Subido por dalthabe

Práctica ortográfica para 1º

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CNLP. Lengua y Literatura.
Prof. Graciela Lourdes Fernández.
Práctica ortográfica (primer año).
Dictado 1:
El gato llegó pequeñito, friolento, a la casa. Venía hambriento y quejoso. Evidentemente había sido
abandonado por la madre antes de tiempo. Cabía en una mano y miraba con ojos tristes y brillantes el mundo.
Pablo oyó las quejas del animal y corrió al jardín. Allí estaba. Pero su maniobra era inútil. El gato se hubiera
dejado atrapar de todos modos. Desfallecía de hambre y, desde luego, su deseo era probar algo y calentarse.
Pablo lo agarró por el vientre, le pasó la suave mano con exquisita ternura por el lomo donde se sentía, bajo la
piel, la dureza del hueso.
Desde el jardín llamó a mamá, a papá dando gritos, comunicándoles el hallazgo. Luego fue a la cocina. Un
alegre fuego doraba las planchas metálicas de la estufa y dejaba escapar su caliente vaho. El niño pidió a la
cocinera un poco de leche en un plato, migajas de pan y colocó al animal con gran cuidado en el suelo, bien
cerca del calor. Temía que el gato se escapara al sentirse libre de la presión de sus manos. Pero el frágil
animalito no guardaba ánimo ni para escapar. Se desentumeció, estremecido, ante el fuego y empezó a comer
ruidosamente con perfecta maestría.
Dictado 2:
Los hombres cargaban el equipaje y las mujeres esperábamos la orden para subir al barco. Debíamos viajar
mil doscientos kilómetros.
El sol era abrasador y la brisa suave pero suficiente como para levantar una molesta polvareda.
Nos embarcamos. El vapor partió a la hora prevista. Los pasajeros mirábamos desde la cubierta cómo nos
alejábamos de la orilla. Se veían agitarse los pañuelos en la costa y se escuchaba por el altoparlante la voz del
capitán que nos daba la bienvenida y nos deseaba una feliz travesía.
Cruzar el océano nos exaltaba el espíritu. Las gaviotas acompañaban el inicio del viaje y el viento
aumentaba a medida que nos internábamos en el mar.
Desde la borda observábamos la extensión del agua. La visión de la inmensidad nos produjo emoción.
Sin embargo, había en el aire, como una presencia extraña. Un silencio demasiado pesado.
Dictado 3:
La pequeña Rumi había aprendido a escribir su nombre. Su padre le había explicado el sentido de los
movimientos de la muñeca, la cantidad justa y necesaria de tinta a cargar sobre el pincel, la preparación del
movimiento y la presión que debía ejercer entre ese elemento mágico y el papel donde habría de dejar la
huella indeleble de su identidad. Preparada a ejecutar ese rito sagrado, Rumi observó el jardín prometiendo ya
una orquesta de flores en todos los tonos de rojos, azules y violetas. Sumergió suavemente la cabeza del
pincel en el tintero, concentró todo su ser en su vientre y tendió una línea imaginaria entre ese punto y el puño
que sostenía el pincel. Sintió en la sangre, con gratitud y profundo respeto, todos sus ancestros afirmándola.
Un sonido brutalmente sordo e intenso le arrebató el pincel de la mano. El jardín de su casa desapareció en un
resplandor curiosamente penetrante. Un momento después Rumi vio asombrada crecer en el horizonte de la
aldea un enorme hongo amarillo. Después, todo fue ceniza y dolor y horror injustificables.
“Nagasaki” por Alejandro Luque
Dictado 4:
De la niebla, a cien metros de distancia salió el Tyrannosaurus rex. Venía a grandes trancos, sobre patas
aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal,
apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón,
quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, cerrados en una vaina de piel
centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne,
marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que
podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí
mismo. En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas,
ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los
huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de
quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pases de baile, demasiado erecto y
en equilibrio para sus diez toneladas.
Dictado 5:
Cuando uno se siente al borde de la muerte, se afianza el instinto de conservación. Por varias razones aquel
día, mi séptimo día, era muy distinto de los anteriores: el mar estaba calmado y oscuro; el sol me abrasaba la
piel, era tibio y sedante y una brisa tenue empujaba la balsa con suavidad y me aliviaba un poco de las
quemaduras.
También los peces eran diferentes. Desde muy temprano escoltaban la balsa. Nadaban superficialmente. No
los veía con claridad. Navegando junto a ellos, la balsa parecía deslizarse sobre un acuario.
No sé si después de siete días sin comer, a la deriva en el mar, uno llega a acostumbrarse a esa vida. Me
parece que sí. La desesperación del día anterior fue sustituida por una resignación pastosa y sin sentido. Yo
estaba segura de que todo era distinto; de que el mar y el cielo habían dejado de ser hostiles.
Dictado 6:
Entró y permaneció inmóvil hasta escuchar el ruido de la puerta al cerrarse. No estaba en una celda, la
habitación era una oficina con muebles arrumbados, escaleras y tarros de pintura. Avanzó luego con un saludo
en la cara, en dirección equivocada, oscilando con pesadez al atravesar el olor a aguarrás. De golpe descubrió
al prisionero a la derecha, detrás de un escritorio en ochava en un rincón, pequeño; alerta, afeitado como si lo
hubiera estado acechando, como si esa ventaja inicial pudiera asegurarle alguna victoria en la entrevista.
Más viejo y huesudo, más largo y blanco el marco de la patillas, más inquietante el brillo de los ojos.
Apoyaba las manos sobre el cuero del cartapacio cerrado; no había otra cosa encima del cuadrilátero de raída
felpa verdosa del escritorio. Casi con la primera mirada recuperó el entusiasmo, la imprecisa envidia que la
separación anulaba.
Dictado 7:
La mañana otoñal está creciendo bajo el sol más tierno que pueda imaginarse, y la brisa la acaricia con un
hálito que hace sonreír al rocío en los pastos gozosos de luz. Desde el cielo azulísimo desciende una paz
intensa, como de retablo navideño que hermana seres y cosas; un vínculo sutil que acaso lo genera el sol, pues
siempre siento que es él quien me une a todos los seres creados. Así, la claridad matinal es un vaso
transparente colmado de trinos, vuelos, fragancias y vibraciones que acentúan la íntima belleza de la hora.
Fuera de esto, el silencio, como araña invisible, teje su tela sedante y blanda por el ámbito campesino.
Súbitamente, un disparo de fusil conmueve el lugar. Callan las aves, se interrumpe todo aleteo de vida en un
suspenso de sorpresiva alarma. Luego estalla otro disparo que multiplican los ecos. Se dijera que alguien está
empeñado en asesinar la claridad del día.
Dictado 8:
De repente, se destacaron en un rincón oscuro dos sombras que agitando furiosamente los brazos sobre sus
cabezas se le vinieron encima. Preso de un terror pánico al verse así acorralado por sus enemigos, el fantasma
se desvaneció atravesando la estufa de hierro, que, afortunadamente para él, no estaba encendida, y
deslizándose por las tuberías y conductos de humo tuvo que abrirse camino hasta su cuarto, al que llegó en un
estado terrible de suciedad, desorden y desesperación.
Después de lo sucedido, no volvió a emprender ninguna expedición nocturna. Los gemelos le estuvieron
acechando en varias ocasiones y sembraron los corredores con cáscaras de nuez, noche tras noche, con gran
indignación de sus padres y de los criados; pero todo fue en vano. Era evidente que su amor propio se sentía
tan mortificado, que había decidido no reaparecer.
Dictado 9:
Permanecí absolutamente inmóvil. Me parecía sentir por mi hombro el filo de la aleta del tiburón puntual
que desde las cinco debía estar allí. Pero decidí correr el riesgo. Ni siquiera me atrevía a mirar la gaviota para
que no advirtiera el movimiento de la cabeza. La vi pasar muy baja, por encima de mi cuerpo. La vi alejarse,
desaparecer en el cielo, pero no perdí la esperanza. No se me ocurría cómo iba a despedazarla. Sabía que tenía
hambre y que si no me movía el ave se pasearía al alcance de mi mano. A pesar de mi emoción ni siquiera me
atreví a parpadear mientras mi anhelada presa se acercaba. El cielo se ponía brillante y me maltrataba la vista.
De pronto, se posó en mi pierna suavemente y me dio un picotazo seco y fuerte en la rodilla. Entonces corté la
respiración e imperceptiblemente, con una tensión desesperada, empecé a deslizar la mano.
Dictado 10:
Los movimientos de la nave eran exagerados. Eran de una impotencia aterradora ante las arremetidas.
Cabeceaba y se levantaba en el aire como encaminándose a un vacío, y cada vez que caía parecía estrellarse
contra una pared. Los bandazos la ladeaban totalmente, y al enderezarse recibía un golpe tan demoledor, que
el hombre la sentía tambalear como tambalea un hombre que ha recibido un garrotazo antes de desplomarse.
La tempestad bramaba y se arrastraba en forma gigantesca por las tinieblas, como si el mundo entero hubiera
sido una sola hondonada negra.
Por momentos el viento llegaba al barco como succionado por un túnel en un impacto de fuerza sólida y
concentrada, levantándolo del agua y sosteniéndolo suspendido un instante con un solo temblor que lo
recorría de punta a punta y después lo dejaba caer de nuevo en esa caldera hirviente que era el mar.
El hombre se esforzó en recobrar su cordura y juzgar las cosas fríamente.
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