Comunion - Arzobispado de Guatemala

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Comunión
La eclesiología de comunión constituye en la actualidad una de las corrientes más
influyentes y fecundas de la actual reflexión sobre la Iglesia, con evidentes
repercusiones en la práctica eclesial. Por ejemplo, en los Lineamenta de la
Asamblea General del Sínodo de obispos, 1998, n. 6, dice que “el obispo servidor
del evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo” constata la necesidad de
una nueva figura de obispo conforme al aspecto de la Iglesia como comunión”.
También PDV 12 afirma la misma exigencia respecto al presbítero. Hay, por tanto,
que precisar el significado eclesiológico de la comunión.
Raíz trinitaria de la comunión
El Sínodo extraordinario de los obispos celebrado en 1985 presentaba en su
“Relación final” la eclesiología de comunión como tema fundamental de los
documentos conciliares. Afirmaba que se trata ante todo de la comunión con
Dios por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. “Todos nosotros hemos sido
llamados, mediante la fe y los sacramentos, a vivir en plenitud la comunión con
Dios. En cuanto comunión con Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la Iglesia es
en Cristo “misterio” del amor de Dios presente en la historia de los hombres (…)
Las estructuras y las relaciones en el interior de la Iglesia deben reflejar y
expresar esta comunión”.
Debe ofrecer el fundamento para el orden en la Iglesia y para articular de modo
correcto la unidad y la pluriformidad.
La comprensión de la comunión debe arrancar de Dios y sólo puede aplicarse al
Dios trinitario. Dios es comunión personal realizada en su sentido máximo, por
ser dinamismo de amor y de donación: el Padre, fuente y manantial de toda
generosidad, existe como persona en cuanto se entrega al Hijo, llamándole de
este modo a la existencia; el Hijo, en consecuencia, existe en cuanto todo lo que
es lo ha recibido del Padre; el Espíritu Santo es el vínculo de los dos en cuanto
amor de donación y amor de acogida. Paternidad, filiación y amor, constituyen a
Dios en su mutua e interna reciprocidad personal. Aquí tenemos la comunión
paradigmática. A esta comunión son convocados los hombres gracias a las
misiones del Hijo y del Espíritu.
La comunión tiene pues una apertura soteriológica (de salvación) y eclesiológica,
y es la que constituye la Iglesia como realidad personal.
Datos bíblicos
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Sabemos que entre los griegos koinonía designaba relaciones interpersonales, la
armonía cósmica y la misma comunión con Dios, obtenida sobre todo en las
comidas sagradas. El lenguaje cristiano da un paso más allá: los cristianos son
hechos partícipes (koinonía) de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4). La naturaleza
divina debe ser entendida en sentido estrictamente personal, en relación con la
Trinidad.
A la luz de 1 Cor 1, 9: Fiel es Dios que los ha llamado a vivir en unión con su Hijo
Jesucristo, nuestro Señor, la vocación cristiana debe entenderse como
participación en la vida de Cristo. La convocatoria a participar en el amor
revelado en Cristo y la filiación que él regala constituye en el creyente una
situación histórica nueva, la comunión: Lo que hemos visto y oído, eso les
anunciamos para que también ustedes estén en comunión con nosotros. Nosotros
estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo (cf. 1 Jn 1, 3, 6).
“La comunión del Espíritu” ( cf. 2 Cor 13, 13) debe ser comprendida en la misma
línea, como experiencia de la nueva creación anticipada en la Pascua.
Es la economía personal del Dios Trinidad la que permite la restauración de la
integridad humana: reconciliado en sus relaciones fundamentales, sanadas sus
rupturas interiores, perdonado y abierto a la esperanza, acompañado y sostenido
por un amor inabarcable, lleno de alegría, el hombre ya no está solo ni olvidado
en el cosmos y la naturaleza. La libertad de la salvación obtenida ya no se mide
sólo por la esclavitud de la que ha sido rescatado sino por la comunión personal a
la que ha sido incorporado.
Apertura eclesiológica
La dimensión trinitaria de la comunión posee además de una dimensión
soteriológica y antropológica, una apertura eclesiológica. La comunión trinitaria
en cuanto participada por los creyentes, da origen a la Iglesia. Ésta vive de esa
comunión y ha de servir al dinamismo y a las exigencias de la comunión. La
Iglesia como comunión queda constituida como realidad y experiencia
estrictamente personal.
La comunión eclesial posee una base y expresión sacramental: el sacramento del
bautismo y de la Eucaristía. El bautismo en cuanto participación en la muerte y
resurrección de Cristo, ofrece la base de la existencia en Cristo, que tanto destaca
San Pablo (cf. 1 Cor 1, 2.4; 2 Cor, 5, 17; Gal 3, 28; 5,6; Rom 3,24; 6, 4,6.8; 8, 17…) y
San Juan (cf. Jn 14, 20-26) 1 Jn 4, 5). La Eucaristía acentúa aún con más fuerza la
misma dinámica: si el pan partido y compartido hace posible la comunión en el
cuerpo de Cristo, resulta lógico que quienes participan del mismo pan y del
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mismo cáliz quedan convertidos en un solo y único cuerpo. El realismo de los
sacramentos de la iniciación cristiana es tal que nos lleva a la siguiente
conclusión: los distintos miembros de la Iglesia aun siendo muchos, forman un
solo cuerpo en Cristo (Rom 12, 5), son de hecho, el cuerpo de Cristo, la Iglesia.
La reciprocidad comunión eclesial y celebración eucarística era esencial en la
Iglesia de los primeros siglos. La koinonía significaba inseparablemente comer el
cuerpo del Señor y la pertenencia al grupo de los creyentes. La Iglesia como
sacramento de comunión y sacramento de la comunión trinitaria, se hace
presente y se realiza en la asamblea litúrgica.
Esta comunión centrada en la eucaristía implica también una objetividad, una
estructura institucional. El Espíritu es el vínculo interior y profundo, pero los
apóstoles que presiden la Eucaristía son su testimonio visible y la garantía a la
fidelidad de los orígenes. La Escritura y la Tradición acompañan y sostienen la
celebración eucarística. En ese sentido, la comunión no puede ser concebida
como un sentimiento interior, sino que tiene una expresión histórica de la alianza
que el Dios Trinidad ha establecido en la historia de los hombres.
La tensión escatológica
La comunión, precisamente por su raíz trinitaria, posee una intrínseca tensión
escatológica y un exigente dinamismo de comunicación.
La comunión apunta al momento de la reconciliación perfecta, cuando Dios sea
todo en todos. Todo ejercicio de comunión, al nivel de personas y de pueblos, es
un paso que acerca a esa meta, una anticipación que la realiza. La comunión
adquiere así su relieve en el horizonte de la esperanza, alimentada por una
promesa que afecta al destino del hombre y de la humanidad. La comunión
alimenta la esperanza abriéndose camino en medio de los obstáculos y las
dificultades que surgen de la libertad humana. Por eso la comunión no es huida
del mundo real o refugio en mundos ilusorios. Es compromiso histórico y
testimonio en medio de las divisiones que impone la experiencia.
La comunión como don es un regalo que se ofrece para su celebración y su
disfrute. Y por eso es intrínsecamente misionera. Cualquier clausura en la
satisfacción individual o grupal será un atentado contra a la apertura universal de
la comunión del Dios Trinidad.
La comunión en la vida concreta
La koinonía exige gestos, actitudes y acciones concretas en las relaciones
interpersonales de los creyentes y la comunidades. Han de tener un mismo sentir
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(cf. Rom 12, 16; 15, 5; 1 Cor 1, 10; 2 Cor 13, 11) que respete las diferencias y las
peculiaridades de cada uno es exigencia y expresión de la comunión. Los
sumarios de los Hechos, aun con sus tonos idealizados, reflejan la aspiración de
la comunión: compartir los bienes y el aprecio mutuo no son elementos ajenos al
núcleo de la comunión, deben ser la constante de las comunidades eclesiales.
El amor a los hermanos, la fe auténtica, la comunión de bienes, la oración
recíproca, los contactos personales y epistolares, no deben ser considerados
simplemente como expresiones de la comunión, sino como la koinonía misma en
ejercicio.
La forma comunitaria
La comunión, por tanto, en cuanto realidad intrínsecamente personal, debe
realizarse en lo concreto bajo forma comunitaria. La comunidad ha de ser la
figura de la realidad eclesial en el seno de la historia. Es la misma idea que trata
de expresar la imagen de la Iglesia como familia de Dios. Pone de relieve la
cercanía de relaciones, el conocimiento de cada uno por su nombre, en definitiva
designa una iglesia de rostros y de nombres.
La comunión, como experiencia compartida de la salvación, establece la igualdad
radical de todos los bautizados, en cuanto a hijos del Padre y hermanos entre sí.
Esta igualdad radical no excluye las diferencias, sino que más bien las exige: el
don del Padre se manifiesta de modo multiforme de cara a la edificación de la
Iglesia en orden a la evangelización del mundo. Por eso, existen, en el seno de la
comunidad eclesial, variedad de carismas que han de ser armonizados y ejercidos
en comunión, ya que proceden del mismo origen y apuntan al mismo fin.
La comunión se expresa también en la sinodalidad: es el ejercicio mismo de la
comunión en la diversidad, en cuanto que las particularidades, en base a la
oración común y al discernimiento comunitario, se integran en la misión de la
Iglesia y de cada una de las Iglesias.
La sinodalidad sin la comunión sería un debate político. La comunión sin la
sinodalidad, pura retórica.
La comunión de las iglesias
La comunión se vive no sólo en el seno de la comunidad sino también en la
relación entre las diversas iglesias. La Iglesia una de Jesucristo existe como
communio ecclesiarum (AD 19). Más aún, la Iglesia no es otra cosa que la
comunión de las iglesias que, legítimamente presididas por su obispo, celebran la
Eucaristía. El sentido de la Eucaristía permite comprender esta afirmación: cada
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asamblea eucarística celebra el mismo memorial, pues ha sido convocada por el
mismo señor para participar del mismo cáliz y comer el mismo pan, para formar
de este modo el mismo y único Cuerpo de Cristo. En todas y cada una de las
eucaristías del mundo se celebra el mismo misterio.
La comunión de Iglesias implica el reconocimiento de unas iglesias por otras. Ese
reconocimiento se ha de expresar en la vida concreta y real de las distintas
iglesias. El intercambio de dones, la solicitud recíproca, la oración mutua, la
solidaridad constante… son el rostro visible de la comunión entre iglesias.
Los obispos, en este espíritu de comunión que se expresa mejor en un concilio y
en cuanto representantes de sus iglesias, ponen en común los problemas,
disciernen juntos y establecen los caminos más adecuados para la misión que
deben realizar las iglesias.
La comunión debe sellar el ejercicio de todo el ministerio eclesial, pues es
siempre colegial y ha de ser ejercido en el seno de la comunión eclesial, para
servirla.
El obispo es el ministro de la unidad y de la comunión, en su iglesia, a la vez que
realiza y simboliza la apertura y la comunión con otras iglesias.
Entre las iglesias se ha de reconocer el carisma de la Iglesia de Roma, que preside
en la caridad a todas las iglesias. En el seno del colegio episcopal se debe
reconocer una articulación análoga, pues el primado del obispo de Roma tiene
como objetivo precisamente garantizar la unidad y la comunión en la
apostolicidad de las diversas iglesias.
(Resumen del artículo Comunión de Eloy Bueno de la Fuente, en Diccionario del Sacerdocio, BAC, 2005)
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