riqueza. Podemos ciertamente preguntarnos por qué aplicamos tratamientos de este tipo para la subsistencia de algunos seres humanos en el Primer Mundo, mientras hacemos muy poco por la alimentación normal y ordinaria de otros seres humanos en otros contextos culturales. Esta pregunta, sin embargo, podemos referirla a una buena parte de las intervenciones y tratamientos médicos realizados en el Primer Mundo. Si bien, en ocasiones, las dudas de muchos conciudadanos nuestros pueden ir por aquí, pocas veces se han aplicado en la reflexión de expertos. Al revés, la AHA de un ser humano es vista como un logro más de la ciencia y técnica médicas. Es considerado un progreso social poder mantener así en vida, mientras se recupera de otras dolencias, a un ser humano que de otra forma moriría. 306 / Juan Aristondo Saracíbar Las dudas surgen más bien al preguntarnos si debemos o no aplicar constantemente este tipo de alimentación a enfermos que no presentan respuesta al tratamiento, cuyo futuro no ofrece espacio para la esperanza de una total o al menos parcial recuperación. Las dudas surgen al aplicar constantemente una sonda intravenosa en un paciente en coma, cuando vemos que la situación se prolonga sin mejoría durante años y es evidente que sin semejante tipo de alimentación el paciente moriría –dicen unos– o descansaría ya de una vez al terminar su largo proceso de muerte –dicen otros. En los casos en los que la situación de inconsciencia se ha mantenido durante el tiempo mínimo suficiente para la evaluación del EV –este punto se verá más adelante–, si se decide suspender la AHA, el primer día no hay cambios visibles. Hacia el tercer o cuarto día se va notando la boca más seca y los ojos hundidos. Van faltando la saliva, las lágrimas. La presión sanguínea se reduce. Los pacientes van perdiendo los fluidos internos, necesarios para el funcionamiento de los órganos. Entre ellos, los riñones, que deberían limpiar la sangre de toxinas, van fallando. Las toxinas influyen en la respiración, cada vez más irregular. Otros sistemas orgánicos van también fallando. Así, en un promedio de 8-10 días llega la muerte. El estado vegetativo A primera vista, podría compararse la AHA, en su valoración ética, con la administración de comida y bebida a un ser humano en circunstancias normales. Puede ser considerada un acto sencillo de caridad o solidaridad. En este caso no es un tratamiento médico, sino un cuidado que puede quedar bajo la responsabilidad de cuidadores u otros miembros del personal sanitario, o incluso de familiares del enfermo. Su aplicación, Alimentación artificial / 307 sin embargo, sobre todo en los casos que van a traer conflicto ético, frecuentemente va unida a situaciones en los que el enfermo está inconsciente o sufre otras complicaciones que nos hacen distanciar este proceso de la simple administración de comida. También el planteamiento ético, por tanto, ha de ser diferente. En la literatura médica ha sido paradigmático el caso de los enfermos cuyo avanzado estado de demencia, degeneración mental o enfermedades similares es tal que el sujeto rechaza todo alimento. También la aplicación de AHA a los casos de “enfermos terminales” ha sido objeto de diálogo, valorando la más acuciante necesidad de aliviar la agonía y el correlativo sufrimiento de los familiares. Las consideraciones que siguen pueden a veces aplicarse tanto a un tipo como otro de enfermos. Nos proponemos, sin embargo, centrar este texto en la reflexión relativa a los pacientes en EV. Debemos distinguir dos tipos de funciones en la consciencia de cada ser humano vivo. Las funciones de vigilia y las funciones cognitivas. Las primeras se encargan de mantenernos alerta. Las segundas son las responsables del pensamiento y su expresión. Las primeras son necesarias para las segundas, no así al revés. La principal alteración de las primeras es el coma, en el que el paciente permanece “con los ojos cerrados y no es posible despertarlo mediante estímulos (a diferencia del sueño); no presenta movimientos intencionados ni percepción del dolor, y se mantiene más de una hora, con lo que se distingue del síncope y de la lipotimia. El estupor es un grado menos grave, en el que el enfermo puede ser despertado con estímulos intensos”1. El EV es una de las posibles alteraciones del segundo tipo de funciones. Se llega a él tras un período en coma, del que aparentemente se “despierta”, se abren los ojos en J. A. Gómez Rubí, Ética en medicina crítica, Triacastela, Madrid 2002, p. 134. 1 308 / Juan Aristondo Saracíbar ciclos de sueño-vigilia y se respira autónomamente, pero al faltar las funciones cognitivas no se puede hablar, comprender ni experimentar emociones. Fuera de estos estados debemos situar el síndrome de cautiverio, en el que la conciencia conserva sus funciones (ve, oye, siente emociones, sufre, etc.), pero no puede realizar movimientos para comunicarse, de hecho. “Es uno de los cuadros más dramáticos que se pueden observar en medicina, que en su forma más característica está ocasionado por una lesión bilateral de la vía piramidal, que provoca parálisis a los cuatro miembros y los pares craneales inferiores, pero respeta la sustancia reticular, lo que hace que la conciencia esté totalmente conservada. También pueden quedar libres los núcleos verticales de los ojos, lo que permite al menos una precaria comunicación con el exterior”2. Los enfermos en EV son uno de los colectivos más dependientes, con un mayor grado de incomunicación y falta de respuesta a estímulos externos, sean afectivos o físicos. A veces pensamos que esa realidad se nos haría más comprensible cuando la muerte ya está cerca, pero, al menos conceptualmente, ya salimos del “estado vegetativo” y entramos en la reflexión sobre los “terminales”. Ante los enfermos en “estado vegetativo”, sin duda, un sentimiento que nos embarga es la perplejidad. ¿Cumplen con unos requisitos mínimos para ser humano? ¿Quién pone esos requisitos, esos límites? ¿Cualificamos a todos como humanos? Nos encontramos ante enfermos que mantienen ciclos de vigilia y sueño, con períodos de ojos abiertos y cerrados. Los largos períodos de aparente vigilancia deberían indicar atención, pero no existe ninguna relación con la información exterior. La ausencia de signos que expresen cons2 Ibíd., pp. 135. Alimentación artificial / 309 ciencia es clara, si bien algunos autores discuten sobre si esa ausencia de signos de atención manifiesta o no la ausencia de consciencia en sí misma. Así lo describe Juan Gómez Rubí: “Desde un punto de vista clínico se reconoce porque el paciente inicialmente se encuentra en coma profundo, en el que suele necesitar asistencia respiratoria mecánica y, tras ello, comienza a respirar espontáneamente, abre los ojos y las pupilas responden a la luz, e incluso puede tener períodos de sueño-vigilia. Conserva los reflejos de la tos y la deglución, y llega a ser posible la alimentación manual depositando la comida en la parte posterior de la faringe para activar los reflejos de deglución involuntarios (aunque por razones de tipo práctico, se alimentan por sonda gástrica). A veces, muestran movimientos estereotipados de los miembros, relativamente complejos, y los retiran ante estímulos dolorosos, pero sin experimentar dolor. Otras veces adoptan una actitud de ‘decorticación’ (miembros en flexión) espontánea o al ser estimulados. Todas las reacciones voluntarias, el comportamiento consciente o las emociones están ausentes. El paciente no tiene consciencia de sí mismo ni de su medio, aunque puede parecer despierto porque a veces mantiene los ojos abiertos e incluso puede seguir con la mirada (por ello, este cuadro también se denomina coma vigil)”3. Para expresarlo con concisión, acudamos a las siete características del “estado vegetativo” presentadas por la Academia Norteamericana de Neurología, que hoy en día puede ser considerado un texto fundamental: “1. Ausencia de conciencia de sí mismo y del entorno e incapacidad para interactuar con otros. 3 Ibíd., p. 135-136. 310 / Juan Aristondo Saracíbar 2. La respuesta a estímulos visuales, auditivos y dolorosos no posee carácter reproducible, propósito o conducta voluntaria. 3. Ausencia total de lenguaje expresivo o comprensivo. 4. Estado de vigilia intermitente manifestado por la existencia de ritmo vigilia/sueño. 5. Preservación de actividad hipotalámica y de tronco-encéfalo que permita sobrevivir con atención médica. 6. Incontinencia de esfínteres. 7. Variable preservación de reflejos en nervios craneales y espinales (pupilas y reflejos oculocefálicos, corneal, vestíbulo-ocular, nauseoso y espinal)”4. Este EV pasa a ser llamado “permanente” cuando no se observan cambios transcurridos tres meses si la causa ha sido una lesión no traumática, y transcurrido un año si la causa ha sido traumática (accidentes, por ejemplo). Muchos atribuyen el origen de la expresión “estado vegetativo persistente” a B. Jennett y F. Plum, que lo usaron en 1972, aclarando que era mejor acuñar un término para un tipo de pacientes que la medicina ya venía conociendo, que ocultarlo en el anonimato de términos médicos complejos que ofrecían poca claridad a una situación. Sin embargo, puede decirse también que es sólo el término lo que se ha aclarado. La situación de estos enfermos no se ha clarificado y una de las necesidades será la de hacer lo posible por localizar el pronóstico más fiable5. 4 J. A. Camacho – F. J. Cambra, “Diagnóstico del EV (estado vegetativo): aspectos clínicos y éticos”, en Bioètica & Debat, nº 35 (2004), pp. 11. 5 Cf. B. Jennett – F. Plum, “Persistent Vegetative State after Brain Damage. A Syndrome in Search of a Name”, en The Lancet 319 (1972), pp. 734-737. Alimentación artificial / 311 Sin embargo, como otros notan, el uso de un término simple para una realidad compleja puede tener sus inconvenientes, y la idea de reducir los enfermos a vegetales no es el menor entre ellos. Otra confusión viene de hacer equivalente “persistente” con “permanente”. Jennett y Plum ya expusieron que optaban por “persistente”, término más enérgico que “prolongado” pero no tan concluyente como “permanente” o “irreversible”. En Francia se ha difundido más la expresión “enfermos vegetativos crónicos” a partir de un importante trabajo sobre estos enfermos preparado por el Centro Sèvres, que publica sus conclusiones en 1991 y 19976. Una primera pregunta que surge ante ellos es si estos enfermos pertenecen aún a la humanidad y, por tanto, son dignos de ser destinatarios de la Carta de Derechos Humanos; por ejemplo, P. Verspieren, en el estudio citado, no duda en recalcar que la Carta de Derechos Humanos debe aplicarse a todo ser humano, sin distinción de raza, opinión, origen, y sin distinción de situación sanitaria. Más relevante, porque viendo la falta de reacción nuestras dudas se hacen más evidentes, es la pregunta de si estos seres humanos están aún vivos. Si centramos la definición de “vida” en las características intelectuales o relacionales, corremos el peligro de valorar a unos seres humanos por encima de otros, haciendo distinciones. Además, consideremos que la ausencia de consciencia no queda evidenciada, y la irreversibilidad del proceso tampoco puede ser afirmada. Estos motivos filosóficos (el problema de definir la 6 Cf. F. Tasseau – M. H. Boucand – J. R. Le Gall – P. Verspieren, États végétatifs chroniques. Répercussions humaines. Aspects médicaux, juridiques et éthiques, École Nationale de la Santé Publique, Rennes 11991, 21997. 312 / Juan Aristondo Saracíbar vida) y médicos (la no evidencia de la falta de consciencia ni su calificación de irreversible) llevan al Centro Sèvres a afirmar que nos encontramos ante pacientes aún vivos. Efectivamente, la constatación de la muerte de un ser humano se ha visto sometida a criteriologías distintas, sin que se haya logrado una uniformidad de criterios suficiente. Recordemos el paso de un concepto cardio-respiratorio de muerte a uno de ausencia de actividad cerebral, diagnosticada a través del conocido electro-encefalograma plano, mantenido durante un número de horas determinado por leyes civiles. Recordemos también las dudas que se dan para clarificar la situación de muerte de un enfermo según las secciones del cerebro en las que hayamos comprobado la inactividad (encéfalo o su corteza, cerebelo o tallo cerebral). El estudio Sèvres de 1991 presenta que en Francia se daban al año unos 9.000 casos de traumatismo craneal grave, de los que 300 quedan en estado vegetativo crónico. En el tiempo de la realización del estudio, había en Francia unos mil enfermos en EV. Estadísticamente sobreviven una media de dos años. La calificación de “crónico” llega a los tres meses, en los casos de origen no traumático, y al año, en los de origen traumático. Sin embargo, sea porque este estado no se conoce aún suficientemente bien, sea porque algunos enfermos han sido erróneamente clasificados como pertenecientes a él, se han difundido en los medios de comunicación social casos de personas que teóricamente han “salido” de una situación de EV –dicen unos–, o comparable pero distinta de él –dirán otros–, de más de 10 años, obteniendo una cierta recuperación. Un caso curioso reciente es el de Terry Wallis, tetrapléjico estadounidense, que vuelve a hablar tras 19 años. La familia siempre le hablaba y se le organizaban fiestas... “como si les oyera”, Alimentación artificial / 313 comentan7. También el del bombero Donald Herbert, tras diez años en lo que muchos llamaron persistente estado vegetativo, recobró el habla el 30 de abril de 20058. En otros casos la descomposición interna es tan evidente que puede ser mensurada. ¿Qué pensar sobre el tema de la irreversibilidad, por ejemplo, cuando la autopsia demuestra que el cerebro de Terry Schiavo pesaba unos 615 gramos, menos de la mitad de un cerebro normal?9 A la hora de la reflexión ética, claro, unos se fijan más en los autores y datos que aseguran la irreversibilidad y claridad del diagnóstico, y otros más en sus dificultades y poca fiabilidad. En 2004 Donald E. Henke presenta en Roma una tesis doctoral precisamente sobre el tema que nos ocupa10. Recuerda datos muy similares a los analizados por el Centro Sèvres, aunque procedentes del mundo norteamericano en su mayoría. Analiza así la falta de posibilidades de recuperación para estos enfermos, tras los tres meses de constatación de la falta de consciencia para los que tienen situaciones de origen no traumático y tras un año para los accidentados. En ambos casos, la supervivencia es valorada es de una media de dos años. Analiza las prácticamente inexistentes, aunque no rechazables inmediatamente, posibilidades de recuperación. Aprovecha un estudio norteamericano de 754 enfermos. Presenta detalladamente los medios técnicos por los que se reaVer El País, 10 de julio de 2003, p. 24. Ver ACI, 4 de mayo de 2005. 9 Ver diariomedico.com, 17 de junio de 2005. 10 D. E. Henke, Artificially Assisted Hydration and Nutrition. From Karen Quinlan to Nancy Cruzan to the Present: An Historical Analysis of the Decision to Provide or Withhold/Withdraw Sustenance from PVS Patients in Catholic Moral Theology and Medical Practice in the United States. Dissertatio ad Doctoratum in Theologia Morali Consequendum, Academia Alfonsiana, Roma 2004. 7 8 314 / Juan Aristondo Saracíbar liza la AHA, la composición de nutrientes y líquidos, y un listado de beneficios y posibles complicaciones o dificultades, así como los costes de su aplicación. Luego, como parte más importante del texto, hace un extenso análisis de las orientaciones católicas, preferentemente vaticanas, y la legislación o códigos deontológicos de la bioética norteamericana. La tesis mencionada abordaba un tema candente. Buena prueba de ello es que la Asociación Médica Mundial aprobara en 1989 su “Declaración sobre el estado vegetativo persistente” y la retirara en 200511. Sobre la aplicación de AHA a este tipo de enfermos hubo extensos debates en Norteamérica, recrudecidos en 2004-2005, con referencias concretas a algunos casos, entre los que sin duda uno de los más famosos ha sido el de Terry Schiavo. Del 17 al 20 de marzo de 2004 la Academia Pontificia para la Vida, en unión con la Federación Mundial de Asociaciones de Médicos Católicos, mantiene un congreso sobre el EV y llegan a la conclusión de que la “posible decisión de suspender la alimentación y la hidratación, cuya administración al paciente en estado vegetativo es necesariamente asistida, tiene como consecuencia inevitable y directa la muerte del paciente. Por tanto, constituye un auténtico acto de eutanasia, por omisión, moralmente inaceptable”12. En la misma postura se sitúa el papa Juan Pablo II en el discurso conclusivo, de 20 de marzo de 2004, donde reconoce en primer lugar Cf. http://www.wma.net/s/policy/p11.htm. Academia Pontificia para la Vida. Federación Mundial de Médicos Católicos, Reflexiones sobre los problemas científicos y éticos relativos al estado vegetativo, Roma, 17-20 de marzo de 2004, nº 10. En www.vatican.va. FIAMC (World Federation of Catholic Medical Associations) – Pontifical Academy of Life, “Considerations on the Scientific and Ethical Problems Related to the Vegetative State”, en National Catholic Bioethics Quarterly 4 (2004), pp. 579-581. 11 12 Alimentación artificial / 315 la dificultad actual para establecer un diagnóstico certero sobre la evolución del paciente. Se exigiría, por tanto, la AHA por lo menos hasta conocer con certeza su pronóstico. En un segundo momento reconoce también que cuanto más se prolonga la situación de “estado vegetativo persistente” más probable es la muerte sin recuperación. Sin embargo, recuerda también que hay casos en que los enfermos vuelven a una vida consciente. Cualquiera que sea su situación, estos enfermos, como todos los seres humanos, gozan de una dignidad inquebrantable, son hijos queridos de Dios, y los demás humanos debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance por mantenerlos en el mejor modo de vida posible. Concretamente dice: “Por tanto, el enfermo en estado vegetativo, en espera de su recuperación o de su fin natural, tiene derecho a una asistencia sanitaria básica (alimentación, hidratación, higiene, calefacción, etc.) y a la prevención de las complicaciones vinculadas al hecho de estar en cama. Tiene derecho también a una intervención específica de rehabilitación y a la monitorización de los signos clínicos de eventual recuperación”13. Después se centra en el tema de la AHA, afirmando que es un cuidado ordinario y proporcionado: “En particular, quisiera poner de relieve que la administración de agua y alimento, aunque se lleve a cabo por vías artificiales, representa siempre un medio natural de conservación de la vida, no un acto médico. Por tanto, su uso se debe considerar, en principio, ordinario y proporcionado, y como tal moralmente obligatorio, en la medida y hasta que demuestre alcanzar su finalidad propia, que en este caso consiste en proporcionar alimento al paciente y alivio a sus sufrimientos”14. 13 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un congreso sobre “Tratamientos de mantenimiento vital y estado vegetativo”, 20 de marzo de 2004. En www.vatican.va. 14 Ibíd. 316 / Juan Aristondo Saracíbar Para algunos autores, resulta claro que en estos textos Juan Pablo II se dejó orientar por una determinada corriente de pensamiento que no era compartida por todos en la Iglesia católica, ni por el judaísmo ni por otras Iglesias cristianas. En efecto, ya en 1988 la Federación Norteamericana de Neurología había aprobado considerar la nutrición e hidratación auténticos tratamientos médicos, no meros cuidados, y por tanto su aplicación o mantenimiento sobre un enfermo determinado se evaluaba según el pronóstico. Estos tratamientos podían no ser aplicados, o ser suprimidos, en determinados pacientes, pues constituían una prolongación de la agonía, un medio de prolongar una vida biológica que no era verdaderamente humana, y para cuyo mantenimiento no debían utilizarse medios “extraordinarios”. Grandes personalidades católicas del mundo de la bioética, como el dominico Kevin O’Rourke o el jesuita Richard McCormick, por ejemplo, habían expresado claramente su postura contraria a la oficial. Lo mismo Kevin W. Wildes, Thomas J. Bole III, David Kelly, Thomas A. Shannon o James J. Walter. Algunos habían tenido una postura contraria al mantenimiento de AHA en pacientes en EV, modificándola posteriormente, como William E. May y Germain Grisez. En ambiente europeo, el médico y jesuita catalán Francesc Abel, por ejemplo, consideraba en 2004 que la aplicación de la sonda alimentaria era un remedio desproporcionado, ciertamente extraordinario, para los enfermos. Nos dice: “Existen dos posturas en el análisis de la atención al paciente en EVP [estado vegetativo permanente]. Una considera que estos pacientes son los más necesitados y son como un paradigma de la dependencia humana a los que debemos atención en nombre de la solidaridad humana. Otra, la nuestra, considera que el paciente en EVP está irremisiblemente inaccesible a todo cuidado y que lo mejor es no crear falsas esperanzas. Hay que explicar cuidadosamente la realidad a cuidadores y familiares y suprimir la hidratación y nutrición Alimentación artificial / 317 artificiales, tan pronto se tenga la certeza diagnóstica y la familia esté psicológicamente preparada. No tiene sentido mantener tratamiento de soporte a una vida meramente biológica. Es mejor permitir que estas vidas lleguen a su término natural de una forma digna”15. Por otra parte, en septiembre de 2005 el Comité Nacional Italiano para la Bioética aprueba el documento “La alimentación e hidratación de pacientes en estado vegetativo persistente”16. El texto opta de manera tajante en favor de la aplicación de AHA en los pacientes en estado vegetativo. Sin embargo, sin entrar ahora a analizar la composición del comité, recordemos que recibe 18 votos favorables y ocho en contra. Las posiciones, por tanto, también en este foro, no alcanzan la deseada unanimidad de criterios. El diálogo ha de mantenerse. Si antes fueron famosos algunos casos norteamericanos, como el del bombero Paul E. Brody (muerto en 1986), Claire Conroy (1985) o la joven accidentada Nancy Beth Cruzan (1990), el caso que más literatura ha desarrollado en los últimos años ha sido el de Terry Schiavo, a quien, según las informaciones más difundidas en los medios de comunicación social, su marido quería liberar de la atadura de la AHA y dejar morir en paz, mientras sus padres pedían el mantenimiento de AHA. La batalla pasa a ser judicial y alcanza 15 F. Abel, “El debate bioético en el estado vegetativo”, en Bioètica & Debat nº 35 (2004), pp. 1-4, cita en p. 3. Ver F. Abel, “Estado vegetativo persistente (EVP) y decisión de suspender el tratamiento médico, incluidas la hidratación y nutrición artificiales”, en A. Dou (ed.), El dolor, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1992, pp. 151-198. 16 Texto aprobado en la sesión plenaria del 30 de septiembre de 2005. Cf. http//www.palazzochigi.it/bioetica/pareri.html. En 1992, el grupo de estudio “Bioética y Neurología”, de la Sociedad Italiana de Neurología, había presentado también sus orientaciones sobre los pacientes en estado vegetativo persistente. Ver Bioetica: Rivista Interdisciplinare 1 (1993), pp. 385-391. 318 / Juan Aristondo Saracíbar las más elevadas instancias norteamericanas. Semejante contienda legal habría podido aliviarse, si no superarse completamente, con el diálogo previo entre los miembros del equipo médico y la propia enferma, o alguien designado por ella con poderes legales, según afirma Edmund Pellegrino17. Hace ya tiempo que se criticaba esa confianza excesiva en un documento de voluntades anticipadas. Hay que volver a insistir en el diálogo con familiares, toma de decisión con representantes legales, y progresiva evaluación de la situación médica18. A la hora de escribir estas líneas, un nuevo caso va tomando relevancia en los medios de comunicación social. Se trata de Haleigh Poutre, niña de 11 años, cuya situación, descrita como de “estado vegetativo persistente” ha sido producida, según parece, por las palizas de una tía carnal que la adoptó en 200119. En España, anualmente se producen unos 40.000 traumatismos craneoencefálicos a consecuencia de los accidentes de tráfico. El 70% de ellos son jóvenes entre 14 y 30 años. La Federación Española del Daño Cerebral suele comunicar estas cifras cada verano en los medios de comunicación social. De estos enfermos, el 5% queda en coma vegetativo, el 25% padece lesiones graves y el 70% padece lesiones moderadas o leves. ¿Qué piensan los profesionales encargados de llevar a cabo la AHA en pacientes en EV permanente? J. A. Gómez Rubí, en el estudio citado, presenta una estadística realizada entre 326 internistas norteamericanos, expertos en nutrición por sonda, para recabar su opinión sobre varios supuestos. El 98% es favorable a instaurar la Ver diariomedico.com, 3 de octubre de 2005. Así Rebecca Dresser, consejera de bioética del presidente norteamericano George Bush, y Hermann Nys, de la Universidad de Lovaina. Ver diariomedico.com, 6 de feberero de 2003. 19 Ver diariomedico.com, 13 de diciembre de 2005. 17 18 Alimentación artificial / 319 sonda en caso de neumonía aguda, el 84% es contrario a insertarla en casos de demencia. El 80% era partidario de retirar AHA en casos de EVP. Solamente el 16% considera la AHA un cuidado básico, mientras que un 84% lo considera medida terapéutica. Encuestas realizadas en España muestran datos diversos. Si bien es cierto que la esperanza de recuperación de los enfermos es similar, las convicciones personales del personal sanitario o las expectativas socioculturales hacen que sus sentimientos sean distintos. Solamente el 16% reconoce como tratamiento suprimible la administración parenteral de líquidos y la nutrición por sonda. La nutrición parenteral (intravenosa) es tenida como medida desproporcionada, suprimible, por el 53%. Los textos suelen hablar de AHA en general, incluyendo tanto a la que se realiza por sonda nasogástrica como a la intravenosa. Atendiendo a esta encuesta entre profesionales, será útil, para la reflexión ética, distinguir ambas, de forma que la adecuada hidratación, de cualquier modo que se realice, salvando las otras consideraciones, pueda ser valorada como cuidado básico, así como la nutrición por sonda, mientras que la nutrición intravenosa, parenteral, es considerada de algún modo más extraordinaria. De todas maneras, recordemos que los datos no siempre consiguen indicar la importancia de un problema. Más allá de las estadísticas, lo que a cada uno importa es el caso cercano, ese de nuestro familiar o amigo, ese con el que de una manera u otra estamos relacionados. Valorando Vista en grandes líneas la problemática de la aplicación de AHA a los enfermos en EV, vamos a presentar ahora un análisis de los valores que entran en juego. Naturalmente, no es un análisis concluyente. Aunque no conseguiré hacerlo asépticamente, es mi intención resaltar los valores que 320 / Juan Aristondo Saracíbar los distintos autores evidencian, sin optar por una u otra tendencia. En éste, como en otros temas de bioética en una sociedad plural, debemos dejar espacio para la responsabilidad personal, para la evolución y para el progresivo conocimiento científico de las realidades que nos interpelan. Una referencia obligada en la valoración ética de problemas en la aplicación de técnicas médicas es la criteriología de Tom L. Beauchamp y James F. Childress. Ellos tratan brevemente nuestro problema, dentro del criterio de no hacer daño al enfermo, llamado “principio de no maleficencia”20. Otros, sin embargo, nos dirán que el criterio más relacionado con nuestro campo es el de la “autonomía” del paciente. Pensando que de una u otra forma los cuatro criterios planteados por estos autores pueden darnos luz, comentemos cada uno de ellos. Criterio de no maleficencia Un criterio fundamental en el trato con cualquier enfermo es evitar hacerle daño. Si queremos aplicar o mantener la AHA en enfermos en EV deberíamos tener pruebas de que tal aplicación no es contraproducente o, por lo menos, de que las molestias o consecuencias negativas de su aplicación son superadas por lo obtenido: los beneficios obtenidos contrarrestan las molestias producidas. Creo que este principio general puede aplicarse en nuestro caso según las orientaciones que siguen. a) El esfuerzo por aplicar la AHA buscando la mejor manera posible en cada caso Como en toda intervención médica, se asume siempre un riesgo, que puede ser disminuido con el progresivo desarrollo de las técnicas y el cono20 T. L. Beauchamp – J. F. Childress, Principles of Biomedical Ethics, Oxford University Press, Oxford-Nueva York 41994, pp. 202-206. Alimentación artificial / 321 cimiento que el equipo médico tiene del enfermo. Hay riesgos, reflejados en la estadística, de tos, de que el líquido llegue a los pulmones, de que se produzcan infecciones. Son los riesgos más notables de la aplicación de AHA en enfermos en avanzado estado de demencia o en otros que necesitan sedación para no arrancarse el tubo, pero no es nuestro caso. Se puede pensar que esta orientación tiene poca importancia en la reflexión ética referida al EV, siendo su única consecuencia la de establecer que los responsables del tratamiento actúen de la mejor manera posible. Sin embargo, quiero comenzar por ella. Creo que nos orienta a una búsqueda dinámica de nuevas soluciones sin caer en la rutina o el conformismo, sin contentarnos con el mero cumplimiento de una normativa. b) Motivación adecuada Algunos autores exponen aquí la necesidad de que aplicar la alimentación artificial tenga algún propósito, además de la mera subsistencia del organismo. Incluso en el discurso papal antes citado, al decir que la AHA debe ser mantenida “en línea de principio”, ya se abre la puerta, en la teología moral católica, a valoraciones individuales. Al decirnos que ésa es la normativa “en principio” ya se nos está diciendo que esa normativa deberá ser aplicada según los “casos”, y puede llevarnos a opciones diferentes. Así la interpreta, entre los teólogos católicos, William E. May, que precisamente por esta cesión a la responsabilidad personal de quien, de hecho, toma la decisión, afirma que el papa no impone cargas demasiado pesadas a las familias de los enfermos21. 21 Cf. W. E. May, “Caring for Persons in the ‘Persistent Vegetative State’ and Pope John Paul II’s March 20, 2004 Address on Life-Sustaining Treatments and the Vegetative State”, en Medicina e Morale 55 (2005), pp. 533-555. 322 / Juan Aristondo Saracíbar Otros dicen claramente que la administración de nutrientes y fluidos hace que el enfermo sufra más, en los casos en que mantiene la consciencia. La deshidratación natural reduce las secreciones del enfermo (flemas, saliva, tos, por ejemplo), reduce la necesidad de orinar e incluso la supuración de las llagas. Estas secreciones aún forman parte de la vida del enfermo en EV y limitarlas es un logro importante, suavizando la situación del paciente. La Asociación Americana de Enfermería, por ejemplo, llamaba ya en 1992 la atención sobre el hecho de que la aplicación de la AHA sería éticamente correcta según el balance de inconvenientes y ventajas para el propio paciente. Habrá que considerar cuidadosamente, dice, las sustancias concretas administradas, el modo de administración, la situación concreta del paciente y el pronóstico previsible. Para ellos, es correcto en algunos casos suspender este modo artificial de nutrición. Algunos signos corporales producidos por esa ingesta de alimentos, como recuperar peso o mantener un análisis de sangre más acorde con personas vivas, no son en realidad signos de vida, sino de mantenimiento del organismo biológico. Incluso tras el caso de Terry Schiavo, que levantó tanta polémica en la prensa, la Asociación de Enfermería en Cuidados Paliativos recuerda que la mayor parte de los pacientes cuyo fin se acerca no sufren por la falta de alimentación o hidratación. El único síntoma confuso es la sequedad en la boca, pero eso puede resolverse fácilmente con un poco de atención en esa parte, con sistemas sencillos pero prácticos, como el humedecimiento de los labios. Dicho de otra manera, una vez que somos conscientes de que la causa de la muerte del enfermo en cuestión no va a ser la supresión de AHA, conviene recordar que su supresión, en principio, no conlleva mayor sufrimiento para el Alimentación artificial / 323 enfermo ni supone abandono o dejadez por parte de los cuidadores. Así lo recuerda también un documento conjunto de los obispos católicos de Texas y la Conferencia de Instituciones Sanitarias Católicas de Texas: “La moralmente adecuada retirada o no aplicación de AHA en un paciente permanentemente inconsciente no indica abandonar a la persona. Más bien, significa aceptar el hecho de que esa persona ha llegado al final de su peregrinación, y nada debería impedir que diera el último paso. La retirada o no aplicación de AHA debería darse solamente tras la suficiente deliberación, basada en la mejor información personal y médica al alcance”22. También bajo un punto de vista meramente ético, creo que este criterio nos lleva a evaluar la situación del enfermo de forma que, si muere, podamos tener la certeza de que la causa de la muerte no ha sido la falta de AHA. La disminución progresiva y la ausencia de AHA puede ser conveniente para aliviar el proceso de muerte, incluso acortando el número de días de su duración, pero la muerte debe producirse por otros motivos. Evidentemente, esto nos lleva a una práctica en la que la aplicación de AHA, y su valoración ética, cambia con el paso del tiempo o, mejor dicho, cambia según la evolución del 22 “The morally appropriate forgoing or withdrawing of artificial nutrition and hydration from a permanently unconscious person is not abandoning that person. Rather, it is accepting the fact that the person has come to the end of his or her pilgrimage and should not be impeded from taking the final step. The forgoing or withdrawing of artificial nutrition and hydration should occur after there has been sufficient deliberation based upon the best medical and personal information available.” Joint Statement by 16 of the 18 Texas Catholic Bishops and the Texas Conference of Catholic Health Care Facilities, “On Withdrawing Artificial Nutrition and Hydration”, en Origins 20, nº 4 (1990), p. 53. Reimpreso en K. O’Rourke – Ph. Boyle, Medical Ethics: Sources of Catholic Teaching, Georgetown University Press, Washington DC 31999, pp. 221-222. 324 / Juan Aristondo Saracíbar paciente y de los otros criterios en juego, sobre todo el de valorar las nuevas posibilidades y el de distribuir justamente los recursos, que aparecen en estas líneas. c) ¿Como con cualquier ser humano hambriento? A veces se piensa que la retirada de la alimentación e hidratación es contraria a la dignidad del paciente. Asociamos la nutrición del enfermo con la simple alimentación de cualquier persona necesitada. Parece que nuestras convicciones culturales nos llevan a dar de comer al necesitado, a dar de beber a quien no puede hacerlo por sí mismo. En el caso de los pacientes terminales, sin embargo, parece claro, y la experiencia lo demuestra, que humedecer adecuadamente los labios, quizá la frente y los ojos, es más conveniente que conseguir que el enfermo ingiera líquidos. Además, si culturalmente estamos acostumbrados a recibir también un placer psicológico o relacional al ingerir alimento y tras ello “nos sentimos mejor”, hemos de ver que en el caso de los enfermos en EV, que son nuestro objetivo, tal confort no se logra, pues están inconscientes. La tranquilidad que pueden encontrar algunos familiares al ver que su ser querido “por lo menos ha comido algo” se contrarresta con la adecuada información médica y con la experiencia de la progresiva disminución de secreciones molestas, menor presencia de llagas, etc. La dignidad del paciente puede exigir, más bien, la retirada de todo ese tratamiento si se ve que no consigue los beneficios adecuados. El dominico Kevin O’Rourke aplica aquí la distinción clásica de santo Tomás de Aquino entre “actus humanus” y “actus hominis”, afirmando que, en la medida en que estemos seguros de la situación de EV, adecuadamente caracterizado e irreversible, podemos decir que el paciente ha entrado en Alimentación artificial / 325 una fase en la que no es ni será capaz de actos que expresen personalidad (“actus humanus”), sino solamente de actos del organismo biológico (“actus hominis”). Este criterio nos lleva a decir que la AHA debe ser en principio aplicada a todos los pacientes que la necesiten, por lo menos mientras los adecuados estudios se van realizando y la familia ve a su ser querido adecuadamente tratado. Creo que sobre este aspecto, la aplicación de AHA mientras se evalúa la situación, no ofrece dudas a ningún autor. Recordemos que nuestro caso es el de los enfermos en “estado vegetativo permanente” o “persistente”, y para hablar de esa situación con propiedad hace falta el mantenimiento en el tiempo de las características físicas presentadas anteriormente. Este criterio establece una llamada de atención no tanto sobre la implantación de este tipo de cuidados sobre el enfermo, sino sobre su mantenimiento. El balance riesgos-beneficios, necesario en la mayor parte de los procesos médicos, adquiere aquí carácter fundamental. No sólo eso. Resulta bastante evidente a la medicina actual que el mantenimiento de AHA en pacientes terminales es contraproducente. La literatura médica sobre sus daños es abundante. La Asociación Norteamericana de Directores de Instituciones Médicas redacta un acuerdo que pasa a ser normativo en marzo 2002, para educar y guiar al cuerpo médico y al público en general sobre la aparente falta de beneficio y daño potencial que se produce al aplicar AHA en pacientes que han llegado a un estado terminal de demencia. Si en esos dos tipos de enfermos está clara la conclusión, en el que nos ocupa, la situación no es tan clara, como hemos visto. No será el único criterio a evaluar. Veamos otros. 326 / Juan Aristondo Saracíbar Criterio de beneficencia El criterio de que la aplicación de cuidados o tratamientos al enfermo sea “beneficioso” para él es complementario del anterior. Lo que se hace debe obtener un fruto, sea porque ayuda a la curación del enfermo, sea, por lo menos, porque proporciona comodidad, tranquilidad, disminución del dolor o angustia al enfermo o a sus familiares. Como reconoce el estudio del Centro Sèvres, una vez que constatamos que el enfermo no evoluciona, va cayendo o vamos convenciéndonos de su situación en el EV, tenemos que enfrentarnos a una serie de actitudes peligrosas: – La de la indiferencia = Desinterés y cierto rechazo del paciente. Como no podemos hacer nada por él, dediquémonos a otros. “Cerramos la puerta y no le visitamos”. – La de la distracción = Como no tenemos clara su situación médica, recurrimos a un lenguaje abstracto, sustitutivo, evitando que los familiares puedan hacer preguntas. – Incluso la del desprecio = Acusando al enfermo de haber caído en su situación por comportamientos previos, a nuestro juicio, inadecuados. Pongamos un ejemplo: el cuidador que critica al enfermo en EV porque su situación es consecuencia del abuso de las drogas o de un accidente originado por conducción temeraria. Por tanto, el criterio de beneficencia nos orientará a actuar a favor del enfermo, superando este desánimo. Distingamos, al menos, tres niveles: el médico, el entorno familiar y voluntariado, y el nivel social. a) Entorno médico Si el equipo médico es afectado por las que acabamos de llamar “actitudes peligrosas”, va Alimentación artificial / 327 cayendo en la rutina en su trato con los familiares del enfermo y protegiéndose tras la palabrería oficial. Actúa cada vez menos movido por una auténtica inquietud médica y más por el mero cumplimiento de lo legislado. Todas estas actitudes han de ser rechazadas. El criterio de beneficencia constituye una buena herramienta para reflexionar sobre nuestras actitudes respecto al enfermo. Sin olvidar que, además de esmerarnos en el cuidado al propio enfermo, en realidad le atendemos a él cuando cuidamos su entorno, sus familiares, lo que para él es relevante. b) Entorno familiar Esta orientación a partir del principio de beneficencia no afecta únicamente al estamento médico, claro. El complejo estudio del Centro Sèvres, además de presentar las reacciones entre equipos médicos y otros asistentes en las curas, comenta pormenorizadamente situaciones familiares. En las familias se dan también estas actitudes de rechazo, de cerrar los ojos ante la situación, en las que con el principio de beneficencia podemos realizar un pequeño análisis. En las familias expresamente, como a veces en los miembros del estamento médico que no están familiarizados con el diagnóstico, se da una gran importancia a los pequeños cambios biológicos que pueden observarse en estos pacientes. El cambio de estado de vigilia a sueño, abriendo o cerrando los ojos, el poder deglutir o respirar, hacen que las familias y el personal sanitario tengan una falsa esperanza de progreso hacia la curación. Con el paso del tiempo llega cierta frustración y desánimo. Puede expresarse en frases como éstas: “¿Para qué visitarle, si no se puede hacer nada? Prácticamente no se da cuenta de nada, y yo tengo que atender a otros familiares, hijos, trabajo, etc. Total, si pasa algo, ya me avisarán desde el hospital; les dejé el número de mi móvil”. Y lo mismo en los grupos de voluntariado o amigos. “¿Para qué 328 / Juan Aristondo Saracíbar atenderle a éste, si luego no vamos a tener tiempo para estar con los otros enfermos?” De nuevo, más que fijar una normativa concreta, esta orientación hace que cada uno de nosotros, en nuestro entorno, busquemos cauces para sentir y mostrar interés y cercanía. Esta orientación no resuelve nuestras dudas, ni nos ofrece un recetario de soluciones, sino que nos da una actitud de fondo en nuestro modo de acercarnos al enfermo y de mantener nuestra atención en él y en lo que para él ha sido o es importante. c) Entorno social La sociedad debe acompañar a estas familias que sufren en su seno una transformación semejante. Su enfermo no sólo no está con ellos, como antes, sino que supone una carga notable, carga afectiva, psicológica y a veces económica para la familia. Aquí, además, el tipo de ayuda que se puede prestar, tanto desde las instituciones como desde los grupos de voluntariado, parece más fácil de descubrir. Si al enfermo propiamente dicho no le observamos reacciones, y la ciencia médica nos dice que no se da cuenta por su estado de inconsciencia, aquí sí que podemos observar las consecuencias de aplicar ayudas de distinto tipo sobre las familias. Una ayuda importante, por ejemplo, será conseguir que las personas que cuidan al enfermo puedan alternar, en la medida de lo posible, períodos de atención con otros de “cambio” en que se mueven por otros intereses, rehuyendo al máximo el cansancio. Otra ayuda será la promoción y escucha de las asociaciones de familiares de enfermos en EV. Estas pistas, y otras que surjan en la escucha de estas familias, son orientaciones que aplican Alimentación artificial / 329 este principio de beneficencia. Entre ellas, se podrán ir concretando los ideales hacia los que nuestra sociedad puede, y debe ir caminando. Criterio de autonomía Afrontamos ahora otro criterio en el que nuestra sociedad ha visto grandes cambios en las últimas décadas. De un modelo de atención médica dominada por una relación de tipo “paterno-filial” entre el equipo médico y el enfermo, se va pasando a otro en el que al enfermo se le pide cada vez con más frecuencia su “consentimiento informado” específico para los distintos tratamientos, en un tipo de relación en el que el equipo médico se pone más bien al servicio del interesado, presentándole las distintas formas de actuación posibles y pidiéndole que opte. Esto es también cierto con los enfermos inconscientes, sean o no terminales o vegetativos. Cada comunidad autónoma ha ido redactando la legislación pertinente y abriendo los Registros de Voluntades Anticipadas, a partir del artículo 11 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. a) Autonomía del enfermo En nuestro tema concreto, este respeto por la autonomía del paciente tiene características especiales. En otros contextos, prescindir del alimento es visto como algo honorable. Pensemos en la huelga de hambre, en actitudes ascéticas o solidarias con los necesitados. Algunos autores reclaman un absoluto respeto para el enfermo que en su opción personal rechaza la alimentación artificial bajo ciertas condiciones motivado por lo gravoso de su situación para los recursos familiares. No pensemos sólo en recur- 330 / Juan Aristondo Saracíbar sos económicos, sino también las tensiones afectivas, las posibilidades de tiempo; el balance con otras personas (hijos de quienes cuidan al abuelo hospitalizado, por ejemplo) a las que los familiares han de atender o el balance con otro tipo de compromisos asumidos por esas familias o individuos han de ser tenidos en cuenta. El respeto por la autonomía del paciente se expresa en las religiones no cristianas con más insistencia. La literatura budista, y especialmente la del zen, presenta muchos casos de personas que por edad o enfermedad dejan de comer y mueren. Aparentemente, Buda da su beneplácito para este comportamiento, en las circunstancias en que el individuo “no iba a vivir mucho tiempo” y era una carga para sí o para los demás. La abstención voluntaria de alimento, o el “Terminal Fasting” (“ayuno definitivo”, en sánscrito, sallekhana), era probablemente práctica común en India, acompañada por otras prácticas espirituales, como la meditación, la recitación de sutras, como una manera de entrar en la muerte con serenidad y alerta. En el budismo, evitar la alimentación, si no está motivado por el deseo de escapar de la vida, puede ser aceptado como una forma de autoentrega o sacrificio personal, o como respuesta natural a la ancianidad y enfermedad terminal. No se trata de “buscar” la muerte, pero sí podemos “dejar que venga”. Sin embargo, es muy importante que este esfuerzo no vaya dirigido al beneficio propio, al beneficio personal. El estudioso Philip Kapleau Roshi, por ejemplo, cita, aprobándolo, el caso del maestro de zen Yamamoto, quien rechazó que tanto su vivir como su morir fueran una carga para la comunidad. Comenzó a dejar de comer hacia fin de año, pero viendo que era un tiempo de agobios y trabajos comunitarios, volvió a comer, reservando su muerte para un período más tranquilo. La religión budista, por tanto, puede favorecer el sacrificio de quedarse Alimentación artificial / 331 sin el adecuado suministro de alimentación y fluidos. También en la Iglesia católica se da importancia a la capacidad de optar de cada enfermo, aunque normalmente se pone como límite la disponibilidad de la propia vida. El ser humano, según esta perspectiva, “administra” el bien de la vida, la debe cuidar y utilizar en beneficio de los valores eternos, pero no puede suprimirla. Algunos autores católicos, sin embargo, como Hans Küng y José Vico, van dando cada vez más importancia a la autonomía del enfermo, viendo que el “administrador” es en realidad “hijo del dueño” y dispone efectivamente de los bienes. En realidad, la autonomía del paciente estaba ya presente en la relación médico-enfermo antes de su plasmación en leyes, como reconoce Edmund Pellegrino. El paciente hacía más o menos caso de las indicaciones del médico y buscaba en la medida de sus posibilidades una segunda opinión facultativa. En Norteamérica comenzó a ser formulado teóricamente en los años 1940, con varios casos de rechazo voluntario de tratamientos, creadores de una jurisprudencia que comenzaría a ver textos legislativos en los años 1960. En España se reguló el “Consentimiento informado”, incluyéndolo en la Ley General de Sanidad, y en 2002 se aprobó la Ley de Autonomía del Paciente. Hay casos especialmente complejos. Uno especial es el de los enfermos mentales. ¿Cómo valorar su aceptación o rechazo de la nutrición e hidratación artificiales? En octubre 2004, por ejemplo, la Asociación Británica del Alzheimer establece un protocolo de actuación por el que afirma que es inapropiado aplicar AHA a enfermos con un grado avanzado de demencia si se hace por el único propósito de alargarles la vida. La gente debería estar en condiciones de rehusar este tratamiento de antemano. La AHA no debe- 332 / Juan Aristondo Saracíbar ría ser aplicada ni mantenida en pacientes que sufren ya en un modo avanzado una enfermedad mental y están muriendo23. La mayor facilidad para rechazar los tubos por la falta de comprensión de los enfermos, con la consiguiente aplicación de sedantes en mayor grado que en otros pacientes, el balance con la calidad de vida observada, son algunos de sus motivos. Favorecen humedecer los labios, la frente, y otros gestos típicos de los cuidados paliativos, pero no la prolongación de la agonía de estos pacientes. Este procedimiento no debería confundirse con la supresión de alimentos y líquidos que han de ser ofrecidos a todo paciente mientras pueda asimilarlos. Los que rechazan los tratamientos artificiales no deben tener miedo a ser dejados morir de hambre y sed. Otro tipo de complicaciones pueden surgir con los tutores o responsables de adoptar las decisiones pertinentes por el poder delegado en ellos a través del proceso del “consentimiento informado” o “voluntades anticipadas”. Veamos, por ejemplo, el espinoso caso de Haleigh Poutre, la niña de 11 años de la que hemos hablado brevemente antes, que sirve de ejemplo para enfrentarnos a algunas dificultades de la aplicación del principio de autonomía. En ausencia de otra documentación delegando la responsabilidad en terceras personas, los responsables de una menor son considerados sus padres y tutores legales. Parece que la situación de Haleigh, descrita como de “estado vegetativo persistente”, ha sido producida, según la prensa, por las palizas de una tía carnal que la adoptó en 2001 y que luego se suicidó. A su vez, el tío de la pequeña, también acu23 J. M. Hoeffler, “Making Decisions about Tube Feeding for Severely Demented Patients at the End of Life: Clinical, Legal and Ethical Considerations”, en Death Studies 24 (2000), pp. 233-254; R. L. Marker, “Mental Disability and Death by Dehydratation”, en National Catholic Bioethics Quarterly 2 (2002), pp. 125-136. Alimentación artificial / 333 sado de malos tratos, es el familiar cercano a quien, en virtud de la autonomía del paciente, el estamento médico puede recurrir para pedir consentimiento. ¿Deben primar otros valores?24 Por tanto, nos encontramos de nuevo ante un criterio relevante, pero no concluyente. Un criterio a ser utilizado progresivamente, dejando espacio para la responsabilidad personal. b) Autonomía de las demás personas implicadas También hay que tener en cuenta la autonomía de las otras personas implicadas, no sólo el del enfermo. El Código de la Asociación Americana de Enfermería, antes mencionado, reconoce que se debe establecer un proceso de cambio en la medida en que se constate que la supresión de AHA entra en conflicto con los valores o creencias de un miembro del personal sanitario. También en España, a la hora de poner en práctica, según la regulación de las distintas comunidades autónomas, la normativa respecto a las voluntades anticipadas, se debe dejar lugar para la objeción de conciencia. Véase el caso de Santander: una orden de la Consejería de Sanidad de Cantabria ha incluido la posibilidad de que los médicos de dicha comunidad autónoma puedan acogerse a la objeción de conciencia en el cumplimiento de las voluntades anticipadas expresadas por el paciente. Los médicos del Servicio Cántabro de Salud tienen derecho a la objeción de conciencia respecto al documento tipo de voluntades expresadas por el paciente con carácter previo. La orden 27/2005 de la Consejería de Sanidad permite al paciente firmar el extracto de un párrafo que dice expresamente: “En el caso de que el o los profesionales sanitarios que me atienden aleguen motivos de conciencia para no actuar de acuerdo con mi voluntad aquí 24 Ver diariomedico.com, 13 de diciembre de 2005. 334 / Juan Aristondo Saracíbar expresada, solicito ser atendido por otro y otros profesionales que estén dispuestos a respetarla”. La orden gubernativa permite al usuario disponer que, “si a juicio del personal médico que atiende –siendo uno de ellos un especialista de la patología de que se trate– no hay expectativas de recuperación, mi voluntad es que no sean aplicados, o bien que se retiren si ya han empezado a aplicarse, procedimientos de soporte vital o cualquier otro tratamiento que prolongue temporal y artificialmente mi vida”25. El derecho del enfermo no desaparece, por tanto, aunque colisione con las opciones del equipo médico, pero será necesario encontrar el equipo médico adecuado, no sólo técnicamente, sino también al nivel de las opciones. Criterio de justicia Una reflexión a partir del criterio de justicia puede aplicarse a nuestro campo desde la perspectiva de la sociedad en general, por una parte, y desde la perspectiva familiar, por otra, quedando ambos planteamientos muy interrelacionados. Veámoslo. a) Justicia a la sociedad Desde la perspectiva social, hemos de optar según la disponibilidad de los medios. La accesibilidad a sistemas de AHA dependerá de los criterios generales de uso de recursos y técnicas médicas. Habrá que considerar el presupuesto sanitario, incluyendo medidas preventivas y curativas, el tipo de inversiones de la comunidad autónoma o del Estado, según los casos, o la dependencia de sistemas privados de sanidad, o a la medicina de pago que dependa de los recursos de la familia. Esto no nos lleva a dar un “sí” ni un 25 Ver diariomedico.com, 27 de octubre de 2005. Alimentación artificial / 335 “no”, sino simplemente, como sucede también en los otros criterios, a valorar las situaciones ante las que nos encontremos. No nos hallamos ante un enfermo aislado; nos encontramos con una cantidad limitada de recursos técnicos, que hemos de distribuir. La distribución exigirá un balance entre tipos de enfermos, según su pronóstico de recuperación, edad, adaptación, etc. Los enfermos vegetativos, ciertamente, no gozarán de prioridades. La prioridad en la distribución de recursos médicos la recibirán más bien las enfermedades de recuperación probable y cercana. Las enfermedades crónicas o de pronóstico incierto no serán combatidas igual. Ahora bien, algunos autores insisten aquí en que la alimentación forma parte del paquete mínimo de medidas que todo enfermo debe recibir. En una sociedad como la nuestra, con sistemas públicos sanitarios cuya financiación procede en definitiva de impuestos o aportaciones comunes, hay una cantidad de recursos que corresponden a cada individuo según su necesidad. Ha sido efectiva en este campo la distinción entre tratamientos “ordinarios”, para todos, y “extraordinarios”, a ser aplicados según los casos. En la Iglesia católica se ha utilizado abundantemente. Un texto ilustrativo es el del documento “Iura et Bona” sobre la eutanasia, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de 1980: “Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Por esto, el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiera prestado asistencia a una persona en peligro” (IV, 4). Entre los bioeticistas de orientación católica también ha quedado claro, sin embargo, que los cuidados aplicables a un enfermo no pueden ser 336 / Juan Aristondo Saracíbar clasificados de antemano como “ordinarios” o “extraordinarios”, “proporcionados” o “desproporcionados”, como moralmente obligatorios o prescindibles. Hay que valorar cada situación en sí misma. Así se afirma también en el congreso de especialistas realizado en Toronto en septiembre de 200426. Valorar cada situación quiere decir en primer lugar evaluar la disponibilidad de los medios. No nos hacemos la pregunta de la misma manera en un entorno de sanidad pública que en uno que depende de las posibilidades económicas de la familia. ¿Cuánto cuestan a la sociedad los pacientes en EV? La tesis doctoral de Donald Edward Henke presenta un resumen de los datos en los Estados Unidos. El mantenimiento de estos pacientes costaba al año entre 1.000 y 7.000 millones de dólares a la sociedad norteamericana. En el caso concreto de Nancy Cruzan se gastaron 130.000 dólares anuales (de 1983 a 1990). El coste de los tratamientos por cada enfermo en España, según datos recogidos por la Federación Española del Daño Cerebral (FEDACE) en 2003, se sitúa en 7.200 euros al mes en la fase aguda del tratamiento, y en 1.200 en la fase de mantenimiento. Se queja FEDACE de que es la familia quien tiene que hacer frente a este gasto. La Administración pública no ofrece ayudas27. Algunos utilizan este criterio para decir que es un gasto innecesario. Se afirma que en nuestro Primer Mundo el 30% de los gastos de la sanidad pública se dedican a personas que ese mismo año mueren. ¿Merece la pena invertir ese dinero y hacerlo en esa proporción? Canadian Catholic Bioethics Institute, “Reflections on Artificial Nutrition and Hydration”, en National Catholic Bioethics Quarterly 4 (2004), pp. 773-782. 27 Ver diariomedico.com, 18 de septiembre de 2003 y 1 de julio de 2004. 26 Alimentación artificial / 337 Ronald Henke se une a los que reconocen que este gasto, puesto en contraste con otros, no alcanza una gran magnitud. Recuerda que en 1993 el gasto anual en el Sistema Nacional de Salud era de 300.000 millones de dólares. Otros gastos correlativos en los Estados Unidos eran, por ejemplo, 53.000 millones al año en bebidas alcohólicas, 21.000 millones en joyería y relojes, 176.000 millones en recreación, 10.000 millones en animales domésticos, etc. Quede para nosotros la cuestión pendiente. Dejemos que cada agente moral envuelto en la toma de decisiones, sea la familia o la entidad pública sanitaria, evalúe su propia situación y las necesidades de las personas a las que debe atender. b) Justicia a las familias En la perspectiva familiar, la aplicación de tratamientos a un enfermo tiene un coste humano, además del económico. Esto hace que la distinción “ordinario”-“extraordinario” sea también evaluable desde lo afectivo. Pero esto es ya entrar en el otro terreno de este apartado, el de lo familiar. Llama la atención el perjuicio sobreañadido que semejantes enfermos suponen en sus respectivas familias. Cuando un pariente muere, puede ser una desgracia familiar. Cuando un pariente queda en esta situación de EV, nos enfrentamos no sólo al recuerdo constante de cómo fue antes, sino además a tener que atenderle, a una asistencia larga que no obtiene compensación afectiva. En España, al inicio de 2002 se creó el primer Centro Estatal de Atención al Daño Cerebral, en Madrid. Cuenta con 120 plazas, 90 de ellas para pacientes ingresados y 30 para ambulantes28. Existían antes algunos centros de tipo privado, como 28 Ver diariomedico.com, 2 de julio de 2003. 338 / Juan Aristondo Saracíbar los mantenidos por la orden de San Juan de Dios en varios lugares. En octubre de 2003, el hospital de San Juan de Dios, de Pamplona, abrió también una sección para ellos. Las familias se quejan de la falta de instituciones de larga estancia, de falta de equipos médicos adecuados, de falta de una asociación capaz de asesorar en el proceso jurídico y administrativo que se crea. Pero es, sobre todo, relevante la falta de asistencia por parte de las instituciones públicas a las mismas familias. FEDACE se queja de la falta de centros para ayudar a las familias españolas. Prácticamente no existen –dice– “centros de respiro familiar donde las personas que se encuentran en esta situación puedan dejar a su familiar y relajarse unos días fuera de la rutina cotidiana”29. c) Justicia al propio enfermo Algunos hablan de la necesidad de rendir justicia al propio enfermo, reconociendo que la vida biológica del ser humano no es un absoluto, sino el sustrato sobre el que se construye lo humano, y, por tanto, una vez que resulta evidente que las otras características personales no pueden desarrollarse, podemos prescindir también de esa vida que es mera subsistencia biológica, no pervivencia humana. La vida es un bien que está en la base del ser humano, precede toda respuesta, toda realización humana. Es la condición sobre la que las características de lo humano pueden experimentarse. Cuando en un enfermo las relaciones humanas ya no son posibles, puede decirse que esa vida ha expirado, ha dejado de tener potencial humano. Richard McCormick, por ejemplo, quiere insistir en la diferencia entre “vida humana” y 29 Ver diariomedico.com, 2 de julio de 2003. Alimentación artificial / 339 “prolongación de los procesos orgánicos”. Llega a afirmar que a toda persona corresponde una misma dignidad y debe ser tratada con respeto idéntico, pero no toda vida, pues hay una vida que es meramente orgánica y no personal. Esta opción es contraria a la expuesta por el Centro Sèvres. Otros usan este argumento al revés. Debemos alimentar correctamente a los enfermos en EV, entre otros motivos, porque instintivamente relacionamos la falta de alimento, en nuestra experiencia personal, con situaciones de penuria o necesidad, con situaciones muy desagradables. Relacionamos también, a nivel social, la falta de alimento con marginación de clases sociales desfavorecidas, con situaciones de guerra o penuria extrema. La justicia exige que tratándole como a un ser humano, repartamos también con él los alimentos. Mientras no tengamos un pronóstico más definido, y aunque sepamos que estadísticamente es casi imposible su recuperación, alimentar y cuidar adecuadamente a estos enfermos es signo de solidaridad social con los desfavorecidos30. d) Justicia al devenir humano Desde el criterio de justicia debemos hacer también otra reflexión. Quizá desde hace algún tiempo nuestra sociedad ha cargado demasiadas esperanzas, o lo ha hecho demasiado rápido, en la ciencia y la técnica médicas. El estudio del Centro Sèvres reconoce que, dondequiera que han realizado sus encuestas relativas a los cuidados aplicables a los pacientes en EV, las personas encuestadas respondían con un claro malestar producido por la desorientación, una mezcla de impotencia, incomprensión y sufrimiento. Resume la situación actual de la medicina aplicada a los pacientes en 30 Cf. K. T. McMahon, “Nutrition & Hydration: Should They Be Considered Medical Therapy?”, en Linacre Quarterly 72 (2005), pp. 229-239. 340 / Juan Aristondo Saracíbar EV con estas cuatro sencillas notas: “Un ser humano en supervivencia, un médico en duda, un enfermero desorientado, una sociedad carente”. Efectivamente, nuestra sociedad no nos educa para trabajar sin conseguir resultados. Los enfermos en EV constituyen un reto al modo en que comprendemos al ser humano, a lo que apreciamos en cada ser humano a nuestro alrededor. Estudios más actuales revelan también un gran desasosiego entre los responsables de estos enfermos. A veces pensamos con demasiada facilidad que los enfermos en EV están en proceso de muerte y creemos que eso nos autoriza a organizar la reflexión ante la agonía, no ante la vida, pero ¿no estamos todos nosotros en proceso de muerte? ¿Concluyendo? Nos gustaría poder clarificar la evolución de estos enfermos. Las respuestas dadas a tantas preguntas como nos han quedado en el texto podrían alcanzarse si supiéramos qué pronóstico tienen esos enfermos. Sería de desear, y creo que constituye un reto, una evolución en ese campo, un mayor conocimiento de la situación del enfermo, de manera que podamos tratarlo claramente como un enfermo en camino hacia la muerte o en camino hacia la recuperación. Una gran parte del debate surge porque algunos enfermos han salido de ese llamado “estado vegetativo” o de situaciones similares que no se podían clasificar con más precisión, como comentamos en su momento. Si fuera evidente que los enfermos en estado vegetativo están en una más o menos larga agonía, la supresión de AHA tras el plazo necesario para clarificar la situación sería considerada una ayuda. El riesgo a confundirse tiene dos vertientes. Hay un riesgo de suprimir al enfermo que en realidad estaba inconsciente sólo provisio- Alimentación artificial / 341 nalmente. Hay un riesgo de trastornar profundamente a una familia por el cuidado y la preocupación generados. El primer riesgo es, al parecer, muy poco probable estadísticamente, en las condiciones actuales de la medicina. El segundo riesgo no siempre es valorado adecuadamente por los que de una forma maximalista consideran al enfermo como un ser humano normal, no en agonía. ¿Qué hacer ante la duda? En la historia se han desarrollado varios tipos de argumentos frente a situaciones de duda. Es de recordar el ejemplo del cazador que ha visto entrar a un ciervo tras unos matorrales, en una zona aislada, y ahora ve moverse las ramas, ejemplo que algunos han aplicado a diferentes cuestiones bioéticas. La prudencia le indica que no dispare. Debe esperar hasta comprobar que es el ciervo quien mueve las ramas. Ahora bien, sigue el argumento, ¿y si el cazador es responsable de la alimentación de un grupo humano?, ¿y si las circunstancias del grupo son críticas? En nuestro caso, ante la duda de suprimir o retirar la AHA a un enfermo en estado vegetativo, creo que los criterios vistos nos animan en primer lugar a desarrollar lo mejor posible el análisis de la situación, a clarificar el pronóstico del enfermo. Nos animan a distribuir los recursos a nuestra disposición entre los enfermos a partir de un sistema de prioridades conocido por el público y aplicado de manera ecuánime. Nos animan, en tercer lugar, a aliviar la agonía del enfermo y el sufrimiento de su familia, a pesar de que al hacerlo acortemos el período de subsistencia del organismo. Nos animan a aplicar AHA mientras el pronóstico no esté claro. En el balance entre estos criterios, y asumiendo que a veces tendremos que optar por el mal menor cuando no podemos evitar todo el mal, deberemos encontrar nuestra opción. Que estas páginas constituyan un agradecimiento a todos los que han colaborado en el trato con enfermos y enfermas en estados de mínima o 342 / Juan Aristondo Saracíbar nula consciencia, en la investigación de este tipo de situaciones y en la reflexión sobre los problemas éticos generados. Que sean una invitación para que en todos los campos, en la investigación, el tratamiento y la reflexión bioética, los especialistas sigan adelante, luchando por superar las dudas. 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From Karen Quinlan to Nancy Cruzan to the Present: An Historical Analysis of the Decision to Provide or Withhold/Withdraw Sustenance from PVS Patients in Catholic Alimentación artificial / 343 Moral Theology and Medical Practice in the United States. Dissertatio ad Doctoratum in Theologia Morali Consequendum, Academia Alfonsiana, Roma 2004. Negrón Delgado, J. L., La suspensión de los alimentos e hidratación artificiales al paciente en estado vegetativo permanente en la teología católica, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2004. Shannon, Th. A. – Walter, J. J., Assisted Nutrition and Hydration and the Catholic Tradition”, en Theological Studies 66 (2005), pp. 651-662. Shannon, Th. A. – Walter, J. J., “Implications of the Papal Allocution on Feeding Tubes”, en Hastings Center Report nº 4 (2005), pp. 18-20. Sillero, J. M., Estado vegetativo persistente, Instituto de Estudios Jiennenses, Jaén 1995. Tasseau, F. – Boucand, M. H. – Le Gall, J. 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Cuando se analiza la cuestión jurídica –despenalizar o no estas prácticas–, la mayoría de los bioéticos y la práctica totalidad de los medios de comunicación ni se preguntan por los cuidados que reciben las personas en el final de sus vidas. Sólo unos pocos –muchos de ellos favorables a la despenalización– afirman: una ley permisiva no es la prioridad, y, cuando los cuidados paliativos presentan tales deficiencias, es una inmoralidad. Se diría que queremos comenzar la casa por las ventanas. Algo parecido podría decirse de los debates morales o éticos –uso ambos términos como sinónimos– sobre si en una conciencia bien construida caben estas prácticas o no. Este punto, siendo importante, lo es mucho menos que la cuestión moral fundamental, es decir, el deber de la sociedad de atender adecuadamente a las personas que terminan sus vidas. Espero que se trate de una mera apariencia y quiero creer que, en el interior de todos o de la 346 / Francisco Javier Elizari Basterra mayor parte de la sociedad, las cosas estén en orden, bien jerarquizadas. Si es así, no estaría mal que todo ello tuviera su reflejo en cuanto se habla y escribe sobre la eutanasia y el SMA. Quisiera que estas páginas, atentas a multitud de cuestiones, se leyeran sin perder de vista este hilo conductor. A continuación presento el plan de mi trabajo, en el que destaca más la eutanasia que el SMA, dado el mayor significado de aquélla. Comprende cuatro partes. La más extensa está dedicada a la vertiente legal. Otra aborda el análisis moral o ético. Ambas cuestiones son estudiadas en estas páginas desde planteamientos puramente humanos. El horizonte cambia sustancialmente en la parte dedicada a las posturas religiosas. Todo ello está precedido de unas páginas acerca del mundo semántico de la eutanasia. Sobre los temas tratados intento ofrecer una panorámica razonablemente suficiente para la reflexión. El número y la complejidad de cuestiones abordadas obligan, a veces, a omitir el desarrollo de algunos aspectos y, en ocasiones, a un tratamiento algo denso, para no superar el espacio fijado1. La búsqueda del significado Definir el SMA no presenta especiales complicaciones: el enfermo pone fin a su vida con medios dados por un médico, sabedor éste del fin para el que se buscan o piden dichos medios. Por eso, me detengo únicamente en el significado de eutanasia, poniendo como preámbulo unos breves apuntes sobre el término. 1 Por esta razón, sobre todo, he optado por apenas reproducir citas en una materia en la que existe una producción abrumadora y, dentro de ella, numerosos estudios de gran calidad. Eutanasia / 347 El término “eutanasia” Con frecuencia se afirma que el sustantivo eutanasia aparece usado por vez primera en una obra de Suetonio, autor latino, escrita en el primer cuarto del siglo II d. C. Tal afirmación no es exacta, pues poseemos testimonios anteriores2. Con todo, la obra de Suetonio es importante para la historia del término, pues ella le sirvió a F. Bacon para introducirlo en el mundo moderno. He aquí el texto de Suetonio: “En efecto, casi siempre, cuando [el emperador Augusto] oía que alguien había tenido una muerte rápida y sin fuertes dolores, pedía para sí y los suyos una eutanasia parecida (ésta era precisamente la palabra que solía utilizar)”3. Tras un túnel de quince siglos, el término fue rescatado con éxito por F. Bacon. “En nuestros tiempos, los médicos consideran casi un deber religioso sentarse junto al paciente desahuciado. Mientras que, en mi opinión, y si no quieren faltar a su deber y humanidad, lo que han de hacer es adquirir las habilidades y prestar atención para que el moribundo abandone la vida de modo más fácil y tranquilo. A esto lo llamo yo la búsqueda de la ‘eutanasia externa’ (para distinguirla de la eutanasia que mira a la preparación del alma); y esto lo considero como un objetivo a conseguir”4. Antes de Bacon, Tomás Moro en su obra Utopía se acer2 El sustantivo se encuentra en varios textos antiguos: Posidipo (ca. 300 a. C), Cicerón (106-43 a. C.), Filón de Alejandría (muerto alrededor del año 50 d. C.). El adverbio aparece usado por el poeta Cratino (siglo V a. C.), así como el adjetivo. Y en los estoicos del siglo III a. C. se repite el verbo euthanateo. Cf. M. Zimmermann-Acklin, Euthanasie, Universitätsverlag – Herderverlag, Friburgo (Suiza) – Friburgo (Alemania) – Viena 1997, pp. 22-31. 3 C. Suetonio Tranquilo, Vida de los doce césares, L. II, 99, 2. 4 F. Bacon, De dignitate et augmentis scientiarum, L. IV, 2. Esta obra, escrita en latín en 1625, es una ampliación de otra escrita en inglés en 1605: Of the Proficience and Advancement of Learning, Divine and Moral. 348 / Francisco Javier Elizari Basterra ca mucho a nuestro concepto de eutanasia, pero no emplea el término. Recuperada la palabra eutanasia por Bacon, poco a poco ésta va ganando terreno. La encontramos en varios de los grandes diccionarios del siglo XVIII, para convertirse más adelante en un término de uso corriente. Significados Ya en textos antiguos, eutanasia no tiene el puro sentido etimológico y genérico de “buena muerte”. Su significado es más concreto y los matices varían según los casos: muerte natural rápida, sin grandes dolores, digna, gloriosa, etc. En los tiempos modernos, hemos de destacar dos hechos: 1º: cambio radical de significado, hacia finales del siglo XIX, cambio que, en lo sustancial, permanece hasta hoy: provocar directamente la muerte de un enfermo para que no sufra. 2º: desafortunada extensión del campo semántico del término eutanasia a lo largo del siglo XX, camino que hoy se intenta desandar. Comienzo con este segundo hecho, para posteriormente analizar el actual concepto de eutanasia. a) Una ampliación desafortunada que se intenta corregir – Lenguaje confuso La importancia que a lo largo del siglo XX cobran los medios técnicos para prolongar la vida humana y los tratamientos del dolor va a dejar su sello en el uso del sustantivo eutanasia. En efecto, el término no se reserva sólo para la acción de provocar directamente la muerte de un enfermo con el fin de que no sufra. Bajo el mismo término se cobijan otras acciones que, por lo común, la medicina, el derecho y la ética consideran muy distintas de la anterior; por ejemplo, emplear analgésicos destinados a eliminar o aliviar el dolor, renunciar a prolongar la vida con Eutanasia / 349 medios no proporcionados, no recurriendo a ellos o interrumpiendo su uso. Tal acumulación de significados bajo un mismo sustantivo podía ser una fuente de confusión. Para evitarlo se agregaron inmediatamente a eutanasia una serie de adjetivos, destacando entre ellos varios binomios: activa-pasiva, directa-indirecta, positiva-negativa, y combinaciones de los mismos. Este intento clarificador no logró su objetivo por la sencilla razón de que la misma expresión: eutanasia activa, pasiva, directa, indirecta, etc., se entendía de modo diferente según los autores. Ante semejante situación, no sólo han surgido numerosas quejas, sino también propuestas, siendo la siguiente la que parece más razonable y mejor aceptada. – Propuesta clarificadora Consta de dos puntos. 1º. No llamar ya eutanasia ni siquiera con adjetivos añadidos, como indirecta, pasiva, etc., a dos prácticas médicas habituales: uso de analgésicos y renuncia a prolongar la vida con medios carentes de sentido. Respecto a la primera práctica, es mucho más recomendable e inteligible hablar de tratamiento o terapia del dolor, analgesia, uso de analgésicos, etc. Y para referirnos a la segunda, existen otras expresiones corrientes, como rechazo del encarnizamiento terapéutico o de la obstinación u obcecación terapéuticas, aunque menos gratas para muchos médicos. En cambio, “limitación del esfuerzo terapéutico” parece encontrar mejor acogida. Por tanto, muchos recomiendan desterrar para siempre expresiones como “eutanasia pasiva” o “eutanasia indirecta” u otras combinando estos calificativos. 2º. Reservar el sustantivo “eutanasia” –sin más, sin adjetivo añadido– para la acción de provocar intencionada, directamente, la muerte de un enfermo con el fin de que no sufra. Ello conlleva la desaparición de la expresión “eutanasia activa”. Esta propuesta clarificadora, recomendada por muchos, es bastante seguida, pero todavía son 350 / Francisco Javier Elizari Basterra demasiados los que, por inercia, desconocimiento u otros motivos, siguen con el viejo y confuso lenguaje. La colaboración de profesionales sanitarios, bioéticos, juristas, medios de comunicación social, etc., podría ayudar a acabar con este foco de ambigüedad. Con semejante restricción en el campo semántico de la eutanasia eliminamos una fuente de confusión en el lenguaje. Pero nos queda una tarea algo compleja: intentar precisar el concepto. b) Concepto de eutanasia Quien se toma el trabajo de comparar definiciones de eutanasia, observa que, junto a la existencia de un núcleo compartido, aparecen entre ellas algunas diferencias, de relieve desigual. En principio, las divergencias no tienen por qué extrañar. El concepto de eutanasia –como cualquier concepto, por lo general– tiene su parte de elección. Al definir, unos aspectos de la realidad quedan recogidos mientras otros son excluidos. Elección no es, con todo, sinónimo de arbitrariedad. Suelen existir razones para que determinados detalles o aspectos de la realidad se integren en la definición o queden fuera. No estaría de más un análisis lúcido sobre la operación selectiva presente al definir la eutanasia. ¿Son factores jurídicos, morales, médicos, ideológicos u otros los que originan o explican la inclusión o la exclusión en la definición de ella de algunas precisiones? Las diferencias en el concepto de eutanasia se concentran, sobre todo, en el sujeto a cuya vida se pone fin, sea su situación “sanitaria”, sea la importancia dada a la libre petición de morir. A este último punto, seguramente el más importante, dedico un apartado especial. – Concepto o núcleo común En torno a cinco puntos podemos ver lo que constituye el núcleo compartido del concepto. 1º: resultado de muerte. Es un elemento básico, incuestionable. No basta la intención. Eutanasia / 351 2º: sujeto que muere. Para poder hablar con propiedad de eutanasia, la persona que muere, el “candidato”, ha de tener un determinado perfil. Desde lo que podríamos llamar el ángulo “sanitario”, comúnmente el sujeto está definido por dos rasgos: enfermo desahuciado o incurable y sufrimientos insoportables. Sin eclipsar este fondo común, en los autores percibimos algunos matices o acentos. El término enfermo es entendido de modo más estricto o amplio, para incluir también, según algunos, a la persona “cansada” de la vida. Asimismo, hay divergencias sobre si exigir o no la condición de enfermo terminal. El requisito común de sufrimientos insoportables no tendría vigencia en casos limitados; por ejemplo, si se aplica la eutanasia a enfermos vegetativos. Estas diferencias parecen secundarias frente a la principal, que versa sobre si la petición del enfermo es o no elemento esencial de la definición, cuestión tratada más adelante. 3º: modo de provocar la muerte. Es éste también un aspecto importante, compartido, que sirve para distinguir la eutanasia de muchas otras acciones con resultado de muerte. Generalmente este matiz se expresa con el adverbio “directamente” o con el adjetivo “directo”. Bajo tales términos abstractos, hay una realidad muy concreta y clara en cuanto al modo de producirse la muerte del enfermo, con productos letales en forma de inyección, etc. Existe un detalle sobre el que las definiciones varían. Para unos, la eutanasia se refiere a una acción; para otros5 –sobre todo, medios católicos–, puede ser acción u omisión de tratamientos siempre que los tratamientos omitidos sean considerados normales, ordinarios, proporcionados. 5 Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, Real Academia Española, Madrid 212001, p. 685: “Acción u omisión que, para evitar sufrimientos a los pacientes desahuciados, acelera su muerte con su consentimiento o sin él”. 352 / Francisco Javier Elizari Basterra 4º: móvil de la acción. La eutanasia viene motivada por el deseo de acabar con los sufrimientos del paciente. Tal objetivo, además de otras circunstancias, diferencia la eutanasia de otras formas de poner fin a la vida de una persona por otros móviles. Este elemento es comúnmente considerado como parte esencial de la definición, con la salvedad antes apuntada de la eutanasia aplicada en algunos casos; por ejemplo, a enfermos en estado vegetativo. 5º: agente de la muerte. Que la eutanasia es practicada por un médico o bajo su dirección o se explicita o se da por supuesto. Sin embargo, existe una corriente radical muy minoritaria, partidaria de desmedicalizar la eutanasia. – Diferencia fundamental: petición del enfermo ¿Llamamos eutanasia sólo a la muerte pedida por el paciente o también a la no solicitada por él? En este punto se enfrentan dos corrientes. Durante mucho tiempo, la definición de eutanasia ha acentuado la muerte “por piedad” y ha incluido tanto la voluntaria como la no voluntaria. Frente a ella existe hoy otra tendencia: designar únicamente como eutanasia la muerte pedida por el paciente. Según este planteamiento, la petición es un elemento esencial. Por lo tanto, hablar de eutanasia voluntaria sería una redundancia. Igualmente, según este parecer, tampoco se debería hablar de eutanasia no voluntaria: a las acciones cubiertas por esta expresión habría que llamarlas sencillamente homicidio. La nueva tendencia surge, al parecer, en Holanda. Leenen, profesor de Derecho Sanitario lo sugiere en 1977. La propuesta va adquiriendo adeptos y en 1985 la asume la Comisión Estatal Holandesa de la Eutanasia. Por eso, no es de extrañar que algunos la llamen “definición holandesa”. Esta corriente ha encontrado gran acogida Eutanasia / 353 en los Países Bajos, Bélgica y entre una serie de autores españoles y de otros países. Sin embargo, la noción de eutanasia que abarca la voluntaria y la no voluntaria parece todavía bastante más extendida en el mundo. Es bueno saber que la nueva tendencia surge en un contexto jurídico, cuando en Holanda se iba consolidando la idea de despenalizar la eutanasia. Según algunos, la restricción de significado a la voluntaria obedecía a una estrategia. Se pensaba que dejando de llamar eutanasia a la no voluntaria –la que ofrece más reparos y que, por otra parte, no se trataba de despenalizar–, se evitarían algunas resistencias en el camino jurídico emprendido. La disociación terminológica podía contribuir a remover o debilitar obstáculos en parte de la sociedad. Tengo la impresión de que, actualmente, no pocos autores partidarios de considerar eutanasia sólo a la muerte pedida por el paciente no lo hacen pensando en la cuestión de la despenalización. Su perspectiva parece otra. Partiendo, más bien, del énfasis social actual en la autonomía de la persona, tiene su lógica considerar que la petición del enfermo es elemento decisivo del concepto de eutanasia. Así, el lenguaje la distinguiría con toda claridad de la muerte no pedida, calificada simplemente de homicidio, no de eutanasia, a pesar de que se provocara “por piedad”. La eutanasia ante el derecho Los intentos de despenalizar y legalizar6 la eutanasia y el SMA han recogido sus primeros frutos en los años finales del siglo XX y primeros del XXI. A pesar de que los sondeos revelan en la Uso ambos términos como sinónimos, en el sentido no técnico de “autorización legal”. 6 354 / Francisco Javier Elizari Basterra opinión pública de muchos países occidentales una progresiva mayoría a favor de la despenalización, la gran parte de los órganos legislativos y de los partidos políticos continúan oponiéndose a dar este paso, aun en países muy secularizados. Este hecho cuestiona la interpretación rígida, sin matices, de la situación existente en términos de enfrentamiento entre sociedad civil y religiones. Razones poderosas puramente humanas deben existir para explicar la resistencia de las autoridades públicas. Sin embargo, es previsible que, sin mucho tardar, la “batalla” de la despenalización se extienda en el mundo occidental y consiga nuevos frutos. Son numerosos los factores que apuntan e impulsan en esta dirección. Las legislaciones ya existentes en tres países europeos, Bélgica, Holanda y Suiza, así como en el estado norteamericano de Oregon, encontrarán imitadores. Ideas tan seductoras como autonomía y dignidad del ser humano o piedad hacia el que sufre se alían, con frecuencia, a favor de esta causa. El “espectáculo” de algunas formas de morir en casos extremos es explotado con habilidad en algunas campañas. En la reflexión moral civil, la eutanasia encuentra un sitio menos incómodo que en el pasado. La secularización está contribuyendo a que los frenos a la despenalización pierdan fuerza en la sociedad. Y en las mismas religiones en las que la enseñanza oficial continúa generalmente muy firme contra un derecho permisivo en esta cuestión, surgen voces disidentes de teólogos. No llama la atención que una sociedad con los rasgos descritos lleve en su seno una demanda fuerte en pro de la despenalización. El desarrollo de esta sección comprende tres puntos. 1º: relación entre cuidados paliativos y despenalización. 2º: panorama legal actual. 3º: bases aducidas para autorizar o prohibir la eutanasia y el SMA. Eutanasia / 355 Despenalización y cuidados paliativos (CP) Seguramente nadie discute el derecho de las personas que se hallan en la fase final de sus vidas a ser cuidadas de modo adecuado y el correspondiente deber de la sociedad hacia ellas, deber fundamental, prioritario. Todo ello encuentra un reconocimiento teórico fácil tanto por los partidarios de despenalizar la eutanasia y el SMA como por los opositores. Sin embargo, las convicciones teóricas, con frecuencia, no tienen una traducción práctica eficaz. Los CP, nombre dado hoy comúnmente a la atención prestada a estas personas, presentan todavía numerosas deficiencias graves, a pesar de la evolución positiva que están experimentando y reconocida la excelente labor de muchos profesionales, familias, amigos y voluntarios. En otra parte de la obra, se ofrece al lector una exposición sobre los CP. Aquí me fijo únicamente en su relación con la despenalización. Mi posición se sintetiza en dos afirmaciones. 1ª: los CP están excesivamente marginados en el debate jurídico. 2ª: los intentos de despenalización no son éticos si prescindimos de la situación de los CP o, lo que es peor, si sabemos que sufren deficiencias importantes. a) Cuidados paliativos, grandes ausentes en las discusiones legales Los grandes temas aireados en los debates sobre la despenalización, diferentes según las tendencias, nos remiten a: autonomía y dignidad de la persona, compasión hacia el enfermo que sufre, formas de morir, calidad de vida, inviolabilidad y santidad de la vida, pendiente resbaladiza, etc. En semejantes discusiones, los CP suenan muy poco, mucho menos de lo que deberían. Semejante silencio, casi total en los medios de comunicación, no llama la atención cuando la mayor parte de los bioéticos y muchos médicos, en sus intervenciones 356 / Francisco Javier Elizari Basterra –esperemos que su pensamiento sea otro– no asocian CP y planes de despenalización. Con este panorama, no ha de extrañar la ignorancia de la opinión pública al respecto. Ante estos hechos, son comprensibles las quejas amargas y las acusaciones, muchas veces guardadas en silencio, a veces formuladas claramente, como las que oí a una persona mayor al terminar un debate televisivo entre representantes de diferentes posiciones. “Estos sujetos son unos cínicos. Yo nos les intereso. Mis necesidades y aspiraciones no pintan nada. La presa que persiguen es la ley, ‘su’ ley. Si la consiguen, me venden la idea de que debo estarles agradecido porque han actuado por mi bien. Los ‘vencidos’ me manifiestan su pesar por no poderme ofrecer ‘su’ regalo, ‘su’ ley”. b) Cuidados paliativos, elemento clave en el debate legal Según el testimonio de Kathleen Foley, “la OMS, en su programa de desarrollo de los CP, ha pedido a los gobiernos que no piensen en legislar a favor del SMA y de la eutanasia mientras no estén satisfechas las necesidades de sus ciudadanos con servicios de CP”7. Plantear tales cambios sin preguntarse por la calidad y accesibilidad de los CP o, lo que es peor, admitiendo graves deficiencias es una gran irresponsabilidad ética. Semejante afirmación, sostenida lúcidamente por no pocas personas partidarias de la despenalización, no está inspirada en una estrategia de bloqueo de un cambio legal. Responde a exigencias éticas: servir mejor al bienestar y a la libertad de los enfermos en el final de sus vidas. 7 Testimonio recogido en House of Lords, Select Committee on the Assisted Dying for the Terminally Ill Bill, Assisted Dying for the Terminally Ill Bill (HL), vol. I, Report, The Stationary Office Limited, Londres 2005, p. 34. Eutanasia / 357 Intentar la despenalización sin preocuparse de si están garantizados o no unos buenos CP busca ciertamente, por un lado, ampliar la libertad del enfermo con la opción legal de la eutanasia y del SMA, pero, por otro, esa libertad, a la que no se garantiza la benéfica alternativa de los CP, sufre una limitación importante. Y no se puede decir que el interés por un cambio legal acompañado del desinterés por asegurar unos buenos CP al enfermo sea el mejor modo de mirar por su bien. Los CP son un magnífico aliado del bienestar y de la libertad de la persona en la fase final de la vida. La introducción de los CP en el debate jurídico nos obliga a verificar su calidad y accesibilidad, punto complejo y difícil, respecto al cual podemos encontrar posiciones contrarias. Los opuestos por principio a la despenalización pueden pedir en los CP condiciones no exigibles humanamente y convertir esta propuesta, centrada ante todo en el bien del enfermo, en un argumento para intentar bloquear una ley permisiva. Desde el bando contrario, se puede caer en la tentación de contentarse con CP de baja calidad, con lo cual se viene a indicar que el centro de su interés es más la ley que las personas. Para liberarnos lo más posible de análisis ideológicos, tal evaluación debería confiarse a personas competentes cuya referencia básica fueran las necesidades y aspiraciones de los pacientes y no, ante todo, el sí o el no a una ley. c) El “filtro paliativo”, entre petición y realización legal de la eutanasia y SMA Para que la eutanasia y el SMA sean legales, las leyes permisivas suelen exigir dos dictámenes, confiados a sendos médicos a los que no se pide ser especialistas en CP. Ellos deben certificar que la única salida para los sufrimientos del enfermo es la muerte. Si existiera la posibilidad de romper el duro cerco del sufrimiento por medio de CP, la eutanasia y el SMA serían ilegales. Entre la peti- 358 / Francisco Javier Elizari Basterra ción de estos actos y su realización, se sitúa el obligado dictamen médico. Tal disposición legal está siendo criticada, y con razón. Según una opinión muy generalizada en medios sanitarios, la mayoría de los médicos carece de conocimientos y habilidades en el área de los CP. Ante semejante situación y mientras dure, no parece lo más sensato confiarles el dictamen del que depende la legalidad de la eutanasia y del SMA. Otro modo de proceder podría ser más razonable. Cuando un enfermo pide que se le provoque la muerte o solicita ayuda para quitársela él mismo, ¿no sería más lógico que, antes de dar otros pasos, tuviera él la oportunidad de contactar con un equipo de CP, mejor preparado y dotado para ver si estos cuidados pueden ofrecerle una salida a los sufrimientos insoportables que padece? ¿No debería tal medida estar recogida de algún modo en los textos legales? Desde otro ángulo, no propiamente legal, podemos ver los CP como “filtro” respecto a la eutanasia y el SMA. Una opinión muy extendida y fundada reconoce que unos buenos CP aplicados en su debido momento pueden evitar muchas –no todas– de las peticiones de eutanasia y SMA, y, si la petición se ha verificado, pueden impedir la realización del acto. La innegable eficacia preventiva no ha de oscurecer el sentido fundamental de tales cuidados: servir a la persona, a su bienestar y libertad. Aquí radica su valor esencial. No han sido creados ni se han de fomentar, ante todo, por su eficacia preventiva, que, por otra parte, no hay por qué ocultar. Panorama legal En la primera parte del trabajo señalé la confusión existente en torno al término eutanasia al aplicarse a acciones distintas: a) provocar directamente la muerte de un enfermo para que no sufra Eutanasia / 359 –significado seguido aquí–; b) renunciar a medios que prolongan la vida sin sentido; c) recurrir a analgésicos que pueden acortar algo la existencia. Hemos de estar atentos, porque semejante confusión se repite en no pocos autores al referirse al derecho. a) Leyes vigentes A lo largo del siglo XX han proliferado los intentos de despenalizar la eutanasia, intentos que a finales del mismo se han extendido al SMA. Casi todos han fracasado. En el momento de redactar estas páginas, únicamente están en vigor cuatro legislaciones. Tres de ellas autorizan sólo una práctica: el suicidio asistido en Suiza, el SMA en el estado norteamericano de Oregon y la eutanasia en Bélgica. Holanda ha despenalizado las dos. Un caso peculiar es lo sucedido en el Territorio del Norte, uno de los estados de Australia. Su asamblea legislativa dio luz verde a las dos prácticas el 16 de junio de 1995, hasta su rechazo por el Senado australiano el 25 de marzo de 1997. – Suiza: De las legislaciones en vigor, la más antigua es la suiza, de 1942. Según el artículo 115 del Código Penal, la incitación o ayuda al suicidio constituyen delito solamente si dichos actos responden a motivos interesados, egoístas, de quien los realiza. Esta legislación fue creada sin tener en vista en absoluto su posible aplicación al suicidio de enfermos con ayuda de terceros. En la década de los ochenta, se entendió que esta disposición del Código Penal dejaba la puerta abierta para su extensión a los enfermos, interpretación cuya validez está fuera de duda. Respecto a la situación en Suiza, quisiera destacar un punto: el llamado “turismo” suicida está abierto a ciudadanos de otros países. – Oregon: La segunda legislación en el tiempo tiene por objeto, como la suiza, sólo el suicidio. A propuesta 360 / Francisco Javier Elizari Basterra de los ciudadanos del estado, el SMA –no la eutanasia, como erróneamente se escribe a veces– fue aprobado en referéndum el 8 de noviembre de 1994. La entrada en vigor de la ley se retrasó hasta el 27 de octubre de 1997, por diversas peripecias judiciales, que no acaban de tener fin. En la ley de Oregon, quiero señalar una doble limitación. Primera: el SMA está reservado únicamente a los enfermos terminales, condición no exigida en las otras legislaciones. Segunda: candidatos legales al SMA son únicamente los residentes en el estado, para evitar el “turismo” suicida. – Holanda: La tercera legislación, la holandesa, a diferencia de las dos anteriores, ha despenalizado el SMA y la eutanasia. Aprobada definitivamente el 12 de abril de 2001, entró en vigor el 1 de abril de 2002. En realidad, la legislación que contiene variados elementos nuevos, no ha supuesto cambios sustanciales respecto a la situación jurídica anterior en los Países Bajos. En efecto, en las últimas décadas del siglo XX, diversas sentencias judiciales absolvieron a médicos que habían realizado la eutanasia cumpliendo ciertos requisitos en cuya fijación el Colegio de médicos tuvo una parte importante. Estos fallos de los tribunales fueron creando una situación jurídica no esencialmente distinta de la actual en el fondo, aunque sí diferente desde el punto de vista de la seguridad jurídica para quienes realizaban la eutanasia. Un aspecto importante a destacar en la legislación holandesa se refiere a la edad legal del candidato a la eutanasia y al SMA, prácticas accesibles a partir de los 12 años8. En la fase de los 12 a los 18, la ley 8 La eutanasia no pedida se está practicando en Holanda tanto con personas legalmente capaces de solicitarla como con menores de 12 años. Para casos muy limitados de bebés nacidos con gravísimos problemas, se ha elaborado en el Centro Médico Universitario de la ciudad de Groninga el llamado “Protocolo de Groninga”, que aplica la eutanasia bajo requi- Eutanasia / 361 distingue dos franjas. Entre los 12 y los 16, es obligado un doble consentimiento, el del menor y el de sus padres o tutores legales. Una vez cumplidos los 16, además del consentimiento del menor se exige que sus padres o representantes legales estén de algún modo implicados en el proceso de decisión, pero sin que se requiera su consentimiento. – Bélgica: La ley belga ha sido la última en introducirse. Aprobada el 16 de abril de 2002, entró en vigor el 23 de septiembre del mismo año. Se parece mucho a la holandesa en lo sustancial, aunque es notablemente más detallada en sus disposiciones. Respecto a la edad del candidato a la eutanasia, ésta se permite también al menor, pero sólo al menor emancipado. Estando accesible la eutanasia tanto al enfermo terminal como al no terminal, para este último caso se establecen algunas medidas adicionales. Como la ley de los Países Bajos, la belga fija una serie de controles y garantías tanto previas a la muerte del enfermo (intervención de al menos dos médicos que certifiquen el cumplimiento de una serie de circunstancias) como posteriores a ella (comunicación de los hechos a representantes de los poderes públicos) para garantizar mejor la legalidad y evitar abusos. b) ¿Legalizar sólo el SMA, sólo la eutanasia o ambos? Suiza únicamente permite la ayuda al suicidio. Oregon sólo el SMA. Bélgica autoriza tan sólo la eutanasia. En Holanda son legales ambos. sitos muy estrictos. Tales hechos de por sí son ilegales, pero no existe constancia de una acción sobre ellos ante la justicia. Incluso se está pidiendo, para evitar la inseguridad jurídica, que las leyes reconozcan la eutanasia no pedida en tales casos. Por ahora, el Gobierno holandés se resiste a dar semejante paso. 362 / Francisco Javier Elizari Basterra ¿A qué obedece tal disparidad? La respuesta más clara, probablemente, es la referida a Oregon. Varios estados norteamericanos, a través de consultas populares previas, habían intentado despenalizar en un mismo paquete la eutanasia y el SMA. Todos fracasaron. Oregon aprendió la lección y se limitó al SMA, por creer que las resistencias del público y de los médicos hacia él eran inferiores. La estrategia funcionó. Ciñéndonos al parecer de los ambientes sanitarios, en algunos se advierten diferencias en el modo de percibir la eutanasia y el SMA. Éste tendría una triple “ventaja” sobre aquélla. Por un lado, en él queda más realzada la intervención del paciente, su autonomía, pues él mismo realiza el acto que provoca la muerte. Por otro, algunos médicos dicen sentirse psicológicamente menos incómodos con el SMA por ser su cooperación a la muerte del enfermo más remota y alejada en el tiempo. Recetar unos productos letales es un acto de resultado incierto. Entre la prescripción del médico y la muerte se coloca la voluntad del paciente, que puede usarlos o no, y, de hecho, un número de enfermos no se sirve de los productos recetados. Además de una inferior resistencia psicológica, algunos confiesan una menor resistencia moral al SMA que a la eutanasia, apreciación negada por otros. También podría señalarse una doble “desventaja” en el SMA. Algunos consideran menos humano, más inmisericorde, más duro dejar en manos del mismo enfermo la realización del gesto mortal. Además, en caso de producirse problemas en la toma del producto letal, la presencia del médico en ese momento no es tan segura como en el caso de la eutanasia. Existe otra diferencia entre ambos respecto a la demanda social. La petición de SMA es muy inferior a la de eutanasia. En Holanda, respecto a las muertes acogidas a la nueva ley, más del 90% suceden por eutanasia y menos del 10% por SMA. Eutanasia / 363 La opción legalizadora Unas páginas antes he señalado varios factores que favorecen la creciente tendencia social a favor de despenalizar la eutanasia y el SMA. Al tratar de fundamentar esta causa se esgrimen una serie de razones, de muy desigual valor e importancia. Entre ellas ocupan lugar muy destacado la autonomía del paciente, su dignidad, la calidad de vida, la piedad de terceros que aceptan colaborar para librar de sufrimientos al enfermo. Me detengo, ante todo, en los dos argumentos más invocados, que algunos llaman ideología centrada en la autonomía e ideología centrada en la compasión. Ambas aparecen con fuerza, pero existen diferencias de acentuación y de prioridades. Hay quien ve la ideología centrada en la autonomía más presente en el campo de la reflexión filosófica, mientras que la ideología de la compasión estaría más reflejada en médicos y leyes. No desarrollo el argumento de la dignidad ni el debatido tema de la calidad de vida, expuestos en otras colaboraciones del libro. a) Ideología centrada en la autonomía Según esta corriente, la eutanasia y el SMA son, ante todo, una opción, una elección personal. He aquí la base principal alegada para pedir su legalización. En tal visión, se acentúa la autonomía por encima del objetivo de liberar del sufrimiento por piedad. Cada persona es autónoma para dirigir su vida y disponer de ella de acuerdo con sus propios principios, creencias y valores. La única limitación legal admisible a esta libertad –se añade– es evitar daños a terceros. Ahora bien –continúan–, en las circunstancias en las que suelen tener lugar la eutanasia y el SMA, el perjuicio para otros se considera inexistente o irrelevante. Por lo tanto, la prohibición legal de estas acciones no entra dentro de las facultades legítimas del Estado. 364 / Francisco Javier Elizari Basterra Semejante énfasis teórico en la autonomía no es inocente, tiene sus consecuencias prácticas. Probablemente llevará a algunos cambios. El dolor y el sufrimiento pueden pasar a un segundo plano respecto a la libertad de la persona en una perspectiva legal o médica. Cuanto afecta a la dependencia o independencia del enfermo puede cobrar mayor relieve que el sufrimiento en orden a considerar aceptable la eutanasia y el SMA. Igualmente, ello podría reducir la importancia de los procedimientos de evaluación de la situación “sanitaria” del paciente, en la que corresponde un papel destacado a los médicos. Puede suceder, también, que la mejora de los cuidados paliativos no tenga tanto peso en prevenir las peticiones y realizaciones de eutanasia, por subrayar más la autonomía. Por otro lado, este planteamiento tiene la ventaja de afirmar de modo contundente la libertad, pero protege menos contra el mal uso de la misma. Más adelante, al tratar de la autonomía como fundamento para que la eutanasia y el SMA sean tenidos como opciones morales lícitas, hago una serie de observaciones sobre la libertad. Aunque la perspectiva es allí diferente, algunos aspectos entonces señalados pueden ser de interés también ahora. b) Ideología centrada en la compasión Aunque sería mejor calificar a esta ideología como centrada en el bien del enfermo, me atengo a los términos del título, por ser usados con cierta frecuencia. Según esta tendencia, la eutanasia y el SMA no son, ante todo, una cuestión de opción personal. Se reivindican, principalmente, en nombre de la piedad, respuesta humana a una situación insoportable. Algunos creen que, en las leyes despenalizadoras y en el pensamiento de muchos médicos, la ideología centrada en la compasión prevalece sobre la autonomía y lo ven reflejado de dos maneras. En primer Eutanasia / 365 lugar, los textos legales dejan traslucir una idea de libertad del enfermo como especialmente vulnerable y amenazada. Y como tal, necesitada de una especial protección legal frente a imposiciones o coacciones, declaradas o encubiertas. Esto explica la exigencia de que, al menos, dos médicos certifiquen el carácter libre y ponderado de la decisión del paciente, por ser el testimonio de éste legalmente insuficiente. Pero el punto fundamental es otro: las limitaciones legales a la libertad. No cualquier eutanasia o SMA, por mucho que lo quiera el sujeto, son admisibles por ley. El candidato legal a estas dos acciones ha de ser un enfermo, desahuciado o incurable, con sufrimientos insoportables e inaliviables. ¿Desde qué presupuestos se justifican estas limitaciones legales a la autonomía de la persona? ¿Desde intereses o perjuicios relacionados con terceros? ¿En el hecho de que estos actos no son exclusivos del paciente, pues colaboran extraños? Da la impresión de que no. Aunque las leyes no emplean la expresión “por bien del enfermo”, dan a entender que éste es el verdadero motivo por el que autorizan la eutanasia y el SMA, no tanto el respeto a la libertad. Consideran que en algunos casos la muerte puede ser un bien para el enfermo, mejor que seguir viviendo. Esta ideología parece también dominante en muchos médicos que ven su misión, ante todo, en términos de bien del paciente, no de respeto a su autonomía. Después de referirme a las dos ideologías, cada una de las cuales acentúa un punto de vista, nos podemos preguntar: ¿en realidad el asunto de la despenalización no descansa tanto en el respeto a la autonomía como en la preocupación por el bien del paciente, tomados como un paquete conjunto, aparentemente inseparable? Algunos sospechan que la exigencia conjunta de ambos valores para liberalizar la eutanasia y el SMA es una maniobra de pura estrategia que busca, por 366 / Francisco Javier Elizari Basterra ahora, guardar el argumento en términos bastante estrictos. Y se preguntan: ¿con el tiempo no se disociarán autonomía y bien del enfermo para seguir cada uno su camino independiente? Es decir, ¿no se llegará a justificar poner fin a la vida de una persona solamente desde uno de los dos lados: desde la pura autonomía, porque lo quiere el enfermo y sin apelar a la enfermedad incurable y a los sufrimientos, o desde el bien del paciente, es decir, para librarle de sus padecimientos, aunque el enfermo no lo haya pedido? ¿Tal separación posterior, de darse, sería un indicador de que estamos ante una pura estrategia o se explicaría por otros motivos razonables? c) Incoherencia de la prohibición legal Otro modo de justificar la despenalización apela a la coherencia del derecho. Si en él prevaleciera la lógica, deberían ser legales la eutanasia y el SMA. Quienes así piensan, parten de un hecho jurídicamente cierto. El paciente goza de un derecho legal casi ilimitado para rechazar tratamientos médicos incluso cuando la negativa puede desembocar en un resultado de muerte, por ejemplo, si se renuncia a técnicas de soporte vital. A partir de esto se preguntan: ¿qué diferencia sustancial existe entre el rechazo de estas técnicas y el recurso a una inyección, unas pastillas o una bebida letales? Para ellos existe una continuidad real entre todas estas acciones. El resultado producido es el mismo; por lo tanto, el derecho las debería tratar de igual modo. A lo más podríamos hablar de una diferencia psicológica, razón insuficiente para un distinto tratamiento jurídico. Existe una fuerte opinión contraria que defiende la tesis de la discontinuidad entre el rechazo de tratamientos de soporte vital y la práctica de la eutanasia y del SMA, tesis apoyada en la praxis profesional médica, en la historia legal y en la ética. Los autores explican de forma diversa Eutanasia / 367 la diferencia entre esas acciones. Según unos, la distinción no parece teóricamente fundada, pero sí goza de valor práctico, por ahora, aunque su validez no es garantizable en el futuro. Victoria Camps la entiende en estos términos: “La renuncia al tratamiento es la renuncia a una intervención que prolonga la vida, mientras que el suicidio asistido es mucho más activo, ya que se basa en la voluntad expresa y expresada por el propio sujeto de decidir sobre el momento y las circunstancias de la propia muerte”9. Los defensores de la discontinuidad cifran, comúnmente, las diferencias entre la eutanasia/SMA y la renuncia a prolongar artificialmente la vida en dos capítulos: causa e intención. La muerte –afirman– no se produce por la misma causa en los dos casos. Mientras que al rechazar las técnicas de soporte vital, el resultado fatal sobreviene por la patología que el paciente sufre, en la eutanasia y el SMA, la muerte es provocada por un producto letal. También la intención se sitúa en el corazón del debate: en un caso, la voluntad busca acabar directamente con la vida, mientras que en los otros se trata de no prolongarla de modo artificial. Desestimar las diferencias entre todas estas acciones –se dice– es despreciar toda una obra de orfebrería y finura éticas realizada a través de siglos. A lo cual, la posición contraria replica que semejantes distinciones son farisaicas y tienen un carácter artificial y ficticio. Como final, quisiera añadir alguna observación personal. Percibo que en nuestra sociedad parece afirmarse una tendencia que da mucha más importancia a los resultados brutos, visibles, y tiende a tachar de argucias y sutilezas muchas reflexiones morales en las que entran en juego intenciones y el modo en que los hechos se producen. ¿Será este cambio un signo de pérdida de finura en la reflexión moral? ¿Son esos “detalles 9 Íd., p. 118. 368 / Francisco Javier Elizari Basterra sutiles” más propios de minorías cultivadas que de la “masa”? Por otro lado, las distinciones y conexiones entre intención, previsión y resultados en la compleja esfera de las decisiones al final de la vida no están exentas de alguna ambigüedad. Reconocerlo permitiría a los defensores de ambas tesis, la continuista y la discontinuista, opiniones más modestas, menos graníticas, capaces de percibir también los puntos débiles de la propia opinión. Justificando el veto legal Según los sondeos, aun admitiendo sus importantes limitaciones, el frente opositor a la despenalización disminuye en la opinión pública. Algo parecido revelan las encuestas respecto a los profesionales sanitarios, grupo amplio y variado en cuyo seno un número no desdeñable, especialmente entre los dedicados a CP, enfermeras, etc., o rechaza de plano los cambios legales o no los considera de gran interés social, y mucho menos algo prioritario o urgente. Entre los intelectuales la opinión favorable a la prohibición parece muy minoritaria. Sin embargo, a pesar de este clima, la gran mayoría de los órganos legislativos de los países occidentales y de los partidos en ellos representados se niega a la despenalización. Y este hecho se da también en países muy secularizados. Ello puede indicar que estos órganos y partidos todavía encuentran razones poderosas para resistir a las demandas en otra dirección. Y se trata no de argumentos religiosos, sino de consideraciones humanas, racionales. Los argumentos principales empleados para fundamentar la negativa a aceptar la autorización legal de la eutanasia y del SMA son tres. El rechazo más absoluto se apoya en la idea de que toda vida humana es inviolable. Una oposición, no Eutanasia / 369 tan de principio, acude al conocido como argumento de la pendiente resbaladiza, que se ampara en las consecuencias funestas derivables de la autorización de la eutanasia y el SMA. A estas dos viejas formas de argumentar, más recientemente se ha unido un tercer planteamiento que apela a las carencias en cuidados paliativos. a) Carencia de buenos cuidados paliativos (CP) accesibles A este asunto me he referido antes. Por eso, paso rápidamente sobre él. Desde esta perspectiva, el intento de despenalizar la eutanasia y el SMA no parece éticamente admisible si nos desinteresamos de la situación de los CP o, lo que es peor, si conocemos graves carencias en ellos. Los planes de legalización en estos dos supuestos –se ha dicho más de una vez– equivaldrían a querer comenzar la casa por la ventana. Tengo la impresión de que este razonamiento está pesando bastante en partidos, en parlamentos y en otras muchas personas. La despenalización, aun con buenos CP, no es, según personas responsables, una necesidad social importante, y mucho menos algo prioritario o urgente. Y sin buenos CP es una temeridad. Se corre un grave riesgo de perjudicar al bienestar de los enfermos y a su libertad, no asegurando la alternativa benéfica de los CP. b) Pendiente resbaladiza Probablemente este argumento ha sido el más utilizado en el pasado por quienes, desde una óptica civil, se han opuesto a la despenalización de la eutanasia y del SMA. Sin embargo, mis impresiones indican una cierta pérdida de peso en la actualidad. He aquí sus líneas esenciales: una acción no rechazable en sí misma podría convertirse en inaceptable por las consecuencias indeseables derivadas previsiblemente de ella. Esta forma de argumentar convincente para 370 / Francisco Javier Elizari Basterra unos, es denostada por otros por considerarla retórica, vaga, superficial, arma del conservadurismo y del inmovilismo, explotadora de sentimientos, de miedos, poco atenta a la complejidad y oscuridad de los procesos causales cuando se trata de fenómenos sociales, etc. Otros, en cambio, piensan que el argumento encierra una llamada razonable a la cautela, a la prudencia, contra actuaciones precipitadas e irreflexivas. Para construir el argumento de la pendiente resbaladiza hay que establecer dos puntos. 1º: identificar el efecto o efectos considerados indeseables. Para que el razonamiento sea creíble en orden a prohibir una acción no rechazable en sí misma, sino por sus consecuencias, los efectos han de tener una cierta entidad y proporcionada, cada uno por separado o en su conjunto. 2º: la secuencia entre los efectos indeseables y la acción de la que pueden derivarse ha de ser razonablemente probable. Argumentar desde algo no probable resta credibilidad. En el caso de la despenalización de la eutanasia (y del SMA), la lista de efectos indeseables elaborada por los defensores del argumento es, más o menos, la siguiente: – paso de la eutanasia pedida a la no pedida, – paso de la solicitada libremente a la no libre, bajo presiones o coacciones, – deterioro de la relación de confianza entre paciente y profesional, – introducción de un nuevo paradigma médico: la eutanasia y el SMA como “opción terapéutica”, como un elemento más dentro del paquete global de tratamientos y cuidados. Esto significaría un cambio importante en la naturaleza de la medicina y en la ética médica, – golpe a los cuidados paliativos. La eutanasia y el SMA podrían ser la solución fácil, Eutanasia / 371 barata, de la sociedad, en perjuicio de los cuidados paliativos, mucho más caros y difíciles. Queda la segunda operación, consistente en definir la conexión entre despenalización y estos efectos indeseables. Los defensores del argumento de la pendiente resbaladiza ven confirmados sus temores desde los pocos precedentes que tenemos; en especial desde el más estudiado, el caso holandés. Los hechos les dan la razón en un punto. En los Países Bajos, la práctica de la eutanasia no pedida es bastante frecuente. Estudios serios lo certifican. Sin embargo, en cuanto a otras consecuencias –eutanasia pedida sin libertad, forzada, deterioro de la confianza entre pacientes y profesionales, golpe a los cuidados paliativos–, las investigaciones holandesas no parecen apoyar los temores expresados o, al menos, no con claridad. Establecer o negar la conexión es una operación delicada, arriesgada, abierta a apreciaciones muy subjetivas. La perspectiva de que disponemos para sacar conclusiones es muy limitada en dos aspectos: número de leyes despenalizadoras y lapso de tiempo desde su vigencia. Además, ¿hasta qué punto son trasladables las conclusiones de un país como Holanda a otro donde algunas circunstancias pueden ser distintas? Para un espíritu independiente no es muy alentador el espectáculo que contemplamos en torno a este argumento. Y esto no significa echar las culpas sólo a una parte. c) Rechazo absoluto Estamos ante la oposición más vigorosa a la despenalización. En este grupo seguramente dominan personas de convicciones religiosas. Sin embargo, también figuran representantes que proceden del mundo no religioso. Dejo de lado expresiones como santidad de la vida, entendida 372 / Francisco Javier Elizari Basterra de modos algo diferentes e inmersa en inagotables discusiones, para intentar reflejar en términos concretos el contenido real de esta posición. Para ellos toda vida humana posee un valor igual, independientemente de su edad, situación y condición. No está permitido acabar intencionadamente, directamente, con la vida de un enfermo (es simplemente una aplicación de la tesis general que habla de la vida de un inocente). El ser humano carece de poder para disponer de modo radical de la propia vida, quitándosela uno a sí mismo u otorgando a otro la facultad de hacerlo. El respeto del derecho a la vida es piedra angular de la sociedad moral y una barrera que las leyes no pueden traspasar en ningún caso. Un cambio en este punto significaría un alejamiento decisivo del respeto que la sociedad debe a la vida humana. La eutanasia desde la ética Aunque algunos temas aparecidos en la sección anterior reaparecen aquí, la perspectiva es distinta. Allí se trataba de justificar políticas, es decir, prohibir o autorizar legalmente la eutanasia y el SMA. Ahora interesa ver si estas acciones pueden ser o no una solución aceptable desde la conciencia, desde los valores, independientemente de lo que digan las leyes. La eutanasia y el SMA tienen dos rasgos comunes, aunque con matices diferentes: 1º. Ambas acciones suponen la colaboración de otra persona en la muerte de un enfermo, más remota en el SMA, directa e inmediata en la eutanasia. La participación ajena, en este caso de un profesional sanitario, merece un análisis ético, y, en este punto, existen posiciones no concordes. Para unos, semejante colaboración de terceros, prestada libremente, no tendría por qué suscitar reservas morales. Por un lado, no se priva de la vida a un enfermo contra su voluntad, sino con Eutanasia / 373 su consentimiento libre y ponderado. Por otro, el mismo paciente considera la muerte un bien, algo mejor que seguir viviendo. Y el hecho de que sea un médico el que interviene tampoco ha de considerarse contrario a la naturaleza de la medicina o a la ética profesional. La corriente contraria mantiene que ninguna de estas circunstancias modifica sustancialmente el valor moral de la colaboración de terceros. Por mucho que lo solicite el enfermo, la actuación del médico en la eutanasia es un homicidio, y ayudar en el SMA es colaboración inmoral a un suicidio. Nadie tiene poder moral tan absoluto sobre la propia vida ni puede delegarlo a otros. La acción es tanto más censurable cuanto que quien presta su colaboración es un médico, que, en virtud de su profesión y de su ética, es un servidor de la salud y la vida. Dicho esto sobre el primer punto, paso al segundo, el que suele aparecer en primer plano hoy, al tratar de la eutanasia y del SMA. 2º. En ambas acciones hay otro elemento común: el enfermo dispone de su vida, lo cual plantea un problema ético sustancialmente igual en los dos casos, a pesar de las diferencias en el modo de hacerlo: ¿cuál es el poder de que goza el ser humano en relación con decisiones tan radicales sobre la propia vida? Antes de exponer el pensamiento actual acerca de este asunto, dedico una breve nota a la reflexión moral occidental en torno a él, tema tratado a lo largo de la historia a propósito del suicidio y en muy raras ocasiones refiriéndose a la eutanasia; por ejemplo, Tomás Moro en su obra Utopía. Breve nota histórica. Moral del suicidio Desde el tiempo de la Antigua Grecia, la filosofía occidental ha dado al suicidio un enfoque básicamente ético. Esta constante sufre un tremendo eclipse, menos visible en las éticas religio- 374 / Francisco Javier Elizari Basterra sas, hacia finales del siglo XIX o principios del XX, al estudiarse el complejo entramado psicológico y social de numerosos suicidios y conocer los déficit de racionalidad y libertad en la mayor parte de ellos. En el mundo grecorromano predomina una visión negativa, apoyada en dos líneas principales de argumentos. Primera: el suicidio viola el orden, el curso de la naturaleza, curso al que se concede valor moral. Segunda: conlleva una injusticia social por privar a la sociedad de la aportación de uno de sus miembros. Con todo, no raramente, el suicidio encuentra también acomodo en el pensamiento moral. Puede constituir una salida ética a una humillación vergonzosa, a la pobreza, a una desgracia inevitable o ante “coacciones externas”; por ejemplo, de un tribunal. A veces, es presentado casi como un deber de la persona que, por sus impulsos criminales incontrolados o por una enfermedad incapacitante, no puede aportar a la sociedad su debido servicio. Los estoicos lo enfocan de modo particular. Según ellos, para el sabio, el suicidio es un acto de nobleza moral si responde a un principio, a un deber, al dominio racional sobre el propio yo, si no es fruto de un desajuste emocional ni obedece a la incapacidad de soportar el dolor o el sufrimiento. Al establecerse el cristianismo, el pensamiento occidental experimenta un cambio radical. Pronto se impone el rechazo más absoluto del suicidio. Esta situación comenzará a sufrir una erosión gradual a partir del Renacimiento, con los autores muy divididos. Kant y otros filósofos importantes siguen condenándolo desde planteamientos puramente humanos. Frente a ellos, otra corriente lo contempla como una posibilidad ética. Los románticos lo exaltan como la suprema manifestación moral de la autonomía. En nuestro tiempo, la mayor parte de los suicidios aparecen como ajenos a la moral por las limitaciones en la deliberación y la libertad. Los únicos en los Eutanasia / 375 que muchos ven las condiciones para la calidad moral son el suicidio altruista y el SMA. La eutanasia y el SMA, opción lícita En la reflexión ética actual, asumida en buena parte por la opinión pública, domina la idea de que la eutanasia y el SMA son una opción moralmente aceptable, una forma lícita de disponer de la propia vida. Ésta le pertenece a cada uno. No se ve por qué la libertad humana tiene que pararse ante las puertas de la muerte, ante la “última libertad”. Poder disponer del propio morir, en cuanto al momento y forma –se dice–, es un derecho fundamental derivado de los derechos de la primera generación. La nueva extensión de la libertad a un campo antes vedado, tiene su cabida lógica dentro de las morales modernas, morales de autonomía. Pero la afirmación del poder sobre la propia vida no ha de ocultar dos aspectos: su carácter trágico y su dimensión moral. Algunos textos y declaraciones desprenden satisfacción, casi orgullo, por esta nueva frontera conquistada. Semejante aire triunfal es comprensible por el logro conseguido. Ahora se reconoce como una posibilidad ética algo antes prohibido: poner directamente fin a una vida envuelta en grandes sufrimientos. Pero no podemos ocultar el carácter trágico de la decisión, aun siendo ésta lúcida y ponderada. No estamos ante una libertad que despierta alegría, que invita a cantar, a celebrar. La eutanasia y el SMA no son un acto de creación ni una maravilla que admirar10. Pensar con suficiente lucidez que la muerte propia constituye un bien, algo mejor que seguir viviendo, es respetable, pero no por ello pierde su condición trágica. Cf. J. Sádaba, La vida en nuestras manos, Ediciones B., Barcelona 2000, p. 174. 10 376 / Francisco Javier Elizari Basterra A veces, escritos llevados de un entusiasmo poco matizado parecen sugerir un poder moral casi ilimitado sobre la propia vida. Sin embargo, defensores de la autonomía de la persona en este campo destacan otros aspectos muy importantes, a veces marginados. La libertad humana no es mera ausencia de imposiciones externas, no se agota en una pura elección entre diferentes opciones. Como libertad moral que es, está obligada a guiarse por la razón en la búsqueda del bien. Éste es referencia necesaria para una conducta y juicio éticos. No cualquier disposición de la propia vida, no todo acto en esta materia, por muy explicable y respetable que sea, tiene calidad moral. La existencia de limitaciones morales a la libertad en cuanto a decidir sobre la propia vida es fácilmente admitida, si nos mantenemos en la afirmación general. Más complicado se presenta el intento de fijar fronteras y criterios concretos para tales limitaciones. Con todo, se pueden señalar algunas indicaciones. Fuera del campo de la eutanasia y del SMA, no pocos ven en el suicidio altruista un acto de altura moral. El entregar libremente la propia vida al servicio de causas sociales se acepta como un título de nobleza ética. No faltan, con todo, las alertas hacia tales actos, en el sentido de que un vínculo demasiado fuerte de la persona con la sociedad pudiera despertar sospechas sobre la calidad moral de tales actos. Otro criterio a partir del cual no pocos ven en la eutanasia y el SMA actos lícitos es que la muerte debe constituir un bien para el enfermo. Se considera satisfecha esta exigencia en circunstancias muy especiales, enfermedad incurable a la que se suman sufrimientos insoportables. La vida humana es un bien muy precioso como para que su eliminación por uno mismo o por otros pueda constituir una decisión lúcida, responsable, moral simplemente porque el interesado lo quiere. Entramos ahora en un terreno más complejo: el peso que el sentir de otros, familiares e incluso Eutanasia / 377 profesionales de la salud, pueda tener a la hora de reconocer o condicionar la calidad moral de la eutanasia y el SMA. “La resistencia de los familiares de un moribundo o la resistencia del médico a acelerar la muerte del paciente que lo pide puede ser una limitación benéfica a la autonomía del paciente. Benéfica y, en algunos casos, más razonable que el deseo del paciente que sólo quiere morir. O dejar de sufrir”11. Este modo de pensar tiene ecos de una idea de libertad que se construye en relación y dependencia con los demás, no en el reducto aislado y solitario del propio yo. Rechazo moral de la eutanasia y del SMA Frente a la posición anterior que extiende la libertad moral hasta las puertas de la muerte, no pocos siguen adoptando un parecer contrario. Entre sus defensores, probablemente la mayoría pertenece a grupos religiosos. Con todo, también están representadas en esta postura personas no creyentes. Dominante en otros momentos, esta forma de pensar se ha ido debilitando en el campo de la filosofía moral y también en la opinión pública. No parece descaminado conectar el declive de esta posición, junto a otros factores, con la secularización creciente de nuestra sociedad. Con frecuencia esta corriente es identificada con el principio de “santidad” o “carácter sagrado” de la vida. Quizás sería deseable en el debate social prescindir de tales expresiones por dos razones. Primero, por su carácter abstracto, por los diferentes modos de entenderlas y por la ambigüedad que las impregna. También porque, dado su origen y uso muy vinculados a un contexto religioso, no parecen las más indicadas en V. Camps, La voluntad de vivir, Ariel, Barcelona 2005, pp. 128-129. 11 378 / Francisco Javier Elizari Basterra un ámbito secular, aun conociendo la existencia de una versión laica de estos términos. La postura es clara en su contenido. Toda acción directa orientada a acabar con la vida propia o ajena del enfermo por medio del SMA y la eutanasia es éticamente inaceptable. Semejante afirmación no ha de interpretarse como defensa de un vitalismo ciego, pues esta corriente admite el rechazo razonable de las técnicas de soporte vital a petición del paciente o cuando son consideradas fútiles dentro de una buena práctica médica. La vida no es un bien absoluto a conservar a cualquier precio. Si pasamos al terreno de la fundamentación, no es de extrañar el escaso o nulo valor que se le concede desde una ética presidida por el dogma de la autonomía. Esta apreciación no es totalmente nueva. Importantes teólogos católicos de los siglos XVI y XVII afirmaron que, fuera del soporte religioso, los argumentos racionales no eran tan concluyentes como para condenar absolutamente el suicidio –no se planteaban la eutanasia. La fundamentación básica utilizada en esta opinión es doble: orden de la naturaleza y vínculos sociales de la persona. La interrupción de la vida provocada directamente va contra el orden de la naturaleza, es una violación del orden natural. En el ser humano existe un amor a sí mismo, una inclinación natural a conservar la vida, una especie de instinto moral. Ello explica la aversión al suicidio y, por extensión, a la eutanasia. Semejante resistencia interior es una traducción a nivel vivencial de que el ser humano no es dueño de la vida propia o ajena. La eutanasia y el SMA significan una regresión en el sentido moral, un rebajamiento del nivel ético de la sociedad. Se añade que estas dos acciones encierran algo de paradójico. Siendo la vida, base y condición fundamental para el crecimiento paulatino de la propia libertad, para que florezcan los demás bie- Eutanasia / 379 nes, valores y derechos del ser humano, resulta paradójico, incomprensible, cortar voluntariamente ese proceso de construcción del hombre, de desarrollo de la propia libertad. Semejantes consideraciones, con todo, podrían tener sentido si la vida que se suprime tuviera grandes posibilidades abiertas de cara al futuro. Pero ¿no parecen excesivas cuando el ser humano se encuentra en condiciones muy precarias y cercano a su final? Desde otro ángulo, la eutanasia y el SMA se ven como una violación de los vínculos de solidaridad. Ya Aristóteles condenó el suicidio no a partir del perjuicio para el individuo que lo comete, sino por su carácter antisocial, por representar una agresión contra la sociedad, que se ve privada de uno de sus miembros. Hoy en día, la eutanasia y el SMA pueden verse como una negación de los vínculos de la persona con la familia, la nación y la humanidad. Este argumento, construido sobre algo importante, la relación esencial entre persona y sociedad, tiene, sin embargo, contornos elásticos e indefinidos y podría derivar en interpretaciones peligrosas que subordinaran la persona a intereses sociales. Al hecho de oponerse moralmente a la eutanasia y al SMA se le han asignado otros significados. Tal posición es descrita como un excelente muro protector frente a posibles abusos por parte de poderes sociales llevados por intereses económicos, eugenésicos, etc. Si la persona no puede lícitamente poner fin a su vida o consentir que otro lo haga, queda más cerrado el camino a injerencias ajenas. Religiones Dentro del panorama religioso me ciño a las Iglesias cristianas, al judaísmo y al islam. No informo sobre otros grupos religiosos. 380 / Francisco Javier Elizari Basterra No raras veces, se da a entender que el rechazo de la eutanasia y del SMA es una posición propia y casi exclusiva de la Iglesia católica frente a otras Iglesias cristianas, idea completamente falsa. La enseñanza oficial de todas las Iglesias cristianas es sustancialmente uniforme –más adelante haré algunas precisiones–: condena de la eutanasia y del SMA como opción moral y como opción legal. Todas ellas, junto con el judaísmo y el islam, repiten una creencia fundamental: Dios es el Señor de la vida humana. Ésta es un don suyo cuyo dominio radical no está en manos del hombre. Tal fundamentación religiosa, dirigida a sus miembros, va acompañada, no tan a menudo, por la apelación a consideraciones puramente humanas –argumentos no religiosos– que pretenden hacer creíble su tesis a no creyentes. Este hecho es más frecuente en la Iglesia católica, no tanto en la Iglesia anglicana y apenas en las otras Iglesias protestantes y ortodoxas. Las ideas más repetidas son: la vida como valor inviolable, el derecho a la vida como derecho primario y fundamental, consecuencias funestas de la despenalización. La Iglesia católica En la posición oficial de la Iglesia católica, representada por papas, obispos y organismos unidos a ellos, señalaría los siguientes rasgos. 1º: abundancia de textos romanos y episcopales. 2º: claridad en su contenido. 3º: uniformidad sin fisuras en la enseñanza propuesta. 4º: diferencias de tono, más expositivo en unos documentos; más fuerte, casi duro, en otros, lo cual más que el mismo contenido ha suscitado, a veces, reacciones parecidas en la sociedad civil. 5º: un cierto énfasis en situar su posición sobre la eutanasia en el marco de la defensa de las vidas más vulnerables y amenazadas, en coherencia con el ejemplo Eutanasia / 381 y la enseñanza de Jesucristo. 6º: insistencia creciente en la atención debida a las personas en la etapa final de la vida, de lo cual tantos profesionales cristianos dan ejemplo. Este mensaje importantísimo, sea por falta de acierto en los transmisores, sea por inatención de los receptores, ha quedado con frecuencia lamentablemente eclipsado y ahogado por la cuestión de la eutanasia y del SMA. El Papa Juan Pablo II nos ofrece esta síntesis: “Confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio”12. La claridad y fuerza con las que Juan Pablo II vincula esta enseñanza a la identidad cristiana, a la condición de cristiano, no han impedido que algunos teólogos, no aprobados en este punto por las autoridades de la Iglesia, defiendan otras ideas. Para estos autores, la normativa moral de un cristiano sobre la eutanasia y el SMA no se deriva claramente del presupuesto religioso del señorío de Dios; ha de establecerse, ante todo, desde la reflexión humana. Iglesias protestantes A raíz de la Reforma de Lutero, cuyo “acto fundacional” se coloca en 1517, pronto surgen las divisiones entre sus seguidores. En muy poco 12 Juan Pablo II, Carta encíclica “Evangelium vitae” (25 de marzo de 1995) nº. 65. Cf. otro pronunciamiento oficial de Roma: Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la eutanasia (5 de mayo de 1980) II. 382 / Francisco Javier Elizari Basterra tiempo encontramos cuatro grupos. 1º: el tronco original, que más tarde recibirá el nombre de Iglesias luteranas (1586), evangélicas o luteranas evangélicas. 2º: los reformistas radicales extremistas (anabaptistas, espirituales, entonces muy minoritarios y más todavía hoy). 3º: las Iglesias reformadas, conocidas como presbiterianas en el ámbito anglosajón, que surgen a partir de las posiciones disidentes de Zwinglio en Zúrich y de Calvino en Ginebra; muy raramente se las designa Iglesias calvinistas. 4º: las Iglesias anglicanas, llamadas en algunos países episcopalianas. En siglos posteriores, el protestantismo, con una estructura mucho menos rígida que la de la Iglesia católica, sufre una constante fragmentación en múltiples comunidades eclesiales que constituyen un haz muy difícil de seguir. Aquí me limito a las tres grandes Iglesias surgidas de la Reforma: luteranas, reformadas, anglicanas. Omito toda referencia a otros grupos surgidos de comunidades protestantes más adelante: bautistas (siglo XVII), metodistas (siglo XVIII), testigos de Jehová (siglo XIX, nombre adoptado en 1931), mormones (siglo XIX) y otros menos importantes. Conocer el pensamiento oficial de las Iglesias protestantes es una tarea más difícil si la comparamos con la Iglesia católica. En ésta, la estructura está muy jerarquizada a nivel mundial. En las diferentes ramas protestantes, la Iglesia de cada nación goza de una completa o gran autonomía; incluso dentro de una misma nación, existen Iglesias separadas entre sí dentro de la misma rama. Semejante fragmentación y la no clara autoridad de algunos textos pueden dificultar el conocimiento de la enseñanza oficial. En una apreciación general, podríamos decir que, coincidiendo, en general, todas las Iglesias protestantes en rechazar la eutanasia y el SMA, tanto como opción moral como legal, las Iglesias reformadas son menos firmes que las luteranas y mucho menos que la comunión anglicana. Eutanasia / 383 a) Iglesia anglicana La Iglesia de Inglaterra, la madre de todas las Iglesias que forman la comunión anglicana, surgió (1534) con Enrique VIII, más como rechazo de la tutela romana que como fruto de una reforma doctrinal. Bajo su sucesor, Eduardo VI, pasó a formar parte de las Iglesias protestantes, pero es la menos protestante de todas ellas. Su difusión se ha dado sobre todo en el área de influencia del Reino Unido. El organismo de más alto rango es la Conferencia de Lambeth, celebrada cada diez años y a la que se invita a todos los obispos anglicanos del mundo. Sus decisiones tienen fuerza vinculante para cada iglesia en particular sólo si cada una de ellas las aprueba por los cauces establecidos. La Conferencia de Lambeth de agosto de 1998 afirma de modo escueto que la eutanasia es incompatible con le fe cristiana y que no debe legalizarse. El documento más amplio y mejor desarrollado, no el de mayor rango autoritativo, es uno ya antiguo: “On Dying well. An Anglican Contribution to the Debate on Euthanasia” (1975). Refleja la opinión de la Iglesia anglicana de Inglaterra en aquel momento, opinión que no ha sufrido cambios importantes posteriormente. En sus conclusiones acentúa el deber primario de los cuidados paliativos. Admite casos muy excepcionales en los que causar directamente la muerte a enfermos en el final de su vida, a petición suya, puede estar moralmente justificado. Para permitir legalmente la eutanasia sería necesario demostrar que el cambio legal produciría menos males que la prohibición, demostración que no creen posible. En septiembre de 2004, la Iglesia anglicana de Inglaterra ha presentado un memorándum conjunto con los obispos católicos de Inglaterra y País de Gales en contra de la despenalización. b) Iglesias evangélicas luteranas El núcleo más fuerte y numeroso de estas Iglesias se encuentra en Europa y América del 384 / Francisco Javier Elizari Basterra Norte. La Iglesia de cada nación actúa libremente en sus tomas de posición. Los pronunciamientos de las autoridades supremas –sínodo, sínodo general, asamblea, consejo– no tienen fuerza vinculante para las conciencias de los fieles. Respecto a la eutanasia en los planos moral y legal, las autoridades de las Iglesias luteranas dispersas por el mundo mantienen una línea común de rechazo. El Consejo de la Iglesia evangélica en Alemania, en un documento conjunto con los obispos católicos alemanes, se expresa de modo categórico: “Hay que decir sin ambigüedades y con extrema claridad que quitar la vida a una persona nunca puede ser un acto de amor o de compasión, por destruir el fundamento del amor y de la confianza. Al no poder disponer libremente de la propia vida, y mucho menos de la ajena, rechazamos toda supresión activa de la vida. [...] La ayuda activa a morir es incompatible con la concepción cristiana del ser humano”13. c) Iglesias reformadas o presbiterianas Examinando fuentes diferentes, parece fundado afirmar que de todas las grandes Iglesias protestantes, probablemente las reformadas, y entre ellas, especialmente la holandesa, son las que, declarándose contrarias a la eutanasia y el SMA en los planos moral y legal, expresan su rechazo en términos menos contundentes. Iglesias ortodoxas Las Iglesias ortodoxas son las que, ya adelantado el primer milenio, por motivos eminentemente políticos y culturales, más que propiamen13 Consejo de la Iglesia evangélica en Alemania y Conferencia Episcopal Alemana, Christliche Patientenverfügung, julio 1999. Eutanasia / 385 te religiosos, se fueron separando de la Iglesia romana, la que nosotros llamamos católica. Se las conoce también como orientales porque se encontraban en la parte oriental del Imperio romano. En la actualidad, su núcleo fuerte está en Grecia y en el Este europeo, destacando el Patriarcado de Moscú. Tienen representaciones de una cierta relevancia en países occidentales. Originariamente más vinculadas al Patriarcado de Constantinopla, en la actualidad constituyen una familia de Iglesias casi totalmente autónomas. Los documentos oficiales sobre la eutanasia y el SMA son bastante escasos, pero dejan suficientemente claro que dentro de la ética ortodoxa no caben estas prácticas. Vemos un ejemplo de esta postura en la Declaración del Consejo Episcopal del Patriarcado de Moscú (2000): “La eutanasia es un doble pecado: asesinato por parte del médico, suicidio por parte del paciente [al autorizar su muerte]. La Iglesia sostiene que el ser humano pertenece a Dios y que la vida es un don divino. El suicidio significa un rechazo voluntario del don recibido de Dios. Existe el peligro de que algunos doctores usen la eutanasia para encubrir su negligencia. Además, hay casos en los que no estamos seguros de que el paciente vaya a morir. La Iglesia siempre cree en la posibilidad de un milagro y ora hasta el fin por la recuperación del enfermo”. Judaísmo Conocer el pensamiento oficial del judaísmo en las cuestiones actuales relacionadas con la bioética, tiene su complejidad. Para ello la referencia suelen ser los rabinos, pero sin dejar de tener presentes dos cosas: la existencia de diferentes corrientes en el judaísmo de nuestro tiempo –ortodoxos, conservadores y reformados– y las numerosas fuentes de que dispone la tradición judía. 386 / Francisco Javier Elizari Basterra a) Fuentes La fuente más antigua e importante son los 613 preceptos bíblicos del Pentateuco. Es la ley escrita. Viene a continuación la ley oral, que contiene elementos muy variados. A este grupo pertenece, en primer lugar, la Mishná, la colección posbíblica más antigua y de mayor autoridad, compilada por numerosos eruditos y que recibió su forma definitiva en el siglo III d. C. El trabajo de posteriores estudiosos de la Mishná fue recogido en el Talmud –terminado hacia el año 500 d. C.–, que en lo fundamental incluye interpretaciones y anotaciones sobre la Mishná, pero sin excluir otros elementos. Es abundante la literatura postalmúdica hasta nuestros días en formas variadas: comentarios, codificaciones, respuestas escritas –el número de estas últimas ronda las 300.000– dadas por los sabios y rabinos. b) Corrientes El judaísmo ortodoxo, numéricamente minoritario, es el más conocido e influyente por la cantidad de sus escritos sobre bioética. Sus posiciones son las más rígidas. La corriente más abierta es la del judaísmo reformado. En una posición intermedia se sitúan los conservadores. En relación con la eutanasia y el SMA, tanto ortodoxos como conservadores se oponen a ambas prácticas. Su modo concreto de argumentar puede resultar extraño para nuestra mentalidad. Recurren, sobre todo, a algunos textos del Talmud. Los ortodoxos se fijan en pasajes como los que prohíben algunas acciones sobre la persona que se está muriendo; por ejemplo, moverla, tocarla y cerrarle los ojos. Cualquiera de estas acciones es interpretada como apagar con los dedos una vela que se está extinguiendo. En otro texto del Talmud se considera homicida a la persona que mata a un niño mientras cae de un tejado muy alto, incluso si el niño fuera a morir inmediatamente al tocar el suelo. Tales textos son utilizados por los ortodoxos para Eutanasia / 387 demostrar que no se puede precipitar la muerte de una persona directa e intencionadamente, ni siquiera por unos momentos. Entre los reformados, algunos permiten la eutanasia de un enfermo terminal con dolores incontrolables. Esta tesis también puede encontrar algún apoyo en la tradición. Por ejemplo, según el Talmud, un rabino estaba a punto de morir, pero la muerte no llegaba porque lo impedían las oraciones de sus discípulos. Al darles la orden de interrumpir sus oraciones, llegó la muerte. De este hecho concluyen la legitimidad de la eutanasia. Islam El sistema total que regula los asuntos individuales y sociales, espirituales y civiles en el islam es la Sharia. Entre sus fuentes, figura primeramente el Corán, considerado revelación de Dios. En segundo lugar está la Sunna, dichos y hechos del profeta Mahoma. Viene después la opinión unánime de los eruditos islámicos y, finalmente, la analogía, es decir, el razonamiento inteligente que compara temas nuevos con otros juzgados por el Corán o la tradición. Desde el punto de vista musulmán, figura como principio básico en esta materia que la vida es propiedad y don de Dios. Tanto el Corán como los dichos de Mahoma desaprueban el suicidio –no hablan de la eutanasia– y niegan la celebración de plegarias por el suicida. Los sabios musulmanes, guiándose por textos de la tradición, sostienen que la eutanasia no cabe en el marco de su dogma y de su ley; es un homicidio, incluso si la pide el enfermo. El dolor, los sufrimientos, no son motivo para pedir la muerte o suicidarse. Con ellos se puede ganar crédito ante Dios. Además, mientras existe vida hay esperanza y puede haber un milagro14. D. Atighetchi, Islam, Musulmani e Bioetica, Armando Editore, Roma 2002. 14 388 / Francisco Javier Elizari Basterra Bibliografía AA. VV., Euthanasia. Vol. I: Ethical and Human Aspects. Vol. II: National and European Perspectives, Council of Europe Publishing, Estrasburgo 2003-2004. Álvarez Gálvez, I., La eutanasia voluntaria autónoma, Dykinson, Madrid 2002. Bonete Perales, E., ¿Libres para morir? En torno a la tánato-ética, Desclée de Brouwer, Bilbao 2004. Camps, V., La voluntad de vivir, Ariel, Barcelona 2005. Dworkin, G. – Frey, R. G. – Bok, S., Eutanasia y el auxilio médico al suicidio, Cambridge University Press, Madrid 2000. Gafo, J. (ed.), Bioética y religiones: el final de la vida, U. P. Comillas, Madrid 2000. Gracia, D., Como arqueros al blanco. Estudios de bioética, Triacastela, Madrid 2004. Schotmans, P. – Meulenbergs, T., Euthanasia and Palliative Care in the Low Countries, Peeters, Lovaina – París – Dudley, Ma. 2005. Singer, P., Desacralizar la vida humana. Ensayos sobre ética, Cátedra, Madrid 2003. Zimmermann-Acklin, M., Euthanasie, Universitätsverlag – Herderverlag, Friburgo (Suiza) – Friburgo (Alemania) – Viena 1997. Voluntades anticipadas* Ana María Marcos del Cano Quizá uno de los problemas más acuciantes que tendremos que afrontar en la sociedad actual sea el cómo morir. Si no hace mucho tiempo esta cuestión no planteaba mayores interrogantes, hoy, con los recientes avances en el ámbito de la medicina y la mayor expectativa de vida1, se convierte en un foco de complejidad que atañe a todos. Si a eso le unimos que el grupo social es cada vez más plural desde todos los puntos de vista (ético, cultural, social...), la cuestión se vuelve aún más acuciante. En el fondo, a la posibilidad de gestionar la propia muerte subyace el planteamiento por el sentido de la propia vida. ¿Por qué decidimos morir? ¿Qué entendemos por “calidad de vida”? ¿Dónde ponemos el valor de la vida: en el ser, en el hacer, en la conciencia, en la satisfacción, en el no dolor, en el sentido...? ¿Desde dónde y cómo se fragua una decisión tal? ¿Tiene algo que decir la sociedad ante la expresión de la voluntad de una persona que decide morir o es algo exclusivamente individual? ¿Qué alternativas de vida se ofrecen a alguien que opta * Quiero agradecer expresamente la ayuda que me ha prestado para elaborar este artículo el neurólogo Dr. D. David Sopelana. Asimismo, las opiniones vertidas en su contenido son de responsabilidad exclusivamente mía. 1 La población mayor de 60 años está cerca de los 600 millones de personas, de las cuales dos terceras partes viven en países en desarrollo, y se estima que para el año 2025 serán 1.200 millones. 390 / Ana María Marcos del Cano por morir? ¿La sociedad y el Estado qué medios y mecanismos propician para afrontar el sufrimiento, la misma muerte? Porque detrás del tema que vamos a tratar no sólo está el poder decidir acerca de los cuidados y tratamientos de la salud, sino también el planteamiento acerca de qué vida estamos viviendo y de qué sociedad queremos configurar entre todos. Y es que, sin duda, la asistencia sanitaria actualmente suscita reflexiones éticas y jurídicas por muy diversas razones; entre ellas: 1. los importantes y rápidos cambios tecnológicos que han presionado para que se reexaminen los supuestos subyacentes en prácticas sociales y legales establecidas; 2. el encarecimiento incesante de la asistencia sanitaria, lo que ha provocado discusiones acerca de la asignación de los recursos; 3. el contexto abiertamente pluralista en que se ofrece ahora la asistencia sanitaria; 4. la expansión de los derechos individuales de autonomía; 5. las consecuencias de la postmodernidad, entendida a la vez como condición sociológica y epistémica2. En la actualidad, existe un debate abierto sobre cuáles deben ser los criterios para la toma de decisiones al final de la vida. Esta situación es manifestada por los distintos especialistas que se encuentran trabajando con enfermos terminales, con ancianos o con pacientes crónicos, como pueden ser los enfermos de alzheimer. Estas cuestiones, que anteriormente podían solucionarse con arreglo a la lex artis, son ahora difícilmente subsumibles en ella, buscándose por parte de los especialistas (médicos y personal sanitario en general) una serie de criterios de racionalidad en los que basar las decisiones que la realidad clínica diaria les demanda. Esta situación está produciendo importantes cambios en la concepción misma del ejercicio de Véase H. L. Engelhardt, Los fundamentos de la bioética, Paidós, Barcelona 1995, pp. 35-36. 2 Voluntades anticipadas / 391 la medicina, en el modelo de la relación médicopaciente y en su regulación jurídica3. Poco a poco la mentalidad paternalista que conducía la relación médico-paciente va transformándose en una relación más simétrica, en la que se tiene más en cuenta el principio de autonomía del paciente y se le otorga a éste más capacidad de decisión. Ante la complejidad y multiplicidad de tratamientos, de la proliferación de las medicinas alternativas y compleja tecnología4, el médico y el paciente se encuentran ante una amplia gama de posibilidades de actuación. Y, en ocasiones, éstas pueden ir en detrimento del bienestar del enfermo, sometiéndole a tratamientos que únicamente prolongan su “cantidad” de vida5, sin que lleve consigo una mejora de su estado. Esta situación ha hecho que el paciente cobre mayor protagonismo en el curso de su enfermedad a la hora de decidir sobre sus tratamientos, y es en este contexto donde surge con fuerza la exigencia del consentimiento informado para cualquier tratamiento al que se someta el paciente. No desconocemos que esta situación puede tener una doble lectura: si bien es cierto que, por un lado, el fin que se persigue es el que en tal 3 Véanse los cambios que se están produciendo en el mundo del derecho desde las transformaciones en el ámbito médico, en A. M. Marcos del Cano, “La biojurídica en España”, en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, enero-marzo (1994), pp. 124-158. 4 Véase A. E. Pérez Luño, “Bioética e intimidad. La tutela de los datos personales biomédicos”, en A. M. Marcos del Cano (coord.), Bioética, filosofía y derecho, Centro Asociado de la UNED, Melilla 2004, pp. 31-59. 5 En el fondo de estas situaciones se encuentran dos principios para decidir lo mejor para el paciente, y son la santidad de la vida versus la calidad de vida. Sobre estos criterios, véase A. M. Marcos del Cano, “The Concept of Quality of Life: Legal Aspects”, en Medicine, Health Care and Philosophy 4 (2001), pp. 91-95; A. M. Marcos del Cano, La eutanasia. Estudio filosófico-jurídico, Marcial Pons-UNED, Madrid 1999, pp. 96-108. 392 / Ana María Marcos del Cano relación exista cada vez más igualdad, información y confianza, por otro lado también somos conscientes de que corre el riesgo de convertirse en una relación fría, meramente contractual, en la que la exigencia del consentimiento del paciente sea un simple procedimiento por el que exonerar de responsabilidad al médico. A la vez, puede ocurrir que el paciente se sienta abrumado ante tales dosis de información y la necesidad de elegir y siga prefiriendo el modelo anterior6. Si bien esto es así, y a pesar de que todo proceso de transformación lleva una cierta dosis de inestabilidad, el que todos avancemos por caminos de autonomía es positivo7. 6 En este punto surge una cuestión muy importante, pero que es demasiado extensa para tratarla aquí en este momento. Es la problemática que implica “si la verdad debe ser dicha o no”. Para resolver esta cuestión, aparte de múltiples matices, será necesario tener en cuenta la capacidad del sujeto de recibirla. La verdad no debe ser tratada como un incómodo objeto del cual hay que librarse. Muchas veces, por ejemplo, la dificultad en comunicar al enfermo su verdadera situación procede más del médico que del enfermo, ya que a aquél todavía le cuesta enfrentarse a la muerte, puesto que, en último término, supone un fracaso de su pericia. La comunicación con el enfermo debe ser, por tanto, verdadera, en el sentido de que no puede haber falsedad en las actitudes del profesional médico ni en las de los familiares, tendentes a ocultar los hechos y a engañar al enfermo. No obstante, como es obvio, se tendrá que estar al caso concreto y analizar los pros y los contras de que esa información sea dada, porque pueden darse situaciones en las que sea más prudente el silencio, con el fin de no perjudicar a un paciente aprensivo y con síntomas depresivos. En general, de acuerdo con el principio del secreto, “es lícito ocultar a una persona informaciones que afectan a su salud, si con ello se respeta su personalidad o se hace posible una investigación a la que ha prestado consentimiento”. Ver M. Atienza, “Juridificar la bioética. Bioética, derecho y razón práctica”, en Claves de Razón Práctica 61 (1996), p. 13. 7 Véase R. Junquera de Estéfani, “La autonomía como derecho básico del paciente. La regulación española”, en íd., Algunas cuestiones de bioética y su regulación jurídica, Grupo Nacional de Editores, Sevilla 2004, pp. 157-184; I. de Miguel Beriain, El embrión y la biotecnología. Un análisis ético-jurídico, Comares, Granada 2004, pp. 56ss; J. J. Ferrer y J. C. Álvarez, Voluntades anticipadas / 393 Estas cuestiones se agudizan en el final de la vida cuando, además, se produce una merma de la capacidad del enfermo para tomar decisiones por sí mismo8. Es frecuente que, en esta fase, se multipliquen las enfermedades mentales, como por ejemplo el alzheimer, o se apliquen tratamientos que no hacen sino alargar la vida biológica, sin que haya una conciencia por parte del sujeto que debe decidir. También en el caso de enfermedades degenerativas, como es el caso de los pacientes con esclerosis lateral amiotrófica, que plantea la necesidad de alimentación artificial9. En este contexto, no es de extrañar, pues, que el enfermo se plantee la posibilidad de elegir cómo quiere vivir sus últimos días o qué tratamientos quiere que se le apliquen, toda vez que la muerte ocurre en el hospital. En esta tesitura, la decisión se torna una cuestión difícil, por varias causas: por los sujetos que en ella intervienen, por las consecuencias médicas que se pueden derivar de ella e, inevitablemente, por la controversia social, moral y jurídica que surge al estar en juego no sólo la vida de la persona, sino también el modelo de sociedad. Para ello será necesario establecer dentro de la misma relación clínica un proceso de comunicación y deliberación que permita fijar por anticipado las decisiones a tomar respecto a estos problemas, por si se presentan en situaciones de deterioro cognitivo o de urgencia, implicando no sólo al paciente, sino también a la familia y a los profesionales que atienden al enfermo. Para fundamentar la bioética, Desclée de Brouwer–Universidad Pontificia Comillas, Bilbao-Madrid 2003, pp. 125ss. 8 Véase A. M. Marcos del Cano, “La toma de decisiones al final de la vida: el testamento vital y las indicaciones previas”, en Moralia 25 (2001), pp. 491-518. 9 Véase P. Simón, “Aspectos éticos de la hidratación y nutrición artificial en el paciente con esclerosis lateral amiotrófica”, en Revista de Neurología, suplemento 1/4 (2005), pp. 4-10. 394 / Ana María Marcos del Cano Es en este contexto donde surgen lo que hoy ya se conoce con el nombre de “voluntades anticipadas”10, esto es, las instrucciones u orientaciones expresadas con anterioridad y dirigidas al médico respecto a los cuidados y tratamientos relativos a la salud para que se cumplan cuando no se esté en condiciones de pronunciarse. Pueden darse varias modalidades: a) que el paciente deje establecido previamente sus preferencias; b) que nombre a un sustituto para que tome las decisiones oportunas; c) que deje establecidas unas orientaciones y, a su vez, designe a una persona para que las interprete llegado el caso; y d) que, a falta de indicaciones previas, las medidas que se adopten sigan otros criterios. Las voluntades anticipadas aparecen recogidas ya legalmente tanto en el marco internacional como en el nacional y autonómico. El llamado Convenio de Oviedo, el Convenio sobre Derechos Humanos y Biomedicina, directamente aplicable en nuestro país desde el 1 de enero de 2000, establece en su artículo 9: “Se tendrán en consideración los deseos expresados con anterioridad respecto a una intervención médica por un paciente que, en el momento de la intervención, no esté en condiciones de hacer saber su voluntad”. También, en la Recomendación del Consejo de Europa relativa a la protección de los derechos del hombre y de la dignidad de los enfermos terminales y moribundos, núm. 1418, de 25 de junio de 1999, en su artículo 9.b), IV), se establece en este mismo sentido –si bien es una recomendación– y concretamente para los enfermos terminales: “La Asamblea recomienda, en consecuencia, al Comité de Ministros alentar a los Estados miembros del Consejo de Europa a respetar y proteger la dignidad de los enfermos incurables y de los moribundos en todos 10 También se conocen como “instrucciones previas”, “testamento vital”, “directrices anticipadas” (Advance Directives), “indicaciones previas”, “cartas de autodeterminación”, etc. Voluntades anticipadas / 395 los aspectos: b) protegiendo el derecho de los enfermos incurables y de los moribundos a la autodeterminación, tomando las medidas necesarias: IV) para hacer respetar las instrucciones o la declaración formal (“living will”) rechazando ciertos tratamientos médicos dados o hechos anticipadamente por los enfermos incurables o moribundos incapaces ya de expresar su voluntad”. En nuestro país, con la entrada en vigor del Convenio sobre Derechos Humanos y Biomedicina, se ha tratado de adecuar la legislación nacional. Curiosamente, esa adaptación ha comenzado por algunas comunidades autónomas11, hasta que en noviembre de 2002 se publicara la más general, la ley básica 41/2002, de 14 de noviembre, reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y docu11 Ley catalana 21/2000, de 29 de diciembre, sobre los derechos de información concerniente a la salud y a la autonomía del paciente y la documentación clínica (DOGC, 11/01/2001); ley gallega 3/2001, de 8 de mayo, reguladora del consentimiento informado y de la historia clínica de los pacientes; ley 10/2001, de 28 de junio, de Salud de Extremadura (DOE, n. 76, de 3 de julio de 2001); ley de Salud de Aragón 6/2002, de 15 de abril; ley de Salud de La Rioja 2/2002, de 17 de abril; ley foral de Navarra 11/2002, de 6 de mayo, sobre los derechos del paciente a las voluntades anticipadas, a la información y a la documentación clínica, modificada parcialmente por la ley de la Comunidad Autónoma de Navarra 29/2003, de 4 de abril; ley de Cantabria 7/2002, de 10 de diciembre, de Ordenación Sanitaria de Cantabria; ley 7/2002, de 12 de diciembre, de las voluntades anticipadas en el ámbito de la sanidad del Gobierno Vasco; ley 1/2003, de 28 de enero, de derechos e información al paciente de la Comunidad Valenciana; ley 8/2003, sobre derechos y deberes de la personas en relación con la salud, de la Comunidad de Castilla y León; ley 5/2003, de 9 de octubre, de la Presidencia de la Junta de Andalucía, de declaración de voluntad vital anticipada; ley 3/2005, de 23 de mayo, de la Comunidad Autónoma de Madrid; ley 6/2005, de 7 de julio, sobre la Declaración de Voluntades Anticipadas en materia de la propia salud, de Castilla la Mancha; ley de la Comunidad Autónoma de Baleares 1/2006, de 3 de marzo, de voluntades anticipadas. 396 / Ana María Marcos del Cano mentación clínica que recoge en su artículo 11 las denominadas “instrucciones previas”: “Por el documento de instrucciones previas, una persona mayor de edad, capaz y libre manifiesta anticipadamente su voluntad, con objeto de que ésta se cumpla en el momento en que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarlos personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o los órganos del mismo”. Origen Las voluntades anticipadas tienen su origen en lo que se denominó el living will o testamento vital. Éste tiene una historia fundamentalmente americana12. Surgió en Estados Unidos para salir al paso de los problemas que planteaban situaciones muy concretas, como era la de los pacientes que se encontraban en las unidades de cuidados intensivos, en situación irreversible, próximos a la muerte y que, incapaces de manifestar su voluntad, no deseaban que se les prolongase artificialmente la vida. Y ello porque debido al avance vertiginoso de la tecnología de cuidados intensivos, el enfermo podría permanecer con “vida” durante años. A esto se unían las numerosas demandas de responsabilidad civil que hospitales y médicos recibían, principalmente por omisión de tratamientos en pacientes en estado de enfermedad avanzada13 y el elevado coste de los servicios sanitarios, que en 12 Ver sobre el origen y el debate suscitado en Estados Unidos, I. Barrio Cantalejo y otros, “De las voluntades anticipadas o instrucciones previas a la planificación anticipada de las decisiones”, en Nure Investigación 5 (2004), pp. 1-9. 13 En C. M. Romeo Casabona, El derecho y la bioética ante los límites de la vida humana, Ramón Areces, Madrid 1995, p. 461; F. Fuertes y otros, “Testamento vital: dificultades en su aplicación”, en M. Palacios (ed.), Actas de comunicaciones del I Congreso Mundial de Bioética, Gijón 2000, p. 534. Voluntades anticipadas / 397 Estados Unidos son satisfechos principalmente por los usuarios. Por otra parte, es ya tradición en dicho país no sólo médica, sino también jurídica (tanto jurisprudencial como legislativa), contar con el consentimiento del paciente para la aplicación de cualquier tratamiento. En la jurisprudencia encontramos ejemplos distanciados en el tiempo. Así, a principios del siglo XX, en el caso Schloendorff contra la Administración del Hospital de Nueva York (1914), el juez Benjamín Cardozo expuso: “El cirujano que practica una operación sin el consentimiento del paciente, comete un acto de agresión por el que se le pueden reclamar daños y perjuicios. (...) Todo ser humano adulto y capaz tiene el derecho de determinar lo que se hará con su propio cuerpo”14. La primera ley sobre el testamento vital –la Natural Death Act15, Ley sobre la Muerte Natural (1975) de California– vino motivada precisamente por la jurisprudencia, por el famoso caso de Karen Ann Quinlan, en el que su familia solicitó que le fuera desconectado el ventilador que la mantenía en estado vegetativo persistente. En ella se reconocía el derecho del paciente a rechazar un tratamiento médico, eximiendo de responsabilidad al sanitario que se atuviese a las disposiciones que hubiera manifestado el enfermo. El cómo actuar ante un paciente en estado vegetativo persistente es un tema controvertido en la medicina actual. El estado vegetativo persistente (EVP) ocupa un lugar destacado dentro del paradigma actual de discusión sobre alteraciones 14 En D. Humphry – A. Wicket, El derecho a morir. Comprendiendo la eutanasia, Tusquets, Barcelona 1989, p. 300; J. Lynn – J. M. Teno, “Advance Directives”, en W. Th. Reich (ed.), Encyclopaedia of Bioethics, Simon & Schuster MacMillan, Nueva York 1995, p. 572. 15 Para esta ley sobre la muerte natural, ver S. Schaeffer, “Death with Dignity. Proposed Amendments to the California Natural Death Act”, en San Diego Law Review 25 (1988), pp. 781-828. 398 / Ana María Marcos del Cano de la conciencia. Aunque el término “vegetativo” se usaba anteriormente para referirse a pacientes con pérdida del conocimiento –cuyas funciones vitales generalmente se sustituyen–, no fue hasta 1972 cuando Jennett y Plum lo caracterizaron como una entidad clínica propia. Aceptado por la mayoría de los autores, no ha dejado de ser controvertido a pesar del gran número de investigaciones que se han desarrollado en los últimos años. El dilema comienza con su propia denominación: descrito originalmente en idioma inglés, unos lo traducen al castellano como “persistente”, mientras que otros prefieren llamarlo “permanente”. Tampoco han faltado quienes proponen incluirlo en el capítulo de alteraciones crónicas de la conciencia y recomiendan extender la definición de muerte encefálica a este estado. En consecuencia, surge otro problema: considerar vivos o muertos a los pacientes en tal estado. Conductas completamente opuestas dependen de la reflexión anterior. Un fallo diagnóstico en esta entidad puede llevar a cometer graves errores no sólo desde el punto de vista médico, sino también ético. Esto puede traer importantes consecuencias familiares, económicas y sociales. El hecho de que existan directrices por parte del paciente de cómo actuar en estos casos facilitaría la labor del equipo médico16. Lo que ocurría con los denominados testamentos vitales es que planteaban problemas de interpretación debido a su ambigüedad. Por ello, se pensó que si, además de expresar la voluntad, se nombraba a una persona de confianza, familiar o no, para que decidiera en lugar del enfermo e interpretase aquellas indicaciones, se garantizaba mejor el cumplimiento de su querer. De este modo, si figuraban por escrito las preferencias del 16 Véase R. Hodelín-Tablada, “Estado vegetativo persistente. Paradigma de discusión actual sobre alteraciones de la conciencia”, en Revista de Neurología 34 (2002), pp. 1.066-1.079, en concreto en la p. 1.076. Voluntades anticipadas / 399 enfermo, se tendría la seguridad de que se interpretarían las indicaciones del paciente de acuerdo a lo que éste quería en realidad17. La diferencia con el testamento vital consiste en que, normalmente, en estas instrucciones se nombra a una persona de confianza, familiar o no, que es la que decide en lugar del enfermo. Se constituirá en “sustituto” del paciente, lo que se denomina en la literatura anglosajona el surrogate decision-maker. Concepto: modalidades y requisitos Las “voluntades anticipadas” consisten en una declaración de voluntad unilateral emitida libremente por una persona mayor de edad y con plena capacidad de obrar, mediante la que se indican las actuaciones que deben seguirse en relación con los tratamientos y cuidados de su salud, solamente en los casos en que concurran circunstancias que no le permitan expresar su voluntad. El fundamento de este documento se encuentra en el principio de autonomía de la persona, que le otorga la posibilidad de decidir sobre los tratamientos y cuidados médicos a los que quiere ser sometida, así como en el principio de respeto a la dignidad de la persona. Principios todos ellos recogidos en la Constitución española, en su artículo 10.1, en el que se establece que la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad18 se consti- 17 Así se estableció en U.S. President’s Commission for the Study of Ethical Problems in Medicine and Biomedical and Behavioral Research, Deciding to Forego Life-Sustaining Treatment: A Report on the Ethical, Medical, and Legal Issues in Treatment Decisions, Washington D.C. 1983. 18 Véase, sobre este derecho, B. de Castro Cid, “Biotecnología y derechos humanos: ¿complementariedad o conflicto?”, en A. M. Marcos del Cano (coord.), Bioética, filosofía y derecho, Centro Asociado de la UNED, Melilla 2004, pp. 20-21. 400 / Ana María Marcos del Cano tuyen en fundamento del orden público y de la paz social. Las modalidades de estas voluntades vienen determinadas por el contenido que pueden incluir. Si bien el documento es único, en la práctica se dan distintos modelos. Desde un punto de vista formal, podemos encontrar documentos de voluntades anticipadas en las que simplemente se recogen una serie de instrucciones, dirigidas fundamentalmente al médico que le vaya a atender, en relación con los tratamientos y cuidados de su salud. Esto constituiría el documento de voluntades anticipadas “típico”, por decirlo de algún modo. Pero también hay otras modalidades en las que se puede nombrar a un representante, bien para decidir por el propio enfermo, bien para interpretar las instrucciones que ha dejado. En el primer caso, se constituirá en “sustituto” del paciente, lo que en la literatura anglosajona se denomina “surrogate decision-maker”, cuya función se limitaría a manifestar la voluntad que el paciente le comunicó en su momento. En el segundo caso, sería el encargado de determinar el contenido de las instrucciones en caso de que hubieran dado lugar a ambigüedad. De cualquier modo, el representante se constituye en el interlocutor válido y necesario con el médico o equipo sanitario para que, en el caso de que el otorgante no pueda manifestar su voluntad por sí mismo, lo sustituya. Así, el representante deberá conocer cuál es la voluntad del otorgante y tener facultades para interpretarla y aplicarla. No podrá contradecir el contenido del documento y debe actuar siguiendo los criterios y las instrucciones que el paciente declaró expresamente. A la vez, el representante puede manifestarse en aquellos aspectos no especificados íntegramente por el otorgante, en la valoración de las circunstancias, en el previsible avance de la técnica médica en la aplicación de un determinado tratamiento, en la oportunidad de donación de órganos, etc. Voluntades anticipadas / 401 En este sentido, y dada la importancia que tiene el representante, conviene que no esté afectado por ningún conflicto de intereses, con el fin de asegurar que las decisiones se tomen en interés del paciente. Se recomienda que dicha persona no sea el testigo del documento, ni tampoco el médico responsable que tendrá que ejecutar las decisiones, ni personal sanitario que tenga vinculación. En los documentos de voluntades anticipadas otorgados de forma preventiva y genérica, sin una previsión concreta de enfermedad, sería aconsejable que se nombrara a un representante y que éste lo conociese la familia, en caso de no ser un familiar directo. Desde un punto de vista material, los modelos de voluntades anticipadas pueden variar en cuanto a su contenido, pues si en ellas se recogen fundamentalmente unas instrucciones dirigidas al cuidado y los tratamientos de la salud al final de la vida, también pueden incluir otra serie de consideraciones. Entre ellas, y para facilitar la decisión, se pueden incluir las cuestiones referentes a los objetivos vitales y los valores personales, aunque sean vagas y se esté lejos de ninguna decisión de este tipo. También se pueden incluir o hacer referencia a situaciones sanitarias concretas, sobre todo si se tiene información de probabilidades evolutivas ante una determinada enfermedad. Otra instrucción puede referirse a la negación a someterse a determinados tratamientos experimentales. Hasta ahora, las instrucciones más comunes –y ése fue su origen– tenían que ver con el supuesto de situación crítica e irreversible respecto de la vida, con el fin de evitar el padecimiento con medidas terapéuticas adecuadas, aunque éstas lleven implícito el acortamiento del proceso vital, y que no se alargara la vida artificialmente ni se atrasara el proceso natural de la muerte mediante tratamientos desproporcionados. En la actualidad, en muchas legislaciones también aparece el incorporar a estos documen- 402 / Ana María Marcos del Cano tos la decisión sobre el destino de los órganos después de la defunción, para fines terapéuticos y de investigación, e incluso la decisión sobre la incineración, la inhumación u otro destino del cuerpo tras el fallecimiento. Siendo como son, estos instrumentos, sustitutorios de la voluntad del paciente, se deberán extremar las garantías en su emisión, de modo que se hayan realizado con toda seriedad, reflexión e información. Para ello, será indispensable adoptar todo tipo de mecanismos tendentes a garantizar el respeto a la autonomía del otorgante, tanto en el momento de suscribirse como en el de ejecutarse. Todas las garantías tenderán a proteger en un primer momento al paciente de cualquier manipulación o coerción exterior, así como a determinar la competencia del mismo, y, en un segundo momento, a respetar que dicha voluntad se cumpla. Debe asegurarse que la persona que adopte este tipo de medidas sea mayor de edad, con capacidad legal suficiente y, además, que lo otorgue libremente. A no ser que se trate de un documento de carácter genérico, el otorgante deberá contar con toda la información relativa a su situación, diagnóstico y alternativas posibles, así como sobre el significado, el alcance y los riesgos del tratamiento19, los efectos positivos y negativos de eventuales terapias que le sean propuestas. Teniendo en cuenta que uno de los problemas es la distancia entre el momento de expresar la 19 El “cómo” debe informar el médico también suscita un amplio debate, pues existe una desigualdad respecto del conocimiento de la enfermedad y de los efectos de la terapia entre el facultativo y el paciente. El médico sólo cumplirá con su deber de informar cuando utilice un lenguaje inteligible, atendiendo al nivel cultural del paciente a quien se está dirigiendo. Ver M. Corcoy Bidasolo, “Libertad de terapia versus consentimiento”, en M. Casado (coord.), Bioética, derecho y sociedad, Trotta, Madrid 1998, p. 123. Voluntades anticipadas / 403 voluntad y su ejecución, se requiere que exista la posibilidad de modificarlo siempre que el otorgante conserve su capacidad de obrar. En general, se exige que sean modificados o ratificados cada cinco años. La renovación puede hacerse por cambiar de opinión, para reafirmarla o para ampliarla y adecuarla mejor a nuevas situaciones. Si se llegasen a plantear problemas de autenticidad del documento, habría que admitir su validez, siempre y cuando la voluntad expresada fuera coherente con el sistema de valores del paciente y su actitud ante la vida, particularmente en el período anterior de su vida. Además, el documento tendrá que emitirse en presencia de testigos. Éstos no deberán tener ningún interés material directo en la continuación del tratamiento o en su interrupción, ni relación patrimonial con el otorgante. Además, deben ser mayores de edad, tener plena capacidad de obrar y, en la medida de lo posible, conviene evitar cualquier conflicto de intereses. Evidentemente, los problemas prácticos no son baladíes, de ahí que se exija que la expresión de la voluntad se realice ante un fedatario público, con el fin de que esa decisión sea respetada tanto por el médico como por la familia. El notario, además, garantiza la capacidad del otorgante y el contenido legal del documento. Uno de los problemas que se plantean es que las voluntades anticipadas sean realmente tenidas en cuenta a la hora de tomar las decisiones. Aunque por ley existe dicha obligación, será necesario que los profesionales las lleven a la práctica. Parece claro que no serán de aplicación si contienen instrucciones que vulneren el derecho vigente o la lex artis o que no se correspondan exactamente con el supuesto de hecho que se hubiera previsto en el momento de emitirlas. Este último punto es un tanto discutible, pues el marco legal de cualquier sociedad puede variar durante el intervalo de tiempo que transcurra 404 / Ana María Marcos del Cano entre el momento de otorgar un documento de voluntades anticipadas y el de hacer efectivo su contenido. A este respecto, algunos afirman que lo lógico sería que fuesen aceptables previsiones que, aun no estando de acuerdo actualmente con el ordenamiento jurídico vigente, en un futuro puedan tener cabida dentro de la legalidad20. No creo, sin embargo, que esto deba ser así. Habría que buscar el procedimiento jurídico oportuno para que se pudiese ampliar de acuerdo con posibles modificaciones legales posteriores, pero no se podría incluir ninguna cláusula contraria al derecho vigente. Con ese razonamiento podríamos permitir “cualquier supuesto”, en aras a lo que pueda ser el derecho en un futuro, y se vulneraría un principio básico en el funcionamiento del derecho, como es el de la seguridad jurídica. Parece meridianamente claro que cuando no se correspondan con el supuesto de hecho que el interesado haya previsto en el momento de manifestarla, resulta obvio que si no existe tal correspondencia estaremos ante un supuesto distinto del previsto por el paciente y, por tanto, no existe ninguna instrucción al respecto. Actualmente, la normativa vigente en nuestro país, tanto el Convenio de Oviedo como la ley básica estatal y las leyes de las comunidades autónomas, establece el valor jurídico de las voluntades anticipadas a la posibilidad de elegir determinados tratamientos o negarse a ellos, pero en ningún caso pueden ser legitimadoras de conductas eutanásicas, lo que no es óbice para que la existencia de este tipo de documentos en la legislación, aparte de demostrar una sensibilidad del derecho hacia los problemas del final de la vida, pueda, en un futuro, convertirse en instrumento verificador de la voluntad del enfermo que solicita 20 Así se expresa el Observatori de Bioètica i Dret en A. Royes (coord.), Documento sobre las voluntades anticipadas, Observatori de Bioètica i Dret, Barcelona 2001, p. 24. Voluntades anticipadas / 405 la eutanasia. Este documento no implica más que la posibilidad de determinar los tratamientos a los que se desea someter el paciente y es una continuación del consentimiento informado para aquellos supuestos en los que el enfermo carezca de capacidad. Además, la misma ley básica niega la posibilidad de decidir sobre la aplicación de un tratamiento cuando exista riesgo para la salud pública a causa de razones sanitarias, cuando exista riesgo inmediato para la integridad física o psíquica del enfermo, o cuando se sea menor de edad o se esté incapacitado legalmente. Por otro lado, tampoco queda muy claro qué se quiere decir con el hecho de que no sean contrarias a la lex artis. Quizás habrá que encontrar la razón de ser de tal excepción en el Código de ética y deontología médica, que, en su artículo 27, recoge como deber del médico el de intentar la curación y la mejoría del paciente siempre que sea posible, “y cuando ya no sea, permanece su obligación de aplicar las medidas adecuadas para conseguir el bienestar del enfermo, aun cuando de ello pudiera derivarse, a pesar de su correcto uso, un acortamiento de la vida. En tal caso, el médico debe informar a la persona más allegada al paciente y, si lo estima apropiado, a este mismo”. El fundamento de esta prohibición parece estar en la posibilidad de que los deseos del paciente se hayan manifestado con mucha anterioridad a la intervención y la ciencia médica haya avanzado de tal modo que pueda existir un desfase entre la voluntad plasmada en el documento y las posibilidades que puede ofrecer la medicina, debido a que en el momento en el que se otorgaron las instrucciones previas no existieran las posibilidades posteriores para afrontar la dolencia. Para que resulten efectivas será imprescindible que sean accesibles en los momentos y lugares en los que se requiera conocer su contenido y su existencia. En este sentido, la persona que hace un documento de voluntades anticipadas tiene que 406 / Ana María Marcos del Cano comunicárselo a su médico, para que lo incluya en su historia clínica. Este documento tiene que someterse a las garantías de confidencialidad legalmente establecidas. Asimismo, la legislación prevé la creación de Registros de voluntades anticipadas –ya existen en varias comunidades autónomas– en las que se recojan este tipo de documentos, previendo también que pueden existir con anterioridad a cualquier proceso patológico. Es novedosa a este respecto la ley 6/2002 de Salud de Aragón, en la que se recoge que cada centro hospitalario deberá contar con una comisión encargada de valorar el contenido de dichas voluntades. En el decreto 100/2003 de 6 de mayo, por el que se aprueba el reglamento de organización y el funcionamiento del Registro de voluntades anticipadas, se recoge la creación de comisiones de valoración, cuya función será velar para que el contenido de las voluntades no vulnere la legislación vigente, los principios de la ética médica, de la buena práctica clínica, o que no se corresponda exactamente con el supuesto de hecho que se hubiere previsto en el momento de emitirlas. A su vez, dichas comisiones estarán formadas por tres miembros, de los cuales al menos uno poseerá formación acreditada en bioética clínica y otro será licenciado en derecho o titulado superior con conocimientos acreditados de legislación sanitaria. Parece claro que, en este sentido, los centros asistenciales tienen que posibilitar los mecanismos y procedimientos necesarios para la elaboración de estos documentos, poniendo a disposición de los usuarios la información necesaria. Y, por otro lado, los profesionales sanitarios deberán ser informados, a su vez, de la existencia de estos documentos, que van a serles de gran ayuda para la toma de decisiones en aquellos casos límite en los que no se conoce la voluntad del paciente. Voluntades anticipadas / 407 Otros criterios Puede ocurrir que nos hallemos ante situaciones difíciles en las que no existe voluntad expresa del paciente, bien porque no la expresó, bien porque nunca ha tenido capacidad de obrar. Para aproximarse en el mayor grado posible a la “voluntad presunta” del paciente, se han creado dos criterios más, a saber, el denominado juicio sustitutorio (substituted judgment) y los mejores intereses (best interests). La función primordial de estos dos criterios es guiar el proceso de decisión. Pueden ser utilizados independientemente o, como ocurre en la mayoría de los casos, interrelacionados. Estos standards han surgido, al igual que los anteriores, en la práctica médico-asistencial norteamericana en relación con los pacientes inconscientes cuando no han dejado ninguna instrucción respecto a su tratamiento. Con estos criterios se quiere proteger a los enfermos del posible abuso de técnicas reanimatorias o invasivas, y encuentran su fundamento en el derecho de rechazar o consentir un tratamiento, derecho incluido en el más general right to privacy (derecho a la intimidad). El “juicio sustitutorio” consiste en la emisión de un juicio que sustituye la voluntad del paciente, es decir, se decide en función de lo que se cree que hubiera decidido la persona ahora privada de capacidad21. En este punto se plantea el problema de la validez del consentimiento presunto, pues eso es lo que es este criterio, en definitiva, es decir, el juicio que se supone que habría dado el sujeto pasivo de haberse encontrado en dicha situación. Trata de indagar en los posibles indicios que, en la vida consciente de dicha persona, nos puedan llevar a presumir que hubiera consentido tal medida. Este criterio presupone que la 21 Véase A. Etokakpan – A. G. Spagnolo, “Volontà dei pazienti e accuratezza dei giudizi dei ‘decisori surrogati’”, en Medicina e Morale 49 (1999), pp. 395-399. 408 / Ana María Marcos del Cano persona que toma la decisión conocía muy de cerca las preferencias y los valores del paciente, para aproximarse al máximo a su voluntad. Para aplicar este estándar será necesario que el individuo haya sido en algún momento de su vida capaz de manifestar sus deseos, preferencias o valores. Sin embargo, este tipo de opiniones o manifestaciones se vuelven muy difíciles de probar en la práctica. Así, por ejemplo, en el caso norteamericano de Nancy Cruzan, quien se hallaba en un estado vegetativo persistente, sus padres solicitaron que se le permitiera morir. En este caso, la Corte Suprema de Estados Unidos pareció reconocer, al menos en principio, que los Estados debían otorgar validez al consentimiento presunto. Sin embargo, no permitió la desconexión de los soportes vitales porque consideró que no existía una evidencia “clara y consistente” de que el paciente hubiese manifestado ese deseo. La Corte estableció que “si Nancy hubiese suscrito un testamento vital, entonces tendríamos la prueba necesaria para interrumpir los tubos que la mantenían en vida, pero las declaraciones informales y casuales que su familia y amigos recordaban no constituían una prueba convincente”. El best interests (mejores intereses para el enfermo) consiste en que un tercero decide por el paciente de acuerdo con lo que sería mejor para él. Este criterio entra en juego en aquellos casos en los que el paciente nunca ha sido consciente, aunque también puede utilizarse cuando no hay una voluntad clara al respecto. En esos casos no existe información disponible acerca de las preferencias del paciente, ni tampoco familiares o personas cercanas al enfermo que puedan proveernos de tal información o bien, aun existiendo, no aparecen muy claras las intenciones de aquéllos. Con estos criterios, se habilita la entrada de terceros en el proceso decisorio. Y es aquí donde más problemas de legitimación se plantean. Normalmente estas decisiones han venido to- Voluntades anticipadas / 409 mándose por los familiares. En cierto modo, es lógico. Se cree que en la mayoría de los casos un miembro de la familia hubiese sido el elegido por el paciente para hacer las funciones de surrogate; se presume también que un familiar será quien mejor conoce al enfermo y está en la mejor posición para determinar lo que hubiese deseado; además, normalmente será un familiar quien esté a cargo de cuidar de su bienestar y, por tanto, el más indicado para representarlo; finalmente, en nuestra sociedad se le ha otorgado a la familia un importante grado de autoridad y de discreción en los procesos decisorios en lo que respecta a sus miembros, en orden a preservar el valor de la familia. Evidentemente, estas aproximaciones son generales y como tales habrá que tomarlas. Lo indispensable en estos casos es estar al caso concreto y ahí y desde ahí decidir. Porque a nadie se le escapa que actualmente la concepción de la familia está en plena y profunda transformación. Estas consideraciones sólo establecen una presunción iuris tantum a favor de ella, que puede decaer en el caso de que existan ciertos indicios de riesgos para el individuo. Por ejemplo, cuando exista un conflicto evidente entre la familia y el enfermo, o cuando haya habido una larga separación entre ellos durante años, o cuando exista cualquier indicio o sospecha de que la decisión que toman no va en interés del paciente, sino en beneficio propio, etc. En este sentido, será de gran ayuda conocer cuál es la última voluntad del paciente, así como el patrimonio del que dispone. Pero, en cualquier caso, el pivote sobre el que gira la decisión es el diagnóstico médico, que vinculará en cierto modo las decisiones. Puede pensarse con esto que volvemos al paternalismo médico, sin dejar espacio al enfermo. No lo creo así. Esta situación lleva una novedad implícita, como es la del deber de informar del médico, quien ya no podrá sustraerse al deber de exponer las alternativas de tratamiento. 410 / Ana María Marcos del Cano En el supuesto de que entrasen en conflicto las opiniones de los médicos y de los familiares existen dos posibilidades de actuación: la de los tribunales y la de los comités de ética. Los primeros intervienen en aquellos supuestos en los que se ponen en peligro, de un modo claro, la integridad física o la vida del paciente, o también cuando se da un conflicto entre las opiniones del médico y las de los familiares. La legitimidad de la actuación de los jueces ha sido puesta en entredicho, pues pudiera pensarse que, en la huida del paternalismo médico hacia la autonomía individual, avanzamos hacia una imperialismo judicial. La única tarea que le correspondería sería una meramente formal, de procedimiento. Por último, los comités de ética son de gran importancia para los casos que nos ocupan22. La finalidad de estos comités consiste en promover el estudio y la observancia de principios éticos apropiados para el ejercicio de la “medicina asistencial”. Éstos han sido creados precisamente con el fin de tomar decisiones en casos difíciles23. La justificación de estos comités vendría dada por dos razones: una, sirven de apoyo al profesional, a los familiares o al enfermo que haya de tomar una decisión en un contexto de conflicto ético; y, dos, ejercen un control social en un ámbito en el que están en juego derechos e intereses de todos y cada 22 Véase Simón, o. c., p. 9. Sobre los mismos, consultar la obra colectiva dirigida por C. Viafora (ed.), Comitati Etici. Una proposta bioetica per il mondo sanitario, Gregoriana, Padua 1995. 23 Aunque como dice F. J. Elizari en “Los comités hospitalarios de ética”, en Moralia 14 (1992), p. 29, “realizan un servicio más directo en favor de los profesionales sanitarios, de los enfermos y sus familias, de los centros en que han sido creados, pero cumplen además una función social más amplia. Recuerdan que por encima de la ciencia, de los avances técnicos, de las regulaciones positivas y controles jurídicos, existe un nivel más alto de posibilidades y exigencias humanas, de nobles impulsos cuyo olvido podría favorecer una atmósfera de mediocridad”. Voluntades anticipadas / 411 uno de los individuos de una comunidad, pues la salud es, obviamente, un bien primario, esto es, condición para poder gozar de cualquier otro bien. La lógica de funcionamiento del comité no debería estar encaminada tanto a establecer lo que es lícito o ilícito cuanto a asegurar que la decisión de aquel que está involucrado en el problema (médico, paciente u otra persona) pueda tomarse tras una adecuada reflexión, esto es, primero, sin pasar por alto importantes componentes informativos; segundo, con la seguridad de haber evitado falacias derivadas de la vaguedad o de la polivalencia semántica de los conceptos y de las nociones en juego; tercero, después de conocer y recorrer las diversas estrategias éticas que se hayan considerado válidas en otros casos similares para encontrar una solución; y, finalmente, después de haber seguido en su totalidad todos los argumentos racionales disponibles. Esta práctica surgió también en Estados Unidos. Los comités están formados normalmente por médicos, juristas, asistentes sociales, psicólogos, sacerdotes, etc., los cuales deberán analizar los casos más extremos y conflictivos con el fin de aportar una solución lo más justa posible. En defecto de la decisión del paciente y en defecto también de una transparente toma de postura por parte de la familia, estos comités cumplen una labor encomiable, de gran ayuda sobre todo para los médicos, quienes, en última instancia, deben decidir sobre la utilidad de cierto tratamiento o la conveniencia de suspender una determinada terapia. Valoración de estos instrumentos En general, la valoración de estos instrumentos viene siendo positiva. Una gran parte de los estudiosos en el campo de la bioética considera que la concreción de la voluntad del paciente, cuando éste ya ha perdido la conciencia, es un 412 / Ana María Marcos del Cano importante paso adelante en defensa de la autonomía del individuo. Este principio representa un autoafirmarse del paciente frente a lo que ha sido hasta hace bien poco un poder desorbitado del médico. Equiparan estas medidas a aquellas que se utilizan para disponer de los bienes patrimoniales. Para muchos, una vez que el paciente ya no es consciente, ésta es la mejor forma o, al menos, la menos entrometida de tomar decisiones. Así, al ser él quien indica las instrucciones a seguir o al señalarlas su propio representante, tiene la confianza de saber que se seguirán sus preferencias o que esa persona tomará las decisiones por él mejor que otro que él no hubiera elegido. Las voluntades anticipadas garantizan, así, la elección individual. Ahora bien, esa elección debe presentar una finalidad, la de que el momento de la muerte sea lo más digno posible. No obstante, existen diferencias valorativas en torno a la validez de estos instrumentos. Algún sector se la niega por el riesgo implícito de esta legislación de legitimar la eutanasia. El ámbito en el que se encuadra el uso de estos documentos está muy próximo a la eutanasia, y su mera mención reconduce a ella, aunque las voluntades anticipadas ni surgieron con ese fin ni tienen por qué circunscribirse a los supuestos eutanásicos. En realidad, se trata de proteger la autonomía y dignidad del paciente frente a la invasión que sufre por la tecnología utilizada y la mínima calidad de vida que tiene. Aunque, en cierto modo, es lógico. En las fases cercanas a la muerte, y debido a la complejidad de los medios técnicos con los que se cuenta, resulta dificultoso trazar una línea nítida entre los distintos supuestos. Todo depende de cómo definamos la eutanasia24. Si se considera eutanasia la omisión de un tratamiento vital, lo que se viene denominando eutanasia pasiva, en 24 Ver Marcos del Cano, o. c., pp. 62-69. Voluntades anticipadas / 413 este caso sí que nos podríamos encontrar legitimando la eutanasia por la vía y con la forma del testamento vital. Sin embargo, hoy se admite unánimemente que las actuaciones omisivas al final de la vida, ante una situación irreversible e inminente, no presentan carácter ilícito, sino que más bien entran dentro de la praxis médica y tienden a salvaguardar la dignidad del paciente25, por lo que incluso se está desterrando el uso del término “eutanasia” para estas conductas, por lo equívoco de esta expresión. Precisamente, lo que se está intentando lograr con estos documentos es que los enfermos terminales no sean sometidos a largas y dolorosas terapias que no hacen sino prolongarles la vida, sin ninguna perspectiva de mejorar su calidad. La conexión entre las voluntades anticipadas y la eutanasia también se debe a que las asociaciones en pro del derecho a morir con dignidad26 reivindican el derecho a decidir sobre la propia vida27. Estos documentos han alcanzado una gran difusión en la opinión pública. En estos supuestos, sin embargo, cambia radicalmente, porque ya no es simplemente un documento para no someterse a un determinado tratamiento, sino 25 Véase, J. Gafo, “Testamento vital cristiano”, en Razón y Fe 221 (1990), pp. 307-310. 26 Así, la asociación española Derecho a Morir con Dignidad (DMD) ha redactado también un modelo de testamento vital en el que, sin embargo, el paciente solicita que le sea administrada la eutanasia activa. 27 Frosini explica en un interesante artículo cómo el “living will” abarca tres derechos fundamentales: el right to life, el right to freedom y el right to happiness (en el sentido de calidad de vida). El “living will” ofrece la posibilidad de hacer lo que uno quiere con su propia vida. Representa la libertad de elección, lo que significa que el derecho a la vida es también el derecho a la muerte. Finalmente, comprende el “right to happiness”, en el sentido estricto de vivir los últimos momentos de la propia vida en tranquilidad. Ver V. Frosini, “The ‘Living Will’ and the Right to Die”, en Ratio Juris 3 (1995), pp. 349-357. 414 / Ana María Marcos del Cano que se expresa por medio del mismo la voluntad de quien, llegado al punto de irreversibilidad de su situación, solicita que se le aplique una dosis letal y así se termine con lo que él considera una vida indigna y vegetativa. Actualmente, es legalmente inadmisible que estos documentos justifiquen acciones eutanásicas. Por otro lado, la puesta en práctica de estos criterios es muy compleja. De hecho, la experiencia de Estados Unidos, donde ya hace tiempo se vienen utilizando este tipo de instrumentos, es ambivalente. En general, los médicos, los pacientes y la opinión pública mantienen actitudes positivas ante las voluntades anticipadas. Sin embargo, esto no se traduce en una frecuente utilización de las mismas. No se ha visto que hayan jugado un especial papel en las decisiones sobre tratamientos de sostenimiento vital. La práctica norteamericana indica que este tipo de documentos no es muy efectivo por las siguientes razones28: en principio, quien lo suscribe rechazando tratamientos invasivos, en la mayoría de los casos, no recibe ayuda de ningún tipo. Por otro lado, las expresiones a veces resultan demasiado vagas para ser claras (por ejemplo, “si estoy cerca de la muerte”) o demasiado específicas para ser efectivas en situaciones clínicas concretas (por ejemplo, “si estoy en un estado vegetativo persistente”). También pueden resultar vagas las instrucciones derivadas de conversaciones entre el médico y el paciente (por ejemplo, “no me mantenga con vida en una máquina”). Además, una vez que se emiten, se consideran ya firmes (aunque exista la posibilidad de revocación) y no se tiene la seguridad de que, en el momento de la aplicación, la voluntad del enfermo coincida 28 Véase S. Hickman – B. Hammes – A. Moss – S. Tolle, “Hope for the Future: Achieving the Original Intent of Advance Directives”, en Hastings Center Report 6 (2005), suppl. pp. 26-30. Voluntades anticipadas / 415 con lo allí expresado y, generalmente, no se abre de nuevo una discusión al respecto. A veces, se deriva de la práctica una utilización demasiado juridificada, entendiendo tales instrumentos como la manifestación de un derecho del enfermo, sin entrar en la planificación de un cuidado integral de la salud. También hay que tener en cuenta que la concepción de la autonomía está vigente fundamentalmente en la cultura occidental y que pueden existir otras culturas que entiendan de un modo más colectivo (familiar, religioso, étnico...) la manera de morir. En este sentido, y para paliar los posibles defectos de las voluntades anticipadas, en Estados Unidos se han creado diversos programas29 que tienen como finalidad crear políticas locales de información sobre estos documentos con el fin de que sean más eficaces. En general, la gente muere como vive, esto es, en un conjunto de complejas relaciones. Se tiende a que ese tipo de decisiones sean compartidas también por las familias y desde ahí se creen programas para capacitar a las familias para tener un papel más activo en estos casos. Se están promoviendo programas en los que se fomenta el reconocimiento colectivo en la toma de decisiones al final de la vida con el fin de que el morir no sea un acontecimiento aislado, sino que en los mismos hospitales se creen espacios para los familiares y amigos para estar cerca del paciente. En este proceso de decisión se aboga por que se incluya también a todas aquellas personas que serán afectadas por la muerte del enfermo. Lo que sí se ha conseguido, sin embargo, es que la gente, en general, tenga más control sobre sus tratamientos médicos al final de la vida, que los cuidados paliativos se hayan convertido en una especialidad médica y que la mitad de los que mueren al año reciban 29 Pueden consultarse más ampliamente en ibíd., pp. 26-30. 416 / Ana María Marcos del Cano cuidados en las unidades de atención a terminales. Por otro lado, se sostiene que sería necesaria una renovación de estos documentos, porque quizá en ellos subrepticiamente se introducen prejuicios contra la calidad y el valor de la vida con discapacidad. De hecho, en algunos hospitales se está abogando por la mediación en los conflictos a la hora de tomar decisiones al final de la vida, incluso cuando existen documentos de voluntades anticipadas; es la mejor forma –se dice– para respetar las diferencias de las culturas en pacientes, familias y equipos médicos. En nuestro país no hay una tradición en el uso de las voluntades anticipadas. Esa falta de utilización se puede deber a que en general no existe una práctica extendida en la que el paciente tome parte en las decisiones acerca de los tratamientos en el curso de su enfermedad, bien porque prefiere que lo hagan otros, bien porque su decisión no habría diferido en mucho de esas decisiones. Si bien es verdad que hay un marco normativo complejo en el que fundamentarse, es preciso profundizar más en algunos aspectos. Por ejemplo, habrá que conocer mejor cómo viven los ciudadanos españoles la posibilidad de la muerte, cómo quieren ser tratados en esos momentos finales, qué valores desean que se les respeten, cómo quieren que se impliquen los profesionales sanitarios, sus familiares y sus representantes en la toma de decisiones clínicas cuando ellos no sean capaces de decidir. Además, sería necesaria una formación de los médicos, que conozcan esta práctica y que se involucren en ella. Se requerirá una concienciación y conocimiento de estas posibilidades desde todos los colectivos implicados, si se quiere que sean eficaces. Por otro lado, la distancia que existe entre el momento en que se realiza y en el que se aplica es uno de los argumentos que más se utilizan en contra del uso de estos documentos. Se dice que con frecuencia la situación anímica y emocional del declarante cambia radicalmente cuando ha de Voluntades anticipadas / 417 enfrentarse al momento que motivó la firma del escrito, sin que haya por ello que poner en duda la seriedad con que se hiciera tal manifestación. Aunque el enfermo, en el momento de firmar la declaración, se encuentra con las facultades mentales intactas, su decisión “no puede prever las condiciones efectivas de su ejecución en términos tales que vincule rigurosamente la voluntad de quien tiene la obligación de intervenir, excluyendo toda posibilidad de juicio personal”. Por otro lado, el hecho de que se exprese la voluntad con anterioridad impide tener la certeza de que la decisión originaria persiste cuando es ejecutada, extremo que se considera imprescindible, ya que bien podría darse el caso de que el enfermo hubiera querido modificar su primera disposición sin que le hubiese sido posible hacerlo por múltiples impedimentos. De hecho, en situaciones en las que se prevé que se va a perder la conciencia, el médico debe introducir discusiones sobre las directrices a seguir en fases avanzadas de la enfermedad y reevaluarlas a intervalos no mayores de seis meses30. Esto se debe a que distintos estudios coinciden en afirmar que el estado psicológico de la persona varía mucho desde el momento en el que se encuentra sana a cuando debe encararse con la muerte. En estos últimos casos, muchos enfermos se aferran desesperadamente a la vida o sus deseos fluctúan de un modo constante. Evidentemente, se trata de una declaración muy peculiar, muy dependiente de las variaciones subjetivas de diversa índole. La no coincidencia implica que tal decisión “no puede prever las condiciones efectivas de su ejecución en términos tales que vincule rigurosamente la voluntad de quien tiene la obligación de intervenir, excluyendo toda posibilidad de juicio perso30 Así se establece para determinados casos concretos. Véase J. Sancho, “Derecho a decidir: el paciente con esclerosis lateral amiotrófica que rechaza la alimentación enteral”, en Revista de Neurología Suplemento 1/4 (2005), p. 12. 418 / Ana María Marcos del Cano nal”. Y será necesaria el reactualizarla hasta que sea posible31. No obstante, existen situaciones especialmente conflictivas, como la de los enfermos de alzheimer, donde la voluntad contemporánea (mermada o anulada) puede contradecir la expresada en las “indicaciones previas”, con toda la problemática que esto conlleva, cuando se trata de pacientes que están conscientes y viven sin necesidad de un apoyo externo artificial. Otro de los inconvenientes es que las instrucciones del paciente pueden ser detalladas o generales. En el primer caso, un documento que, por ejemplo, prohíba un determinado tratamiento puede quedar anticuado cuando llegue la hora de aplicarlo. Y en el segundo, si son generales, no van más allá de lo reconocido ya, de la práctica habitual. Así, en nuestro país, el Código de ética y deontología médica del Consejo General de Colegios de Médicos de España afirma que “en los casos de enfermedad incurable y terminal, el médico debe limitarse a aliviar los dolores físicos y morales del paciente (...) evitando emprender o continuar acciones terapéuticas sin esperanza, inútiles u obstinadas” (artículo 28.2). Además, mientras no esté enfermo, no hay de qué informarle para que libremente consienta, con lo que las instrucciones que se den, serán totalmente hipotéticas. 31 En el Congreso Mundial de Bioética de Gijón, un grupo de especialistas manifestaba las siguientes dificultades bioéticas para su aplicación: 1. El paciente expresa una voluntad hipotética y condicional, ya que se basa en acontecimientos futuribles; 2. El deseo del paciente expresado en el testamento vital presenta una complejidad y dificultad interpretativa por parte del médico en cuanto dicho documento no explicita una patología concreta; 3. La correcta interpretación de los valores del paciente por parte de las personas allegadas y su influencia sobre la decisión médica final; 4. Presupone una relación médico-paciente según un modelo informativo e interpretativo. Ver F. Fuertes y otros, a. c., p. 538. Voluntades anticipadas / 419 Además, pueden darse problemas de interpretación: ¿qué tratamientos se incluyen dentro de lo que se conoce con la denominación “prolongación artificial de la vida”? ¿Qué tratamientos se incluirían en una expresión como “tratamientos fútiles o inútiles”? Por ejemplo, ¿es prolongar artificialmente la vida la hidratación y nutrición artificial? Actualmente, estas técnicas se consideran tratamientos equiparables al resto de las medidas de soporte vital, como por ejemplo las técnicas de reanimación cardiopulmonar32, la respiración asistida, la diálisis, etc. El problema reside en que muchas de estas terapias se consideran por muchos profesionales, familiares e incluso pacientes medidas de cuidado básico sobre las que no se puede decidir, sino que son obligatorias. Además, el negar el agua y el alimento, desde un punto de vista emocional y cultural, parece que avala esa opinión. Por otro lado, no parece que la retirada de estas medidas cause al paciente un sufrimiento innecesario, pues se afirma que en estas condiciones no experimentan ni hambre ni sed y no tienen sensación de sufrimiento por este motivo. El debate residiría en el análisis de la propia complejidad técnica de estas mismas terapias, es decir, qué tipo de “invasión” se produce en el paciente con estos tratamientos. Actualmente, cabe señalar que hay una línea progresiva de complejidad técnica que va desde la simple alimentación manual con ayuda, pasando por la sonda nasogástrica, la gastrostomía, hasta llegar a la nutrición parenteral. Esta diversidad permite afirmar que la nutrición parenteral y la gastrostomía son tratamientos médicos, cosa que no puede decirse de la alimentación manual con ayuda33. 32 Sobre la posibilidad de decidir acerca de la reanimación cardiopulmonar, véase J. L. Monzón – I. Saralegui, “Las órdenes de no reanimación: cuándo, por qué y cómo pueden establecerse”, en Revista de Neurología, suplemento 1/4 (2005), pp. 40-46. 33 Véase Simón, o. c.¸ p. 6. 420 / Ana María Marcos del Cano Por otro lado, cómo saber si un tratamiento es o no inútil. Para considerar inútil un tratamiento se deben considerar dos factores: el técnico y el valorativo. El componente técnico, basado en datos científicos, debe ser fijado por el médico, que es el profesional socialmente acreditado para este cometido. Así, como actividad específica de su profesión, el médico debe ofrecer al paciente los procedimientos que técnicamente considera apropiados para el correcto manejo de su caso. El componente valorativo es fundamentalmente patrimonio del paciente, que tiene derecho a elegir entre las alternativas consideradas técnicamente apropiadas la que considere más adecuada para él34. En este sentido, y a pesar de que sea una garantía el que se exija que sea por escrito, como se ve, esto mismo puede ser un impedimento. A veces, ese documento escrito no se ha realizado con la información suficiente o el lenguaje utilizado es ambiguo e impreciso y puede dar lugar a distintas interpretaciones, no simplemente formales, sino sustanciales. El escrito no excluirá la interpretación ni, por tanto, el juicio del que debe ejecutar esas directrices. Incluso, aunque se recoja en un texto legal esta posibilidad, cada palabra igualmente requiere su interpretación, un hecho que, sin duda, limita su utilidad. El que debe tomar la decisión efectivamente, determinará en parte su contenido. Por otra parte, ¿hasta qué punto el enfermo suscribe ese tipo de instrucciones por él mismo o por otras circunstancias?; por ejemplo, para ahorrar costes a la familia, tanto económicos como emocionales. Además, hay ciertos aspectos que no se mencionan en esas “indicaciones previas”, 34 Ver J. R. Ara, “El problema de los tratamientos inútiles. Consideraciones teórico-prácticas en el paciente con demencia, en Revista de Neurología, suplemento 1/4 (2005), pp. 32-39. Voluntades anticipadas / 421 generalmente restringidas a los tratamientos médicos, a saber, cuestiones espirituales o de lugar, cuestiones que tendrían que incluirse. Incluso, se ha llegado a afirmar que la exigencia de estas formalidades perjudica la relación entre el médico y el paciente. Quizás, si se pudiera afrontar este tipo de instrucciones desde un diálogo y una confianza entre ambas partes, sería mejor. Thomasma aboga por el principio de la nueva beneficencia en el que quien decide es el médico con el paciente, en donde los valores de éste son bien conocidos por el profesional y el paciente le atribuye cierta capacidad de gestión sobre ellos. Lo deseable es que las opiniones confluyeran y se tomaran las medidas oportunas, basadas en la confianza. Se sostiene que estas medidas sólo son efectivas cuando existe una estrecha relación clínica, cuando existe una verdadera confianza con el médico. Este documento es eficaz, sobre todo, porque la muerte sigue produciéndose mayoritariamente en los hospitales, y, en todo caso, los médicos deberían aplicar dichas medidas bajo el prisma del respeto a la dignidad y los valores de la persona, pues no hay que olvidar que el 40% del presupuesto sanitario se gasta en los tres últimos meses de vida. De hecho, en Estados Unidos se da la paradoja de que personas que han suscrito este tipo de documentos, cuando entran en un hospital, los revocan. Y ello porque, en definitiva, el lenguaje es ambiguo y es necesario interpretarlo. Tendría que distinguirse, a su vez, si las voluntades anticipadas son para situaciones irreversibles o para situaciones concretas de reversibilidad, pues no es lo mismo el uso de un respirador en un paciente terminal de cáncer que en una persona que ha sufrido un accidente de tráfico y a la que le puede salvar la vida empleándolo unos días. En general, se puede prever que los pacientes estarán mejor atendidos o, al menos, tratados como ellos desean si existen voluntades anticipa- 422 / Ana María Marcos del Cano das. Igualmente, parece que su existencia es positiva para el equipo médico, ya que deberán decidir de acuerdo a dichas instrucciones y se les exonera de la responsabilidad en cuanto a los resultados de tal elección. Sin embargo, las indicaciones previas, aunque necesarias, no son la panacea para resolver todas las decisiones que hay que tomar. A veces nos encontraremos con pacientes con “voluntades anticipadas” y en las que, sin embargo, no exista ninguna indicación concreta aplicable a la situación real en la que se hallan. Además, teniendo en cuenta que estos instrumentos no pueden reproducir la decisión actual del paciente capaz, no podremos saber tampoco qué grado de autoridad estamos otorgando a la propia decisión del enfermo. Lo que es claro es que la importancia moral de las indicaciones previas se incrementará en el grado en el que coincidan con la decisión reflexiva, informada y contemporánea del paciente. En el supuesto de que se trate de indicaciones en las que se haya nombrado a alguien, todo dependerá de la confianza y el conocimiento que la persona designada tenga respecto de las preferencias del paciente. En el caso de que se trate de indicaciones sin haber designado a una persona, entonces tales instrucciones deberán ser cuidadosamente consideradas y muy detalladas. Teniendo en cuenta estos riesgos, lo mejor sería optar por unas indicaciones previas combinadas, es decir, una serie de instrucciones en las que el paciente estableciese sus preferencias en orden a su integridad física y moral al final de su vida y, a la vez, nombrase un apoderado, un sustituto, para que tome la decisión conforme a dichas instrucciones. Sería necesario, para que fuesen realmente prácticas y viables, que se combinasen estos tres factores: que fuesen lo más concretas posible y que ese sustituto fuese un miembro de la familia o alguien cercano al paciente para interpretar las instrucciones o para Voluntades anticipadas / 423 tomar decisiones. Y, por último, en ausencia de un documento, el procedimiento a seguir consistiría en establecer guías de actuación explícitas promovidas desde los hospitales, sociedades científicas y otras instituciones similares. Parece que lo que sí es conveniente es que, al menos en nuestro país, y dado que están surgiendo leyes que regulan las “voluntades anticipadas”, exista una mayor información acerca de lo que son, de qué posibilidades ofrecen y de qué problemas plantean. Teniendo en cuenta que se trata de una cuestión muy delicada, será necesaria una divulgación de esta posibilidad en el conjunto de la sociedad, pero, sobre todo, en aquellos sectores más afectados (médicos, enfermos, juristas, éticos, psicólogos...). Por otro lado, la hipótesis de que el uso de las instrucciones previas acabe teniendo, en mayor o menor medida, efectos de modificación de la praxis médica en un sentido abstencionista, obviamente no puede confirmarse en este momento, pero, desde luego, tampoco excluirse ab initio 35. El problema principal viene dado por la limitada consideración que cada uno prestamos por adelantado al hecho de la propia muerte o a la posibilidad de afrontar alguna enfermedad crónica que requiera atención médica. Esto sólo puede ser afrontado desde una educación general a estos niveles y, sobre todo, por la comunicación entre el paciente y sus profesionales médicos (que incluye todos los profesionales vinculados a su cuidado o atención) que explícitamente trate de determinar los valores, preferencias y opciones que se deseen para una ulterior situación que 35 Véase J. M. Silva Sánchez, Los “documentos de instrucciones previas” de los pacientes (art. 11.1, Ley 41/2002) en el contexto del debate sobre la (in)disponibilidad de la vida, en Seminario “Autonomía del paciente y derechos en materia de información clínica”, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 12-14 de marzo de 2003. 424 / Ana María Marcos del Cano pueda presentarse que limite o anule la adecuada expresión del consentimiento informado del propio paciente. Bibliografía Alonso Herreros, D., “Reflexiones sobre el derecho de información del paciente, instrucciones previas e historia clínica en la Ley 41/2002”, en Actualidad del Derecho Sanitario (2004), pp. 5-15. Barrio Cantalejo, I., y otros, “De las voluntades anticipadas o instrucciones previas a la Planificación Anticipada de las decisiones”, en Nure Investigación 5 (2004), pp. 1-9. De Castro Cid, B., “Biotecnología y derechos humanos: ¿complementariedad o conflicto?”, en A. M. 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Sánchez Caro, J., “Novedades de la ley de información clínica: análisis, futuro desarrollo autonómico”, Actualidad del Derecho Sanitario (2003), pp. 313-321. La muerte clínica Juan Luis Trueba Gutiérrez Qué significa el término “muerte clínica” La última palabra del “final de la vida” es la “muerte”. El “final de la vida” y la “muerte” son términos muy serios que presuponen la existencia de un “viviente”, pero en nuestro contexto cultural se pueden referir a la vida humana en general o al proceso vital de un hombre concreto en particular. Cuando de lo que se trata es del final de la vida de un hombre concreto, nos estamos refiriendo al período final del proyecto vital de una persona y es aquí donde la palabra “muerte” adquiere su mayor trascendencia y complejidad. Dicho en otros términos, el proceso final de la vida en un hombre termina con la muerte, y ambas expresiones, “final de la vida” y “muerte del hombre”, pueden tener un sentido genérico o particular. El propósito de este trabajo es realizar una serie de consideraciones sobre los aspectos clínicos y los problemas éticos que suscita el diagnóstico de muerte al final de la vida de un hombre concreto. Se trata, pues, del punto de vista particular que el final de la vida y la muerte suscitan clínicamente a quienes han de afrontar el reto de la realidad de la muerte en un caso concreto. Éste es el sentido de lo que llamaremos “muerte clínica”, es decir, la actualidad o presencia de la realidad de la muerte en quien está postra- 428 / Juan Luis Trueba Gutiérrez do clínicamente1, ante alguien –generalmente el médico– que tiene que afrontarlo tomando decisiones y actuando en consecuencia. Desde un punto de vista médico, ante un paciente concreto, tampoco es lo mismo el “final de la vida” que la “muerte clínica”. En una u otra situación, las actuaciones del médico –como actos transitivos que son– no tienen la misma significación y, en consecuencia, difieren radicalmente en cuanto al diagnóstico, pronóstico y posibilidades de actuación. Una formulación más sencilla sería decir que la “muerte clínica” es el diagnóstico que un médico hace de la “muerte” de un paciente concreto. Tiene, pues, un sentido particular, y es siempre, por definición, un diagnóstico clínico, pero de una enorme importancia, ya que supone el reconocimiento en el paciente de un “nuevo estado” –del estar muerto–, lo cual abre a la posibilidad de actuaciones muy trascendentes, como pueden ser la firma de un parte de defunción, la retirada de la respiración asistida o la solicitud de donación de órganos a la familia del fallecido. La “muerte clínica” reconoce un “nuevo estado”, compromete la dimensión ontológica del sujeto objeto de estudio; es un hecho real muy trascendente. Por otro lado, la expresión “final de la vida” usada por un médico clínico se refiere a un proceso asistencial de un paciente, con un pronóstico de situación evolutiva terminal. Es, pues, un pronóstico clínico dentro de una referencia lineal del tiempo de la vida humana, y que, por razones biológicas, se sitúa en los confines terminales del proceso vital de un hombre concreto; conlleva una predicción pronóstica de muerte próxima, lo que permite la consideración de que el proceso clínico está en estado terminal. El estado terminal plantea 1 Del griego clinh (chliné), “lecho”. La muerte clínica / 429 otros problemas: especialmente, la futilidad de las decisiones terapéuticas y la posibilidad de una “limitación del esfuerzo terapéutico”2. El “final de la vida” se refiere a la vida humana concreta como proceso biológico y al pronóstico de terminalidad de la vida temporal biológica del sujeto; implica un pronóstico vital negativo, pero no afecta necesariamente a la dimensión ontológica del sujeto personal. Final de la vida humana es semejante a terminalidad, pero no a “muerte clínica”. Las decisiones que se pueden y deben tomar en una u otra situación son muy distintas, siempre importantes, pero no igualmente trascendentes. Conocimientos empíricos actuales sobre la “muerte clínica” Nuestros conocimientos clínicos sobre el diagnóstico de la muerte humana permiten reconocer una serie de experiencias que me parecen importantes para entender lo que en la práctica actual significa la muerte clínica. Seguidamente procederé a describir las cuatro experiencias que me parecen más esenciales. Experiencia de que la muerte clínica es un proceso con un momento concreto impreciso y de incertidumbre Establecer cuál es el momento en el que la muerte de un hombre ocurre no es tarea fácil. Posiblemente, la razón principal se encuentre en que la muerte del hombre encierra un momento paradójico; por un lado, es para todo hombre 2 J. L. Trueba, “Los marcos asistenciales de la limitación del esfuerzo terapéutico”, en J. de la Torre (ed.), La limitación del esfuerzo terapéutico, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2006. 430 / Juan Luis Trueba Gutiérrez una certeza esperable, pero, por otro, es motivo de grandes incertidumbres existenciales. Al menos tres grandes incertidumbres suscita cualquier intento de afrontar la muerte humana: primero, una incertidumbre en su dimensión física espacio-temporal: en cuanto al “dónde” y “cuándo”; segundo, una incertidumbre existencial: sobre qué es “la muerte propia”; y tercero, una incertidumbre esencial sobre qué es la “muerte en sí”. a) Primero: incertidumbre temporal, en cuanto al “dónde” y “cuándo”. Se refiere al momento de la muerte como punto final de una vida vivida. La vida humana vista como un proceso temporal de actualización y realización de un proyecto vital personal en el que se entra cuando nacemos y del que necesariamente hemos de salir, suscita la incertidumbre sobre el “dónde” situar (situs) la puerta de salida y sobre el “cuándo” –en qué momento– localizar (locus) la muerte en el proceso lineal temporal del decurso vital. Conviene precisar que una referencia cronológica o puramente temporal del proceso biológico es sólo una aproximación parcial a la realidad de los hechos, pues el tiempo en sí mismo carece de toda realidad sustantiva; es sólo un momento estructural del dinamismo genético, lo que nos conduce a importantes interrogantes sobre “la realidad del tiempo”. Zubiri nos lo plantea haciéndonos observar que todo trascurso es un proceso. Las realidades cósmicas todas, sin excepción, tienen un carácter procesual. Y todo proceso trascurre en fases diversas. Cada fase ocupa una posición determinada entre las demás. La mera posición fásica de cada una de las fases respecto a las demás del proceso es justo el tiempo como línea. El tiempo absoluto como algo independiente de las cosas no tiene existencia. El tiempo no es una envolvente del cosmos y de las La muerte clínica / 431 cosas que hay en él, no es algo absoluto en ningún sentido; carece de toda realidad sustantiva. Todos los trascursos del cosmos son procesuales o, si se quiere, todos ellos son co-procesuales. Son las cosas las que por ser procesualmente trascurrentes dan lugar a la línea del tiempo. El tiempo es siempre, y sólo, tiempo-de algo, de algo procesual. No es sino mera respectividad posicional fásica de todo proceso trascurrente. Y la sincronía de estas respectividades es el tiempo universal cósmico3. El tiempo, como forma general del dinamismo, es el referente cronológico con respecto a la pregunta “cuándo”. Toda realidad emerge y es emergente en un cuando, que aparece aquí con respecto al tiempo en forma de continuidad, pues el tiempo tiene como propiedad la continuidad. No es la suma de instantes, sino que tiene una duración: una especie de línea que dura. Además, el análisis del tiempo permite referirse a tres momentos en el curso temporal de la duración: un antes, un ahora y un después. Estos momentos o partes están vinculados entre sí formando la continuidad propiamente dicha: los tres momentos –prefiero hablar de momentos más que de partes, pues la parte parece que quisiera indicar una discontinuidad o límite estructural, mientras que el momento puede entenderse como momento de una fuerza y sin límites espaciales o estructurales en su acción– están en continuidad, sin solución de continuidad. Pero, además, el tiempo es un continuo ordenado: el antes, el ahora y el después tienen un cierto orden. Y entonces el antes y el después no significan el antes y después en el tiempo, sino antes y después en la ordenación. Por ello, que los momentos se sucedan en el tiempo es un concepto meramente ordinal. Esto nos lleva a la experiencia de que en los procesos biológicos, 3 X. Zubiri, Espacio, tiempo y materia, Alianza Editorial–Fundación Xavier Zubiri, Madrid 1996, pp. 250-255. 432 / Juan Luis Trueba Gutiérrez como en cualquier continuo, no es posible predecir el límite entre un elemento y el siguiente. Hay una especie de indeterminación en el “cuándo” que sólo podemos abordar en respectividad. Así, por ejemplo –como ya he abordado en otra parte4–, resulta imposible establecer categóricamente un instante de la muerte o un límite claro y preciso entre el comienzo o el final del proceso vital o de cualquiera de sus momentos sucesivos y ordenados. Y cuando la ordenación de los momentos de una magnitud continua es tal que anterioridad y posterioridad en el orden significa que lo uno deja de ser lo que se es para ser lo otro, entonces decimos que es un continuo fluente. Continuidad, ordenación y fluencia son componentes estructurales del tiempo de los procesos biológicos5. El proceso, pues, es un movimiento tal que en él sus momentos no solamente se “suceden”. No es un movimiento de pura sucesión, sino que cada momento está formalmente apoyado en el anterior y es apoyo del siguiente. Por apoyarse en el anterior, cada momento “procede-de” él; por apoyar el siguiente, cada momento “procede-a”. Proceder-de y proceder-a son los dos momentos constitutivos de lo que es un proceso viviente en su historia6. Yo comprendo que tratar de explicar la realidad de la muerte en el proceso final de la vida puede resultar muy árido cuando el punto de 4 J. L. Trueba, “Cerebro y persona. Reflexiones sobre la suficiencia constitucional”, en J. Masiá (ed.), Ser humano, persona y dignidad, Universidad Pontificia Comillas–Editorial Desclée de Brouwer, Madrid-Bilbao 2005. 5 X. Zubiri, Estructura dinámica de la realidad, Alianza Editorial–Fundación Xavier Zubiri, Madrid 1989, pp. 282-287. 6 X. Zubiri, Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica, Alianza Editorial–Fundación Xavier Zubiri, Madrid 2006. La muerte clínica / 433 vista es filosófico o meramente existencial. Es posible que los poetas nos lo hayan sabido explicar mejor sin utilizar términos como el carácter procesual de la vida y sin referirse a sus momentos constitutivos de continuidad, ordenación y fluencia, o a neologismos tan complejos como el de “respectividad”, imprescindible en la concepción metafísica de Zubiri. Bastará un clásico ejemplo en nuestra lengua castellana. Cuando decimos ese impresionante verso de que “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir...”, en efecto, la luz se enciende en nuestro entendimiento. Quizá la metáfora del río permite comprender cómo la vida nace y muere con unos límites borrosos; trascurre fluentemente en continuidad ordenada, en una respectividad espacial y temporal, fruto de un dinamismo de realidades como el agua, las orillas, los fondos, los árboles y cuantas otras forman parte de su entorno, en el momento en que acontecen y a partir del momento que inmediatamente le antecede, “siendo” el mismo río sin ser nunca exactamente idéntico; trascurriendo y dando de sí mientras existe; llevando todo el peso de su trayectoria; y así hasta que muere, pero de manera siempre procesual, mediante la cual encuentra sus estados transitorios que le conducen a la muerte, sea como río remansado, ría, estuario o marisma, termina finalmente por fundirse con otra forma de realidad que llamamos mar. b) Segundo: incertidumbre existencial sobre qué es “la muerte propia” Todo hombre es consciente de la ineludible certeza de su propia muerte pero también de que siendo la muerte un fenómeno biológico irreversible, nadie puede describir o llegar a transmitir experiencia de su propia muerte, porque nadie ha regresado de la muerte real a la vida real para contarlo. El diagnóstico de “muerte clínica” es siempre un acto transitivo de un médico respecto a la 434 / Juan Luis Trueba Gutiérrez muerte de “otro” hombre, pero la experiencia clínica se limita a la experiencia sobre la “muerte del otro” y no permite conocer o dar razones sobre la “muerte propia” –ni la del difunto que certifica, ni tampoco de su propia “muerte propia”–, que ni siquiera puede imaginar por faltarle cualquier referente de experiencia real del “paso final de la vida”. No puede sorprender, por tanto, la afirmación, hecha por algunos, de que no es posible siquiera imaginar la experiencia de lo que pueda ser la “propia muerte mía”. c) Tercero: incertidumbre esencial sobre qué es la “muerte en sí” Aunque un médico que alcanza la evidencia de “muerte clínica” en un caso concreto, puede actuar considerando que sus decisiones las toma sobre un cadáver –por ejemplo, firmar un parte de defunción, desconectar la respiración asistida y solicitar a los familiares la donación de órganos–, la realidad de la muerte humana supera con mucho su conocimiento sobre todo lo que es un mero diagnóstico clínico. La muerte del hombre es mucho más que la “muerte clínica”, porque es “más” que la experiencia humana acumulada y acumulable sobre los muertos caídos enfrente de nosotros o a nuestro alrededor, e incluso la muerte de un solo hombre es también mucho más que lo que la propia experiencia de la humanidad entera será capaz de conocer a lo largo de los siglos, pasados y futuros. Y esto es así por el simple hecho de que, como hemos dicho, nunca llegamos a tener experiencia ni evidencias de lo que es “desvivirse uno mismo en su propia muerte”. Cada hombre está sentenciado a tener que vivir esa experiencia únicamente consigo mismo y a jamás poder compartirla con nadie. Solamente la experiencia entera de haber vivido, haber visto morir a los “otros” y traspasar la puerta de la muerte propia nos permitirá conocer, en su día, momento y hora, lo que es verdaderamente la La muerte clínica / 435 “muerte en sí misma”. Por eso el análisis fenomenológico de lo que es la muerte humana es imposible, ya que no deja ver una parte de sus momentos constitutivos y tampoco nos permite imaginar los hechos o datos que no somos capaces de describir con nuestra experiencia por no estar actualizados realmente en nuestra propia realidad. La experiencia de que los criterios de muerte clínica cambian Hoy en día es el médico el que diagnostica la muerte, pero no siempre ha sido así. Determinar la muerte ha sido un acto de gran trascendencia para cualquier sociedad mínimamente organizada. El hecho de designar a un individuo como cadáver tiene consecuencias inmediatas, como, por ejemplo, la inhumación o la aplicación de lo que socialmente se denominan los “ritos de la muerte”. Cada sociedad ha tenido los suyos propios y cada sociedad ha interpretado a su manera el sentido de la muerte y el modo de determinarla, explicarla y comprenderla. Los miedos con respecto a la posibilidad de un error en el diagnóstico de muerte y la experiencia de que en algunos casos, especialmente coincidiendo con los enterramientos masivos de guerras y epidemias, se han producido enterramientos con vida7, condujeron por presión social a la implantación de leyes para los enterramientos, a los períodos de espera antes de proceder a la inhumación y, especialmente, a la necesidad de una certificación médica de la muerte. Hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX, la figura del médico estaba ausente de los ritos de muerte en las sociedades del mundo occidental. 7 G. Centanaro, El concepto de muerte. Un poco de historia. (http://www.geocities.com/HotSprings/Spa/3516/muerceb.ht ml?200527) refiere que Bruchier (1742) recogió 189 casos de supuestos enterramientos con vida. 436 / Juan Luis Trueba Gutiérrez El médico acompañaba al paciente mientras “había algo que hacer”, pero a partir de dicho momento procedía al ”desahucio” del paciente, que quedaba al cuidado de familiares y de los miembros sociales y religiosos especialmente dedicados a las obligaciones morales y a los mandamientos de “enterrar a los muertos”. El diagnóstico propiamente dicho de “muerte clínica” basado en la intervención de un médico para emitir un certificado legal “para” poder enterrar no se implantó hasta principios del siglo XIX, ligado al nacimiento de los criterios científicos de la medicina moderna y a razones de salubridad pública. La gestión de la muerte humana pasó de ser un patrimonio de la religión y la filosofía a ser un problema de “diagnóstico clínico”, y la “muerte clínica” una cuestión sobre cómo actuar médicamente ante la evidencia de una pérdida irreversible de las funciones y las estructuras constitutivas del organismo de un viviente humano concreto. El diagnóstico correcto de “muerte clínica” se realiza teniendo en cuenta una serie de signos objetivos que poseen valor diagnóstico mostrativo de “muerte”. Estos signos no aparecen de repente, al modo como los antiguos imaginaban la llegada de la muerte, como si fuese un personaje que aparece con su aspecto cadavérico y su guadaña. Tampoco la muerte ocurre porque ese personaje que nos visita nos conduzca a la muerte en un proceso danzante al que no podemos resistirnos. Son todas interpretaciones míticas que hoy casi parecen ridículas, pero que han tenido desde siempre una fuerza seductora frente a los enigmas que la muerte como final de la vida nos plantea. Es interesante constatar cómo en dichas imágenes míticas se encuentra escondido no sólo el enigma sobre “cuándo” aparece la muerte, sino también el enigma sobre cuál es la “causa” de la muerte. Creo que ambos enigmas requieren un La muerte clínica / 437 abordaje por separado que nos ayude a comprenderlos, pero no será vano dejar bien sentado que la muerte clínica no puede tener un sentido, al menos desde una posición a la altura de lo que las ciencias positivas nos han venido demostrando, sobre la base de hacer de ella una “cosificación” ni una relación subjetivista de lo que, sin duda, es una experiencia de hecho necesaria. En definitiva, que no existe la “señorita muerte” como ente sustancial ni como “entidad morbosa”; la muerte no es ni una “persona” ni una “enfermedad” en su sentido más tradicional. Para el médico, la muerte no es una entidad nosológica, sino un “estado” biológico; entra más en la categoría de síndrome que en el de entidad morbosa o enfermedad. Es, pues, un mero diagnóstico clínico de “estado”, lo cual plantea, como enseguida veremos, cuestiones importantes sobre el “cómo” y el “cuándo”. Quizá sea oportuno empezar abordando primero el problema médico del “cómo”, esto es, la causa del posible “estado” de muerte. La razón es que todo diagnóstico clínico de muerte empieza por un afrontamiento ante un paciente concreto de la posibilidad de dicho estado, de si en definitiva el paciente está o no está muerto. Es una duda que requiere confirmación resolutoria, pero que aparece ante una situación concreta en la que siempre existen unos antecedentes conocidos, mediatos o inmediatos, que hacen plausible el razonamiento puramente lógico de que el planteamiento de la cuestión es oportuno. Es decir, resulta ante esa situación concreta razonable pensar en el estado de muerte, porque sencillamente existen “causas” suficientes para ello. Es el dilema médico de la “causa inmediata” de la muerte y de la “enfermedad previa” que figuran en los certificados médicos. Y hay que reconocer que la medicina tiene tendencia a pasar de puntillas sobre estos temas que abordan las causas de la muerte, a pesar de ser tan trascendentes para la vida del paciente y por las implicaciones sociales que conllevan. 438 / Juan Luis Trueba Gutiérrez Ello no quiere decir que la causa suficiente no sea evidente para el clínico que evalúa el estado del paciente; no hay nadie que piense en la posibilidad de la “llegada de la muerte” sin tener antes la evidencia de una causa concreta en el caso que hace temer la existencia de un daño orgánico suficiente como para producir la muerte del organismo entero. Las causas de la muerte pueden ser clasificadas de una manera práctica en dos grandes grupos fisiopatogénicos: muertes repentinas o inesperadas, y muertes terminales o esperables en el proceso final de la vida. En las primeras, es posible reconocer un antecedente inmediato agudo que ha podido dañar de manera muy importante algún órgano vital o esencial para la vida (por ejemplo, el cerebro o el corazón). En las segundas, existe el antecedente de la “enfermedad previa” con una evolución pronóstica mala que hace esperable su desenlace como situación puramente terminal. En ambas se plantea la situación como razonablemente crítica para la vida, hasta el punto de considerar la posibilidad de la muerte. Es desde esta situación concreta de la que parte el juicio diagnóstico médico para establecer y confirmar el estado de muerte del paciente por daño irreversible estructural del organismo. La consideración circunstancial como origen causal de la muerte, en un caso concreto, es esencial para poder proseguir en la ratificación diagnóstica de la “muerte clínica”. No se puede llegar al diagnóstico de muerte sin una causa inmediata que pueda justificar fisiopatogénicamente el daño irreversible y la desestructuración o muerte tisular de los órganos vitales, ya sea de modo agudo o como consecuencia de una enfermedad terminal. Pero la desestructuración del organismo y la muerte celular no ocurren en el mismo instante La muerte clínica / 439 en todas y cada una de las células que forman parte de un organismo entero; el ritmo de instauración y progresión es diferente para cada tejido y para cada órgano, y los llamados “signos de muerte” tienden a aparecer en una sucesión temporal en la que sólo un juicio diagnóstico sobre los datos semiológicos conduce al médico a descubrir la evidencia de la muerte clínica de su paciente8. La muerte clínica no se puede certificar por la existencia de un solo signo indicativo de muerte, aunque, evidentemente, hay unos signos que tienen mayor valor que otros. En general, son los signos que muestran la existencia de putrefacción de los tejidos los que fueron buscados por la medicina forense a la hora de determinar si un cadáver debía ser o no inhumado. Sin embargo, son los signos llamados vitales –la ausencia irreversible de latido cardiaco y de respiración– los que el clínico ha venido considerando como causas inmediatas de la muerte de un paciente. a) La muerte clínica por parada cardiaca y respiratoria La ausencia de signos vitales y especialmente el criterio de la parada cardiorrespiratoria fue el modo tradicional de hacer el diagnóstico de muerte en la medicina. Su verificación era relativamente fácil, especialmente cuando la medicina científica aportó procedimientos más exactos para registrar el latido cardiaco y la respiración. Su confirmación final también era fácil, ya que bastaba con esperar la aparición de signos de putrefacción para tener evidencias suficientes que evitasen los diagnósticos precipitados o erróneos de la muerte. 8 J. L. Trueba, “La muerte cerebral como evidencia clínica”, en J. Ferrer – J. Martínez (eds.), Bioética. Un diálogo plural. Homenaje a Javier Gafo Fernández, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2002, pp. 201-220. 440 / Juan Luis Trueba Gutiérrez El fin último del diagnóstico de muerte por ausencia de signos vitales era “para” poder enterrar, y las razones del enterramiento respondían a preceptos religiosos y, más tarde –cuando en nuestras sociedades las normas de salubridad pública se establecieron como una necesidad social–, a preceptos legales perfectamente establecidos. Las maniobras de resucitación cardiopulmonar supusieron un gran impacto sobre las creencias establecidas de la hora de la muerte. En efecto, la posibilidad de que una pérdida de funciones vitales como la respiración y el latido cardiaco fuesen reversibles, y que determinadas maniobras permitiesen un “retorno a la vida”, planteó una cuestión muy seria sobre los criterios reales de una muerte definitiva. Cuando la parada cardiorrespiratoria ocurre en un contexto clínico de “terminalidad” –es decir, cuando existe una valoración clínica con pronóstico de muerte cercana y ante un proceso clínico progresivo, irreversible y sin posibilidades de curación–, suele considerarse que las maniobras de reanimación no están indicadas y que prolongar la existencia de manera fútil, cuando se espera la muerte, puede incluso ser maleficente. En definitiva, la parada cardiorrespiratoria es un criterio sólido de muerte clínica solamente cuando existe “voluntad de no reanimar”, lo que frecuentemente también supone una estrategia de “limitación del esfuerzo terapéutico” (LET). Por eso, cuando ocurre una parada cardiorrespiratoria en una situación terminal –ya sea en situación de asistencia domiciliaria o en ingreso institucional–, lo habitual es que sea el criterio más frecuente de establecer el diagnóstico de la muerte clínica del paciente. Por la misma razón, en estas situaciones es aconsejable que exista previamente una “orden de no reanimación” (ONR) y un consenso entre el equipo médico que lleva el caso y los encargados de interpretar la voluntad del paciente La muerte clínica / 441 –ya sean los familiares directos o los representantes legales– sobre los niveles adecuados para la limitación de los esfuerzos terapéuticos. Así, pues, la muerte por parada cardiorrespiratoria es el primer modo de realizar el diagnóstico de muerte clínica en el final de la vida. El “momento de la parada” es considerado como “el momento de la muerte”, y, a partir de ese momento, el médico puede firmar el certificado de defunción, ya que, desde el punto de vista legal, la sociedad civil considera que la vida propiamente humana del paciente ha terminado y que el cuerpo es un cadáver, que puede ser enterrado después de transcurridas las 24 horas preceptivas. La parada irreversible de la función cardiaca y respiratoria supone la muerte del organismo como consecuencia de la anoxia de los órganos y tejidos corporales, que en tiempo muy corto conduce a la muerte de las células, la destrucción por lisis de los órganos y la apertura al proceso de desintegración o descomposición del cadáver. Pero como la muerte celular no ocurre al mismo tiempo en todos los tejidos, y el órgano más sensible a la anoxia es el cerebro, de hecho, la parada cardiorrespiratoria sin voluntad de reanimación produce en unos pocos minutos la muerte total del encéfalo; conlleva la ineludible e irrecuperable pérdida de las funciones de todo el encéfalo por lisis neuronal en cuestión de minutos. En definitiva, pues, la muerte clínica es la muerte de todo el encéfalo, como enseguida veremos. En conclusión, la pérdida irreversible de las funciones llamadas “vitales” (latido cardiaco y respiración) ha sido el criterio diagnóstico tradicional para certificar la “muerte clínica”, y la actuación del médico tenía una justificación basada fundamentalmente en motivos médico-legales y con la finalidad última de poder enterrar; era un 442 / Juan Luis Trueba Gutiérrez diagnóstico “para poder enterrar”, y el enterramiento, una necesidad social preceptiva por razones de salubridad pública. b) La muerte encefálica, nuevo criterio para la muerte clínica Con el desarrollo tecnológico de la medicina y, especialmente, con la creación de las unidades de cuidados intensivos, se abrieron nuevos caminos y modos de realizar los diagnósticos de la “muerte clínica”. Cuando los pacientes ingresados en UVI en estado de coma y con asistencia ventilatoria no salían de dicha situación clínica, se comenzaron a plantear nuevas dificultades para diagnosticar la muerte. A partir de 1956 comenzó a hablarse de casos de “coma irreversible” y de las incertidumbres que sobre el modo correcto de proceder planteaban. Así, por ejemplo: tomar decisiones sobre si retirar o no la asistencia ventilatoria; reanimar o no las paradas cardiacas; mantener o limitar el esfuerzo terapéutico; iniciar o no técnicas extraordinarias, como la diálisis, etc. Pero también una cuestión ética fundamental de carácter ontológico: si los pacientes se mantenían en ausencia completa de función neurológica, sin retirar la intubación y manteniendo el soporte cardiocirculatorio, ¿se estaba manteniendo una vida humana o practicando “encarnizamiento terapéutico” y futilidad sobre un cadáver? La necesidad de tomar decisiones para afrontar estos graves problemas llevó a la búsqueda de un consenso social en los campos de la medicina, la ciencia, el derecho y la religión. En 1968, el Comité de la Facultad de Medicina de Harvard, constituido por diez médicos, un abogado, un teólogo y un historiador, formula el primer criterio para la determinación de la muerte, basado en un total y permanente daño encefálico, acuñándose el concepto de “muerte La muerte clínica / 443 cerebral” o encefálica9. Desde entonces han aparecido numerosas revisiones sobre “muerte encefálica” que han consolidado el uso del término y, en especial, la Comisión del Presidente de Estados Unidos que en 1981 estableció el “Estatuto de muerte” en los siguientes términos: “Un individuo en el que se mantiene un cese irreversible de todas las funciones del encéfalo, incluyendo el tallo cerebral, está muerto”10, 11. A partir de este momento, la definición de la muerte clínica como “el cese permanente de todas las funciones vitales” quedaría circunscrita y aceptada médicamente al “cese permanente de la función del organismo como un todo”, y teniendo en cuenta que el “encéfalo como un todo” es el responsable de la función del organismo como un todo, la muerte encefálica es equivalente a muerte clínica. En resumen, podemos concluir que en nuestras sociedades del mundo occidental existen en el momento actual dos criterios válidos para llegar al diagnóstico clínico de muerte, que son: – Criterio cardiopulmonar: la comprobación del cese irreversible de la función cardiopulmonar (ausencia de latido cardiaco y respiración). – Criterio encefálico: la comprobación del cese irreversible de la función del encéfalo como un “todo” (no necesariamente de todas las neuronas), aun en presencia de un 9 En español es más correcto utilizar la expresión “muerte encefálica”, ya que el término “cerebro” se utiliza de manera restringida para la porción encefálica constituida sólo por los hemisferios cerebrales. 10 Medical Consultants to the President´s Commission, en JAMA 246 (1981), pp. 2.184-2.186. 11 President´s Commission for the Study of Ethical Problems in Medicine and Biomedical and Behavioral Research, Defining Death, Government Printing Office, Washington D. C. 1981. 444 / Juan Luis Trueba Gutiérrez funcionamiento cardiovascular y ventilatorio artificial. Es importante aclarar que no existen dos clases de muerte ni dos formas diferentes de morir, sino simplemente dos modos de llegar al diagnóstico de la muerte clínica, y que esto es sólo una consecuencia de la necesidad de tener que tomar decisiones éticas ante la incertidumbre clínica de determinadas situaciones producidas por la medicina tecnológica y los medios artificiales de soporte cardiopulmonar. Ya he dicho que, en definitiva, la muerte clínica por criterio cardiopulmonar fisiopatogénicamente no es más que un modo de muerte encefálica aguda como consecuencia de la anoxia cerebral. En definitiva, la muerte clínica de una persona es la muerte del encéfalo. Y que el concepto de “muerte encefálica” solamente surge cuando el paciente está con un control asistido de sus funciones cardiovasculares, es decir, cuando está en una unidad de cuidados intensivos y conectado a un respirador. c) Necesidad de establecer unos parámetros prácticos para la determinación de la muerte encefálica De cuanto llevamos dicho se puede extraer una consecuencia: en presencia de medios artificiales de soporte cardiopulmonar, la muerte clínica debe ser determinada por pruebas de función encefálica, lo que abre la necesidad de establecer unos criterios diagnósticos precisos y rigurosos para el diagnóstico de muerte encefálica, ya que las consecuencias que dicho diagnóstico conlleva son serias y trascendentes. Hay un consenso bastante generalizado en nuestra medicina occidental sobre los criterios necesarios y el modo de proceder para un correcto diagnóstico de “muerte encefálica”. No es mi intención exponer en este lugar el protocolo de actuación para establecer el diagnóstico de muer- La muerte clínica / 445 te encefálica ni los problemas que encierra su aplicación. Los he abordado en otros lugares12, 13. Existen numerosas revisiones sobre el tema, diferentes propuestas de protocolo para establecer el diagnóstico y distintas normativas legales en los diversos países, sobre todo para establecer la muerte encefálica en los casos de donación de órganos. Es también un hecho que existen opiniones divergentes sobre los mismos problemas, todo lo cual pone de manifiesto que el debate, aunque con suficiente consenso, no deja de estar abierto. Planteadas las cosas así, el diagnóstico de “muerte clínica” hecho por un médico ante un paciente que se encuentra presente corporalmente ante él, postrado en un lecho y con determinados signos exploratorios neurológicos, es una evidencia suficiente y razonable como para considerarlo “cadáver”. Esto es, muerto por pérdida irreversible de todas sus funciones encefálicas. Si ello ocurre sin tener soportes vitales accesorios, el paciente estará en parada cardiaca y respiratoria y la aparición de signos de putrefacción es inminente en horas; si, por el contrario, el paciente está con soporte ventilatorio y éste no se retira, podría durar en esta situación algunos días hasta que finalmente se produzca la parada cardiaca definitiva. En ambos casos, la muerte clínica adviene por “muerte encefálica” y para el clínico su valoración diagnóstica es idéntica; sencillamente, considera que se encuentra ante “un cadáver” y que puede ser razonable y prudente firmar el certificado de defunción una vez que el cadá12 J. L. Trueba, “La muerte cerebral como evidencia clínica”, en J. Ferrer – J. Martínez (eds.), Bioética. Un diálogo plural. Homenaje a Javier Gafo Fernández, S. J., Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2002, pp. 201-220. 13 J. L. Trueba, “¿Qué implicaciones éticas tiene el diagnóstico de muerte encefálica? Retirada de las medidas de soporte y donación de órganos”, en Medicina Intensiva 2 (2000). 446 / Juan Luis Trueba Gutiérrez ver haya sido extubado, puesto que habría indicación de “limitación del esfuerzo terapéutico”. Como puede verse, se trata de un diagnóstico clínico hecho por un médico; una actuación transitiva del médico que se basa en criterios objetivos de la exploración neurológica y que se encuentran incluidos entre las notas o características de lo que la ciencia describe como formando parte de la realidad mortal biológica humana. Es por lo tanto ante la ciencia y para el médico la realidad de la “muerte biológica” a cuyo conocimiento llega por experiencia práctica, pero fundamentada en unos hechos sobre los cuales ha de asentar su “juicio diagnóstico”. El juicio diagnóstico abre la posibilidad de argumentar las razones por las que el estado del paciente lo valora como “cadáver”. Me he detenido deliberadamente en la descripción de la situación diagnóstica de la “muerte clínica” para resaltar que en definitiva se trata de un juicio clínico que sólo puede argumentarse desde lo razonable y prudente, apoyado en la búsqueda y valoración de los hechos más objetivos, de los procedimientos de ratificación diagnóstica más sofisticados y perfectos, pero que no puede, por tratarse de datos de experiencia práctica, dar certeza absoluta sobre el juicio emitido. Es posible que alguien piense que esto es algo poco exacto para un tema tan serio. A éstos únicamente podríamos responder argumentando que “así es la vida, y así es la muerte”; así es, y así probablemente lo seguirá siendo, pero, aun con su incertidumbre, nos obliga como “realidad” que es a afrontarla y a tomar resoluciones con respecto a ella. No podemos evitar el compromiso y la necesidad de actuar según sea nuestro juicio y nuestra valoración circunstancial. Todo proceso orgánico o biológico encierra un componente de incertidumbre que nos obliga a descubrir y asumir cierta dosis de relativismo científico La muerte clínica / 447 y práctico para nuestras tomas de decisión. Esto puede resultar incómodo, pero no es posible establecer un criterio absolutamente absoluto para poder certificar la muerte. d) Evolución histórica de los criterios de muerte encefálica En realidad, el concepto de muerte encefálica es un concepto cultural que nace de unas necesidades clínicas asistenciales ante unos problemas éticos surgidos desde el desarrollo tecnológico de nuestra medicina actual. Es un concepto nuevo de muerte que nace de la necesidad de tener que tomar determinadas decisiones. Creo que puede resultar esclarecedor para justificar estas afirmaciones insistir en una descripción de los principales hechos históricos que han llevado al cambio de paradigma en el diagnóstico clínico de la muerte. Fueron Mollaret y Goulon (1959) los primeros que se plantearon si los casos que estaban en coma persistente, con pérdida total de la conciencia, de los reflejos troncoencefálicos, de la respiración y con un electroencefalograma plano podían considerarse clínicamente muertos y con nulas posibilidades de recuperación. En 1968, el ya mencionado comité ad hoc de la Universidad de Harvard definió el “coma irreversible”, o “muerte encefálica”, como la ausencia de receptividad sensible, de respuestas a los estímulos externos, de los movimientos, de la respiración, de los reflejos troncoencefálicos, cuando las causas del coma eran suficientemente conocidas. Posteriormente, en 1976 el Real Colegio de la Medicina del Reino Unido publicó un estatuto sobre el diagnóstico de muerte cerebral en el que se definía la muerte encefálica como la pérdida completa e irreversible de las funciones troncoencefálicas. Este estatuto proponía recomendaciones para poder determinar mejor la apnea (test de apnea) haciendo énfasis en que el troncoencéfalo 448 / Juan Luis Trueba Gutiérrez es esencial para el funcionamiento del cerebro: sin el troncoencéfalo, la vida no existe. Se insiste aquí en una visión fundamentalmente fisiopatogénica y en la consideración de la importancia del encéfalo como un todo jerarquizado esencial para que el organismo entero pueda vivir. En 1981 se publicó el famoso informe de la Comisión del Presidente de Estados Unidos para el Estudio de los problemas éticos de las investigaciones en las ciencias médicas, biomédicas y del comportamiento, en el cual se recomendaba la realización de pruebas de confirmación de la muerte encefálica y la conveniencia de esperar 24 horas en los casos de anoxia cerebral antes de establecer la muerte clínica de los pacientes. Las recomendaciones eran razonables y prudentes cuando lo que se consideraba como fin último del diagnóstico de muerte clínica era el poder “desconectar del respirador” o el poder “enterrar” con los requisitos legales vigentes, pero resultaban un obstáculo poco razonable cuando el objetivo del diagnóstico era “para poder donar órganos para el trasplante”. Esta visión utilitarista de la muerte clínica suscita problemas éticos que pueden ser muy comprensibles desde una perspectiva anglosajona y desde una perspectiva del positivismo científico médico, pero más difíciles de aceptar en otros contextos culturales y religiosos, ya que supuso la apertura de un debate, todavía abierto, sobre los modos más adecuados de orientar las normas legales en los procesos clínicos de trasplantes de órganos. El debate suscitado permite entender los puntos de diversidad existentes entre las distintas sociedades de nuestro mundo occidental e incluso la abierta discrepancia que podemos encontrar en otros contextos socioculturales más alejados, como, por ejemplo, Japón y los países de mayoría religiosa musulmana. Más recientemente (1995), la Academia Americana de Neurología encabezó un profundo estudio ajustado a los criterios de la medicina La muerte clínica / 449 basada en la evidencia con el fin de establecer “unos criterios prácticos para la determinación de la muerte cerebral en adultos”. Las recomendaciones recogidas en su magnífico protocolo son las que han servido de base para el establecimiento de la mayoría de los modos de actuación médica con respecto a este tema. Así, por ejemplo, en nuestro país, el real decreto 2070/1999, de 30 de diciembre, por el que se regulan las actividades de obtención y utilización clínica de órganos humanos y la coordinación territorial en materia de donación y trasplante de órganos y tejidos, en su anexo 1 recoge un protocolo de diagnóstico y certificación de la muerte para la extracción de donantes fallecidos que incluye de manera prácticamente literal las propuestas del protocolo de la Academia Americana de Neurología. Seguidamente comentaré algunos de los aspectos que me parecen más esenciales en dicho anexo. e) La exploración neurológica La exploración clínica neurológica es la base principal de un correcto diagnóstico de muerte encefálica, tal y como se recoge en la mayor parte de los lugares del mundo. Es una exploración que, por su trascendencia, debe ser practicada de manera rigurosa y precisa. Requiere la realización de una serie de tests encaminados al análisis de las respuestas de determinados estímulos sobre el cuerpo del paciente. Es esencial que exista una causa conocida de grave daño cerebral y un grado de “coma” profundo que no tenga un origen en algunas causas excluyentes bien conocidas; por ejemplo, que el paciente haya sido sedado o esté en hipotermia. Tampoco deben existir signos neurológicos que puedan enmascarar el diagnóstico o malinterpretar la situación; por ejemplo, cuadros neurológicos de “falso coma”, como los 450 / Juan Luis Trueba Gutiérrez síndromes de cautiverio o el estado vegetativo. La realización de una prueba de neuroimagen cerebral siempre es necesaria, pues muchas veces ratifica la existencia de las lesiones masivas del encéfalo. Además, deberán hacerse cuantas pruebas de confirmación diagnóstica sean necesarias siempre que existan dudas clínicas al respecto. Se puede discutir sobre si el diagnóstico debe o no ser hecho por un determinado especialista (neurólogo o neurocirujano), pero lo esencial es que se trate de un facultativo con suficiente experiencia en la determinación de otros casos de muerte cerebral, cosa evidentemente difícil en los pequeños hospitales. Existen algunas diferencias entre los protocolos de los distintos países, especialmente referentes al número de facultativos que han de participar en el diagnóstico, la duración de la observación clínica del paciente y el uso de los tests de confirmación diagnóstica. En general, los criterios clínicos para establecer el diagnóstico son: coma, ausencia de respuestas motoras, ausencia de reacción pupilar, ausencia de reflejo corneal, ausencia de respuestas a la estimulación calórica auditiva, ausencia de reflejos oculocefálicos, ausencia de reflejo de la tos tras la estimulación traqueal, y test de apnea positivo. Este listado de exploraciones debe ser completo, aunque su significado puede describirse con tres signos cardinales: coma arreactivo, ausencia de reflejos troncoencefálicos y test de apnea positivo. f ) Las pruebas de confirmación diagnóstica Las pruebas de confirmación diagnóstica son opcionales en los adultos, pero recomendables en los niños menores, y en muchos países, como por ejemplo en España, están establecidas por ley para poder proceder a la extracción de órganos de niños menores de un año. La muerte clínica / 451 Las principales pruebas diagnósticas de confirmación son: la angiografía cerebral, el electroencefalograma, la ultrasonografía trascraneal y la gammagrafía cerebral con isótopos radiactivos. g) Conclusión del proceso de muerte Una vez confirmado el diagnóstico de muerte encefálica (es decir, la muerte clínica por criterio de muerte encefálica), debe comunicarse a los familiares y proponer, si procede, la donación de órganos para trasplante. En caso de que no sea posible la donación de órganos, es una práctica clínica correcta proceder a la extubación y cese de la asistencia ventilatoria. Cuando la ventilación mecánica se mantiene por razones legales u objeciones éticas de los familiares (como por ejemplo podría ocurrir en la cultura japonesa), la situación suele evolucionar de manera rápida produciendo alteraciones del ritmo cardiaco, lesiones cardiacas por anoxia coronaria, reducción del gasto cardiaco, hipotensión y muerte final en pocos días o, a lo sumo, semanas. Experiencia de que la “muerte clínica” es un “constructo cultural” No es lo mismo la muerte personal que la muerte clínica de un hombre. La muerte física de una persona es el fin de su mismidad y de su proyecto de realización como agente, autor y actor de su propia vida humana. La muerte clínica de un hombre es la realización del acto transitivo de un médico diagnosticando el fin de la vida propia de un paciente como ser viviente humano. Dicho diagnóstico se hace constatando “el estado” de pérdida irrecuperable de las funciones orgánicas esenciales para que un hombre tenga vida propia. Constatación de un estado clínico implica conocimiento empírico y real de una pre- 452 / Juan Luis Trueba Gutiérrez sunción diagnóstica y pronóstica con respecto a los hechos observables en el cuerpo que yace ante el médico. Es, pues, una práctica clínica y, como tal, únicamente es un juicio diagnóstico que un médico hace con su mejor saber, hacer y entender, pero que no da certezas absolutas, pues no es un juicio a priori, sino una opinión (doxa) razonable y prudente; probabilística y con mayor o menor nivel de evidencia, pero que sólo es un hecho de experiencia; una opinión fundamentada y realizada bajo condiciones de incertidumbre. En realidad, todos los diagnósticos clínicos son juicios de experiencia, meras opiniones que no dan certeza, sino únicamente explicaciones razonables y prudentes e hipótesis sobre los orígenes causales de los hechos observados. A su vez, las hipótesis explicativas están en constante cuestión y son válidas en tanto no surgen otras más satisfactorias. Por eso, las explicaciones científicas, y por supuesto las de la medicina práctica, cambian con el tiempo y tratan de adecuarse al contexto sociocultural en el que nacen, crecen y mueren para ser sustituidas por otras. La razón última de este dinamismo conceptual en las ciencias empíricas es precisamente que nunca existe una certeza definitiva sobre nuestras opiniones y que la existencia de los hechos reales nos obliga a tener que tomar decisiones, ya que incluso la inhibición en nuestras actuaciones es una opción que no es neutra, pues siempre genera consecuencias. Es lo que acertadamente Diego Gracia nos ha hecho ver afirmando que la medicina clínica toma, como la ética, decisiones que sin dar certeza obligan a optar y que la forma correcta de hacerlo es tratando de buscar las opciones que pueden ser más razonables y prudentes en cada momento de la decisión. No puede sorprender, por tanto, que un tema tan importante como es el diagnóstico de la muerte clínica haya ido cambiando a lo largo del tiempo en los criterios utilizados para tener evi- La muerte clínica / 453 dencia razonable de que el paciente yace como cadáver y que los conocimientos fisiopatogénicos se hayan ido perfeccionando a medida que los avances de la ciencia permitían conocer nuevos hechos y fenómenos en el proceso del morir. La muerte encefálica no existía como concepto hace menos de cincuenta años y, sin embargo, hoy es un criterio aceptado con suficiente consenso en nuestras sociedades entre médicos, filósofos, juristas y religiosos que permite tomar decisiones trascendentales con gran naturalidad. Como hemos visto antes, los criterios de muerte clínica han ido cambiando y ampliándose a diversas situaciones a medida que nuestro conocimiento sobre el papel central del encéfalo nos descubría que el encéfalo “como un todo” es el responsable de la función del “organismo como un todo”. Por ello, la muerte encefálica es equivalente a la muerte clínica o del organismo entero, ya que el organismo no puede mantener por sí solo la vida sin el control del medio interno que las estructuras funcionales encefálicas le proporcionan. Es cierto que sobre el concepto de “muerte encefálica” han existido y existen voces discrepantes y que los criterios legales para llevarla a efecto son diferentes entre países de nuestro entorno, pero las críticas que puedan todavía existir se refieren en su mayor parte a los modos procedimentales y de garantía sobre la rigurosidad del proceso de diagnóstico clínico y al modo de perfeccionarlo. Las opiniones conceptualmente más críticas son de raíz creencial religiosa, destacando, entre los países desarrollados, el caso de Japón, en donde hasta 1997 no se logró aprobar la ley japonesa sobre trasplantes de órganos. En los tres años consecutivos a su promulgación apenas se había logrado realizar una docena de casos de trasplante cardiaco, y las críticas sobre los procedimientos utilizados arreciaban a pesar de que la ley japonesa exige que la autorización para el trasplante sea manifestada explícitamente no sólo 454 / Juan Luis Trueba Gutiérrez por el donante, sino también por los familiares del donante. La muerte encefálica viene a ser de esta manera un “constructo cultural” imprescindible ante la necesidad de tener que tomar decisiones clínicas y éticas en determinadas situaciones. Efectivamente, es el resultado de un consenso social ante la magnitud de determinadas decisiones que deben ser tomadas desde la incertidumbre, pero que nos permiten fundamentar razonablemente una línea de actuación prudente, gracias a la cual se pueden beneficiar solidariamente otras personas, como es el caso de los trasplantes de órganos. En realidad, el problema de tener que decidir en cuestiones muy difíciles ha acosado a la humanidad y constituye la dimensión ética de cualquier cultura. Así, por ejemplo, la humanidad, y en general cualquier cultura, ha tenido siempre que enfrentarse al hecho de que los seres queridos se morían y nunca ha podido soportar sin horror la descomposición de los cadáveres ante la vista. Los ritos funerarios han sido la manera en que las diversas culturas han resuelto sus dilemas éticos, y sus creencias religiosas han venido considerando que “enterrar a los muertos” era un imperativo moral y religioso que la propia sociedad reconocía en su ordenamiento jurídico. Sin embargo, enterrar a los muertos no dejaba de plantear problemas de incertidumbre, y el horror a ser enterrado en vida obligó a las sociedades a nuevos consensos sobre los criterios más válidos y adecuados para que las decisiones fuesen correctas y acertadas. Hoy en día, evitar dicho riesgo nos parece muy fácil, hasta el punto de creer que el llamado período de espera de 24 horas antes de enterrar es exagerado. El modo de proceder para los certificados de defunción –basado en la idea de ausencia de signos vitales durante más de 24 horas– se nos ha quedado pequeño y todos ingenuamente tratamos de salir de él y de acelerarlo cuando nos La muerte clínica / 455 afecta ante la necesidad de proceder cuando se nos van nuestros seres queridos. Tampoco puede extrañarnos que el criterio actual de “muerte encefálica” tenga dificultades en ser asimilado en su auténtica dimensión por una sociedad demasiado acostumbrada al positivismo científico, a la creencia de que los avances científicos garantizan soluciones para todos los problemas y que los errores diagnósticos sean casi siempre negligencias médicas. El hecho realmente cierto es que los límites del final de la vida son “borrosos” y que la muerte encefálica no puede ser reducida a un solo signo indicativo de la misma, sino al juicio diagnóstico valorativo y de experiencia de un médico, de acuerdo con un procedimiento con criterios rigurosamente establecidos desde la ciencia como el más correcto, pero también sujeto a nuevos criterios que lo puedan perfeccionar en un futuro. No cabe duda de que el concepto “muerte encefálica” ha requerido todo un proceso de debate cultural para su implante como posibilidad de actuación médica con un respaldo legal suficiente. El proceso todavía no está cerrado, y existen voces discrepantes que nos obligan a perfeccionar cada vez más los criterios necesarios y suficientes para poder actuar, ya sea enterrando, desconectando un respirador o planteando la donación de órganos de un cadáver. Pero comoquiera que estas actuaciones son muy trascendentes, pudiera pensarse que la mera duda nos obligaría a renunciar al concepto y aferrarnos a lo más seguro, a lo indubitable. Esta argumentación es falaz, pues en actos de experiencia práctica, como son todos los actos médicos, nunca deja de existir un componente de incertidumbre, y la alternativa de dejar los cadáveres hasta su evidente putrefacción, creyendo que es un criterio más cierto de muerte, nos resultaría hoy en día inimaginable para una sociedad global encuadrada dentro del paradigma cultural que las ciencias y la tecnología de nuestro tiempo nos brindan. 456 / Juan Luis Trueba Gutiérrez Además, debemos tener en cuenta que el panorama actual lógicamente ha de ser transitorio, ya que está sujeto a nuevos avances de la ciencia y a la aparición de nuevos criterios futuros para el diagnóstico de la muerte. Los nuevos criterios, evidentemente, nunca retrocederán en su avance y nunca volverán a considerar que lo más seguro aparezca montado sobre lo arcaico o que la explicación mítica se acabará imponiendo finalmente a la razonable y prudente. Asumir la incertidumbre no quiere decir que se pueda hacer cualquier cosa o que todas las opciones posean el mismo valor. La incertidumbre es una dimensión propia de los procesos biológicos, lo que necesariamente condiciona la toma de decisiones a que sean éticamente justificables con argumentos racionales y prudentes; éste es el proceder ético que debemos perfeccionar. La mera omisión de responsabilidades ante la falta de certezas no parece que pueda ser éticamente aceptable ante los problemas reales que se suscitan desde los casos particulares y concretos. Experiencia de que la muerte encefálica es la consumación de la posibilidad de realización de los valores de un hombre y el fin de su proyecto de vida humana El cerebro es el producto más perfecto de la naturaleza humana. Mientras existen funciones cerebrales en un hombre, no se puede decir que haya muerto, que su vida humana haya acabado. Como ya he dicho, la muerte clínica equivale a la muerte cerebral, y sólo hay un tipo de muerte humana: la encefálica. La constitución de un organismo propiamente humano capaz de desarrollo personal exige el desarrollo de una suficiencia constitucional encefálica. Cuando todas las funciones encefálicas no existen porque el cerebro no se ha desarrollado –como ocurre en los anencéfalos– la vida huma- La muerte clínica / 457 na es imposible. Y cuando esas funciones se pierden irreversiblemente, es imposible que el organismo resultante no termine por hacer en muy poco tiempo un fracaso multiorgánico con muerte del resto del organismo. Sin cerebro no hay vida humana posible. El desarrollo filogenético y ontogénico de las estructuras nerviosas es lo que confiere a los vivientes una centralización orgánica de sus funciones vitales esenciales para la vida. En cuanto viviente, estas funciones esenciales son mantener una independencia del medio y un control dinámico sobre su propio cuerpo. Con el desarrollo filogenético los animales van haciendo estructuras funcionales nerviosas progresivamente más complejas, progresivamente jerarquizadas y cada vez más autónomas con respecto al medio. Esto, que es lo que Zubiri denominó “formalización”, conduce en el caso del hombre a una “hiperformalización” por abrirse el encéfalo en su desarrollo al hecho de que, para dar las respuestas adecuadas a los estímulos sensoriales, el animal humano tenga que “elegirlas”. Así, el hombre elige intelectivamente las respuestas. Como la actividad cerebral humana es la actividad intelectiva, es el cerebro el que nos abre a lo superior del psiquismo. La actividad cerebral es lo que da lugar a la posibilidad de tener pensamientos, sentimientos, tendencias y voliciones humanas. Con ellas, cada hombre hace su propia vida, su propio proyecto argumental de vida humana. La actividad psicorgánica en que el hombre consiste, produce “a una”, desde sí misma, la conformación de un cerebro y la posibilidad de entrada en acción de la mente. El cerebro es el órgano que nos coloca en la situación de tener que elegir. No sólo “tener que”, sino “poder hacerlo”. Es, pues, el órgano que abre la posibilidad, por su propia conformación estructural y sistemática, a que el psiquismo comience a ser accional. El cerebro no sólo nos abre a lo superior del psiquismo, sino 458 / Juan Luis Trueba Gutiérrez que lo sostiene, y lo mantiene por la actividad biológica en que el cerebro orgánicamente consiste. Sin el cerebro, el hombre no podría mantenerse en vilo para lo superior del psiquismo e incluso sería incompatible con la vida. Habría, de hecho, una “muerte encefálica”, con todas sus consecuencias. Como Zubiri nos ha mostrado reiteradamente a lo largo de su obra, el cerebro es el órgano que conforma el tipo de respuesta del animal a los estímulos externos e internos de su organismo y, en el caso del hombre, el que le permite afrontar la realidad con respuestas “sentientes” o intelectivas propiamente humanas. El hombre no puede dar respuesta adecuada a los estímulos sino haciéndose cargo de que son reales. Los estímulos en el hombre no son meramente estimulantes, sino que cada estímulo es una realidad estimulante, que de alguna forma queda en el cerebro como realidad. Este momento de realidad es el que, a pesar de su insignificancia, cambia esencialmente el carácter de la estimulación, y con ello el medio animal en mundo humano. Es lo que nos permite decir que en la vida humana “me” siento afectado en mi realidad por la realidad de lo que “de suyo” me estimula y me lanza a responder afrontando la realidad de una forma propiamente humana. Con cada cosa, el hombre tiene que bosquejar el modo de estar “en” la realidad. Y por eso, tiene que optar. En esto consiste el proceso de realización personal. En este modo de pertenencia se funda a su vez el carácter de los actos vitales humanos, la constitución y configuración de nuestro ser, de nuestro propio “yo”; la configuración de nuestra propia vida; el modo como construimos –optando– nuestra propia trayectoria argumental y nuestro propio proyecto felicitante de vida. Vivir humanamente es un estar “dando de sí mismos aquello que queremos y podemos dar de sí”. Y todo ello lo logramos en tanto en La muerte clínica / 459 cuanto tenemos funciones encefálicas capaces de hacerlo. Con la muerte encefálica se pierde definitivamente este “dar de sí” y se acaba la vida argumental propia. Si la pérdida de funciones encefálicas es irreversible, no existen posibilidades de retomar nuestro argumento vital propio; a lo sumo, si persisten funciones troncoencefálicas, podrán mantenerse algunas funciones vitales, como la respiración, latido cardiaco, funciones neuroendocrinas e incluso ritmos de vigilia y sueño. Es lo que clínicamente se denomina “estado vegetativo”14, que cuando es definitivamente “permanente” nos sitúa en el mismo borde de la “muerte encefálica”15. Cuando un estado vegetativo persistente se perpetúa hasta el punto de ser considerado clínicamente como “permanente”, la situación esperable es sólo la definitiva “muerte encefálica”, más o menos demorada. Son los distintos estados del proceso del morir, que a menudo son difíciles de comprender fuera de los ámbitos especializados médicos –e incluso muchas veces erróneamente etiquetados y carentes de todo el rigor diagnóstico que la clínica neurológica requiere– y que pueden generar grandes incertidumbres que la medicina moderna se ve obligada a afrontar, por tratarse de problemas reales y concretos que no nos permiten dejar de tomar decisiones. Pero estos estados –no incluibles dentro del concepto estricto de muerte clínica, tal y como aquí lo he expuesto– son otros temas que con sus incertidumbres y problemáti14 J. A. Camacho – F. J. Cambra, “Diagnóstico del EV: aspectos clínicos y éticos”, en Bioètica e Debat 35 (2004). También F. Abel, “El debate bioético en el estado vegetativo”, en Bioètica e Debat 35 (2004). 15 J. L. Trueba, “La dimensión clínica. Dificultades diagnósticas y su discusión en el momento actual”, en Los estados vegetativos crónicos y el diagnóstico por la imagen y su utilización, Instituto Borja de Bioética – Fundación Mapfre Medicina, Barcelona-Madrid 1999. 460 / Juan Luis Trueba Gutiérrez cas éticas también se enmarcan dentro del período final de la vida y vienen a confirmar que los límites entre los estados finales del vivir o del morir son conceptualmente múltiples, difíciles y borrosos, pero que al fin y a la postre todos “van a dar a la mar, que es el morir”. El fin es el mismo, pero las opciones de la actuación médica no son las mismas, ya que en ellos los criterios de muerte clínica no pueden ser científica ni éticamente reconocibles. Bibliografía Baumgartner, H. – Gertenbrand, F., “Diagnosing Brain Death without a Neurologist”, en BMJ 324 (2002), pp. 1.471-1.472. Capron, A. M., “Brain Death-Well Settled yet Still Unresolved”, en N Engl J Med 344 (2001), pp. 1.244-1.246. Cranston, R. E. – Rockoff, M. 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