Subido por Mónica Elisabeth Sacco

LA DAMA ES POLICÍA- 1 - LA VENGANZA

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BUENOS AIRES, 1983
Estaba tirado sobre una mesa, en una habitación mugrienta. Una lamparita
desnuda colgaba miserablemente del techo. Oyó voces. Voces masculinas.
Era extraño: podía ver y oír, pero no sentir su cuerpo. Era como estar
desprendido de su humanidad. “¿Estoy muerto?” Pensó palabras que se
negaban a salir de su boca. Estaban allí, en el borde de su mente, las oía en
su interior pero sus mandíbulas selladas no podían articularlas. El acto de
respirar era torturante. Se ahogaba por no poder coordinar los músculos del
tórax. Algo, alguien oscureció momentáneamente la luz implacable. Un
hombre. Rubio, de contextura fuerte, facciones algo abotargadas. Los ojos,
de tan claros, parecían vacíos. Crueles, espantosamente crueles, igual que
la expresión apretada de la boca.
—¿Cómo estamos? —Hizo algo con las manos. —No tiene sensaciones.
Nada. Perfecto. Te pasaste, Mengele.
El que llamaban “Mengele” se acercó.
—Una obrita de arte. Hay que tener mucha mano para esto. El movimiento
justo en la vértebra exacta. Y sin tocar la médula. Cirugía mayor, pibe. —Le
palmeó la cara pero no sintió nada. El aire le faltaba dolorosamente.
—Te vamos a mandar de vuelta, franchute. ¿Entendés? Nous te
renvoyerons. A ver si se dejan de joder con esas putas monjas. Les monnes,
tu comprends? Sí que entendés.
—Callate, boludo —comentó alguien que se acercó desde atrás de su
cabeza. Un morocho de bigotes tupidos se inclinó sobre él: sudamericano
típico, cabello negro, tez mate, facciones aindiadas pero atractivas. El rubio
giró sobre sus talones y, por el ruido, había agarrado al otro por la ropa.
—No te hagas el gallito conmigo, Tigre. —La voz sonó ronca.
—Pará, Briga. Pero mirá si éste...
—Éste es un muerto vivo. Esta vez Mengele se lució de veras. Les mandamos
un avisito: no jodan más. Acá el quilombo terminó y somos intocables.
Váyanse a investigar a la mierda.
Intentó moverse otra vez pero su cerebro estaba desconectado del resto del
cuerpo. Nada. La furia hizo lugar a la desesperación en sus ojos, lo único
vivo que le quedaba. Sintió que le faltaba el aire, que sobre el pecho tenía
una manta de plomo. El que llamaban “Brigadier” lo miró detenidamente,
evaluando el trabajo. La satisfacción en los ojos del otro lo llenó de pánico..
—Vas entendiendo, ¿eh? ¿Querés saber lo que les pasó a tus monjas? —Se
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sacudió la entrepierna con la mano derecha. —Esto les pasó. No nos gustan
los terroristas. “Pelotón de fusilamiento" y "traslado".
—Se resistieron, las guachas. No querían firmar —acotó el morocho.
—Vístanlo, pónganle el pasaporte y el resto de los papeles en el maletín. De
vuelta al hotel. El dueño ya sabe que llevan el paquete. Mañana avisa a la
cana. Chau, Francia. Un placer.
Lo dejaron tirado en una cama, mudo, impotente, aterrorizado hasta la
locura, hasta que al día siguiente llegó la policía.
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1
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES.
PRINCIPIOS DE SEPTIEMBRE DE 1996
—Éstos son antecendentes del caso, Dubois. El el resto de la información...
La puerta del despacho del comisario Auguste Massarino dio paso a una
mujer vestida con sobria elegancia.
—Tarde —recriminó Massarino.
—Archivos me emboscó —y volviéndose hacia el teniente: — Odette
Marceau — y le tendió una manita inocente.
Marcel se sorprendió por la fuerza del apretón y la inspección de los ojos de
terciopelo lo hizo sentir incómodo.
—Dubois. Marcel Dubois — tendió la mano mientras recorría la figura de la
mujer que apenas le llegaba a los hombros. —No esperaba... — no terminó
la frase y prefirió cerrar la boca.
No esperaba tener como compañera a Madame la Veuve1. Inaccesible, nadie
se le acercaba más que para darle la mano o alcanzarle un expediente. Por lo
que se sabía, la dama nunca había sentido interés alguno en cambiar de
estado civil. Por lo que se murmuraba, la dama era propiedad privada de
algún Número Uno. Marcel hizo cálculos rápidos y concluyó que el Número
Uno en cuestión estaba sentado del otro lado del escritorio. Mierda. La mina
del jefe. ¿Por qué a mí? ¿Porque soy el nuevo?
Aguantó el pinchacito a la altura de los testículos. No hay problemas. No es
mi tipo. Prefiero las rubias. No me gustan las bajitas, ni con curvas. Y
buenas piernas. Me importa un carajo. Las muñecas de porcelana no son mi
estilo. Y es una superior, viejo. Y además… La mirada de ella se volvió
gélida al notar que la estaba observando. Dios, esta tipa te petrifica con un
gesto. No podía despegarse de esos ojos terribles, oscuros y profundos.
Sospechó que ella disfrutaba de la inquietud que le despertaba. No va a ser
fácil trabajar con esta mujer.
—La capitán Marceau es la persona más adecuada para este caso —
Massarino dio por terminada la reunión.
Marceau abrió la puerta.
—Vamos a trabajar.
—Marceau —Massarino se estaba tomando un café que debía de estar
helado —. Uno de estos días deberías solucionar tus problemas con
Archivos.
—Prefiero sobornar a los de Explosivos para que se ocupen.
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"La señora viuda". Fam: la guillotina
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Mientras iban hacia el ascensor, ella le habló sin dirigirle la mirada.
—Prefiero el tuteo.
— Yo también.
— Mejor así.
En el estacionamiento, ella se acercó a un autito deportivo negro, un modelo
casi microscópico de seis o siete años atrás. ¿Cómo mierda me meto en eso?
Y encima, maneja ella. Le pareció que ella sonreía mientras él se retorcía
para acomodarse en el asiento.
Quince minutos después, el automóvil se detuvo en el garage de un edificio
de las afueras de París para dejar descender a un Marcel con opiniones
renovadas acerca de las mujeres al volante de autitos casi microscópicos. Ya
había cambiado de parecer cuando cruzaron el puente de Neuilly rumbo a La
Défense, a una velocidad sensiblemente superior a la permitida y después de
haber sorteado con éxito varios slaloms en el tráfico infernal del centro.
Estos cacharritos italianos sí que se agarran bien al suelo, admitió Marcel.
El edificio era una construcción elegante con reminiscencias art déco.
Subieron en silencio desde la cochera hasta el piso trece. El palier severo y
desnudo la doble puerta de entrada eran un poco intimidantes. Odette tecleó
el código de acceso en una botonera que Marcel no había advertido, y la
puerta se abrió al tiempo que se encendían las luces.
El departamento tenía esa elegancia intacta y helada de los ambientes que no
se usan habitualmente. Todo era impecable, desde los cortinados dobles
hasta la alfombra de diseño moderno; los cuadros y las porcelanas
exquisitas; los muebles de diseño en cristal; los sofás de cuero, cuero
natural, nada de vinilo, conjeturó Marcel, a ambos lados de la mesa baja.
—Ya vuelvo— Odette señaló los sofás mientras salía por un extremo de la
habitación.
Mierda que hay plata acá adentro. ¿El sueldo de policía alcanza para esto?
Miró a su alrededor. El lugar era inhumano en su perfección. ¿Qué falta? No
hay fotografías. Ni una sola. Ni un objeto personal a la vista. Extraño. ¿Es
tan fría como para esto? Se removió inquieto en el sofá al oír pasos que se
acercaban.
Odette volvió calzada en unos jeans gastados por lo viejos, con un suéter de
cuello alto que alguna vez había sido blanco y botitas de elfo con varios
inviernos encima. Bueno, parece humana, pensó Marcel con sorna.
Ella dejó sobre la mesa un termo con café. Desapareció nuevamente para
regresar con una bandeja, tazas, platos, azucarera y un cenicero. En un
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último viaje llevó una laptop y una pila de papeles, muchos de ellos
oficiales.
Epa, la señora sí tiene influencias. Nadie estaba oficialmente autorizado a
retirar documentación de los archivos de la PJ. De ser estrictamente
necesario, el papeleo era tan farragoso que era preferible olvidar el asunto y
trabajar en los escritorios de mierda del cuarto piso. Nada como llevarse
bien con el Número Uno.
Odette se enroscó en un extremo del otro sofá y le clavó los ojos de
terciopelo sin un gesto que trasluciera alguna emoción. Nada. En esa mirada
no había seducción ni reprobación. Ni un solo sentimiento: nada más lo
miraba como una esfinge. Una esfinge que podía matarlo o dejarlo vivir, sin
que a ella le importara en absoluto. Tragó saliva y bajó los ojos sin hablar: el
silencio era ensordecedor. Encendió un cigarrillo por hacer algo. Se dio
cuenta. Seguro que se dio cuenta de que estoy al tanto del chismerío y… La
cagaste, viejo.
Después de instantes eternos, ella comentó:
—Hay café y sandwiches. Vamos a trabajar hasta tarde. —Él asintió sin
hablar. —La operación debe iniciarse lo antes posible...
—Odette, yo no quisiera... —¨yo no quisiera quedarme acá, pero cerró la
boca.
—…estrategias incluidas... —ella seguía hablando sin hacerle demasiado
caso y se interrumpió al ver que él la miraba. —¿Qué pasa?
—Es que... bueno... la seguridad... —dijo él, por decir algo.
—Marcel, garantizo la seguridad de este departamento. No hay pinchaduras
en la línea telefónica; el departamento tiene alarmas y hago revisar mi laptop
todos los días.
La respuesta no admitía réplica. Odette continuó.
—Massarino te habrá informado sobre esta nueva modalidad de operación.
—Sí, es un poco inusual para la Brigada Criminal—comentó él.
—Lo aprendimos de los terroristas: células pequeñas, perfectamente
organizadas, que no conocen a otras células que operan dentro del mismo
caso; sólo se informa a un oficial de rango, al que en ciertos casos no se
conoce; especialistas que trabajan solos, supervisados por un único superior
y que reciben órdenes exclusivamente de éste. Instrucciones precisas,
específicamente codificadas para cada célula, con claves que cambian
semanal o diariamente, según las necesidades... Bueno, me sé el discurso de
memoria. En fin, también aprendemos del delito.
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— Ni que fuéramos traficantes —rió, más distendido.
—O guerrilleros al mejor estilo del Che —ella sonrió por primera vez y los
ojos le brillaron.
La sonrisa lo reconfortó y de inmediato se insultó. ¿Y por qué mierda tengo
que preocuparme por su sonrisa?
—¿Quién diseñó esta metodología?— preguntó Marcel.
— Yo propuse este método operativo. Está dando buenos resultados, en
general. Lo difícil es encontrar personal capaz y leal para entrenarlo en este
sistema. Que estén... “compenetrados con la causa”.
“¿Yo?” ¿En serio? Me estás jodiendo, capitán. Ser la mina del jefe no te
adjudica éxitos ajenos. Apretó los labios y asintió.
—Un ideal a seguir al mejor estilo guerrillero. ¿Y te parece que tengo el
fuego sagrado?
—No estarías acá si eso no fuera cierto.
El “acá” le hizo correr frío por la espalda. Entonces, lo habían elegido. Y los
rumores eran ciertos. Algunos comentarios siempre se filtraban. Existían
esos grupos especiales, y ahora él pertenecía a uno. Ahora quedaban claras
las reuniones a las que lo habían convocado el mes anterior con Massarino y
con Michelon; las evaluaciones que había superado creyendo que se trataba
de una posibilidad de ascenso. Pero nunca habían mencionado a Marceau, ni
a “su” método operativo.
¿Qué hace esta tipa metida en todo esto? Nadie conocía a un “especial”, o
por lo menos nadie sabía si uno de sus compañeros lo era, pero se hablaba en
voz baja de la elite sin hacer nunca referencias directas. Hasta hacía unos
minutos, había creído que era una más de las fábulas de la Brigada y ahora él
acababa de entrar a formar parte de una.
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LA DÉFENSE, LA MISMA NOCHE
Odette esperó a que Dubois asimilara la idea. Siempre era igual con los
nuevos: sorprendidos, asustados y al final, orgullosos. Había discutido
mucho con Auguste y Michelon sobre el tema. Nada de dar a conocer la
organización fuera de la Brigada ni asignarle los acrónimos a las que era tan
afecta la PN2. Cuanta menos gente supiera de esos equipos, mejor para
todos. Los resultados eran muy buenos y se involucraba a muchos menos
efectivos que en procedimientos tradicionales. Trabajaban solos o en parejas.
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Police Nationale — Policía Nacional francesa
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No arriesgar a más de dos a la vez. Se estudiaba a cada posible candidato con
cuidado. Por lo general elegían a hombres y mujeres sin compromisos
familiares que los hicieran vulnerables de alguna forma. Muy pocos —sólo
dos, un hombre y una mujer— tenían pareja o hijos. Nadie en la Brigada
deseaba perder vidas valiosas ni ofrecer posibles rehenes. Los especiales se
enorgullecían de las escasas bajas.
Esta vez era su propio turno. Mi caso. El dolor la invadió sin avisar y le cerró
la garganta. Tomó la primera carpeta del pilón, mientras encendía la laptop.
—Quiero explicarte mi punto de vista sobre este caso. Cuando se informó de
la desaparición de dos religiosas jóvenes, hace casi dos años, se pensó en una
fuga. El caso se investigó bastante mal y después durmió en los archivos.
Cuatro y seis meses después se informaron otras desapariciones similares,
dos monjas jóvenes y una novicia, esta vez en el norte del país. Tampoco
prestaron mucha más atención. Nos enteramos bastante tarde, ya que las
desapariciones se denunciaron a las prefecturas regionales. Me inquieté y
tuve una corazonada. Consultamos a las policías alemana e italiana y
descubrimos que en las cercanías de las fronteras con Alsacia y en el norte
del Piemonte, habían ocurrido casos similares, siempre con religiosas más o
menos jóvenes.
—Se habrá fundado un movimiento de Liberación de las Religiosas— el
teniente sonrió de costado.
Odette hizo una pausa. Cómo me rompen las pelotas los machos fanfarrones
—En el siglo XX ya no se obliga a las mujeres a meterse a monjas – dijo
entre dientes.
—Punto a favor. Siempre creí que era un desperdicio de recursos —,
comentó él con ironía.
—Desperdicio o no, estas mujeres eran monjas por su propia decisión, te lo
puedo asegurar, así como puedo jurarte que no desaparecieron por su
voluntad — respondió seca.
—No tiene sentido y si lo tiene... —Marcel torció la cara en un gesto de
desagrado.
—No “si lo tiene". “Sí”, lo tiene. Todavía me faltan algunos hilos de la
trama, pero creo estar bastante cerca. Demasiado como para que me guste.
Antes de que entraras en este caso, me entrevisté con algunas de las
superioras de órdenes que no fueran de clausura. No fue fácil en tan pocos
días, pero me fue bastante bien. Esas señoras son muy renuentes a tratar con
nosotros, y sacarles información me costó horas de persuasión, apelaciones a
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sus corazones patrióticos, sentimientos religiosos, solidaridad con las pobres
mujeres desaparecidas, las estrofas de La Marsellesa... ¡Estuve a punto de
sacar la reglamentaria!
Marcel se rió.
—¡Mierda! ¿Amenazaste a una superiora con encanarla por resistirse a la
autoridad?
—Estaba furiosa. Pero conseguí la información: en los cuatro conventos que
investigué no están permitidas las visitas de hombres, salvo parientes por
consanguinidad en primero o segundo grado, y sólo en casos excepcionales.
Todas las visitas quedan registradas y tampoco son muy asiduas. Casi todos
estos conventos se caracterizan por su retiro del mundanal ruido.
—Qué conveniente —apuntó Marcel.
—Muy útil para operar sin intromisiones del exterior.
—¿Qué? ¿Las monjitas se dedican al contrabando?
—¡Dubois, no seas idiota!
— Tengo un sentido del humor inoportuno —sonrió irónico el teniente.
Ya te voy a borrar la sonrisita, Cro-Magnon. Jugadores de rugby metidos a
policías y a la mierda con la excelencia. Auguste, te voy a cortar las pelotas
por encajármelo. Odette continuó.
—Hay excepciones: las órdenes religiosas masculinas. ¿Quién, si no, podría
meterse en un convento sin despertar sospechas?
—O alguien que lo parezca ...
—Bravo —ella levantó una ceja y se estiró con las manos detrás de la nuca.
—Pero, ¿para qué?
—Un religioso no representaría ningún peligro. La visita se considera como
visita de la orden y se registra como tal. Un acontecimiento especial sería la
llegada de alguna autoridad eclesiástica.
—Así que si alguien tuviera motivos reprobables para tener acceso a un
convento, y lo hiciera como un seudomonje de alguna orden, encontraría
las puertas abiertas —acotó Marcel.
—Bien. ¿Qué más? — El Cro-Magnon piensa. Luz al final del túnel.
—Bueno... No debe de ser tan fácil hacerse pasar por religioso.
—No: se presentan papeles oficiales de la orden, autorizaciones; a veces,
hasta cartas del Vaticano.
—¿Pero para qué querría alguien disfrazarse de cura y meterse en un
convento lleno de viejas, si no fuera para robar? Y en ese caso, ¿qué?
¿Este tipo será sordo o simplemente boludo?
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—¿ Dubois, estabas hoy con Massarino cuando llegué al Quai?
─ Sí …
— ¿Y prestaste atención al informe?
— Por supuesto pero…
— ¿Y qué te parece que estamos investigando? – se estaba irritando. Mucho.
Auguste, mañana te corto las pelotas y después te estrangulo.
Transcurrió un silencio denso. Casi de muerte. La interrupción no pudo ser
más absurda y oportuna: el estómago de Marcel reclamó comida.
Odette se compadeció y trajo una bandeja de sandwiches, gaseosas y cositas
dulces. Comieron entre comentarios intrascendentes. Ella se limitó a
observarlo mientras bebía en silencio el café.
Es más barato regalarte un reloj de oro que invitarte a comer. Aunque para
mantener en forma toda esa infraestructura deportiva, imagino que hace
falta combustible en cantidades adecuadas. Adecuadas a una central
termoeléctrica. Eso, sin hablar del perfume. Una sinfonía para el olfato,
teniente. Toda una delicadeza de tu parte hacia las damas. No hay
problema, no soy una dama. El sueldo se te debe ir entre comida y loción
para después de afeitar. Y a mí qué mierda me importa.
Cuanto levantó las bandejas vacías, Marcel ofreció ayuda en la cocina.
—Sé lavar los platos.
— No hace falta. Mañana viene Marguerite y se encarga de la ley y el orden
domésticos.
Dio por terminado el tema y continuó con la exposición:
—Existe una gran cantidad de órdenes y grupos religiosos católicos en
Francia y en el resto de Europa. No se crearon órdenes nuevas desde hace al
menos setenta años, y otras ya desaparecieron pero todavía perduran
congregaciones pequeñas y exclusivas, desconocidas para la mayoría de la
gente común.
Giró la laptop y en la pantalla había un listado interminable y jalonado de
fechas, símbolos y números.
—¡Mi Dios! ¿Por dónde empezamos? —Marcel suspiró.
—No son tantas. Las que tienen asterisco ya no existían a principios de siglo.
De las restantes, las señaladas con (1) tienen sede en Francia, las (2) son del
resto de Europa, y (3), Asia, África y América.
— Las (1) son unas cuantas — Marcel murmuró con resignación.
—Yo también temblé al principio. Pero… nuestras monjitas me permitieron
ver sus libros de visitas y comprobé algo que había comenzado a sospechar.
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Odette hizo un alto para servirse más café mientras Marcel estudiaba los
nombres del listado.
—¿Alguna recurrencia de nombres en los cuadernos de visita?
— Exacto. En todos los casos de desaparición, algunos días antes una orden
en particular había visitado cada convento, alojándose en ellos.
—¿Cómo es eso posible? Quiero decir, que durmieran en...
—En las alas destinadas a visitantes, alejadas de los claustros principales. Y
ahora viene lo más interesante: en todos los casos, estos visitantes se
presentaron como miembros de una orden que había sido suprimida a fines
de la Edad Media con bastante escándalo, pero que recientemente había
recibido la rehabilitación papal.
—¡Y las monjitas se tragaron el sapo! No estarás hablando de...
—...Jacques de Molay.
—¡No puede ser! ¿Los Caballeros de la Orden del Temple? —la sorpresa de
Marcel no podía ser mayor.
—Bingo.
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LA DÉFENSE, MÁS TARDE EN
LA MISMA NOCHE
Los Templarios... Una orden que había alcanzado un poder tal que hizo
temblar a Occidente. Sus monjes caballeros eran señores feudales poderosos
que empuñaban con más frecuencia la espada que el rosario, y la Orden de
los Pobres Caballeros de Cristo era tan rica que llegó a operar como un
banco entre Europa y el Cercano Oriente. En poco tiempo, todos los
gobernantes del continente estaban en deuda con el Temple y el mismo rey
de Francia les debía su trono, literalmente hablando. La acusación de herejía
fue la excusa habitual en esos tiempos para librarse de enemigos a quienes se
debía mucho dinero. Felipe el Hermoso exigió a Clemente IV la supresión
de la orden y el Gran Maestre Jacques de Molay terminó en la hoguera,
maldiciendo merecidamente a todos los Capetos.
La Orden se disolvió pero los sobrevivientes se dispersaron por Europa.
Doscientos años después, la masonería reclamó la herencia. Logias que
brotaron como hongos después de la lluvia y cuyos grados jerárquicos
rimbombantes se parecían demasiado a los de los Caballeros Templarios.
Las logias habían vuelto a ganar trascendencia a mediados de los años
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ochenta gracias a que las actividades de una de esas organizaciones habían
salido a la luz. Operaciones económicas de calibre internacional, implicados
impensados y escándalos que habían golpeado a las puertas de la basílica de
San Pedro. Y se habían diluido como una gota de tinta en el mar. Quién sabe
dónde estarían ahora los verdaderos Richelieu detrás del trono. Otra vez lo
mismo?, pensó Marcel. ¿Y por qué no? Nada nuevo bajo el sol. La
humanidad se repite a sí misma.
—¿Una logia masónica? —dijo, siguiendo en voz alta sus conclusiones. El
pensamiento le hizo fruncir el entrecejo.
—Muy buena elección del término. Sobre todo si tenemos en cuenta que las
logias funcionan casi de la misma forma que las células terroristas: no se
conoce a los superiores, obediencia estricta, códigos secretos, bla, bla, bla,
—Odette meneó la cabeza. —Y que de los Templarios que se salvaron de la
hoguera y desaparecieron de la Historia, se dice que se unieron o inventaron
la masonería. Todo muy oculto, porque los hubieran colgado por herejía,
brujería y crímenes de lesa majestad como prometer la piedra filosofal y la
fuente de la eterna juventud... Las logias modernas se dedican a buscar otro
tipo de verdades. Hoy en día, cualquiera puede obtener oro del plomo con el
material radiactivo adecuado, alcanzar la eterna juventud gracias a la cirugía
estética y acceder a la suma del conocimiento universal con las enciclopedias
en CD—ROM y la Internet.
Sonaba tan ridículo que se rieron y Marcel se distendió un poco. Quizás, sólo
quizás, no todo estaba perdido. Tiene sentido del humor. No lo hubiera
imaginado. Me gusta cómo se ríe.
Odette continuó en voz más baja, casi hablando para sí.
—Pero los hombres siguen teniendo las mismas ambiciones básicas que hace
cuatrocientos o cuatro millones de años: el poder sobre otros. Para pagar el
precio que sea y obtener cualquier cosa que se desee. Porque el poderoso es
un eterno insatisfecho que necesita cada vez más poder para encontrarle
algún sentido a su vida. Ya nada es suficiente.
”Se vuelve adicto a la adrenalina, y cuando ésta no alcanza a provocarle el
placer que busca en cada cosa que hace, prueba con drogas más fuertes... Y
el poder es la droga más terrible. Decidir la vida y la muerte de otros.
Usarlos para propio beneficio o satisfacción; los otros son objetos y, como
tales, sin derecho a tener voluntad propia o decisión. El poderoso posee a los
demás en toda la extensión de la palabra: tiene 'cosas' para 'usarlas' como
más le complazca. Se apodera de la vida y la muerte de los otros. Se arroga
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el papel de Dios.
”Posee el dinero, el gobierno, los hombres, las mujeres, las armas, lo que
señale con el dedo. Lo desea y tiene que tenerlo. No se le puede negar nada
porque tiene el poder. No por nada 'poder' y 'poseer' tienen las mismas raíces
en latín".
Se quedó callada, mirándolo sin ver.
La intensidad de sus palabras lo había dejado mudo. Ella sacudió la cabeza,
se revolvió el pelo, se lo acomodó con los dedos y suspiró.
—Perdón por la digresión. Los que vivimos solos tenemos el hábito de
pensar en voz alta.
—Estoy acostumbrado. Las paredes son confidentes discretos: no le cuentan
nada a nadie.
Por primera vez en toda la noche los ojos de ella reflejaron un sentimiento al
mirarlo. Compartieron unos instantes de común soledad, en un silencio que
no fue incómodo.
Odette salió y volvió con una bandeja con una botella de agua mineral, más
sandwiches, chocolate y, por supuesto, más café.
—Algo dulce y algo salado. Sirve para mantenerse despierto —el tono no
admitía réplica y él obedeció con placer, mientras ella saboreaba el
chocolate. Luego del minirrelax, volvieron a atacar los datos.
—¿Y cómo cuernos las monjitas se tragaron el anzuelo de la rehabilitación
papal y todo eso?—preguntó Marcel.
—¡Ja, ahí está lo mejor de todo! Estos tipos presentaron papeles oficiales,
con membretes y sellos auténticos del Vaticano, emblemas, firmas y toda la
parafernalia. En ellos constaba el perdón papal, la devolución de tierras y
monasterios, la rehabilitación de los inmolados, ¡hasta una presentación para
la beatificación de Molay! ¡Creo que el Papa hubiera creído que la firma era
la suya!
—¡Increíble! ¿Robaron los papeles o...? ¡Cristo! El Vaticano no puede estar
involucrado en esto.
—¡Dios nos libre! No voy a las procesiones vestida de penitente, pero
guardo cierto respeto por la Iglesia Católica. Los papeles eran falsos— y se
metió una barra de chocolate entre los dientes y jugueteó por un momento
con ella.
Fue inevitable que a él se le cruzaran toda clase de imágenes en absoluto
morales de Odette y no precisamente con una barra de chocolate entre sus
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labios. Recuperó la cordura y tomó también una barrita para distraerse. La
puta madre, qué difícil va a ser trabajar con esta mujer.
—¡Ah, es exquisito! ¿Suizo?
—No, italiano. Fondente 3 .Los suizos son correctos hasta para hacer
chocolate. El italiano es irresistiblemente pecador. Es mi perdición —ella
suspiró con deleite.
—Entonces, si los papeles son falsos, alguien tuvo que conseguir originales.
¿Se informó algún robo en Francia? —respondió, tratando de no mirar la
traviesa barrita de chocolate.
—En Italia, hace tres años. Del arzobispado de Venecia desaparecieron
objetos de relativo valor y papelería diplomática en blanco. Ahora resultaría
claro que el robo sólo tenía por objetivo los papeles. Pero, lo de siempre...
—Sí: denuncia, informe y archivo —suspiró. —Pero, ¿por qué? Sigo sin ver
la relación.
—Estos tipos se metieron en esos conventos a secuestrar mujeres.
—¡Qué locura! ¿Con qué propósito? ¿Pedir rescate? ¿Las monjas pertenecen
a familias de buena posición económica? ¿Investigaron esa hipótesis?
—Ninguna de las desaparecidas tenía familia, nadie a quien recurrir.
Tampoco hubo pedidos de rescate. Nunca se supo más de esas mujeres. Ni
fugas, ni rescates, ni cuerpos.
—Entonces, ¿qué? ¿Qué querrían de unas pobres monjas?
— Marcel, éste es tu primer caso de desaparición de mujeres, ¿no?
— Monjas.
—Mujeres. Desaparecieron porque son mujeres.
— Está bien. Mujeres.
— Nunca se te cruzó por la mente cometer ningún tipo de aberración o
violencia sexual contra otra persona, causarle daño físico o moral, o la
muerte.
—¡No, por Dios! Yo... bueno, soy bastante normal —se sonrojó.
—No estoy juzgando tu vida privada. La policía no se ocupa de juegos
consentidos entre adultos. Hablo de secuestro, tortura, violación y asesinato.
—Lo que estás sugiriendo es asqueroso —dijo con la boca endurecida en una
mueca.
—Sí, y está ocurriendo. Lo que digo es que tengo sospechas firmes de que se
trata de secuestros de mujeres más o menos jóvenes, más o menos bonitas,
aunque eso es lo de menos pero sobre todo, vírgenes, con fines
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Chocolate amargo
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absolutamente repugnantes.
— ¿Vírgenes? — Marcel frunció el ceño— ¿Y cómo sabían que eran...?
— En los registros de los conventos también figuran la edad y estado civil al
ingresar. Digamos que una mujer soltera que elige ser miembro de una
orden religiosa a una edad temprana, tiene bastantes probabilidades de no
tener experiencia sexual alguna. Nuestros amigos apuestan a la ley de
probabilidades — Odette pronunció la última frase como si la mordiera.
Marcel comenzó a digerir todo lo que ella le había soltado en los últimos
minutos. Es aberrante.
—Me parece que te fuiste al carajo — dijo con suficiencia.
Odette siseó:
—¿Dónde están los cuerpos? ¿Todas se desvanecieron en el aire? Si las
mataron, se deshicieron de los cadáveres con mucha habilidad. ¿Montar toda
una organización por el placer de matar mujeres? ¿Para probar métodos
modernos de eliminación de cadáveres? Ah, no, mi querido Dubois;
demasiados gastos y muy pocos beneficios. Puedo imaginar a un asesino
serial solitario como Andrei Chikatilo, el hijo de Sam o nuestro viejo y
querido Landrú, o hasta dos, como los primos Bianco. El FBI colecciona
esos casos. ¿Pero preparar semejante puesta en escena nada más que por el
placer de cometer asesinatos seriales? ¡Qué desperdicio de recursos!
—¡Dios, no hables así! —replicó asqueado.
— ¡Bien, empezamos a entendernos! No son asesinos,¡son tratantes de
mujeres!
—Tratantes...
—¡Sí! ¡Pero qué mujeres! Sin experiencia sexual y posiblemente sin
experiencia de vida de ningún tipo... No quiero imaginar lo que esos hijos de
puta hacen con esas pobrecitas...
Marcel tragó y asintió. Sí, parecía asquerosamente razonable. ¿Y quiénes
eran los compradores?
—¿Quiénes podrían...? Quiero decir, ¿qué clase de personas? No creo que se
trate de mercadería barata —dijo, imitando el tonito sarcástico de ella que le
rompía las pelotas. Seguramente conozca varias formas de rompérmelas
con minuciosidad, se permitió el pensamiento colateral.
—No, cierto. Muy, muy cara. El secreto es siempre caro. El sexo aberrante
también. Sumemos los honorarios por los servicios... —le respondió,
tomando otra barra de chocolate sin dejar de mirarlo con el ceño apenas
fruncido.
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Apretó los dientes para que la adrenalina que le estaba acelerando el pulso
no le traicionara la expresión. Era increíble que esa mujer pudiera despertar
en él sentimientos tan contradictorios: lo enfurecía, lo humillaba y hacía que
necesitara su aprobación, todo a la vez. Se obligó a pensar la respuesta que
ella le exigía. Mejor que estés a su altura, viejo.
—Clientes muy adinerados —murmuró—. Hombres de negocios. Pero
necesitarían algún lugar para ocultar a las víctimas. Trasladarlas en secreto,
mantenerlas ocultas mientras... —No terminó la frase por delicadeza. —Y
llegado el momento, deshacerse de ellas.
—Bingo otra vez.
Marcel se acomodó nerviosamente un mechón que le caía sobre la frente, se
sirvió café y lo sorbió despacio. ¿En qué nos estamos metiendo? ¿Qué clase
de hijos de puta podrían estar haciendo esto?
4
LA DÉFENSE, PRIMERAS HORAS DE LA MADRUGADA
—¿Qué tal un barco? ¿Te gusta un crucero? —apuntó ella, mientras mojaba
el chocolate en su taza de café. Marcel abrió mucho los ojos mientras ella
tecleaba rápidamente, y sobre el LCD apareció un nuevo listado. Volvió la
laptop hacia él. —Es el movimiento de los principales puertos franceses
sobre el Mediterráneo. También está Montecarlo.
—¿Por qué sobre el Mediterráneo?
—Casi no hay cruceros en los puertos del Atlántico o el mar del Norte.
Clima inhóspito, supongo, salvo parte de la costa española. Tengo otro
listado con puertos italianos y griegos, pero hay que empezar por algo.
Había algunas líneas destacadas: cruceros de magnates árabes, algunos
griegos, dos estadounidenses, uno italiano. Algunos no mencionaban
nacionalidad del propietario, pero sí bandera. Fechas de arribo y salida de
puerto.
—¿Tenemos la lista de las desapariciones?
—Con fechas — Bien, estamos usando el plural. ¿Te metiste al fin en el
caso, Cro-Magnon?
Marcel verificó lo que ella ya sabía: los cruceros habían entrado en puerto
entre una y tres semanas después de la fecha de cada desaparición y habían
partido el mismo día o a lo sumo al día siguiente.
—¿Tenemos la nacionalidad de los propietarios de estos barcos? —Señaló a
los que sólo mencionaban bandera.
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—Algunos colombianos, un japonés, un argentino —enumeró mientras le
indicaba cada nave.
—Colombianos... ¿Tendrá que ver con la forma de pago? Entraron en
puerto también en fechas intermedias entre desapariciones... ¿Qué significa
ese corazoncito? —Marcel señaló un nombre del listado.
Estamos prestando atención a los detalles. Punto a favor.
—Ése es un huésped habitual de las revistas del corazón y el jet set. Se codea
con nuestra muy alicaída nobleza europea. Me hace inmensamente feliz
celebrar el 14 de julio. A veces me enorgullezco del Régimen del Terror —
comentó irónica—. Y en cuanto a la forma de pago, sí, podrían estar
pagando en especie.
—La Argentina se está convirtiendo en una etapa muy importante del lavado
de dinero de narcos, después de los Estados Unidos.
—Ajá, pero el crucero entró en coincidencia con las fechas de desaparición.
Si hacen alguna operación económica, no es en puertos del Mediterráneo.
—¿Suiza?
—No podemos meternos hasta tener evidencia cierta y orden judicial.
—¿No podemos registrar los cruceros?
—¿Con qué motivo? ¿Sospechosos de secuestro? El escándalo diplomático
sería tal que toda la PJ terminaría en la guillotina. No tenemos nada más que
papeles falsos, listados de desapariciones y de barcos en puerto. No es
prueba de nada. Coincidencias sin sentido. Imposible de llevar ante la
Justicia.
—Carajo, ¿me estás probando? ¿Qué mierda tenemos, entonces? — se puso
de pie y dio zancadas por toda la habitación. Se quitó los mechones rebeldes
de la frente de un manotazo y se detuvo delante de ella, con los brazos en
jarras y mirándola furioso.
Así me gusta. Ahora sí estás involucrado en el caso. A trabajar de verdad.
—No te estoy probando. Simplemente hay que buscar la grieta en la
estructura. Es lo único que podemos hacer. Sí, es cierto que no tenemos nada
concreto, salvo que creo que encontré esa fisura mínima, el más delgado de
los hilos de la trama... —En silencio extrajo otro disquete del maletín y lo
cargó, mientras Marcel se hacía a la idea de no dormir esa noche.
Eran más de las dos de la madrugada cuando Marcel miró subrepticiamente
su reloj.
—¿Te esperan? —preguntó Odette con tono casual.
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—Eh, no…
—Estás cansado —no fue una pregunta.
—No, sigamos. Hace nada más que siete horas que estamos con esto.
Ella se encogió de hombros.
—Necesito ponerte al tanto de lo que sabemos y de lo que esperamos
encontrar. Tenemos que actuar lo antes posible. La Brigada no quiere más
desapariciones.
— No querrás que duerma en el sofá – Marcel bromeó.
— En el sofá, no. En el cuarto de huéspedes – no lo invitaba, se lo ordenaba.
Casi se atragantó con el café al oír la última frase. Cuando se supiese,
aparecería en los titulares del noticiario de las ocho del cuarto piso.
Pareció que ella le leía la mente.
— No te preocupes. Nadie sabe que estás acá excepto Auguste.
Auguste, no 'comisario Massarino'. El detalle no se le escapó.
5
LA DÉFENSE, AL DÍA SIGUIENTE
Los golpecitos en la puerta eran discretos pero persistentes. El radioreloj
marcaba las 07:30.
Marcel saltó a abrir la puerta para encontrarse con una mujer de unos
cincuenta y tantos años, de rostro severo pero agradable.
—Buenos días, teniente. La señora dejó dicho que lo despertara.
— ¡Espere! – la llamó cuando la mujer daba media vuelta. — ¿El baño?
La mujer sonrió y abrió una puerta frente a la del dormitorio.
Marcel se duchó, se afeitó, encontró una loción que le agradó y se perfumó
con cuidado. Se sentía dispuesto a enfrentar el día, cuando lo evidente lo
golpeó entre los ojos. ¿Afeitadora y perfume de hombre en casa de una
mujer sola? Muerto de curiosidad, abrió el placard y encontró ropa de
hombre doblada en algunos estantes.
Otra vez los golpes en la puerta lo hicieron saltar y cerró las puertas del
placard de un sacudón antes de abrir. Estaba seguro de estar colorado como
un tomate.
Marguerite lo guió a un lugarcito encantador y luminoso en un ángulo de la
cocina, toda acero y blanco. Odette lo esperaba sentada a la mesa, vestida tan
informalmente como la noche anterior, y con el pelo todavía húmedo.
—Buenos días. ¿Dormiste bien? —ella sonrió. —Espero que no hayas
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extrañado tu almohada.
— Dormí como un tronco —mintió, devolviendo la sonrisa.
Marguerite, con un especial sentido de la oportunidad, apareció con el
desayuno: medialunas calientes, tostadas, confitura de duraznos, leche y el
infaltable café.
—Mmm, mi favorita – Odette se comió una cucharadita de confitura ante la
mirada reprobadora de Marguerite.— Marguerite me malcría,—ladeó la
cabeza.
—Está muy flaca —respondió la mujer, con cara de resignación.
—El concepto de delgadez de Marguerite es un poco renacentista. Si una no
parece salida de un cuadro de Rubens, está flaca —rezongó divertida.
Marguerite se encogió de hombros e hizo una mueca de desagrado, pero el
cariño entre ambas mujeres era evidente. Podrían haber sido madre e hija por
cómo se trataban.
Disfrutaron del desayuno en silencio. Marcel encendía un Gauloise cuando
recordó que no había visto fumar a Odette. Marguerite le alcanzó un
cenicero.
—Perdón, ¿te molesta? —señaló el cigarrillo.
—No.
—No te vi fumar.
—No fumo pero no me molesta el humo —Odette sonrió mientras comía una
tostada.
—Odio interrumpir, pero...
—Ya sé. Para eso nos pagan. Vamos.
De día el lugar se veía distinto. La luz entraba a pleno por el ventanal, dando
un aspecto irreal al ambiente. El aire estaba apenas frío y perfumado. El
cambio parecía haber afectado también a Odette. Sin maquillaje parecía más
humana y accesible. Y también más joven. ¿Cuál sería su edad? A las
mujeres no les gusta confesarla. Más de treinta, seguro. ¿Cuánto más? Se
detuvo a pensar que traslucía una madurez que no era sólo cronológica,
aunque el aspecto físico no la traicionara. Esos ojos de terciopelo habían
visto demasiadas cosas desagradables. No era nada más la soledad lo que le
daba a su mirada esa profundidad que te hacía desear ahogarte en ella.
Desvió sus pensamientos hacia otra parte. Basta. Es una superior antes que
una mujer. Y además…
Los papeles desparramados sobre la mesa baja lo devolvieron a la realidad y
tuvo un pinchacito de pánico. ¿Y si alguien se enteraba de que ella había
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sacado expedientes? Las sanciones serían espectaculares. Había que
devolver todo antes que alguien se diera cuenta. Alguien de Deontología,
por ejemplo. Los perros de Asuntos Internos estaban siempre al acecho. ¿Y
si a alguno se le ocurría revisar los videos del edificio? En muchos sistemas
de seguridad quedan almacenados hasta que se consultan, pensó con un
escalofrío. Sacudió la cabeza y juntó coraje para preguntar casualmente:
—¿El edificio tiene circuito de vigilancia, no?
—El edificio tiene cubiertas las dos puertas de entrada y los accesos desde
ascensores y escaleras. Acá sólo tengo alarma,—Odette se encogió de
hombros. —¿Para qué más? El Hombre Mosca no delinque en París todavía.
¿Qué te preocupa?
— Los expedientes… ¿Sacarlos del Quai no fue un poco arriesgado?
— ¿Hubieras preferido quedarte allá?
— Preferiría que los de Asuntos Internos no me levantaran un sumario por
llevarme documentación oficial.
— ¿Vas a llamarlos y delatarme?— lo desafió.
— Estamos juntos en esto. Nos van a hacer pelota a los dos.
Ella levantó una ceja.
— No te preocupes. Tengo un arreglo secreto con Archivos. Mañana
vuelven a su cajita de cartón.
— Creí que estabas en pie de guerra con Archivos.
Odette encogió un hombro.
— Eso dicen las malas lenguas. ¿Te molesta si escuchamos música?
El negó con la cabeza y Odette conectó el audio e insertó un CD. La música
dulcísima inundó el ambiente. Si algo hacía falta para que esa mañana fuera
ideal, era eso. Se sintió profundamente conmovido, sin entender del todo por
qué.
Después de los primeros acordes reconoció el aria.
—“Caro nome” —murmuró.
—"Rigoletto" —añadió Odette con la sombra de una sonrisa en los ojos.
Escuchó en silencio mientras fumaba, pensativo.
—Era... la favorita de mi madre —Las sensaciones se le agolparon en la
garganta.
—Tu madre era italiana — no era una pregunta.
—De Milán. Una familia bastante aristocrática, por lo que sé. Casi no los
conozco. —Aspiró el humo en silencio durante unos momentos.
Dolía. Después de tanto tiempo. La música lo envolvió en recuerdos. Miró a
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Odette sin pensar y los ojos de ella lo atraparon: se volvieron cálidos y
protectores, invitándolo a hablar. Sintió que podía confiar en ella.
—Mi madre y mi padre... Su matrimonio fue un desastre. Nunca superaron
las diferencias que los separaban. Mi padre criticaba y sospechaba de cada
salida, cada llamada telefónica, cada actitud de mi madre. Creo que odiaba
hasta que se comunicara con su familia, las pocas veces que ella lo
hacía…Yo no me di cuenta de que eran infelices hasta que... —vaciló y
continuó. —Creía que todas las familias vivían así. Cuando conocí a otras
familias, comprendí. —Le dolía la garganta de la angustia. Aspiró el humo
para relajarse. —Cuando mi madre decidió abandonarlo y llevarme con
ella... Él intentó detenernos... —La respiración se le hizo pesada. —Yo
nunca había hecho algo semejante... Levantar la mano contra mi padre...
Jamás lo volvimos a ver.
—¿Qué edad tenías?
La pregunta le llegó desde una distancia infinita.
—Dieciséis años.
Apoyó los codos en las rodillas y sostuvo la frente entre sus manos.
Curiosamente, sintió alivio. Miró otra vez a Odette. Los ojos de ella eran
lagos serenos donde hundirse y olvidar. Se quedaron en silencio mientras la
música inundaba la habitación. Cerró los ojos e inspiró profundamente al
tiempo que los abría otra vez.
—Los ingleses tienen una frase muy graciosa para estas cosas —sonrió,
incómodo.
—“Skeletons in the cupboard”. Esqueletos en el armario. De veras gracioso.
—Odette se inclinó hacia adelante para levantarse. Su rostro era una máscara
de placidez y se atrevió a preguntar:
—¿Y tus... esqueletos?
La máscara cayó por un instante.
—En el cementerio. Voy a buscar café.
*****
Había pensado en utilizar la música para que Marcel se relajara y poder
trabajar más cómodos, pero no esperó sensibilizarlo tanto como para llegar a
esa reacción. Camino a la cocina recordó los nombres del expediente del
teniente.
Gracias, Jean—Pierre Dubois, grandísimo hijo de puta. Gracias por
arruinar la vida de tu familia y regalarle una bomba de tiempo a la Brigada.
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Quién sabe cuándo estallará, y de qué forma. Los que estuvieran cerca no
saldrían ilesos, y Marcel tampoco. Debería ocuparme de la evaluación
psicológica de mis compañeros, además de la de mis criminales.
—Es agradable —comentó Marguerite desde el otro extremo de la cocina.
Odette la interrogó con la mirada. Marguerite cabeceó hacia la puerta con
una sonrisita pícara.
Odette llenó el termo con café mientras contenía una sonrisa. Marguerite es
incorregible.
—¿Qué hay para comer?
—Pescado. ¿Le gustará?
—Y a mí que me parta un rayo...
Marguerite la miró con reprobación mientras ella volvía al salón con el café.
*****
“Sous le dôme èpais”, de "Lakmé", flotaba en el aire.
—¿Qué es? —preguntó, maravillado.
—"Lakmé", de Leo Delibes. Una de mis óperas favoritas, —Odette sonrió.
—Tu autógrafo para el club de fans —dijo, tendiéndole un papel.
La música estaba haciéndole algo indefinible. Decidió que le gustaba.
—¿Para qué la firma? —preguntó mientras lo hacía.
—Mmm... Bien, deberíamos elegir un nombre con tus mismas iniciales... —
comentó ella después de estudiarla unos minutos.
—¿Estudiaste grafología? —preguntó incrédulo.
—Parte entrenamiento, parte Universidad. Se pueden conocer muchas cosas
de una persona a través de su escritura. Quiero escucharte hablar italiano.
Sacudió el mentón esperando que lo hiciera. Marcel dijo un par de frases, y
ella torció la boca, divertida.
—Atroz. Un auténtico milanés — aprobó.
—¿Cómo supiste? Que hablaba italiano, digo.
—Dubois, leí tu expediente — ella movió la cabeza y se mordió el labio.
Era tan obvio que se sintió un boludo.
—Yo no tuve esa ventaja. Ver tu expediente, claro.
Ella lo miró con calma.
—Si todo esto termina bien, te voy a dejar leer mi diario íntimo.
Por supuesto que me gustaría. Mantuvo la boca prudentemente cerrada.
—¿Y qué más se puede saber de mí con mi firma?
—Que te será más fácil utilizar un nombre falso que contenga las mismas
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letras que el tuyo, por ejemplo. Que la Brigada no se equivocó al elegirte.—
Hizo una pausa y volvió al tema del nombre falso. —¿Qué te parece...
Maurizio De Biassi?
—¿Italiano? ¿Con mi atroz acento milanés?
— Tu acento atroz es perfecto para representar el papel de italiano residente
en Francia.
— Maurizio… Me gusta.
Odette enchufó la laptop a una conexión telefónica que él no había visto,
bajo la mesa.
— El nombre tiene varias de las letras del tuyo. Hacen falta pasaporte, carné
de conductor y tarjetas de crédito. Y chequera — ella iba diciendo mientras
tecleaba rápidamente—. Papelería personal... Podrías dejarte la barba. Algo
discreto, bien recortada.
— También podría cambiar el corte de cabello.
— ¿Te atreverías a cambiar de color?
—¿Negro?
—No; sería muy evidente y no podrías ocultar el crecimiento. No, un color
ligeramente más oscuro que el tuyo, algo más... italiano.
—¿ Voy a personificar a un mafioso? —dijo, divertido.
—Como no sea del Clan de los Marselleses... No hay sicilianos rubios. Y no
tienen nada que ver con este asunto —el tono de Odette se volvió gélido y
Marcel supo que había metido la pata.
—No quise parecer tonto —se disculpó como un colegial y de inmediato le
dio rabia. ¿Pero por qué carajo me preocupo por no parecer un boludo? ¿Y
por qué mierda no dije "boludo"? Pero la expresión de ella había cambiado y
él se olvidó del asunto.
—No hay problema. Gracias a Dios, las familias todavía conservan un
código de honor. Estamos seguros de que no están involucrados en esto.
Estoy informando que en una semana vas a necesitar la documentación que
requiere fotografías. Las tarjetas de crédito y chequeras estarán listas esta
tarde. Deberías practicar la rúbrica.
—¿También vas a cambiar de color de cabello?
— ¿Yo? ¿Para qué? Con mi tamaño puedo pasar inadvertida cuando me lo
propongo.
Cierto que tiene la estatura de un chico, pero no creo que pase inadvertida
fácilmente. Tiene la intensidad y la fuerza de una 'prima donna', por no
hablar del carácter de mierda. Massarino, te compadezco. Notó que ella lo
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observaba con una sonrisa de Gioconda que lo hizo sentir incómodo.
—Odette...
Ella lo interrogó con la mirada, inclinando la cabeza.
—¿Lo del diario íntimo... es verdad?
—Dubois... —y el “Dubois” sonó a “qué idiota”.
—Era una pregunta.
Pero si existe ese diario, de veras quiero leerlo. Muero por eso.
6
LA DÉFENSE, MISMO DÍA, POR LA NOCHE
Dubois se había ido después de mediodía y sobre la mesa del living habían
quedado los expedientes. Mejor que los devuelva a tiempo mañana.
Mientras acomodaba los papeles, un recorte de diario planeó hasta el suelo.
Me estabas esperando… Le bastó con leer la fecha para saber de qué se
trataba. No necesitaba traer ese expediente. Y sin embargo lo había pedido
de puro masoquista. Auguste se lo había dicho: “No te hagas eso. ¿Para qué
lastimarte?” .
Nunca había leído el expediente y lo abrió al azar. Después de cinco minutos
se recostó en el sofá y cerró los ojos. El pecho le martilleaba de angustia.
Tanto tiempo había pasado y el dolor seguía siendo el mismo.
¿Te das cuenta, Auguste? No puedo permitirme olvidar. No quiero. No debo.
Monjas desaparecidas en un país con una guerra no declarada, reclamos
diplomáticos inútiles, condenas estériles e igualmente inútiles in absentia, la
esperanza de que pudieran encontrar algún rastro, el avión, Jean-Luc
despidiéndose apasionadamente, los meses desesperantes sin noticias, el
regreso, la camilla que bajaron con infinito cuidado.
El diagnóstico fue lapidario: síndrome de “locked-in”.
"El paciente pierde el uso de todas sus capacidades físicas, conservando sólo
la posibilidad de parpadear como única forma de comunicación. Pueden
necesitar un respirador durante varios meses, hasta que consiguen controlar
los músculos del tórax. Por lo que hemos comprobado, conservan Las
facultades mentales intactas. No sabemos si conservan la sensibilidad
cutánea”. El médico hablaba y ella enloquecía a medida que lo escuchaba.
"Con el tiempo, algunos pacientes logran articular algunas palabras. Se
produce por un accidente vascular, o una herida interna o externa en el nivel
de la corteza cerebral. En el caso del inspector, el trauma no alcanzó el
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centro del cerebro, pero rozó la corteza, causando el síndrome. No sabemos
cómo ocurrió".
“No, no existe ningún tratamiento, por ahora”.
“No, no sabemos cuánto puede vivir en estas condiciones”.
“No sabemos de ningún afectado que se haya recuperado”.
“Lo sentimos mucho, señora. Podemos facilitarle literatura sobre otros casos.
Si usted lo desea, puede informar al hospital los progresos de su marido. Las
estadísticas son siempre bienvenidas. No hay mucho sobre el locked-in”.
Aquello que había sido un hombre, su hombre maravilloso y único, era un
muerto en vida, prisionero de su propio cuerpo. Aquella mente brillante
estaba desconectada del mundo, imposibilitada, anulada sin esperanzas. Sólo
los ojos vivían para transmitirle su desesperación.
Los meses en el hospital fueron terribles hasta que consiguieron
comunicarse: parpadeos cortos y largos, en el viejo código Morse. “Amor”
fue la primera palabra que Jean-Luc parpadeó para ella, y lloraron juntos.
Con infinita, dolorosa lentitud, le contó el horror que había visto y vivido.
No una caída al azar, sino la entrenada mano de un médico a las órdenes del
Brigadier. Ella lo miró sin entender. Secuestros, torturas, desapariciones,
ejecuciones clandestinas, campos de concentración. Le
llevó
días
interminables deletrear cada palabra. Días llenos de furia impotente.
Cada vez que salía del hospital, el pecho le dolía hasta la nausea. Como
ahora. Subía al automóvil y aceleraba hasta que la adrenalina la aturdía y se
detenía en cualquier parte, a cualquier hora. A veces lloraba a gritos dentro
del auto lanzado a toda velocidad por el bulevar Periphérique. Perdió la
noción de otros horarios que no fueran los de visita del hospital.
A pesar de los consejos en contra, recurrió a la embajada y encontró a una
diplomática dispuesta a colaborar, una mujer de edad mediana, inteligente y
hermosa, que comprendió su desesperación. La mujer la escuchó y prometió
ayudarla en la medida en que pudiera. No estaba de acuerdo con el giro que
había tomado el antiterrorismo en su país. El contacto tuvo un final abrupto
con el suicidio de la diplomática. Un asunto pasional, dijeron los medios.
Estaba segura de que esa mujer jamás se habría suicidado. Los asesinos
tenían el brazo muy largo. Y Jean-Luc seguía con vida y los conocía.
La PJ aconsejó trasladar a Jean-Luc a un domicilio protegido y con identidad
reservada. Defendió furiosamente su derecho a visitarlo a pesar de la
oposición de los superiores de su marido. La PJ accedió de mala gana,
advirtiéndole que ella no gozaría de protección alguna. Pensó en mandarlos a
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la mierda pero su hermano trabajaba ahí, así que prometió ser cuidadosa.
Mi primer caso encubierto y ni siquiera había entrado a la puta PN.
La casita en las afueras de París se instaló como una unidad de cuidados
intensivos con custodia permanente. Ella se negó a que fuera la policía o un
servicio privado: debía ser alguien de la familia. Auguste fue a Sicilia y
volvió con el primo Calogero Colosimo. Calogero resultó ser un magnífico
enfermero, además de guardaespaldas. Él mismo se ocupó de contratar al
personal de limpieza, una enfermera de día y de cuidar a Jean-Luc como a
su propio hermano.
Cada noche ella corría a la casa, a dormir en la cama de su marido. “No
importa que no puedas tocarme; yo sí puedo”, insistía ante la dolorosa
negativa de él, y lo amaba como podía. Hasta que el deterioro físico fue tan
grande que Jean-Luc no soportaba siquiera el roce de las sábanas.
— Bambina, él no quiere que vengas más —le dijo una noche Calogero—.
Sufre mucho. Hablamos... Bueno, yo hablo y él... Pero nos entendemos, y él
quiere... que lo dejes.
Corrió a la habitación gritando enloquecida. ¿Por qué le hacía eso?
¡Arrojarla de su lado como a un perro! Lo sacudió, y lo soltó cuando se dio
cuenta de lo que hacía. Se arrodilló al costado de la cama.
— ¡Por Dios, perdón, mi amor, perdón por favor...!
“Te amo, no quiero verte más”, parpadeó él, y cerró los ojos.
Después de tanto tiempo, las piezas encajaban. La perversidad y la
corrupción implícitas en lo que había hallado eran enormes, inauditas, y el
poder que las respaldaba parecía no tener límites.
No importa; siempre existe un punto débil. No hay crímenes perfectos sino
pruebas insuficientes. Pruebas perfectas, indiscutibles. No puedo darme el
lujo de fallar porque cada falla nuestra hace más fuerte al enemigo. Ahora
tengo unos cuantos hilos de la trama en la mano. Quién sabe hasta dónde
llegaremos. Quién sabe si nos conoceremos las caras, Brigadier. Ansío ese
grato momento.
7
NÁPOLES, 1950
Franco Massarino se divertía pidiendo limosna a las puertas del Teatro di
San Carlo. Tan pronto como salía de la escuela pública, corría a su casa a
quitarse el delantal negro y, con la camiseta más rotosa y sucia que tenía,
escondida bajo el abrigo, se escurría hasta la Ópera. Mendigaba entre la clase
25
alta napolitana, que sentía particular simpatía por sus scugnizzi4 de cara sucia
y ojitos alegres.
Si Augusto Massarino se hubiera enterado de las actividades clandestinas de
su hijo, muy probablemente le hubiera dado la paliza de su vida. Augusto era
un humilde albañil, pero jamás habría permitido que su hijo anduviera por
las calles mendigando como un huérfano. Su pobre Vita estaba siempre
enferma: esa tos seca y persistente que le sacudía el pecho sin compasión le
estaba dejando la delicada piel olivácea cada vez más transparente, así que
casi todas las liras extra se gastaban en los hospitales. Vita siempre se
sorprendía cuando Franco llegaba a casa con algunos billetes, acompañados
de hábiles excusas: don Americo, el sastre, le había dado unas monedas por
entregar unos trajes, o Gennarino, del mercado, le había regalado las
naranjas que habían sobrado. Lo cierto era que en Forcella todos sabían a
qué se dedicaba Franco por las tardes, y callaban por compasión a Vita y a
Augusto.
Si bien en algunas ocasiones el mocoso se ganaba sus liras abriendo las
puertas de los automóviles que trasladaban a los dilettanti al teatro, lo cierto
es que las más de las veces acarreaba los instrumentos o portafolios con
partituras de los músicos de la orquesta. Éstos sentían gran afecto por Franco
y con la excusa del frío o del mal tiempo, hacían pasar al scugnizzo al teatro
para que presenciara los ensayos. Pocas cosas había que el chico disfrutara
más que eso y más de una vez había llegado tarde a su casa por quedarse a
escuchar las repeticiones de un allegro.
Pronto comenzó a ir al teatro nada más que para que lo invitaran a los
ensayos, y los músicos y tramoyistas se ocupaban de que Franco no
regresara a su casa sin alguna moneda.
Una tarde tuvo la oportunidad de presenciar desde bambalinas, un ensayo de
El Corsario. Allí decidió que si algo deseaba hacer en la vida, era bailar.
Ocupado en imitar los giros del bailarín, no se dio cuenta de que lo estaban
observando hasta que el régisseur detuvo el ensayo y preguntó a los gritos
por el intruso. Franco trató de escurrirse, pero una manita blanca lo detuvo y
lo hizo girar. No entendió qué decía, pero el acento era dulce y la carita de
hada lo convenció. El niño buscó desesperadamente a sus amigos
tramoyistas para que lo sacaran de ahí, pero uno le hizo señas para que fuera
con la joven. Milagrosamente, el francés había dejado de gritarle y se dirigió
al director de orquesta, que desde el foso, le guiñaba un ojo cómplice a
4
"Ladronzuelo", en dialecto napolitano
26
Franco. Luego de unas secas instrucciones, los músicos atacaron un tema
más liviano y el régisseur le indicó al mocoso que se acercara.
—Vien ici! Danse! —le dijo, mientras lo animaba con gestos. Los bailarines,
aprovechando el descanso inesperado, rodearon al chico y Franco pudo
discernir, entre el palabrerío del francés y el miedo que tenía, un 'Avanti,
ragazzo!'. "¡Adelante, muchacho!" ¡Querían que bailara! Miró hacia Visino
di Fata5, y ella sonrió asintiendo.
Con la desfachatez propia de la edad, Franco comenzó a saltar y girar
alegremente por todo el escenario, como en un juego. Todos se quedaron en
silencio, viendo lo que el régisseur ya había adivinado.
—Ça va! —dijo el hombre, y la orquesta se detuvo. Nunca había visto algo
parecido: el chico, que obviamente desconocía la técnica del ballet, al
desplazarse y girar no había errado ni una sola vez el compás de la música.
Marcaba el ritmo con sus saltitos sin errar una nota.
—Comment tu l’as fait? Comme hai fatto? —preguntó, esta vez en italiano.
¿Cómo lo había hecho? Franco no sabía. Había escuchado la música y
bailado al compás, como tantas otras veces allí en el teatro o en la calle,
donde vivía al ritmo de las canzonette que tarareaban su padre y sus vecinos.
Desde el foso, uno de los músicos gritó que el scugnizzo era capaz de bailar
el Requiem de Verdi.
Los hechos se sucedieron vertiginosos. Bianca Gallizia, ex prima ballerina y
directora de la escuela de ballet del San Carlo, fue llamada al día siguiente
para ver al muchachito. Citaron a Augusto, que acudió llevando a su hijo
preventivamente de las orejas, porque estaba seguro de que el chico había
hecho alguna de las suyas. No podía entender que lo que deseaban era que su
Franco tomara clases de ballet. ¡Eso era de finocchi6! Además, Franco
apenas hablaba italiano y si no terminaba la escuela...
Bianca le prometió que el niño recibiría educación adecuada y una beca para
estudiar ballet. Tuvo que explicarle al pobre albañil lo de la beca, y la
directora le aseguró a Augusto que el chico podría llevar algo de dinero a su
casa. Franco miró a su padre con la ilusión y el miedo en los ojos. Augusto
comprendió en ese momento que estaba decidiendo el futuro de su hijo, y
también tuvo miedo. Murmurando en dialecto que necesitaba pensarlo, se
levantó para irse a su casa, cuando la directora lo detuvo:
—Es la oportunidad de demostrar que aquí hay arte de verdad. Franco tiene
condiciones, signor Massarino. Puede llegar a ser el mejor bailarín que haya
5
6
Carita de hada
maricas
27
dado Italia, y será napolitano. Piénselo.
Había tocado el amor propio y el corazón de Augusto. Por un instante
vislumbró lo que podría alcanzar su hijo, si es que además del talento poseía
la perseverancia necesaria.
—No será fácil para él —comentó, acariciando la cabecita crespa.
— Nunca es fácil. Para nadie, signor Massarino.
Era más de lo que Augusto podía creer. Lo habían llamado respetuosamente
signore dos veces. Él no era más que un albañil, pero su hijo podría ser un
auténtico signore. Ése fue el argumento final que ganó su batalla interior. No
le importaba el dinero de esa beca, sino que su hijo tendría la oportunidad de
cambiar de vida. Pensó en Vita y al mirar a Franco, el niño le apretó la mano
diciendo:
—Podremos mandar a mamá a un buen hospital.
Se abrazaron y Augusto dio su consentimiento.
PALERMO, 1952
Antonino Vittorello era una especie de mediador entre sus belicosos
coterráneos. Sin plegarse a ninguna famiglia, respetaba las secretas leyes de
onore, omertà y vendetta7 que regían la vida clandestina de la isla. Quizás
fuera por ello que le famiglie lo respetaban, y más de una vez había sido
consejero en asuntos de importancia. Siempre se había negado a intervenir
en negocios ilegales, rechazándolos con sutil gentileza, pero jamás había
negado ayuda de ninguna clase a los que se la solicitaban. La società sabía
que podía contar con los Vittorello porque eran gente de honor, y lo había
hecho muchas veces. Los Vittorello sabían que podían contar con la società,
pero se guardaban muy bien de pedir favores.
Addolorata era la menor de sus hermanos y única hija de don Antonino
Vittorello. Cuando a los nueve años quiso estudiar danzas clásicas, su
tenacidad convenció a su padre de que quizá la niña tenía verdadera
vocación para el ballet. Así, con la compañía vigilante de mamma
Annunziata, Addolorata concurrió a sus ansiadas clases. Pronto demostró
que no era un capricho infantil: sus profesores aseguraron a Nunzia que la
niña tenía mucho más que condiciones. “Con los maestros adecuados, podrá
llegar muy lejos”, les dijo la profesora del conservatorio de Palermo. El
orgullo materno pudo con las prevenciones de don Antonino y así, Nunzia y
su hijo mayor, Aniello, llevaron a Addolorata a dar una prueba para ingresar
7
honor, silencio, venganza
28
en el ballet del Teatro di San Carlo de Nápoles. Para sorpresa — y secreta
desilusión — de su padre, fue admitida en la escuela del teatro. Nunzia no
cabía en sí de alegría y envió a Nello de regreso a casa con la noticia. Don
Antonino accedió a alquilar una casa en Nápoles para que no tuvieran que
vivir en hoteles y pudieran estar acompañadas por alguno de los hombres de
la familia. Finalmente se instalaron junto con Assunta y Gelsomino
Colosimo, primos de Nunzia. Gelsomino tendría así la oportunidad de
estudiar en el Politécnico de Nápoles además de cuidar a la familia.
El talento de la muchacha no se hizo esperar: luego de debutar el pas—de—
quattre de "El lago de los cisnes", desplazó a bailarinas de mayor antigüedad
para saltar rápidamente al puesto de solista a los dieciséis años. Don
Antonino se convirtió en un vehemente aficionado al ballet y el día que
Addolorata debutó en Palermo sólo le faltó pararse en las escalinatas del
teatro para anunciar que la estrella era nada menos que su hija.
Para Nunzia, el triunfo de su hija significaba mucho más que su satisfecho
orgullo de madre: Addolorata abandonaría Sicilia. Nunzia amaba su tierra
con devoción, pero sabía que una mujer no tendría muchas posibilidades en
una sociedad como aquélla en que vivían. Ella había tenido aspiraciones en
otros tiempos, pero el matrimonio y los hijos la habían amarrado a la familia
y al terruño. “Tú eres de donde son tus hijos”, le había dicho su madre, el día
en que se marchó del pequeño puerto de pescadores para vivir con su marido
en las tierras altas de la isla. Antonino, hijo único de un rico terrateniente, se
había enamorado de la muchacha y contrarió a sus padres con el matrimonio,
por lo que Nunzia se esforzó por devolver aquel amor tratando de reconciliar
a su marido con sus suegros. Su encanto natural y su dulzura lograron que su
adinerada familia política la aceptara, a costa de sacrificar sus deseos
personales. Como buena siciliana, se sometió a la dictadura matriarcal de su
suegra hasta el mismo día de la muerte de ésta.
Finalmente conquistó el lugar que merecía como esposa de un Vittorello.
Pero se juró que, si Dios la bendecía con una hija, ella haría que su destino
fuera diferente.
Dios la había bendecido doblemente, pensaba Nunzia el día en que llegó la
oferta de la Ópera de París para que Addolorata se incorporara al ballet
estable. Era la oportunidad de su vida: si Lola triunfaba en París se le
abrirían las puertas de todos los teatros del mundo. Cuando intentó pintar a
su marido el halagüeño futuro de su hija, Antonino la silenció mientras la
abrazaba, diciéndole: “Ella tendrá la oportunidad que tú no tuviste”. Nunzia
29
lloró de felicidad, y no sólo por su hija: ahora sí estaba segura de que su
marido siempre la había amado.
8
PROVINCIA DE BUENOS AIRES, 1916
La primera imagen que conservaba de su padre era la de sus seis años. Lo
había mandado llamar y su madre lo vistió en silencio y le dijo que fuera con
el capataz, porque el tatita tenía que enseñarle algo.
No había mujeres. Nada más que la peonada, el capataz y él alrededor de su
padre, que estaba arrancándole la piel a rebencazos a un peón estaqueado
frente a ellos.
Desde donde estaba parado, podía ver la cara del tatita. Severa, sin pasión,
sin un gesto más que el entrecejo fruncido. Los rebencazos eran metódicos,
certeros. La peonada estaba en silencio, con la cabeza gacha. Algunos tenían
el sombrero agarrado entre las manos, como cuando se va a un velorio. El
capataz tenía la piel de indio curtida por el viento implacable de la pampa,
oscurecida por el sol impío, lo mismo que los demás hombres. Menos su
padre. Tenía la piel delicada, fina, "europea", aunque esa palabra la aprendió
mucho después. Era bastante más alto que el resto de los hombres de la
estancia, y de muchos otros que conocía, o al menos eso le parecía desde sus
seis años a la altura de la cintura del tatita. Cuando creció, entendió que el
tamaño es también una cuestión de memoria y perspectiva. Llegó a ser alto,
mucho más alto que él. Pero a los seis años, su tatita era el hombre más
grande del mundo.
El mundo que era esa llanura interminable, silenciosa hasta la sordera,
ominosa cuando se ponía el sol y las mujeres de la casa contaban historias de
aparecidos y luz mala. El mundo que no se acababa en el horizonte porque el
tatita le había jurado que sus tierras estaban más allá de donde él podía ver.
¿Cuántos días a caballo?
—Muchos, —sonrió apenas su padre. —Ya va a venir conmigo, mocito. Ya
podrá conocer todo lo que es suyo.
Le había preguntado a su madre y ella le había dicho que el tatita tenía
razón: la estancia era enorme y sus posesiones no se limitaban a ella. Mamá
enumeró propiedades en lugares que desconocía. Si Buenos Aires era un
espejismo lejano, París era una entelequia.
— ¿Qué es París?
Su madre se rió.
30
—Ya lo vamos a llevar, cuando sea más grande. Todavía es muy chiquito. —
Muy gurí, como decían las sirvientas y la cocinera.
No soy tan gurí si me trajeron a ver cosas de hombres, pensó. Se sintió
orgulloso de que su padre compartiera con él esos momentos. Estaba
castigando al peón por algo malo que había hecho. Su padre no castigaba
inútilmente y cuando lo hacía, era ejemplar. Por eso los hombres de la
estancia lo respetaban y le eran fieles. Con los años, aprendió que también le
tenían miedo. 'Patrón', le decían. Él también le tenía un poquito de miedo,
cuando el tatita se enojaba y los ojos azules le relampagueaban y la piel se le
enrojecía. Nunca gritaba: te hablaba entre dientes y te temblaban las piernas.
—Este hombre hizo algo indebido. —Había dejado de azotar al desgraciado
y les hablaba a los demás. — Contrabandeó una mujer a la ranchada y
terminó peleándose a cuchillo con uno de sus compañeros.
El final de la pelea era conocido y habitual: el otro había terminado con un
arroyo de sangre abierto en el vientre.
—Si quieren mujeres, me piden permiso y se van a vivir en rancho aparte.
Las haciendas no se mezclan. A las mujeres no les doy trabajo, salvo que
haga falta en el casco. Al que no le guste, es libre de irse a otra parte.
Era raro: parecía que al tatita las mujeres no le gustaban demasiado. A él sí
le gustaban. El olor dulce del perfume de su madre, que se le convirtió en
recuerdo demasiado pronto, cuando ella se murió de parto, en un baño de
sangre que se la llevó junto con su hermana neonata. El olor a canela y
especias de la negra Dominga, la cocinera. La lejía y el jabón de olor de la
ropa recién lavada eran privativos de Aurora, el ama de llaves española, que
comandaba al enjambre de mujeres silenciosas que se ocupaban del casco
como si fueran un ejército, a excepción de la negra Dominga, que reinaba en
la cocina del casco y de la ranchada. Ninguna invadía el territorio de la otra y
las dos revoloteaban alrededor del patrón, siempre en silencio, en su estudio
lleno de papeles y del olor a libros y cuero, mezclado con el coñac francés
que el tatita tomaba frente al fuego.
Fue frente al fuego y con la copa en la mano que le dijo de su madre y su
hermana. No lloró porque los hombres no lloran, y su tatita lo había hecho
hombre aquella tarde con la peonada.
Tiempo después lo mandó medio pupilo a un colegio de curas del pueblo
cercano. Los años pasaron severos entre hombres silenciosos, devotos de
Dios y del vino de misa. Entre penitencias de rodillas sobre granos de arroz y
comidas silenciosas en el refectorio gris y siempre frío, mientras alguien leía
31
parábolas oscuras.
Pero era un buen alumno, tanto que el tata lo premió y cuando terminó, lo
mandó al Colegio Nacional de Buenos Aires. Lo iba a ver una vez al mes,
los fines de semana. Las vacaciones las pasaba con su padre en la estancia,
aprendiendo a manejar lo que sería suyo.
El colegio era el mejor que podía haber en Buenos Aires, porque se codeaba
con la crema de la sociedad y la política. Hijos de políticos, militares y de la
aristocracia sin títulos del país se mezclaban entre los muros del viejo
convento de San Ignacio.
—Usted es más y mejor que ellos —le decía su padre, sentado frente al
fuego—. Quiero que los conozca desde ahora, así les aprende las mañas.
Algún día, usted va a mandar. Para mandar hay que conocer bien a los que se
manda, saber cuándo se premia y se castiga, y cómo. No hace falta ser milico
para eso. Hay que saber, nada más.
El tatita le enseñó a que no le temblara la mano ante nada ni por nadie. Ni
por lástima. Respeto sí, piedad no. Lo llevó a cazar al “lión” que se estaba
comiendo los corderos. El puma dio pelea, y él sintió el sabor de rematar a
un enemigo fuerte y ágil. El tata lo llevó a cazar ciervos.
—Mírele los ojos: parece que fueran a llorar. Ahora remátelo. Un tiro en la
cabeza. Bien. No hay que hacer sufrir inútilmente.
La primera vez que su padre lo llevó a París, él tenía once años.
—La guerra terminó, no va a haber problemas —le aseguró.
¿La guerra? Al colegio de curas casi no llegaban los diarios.
—La Gran Guerra. A nosotros no nos afectó. Más bien nos trajo buenos
negocios. Nos llaman “el granero del mundo”. Y los granos los vendo yo. Es
lo mismo. Igual que la carne. Que la lana o el quebracho y el tanino. Y si no
son nuestros, tenemos acciones de las compañías inglesas, que es lo mismo.
Comenzó a comprender lo que una vez le había dicho su padre, a los seis
años. El mundo. Podía tener el mundo. Quería tenerlo. Iba a tenerlo.
Su padre lo llevó a ver el original que había servido de modelo para hacer la
casa de Buenos Aires y le presentó a unos amigos. De vuelta en el hotel, el
tata le habló de las amistades influyentes.
—No se equivoque: el influyente soy yo. Ellos son políticos.
En París se enteraron de la victoria electoral. Su padre miró a Marcelo y
ambos se rieron a carcajadas, sentados a una mesa de Maxim's. Qué épocas.
Qué manera de tirar manteca al techo. La belle époque de verdad. Sin
embargo, el tatita era moderado hasta para disfrutar. “Tenés la parquedad de
32
la gente de campo”, le decía Marcelo a su padre. Su padre no lo tuteaba.
Nunca tuteaba a nadie y eso ponía una distancia difícil de cruzar.
“Cuando se pone a la gente a la distancia justa la gente entiende y lo respeta.
A veces, hasta se asusta un poco”, le enseñó y él fue un buen alumno.
Volvieron en el Massilia con Marcelo, que venía a hacerse cargo de la
Presidencia acompañado de su tímida y encantadora esposa — y ex prima
donna de la lírica— , Regina Paccini. A la clase alta argentina le costó
perdonarle al máximo dandy porteño su elección de una chanteuse, como le
decían despectivamente las señoritas casaderas despechadas. La belle époque
ya se había trasladado a Buenos Aires, que había dejado de ser una aldea
grande por querer parecerse a París.
Un día, la estancia le pareció detenida en el tiempo. Las mujeres habían
envejecido junto con las paredes. Su padre también.
—Es hora de que se vaya solo a Europa —le dijo el tata, reconociéndole la
mirada de macho joven—. Cuando Marcelo se vaya, las cosas van a cambiar,
me parece que para peor. No para nosotros, pero sí para los políticos y los
milicos.
—¿Y la gente común? Ahora es diferente. Pueden votar, elegir libremente,
decidir —le preguntó al tatita.
El tata se rió seco.
—La gente común es como las ovejas —rezongó—. Va a donde la llevan
los perros pastores, a mordiscones en las ancas.
—Pero, ¿y los anarquistas?
Su padre se encogió de hombros.
—Socialistas de cafetín. Cantan La Internacional y La Marsellesa como si
con eso alcanzara. No son nada. Dos o tres fusilamientos y se acabó el
anarquismo.
Y de dos o tres fusilamientos se acabó el gobierno democrático, republicano
y federal, y el general Uriburu se sentó en el sillón de Rivadavia, símbolo
obvio del poder. Él ya se había ido, y lo supo por los diarios. Que se siente.
Que se sienten los que quieran.
Europa era una fiesta. Había en el aire ese frenesí por la vida que se daba
cuando la muerte rondaba muy cerca. Como los árboles frutales, que se
enloquecen y dan su fruto más jugoso cuando el desierto viene avanzando.
Como las viñas, que dan las mejores uvas cuanto más la tierra les niega el
agua. Sus ojos ya no tenían el asombro de los once años. Todo le pareció
oropel y joyas falsas. Vio al fénix alemán resurgir de entre las cenizas y a
33
Italia en el intento de reflotar el orgullo romano de los Césares. Hombres que
se morían por el halago de las ovejas. Hombres que asesinaban por un
pedacito de poder. Hombres que iban a mandar a las ovejas a la guerra otra
vez. Él había aprendido de su padre a oler las señales.
El tatita le había enseñado que el poder se maneja mejor desde el silencio de
atrás de la escena. “Cuanta menos gente lo identifique como poderoso,
mejor. Sólo los que necesitan saberlo. Además, el poder huele, igual que el
sexo. La gente puede oler al poderoso, igual que un hombre huele a una
mujer encendida. Lo huele y retrocede, porque el poder encubierto asusta
más que la exhibición grosera. Deje que le tengan miedo. Problema de
ellos”.
Después de que las cosas se tranquilizaron en Buenos Aires, regresó. Quería
volver al campo. Su padre lo esperaba en la estancia. No había ido a recibirlo
al puerto porque estaba cerrando un negocio muy grande con los ingleses. A
él, los ingleses no le gustaban demasiado.
—A mí tampoco, pero es asunto de negocios —había dicho el tata—. En
negocios, no se le mira la facha al otro más que para saber si va a respetar el
contrato o no. Todo lo demás es basura.
El tata había envejecido terriblemente más desde la última vez que lo había
visto.
Lo llamó al estudio y lo hizo sentar en el otro bergère y le ofreció una copa
de coñac. Estuvieron bebiendo en silencio un buen rato, él a la espera de que
su padre se decidiera a hablar.
—Me estoy muriendo —le dijo al fin—. Va a tener que quedarse un tiempo
en la estancia para conocer bien todos los manejos, los negocios, las
operaciones, los Bancos. Tenemos Bancos, ¿sabe? Operamos con mucha
gente importante. Usted se relacionó bien en el colegio y en Europa.
Le sorprendió que su padre supiera lo que había estado haciendo.
—Soy su padre; no nací ayer. ¿Qué esperaba?
9
CAPO CALAVÀ, FINES DE SEPTIEMBRE DE 1996
El vaporetto salió del puerto de Nápoles hacia Ischia, a la que los
napolitanos la llamaban desdeñosos l'isola dei tedeschi8. No aprobaban que
sus compatriotas hubieran vendido sus magníficas propiedades a
pensionados extranjeros en buena posición, que elegían ir a morir a Ischia en
8
"La isla de los alemanes"
34
las termas en medio del Mediterráneo.
Nada de eso empañaba la belleza del paisaje. Apenas comenzaba el otoño y
las enredaderas floridas techaban las callecitas estrechas. Las calles que
subían o bajaban —aunque los turistas insistían en que sólo subían—entre
los acantilados que formaban toda la extensión de la isla. Aun antes de entrar
en puerto, se olía el perfume de los azahares y se oía el griterío de tierra. Al
atracar, una andanada de turistas ansiosos se descargó en la explanada. El
griterío aumentó en proporción ofreciendo taxis, paseos, restaurantes y
mercaderías varias, todas contrabandeadas.
Una pasajera que cargaba una mochila pequeña, esquivó con elegancia a los
voluntariosos que le ofrecían servicios de todo tipo en varios idiomas. Por
fin se dieron por vencidos mientras uno murmuraba:
—Chisti ammerecani ogni juorno cchiù fetenti!9
La mujer se acomodó los lentes oscuros sobre el pelo rubio desteñido, se
colgó la mochila de los hombros, trepó con agilidad la empinada cuesta
hacia el centro de la ciudad con paso elástico y, al llegar al piazzale, giró a la
izquierda para perderse en una callecita atestada de puestos al aire libre. El
gentío era una masa compacta, pero ella no tenía interés en comprar aunque
los comerciantes hicieron su mejor esfuerzo vendedor.
Giró en la segunda esquina a la derecha desde el piazzale y continuó su
ascenso, internándose cada vez más entre los vicoli10. Alcanzó una calle
elevada, alejada del centro atestado. Allí sí se respiraba la brisa marina. Fue
hasta el extremo de la calle, un cul—de—sac escondido que terminaba en un
mirador sobre la costa. Abajo estaban los acantilados; el punto de
observación era magnífico. Dio una ojeada al paisaje y se dirigió hacia una
puerta que desde el otro extremo del callejón pasaba inadvertida. Tomó una
llave de la mochila, abrió y entró. Al instante, todos los olores familiares se
agolparon en su nariz y se dejó llevar por los recuerdos de innumerables
vacaciones durante una infancia feliz y despreocupada.
—Assunta, Gelsomino, so’ arrivata! —gritó alegre, y un hombrecito bajo, de
cabellos totalmente blancos y aspecto de pescador, corrió a su encuentro.
—Bambina! —mientras la abrazaba y la besaba en ambas mejillas—.
Macchè t’aggia fatto na’ cappa11? — El hombre le tiró del pelo.
—Gelsomino! Gelsomino mio! —se rió. —Basta, basta, é ’na parruca!12
¡Estos americanos cada día más desagradables!
Callejuela
11
¿Pero qué te hiciste en la cabeza?
12
¡Basta, es una peluca!
9
10
35
Se quitó la peluca rubia y sacudió la corta melena oscura. Abrazados y entre
risas entraron en la cocina, donde esperaba una mujer anciana y regordeta,
que pacientemente limpiaba unas verduras. De solo verla, saltó gritando de
alegría mientras se secaba las lágrimas con el delantal de cocina.
Era bueno estar con la familia nuevamente. Sentirse en casa con mayúsculas,
segura como en ninguna otra parte del mundo. Ése era “su” lugar, si es que
pertenecía a alguno.
Pasaron el día entre confidencias familiares. Assunta había preparado sus
mejores platos y almorzaron hasta bien entrada la tarde. Alrededor de las
siete, bajaron a la playa, que había quedado vacía. Todavía oscurecía
temprano. Gelsomino cargaba la mochila mientras las dos mujeres iban del
brazo. Se sentaron en la arena a disfrutar del atardecer, charlando animados.
Cuando ya no quedaban paseantes en la playa, Gelsomino extrajo un par de
prismáticos de sus bolsillos para explorar el horizonte. En unos momentos
oscureció. Los tres quedaron en silencio, atentos, hasta que Gelsomino,
luego de inspeccionar el horizonte con los prismáticos, comentó en voz baja:
—Song’ ca’13.
Unos momentos más tarde una vela blanca sobre el perfil del mar creció
conforme una embarcación se acercaba silenciosamente a las costas. Un
punto se desprendió de la embarcación.
La mujer joven abrazó a Gelsomino y a Assunta. Se oía el golpeteo de
remos contra las olas. La mujer se metió al agua hasta las rodillas para
treparse al bote con un solo ocupante.
Remaron juntos hasta el velero de a bordo bajaron una escalerilla de sogas.
Ella trepó con agilidad, seguida del hombre a cargo de los remos. Otro
hombretón de cabellos oscuros y encrespados la abrazó en cubierta. Se
besaron de manera ceremoniosa en ambas mejillas y, todavía abrazados,
bajaron a la cabina.
—Bambina! —gritaron los demás hombres, sentados alrededor de la mesa
del capitán, ya preparada para la cena. Todos la abrazaron y besaron igual
que el que la había recibido en cubierta.
Odette suspiró una vez más. Sí, definitivamente, era bueno estar en familia.
*****
—¿Estás segura de lo que vas a hacer? —comentó Ciruccio con un dejo de
preocupación. Habían navegado toda la noche con buen viento y las costas
13
Están acá
36
de la isla se delineaban nítidas en el horizonte.
Odette apretó los labios. La familia estaba preocupada: no eran contactos a
los que se recurría habitualmente, eso quería decir Ciruccio.
—No tengo muchas salidas —suspiró.
—Está bien —Su primo la tomó por los hombros y le besó la frente. —Sé
cuidadosa. Estaremos ahí, pero el viejo quiere verte a solas.
Horas después amarraron en un muelle privado. Los esperaban con uno de
los autos grandes. Odette pensó que necesitaría ropa adecuada. No había
pensado que don Mario en persona fuera a recibirla y no era cuestión de
ofenderlo vistiendo un conjunto deportivo de porquería.
*****
—Adelante, hija.
A los ochenta y un años, Mario Varza seguía teniendo una figura imponente.
Flanqueado por su hijo y sus tres nietos, en la habitación cargada de muebles
y con cortinados pesados, resultaba ominoso.
Mientras se acercaba al escritorio, Odette sintió los ojos de los hombres más
jóvenes clavados en ella. Salvatore, el hijo mayor y único varón de don
Mario; Mariolino, el mayor de los nietos, y los mellizos Andrea y Rosario.
Todos de riguroso traje oscuro y camisa blanca de las marcas de última
moda, ostentando gruesos anillos de sello.
El rostro de Salvatore era una máscara tallada en piedra; sólo las aletas de la
nariz se movieron con una pesada inspiración. 'Lujuria' debe ser el pecado
capital que mejor lo describe, pensó Odette. El hombre era demasiado
violento, demasiado apasionado como para suceder al viejo. Los mellizos,
demasiado jóvenes: unos mocosos en traje de firma. Mariolino conservaba la
expresión neutra, helada. Muy parecido a su padre, sin el halo de vicio que
envolvía a Salvatore. Es él. El próximo Don Varza. No va a ser fácil para
Salvatore.
— Ascite14 —ordenó don Mario. Salvatore protestó, pero los nietos
obedecieron silenciosamente. Pasaron muy cerca de ella, rodeándola.
—Signora —saludaron con un levísimo movimiento de cabeza que ella
correspondió de la misma manera, sin apartar del viejo la mirada firme.
—Tienes coraje — comentó el viejo con una sonrisa cuando la puerta se
cerró—. Más de un hombre ha temblado ante mi familia.
—No soy hombre —habló por primera vez, sonriéndole.
14
Salgan
37
—No. —Don Mario movió la cabeza en un gesto divertido. —Siéntate y
cuéntame.
No supo durante cuánto tiempo estuvo hablando. Cuando terminó, se sentía
exhausta, desnuda y sola. Había dejado caer todas sus defensas delante de
ese hombre de la edad de su abuelo. Don Mario la miró en silencio,
largamente, y la mirada se le volvió extrañamente nostálgica.
—Es un favor muy grande.
Odette sintió de golpe un nudo en la garganta. ¿Se había equivocado? Tragó
saliva, dispuesta a levantarse aunque le temblaban las piernas.
—Don Mario, La prego, no quise...
—Te ayudaré, Nunziattina.
Nadie la había llamado Nunziattina en años, y los recuerdos le llenaron los
ojos de lágrimas. Su abuelo y sus tíos la llamaban así cuando era chica, por
su parecido con su adorada nonna Nunzia.
—Se lo debo a tu abuela.
Lo miró entre sorprendida y curiosa. La voz del viejo de pronto se cascó.
—¿Sabes? Yo... pretendía a tu abuela. Pero ella eligió a Antonino. Fue una
buena elección, aunque en aquel momento me volví loco de celos. O de
orgullo herido, quién sabe. Hubiera hecho cualquier cosa, cualquier cosa
para tenerla, —Suspiró. —Era una mujer de coraje. No cualquier muchacha
de la isla hubiera rechazado a un Varza. Y tú te le pareces tanto... Tienes el
mismo fuego en los ojos...
Odette bajó la mirada, confusa. La conversación tomaba un giro inesperado.
—¿Crees que no me di cuenta de cómo te miraban mi hijo y mis nietos? Soy
viejo, pero hombre. Caminas como ella, miras con la misma intensidad. Si
yo no hubiera estado aquí, Salvatore y los muchachos estarían peleando
como cabras montesas... por ti.
—No soy hermosa como para eso, don Mario.
—¡ Bah! Mi nuera es hermosa, la esposa de Mariolino es hermosa. Bellezas
huecas, frías. Tú tienes el fuego de esta tierra aquí, —se tocó el pecho, — y
aquí —señalando las entrañas—. Tu abuela hizo lo imposible por sacar a
Addolorata de Sicilia, para que tuviera otra vida, distinta de la que ella
conoció. Pero la sangre no se niega. Tú perteneces a esta tierra tanto como
yo.
Odette se sonrojó sin poder evitarlo. Don Mario continuó:
—Esos ojos queman. Ese cuerpo provoca con sólo caminar. Eso tenía
Nunzia. Cuando subía al mercado con su madre, la gente se detenía y les
38
cedía el paso. Los hombres se quedaban mudos de deseo y se habrían
acuchillado entre ellos si alguno hubiera osado faltarle el respeto. Cuando se
casó con tu abuelo, enloquecí. Podría haber arrasado la isla para tenerla, y
ella me habría apuñalado en nuestra noche de bodas. Amaba a Antonino.
Siempre lo amó. Con el tiempo lo entendí y la respeté por ello y ella... me
perdonó. Tú eres como ella.
Retiró el sillón lentamente hacia atrás para levantarse. Rodeó el escritorio
enorme de caoba, caminando con una leve renquera. Acarició el cabello de
Odette con dulzura.
—Podrías haber sido mi nieta. Quizás hubieras sufrido menos.
Odette se puso de pie, todavía sin poder hablar.
—No te preocupes, Nunziattina. Mi ayuda no te traerá problemas. No podrán
relacionarte con nosotros. Buscaremos los contactos que necesitas. Tengo
algunos buenos amigos que estarán muy interesados en colaborar para
terminar con este asunto. En cuanto a lo otro... déjalo por nuestra cuenta.
Encontraremos la forma de avisarte qué estamos haciendo.
—Don Mario, no tiene que hacer nada.
—Esos stronzi15 no merecen seguir vivos. Los encontraremos y les
enseñaremos buenos modales. —Se besaron ceremoniosamente en ambas
mejillas y el viejo la abrazó contra su pecho. —Vete rápido. No quiero que
mi hijo te persiga por toda la isla. Aunque si yo tuviera veinte años menos,
no te dejaba salir de aquí.
Afuera esperaban Salvatore y Mariolino, junto a Ciruccio y Renzo, que la
habían acompañado. Don Mario la acompañó hasta la puerta llevándola del
brazo. Volvieron a besarse, esta vez delante de todos. Salvatore le tomó la
mano para besársela sin desviarle la mirada sombría. Mariolino le tomó
también la mano, pero con el gesto correcto, sin tocarla con los labios,
mientras murmuraba:
—Signora.
Ella aceptó los saludos con gesto. Sus primos se dieron la mano y se besaron
con los Varza y finalmente se marcharon.
—Andrea Varza anda detrás de Antonietta —comentó Renzo mientras
regresaban al amarradero.
La hija menor de Vincenzo, el menor de los hermanos de mamá y el más
parecido a Lola. En la familia todos decían que el parecido entre Tonina y
Odette no era sólo físico: la mocosa tenía un genio explosivo.
15
Hijos de puta. Lit: soretes
39
— E be': si a Tonina no le gusta Andrea, que ese Varza se cuide —respondió
secamente Ciruccio, ocupado en conducir a toda velocidad por el espantoso
camino de montaña.
10
BUENOS AIRES, 1931
Su padre se murió de cáncer, en silencio, sin una sola queja. Lo enterró en la
misma estancia, detrás de la capilla, junto a la tumba de su madre y su
hermana. No lloró, porque los hombres no lloran. A su padre no le hubiera
gustado. La peonada lloró, silenciosa. Las mujeres no; se dieron el gusto de
desgañitarse por el patrón.
Se quedó en la estancia revisando papeles, aprendiendo todos los días algo
más sobre todo lo que tenía entre las manos. Era monstruoso. Increíble de
tan grande. Increíble lo corrupta que podía llegar a ser alguna gente que se
encaramaba en las ancas del poder.
“Usted no se corrompa con porquerías —le había dicho su padre, que se
había negado a que le dieran la morfina que lo dejaría morirse sin sufrir—.
No tome basura por estar a la moda. Que los mequetrefes y los petimetres se
inyecten lo que quieran. Nosotros se la vendemos. Pero donde se come... ya
sabe”.
Le hizo caso y se volvió espartano como el tatita. Buscó una mujer adecuada
a la vida dura de la estancia. Martita fue una buena esposa. Le dio cuatro
hijas, ningún varón. Se murió tan calladamente como había vivido. Se sintió
en paz en ese aspecto. No era hombre de muchas mujeres.
En Europa ya se estaba cocinando la guerra. Por lo que sabía, más dura que
la anterior. La Gran Guerra había sido la última de caballeros, y la que se
venía sería la primera de crápulas. Problema de ellos. A veces viene bien
estar en el culo del mundo, en el otro extremo del planisferio. Les vino muy
bien a sus nuevos y particulares aliados.
Una noche recibió un telegrama. Lo necesitaban. Había que sacar a muchos
nombres importantes de Alemania, antes de que los aliados los alcanzaran.
“Eso cuesta”, respondió escuetamente. El telegrama siguiente trajo nada más
que un número, el de una cuenta bancaria en Suiza. La respuesta fue el
nombre de un barco cerealero que anclaría en un puerto seguro. Esperaría
dos días y volvería a Buenos Aires. El barco fue y vino muchas veces.
Los fondos a la cuenta, también. Y las influencias. Y la información. Todo
conocimiento es materia negociable. Esa ciencia nueva que estaban
40
desarrollando. Los estadounidenses se habían repartido con los rusos a los
científicos italianos y alemanes que la habían formulado. Los
estadounidenses habían atacado primero y la guerra había terminado. Un
negocio un poco peligroso. Habría que estudiarlo. Pero los desarrollos de
armas más sofisticadas, aviones más veloces, submarinos más resistentes...
El cuerno de la abundancia de la industria pesada. Diversificar. Tanto en
productos como en ubicaciones. No concentrar más que el poder.
Los nombres que llegaron en el barco cerealero eran peligrosos. Ninguno se
quedó en Buenos Aires mucho tiempo. Ayudar, sí. Hacer estupideces, no. Se
dispersaron por el Chaco paraguayo, el Impenetrable argentino, la selva
boliviana y brasileña. Con el tiempo, todos esos sitios se llenarían de
gringuitos rubiotes y de ojos azules como el cielo, que chapurreaban un argot
incomprensible, mezcla de alemán, guaraní y portugués. A los nombres les
gustaban los harenes de hembras paraguayas, hermosas y bien dispuestas; en
Asunción hay muy poco que hacer a la hora implacable de la siesta. Lo
mismo del otro lado de las fronteras difusas de una Sudamérica que no
terminaba de definirse a sí misma a la hora de los límites.
Uno solo se quedó, el que se enamoró de su hija mayor, que ya pintaba para
soltera. Las otras ya se habían casado con milicos y con tipos de la sociedad
patriarcal que las veían como una espléndida relación con el poder. Todas
parieron hembras.
Dora se enamoró como una vaca estúpida del alemán, y él, que casi podría
haber sido su padre, la correspondió con el mismo amor inmune a la crítica.
Y tan enamorados estaban que lo sorprendieron. Puso condiciones. El
nombre que llevaba él era inadmisible públicamente. Tendría que aceptar
cambiarlo. Podrían arreglar eso sin problemas. Con Europa devastada, no
había fuentes de información confiables. Se fraguaría toda la documentación
y pasaría a ser español, de Galicia. Los celtas y los germanos tienen
características físicas similares. Lo dejó elegir un nombre de la guía.
Segundo: el acento tendría que borrársele de las palabras. Se solucionó con
un instructor de idiomas severo hasta el castigo.
Tercero, pero no se lo dijo a los tórtolos: Quiero un nieto varón. Se mordió y
esperó sin demasiada esperanza.
Dora, la vaca boba de Dora, y su alemán devenido gallego y en el límite de
la madurez, le dieron el varón que había esperado durante veinticinco años.
Comenzó a sentir una especie de aprecio por la hija que se había quedado en
la estancia con él de puro soltera y por ese marido extraño que se había
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conseguido.
En secreto admitía que el mocoso le sacaba los pantalones, metafóricamente
hablando. Era un ángel, como lo había soñado cada vez que cumplía sus
deberes maritales con Martita. Y los ojos azules del gurí eran iguales a los de
él. Como l’agua, decía la peonada. Todos, incluso las mujeres viejas de la
estancia, decían que el mocoso se parecía más al abuelo que al padre, y eso
lo llenaba de tanto orgullo como si él mismo lo hubiera engendrado.
Marta, si vivieras para ver este nieto. Lo habríamos disfrutado. Se encontró
con el recuerdo lejano y polvoriento de su mujer, recuerdo que había
enterrado con ella en el mismo día y en la misma tumba. Había sido una
buena compañera: callada, sumisa, siempre a la espera de sus palabras. Te
quise. Me parece que te quise. Debe de ser este mocoso que me ablanda.
11
PARÍS, 1957
Los aplausos atronaron el teatro durante una eternidad, mientras los
bailarines flotaban en ese Nirvana que ocurre después de un enorme esfuerzo
físico y mental. Al agotamiento lo seguía siempre esa maravillosa e
indescriptible sensación postorgásmica que provoca la aprobación rugiente
del público. Esa noche además, aplaudían por partida doble: el Cisne de
Kiev, la gran Alina Pawlowska, se retiraba de la danza. Tomada de la mano
de sus partenaires, saludaba bajo una lluvia de flores que ya cubría el
proscenio por completo, aunque ella no pudiera verlo por las lágrimas.
Había bailado "El lago de los cisnes" no sólo con los pies sino con la vida
puesta en cada paso. Su Odette había sido sublime y había arrancado
lágrimas y vítores por igual.
Si supieran que yo también acabo de morir. Tragó saliva para ahogar el nudo
que tenía en la garganta. “¡Arriba la cabeza, muchacha! ¡El cuello siempre
erguido, el talle como una vara! ¡Con gracia, con gracia!” Las instrucciones
de su maestro de baile le resonaban como una cantilena y le servían para
alejar otros pensamientos. Era su sonsonete privado cuando necesitaba
concentrarse: “¡Arriba la cabeza! ¡Majestuosa!”.
Eso, majestuosa. Y majestuosa debería ser su salida de la escena y de la vida.
De la vida de Franco Massarino. Visino di Fata lo había llevado de la mano
por los caminos del ballet hasta la fama y el éxito, y él había retribuido con
devoción absoluta su dedicación.
Demasiada devoción. No puedes seguir aquí, ragazzino mio. Nuestros
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caminos deben separarse.
Hacía apenas unas semanas que Franco había entrado en su camarín para
hacerle la proposición más increíble que había recibido en su vida.
—¡Visino di Fata, cásate conmigo! —le dijo con la ilusión bailándole en la
cara.
Alina se volvió hacia el espejo para no mirarlo a los ojos, cerró los suyos,
tomó coraje y con toda la ironía y el desprecio de que fue capaz, respondió:
—No estás hablando en serio, querido, ¿sí?
—Alina, por favor, nunca hablé más seriamente que ahora...
—¡Fuera de aquí! ¡Cómo te atreves!
—Alina, te amo... —y un sollozo lo dejó sin palabras.
Estuvo a punto de dejarse conmover. Hubiera sido tan fácil ceder y dejarse
amar... ¿por cuánto tiempo? ¿Un año? ¿Dos? ¿Cuántos? ¿Y después, qué?
Alguna más joven y hermosa la reemplazaría y ella se moriría de dolor. No,
era mejor morir ahora, antes de haber probado aquel cuerpo fuerte y dulce,
aquel aliento que había adivinado, aquellos brazos que la habían sostenido en
el escenario y que se ofrecían a sostenerla en la cama. Él amaba a la estrella,
a la imagen que tenía de su Visino di Fata. Ella lo sabía porque ya había
pasado por la misma experiencia, hacía tanto, en Kiev. Pero Rudolph no le
había destrozado el corazón rechazándola. Había tomado la fruta jugosa que
se le ofrecía y, a su extraña manera, la había amado. Sí, alguna vez, fue
realmente feliz.
Cuando Franco salió del camarín deshecho de dolor, Alexander se asomó de
entre los cortinados con una sola frase:
—¿Por qué?
Se abrazó a su hermano para llorar en silencio. Porque lo amo demasiado,
Sasha, pero no puedo decírselo. Porque lo que esperé toda mi vida llega
tarde. Lloró como cuando sus padres huyeron con ella en brazos ante el
avance imparable de Lenin y la Revolución. Lloró como no había llorado
desde los campos de concentración alemanes. Lloró como el día en que
decidió desertar para salvar a Alexander de la persecución implacable del
Partido, que no aceptaba a los disidentes homosexuales. Tantas pérdidas, y
ahora, la más dura de aceptar.
—Madame —dijo el médico pausadamente mientras la auscultaba—, creo
que... eh... sería mejor realizar unos estudios un poco más... eh... profundos.
Su condición actual no me parece... eh... totalmente adjudicable al
agotamiento físico. Vístase, por favor.
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Los estudios habían confirmado lo que el médico sospechaba y no se había
atrevido a decirle desde un principio: una disfunción valvular cardíaca
congénita (¡Dios, cuánto palabrerío científico para decirte que vas a morirte
antes de lo que creías), no solucionable mediante medicación adecuada y
cuya resolución quirúrgica entrañaba ciertos riesgos (¡Basta, basta! Va a
matarme de aburrimiento) aunque él personalmente recomendaba el
intento...
—Gracias, doctor. ¿La cirugía es absolutamente inevitable? Quiero decir,
¿qué ocurrirá si no...?
—Si no se opera, Madame, bien... eh... por lo pronto, deberá abandonar toda
actividad física fatigosa.
—Mi actividad es fatigosa, doctor —restalló Alina con acidez.
—Lo sé, Madame. Lo que estoy tratando de decirle es...
—Es que si quiero vivir un tiempo más, debo abandonar el ballet, ¿verdad?
Olvidarme de la escuela de danza y del teatro y vivir lo que me quede por
vivir en un sillón de ruedas.
—Madame, la cirugía puede ayudarla muchísimo en esto.
—¿Podré volver a bailar? ¿O dirigir la escuela de ballet?
—Eso no puedo garantizarlo. Todo depende de cómo reaccione su
organismo.
—¿Cuánto tiempo viviré si no me opero?
—No lo sé, Madame. No lo sé, —el médico bajó los ojos, entre derrotado y
avergonzado.
Para ser una condenada a muerte, me siento bastante bien, pensó Alina de
regreso a su casa. Y en definitiva, ¿no estamos todos condenados? ¿No
hemos de morir algún día? ¿Y quién te dijo cuándo se ejecutará la
sentencia?
—Entonces vivamos, Alina —había gritado Alexander al enterarse del
diagnóstico— ¡Vive, ama a Franco, cásate con él, ¡sé feliz!
—No, mi Sasha. No me casaré. Tendré que ser feliz de otra forma.
La felicidad tiene caminos extraños, se decía Alina mientras repasaba la
coreografía con el régisseur. "El lago de los cisnes" era más que adecuado
para su despedida. ¿No era ella el Cisne de Kiev? Rudolph la había llamado
así, y a ella le había gustado. Entonces, estaba decidido. Pero sabía que no
podría bailar la obra completa. Necesitaban encontrar una Odile: el Cisne
Negro. Qué significativo, pensaba Alina, que el Cisne Negro fuera la
sentencia de muerte de Odette.
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El régisseur le habló entonces de la nueva bailarina: era muy adecuada para
el papel. Alina lo supo apenas la vio bailar. Sí, esta vez el Cisne Negro no
sólo derrotaría al Cisne Blanco: haría que los que la amaban la olvidaran.
“Es magnífica”, comentó ella. “No tiene tu majestad”, insistió el régisseur.
No; tiene la fuerza, el brío, la insolencia de la juventud, la vida. Franco mío,
espero que te agrade mi elección: serán una pareja magnífica.
Un año después, en el mismo escenario de la Ópera de París, luego de haber
bailado un "Corsario" inolvidable, Franco Massarino y Addolorata “Lola”
Vittorello, étoiles de la Ópera—Garnier, anunciaron su boda entre los
aplausos y lágrimas del público.
PARÍS, 1962
Franco abrazó a su mujer y la cubrió de besos.
—Una bambina, amore mio!
Después de tantos varones en la familia, una preciosa niñita para su preciosa
Lola. No podía dejar de contarle los deditos de los pies ni evitar emocionarse
al verla en el pecho de su madre. Hasta el pequeño Auguste, un poco
desconcertado por el revuelo, se había acercado de la mano de nonna Nunzia
a la ventana de la nursery para conocer a su diminuta hermana. El bautizo
sería ocasión para una fiesta grandiosa, casi tanto como lo había sido el de
Auguste.
—No pensamos en el nombre, — susurró Lola cuando las visitas se fueron.
Franco se quedó en silencio y con la mirada perdida en quién sabe qué
recuerdos.
—Me gustaría llamarla Odette.
—Pensé que querrías ponerle el nombre de tu madre.
Franco negó con la cabeza. Vita le había pedido expresamente que no
llamara a ninguno de sus hijos con su nombre, y él quería respetar ese último
deseo. Alcanzaste a verme debutar, mamá. Al menos bailé para ti una vez.
Intentó pasarse la mano por la cara para detener las lágrimas pero Lola se la
retuvo entre las de ella.
—Es bueno llorar.
—Pero es tan triste y hoy...
El cáncer pulmonar se había llevado a Vita una semana después del debut de
Franco como primer bailarín del San Carlo. Habían pagado fortunas por la
morfina que había hecho que la pobrecita no sufriera los dolores atroces del
final.
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—¿Cómo la llamaremos? —insistió Lola para desviar su atención.
—¿Annunziata, como tu madre?
—No, basta de abuelos.
Don Antonino había insistido en ello al nacer Auguste: "Será ciudadano
francés; entonces, que tenga nombre francés”. Y aunque llevaría los nombres
de sus dos abuelos porque Lola se había encaprichado con la tradición
italiana, deberían escribirse en francés.
Lola estaba dejando a la niña en la cuna cuando oyó a Franco decir:
—La llamaremos Odette. Nuestro pequeño cisne.
El silencio duró unos segundos; luego ella comentó suavemente:
—La amaste mucho, ¿verdad?
Franco la abrazó con fuerza, la besó y, mirándola a los ojos, respondió:
—A ella la amé como un niño. A ti te amo como un hombre.
Y era la absoluta verdad.
*****
Odette no resultó ser el "pequeño cisne" que sus padres esperaban. No para
la danza. Después de ocho años en la escuela de ballet, el maestro de danza
llamó a ambos padres para decirles que, aunque buena alumna, era algo
indisciplinada y él recomendaba algo un poco más enérgico. Por otra parte,
su contextura física no se adaptaría bien.
—Tiene la altura y el peso correctos, pero... Quiero decir… El desarrollo de
la joven...
—Lo que M. Bertrand quiere decir, mamá, es que los cisnes no tienen tetas
—, disparó la mocosa. El maestro de danza enrojeció, palideció y asintió, y
Lola se rindió ante la evidencia: Odette tenía silueta de sirena, no de sílfide.
En eso, su hija se parecía más a nonna Nunzia que a ella.
—Bien — filosofó Franco—, no seremos una familia de bailarines.
Odette estaba feliz de abandonar la escuela de ballet más terrible del mundo,
aunque desilusionar a sus padres era lo último que deseaba en la vida. Lola
la abrazó diciendo que lo que su hija eligiera estaría bien para ella, y lo decía
con el corazón. Así que el "ex—cisne", como la llamaba su hermano mayor,
dedicó sus esfuerzos al noble arte de la esgrima. Pronto el maestro italiano
tuvo más de un motivo para enorgullecerse. Odette insistía en que le
enseñara a esgrimir el sable o por lo menos la espada, pero tuvo que
conformarse con el florete.
—¡La espada no es un arma femenina, signorina Massarino! Las damas sólo
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esgrimen florete.
—Yo no quiero ser una dama —insistió testaruda, pero el “no” fue
definitivo.
¿Así que ni sable ni espada? Entonces, sólo con contrincantes masculinos.
No hubiera hecho falta aclararlo: ni una sola compañera del club se atrevía
con el Cisne.Un hermano mayor maledicente aseguraba que disfrutaba
asustando a las chicas en la pedana.
Para satisfacción de Franco, continuó con sus estudios de canto. Llevaba la
ópera en la sangre y si hubiera tenido los agudos requeridos, quizás hubiera
sido cantante lírica. Pero las contralto nunca son prime donne, así que
desistió de ingresar al coro del teatro. De todos modos, nonno Augusto
cantaba canzonette a dúo con su bambina.
Después llegó la esgrima de bastón. Esta vez Lola sí protestó, pero Odette
insistió en que era muy elegante.
— ¡Seguro! Le dará de bastonazos a sus pretendientes “elegantemente” —,
dijo Auguste, muerto de risa, y a continuación experimentó en carne propia
un curso acelerado de la disciplina deportiva que acababa de criticar.
—Bueno, tiene carácter —comentó Franco, tratando de contener las
carcajadas mientras Lola abrazaba a los beligerantes que se amenazaban con
la mirada.
12
BUENOS AIRES, 1960
El mocoso era ruidoso, por decirlo con suavidad. No había heredado el
carácter de Dora, quién sabe si el de su padre. Pero su yerno era un hombre
de una disciplina por lo menos tan férrea como la suya. Militar hasta la
médula, el tipo de milico que él admiraba: el que cumple órdenes sin
discutir, el que va primero al frente, aquel para quien el honor es lo primero
que se gana y lo último que se pierde. Prusiano. De los que ya no quedan en
ninguna parte.
Qué se le va a hacer si los superiores le ordenaron que hiciera lo que hizo.
Cumplía órdenes. Y cumplió. El mandato era expurgar la raza de las taras.
Mejorar la sociedad para un futuro donde sólo dominarían los superiores. Ya
lo habían hecho los griegos en el monte Taigeto. ¿O no había hablado
Darwin de la supervivencia y la supremacía del mejor y del más fuerte?
En lo personal, prefería expurgar la sociedad de otras lacras. Las raciales le
importaban bien poco. Después de todo, la mayor parte de la población del
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país desciende de los barcos. Hasta la peonada había cambiado. Ahora, eran
en su mayoría chilotes, bolivianos o paraguayos sin trabajo. Algún changuito
jujeño o salteño.
El gobierno anterior había sido favorable al Eje. Inclusive tomó los modelos
fascistas y los adaptó en su propio beneficio, con resultados espectaculares:
movilizó a la gente del pueblo de una forma que ni siquiera recordaba haber
visto en el gobierno de Yrigoyen. Las ovejas estaban contentas. Baa, baa.
Perón era un mago de la política y del manejo de masas. Impresionante. Casi
parecemos hermanos, —pensó sonriendo.— Sólo que a mí el halago del
público no me gusta ni me preocupa. Se había metido en el bolsillo a sus
compañeros milicos, a los politicastros, a la gente común, con planes de
gobierno que tenían más de treinta años de antigüedad y que él presentaba
como la revolución social argentina. Un maestro. Un Maquiavelo criollo. Su
único problema era que le gustaba demasiado figurar. A la larga, eso es
malo. Y la mujer no era la Pacini. Regina había sido prima donna y había
renunciado a todo por amor. Inclusive perdonó los desplantes groseros de las
damas porteñas y fue para su marido refugio y consuelo cuando se acabaron
el esplendor y la plata.
Ésta no había sido nada, y ahora era todo. La habían despreciado y ahora la
odiaban, y ella se daba el lujo de devolverles el odio y el desprecio. Llegó a
sentir una cierta admiración por ella, mezclada con lástima. Él le había
entrevisto esa desesperación que traen las enfermedades mortales. Las ovejas
la habían canonizado en vida. La oligarquía la hubiera quemado viva en la
plaza de Mayo. Los milicos querían comérsela viva porque era el
instrumento de la derrota del ejército a manos de las ovejas.
Él sabía lo que le pasaba: el poder. La estaba consumiendo porque ella no
estaba hecha para el poder. El marido la manejaba con maestría. Era su
mejor herramienta política. Pobrecita. Hasta después de muerta, el Partido la
esgrimió como bandera y tapadera de las más bajas ambiciones. Malo. Muy
malo.
Y tan malo fue que en el ’55 bombardearon la plaza y los viejos conocidos
se sentaron otra vez en el sillón. No lo sorprendieron. Nunca lo sorprendían
esas oscilaciones violentas de su país. La historia lo tenía acostumbrado.
Seguían buscando a un caudillo, al padre que los había dejado guachos en
algún momento de la colonización cruel.
Alguien le ofreció el puesto y se negó, como siempre. Mejor así, porque
estos milicos no son los de antes. Se habían vuelto ansiosos, buitres
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peleándose por carroña. Mucho tiempo sin hacer nada, sin enemigo real, y
empiezan a dibujarse enemigos imaginarios entre ellos.
Se despedazaron en gobiernos de facto y seudoelecciones que terminaban
con el presidente de turno arrasado por un nuevo gobierno de facto. Las
botas, las charreteras y las jinetas iban y venían. El poder seguía estando en
el mismo lugar de siempre.
Y así se lo explicó al nieto, a su heredero. Quería enseñarle como su tatita le
había enseñado a él. No con los rebencazos en el lomo de algún desgraciado,
porque las épocas habían cambiado, pero sí con el mismo rigor y severidad,
para que se le fuera templando el carácter en la moderación. No se puede
manejar tanto poder si no se tiene moderación.
El mocoso era demasiado indisciplinado. Culpa de la madre, que lo
malcriaba hasta el hartazgo. Hijo único varón, único sobrino y primo bonito
y seductor entre miríadas de tías, primas y amigas levantiscas, era la
atracción social de cada fiesta de cumpleaños.
— Lo están arruinando —le dijo a su yerno—. Mucho mujerío
revoloteándole alrededor. Tendría que ocuparse usted en persona de
enderezarlo un poco.
El yerno escuchó y obedeció y se encargó de impartirle educación prusiana
al crío. Se excedió en el celo y lo metió en el Liceo Militar. No le gustó
mucho, pero era el padre. Todos, incluso él, creyeron que eso lo cambiaría.
El tiempo demostraría si habían acertado.
*****
Un mes después del nacimiento de su nieto, Elías Ortiz, el capataz, le pidió
permiso para conversar con él. Lo recibió en su estudio de la casa grande,
con el fuego encendido en el hogar de mármol italiano que su tatita había
hecho traer de una villa en las afueras de Perugia, que había comprado en
uno de sus viajes. El hombre estaba serenamente impresionado por el lugar.
Claro, el escritorio monumental imponía respeto. Los bergères delante del
fuego se prestaban a confidencias que el capataz nunca podría oír. La
biblioteca severa y oscura tenía libros que él nunca sabría qué decían.
No era su intención asustar al capataz, porque era un hombre de valía y
confianza, sólo que no tenía otro lugar donde recibirlo y hablar tranquilos y
sin interrupciones. Ni las hijas se atrevían a entrar cuando el tatita cerraba la
puerta.
Lo hizo sentar del otro lado del escritorio, en el sillón de las visitas, mullido
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y forrado en cuero finísimo. El capataz se sentía incómodo por tanto cuero
delicado y tanta alfombra. Era un hombre de campo, duro y seco como la
tierra del monte.
—Lo escucho, Ortiz.
—Patrón, se me murió la Rosalía.
Ya sabía, y Ortiz sabía que él sabía, pero de alguna manera hay que empezar
a hablar. La mujer se le había muerto de un derrame cerebral. Una
aneurisma, dijo el médico del pueblo; demasiado tarde para hacer otra cosa
que el certificado de defunción. Se cayó muerta delante de la cuna, antes de
levantar al crío para amamantarlo. Se dieron cuenta de que pasaba algo por
el llanto desaforado e interminable.
—Yo no tengo a nadie, patrón. Usted ya sabe.
Le ofreció criar al mocoso en el casco. Ortiz se lo merecía. Tendría la misma
ama de leche que su nieto, porque a Dora se le había cortado.
—Patrón... —Al capataz se le iba la voz. —Yo... tenía pensado algo más
para este hijo. Yo... junté la plata, ya sabe, no me gusta tirarla por ahí en
pavadas... Quería que tuviera educación. —Intentó hablar y Ortiz lo atajó. —
Yo le agradezco lo que usted hizo por mí todos estos años, lo que va a hacer
por él, pero... quiero algo mejor para él que...
—Que la estancia...
—No, que la estancia no. Que la vida acá, sin conocer más que el horizonte
muerto de la pampa. Sin haber visto alguna vez el mar. Otras tierras. Otra
gente. Si después quiere venirse para acá, que venga. Yo estoy orgulloso de
lo que soy. Pero los tiempos son diferentes. Yo había soñado algo para él.
—Cuénteme... —Se arrellanó en el sillón, extrañamente conmovido por ese
hombre mitad indio, mitad mestizo que tenía aspiraciones de volar más alto
que el cóndor. Lo conmovió verle los ojos color café, casi negros, llenos de
ilusión contenida.
Ortiz le contó su sueño y él le dijo que sí.
—Gracias, patrón.
*****
Su nieto estaba decidido a no hacerle la vida fácil al “criadito”, como le
decían cariñosamente y sin desprecio las mujeres de la casa.
Él había intentado explicarle.
—"Criado" no quiere decir "sirviente: es su hermano de leche. Háganse
amigos, crezcan juntos. Si es usted el que va a mandar acá algún día, ¿cuál es
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el problema?
No había caso. Los mocosos se hacían la vida imposible mutuamente y su
nieto era el provocador, a sabiendas de que nadie lo reprendería, salvo su
abuelo.
—¿Me puede decir por qué no le gusta?
—Porque es un guacho de mierda... —respondió contestón el mocoso, y él le
atizó un sopapo en la boca que le hizo sangrar el labio.
—Para que aprenda, guacho es uno que no tiene padre, y José tiene padre y
madre, igual que usted. Y no me diga malas palabras.
—¡Vos porque lo preferís a ese negro! —gritó ofendido y rabioso el crío, y
salió corriendo.
Habrá que enderezarle el temperamento a este gurí. Vamos a tener que
hablar mucho, el padre y yo. Esto no me está gustando. Vio a José, parado
en la puerta de la cocina, callado como siempre, los ojos negros muy
abiertos, mirarlo con un amor y una devoción que nunca nadie le había
dedicado. Ni siquiera sus hijas.
—Tatita...
—Camine a tomar la leche.
13
BUENOS AIRES, 1972
—Dale, viejo, contame. Dale.
—¿Que querés que te cuente?
—La verdad.
Su padre se quedó mirándolo fijo, sin expresión. Lo había despertado en
medio del sopor de la siesta para preguntarle, porque no aguantaba más la
curiosidad. Venía vigilándolo desde hacía rato, desde la primera vez que lo
oyó hablar en sueños.
Su madre le había contado que su padre era español, que había venido de
muy chico y que sus abuelos paternos habían muerto hacía mucho. Pero
había algo en él que no lo convencía. Buscó en la caja de madera donde Dora
guardaba los papeles de la familia y encontró la partida de nacimiento y la
legalización del consulado. Las actas de defunción de unos abuelos que no
conoció. Qué raro. Parece que me lo hubieran puesto adrede.
Cuando observaba caminar a su padre por el campo, porque era el capataz
desde que Ortiz se había muerto de un ataque al corazón, sentía en las
entrañas que había algo más detrás de ese porte que hacía derretir por igual a
51
las chinitas y a las nenas bien de sus primas. La forma en que se paraba, muy
derecho, la cabeza erguida. Cómo se ponía el rebenque debajo del sobaco, o
se azotaba descuidado las botas. Eso no era de gallegos. No de los gallegos
que conocía. Un día, ya en el Colegio Militar, vio a un tira de los de verdad,
con charreteras y soles, que hacía lo mismo: se fustigaba indolentemente las
botas de montar, lustrosas como cucarachas. Las botas que los cadetes de
primer año limpiaban con esmero digno de sirvienta.
Milico. Mi viejo también es milico. ¿Por qué no me lo dijo? Y ese verano,
aprovechando que su madre estaba en Punta del Este con las hermanas
menores y las sobrinas, se dedicó a espiar a su padre, y lo pescó de la forma
más increíble: hablando en sueños. Una lengua dura, en la que todo sonaba
como órdenes. Lo había oído tantas veces que tenía que ser verdad. Y
además estaba lo que pasaba de noche, con su madre.
La primera vez, él tenía seis años y se asustó, pero no se lo contó a nadie. Se
metió en la cama a llorar de miedo. ¿Y si papá venía y le hacía lo mismo, por
espiar? Durante varios días se despertó en medio de la noche, asustado, y la
Felisa tenía que meterse en la cama con él para que se durmiera, abrazado al
cogote de la negra como una garrapata rubia.
Pero la curiosidad lo estaba matando, así que volvió a espiar. No una vez;
muchas. Un día se dio cuenta de que ya era grande, porque la Felisa estaba
en la cama con él para hacerlo dormir y le sacudió un chirlo. “Mocoso de
porquería, te voy a enseñar a hacerme chanchadas”, le dijo. Nunca más
consiguió que la negra lo hiciera dormir. Tenía casi diez años. A los once,
las hijas de los puesteros de la estancia se ponían coloradas cuando lo
miraban pasar, junto a su padre, recorriendo el campo a caballo. No en
tractor, o en camioneta. A caballo. A su padre le gustaba más, y a él también.
Disfrutaba de azotar al zaino brioso que le había regalado el abuelo para su
último cumpleaños, sentirle el lomo transpirado debajo de las bombachas
cuando montaba en pelo, el viento zumbándole en los oídos. Se dio cuenta
de que le gustaba que las chinitas se sonrojaran con él lo mismo que con su
padre. A los doce, una paraguaya que hacía poco trabajaba en la casa de
Buenos Aire, dulce, perfumada y caliente como las siestas en Asunción, le
enseñó a conocer a una mujer. Alcira era llena, de ojos grandes y oscuros, y
un pelo largo que lo acariciaba cuando ella se lo montaba. Alcira era el
paraíso.
No había dejado de espiar a sus padres en todo ese tiempo, y quería probar
con Alcira. Una tarde en que estaban solos, su madre en casa de una hermana
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en un “beneficio”, como les gustaba pasar las tardes de fin de semana, y su
padre de vuelta en el campo, decidió intentar.
—Quiero hacerte algo nuevo.
Ella se rió con esa risa que parecía el agua de un arroyo, el acento guaraní
golpeándole las palabras.
—¿Algo nuevo? ¿Qué me vas a enseñar que yo no te haya enseñado
primero?
—A tenerme miedo.
Y Alcira le tuvo miedo. Estaba tan linda, así asustada, llorando, el pelo
arrastrándose por el piso. Se arrodilló y la besó, como había visto a su padre
hacer con su madre.
—¿Me tuviste miedo?
Ella sacudió la cabeza diciendo que sí, sin poder hablar a causa del hipo que
le había dado el llanto.
—¿Pero te gustó?
—No sé... —lo miró entre enamorada y alucinada.
—Tenés que saber. Decime.
Y Alcira aprendió a saber. Su patroncito rubio y dócil, ávido de
conocimientos de cama, se le había convertido en uno de esos gringos
crueles que se habían venido a poblar las selvas apocalípticas de su tierra
natal. Ella lo quería pero le tenía un miedo terrible cuando le veía en los ojos
esa locura salvaje. “Me vas a matar”, le decía, y él le respondía que sí. Y
tenía nada más que catorce años, y ella, casi dieciocho.
—Contame —insistió ahora ante su padre.
—Vamos adentro.
Su padre se sentó en la biblioteca, se sirvió un whisky y le ofreció uno.
Nunca lo había hecho antes. Bueno, ya tengo dieciséis, qué carajo. Además,
en el Colegio se las arreglaban para contrabandear alguna que otra botella.
También contrabandeaban merca, pero eso era una reverenda mierda.
Alcohol puede ser, de vez en cuando. Merca, ni loco. Lo escuchó hablar
lenta, muy lentamente, casi con dolor.
—Yo era militar de carrera —le dijo—. Pero, hacia el final, las órdenes las
daban la Gestapo y los SS. Inútiles de mierda, estúpidos incompetentes y
burocráticos. Nosotros éramos la gloria del Reich: el ejército, la aviación, la
marina. Ellos arruinaron todo y nos hundieron. Tuve que cumplir órdenes.
Para eso me habían entrenado. Estuve a cargo de un campo, durante un
tiempo, casi al final de la guerra. Indigno de un soldado, pero eran las
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órdenes. Algunos de mis compañeros torturaron. Yo jamás toqué a un
prisionero. Tomaba testimonio de las declaraciones, como testigo y como
oficial superior a cargo. Firmaba las órdenes de disposición final o de
traslado de los contingentes de prisioneros a otros campos. Cumplí con lo
que me dijeron que hiciera.
Él se quedó callado, tomando el whisky, mientras su padre hablaba. El tono
de voz era orgulloso, digno de un oficial que se ganó las medallas en
cumplimiento del deber, aunque le dijera que no había estado de acuerdo con
sus asignaciones en los años finales de la guerra.
Había algo que no cerraba. Si nunca tocaste a un prisionero, papá, ¿qué
pasa con la vieja? Su madre había sido muy hermosa pero estaba un poquito
envejecida, un poquito gorda, un poquito descuidada. La visión terrible de
sus seis años se le cruzó como un relámpago y comprendió al mirar por
encima del cristal, los ojos azul lapislázuli del otro sentado frente a él.
Su padre caía en éxtasis de violencia, tanto que estaba a punto de matar a su
madre cuando se descontrolaba. Lo sabía porque había oído las amenazas,
los ruegos, los golpes, los gritos de dolor y de placer. Porque su madre
gozaba. Más que Alcira, que le tenía demasiado miedo para relajarse.
¿Instinto de conservación, que le dicen? Sintió más curiosidad y finalmente
hizo lo que nunca había hecho hasta entonces: revisar los cajones de su
madre. Guacha; ahí está la merca. Mamá se cayó del pedestal, más abajo
que papá. Bueno, papá nunca se cayó; yo lo bajé.
Probó con Alcira y dio resultado. Muy buen resultado. Lástima que un día la
turra se enganchó con otro tipo, bastante mayor que él, y le dijo que se había
acabado. Ella se quería casar, y con él eso no se podía. Él era el patrón. Se
volvió loco. “¿Así que soy el patrón? ¡Aprendé, entonces!”, le gritó. Le dio
tantos rebencazos por el lomo que le sacó sangre. La sangre lo enardeció más
y la montó ahí, en el piso, como a un potro al que hay que domar. Ella gritó
y gritó hasta que se quedó ronca. Los gritos lo excitaron y siguió. A los
diecisiete, no parás ni para respirar.
Alcira se escapó de la casa. Al principio pensó en seguirla y matarla, de puro
gusto, pero cambió de opinión. Me estaba aburriendo. Y el campo está lleno
de chinitas calientes y ansiosas porque el patroncito les haga un gringuito. Y
mis primas tienen amigas que se mueren por probar emociones fuertes con
el único macho joven de la familia.
Había encontrado una droga mucho más fuerte que cualquier frula: el poder
sobre otros. De sexo y castigo, como había probado con Alcira. De placer y
54
dolor, como le habían mostrado las putas de las amigas de sus primas. De
conocimientos indebidos, porque ahora su padre y su madre estaban en sus
manos; su padre. por haberse corrompido en cumplimiento de sus órdenes;
su madre, por haberse dejado corromper, drogona viciosa y caliente detrás de
su criminal de guerra. Poder de vida o muerte.
La lección que su abuelo quería enseñarle, él ya la había aprendido.
14
PARÍS, 1980
Cuando Auguste anunció que ingresaría a la Policía Nacional, sus padres se
miraron y se sentaron a hablar muy en serio con su hijo mayor. Franco y
Lola eran franceses por adopción; la República les había otorgado la
ciudadanía como reconocimiento por ser figuras de la danza nacional e
internacional, con una prolongada residencia en Francia.
—Pero yo sí soy francés, papá. ¿Qué problemas podría haber?
— Figlio mio —había dicho Franco —, la familia de tu madre es siciliana; tu
madre nació en Sicilia, y tu abuelo Augusto y yo somos napolitanos. ¿Crees
que la policía no podrá averiguarlo? Además, tienes tu carrera de abogado.
Creímos que querrías ingresar en algún estudio importante. Tuviste buenas
ofertas...
— Papá, no tenemos nada que ocultar. Quiero decir...
—Un momento, Franco, Auguste tiene razón, — Lola saltó. — Nuestras
familias no tienen nada de reprobables. Estoy más que orgullosa de ser quien
soy y tú sientes lo mismo, ¿cierto?
—El orgullo familiar no tiene nada que ver. No quiero que Auguste se
ilusione con algo que quizá no resulte. Además, a la familia podría no
gustarle...
—¡Franco! ¡Vivimos en Francia, con hijos franceses, y con uno que desea
servir a su país! ¿A mí qué me preocupa lo que puedan pensar los amigos de
mi padre? ¿Crees que a mi padre le importaría lo que ellos pensaran de su
nieto, si hace algo honesto?
Nonno Augusto entró desde la cocina, devorando a conciencia una porción
de provolone, e interrogó con la mirada a Odette, a la vez que alzaba el
mentón y juntaba los dedos de la mano izquierda en un significativo
montoncito.
—Auguste quiere ser policía.
55
— Ohe! O'scugnizzo más famoso de Nápoles va a tener un hijo sbirro16!
¡Ja! ¿Te van a dar una moto? —dijo el nonno mientras palmeaba el brazo de
su nieto. Auguste había alcanzado un incómodo metro ochenta y siete como
para que nonno y papá le palmearan el hombro. —Pregúntale, pregúntale a
tu padre cómo se divertía con sus amigos cuando Antunino u'pazzo17
esquivaba a la policía con la moto,—se jactó el nonno mientras volvía a la
cocina por un vasito, sólo un vasito, ¿eh?, de Chianti
— ¡Papá, cuidado con el queso que te sube la presión! — advirtió Lola y
aterrizó sobre la información —¿Qué? ¡Espera, papá! ¿Qué dijiste de Franco
y Antonino?
— Ecco pecché m’bevo o’vino18. El provolone se come con vino y el vino es
bueno para el corazón... ¡Antunino era el rey de la casba de Forcella!
—¡Así que eras amigo de Antonino! —exclamó Lola, mirando a Franco
entre ofendida y divertida.
— Un momento, Lola, yo era un mocoso, y Antonino tendría veinte o
veintidós años...
—¡Y te atreves a hablar de mi familia!
—¡Yo no dije nada de tu familia!
Lola emprendió el camino de la cocina con gesto de prima donna ofendida
mientras Franco la seguía disculpándose a los gritos. Nonno Augusto
comentó a sus nietos:
—O 'ccapite pecché l'opera è italiana19? —Le tiró de las orejas a Auguste,
que se había sentado para reírse —Policía, ¿eh? ¡Y con la moto!
—No, nonno —riéndose todavía—. Sin la moto. Quiero ser oficial, hacer
carrera.
—¡Un figurone! ¡Ja! ¡Como los que vinieron a husmear cuando nos robamos
el acorazado americano en la guerra! Nunca les conté, ¿eh? Papá era un
bambino...
Auguste se salió con la suya e ingresó en la Escuela Superior de Policía. Una
carrera brillante para un abogado brillante. Y con el respaldo de uno de los
mejores, el inspector Jean-Luc Marceau. A los treinta y cinco años, Jean-Luc
se había ganado el respeto de superiores y subordinados. Solterón
empedernido por propia definición, juraba que el matrimonio era un
impedimento para la carrera policial, aunque la prolífica PJ20 se empeñara en
cana
Antonino el Loco. Delicuente napolitano de los años '40 y '50, que huía de la policía en moto
18 Por eso tomo vino
19
¿Entienden por qué la ópera es italiana?
20 Police Judiciaire— Policía Judicial
16
17
56
demostrarle lo contrario. Auguste se fascinó desde un primer momento con
el inspector, pero el flechazo fue mutuo.
Jean-Luc Marceau había estado a cargo de la investigación de rutina de la
solicitud de ingreso en la fuerza, y apasionado él mismo por el ballet, había
descubierto con deleite a la familia Massarino. Nunca hubiera relacionado al
novato con las étoiles de la danza. Más una hermana menor en la carrera de
Psicología.
Por alguna razón inexplicable, Marceau se tomó muy en serio la
investigación de antecedentes y con ese pretexto, se paseó algunos días más
de los necesarios, por los pasillos de la Facultad de Leyes y de la de
Psicología.
No contó con que una estudiante en particular notara su presencia ajena al
ambiente académico y desconfiara. Tampoco contó con que esa estudiante
advirtiera que el extraño había aparecido por las calles del barrio de los
Massarino.
Una tarde, cuando Odette regresaba de sus clases de esgrima, cargada con la
bolsa de floretes y bastones, textos y material de estudio, el interesante
extraño —bien, se puede ser un criminal y tener buena facha; la cátedra de
Psicopatología había dado varias clases sobre el tema — apareció,
caminando “casualmente” —casualmente una mierda, pensó Odette— por
su calle. Sin poder evitar que el corazón le saltara un latido, apretó el paso,
pero el extraño la alcanzó sin esfuerzo. Muy gracioso, DosMetros, con esos
zancos...
—Perdón, señorita, no conozco la zona y me extravié. ¿Sabe dónde estamos?
—Lo oyó apurar el paso mientras abría el cierre de su bolso y empuñaba el
bastón de caña.
—¡En París, imbécil!
El bastón relampagueó fuera de la bolsa y sacudió los zancos del gigante con
una magnífica parada en cuarta. Mientras el grandote se quedaba sin aliento
por el golpe, Odette corrió hasta la puerta de casa, batiendo su propio récord
de velocidad con sobrecarga de libros.
Entró en la casa sin respiración y corrió a su cuarto. El corazón le saltaba
como loco y casi no podía hablar. Dios, estuvo cerca. ¿Me habrá visto
entrar? En un segundo, todos los comportamientos patológicos que conocía
desfilaron por su mente. ¿Se lo cuento a Auguste? ¿Y si se ríe de mí?A la
mierda, soy grande y puedo defenderme sola. Se tiró en la cama. Ah, un poco
más de aire... Un criminal interesante. ¡Mi primer caso real de
57
psicodiagnóstico!
Pasaron unos días y los exámenes la hicieron olvidar el incidente hasta que
un jueves, cuando ya oscurecía, creyó ver a su delincuente favorito en un
auto estacionado a las puertas de la universidad. Se le aceleró el pulso;
caminó dos o tres cuadras en el sentido opuesto al tránsito y retomó la calle
que la llevaba al club, y entonces vio al automóvil girar en la esquina que
acababa de cruzar. Llamó un taxi y volvió a casa. Dos días más tarde el
automóvil apareció de nuevo: esta vez era temprano y lo vio claramente.
Esto se está poniendo serio. ¿Hablo con Auguste? No, voy a resolverlo sola.
*****
Jean-Luc se derrumbó en el sillón de visitantes del despacho del comisario
SaintClaire.
—Tengo un problema.
SaintClaire lo miró por encima de sus anteojos de medio marco.
— ¿Qué?
—Ah, nada relacionado con un caso. Es... personal.
Ajá, tiene un problema personal. SaintClaire movió la cabeza y se repantigó
en su sillón. Polleras. Era hora. Demasiado tiempo soltero y comienzan a
ocurrírsete cosas raras. No es que te falten oportunidades. Si yo tuviera tu
facha, no perdería el tiempo...
—Investigué los antecedentes de Massarino y...
—¡Jean-Luc! —se sobresaltó SaintClaire—. ¡Dijiste que eran impecables!
—¡Sí! Pero cuando hice la investigación... bueno, ya sabe: dónde estudió, su
familia, dónde viven...
—Rutina, sí. ¿Qué?
—Tiene... Es decir, la hermana... eh... una mocosa de diecinueve años,
pero...
SaintClaire se removió en el asiento, sin saber si reírse a carcajadas haría
sentir peor al inspector, así que apretó los labios.
—Jean-Luc, como padre de cinco mujeres puedo jurarte que ninguna hembra
de la especie de más de nueve años es una mocosa. Están todas en la Guerra
Santa.
—¡Pero me estoy portando como un boludo! La seguí hasta su casa y... ¡me
cagó a palos!
Las carcajadas de SaintClaire fueron tan contagiosas que hasta Jean-Luc
terminó riéndose de su desgracia.
—Jean-Luc, te hiciste amigo del hermano, ¿eh? Y Massarino te tiene en gran
58
estima. Que te invite a la casa. Son italianos y eso les gusta, la comida en
familia y con amigos. Quizá puedas devolverle el golpe a tu pequeña
amazona. Eh, no un bastonazo —risas—, me refiero al factor sorpresa.
*****
Odette oyó a su madre discutir el menú de la cena con Marguerite, sin
prestar mucha atención.
—Mañana por la noche, hija, ¿estarás en casa para la cena? Un amigo de tu
hermano, un inspector...
—Sí, mamá. Cocinen algo rico. No importa si es el mismísimo comisario
Maigret con tal de que hagas struffoli21.
Volvió a su casa muy temprano; estaba preparando un examen y no había
ido a la práctica de esgrima. Picoteó los struffoli a escondidas junto con
nonno Augusto y se chuparon la miel de los dedos entre risitas.
"Hay que esperar que vengan figuroni a casa para que tu madre haga
struffoli”, había protestado el nonno.
Lola y Franco estaban muy arreglados. Bah, papá y mamá siempre están
bien. ¿Tan importante es el tipo? ¿Un viejo carcamán que ayudaría a
Auguste en sus ascensos? No era el estilo de su hermano. Adoraba al
grandote, cosa que él retribuía con absoluta idolatría por su Cisne.
Llamaron dos veces y luego oyó la llave en la cerradura. Era Auguste. Desde
la planta alta escuchó las presentaciones. Un timbre de voz le sacudió las
entrañas. Dios, ¿dónde lo oí antes? Le saltaron dos latidos. ¡Esa voz! Jamás
olvidaba una, gracias al oído magníficamente educado por años de canto.
—¡Odette! —Era mamá.
Se miró al espejo y estaba pálida. El nuevo corte de pelo le afinaba la carita
y le enmarcaba los ojos. “Destácalos siempre, bambina. Son lo más bello de
tu cara”.
Carajo, para qué me habré maquillado. A ver si ese se cree que…
Mamá llamó de nuevo. No había tiempo de lavarse la cara.
—El inspector Jean-Luc Marceau. Mi hermana, Odette —Auguste la
presentó, mientras ella entornaba los ojos al darle la mano.
—Buenas noches. —Cuánta buena educación. Pura hipocresía. Hola, rata.
¿No serás un caso de doble personalidad?
Durante la cena, DosMetros se mostró encantador. Hasta sabía de ballet, qué
desfachatez. Los padres de Odette, por no hablar de Auguste, estaban
21
Pequeños frutos de sartén amasados con vino y bañados en miel, tradicionales en Navidad
59
fascinados mientras ella recorría el repertorio de insultos sin decidirse por
ninguno. Insecto. Rata. Comió en absoluto silencio, y cuando Lola se
levantó para traer el café y los struffoli, la rata comentó:
—Casi no recuerdo su voz.
—Tiene muy mala memoria, inspector —le soltó en su más aterciopelado
tono de contralto. Él se quedó helado mientras ella disfrutaba de la estocada.
—Le dije “buenas noches”.
Coupé. Finta y contraataque impecables. Jean-Luc acusó el golpe con una
sonrisa. Touché.
—Mmm, ¿qué son?
—Struffoli, y se comen con la mano. Así. —Tomó dos o tres y se los metió
en la boca, para luego chuparse la miel de los dedos, uno a uno, con los ojos
entrecerrados clavados en él. Simone Signoret estaría orgullosa de mí. Me
falta el cigarrillo.
DosMetros continuó comportándose como un par de la corona británica, sin
aludir al patinazo de momentos antes. Cuando se marchó, se inclinó hacia
ella para saludarla.
—Buenas noches, Scaramouche.
La última palabra fue casi inaudible, sólo para sus oídos. ¿Lo diría por el
espadachín? Sonrió contra su voluntad. Me encantó esa película...
—Mitad escarabajo, mitad mosca —dijo él, más bajo que antes. Sonrió y se
fue.
Escoria. Subió hasta el estudio y trató de desencajar la mandíbula al cruzarse
con nonno Augusto. Desde el pie de la escalera, el nonno canturreaba
divertido: “Lo sai che i papaveri /son alti, alti, alti / se tu sei piccolina /che
cosa ci vuoi far!”22.
—¡Abuelo! —gritó, ofendida, y se encerró con sus libros.
Durante los tres meses siguientes no supo nada de él y eso la irritaba. Por
fin, una tarde lo encontró apoyado en su auto a las puertas del club.
—Hola, Scaramouche.
—Hola, Maigret
¿Por qué no puedo decirte todo lo que había pensado, estúpido psicópata
fanfarrón?
—¿Puedo invitarte con un café? Sin bastones ni floretes, en lo posible.
—Mmm... sí — contestó, encogiéndose de hombros. ¡Sí! ¡Le dijo que sí!
¡Dios, estaba completamente loca!
22
"sabes que las amapolas /son muy, muy altas/ Si tu eres pequeñita/ ¿qué le vas a hacer?
60
—¿A algún lugar en especial? —preguntó él mientras se sentaban en el
automóvil.
—A donde te quepan las piernas, DosMetros.
—Uno noventa y tres, Scaramouche. —Ella lo miró con ferocidad. —Paz.
Por favor.
Fue una tarde increíble, seguida por otras cuatro más, hasta que Jean-Luc le
dijo que no podría verla por un tiempo porque estaba trabajando en un caso.
Odette casi se puso a llorar como una mocosa estúpida pero se despidió con
dignidad.
Cuando dos meses después lo encontró esperándola a las puertas de la
universidad, se sintió ridículamente feliz. Retomaron los cafés y los paseos
en automóvil. Otras tres semanas de ausencias y encuentros alternados.
—Mañana viajo por unos días a Estrasburgo. Cuando regrese, ¿querrías
cenar conmigo?
Claro que le gustaría. Estaría encantada. Quería mostrarse reticente, pero
sólo atinó a asentir con un gesto, mientras le deseaba buen viaje.
—Me importa más la vuelta —dijo Jean-Luc mientras le acariciaba la cara,
antes de subir al auto y salir a velocidad un poco mayor que la permitida.
Odette estaba en casa tratando de concentrarse en un capítulo de Psicología
Infantil, cuando el teléfono estalló en medio del silencio. Mierda, estoy sola,
recordó mientras saltaba para responder.
—Hola, Scaramouche.
—¡Maigret!
—¿Cenamos mañana?
—A las ocho y media está bien.
Mientras se probaba el vestidito negro —¡ah, Cocó, cuánta sabiduría!— no
podía sacarse esa miradita estúpida. Jeanne Moreau, ¿dónde está lo que me
enseñaste? Papá y mamá estaban ya en el teatro, lo mismo que toda la
semana, porque era temporada de ballet y los ensayos comenzaban
temprano. Nonno Augusto, que acompañaba a papá —y, desde que se habían
casado, a ambos— a todas las funciones desde la muerte de Vita, se estaba
poniendo el esmoquin cuando la vio pasar.
—¡Eh, bambina! ¿Sales con el papavero?
—¡¿Quée?!
—¡Con zampelunghe23! ¡El amigo de tu hermano! —El nonno guiñó un ojito
cómplice. Ella se le colgó del cuello, muerta de risa, y lo besuqueó pero no
23
"Patas largas"
61
dijo nada.
Cuando salieron del restaurante, Odette sintió que podría bailar por la calle
sin vergüenza. Caminaron en silencio hasta el automóvil y antes de subir se
besaron. Jean-Luc volvió a abrazarla una vez adentro y se dio cuenta de que
le temblaban los labios.
—Puedo llevarte a tu casa —dijo suavemente mientras la besaba otra vez.
—No.
Jean-Luc puso en marcha el motor y Odette se acurrucó contra su hombro.
En el departamento percibió que Jean-Luc estaba más nervioso que ella.
—¿Tomamos algo? —preguntó él casualmente.
—Café.
Sonrió, la besó con dulzura y fue a la cocina a prepararlo. Idiota, no podías
pedir un coñac, algo más sofisticado. Lo siguió hasta la cocina mientras se
insultaba.
—Cafetera express italiana. Uno de mis vicios ocultos, junto con los Gitanes.
Me lo paso tratando de dejar de fumar —dijo Jean-Luc, riendo, mientras le
alcanzaba la taza.
Volvieron al salón y él se sirvió un coñac generoso.
—¿Otro vicio oculto?
—No, éste es bien público. La mayoría de las botellas son regalos de mis
compañeros.
Él dejó la copa en la mesita junto al sofá, la abrazó contra su pecho y le besó
el cabello sin soltarla.
—Lo que más deseo es que te quedes... pero prefiero llevarte a tu casa. No
soy un estúpido de quince años...
Odette le tapó la boca con la mano.
—No quiero irme —Dios, si pudiera dejar de temblar. —Nunca... nunca
estuve con un hombre.
Él la miró a los ojos intensamente, sin soltar todavía el abrazo.
—Nunca me acosté con nadie —, murmuró Odette mientras él le bebía a
besos las lágrimas que le caían hasta el cuello.
Le hizo el amor con ternura, luego con pasión y finalmente con locura, y
antes de quedarse dormidos él susurró:
—También es mi primera vez. Te amo.
62
15
BUENOS AIRES, 1980
La venda sobre los ojos se le caía sobre la nariz y le molestaba para respirar,
y las esposas le habían sacado ampollas en las muñecas. Ya no tenía más
lágrimas ni voz para llorar.
Los alaridos de uno de sus compañeros atravesaron el aire fétido de las
celdas. Dos, tres disparos. Nada. Gritos y llanto desde los demás cubículos.
Entraron. Le metieron un trapo en la boca y lo aseguraron con una mordaza.
El miedo la petrificó. Uno le pasó las manos por los sobacos y la levantó
mientras el otro le sacaba los jeans a tirones y después la sujetaba por los
tobillos. Sintió una corriente de aire frío: iban por un corredor. Fue un
trayecto corto. La bajaron sobre una superficie acolchada y estrecha: una
camilla. Le separaron las piernas para atarle con correas los muslos por
encima de las rodillas, a algo frío, de tacto metálico. Después le sujetaron
también los tobillos. Intentó desesperadamente moverse, pero el que estaba
detrás de su cabeza le pasó otra correa por el cuello y la aseguró en alguna
parte. Ahora no podía incorporarse. Los gemidos se le convirtieron en un
mugido aterrorizado. Oyó el ruido horrible de unas tijeras y el roce frío de la
hoja mientras le cortaban la camisa y la ropa interior. Si se movía
demasiado, la correa del cuello la estrangulaba. Los oyó salir y cerrar la
puerta. No podía gritar, no podía moverse. Sintió que los pezones se le
erizaban de frío hasta dolerle y que las piernas se le agarrotaban por la
posición y la tensión de las correas. Por fin entendió dónde estaba atada: a
una camilla ginecológica.
Una presencia. Una mano caliente y seca la estaba recorriendo morosamente,
en silencio, dibujándole los contornos. La mano descendió y se le metió en la
entrepierna. Hubiera querido gritar, cerrar las piernas, cubrirse los pechos.
Estaba crucificada en la camilla.
—No te quiero lastimar...
Se quedó helada.
—Sos muy chiquita, muy linda. Si te portás bien, vamos a andar bárbaro.
¿Qué te parece?
La voz educada de un hombre joven. La mano no había dejado de moverse,
adentro, afuera, más abajo, por el pubis. El miedo no la dejaba pensar.
—Quiero que me digas qué sabés...
¿Qué sé de qué? No sé nada de nadie, por Dios. Sacudió desesperada la
cabeza entre gemidos ahogados.
63
—No, muñequita. Tenés que ser razonable. Los nombres de tus amiguitos de
la facultad que están con los 'montos'. No me vas a decir que no los
conocés... Si te pasabas el tiempo con ellos, de joda. Como tu amiga Liliana.
O la otra, la... ¿Ginette, le dicen? ¿Qué sabés de Mirta? Todas tus amigas
están en la pesada.
¿De qué habla? ¿Qué montos? No lo puedo creer, mi Dios.
La mano por fin subió, pero no supo qué era peor. La estaba pellizcando
cruelmente.
—Mirá, te propongo algo. Te saco ese trapo de mierda de la boca, y vos me
decís lo que yo quiero. Vas a ver todo lo que puedo hacer por vos si
colaborás... ¿Estamos?
La mordaza le había dejado la boca como arpillera. Aunque hubiera querido
o sabido, no habría podido hablar. Tosió para escupir unas pelusas. Él le
sostuvo la cabeza apenas levantada y le dio un sorbo de agua.
—¿Y?
—N—no sé nada.... —le temblaba la voz. —Se lo juro, señor, no sé de qué
me habla.
—No me gusta que me mientan, muñeca. —Un apretón en un pecho la hizo
gritar.
—¡Por Dios! ¡Se lo juro! —sollozó—. ¡No sé!
—No estás en posición de negar nada. Yo sé que vos sabés... —Otro pellizco
la retorció de dolor.
—¡Por favor!
El silencio del hombre era más aterrorizante que sus palabras. Oyó el
tintineo de algo metálico, después el roce de la tela. Cuando se hundió en
ella con saña, abrió la boca para gritar pero no le salía la voz, tal era el dolor.
Tragó aire en un estertor y quiso retorcerse. El trapo la ahogó cuando iba a
gritar otra vez. El bruto la estaba destrozando por dentro. Se desmayó y él la
reanimó a cachetazos.
—¡No te lo pierdas! —gritó mientras sacudía la camilla a golpes de pelvis.
Los mismos sacudones que lo enterraban en su carne. Cuando por fin la dejó,
ella sintió que el interior de su cuerpo le quemaba como si le hubieran
metido ácido.
—Mirá vos. Una virgencita. —Le sacó el trapo de la boca. —Soy tu primer
hombre. Tu primer macho.
La dejó tirada y se fue. Vinieron, la desataron y la llevaron de vuelta a la
celda.
64
*****
—¿Viste cómo aprendiste? —Estaba sentado, las piernas separadas y ella de
rodillas delante de él, arrancándole la vida con una fellatio. —¿Te gusta?
—Sí...
—Sos preciosa. Mi muñeca. —Le tomó la carita entre las manos, la besó con
delicadeza y ella abrió la boca para ofrecérsela. —Levantate. Sentate acá. —
Le señaló la entrepierna. —Así. ¿Me querés?
—Te quiero. ¿Y vos? —Asintió mientras lo besaba.
—Te quiero. Me volvés loco. Esa boca, esas piernas...
La abrazó y la penetró despacio. Ella se arqueó de placer. La luz ubicada
detrás de su silla le destacaba las marcas de las quemaduras de cigarrillo en
el vientre suave y los muslos. Pero las que más loco lo volvían eran las de
los pechos. También se las había hecho él mismo, pero con la picana. Le
había costado. Después del terror inicial, ella había mostrado una resistencia
que lo enfureció. Lo miraba con rabia, con odio. La había quebrado, la había
domado y ahora tenía a la hembra más hermosa y dulce del “campito”. Toda
para él. Mi pendeja. Yo la estrené.
Habían cometido un error al llevársela esa noche, en la puerta de la facultad.
Bueno, esas cosas pasan. Con tanto zurdo suelto, a veces no se sabe quién es
quién. Y las denuncias estaban a la orden del día, con tanta gente con cagazo
y tanta gente con ganas de cagar a otro. Por lo que había averiguado, la
batida de la pendejita fue para vengarse del padre, un empresario de guita
que, decían, había echado a un par de tipos de la fábrica. La nena iba a
Filosofía y Letras. Todos montos. Quién carajo iba a decir que la pende no
era, ni sabía un carajo, ni sospechaba de nadie. Bueno, salió bien al final.
La única cagada es que no la puedo devolver. Sabe demasiado, me conoce
demasiado... me calienta demasiado. Y tiene demasiada merca encima. Él la
había iniciado. No consumía, pero la merca venía bien en muchos casos.
Hace hablar a algunos muertos. Le había servido para quebrarle las últimas
reservas y enseñarle a disfrutar.
¿Y si me la llevo a la estancia? Un tiempo, hasta que tengamos la situación
dominada del todo. Mientras tanto, podríamos limpiar al padre, que rompe
bastante las pelotas con los Derechos Humanos, la Justicia, el hábeas
corpus y la puta madre que lo parió. No jodan más. Qué derechos ni qué
humanos para esos zurdos de mierda.
La nena dormía con él en el casino del “campito”. No era ninguna novedad
ni tampoco la excepción: había unas cuantas que ya habían aflojado antes,
65
para zafar de la picana o porque habían cantado hasta “La Traviata” y
enchufado a unos cuantos de sus antiguos compinches. Todas con una buena
carrera encima. Más pasadas que el túnel subfluvial, macho. Ésta fue
siempre para mí. A las otras, a veces se las pasaban entre oficiales y
suboficiales. Había una que cogía con el Tigre y el Yarará. Decían que se
encamaba con los dos a la vez. Al final, la soltaron porque se habían
aburrido de ella. Pero en Uruguay, y sin pasaje de vuelta. También, si
volvía... A mi nena no la presto. No se toca.
—Más... más —le pedía mientras se retorcía encima de él.
—Lo que quieras, muñeca. Es todo para vos.
*****
—Es una orden.
La garganta se le atenazó.
—No —alcanzó a murmurar.
—Lo lamento, teniente. Órdenes son órdenes. Es una situación muy
irregular. Sabemos de algunas que fueron liberadas cuando la consigna era
trasladar. Los responsables la van a pasar bastante mal.
Cerró los ojos y tragó saliva. No se discute con un superior. Pero, carajo, si
éste también tiene minitas. Y no una; dos o tres que comparte con otro tira.
Tenía una favorita, claro. No era joven y había sido muy pesada. Esa sí que
ponía bombas. Se había cargado a unos cuantos canas y un par de tiras. El
coro en persona la había quebrado en una lección magistral. Al final la turra
se había ganado la conmutación de pena.
—Coronel... usted...
—Yo también tuve que cumplir, teniente. Todos tenemos.
La cara del tipo era un bloque de cemento picoteado por el granizo. El bigote
negro y escrupulosamente recortado no se le había movido ni un pelo cuando
se lo dijo.
—La orden es de trasladar. Yo cumplo órdenes. —la nuez de Adán le subió
y le bajó visiblemente.
A la mierda. El coro dio media vuelta y se fue con paso rápido.
Llegó al casino y le dio a la nena una dosis de merca mucho más fuerte que
la habitual. Cuando quedó inconsciente en el suelo, llamó para que se la
llevaran. Sabía que iba a estar muerta por la sobredosis antes de que la
tiraran al río. Se tumbó en la cama, aguantando las ganas de gritar. Sabía de
dónde había venido la orden. Viejo hijo de mil putas, me la quitaste.
66
*****
—¡PELOTUDO DE MIERDA! ¡QUÉ HICISTE!
Podía sentir los sacudones, pero no abrir los ojos o responder.
—¡TRAIGAN AL TORDO!
Para qué mierda quieren un médico. Déjense de joder.
—¡Qué carajo pasó!
—¡Dale, no preguntés! ¡Se pasó de merca!
—¡La reputa madre que lo parió!
Con la velocidad que da la práctica, Mengele le clavó la vía en la vena del
cuello. La dosis de adrenalina lo hizo saltar por el aire, y reaccionó
resollando como un buey. El otro lo cacheteó un poco y lo hizo sentar. Los
resuellos eran cada vez más seguidos, más violentos.
—Ya está. Déjenlo en la cama hasta que se le pase. Y averigüen qué mierda
tomó.
—Tomar, nada. Se jaló.
—¿Con qué?
El Tigre le pasó al otro un sobre vacío. La que se usaba para terminar a
alguno.
—La orden de trasladar a las minitas.
—¡Boludo! ¡Cómo te vas a dar con esto! ¡Si querés, usá de la fina, carajo!
Andate a la mierda, Mengele. No podía decírselo, pero el otro se lo leyó en
los ojos todavía alucinados por la frula. Estuvo vomitando casi un día entero.
Fue la primera y la última vez en su vida que se jaló. Viejo hijo de puta,
algún día me las vas a pagar.
16
PARÍS, 1981
—¿Dónde está Marceau?
El ladrido de Massarino se escuchó desde el interior del despacho del
comisario SaintClaire, aún con la puerta cerrada. A continuación, la puerta se
sacudió contra la pared.
—Olvidó golpear, teniente —comentó SaintClaire en tono exageradamente
medido.
—Tenemos que hablar—respondió Massarino dirigiéndose a Jean-Luc
mientras lo agarraba por el hombro—. Disculpe, comisario.
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—Más tarde, Massarino —respondió Jean-Luc, girando a medias el sillón.
—Voy a romperte la cara acá o afuera, así que mejor salimos.
—Teniente, salga y cálmese —dijo SaintClaire con severidad. Lo último que
necesitaba era que esos dos percherones se enfrentaran a golpes en su
despacho. Acababan de pintarlo, y era dinero de la Prefectura. Nada de
gastos extra.
—Después de cagarlo a trompadas.
SaintClaire trató de hacer memoria sobre qué podría haber llevado a
Massarino a putear de esa forma. Estaba trabajando junto con Jean-Luc en
un caso, y el inspector hacía participar a sus subalternos en todas las etapas
de cada investigación. ¿Entonces?
—¿Qué mierda viniste a hacer anoche a mi casa?— aulló Massarino.
Ah, era eso. SaintClaire se acomodó en el sillón. Jean-Luc sonreía
beatíficamente. Massarino estaba a punto de perder el control.
—¡Tuve que enterarme por Marguerite esta mañana! ¡Qué clase de
compañero tengo! ¡Lo invito a mi casa, a compartir mi familia, y el cerdo
termina en la cama con mi hermana!
—Tu hermana va a casarse conmigo —le respondió Jean-Luc con
parsimonia.
—¡Odette es una mocosa!
—Ninguna mujer de más de nueve años es una mocosa — comentó Jean-Luc
sonriéndole a SaintClaire, que lo miró con expresión de “a mí no me metas”.
Esto pasa por aceptar italianos, carajo. El honor, la familia, la hermana, la
Cavalleria Rusticana, y ahora tengo a dos buenos oficiales a punto de
matarse en mi oficina. Y está recién pintada. Mierda.
—¡Grandísimo hijo de...!
—Tu hermana y yo salimos desde hace un año — interrumpió Jean-Luc.
—¡Cómo pude ser tan estúpido! ¡Yo creí que eras una buena persona!
— Bueno, tu hermana y tus padres opinan eso. Aunque también creen eso de
ciertos oficiales jóvenes y un poco arrebatados. Y como tengo que darles
crédito, te pido que seas mi testigo.
Para tranquilidad de SaintClaire, Massarino se sentó, aturdido por el giro que
estaban tomando las cosas.
—No tengo familia. Fuiste el primero en quien pensé.
—Testigo...
—Ajá...
SaintClaire se levantó y los palmeó en el hombro.
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—Felicitaciones, inspector. Felicitaciones, teniente. Nos gustan las
familias.
Todo terminó bien. Aunque la mirada de Jean-Luc le avisó que el inspector
no pensaba abandonar el campo de batalla sin devolver las atenciones.
—Auguste, ya que estamos podrías explicarle al comisario por qué te
encanta pasar tanto de tu tiempo libre en la puerta de su casa. Nadine, la
segunda, ¿verdad?
—La tercera. Massarino, ¿de qué mierda habla Marceau? — SaintClaire
frunció el ceño.
—Traidor... — farfulló el teniente.
—Te dejo en buenas manos — Jean-Luc abandonó el despacho. SaintClaire
hubiera jurado que el inspector aguantaba la risa hasta salir de allí, mientras
dejaba que Wellington invitara a Napoleón a tomar asiento.
PARÍS, FINES DE SEPTIEMBRE DE 1996
Auguste tropezó con las fotos mientras rebuscaba en el interminable revoltijo
de papeles de su escritorio de casa. El dolor seguía esperando para tirarle el
zarpazo. Se mordió el labio para no llorar. Dos años. La felicidad había
durado dos años y después, la nada. El horror de esa nada agónica en que
había quedado convertido Jean-Luc. La espera diaria por el milagro que
jamás ocurriría. El sabor de la desesperación y la impotencia. No tuvo el
coraje de seguir viéndolo cuando el deterioro físico fue más que evidente.
No podía contener las lágrimas: apenas hablar por teléfono con Calogero.
Sabía que Odette no lo abandonaría. Que ella sí creía ciega e irracionalmente
en un milagro inasequible. Sabía también que ella sabía que era una mentira
construida por su mente para seguir adelante porque, entre las sondas y los
catéteres que mantenían eso que había sido un ser humano al borde de la
vida, ella veía todavía al hombre al que amaba. Afortunadamente, los
períodos de lucidez de Jean-Luc eran cada vez más cortos. Afortunadamente,
y sin que su hermana lo supiera, había logrado que los médicos recetaran
morfina que Calogero inyectaba en los catéteres, junto con el resto de las
prescripciones.
Guardó las fotos de cualquier manera en el último cajón, como si el
esconderlas exorcisaralos recuerdos. Cómo, si todavía los tenía a flor de piel
y le daban escalofríos. La noche en que Jean-Luc murió, él estaba en el Quai,
empantanado en una pila de informes por terminar. Entró un radio de un
patrullero que cumplía con el recorrido habitual, informando sobre un
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posible suicida en el puente de L'Alma. La identificación positiva por parte
de los suboficiales de ronda lo hizo salir como alma que lleva el diablo, sin
impermeable y sin placa. Nunca pudo recordar cómo llegó hasta el puente.
Seguramente violando todas las normas del tránsito.
—Acérquese despacio, capitán. No sabemos qué es lo que va a hacer.
Despacio una mierda. Corrió a abrazar a Odette, que miraba ciegamente el
río, sentada descalza en el parapeto.
—¿Qué pasa, Cisne? —Como cuando eran chicos.
—¿Sabías que una vez hicimos el amor en este puente?
—Bambina... — le acarició el pelo mientras se aseguraba de tenerla sujeta.
—Scaramouche — ella sonrió débilmente mientras se volvía hacia el río otra
vez.
Auguste hizo señas al patrullero para que se retirara.
—Está bien— les gritó. — Un poco alterada, pero no pasa nada. —Cualquier
cosa con tal de que los dejaran solos.
—Se despertó para mirarme y sonrió.
No era posible. Era una ilusión creada por la desesperación misma.
—Me sonrió, lo abracé y murió.
La apretó entre sus brazos y la levantó del parapeto.
—Vamos a casa.
17
CAPO CALAVÀ, FINES DE SEPTIEMBRE DE 1996
Lola acarició la cabeza de su hija mientras se asoleaban en la terraza del
villino de Capo Calavà. Medio adormilada por el sol tibio del otoño siciliano,
Odette sonrió al tiempo que frotaba su mejilla contra la mano de su madre.
Lola suspiró. Cuando Auguste se entere, pondrá el grito en el cielo. Y ella se
habrá salido con la suya. Lo usual.
—¿Le avisaste a tu hermano?
—Se lo encargué a Marguerite. No te preocupes, mamá. Tan pronto como
tenga los papeles, vuelvo a París.
Pobre Auguste, siempre el último en enterarse, pensó Lola. Caballero
andante de brillante armadura, empeñado en proteger damiselas renuentes a
ser protegidas. Odette reaccionaba como un basilisco ante el
intervencionismo fraternal. Cada vez que Auguste intentaba tomarse
seriamente su papel de hermano mayor, el Cisne se escurría aunque se
hubiera metido en problemas. “Me las arreglo sola”, era el eterno argumento
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contra el “Sólo quiero ayudar”. No importaba que fuera un rompecabezas
complicado o un compañero del Liceo demasiado afectuoso, aunque Auguste
se las arreglara para cuidar a su hermana a espaldas de ella. Lola siempre
había sospechado que Odette lo dejaba hacer en los casos en que le convenía
que el oso de su hermano mayor hiciera su entrada triunfal. Prueba de ello
había sido el noviazgo con Jean-Luc: Auguste no se enteró de nada hasta que
estuvieron a punto de casarse.
Lo mismo cuando Odette ingresó en la Policía, después de enviudar.
Auguste había hecho un escándalo, se había peleado con Nadine y había
amenazado a su hermana con encerrarla hasta que se le pasara la locura que
la había atacado. Ella se limitó a aclararle que no le estaba pidiendo permiso
sino comunicándole una decisión.
Auguste intentó robar el expediente de admisión, lo que casi le costó que lo
degradaran si su suegro no hubiera intervenido para pacificar la situación y
salvarle el cuello. Lola y Franco viajaron a París ante el pedido de refuerzos
de su hijo, que veía que las cosas se le escapaban de las manos. Lola sonrió
al recordar la expresión del viejo SaintClaire, en medio del simposio familiar
en que había degenerado la cuestión, murmurando: “Estos italianos...”.
Franco estuvo a punto de ofenderse, Nadine acusó llorando a Auguste de
retrógrado y machista, y SaintClaire no sabía cómo disculparse con sus
consuegros. Por fin, cuando se calmaron los ánimos, descubrieron que
Odette se había ido. Regresó dos horas más tarde, con expresión plácida:
había ido a firmar los papeles de la admisión. Auguste decidió cambiar de
táctica.
—Odette, sólo queremos ayudarte.
—Soy mayor de edad.
—No tiene nada que ver con la edad. Todos te amamos y queremos cuidarte.
—Yo también los amo. Es simplemente un trabajo como cualquier otro.
Tengo que vivir de algo.
—¡No! — Auguste golpeó la mesa con el puño. — ¿No fuiste a la
universidad? ¿Para qué estudiaste? ¿Qué carajo vas a hacer en la policía?
Odette se sentó y se sirvió un café y cuando levantó la vista, Lola supo que
su hija iba a ganarle otra partida al hermano.
—Esta conversación se parece mucho a otra entre un abogado joven y muy
prometedor y sus padres.
Jaque.
Auguste se quedó sin argumentos. Miró consternado a cada uno de los
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presentes. Su suegro —que no se había atrevido a confesarle que era él quien
había aceptado la solicitud de Odette— estaba muy ocupado armando una
pipa. Nadine lo miraba triunfal. Buscó apoyo en el último baluarte que le
quedaba, pero Franco, encogiéndose de hombros muy a la napolitana, dijo:
—Siempre hizo lo que quiso. No va a cambiar ahora.
Ni siquiera pensó en consultar a su madre. Con los brazos en jarras se volvió
hacia su hermana, tratando de hacer una salida honorable.
—No quiero que sepan que somos hermanos.
—Yo tampoco. Me admitieron como Marceau.
Jaque mate.
Y, con todo, Auguste continuó protegiendo como podía a su hermana.
Contaba con la ayuda incondicional de Marguerite, que había decidido
quedarse con los "chicos" cuando ella y Franco volvieron a Italia. Odette
había insistido en que su padre aceptara el puesto de régisseur de la Ópera de
Palermo, que le había sido ofrecido varias veces.
“Qué mejor culminación de tu carrera. Podrías convencer a mamá de que
vuelva a escena”, le dijo. Franco estaba feliz con el desafío del puesto. Con
sus hijos casados, deseaba emprender algo nuevo.
Mi dulce Franco, tan conmovedoramente napolitano. Tan enamorado de la
vida, pensó Lola y sonrió. Ni la guerra, ni la infancia en la miseria, ni la
muerte prematura de Vita le habían oscurecido el corazón. Sólo le habían
exacerbado el ansia de vivir cada minuto de la vida, bebiéndosela a grandes
tragos. Siempre la había arrastrado en sus bríos, hasta cuando bailaban. Por
eso ella había elegido abandonar el escenario cuando su marido se había
retirado. ¿Con quién podría sentir tan vívidamente las dulces ficciones de las
coreografías? Franco le había enseñado a gozar de la danza no solamente
como placer estético o disciplina artística. No era eso lo que importaba:
cuando bailaban, eran los protagonistas de cada historia. Su amor no se
limitaba únicamente a las bambalinas: subía con ellos a escena y creaba la
magia que los había hecho inolvidables. Podría no ser un bailarín tan
acrobático como los rusos o tan disciplinado como los británicos, pero la
pasión que le brotaba por los poros electrizaba al público. Si Shakespeare y
Prokofiev lo hubieran visto bailar, se habrían dado cuenta de que nunca fue
más auténtico un Romeo. Franco era único, su amor era único y sería su
único partenaire durante el resto de sus vidas.
Sólo la tragedia de su hija había opacado ese ímpetu maravilloso. La agonía
de Jean-Luc les había cambiado la vida a todos. Después de su muerte, con
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Odette en Capo Calavà, Franco había intentado que su hija se quedara a vivir
con ellos, pero al cabo de dos meses ella quiso regresar a París. “¿Estarás
bien?”, le preguntó el padre, y Odette le mintió diciéndole que sí.
Lola se sentía impotente para penetrar el caparazón en que se había recluido
Odette. Quizás esa forma de ser siempre había estado allí latente, acechando
el momento para salir a la luz. Auguste era transparente, abierto e inocente
como su padre, y precisamente esas cualidades muchas veces le causaban
dolores innecesarios. Odette, en cambio, era más sombría, con una violencia
interior severamente contenida que Lola alcanzaba a entrever en algunas de
sus actitudes. Aun cuando era una estudiante despreocupada, había en ella
esa intensidad en los sentimientos que se manifestaba en la pasión
desaforada con que emprendía todo lo que hacía. Había amado
apasionadamente y ahora sufría igualmente apasionada, pero ese mismo
fuego le había convertido la sangre en veneno. Lo veía en sus ojos, antes
brillantes de alegría, ahora carbones encendidos por la furia sorda e
impotente que le oprimía el pecho.
Tu padre y tu hermano podrán no verlo pero te llevé en mis entrañas y yo sí
sé lo que hay en tu corazón.
Sabía que su hija no descansaría hasta vengar la muerte de Jean-Luc. Una
sola vez, Lola se había atrevido a preguntarle por qué se lastimaba de esa
forma. Odette la miró como si quisiera ahogarse en sus ojos. “No lo sé. Lo
llevo en las venas, en las entrañas. Es más fuerte que yo”, respondió en un
terrible momento de desnuda debilidad. Es esta tierra, se lleva en la sangre.
Se habían abrazado durante mucho tiempo, sin hablar, dejando que la piel
transmitiera esas sensaciones que no pueden describirse con palabras. Te
entiendo, hija, te amo y te acepto. Desearía que no sufrieras tanto. Odette
había madurado de la forma más dura posible, porque la vida no le había
dejado oportunidad. Había perdido de un solo golpe el halo maravilloso de la
juventud. Y si los años no la habían tocado, le habían dado a cambio la
belleza sombría y terrible de una tragedia griega. Entonces Lola lloró por su
pequeño, dulce e inocente Cisne, muerto y enterrado en la tumba de un
policía.
*****
Mariolino Varza enfocó los binoculares disimuladamente. En la reposera
vecina, Beatrice se bronceaba el cuerpo de modelo, provocando a los
guardaespaldas. Que provoque. Ninguno se atrevería a tocarle ni un pelo de
73
la cabeza, aunque ella se les tirara encima desnuda. ¡Ah! Ahí está. Apretó
los labios, inspirando para desatar el nudo que la excitación le había atado en
la garganta. Tomaba sol con un pantaloncito viejo de jean desprendido y el
corpiño de encaje. ¿Qué era lo que lo atraía de esa mujer? Eso. “Mujer” era
la palabra. Con todas las letras. No solamente "hembra". Para hembra, tenía
a Beatrice, la belleza romana que era la envidia de sus amigos. Beatrice, que
se aburría ostentosamente fuera de su círculo social, y elegantemente dentro
de él; que no podía comprender a la familia ni la forma de vida que ésta
llevaba en la isla. Por fortuna, él estaba a cargo de los negocios y vivían
alternadamente en Roma y en Milán, lo cual era muy conveniente para evitar
los roces entre su mujer y el resto de sus parientes salvo su madre, tan afecta
al jet set como Beatrice. Se había casado enamorado, pero la pasión no
alcanzaba a convertirse en amor y ya había perdido la esperanza de que eso
sucediera algún día.
Ah, se levantó. Volvió a tragar saliva. Orgullosa, había enfrentado a los
hombres de la familia: su abuelo, su padre, sus hermanos y él mismo.
Vestida de negro, con un único anillo de oro en la izquierda y la alianza del
marido muerto descansando sobre el pecho, colgada de una cadena. No
necesitaba más adornos. Ella se bastaba; sus ojos eran joyas suficientes. Los
había mirado uno a uno, congelándolos, manteniéndolos a distancia. “No
estoy en venta”, decía esa mirada. Él jamás habría intentado comprarla. A
una mujer así se la respeta y se la ama, si ella te deja.
Salvatore —quién sabe por qué, hacía tiempo que no podía pensar en él
como “papá”— había reaccionado como el macho cabrío que era: “Siempre
quise tener de amante a una putita francesa”, le había susurrado mientras
salían del escritorio de don Mario. A una mujer así no se la tiene de amante.
Uno se casa con ella y mata al que se le acerca, o nada.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Beatrice, indolente, desde la reposera.
—Los veleros.
Les hizo señas a los guardaespaldas para que se retiraran. Se le había
encendido la sangre y el cuerpo de su mujer era tan bueno como cualquier
otro.
*****
—Bambina, tu madre y yo salimos un momento —gritó papá desde el
vestíbulo. Odette asomó la cabeza desde el baño para pedirles que trajeran
cannoli di ricotta.
74
—Cannoli, struffoli, ¿qué te crees? ¿Que estás de vacaciones en la Isola dei
Ballocchi24? —papá rezongó— ¿Traigo también casatta?
—¡Sí!
La puerta se cerró y Odette se quedó rebuscando entre los vestidos de su
madre. Mamá conservaba el cuerpo gentil de sus tiempos de étoile, así que
todavía usaban el mismo talle, excepto que... Mierda, no me cierra la parte
de arriba. Se sacó el corpiño y eligió otro, más escotado, con la espalda baja
y breteles. Un modelito adorable. Por lo menos no parezco un salchichón.
Descalza bajó a la cocina a meter el atribulado conjunto deportivo, la ropa
interior y los pantaloncitos de jean en el lavarropas y a preparar café. Oh,
struffoli. Tomó dos o tres y se los metió en la boca. Llamaron a la puerta y
fue a abrir chupándose la miel de los dedos.
—¿Se olvidaron las llaves?
—Signora Marceau.
Mariolino Varza en persona, que pugnaba por mantener la mirada por
encima de su cuello. Por qué mierda me puse este vestido. Y descalza. Y con
el pelo mojado. Cristo, debo de parecer un pato.
—Adelante, signor Varza.
—Le traje estos papeles. Sé que está esperándolos para marcharse.
Tomó el sobre de papel de arroz carísimo que le entregaba el hombre.
—¿Puedo ofrecerle un café?
—Por favor.
Lo invitó a sentarse en el salón y mientras iba a la cocina sintió los ojos de
Mariolino clavados en su espalda. Bebieron el café intercambiando frases de
cortesía, hasta que él dijo:
—Mi abuelo me puso al tanto. Creo que usted es... muy valiente al hacer lo
que hace.
—Es mi trabajo.
—No me refería sólo a eso… Le prometo, señora, que tendrá toda la
colaboración que necesite de nuestra parte.
Odette se sonrojó levemente ante esos ojos negros que la miraban con
intensidad.
— Possiamo darci del tu?25 El “señora” es demasiado formal.
Varza le sostuvo la mirada por un instante y después bajó los ojos.
—Mario, — él le tendió la mano sonriendo.
24
25
La Isla de la Diversión de "Pinocho"
¿Podemos tutearnos?
75
Odette sintió que podía confiar en él tal como había confiado en su abuelo y
se relajó.
La conversación se volvió profesional, pero en absoluto distante. Mario
había oído rumores sobre ciertas diversiones a las que eran afectos algunos
de los hombres con los que hacía negocios. El gesto de repugnancia no era
fingido. Continuaron hablando hasta que Franco y Lola regresaron. Si sus
padres estaban sorprendidos, lo disimularon muy bien. Invitaron a Mario con
una copa de Marsala y dulces pero él declinó con gentileza.
—Tengo que irme. Pero creo que pronto mi familia tendrá la oportunidad de
aceptar y devolver la cortesía. Si Dios quiere, seremos parientes.
—¿Tonina? —Su madre sonrió, muy al tanto de los romances familiares.
Franco, como siempre, estaba en la luna en ese aspecto.
Mario estaba complacido.
—Su hermosa sobrina ha aceptado a mi hermano Andrea. Parece que las
Vitorello siempre se roban el corazón de los Varza —añadió, mirando
galante a ambas.
Lola sonrió otra vez, encantadora, mientras Mario se inclinaba en un
educado besamanos. Saludó con un respetuoso gesto a Franco y, al volverse
a Odette, le tomó la mano. No se la besó sino que se la estrechó con
franqueza.
Cuando se hubo marchado, papá preguntó con la boca llena de casatta:
—¿Tonina se casa con Andrea Varza?
—Parece que sí —respondió mamá, que volvía de la cocina con más café.
—Podrías aprender — Franco reprendió a su hija.
—Papá...
—¿Te crees que estoy ciego? Si las miradas preñaran, ese Varza te habría
dejado embarazada. ¿Qué te pasa? ¿Ya no te gustan los hombres?
—¡Papá!
—Encima te pones ese vestido... —comentó Franco en tono reprobador.
Odette y su madre se miraron con un gesto de entendimiento: “Papá no
cambia más”.
18
PARÍS, PRINCIPIOS DE OCTUBRE DE 1996
—¿Que hiciste qué?
Auguste mordió las palabras mientras golpeaba el escritorio y se ponía de
pie, pateando el sillón. El hecho de que no gritase era señal inconfundible de
76
furia asesina.
Ella lo miró impasible, sin abandonar su asiento. Auguste rodeó el escritorio
para zarandearla por los hombros.
—¿Te volviste loca? ¡Por Dios! ¿Cómo se te ocurrió?
Odette explicó como si su hermano fuera deficiente mental.
—¿De dónde íbamos a conseguir las preciosas cartas para Dubois? ¿De la
embajada? ¿O pensabas presentarte en el puerto de Monte Carlo a preguntar
si alguien estaba dispuesto a colaborar con la Brigada Criminal? ¡Tienen que
ser comprobables, desde el membrete hasta la firma! Si no, ¡es lo mismo que
mandar a Dubois al pelotón de fusilamiento!
—¡Desapareciste cuatro días! —rugió Auguste.
—Le dije a Marguerite que te avisara—Odette apoyó los codos en la madera
y la frente en las palmas.
—¡Menos mal! ¡Gracias a eso estuve un poco menos preocupado! —
Auguste bajó la voz. —¿Te das cuenta del problema en que estás metiendo a
la familia?
—La familia estaba perfectamente al tanto de lo que fui a hacer.
Auguste la miró sorprendido.
— Renzo y Ciro me acompañaron. Me demoré para esperar esos papeles.
—¡Y volviste en el puto tren! ¡Desde Nápoles! ¿Por qué carajo no tomaste
un avión? —Otro sacudón al sufrido escritorio.
¿Auguste diciendo palabrotas? Está enojado de verdad. Dios santo, es un
hinchapelotas. Odette se levantó tratando de contenerse para no patear la
silla. Después de todo, el mobiliario pertenece al Estado.
—Porque quería dormir. Tomé el primer vuelo que encontré y llegué a
Milán. De allí, otro avión a Nápoles. Después a Ischia. Después el velero a
Capo Calavà. Esperé los papeles y Renzo me llevó de vuelta a Ischia. Quería
dormir un poco.
*****
Marcel entró sin golpear. Llegaba tarde a la reunión con Massarino y las
caras de culo que encontró lo sorprendieron. Murmuró una disculpa y volvió
a salir. Antes de que pudiera cerrar la puerta Odette la sostuvo, salió y cerró
de un portazo.
El vestido negro de lana le disparó la adrenalina. Intentó despegar los ojos,
pero fue tan obvio que ella lo reprendió de una ojeada. Giró acompañando su
paso mientras trataba de encontrar una disculpa: el maldito vestido era tan
77
devastador cuando llegaba como cuando se iba.
Ella giró la cabeza y con una sonrisa de Gioconda le dijo:
—La barba te queda bien, Duque de Mantova —y se encerró en su cubículo
con una montaña de papeles. Esta vez sin portazo.
Él sonrió, algo más relajado ante la broma privada. El sargento Foulquie
observaba la escena en silencio, y Marcel lo miró con expresión culpable.
Foulquie sonrió.
—Mala elección, teniente —comentó en voz baja.
Marcel frunció la frente y lo interrogó con un gesto. El otro explicó a media
voz:
— Llevo unos cuantos años en la Brigada y nunca conocí a nadie que que se
le acercara más que para intercambiar papeles. Es encantadora pero si pasan
de la raya, un basilisco es más simpático.
Bardou se unió a los comentarios, codeando al sargento.
—Coto de caza privado, Foulquie —y con la cabeza señaló la oficina de
Massarino.
—No seas idiota, Bardou. Qué saben —rezongó el otro.
—Dicen... —respondió Bardou, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué
cierran la puerta cuando están juntos? ¿Para que no los escuchen?
Foulquie hizo un gesto con la mano y le dio la espalda, pero Bardou insistió:
—¿O para discutir? Porque discuten, ¿eh?
—Seguramente les guste ese estilo —acotó venenosamente alguien de
uniforme. Una rubia muy, muy atractiva, esa cabo Sully, muy del tipo que le
gustaba a él. Había estado a punto de invitarla a salir. El día que tenía
pensado arreglar una cita con la rubia, Massarino lo había asignado al caso
con Marceau.
—No sé qué le ven. A ella, digo. A Massarino —siguió la cabo, bajando la
voz— lo pasaría por las armas—y miró a Marcel con idéntica vocación por
el fusilamiento— Ay, teniente, parece D'Artagnan con la barba.
Pasó a su lado y le acomodó el mechón que se le había deslizado por la
frente, mientras Bardou le guiñaba un ojo cómplice. Marcel le sonrió a Sully
casi por compromiso.
—Imbéciles —murmuró Foulquie mientras volvía a su escritorio.
Marcel se detuvo un instante antes de entrar en la oficina del comisario.
¿Qué le ven? Cómo te congela con la mirada. Cómo camina. Cómo le
quedan los vestidos negros.
78
*****
Auguste hizo el intento de cambiar la cara de culo cuando Dubois entró pero
falló.
— Disculpe la tardanza, comisario.
—No hay problema.
Auguste suspiró pesadamente y aflojó las mandíbulas.
— Estas son las cartas que necesita. ¿Tiene listo el resto de la
documentación personal?
—Sí, señor. Después de cortarme el pelo me tomaré las fotos para el
pasaporte, —respondió Dubois mientras miraba las cartas—. Excelente
falsificación.
—Son auténticas, teniente. Desde el membrete hasta la firma y el sello. Este
dossier es para que lo lea antes de partir. Es información sobre el príncipe Al
Faid que podría llegar a necesitar: fotos, fechas, situación del país, cosas así.
Dubois miraba todo con la boca abierta.
—Señor... no esperaba algo tan real.
—Nos permitimos hacer lo propio con sus datos para el príncipe — Auguste
continuó, sin responderle—. El conocimiento debe ser mutuo. Esta gente sin
duda verificará por partida doble los datos que usted les dé.
Odette había preparado todo a sus espaldas, y eso lo ponía furioso pero lo
que más lo irritaba era no haber previsto que ella lo haría. En fin, lo usual
con Odette, pensó. Dubois hojeaba los papeles con perplejidad cuando sonó
el teléfono. Se sobresaltó y tomó mecánicamente el auricular del interno. La
campanilla siguió sonando; era la línea directa.
—¡Hola! —respondió bruscamente. La expresión le cambió de golpe, y
Dubois se levantó y educadamente salió del despacho.
—Augusto, sono mamma.
El corazón le dio un vuelco.
—Mamma, cos’è successo?
¿Qué pasó? Auguste sintió que se le retorcía el estómago.
—Nada, querido — Lola continuó en italiano—, pero quería hablarte de tu
hermana.
Dios, ¿y ahora qué? Algo se complicó. Cuando corte, la mato.
— Figlio mio, tua sorella ti vuole bene. Ella jamás haría algo que pudiera
perjudicarte. No a nosotros. A ti, Augusto. Su única preocupación al venir y
hablar con...
Lola no pronunció el nombre. Madre de un cana.
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—Con ellos... era que nada de lo que ocurriese aquí pudiera afectarte
personalmente o en tu trabajo. A te, Augusto, capisci?
Se sintió un absoluto gusano.
—Pero si yo...
—Figlio mio, te conozco. Ellos van a ayudar. De verdad.
—Ya lo hicieron. Lo que consiguió Odette es... increíble.
—Harán más. Son gente de honor. Yo te llamaré para mantenerte al tanto.
Un beso y un abrazo a Nadine y a mis nietos.
—Ciao, mamma. Baci a tutti.
Sin duda, papá estaba junto a ella mientras hablaban. Y alguno más. Estas
cosas se hacen en familia. Se recostó en el sillón. Entonces mamma sería el
“correo”: la intermediaria perfecta. Se levantó para hacer pasar a Dubois.
—Era mi madre. Cosas de familia —se disculpó mientras el otro sonreía
comprensivo.
El teléfono volvió a sonar. Esta vez sí era el interno. Hizo un gesto de
resignación y levantó el auricular correcto.
—Augusto, scusami.
Era Odette, pidiéndole disculpas.
—Scusami tu.
Giró el sillón para que el teniente no viera su expresión culpable.
—Non avrei dovuto prendere il treno...
Se reprochó por enésima vez el haberle gritado por lo del tren de mierda.
—Non fa’ niente. Ci vediamo stassera?
—Va’ bene.
—Strega26.
—Cretino.
Bien, la familia reunida otra vez: mi mujer, mis hijos y mi hermana. Sonrió
satisfecho. La sonrisa casi se le congeló cuando recordó que Dubois también
hablaba italiano.
Tengo que pedir que Mantenimiento cambie este interno de mierda. El
parlante del auricular amplifica demasiado. Bueno, tampoco fue una
conversación importante. Cosas de familia.
*****
Marcel reconoció instantáneamente la voz del otro lado. Así que coto de caza
privado. ¿Pero quién sale de cacería? Apretó la boca para que el gesto de
26
Bruja
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irritación no lo traicionara.
La alianza de oro en la mano del comisario no era garantía de fidelidad. ¿Y
ella se tomó el trabajo de aprender italiano para darle gusto? Aunque no me
parece del estilo de darle gusto a nadie. La llamada de disculpas pareció
más una segunda oportunidad para Massarino que para ella.
Chocolate puro. El solo aroma te hace desear probarlo, aunque sepas que te
deja la boca amarga. No, viejo. Lejos de la tentación, lo más lejos posible.
Aunque me muera por probar. La sonrisa de Massarino terminó de arruinarle
la mañana y lo dejó de muy mal humor para el resto del día.
19
BUENOS AIRES, PRINCIPIOS DE OCTUBRE DE 1996
—El Tano nos cagó —dijo el Tigre mientras le pasaba el diario.
La foto del “Tano” acompañaba un titular y notas de varias páginas. Un
arrepentido y la puta que lo parió. El Brigadier sintió intensos deseos de
reventarle los sesos a patadas.
—Tranquilos. No nos pueden hacer nada —comentó Mengele.
Tenía razón. Nadie podía tocarlos. Ése había sido el arreglo para la
“pacificación nacional”.
—Dejálo que hable al pedo – siguió el médico.
—Tengo una idea mejor. Llamen al Turco. Que lo tape de mierda hasta la
nariz. Que lo enganche con algo y lo entierre.
—¿A cuál? Digo, cuál Turco... —preguntó el Tigre, con los ojos muy
abiertos.
—Al Camionero, pelotudo. Se enganchó en la custodia, ¿no?
—Bien pensado, capi. —El Tigre sonrió, más tranquilo.
—Mayor, nene. Ahora soy mayor. —Se rieron a carcajadas. El negro de
mierda ascendió a teniente coronel. El pensamiento le amargó su propia
promoción.
—Esperen. —Mengele, siempre tan puntilloso, tan memorioso. —¿Qué sabe
el Tano de la operación nueva?
—Nada. Ya estaba afuera cuando empezamos.
—Pero lo del franchute... la encomienda.
—¡Cómo no va a saber, si él lo llevó al hotel!
—Entonces...
—¡Pero quién carajo se acuerda! —Mengele dio media vuelta y salió sin
contestar.
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—Hacete el vivo y tratá de poner un pie en Francia, y vas a ver cómo se
acuerdan —chicaneó el Tigre.
—No necesito estar para dirigir las operaciones —fanfarroneó—. Les di las
instrucciones, la forma de hacer los operativos, de entrenar al personal. —Se
rieron a carcajadas.
—Briga, sos un hijo de puta. —En ese tonito admirativo que cambiaba el
sentido del insulto.
*****
—Hay problemas —comentó Mengele, preocupado.
—¿Otro arrepentido? – ladró el Brigadier.
—No. Algo referido a nuestra encomienda.
—¡Pero carajo, basta! Eso está terminado hace años. El tipo debe de estar
muerto hace rato.
—Sí. Pero tenía familia.
—¿Y?
—Parece que aparecieron.
—Repito: ¿y?
—¿No sabés? Alguien contactó al Tano en la cárcel.
—No puede salir del país aunque lo larguen. El Turco hizo bien las cosas.
Está hasta la jeta en no sé qué quilombo… ¡Pará! Quiénes son? Los que lo
fueron a ver.
—Otros tanos. Parientes, pareciera. De afuera.
—¿Y qué tiene que ver con la encomienda?
—Los escucharon, ¿entendés? Siempre escuchan cuando es uno de los
nuestros. Y los tanos le preguntaron por ese asunto. Nada más que por ese
asunto. No me gusta una mierda.
—¿Qué más?
La conversación había tomado un giro que no esperaba.
—Hablé con el contacto francés. Comentó que están pasando cosas. Cosas
raras.
El otro lo interrogó con una mirada que erizaba los pelos de la nuca.
—Se está armando algo dentro de la Brigada Criminal. La misma de la que
vino la encomienda.
—¡Ya sé, ya sé! ¿Y? —el tono cambió de impaciente a violento. —¡No te
hagas el misterioso, Mengele! ¿Qué pasa con la puta Brigada?
—Parece que nadie sabe mucho. Habló de cuerpos especiales. No sabe
82
quiénes son. Pero parece que manejan asuntos gordos. A nivel internacional.
—Si la Interpol está metida, no hay problema. El viejo se encarga de que no
jodan. Tiene buenos contactos, —se rió sobrador, con una tranquilidad que
estaba dejando de sentir.
—No, no es la Interpol. Es francés. Andan atrás de cosas grandes, jodidas,
pero con mucho cuidado, ¿entendés? Nada de publicidad, nada de uniformes.
Todo muy calladito. Ya hubo otros operativos que anduvieron bien. El
asunto del tráfico de bebés, por ejemplo.
—No me vas a decir que con eso no pudieron saber de quiénes se trata..
Hacé el favor...
—Sí te lo voy a decir —Mengele encajó la mandíbula para no putearlo. —
Nadie larga información, ni para los diarios. Cuando se destapó la olla de los
pibes, se mencionó solamente a la Prefectura de París, sin especificar nada
más. Sin nombres ni fotos. Saltaron un par de capitostes en una secretaría de
no sé qué, gente de guita en cana, pero sin demasiado ruido en los medios.
No quieren levantar la perdiz. Ni la gente de ellos está segura de quiénes son.
—¿Y el contacto cómo mierda sabe del “escuadrón secreto”, entonces? —se
burló.
—Siempre algún boludo deja escapar algo. Pero esto es en serio. Parece que
después de la buchoneada al boludo le dieron el traslado.
—¿Boleta? —preguntó el Tigre, sorprendido.
—No, animal. A un puestito de mierda —contestó Mengele, moviendo la
cabeza—. Así que chau, no hay más rumores. Pero no me gusta.
—A mí tampoco —murmuró, apretando la mandíbula en un gesto sombrío—
. A mí tampoco.
20
PARÍS, LA DÉFENSE, MEDIADOS DE OCTUBRE DE 1996
—¡Dios santo! —La exclamación de Marguerite la sorprendió cuando estaba
a punto de salir.
—¿Qué pasa?
—¡Asesinaron a Taddeo Fiore!
—¿Qué?
Marguerite le pasó el diario. Mierda, es cierto.
El famoso diseñador italiano radicado en Los Ángeles había sido asesinado
aparentemente por un amante ocasional. La servidumbre lo había visto entrar
en la casa la noche anterior con un mocoso que no tendría más de quince
83
años, y Fiore había ordenado que se fueran temprano. Al día siguiente, su
ama de llaves lo encontró atado a la cama y apuñalado en varias partes del
cuerpo. Los Identikits del supuesto criminal no coincidían.
Taddeo Fiore. 'Nom de guerre' de Galeazzo Cagna. Con semejante epónimo
nunca habría triunfado en el mundo de la moda. Había dado sus primeros
pasos como diseñador de vestuario teatral y se habían conocido cuando la
Ópera—Garnier lo contrató. Genial y brillante como profesional, era un tipo
encantador hasta que lo conocías a fondo: un soberano hijo de puta.
Franco y Lola advirtieron enseguida la catadura del tipo y mantenían el
menor contacto posible con él, lo que no fue obstáculo para que se dedicara a
rondar a Auguste. A los trece años, Auguste era tan virilmente hermoso
como un adolescente renacentista y con una inocencia que sorprendía a los
que lo trataban. Cagna había desplegado todos sus encantos para seducirlo.
Fue la primera y última vez que vieron a Franco golpear a un tipo. Quién
hubiera imaginado que papá tenía tan buenos conocimientos de pugilato.
Bueno, no por nada nació y se crió en Forcella. Cuando los separaron,
Cagna tenía partido el labio y rotos el tabique, el orgullo y el contrato con la
Ópera.
Se había radicado en los Estados Unidos, consciente de que en Europa el
escándalo lo perseguiría durante bastante tiempo. Sus clientas lo adoraban,
los maridos detestaban las cuentas astronómicas y sus mannequins le temían,
aunque esto último corría sotto voce. La policía nunca le había podido probar
nada pero se sospechaba que el modisto del jet set estadounidense proveía de
modelos famosos a cierta clientela selecta pero anónima. Nunca había tenido
una denuncia. Ninguno de los hombres y mujeres que desfilaban para él se
había atrevido a hacerla, pero varios habían tenido problemas por drogas y
dos mannequins habían muerto de sobredosis de heroína. Más los rumores de
que todos los aspirantes masculinos a la pasarela o a figurar en el mundo de
la moda tenían como etapa obligada, su cama.
Por fin justicia. Y no precisamente poética. Besó a Marguerite y salió.
*****
Apenas dejó el auricular en la horquilla, Auguste le pidió a Bardou que le
consiguieran el Los Angeles Post. La novedad ya la conocía —no se hablaba
de otra cosa en los noticiarios—, pero quiso verificar el dato. En el obituario
aparecían líneas que lamentaban la triste desaparición de Galeazzo Cagna,
gran amigo de la familia Varza. Mientras subía al segundo piso, se cruzó con
84
su hermana.
—¿Te enteraste? —preguntó, mostrándole el diario mientras hacía el gesto
universal del teléfono con la otra mano. Mamma.
Odette respondió feroz:
—Espero que le hayan cortado las pelotas.
—De hecho...
21
CAPO CALAVÀ, MEDIADOS DE OCTUBRE DE 1996
—Mariolino, assitati27.
Estaban solos en el enorme estudio de su abuelo. "Sin Salvatore", había
especificado el viejo. Una sensación extraña le aprisionó los intestinos. El
viejo tenía delante un listado de nombres. Se miraron en silencio: los
nombres que le habían arrancado a Cagna, literalmente hablando.
—Esto fue un poco escandaloso —comentó don Mario.
Asintió, molesto. A él tampoco le había gustado la forma en que se habían
resuelto las cosas. Podrían haber obtenido los nombres con más sutileza y
ensuciando menos las paredes: los archivos de “clientes” se guardaban en la
caja fuerte de Cagna.
—Además —continuó su abuelo— arriesgaron al hijo de Matteo. No me
gustó.
—Tenía el pelo teñido y lentes de contacto. Limpiaron sus huellas de todos
lados. No van a identificarlo.
—No justifiques a tu padre.
Mario bajó la cabeza mientras el viejo seguía hablando.
—Ese Cagna merecía cualquier cosa que le pasara. Pero nosotros no
hacemos esas cosas.
Después de una pausa, el viejo soltó lo más importante:
—Salvatore ya no está a cargo.. —No sirve. La violencia, esta violencia, ya
no sirve. Estoy tratando de limpiarles el camino a mis nietos y esto es una
mancha muy grande.
Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—Abuelo...
—Estás al frente, Mario.
Era la primera vez que el viejo no usaba el diminutivo familiar.
—Vas a estar al frente de todo. Quiero que me demuestres que no me
27
Siéntate
85
equivoqué.
Le temblaron las piernas. Apretó los labios y enfrentó la mirada de su
abuelo.
—No sólo vamos a ayudar a unos amigos. Vamos a limpiar escoria y a
desembarazarnos del pasado de una vez por todas. Capito?
—Sí, abuelo.
—Avanti, quinni28. Mis hombres son tuyos.
Mientras se levantaba a besar al viejo, éste le preguntó por su mujer.
—Bien. Hermosa como siempre. En Roma .
Un ramalazo de pena le cruzó los ojos. A su abuelo no se le escaparía.
—T'adda aviri maritatu 'na picciotta siciliana29.
Después de un momento, le respondió en voz baja:
—La única siciliana con la que me hubiera casado no nació en la isla.
El viejo sonrió tristemente.
—Sembri cche nun sunnu pe’noi30.
22
BUENOS AIRES, MEDIADOS DE OCTUBRE DE 1996
—¡Mierda! ¡Se lo cargaron a Fiore!
—¡Andá! ¿A ver?
El Tigre le pasó el diario.
—La puta, che. Lo boletearon lindo.
—¿Boleta? Eso es una vendetta, hermano.
—¡Nooo! Con lo puto que era éste... Se la habrá dado algún filito
despechado.
Mengele los miró a los dos.
—Filito, las pelotas. Un pendejo de quince años no te hace eso. Ahí hubo
manos expertas.
—Mengele tiene razón. Lo torturaron antes de matarlo – el Tigre miraba un
semanario sensacionalista que publicaba fotos del cadáver.
—Si vos lo decís... y la sabés lunga —murmuró el Brigadier. Mengele le
hizo un gesto obsceno con la mano.
—También... con todas las hijoputeadas que hizo, alguna vez se la tenían que
dar.
Al Tigre nunca le había gustado Fiore.
28
29
30
Adelante, entonces
Deberías haberte casado con una siciliana
Parece que no son para nosotros
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—Bien que cuando te volteaste a las pendejas que te llevó al hotel, no
parabas de darte dique. Fulanita coge así, Menganita me la chupó asá.
—¿Y qué querés? Una vez que tengo la oportunidad de moverme a
semejantes minas... Más flacas que la mierda, y repasadas de merca.
—Y sin la merca, ¿cómo carajo te creés que le iban a dar bola a un negro
como vos?
—¡Callate, pelotudo! Claro, el nene es rubiecito, bonito, el malcriado del
“namberguán”, se le tiran a los pies.... ¡Al grone ese general de los Marines
bien que se le tiraban encima!
—¡Qué vivo! ¡Era un grone con estrellas hasta en el pito!
Se rieron a carcajadas.
—Muchas estrellas y poco seso —comentó Mengele—. Lo de
Centroamérica salió como el culo.
—Eso porque se les metieron los civiles de los servicios. ¿Ves lo que digo?
¿Cuánto llevamos con el operativo en Europa? Casi doce años. Un violín,
hermano. ¿Quién dirige? Un milico. ¿Los mejores hombres? Milicos. Y
tenemos a los civiles bien agarraditos de las bolas.
—Igual, lo de las monjas no me gusta. Y al número uno tampoco. Te lo dijo
catorce mil veces y vos te emperraste igual.
Mengele siempre en la contra, carajo, pensó el Brigadier y casi se le torció
la boca. Lo mismo se pavoneó.
—Es un toquecito. ¿No estuve sutil? Mejoramos el servicio y la clientela
está fascinada.
—Fascinada no: caliente.
Al Tigre sí le gustaba lo de las monjitas. Había probado un par de veces y se
había endulzado. El problema de no poder pisar suelo francés se había
solucionado con el yate de unos amigos que compraban armas y de paso se
prendían en las joditas.
Cuando las cosas están bien hechas, siempre funcionan. Pensándolo bien,
hace mucho que no me anoto en ningún tiroteo. Podríamos hacer un
crucerito y ya que estamos... Voy a llamarlo a Armand. Ese turro se está
divirtiendo solo.
23
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES, FINES DE OCTUBRE DE 1996
—¿Qué te parece? —comentó Odette señalando la carpeta.
—Muy bueno. Me gustaría verificar un par de datos que tengo en mente y
87
agregarlos.
Auguste repasó los papeles que su hermana le acababa de entregar y
comentó al pasar:
—¿Sabías que encarcelaron al general Constantini?
—¿Alessandro Constantini? ¿El de los Cascos Azules?
—El mismo. Le están lloviendo denuncias por violaciones a los derechos
humanos en Etiopía y Somalía.
—¡Mierda! ¿Qué hizo esta vez?
—Creo que le faltó robar gallinas. Palizas, violaciones a civiles, vejaciones y
torturas a prisioneros, razzias, fusilamientos...
— ¡ Qué horror! ¿Quiénes lo denunciaron?
—Algunos de sus propios hombres y los pobres somalíes, que consiguieron
que un grupo de periodistas filmara con teleobjetivo una de las “diversiones”
del general.
—¡Carajo! El paladín de la Patria es miembro del Ku—Klux—Klan...
—Ajá, y nos viene como anillo al dedo para la cobertura de Dubois.
Odette lo miró calculadora y sonrió a medias.
—¿Un ex—Casco Azul de Constantini?
—Un fanático de sus ideas contratado como asesor de seguridad de Su
Alteza, el príncipe Tarik Al Faid. No será necesario alterar las cartas de
presentación.
—Cierto, son lo suficientemente ambiguas... Una clase magistral de
diplomacia. ¿Pero eso no sería fácil de verificar? Quiero decir, si investigan
en los archivos de enrolamiento... Esta gente debe de tener buenos
contactos...
—Yo también tengo buenos contactos... —respondió satisfecho.
—Y me los ocultaste. A tu propia sangre —Odette lo miró con los ojos
entrecerrados. Una sonrisa le bailaba en los labios.
Él sonrió mientras pensaba cuánto hacía que no bromeaban juntos. A veces
sentía miedo por ella, tan lejana, tan sola por su propia tenaz decisión. Le
había asignado diferentes compañeros en casos anteriores, pero nunca había
resultado del todo bien. Ella era demasiado sutil, iba demasiado delante de
ellos. Algunos de sus compañeros habían tenido la pésima idea de tratar de
llevársela a la cama. Era lo peor que se podía hacer con Odette: insinuársele
o intentar abiertamente la seducción. El Cisne respondía con la ferocidad y la
velocidad de una cobra y, antes de que se dieran cuenta, los presuntos
victimarios se convertían en víctimas, en el mejor de los casos, de palizas
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verbales. Cuando no terminó como el escándalo de Ayrault. Cerró los ojos
como si pudiera evitar el recuerdo. Espero que con Dubois sea diferente. Él
es diferente.
—¿Qué te parece? —le preguntó a su hermana en voz alta, siguiendo el hilo
de sus pensamientos.
—Excelente... ¿Qué mejor recomendación?
—Gracias. Perdón, pero me refería a Dubois.
— Bueno, empezamos mal. Me dieron ganas de matarlo un par de veces.
Casi te acogoto por ponérmerlo como compañero pero mejoró. Bastante.
Pone empeño.
— ¿Mejoró y pone empeño? ¿Lo estás calificando para la escuela?
Odette sonrió de costado.
— Está bien, me gusta. Creo que tiene potencial. Me recuerda a alguien que
conozco.
Ella lo miró con una expresión indefinible y a Auguste se le saltó un latido.
¿Acerté?
—¿Sí?
—A un abogado metido a policía.
— Muy graciosa.
— Se supone que es un elogio. Para Dubois, por lo menos — hizo una
pausa. —Me enteré de lo de su padre.
—¿Vive?
—No lo ve desde hace quince años, por lo menos.
En pocas palabras le refirió los hechos que Marcel le había confesado un
mes atrás.
—Una bomba de tiempo, ¿eh? ¿Cómo cuernos sabías de su familia y...?
—Leí su expediente.
—Odette, eso es...
—Tengo amigos en Archivos.
—¿Archivos? ¡Creí que se habían declarado la guerra!
—Siempre hay un traidor al que utilizar.
Rieron otra vez. La observó pensando que ella no se daba cuenta. Había
líneas diminutas alrededor de su boca y en el entrecejo. Líneas de
preocupaciones presentes y de dolores pasados.
—Ya no somos más unos chicos —dijo Odette suavemente,
sobresaltándolo—. También te ganaste tus arruguitas. Y canas.
Hicieron silencio.
89
—Te quiero, Auguste. Te voglio bene assaie31.
Lee tan bien en mí... Se mordió el labio mientras la miraba.
—Sé que es difícil trabajar conmigo. A veces, ni yo misma me soporto.
Auguste se levantó del escritorio para abrazarla.
—Yo también te quiero, Cisne. Estoy asustado.
No se había atrevido a confesárselo hasta ahora. Vio lo mismo en los ojos de
ella. Se abrazaron en silencio.
—El miedo es saludable. Te mantiene vivo. Estamos cerca, muy cerca.
Quisiera... que esto terminara lo más pronto posible.
—¿Cuándo... cuándo te vas?
A Alsacia. No lo mencionó.
—En dos semanas, más o menos. Pensaba llegar allí unos días antes que...
"ellos", y preparar un poco el terreno.
La besó en la frente mientras todavía estaban abrazados. Sully se asomó
ruidosamente y se soltaron despacio, pero no antes de que la cabo pusiera
cara de circunstancias. Dios, ahí va el noticiero de las ocho.
Odette lo miró con la risa en los ojos, alzándose de hombros. La suboficial
dejó una pila de papeles en el escritorio y salió con gesto ofendido.
—Soy un hombre casado —susurró al oído de su hermana.
—No te preocupes. Voy a hacer unas llamadas anónimas a Nadine para
ponerla en guardia. Voy a archivar. Un poco. No sea cosa que se malcríen.
*****
—Ahí va, con esa sonrisita de gato que se acaba de comer el pescado —
murmuró ácidamente Sully.Sus labios modularon un insulto que no
pronunció en voz alta.
Foulquie la reprendió con la mirada.
—¡Qué más quiere! ¡Tiene al comisario de la nariz, y Dubois que no le
despega los ojos del culo!
—Basta, Sully. Qué sabe...
—¡Estaban abrazados cuando entré! —miró a su alrededor buscando apoyo
logístico.
—Te lo dije, viejo: la dama es propiedad privada. Avísenle a Dubois —
Bardou se unió a la turba con un gesto socarrón.
—Me muero por darle las novedades —agregó Sully, acomodándose el pelo.
—¿Cuáles? —preguntó el teniente mientras entraba a la oficina general
31
Te quiero mucho, mucho
90
desde el pasillo. Foulquie la miró con aire amenazador. La cabo apoyó una
mano cómplice en el brazo de Dubois.
—Si me invita después a un café...
—Sully, lleve estos expedientes a Prontuarios. Ahora – Foulquie
interrumpió.
Mientras la cabo salía, Dubois interrogó con la mirada a los presentes. El
sargento se sentó de espaldas a él, mientras Bardou señalaba con la cabeza
hacia el cubículo de Marceau. La cara de Dubois era un monumento a la
curiosidad.
24
MILÁN, 1968
La hora de la verdad. El nerviosismo previo a cada estreno era inevitable.
Hacía bastante que no bailaban el "Quijote" y, aunque los ensayos habían
sido interminables, siempre existía esa punzadita de temor en el instante
antes de salir a escena. Además, La Scala le daba escalofríos por varios
motivos. Esa noche, por alguna extraña razón el temor no la abandonaba y
la función apenas promediaba. Franco se había dado cuenta y, cuando ella
cometió una falla imperceptible en una grande jetée, la sostuvo durante una
fracción de segundo de más, para ayudarla a recobrar el compás. En el
entreacto, su marido la abrazó preocupado.
—¿En qué estás pensando?
Apretó los labios. No sabía qué era, pero estaba ahí, agazapado.
—Lola, mi vida, ¿qué te pasa?
—Me siento mal —respondió ella, tocándose el pecho y la base del cuello,
pero la opresión que sentía no se relajó. Franco la besó muy fuerte.
La orquesta estaba atacando la obertura del segundo acto. Menos de cinco
minutos para salir otra vez a escena. Lola le hizo señas de que quería seguir,
pero terminar la función fue una tortura. Casi sin salir a saludar, corrió al
camarín y llamó al hotel. Nonno Augusto la miró extrañado entrar
precipitadamente. Marguerite estaba con los chicos; no había ningún
mensaje, Odette ya dormía y Auguste, como siempre, remoloneaba en los
sillones. Cerró los ojos con algo de alivio, pero la sensación ominosa seguía
ahí, apretándole el pecho. De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas, sin
saber por qué.
—Lola. Tenemos una llamada.
Franco estaba en la puerta del camarín y también tenía los ojos brillantes.
91
Mientras ellos bailaban el segundo acto, Nunzia había muerto de un ataque
al corazón.
25
PARÍS, PRIMERA SEMANA DE NOVIEMBRE DE 1996
Marcel repasó una vez más el equipo mientras fumaba el último Gauloise.
Los dichosos blips. Nunca había vuelto a los laboratorios de tecnología
electrónica después de su paso por la Escuela de Policía. No sabía si los
talleres eran sofisticados o no lo eran, pero las placas de integrados, testers,
chips y quincallería electrónica desparramados por todas partes no ayudaban
a mejorar la imagen del lugar. Varias pantallas destripadas exhibían sus
interiores sin pudor, lo mismo que los ordenadores personales. Parecían
esqueletos vacíos de animales exóticos.
Para colmo, el jefe de ingenieros, Nikolai Paworski, era un bicho
desagradable por el cual resultaba difícil sentir algo lejanamente parecido a
la simpatía. Y además estaba empezando a dolerle la boca pues el efecto de
la anestesia se iba perdiendo. Se frotó la mandíbula como si eso sirviera de
algo. Era el último lugar del mundo en donde hubiera pensado encontrar a
Odette, sentada sobre una de las mesas y prestándole suma atención a
Paworski. Carajo, por qué no estudié ingeniería.
—¿Ya perdiste tu primer molar en cumplimiento del deber?— dijo ella
haciéndole señas para que se uniera al grupo.
—Me está empezando a doler —miró a Paworski con rencor —.Podrían
hacer los localizadores un poco más chicos.
—¿Más chicos? ¿Usted tiene idea del esfuerzo que representó diseñar un
chip que cupiera en una muela? —rezongó el otro y miró acusador a
Odette—. Las muelas de Marceau ya nos dieron bastante trabajo.
—Deberíamos contratar ingenieros japoneses —respondió Odette,
frunciendo la nariz. Marcel no sabía si reírse o no.
—El reglamento debería prohibir que se aceptaran personas por debajo de
ciertos estándares físicos e intelectuales.
El comentario de Paworski sonó ácido pero Odette no se molestó.
—Nikolai, uno de estos días voy a arrinconarlo y exigirle que se case
conmigo.
—Antes demuéstreme que le gustan los hombres.
—Cuando Ud. se decida por las mujeres, estoy primera en la lista.
Entró uno de los técnicos, Thibaud, todavía con el abrigo puesto.
92
—Perdón, me retrasé por el tránsito…
Paworski le echó un vistazo devastador al pobre Thibaud y se alejó para
buscar algo en el otro extremo del laboratorio. Marcel asistía a la escena sin
entender del todo. ¿Paworski tiene sentido del humor? Interrogó a Odette
con la mirada y ella le guiñó un ojo cómplice.
—Acá están —gritó Thibaud, alcanzándole una caja a su jefe. Sin darle las
gracias, el otro le arrancó la caja de las manos y regresó.
—Para usted, Dubois. Los blips.
La caja contenía esferitas de menos de medio centímetro de diámetro, de
material negro y con aspecto de munición de arma de fuego. Marcel miró al
ingeniero levantando las cejas.
—Blips. Localizadores. No tan miniaturizados como los que les instalaron a
ustedes — aclaró Paworski
—¿Por qué se llaman blips? —preguntó Marcel.
—Porque hacen “blip” cuando aparecen en las pantallas de los equipos de
detección.
Thibaud intervino, ansioso por un poco de gloria personal.
—Son localizadores para relevamiento. Pueden detectarse a cuatrocientos
metros o más, y permiten recomponer un mapa en tres dimensiones del
lugar, si se colocan los suficientes blips, claro.
—¿Cuánto es “suficientes”? —preguntó de nuevo.
—Seis por cada planta del edificio —aseguró Thibaud.
—Debería funcionar con cuatro —ladró Paworski.
—Seis es más seguro —insistió el otro.
Paworski le dio la espalda a su segundo y siguió explicando.
—Los localizadores de ustedes dos son diferentes. El rango de detección no
es tan amplio, sólo cien metros, pero se intensifican mutuamente cuando
están a menos de diez metros de distancia entre ambos.
—¿De qué están hechos? —preguntó Odette levantando una esferita.
Thibaud se apuró a contestar.
—El núcleo del localizador es un isótopo...
Paworski le echó una mirada furibunda y Thibaud se tragó el resto de la
frase. El silencio que siguió fue desagradable.
—Es información clasificada —el tono de voz era brusco: el ingeniero jefe
estaba incómodo.
Ya no había diversión en la mirada de Odette. Paworski se había puesto
nervioso y el asistente se escabulló por el laboratorio.
93
—Los equipos de radio... también están listos —Paworsrki les entregó el
material.
Odette bajó de la mesa y se apoyó contra ella, cruzada de brazos y con
expresión de esfinge. Miró alrededor y después de comprobar que no había
nadie trabajando cerca, preguntó:
—¿De qué están hechos, Paworski?
La cara del ingeniero era un muestrario de culpabilidad. Odette insistió.
—¿Kolya?
—No sé a qué...
—Los blips.
El hombre inspiró, apretó los labios y miró a todas partes antes de responder.
—Usamos... cerio 141, cerio radiactivo.
Los ojos de Odette se entrecerraron y Paworski se puso violáceo.
—Una cantidad muy pequeña, se lo juro. Tiene una vida media de treinta y
dos días. No... no puede afectar ningún órgano importante; la radiación
gamma es muy baja y en menos de un mes les retiramos el implante —
Paworski estaba sudando. Marcel tuvo ganas de estrangularlo.
—¿Con quién estamos durmiendo, Kolya? —la voz de Odette era una
navaja.
—Inteligencia —murmuró el otro.
Odette tomó su equipo, Marcel tomó la caja de los blips y el radio y salieron
en silencio.
En el ascensor Marcel dijo:
—Dejémosle los blips de mierda a Paworski.
—Ya es tarde para reemplazarlos. Lo mismo que las prótesis. Los equipos de
detección ya deben de estar sintonizados en la frecuencia de estas basuras.
¡Dios! —susurró ella mientras salían del ascensor, camino al despacho de
Massarino—. Empiezan por el laboratorio. ¿Y después, qué?
Massarino al verlos frunció el entrecejo y los interrogó con un gesto.
—Tenemos el material electrónico —respondió Marcel, mientras Odette se
quedaba de pie en silencio, apoyada contra el archivero.
—A Paworski se le escapó un dato interesante —dijo ella entre dientes.
—¿Qué?
—Los blips. Están construidos con material radiactivo.
—¡Imposible! No tenemos acceso a esa tecnología— Massarino se
sobresaltó.
—Nosotros no, pero Inteligencia sí. Me gustaría saber cómo mierda llegaron
94
hasta nuestros laboratorios —Odette mordía las palabras.
—Sabía de un programa de colaboración, pero nunca pensé que fuera esto.
La puta que los parió —masculló Massarino—. ¿Y los localizadores de
ustedes dos?
Las caras de ambos eran respuesta más que suficiente.
— ¡Qué puta mierda...! —sacudió el escritorio al golpearlo con la mano
abierta.
—¿Por qué con Inteligencia? —estalló Odette—. ¡Para ellos somos menos
que nada! ¡Escoria que junta la escoria de la calle! ¡Nos desprecian! ¿Qué?
¿Ahora somos sus conejitos de Indias?
La situación se estaba poniendo difícil y Marcel tuvo la incómoda sensación
de que el enojo y la discusión eran sobre algo que él desconocía..
—Les juro que no sabía que se trataba de esto. Tengo que hablarlo con
Michelon...
—No puedo creerlo. Cuando la PJ les pidió colaboración, ni se molestaron
en contestar. Estaría vivo si esas ratas hubieran ayudado —Odette terminó
con un susurro ronco.
— No estamos seguros – empezó a decir Massarino.
— ¡Lo mandaron solo al matadero! – Odette lo interrumpió.
Massarino cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Las cosas pueden haber cambiado.
—¡Claro que cambiaron! ¡Ahora Beaumont es general!
Hicieron un silencio durante el cual ella se recompuso y se sentó. Massarino
pidió café para los tres. Marcel anotó mentalmente que, en cuanto pudiera,
preguntaría al comisario ,a solas, por ese Beaumont y el pleito con
Inteligencia.
—¿Cómo mierda se las va a arreglar Dubois para contrabandear los blips?
Odette estaba pensando de nuevo como policía. Massarino respiró mejor y
Marcel también.
—No digas palabrotas. No es propio de una dama —el comisario la
reprendió.
—No soy una dama—ella lo miró sombría.
Carajo, ¿qué pasa entre estos dos? Marcel se sintió incómodamente de más.
Por suerte, el tono de la conversación cambió. Discutieron varias
posibilidades. Como munición, no; le quitarían las armas en la primera
oportunidad. Tampoco en un doble fondo del equipaje. Lugar demasiado
común.
95
—Tiene que ser algo más sencillo —apuntó el comisario.
—Ajá. Más obvio. Como “La carta robada” — Odette se hamacó en el
sillón.
—¿Qué? —preguntaron los dos hombres a la vez.
—Un cuento de Edgar Allan Poe. Una carta robada que estaba oculta a la
vista, mezclada con otras cartas. El lugar obvio. ¿A qué se parecen estas
mierditas? — Odette jugueteó con los blips haciéndolos rodar por el
escritorio.
— No juegues con eso — Massarino torció la boca.
Odette moduló un "qué hinchapelotas" y el comisario miró al techo,
moviendo la cabeza. Marcel no sabía si reirse.
—Municiones, bolillas de rodamientos, perlas... —enumeró Marcel, tratando
de cambiar de tema.
—Eso. Perlas, cuentas, abalorios... Un cinturón. Sí, un cinturón. Me gusta,
—Odette movió la cabeza con expresión pensativa.
—¡Pero eso es de mujer! —protestó.
—Si es italiano, no —comentó Massarino, mirando a Odette, que asentía—.
Un cinturón de cuero trenzado con abalorios negros.
—Abalorios radiactivos —Marcel sonrió siniestro.
El intercomunicador interrumpió las risas.
—Marceau, responda a Laboratorio por favor —Era Paworski.
—Estoy en el despacho de Massarino —aclaró Odette por el micrófono.
El teléfono sonó instantes después. El comisario hizo señas para que ella
levantara el auricular.
—Marceau —estalló el parlante. Odette se lo apartó instintivamente de la
oreja.
—¿Cuándo van a cambiar esta mierda? —gruñó—. Sí, Paworski, no grite.
Este aparato amplifica demasiado.
—Marceau... quería disculparme... por lo de esta tarde... los blips.
El parlante les taladró los oídos a todos. Odette mantuvo el auricular alejado.
—Está bien. Todos cumplimos órdenes.
El otro vaciló.
—Teníamos una cita en la Prefectura...
—A las seis—Odette sonrió a medias.
—A las seis. Nos vemos.
—Kolya... Por favor, que alguien cambie este interno.
—No es mi...
96
—Kolya...
—Mañana lo cambian.
Mientras ella cortaba la comunicación, Massarino preguntó:
—¿Van a tirar?
Odette asintió con un gesto.
—No entiendo. ¿Por qué en la Prefectura y no en el polígono? —preguntó
Marcel, extrañado.
—Esgrima. Con el príncipe Paworski jugamos a los Tres Mosqueteros —
Odette tenía una expresión traviesa.
—¿Príncipe?
—Bueno, en los Estados Unidos, Paworski sería uno más de tantos canas
polacos. Acá se da el lujo de decir que desciende de la más rancia nobleza
europea. Si le creen o no, eso es otra cosa.
Se rieron los tres.
— Aaahhh… ¿Por eso es tan...? — Marcel torció la cara en un gesto altivo.
Ella se rozó la punta de la nariz con el índice y levantando las cejas.
— Principe o no, pienso cobrarme lo de esta tarde —su expresión era la de
un predador.
*****
La sala de armas de la Prefectura estaba vacía salvo por Odette y Paworski.
Estaban tan concentrados en lo que hacían que no notaron su presencia. La
tensión entre ambos podía olerse: se les notaba en las actitudes físicas,
expectantes, listos a responder a los movimientos del otro.
Marcel siempre había creído que la esgrima era un deporte anticuado y sin
demasiada fuerza. Elegante pero artificioso. Sus opiniones estaban
cambiando en ese preciso momento. Odette y Paworski se atacaron
velozmente, saltando uno contra el otro con movimientos felinos. No
hablaban, nada más acusaban los golpes secamente. Se dio cuenta de que
estaba tan tenso como ellos, con el aliento contenido y los puños apretados
en los bolsillos del pantalón.
Hubo una sucesión sorprendente de ataques, fintas y contraataques. Ninguno
de los dos parecía defenderse en exceso; más bien se estudiaban para golpear
donde la guardia del otro lo dejara al descubierto. En un momento, Paworski
avanzó sobre Odette, que paró y contraatacó a toda velocidad. El otro intentó
una parada a su vez, pero ella penetró su guardia y lo alcanzó. Ambos
retrocedieron.
97
—¡Cuatro iguales! —gritó Paworski.
Fueron al centro de la pedana otra vez. Con el rabillo del ojo vio que
Massarino estaba a su lado, también observando.
—No lo vi entrar —susurró sorprendido.
El comisario le tocó el brazo en un gesto que indicaba silencio. Se oía jadear
a Odette y Paworski.
—En garde —murmuró el ingeniero.
Cruzaron las armas con ferocidad. En un momento, Odette levantó el florete,
ofreciendo el flanco. El arma de Paworski buscó el punto débil. Odette paró,
contraatacó y fue a fondo en el mismo salto.
—Coupé!
Paworski bajó su arma.
—Touché.
Se quitaron las caretas y se dieron la mano sonriendo. Paworski saludó
militarmente con galantería y se retiró por el lado opuesto de la pedana.
Mientras pasaba entre Massarino y él, desprendiéndose el borde de la
chaquetilla, Odette murmuró en tono vengativo:
—Abalorios radiactivos.
26
PARÍS, SEGUNDA SEMANA DE NOVIEMBRE DE 1996
Mientras acomodaba sus pertenencias en la suite del Ritz, Marcel pasó
delante del gran espejo del vestidor y se sorprendió. La barba y el corte de
pelo le daban un aspecto por completo diferente… y apenas perverso. Qué
increíble es no reconocerse en el espejo. Odette había tenido razón: la
caracterización era convincente sin resultar artificial, y el cambio sutil de
color de cabellos le sentaba y agregaba años. También había insistido en el
estilo de ropa. "Los italianos son peculiarmente severos con su ropa informal
y absolutamente desprejuiciados con la ropa formal" le había dicho, y él se
había provisto de un guardarropas un poco excéntrico para su gusto pero que
le quedaba pintado.
— ¡Qué buen look, Duca di Mantova! — lo había piropeado con una chispa
de diversión bailándole en los ojos oscuros— Deberíamos haber elegido
“Gualtier Maldé” como seudónimo.
—Estás a tiempo de elegir “Gilda” para el tuyo.
—No es mi estilo.
—¿Por qué?
98
—No me dejo seducir en la iglesia y tengo registro de contralto.
—La mala de la película. Entonces Amneris...
—O Carmen...
—¡Eh, ésa es soprano!
—Ah, ah, el papel original se escribió para mezzo y una de las primeras en
cantarla fue una contralto. Las sopranos lo interpretan de puro envidiosas.
—No veo qué tengan que envidiar. Las sopranos son las chicas buenas.
—Bah, las chicas buenas van al cielo, las malas vamos a todas partes.
Habían bromeado cuando se cruzaron por los pasillos del tercer piso, Odette
camino a su cubículo atestado de expedientes, y él, al Laboratorio de
Electrónica a hacer la última prueba y ajuste con los blips.
—Parece un italiano esnob. Un rufián —comentó un Paworski más seco que
lo habitual.
Contuvo la sonrisa mientras pensaba en el protagonista de "Rigoletto". Bien,
entonces: el aspecto exterior coincidía con lo que trataría de representar. Ser
convincente requería otras habilidades.
Marcel se recostó sobre la cama enorme y tomó el paquete de cigarrillos con
la mecanicidad del hábito, sólo para recordar que la bruja de mierda le había
prohibido sus Gauloises.
"Nada de eso", había sentenciado Odette. "Murati, MS o alguna marca
estadounidense".
Claro, ella no fuma, carajo. Como siempre, tenía razón: los italianos no
fuman Gauloises. Frunció la cara ante los asquerosos Murati y encendió uno.
Algo bueno tiene que resultar de esto: en una de esas dejo el vicio. Al fin y al
cabo, es el único que tengo y me encariñé.
Un recuerdo lo asaltó: una mano grande y fuerte sobre su hombro infantil,
sosteniendo un Gauloise a medio fumar, mientras los ojos preocupados
revisaban el magullón de la rodilla con una sonrisa cálida. La misma mano y
el mismo Gauloise acunándolo cuando se había pescado el sarampión. Se
había acostumbrado a quedarse dormido con el olor del tabaco de la mano de
su padre. La puta que lo parió, no quiero acordarme. Apartó esas memorias
tiernas en favor del rencor acumulado por años de lejanía y de dolor sordo,
reflejo del de su madre. No sabía si ella lo había perdonado; él no tenía
intención de hacerlo.
Volvió sus pensamientos a preocupaciones más actuales. Durante los últimos
días, en los escasos ratos libres había curioseado en busca de literatura sobre
la Orden del Temple, sus orígenes y hazañas en el Cercano Oriente y sus
99
relaciones con los infieles. Uno de los grupos más interesantes lo constituía
la secta de los Asesinos del Viejo de la Montaña. Los puntos de contacto
entre esa secta y los grupos terroristas le arrancaron más de una sonrisita
irónica. O la historia se repite hasta el aburrimiento, o la Humanidad no
encontró soluciones mejores todavía, o ambas cosas a la vez.
En la Escuela de Policía habían estudiado casos de lavado de cerebro a
secuestrados hasta convertirlos en parte del equipo. Era la especialidad de los
grupos comando: en algún punto del entrenamiento, se recurría a técnicas
sospechosamente similares para generar en sus miembros la respuesta
incondicional a las necesidades del grupo y la aceptación y ejecución de las
órdenes sin discusión.
Con Odette habían discutido la posibilidad de que la Orden empleara esos
métodos con sus reclutados, y ella había insistido en que él se interiorizara
en técnicas de resistencia psicológica.
—No sabemos qué van a intentar. Si te aceptan, quién sabe cuánto tiempo te
tendrán bajo vigilancia hasta que te permitan moverte libremente. Hasta
podrían usar drogas heroicas.
Era una posibilidad desagradable pero real.
Ella le recordó los casos de jóvenes rescatados de manos de sectas religiosas,
y del tiempo y tratamiento psiquiátrico que llevaba devolverlos a la
normalidad.
—Muchas veces la recuperación no es completa. Depende de cuánto hayan
pasado en esa situación y el tipo de condicionamiento...
—Vamos, Odette. No soy un adolescente con conflictos familiares por
resolver —la interrumpió, un poco picado—. Soy un policía adulto con el
mejor entrenamiento de los cuerpos europeos.
Odette le echó una mirada de esfinge, larga y silenciosa.
—Por favor, Marcel. No bajes la guardia ni por un momento.
Es la primera vez que me pide algo ‘por favor’. ¿Qué es lo que la preocupa
tanto? Sintió una punzada en las entrañas. Durante una décima de segundo
tuvo la impresión de que los ojos de Odette se velaban de temor. No el que
se siente ante el peligro personal, sino el que causa saber que otros van a
correrlo. Después, levantó nuevamente la barrera entre los dos y su rostro fue
la máscara impasible a que lo tenía acostumbrado. Le tendió la mano al
tiempo que le decía:
—In bocca al lupo32, Dubois. Te queremos de regreso vivo.
32
Buena suerte. (literalmente: en la boca del lobo)
100
Marcel se atrevió a retenerle la mano medio segundo más de lo prudente, y
ella no la retiró.
—Tengo toda la intención de regresar en las mejores condiciones posibles.
Merde.
Ninguno de los dos sonrió: ya no era tiempo de bromas. Él también tenía
miedo por ella, y le apretó la mano. Ella lo interrogó con la mirada.
¿Y si te pido que no intervengas en esto? La sensación de peligro lo abrumó.
Qué frágil te ves, capitán Marceau...¿Y tengo que dejarte correr semejante
riesgo sola? Pero tenía la lengua pegada al paladar y no pudo decir nada.
Todavía se sostenían la mano en silencio, cuando Massarino entró. El
comisario lo había citado para ajustar los últimos detalles. Notó cómo
Massarino los observaba con expresión indefinible mientras ella salía, y tuvo
otra vez la sensación incómoda de que los otros dos compartían algo que él
desconocía.
Después de repasar los detalles del operativo, el comisario pidió café para
ambos. Bebieron sin hablar pero era obvio que Massarino estaba
preocupado.
—¿Hay algo más que quiera decirme? —preguntó Marcel, inquieto.
—Este caso es muy delicado. Tenemos sospechas firmes sobre las posibles
ramificaciones de esta gente. No creo que la Orden termine en sí misma; más
bien me da la impresión de que es una de las tantas extensiones de algo
mucho más grande.
—¿Una red de prostitución, tráfico de drogas, algo así?
—No sólo eso, Dubois. Cuando circula mucho dinero sucio, se ensucian
demasiadas cosas. Si podemos agarrarlos y poner fin al horror que desataron,
magnífico. Pero creo que no se acaba ahí. “Vamos a encontrar algo más
grande y más desagradable, me temo. Los supuestos clientes de la Orden
están o estuvieron bajo investigación no una sino muchas veces. Por tráfico
de armas, drogas, por cualquier cosa que se pueda comprar y vender con
beneficios inmensos. Hasta ahora, no se les pudo comprobar nada. Ni la
MILAD33 ni la UCRAM34 pudieron infiltrarse nunca. Estos tipos tienen muy
bien cubierto el culo: alguien de muy arriba los protege.”
La expresión de Massarino era feroz. Los ojos se le habían ensombrecido y
parecía un predador a punto de saltar sobre la víctima. El comisario siguió
hablando.
33 Unidad Anti—Droga
34
Unidad Anti—Mafia
101
—No creo que esperen este intento nuestro. La Brigada nunca intervino
hasta ahora, y nos cuidamos muy bien de que nadie, fuera de nosotros tres:
usted, Marceau y yo, supiera algo. Sólo Michelon está al tanto de todo el
operativo, obviamente. No arriesgue su vida en una comunicación o un
contacto antes de tiempo. Con los rastreadores que lleva podremos seguirlo
dentro de lo razonable. Estaremos detrás de usted durante toda la operación.
Tenga en cuenta que, en algún momento, de usted dependerán las vidas de
las mujeres que se encuentren con usted.
No lo dijo, pero ambos sabían que en ese momento también la vida de
Odette dependería de él.
Aplastó el Murati de mierda en el cenicero pensando seriamente en dejar de
fumar, y se concentró en recordar lo que había aprendido sobre técnicas de
condicionamiento. Todas incluían un agotador entrenamiento físico, pero eso
no le preocupaba; había jugado durante muchos años al rugby como
aficionado y rechazado la oferta de pasar al profesionalismo, para ingresar en
la Escuela de Policía. A veces dudaba de su capacidad para hacer buenas
elecciones.
*****
Respondieron a su llamada más pronto de lo que esperaba. Estaban muy
interesados en conocerlo. O el contacto de Odette era realmente bueno o...
Mejor creer lo primero.
La primera entrevista la mantuvo en el mismo Ritz. El aspecto del hombre de
la Orden era desagradable, aunque vistiera traje gris oscuro y camisa celeste
con cuello romano, con la cruz sobre el pecho. Unos lentes de marco
redondo y dorado daban algo de expresión al rostro anodino, de cejas casi
inexistentes de tan claras. Los ojos de párpados pesados, estaban
permanentemente entornados, de forma que el azul pálido del iris casi no se
veía. Llevaba el cabello claro muy corto, al estilo militar. Le tendió una
mano blanda y fría. Todo en él exhalaba violencia contenida. Se presentó
simplemente como “Monseñor”. Marcel venció la repugnancia que le
causaba el individuo y se sentaron en el bar del lobby.
Cuando el otro cruzó sus manos sobre la mesa en un gesto clerical, casi se
atragantó al ver el anillo con amatista en la mano izquierda. Entonces
‘Monseñor’ es realmente un monseñor. ¿Qué clases de hijos de puta son
estos tipos?
—Entiendo que usted representa a interesados en nuestros servicios, señor
102
De Biassi. ¿O debería decir "mayor"?
Mayor Maurizio De Biassi, de los Cascos Azules italianos. La cobertura que
Massarino había preparado. Marcel asintió con un gesto seco y cuadró
ligeramente los hombros.
—Así es, Monseñor. El príncipe Al Faid tuvo la oportunidad de
comprobarlos personalmente.
Entregó a "Monseñor" la carpeta de cuero con interiores forrados en seda
verde y con la media luna del Islam estampada en relieve en la tela, con sus
“antecedentes” y las cartas en árabe y en francés.
El otro hojeó los papeles sin expresión alguna en la cara, pero en un
momento los ojos de Monseñor se abrieron sorprendidos. Una mueca que
debía ser una sonrisa le apareció en las comisuras.
—Estaremos en contacto, mayor. Pronto tendrá nuestras novedades.
Se dieron la mano, nuevamente de pie. Por supuesto que pronto tendremos
novedades. Si no me aceptan... No tenía dudas sobre sus posibilidades de
supervivencia si los antecedentes no eran convincentes.
La Beretta Combat 92, nueve milímetros, esperaba en la cartuchera, cargada
y sin el seguro. Con trece bellísimos proyectiles acorazados, full metal
jacket. Totalmente antirreglamentaria, pero espectacularmente eficaz. Qué
otra arma podría llevar un ex de Constantini.
“Espero que no la necesites antes de tiempo”, le había dicho Odette cuando
fueron a buscarla a la armería de la Brigada. “Se van a enterar muy rápido si
la necesito antes de tiempo”, le había respondido él.
Se comunicó con la Brigada para pasar lo que sabía sobre Monseñor. Podría
servir de algo.
Un día después, Monseñor lo visitó en el Ritz. Esta vez, la mueca intentaba
ser una sonrisa franca.
—Mayor, será un verdadero placer tenerlo entre nosotros. ¿Cuándo podemos
contar con usted?
—Como le dije ayer, estoy a su entera disposición. Tengo órdenes estrictas
de Su Alteza.
Se dieron la mano y acordaron que una limusina lo recogería esa misma
tarde.
27
SUBURBIOS DE PARÍS, EL MISMO DÍA, AL ATARDECER
—Mayor, tome asiento, por favor.
103
Jacques le señaló el sillón situado al otro lado de su espléndido escritorio. La
habitación estaba decorada ostentosamente: paredes cubiertas de boiserie,
techos artesonados, lámparas de cristal y alfombras costosísimas. Pero no
había una sola ventana, y la sensación de pesadez y opresión era inevitable.
—Permítame reiterarle cuánto nos complace tenerlo entre nosotros.
Monseñor ya se lo dijo, pero es importante que sepa que somos muy
rigurosos con nuestra selección.
Marcel asintió secamente, sin sonreír.
No lo dudo. Si no estuviera acá, tendría grandes posibilidades de estar
flotando en el Sena. El otro continuó mientras jugueteaba con un anillo de
sello en su mano izquierda.
—Su perfil es excelente, por no hablar de su representado. Estábamos
deseosos de... entrar en contacto con Su Alteza.
O sea que la Orden ya tenía la mira puesta en Al Faid desde hace tiempo.
Razonablemente lógico: Al Faid era un hombre poderoso, de gran influencia
en su región. Musulmán devoto y pacifista a ultranza, se mantenía neutral en
las eternas disputas, escaramuzas y guerras mantenidas por sus vecinos entre
sí y con los israelíes. Volvió su atención a Jacques.
—Mayor... ¿puedo llamarlo Maurizio?
—Adelante, Monsieur Jacques.
Tenía la sensación de que Jacques ostentaba algún rango militar delante de
su nombre. La actitud física del otro traicionaba la pretendida distensión con
la que estaba hablándole.
—Por favor, obviemos los tratamientos distantes. Todos me llaman Jacques,
a secas.
Asintió con una media sonrisa. Jacques le ofreció un Gauloise, pero él negó
con la cabeza, sacó el paquete de Murati y encendió uno. Si éstos no me
matan antes, voy a morirme del asco de fumar esta basura. Aspiró el humo
mientras el otro volvía a hablar.
—Deseamos que tanto Su Alteza como usted confíen plenamente en
nosotros. Nuestro objetivo es que dicha confianza sea mutua. Para eso,
preparamos en este centro a los que ingresan en la Orden mediante un
entrenamiento riguroso, aunque en su caso no será muy diferente de lo que
hizo en el ejército. Ese entrenamiento permite crear lazos con nuestros
hombres, que fortalecen nuestra relación tanto con ellos como con sus
representados.
¿De qué mierda habla…? Condicionamiento. Apretó la mandíbula y siguió
104
fumando en silencio, sin distender los hombros. No se perdió la mirada
apreciativa y la sutil aprobación de Jacques. Todavía estoy en el papel, si los
Murati no me hacen vomitar.
El tono de voz de Jacques cambió sutilmente; ya no era una charla de
presentación.
—Durante las próximas tres o cuatro semanas compartiremos mucho tiempo
juntos, usted, yo y un entrenador personal que le asignaremos. Todo
dependerá de sus respuestas. Permanecerá dentro de los límites del edificio.
No mantendrá ningún tipo de comunicación no autorizada. Estará
permanentemente acompañado por su entrenador durante la instrucción. Es
probable que se encuentre con otros que están en alguna etapa de su
entrenamiento, quizás algo más avanzados que usted.
O sea que soy la última adquisición. Jacques hizo una pausa para permitirle
hacer preguntas, pero Marcel prefirió mantener la boca cerrada y las orejas
paradas. El otro sonrió apenas y continuó.
—Desalentamos todo tipo de relación entre nuestros hombres hasta que
hayan cumplido la etapa final o hasta que lo consideremos adecuado. De
todos modos, es una instrucción intensiva, por lo cual no echará en falta las
relaciones sociales.
Órdenes militares. Y esto no es un ‘centro de entrenamiento’: es un campo
de concentración. "No" a deambular en solitario por las instalaciones, "no"
a establecer contactos con el exterior, "no" a respirar si no me lo ordenan.
Traducción: Jacques tiene poder de vida y muerte sobre sus hombres.
Jacques seguía hablando.
—...Nuestros hombres trabajan solos o en parejas a lo sumo. Con
instrucciones precisas. Organización en células que responden a un superior
inmediato: es la forma de hacer más eficiente nuestro trabajo.
Terrorismo. Marcel aplastó el cigarrillo en el cenicero y encendió otro para
tener algo que hacer con las manos. No te pongas a temblar ahora, boludo.
—Por supuesto, nuestros servicios cuestan dinero —continuó Jacques—. Su
entrenamiento, Maurizio, cuesta dinero. Pero si Al Faid es un conocedor,
como nos permitimos creer, encontrará que el precio es razonable, y la
oferta, incomparable.
Ahora sí tengo náuseas.
—Entiendo que Su Alteza está abandonando su posición neutral por otra más
radical —Jacques esperó su respuesta.
Marcel lanzó una sonda.
105
—Así es. Lo convencí de plegarse a los otros países del bloque. Es muy
difícil hacer negocios en estos tiempos si no se toma una posición definida.
Su Alteza estaría interesado en la adquisición de armamento adecuado. Para
medidas defensivas, en principio.
Los ojos de Jacques brillaron y no pudo evitar una sonrisita feroz.
Así que también armas. ¿Qué más venden?
—Su Alteza podrá comprobar que nuestros servicios son muy amplios. La
Orden también posee empresas en las que puede invertir sin riesgo
Una alarma se le disparó en el cerebro. ¿Empresas?
Jacques continuó.
— El pago por nuestro primer servicio podría hacerse mediante la compra de
acciones de alguna de ellas.
Entonces, esas pobres desgraciadas son un anzuelo más para agarrar a los
‘clientes’ por las pelotas. Una vez que se entra en el negocio ya no se sale...
vivo. Se las arregló para asentir y sonreir.
—Por supuesto, existen muchas formas de pagar los servicios — Jacques
parecía estar vendiendo electrodomésticos por televisión. Cuántos
eufemismos, basura, pensó Marcel.
—Información bursátil, inversiones, invitarnos a intervenir en alguna
operación financiera de importancia...
Hijos de puta, te proveen de todo: mujeres del tipo que elijas, armas,
inversiones y un asesino profesional que, casualmente, responde al
condicionamiento de la Orden. A cambio, te piden nada más que un pequeño
gasto de inversión e información o lo que carajo puedan sacarte. Sin duda
que el entrenado por la Orden debe saber cómo obtener lo que la Orden
desea de un representado renuente. Me está doliendo la cabeza.
Gracias a Dios, Jacques dio por terminada la entrevista. Después de una
llamada, apareció un hombre bajo, cetrino y delgado, de rasgos árabes. Se lo
presentaron como Nasir Hamad.
—Nasir, tu nuevo discípulo.
Hamad asintió con un gesto duro en la boca y lo estudió apreciativamente,
sin decir una palabra. Marcel se levantó y, respetando su papel, saludó a
Jacques cuadrándose, al tiempo que chocaba ligeramente los talones. En un
acto reflejo, el otro respondió de la misma forma. Marcel dio media vuelta y
salió con Hamad.
*****
106
Por una puerta lateral disimulada en la boiserie, un hombre bajo y grueso
entró en el despacho y tomó asiento en el sillón que Jacques había ocupado
durante la entrevista con el "nuevo". Jacques se sentó del otro lado.
—¿Y, Prévost? ¿Qué te pareció?
—Interesante, el mayor... ¿Será realmente italiano? Tenía toda la facha, pero
a veces...
—¿Qué? ¡Todavía no conozco a nadie que no lo sea y fume esa mierda de
Murati!
Se rieron a carcajadas y Prévost suspiró.
—Tengo que irme. Reunión de directorio y asamblea de accionistas. No
pueden vivir sin su presidente.
Se rieron otra vez. Prévost preguntó:
—¿Cuándo llegan las nuevas?
—No seas impaciente. El objetivo es Alsacia y, con lo de Al Faid, creo que
en tres semanas, más o menos, podríamos estar haciendo la entrega.
—Me aburro... —se encogió de hombros.— ¿Quiénes van esta vez?
—D'Ors y Hamad.
—¡Hamad! Te recuerdo que entregamos vírgenes, coronel...
—No te preocupes. D'Ors lo maneja bien.
—¿Cuántas?
—Dos, seguro. Sería ideal que consiguiéramos tres. Si De Biassi es lo que
promete, estará listo en poco tiempo.
—La extra... la elijo yo.
—Sólo para tus ojos —Jacques sonrió.
Prévost perdió momentáneamente el control y una mueca perversa le retorció
la cara. Demoró unos segundos en recuperar la compostura. Después de que
se fue, Jacques se quedó pensativo. Se está volviendo tan peligroso como
Hamad.
28
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES, FIN DE LA SEGUNDA SEMANA DE NOVIEMBRE
—¿Qué sabemos de Dubois? —preguntó Odette mientras se asomaba al
despacho de su hermano.
Auguste levantó la mirada. Desde que Marcel había sido aceptado en la
Orden, no habían tenido más comunicaciones. Ahora dependían de los blips.
—Ayer detectamos algunos blips más. Si no me equivoco, los está ubicando
de a poco por dos motivos: primero, porque es la forma más segura de
107
hacerlo, y segundo, porque es su manera de avisarnos que sigue con vida.
Odette tuvo un leve sobresalto. Cisne, ¿te preocupa Dubois?, se preguntó
Massarino. Se guardó la sonrisa para otra ocasión.
—Bien hecho. El Cro-Magnon piensa — dijo con voz neutra.
—¿El qué?
—Nada. Una observación personal —pero no pudo evitar una sonrisa de
Gioconda.
Por supuesto que es personal, querida, pensó Auguste. Hace años que no te
oigo ponerle sobrenombres a nadie.
—Dijiste Cro-Magnon...
—Bah. Ya lo ascendí en la escala biológica. Está a punto de graduarse de
Homo sapiens sapiens —contestó Odette, y volvió a salir.
Definitivo. Vamos por el buen camino. Y si a Dubois se le ocurre arruinarlo,
lo estrangulo con mis propias manos.
PARÍS, LA DÉFENSE, MISMO DÍA POR LA NOCHE
Agregó otro chorrito de edulcorante líquido al café con leche y lo dejó
enfriarse tranquilo en la taza. Se recostó en la cama, pensativa.
Ya estamos al borde del precipicio. No tengo vértigo. Sólo la necesidad de
saltar. ¿Qué hay allá abajo? ¿Las piedras sobre las que voy a estrellarme, o
el mar en el que puedo nadar y salvar la vida? Estoy sola. Pero sé que te voy
a encontrar. ¿Qué había en tus ojos cuando le hiciste esa atrocidad a JeanLuc? ¿Qué sentiste al destrozarle la vida? Si puedo, si llego, si vivo, juro
que no vas a hacérselo nunca más a nadie. Aunque tengamos que matarnos
juntos. El pensamiento le provocó un instante de aprensión.
La misma que había vislumbrado en Auguste y en Michelon durante la
reuníón a última hora del día. Madame la había estudiado en silencio.
Mantenía con sus subordinados una distancia que le permitía evaluarlos lo
más objetivamente posible, y eso era algo que Odette apreciaba
profundamente. A mí tampoco me gusta involucrarme.
—Capitán —le dijo la comisario—, la cobertura que preparó para usted me
resulta un poco arriesgada. No sé si estoy totalmente de acuerdo con que se
mueva tan desprotegida.
Auguste le había dicho lo mismo. Carajo, ¿empezamos otra vez?
—Madame, no tenemos otra forma de infiltrarnos. Dubois desde adentro de
la Orden, y yo como rehén.
—¿Qué pasa si los seleccionadores cambian de idea a mitad de camino?
108
—Ya lo pensé. Es un riesgo que debo correr pero tengo probabilidades a
favor.
—Explíquemelas —la voz de Michelon sonó como un fustazo.
—Si como sospechamos, trafican con mujeres vírgenes, no debería haber
demasiado peligro durante el traslado. No pueden arriesgarse a arruinar
la “mercadería” —sonrió sarcástica —Después, una vez dentro, es cuestión
de mantener los tiempos y el plan que establecimos.
—¿Y si hay algún retraso?
—Por lo que registramos, las entregas siempre se hacen entre una y tres
semanas después de los secuestros. En cuanto a qué es lo que hacen con las
mujeres durante ese tiempo, sólo podemos hacer suposiciones. Pero, otra vez
en beneficio de la satisfacción del cliente, no creo que les causen daño físico.
Más bien creo que se ocupan de anular la resistencia psicológica de las
mujeres o prepararlas para algún tipo de reacción que busque el comprador.
—¿Qué pasa, entonces, si comprueban que entre las elegidas hay una que no
se amolda fácilmente a sus especificaciones? —Michelon sonaba sombría.
—Espero que no tengan tanto tiempo a su disposición— Odette enarcó una
ceja.
—O tanta capacidad de observación —la comisario la miró fijamente.
—Por favor, son posibilidades absolutamente remotas —intervino Auguste,
preocupado—. Está previsto que la fase final concluya apenas lleguen a
destino. Para eso están preparados los detectores y los equipos: para evitar
demoras.
Michelon los miró severa.
—Massarino, nunca confíe demasiado en los equipos. Confíe en la gente. Yo
lo hago con buenos resultados. No quiero perder a mis oficiales. Y eso lo
incluye a usted, comisario, a Marceau, y a Dubois. Son “mi” gente. Si no
confiara en la capacidad de ustedes, jamás habría permitido este operativo, y
habría dejado que se ocuparan los cuerpos especiales.
—Hasta ahora no consiguieron nada, Madame —le recordó Auguste—. Por
eso hacemos este intento.
Michelon se quedó callada, bebiendo el café sin mirarlos. El cortapapeles de
plata le daba vueltas entre las manos, en un ballet que pintaba chispas por las
paredes del despacho.
—Madame... —Odette interrumpió la calma tensa. —Ya verificaron los
“antecedentes” de Dubois. Los contactos confirmaron las llamadas. Si estos
tipos sospecharan algo, ya lo sabríamos. No tengo ninguna duda de que
109
Dubois ya estaría muerto a estas alturas. Él es quien más tiempo pasará ahí
dentro. Es el que afronta la prueba de fuego. Dependemos más de él y de sus
reacciones que de las mías. Si puede superarlo, el operativo se resuelve en
cuestión de horas.
—¿Capitán, pensó en la posibilidad de que actuemos mientras Dubois esté
con ellos, sin que usted
intervenga?
—¿Y qué conseguiríamos? Si en estos momentos no tienen que hacer
ninguna entrega, la probabilidad de que haya mujeres en ese sitio es baja.
Tienen una fachada impecable. Por vías legales no hubo forma de pasar de la
puerta del lugar. Están limpios. Hasta con algunas contravenciones
impositivas, como cualquier empresita. ¿Qué demostraríamos sólo con
Dubois entre esa gente? Tenemos que atraparlos in flagrante, sin dejarles
oportunidad a simular otra cosa. Caerles encima cuando estén en plena
operación. No sabemos cómo y cuándo trafican con todo lo otro que
suponemos que trafican.
Se quedó pensando para sí: ¿Qué demostraríamos si lo dejamos solo y, en
contra de todos los pronósticos, lo condicionan? Carajo, Dubois, estás
empezando a preocuparme.
—Se mueven con mucho cuidado —intervino Auguste—. Camiones en
regla, mercadería en regla, entradas y salidas de puertos en regla. Ni siquiera
cometen infracciones de tránsito. Parece que estuvieran siempre enterados de
nuestros movimientos, de los de la Aduana, de Gendarmería. Eso es algo que
también me preocupa.
No se miraron, pero la sensación de incomodidad de los tres pesaba en el
aire del despacho. ¿Un informante dentro de la misma policía?
Odette habló con los puños apretados y las uñas clavadas en las palmas.
—No podemos ponerles las manos encima desde afuera. Nos queda esta
posibilidad: atacar por el punto más débil que tienen y que no pueden
controlar. Podrán estar preparados para un ataque frontal. Quizá tengan
información sobre los movimientos de la policía, pero dudo mucho de que
imaginen una infiltración de este tipo. Si lo conseguimos, van a estar
completamente al desnudo.
La comisario se recostó contra el respaldo del sillón, sin distenderse.
—Comprenden que hay un momento de la operación en el que estarán a
ciegas...
—Es el riesgo más grande que corremos. Pero ellos también estarán a ciegas.
110
Ya lo están, con Dubois adentro —replicó Odette, sin dar tiempo a Auguste
Michelon se quedó en silencio una vez más, haciendo girar el cortapapeles.
—No está convencida... —murmuró Odette en tono neutro.
—Sí, capitán, lo estoy. Ocurre que también estoy preocupada. Por Dubois.
Por usted.
El hecho de que lo dijera sin que le variara un ápice la expresión la
estremeció. De pronto, el cortapapeles se quedó quieto. Madame había
tomado una decisión.
—Bien, entonces. Adelante como lo planearon. Massarino, Paworski es
responsable por los equipos así que está en el operativo. Él me lo pidió y no
conozco a nadie mejor para esto. De cualquier manera, sabe estrictamente lo
que necesita saber para intervenir. Él manejará la información que quiera o
no quiera darle a su gente, aunque sé que no dejará filtrar ningún dato que
pueda afectarlos. Comisario, capitán, merde — sonrió apenas.
*****
Merde, in bocca al lupo,break a leg,... ¿Cuántas formas hay de desear buena
suerte? Hará falta mucho más que eso. Jugó con la cucharita en el café con
leche frío. Porque de veras nos estamos metiendo en la boca del lobo.
¿Cómo se siente uno de estar ahí, Dubois? Es una experiencia que vamos a
compartir muy pronto. Espero que no te coman. O a mí. O a todos.
SUBURBIOS DE PARÍS, MADRUGADA DEL DÍA SIGUIENTE
“Papá está peleando otra vez con mamá. Está furioso". Corrió a su
habitación para taparse la cabeza con la almohada y no oír los gritos.
"¿Por qué está tan enojado? Salimos con mamá de paseo y ella se encontró
con una señora muy elegante. Me dijo que es mi abuela. La señora me miró
raro y dijo: ‘Se parece a él’. Me dio un beso. Yo no quería besarla. No
quiero que sea mi abuela. Se lo dije a mamá cuando volvíamos a casa, y
mamá lloró. Le prometí que iba a querer a esa señora para que no llorara
más”.
Los gritos pudieron más que su miedo. Se levantó y salió de su habitación
sin hacer ruido. La puerta del dormitorio grande estaba entreabierta. Como
en un sueño, vio cómo papá empujaba fuerte a mamá sobre la cama. Mamá
tenía la bata que le habían regalado para su cumpleaños. La habían elegido
con papá, de color azul que era el que más le gustaba porque mamá parecía
una princesa con él. Papá estaba de pie, desabrochándose los pantalones.
111
“Puta —gritó—, puta mentirosa. ¿Dónde estabas?” Mamá lloraba. Vio
cómo papá le hacía eso terrible a mamá, eso que la hacía llorar tanto.
Corrió a su habitación a esconderse bajo la almohada otra vez. No, papá,
por favor. Por favor. Por favor...
Se despertó ahogado por la angustia. Las sábanas estaban empapadas de
sudor. Abrió y cerró los ojos varias veces para asegurarse de que estaba
despierto, y se sentó en la cama. Durante décimas de segundo de terror, no
reconoció el lugar. No es mi dormitorio. Estoy en los cuarteles de la Orden.
Cuando se puso de pie, le temblaban las piernas. Tardó cincuenta latidos de
corazón en recuperar el ritmo cardíaco normal. Qué me está pasando, por
Dios. Hace años que superé esa pesadilla de mierda. Había dejado atrás su
infancia el día que se fue con su madre, y la había sepultado cuando ella
había muerto. Te odio, papá. Creí que había enterrado también esos
sentimientos. Se dio una ducha para que el agua le arrastrara la transpiración
y los recuerdos, pero la sensación de violencia perduró. Golpeó las paredes
mojadas hasta que le sangraron los nudillos. Cristo, ¿cuánto tiempo más voy
a pasar en este lugar atroz?
29
SUBURBIOS DE PARÍS, TERCERA SEMANA DE NOVIEMBRE
Las jornadas eran agotadoras: instrucción al más puro estilo militar. Hamad
era su sombra, desde que se levantaba hasta que caía en la cama por la
noche. Sólo después de tres días Marcel consiguió colocar algunos blips. El
cinturón había sido una buena idea, después de todo; era uno de los
poquísimos efectos personales que le habían permitido conservar, junto con
los Murati. Lo habían provisto de un uniforme militar completo, en color
negro. La Beretta la conservó, sin los proyectiles, por supuesto. Hamad no se
había sorprendido por las full—metal jacket. Sonrió, o eso parecía cuando
enseñaba los dientes menudos y desparejos.
—Así que no te gusta perder el tiempo hablando —le dijo, señalando las
balas y los cargadores en su mano.
—A nadie le gusta — lo enfrentó impasible.
Hamad se rió.
—¿Y tuviste oportunidad de probarla en... Angola?
—En Somalía y Etiopía —casi deletreó. Me está buscando la lengua. —Sí.
Con resultados espectaculares. Había mucho para probar.
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Las instalaciones eran sorprendentes, sobre todo el polígono de tiro en el
último subsuelo del edificio. Nadie hubiera sospechado que en medio de uno
de los suburbios más importantes de París existiera semejante sitio. Las
armas que había eran de última generación.
—Sólo tenemos lo mejor, De Biassi —alardeó Hamad. No lo llamaba por su
nombre, y él lo imitó.
Las horas en el gimnasio eran terribles, una tortura en sí mismas:
entrenamiento a primera hora de la mañana y a última de la tarde. El único
sitio, aparte del comedor, donde se cruzó en ocasiones con otra pareja de
entrenador y discípulo.
Al cuarto día, su carcelero — porque había llegado a la conclusión de que
Hamad no era otra cosa— le informó que recorrerían el edificio en su
totalidad. La fachada era una fábrica de chocolates. Había un sector de
oficinas, una playa de expedición, camiones refrigerados para el traslado de
la mercadería, más un depósito donde se apilaban pallets de cajas de
chocolate de procedencia suiza, ya rotuladas, listas para despachar. Se
mordía de ganas de preguntar, pero Hamad le ahorró la molestia: no pudo
aguantar los deseos de vanagloriarse de ser uno de los más antiguos dentro
de la Orden.
—Los camiones tienen muchos usos. Básicamente nos permiten trasladar
cualquier tipo de mercadería hasta los puertos de embarque, sin ningún tipo
de sospecha.
Se acercó a unos cajones de madera, con un tamaño tal que hubieran podido
contener una motocicleta de baja cilindrada. También con rótulos y sellos de
exportación. El interior estaba aislado —acústicamente, le explicó Hamad—
con espuma rígida de alta densidad, que además acolchaba la paredes del
cajón y recubría la chapa metálica de dos milímetros de espesor que estaba
debajo de la madera. Hamad le señaló unas perforaciones con conexiones
roscadas en una de las tapas.
—Mercadería especial. Necesita ventilación constante. Aquí se conectan las
mangueras de entrada y salida de aire comprimido.
—¿Qué tipo de mercadería?
—La que le interesa a “tu” Alteza. —Hamad sonrió sardónicamente.
Le mostró el interior de los vehículos. Uno estaba dividido por una
compuerta hermética que cerraba un compartimiento insonorizado, con aire
acondicionado y cuchetas adosadas a las paredes. La parte delantera se
empleaba para la carga de pallets. Había otros en los que el compartimiento
113
interior no tenía ningún equipamiento especial. Con ésos se trasladaban
armas u otro tipo de mercancías, le informó el otro en tono casual. Marcel no
quería pensar en el horror de los cajones y lo que transportaban.
Pasaban horas en el armado y desarmado de equipos de explosivos y armas
de fuego. Hasta poder hacerlo a ciegas, insistía Hamad, así que el discípulo
practicaba en completa oscuridad, en posiciones imposibles, mientras el otro
controlaba sus movimientos con equipo de infrarrojo.
—Deben ser parte de tu cuerpo —repetía Hamad.
El tipo era además un maestro en el uso de armas blancas, que prefería, cosa
que a Marcel le resultaba siniestra.
—Vas rápido con las armas de fuego. Muy bueno. Te voy a entrenar con mis
favoritas —le prometió Hamad mientras balanceaba un cuchillo de comando,
y Marcel no pudo evitar un estremecimiento.
Le presentaron a Lucien Vaireaux, a cargo de los audiovisuales. La primera
noche que asistió a uno, tuvo náuseas todo el tiempo. Casi no pudo comer y,
ya en su habitación —ahora dormía solo, en otra ala del edificio—, se
precipitó al baño a vomitar.
Las imágenes lo persiguieron durante días. Una habitación vacía excepto por
una grilla metálica vertical y una mesa con algunos instrumentos quirúrgicos
más otros cuyo uso desconocía. Un hombre bajo y grueso, con uniforme de
la Orden, esperaba en el lugar.
Hamad se había acomodado a su lado y Jacques apareció para sentarse en la
butaca libre del otro lado. Cara de circunstancias, viejo. Esto es una prueba.
Pase o muera. Se había cruzado con Jacques en contadas ocasiones, pero
siempre en momentos en que, sospechaba, estaban evaluando sus reacciones.
La voz de Vaireaux explicaba en tono académico lo que ocurría en el video.
Marcel dedujo que el tipo o bien era médico o tenía conocimientos
suficientes de medicina como para describir lo que estaban proyectando de la
forma en que lo hacía.
—Las descargas eléctricas provocan tetanización: los tejidos se rigidizan y
sufren espasmos. Si se prolongan el tiempo suficiente, el individuo pierde la
función respiratoria...
Gracias a Dios que estoy sentado. Ya no escuchaba a Vaireaux pero no
podía apartar la mirada de la pantalla. No se dio cuenta de que Hamad y
Jacques cruzaban miradas de mutuo entendimiento por detrás de él. En un
momento, Jacques se levantó y le palmeó el hombro en un gesto de
aprobación. Marcel se sobresaltó y le clavó los ojos. El otro sonreía
114
complacido.
A partir de esa tarde asistió a los audiovisuales con una frecuencia que le
causaba escalofríos. Por las noches, las pesadillas se le mezclaban con las
imágenes en flashbacks aterradores.
Los videos de entrenamiento eran diferentes. Por lo general se trataba de
métodos diversos de sabotajes, copamientos, descripciones detalladas de
preparación de explosivos y otras exquisiteces por el estilo. Sin embargo, le
dejaban una sensación de violencia que no tenía relación con las imágenes
que recordaba.
Los días comenzaron a sucederse sin que tuviera conciencia de ello. Era
como vivir dentro de un banco de niebla permanente, donde lo único real era
el instante en que quedaba solo en su habitación. Recordaba colocar los
blips, sabiendo que tenía que hacerlo con cuidado pero sin estar muy seguro
de por qué tenía que hacerlo. El espejo le estaba devolviendo una imagen
que, por momentos, no reconocía como la propia. Dos o tres veces vio que el
otro a quien veía en el espejo lloraba, pero no supo por qué. Por las noches,
antes de caer rendido en la cama, todavía lograba repetirse:
—Soy Marcel Dubois, teniente, Brigada Criminal, Policía Judicial,
Prefectura de París.
Pero ni siquiera estaba seguro de si eso era verdad.
30
PARÍS, L A DÉFENSE,
FINES DE LA TERCERA SEMANA DE NOVIEMBRE
Se revolvió en la cama mientras la excitación le trepaba hasta la garganta.
No necesitaba pensar; sus manos recorrieron rápidamente el camino de su
cuerpo hasta que alcanzó el orgasmo. Tres minutos. Satisfacción instantánea.
¿Satisfacción? Mejor, evacuación de una necesidad biológica postergable, a
diferencia de las otras, más vitales, más crudas.
Sin embargo, la sensación que le quedó en la boca y el cuerpo no fue de
rabia amarga y mal contenida, como le ocurría habitualmente. Se sorprendió
de descubrir que no le había bastado y que no estaba molesta por eso: sólo
excitada, más que antes. ¿Qué? ¿Mis demonios están de regreso?
Sus demonios personales y privados. Los que había vislumbrado durante su
adolescencia como algo natural. Nada más normal para una estudiante de
ballet que se mira durante horas al espejo. O una esgrimista que disfruta del
esfuerzo del deporte y la calma que sigue después, bañada en algo más que
en transpiración. Nunca se había avergonzado de satisfacer las exigencias de
115
su naciente sensualidad.
Con Jean-Luc había descubierto el resto de sus sensaciones y emociones.
Habían sido amantes hasta el límite y lo habían sobrepasado largamente. Él
sabía manejar sus demonios, seducirlos, engañarlos, provocarlos y
desatarlos. Ella había aprendido de él y él le juraba que había superado al
maestro.
Después... después. Un después largo y oscuro. Lleno de odio, de
desesperación, de impotencia y finalmente, de nada. El cuerpo se le convirtió
en un extraño que la acompañaba inerte. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos, tres años
luego de la muerte de Jean-Luc? Ni siquiera lo recordaba. Los deseos se le
congelaron en las entrañas.
Hasta dejó de mirarse al espejo. Inclusive el pelo corto era una ventaja: no se
necesita mirarse para peinarse. Se mutiló emocionalmente como se había
mutilado el cabello.
Hasta que un día, quién sabe en reacción a qué estímulo, se reencontró
violentamente con sus pasiones. Intentó que el hombre de sombras de su
fantasía tuviera el rostro que había amado hasta la locura. Lo único que
consiguió fue anular instantáneamente el deseo que la ahogaba. El resultado
fue una angustia atroz y la vergüenza de sentir que ensuciaba los momentos
que habían vivido juntos.
Durante un tiempo sus demonios la dejaron en paz: había encontrado la
forma de ahuyentarlos de su vida. Hasta que el acoso fue tan fuerte que
pactó con sus propios deseos. No serían tales: solamente necesidad
fisiológica. Sin hombres-sombra. Sin imágenes. Sin soñar. Con el tiempo,
cayó en la cuenta que ya no podía atrapar ni revivir los recuerdos de su amor.
Le dolió espantosamente y negó su sensualidad otra vez, a modo de castigo
por no poder recordar. Intento inútil. Los demonios no se dejaron embotellar.
Negociemos. Nadie puede humillarme tanto como yo misma. Y ahora
nuevamente la sombra la asaltaba. Pulsiones de vida, en contra de las
pulsiones de muerte que la habían empujado durante tanto tiempo.
Al principio, el espectro en su cama tuvo un rostro fragmentario y un cuerpo
que ella debía adivinar. Hasta esta noche, en que le dio mirada a los ojos,
calor a las manos y fuerza viril al cuerpo que imaginaba poseyéndola. No
quería imaginar su voz pronunciando su nombre, porque no quería
pronunciar el de él. No quiero. Es mentira que te deseo, porque me niego a
desear sin amar. La pasión sin amor es revulsiva. Saciar el cuerpo no basta,
me da asco. No es lo que necesito ni lo que quiero.
116
Pero me niego a amar sin desear. El pensamiento la sorprendió con la
guardia baja.
Fuera de mi vida. De mis noches. De mis urgencias.
Entonces no te acaricies imaginando sus manos, hipócrita. Si vas a echar a
tu hombre-sombra de tu dormitorio, no lo busques.
A las cinco de la mañana, resignada a no dormir, se levantó a ducharse y
preparar las pocas cosas que llevaría a Alsacia, ese día, antes del mediodía.
Se los advierto, monstruos: se quedan en casa.
Una risita en el interior de su cabeza la convenció de que estaba perdiendo la
discusión.
31
ALSACIA, EL MISMO DÍA, POR LA TARDE
—Siéntese, hija por favor. ¿Desea tomar un té?
La superiora era una mujer madura, de rasgos severos pero bondadosos. Bajo
el hábito se adivinaba un cuerpo alto y robusto y sus manos mostraban los
signos del trabajo manual duro. Ya se conocían pero la monja se permitió
una mirada escrutadora que no incomodó a Odette. La superiora era aquella
dama a la que Odette casi había amenazado con la reglamentaria.
— Gracias, madre Aubert.
— No sé si me alegro de que esté finalmente aquí o si preocuparme y sacar a
todas las hermanas en el próximo tren, avión o lo que pase por la puerta—
dijo la superiora.
Odette tuvo un pinchazo de inquietud. Es razonable. Vamos a exponer a
estas mujeres a una atrocidad. Puso su mejor cara de oficial superior de la
PJ.
— Está a tiempo de tomar la mejor decisión para su comunidad, madre. Y
voy a estar de acuerdo con cualquier cosa que Ud. decida.
La madre Aubert meneó la cabeza.
— Hay que detener este horror. Correré el riesgo junto con mis hermanas.
Aunque ellas todavía no lo sepan…
— Sé que no es grato para Ud. ocultarles la situación.
La superiora meneó la cabeza.
— Tal como le dije telefónicamente, recibimos hace dos meses una carta de
la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo solicitando albergue para dos de
sus miembros. Estas dos personas estarán aquí la semana próxima. Confío en
que usted pueda conocer bien los manejos de la Casa para ese entonces.
117
“Como usted sugirió, me comuniqué con otras Órdenes y me confirmaron las
desapariciones de novicias y religiosas jóvenes. También recibí cartas de
nuestras Casas en Italia y Alemania; desgraciadamente, en dos de ellas
desaparecieron hermanas hace poco.”
La superiora le entregó un Libro de Horas con los planos del edificio y una
lista con los nombres de las tres últimas mujeres desaparecidas. Odette
verificó que no figuraban entre los que tenía la Brigada. Tres más. La puta
madre.
— Necesito informar esto cuanto antes — Odette golpeó el papel con el
índice.
— Tenemos una salita de radio y telefax que puede utilizar cuando lo
necesite. Está lejos de los claustros y casi no la usamos.
La madre Aubert se puso de pie con un suspiro profundo.
— La acompaño a conocer a sus compañeras.
Odette vaciló un instante. Que Dios me perdone por hacerle esto a estas
mujeres. La superiora la miró a los ojos.
— Sí, a mí también me cuesta. Siento que estoy cometiendo un enorme
pecado y no sé si me perdonaré a mí misma alguna vez.
— Madre…
— La perdono, hija. Es su trabajo y su deber. Por favor, cuide de mis
hermanas.
El miedo le revolvió el estómago. No por ella sino por las otras, inocentes
participantes de un juego que se volvía cada vez más peligroso. Ya me tiré de
cabeza y sin paracaídas. Ahora no hay marcha atrás.
La superiora la acompañó hasta la biblioteca, en donde estaban trabajando
dos mujeres jóvenes. Revisaban los viejos libros con amor y cuidado,
separando los dañados para repararlos.
—Marie y Denise son nuestras bibliotecarias. Hermanas, ésta es Odile. Ha
ingresado hoy en el convento.
Las jóvenes se acercaron a saludar sonriendo cálidamente a la recién llegada.
—Su habitación es la cuarta del ala de novicias. Las hermanas la
acompañarán a acomodar sus cosas. Luego vuelva a la biblioteca y ellas la
acompañarán a recorrer nuestro pequeño hogar. Hasta luego.
32
ALSACIA, PRINCIPIOS DE LA CUARTA SEMANA DE NOVIEMBRE
Los días en el convento le trajeron una paz interior y una introspección que
118
no esperaba. Aunque todas las noches se ponía en contacto con Auguste para
intercambiar información, la locura del mundo exterior no la alcanzaba del
todo. Era un placer intelectual hablar con la madre superiora Aubert. Ligada
a sus votos hasta la médula y, sin embargo, abierta y comprensiva. Una
verdadera madre para sus compañeras. Se habían descubierto la una a la otra
y gozaban del placer de la mutua compañía. La superiora era graduada en
Psicología: se lo había comentado durante una de las primeras reuniones.
—¿Sabe? Muchas se acercan al noviciado por problemas familiares o
desengaños amorosos...
—¿Todavía? —Odette se sorprendió.
—Así es. Y parte de mi tarea es detectar la vocación en mis novicias. No es
sencillo abrazar los votos que exige. Muchas de las postulantes terminan
como misioneras laicas. Muchas vuelven a su vida anterior después de
comprender que lo que buscaban no era a Dios.
— Y no se puede buscar nada antes de encontrarse a una misma— dijo
Odette a media voz.
— Por eso nos ocupamos de evaluar lo más a fondo posible a nuestras
postulantes, para evitarles sufrimientos inútiles en una vida que no estarían
capacitadas para afrontar.
—Madre, usted habla de profesar como si fuera un castigo en lugar de una
elección.
—Hija, no todas las personas tienen su fuerza de voluntad y su convicción
para encarar las cosas que hacen.
—Que no es su caso.
—No, no lo es. Profesé mis votos con la misma alegría en el corazón que
hoy día. Lo cual no quiere decir que no haya tenido vacilaciones, dudas y
momentos de debilidad, como cualquier mortal. El amor a Dios y la fe me
sostuvieron en cada traspié.
La conversación tomó un giro más íntimo. Después de preguntarle la edad, la
madre Aubert se sorprendió a medias.
—Parece bastante más joven... Sólo la mirada la delata.
Ya no hay inocencia en mis ojos. Asintió en silencio con una sonrisa triste.
—¿Cuánto hace que enviudó?
—Casi doce años.
—¡Mi Dios! ¡Era muy joven cuando se casó!
—Tenía veinte años... Jean-Luc murió poco antes de que yo cumpliera los
veintitrés — recordó con amargura.
119
— Y desde entonces, ¿nunca volvió a enamorarse?
— No.
— ¿Y tampoco un amante? ¿Una aventura?
—¡Madre! ¿Usted me hace ese tipo de preguntas? Que yo recuerde, las
religiosas también practican el celibato...
—Tenemos nuestros votos... —se defendió la superiora.
—No es una cuestión de votos, sino de decisión y voluntad. No me molesta
la libertad sexual ajena en tanto y en cuanto no cuestionen mi propia libre
elección.
—Y su elección es...
—La que es. No disfruto del sexo sin amor y pretendo que mi prójimo lo
respete, lo mismo que respeto lo que los demás hagan de su vida privada.
La superiora la observó en silencio durante unos momentos.
—A los veinte hice mis votos —evocó.
—Otra clase de amor. Más dulce. Más duradero. Debe de lastimar bastante
menos.
—Eso fue casi herético —la reprendió la superiora con una sonrisa. Sin
embargo, contraatacó de inmediato.
—¿Siempre está tan a la defensiva? ¿Tanto daño le hicieron que no baja
nunca la guardia?
Odette respiró profundo para darse tiempo a pensar una respuesta adecuada,
pero la superiora había encontrado la grieta en su muralla.
—¿Por qué se encierra de esa forma? Si es por lo que imagino, no me parece
una buena razón. No una razón cristiana, al menos...
Dios, esta mujer me está desnudando el alma. Meneó la cabeza con una
sonrisa triste.
—La venganza, hija mía, no es un sentimiento noble.
Odette enfrentó la mirada de la superiora.
—Admito que no les está reservado a los hombres hacer justicia por propia
mano.
—¿Lo admite de corazón o es un enunciado meramente intelectual?
Odette respondió:
—Madre, soy policía. Muchas de las cosas que debe hacer la policía en
general están, si no reñidas con la moral cristiana, al menos en oposición con
algunos de sus principios. Si tuviéramos enfrentar a los delincuentes nada
más poniendo la otra mejilla, las estadísticas criminales se triplicarían en
menos de dos meses.
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La superiora sonrió apenas.
—No soy tan necia como para no entenderlo. Yo me refería a su estricto
caso personal.
Touché. Un verdadero perro de presa, madre. Una vez que tiene el rastro, lo
sigue hasta el final. Mantuvo la expresión plácida pero impenetrable.
—Ahí está otra vez —la acusó la superiora—, levantando barreras entre
usted y los demás. ¿No puede perdonar?
Cerró los ojos y se aferró a los brazos del sillón.
—¿A quién debo perdonar, madre? ¿A los que están haciendo esto a sus
hermanas? ¿A los que sienten tanto desprecio por la vida humana que son
capaces de comerciar con ella de todas las formas posibles? ¿A los que
deciden con displicencia que la agonía y muerte de otro sean muerte y
agonía para los que lo aman? No, madre, todavía no aprendí a perdonar.
Se recostó en el sillón. Después de un largo silencio, habló en voz baja.
— Por favor, discúlpeme, madre, no quise ofenderla. A veces me apasiono
demasiado...
—No me ofendió. Siento un gran dolor... por usted.
Odette miró el reloj de pared con un nudo en la garganta.
—Mejor que nos vayamos a dormir. Las seis de la mañana llegan rápido.
La superiora la despidió con un abrazo.
—Por lo menos, perdónese a sí misma. Es una buena forma de empezar.
Odette se metió en la cama, pero la conversación con la madre Aubert la
había dejado alterada. Cristo, qué capacidad para ver más allá de las
corazas. Lo mismo que mi madre. Miró otra vez la hora. Demasiado tarde
para llamar a Auguste. Mañana.
Su hermano la mantenía informada. Varza había entrado en acción y ya
había novedades. Los implicados eran escalofriantes. Auguste y su gente
habían identificado al hombre que había entrevistado a Marcel en el Ritz: era
un alto funcionario del Vaticano. De acuerdo a Varza, hasta el momento era
el único religioso relacionado con la Orden. Pero también constituía un signo
nefasto de penetración. Mierda, ¡llegaron hasta la Piazza San Pietro!
En cuanto a Marcel, su hermano le comentaba lo poco que sabían aunque
ella no preguntara. Él sabía que ella quería saber... Auguste, no me estás
jugando limpio.
121
Marcel. Ya no más Dubois. Sus compañeros anteriores no habían sido más
que apellidos. Mantener las distancias era el lema, sobre todo con los que
querían acortarlas a toda costa. La típica pregunta: "¿Dormimos juntos?" La
típica displicencia al hacerla. La típica persistencia ante el gentil pero firme
“gracias, no”, hasta que llegaban al típico fin de fiesta: pretendidamente
romántico o abiertamente grosero. Variaciones sobre un mismo tema.
Él era diferente. Había respetado las distancias que ella había impuesto. La
había aceptado como líder y no sólo porque Odette era su superior: había
confiado en ella. Como aquella mañana, en su casa. ¿Dije “confiar”?
¿Cuánto más puede confiar Marcel?
Por su carrera y su profesión, Odette conocía las consecuencias de la
violencia familiar. Quizás él no había sufrido la violencia física que su padre
aparentemente ejercía contra su madre, pero la psicológica nunca estaba
ausente. Por lo general, el agresor y el agredido provenían de familias
igualmente patológicas. La violencia física no era conditio sine qua non pero
con el tiempo se degeneraba en ella.
Constanza Contardi-Bozzi había resistido diecisiete años junto a su marido y
el día en que se atrevió a abandonarlo, su propio hijo debió defenderla. Por
lo que había dicho Marcel, Odette suponía que su padre jamás lo había
tocado. Quizás por esa razón su propia reacción le había resultado
traumática.
Para un adolescente que no había conocido otra cosa en su infancia, que
había creído que su vida familiar era la “normalidad”, ese acto de violencia
debía haberle costado mucho. Casi tanto como el haber sido testigo durante
años de las peleas — o quién sabe qué más—, entre sus padres.
Marcel se había reconstruido a sí mismo sin ayuda. Había resultado bien, en
términos generales y de acuerdo con las evaluaciones que la Escuela de
Policía realizaba de sus aspirantes. "Sujeto normal, sin inclinaciones
patológicas de ningún tipo hacia la violencia o la pasividad excesivas,
reacciones esperables y aceptables". Deberían echar a patadas a esos
imbéciles que hacen las evaluaciones psicológicas.
Poco antes de iniciar su etapa del operativo, Odette había llevado a cabo sus
propias y completamene objetables investigaciones. Jean-Pierre Dubois
todavía vivía y continuaba en la Gendarmería. Esto último no era novedad:
el expediente de Marcel lo mencionaba. En su momento, Jean-Pierre había
confirmado la versión de divorcio que había dado su hijo: mutuo acuerdo.
Jamás se había vuelto a ver con su familia.
122
La fotografía enviada por fax no era una excelente reproducción pero a los
cincuenta y tres años, el coronel Dubois seguía siendo un hombre muy
atractivo. A los veinte debió haber sido devastador. Era fácil imaginar cómo
una mocosa de dieciocho años como Constanza se había flechado con la
virilidad y la seducción del joven oficial. También imaginaba el escándalo:
la hija única y heredera de los Contardi-Bozzi, enredada con — o, mejor
dicho, embarazada de— un gendarme de provincia. Su familia la había
repudiado, negando a su único nieto la posibilidad de encontrar la contención
que tanto necesitaba. Marcel le había confesado que apenas los conocía.
Hijos de puta, los abandonaron. Si Constanza hubiera contado con sus
padres, las cosas podrían haber sido distintas.
Marcel era tan parecido a su padre como era posible pero no tenía la mirada
dura ni el gesto de violencia contenida de la boca del coronel Dubois. Era un
chico crecido demasiado rápido, que conservaba esa expresión en los ojos
que sólo se tiene cuando se es inocente en algún lugar del corazón. La misma
que Auguste. El descubrimiento la había sorprendido y —carajo—
emocionado.
Sin embargo, a los treinta y dos, el teniente no había tenido parejas estables.
Cero compromiso. Eso también significaba algo.
Marcel se mantenía cuidadosamente distante. Ella había notado cómo la
observaba y las señales claras de que se sentía atraído por ella. Había
confiado en ella y después se había replegado en sí mismo otra vez, como
temiendo exponerse. Mis mismos temores ante la posibilidad de una
relación con compromiso incluido.
Es tan vulnerable, debajo de esa apariencia de “policía adulto con el mejor
entrenamiento de los cuerpos europeos”. El policía adulto tenía una mirada
demasiado dulce. Y esa vulnerabilidad y esa inocencia están haciendo
estragos en mis propias defensas. No quiero involucrarme. Perdí mi
inocencia hace mucho tiempo y no soportaría ser vulnerable otra vez. No
quiero volver a sufrir por alguien. Me importan una mierda tu vida y tu
pasado.
Se revolvió inquieta en la cama. No te mientas, estúpida. Ya es un poco tarde
para salir indemne de esto. Te guste o no te guste, estás involucrada.
Saltó de la cama en mitad de la noche. El corazón no le cabía en el pecho.
¿Qué van a hacerle esos monstruos? ¿Adónde lo enviamos? Cuando los
tipos alcanzaran ese núcleo de violencia laboriosamene domado y encerrado
y lo liberaran, Marcel sería una bomba ambulante.
123
Cristo, no quiero que te pase nada. Te quiero de regreso sano y salvo,
carajo. No cedas. No bajes la guardia. Es una orden.
33
SUBURBIOS DE PARÍS, CUARTA SEMANA DE NOVIEMBRE
—Nos vemos en una semana, De Biassi.
Hamad se despidió y subió al camión frigorífico que conducía D’Ors. A
Marcel no le sorprendió que nada más que dos hombres pudieran realizar
todo el operativo. Estamos preparados para eso, pensó con orgullo. Uno de
los pallets que habían estado cargando había caído al suelo y se había roto.
Sin pensar, tomó una tableta y la dio vueltas entre las manos.
—Es buen chocolate. Un poco amargo, para mi gusto. Y un poco caro —
comentó Hamad, displicente —. De cualquier forma nuestros clientes lo
compran sin protestar. Dicen que siempre es una experiencia diferente.
Se rieron a carcajadas. En los últimos días, Hamad había aliviado un poco la
presión y Marcel estaba más libre. Ya no tenía tantas pesadillas y se movía
cómodamente por las instalaciones. Soy uno más; me aceptaron, pensó casi
con alegría.
Al desnudarse para dormir, la tableta le cayó del bolsillo del pantalón. Se tiró
en la cama y pensó que no estaría nada mal comérsela. Se metió un trocito en
la boca y una imagen lo asaltó: labios de mujer, jugueteando con una barra
de chocolate. El corazón le salteó un latido.
Esos ojos. La boca. ¿Quién? Cerró los ojos para aferrar el rostro que se le
escapaba. Su cuerpo recordaba mejor. Pero nunca tuve a esa mujer... Un
escalofrío le recorrió la espalda. El nombre. Comió otro trocito y el tacto
aterciopelado del chocolate le inundó la boca: dulce y amargo a la vez. Así...
ella es... así. ¿Cómo puedo saberlo, si nunca...? Aferró las sábanas mientras
se revolvía en la cama. No sabía si la furia era por desear poseerla o por no
haberla poseído nunca. La buscó inútilmente, experimentando en la piel
sensaciones que recordaba haber intuido y nada más. La odió por no estar
allí, debajo de él. El orgasmo le llegó con violencia inusitada. Todavía
agitado, se levantó para lavarse. Puta madre, no hacía esto desde que dejé el
Liceo. La excitación no terminaba de abandonarle el cuerpo. El espejo le
devolvió una imagen que no esperaba. Vio los ojos en el cristal recuperar
lentamente la cordura. Odette. Ése es el nombre.
Respiró profundo varias veces pero la tenaza que le apretaba la garganta no
124
se aflojó. Miró al espejo y se reconoció. Estaba pálido y bastante más
delgado, pero los músculos se le delineaban recios. No estaba tan en forma
desde que dejé el rugby.
Los recuerdos, sus recuerdos, le llegaron de golpe. Tuvo que sostenerse del
lavatorio porque le temblaron las piernas. Volvió a la cama y mecánicamente
se comió el resto de la tableta. Respiró despacio. Tranquilo, viejo.
Mantengamos la calma. Si éstos se dan cuenta de lo que pasó, soy historia.
No lo consiguieron. No me condicionaron. Sigo siendo Marcel Dubois,
teniente, Brigada Criminal, Policía Judicial, Prefectura de París.
****
—A De Biassi lo vi distinto —comentó Vaireaux—. Menos obnubilado.
Jacques meneó la cabeza.
—Le ordené a Hamad levantar el pie del acelerador. Íbamos a tener
problemas.
— Respondió muy bien. La frecuencia de los audios también fue más
elevada que lo habitual. Pensé que iba a quebrarse en algún momento, pero
resistió.
—No hay nada que hacer; los militares son los mejores.
—Eso porque te tira el uniforme, coronel... —comentó sarcástico Prévost. —
Nuestros civiles no tienen nada que envidiarles.
Jacques evitó mirarlo, encendiendo un cigarrillo
Vaireaux siguió.
—Pensé que iban a usar algo con De Biassi. Polvo, heroicas, algo de eso.
—¡No! — Jacques saltó sobre las palabras de Vaireaux —. A éste lo quiero
limpio. A la larga es un arma de doble filo y resulta más caro que el servicio
que prestan.
—No exageres... —Prévost se picó.
—No exagero... ¿Cuánto nos está costando Hamad? ¿Cómo terminó
Weiss?— Jacques se irritó.
Se miraron. Vaireaux se removió incómodo en su sillón y Prévost apretó los
labios y miró a otra parte. Weiss había causado el accidente que había
terminado con él y con Kurt Von Kopff. Iban juntos en el automóvil de Von
Kopff al puerto de Niza, desde Monte Carlo. Tenían que recibir un
cargamento de armas y en una de las curvas más cerradas y empinadas de la
carretera, inexplicablemente Weiss aceleró. Tuvieron que cortar los cuerpos
para sacarlos del interior del vehículo. Los análisis de sangre determinaron
125
que el chofer del industrial austríaco había consumido una gran cantidad de
cocaína de alta pureza, poco antes de sentarse al volante.
—Las armas las recuperamos —Prévost se encogió displicentemente de
hombros y jugueteó con el anillo de sello de su anular izquierdo.
—Y perdimos un cliente magnífico, las relaciones que él traía —lo acusó
Jacques, molesto—, y la ganancia de la operación. Y a Weiss.
Carajo, Weiss era un muy buen profesional. Ex teniente coronel del ejército
alemán, había abandonado el servicio activo debido a sus convicciones algo
radicales. Había dirigido el operativo en Francfort en forma sublime. Weiss
era un artista en lo suyo. Y el cretino de Prévost había insistido en acelerarlo
con un poco de blanca, para poder presionarlos a él y a Von Kopff.
El Brigadier tiene razón: es muy difícil trabajar con civiles. Se desmadran y
pierden la línea y los objetivos. Se lo había explicado claramente con el
ejemplo de sus actividades en su propio país: mientras habían mantenido a
los civiles fuera de sus operaciones, todo había funcionado a la perfección.
En cuanto comenzaron a intervenir los servicios secretos y la policía, la
situación se volvió inmanejable. Los civiles no mantienen la conducta.
Estuvieron a punto de perderlo todo. Les había llevado más de diez años
estabilizar la situación, y no habían podido recuperar el poder nuevamente,
no como hubieran deseado. Ahora lo tienen los civiles. Se necesita mucho
más dinero para silenciar o corromper a mucha más gente, y los resultados
nunca son los mismos, pensó Jacques.
Y sin embargo, el Brigadier en persona había introducido a Prévost en las
sutilezas de la picana. Sutilezas que el verdugo de la Orden, como se llamaba
medio en broma a sí mismo, había elevado hasta la categoría de arte. Los
audios de Vaireaux eran impresionantes, por llamarlos de alguna manera.
Incluso él, a veces se resistía a presenciar las diversiones de Prévost. Rata
necrófila. Igual que el enfermo de D’Ors. Otro civil.
Con De Biassi las cosas van a empezar a cambiar. Quiero volver a los viejos
tiempos de disciplina y orden. Sólo la violencia necesaria para generar las
reacciones necesarias. Basta de vicios. Prévost podría ser un muy buen
primer objetivo para el mayor. Al Faid compra el paquete accionario de
nuestro querido Armand en la TP, nosotros seguimos reteniendo el control,
y todo vuelve a estar en su lugar: Su Alteza, feliz con sus virgencitas y su
petrolera nueva; nosotros, con la casa en orden y con un elemento más de
presión contra Muammar. Amigo de Prévost. Y, quién sabe, podríamos
terminar el asunto de las monjas antes de que estalle por algún lado. No me
126
gusta meter mujeres en los negocios. A la larga te traen problemas. Era
mucho mejor cuando esos asuntos los manejaba Fiore; ése tenía estómago
para cualquier cosa que tuviera que ver con perversiones. Tendré que
hablar con el número uno. Con el Brigadier no se pueden discutir ciertas
cosas... Cuando estos dos se vayan. Mejor a solas.
Con Vaireaux cruzaron miradas a espaldas del otro. Era el único de los tres
que no llevaba el anillo. Quizá deberíamos ofrecerle uno, pensó mientras se
tocaba el suyo. Vaireaux entendió el gesto. Podemos contar también con el
doctor. Odia a Armand tanto como yo.
34
PUERTO DE MONTE CARLO, FINES DE LA TERCERA SEMANA DE NOVIEMBRE
—¡Te dije que no vinieras hoy!
Muammar le gritaba enfurecido a la mujer llorosa que se acurrucaba en un
extremo del sofá, en el camarote el capitán. Tenía ganas de golpearla, puta
estúpida. Respiró hondo, buscando dominarse. Tranquilo. La necesito.
Inspiró dos veces más para recobrar la calma y se acercó a ella.
—Querida, te ruego que me perdones. Estoy muy nervioso...
¿Cómo mierda me la saco de encima? Le tomó las manos y se las besó,
rozándole las palmas con la punta de la lengua.
—Pero, mi amor... —balbuceó ella—. Yo... te lo juro... no quiero
molestar — contuvo un sollozo.
Cerró los ojos para no estallar de nuevo mientras ella hipaba.
—Hoy es un día tan importante... Hace cuatro meses que estamos juntos...
Negociemos. Se sentó a su lado, la abrazó y la besó.
—Mi vida, no me olvidé, pero estos pesados insistieron en que cerráramos
los acuerdos esta misma noche. Quieren volver a Iwata lo antes posible. Es
una operación muy grande, mi amor... — claro que es importante, y si no te
vas ya mismo, vas a joderme todo el negocio. —Te prometo que mañana
mismo soltamos amarras y nos vamos a Grecia.
Ella dejó de hipar y lo miró con los ojos azules enormes, muy abiertos. Es
tan hermosa como estúpida.
—¿Una miniluna de miel? —preguntó, ansiosa.
—Sí. Y al regreso hacemos el anuncio. Te lo prometo —la besó
apasionadamente, sujetándola contra su cuerpo.
Estaba pegada a él, cada curva del cuerpo espléndido debajo de la seda
127
italiana de su vestido de firma, y eso lo excitó. Ella era su pasaporte al jet set
europeo. Con ella se aseguraba la alfombra roja en cada palacio, cada
embajada. Por un tiempo, hasta que se acostumbren a mi presencia. Hasta
ahora me soportaron más que nada por mis pozos de petróleo. Dependen de
mí, insectos, para que sus centrales termoeléctricas de mierda iluminen sus
castillitos de juguete. Dependen de que mi guita vulgar y demasiado
burguesa les compre sus hoteles de lujo en bancarrota, para seguir
aparentando que pueden despilfarrar lo poco que les queda.
—Por favor, muñeca, ya te lo expliqué. Los japoneses son muy particulares.
No negocian delante de mujeres. Sus esposas ni siquiera cenan con ellos,
mucho menos en reuniones de negocios. Si te quedaras, tendrías que
encerrarte en algún camarote, y me molesta que te humilles de esa forma con
estos tipos —la besó y ella frunció la nariz. —¿De acuerdo?
Ella se le pegó todavía más, ronroneando. La erección le estaba molestando
dentro del calzoncillo.
—Sí... pero mañana...
—Mañana —la besó de nuevo con la boca abierta.
Para colmo me deja caliente como un carnero en celo. Llamó a los
guardaespaldas. Filippo se detuvo respetuosamente en la puerta del camarote
luego de golpear, con la vista baja.
—Acompañen a Su Alteza hasta el hotel.
Filippo asintió y se apartó para dejar salir a la mujer. Se quedó en cubierta
despidiéndola, mientras ella lo saludaba desde la limusina. No había
terminado de cerrar la ventanilla, cuando de otra limusina se apearon tres
japoneses trajeados a la última moda de Milán y subieron rápidamente por la
planchada.
Me gusta este Filippo. Callado, serio, cumple todas las órdenes. Cualquier
orden. El trabajo de Andreazzi fue muy limpio, sin víctimas adicionales. Así
aprenden estos imbéciles que se niegan a negociar en mis términos. Vamos a
ver si podemos confiarle cosas de mayor envergadura.
****
Después de asegurarse de que la mujer se hubiera encerrado en su habitación
—le había dejado dos sobres con polvo de primerísima calidad, y ella había
intentado darle una propina espléndida que él rechazó cortésmente—,
Filippo bajó al lobby del hotel a hacer la llamada, antes de regresar al puerto.
Marcó el número de Roma y, cuando le respondieron del otro lado, se limitó
128
a decir:
—Kazuo Nakamura —y cortó.
*****
—Nakamura—san, éste será uno de los negocios más exitosos que haya
hecho en los últimos tiempos.
Muammar estuvo a punto de palmearle el hombro al japonés, cuando recordó
lo reacios que eran sus huéspedes a ese tipo de manifestaciones.
—Usted también ha cerrado un buen negocio, Muammar-san — retrucó el
otro, mirándolo a los ojos.
—Sin duda. Juntos podemos hacer muchas cosas importantes.
La red de distribución de Nakamura Steel Industries en todo el sudeste
asiático era perfecta para la operación. Sin contar con las filiales que estaban
abriendo en los Estados Unidos. No habían conseguido un socio tan
conveniente en el Lejano Oriente hasta ahora. Y yo lo presenté. Mérito todo
mío.
Los embarques estarían a disposición en una semana; Jacques se lo había
prometido. Nakamura estaba ansioso por recibir la mercadería y había
insistido en la posibilidad de embarcar directamente en Colombia,
despachando a través del canal de Panamá. Jacques no quería arriesgar, no
fuera cosa que se robaran el contacto. Finalmente, los japoneses habían
consentido en triangular los primeros embarques y luego continuar, sí, a
través de Panamá. Para ese entonces, los tendremos bien agarrados de las
pelotas, pensó Muammar, satisfecho. Conociendo a Nakamura, el regalo que
estaba a punto de hacerle valía para él más que los embarques colombianos.
"Los vicios de mis socios me cuestan fortunas", se había quejado a Jacques,
que, como siempre, se encogió de hombros ante el sutil pedido de rebaja.
"No insista, Muammar —había ladrado Jacques—. Tenemos el mercado
cautivo y los precios los ponemos nosotros".
—Tenemos que diversificar las inversiones —comentó Nakamura mientras
él permanecía en silencio, y se rieron estruendosamente.
Se sorprendió de que el japonés le palmeara el brazo. Hoy estamos de lo más
occidentales. Parece que el polvo de buena calidad relaja las costumbres
ancestrales.
—Tengo un obsequio muy especial para usted. Sólo para conocedores —le
dijo cuando los otros dos que acompañaban a Nakamura volvieron al hotel.
La cara del otro se coloreó ligeramente y las aletas de la nariz se le dilataron
129
con placer anticipado. Carajo, y yo estoy solo —pensó Muammar—. Podría
irme al hotel y... No, mejor me quedo y vigilo de cerca. Además, mañana nos
vamos a Grecia; no puedo dejar nada fuera de lo común a bordo. Voy a
tener que ser un poco más cuidadoso con ella. La última vez que jugamos, la
dejé marcada. No queremos herir las susceptibilidades de la realeza.
*****
Nakamura entró en el camarote que Muammar le había asignado.
Escandalosamente lujoso. Se desnudó en la antecámara y del maletín sacó
sus elementos de juego favoritos. Quiero un barco como éste. A la mierda
con el conservadurismo de mi honorable padre. Tengo el dinero para pagar
no uno, sino dos cruceros. Un barco para cerrar negocios y dedicarse al
placer. La combinación perfecta. Acarició las correas de cuero con
temblorosa anticipación. No puedo dedicarme a estas diversiones en Iwata.
Entró en el dormitorio, y el terror que vio en los ojos de la mujer lo excitó
todavía más.
*****
Muammar se acomodó en la enorme cama de su camarote y encendió la
pantalla del circuito cerrado. Hijo de puta, es un artista. El primer orgasmo
lo tuvo cuando vio la sangre, pero el más violento lo tuvo cuando Nakamura
la mató.
IWATA, MAÑANA DEL DÍA SIGUIENTE
Shige Nakamura respondió al teléfono con una desagradable premonición.
Del otro lado, le pasaron el mensaje que sospechaba recibiría, pero no por
eso sintió menos dolor. Se tragó las lágrimas y se encerró en su dormitorio
durante dos días. Al tercer día, se levantó en silencio, rebuscó en el baúl
exquisitamente tallado e incrustado en nácar que era el único adorno de su
estudio y sacó todo lo que necesitaba. Se vistió para la ceremonia y fue a
inclinarse ante el altar familiar de sus antepasados. No oyó entrar a Midori,
que se arrodilló a su lado, también en silencio, sin contener las lágrimas. Sin
hablar, su esposa se retiró, dejándolo solo. Shige regresó a su estudio y se
sentó a esperar, con la espada cruzada sobre las piernas.
*****
El chofer llevó a Kazuo directamente desde el aeropuerto hasta la casa de su
130
padre. Carajo, pensaba ir primero a mi casa. Su madre lo recibió y le
entregó la vestimenta tradicional. Está bien. Hoy el viejo samurai está
temperamental. Le queda poco. ¿Cuánto más va a vivir? Nakamura Steel
Industries necesita sangre nueva y negocios nuevos. No pudo contener una
sonrisa de satisfacción. El antiguo Imperio está a punto de terminar. Cuando
entró en el estudio de Shige no le sorprendió encontrar a dos amigos del
viejo, vestidos a la antigua usanza. Sí, en cambio, le sorprendió la presencia
de dos hombres a los que no conocía. Ambos lo flanquearon, le sujetaron los
brazos y lo obligaron a arrodillarse.
—¡Padre! —gritó,— ¡Padre...!
35
PARÍS, PRINCIPIOS DE LA CUARTA SEMANA DE NOVIEMBRE
Tan pronto como cortó la comunicación con su madre, Auguste pidió que le
consiguieran el ejemplar de Le Monde. La noticia ocupaba los titulares.
Buscó en el obituario hasta que encontró el mensaje. Tienen los brazos
largos, carajo. Debido a una operación que había causado un revés menor al
holding, Kazuo Nakamura, vicepresidente en ejercicio interino de la
presidencia de Nakamura Steel Industries, se había suicidado en casa de su
padre. Con gran dolor, Shige Nakamura volvería a asumir la dirección de los
destinos de NSI hasta la mayoría de edad de su nieto Toruo, que ocurriría el
año siguiente. Una rata menos de que ocuparse. Cuando Odette llame esta
noche, voy a darle la novedad.
ALSACIA, PRINCIPIOS DE LA CUARTA SEMANA DE NOVIEMBRE
—El hermano Vangelos Petrakis, el hermano Édouard Legros —la madre
Aubert efectuó las presentaciones con un leve temblor en la voz.
Bienvenidas, ratas. Odette mantuvo la vista baja y la expresión nula,
mientras los hombres saludaban educadamente al resto de las hermanas. Ella
quedaba para el final.
Soy la única ‘novicia’ y, junto con Denise y Marie, una de las más jóvenes
del convento. ¿Adivinen a quiénes van a elegir nuestros amados hermanos?
Las otras dos eran bastante más jóvenes que ella, veintidós o veintitrés años,
a lo sumo. Unas criaturas. ¿Y tengo que dejar que estas escorias les pongan
las manos encima? Podría sacarlas del convento con alguna excusa. Pero,
¿cuándo y adónde? Estos tipos pueden encontrarlas donde sea, no tengo
131
ninguna duda. Tengo que arriesgarme a que nos lleven juntas.
De acuerdo con lo organizado con Auguste, debían iniciar la etapa final
luego de la llamada de la madre superiora y de haber esperado el tiempo que
calculaban duraría el traslado hasta la sede central de la Orden. Odette no
tenía demasiada fe en los localizadores, aunque Paworski le había asegurado
que funcionaban a la perfección y se lo había demostrado en el laboratorio.
Muchas gracias. Estas cosas siempre funcionan en el laboratorio.
—No es personal, Kolya —le había dicho entonces—, pero no confío en
absoluto en ningún tipo de colaboración o buena voluntad entre Inteligencia
y la PJ. No esperen a detectar ninguna señal conjunta de mierda.
Paworski se había sentido herido.
—Está en juego mi prestigio profesional.
—Están en juego las vidas de rehenes y oficiales — ella lo había dejado sin
réplicas.
Los tipos se estaban acercando. Levantó apenas la mirada e hizo un leve
gesto con la cabeza. Si Vangelos Petrakis es griego, yo soy escandinava. La
certeza de que los dos hombres la evaluaron de un solo vistazo le hizo saltar
un latido. El supuesto padre Legros tenia el físico y probablemente la fuerza
de un levantador de pesas. Espero que pueda manejar a su compañero,
pensó Odette. El otro tenía la mirada de un cocainómano en los últimos
estadios de la adicción. Si alguien nos va a salvar de este monstruo, es el
otro bruto. Al menos, hasta que lleguemos a París.
*****
—¿Qué te parecieron?
—Bien — D'Ors encogió un hombro.
—¡Bien! ¿¡Nada más que bien!? ¡Son las mejores que encontramos en
mucho tiempo!— Hamad estaba entusiasmado.
—Están buenas. Pero eso no es lo que importa.
—¡Vamos! No vas a decirme que no valen el doble para Jacques.
—No es asunto nuestro.
—¡Siempre tan formal!
—¿Por qué no te vas a dormir de una vez?
—A que yo sé cuál elige tu Prévost...
—“Mi” Prévost elegirá la que le dé la gana.
—Apostemos...
—Si no vas a dormir revisemos el lugar.
132
Recorrieron el convento con sigilo, determinando los mejores lugares para
colocar el gas. No pensaba darle su dosis a Hamad hasta que se comportara
como era debido. Le gustaba trabajar con él, hacían buen equipo pero la
adicción le estaba haciendo estragos. Por otro lado, había entrenado a De
Biassi hasta convertirlo en un arma humana perfecta. En eso, Hamad era
imbatible, había que reconocerlo. Si pudieran limpiarle la droga... Cuando
volvamos, voy a hablarlo con Vaireaux.
MONTE CARLO, JUEVES POR LA NOCHE
—¡Bruto! ¡Te odio!
Lo golpeó con los puños, mientras Muammar trataba de contenerla.
—¡No te acerques! — gritó y corrió al espejo a mirarse. El pómulo izquierdo
se le estaba hinchando.
Muammar la observó estudiarse atentamente. Bah, se me fue un poco la
mano. La mujer tenía marcas en la espalda y en las nalgas. Carajo, si le
gusta tanto como a mí, ¿por qué tanto escándalo?
—¡Estúpido! —le gritó ella, entre rabiosa y asustada—. ¡Me lastimaste la
cara!
—¡Vamos! Con un poco de hielo se arregla...
—¡No! ¡No me toques más, bastardo de mierda! —y le arrojó un cepillo que
tomó del tocador.
Muammar ya estaba un poco irritado, pero la agresión de ella lo puso
violento. Saltó de la cama y tomándola de las muñecas, le golpeó la cara con
el dorso de la mano izquierda. El anillo con un diamante de dimensiones casi
groseras arañó la piel suave dejando un raspón violáceo.
—¿Qué te pasa, Alteza? —siseó, agarrándola de los cabellos—. ¿Ya no te
gusta que juguemos? ¿Ahora te importa si soy o no un bastardo? ¿La sangre
azul no se te vuelve roja si no es con un poco de polvo de por medio?
La golpeó dos o tres veces más, pero ya no había nada que hacer: había
perdido la erección. Puta inútil. Le gritó que se vistiera y llamó a sus
custodios. Como siempre, Filippo, impertérrito ante cualquier escena,
apareció en la puerta del camarote.
—¡Al hotel! —rugió Muammar, señalando a la mujer.
Filippo la hizo subir a la limusina y le tendió el sobrecito que por lo general
le daba cuando la dejaba en el hotel. Ella lo miró llorosa.
—Tengo otro más. Para después — dijo Filippo. Ella asintió, agradecida.
Pobre putita hueca. Tan hermosa y tan presa fácil de estos hijos de puta. Se
133
le revolvió el estómago al recordar lo que había visto a bordo. Mientras
ponía en marcha la limusina, Filippo sacó el control remoto del bolsillo y,
apuntándolo hacia el yate, tecleó la clave que activaba el reloj.
Cuando dejó a Su Alteza en el hotel, la explosión iluminó de rojo el cielo
nocturno y los cristales del lobby vibraron con la onda expansiva. Desde un
teléfono público de la avenida, marcó el número de Milán.
*****
Muammar se tranquilizó después de aspirar un par de líneas.
Estoy harto. Voy a tener que encargársela a Filippo. Debería llamar a la
austríaca; esa puta sí que sabe jugar fuerte. Lo único que le importa es el
monto del cheque, y es capaz de convertirse al Islam si le conviene. No tiene
tan buena imagen como esta imbécil, pero el título de nobleza vale lo mismo
a la hora de abrir puertas importantes. Podría ayudarme a encontrar un
socio nuevo en Japón. Ese estúpido de Nakamura nos arruinó el negocio.
¿Cómo mierda te vas a suicidar por una caída en la Bolsa de Valores? Mi
mercadería no tiene esos problemas; no cotiza en Bolsa.
Mientras aspiraba la cuarta o quinta línea, la ola de fuego envolvió la nave.
No quedó un solo cuerpo reconocible. A él lo identificaron por el anillo de
diamante. Finalmente se determinó que la explosión había sido provocada
por una falla en el arsenal escondido en las bodegas del yate. Saad Muammar
sería fugazmente recordado por los medios como otro traficante de armas
traicionado por su propio contrabando, más que por su fama de playboy,
como seguramente habría preferido.
PALACIO DE INVIERNO DE SU ALTEZA EL PRÍNCIPE AL FAID, MAÑANA DEL
VIERNES
El susurro de telas en movimiento lo hizo girar la cabeza. Uno de sus
edecanes, vestido con la impecable chilaba blanca sobre el uniforme, se
acercó respetuosamente y le alcanzó el teléfono celular.
—Alteza...
El familiar acento hizo que no necesitara nombres.
—Mi muy querido amigo. Lo escucho.
—Lo que debía ser ha sido.
—Alá es grande.
Después de cortar la comunicación, ordenó a sus ministros tomar las
medidas necesarias para adquirir las acciones de los pozos petroleros de
134
Muammar. No vamos a dejar a nuestro pueblo sin trabajo, y no vamos a
dejar los pozos en manos de los norteamericanos. Ya exprimieron bastante
nuestras reservas sin dejar nada a cambio para nuestra pobre tierra. NSI es
un socio mucho más serio.
36
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES, MAÑANA DEL VIERNES
—Comisario, tiene una llamada. La línea directa, señor.
— Gracias, Sully.
Massarino tomó el teléfono y sonrió mientras hablaba. También sonreía
cuando colgó.
Sully se quedó mirándolo. Tenía ganas de patear el suelo. Es esa puta de
Marceau. Le conozco la voz, aunque hable en italiano. Carajo, ¿ni cuando
no está lo deja vivir en paz? No se puede tener tanta buena suerte con los
hombres. Dubois se fue y ella se fue detrás. ¿En qué mierda andarán?
Revolcándose por ahí mientras el soplón de turno hace el trabajo sucio por
ellos. Porque no me van a decir que la Marceau trabaja sin soplones. Todos
tienen algún “cousin” que proteger a cambio de datos y un poco de gloria
cuando simulan pescar un embarque. Todos son la misma mierda... Encima,
no tiene que usar uniforme. Es injusto.
—Señor, ¿le traigo un café?
—Gracias, cabo. Por favor. Ah... Sully..
La cabo giró en el vano de la puerta, agitando la cola de caballo. Esto nunca
me falla.
—¿Podría conseguirme un ejemplar de "Le Figaro"?— pidió Massarino.
—Sí, señor. Enseguida
No me importa que sea casado. Si a Marceau no le importa, a mí tampoco.
BUENOS AIRES, MAÑANA DEL SÁBADO
—¿Leíste el diario?
Detrás del escritorio, el Tigre levantó las cejas interrogativamente.
—El bote de Muammar voló a la mierda — aclaró el Cachorro.
—Lo vi en el noticiario de esta mañana. Estaba embarcando armas. Seguro
se descuidaron al estibar, los boludos.
—Los embarques son seguros. Nunca hubo problemas. Con nosotros
tampoco, y mirá que los trajimos hasta en contenedores con autos, en fardos,
cualquier cosa...
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—Sí, es raro.
Hicieron un silencio.
—Tengo una sensación rara... No sé.
El Tigre lo miró con la boca tensa.
—¿Qué no sabés, Cachorro? —quería restarle importancia, pero las entrañas
se le estrujaron un poco.
—Nakamura se suicidó la semana pasada...
—Pero ésos son medio así. El honor, la empresa...
—¡Pará, Negro! ¡Si era un hijo de puta drogón!
—¿De veras?
—Igual que Muammar. ¿De qué honor me hablás? Por lo que decían, iba a
ser mejor cliente de las minitas que de la merca. Un tipo así de reventado,
con semejante negocio como el que tenía por delante, ¿se va a suicidar?
Andá, Negro...
—¿Lo hablaste con el Briga?
—No. Todavía no.
ALSACIA, DOMINGO POR LA NOCHE
D’Ors y Hamad tardaron menos de tres días en reconocer el lugar y
determinar los sitios donde ubicar las granadas de gas. No el vulgar gas
antimanifestaciones sino una mezcla anestésica lo suficientemente potente
como para sedar un pabellón entero de enfermos psiquiátricos peligrosos. A
Vaireaux le encantaban esas mierdas.
“El gas siempre da buen resultado: da tiempo a preparar las cosas para que
parezca una fuga”, alardeaba el doctorcito. A Hamad no le gustaba Vaireaux
pero reconocía que el tipo era bueno en lo suyo. D’Ors no opinaba. Pero
bueno, D’Ors nunca opinaba sobre nada. Hamad se encogió de hombros.
Lo mismo, nunca tienen tantos efectos personales que llevarse. Mejor;
menos cosas de las que desembarazarse en el camino. D'Ors era el
minucioso y alardeaba de ello. Si fuera por mí, quemaría todas las basuras
que llevamos de las tipas y listo. Pero a D’Ors no le gusta el fuego. Dice que
llama mucho la atención.
Se despidieron la mañana del domingo, muy temprano, después de la
primera misa. Hamad había preparado copias de las llaves de todos los
portones del convento. Decidieron que lo mejor era entrar por la puerta que
daba a los claustros más antiguos, ya que casi nadie utilizaba ahora ese
sector. “Esta noche, a las tres”.
136
ALSACIA, MADRUGADA DEL LUNES
Se quitaron las máscaras antigás en el camión. Las tres mujeres estaban en el
piso del vehículo. Mientras Hamad preparaba las literas, D’Ors inyectó a
cada una con el anestésico. Duraría hasta más o menos tres horas antes de
que llegaran a destino, suficiente para que las mujeres se despertaran y se
aterrorizaran en grado tal como para que el tratamiento posterior pudiera
iniciarse cuanto antes. Había que despacharlas lo más pronto posible. Eran
para Al Faid, y Jacques estaba ansioso por comenzar a proveerlo.
—¿Recogiste las granadas vacías? —preguntó, de espaldas.
—Sí. Dejé todo tan limpio que parece un convento.
La broma los hizo sonreír a los dos.
Las aseguraron con las correas a las literas, una a una, les vendaron los ojos
y las amordazaron con cinta adhesiva. Cuando acomodaron a la última,
Hamad se demoró unos instantes de más sujetándola.
—Te estás tomando demasiado tiempo —le dijo D’Ors en tono amenazador.
—Ésta no va para “Su Alteza”. Vas a ver. No es joven como las otras dos.
Treinta, más o menos.
—No es problema nuestro.
—La va a elegir tu Prévost. Es un desperdicio que nos la perdamos —le
recorrió con ambas manos el cuerpo inerte, le levantó el borde del camisón.
—Hamad...
—No seas idiota, D’Ors. De cualquier modo van a matarla. Si no es Prévost,
es De Biassi.
Del bolsillo sacó el sobre. No, mejor dos.
—A la cabina.
Los ojos de Hamad brillaron.
—Siempre me das en el corazón, viejo.
Mientras el otro bajaba, se acercó a la litera inferior. Es cierto, Prévost va a
elegir a ésta. Hace mucho que no conseguimos una de este tipo. Le
temblaron las manos. Pero cuando termine, es mía: Prévost siempre me las
deja. Le acarició el cuerpo, un poco frío por la anestesia. Un
estremecimiento le recorrió la espina dorsal.
Se inclinó y rozó los pechos que subían y bajaban regularmente bajo el
camisón. Las manos le quemaban de excitación. Sin poder contener el gesto,
quitó la venda negra y giró el rostro hacia él. La mía era como ésta. Griega,
un poco más llena; se resistió hasta el final. El recuerdo le azotó la ingle. De
137
Biassi tiene suerte. Le colocó la venda y la acarició una vez más. Es tan...
Podría ser. Pero no quiero compartirla con Hamad. Salió, cerró la
compuerta estanca y se sentó al volante.
37
SUBURBIOS DE PARÍS, MARTES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
—Vamos, Maurizio. Hoy hará su primera selección.
La opresión en el pecho aumentó hasta hacerse intolerable. Maldito el
momento en que pisé este lugar nefasto. El pulso le martilleaba en las sienes.
Caminó detrás de Jacques con piernas como de madera. Jacques se volvió a
medias, sonrió y le palmeó el hombro.
—Tranquilo. Todo saldrá bien.
Dios, cree que estoy preocupado por los resultados. Marcel devolvió la
sonrisa aunque era consciente de que era una mueca que le deformaba la
cara. Hacía menos de 48 horas que habían llegado las nuevas para el
dressage. Hablaban de ellas como si fueran animales.
Odette tiene que estar en ese grupo. Sintió un vuelco en el estómago. Por lo
que sabía, el pequeño convento alsaciano había sido el objetivo más reciente.
Si todo resultaba como en el plan original, la detección conjunta de su
localizador y el gemelo que ella tenía instalado era la señal para iniciar la
etapa final de la operación. Massarino, espero que estés ahí afuera.
Mientras bajaban en el montacargas, Jacques comentó:
—Parece que las nuevas son delicatessen. Vamos a ver.
Marcel sonrió mientras intentaba llenar los pulmones y Jacques le palmeó un
hombro.
—No esté tan nervioso. Después de hoy, todo resultará mucho más fácil.
La habitación del otro lado del cristal era como la que había visto en los
audios de Vaireaux: la grilla metálica vertical con correas de cuero, una
mesa auxiliar con instrumental quirúrgico, agua y la varilla conectada a la
línea de corriente. Un escalofrío le erizó el vello de la nuca. Prévost estaba
allí, calzándose guantes de cuero y probando los instrumentos.
La puerta del otro extremo se abrió y dos hombres —creyó reconocer a
Wenger; al otro no lo había visto nunca antes— entraron a una mujer
esposada, vestida con un camisón blanco sin mangas que se apreciaba
mojado y con manchas que no eran identificables. Tenía los ojos vendados
con una tela negra que le tapaba la mitad superior de la cara pero mientras le
soltaban las esposas y le sujetaban las muñecas a las correas de la grilla,
138
Marcel sintió una punzada en las entrañas. Encajó la mandíbula y cruzó las
manos detrás de la espalda hasta que le dolieron los brazos por el esfuerzo.
Prévost hizo salir a los otros dos y habló hacia el micrófono que transmitía a
la salita de observación.
—Sólo para tus ojos, Maurizio.
La mujer que estaba en la grilla dio un respingo.
Marcel tragó saliva con dificultad.
Prévost se acercó a la mujer, le tomó la cara, la forzó a volverse hacia él y
sin quitarle la venda, murmuró algo que ellos no pudieron oír. La reacción
que provocó fue increíble: la mujer disparó una de sus piernas, todavía
libres, hacia arriba, acertando en la entrepierna del sorprendido Prévost. El
hombre retrocedió con un aullido. Jacques sonrió.
—Bien. Parece que va a dar trabajo. ¿Le gustará a su representado?
—No lo dudo — pudo articular Marcel—. Es... de su tipo.
Prévost se había puesto de muy mal humor. Giró y descargó un revés brutal
sobre el rostro de la mujer, que contuvo un gemido.
Jacques abrió el micrófono de su lado.
—¡No la golpees en la cara, estúpido!
—¡La puta casi me castra! —rugió el parlante.
—¡Nada de golpes, Prévost! ¿Está claro? —Jacques estaba molesto. Cerró el
micrófono y se dirigió a Marcel: —Está tomando demasiada iniciativa
personal.
La náusea lo dominó otra vez. Habla del verdugo de la Orden como de un
empleado con veleidades de ascenso. En el nombre de Dios, Massarino,
¿dónde mierda estás?
Prévost había sujetado las piernas de la mujer a la grilla y le estaba cortando
la ropa, dejándola desnuda. Tocó el metal con la varilla y el cuerpo de la
mujer se arqueó. El grito estalló en los oídos de Marcel a través de los
parlantes. Indiferente, Jacques movió un dial y bajó el volumen. La varilla
—picana, recordó Marcel— rozó alternadamente los pechos de la mujer y la
grilla a la que estaba sujeta. Luego, los dedos de los pies en la unión con las
uñas. Los lóbulos de las orejas. La mano enguantada hundió la picana en la
entrepierna, y el grito desgarrador lo paralizó. Los pezones, otra vez.
Prévost se detuvo un momento a observar: a la mujer le costaba respirar y los
gritos ya eran gemidos roncos y entrecortados.
Las descargas eléctricas provocan tetanización, los músculos se paralizan y
el individuo se asfixia. Marcel se sorprendió por el curso absurdo de sus
139
pensamientos. Estaba atornillado al piso. Algo en su cabeza aullaba pero no
entendía las palabras. Tuvo un flashback y las imágenes de los audios se
superpusieron con la escena que tenía delante. Abrió la boca pero no emitió
ningún sonido. Estaba sordo y mudo; sólo veía, sin saber si lo que veía era
real o producto de su memoria. Una voz le llegó entre algodones.
—Entremos —decía Jacques mientras lo tomaba del codo.
Caminó como un autómata, oyendo el estallido de sus propios pasos. Tenía
la boca seca y la lengua pegada al paladar. Más flashbacks.
Prévost llenó un vaso con agua, sostuvo la cara de la mujer apretándole las
coyunturas de los maxilares para forzarla a abrir la boca, le echó el agua
entre los dientes y le aplicó una descarga dentro del labio superior. Marcel
sabía que ella gritaba, pero no oía nada más que su propia, forzada
respiración. No vio a Prévost llenar la jarra y arrojar el agua sobre el cuerpo
bañado en sudor. El espasmo fue tan violento que la grilla se sacudió.
—Así libera la carga acumulada —explicó Prévost en tono didáctico, pero él
no lo oyó; tragó con dificultad y, extendiendo la mano izquierda, quitó la
venda negra y volvió la cara de la mujer hacia él. Alguien detrás de él dijo:
—Su prueba más importante, Maurizio. Mátela. Es una orden.
Las palabras estallaron en su interior. Desde un rincón de su mente, se
observó a sí mismo con horror infinito. Su cuerpo no recibía sus propias
órdenes. Estiró el brazo derecho y alguien puso un arma en su mano.
Ella lo miró y vio en sus ojos el dolor más absoluto. Los labios de ella
articularon una palabra sin voz.
No puedo detenerme. No quiero hacer esto pero no puedo detener la mano.
“No”, leyó en los labios de la mujer.
—Adelante, Maurizio — la voz llegaba desde una distancia infinita. —
Ahora.
*****
La puerta. Pasos pesados y sordos. Dos hombres. El pulso se le desbocó sin
control.
No sabía cuánto llevaba en ese lugar, con los ojos vendados y las manos
esposadas a la espalda. Le quitaron las esposas únicamente para someterla a
la humillación de tener que evacuar sus necesidades fisiológicas mientras la
observaban, pero no la venda. Desde donde estaba escuchaba los gritos y
sollozos de Marie y Denise. Ella no había gritado: la desesperación la había
dejado muda. Los alaridos de Denise le llegaron nítidos cuando la sacaron
140
de la celda. Más tarde —cuánto más, no pudo saberlo— oyó las risas de los
que la arrastraban de regreso. Sólo escuchó gemidos muy leves y después,
nada. Dios mío, si estás en alguna parte, no las abandones. Los sollozos
entrecortados de Marie se alejaron con el mismo rumbo. A Marie la trajeron
más rápido y alguien ordenó a losgritos llamar al médico. ¿Hay un médico?
¿Un médico colabora con estos hijos de puta?
Habían entrado en silencio. Uno la levantó sujetándola por las esposas y,
antes de que tuviera tiempo de gritar de dolor, otro le metió un trapo en la
boca y se lo aseguró con una mordaza. El terror la paralizó. El que la
sostenía de pie le pasó un brazo por el cuello y le levantó el camisón para
sobarle el cuerpo con la otra mano, sin dejarla mover. El otro estaba delante,
pegado a ella, tanto que podía sentir los movimientos del tipo, el aliento
húmedo y pesado, la respiración agitada. “Schnell”, murmuró el que la
sujetaba, y en medio del pánico que la aturdía le sintió la erección. Algo
viscoso y caliente le cayó encima del abdomen y las piernas. Se retorció de
asco y miedo mientras los gritos se le ahogaban impotentes en la garganta. El
hijo de puta terminó de masturbarse y tomó el lugar del otro, que fue más
rápido que su compañero. Se limpiaron las manos en el camisón y la lavaron
con el chorro de una manguera. Tenía el cuerpo helado y dolorido y no podía
dejar de temblar. Antes de dejarla sola otra vez, le quitaron la mordaza y el
trapo. Sentía náuseas, pero no tenía nada que vomitar. Apoyó la frente contra
una pared. Auguste, ¿dónde estás? Tienen que haber detectado el
localizador. En el nombre de Dios, Auguste, no esperes más.
La llevaron vendada pero percibió que la nueva habitación estaba iluminada
y olía a la limpieza de las morgues: desinfectantes por encima del olor de la
muerte. Un escalofrío de miedo la sacudió.
Se fueron después de quitarle las esposas y atarla a una superficie metálica.
La posición en la que la habían atado la dejaba colgando de las muñecas y
los pulmones se le comprimían contra el diafragma, asfixiándola. Tensó los
brazos para incorporarse e inspirar, cuando una voz gruesa y ligeramente
cascada habló en tono burlón. ¿Maurizio? ¿Marcel está acá? El hombre se
acercó y le tomó la cara.
—Espléndida. Qué pena que el Brigadier no esté para disfrutarte —dijo
sobre su boca.
El Brigadier. La ira la obnubiló y descargó la rodilla izquierda a donde
imaginó estaría la entrepierna del tipo. Acertó. No podía dejar de pensar con
desesperación en ese nombre. El golpe no se hizo esperar y sintió sangre en
141
la boca.
Los paroxismos de dolor fueron cada vez más frecuentes. No podía recuperar
el aire, y el simple acto de respirar era una tortura adicional. Algo salió
terriblemente mal. Van a matarme. Una lanza de fuego le atravesó la vagina
y la descarga le crepitó en los oídos, dejándola suspendida en una eternidad
sin tiempo, sorda a toda otra cosa que no fueran los estertores de su agonía.
Tenía la boca reseca, pero el agua la hizo retorcer en una ordalía de
espasmos. Sabía que estaba gritando, pero esa parte de su cuerpo se hallaba
fuera de su control; se hundió en un universo desgarrado por el dolor
mientras su sistema nervioso central trataba inútilmente de recuperar la
función respiratoria y los latidos le martilleaban en el cerebro.
Señor, se detuvieron. Alguien le quitó la venda de los ojos. ¿Quieren que vea
a mi verdugo? En medio de la niebla que embotaba sus sentidos alcanzó a
oír la orden. ¡Van a matarme! Abrió los ojos a una luz dolorosamente
intensa mientras le volvían la cara. Entre lágrimas distinguió a Marcel,
flanqueado por dos hombres, los tres vestidos con el mismo uniforme. Quiso
articular su nombre, pero ya no tenía voz.
“Marcel,”, susurró, "no". Cerró los ojos para no ver cómo el cañón se
acercaba despacio. No. Auguste, dónde estás.
38
SUBURBIOS DE PARÍS, MARTES, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
—Tenemos la señal de Marceau —informó Equipos, señalando la pantalla
del monitor.
Alrededor de la fábrica de chocolates se había desplegado un operativo
silencioso. Dos unidades con equipo de detección se habían alternado
durante las últimas semanas para cubrir a Dubois a la distancia máxima de
cuatrocientos metros que permitían los blips. No habían sido rastreadas y no
habían tenido problemas en completar el mapa en tres dimensiones del
edificio. Los técnicos y oficiales habían comenzado a aburrirse sobre los
tableros de control. “Los blips resultaron confiables, después de todo”, había
comentado Paworski en tono entre altivo y ligeramente molesto. Confiables
hasta hacía poco más de treinta horas.
Auguste inspiró profundo pero el abismo en la boca del estómago no se le
encogió. No dormía desde la llamada de la madre Aubert, casi dos días antes.
Esperó el tiempo que calculaban duraría el transporte desde Alsacia, pero no
había señal de Odette. Nada. No habían detectado su localizador en todas
142
esas horas terribles. Ordenó pasar a la etapa final del operativo, con los
blindados y demás móviles en alerta amarilla. Era consciente de que no
podía arriesgar que descubrieran el operativo y a sus hombres por intentar un
copamiento antes de tiempo; sería tan desastroso como no poder sacar a los
suyos de la fábrica. La disyuntiva lo estaba volviendo loco. La demora y la
preocupación les estaban socavando la resistencia a todos.
Discutió a los gritos con Paworski por los detectores de mierda. “¡Si
perdemos a un solo rehén o a algún oficial, fusilo a todo el Laboratorio en
persona!”. En medio del nerviosismo general, cayó en la cuenta de que
nunca había visto al ingeniero tan fuera de sí. El silencio era ominoso
mientras miraban las pantallas.
Uno de los hombres de Reconocimiento les recordó que el edificio tenía
varios subsuelos. Si Marceau estaba en alguno, eso podía estar debilitando la
señal. Cambiaron los equipos y comenzó a aparecer por momentos. Ahora,
por fin, el blip era débil pero claro y aparecía junto con el de Dubois. Los
localizadores se intensificaban el uno al otro reforzando la emisión base.
—¡Carajo, se vuelve intermitente! —gritó el oficial de Equipos.
Auguste se volvió hacia Paworski.
—¿Qué mierda pasa? —la angustia le apretaba el pecho con una morsa de
hierro.
El ingeniero se acercó a la pantalla con la cara deformada por la ansiedad.
Manipuló el teclado y los diales digitalizados para estabilizar la señal.
—Parecen descargas eléctricas generando interferencia. Pero están los dos
juntos.
—¡ADENTRO!
La orden se radió al resto de las unidades mientras Auguste se ponía el
chaleco antibalas. Alguien gritó:
—Comisario, ¿usted también va a entrar?
No se molestó en responder.
*****
El estampido seco de los disparos retumbó por los parlantes de la sala. La
pared de cristal estalló y Marcel vio, como en un sueño, cómo Jacques y
Prévost caían al suelo en posiciones extrañas. Alguien aulló:
—¡SÁQUELA DE ACÁ, DUBOIS!
Dubois. Soy Marcel Dubois. Abrió las manos, inhaló desesperadamente y
con un bisturí que encontró sobre la mesita, cortó las correas de cuero.
143
Sostuvo a la mujer y la bajó hasta el suelo; se quitó la camisa negra y la
envolvió. La levantó como a un chico y corrió, apretándola contra su cuerpo.
Gracias a Dios, Massarino había llegado.
*****
—¡Estoy bien! ¡Llévenlas a ellas primero! —ordenó Odette a los de las
ambulancias. Había sólo dos, y eran cinco las mujeres a las que habían
rescatado con vida del edificio. Más los heridos que iban cayendo en el
copamiento. De los nuestros y de los de ellos.
Alcanzó a preguntarles a Marie y a Denise cómo estaban.
Denise le contó entre sollozos cómo alguien había dicho que “ella no”,
después de dejarla de pie, con los ojos vendados y esposada durante un
tiempo interminable, en el que ni siquiera se había atrevido a moverse. Las
voces masculinas la habían evaluado como si fuese un caballo de carreras.
Luego la llevaron de regreso y nadie más entró en la celda. Creyó que iban a
dejarla morir de hambre.
Marie no recordaba nada; se había desmayado a poco de que la sacaran y
cuando había reaccionado, estaba otra vez sola. Tampoco nadie había
entrado después de eso.
Gracias, Señor, gracias. Sentía terribles remordimientos por las dos mujeres.
La corazonada de hacerse pasar por una de ellas para que las llevaran a las
tres había resultado.
No las tocaron. Quién sabe qué habría pasado si hubieran estado solas.
Recordó los momentos de horror en la celda y se estremeció. Las hermanas
la miraron asombradas cuando uno de los oficiales la llamó “capitán
Marceau”.
—La madre Aubert les explicará todo. Vayan al hospital; seguramente las
otras pobrecitas necesiten de su ayuda —las abrazó y las besó, y las
muchachas subieron a la ambulancia.
Odette se arrebujó en la camisa negra y se ajustó el pantalón enorme que uno
de los médicos de las ambulancias le había prestado. Carajo, está haciendo
frío. Le dolían los pies descalzos sobre el pavimento mojado. Se acurrucó en
el automóvil de Auguste. Su hermano la encontró dormida sobre el asiento y
la despertó con un beso.
—Bambina...
Ella saltó gritando de terror y cuando comprendió que era su hermano, se le
colgó del cuello.
144
—¿Por qué no fuiste con los médicos?— insistió su hermano.
Negó con la cabeza.
—Quiero ir a casa —pudo articular—. Estoy bien.
Él la miró con incredulidad. Qué cara debo de tener, Cristo.
—Estoy muy cansada, nada más — Y con un poquito de sobrecarga
eléctrica. No quiero que nadie me vea en este estado.
Auguste le tomó la cara entre las manos.
—¡En el nombre de Dios, bambina! Vamos al hospital...
—PORTAMI A CASA! —gritó Odette, sin poder dominar un sollozo.
—Va’ bene. Calma —su hermano la abrazó durante un momento muy largo,
acunándola.
Estaba tan agitado como ella. Logró convencerlo de que la llevara a su casa
y de que podía quedarse sola.
Se bañó frotándose el cuerpo con desesperación, como si pudiera despegarse
las sensaciones espantosas adheridas a la piel. Le dolían los pechos, la
vagina, los dedos de los pies, la boca. ¿A las otras pobres desgraciadas que
habían encontrado les habrían hecho lo mismo que a ella? ¿Algo peor? ¿Y si
Auguste se hubiera retrasado sólo un poco más...? El recuerdo del pánico
ciego la estranguló de horror, hasta que se puso a gritar bajo el agua de la
ducha. Gritó y gritó hasta agotarse y la angustia se disipó. Sólo le quedaba el
agotamiento.
Estoy limpia...
Todavía temblando, se derrumbó en la cama para tratar de dormir, cuando el
rostro enajenado de Marcel le asaltó la memoria. Santo Dios, qué le hicieron.
Alguien había aullado en medio de los disparos y la cordura había vuelto,
pero no del todo. La había mirado sin verla. No estaba segura de que él
estuviera completamente consciente de lo que hacía.
En algún momento el teléfono sonó y sonó.
—¡Odette!
—¡Mamá! ¿Qué pasa? ¡Son las cinco de la mañana!
—Nada, bambina. Estaba preocupada por ti...
Sintió un nudo en el estómago: esa intuición terrible de su madre siempre la
asustaba.
—Estoy bien, mamá. Estaba durmiendo.
—¿De verdad estás bien? ¿Y tu hermano?
—También, mammina. ¿Qué te preocupa? —trató de que su voz sonara
como de costumbre, pero era evidente que no le estaba saliendo bien, porque
145
Lola insistió.
—¿Desde hace cuánto no estás en tu casa?
—Estuve trabajando fuera de la ciudad.
Le preguntó tantas veces si estaba bien, que estuvo a punto de contarle todo.
Cuando ya iban a cortar, Lola le dijo:
—Hija mía, no me estás diciendo la verdad.
—No, mamá. Pero no puedo decirte nada más.
—¿Qué te pasó?
Cerró los ojos muy apretados. No preguntes, mamá. Le tembló la voz cuando
le respondió:
—Mammina, ti prego... Ya terminó. Estamos bien.
Su madre soltó tal catarata de insultos en siciliano dirigidos a la Policía
Nacional, la KGB, los Carabinieri y la Guardia Civil Española, que terminó
por hacerla reír, histérica.
—Ma lo sai che ti crescerà quel nasino piccolo piccolo, buggiarda35!—
protestó mamma.
—Ti voglio tanto bene... Baciami a papa.
Si tuviera la bola de cristal de mi madre, sería mejor que Sherlock Holmes,
Poirot y Maigret juntos.
*****
—¡Dubois! ¡Teniente Dubois!
Soy yo. Se volvió rápidamente aunque sentía las piernas inseguras. Había
corrido por los pasillos interminables desde el segundo subsuelo hasta la
escalera que llevaba a la planta baja. Bastante más que un field. La escalera
casi lo venció, pero la carga que llevaba necesitaba que la pusieran a salvo.
Afuera. Tengo que llegar afuera. Podía oír retumbar los gritos, los disparos,
las voces, pero lo único que le importaba era salir. Sirenas. Vio las luces
rojas y azules.
Dos hombres de blanco se acercaron corriendo.
— ¡Acá! Está bien, déjela! ¡Nosotros nos ocupamos! Recupere el aire.
Tuvieron que forcejear para quitársela de los brazos.
Lo hicieron sentar en una ambulancia. Estaba mareado y casi se cayó de
bruces. Alguien lo sostuvo y le puso una mascarilla. Respiró un poco. Me
siento mejor. Cerró los ojos. De pronto saltó del asiento.
—¿Dónde está? La mujer que...
35
¡Mira que te va a crecer esa naricita, mentirosa!
146
—Bien— le respondió el conductor de la ambulancia. — La llevaron hace
más de cuarenta minutos.
¿Cuarenta minutos? ¿Me desmayé? Se sintió avergonzado.
—¿Quién...? ¿Cómo...?
—Creo que el comisario Massarino —respondieron su pregunta a medias.
Le alcanzaron un suéter. Menos mal, porque el frío le cortaba la respiración.
Bajó de la ambulancia pese a las protestas del hombre de blanco. Se sentía
como si saliera al aire libre después de años de encierro. Alrededor del
edificio, tres camiones se habían vaciado de efectivos. Más atrás, protegidos
por los vehículos más grandes, estaban los automóviles, entre los que anduvo
caminando como un borracho hasta que oyó que lo llamaban. Massarino se
le acercó y lo inspeccionó con cara de preocupación.
—¿Cómo se siente?
—No sé... —se asombró de su respuesta.
Massarino llamó a uno de los hombres que estaban custodiando los
vehículos y le ordenó que lo llevara a su casa. Marcel no tuvo fuerzas ni
voluntad para negarse. Pero había algo que tenía que decirle y le estaba
costando.
—Odette... No pude encontrar a Odette —aferró el brazo de Massarino
mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
El comisario lo miró con la sorpresa naciéndole en los ojos.
—Teniente, usted la sacó de ahí —y dirigiéndose al otro oficial: —A la casa.
Ya mismo.
En el trayecto recordó que no tenía las llaves. Espero que el portero esté de
humor para abrirme.
39
JUEVES, SUBURBIOS DE PARÍS,
PRIMERAS HORAS DE LA MAÑANA
—Michelon quiere vernos — le avisó Auguste mientras recogía su abrigo y
el de ella.
En la fábrica de chocolates la tensión crecía minuto a minuto. Los técnicos
en sistemas no lograban romper la clave de acceso a una enorme cantidad de
archivos clasificados.
—Es un sistema digno de un servicio secreto—explicó el analista en jefe—.
Cualquier intento por probar una clave provoca el colapso de los datos. Todo
se pierde sin remedio. Es algo así como un virus, un “gusano” que está en la
superficie del disco y se anula únicamente con la clave correcta. Si
147
ingresamos un dato errado o le acoplamos un programa aleatorio, el
“gusano” se activa y destruye la información antes de poder
recopiarlaMagnífico. Deberíamos tener algo parecido. —el capitán Santon
estaba entusiasmado con el hallazgo.
Que lo copien. Siempre se aprende algo. Mientras tanto, vamos a ver a
Madame, pensó Odette
Mientras esperaban el cambio de luces del semáforo, se inclinó hacia
Auguste y le estampó un beso en la mejilla. Él se volvió a medias,
levantando las cejas por la sorpresa y le sonrió.
—Lucertola36 —le dijo mientras la despeinaba.
—Scugnizzo.
Los halagos habituales de la infancia.
—Ah, llamó mamma —nunca era “mamá” para Auguste. —Dice que
compremos L'Osservatore Romano y el Eco di Roma.
Mensaje de Varza. Se detuvieron en un quiosco a comprar. Rápidamente
buscó en los obituarios. Ahí estaba: “Monseñor Jacques Roland de
Coulignac, RIP. La familia Varza lamenta la triste desaparición de un amigo
entrañable”, bla, bla, bla. En los policiales del Eco, el pequeño suelto que
mencionaba el accidente fatal sufrido por Monseñor al ser atropellado por el
camión que habitualmente entregaba provisiones en los almacenes del
Vaticano. Una lamentable falla en el sistema de frenos. El chofer estaba
libre. L’Osservatore publicaba la habitual elegía.
Auguste miró de reojo mientras estacionaban en el garage de la Brigada. De
Coulignac. Un apellido que había pertenecido en su época a la nobleza
francesa.
—Abajo el clero y la monarquía —Auguste hizo un gesto obsceno con el
dedo mayor.
—Viva la Revolución —Odette devolvió el ademán.
QUAI DES ORFÈVRES, DESPUÉS DE MEDIODÍA
Madame le commissaire de brigade Claude Michelon, jefe de la Brigada
Criminal. Que se había ganado dura y merecidamente la jefatura y el
“Madame”, aunque nunca había dejado de ser “mademoiselle”. La dame
d’acier37 de la Brigada: ojos de hielo gris, cabellos grises, severos trajes de
Armani. Nunca había necesitado levantar la voz para hacerse escuchar. Ni
36
37
Lagartija
Dama de acero
148
siquiera decía palabrotas y eso era algo casi inédito en la Brigada.
Madame hoy estaba molesta. Irritada. La presión por entrar a los archivos de
la Orden crecía con cada segundo que pasaban sin poder acceder. La Santé38
hervía de abogados con relaciones en altos niveles del Ministerio de Justicia
y el Ministerio del Interior que presionaban a sus contactos, que presionaban
a sus iguales de la Prefectura de París y el prefecto no dejaba dormir a
Michelon.
—No necesito decirles que no nos queda mucho tiempo. Vamos a tener que
darles abogados a esas ratas. ¿No pudieron entrar en los archivos? — les dijo
Michelon mientras Odette y Auguste se sentaban.
—Todavía no —Auguste dijo entre dientes.
—Madame, los únicos que pueden darnos la clave están en nuestras manos.
Podemos obtenerlas si...—Odette miró ansiosa a la comisario.
—¡Se niegan a hablar sin un abogado! ¿Qué vamos a hacer? —Auguste
sacudió el escritorio con el puño. —¿Golpearlos? ¿Para que después aleguen
brutalidad policial y tengamos que largarlos por culpa del procedimiento?
¡No!
—¡No van a largar una puta información, con abogados o sin ellos! —
retrucó ella.
Auguste la reprobó con una ojeada negra.
—Comisario, capitán, por favor — intervino Michelon. — Siento la misma
repugnancia que ustedes por esos individuos, pero me niego a utilizar
cualquier tipo de violencia. Si los técnicos no consiguen nada en estas horas,
tendremos que darles sus condenados abogados.
Auguste se recostó contra el sillón y miró al techo.
Tanto esfuerzo desperdiciado… ¡Mierda que le vamos a dar abogados a
esos hijos de puta!, pensó Odette y una idea se le cruzó como un relámpago.
—Madame, le propongo algo. Sin brutalidad policial. Puede resultar…
—¡No! — rugió Auguste, mirándola furioso. —¡No más riesgos inútiles!— e
hizo un ademán terminante con la mano.
Odette contuvo a medias una mueca de disgusto. Michelon los miraba
inexpresiva. Cristo, Madame está de pésimo humor.
—Madame, por favor, ¿me permitiría cinco minutos con usted? —arriesgó
Odette.
Michelon los miró alternadamente.
—Comisario —un gesto de la cabeza: "Afuera"
38
La Santé: cárcel de detenidos y procesados de París
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—Sí, Madame — deletreó Auguste y salió después de lanzarle una mirada
asesina a su hermana menor.
Auguste salió. Michelon la miró con ojos de hielo.
—Adelante, capitán. Tiene sus cinco minutos.
*****
Era retorcido pero podía funcionar. Odette se quedó callada mientras
Michelon evaluaba la propuesta con el cortapapeles en la mano. La hoja
metálica dio varias vueltas hasta que la comisario la apoyó con un golpe
seco. Odette contuvo la respiración. Tomó la decisión. ¿Cuál?
—Puede funcionar... Pero yo debería presenciar los interrogatorios y estar al
tanto del tratamiento previo. Podría ser... No lo sé. No es muy ortodoxo que
digamos. Comprenda, capitán, que oficialmente no puedo aprobar lo que me
pide— Michelon se hamacó en el sillón.
Odette apretó los labios, asintió y amagó a levantarse. La comisario la
detuvo con un gesto.
—Extraoficialmente…, hágalos mierda. Y recuerde que quiero estar
presente.
—Gracias, Madame — la capitán sonrió con una sonrisa de navaja.
BUENOS AIRES, JUEVES, ÚLTIMA HORA DE LA TARDE
—¿Qué mierda pasa, que no hay comunicaciones?— Mengele ladró.
—¡Cómo que no hay! Llamaron anteayer. Todo bien. Fueron a buscar a las
minitas para el turco nuevo— retrucó el Tigre.
—¿Y? Lo mismo tienen órdenes. Se comunican cada veinticuatro horas.
—No, Mengele. Ahora cada treinta y seis o cuarenta y ocho.
—¿Por qué cambiaron la frecuencia? ¿Cuándo fue, y quién decidió sin
avisarme? Se supone que yo estoy a cargo de las comunicaciones.
—Uh, dale, macho. ¿Tenés miedo de perder autoridad? Si anda todo bien...
Todos los días es un embole.
—Es asunto mío. ¿Quién carajo dio la orden de variar?
—Yo.— el Brigadier habló desde la puerta.
Las cosas con el Brigadier no andan bien. Ultimamente cambiamos dos
palabras y tres puteadas.
—Voy a llamar — Mengele manoteó el teléfono, pero el Brigadier le detuvo
150
la mano.
—No. Esperá que llamen ellos. Así hacemos siempre.
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PARÍS, PRISIÓN DE LA SANTÉ. MADRUGADA DEL VIERNES
¿Cuánto hacía que estaba ahí? Cuando fueron a buscarlo a la celda, uno de
los oficiales le dijo que ya no estaba bajo la custodia de la Brigada.
Bien, están entendiendo. Llamaron a los abogados.
Pero se presentaron dos desconocidos que después de cerrar la puerta, lo
esposaron y lo llevaron al subsuelo, le vendaron los ojos y lo encapucharon.
Un miedo irracional se apoderó de sus entrañas y ya no lo abandonó.
Vaireaux caminó sostenido por sus custodios a lo largo de pasillos
interminables —arriba, abajo, vuelta a la derecha, ascensor, un automóvil,
más pasillos hasta perder la cuenta—. Cuando se detuvieron, oyó la puerta
que se abría y sintió el empujón. Cerraron y el pestillo exterior corrió
estruendosamente. Después, nada. Gritó y gritó, pero nadie se acercó.
Escuchó atentamente. Afuera no había nadie. La desesperación se le trepó
por el cuerpo y se le enroscó en la garganta.
Alguien entró. Arrojaron a su lado lo que parecía un cuerpo. Patearon entre
insultos. Más gritos. Una voz de hombre sollozaba. Más insultos. Más
golpes. El otro no habló más. Intentó ponerse de pie y una mano de hierro lo
lanzó contra la pared.
“No te metas. No es tu turno”, le dijeron. Disparos. Dos, tres. “Sáquenlo”,
ordenó la voz grave.
Estaba solo otra vez. La ropa transpirada se le pegaba asquerosamente al
cuerpo. La capucha lo ahogaba. Oyó voces afuera. Vienen a buscarme.
Vienen a buscarme… El corazón le bombardeaba el pecho.
“Abajo”, dijo la misma voz de antes. Tuvieron que sostenerlo porque el
pánico no lo dejaba caminar.
La silla metálica estaba fría bajo su carne desnuda. Lo esposaron, manos y
pies, a los brazos y patas de la silla. El corazón le latía tan fuerte que le
retumbaban los oídos. La puerta. Pasos suaves. Inesperadamente, música.
Lenta, profunda, dramática, evocando emociones terribles. Las entrañas
estaban a punto de derramársele. “Apaguen esa música”, gritó mientras se
sacudía impotente en la silla. Una mano suave y perfumada le quitó la
capucha y la venda. Una mujer. De bata negra, entreabierta, que dejaba ver
el nacimiento de los pechos. Sin hablarle, comenzó a calzarse guantes negros
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de cuero. Se sentó encima de la mesa y cruzó las piernas.
Está desnuda… Los ojos se le clavaron en la entrepierna de la mujer.
Ella sonrió y acercó una jarra con agua y una varilla... una picana.
La silla... La silla es de metal… ¡No, no, no...!
Ella se inclinó y él alcanzó a ver más del interior de su bata. La erección
empezó a dolerle. Ese cuerpo, esa mujer, no podían estar haciéndole esto. La
boca de ella rozó la suya y murmuró:
—¿Vas a hacerme perder mucho tiempo?
La miró enloquecido mientras ella encendía un cigarrillo. Con la brasa
peligrosamente cercana a su piel, le recorrió la cara. Iba a matarlo. En los
ojos de esa mujer estaba su muerte. Ella estiró un pie diminuto calzado con
tacón negro y le recorrió el borde de la mandíbula, el pecho y el bajo vientre
con la punta del zapato. La música atronaba trágica. La bata se abrió más,
apenas sostenida por el lazo. Ella bajó la mano con el cigarrillo hasta la
altura de la entrepierna. Su cara de muñeca era una máscara de placer
perverso.
—¡No... no!—suplicó. La brasa estaba peligrosamente cerca del escroto. Se
sacudió en la silla tratando de alejarse.
—¿No? —Ella se puso de pie, tomó la picana y la probó contra la mesa,
también metálica. Funcionaba. Sirvió un vaso de agua y se acercó.
Agua no. Era lo único en que podía pensar. No quiero, no quiero, no
quiero...
—Me prometieron... —gimió él.. —... Abogados — estaba ronco del miedo.
Ella alzó las cejas con estudiada sorpresa.
—Ya vinieron. Ellos te trajeron —le acarició la boca con un dedo. —
¿Dónde creías que estabas? ¿Parezco de la policía?
¡Me traicionaron! La comprensión lo llenó de terror y acabó con la
excitación y la erección. ¡Los hijos de puta salvaron el culo y me entregaron
a...
—Quiero algo a cambio para dejarte ir. Algo que me sirva —le apretó la
boca y acercó el vaso de agua.
Algo caliente le corrió entre las piernas. Dios mío, n-no, nooooo...
*****
Del otro lado del cristal, Auguste tomó nota de las claves. Michelon
observaba impasible. El hombre esposado a la silla era un desecho humano
en medio de un charco de orina. Marceau se apartó de la mesa, se ajustó la
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bata negra y aplastó el cigarrillo contra el piso. Se volvió de espaldas a la
ventana mientras dos oficiales en ropas de civil entraban en la sala de
interrogatorios. Chopin sonaba dulce y trágico en el aire.
—¡Dijiste que iban a perdonarme! ¡Dijiste...! — Vaireaux sollozó
desesperado, mientras le vendaban los ojos otra vez.
Odette se inclinó hacia él, le tomó la cara con las manos, le besó la boca con
rabia y susurró:
—Mentí —y salió.
Los gritos de Vaireaux hicieron eco todo a lo largo del pasillo hasta el
ascensor.
—Quién sabe por qué lo besó —murmuró Michelon.
Auguste sí lo sabía pero prefirió guardarse la información.
SUBURBIOS DE PARÍS, VIERNES POR LA MAÑANA
El analista miró con preocupación el teclado, sin decidirse.
—¿Cómo podemos estar seguros?
—Witowlski, hágalo. Es la clave correcta —insistió Auguste, impaciente.
Odette se cruzó de brazos y se apoyó en la mesa vecina, mirando a otra
parte.
— ¡Comisario, si es falsa, perdemos todo! —Witowlski estaba emperrado y
asustado.
Auguste sintió el apretón del miedo en las entrañas. ¿Y si Vaireaux mintió?
Apretó los labios mientras se apoyaba pensativo sobre un monitor. No. La
clave es correcta. Estoy seguro.
Michelon entró a paso rápido.
—No me perdería esto por nada del mundo —dijo, excitada.
Witowlski le lanzó una mirada oscura a la comisario y Michelon interrogó a
Auguste con la mirada.
—Teme que sea un dato falso —él explicó.
—Es verdadero —murmuró Odette con un gesto contenido.
—¿Cómo lo sabe? —Viktor Witowlski giró furioso la silla hacia ella,
mirándola con desagrado.
Witowlski ama más sus computadoras que a las mujeres. O a los hombres. O
a cualquier otra cosa viviente en la faz de la Tierra. Los misóginos tienen la
ventaja de concentrarse a fondo en su trabajo, pero a la hora de las
relaciones públicas son un fiasco.
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El teniente Witowlski no podía soportar la idea de causar el colapso de ese
sistema magnífico sólo porque un oficial de los cuadros superiores le daba la
clave equivocada. Odette lo medía como en un lance de esgrima.
Definitivamente Witowlski desprecia a la raza humana, concluyó Auguste.
—Tengo la certeza — murmuró Odette y se enfrentaron durante una
eternidad, hasta que Witowlski no resistió más. Odette levantó una ceja.
—Hágalo, Viktor. Confíe en mí.
—Es una orden, teniente. La clave es la correcta. Ingrésela, por favor —
intervino Michelon con tono de voz controlado.
El hombre vaciló.
—Es... es una locura —murmuró mientras tecleaba despacio, muy despacio.
Cada golpe de tecla sonaba a marcha fúnebre. La pantalla se volvió negra.
—¡Estúpida! —saltó hacia Odette, gritándole acusador —¡Perdimos todo!
*****
El rostro de Massarino parecía tallado en mármol, un busto del César, el
entrecejo fruncido y la mirada severa. Michelon levantó el mentón y la ceja
derecha mientras lo taladraba con el hielo de sus ojos. La expresión de
Marceau era impasible. Sin hablar, empujó a Witowlski hacia el asiento y lo
hizo enfrentar el monitor. Los pixeles se reunían desde los extremos de la
pantalla para formar un extraño dibujo: dos caballeros medievales de
armadura, sentados uno detrás del otro en la grupa de un caballo.
Witowlski boqueó por más aire. Los miró a los tres, uno a uno. Minos, Eaco
y Radamanto, los tres jueces del Infierno.
—¿Sabe qué es eso, Viktor? —preguntó la aterciopelada voz de Marceau,
que evidentemente no esperaba respuesta alguna—. Es el sello de la Orden
de los Pobres Caballeros de Cristo: La Orden del Temple. Tranquilo, está
todo bien —le palmeó el hombro. — Ahora, haga lo que le gusta hacer.
*****
Listas interminables de nombres, direcciones, cuentas bancarias. Nombres
importantes. Políticamente importantes. Ministros, secretarios de Estado.
Financistas internacionales, embajadores, industriales. Otros, desconocidos.
Michelon ordenó que los suboficiales y los oficiales de menor rango se
retiraran de la sala de cómputos. Información clasificada. En el otro extremo
de la sala, se estaban grabando los registros para llevarlos al centro de
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cómputos de la PJ.
—Quiero los listados completos antes de preparar ningún informe.
Necesitamos estar seguros de quién está de qué lado.
Los nombres que iban apareciendo le helaban el sudor en la espalda. Jesús,
¿quién está limpio? Era más peligroso que manejar uranio. La comprensión
de que el operativo había llevado a algo tan impresionante, a niveles
políticos y económicos inimaginables, apenas lograba hacerse lugar en su
mente. El miedo se estaba apoderando de los presentes en la sala de
cómputos.
Madame llamó a Massarino.
—Comisario, haga cercar el perímetro. Nada, repito, nada de lo que aparece
aquí, ni las grabaciones, debe salir de este edificio hasta que yo en persona se
lo indique. No acepte ni siquiera una llamada telefónica o un radiomensaje
en mi nombre. Ni aun si reconoce mi voz. Es una orden.
—Madame, ¿puedo preguntarle qué piensa hacer?
Michelon bajó la voz.
—Ver al Presidente. Si es que todavía podemos confiar en alguien. Pero
antes quiero ver todos los nombres.
Witowlski se rehabilitó al sugerir que intentaran interconectar el Archivo
Central con el servidor de la fábrica.
—Puedo pedirle al programa que compare los datos e imprima los que están
registrados en ambos, en un listado separado. La búsqueda sería más fácil.
Michelon estuvo de acuerdo y el capitán Santon solicitó la conexión, que
demoró varias horas debido a las discusiones con los técnicos del Archivo
Central, el personal de Inteligencia y la propia comisario, que se negaba a
filtrar información fuera del perímetro. Finalmente se acordó que un grupo
de agentes de Inteligencia de alto rango ingresaría en la fábrica para
supervisar la conexión y asegurar las condiciones del operativo. La tarea no
fue menos titánica. ¿Quién mierda estaba limpio? Horas revisando nombres.
Michelon suspiró agotada. ¿Cómo estar segura de a quién recurrir? Tendrían
que verificar cuidadosamente a los que no figuraban. ¿Y si utilizaban a algún
intermediario? Jesús, la paranoia total. Sospecha de la sospecha de una
sospecha. Notó que le temblaban las manos, quién sabe si por el cansancio o
el temor.
Miró a su alrededor. A esas alturas nadie conservaba la compostura. Había
corbatas y sacos tirados por todas las sillas disponibles. Su traje de Chanel
estaba arruinándosele y en la cara no le quedaban ni vestigios de maquillaje.
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El aire acondicionado ya no bastaba para eliminar los olores de cigarrillos,
perfumes rancios y transpiración. Como si faltara algún otro olor, alguien —
Suministros, seguramente— había tenido la buena idea de darle de comer al
personal... pizza. Así que ahora todo y todos olían, además, a pizza. Magro
consuelo: podría haber sido sopa de cebolla. ¿Cómo olería el Pequod?
En un momento vio a Marceau, de camisa y suéter negros y jeans, regresar a
la sala. Bajo la luz cruel de los tubos fluorescentes, se la veía pálida y con las
mejillas hundidas. Recordó lo que Massarino le había informado sobre el
copamiento del lugar.
—Marceau —le hizo señas con la mano. Cuando estuvieron cerca, bajó la
voz. —Váyase a su casa.
Marceau negó con la cabeza. Se pasó la mano por el cabello, revolviéndose
el flequillo y peinándose luego con los dedos, en un gesto infantil que hizo
sonreír a la comisario.
—Salí a preguntar por... las mujeres que rescatamos —la capitán se pasó las
manos por la cara y se apoyó contra una mesa. —Las hermanas Marie y
Denise y otras tres que estaban a punto de... —buscó las palabras con
renuencia.
—De ser... despachadas —Michelon completó la frase y cerró los ojos al
recordar el horror que le habían descripto. ¿Qué clase de monstruos trata a
otros seres humanos como mercadería? Marceau asintió.
—Marie y Denise salieron bastante bien libradas, gracias al Cielo. Las otras
tres... Les va a tomar mucho tiempo recuperarse… Si pueden. Estoy...
furiosa Dios, ¡cinco sobrevivientes! —tenía los ojos brillantes por las
lágrimas.
—Seis —acotó la comisario, mirándola fijamente—. No sabemos qué puede
haber pasado con las demás.
—Están muertas —respondió Marceau con amargura, y ambas sabían que
era cierto.
******
—¿Qué significa eso? —Era Witowlski, hablando consigo mismo, como de
costumbre. Los archivos comenzaban todos con las mismas letras: FYEO, y
concluían con letras sin relación. La extensión era de archivos de video.
Odette repitió las letras en voz baja.
FYEO… FYEO… For your eyes only…
—Es inglés. "Sólo para tus ojos".
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La voz de Prévost le asaltó la memoria. “Solo para tus ojos, Maurizio”.
Después de un instante, dijo:
—Busquemos alguno que tenga “mdb” antes de la extensión.
Allí estaba: FYEOMDB. Cuando intentaron verlo, apareció el requerimiento
de una contraseña.
—Estamos otra vez como al principio —gruñó Auguste.
— A ver si... — Odette tecleó velozmente y pidió acceso. Denegado. Tecleó
por segunda vez. La pantalla se desplegó.
Auguste, Michelon y Witowlski miraron como hipnotizados el monitor.
Odette vio los primeros segundos y giró hasta quedar de espaldas a la
pantalla. No puedo soportarlo otra vez.
Oyó las expresiones ahogadas de su hermano y de la comisario, y se alejó.
Alguien retiró una silla y salió apresurado. Ella se sentó con los codos sobre
las rodillas, la frente apoyada en las manos. El audio transmitió los disparos,
y el video concluyó abruptamente. Se oyó el sacudón de un puño sobre una
mesa. Auguste. Odette sintió una mano en su cabeza, que se deslizó hasta el
hombro; era Michelon. Trató de recuperar la compostura.
—Cualquier cosa que diga es una estupidez. Son... —Michelon no
encontraba las palabras.
—Inhumanos. —Odette completó la frase mirando a ninguna parte. Se puso
de pie con un escalofrío. —Las letras después de FYEO son iniciales de los
entrenados por la Orden. La contraseña es el apellido. Debe de haber un
listado en alguna parte.
Auguste estaba apoyado contra la pared, los brazos cruzados y la mandíbula
encajada, sin mirar a ninguna parte. Cruzaron las miradas mientras se le
acercaba, y le vio los ojos empañados. Si la sala de cómputos de mierda no
hubiera estado atestada de oficiales de la Brigada y de Inteligencia mirando
exactamente en su dirección, se habría abrazado a su hermano para llorar. Se
sentó dándole la espalda.
—¿Qué más te hicieron? —la pregunta le llegó en un murmullo entre
dientes.
Negó con la cabeza. ¿Para qué? Me aterrorizaron un poquito. Ya terminó.
—No voy a dejar a un solo hijo de puta vivo, te lo juro — susurró Auguste
por encima de su hombro. Michelon se sentó a su lado y le tocó el brazo.
Asintió agradeciendo el gesto de consuelo.
Witowlski se les acercó tímidamente. Tenía el rostro descompuesto de uno
que acaba de vomitar. Del cabello le caían gotitas de agua.
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—Capitán... Es... para usted —le tendió un CD. —Me... tomé la libertad de
grabar... ese archivo y... eliminarlo de la memoria principal —vaciló,
mirando a las dos mujeres.
Odette sonrió, se levantó, se acercó a Witowlski y le besó la mejilla
—Muchas gracias, Viktor.
El hombre giró sobre sus talones y volvió a su teclado a toda velocidad.
*****
—¿Qué le pasa a Witowlski? Sonríe como un idiota —murmuró uno de los
oficiales.
—No sabía que podía sonreír —fue la respuesta en voz baja—. Se habrá
masturbado durante el log-in.
Auguste apretó los labios para no reírse a su pesar. Los muchachos se están
distendiendo un poquito.
Los videos eran todos similares y concluían indefectiblemente con la muerte
de la mujer. ¿Para qué grabar esas atrocidades? Tenía una teoría y se moría
por darla a conocer.
— Parece que te estás convenciendo de las bondades de la psicología —
comentó Odette con una sonrisita mordaz.
Auguste le devolvió una mueca y siguió exponiendo orgulloso.
—Parte del condicionamiento. Por Dubois sabemos que el centro de
entrenamiento preparaba asesinos profesionales. Sería una forma de probar si
había funcionado, a la vez que permitiría ejercer presión sobre algún posible
rebelde. Supongo que si el “soldado” no podía ejecutar esa orden, él mismo
era eliminado.
Michelon cerró los ojos. Ya sé, es repugnante, convino Auguste.
— ¿Qué otros horrores hay almacenados ahí? — preguntó Madame.
—Dubois también habló de cintas de video. Por lo general, copamientos
militares y cosas por el estilo. Pero comentó que la sensación después de
verlos era de suma violencia, aunque no podía comprender el porqué. ¿Qué
podrá ser? —preguntó Auguste.
— Si pudiéramos analizar alguno…— dijo Odette.
Auguste pidió a uno de los oficiales que buscara cintas de video.
—Páselas cuadro por cuadro —indicó Odette al operador.
Ahí estaban. Intercaladas cada varios cuadros de la película principal,
estaban los cuadros que buscaba. Violencia sexual. Escenas de tortura y
muerte. La víctima, una mujer o, peor, un chico.
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—Voy a vomitar —murmuró Auguste.
—Las damas primero —replicó Odette. Michelon había salido apresurada.
No hacía falta preguntar a dónde.
Cuando Michelon volvió al Quai, se quedaron solos y Odette se le apoyó en
el brazo.
—Tenemos que hacer algo con Dubois.
Él la miró sin entender.
—También lo condicionaron. Si no hacemos algo, tenemos entre nosotros a
un asesino potencial.
A Auguste se le erizó el pelo de la nuca.
—Hablé con él. Recuerda perfectamente todo lo que hizo durante las
semanas en este sitio, los entrenamientos, las salidas, todo. Estaba un poco
alterado cuando llegamos pero...
—Viste las cintas de video y los archivos.
¿Le pareció o su hermana había palidecido? La miró preocupado: ella tenía
razón.
—¿En qué pensaste? — se resignó ante lo inevitable.
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SUBURBIOS DE PARÍS, SÁBADO POR LA MAÑANA
Dos oficiales fueron a buscar a Marcel a la planta baja del edificio, donde
junto a otros efectivos estaba concluyendo la requisa del arsenal digno de un
ejército. Había armas que la policía conocía sólo en fotografías.
Todavía estaba molesto por haber sido excluido del centro de cómputos.
“Órdenes de Michelon” dijo el sargento y desalojaron a los cuadros
inferiores.
Carajo, estuve casi cuatro semanas en este infierno. No es justo.
Después pensó que de cualquier forma, sería más útil colaborando en el
reconocimiento del edificio. Guió a sus asombrados compañeros por los
pasillos y gimnasios, el polígono de tiro y la playa de expedición de la falsa
fábrica. Encontraron un camión camuflado como transporte de refrigerados,
equipado para operativos militares. Un sargento comentó admirado:
—Deberíamos confiscar el edificio entero para la Brigada.
Ya lo creo, pensó Marcel.
Lo acompañaron hasta el segundo subsuelo, el que recordaba con tanta
repugnancia.
—¿Por qué aquí? —preguntó, vagamente atemorizado.
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—No lo sé, teniente. Órdenes de Massarino. Espere aquí, por favor.
El corazón le latía con fuerza. Tenía la boca seca. La habitación del otro lado
del cristal, ¿no era la misma? Le estaba faltando el aire, mierda. ¿No había
un peor lugar para reunirse? Pasaron varios minutos que sirvieron para que
se pusiera cada vez más nervioso. ¡Carajo, para qué me hicieron venir acá!
Alguien entró en la habitación del otro lado. Traía a una mujer, a la que
empujó contra el piso, obligándola a ponerse de rodillas. Estaba esposada.
Marcel creyó que el corazón le saltaba por la boca. Los latidos le pulsaban
en la frente y un puño de hierro le retorció las entrañas. No podía despegar la
vista de la escena. La mujer no se movía, de espaldas a él. Con las manos
apoyadas contra el cristal, no se dio cuenta de que alguien había entrado a
sus espaldas. Notó una mano pesada en el hombro.
—Entremos —oyó entre algodones. Enfrentó a la mujer, que lo miraba
aterrorizada. El hombre parado detrás de él era de su misma contextura física
o un poco más grueso, y casi tan alto como él. Vestido con el ominoso
uniforme negro de la Orden.
—Mátela, Maurizio.
Las palabras retumbaron en su cabeza. Le alcanzaron un arma. No. No
quiero. Pero sus brazos se estiraron hacia adelante, arma en mano. Puso la
pistola sobre la frente de la mujer.
—Dispare, Maurizio. Es una orden.
—¡NO! —giró hacia el hombre de negro y gatilló. Una, dos, tres veces, hasta
vaciar el cargador. ¡Soy Marcel Dubois, teniente de la Brigada Criminal,
hijos de puta! Las piernas le fallaron y quedó de rodillas. Los sollozos le
sacudieron el cuerpo en espasmos.
—¿Qué hice? ¿Qué me hicieron?
*****
Auguste se acercó, soltó las esposas de Odette y se volvió para ayudar a
Dubois a ponerse de pie. Después recogió el arma con cartuchos sin
casquillo que le había dado al teniente.
*****
Entre los dos lo llevaron a su casa y lo ayudaron a desvestirse y meterse en la
cama. Odette le alcanzó un vaso de agua con un par de pastillas.
No supo durante cuánto tiempo durmió. Se despertó sobresaltado dos o tres
veces, bañado en transpiración. Cada vez, lo tranquilizó ver a Odette sentada
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en el otro extremo de la habitación, junto a la ventana. En el contraluz,
parecía una pintura de Degas. Se sintió estúpidamente feliz y volvió a
dormirse después que ella se acercara a darle algo de beber. En una de las
ocasiones, Massarino también estaba allí; por alguna razón que no alcanzaba
a recordar, le molestó.
Cuando se despertó definitivamente, estaba embotado. Bajó tambaleante de
la cama, directo a ducharse. ¿Odette estaría todavía allí? El sillón de adelante
de la ventana se hallaba vacío. Quizás ella nunca había estado. Le dolió.
El baño le devolvió la conciencia y el dominio de sus actos. Comenzó a
recordar. En el nombre de Dios. Tuvo náuseas. El espejo del baño le
devolvió una imagen demacrada. Pero era su cara: la cara de Marcel Dubois.
Basta de flashbacks. Se puso la bata de toalla sobre el cuerpo desnudo y fue
al salón, en penumbras por la hora. Eran más de las diez de la noche. Rodeó
el sofá y la vio.
Estaba dormida, la camisa negra desabrochada un botón de más por la
posición. Se sentó en el al sofá junto a ella y, sin pensar, le acarició el pelo.
Odette abrió los ojos morosamente y, al verlo levantado, trató de
incorporarse, pero él la retuvo con delicadeza.
—No te levantes.
—¿Cómo estás?
—Horrible. Tengo la boca seca todo el tiempo.
—Es el sedante —Odette estiró la mano y le ordenó el cabello húmedo.
Ella también se veía cansada; retiró la mano, se incorporó a medias y miró
hacia la ventana. Estaba oscuro.
—¿Qué hora es? —ella preguntó suavemente.
No supo por qué lo hizo. O sí, pero no le importó preguntarse los porqués.
Ella estaba ahí. No se había ido. Quería decir algo, ¿no? Se inclinó para
abrazarla. Mientras la besaba, respondió:
—¿A quién le importa?
Besándola, la atrajo hasta la alfombra al tiempo que le desabrochaba la
camisa. Se abrazaron otra vez, de rodillas, mientras ella le desanudaba el
lazo de la bata. Con un beso lo empujó, obligándolo a recostarse. Cuando
intentó incorporarse, ella negó con un gesto a la vez que le acariciaba el
pecho y la cara. Él le mordisqueó las puntas de los dedos, y cuando trató de
quitarle la ropa interior, ella volvió a negar. De pie a su lado terminó de
desvestirse. Desnuda, se arrodilló entre sus piernas y comenzó a recorrerle el
cuerpo con besos lentos y húmedos. Él trató de acariciarla pero ella le sujetó
161
las manos sin dejar de besarlo. Abrió la boca para inspirar y las sensaciones
le recorrieron la espalda.
Ella estiró su cuerpo sobre el de él y se incorporó para separar las piernas y
acomodársele encima. La proximidad lo desesperó todavía más, e
instintivamente levantó las caderas. Ella se apartó apenas y le besó los ojos,
cerrándoselos. Luego descendió por toda su piel, despertándole sensaciones
que no sabía que existían. Conoció puntos de placer de su propio cuerpo que
ignoraba, entre oleadas de goce angustioso. Por primera vez en su vida se
dejó arrastrar, entregado a lo que ella quisiera hacer de él. Lo llevó hasta el
límite una, dos, quién sabe cuántas veces, hasta que la piel le dolió de deseo.
Lo acarició con todo el cuerpo, deslizándose por encima de él para permitirle
besarla. Bebió de su boca como un náufrago. La miró y sus ojos eran brasas;
en la penumbra del salón, la luz del alumbrado público que entraba por la
ventana daba a su cuerpo el brillo pálido de la plata. Sus besos le recorrieron
el pecho y el abdomen hasta el bajo vientre. Sus labios y su lengua lo
torturaron exquisitamente, y cuando creyó que ya no podría resistir el
infierno de su boca, ella se incorporó y lo dejó penetrarla. No necesitó más;
las sensaciones lo retorcieron en oleadas y en medio de su propio agónico
placer sintió cómo ella vibraba a su unísono, estremecida en un orgasmo
violento e interminable.
Cuando ella regresó, él descubrió que no le bastaba y la hizo rodar sobre la
alfombra. La sostuvo bajo su cuerpo que todavía temblaba de voluptuosidad
y la besó, sorbiéndole la vida con el beso. Se hundió en ella otra vez. Había
sido poseído y ahora necesitaba poseer, sentirla entregada como él se había
entregado. La dominó con su cuerpo y ella respondió ferozmente,
abandonándose de una forma que él no había esperado. Se sintió aprisionar
por sus piernas y en respuesta al mudo mensaje le mordió los pechos y ella
gimió de placer. Esta vez, el orgasmo los atravesó como un rayo y cuando
trató de apartarse para no afligirla con su peso, ella lo retuvo, acurrucada
debajo de él. El pulso le atronaba en los oídos. La miró a través de la
penumbra y vio una perla diminuta brillarle en el rostro extático. Inclinó la
cabeza para que ella no viera sus propios ojos, también húmedos.
*****
Estaban a punto de dormirse y murmuró:
—Lamento tener que arrestarla, Madame.
—¿Bajo qué cargos? —preguntó Odette mientras se acomodaba en el hueco
162
de su cuerpo.
—Asalto y corrupción contra un oficial de la policía —la recorrió entera con
sus manos.
—Como no emplee la fuerza pública para detenerme...
—Eso intento —murmuró él, al tiempo que la abrazaba y se cubrían con las
sábanas.
42
BUENOS AIRES, SÁBADO, DESPUÉS DE MEDIODÍA
—¡Carajo! ¡Les dije que pasaba algo raro!
—Pará, Mengele, calmate— el Tigre intentó tranquilizarlo.
—¡Las pelotas! Llamó el tira. Desde afuera. ¡Coparon el edificio! ¡La cana!
¿Entendés? ¡La cana copó el edificio!
—¿Cómo mierda pasó? —El Brigadier entró, desencajado.
—Todavía no sabemos. Lo único que se sabe es que es la policía. El tira
ordenó cortar todas las comunicaciones. Está tratando de meter gente de él
adentro para ver quiénes son.
—¡Hijos de mil putas! ¡Nos traicionaron!
—No. Estoy seguro de que no. Esto viene de afuera. Nos metieron gente.
—¡Quiénes, la reputa que los parió! ¡Si tenemos gente en todos lados! Nunca
se nos metió nadie, ¡NADIE!
El Brigadier estaba como loco.
—Calmate. Ya le dije al tira que averigüen quiénes son. Los van a boletear
tan pronto como puedan. No puede ser demasiada gente. Si no, se habría
filtrado algo.
—¿Pero vos tenés sangre de pato, Mengele? ¿Nos hicieron mierda, y vos tan
tranquilo?
—Estoy tratando de razonar. Todavía queda un montón de gente afuera. No
nos pueden agarrar tan fácilmente. Había un montón de los nuestros afuera
cuando cayeron ellos.
—Pero se cargaron a Jacques y Prévost...
—Tenemos gente que puede reemplazarlos. Hay que preparar las cosas con
cuidado. Hablé con el viejo. Estuvo de acuerdo con el nombre. Ya pasó la
orden.
—¿A quién quieren poner?
—Al Carnicero.
El Brigadier lo miró con los ojos entrecerrados.
163
—Quiero hablar con él. Saber qué mierda tiene pensado hacer para retomar
el control.
—Está bien. Lo llamamos y listo.
—Listo, un carajo. Y no me pases más por encima con el viejo. ¿Te quedó
claro?
—Como el agua.
43
PARÍS, DOMINGO POR LA MAÑANA
Odette se despertó sin saber qué hora era. Manoteó el reloj de pulsera: las
seis. De la mañana, supuso. El brazo derecho de Marcel la aprisionaba contra
la cama. Se sorprendió pensando que había olvidado esa sensación
maravillosa. Extrañamente, no sintió vergüenza. Se levantó de puntillas para
no despertarlo. Se lo veía tan conmovedor. Lo besó suavemente y se vistió
en silencio. Antes de irse, le dejó una notita en la almohada.
*****
El teléfono sonaba insistentemente. Te odio, te odio, te odio. Casi arrancó el
auricular.
—¡Odette!
Auguste, y la puta que te parió.
—¿Vas a venir a almorzar?
¿En qué siglo estamos?
—¡Odette! ¿Estás bien?
—Ya te oí.
—¿Vas a venir?
—Sí —cualquier cosa con tal de colgar.
Se duchó y se vistió como pudo. ¿Por qué mierda los autos no tienen piloto
automático? Dormí cuatro horas; no hay derecho a hacerme esto.
El almuerzo familiar pasó como en una neblina. Los chicos, comunicativos
como siempre, se encargaron de las relaciones públicas. Se dio cuenta de la
cara de culo de su hermano y trató de pensar en el porqué. Había comido las
tagliatelle y los zucchini pero no quería pollo. ¿Sería por el pollo? Auguste
era muy sensible respecto de su cocina.
Mientras lavaba los platos con Nadine, preguntó:
—¿Qué carajo le pasa?
—Está celoso como un turco —los ojos color miel de su cuñada chispearon
164
divertidos.
—¿Otra vez te escapaste a Printemps sin pasarle un radiomensaje?
—No, esta vez no es por mí.
—¿Eh?
— Cavalleria Rusticana. Te llamó anoche y no te encontró en tu casa. Más
la marca en el cuello...
Mierda. No la había visto.
—Me voy a casa —anunció Odette mientras besaba la frente de su hermano.
Auguste la miró con gesto de patriarca ofendido.
—¿La pasaste bien anoche?
Nadine lo fusiló con la mirada. Odette cerró los ojos y prefirió no responder.
Auguste la persiguió hasta la puerta.
—Estaba preocupado, nada más. Podrías haber llamado.
—Sí, mamma.
—¡Por qué no te vas a la mierda!
—Ídem. Te quiero.
Entró en su casa quitándose la ropa. A dormir hasta mañana. Va a ser un día
muy pesado. Ya estaba casi dormida cuando se envolvió en las sábanas y
apagó la luz.
El teléfono de mierda otra vez. Ni siquiera podía alcanzarlo.
—Hola.
—¡Odette! ¿Dónde estabas?
—¡Auguste, por Dios! ¿Vas a dejarme en paz de una puta vez?
Colgó furiosa, sin pensar que la voz de su hermano sonaba distinta. A la
mierda. Quiero dormir.
*****
Cuando Marcel se despertó y encontró la notita sobre la almohada, sintió un
doloroso vacío en el estómago. ¿Por qué se había ido? Dio vueltas en la
cama tratando de encontrar su perfume. Se había despertado pensando en
hacerle el amor otra vez. Se sorprendió de sus propias palabras: hacerle el
amor.
Nunca pensé en esos términos al irme a la cama con alguien.
Miró el reloj: las doce. Llamó desde la cama. Llamó, llamó y llamó hasta
enfurecerse cada vez que oía la campanilla inútil del otro lado. Un
sentimiento desagradable se le instaló en el pecho. A las cinco de la tarde
volvió a llamar, notando que el Gauloise le temblaba en la mano. El “hola”
165
del otro lado de la línea fue como bálsamo sobre una herida.
—¡Odette! ¿Dónde estabas?
La respuesta y fin de la comunicación terminaron de enloquecerlo.
*****
No puedo creerlo. La puerta. Algún hijo de puta está llamando a la puerta.
¿Es que no hay un Dios en el cielo? Manoteó una bata y fue a abrir. Stop,
estúpida. No puede ser nadie de la familia. Tienen llave y la clave.
—¿Quién? —preguntó de malhumor por el intercomunicador.
—Señora Marceau, soy Grégoire.
El portero.
—¿Qué pasa? — ladró. Espero que sea un incendio, por lo menos.
—Señora, un oficial de policía insiste en verla.
Grégoire vaciló. ¿Qué clase de broma es?
—Dice ser... —Una voz grave y masculina respondió al portero,
sobresaltándola. No hizo falta que le dijeran de quién se trataba. —El
teniente Dubois, señora.
Apoyó la frente contra la puerta. Abramos.
Marcel estaba detrás del viejo, que le obstruía el paso manteniéndolo cerca
del ascensor. Era cómico el pobre Grégoire tratando de contener al
Abominable Hombre de los Pirineos.
—Está bien, Grégoire. Déjelo pasar.
Marcel entró sin mirarla. Mientras cerraba la puerta, ella le preguntó:
—¿Por qué le dijiste que eras policía?
—No quería dejarme entrar —respondió él, mientras se quitaba el
impermeable sin volverse—. Llamé desde abajo varias veces y, como no
respondiste, le hice señas para que me abriera.
—Y lo intimidaste con la placa. ¿Trajiste orden de allanamiento? — se le
acercó sonriendo al tiempo que se ajustaba la bata. Tengo tanto sueño...
Dios, ¿no puedo reaccionar normalmente?
Marcel la tomó del brazo con saña.
—¿Dónde estabas? —ladró.
—¡Eh, me duele!
—¡Dónde estabas! —le sujetó el otro brazo y la sacudió. Estaba pálido, los
dientes apretados. La empujó contra el sofá. —¿Por qué tenías que irte esta
mañana?
—¡Te dejé una nota!
166
—“Vuelvo a casa. O.” ¡Muchas gracias!
—¿Qué te pasa? —trató de levantarse, y él la forzó a sentarse otra vez.
—¡Te llamé! ¡Toda la mañana! ¡Toda la tarde! — le gritó, desencajado.
Ella lo midió, se levantó con calma y cuando él trató de detenerla, se escurrió
empujando el sofá. Caminó rápidamente hacia el pasillo de su dormitorio.
—Voy a vestirme —no se puede discutir semidesnuda con un hombre de tan
mal humor.
Estuvo tras ella en tres zancadas, sosteniendo la puerta del dormitorio para
que no la cerrara.
—Tengo que cambiarme de ropa —lo miró severa.
—Anoche no estabas tan recatada —la enfrentó con violencia contenida.
—La situación es diferente.
Idiota fanfarrón, debería meterte una bala en las pelotas por grosero.
—Salgo en un minuto.
Intentó cerrar otra vez pero él se lo impidió, azotando la puerta contra la
pared. Apoyado en el quicio de la puerta, Marcel recorrió el cuarto de una
ojeada. La mirada se le volvió torva y la respiración pesada, mientras se le
acercaba ominoso.
—Es un dormitorio espléndido.
Ella lo miró desconcertada.
—Un piso espléndido. Muy elegante. Muy caro. ¿Quién carajo paga por
esto?
Estaba tan pegado a ella que sintió el calor de su cuerpo a través de la bata.
—¿La puta de quién me llevé a la cama? —gritó sobre su boca mientras la
apretaba en un abrazo brutal.
Trató de revolverse y soltarse pero Marcel la arrojó sobre la cama con tal
facilidad que se asustó. Retrocedió pero ya estaba sobre ella.
— ¡Basta! ¡Me estás lastimando!
—¿Con cuántos más, Odette? —él ya no la escuchaba —.Por eso estabas tan
apurada por irte. Tenías una cita pero anoche tuviste un desliz con el tipo
equivocado —la tomó de los cabellos, aplastándola contra la cama con su
cuerpo —¡Dios, qué estúpido! Yo te creí, ¡puta mentirosa! ¡Te hice el amor!
—la voz se le quebró —¡Te juro que te hice el amor! ¿Quién te esperaba?
La sujetó de las muñecas y le pasó los brazos por encima de la cabeza con un
movimiento brusco, mientras le ahogaba las palabras en la garganta con
besos rabiosos y desgarradores. Le separó las piernas con una mano de
hierro, ayudándose con la rodilla. En medio de su desesperación, Odette
167
sintió que se desabrochaba la bragueta.
No me hagas esto, por favor.
Quería gritarle que estaba terriblemente equivocado pero él no dejaba de
castigarla con besos llenos de furor. Lo sintió luchar para penetrarla.
No, Marcel, con odio no.
La arremetida la dejó sin aliento. Él levantó un momento el torso para abrirle
la bata y desprenderse la camisa. Los botones saltaron por todas partes. Él le
separó los brazos sin soltarla ni aminorar la furia con que se hundía en su
carne. Con un gemido ronco ella trató de retorcerse y rechazarlo pero el peso
del hombre era demasiado. Intentó mover la pierna libre y él se la sujetó con
crueldad, afirmándose más contra la cama. Lo oyó murmurar cosas terribles
mientras la besaba y la poseía como un loco. Volvió la cara y lo miró a
través de las lágrimas que le caían silenciosamente.
Por qué, por Dios, por qué.
Entonces, él la miró como si la viera por primera vez. Se sostuvo encima de
ella con los brazos, inmóvil durante un largo momento.
—¡No llores, puta! ¡No me mientas! —susurró mientras ahogaba un sollozo.
— ¡Te odio...! —le soltó los brazos, le tomó la cara y la besó desesperado.
No es cierto. Tu cuerpo me dice que no es cierto y para mostrarle que nunca
le había mentido, se ofreció a su locura. Lo sintió buscar sus pechos y se
estremeció, arqueándose contra él, abierta y húmeda, entregada por su propia
sensualidad pero él cerró los ojos para no verla ni perdonarla. Ella hubiera
querido gritarle: “Te odio, no quiero, te odio”, pero sólo podía abandonarse
cada vez más a lo que él quisiera hacer de ella.
No me dejes ahora.
Lo sintió crecer en su interior y estallar. Ahora, ahora, ahora. El orgasmo la
atravesó desde lo más profundo de sus entrañas hasta la base del cerebro.
Te amo. ¿Por qué me hiciste esto?
Cerró los ojos y más lágrimas le rodaron hasta las orejas.
El colchón se sacudió cuando él se levantó.
— No te vayas, no me dejes — ella le suplicó en un susurro y se acurrucó en
la cama, incapaz de sentarse.
Marcel estaba de pie junto a la cama, desencajado y con la mirada perdida,
abrochándose la bragueta. Mareada, se incorporó despacio al tiempo que
trataba de recuperar el aire. Él buscó algo en sus bolsillos, sacó un puñado de
billetes y los tiró sobre las sábanas, a la vez que la empujaba hacia el dinero.
—Esto incluye lo de anoche.
168
El portazo estalló en medio de sus sollozos.
*****
Se dio cuenta de que lloraba mientras conducía de regreso a su casa. De lo
que no se había dado cuenta era del exceso de velocidad, que un patrullero sí
notó. Lo detuvieron y le hicieron la prueba de alcohol. “Conduzca con
cuidado, teniente”, dijo el suboficial, haciendo la venia. Estaba desquiciado y
hablaba solo como un loco
— ¡Dios, cómo pude ser tan boludo! ¡Cómo pude creer que podría haber
algo más! ¡Boludo! Volvió para encamarse con el otro, Massarino la pescó y
se pelearon. Cuando me atendió, me confundió con Massarino. ¡Por eso me
llamó "Auguste" y me mandó a la mierda! —la rabia le pesaba en el pecho
como un yunque.
Había ido a verla, furioso. Quería una explicación, hablar civilizadamente y
decirle, civilizadamente, lo que pensaba de ella. Por lo menos eso pensaba
mientras le dolían las manos de aferrarse al volante. Encontrarla en bata era
lo último que esperaba. Con cara de inocencia y haciéndole bromas. No supo
qué fue lo que lo enardeció más: si el aire ofendido de ella al echarlo de su
dormitorio, o el lugar mismo.
Nunca había visto esa parte del piso; el cuarto era amplio, con muebles Art
Déco que juraría eran originales, la chaise-longue delante del ventanal, la
cama sólida y enorme, de maderas exquisitas. Atrás se entreveía el vestidor.
No era el dormitorio ultrafemenino que había esperado de una mujer sola.
Había cierto dejo de virilidad en el lugar, los colores, las maderas. Un
dormitorio para un hombre y una mujer. Amantes. Cerró los ojos mientras se
le oprimía cada vez más el pecho. La cama estaba revuelta.
¡Se encamaron ahí!... ¿El hijo de puta la estaba esperando?
Los celos lo cegaron. Quería poseerla para humillarla.
“¿Anoche no tenías quién te calentara la cama, puta? ¿Por eso te quedaste?”
le había gritado, loco de rabia, dolor y celos. No fue sino hasta que vio sus
lágrimas silenciosas que tomó conciencia del daño que le estaba causando.
Parecía tan... inocente. Por un instante le creyó, cuando en medio de su furia
desesperada cayó en la cuenta de que ella se había abandonado a él.
Como anoche. Dios, ojalá fuera cierto. Ojalá tu cuerpo no mintiera tan bien.
La besó como un condenado a muerte y ella le respondió. La sintió fundirse
en su boca y alrededor de su sexo y estuvo a punto de creerle. “Zorra, no
mientas", aulló para no gritarle te odio, te amo, te odio. Se vació en ella con
169
furor, mordiéndose para no gritarle que era suya y que quería morirse allí
mismo para no matarla. Cuando la oyó suplicarle indefensa, se despegó de su
cuerpo con violencia. Quería que sufriera como él sufría, así que le tiró los
billetes a la cara. Mientras manoteaba el picaporte la oyó llorar. Salió
temblando de coraje, porque si se quedaba iba a cometer una locura.
44
PARÍS, LUNES POR LA MAÑANA
El radiodespertador se encendió a las seis y media, indiferente al sufrimiento
ajeno. Iva Zanicchi cantaba "Fra noi" como sólo ella sabía hacerlo. Apagó el
artefacto de un manotazo y se tiró de la cama. Sin mirarse al espejo, se metió
al baño.
— ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta, te voy a cortar las pelotas, desgraciado! —
aulló de desesperación bajo la ducha.
Carajo, estoy con el período. Por lo menos no me dejaste embarazada. Lo
mismo te voy a matar.
Cuando se decidió a mirarse en el espejo notó que tenía marcas y moretones
desde el cuello hacia abajo.
Qué espectáculo.Te voy a castrar en donde te cruce.
Rebuscó entre la ropa un vestido apropiado. El vestido azul no era para un
día así pero no había otra cosa que la cubriera adecuadamente
Tendría que ir de luto porque te voy a liquidar, hijo de puta.
Mientras se maquillaba encontró una marquita bajo la oreja izquierda. Se
dejó llevar por el pulso de violencia y tomó la cartuchera con el arma. No la
había usado desde el inicio del operativo.
Mientras conducía hasta la fábrica de chocolates, repasó los hechos para
distraer la mente de cosas peores. Había algo que no encajaba. No en la
información hallada, las armas, el lugar: algo intangible. Algo que debía
haber ocurrido y no estaba pasando.
—Capitán, el comisario Massarino la espera en el primer piso, en Cómputos,
—le dijo el sargento de guardia cuando dejó el automóvil en la playa de
camiones.
Había el rumor habitual de conversaciones, pasos, órdenes, los ruidos
humanos. Eso: los ruidos. ¿Qué faltaba? El teléfono. El fax. Las
comunicaciones con Central se hacían por la silenciosa Intranet. ¿Por qué no
habían llamado los otros Templarios? Era imposible que no tuvieran
comunicaciones con otros centros, en el continente o del otro lado del
170
Atlántico. ¿Nadie había llamado en casi cuatro días?
¡Dios, nos traicionaron! ¡Ya lo saben! Es una trampa. ¿Pero quién?
Pensó desesperadamente cuándo sería lógico que se hubieran comunicado:
veinticuatro, treinta y seis horas después de que coparan el lugar, no más.
¿Quién había llegado al lugar en ese tiempo? Inteligencia. El corazón le dio
un vuelco. El coronel Savatier. A cargo de la seguridad de la conexión con el
Archivo Central. ¿Quién mejor que él?
Corrió por los pasillos hasta la sala de cómputos y entró buscando a Savatier
con la mirada. Él la vio y le lanzó una mirada amenazadora. Ella se acercó
sin despegarle la mirada; él giró en el asiento y mientras se levantaba,
deslizó la mano hasta la cartuchera.
—Coronel, suelte el arma. Está bajo arresto —dijo Odette con voz
controlada mientras sacaba su propia pistola.
—¡Grandísima puta! ¡Igual que la Michelon!
Savatier apuntó demasiado rápido y erró el disparo. Ella tuvo tiempo de
apoyar la rodilla en tierra, apuntar y darle en el hombro. El resto del personal
se había puesto a cubierto. En el otro extremo de la sala, Auguste
encañonaba al otro hombre de Inteligencia. Se acercó al coronel y le apuntó
otra vez. Dos hombres lo esposaron, manteniéndolo en el suelo.
—¿Cuál es el plan?
—No pueden hacer nada... — Savatier la miró con desprecio.
Odette bajó el arma hasta la entrepierna del hombre.
—¿Cuál es el plan?
Savatier no respondió. El disparo le estalló a un centímetro de los testículos.
Odette lo miró desafiante y acercó la pistola hasta la boca de él. Savatier
boqueó alucinado.
—Michelon... tiene una audiencia con el Presidente —jadeó —.El general
Beaumont... tiene que encargarse de ellos.
Odette se agachó, metió la mano en los bolsillos de la guerrera del hombre y
le arrancó las credenciales y la placa de Inteligencia.
—¡La contraseña!—amartilló el arma apuntándole otra vez a la entrepierna.
—¡Relapsos! —gritó Savatier, asustado.
—Muy adecuado —masculló ella mientras se levantaba. Corrió hasta la
puerta y escuchó a Auguste daba la orden de enviar patrulleros hacia el
Palais d’Elysée.
—¡No vayas sola!— gritó su hermano.
—¡Es más seguro! —respondió Odette a la carrera mientras pensaba cómo
171
entrar en el palacio presidencial.
*****
Marcel llegó a la Brigada un poco más tarde de lo habitual. Desde las
paredes , las fotos de los caídos en servicio observaban silenciosamente a los
pasantes, esperando el homenaje mínimo de una mirada. Nunca pasaba sin
hacerlo. Era su pequeña obligación secreta de cada mañana.
Un retrato le llamó la atención. “Insp. Jean-Luc Marceau”.
¿El padre de Odette?
Algo lo hizo sentir muy mal. Preguntó a Foulquie, que pasaba a las
apuradas.
—No, teniente. Marceau era su marido
Sintió que le apretaban los testículos con una tenaza.
—Un gran hombre —continuó Foulquie, memoria viviente y tradición oral
de la Brigada—. Todos dicen que si hoy viviera estaría ocupando el lugar de
la Michelon o que habría llegado más lejos todavía. Ella era muy joven en
esa época. Ingresó después en la fuerza.
Por supuesto que era muy joven. Habían pasado doce años. Pero lo que más
lo golpeó fue comprobar que ése era el hombre cuya foto había visto en el
dormitorio de Odette. La única fotografía en toda la casa. Llegó a las
oficinas con piernas como de plomo. En ese momento entró el radio de
Massarino pasando el alerta. Corrió a la calle, subió a su automóvil y salió
hacia el Elysée encendiendo la sirena.
*****
Se retocó el maquillaje en el auto y trató de dominar el temblor de las manos
y la voz. Tomó una foto suya del bolso y cubrió con ella la tarjeta de
identificación de Savatier. Lo mismo hizo con la placa.
Al menos para ayudarme a entrar. Hasta que alguien verifique el nombre y
el portador.
Había dejado su arma en su propio auto: no podría ingresar en el Élysée con
ella.
Bote de mierda. El auto de Savatier era pesado y con la maniobrabilidad de
un tanque. Se dirigió con calma al estacionamiento y sonrió al encargado.
La tarjeta le abrió la barrera sin problemas y se la colgó en el pecho. Por
radio le habían pasado el dato de que la audiencia sería en el despacho
presidencial.
172
Mierda, las “antichambres39” están siempre llenas de ujieres, guardias,
secretarios y algún ministro paseándose por ahí. ¿Por dónde entro?
Se decidió por el subsuelo de las cocinas. Entró caminando con
desenvoltura. Un par de camareros la miraron sorprendidos, pero ella les
sonrió con candor.
—Es mi primer día. Llegué tarde y me perdí —dijo, mordisqueándose el
labio. — Busco al general Beaumont. Está en la audiencia del Presidente con
la comisario Michelon. Tengo que entregarle estos documentos de parte del
coronel Savatier — mostró unos sobres —. Soy su nueva asistente. Teniente
Marceau.
Uno de los camareros se ofreció a acompañarla; tomó una bandeja con el
servicio de café de la Presidencia y la cargó en un carrito.
—Venga, teniente —la llevó por el montacargas —Por acá es más rápido.
El camarero la llevó por los corredores de servicio hasta una sala interna que
comunicaba con el Salón Verde.
Bien. Nada de ujieres por acá.
Se detuvo un momento con la excusa de acomodar los papeles que traía
mientras el camarero cruzaba el Salón Verde con el carrito del servicio de
café. A través de la puerta entreabierta vio a un hombre en traje de calle de
pie frente a la doble puerta del Salón Dorado. El tipo detuvo al camarero y le
hizo dejar el carrito a un lado.
El camarero volvió casi de inmediato.
—No me dejaron pasar. Que se les enfríe el café —dijo el hombre,
encogiéndose de hombros.
Ella frunció la nariz en un gesto encantador y el hombre le guiñó un ojo.
Cuando el camarero se fue, Odette aprovechó y cruzó el Salón Verde con
aire resuelto, revolviéndose el pelo. El tipo de guardia la midió de una
mirada y desvió los ojos.
—Traigo información para el general Beaumont.
—No puede pasar — el hombre respondió seco.
—Soy la asistente personal del coronel Savatier. Teniente Marceau. Es
importante.
Al oír el nombre del coronel, el hombre fijó los ojos en ella.
—La contraseña —bajó la voz y la mano se le movió apenas hacia la
cartuchera.
—Relapsos.
39
Antecámaras.Actualmente, salones de espera de los salones principales del Palais D’Elysée
173
Dios quiera que ese hijo de puta haya dicho la verdad.
El hombre relajó los hombros y le echó una mirada apreciativa y nada
disimulada. Odette pescó el gesto del tipo y no perdió la oportunidad.
Inspiró, apretándose contra el vestido.
—¿Puedo pasar?
—Voy a preguntar —los ojos del tipo la recorrieron sin ningún pudor.
Ella sonrió con desfachatez. Y no necesito Wonder Bra...
Mientras el hombre entraba en el despacho, tomó una bandeja de plata del
carrito del servicio de café. Oyó gritos y disparos que venían de la planta
baja.
Espero que sea la Caballería.
*****
—Lo lamento, señor. Comisario Michelon, —Beaumont movió la cabeza
hacia la comisario — No podemos permitir que estas... filtraciones...
continúen. Tenemos mucho en juego para que la policía se cubra de gloria
desbaratando una organización magnífica.
Apuntó primero al hombre. El Presidente y la comisario estaban esposados
en sus sillas y amordazados con cinta adhesiva.
Michelon se desesperó. Qué estúpida, Jesús. Cómo cometí el error de venir
sola a la entrevista…
La habían desarmado antes de entrar, pero era de esperar. Ansiosa, había
esperado a que el Viejo leyera el informe. Él la miró con gesto más que
preocupado.
—Señora, esto es... terrible —El Viejo se puso de pie, tomó el bastón y
renqueó despacio hacia una de las ventanas. —Es impensable... El Gabinete,
mi Dios... ¿Quién está libre de sospecha?
Antes de que terminara de hablar, el general Beaumont había entrado en el
despacho.
Renaud Beaumont giró sobre sus talones ante la interrupción.
—¿Qué pasa, idiota? ¡Di órdenes de que no entrara nadie!
—¡Señor! Es la secretaria del coronel Savatier, la teniente Marceau. Trae
un...
—¡Imbécil! ¡En la Orden no hay mujeres!
Apartó al estúpido con un puñetazo que lo arrojó contra la pared y lo dejó
inconsciente. No en vano lo conocían como el “Carnicero” Beaumont. Era
bajo pero de físico poderoso. En ese momento alguien más entró al
174
despacho: un borrón azul, seguido por un golpe de plano con algo metálico,
en plena cara. Beaumont se tambaleó.
Los ojos asombrados de Michelon siguieron los movimientos de ballet de
Marceau, que volvió a golpear al hombre en la sien, esta vez con el filo de la
bandeja. Marceau pivoteó sobre una pierna, recogió el bastón caído junto al
escritorio presidencial y golpeó la mano con que general sostenía el arma.
Después, por detrás de las rodillas, haciéndolo caer. Volvió a girar en tanto
que el bastón dibujaba remolinos en el aire. Más golpes a los hombros, los
codos, las piernas; todos puntos neurálgicos que hicieron que Beaumont
chillara de dolor sin poder incorporarse. Mientras le daba el coup de grâce40
en la tráquea, entraron Massarino y Dubois, armas en mano, seguidos de
cuatro oficiales de la Brigada. Massarino tenía un raspón en la sien que le
sangraba, y Dubois, el traje desgarrado en una manga. Marceau quedó de pie
al lado de Beaumont, temblando como un torero después de la faena.
Todavía sostenía el bastón.
Massarino se les acercó, les quitó las mordazas y soltó las esposas.
—Señor...
—¡Estamos bien! Gracias a Dios... y a esa mujer... no pasó nada —jadeó el
Presidente, que temblaba impresionado por los hechos—. Querían que
pareciera que Michelon me había disparado y...
Michelon corrió hasta Marceau.
—Dios sabe cuánto me alegro de verla. ¿Cómo hizo eso? —murmuró al oído
de la otra.
—Estoy con el período —le respondió Odette entre dientes.
Michelon sonrió comprensiva. En sus épocas, a ella le pasaba lo mismo.
—Llamen a una ambulancia. El hijo de puta todavía está vivo,— Marceau
masticó las palabras.
Massarino se les acercó y miró severamente a Marceau.
—Creo que el último golpe estuvo de más — dijo seco.
—Que me denuncie por brutalidad policial —lo desafió Marceau.
Michelon contuvo otra sonrisa a su pesar. Peleándose en estos momentos. Si
Dostoievsky hubiera conocido a estos dos, habría escrito ‘Los hermanos
Massarino’ en lugar de los Karamazov.
—Tenías que venir sola, carajo.
—Fue más fácil entrar. Parece que no te fue tan bien... —mientras le pasaba
el dedo por el raspón de la sien. Massarino respingó y la miró con ferocidad.
40
Golpe de gracia
175
Marceau se alejó para dejar el bastón apoyado en el escritorio presidencial.
Dubois no habló una sola palabra ni miró a su alrededor. A Michelon
tampoco se le escapó que Marceau ni siquiera se volvió hacia donde estaba
el teniente.
45
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
Se desplomó sobre la silla de su cubículo, ante la pantalla, sintiéndose
miserable.
No tengo un maldito analgésico y el primer día siempre es el peor.
La puerta se abrió a sus espaldas, Odette giró a medias la cabeza y al ver
entrar a Marcel, se revolvió en el asiento con la velocidad de una serpiente y
le apuntó con el arma.
—Como te atrevas a acercarte, te vuelo las pelotas.
—¡Odette, por favor, necesito hablarte....!
—Fuera. Fuera de mi oficina y de mi vida.
—Odette... —suplicó—, fue.. un error…
—Vas a necesitar una excusa menos vulgar, Dubois. Acá es demasiado
habitual.
—Por favor, dame una oportunidad...
—A mí no me diste ninguna. ¿Qué se siente al violar a un superior?
Él cerró los ojos, mudo, sin atreverse a mirarla.
—Tenías razón respecto del piso. Es demasiado grande y demasiado caro
para el salario de un policía. Lo habíamos pensado para una familia. Por
suerte tengo mi pensión de viuda. Pero no puedo venderlo porque no terminé
de pagar la hipoteca.
Se levantó y él intentó acercarse otra vez.
—Otro paso más y te borro la cara.
Sin dejar de mirarlo, tomó el sobre de encima del escritorio y se lo arrojó con
desprecio. Marcel levantó las manos instintivamente y lo atajó. La miró
confundido y revisó rápidamente el contenido. Vio cómo los ojos de él se
llenaban de lágrimas de culpa, pero estaba resuelta a no tenerle piedad.
—Afuera.
Marcel dio media vuelta y salió, blanco como el papel.
*****
176
— Buen día, teniente... — Sully enderezó la espalda y agitó la cola de
caballo rubia. Cero resultado: Dubois siguió de largo como si estuviera ciego
y sordo.
—¿Qué le pasa? —preguntó, molesta. No estaba acostumbrada a que la
ignoraran.
Bardou señaló la puerta de Marceau con un cabezazo y una media sonrisita
sobradora y eso bastó para que la cabo enrojeciera de rabia. Sacudió la pila
de expedientes que traía sobre su escritorio, con tanta fuerza que saltaron de
vuelta al aire y se desparramaron por el piso.
— ¡Eh, Sully! ¿Esos no eran para Marceau? — Bardou estaba a sus anchas.
— ¡Que se los junte ella! — chilló Sully y dio una patadita en el suelo antes
de salir al pasillo y desaparecer.
Foulquie le lanzó una mirada reprobadora y se ahorró la respuesta. La puerta
de la oficina de Marceau no se abrió en toda la tarde.
*****
Llegó a su departamento pasadas las nueve de la noche. No quería entrar en
el dormitorio.
Eso es estúpido. Marguerite estuvo esta mañana y debe de haberlo
arreglado. Espero que haya quemado la bata y las sábanas. Otra estupidez.
Qué sabe Marguerite.
Lo mismo entró casi corriendo al vestidor, se desvistió y se puso una bata
diferente. Su vieja bata azul de seda china. Papá y mamá la habían comprado
en una gira por los Estados Unidos. Nadine tenía una igual, verde esmeralda,
que también conservaba. Papá la había comprado para mamá, pero mamá
insistía en que no le sentaba el verde, y cuando Auguste se casó se la
regalaron a su nuera, que la usó en su noche de bodas. Lola había conseguido
que Franco le comprara una bata de seda roja con arabescos dorados. Parecía
Madame Butterfly y a papá se le había ocurrido que prepararan una
coreografía con la ópera de Puccini, pero mamá insistía en que no se puede
bailar en quimono.
No hay como las pequeñas cosas y los recuerdos familiares para sentirse
contenida.
Te extraño, mamá, pero no puedo llamarte para contarte nada de esto.
No voy a llorar un carajo.
Cuando salió del baño, vio la camisa negra, lavada y planchada, colgada de
la percha-valet junto a la ventana. Te odio. En un primer impulso estuvo a
177
punto de hacerla un bollo para arrojarla a la basura. Estoy un poco
irracional. Se tiró en la cama.
A veces me gustaría fumar para poder hacer algo con las manos cuando
pienso.
Recorrió el cuarto con la mirada, pensando en cualquier cosa. Estiró la mano
para acariciar el retrato de Jean-Luc: su pequeño acto de amor diario. Se
levantó a prepararse un café.
Mejor tiro la comida antes de que Marguerite me rezongue.
Cuando volvió al dormitorio con la taza de café con leche, se quedó clavada
al piso en la puerta. Desde allí se veía claramente la fotografía. La
comprensión le llegó inexorable. Un caso resuelto de punta a punta. Y con
atenuantes para el criminal.
Los hechos del domingo se acomodaron con la precisión de un
rompecabezas. No había sido Auguste quien había llamado por la tarde, sino
Marcel. Dormida, se había equivocado, ella que jamás confundía una voz.
Después él la encontró casi desnuda, con el maquillaje un poco corrido
porque no se había lavado la cara al volver de la casa de su hermano, con la
cama deshecha... No hacía falta demasiada imaginación para encadenar las
conclusiones a las que él había llegado.
Qué increíble. Qué conjunción terrible de casualidades. Te perdí. No nos
dimos oportunidad ninguno de los dos.
Se levantó, tomó la camisa negra y la llevó al cuarto de huéspedes para
guardarla.
46
BUENOS AIRES, MEDIODÍA DEL LUNES
—Nos retiramos.
—¡NO!
Los ojos azul hielo lo taladraron. El viejo se recostó contra el respaldo del
bergère, estirando las piernas con pereza.
—¿Perdón?
El Brigadier retrocedió ante esa mirada glacial, terriblemente igual a la suya.
—¡No... no podemos! ¡No vamos a dejar caer la organización así como así!
—No se equivoque. No dejamos caer nada. Es una retirada táctica.
Reagrupamos y reiniciamos las operaciones en otra parte.
—¡Cómo, carajo! ¿Cómo? ¡Tienen los listados!¡Nos están haciendo mierda
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en todos lados!
Ortiz lo fusiló de un solo vistazo oscuro. Con la calentura, el Brigadier se
había olvidado lo mucho que le molestaban las puteadas al número uno.
—¿Tiene idea de por qué pasó todo esto? Fue un error de mi parte.
El Brigadier lo miró con la boca abierta.
—Sí, aunque usted no lo crea, yo me equivoqué. Le permití a usted organizar
ese operativo tan desagradable, con mujeres de por medio.
Intentó interrumpirlo, pero los ojos de Ortiz le ahogaron las palabras en la
boca. El viejo siguió.
—Nos convertimos en vulgares tratantes de blancas, mire qué lindo, por
hacerle caso a usted — apretó los labios en una línea muy fina. —Una
cochinada. Así nos fue.
—No, espere. Las transacciones dejaban fortunas y el riesgo era mínimo.
Usted estuvo de acuerdo con eso.
—Digamos que no evalué a fondo todas las posibles derivaciones. Cometí un
error de apreciación.
—Los clientes estaban muy satisfechos...
—Y Armand también, ¿sí? Porque fue Armand el que lo apoyó en París. A
Jacques no le gustaba, pero como buen militar, ejecutaba las órdenes sin
discutir. No se puede trabajar con mujeres; se lo expliqué miles de veces.
—¡Pero si no...!
—Llámelo con el eufemismo que más le guste: intermediación,
abastecimiento, servicio... como quiera. ¡Nuestra organización rebajada al
proxenetismo! Ese operativo terminó hundiendo al cuartel de París.
Reorganizar y reagrupar Europa va a llevar bastante tiempo. No vamos a
poder tener una base en el continente durante unos años.
Seguía de pie delante del sillón, cada vez más nervioso, sin osar sentarse. El
viejo no se había molestado en invitarlo a hacerlo.
Y ese lagarto servil y traicionero de Ortiz, que no me saca los ojos de
encima. El perro de presa del número uno. Le lame la mano al viejo después
de destrozarte la garganta. Negro hijo de puta, tendrías que estar viviendo
con los puesteros.
—Tranquilo —el viejo levantó la mano con gesto pacificador —Lo básico
sigue en pie, ¿sí? De eso no se perdió nada: las plantaciones, las industrias
pesadas, los transportes. Todo eso está. Y el mercado también. Asumo mi
total responsabilidad por las pérdidas y los errores. Ahora hay que
repararlos, en la medida de lo posible.
179
—Perdimos muchos buenos elementos —admitió el Brigadier en voz baja.
—En estos momentos no es lo más importante... Pero sí, perdimos hombres
muy preparados.
—Déjeme tratar de arreglar las cosas allá. Le prometo que no dejo títere con
cabeza. Esos tipos tienen que pagar por lo que hicieron. Voy, reorganizo
todo...
El viejo lo miró en silencio, con expresión helada. Sus ojos eran más duros
que nunca.
—No quiero vendettas personales. ¿Está clarito? Esto es una empresa.
Considérelo un revés económico muy grande, del que nos recuperaremos.
—¿Los va a dejar? ¿Después de lo que hicieron? — ¿Cómo podés ser tan
boludo, viejo de mierda?
—Todos tenemos que asumir nuestro grado de culpa en esto. Todos pusimos
nuestro granito de arena para que esto pasara. Me dejé convencer por usted,
que era mi mano derecha.
El “era” no se le escapó, y le apretó la tenaza de rabia en la garganta.
—Nos topamos con alguien más inteligente que usted y que supo ver la
grieta que este... “servicio” estaba dejando en el sistema. Hasta tengo una
idea de cómo fue. ¿Y usted?
Negó con la cabeza. No podía pensar en nada. Me está humillando delante
de Ortiz. Nunca hizo algo así.
El viejo continuó, indiferente.
—Se infiltraron. No más de dos. Seguramente uno haya estado dentro del
cuartel general para el entrenamiento. A ése hubiera sido más fácil
controlarlo. Debe de haberse desempeñado muy bien para no descubrirse.
Los suyos tienen que estar orgullosos de él. Resistió el condicionamiento.
Me gustaría saber cómo lo hizo. Esa información vale oro...
Carajo, se está yendo por las ramas. ¿Pero quién interrumpe al viejo en sus
digresiones?
— El otro... o la otra, porque más bien creo que es “otra”... atacó por el
punto débil que no controlábamos: las mujeres. Se arriesgó a lo peor —el
viejo paseó displicentemente la mirada por el estudio. —Porque, si caía en
las manos de su amigote Armand, dudo mucho de que saliera viva... No
podemos saber... Ya no.
El Brigadier atrevió a interrumpir, por la ansiedad que le agarrotaba el
pecho.
—¿Lo sabe? ¿Ya sabe quiénes son?
180
—Todavía no. Estoy haciendo suposiciones, deducciones. No se me ocurre
otra forma mejor ni más sutil de infiltrarse. Pero eso a usted ya no le
importa.
—¡Sí que me importa, por Dios! ¡Quiero a los responsables, sean dos, tres,
cien! ¡Los que hicieron esto tienen que pagar!
—¿Quién hizo qué? ¿Quién dejó el rastro? ¿Quién les facilitó la entrada con
una operación tan obviamente nociva para nuestros intereses? Estábamos
satisfaciendo demandas muy puntuales, en detrimento de negocios mayores.
Se acabó. No quiero más errores como éste.
El tono del viejo era brutalmente acusador. ¿Lo estaba haciendo responsable,
y encima le decía que no le permitía cargarse a esos hijos de puta?
—¡Pero ellos...!
—Estamos hablando de usted, no de ellos.
El corazón le dio un vuelco. Toda la cháchara de la responsabilidad y los
errores era pura mierda. Me está cargando el muerto.
Inspiró, pero el aire no le llenaba los pulmones. Por primera vez en su vida
tuvo miedo. Un miedo cerval, instintivo. El viejo, maestro en el manejo de
los silencios, se mantuvo callado mientras esperaba que él comprendiera su
verdadera situación.
—Usted y su grupo tienen destino reasignado.
Si le hubieran pegado un derechazo en el estómago no se habría sentido
peor.
—Reúna a su gente. Salen para Angola.
No podías humillarme más, hijo de mil putas. El paredón de fusilamiento.
Hizo el último intento.
—Por favor, déme una oportunidad...
—Gánesela. Salen el miércoles vía Lisboa.
*****
Cuando Ortiz regresó, el viejo todavía estaba sentado. Ortiz le sirvió un
whisky sin hablar y sólo después de que el viejo se lo hubo tomado se
atrevió a interrumpir el silencio fúnebre que flotaba en el aire.
—Señor...
Él levantó los ojos, invitándolo a hablar.
—Señor, no le va a hacer caso. Lo conozco.
—Quiero darle una oportunidad —suspiró a su pesar.
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—¿Más? Señor, le dio mano libre, y mire lo que pasó...
—No hace falta que me lo digan. Yo sé que me equivoqué. Es duro de
aceptar, nada más.
Lo miró y supo que Ortiz sabía que le dolía el pecho. Movió la cabeza con
resignación.
—Me estoy poniendo viejo. A nadie le gusta, y a mí tampoco —bajó la
mano pesadamente sobre el brazo del bergère.
—Usted no es viejo, señor —la voz de Ortiz estaba llena de ese afecto de
años, capaz de perdonarle y aceptarle cualquier cosa.
Sonrió para sí. Cualquier cosa menos que le tocaran al “tatita”. A veces los
tuyos te salen como un pato guacho, y los que recogés parecen de tu sangre.
—A usted siempre le dolió que él fuera mi mano derecha...
—Conozco mi lugar, señor —Ortiz bajó los ojos, apretando los labios.
—Me equivoqué. Hay que saber perder. Lo que sea. Aunque se trate de mi
propio nieto —hizo una pausa. La amargura le deformó la voz y la boca. —
Si me desobedece, pobre de él.
El viejo se levantó y se miró en el espejo que coronaba el hogar enorme de
mármol italiano que adornaba el estudio. Recompuso el gesto austero y se
sirvió otro whisky con parsimonia.
—Pobre de él.
47
SUBURBIOS DE PARÍS, MARTES POR LA MAÑANA
—¿Qué es este lugar? — murmuró Odette.
La habitación era espléndida, en contraste con la sobriedad espartana del
resto del edificio. Tuvo una sensación desagradable y desabrochó la
cartuchera que había vuelto a llevar encima.
Mejor estar prevenida.
Detrás de ella, Marcel respondió a su pregunta.
—La “sala de audiencias”, por ponerle un nombre. Acá me entrevistaron
cuando me admitieron.
Lo último que quiero es estar a solas con él. Y menos en este lugar de
mierda.
Lo miró por encima del hombro y se alejó hacia las paredes para recorrer el
perímetro de la habitación. Al cruzar delante de uno de los paneles de
boiserie tuvo una sensación rara.
Aire frío. Esta habitación no tiene ventanas.
182
Retrocedió. Le hizo un gesto imperioso a Marcel, que la seguía a menos de
dos metros. No te quiero cerca.
Se pegó a la pared y pasó varias veces la mano por delante de las molduras.
Definitivamente, una corriente de aire. Caminó hacia atrás, al centro de la
habitación, y le hizo señas a Marcel, que casi se pegó a ella. Detrás de él
entraron el teniente Meyer y el cabo Strauss, también en silencio.
—¿Hay otra puerta? —susurró al teniente.
Él se encogió de hombros. Fue otra vez hacia la pared, con Marcel
respirándole en la nuca. Recorrió las molduras mientras la anticipación le
batía el pecho. Tres muescas seguidas. Para una mano más grande que la
suya. Giró para hacerles señas a los otros de que se pusieran a cubierto.
Marcel y ella se pegaron uno a cada lado del panel y anticipándose a su
gesto, el teniente indicó a los otros que apagaran la luz. Bien hecho, CroMagnon. Apretó los dientes. Se miraron y sacaron las armas en silencio.
Movió la cabeza para la cuenta de tres y apretó las muescas. La puerta se
soltó silenciosa y del otro lado terminaron de abrirla violentamente, al
tiempo que disparaban en la oscuridad. Ellos tenían por ahora la mejor
posición, porque desde el otro lado llegaba una luz clara que les permitió ver
al tipo una fracción de segundo antes.
El tipo tenía reflejos de cobra. Retrocedió por el túnel disparando y giró para
escapar, con la ventaja del que conoce el terreno. Marcel la empujó a un lado
y corrió detrás del hombre.
—¡Vamos! —Odette hizo una seña con el arma, y los otros dos oficiales la
siguieron al túnel.
Dejaron de oír disparos. En un recodo tropezó con un cuerpo tirado en el
suelo. Era Marcel. Se le estrujó el estómago.
—¡Dubois está herido! —gritó, saltando por encima del teniente.
No quería pensar en Marcel mientras corría con el pecho encogido de miedo.
Dios, no lo permitas… Por el pasillo se alejaban dos bultos a contraluz.
Estaban saliendo. Disparó tres o cuatro veces y oyó un aullido de dolor. Del
otro lado había gente gritando. ¡Son los nuestros!
Llegó hasta el hombre, que trataba de manotear el arma; pateó la pistola lejos
de él y lo encañonó. Del otro lado del corredor entraron dos uniformados con
linternas. Mientras esposaban al tipo y lo sacaban a la calle, alguien le tocó
el hombro. Marcel.
—¿Estás bien? —casi no le salía la voz.
—Había dos. El otro estaba esperando en el recodo y me golpeó.
183
Marcel tenía un raspón bastante grande en la sien. Odette dio media vuelta y
salió para que él no la viera respirar con alivio. En la calle estaban subiendo
a un suboficial a una ambulancia, herido en el hombro.
—Se metió en un auto y escapó, capitán —le dijo el hombre cuando se
acercó. Las sirenas se alejaron furiosas.
Se aproximaron a ver al detenido herido antes de que lo cargaran en otra
ambulancia.
—D’Ors —dijo Marcel con rabia contenida. El otro volvió la cabeza.
—¡De Biassi... un cana!—el tipo mordía las palabras —...Y esa puta... —la
miró y al reconocerla abrió mucho los ojos. —¡La monja!... Tendría que
haber... dejado que Hamad te cogiera en el camión...
El levantador de pesas. Odette tuvo que hacer un esfuerzo para guardar el
arma. Marcel, pálido de furia, avanzó un paso hacia la camilla. Lo retuvo
mientras cerraba los ojos.
—Lo necesitamos vivo —siseó.
Y si alguien vuelve a llamarme puta, lo dejo hecho un despojo.
*****
—Lo perdimos, teniente —el suboficial del patrullero le avisó a Marcel —.
Encontramos el automóvil abandonado en un callejón.
Habían recorrido los edificios cercanos pero nadie había visto nada. Marcel
apretó los dientes. ¿Quién mierda sería el otro? Alguien tan peligroso como
D’Ors, posiblemente Hamad. Volvió a entrar, esta vez por el corredor. En el
encuentro con la “sala de audiencias” había otra puerta. Oyó voces y se
detuvo antes de entrar.
—¿Pudieron sacarle algo a Savatier? —preguntó alguien. Un hombre.
—Nada importante. Es un segunda línea —respondió una mujer en tono
seco: Odette.
Se asomó. Ella estaba de espaldas a la puerta y no lo vio. La habitación era
una sala de monitoreo con cuatro pantallas y equipo de circuito cerrado.
Paworski en persona estaba operando las consolas y verificando las cámaras.
—¿Y Beaumont? —volvió a preguntar el ingeniero y ella se encogió de
hombros. —Ah, cierto, todavía no puede hablar.
Después de unos momentos mientras ella hojeaba algo, Paworski continuó:
—Savatier, Beaumont, ¿alguien más? Estaba de muy mal humor... ¿Tuvo un
mal fin de semana? —Paworski sonrió irónico y al ver a Marcel le hizo señas
para que entrara.
184
Odette se volvió con unos papeles en la mano y lo vio. Marcel se quedó con
la boca seca al enfrentarla. Desviando la mirada, ella respondió:
—Digamos que el balance no fue muy positivo. ¿Encontró algo, Kolya?
La delicadeza de la respuesta lo hizo sentir un insecto. Quería disculparse a
los gritos. ¿Qué mierda tiene que hacer Paworski en este lugar? Para colmo
ella llamaba al ingeniero por su diminutivo.
Las paredes del cuarto estaban cubiertas de cajones de archivo con carpetas,
varias de ellas abiertas. D’Ors y el otro habían ido a robar esos papeles.
Odette estaba revisando algunas de esas carpetas y le alcanzó una.
—¿Te resulta conocido? —le preguntó mientras hojeaba otro expediente,
sentada sobre una mesita junto a las pantallas.
Marcel abrió la carpeta: sus propios antecedentes. Los papeles y cartas con
que se había presentado en la Orden
—Tengo imágenes— dijo Paworski.
Se acercaron a las pantallas. Era la entrevista que Marcel había mantenido
con Jacques.
—¿Qué sentido tendría grabar las entrevistas? —preguntó el ingeniero.
—Estudiar al sujeto más a fondo, imagino. Porque seguramente alguien se
sentaría de este lado a observar —respondió Odette y extendió la mano hacia
Marcel—. Dame tu carpeta. Quizás registraron algo después de esa
entrevista.
Se la entregó y ella pasó las hojas.
—Acá. La fecha...¿Hay fecha registrada en el video?
El ingeniero verificó en los equipos.
—La grabación de Dubois fue hace... casi cuatro semanas.
— Coincide… ¡Qué increíble! —dejó la carpeta sobre un monitor y con la
mano ocultó una media sonrisa irónica.
—¿Qué increíble qué? —preguntó Paworski, mientras Marcel tomaba los
papeles y los hojeaba. Al llegar a la página que Odette acababa de leer, dio
un respingo.
—Cristo.
—¿Qué increíble, qué? —repitió el otro, intrigado.
Odette se bajó de la mesa y, mientras salía, dijo:
—Que a Dubois lo salvaran los Murati. No cierren ningún cajón de los que
abrieron esos dos.
Los Murati de mierda me salvaron. Ella me salvó al insistir en que no
fumara Gauloises.
185
—Dubois, mire.
Las pantallas mostraban celdas. El ingeniero movió otro dial y apareció una
de las salas con la grilla metálica. Se veían trozos de vidrio en el suelo. La
imagen cambió a diferentes ángulos y se acercó y alejó alternadamente.
—¿Qué harían allí? —murmuró.
Marcel tragó saliva. Desde este lugar se grababan los audiovisuales de
Vaireaux.
—Atrocidades —fue lo único que pudo articular.
En ese momento, Odette regresó con Strauss y Meyer. Strauss cargaba dos
cajas grandes.
—Strauss, tome todas las carpetas que están en los cajones abiertos y
guárdelas por separado. No quiero que se mezclen con las otras.
—Sí, capitán —Strauss se puso a trabajar.
—¿Qué buscamos? —preguntó Marcel. Estaba decidido a no permitir que
ella lo excluyera. Carajo, trabajamos juntos en esto.
—A quiénes querían salvarle el culo D’Ors y el otro —fue la respuesta
seca—. Teniente Meyer, cuando Strauss termine, recoja las demás carpetas.
Están ordenadas alfabéticamente. Divídalas entre usted y otros dos o tres.
Separen a los franceses de los extranjeros; verifiquen si los extranjeros
tienen pedido de captura, ya sea de Interpol o de algún país en particular.
Con los franceses, el procedimiento de rutina. Informen a la Gendarmería.
Muchos deben de estar bajo un alias. Trabajen con las fotografías.
Investiguen también a los... ¿cómo les llamaban? —le lanzó una mirada
rápida.
—Representados.
—Eso. Sobre todo a ellos... Son casi más importantes que los amigos de
Dubois...
—No son mis amigos... — Marcel se molestó.
—Es una forma de decir. Meyer...
—No me gusta — Marcel la interrumpió.
Ella contuvo un gesto de disgusto y Paworski se volvió hacia las pantallas
para que no lo viera contener una sonrisita. Meyer los miraba con cara de
“mejor vuelvo más tarde”. Marcel cayó en la cuenta de que se estaba
comportando como un cretino y cerró la boca.
—No quise ofenderte — Odette se disculpó seca y continuó sin mirarlo. —
Meyer, con respecto a los últimos, verifique los nombres con los del listado
de propietarios de cruceros que tiene Massarino. Ahí figuran los puertos
186
donde amarran habitualmente. Si nuestra maravillosa red de comunicaciones
no salió ya de servicio, por favor pase la información y que no permitan que
ninguno zarpe ni efectúe operaciones de carga o descarga. Deberíamos librar
las órdenes de requisa y arresto lo antes posible.
—Eso puede provocar un incidente internacional —intervino Paworski—.
¿Qué pasa si no encuentran nada en bodega? Además, a los chicos de la
Riviera no les gusta que los de la Prefectura de París les demos órdenes.
—Con la información que escupió el centro de cómputos de la Orden,
alcanza para encanar a la mitad del jet set naviero por tráfico de armas y
estupefacientes —respondió ella en tono apenas sarcástico—, y si eso no
basta a los elegantes y respetuosos oficiales que se ganan tan duramente la
vida en la Côte d’Azur, los miembros del tout Monte Carlo son sospechosos
de homicidio.
—¿Homicidio? —Meyer estaba sorprendido.
Por supuesto. No está al tanto de todas las actividades de la Orden, recordó
Marcel. Intervino, en parte para disculparse con Odette.
—Mis “amigos” se dedicaban también a la trata de blancas para una clientela
muy selecta y que pagaba muy bien por el servicio exclusivo.
—Pero entonces... Las mujeres... ¿No podrían estar vivas en alguna parte?
— Meyer los miró a Odette y a él. — A veces, ya saben, las llevan y las
encierran en... no sé... Para....usarlas... varias veces... Perdón, capitán —el
teniente casi se sonrojó.
—No, viejo. Están muertas —Marcel inspiró para tomar coraje y decir lo que
seguía — Era lo que aseguraba la continuidad del negocio. Ninguno las
mantenía con vida por más de una o dos semanas.
Odette miraba el piso, los brazos cruzados sobre el estómago.
—Un tipo que paga por vírgenes no se interesa en las que dejaron de serlo—
Marcel terminó con un murmullo.
Se quedaron todos callados, mirando a cualquier parte.
—¿Cómo obtuviste esa información?
Marcel levantó la vista hacia Odette, que había hecho la pregunta.
—Jacques me lo dijo.
—¿Jacques?
—Lo viste en la grabación; el tipo que me entrevistó.
Ella asintió.
—Creo que le había caído bien... — murmuró Marcel y se quedó pensativo;
los demás esperaron a que continuara.
187
—Parecía militar, o por lo menos tenía toda la actitud física, la forma de
hablar, de dar las órdenes. Supongo que por esa razón mi cobertura como ex
Casco Azul funcionó bien. Me pareció que le gustaba. En una ocasión me
preguntó con qué frecuencia yo estimaba que Al Faid utilizaría el “servicio”,
para programar las selecciones... y después hizo ese comentario de las dos
semanas.
Buscó nervioso un Gauloise y se demoró en encenderlo. Cuando miró por
encima de la llama del encendedor, Odette tenía un puño apretado contra la
boca y la mirada perdida. Meyer y Paworski guardaban un silencio ominoso
y más atrás, Strauss había dejado de simular que ordenaba las carpetas para
parar las orejas.
—O sea que las cinco mujeres que se rescataron... —Paworski no terminó la
frase.
—Son las únicas que sobrevivieron —el Gauloise le tembló en la mano.—
Nunca las vi mientras estuve acá adentro. No sé qué harían con ellas, pero
supongo que... sería muy... violento.
—De acuerdo con las denuncias de desaparición que conocemos y los
registros que encontramos, asesinaron a más de noventa religiosas —la voz
de Odette era un murmullo.
—¿Religiosas? —susurró Paworski.
Marcel levantó la cabeza; el ingeniero estaba desagradablemente asombrado
y paseaba la mirada de a Odette a él. Paworski estaba completando el
rompecabezas del operativo con información fresca.
—Monjas y novicias. Más o menos jóvenes, más o menos bonitas, era lo de
menos. Todas vírgenes —aplastó el cigarrillo con saña mientras terminaba la
frase.
Hubo un silencio largo y pesado.
Repentinamente un bulto gris se disparó entre los pies de todos. Odette se
sentó de un salto sobre una mesa, susurrando un insulto. Strauss retrocedió
gritando.
—¡Carajo, una rata!
Menos mal que el bicho estaba más impresionado que ellos, porque salió
huyendo por la sala de audiencias hacia el corredor principal.
—¿De dónde salió? —Meyer estaba más asustado de lo que su tamaño
permitía imaginar.
Marcel aguantó una sonrisa. Parece que es cierto que los elefantes se
asustan de los ratones.
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—¡No sé! —Strauss estaba pálido —¡Dios, estuve tocando estos papeles...
De ahí abajo, creo —dijo, señalando con repugnancia los cajones cercanos al
suelo.
Odette bajó de la mesa, se acercó a los archivos, sacó dos o tres carpetas y
las revisó; después sacó el cajón.
—Está limpio.
—¿Limpio? —preguntó Strauss.
—No hay excrementos y los papeles no están mordisqueados. La madera
tampoco. No tuvo tiempo de comer —quedó pensativa. —El bicho vino de
otra parte.
—De la calle, seguramente —Meyer seguía pálido.
—No. Corrió hacia el otro lado. Estas chicas recorren siempre el mismo
camino.
Marcel siguió a Odette hasta la sala de audiencias.
—¿Ves? —le mostró ella mientras examinaba el escritorio y la alfombra. —
Está todo sano. Si los bichos anduvieran habitualmente por estos sitios,
habría marcas en la madera o habrían comenzado a roer la alfombra.
—Qué grandes conocimientos de “ratología”—se burló Marcel.
Odette abrió la boca, seguramente con toda la intención de decir algo
mordaz, pero se contuvo y continuó con el mismo tema, en tono de voz
contenido.
—Esa rata estaba muy bien alimentada. Tenía casi el tamaño de un gato.
Marcel se acercó y mientras ella se ponía de pie, no pudo evitar hacer el
comentario.
—Con tu altura todas las ratas deben de parecer gatos.
Ella no se molestó en volverse.
—Dubois —y lo hizo sonar como sinónimo de “idiota”—, evidentemente, la
falta de oxígeno a tu altura afecta el funcionamiento cerebral.
Dubois, podrías haberte ahorrado el papelón.
Ella salió sin dignarse a mirarlo y se asomó al corredor. Él la siguió como un
perro.
—Me porté como un imbécil —susurró compungido.
—Ya me di cuenta. ¿Adónde va esa escalera? —le preguntó seca.
Él agradeció la tregua.
—Arriba, a los dormitorios y al gimnasio. Abajo, al comedor, las cocinas y
el montacargas que lleva a los subsuelos.
—Vamos a ver.
189
—Odette, ya revisamos todo el edificio.
—Y hasta ahora no habían encontrado ratas...
—¡No! ¿Qué mierda te importa una rata? —los putos bichos lo estaban
poniendo nervioso.
Paworski se había asomado y los había seguido. Se está divirtiendo a mi
costa, carajo.
—Teniente, creo que entiendo lo que Marceau quiere decir.
Los dos miraron al ingeniero, que se acercó mientras explicaba:
—Cuando uno vivió su infancia en medio de la guerra, aprende que donde
hay ratas posiblemente haya algo para comer. No siempre del agrado de uno,
claro. Ya sabe, estos animalitos comen cualquier cosa.
—Entonces están en las cocinas...
Odette negó con la cabeza.
—Marcel, no encontraron nada cuando inspeccionaron el lugar. Y
seguramente había comida todavía. Y chocolate por todas partes. Entonces,
si hay comida decente, más el olor del chocolate que debería volverlas locas,
¿por qué esos bichos de mierda no aparecieron hasta hoy? ¿No será que
tendrían algo mejor que comer?
La miró y entendió. Dios, no.
—¿Cuántos subsuelos tiene el edificio?
—Dos.
—Entonces —intervino Paworski— el segundo debe de estar al nivel de las
cloacas de esta zona. No es raro que haya ratas del tamaño de gatos. Podría
haberlas del tamaño de focas.
—Vamos. Quiero ver el lugar —insistió Odette.
Salieron del montacargas al corredor que daba a las salas con frente vidriado.
Marcel no pudo evitar el escalofrío. Un portón metálico cerraba el otro
extremo. Una botonera con dos teclas, una roja y la otra verde, permitía la
apertura y el cierre. Entraron en silencio y el olor a humedad y rancidez les
azotó el olfato.
Era un pasillo estrecho, escasamente iluminado con tubos fluorescentes.
Apenas se entraba había una habitación sin puerta y con un tablero eléctrico,
un escritorio grande y sillas. A lo largo del pasillo se alineaban puertas
metálicas con una ventanita en cada una. Una puerta ciega de mayor tamaño
cerraba el final del corredor. El conjunto era lúgubre.
Paworski se acercó al tablero y accionó unos interruptores. Una de las
puertas del pasillo se abrió. El interior era un cubículo ínfimo y sin
190
iluminación. El olor a humedad era más fuerte todavía en el interior,
mezclado con otros que le agredieron los sentidos. Olor a orina y a fluidos
humanos en descomposición. Casi tuvo una arcada. Cuando miró otra vez al
interior, Odette estaba parada en medio de la celda, con la mirada perdida.
—Por favor, no te quedes ahí —dijo Marcel, sin poder evitar otro acceso de
asco.
Ella estaba de espaldas cuando le respondió en voz baja y entrecortada:
—Estuve acá... No podría olvidar el olor en toda mi vida... Pobres mujeres...
Pobrecitas... —salió rápidamente, evitando mirarlo.
Él tardó unos segundos en digerir la frase. Cuando giró hacia ella, Odette
estaba de cara a la pared, con los brazos cruzados fuertemente y la frente
apoyada en el muro húmedo. La comprensión lo horrorizó
—Mi Dios…Odette, vámonos de este lugar.
—Todavía no... —ella inspiró para recuperar el control.
—Dubois, Marceau, miren —los llamó Paworski, que se había quedado
manipulando el tablero—. Es el mismo sistema de apertura y cierre de
puertas que en las prisiones —accionó varios interruptores y las puertitas del
pasillo se abrieron y cerraron. Lo mismo el portón que separaba ese sector
del resto del segundo subsuelo.
—Y miren, las paredes de las puertas son de construcción bastante más
reciente que el resto.
—¿Nunca estuviste en este sector? —insistió Odette, que había recuperado
la compostura y estaba prestando suma atención al lugar.
—No. Bajé una sola vez a este subsuelo. —la carrera furiosa hasta la salida
le saltó a la memoria.
—Dos.
—Bueno, sí. Dos veces con ésta. Ahora vámonos.
—No. Quiero ver qué hay detrás de esa otra puerta —y se alejó hacia la
puerta metálica.
—¡Es una locura! Si hay ratas, no las quiero sueltas por acá. Basta.
¡Subamos!
La tomó por un brazo y ella se volvió, la mano libre describiendo un arco
que él adivinó dónde terminaría. Le sujetó la mano y se miraron rabiosos.
Caprichosa de mierda. Apretó sus manos alrededor de las muñecas de ella y
tiró atrayéndola hacia sí. ¿Ves qué frágil puede ser una mujer?
—Dubois tiene razón, — Paworski habló desde adentro de la habitación del
tablero de mandos.
191
Carajo, me olvidé de que estaba ahí. Marcel tragó saliva y la soltó; si las
miradas asesinaran, él ya estaría degollado.
— Déjese de estupideces, Marceau y salgamos de aquí — Paworski terminó
la frase mientras se asomaba. — Nuestras vecinas ya abrieron una vía de
escape por alguna parte en este sitio. Son mejores que un batallón de
ingenieros para eso. La visitante que vimos podría querer traer refuerzos.
Por una vez, Marcel agradeció la interrupción. Odette los miró a los dos y
apretó los dientes.
—Tenemos pruebas concretas de que aquí también asesinaron a varias
mujeres. Por lo menos a veinticuatro. Si lo que creo es correcto, hubo
hombres entrenados por la Orden que no cumplieron con lo que se esperaba
de ellos, y también los eliminaron.
—Y si las cloacas y los bichos están tan cerca... no hace falta ocuparse de los
cadáveres —la idea era tan repugnante que le retorció el estómago.
—Bravo, Dubois, te despertaste. Buenos días.
No te ibas a perder la ocasión, capitán. Tuvo ganas de estrangularla. Ella
también debe de tener las mismas ganas, así que estamos a mano. Paworski
debe de estar pasándola en grande a costillas de los dos.
Milagrosamente, Paworski decidió actuar como mediador en el conflicto.
—Les propongo algo: vamos a buscar a nuestra gente arriba y que se ocupen
de revisar este subsuelo. Hay un interruptor en el tablero que abre la puerta
grande del fondo. No quisiera estar aquí cuando la abran y sugiero que se
ocupen los bomberos. Ellos se las arreglan mejor con las cloacas, las ratas y
todo lo otro que puedan encontrar.
Gracias a Dios, Odette estuvo de acuerdo. Segunda tregua del día.
Volvieron a la sala de monitoreo y Odette salió a pedir los efectivos que
necesitaban. Él y Paworski pusieron a Meyer y a Strauss al tanto de lo que
habían encontrado. Odette regresó a los diez minutos.
—Una unidad vendrá en una hora. Vamos a ver qué encuentran.
—Capitán —interrumpió Strauss—, terminé con esto. Son veinticinco
carpetas.
Odette le sonrió con gentileza.
—Gracias por esperarme, Strauss. Déjelas aquí, por favor. ¿Puede ayudar a
Meyer a llevar las otras?
Strauss asintió. Parecía encantado de complacerla. Odette se volvió hacia
Meyer.
—Teniente, muchas gracias también a usted. Ya mismo llamo al comisario
192
Masarino para que le facilite gente que lo ayude. Es mucho trabajo —volvió
a sonreír, y a Meyer se le iluminó la cara.
—Sí, patronne41.
No puedo creerlo. Es la primera vez que veo que alguien está encantado de
tener que revisar casi doscientos expedientes, pensó Marcel.
Antes de que se fueran Meyer y Strauss, Odette volvió a preguntar:
—Meyer, ¿encontraron algo referido al envoltorio del chocolate?
—Tenía razón, capitán: es una falsificación. Las partidas y los códigos de
barras son falsos, y las tintas usadas para estampar el papel de las etiquetas
no son las que emplea el fabricante en Suiza.
—Por supuesto. El chocolate no es suizo. Es italiano.
—¿Cómo lo supo? ¡Laboratorio no tuvo los resultados hasta esta mañana!
—No necesito un laboratorio para distinguirlos. ¿Identificaron a los
proveedores de papel y tinta? ¿La imprenta?
—A todos. Massarino libró las órdenes de detención.
Ella asintió.
—Tan pronto como localicen al fabricante del chocolate, den parte a la
policía italiana.
—¡Pero, capitán! ¿Cómo va a arreglarse Laboratorio para identificar la
procedencia? ¡Debe de haber docenas de fábricas!
—Mmm, no tantas, pero cada una elabora una variedad diferente…Vamos a
aliviarle la tarea a Laboratorio... —anotó una dirección en un papel —Acá
venden todas las variedades que puedan desear. Que compren los de
procedencia italiana y los comparen... antes de comerse toda la evidencia —
y sonrió con una ceja levantada.
Meyer se rió tímidamente y Strauss enrojeció con una graciosa expresión
culpable, mientras decía:
—Es muy buen chocolate.
—Ya lo sé, y me temo que me lo voy a perder los próximos años salvo que
lo elaboren en la cárcel...
Todos rieron agradeciendo el momento de distensión. Marcel se sorprendió
pensando en el manejo firme pero sutil que ella tenía para lograr que los
demás hicieran lo que les pedía.
Podría aprovechar que le mejoró el humor, presentar bandera blanca y
parlamentar. Ese subsuelo de mierda nos alteró demasiado. Tendría que
conseguir que el pesado de Paworski desapareciera. Pero cuando Meyer y
41
Jefa
193
Strauss se fueron, hizo la peor pregunta del día.
—Odette, ¿para qué dejaste éstas acá? —señalando la caja con las carpetas
que había reunido Strauss.
—Tarea para el hogar. Son todas tuyas.
—¡Pero...!
—Son nada más que veinticinco. Meyer se llevó doscientas. Veinticuatro,
descontando la tuya. Conocemos tus antecedentes, — lo dijo como si le
clavara un cuchillo en el hígado. —A trabajar, teniente.
Al carajo con la tregua. Furioso, levantó la caja de mierda y salió de la
habitación. Alcanzó a oír que Paworski citaba a Odette en la pedana de la
Prefectura. A las seis. Como siempre.
48
SUBURBIOS DE PARÍS, MARTES POR LA TARDE
—Comisario, use la máscara para entrar ahí abajo.
No necesitaba el consejo: el hedor del lugar se estaba filtrando desde el
segundo subsuelo por el hueco del montacargas y por la escalera de incendio
que rodeaba el hueco. La sorpresa había sido mucho más que desagradable,
sobre todo porque las ratas presentaron batalla. Finalmente las combatieron
con el método expeditivo del lanzallamas. Cerraron la puerta metálica tan
rápidamente como lo permitió la cerradura eléctrica y esperaron a que se
extinguiera el fuego, que se demoró sus buenos quince minutos, antes de
volver a abrirla. Había olor a cloacas mezclado con el de la carne hedionda y
quemada de esos bichos asquerosos, más otro, muy identificable, a cadáveres
en descomposición.
Auguste ya conocía al enemigo: había sufrido la presencia ubicua de las ratas
durante su infancia en las bambalinas y los sótanos de la Ópera-Garnier.
Siempre había un tramoyista persiguiendo a alguna que intentaba comerse
las cuerdas de los contrapesos; los vestuaristas se quejaban a la
administración del teatro porque cada tanto, los trajes más antiguos
aparecían mordisqueados; a pesar de los intentos de exterminio, las chicas
gozaban de buena salud y de un increíble poder de recuperación.
Tuvo un encuentro cercano con una de buen tamaño una vez que se escurrió
del camarín de sus padres durante un ensayo general. Llegó a su lugar
favorito, los talleres de escenografía. Allí tenía muchos amigos entre los
escultores, pintores, carpinteros y demás artesanos que trabajaban en el
teatro. Era tarde, el taller estaba vacío y subió por la escalera de una
194
escenografía para deslizarse por la balaustrada. Cuando se estaba trepando,
un bulto gris chilló delante de su nariz. Saltó por encima de él mientras la
cola larga y dura le rozaba la cabeza. Él gritó y salió corriendo aterrorizado;
en sus siete años de vida nunca se había enfrentado a un enemigo tan feroz.
Tardó bastante en regresar de visita al taller, pero tuvo la valentía de no
contarle nunca a nadie que había huido frente a una rata. Durante un tiempo
mantuvo una conducta tan ejemplar que su madre pensó que estaba enfermo.
Cuando Odette tuvo edad suficiente para acompañarlo en el safari, la llevó a
ver la ruta de los bichos y las hileritas de paseantes que hacían equilibrio en
la cuerda floja de los contrapesos de los telones. Afortunadamente, su
hermana siempre mostró un respeto muy saludable por las chicas, y lo
consideraba un héroe por su hazaña contra el rey de los ratones del
"Cascanueces", que era la versión que le había contado de su encuentro con
el peligro.
Para vanagloriarse, también la llevó a conocer al empleado de la empresa de
exterminio de plagas. Odette le hizo tantas preguntas que el pobre tipo,
aburrido de aguantarlos, rezongó preguntándoles si no serían los hijos del
conde Drácula, tanto interés mostraban por las ratas.
“No. Somos los hijos del señor y la señora Massarino”, respondió él. El
hombre abrió la boca y la cerró con el asombro dibujándole una expresión
cómica en la cara. Los hermanos aprendieron muy temprano la importancia
de los nombres influyentes. Después, hecho un almíbar de amable, el hombre
les dio una de las mejores clases de su vida sobre biología de roedores. Les
explicó las costumbres y les mostró las señales del paso de los bichos, dónde
dejaban los excrementos, qué comían —prácticamente de todo— y los sitios
en los que preferían vivir y anidar; por último les mostró todos los venenos
que llevaba.
“¿Y si no quieren comerse el veneno?”, insistió la chiquita.
“Entonces las corremos con fuego, pero eso es peligroso y sólo puede
hacerse en cloacas o lugares que puedan cerrarse, para no dejar salir a las
ratas o, peor, propagar el incendio”. Tampoco era cuestión de arrasar París
por unas ratas de porquería.
—Comisario, habría que llamar al forense —la voz del oficial salía
deformada por el filtro antigás.
—Vino conmigo. Está poniéndose la máscara.
Carajo, y yo creía que los forenses aguantaban cualquier cosa. Los ojos del
patólogo, la única parte de la cara que se le veía detrás de la máscara, se
195
habían abierto de horror. No era para menos: aquello era un osario. Los
hombres recogieron los restos en bolsas de plástico. Gracias al cielo que
Odette no bajó, pensó Auguste.
*****
—¿Qué había? —preguntó Marceau a media voz.
—No creo que les guste —Massarino meneó la cabeza con cara de asco.
Los auxiliares del forense estaban cargando bolsas de plástico negro.
Paworski miró al comisario y señaló con la cabeza hacia el fondo del pasillo.
— Una sucursal de la Corte de los Milagros, ¿eh? — dijo el ingeniero.
Massarino asintió, todavía pálido. Ráfagas de hedor trepaban por el hueco
del montacargas. Subieron a la planta baja en silencio. Por fin el comisario
habló.
—Un cementerio. Sin demasiados restos, porque las aguas servidas habrán
arrastrado la mayor parte y los bichos hicieron lo suyo.
—Habría que demoler este edificio de mierda hasta los cimientos —dijo
Paworski sin mirar a nadie.
Con lo que había visto con Marceau y Dubois en el pasillo del segundo
subsuelo era más que suficiente para tirar abajo todo el lugar. Digna copia de
un campo nazi de exterminio resultaron las catacumbas; habían reemplazado
el horno por las cloacas.
—Los cimientos... —murmuró Marceau—. Estábamos en los cimientos del
edificio...
—Los muros son muy viejos —comentó Massarino, y cruzó miradas con
Marceau.
Comunicación telepática. Cuando estos dos empiezan a hablar en código
Morse, los demás somos de palo, pensó Paworski, un poco molesto.
—¿Como las cloacas? —Marceau.
—Más viejos. En esta zona no son tan antiguas. —Massarino.
Y después de un silencio, el comisario continuó: —¿Pagaron para que la
traza pasara por acá?
—Qué vecinos influyentes... —acotó Marceau, sombría y señaló con un
movimiento de cabeza a su alrededor. — ¿Quién es el propietario?
—Buena pregunta, mejor respuesta.
—Te atrapé, rata. —Marceau no se refería a ninguno de los presentes. —
¿Qué tenemos?
196
—Nada, ni papeles ni escrituras. —Massarino negó con gesto torcido. —Los
abogados que arrestamos tampoco tenían nada.
—¿Extranjeros?
— Más que una posibilidad. Pero sería peor que buscar una aguja en un
pajar.
—¿Ya te diste por vencido? —Marceau azuzó al comisario.
—¿Apostamos? — Massarino levantó una ceja desafiante.
—Pero si los encontramos...
—Nada. Si los encontramos, nada —aclaró Massarino—. Cero
desapariciones.
—Uf —Marceau echó la cabeza hacia atrás, disgustada.
—Uf, un carajo —ladró el comisario.
Paworski los miró sorprendido. ¿Massarino tratando así a Marceau?
—No quiero movimientos raros. Es una orden.
E indiscutible, o por lo menos eso se desprendía de la expresión y el tono
duro del otro.
—Sí, comisario —Marceau aflojó los hombros y no volvió a replicar.
Ésta es buena. Parece que Massarino sabe cuándo aplicar el peso de la
autoridad, el ingeniero sonrió para sus adentros.
—¿Qué es esa cantidad de carpetas que Dubois, Meyer y los otros llevaron a
la Brigada?— preguntó Massarino.
El comisario cambió de tema. ¿Negociando la paz? Paworski paseó la
mirada de uno a otro mientras ella explicaba.
—Paworski también encontró grabaciones de entrevistas.
—Vamos a tener unos días muy entretenidos cazando ratas por todo el
país — Massarino esbozó una sonrisita siniestra.
—Ya lo creo — acotó el ingeniero — A los de la Riviera no va a gustarles
nada arrestar a los que los invitan a las fiestas...
—¿Qué tal los próximos titulares de las revistas de actualidad? “Visitamos la
elegante celda del barón von Deustche”... “Motín de presos por la falta de
champaña en los almuerzos: Exigimos que se nos trate de acuerdo con
nuestra clase social”... —Marceau tenía una expresión malévola.
—Abajo el clero y la monarquía. —Massarino se rió.
—Viva la Revolución. —Y se rieron los tres.
*****
197
Marcel corrió hasta el gimnasio sólo para encontrar a Paworski guardando la
espada, el guante y la careta en una bolsa para esgrima. A los cincuenta y
siete años el ingeniero conservaba el físico ágil y nervioso de un deportista.
Eran bastante más de las siete y media. Sin darse cuenta, Marcel golpeó el
marco de la puerta de entrada con el puño. Mierda. Necesito encontrarla,
hablar con ella. Paworski se volvió.
—Se fue hace diez minutos.
No hacía falta que dijera quién. Marcel hizo un gesto de contrariedad que
debió ser muy evidente porque, cuando daba media vuelta para irse,
Paworski lo llamó.
—Dubois... —hizo una pausa, esperando que lo mirara —. Habitualmente
me interesa un cuerno la vida del prójimo. Pero voy a hacer una excepción.
No por usted, sino por Marceau.
Marcel le puso cara. ¿De qué mierda está hablando?
Paworski esbozó una media sonrisa y continuó.
—No es fácil trabajar con alguien brillante, más inteligente que uno. Sobre
todo si ese alguien es una mujer. Cuando se consigue aceptar ese hecho,
trabajar con Marceau constituye un absoluto placer intelectual, del que
personalmente disfruto tan a menudo como puedo. Placer que, imagino...
repito: i-ma-gi-no sólo debe ser superado por el de llevarla a la cama.
Lo miró con la mandíbula encajada y los puños apretados, pero Paworski no
se amilanó.
—No cometa el error de subestimarla, Dubois. Sus compañeros anteriores
fueron unos imbéciles que, o no soportaron que ella fuera dos pasos delante
de ellos, o creyeron que era una muñequita con la que entretenerse en
horarios de trabajo.
—Nunca... Nunca pensé en ella de esa forma.
—Le creo. Segunda advertencia, teniente. No crea en las estupideces que
circulan por este lugar. En los años que llevo aquí, nadie pudo alardear de
haberle tocado siquiera un pelo de la cabeza. Y no sólo eso. Estoy por demás
seguro de que ella jamás ha sido ni será la amante, no ya de los que le
adjudican de oficio, sino de ningún tipo que camine por la faz de la Tierra,
simplemente porque no es segunda en nada ni de nadie.
Paworski hizo una pausa, esperando que asimilara lo que acababa de decir.
—¿Sabe? Tiene una voz magnífica. Una vez le pregunté por qué demonios
no se había dedicado a la lírica en lugar de venir a hacerse matar en la
Brigada. Me respondió que las contralto nunca son prime donne. ¿Entiende
198
lo que quiero decir?
Marcel bajó la cabeza, atormentado por los recuerdos. Dios, cómo pude...
—Pero... ¿Y Massarino? —preguntó casi sin voz.
—Observe, Dubois. Aprenda. No sé qué clase de relación tienen, pero no es
lo que el populacho imagina. Es algo mucho más profundo... pero no carnal.
A veces pareciera que se leen la mente mutuamente y eso me da escalofríos.
Es extraño de entender pero comparten algo muy íntimo... que no es el
dormitorio.
Hicieron un silencio muy largo. Por fin se atrevió a preguntar otra vez.
—¿Por qué me dice todo esto?
Paworski hizo una pausa, lo miró a los ojos y Marcel reconoció sus propios
sentimientos en el otro.
—Porque yo también estuve enamorado de ella.
49
BUENOS AIRES, MARTES POR LA TARDE
—¡Dame ese fax!
El Brigadier se lo arrancó de las manos con violencia. Ahí estaban. Los
nombres, las direcciones. Las fotos.
—¡Pará, boludo! ¡Lo vas a romper! — el Cachorro dio un paso atrás.
—¿El tipo quién es? —preguntó el Tigre.
—El comisario que dirigió el copamiento— respondió el Brigadier sin
despegar los ojos del papel.
—¿Y ella? ¿Es la minita del quía?
—No. Cana también. La hermana.
—¿De quién?
—¡Del comi! ¡Dejame de joder!
Mengele se acercó en silencio, a leer por encima de su hombro.
—Marceau —murmuró ominoso—. Igual que la encomienda.
El Brigadier miró con esos ojos azules terribles.
—¿Qué querés decir?
—Lo que te vengo diciendo desde hace un montón. ¿No te acordás de
cuando al Tano lo fueron a ver esos “parientes”? ¿Lo que le habían
preguntado?
—¡Carajo, siempre hinchando las pelotas con eso! ¡Pasó hace trece años!
¿Quién mierda...?
—Ella, pelotudo — se le acercó hasta que pudo sentirle el aliento. —Es la
199
mujer. ¿Por qué mierda no leés? —Mengele estaba blanco de rabia. Parecía a
punto de pegarle una trompada.
Es cierto. Yegua de mierda, ¿buscás vengar a tu macho? ¿Nos cagaron todo
un operativo de años por cargarnos a un cana? Miró la fotografía. No tiene
nada que ver con el tipo. Él tendría arriba de cincuenta si viviera. ¡La puta
que la parió!
—¿Estas fotos son actuales? —El Tigre ocupándose de minucias, como
siempre.
—¡Cómo no van a ser actuales! —rugió Mengele.
—Che, Mengele, ¿estás seguro de que es la mujer del paquete? Es un poco
joven.
—¡Terminen de hablar pelotudeces! —El Brigadier los fusiló de una mirada.
—Cagamos. El jefe está caliente.
—Nos vamos para Lisboa. Vos —al Tigre—, vos —al Cachorro—, el Mula
y el Yarará vienen conmigo. Como ordenó el viejo, pero antes vamos a dar
un paseíto por Europa.
Hizo una pausa y siguió con el odio tiñéndole la voz.
—Tenemos un fin de semana. No lo voy a desperdiciar. Mengele, vos
también. Estamos todos en el mismo barco.
—¿Y si se avivan?
—¡De qué!
—¡De que no fuimos! ¡Las órdenes son estar antes del lunes! —El Cachorro
siempre tan obediente.
—Las conexiones con África son una mierda. El Yarará ya se comió sus
buenos plantones anclado en Lisboa y Dakkar.
—Seguro, hermano. —El Yarará asintió. —Además, es un “toco y me voy”,
¿no, jefe?
El Brigadier lo miró con furia, pero después se rió.
—“Toco y me voy”... Va a ser un poquito más que “toco”...
—¿Qué pensás hacer? —Mengele se cruzó de brazos, con cara de culo.
—Los voy a reventar. A la puta esa y al hermanito.
—Estás pensando en caliente. Eso no sirve, es una pelotudez. No podés pisar
la mitad de Europa. Y estás desobedeciendo órdenes directas.
—No me busques, Mengele.
—No te pongas al viejo más en contra todavía. Bastante quilombo tenemos
como para que te dediques a asuntos personales. Ya hablaste con el
franchute. Dejá que se encargue él.
200
—¡Es un pelotudo! ¡Un inútil! Hoy, ¿entendés? ¡HOY consiguió todos los
datos! ¡Forro! Como no se encargue de los que le tocan a él, lo reviento.
Esos canas ya se cargaron prácticamente a todos —bajó la voz, ronco de
rabia. —Falta que vengan a golpear la puerta para rompernos el culo en casa.
No, macho, los voy a hacer mierda personalmente.
—¿Y vos qué sabés si consiguieron los datos hoy? ¿Te creés que arriba no
estaban enterados de quiénes eran?
Lo miró furioso. Sí, el viejo tiene que saber. Guacho de mierda, ¿lo supo
todo el tiempo? La boca se le deformó en una mueca de violencia. Y por qué
los va a perdonar... ¿Tiene miedo? ¿De quién? Si nadie nos toca el culo. ¿El
viejo se volvió cagón? No…
El pensamiento lo azotó como un trallazo. Es un manejo de Ortiz. Negro de
mierda, te diste el gusto de ponérmelo en contra. Estás todo el tiempo con él,
llenándole la cabeza. Me odiás, y yo también te odio. Me quitaste el lugar
junto al viejo, pero te voy a devolver el favor. Nadie me va a sacar lo que me
pertenece ni decirme lo que tengo que hacer. Voy a arreglar este quilombo,
y cuando vuelva, van a saber quién manda. Se terminó Ortiz. Se terminó el
viejo.
La decisión le recorrió el cuerpo con un estremecimiento.
Se terminó el viejo.
La sola idea del poder que iba a caerle entre las manos le sacudió la
entrepierna.
—Te estás jugando la cabeza por una calentura... —insistió Mengele ante su
silencio.
Agarró al médico por el cuello de la camisa y lo sacudió contra la pared.
—¿Qué te pasa? ¿Tenés sangre de pato? Cuando hay que apretar a alguno,
mandar a la parrilla, trasladar, cogerse minitas, laburo fácil, ¿eso sí te gusta?
¿Reventar por encargo a periodistas sí te gusta? ¿Y ahora que hay que
defender lo nuestro, me decís que estoy caliente? ¡Claro que estoy caliente!
—lo sacudió de nuevo. —¡Muy caliente! ¡Tanto que la puta esa va a
maldecir el día en que nació!
Siguió sacudiéndolo y golpeándolo. Para cuando consiguieron sacárselo de
entre las manos, Mengele estaba muerto.
—Tírenlo por ahí. Total, a este hijo de puta no lo quería ni la familia.
Preparen todo. Y ni una palabra del paseíto.
—Sí, señor.
El Tigre le hizo señas al Cachorro. Se acabó la joda. El jefe se calentó en
201
serio.
50
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. MIÉRCOLES POR LA MAÑANA
—Savatier se suicidó en la celda. Desgarró las sábanas y se ahorcó.
Auguste soltó la novedad al tiempo que entraba junto con su hermana al
despacho de Michelon.
Odette se puso pálida.
—Ese hijo de puta no tenía las pelotas para suicidarse. Cuando le metí el tiro
entre las piernas casi se desmayó. ¡Se lo cargaron, carajo!— descargó la
mano sobre el escritorio.
—¡Cristo, el vocabulario! —rugió Auguste.
—Están siempre un paso adelante — masculló Odette sin hacerle caso.
Miró a Michelon y repentinamente ambas mujeres exclamaron:
—¡Beaumont!
Odette se precipitó hacia la puerta y él tomó el teléfono para ordenarle a
Dubois que la acompañara.
—¡No!
—No vayas sola —su tono no admitía réplica; Odette apretó los labios.
—No voy a golpear a Beaumont otra vez —le respondió mordaz.
—Massarino tiene razón —intervino Michelon.— Hay un suboficial de
guardia, pero como están las cosas, no será suficiente. ¡Corran!
Auguste se quedó mirando a Odette. El gesto de contrariedad de su hermana
no era precisamente por la suerte de Beaumont. ¿Qué mierda está pasando
entre Dubois y ella?
Estaba seguro de que el sábado se habían acostado. Había insistido en que
Odette fuera a almorzar a su casa el domingo de puro curioso, para tratar de
sonsacarle algo y ver si había resultado. Parecía que sí: Odette estaba en las
nubes y no era nada más que por el sueño atrasado. Después, el lunes por la
mañana... algo había pasado la noche anterior. Las reacciones de Odette de
esa mañana eran un indicador claro. Siempre había respondido a la violencia
con violencia. Seguía pensando con la mente clara pero la adrenalina había
estado presente en cada uno de sus actos: Savatier y Beaumont habían
sufrido las consecuencias, aunque se lo tuvieran merecido. Extrañamente, no
hubo pelea con Dubois, o al menos no que él supiera. Pero el teniente andaba
por los pasillos hecho un zombie y Odette seguía exhibiendo una mirada
asesina.
202
En cuanto vuelvan, lo agarro a Dubois y lo encierro en una sala de
interrogatorios. Una buena dosis de violencia policial no nos vendría nada
mal.
*****
Marcel le hizo señas en cuanto la vio salir. Se metieron en el automóvil de
él sin dirigirse la palabra. Después de unos minutos de tensión, él encendió
la sirena y arremetió contra el tránsito. El nudo en la garganta no lo dejaba
hablar.
¡Cristo, necesito desesperadamente hablarle, explicarle, y no encuentro el
puto momento!
Subieron corriendo las escaleras del hospital, cruzándose con varios tipos de
blanco y de verde que salían, y que silbaron divertidos al paso de Odette.
Boludos imbéciles. Ahora no tengo tiempo de cagarlos a trompadas.
Corrió detrás de ella escaleras arriba hasta el primer piso. Cuando pasaron
delante de la sala de controles, sonó la alarma de uno de los monitores
cardíacos. Odette retrocedió para ver de qué paciente se trataba.
—¡Es el de Beaumont! —murmuró sin aliento.
Casi no la alcanzó. Afuera de la habitación, el uniformado los saludó
sorprendido. El general estaba muerto.
—¿QUIÉN ENTRÓ? —le gritó Marcel al suboficial sujetándolo del brazo,
mientras Odette llamaba a los médicos.
—¡Una enfermera, teniente! Traía una bandeja con jeringas y esas cosas.
¡No sé, parecía...! —El pobre hombre estaba asustado.
—¿Cuánto tiempo estuvo dentro? ¿Cuándo salió? —Le costaba articular las
palabras.
—¡Qué sé yo! ¡Como diez minutos! ¡Acaba de salir! —Señaló el otro
extremo del pasillo, por el que se alejaba una mujer con uniforme de
enfermera.
Odette murmuró:
—No hay mujeres en la Orden —y salió disparada detrás de la tipa.
Marcel soltó al suboficial y la siguió. Le dio la voz de alto, pero la otra no se
detuvo. Los dos corrieron gritando a los que se asomaban desde las
habitaciones para que se mantuvieran dentro. La mujer giró fulmínea;
sostenía una pistola y al verlos a los dos vaciló un instante antes de disparar.
Marcel aplastó a Odette con su cuerpo contra la pared y la arrastró al piso
para cubrirla, mientras sacaba su arma y respondía al fuego de la mujer.
203
Le dio en un brazo, pero ella siguió disparando. El siguiente tiro de Marcel le
agujereó la frente. Dejó a Odette en el suelo y se precipitó hasta el final del
pasillo, impidiendo que se acercaran algunos curiosos. Al lado del cuerpo
estaba caída una peluca con la cofia de enfermera. Era un hombre. Odette se
acercó respirando con dificultad y se agachó a su lado.
—Mi Dios, es uno... de los que estuvieron... en el convento —murmuró
jadeando.
—Nasir Hamad.
—Ya me parecía que no era griego. Se presentó como Petrakis... ¡Auch!
El monstruo de Hamad. La Brigada no lo había localizado por medio de los
listados secuestrados en la Orden. Evidentemente tenía más de un alias. Y
alguien que le cuidaba el culo.
Mientras se llevaban el cuerpo, Marcel oyó que ella se quejaba. Vio
preocupado cómo se tomaba las costillas y se recostaba contra la pared.
—Me dolió... Ranxerox—dijo ella, inspirando con cuidado.
—Vamos a ver a un médico.
Trató de sostenerla, pero ella le apartó la mano con brusquedad.
—No. Vámonos. No hay más nada que hacer acá.
—¿Qué es eso de “Ranxerox”?
Ella no respondió.
Ya en el auto, Odette rezongó:
—Siguen un paso adelante de nosotros. Creí que no quedaba nadie que no
hubiéramos detectado.
—Los operadores financieros de la Orden no están en Francia.
Ella lo miró sorprendida.
—En la fábrica no se manejaba dinero. Se desviaba todo por dos o tres
empresas locales y...
—¡No dijiste nada!
—¡Nadie me preguntó! ¡Me echaron como a un perro sarnoso! —respondió,
furioso.
—¡Dios, qué sensibles estamos! —Después de un momento tenso, preguntó,
imperiosa: —¿Qué sabías?
—Querían que Al Faid invirtiera en acciones de algunas empresas que
poseen, además de permitirles a ellos participar en los negocios del emirato.
Cosas así.
—¿Nombres? —Su tono era absolutamente profesional. Él hizo un esfuerzo
por recordar.
204
—Las principales eran TransPetrol y Com... ComInTel.
En un alto del semáforo, Odette saltó del auto y corrió a comprar el diario. Y
algo más. Al tiempo que subía otra vez, le arrojó sobre las piernas una
revista de historietas.
—"Ranxerox"— le dijo, y se dedicó a buscar la sección financiera del
periódico
—¡ Acá están! ComInTel cotiza en París y Nueva York... TransPetrol... no
hay nada... ¡Sí! Nueva York y Tokio! ¡Mierda! Deben de ser muy
importantes para que figuren en un diario local.
Se quedaron en silencio mientras él conducía a toda velocidad.
Al llegar, y como ella no hizo ningún gesto en contrario, la siguió hasta el
despacho de Michelon. Las caras de Massarino y Madame le dijeron que ya
conocían las novedades.
Michelon estaba pálida de ira.
—Le cambiaron el oxígeno por anhídrido carbónico. Lo mataron en menos
de cinco minutos. ¿Es que no vamos a tomar nunca la delantera con estos
tipos?
Odette se sentó, todavía masajeándose las costillas, y pidió cuatro cafés.
Bueno, me tuvo en cuenta, pensó Marcel, mirándola con una punzadita en las
entrañas.
Mientras los otros bebían, Marcel relató los hechos del hospital. Habían
identificado a Hamad como el suboficial que había entrado en la celda de
Savatier, poco después de la medianoche pasada.
—Puedo entender lo de Beaumont, pero... ¿Savatier? ¿Qué sabía de
importante para que lo liquidaran? ¿Y cómo llegó Hamad hasta él? Quién le
cubría las espaldas? El uniforme, la placa... Pudo entrar hasta la celda... Se
necesita una autorización escrita...
—O una llamada. Alguien importante. No sólo están delante: están más
arriba. Hijos de puta, conocen nuestros movimientos. Los tenemos adentro.
—La voz de Massarino era durísima.
Michelon asintió lentamente y se mordió el labio en un gesto de rabia
impotente.
Marcel abrió los ojos en un gesto de horror:
—Savatier sabía quiénes somos... ¡Entonces no tenemos forma de romper el
círculo! ¡Van a cerrar la puerta de la trampa con nosotros adentro!
Odette seguía pensativa, haciendo dibujitos en el margen del diario, hasta
que en un momento levantó la vista; tenía la expresión de un predador.
205
—No... Estarán muy arriba, pero podemos tomar la delantera con algo que
ellos no pueden controlar. —Miró el reloj. —Las nueve… En Nueva York
son las cuatro de la mañana. Madame, ¿puedo hacer una llamada
internacional?
La comisario asintió, intrigada.
—¿Ebenezer? —adivinó Massarino, no demasiado sorprendido.
—Ebenezer Benzacar —confirmó ella mientras tecleaba el número.
Michelon insistió en que la conversación fuera a micrófono abierto y la hizo
llamar por su línea privada.
—Ya no confío ni en nuestra central telefónica, carajo.
El teléfono sonó interminablemente hasta que, del otro lado, una voz
masculina respondió con una grosería en inglés.
—Who in the fuckin’ hell...? 42
—Ebenezer, it’s Odette. I’m terribly sorry to wake you up, sweetheart...
Please, honey... Ebbie...
Del otro lado hubo un silencio. Michelon pidió que continuaran en francés, y
Odette asintió.
—Querido, lamento despertarte a estas horas. Por favor, Ebenezer, soy
Odette...
—¿Odette? ¿Cisne? —La voz sonaba incrédula. —No. Me están jodiendo.
¿Quién habla?
—¡Sefaradí tozudo, mejor que saques el culo de la cama ya mismo!
—¡Ese sí es mi Cisne! —Una carcajada sonó del otro lado. — Por si no te
diste cuenta de la hora...
— Perdón por la hora, Ebbie. No quise gritarte, te lo juro. Necesito pedirte
un favor, —Odette lo apremió.
—Lo que quieras.
A toda velocidad le explicó sobre la Orden, la TransPetrol y ComInTel
mientras Marcel garabateaba algo en un papel y se lo alcanzaba. Odette le
pasó los nombres al otro. En voz baja, Massarino los puso en antecedentes a
él y a Michelon acerca de Benzacar; Marcel le preguntó si era pariente del
Benzacar director de orquesta.
—Es su hijo —respondió en tono neutro el comisario, con expresión
indefinible.
—TransPetrol — silbó Benzacar. —Son pesos pesados. Conozco
personalmente a algunos de sus directivos. Armand Prévost es el presidente
42
¿Quién carajo...?
206
de la TP.
Prévost. Marcel aguantó un insulto pero el corazón le dio un vuelco.
—Sé de lo que estoy hablando. Tengo pruebas.
Odette rebuscó en su bolso y sacó un CD, que insertó en el equipo de
Michelon.
— Ebbie, te estoy enviando un archivo de video en este momento.
Después de minutos interminables, la voz del otro lado retumbó en el
silencio del despacho.
—Ya lo estoy recibiendo... No puedo acceder...
—La contraseña es D-E-B-I-A-S-S-I.
Se oían las teclas del otro lado de la línea.
—Ahora sí... Dios, ¿qué... qué están haciendo? — El hombre del otro lado
estaba horrorizado.
—¿Viste alguna vez a esos tipos?
—Es... Prévost, sin duda... El otro... no puedo... Sí, ¡el coronel Donatien
Jacques! Tiene un cargo importante en ComInTel. ¡Mi Dios, qué horror!...
No conozco al tercero...
—Es uno de los nuestros. Un oficial infiltrado en la Orden. —Odette tenía
los ojos cerrados y la frente apoyada en la mano.
—¿La... mujer? —La voz sonó ahogada.
—Viva, por un pelo.
—Es atroz... Son unos...
—Eran. Están muertos. Nuestra gente llegó a tiempo. ¿Nos vas a ayudar?
—Los voy a destrozar, nena ... Pero ¿la mujer ...?
Marcel volvió a anotar y le pasó el papel a Odette. Ella lo leyó y lo miró
sorprendida. Interrumpió a Benzacar para pasarle la información.
—Ebenezer, tenemos un regalo para hacerte. El atentado en Francfort. Creo
que a algunos amigos tuyos pueden interesarles estos datos —Odette leyó
lentamente la información que le había pasado; la voz le temblaba.
—Hijos de puta... —El hombre del otro lado estaba llorando. —¡Los voy a
hacer mierda! Hoy mismo. Tengo amigos en Tokio y Londres. Vamos a abrir
el fuego en todos los frentes. En cuanto a los otros tipos... no te preocupes
por buscarlos. Mis amigos se hacen cargo. —Y después de un momento: —
Odette... ¿son los mismos?
El papel quedó hecho un bollito irreconocible. Odette habló como si le
costara articular las palabras.
—Sí. Completamente segura. Nos deben mucho...
207
Michelon y Massarino parecían compartir el mismo secreto. Marcel se sintió
excluido.
—Nunca olvidar... —la voz en el parlante era un murmullo.
—Nunca perdonar. Tengo que hacer otra llamada, querido. ¿Podrías... borrar
ese archivo?
—No hay problema. No me interesa el porno duro.
—No es porno. Es homicidio. O casi.
—Mil disculpas, Cisne. No es un momento para bromas.
—Está bien. Un beso a Rebecca.
—Besos a todos. Shalom.
—Shalom.
Mientras Odette extraía cansadamente el CD, Marcel le dijo en voz baja:
—Quiero verlo.
Ella vaciló un instante y se lo dio sin mirarlo.
—La contraseña es...
—De Biassi —asintió mientras se guardaba el CD en el bolsillo.
—¡Dubois! —Michelon le clavó los ojos de hielo. —¿Cómo es que usted
estaba al tanto de tal cantidad de información y no nos la dio?
—Las carpetas. Las que revisé ayer. Y además... se lo dije a... a Marceau.
¡Me echaron como a un perro del centro de operaciones!
—Muy bien, Gran Danés, siéntese y cuente lo que sabe.
Mientras Marcel se sentaba en el banquillo de los acusados, con Massarino y
Michelon mirándolo sombríos, Odette salió del despacho diciendo que tenía
que hacer una llamada personal.
*****
Mario Varza estaba desayunando con su mujer antes de salir hacia la
empresa, cuando la mucama les alcanzó el teléfono. Beatrice respondió y le
entregó el inalámbrico con expresión furiosa.
—La señora Marceau, señor —le informó la mucama.
La cara de Beatrice era una tormenta de emociones. Mario se levantó y se
encerró en el estudio.
—Odette...
—Mario, ¿cómo estás?
—Bien, bien, gracias. ¿Y tú?
—Bien. Quiero avisarte sobre unas empresas... ¿Uds. tienen acciones de la
TransPetrol o ComInTel?
208
—No, no directamente, quiero decir. Algunas de mis subsidiarias...
—¿Y tus operadores de Nueva York?
—Tendría que verificar. Puede ser que sí.
Odette le explicó rápidamente lo que ocurriría en la Bolsa de Nueva York y
posiblemente en Londres y Tokio.
—Entonces no nos vamos a quedar atrás —respondió Mario, excitado—.
Tengo amigos que invirtieron con ellos, aquí y en Francfort. Vamos a darles
por el culo, literalmente.
—¿Al Faid?
—No te preocupes. Yo me encargo de ponerlo sobre aviso.
—Mario, una cosa más… Hay una firma... de una familia milanesa, Contardi
Bozzi; creo que se dedican a artículos de cuero o algo así...
—Equipajes de lujo y esas cosas. La crema de la sociedad, muy nariz parada.
Hace un año el viejo Contardi quedó fuera de los negocios por un ataque. Su
mujer, donna Valentina Bozzi in Contardi, tomó las riendas de la empresa y
le está yendo muy bien.
—No quisiera que se vieran afectados por la corrida. ¿Podrías hacer algo?
—Puedo intentar... ¿Son conocidos tuyos?
—No, nunca tuve contacto personal con ellos... Son parientes de alguien que
sí conozco y... no quisiera que salieran perjudicados.
—Debes de estimar mucho a ese conocido para salvarle el culo a gente con
la que no tienes relación.
Intuyó que ella contenía el aire. Finalmente, Odette admitió en voz baja:
—Es alguien… muy importante... para mí.
Mario sintió un pinchacito de celos en las entrañas.
—Haré lo que pueda por avisarles a tiempo.
—Gracias. Que los polentoni salten por el aire.
—Con enorme placer. Hasta pronto.
—Hasta pronto. Un beso a tu abuelo.
Mientras él colgaba con una media sonrisa triste, Beatrice se le acercó con
los ojos llameantes.
—Era esa puta francesa —siseó entre dientes.
—¿De qué estás hablando?
—¡No te hagas el estúpido! ¡Todo el tiempo llamándola, señora Massarino
de aquí, señora Massarino de allá, y ella te devuelve las llamadas! ¡Que se
haga llamar Marceau no me va a engañar! ¡Le conozco perfectamente la voz!
Comenzó a entender. Beatrice confundía a Lola Massarino con su hija; la
209
voz de ambas era idéntica. Había notado cómo últimamente se precipitaba a
responder las llamadas.
Ah, mia divina Beatrice. Sei gelosa…
La miró como si la descubriera por primera vez. No lo puedo creer. ¿De
veras te importo tanto? Un latido de esperanza le sobresaltó el pecho.
—¿No vas a contestarme? —ella pugnaba por no llorar.
Él decidió aprovecharse de la confusión.
—Te acordaste un poco tarde de que tenías un marido de quien ocuparte, ¿no
te parece?
Beatrice se cubrió la boca con las manos mientras lloraba en silencio. Mario
la aferró por los hombros y la pegó a su cuerpo. La sintió temblar.
—No sabes cuánto me alegra que tomes conciencia de mi persona, Señoría.
Deberías saber que no soy hombre de tener amantes. No soy Salvatore. Si
me interesara otra mujer, serías la primera en enterarte. Y sí, agradecería un
poco, sólo un poco, de tu ocupadísima y preciosa atención.
La soltó con brusquedad. Beatrice estaba desencajada. Mientras tomaba su
portafolio y el abrigo y salía, la oyó llamarlo.
No. Tengo que ganar esta batalla y la guerra. Veamos si podemos recuperar
lo que perdimos, mia cara.
*****
Michelon vio entrar a Marceau con el rabillo del ojo. Dubois seguía
revisando el listado e identificando nombres. Habían hecho llevar las
carpetas. Miró el reloj; eran las once de la mañana.
—Va a ser un día muy largo —comentó Marceau, apoyándose contra su
escritorio. Se revolvió el pelo y se lo acomodó en su gesto habitual.
—No vamos a tener novedades hasta dentro de seis o siete horas, por lo
menos —asintió Massarino.
—Puede ser que sepamos algo de Milán y Francfort antes. —Marceau y
Massarino se miraron breve pero significativamente, mientras el comisario
hacía un leve gesto de asentimiento.
El clan de los italianos en acción, pensó Madame. ¿En qué andarán estos
dos? Si lo que imagino es aproximadamente cercano a la verdad, los
titulares de los diarios de estos últimos tiempos no los sorprendieron del
todo. Pero se manejan con cuidado. Nada que pueda perjudicar o complicar
a la PJ. En fin, contactos son contactos. Yo también tengo algunos
ligeramente reprobables.
210
Hubo una pausa. La pobre Sully tuvo la mala idea de aparecerse en ese
momento, buscando a Marceau.
—Capitán, me están reclamando un expediente, el número...
Archivos a la carga otra vez. Marceau respondió cansada pero gentilmente:
—Está en mi escritorio, Sully. ¿Ya lo buscó ahí?
Sully echó una ojeada rápida. Tenía público. Con una sonrisita cómplice,
replicó:
—No es por criticar, pero el orden no es precisamente una de sus virtudes,
—enarcó una ceja y miró a su público.
Marceau ni siquiera le dedicó una ojeada.
—Mi única virtud, cabo, es reconocer que no tengo ninguna.
Marceau hizo una pausa para esperar la réplica que no llegó.
—Ni virtudes... ni virtud. Pero eso usted lo sabe muy bien.
Marceau se volvió para clavarle los ojos de terciopelo a Sully, que se puso
pálida y retrocedió. Dubois cerró los ojos un momento y el gesto le bastó a
Michelon para entender unas cuantas cosas e imaginarse el resto.
Marceau se cruzó de brazos y se apoyó contra el sillón de Massarino.
—El expediente que busca es el primero de la pila a la derecha de la pantalla.
Si es tan gentil, devuélvalo a Archivos, por favor.
La cabo dio media vuelta y salió. Parecía a punto de echarse a llorar.
Marceau hizo un gesto con la cabeza y miró al techo.
—Necesito tomar un poco de aire —dijo, y tomó el picaporte para salir.
—¿Adónde vas? —Massarino sonaba preocupado.
—A caminar un rato.
—¿Qué.. qué hago con esto? —preguntó Dubois, señalando la revista de
historietas. Todavía la tenía en la mano.
—Ilustrarte —fue la respuesta seca de Odette, mientras cerraba.
Dubois se quedó mirando la puerta como un chico al que le robaron un
juguete.
—"Ranxerox" —murmuró Michelon para sí, mirando la tapa de la revista. Y
luego, en voz alta e inocente: —¿Le pasa algo, teniente?
—No.... Sigamos —y tomó el listado que estaba sobre el escritorio.
No te pasa nada y yo soy Caperucita Roja. Y Marceau que te regala revistas
de historietas para que te ilustres".
*****
Llovizna. Odio los paraguas. Odio mojarme. Odio estar encerrada.
211
Salgamos. Caminó sin pensar. Sus pies sabían adónde ir. Después de vagar
no supo cuánto, llegó al puente de L’Alma. Se acodó sobre el parapeto a
mirar el río picoteado por la llovizna que insistía en volverse lluvia. Nunca
perdonar, nunca olvidar. Perdonar, no había perdonado. Olvidar...
Aquí hicimos una vez el amor, pero mi piel ya no puede recordarlo. No
puedo evocar las sensaciones.... Lo único que tengo es el dolor y la
amargura del dolor. Las lágrimas se le mezclaron con la lluvia. Creí que
podía sentirme viva otra vez, pero la desconfianza pudo más. Tantos años
parapetada detrás de un muro de granito, ¿y pretendo salir ilesa cuando se
me ocurre cambiar? Menos con alguien como Marcel, que arrastra sus
propios terribles fantasmas. Mis fantasmas y los tuyos no se llevan muy bien.
Si pudiéramos perdonarnos a nosotros mismos... perdonar lo que la vida nos
hizo a los dos... Duele. Me duele tanto, tanto. Creí que no podría sentir tanta
angustia otra vez, tanto... ¿amor?
—¿Capitán Marceau?
Se volvió, confundida. Un agente, de patrulla.
—El comisario Massarino pasó un radiomensaje para que la llevemos de
vuelta al Quai, si quiere.
Lo miró sin expresión. El hombre le devolvió la mirada, extrañado.
—Está lloviendo, capitán. ¿No quiere...?
Pobre hombre, se está mojando. Asintió y subió al automóvil en silencio.
—Hace frío —comentó el suboficial al volante.
—Sí, y el río está un poco revuelto.
No está tan mal hablar del clima. Es un tema sociable y neutro. Sin el clima,
el noventa por ciento de los ingleses no podría iniciar una conversación. Lo
leí en una encuesta en el 'Times'.
—El comisario dijo que si quería la lleváramos a su casa, — el agente se
volvió para mirarla.
—Muchas gracias, pero vayamos al Quai—se estremeció de frío.
Pasó por el baño para tratar de reparar lo irreparable. Se lavó la cara y se
secó el pelo con el secamanos. Se maquilló de nuevo. Un desastre. Gracias a
Dios no me mojé el vestido. La lana apesta cuando se humedece.
Buscó un chocolate en los cajones de su escritorio. Me estoy muriendo de
hambre. Cuando miró la hora vio que eran casi las cinco de la tarde. Cristo,
con razón. Desayuné a las seis y media. El interno sonó una vez, y saltó
sobre él.
—Marceau.
212
—Novedades. Suba a mi despacho a ver la diversión.
Michelon. Entonces, ¿ya hay noticias? Salió a la carrera, todavía con una
barra de chocolate entre los dientes. Volvió a recoger el resto de la tableta y
voló al otro piso.
*****
Por fin estamos adelante nosotros, Michelon se permitió una sonrisita
siniestra. A pesar de las presiones de la UCLAT43 y de la UCRAM, que
literalmente estaban aporreándole las puertas del despacho para intervenir en
el caso. No nos van a quitar el mérito de haber hecho volar por el aire a
estos hijos de puta.
Marceau entró en el momento en que el noticiario daba el informe
financiero. En la pantalla de la PC podían verse las fluctuaciones de las
Bolsas más importantes del mundo. Se tomaron de la mano por encima del
escritorio y escucharon las noticias mientras Internet seguía disparando
cifras silenciosas. Las imágenes del televisor mostraban la habitualmente
bulliciosa Bolsa de Valores de Nueva York, convertida en un pandemónium
de gritos e insultos. Las cifras de Francfort, Londres y Milán llegaron a
manos de los periodistas. Le costaba tragar saliva. Marceau estaba pálida y
tensa como un resorte a punto de saltar.
Los periodistas no cesaban de repetir que la situación era inédita: varias
empresas internacionales, aparentemente sin relación entre sí, perdían
cotización en forma abrupta. A primera hora de la mañana, la Bolsa de
Nueva York se había inundado de vendedores de las acciones de TransPetrol
y ComInTel. Los valores habían caído a cifras ínfimas. La situación de
Tokio era prácticamente la misma, con la diferencia de que allí, en el
momento más negativo de la jornada, había aparecido un pool comprador
que adquirió varios de los paquetes accionarios en picada por valores
irrisorios. Se hablaba de una empresa árabe recientemente asociada con NSI.
Se creía que la situación podría repetirse en el resto de los mercados.
Michelon levantó el teléfono para pedir las órdenes de detención de los
directores franceses de la TP y ComInTel y sus subsidiarias.
—Los tenemos. Por fin. Debería llamar a los de Delitos Financieros —
agregó.
—Como no nos arresten a nosotros... —Marceau la miró de reojo, con una
43
Unidad Anti—Terrorismo
213
barra de chocolate a medio comer en la boca. Se rieron a carcajadas,
aflojando los nervios. Marceau le ofreció una barrita, que la comisario
aceptó complacida
—¡Ah, qué delicia! — se sorprendió Michelon. El chocolate era exquisito.
—Es italiano. Prometo que cuando le regale una tableta no voy a comérmela
por el camino.
Saborearon en silencio. Michelon miró subrepticiamente la marca. Tengo
que decirle a Laure que lo compre. El sexo y el chocolate son una
combinación maravillosa.
—Capitán, ¿puedo hacerle una pregunta?... Personal, creo. Cómo conoció a
Benzacar?
Marceau esbozó una sonrisa triste.
—Su padre era director de orquesta. Como casi todos los hijos de artistas,
Ebenezer viajaba con Ezra y Myriam a todas partes donde actuaran, lo
mismo que Auguste y yo. Ezra dirigió muchas veces cuando mis padres
bailaban. Con Ebenezer jugábamos detrás de las bambalinas. Es hijo único,
así que éramos amigos y hermanos a distancia. Todos nos encariñamos
mucho. Cada vez que Ezra actuaba en Europa, tratábamos de asistir a alguna
de las funciones, y ellos iban a ver bailar a mis viejos cada vez que podían.
—Marceau sonreía nostálgica. —Ebenezer y Auguste eran muy compinches
y se ocupaban de hacerme la vida imposible, pero era mutuo. Myriam quería
que su hijo estudiara dirección y composición, pero él tenía tanta vocación
por la música como yo por la danza, así que...
—Se dedicó a ser un gran agente de Bolsa —la comisario completó la frase
—. Lo de su padre fue terrible.
En el atentado habían muerto cincuenta personas y salido heridas otras
ochenta, sin contar con que el teatro había quedado prácticamente demolido
desde el foso de la orquesta hacia atrás.
Marceau suspiró y asintió.
—Myriam no pudo recuperarse. Murió cuatro meses después.
Luego comentó en tono melancólico:
—Me degradaron por asistir al funeral de Ezra en Ginebra.
—¿Qué?
—El vuelo de regreso se retrasó y me presenté a tomar mi puesto quince
minutos tarde —se encogió de hombros, con una media sonrisa resignada.
Michelon se quedó mirándola en silencio, en tanto que las pantallas del
televisor y la PC insistían con las malas noticias para las finanzas.
214
—Y hoy intercambiaron favores —dijo en voz baja.
—Ojalá nunca hubiéramos tenido que hacerlo —respondió Marceau con voz
ronca.
*****
—Laure, necesito el expediente de Marceau.
A los quince minutos su asistente le llevó una carpeta llena de mugre. La
comisario rebuscó rápidamente, volteando la cara para no aspirar el polvillo.
Porqué cuernos no limpian los archivos más seguido. Acá: hace casi siete
años. El comisario de división era Ayrault. Basura machista pronazi.
Ayrault había sido, reconocidamente, el terror del personal femenino de la
Prefectura de París durante años.
—¿De veras no sabías nada? —preguntó Laure con incredulidad.
—En esa época yo estaba en el Ministerio del Interior —respondió la
comisario, encogiéndose de hombros con una mueca de desagrado mientras
cerraba la carpeta con cuidado de no levantar más polvareda.
Laure se ocupó de ampliar la sucinta información del expediente mientras
Michelon la miraba con la boca abierta.
—La degradó y la asignó a Archivos. Dos meses. De uniforme. Después del
período de ablande, intentó poner en práctica la etapa final de su estrategia
de seducción y la llamó a su despacho, o sea éste mismo. Tenía el pésimo
hábito de llamar a los condenados por el intercomunicador general. Por
alguna casualidad, el botón del intercomunicador quedó apretado y las
amenazas de Ayrault se difundieron por todo el edificio. ¡Un escándalo! No
era la primera vez que el comisario acosaba a una mujer, pero fue la última.
Laure rodeó el escritorio, sacó el último cajón de la derecha y le mostró el
interior con la madera marcada por rayaduras paralelas.
Todavía están acá las marcas. Una por cada uniforme.
—¡¿Cómo... cómo lo sabías?! ¡Nunca me dijiste nada!
—Se juntaba en este despacho con un par de compinches y me pedían
estupideces a cada rato para que yo entrara y escuchara todo lo bueno que
me estaba perdiendo gracias a mi condición sexual, y cómo el personal
femenino de la Prefectura de París hacía cola para encamarse con alguno de
ellos. Tuve suerte, creo que después de Marceau me hubiera tocado a mí,
para “corregir mis malos hábitos”.
—¿Tus qué? — Michelon exclamó espantada.
215
— Así me decían. “Un día de estos te vamos a enseñar lo que es bueno,
Colorada”. Y Ayrault me mostró lo que él llamaba “las marcas en la culata
del rifle”. ¡Decía que con las estrellas se había ganado el derecho de
pernada!
— Jesús, qué animal... No, es injusto para los animales.
Laure le besó el cabello.
—Estoy completamente de acuerdo, Claudette.
Volvió al expediente. En dos meses, Marceau había acumulado cuatro veces
más sanciones que en los diez años de carrera. Estupideces tales como llevar
las jinetas mal cosidas, entregar un expediente desordenado o no hacer la
venia ante un superior. A Ayrault lo habían retirado discretamente y a
Marceau le habían devuelto el rango, pero no había tenido una sola
promoción más. La habían saltado sistemáticamente. De acuerdo con Laure,
los “compinches” habían recibido sus ascensos regularmente y se habían
jubilado con honores.
Hijos de puta chauvinistas. No era justo que Marceau estuviera arriesgando
el cuello en la calle. El haberla relegado tanto tiempo era desperdiciar el
talento estratégico y la amplitud de visión de una oficial que merecía el
comisariato mucho más que un montón de capitostes pomposos como los
que pululaban por todas las divisiones de la Policía Nacional.
Y el cerdo se está postulando como alcalde en su ciudad de residencia. No
vendría nada mal poner al electorado al tanto. Un poquito de reparación
histórica... Notable cómo Marceau pudo aguantar a esa rata de Ayrault.
Tiene un genio explosivo, pero sabe esperar pacientemente. 'Siéntate a tu
puerta y verás pasar el cadáver de tu enemigo', dicen los árabes. No es que
se siente, precisamente, pero no se precipita, hasta el momento exacto.
Entonces, que se cubran para evitar las esquirlas. Si aprende a dominar un
poco, sólo un poco, ese temperamento, será una sucesora magnífica.
—¿Nos vamos? —preguntó Laure.
—Ya es hora. Mañana, la mitad de la Policía Nacional va a estar haciendo
cola a la puerta de este despacho y no precisamente con intenciones
amorosas. —Se levantó con cansancio. —Ah, y quiero que Mantenimiento
borre las marcas de este cajón.
—Sí, mi comisario —Laure hizo la venia.
—Muy graciosa —y le pellizcó la nariz.
216
51
PARÍS, MIÉRCOLES POR LA NOCHE
—Tengo que hablar con usted. Esta noche.
—No puedo. Tengo una audiencia con el Presidente.
—¡Me importa un carajo! Arrégleselas como pueda, pero a mí me recibe
primero.
La puta que lo parió. ¿Qué se cree? ¿Que puedo darle el plantón al Viejo
así porque sí? El Primer Ministro se revolvió molesto en el sillón: ese
boludo merecía que lo pusieran en su lugar.
—Escuche...
—No. Escúcheme usted a mí. Este desastre tiene que terminar. Como sea.
No se olvide de quiénes lo pusimos donde está.
Apretó los labios con rabia. Grandísimo hijo de puta, nunca se pierde la
ocasión de recordármelo, él y su condenado anillito, siempre
mostrándomelo para amenazarme. Las entrañas se le hicieron un nudo.
—Voy a tratar de arreglarlo... No le prometo nada.
—No sea idiota. No trate: arréglese para verme. Y no quiero que nadie por
ahí sepa que estuve con usted. Después vemos qué mierda vamos a hacer con
el Viejo y los demás.
Cuando colgó, el Primer Ministro llamó al secretario privado. Un buen tipo,
eficiente, diplomático. Un idiota útil.
—Frayssinet, necesito postergar la audiencia con el Presidente una hora por
lo menos. Tengo que resolver algo... personal. Usted me entiende.
Frayssinet sonrió comprensivo. Bien, se tragó el sapo de que voy a ver a
Evelynne.
—¿Va usted, señor?
—No. Ella insistió en venir aquí. Tengo que solucionar un problemita. ¿Sería
posible un poquito de discreción?
—Señor... —Frayssinet se ofendió—. Yo me ocupo de que nadie quede en el
piso. Como siempre.
—Gracias, Georges. Usted es un amigo. Arrégleme lo de la agenda y
avíseme por teléfono.
—¿Va a entrar...?
—Por donde siempre. No se preocupe.
*****
217
En los pasillos del piso no había ningún guardia. Los empleados civiles ya se
habían retirado. Me hizo caso. Bien por el ministro.
El cretino estaba esperando sentado a su escritorio. Seguramente para
impresionarme. Gordo fanfarrón.
—No tengo mucho tiempo. Pude postergar la audiencia una hora y media,
nada más.
—No nos va a llevar mucho tiempo —sacó el arma con silenciador y le
apuntó.
—¿Qué... qué hace?
—Usted es un imbécil. Le dije que había que quitar de en medio a esos
policías de mierda y al prefecto Oustry.
—¡Por Dios, hice lo que me ordenaron! ¡Puse a cargo a Beaumont! ¡Después
tuvimos que liquidarlo antes de que hablara! ¡Todo está yendo muy rápido!
Necesito tiempo... Déjeme ver al Viejo... Puedo convencerlo... de que son
ellos... los responsables...
—O de que yo soy el responsable... Iba a entregarme en bandeja de plata,
¿no?
La cara mofletuda del hombre reflejaba una desesperación sin límite. La que
se siente cuando te descubrieron y no te queda alternativa. La que se tiene
cuando se sabe que te van a matar.
Se acercó ominoso y empujó el sillón hacia el escritorio, apretándole el
estómago abultado contra el sobre de madera y cuero. El otro jadeó, un poco
por el empujón, un poco por el miedo. No era rival físico para él. Lo
sorprendió, agarrándolo por los cabellos y tirándole la cabeza hacia atrás,
hacia el respaldo del sillón. Con el mismo movimiento le metió el cañón de
la pistola en la boca y, moviéndolo ligeramente hacia arriba y a la derecha,
disparó. El proyectil atravesó el respaldo exactamente en el lugar que había
previsto al correrse a la izquierda. Con cuidado, tomó la mano del hombre y
la frotó con la suya, cubierta por guantes de látex quirúrgico para adherirle la
pólvora a los dedos. Zurdo de mierda. Después quitó el silenciador, acomodó
los dedos sobre el arma y dejó caer el brazo desde la posición frente a la
boca. Se limpió una salpicadurita de sangre de la manga, abrió el cajón
central del escritorio, retiró otra pistola, igual a la que había puesto en la
mano del muerto, y se la guardó en la cartuchera bajo el sobaco después de
ponerle el silenciador.
Salió por donde había llegado, sin que lo vieran. Caminó unas cuadras hasta
su automóvil y se fue a su casa, a esperar la llamada. Porque tenían que
218
llamarlo. Y él iba a ir. Cómo no iba a ir. Ahora estaba a cargo de todo. El
Brigadier me lo confirmó. Tembló de expectación y coraje. Reflotamos la
operación y yo quedo al frente. La entrepierna se le erizó excitada.
BUENOS AIRES, MIÉRCOLES POR LA TARDE
Ortiz llamó la atención del viejo con una tosecita.
—Señor...
El viejo levantó la vista de los papeles y le hizo una seña con la cabeza. Ortiz
se acercó sólo entonces, separó el silloncito con un movimiento silencioso y
se sentó frente al escritorio, la boca apretada en una línea de disgusto.
—Están haciendo averiguaciones sobre los propietarios de la sede de
París —dejó los faxes sobre el escritorio. El viejo se recostó contra el
respaldo del sillón con los papeles entre las manos y Ortiz se quedó en
silencio
—¿Qué quiere que hagamos?— preguntó cuando el viejo apoyó otra vez los
papeles.
—Por ahora, nada. No tienen posibilidades de investigar demasiado, José. A
lo sumo fueron al municipio, consiguieron información sobre el dominio, y
después, ¿qué? Una sociedad anónima, una nacionalidad. Tienen que seguir
buscando. ¿Por dónde empiezan? ¿Por las páginas amarillas? —se rió
secamente, y Ortiz lo acompañó con una sonrisa. Ese humor tan particular
del tatita.
El viejo continuó.
—Esto no es Europa, ni los Estados Unidos. ¿Sabe cuánto pueden tardar? No
creo que consulten a nuestra policía, con la experiencia que tuvieron hace
doce años. Sacando a algunos federicos derechos, el resto no es muy
confiable que digamos. Yo no confiaría, ¿y usted?
—Ya sabe que no lo hago. Ni en esos federicos derechos, como los llama
usted. Igualmente me gustaría saber qué averiguan. No quisiera salir un día a
la mañana y encontrármelos en la tranquera.
—Esta vez creo que la mejor estrategia es mantener el mimetismo con el
paisaje— el viejo sonrió con astucia—. No estoy huyendo; no se me
equivoque. No se olvide de que el poder que se intuye, muchas veces espanta
más que el que se ve a simple vista. ¿Qué es peor: oír el rugido del león y
saber que sale a cazar, o esperar el zarpazo silencioso del tigre? Si alguna
vez llegan a saber más de lo que ya saben, que es mucho, y si son tan
brillantes como creo que son, van a retroceder— la mano del viejo bajo
219
categórica sobre el brazo del sillón, acompañando las palabras.
Ortiz nunca había dudado de la sabiduría del tatita, porque, entre otras cosas,
nunca le había mentido ni le había ocultado nada. Pero la espinita en el
costado le molestaba, así que decidió insistir. No sea cosa que por una vez se
nos equivoque el viejo y...
—Señor, perdone que insista pero... ¿y si de cualquier forma llegan a saber
algo más? ¿Algo que no deben?
El viejo lo miró con expresión severa.
—En ese caso, veremos.
Respiró más tranquilo.
Por supuesto, la decisión final es de él, eso no se discute, pero tengo la
aprobación. Si llegan a meterse demasiado en donde no deben, traslado.
PARÍS, MIÉRCOLES POR LA NOCHE
Durante la cena, Michelon intercambió con Laure los chismeríos del día.
Cuando le contó lo de Sully, Laure comentó divertida:
—¡Madame la Veuve ataca de nuevo! ¡Se ve que estuvo afilando la hoja
durante bastante tiempo! ¿Hasta dónde rodó la cabeza de Sully?
Se rieron a carcajadas, tanto que medio restaurante se volvió a mirarlas.
—Pobre chica, no para de hacer malas elecciones —dijo Laure con un
suspiro, después de beber un sorbo de vino blanco.
—Sí, y la primera fue ingresar en la policía.
—No me refería a eso. Por lo que yo sé...
—Que siempre es mucho más que lo que yo sé ... —la acusó Michelon,
medio en broma.
—Por lo que sé —Laure frunció la nariz—, estaba decidida a pescar a
Dubois.
—¡Ajá!
—Y las cosas no venían tan mal encaminadas, hasta que lo asignaron al caso
con Marceau... —Laure le echó una miradita cómplice.
Michelon sonrió gatunamente, sin responder.
—Claudette, me estás ocultando algo... —Laure entrecerró los ojos.
—¡Vamos! No se puede ocultar lo inocultable...
—No me refiero al teniente. Los hombres no suelen ser muy sutiles a la hora
de enmascarar emociones. El asunto es:¿cómo es que ella todavía no se lo
sacudió de encima?
—Bien... no puedo decir que no lo haya sacudido... —le contó lo de las
220
carpetas y la revista de historietas. Laure no paraba de reírse. —Estaba que
echaba humo por las benditas carpetas, pero terminó admitiendo que ella
tenía razón.
Laure cerró el puño derecho e inclinó el pulgar hacia abajo.
—Que Sully se olvide del teniente.... ¿Y ella, qué?
Madame se quedó pensativa, con la copa de vino en la mano.
—Algo le pasa también. Tuvo algunas reacciones... las de hoy, por ejemplo.
Estoy segura de que si Dubois no hubiera estado allí con nosotros, el baldazo
de vitriolo de la cabo le hubiera resbalado como de costumbre. Estaba
indignada. Eso, dentro de lo que habitualmente deja traslucir.
—Estás muy observadora... —comentó Laure en tono neutro.
—No estarás celosa... —la reprendió con la mirada. La otra hizo un mohín
gracioso. —Es parte de mi trabajo, querida. Observar a mi gente, evaluarla,
conocerla a fondo. Saber en quién se puede confiar, en cualquier
circunstancia.
—Separar la paja del trigo...
—Nunca mejor dicho.
*****
Estaban entrando a su casa cuando el teléfono comenzó a sonar. Laure le
hizo señas: Respetemos las convenciones. Cada una responde a las llamadas
en su propia casa, así no herimos las susceptibilidades de nadie. Sin quitarse
el tapado levantó el auricular.
—¡Claudette!
—¡Raoul!
Jesús, y ahora qué. Oustry llamando a estas horas de la noche. No creo que
sea para hacer relaciones públicas.
—Te llamé a la oficina.
—Salí a comer...
—Esto que está pasando... ¿también se lo debemos a tus “especiales”?
Michelon tragó saliva y el prefecto siguió hablando.
—Se están metiendo con demasiada gente, querida.
—Raoul, esto es mucho, mucho más grande de lo que nunca imaginamos, y
sí, es mi gente y estoy orgullosa de ellos. Y te recuerdo que somos todos "tu"
gente.
—Ya lo sé, no me olvido —contemporizó Oustry—. Me llamó mi Número
Uno. Están tratando de localizar también a Nohant, para una reunión de
221
urgencia.
—Voy para tu casa —respondió Michelon, cerrando los ojos.
—Por favor —dijo el otro y colgó.
Laure la miró a medias intrigada.
—Ya empezaron a golpear la puerta. —Suspiró pesadamente y salió.
*****
El prefecto en persona le abrió la puerta. Subieron al estudio y él le ofreció
algo de beber.
—Coñac... —lo voy a necesitar.
Oustry sirvió dos copas generosas. Bebieron un par de tragos en silencio y
luego lo puso al tanto de las últimas novedades, mientras Oustry asentía y le
pedía detalles a medida que ella hablaba.
—Claudette, ¿por qué no diste parte al resto de las divisiones?
—Todo fue muy rápido. Casi no tuvimos tiempo más que para reaccionar
ante lo que encontrábamos...
—¡Qué velocidad de reacción, querida!
Se rió sin ganas.
—Para colmo, lo de Inteligencia fue... tan inesperado.
El prefecto asintió con un gesto de disgusto.
—¡Beaumont! ¡Qué increíble! Pensar que se ofreció a arreglar la agenda del
Presidente para que te recibiera las dos veces.
—Estaba más que interesado en saber qué pasaba.
—Y los teníamos con un pie adentro, gracias al acuerdo de colaboración que
había firmado Nohant —comentó el prefecto mientras tomaba un sorbito de
coñac.
Cierto. Nohant. Una alarma se disparó en el cerebro de Michelon. No le
gustaba Nohant, como no le gustaban los políticos y los funcionarios en
general. Cuando se creó el cargo de Director General de la Policía Nacional,
habían esperado que lo ocupara un oficial de carrera, un hombre como
Oustry. Habría sido el corolario ideal para la carrera del viejo prefecto de
París. El Ministerio del Interior había designado a uno de sus funcionarios
civiles en el cargo. Un “policía de escritorio”, como lo llamaban algunos.
Nohant había hecho carrera en el Ministerio con una habilidad poco menos
que maquiavélica. Un administrador fabuloso, eso era innegable. Era
222
brillante, había que reconocérselo, y con una cintura política admirable.
Oustry siguió hablando.
—Tenían todo preparado. Te sacaban de en medio junto con el Viejo, y a mí
detrás. No era el plan original, pero cuando lo pusiste al tanto, eso precipitó
las cosas. El Primer Ministro se hacía cargo. Proponían a su gente para
nuestros puestos y con eso dejaban a los tuyos, perdón, a los nuestros, fuera
de combate. Iba a ser un juego de niños manejar la situación.
—No vayas a creer... —lo miró con ironía.
— Viendo lo que hicieron, no habría sido fácil quitarlos de en medio.
El teléfono los interrumpió, sobresaltándolos. Oustry la miró mientras
respondía que estaban juntos y que ya salían.
—El Elysée, — dijo cuando colgaba.
—¿El Viejo?
Oustry asintió.
—El Primer Ministro acaba de suicidarse. Nos van a apretar las tuercas,
querida. Vámonos.
— Antes, una llamada. Ya aprendí la lección.
El prefecto la miró intrigado.
*****
Habían estado haciendo el amor durante más de una hora y tenían toda la
intención de atacar el segundo movimiento, cuando el teléfono interrumpió
la partitura. Auguste bufó y Nadine lo besó suavemente, haciéndole señas
para que levantara el auricular.
—Que se vayan a la mierda —la abrazó otra vez. —Hace una semana que
no te...
—Amor... — Nadine lo interrumpió.
Tiene razón. Levantó el auricular con rabia.
—¡Massarino! — ladró.
Era Michelon. Resignado, se sentó en la cama para hablar más cómodo,
mientras Nadine le acariciaba el estómago. Se vistió a la carrera y antes de
salir abrazó y besó a su mujer.
—No te duermas. Pienso volver lo más pronto posible.
—No tenía ninguna intención de dormir, —le devolvió el beso.
Desde su auto, Massarino llamó a la Brigada.
—¿Quiénes están ahí ahora?
223
—Meyer y Dubois, señor — le informó el oficial de guardia.
Cierto. Todavía están revisando los montones de expedientes secuestrados.
—Que se reúnan conmigo en el Palais d’Elysée en diez minutos. Voy a
buscar a Michelon y al prefecto Oustry.
—Sí, señor.
Mejor ir prevenidos.
52
PARÍS, PALAIS D'ELYSÉE. MIÉRCOLES POR LA NOCHE
Cuando llegaron al Elysée, Meyer y Dubois los esperaban con caras de
preocupación.
—¿No exageró un poco, comisario? —preguntó Oustry, sorprendido.
—Espero que sí, señor — respondió Auguste con aprensión.
Auguste, Dubois y Meyer escoltaron a la comisario y al prefecto hasta el
primer piso y se quedaron esperando en la antichambre silenciosa. Los
ujieres y el personal habitual de seguridad había sido reemplazados por los
hombres del SSMI. Algunos eran conocidos suyos y lo saludaron
sorprendidos.
Oustry salió del Salón Dorado y llamó a Auguste.
—Comisario , el director general Nohant todavía no llegó. Si uno de sus
hombres es tan gentil de esperarlo abajo y acompañarlo hasta aquí...
Le ordenó a Meyer que esperara a Nohant.
Es una buena ocasión para charlar con Dubois a solas.
—¿Cómo va lo de las carpetas? —le preguntó para iniciar la conversación.
—Hasta ahora, Gendarmería detuvo a veinticinco de los fichados, en las
fronteras con España y Alemania. Nosotros encontramos a diez más,
tratando de abandonar París. Informamos a Interpol de... —hizo una pausa
— cincuenta y tres casos de pedido internacional de captura...
En ese momento Nohant entró desde la sala de los ujieres. Meyer venía
trotando varios pasos detrás. Cuando el recién llegado los vio se apresuró a
sacarse algo de la mano izquierda, sin quitarles los ojos de encima. Mientras
pasaba delante de Dubois y él, durante una décima escasa de segundo lo
paralizó con una mirada inconfundible.
Dubois reaccionó medio instante después de que Nohant hubo entrado al
Salón Dorado. Alarmado, le dijo en voz baja al comisario:
—Está armado.
Se miraron y juntos atacaron la puerta, empujándola para evitar que la
224
trabaran desde el interior.
*****
—¡Massarino! ¿Se volvió loco? — gritó Oustry.
Todos salvo Michelon, los miraron con ojos desorbitados mientras el
comisario esposaba a Nohant y Dubois lo desarmaba. Sin dejar de apuntarle,
Auguste le metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y le tendió a
Michelon lo que había encontrado. La comisario giró el anillo para ver el
sello y se cubrió la boca en un gesto de disgusto, pero sin sorpresa.
—¿Cómo lo supo?
—Lo vi quitárselo antes de entrar. Dubois le vio el arma.
—Es el mismo que llevaban Jacques y Prévost —el teniente mordió las
palabras.
Nohant los miró a todos con el desprecio y el odio pintados en los ojos.
Recuperó la compostura y con una mueca desagradable le dijo a Michelon:
—Su gente es brillante, comisario. Deberíamos haberles ofrecido estar de
nuestro lado.
—Que yo recuerde, no hay mujeres en la Orden —respondió fríamente
Michelon—. No creo que hubiéramos aceptado. Tenemos un pleito muy
antiguo con ustedes.
Auguste cerró los ojos para contenerse y les ordenó a Meyer y a Dubois que
se lo llevaran.
—¿Quiere que me quede, Madame?
—Por favor... —Michelon comenzó a hablar, cuando el ministro del Interior
los interrumpió.
—Creo que es mejor que se quede aquí, con nosotros.
Oustry estudió el anillo. Tenía un diseño curioso en el sello: dos caballeros
medievales, montados uno detrás del otro, a la grupa de un solo caballo.
Auguste salió a llamar a Nadine para avisarle que no lo esperara.
—Te amo, pelirroja.
—No creas que te vas a salvar cuando vuelvas. Te amo.
*****
En el despacho, las caras eran más que fúnebres. Al Presidente lo
acompañaban el ministro del Interior y el de Relaciones Exteriores. Sin
edecanes ni secretarios. El ministro del Interior dijo en tono apenado y
225
sombrío:
—Señor, mi renuncia está a su disposición.
—Cállese la boca. Nadie quiere su renuncia —rezongó el Viejo—. Entre los
culpables que se suicidan o van camino al calabozo, y los inocentes que
renuncian, me voy a quedar sin Gabinete y en medio de la anarquía.
Cerremos filas y déjese de estupideces.
Los anteojos le recorrieron el largo dorso de la nariz. Los miró por encima
del marco de oro, mientras se repantigaba en el sillón enorme, cruzando las
manos sobre el estómago.
—Madame, señores, en las últimas dos horas hablé con Washington cinco
veces.
Cuatro pares de ojos la miraron expectantes. Michelon apretó los labios.
Hora de dar explicaciones. Menos mal que traje apoyo logístico.
*****
Marcel entró en su departamento pasadas las dos de la madrugada.
Un día terrible. Primero Hamad; después Michelon y Massarino que casi
me suspenden, y para rematar, el chistecito de Nohant. Hijo de puta traidor.
Por un pelo no nos decapitó a todos. Dios, quiero que esto termine de una
puta vez. Estoy tan nervioso que si se meto en la cama no voy a poder
dormir.
Al entrar había tirado la revista de historietas y el CD sobre la mesita al
costado del sofá. No sería mala idea... ¿o sí? Ver el contenido del CD lo
repelía y atraía al mismo tiempo. Se desnudó y en ropa interior y con una
lata de cerveza, se recostó en el sofá a hojear la revista. Se rió de sí mismo, a
su pesar.
Ella tiene una forma tan especial de hacer bromas... No pierdas las
esperanzas, viejo. Si está de humor para lanzarte indirectas después de que
casi le rompiste las costillas, no te está yendo tan mal. Cristo, si pudiera
estar a solas con ella, hablar, explicarle, hacerle el amor...
De pronto, el aire ya no le pasó por la garganta.
Hicimos el amor acá, sobre esta alfombra, en mi cama. ¿Cómo pude creer
que mentía? Yo interpuse mis ‘otros’ imaginarios. ¿Nunca vas a dejarme en
paz, papá? ¿Nunca voy a poder confiar en ninguna mujer? Si alguna vez
hubo otro, cuando estuvo conmigo ya no había nadie más. Era mía. No
existía ninguna otra persona entre los dos. No quiero perderla. No puedo.
226
No quiero.
Se levantó para ir a acostarse, cuando vio de nuevo el CD. Sin pensarlo dos
veces, se sentó delante de la pantalla, encendió el equipo y lo cargó. Tecleó
la contraseña con dedos como de madera.
Un “audio” de Vaireaux. Se obligó a seguir mirando. Hijos de puta. Por
primera vez tomó conciencia de que la escena que veía era real. Los
protagonistas eran atrozmente reales. Cada vez que había sido obligado a ver
uno de esos audios había logrado mantener la cordura imponiéndose la idea
de que lo que presenciaba era una ficción. Se vio a sí mismo arrancar la
venda negra de la cara de la mujer, mientras Jacques repetía la orden. Su
mano sostenía el rostro bañado en lágrimas. Leyó su propio nombre en los
labios de ella y la vio cerrar los ojos por la desesperación y el dolor.
Apagó el equipo de un manotazo y se fue a la cama, recorriendo el camino
de memoria, porque no podía ver por dónde iba.
*****
Eran más de las cuatro de la mañana cuando Auguste llegó a su casa. Se
desvistió en silencio y cuando se metió en la cama, Nadine se volvió para
preguntarle qué había pasado.
—Creí que dormías.
—Sí, pero entró una manada de elefantes y me despertó.
—¡No hice ruido!
Su mujer le tapó la boca con un beso. Mientras se acomodaban en la cama, le
resumió los hechos.
—Estamos afuera...
—Y te molesta.
—¿Te parece que no? ¡Casi dejamos el pellejo en esto!
—Me gusta dónde está tu pellejo. Me alegro de que ya no estén en este caso
de mierda.
Massarino miró sorprendido.
—Es la primera vez que te preocupa tanto una investigación.
—Es la primera vez que toda mi familia se juega el cuello — y sin detenerse,
preguntó: —¿Odette ya lo sabe?
—No, todavía no. Michelon me prometió que se encargaría de hablar con
ella.
—Y le creíste...
227
—No tengo por qué no hacerlo.
Nadine movió la cabeza con incredulidad y se arrebujó entre las sábanas,
pegada a él. Mientras lo acariciaba, susurró:
—Tenemos un asunto pendiente, héroe.
—No me olvidé, señora. En absoluto.
53
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. JUEVES POR LA MAÑANA
Los pasillos parecían poblados de fantasmas. El peso de los acontecimientos
de la noche anterior era tan grande que ni los teléfonos parecían sonar con la
habitual insistencia matutina. La voz se había corrido de alguna manera y el
miedo se instaló cómodamente en todos los rincones del Quai. Incluso
Archivos, por lo general inmune hasta la exasperación a las catástrofes
humanas y naturales, había decidido, en pro del bienestar común, no molestar
demasiado con sus exigencias.
Las carpetas estaban todavía allí, acechándolo desde las cajas de cartón ya
medio rotas por el traqueteo y el manoseo.
Un jueves de maravilla. Como los de casi toda la humanidad. Los jueves se
disputan las palmas de peor día de la semana con los domingos. El lunes es
un pobre imbécil que carga con las culpas del domingo, no nos engañemos.
El martes, se te pasa un poco el malestar y el pronóstico mejora levemente. A
veces, uno se va a jugar un partido y hasta se siente mejor. Como si la
transpiración pudiera arrastrar el mal humor. El miércoles uno cree que ya
remontó la semana y se atreve a levantar la cabeza y enfrentar al mundo. Los
errores son reparables, la vida te da una oportunidad. El viernes, se tiene por
lo menos la esperanza de irse a casa y no volver hasta el lunes. El sábado uno
intenta cumplir los sueños de la semana y de la vida, y el domingo los
destruye. Pero el jueves es derrota negra e interminable. La convicción de
que nada cambió y, que no importa lo que uno haga, todo seguirá igual, en
una vida entera de jueves.
Cristo, tengo una semana de mierda.
Nombres, nombres, nombres, órdenes de arresto, de clausura, de incautación,
pedidos de captura, de averiguación de antecedentes. Una tormenta gris de
papeles llenos de tierra, salpicada de llamadas telefónicas irritantes de parte de
comisarios irritables, la red de comunicación que salía de servicio en horarios
inesperados; las protestas de las prefecturas regionales que acataban a
regañadientes lo que París les escupía por el fax. Las pequeñas miserias
228
humanas de todos los días se estaban comportando más pobremente que de
costumbre.
Mientras tomaba cansadamente otro grupo de carpetas de una caja, Marcel se
quedó pensando en el hecho de que nadie, en toda la PJ, parecía demasiado
feliz por lo que habían conseguido con el operativo. Carajo, un mínimo de
satisfacción por el deber cumplido. ¿Por qué las omnipresentes caras de
culo? ¿Simple envidia por no haberlo hecho ellos en primer lugar? ¿Por no
haber tenido la amplitud de visión para imaginar algo así, y la sutil
minuciosidad para concebir la estrategia adecuada?
Y yo, ¿me siento orgulloso de lo que hice? El audio de Vaireaux decía que al
final había fallado.
Es una tortura saberlo. Casi tanto como haber hecho todo lo que hice
después. Por supuesto nadie más conoce mi fracaso, a excepción de tres
personas: Massarino, Odette y Michelon. Mis superiores directos y la
responsable máxima de la Brigada. Debut y despedida, Dubois. Y ella me
llamó 'Ranxerox'... Tiene razón. No era una broma; fue su manera de decirme
que arruiné todo. Carajo, no me importaría que me echaran a la mierda si
ella me perdonara.
Sacudió el escritorio de un golpe y apoyó la frente en las palmas.
—Eh, buenos días. ¿Todavía no se te despegaron las sábanas?
La cara regordeta de querubín de Meyer le sonreía desde el otro lado del
escritorio mientras le robaba un Gauloise. ¿Querubín? Más bien los nueve
coros angélicos. Meyer podría cargar sobre sus querúbicos hombros a los
serafines, arcángeles, príncipes, dominaciones y unos cuantos más que había
olvidado apenas terminó la escuela. Montones de angelitos tocando trompetas
y cantando sobre las espaldas de Meyer. Sonrió ante la ridiculez de la idea.
—Casi. Buenos días —echó una mirada alrededor. —Es un decir, claro —
encendió su propio cigarrillo.
—Mmm... sí —respondió Meyer con un suspiro que ocasionó un minitornado
entre las hojas desparramadas sobre la mesa—. Parece que el ambiente está
cada vez más pesado. Voy a buscar un café. ¿Te traigo uno?
—Te amo, Meyer.
Meyer volvió con las tacitas haciendo equilibrio y las apoyó con una
delicadeza inesperada, mientras comentaba a media voz:
—Se huele el miedo por todas partes. Las ratas abandonan el barco —miró
alrededor de la oficina vacía, excepto por ellos dos.
—Carajo, fue un operativo increíble. ¿Qué mierda les pasa? Nos esquivan
229
como a leprosos...
Después de un silencio, Meyer comentó:
—Paworski tenía razón. —Marcel lo interrogó con un fruncimiento de la
frente y el otro siguió. —Están protestando en todas partes. Que no tienen
efectivos, que no tienen tiempo, que damos órdenes a todo el mundo y que
qué mierda nos creímos que somos. Parece que no entendieran. —Meyer
tomó un sorbo de café y continuó: —No es que yo entienda mucho de todo
esto. Estoy empezando a enterarme.
—No hay mucho más para enterarse.
—Vamos, no vas a decirme que estuviste trabajando con Massarino y
Marceau y que no hay nada más detrás, porque no te creo una mierda.
Se atragantó con el café.
—No te entiendo.
—Viejo, estoy en la Brigada desde un tiempito antes de que te transfirieran y
aprendí a conocerlos un poco. Son unos maníacos del trabajo que hacen. A
veces parecen cirujanos, cortando un caso en pedacitos hasta el análisis más
microscópico. Planificar y desarrollar este operativo les debe de haber llevado
meses.
Ya lo creo. No hace falta que me expliquen. Mantuvo un atento silencio.
Meyer terminó el café y continuó, en tono confidencial.
—Unos cuantos de aquí no les tienen mucho aprecio. Y en cuanto se sabe que
uno es gente de ellos, pasa automáticamente a integrar el bando de parias del
Quai.
—¿Por qué? —se sorprendió Marcel.
Meyer bajó más el tono de voz.
—Porque trabajan demasiado bien. Entre otras cosas, porque no les gustan los
soplones. Un policía sin soplones es como un perro muerto, ya se sabe. Quien
más, quien menos, se consigue alguno que le pase información. Alguien que
de vez en cuando te permita hacer el héroe, y al que de vez en cuando le hacen
la vista gorda. Comer y dejar comer.
—Vivir y dejar vivir. Son males necesarios. Son el diploma de graduación: sin
soplón no se es policía— se encogió de hombros.
No era un tema agradable dentro del Quai. Era como las venéreas: los que se
las pescan prefieren no hacer mención. Por el momento, él se venía librando.
Pero uno nunca sabe cuándo...
—Son como la vejez: siempre te alcanzan. Cuando se empieza a ascender, sin
soplón es muy difícil trabajar. Bueno —Meyer señaló con la cabeza al cielo
230
raso—, las cosas no se manejan así en este sector. No te critican, no te hinchan
las pelotas. Cada cual hace su trabajo como puede y consigue la información
de donde puede. Pero es difícil, si los jefes dan el buen ejemplo. Así que ya
estás al tanto: si vas a quedarte, mejor que te pruebes el sayo de sambenito.
Uno se acostumbra. Después de todo, no está tan mal. Hay quien nos llama los
enfants terribles de Michelon. Y si la número uno de la Brigada te apoya, los
demás tienen que meterse la cola entre las patas.
—¿Qué? —no pudo evitar una risita. —Meyer, estoy sorprendido de tu nivel
de información.
—Tengo mis cousins44 — sonrió cómplice. —Laure Cohen, la asistente de
Madame.
—No mientas, Jumbo. Cohen es una tumba.
—Frecuentamos la misma sinagoga. Laure es muy amiga de mi hermana
mayor. La PJ es como una gran familia: nos odiamos todo el año y nos
saludamos para Año Nuevo. Cohen y yo nos saludamos dos veces. Rosh
Hashana.
Un suboficial cruzó y murmuró un saludo ahogado. Los teléfonos internos
hacían huelga de campanillas. Meyer seguía en plan de confidencias.
—A Massarino le gusta que su gente sea observadora, que se preocupe y se
involucre con lo que hace. Que haga su trabajo de la forma más derecha
posible. Es abogado, ¿sabías? Me lo comentó una vez. El comi no aguantó
tener que defender criminales; archivó el título en un cajón y se metió en la
policía. Es... raro, un tipo elegante, educado. Una vez nos pusimos a hablar de
ballet. A mí me gusta, aunque no entiendo demasiado. Él sabe muchísimo.
También de ópera y de literatura. Bueno, es abogado, debe de saber, qué sé
yo... Pero es amable, que es mucho más de lo que se puede decir de unos
cuantos comis que conozco.
Marcel se quedó callado, evaluando lo que el otro le acababa de contar.
Evidentemente, Jumbo estaba contento por tener un interlocutor tan receptivo.
—Y bueno... Marceau es así, como él. Menos amable, depende de cómo se
levante o de la época del mes. —Levantó las cejas con ironía, y Marcel no
pudo evitar una sonrisa. —Como todas las mujeres. Pero se trabaja bien con
ella. Siempre está a la par de uno. No se le escapa nada y cuando está detrás
de algo, mejor la matan si esperan que abandone.
Comenzó a interesarse. Meyer esbozó una sonrisa burlona ante su expresión,
miró la hora y exclamó:
44
soplones
231
—Mierda. Mejor nos ponemos a trabajar.
Meyer estaba decidido a cambiar de tema. Carajo, me perdí la mejor parte.
Mejor así. Prefiero no enterarme. ¿Y de qué tendría que enterarme? ¡Boludo!
Lo arruiné todo y me quejo como el perro del hortelano. En cuanto termine
con esta mierda voy a pedir el pase. Por lo menos voy a vivir en paz, sin que
me odie el resto de la PJ. A la mierda con los ‘especiales’.
Se quedó pensando en eso. ¿Meyer? ¿Con esa carita de ángel y las espaldas de
estibador? ¿De qué otro modo tendría tanta información, tanta confianza con
personas que raramente abrían la boca dentro de la Brigada? Más de una vez
él mismo había oído comentarios desagradables sobre Michelon y sus
subordinados.
Ahora soy uno de ellos. Estoy en la misma bolsa. Cayó en la cuenta como un
piedrazo: Jumbo me considera uno más, porque de otro modo no habría
abierto la boca.
Se quedó mirando a su compañero de galeras, que estaba acomodando
tranquilamente las carpetas de mierda en su escritorio. De pronto Meyer ya no
le pareció un querubín excedido de peso y bonachón: estaba ahí para probarlo.
—Jumbo, —susurró.— ¿Qué pasa?
El otro se volvió apenas.
—¿Qué pasa con qué?
—Conmigo.
Meyer se apoyó contra su escritorio y lo desplazó ligeramente hacia atrás,
haciendo peligrar la ubicación del mobiliario de toda la oficina.
—Te estás portando como un boludo y te estoy pasando el aviso. Te eligieron.
Lo mismo que a mí. No desperdicies la oportunidad. Es tu primer caso en el
grupo. No es fácil; te tocó uno muy feo. Pero te van a aguantar. El problema
con Marceau es que hace demasiado bien las cosas y le revientan las
boludeces, pero a la larga, si uno aprende, te las perdona. Michelon es peor, y
Massarino no es tan duro. Pero los tres hacen buen equipo y cuando uno
trabaja con ellos no quiere ir a otra parte. Y los que quieren irse tienen la
puerta abierta. No es fácil, muñeco, porque nos metemos con cosas que les
tocan el culo a unos cuantos, y eso no gusta. Ya viste qué contentos están
todos de que hayan hecho saltar a ese hijo de puta del DG— le robó otro
Gauloise y lo encendió parsimoniosamente—. Pero la satisfacción del deber
cumplido no te la quita nadie.
—Y la de haber encerrado a esa rata es una satisfacción muy, muy grande.
—Vamos, Gran Danés: a trabajar que faltan cincuenta carpetas.
232
Marcel aguantó una risita. Así que ya se enteraron...
—Hoy no pasamos ningún pedido de captura a ninguna frontera. Deben de
estar extrañándonos— Meyer compuso una sonrisa beatífica.
—Eso. Así nos odian en todo el territorio de la República, las ex colonias y el
Canadá. Me gusta que me odien. A los grandes hombres de la Historia
también los odiaron.
—Es mejor que te odien a que te desprecien. Y tampoco quiero ser
despreciable. Arruinémosle la mañana al resto de la Policía Nacional.
Se rieron un buen rato de sí mismos, mientras abrían las carpetas de porquería.
Cuando miró el reloj por segunda vez en el día, eran más de las nueve de la
noche.
54
BUENOS AIRES, JUEVES POR LA MAÑANA
El teléfono celular sonó apenas en el bolsillo interno del impermeable.
—Señor...
— José, estoy a punto de entrar en una junta de Directorio.
—Señor, hubo un problema en Lisboa. El despacho a Angola se desvió de
ruta.
Imbécil. Desobedeció órdenes directas y explícitas. Juntó paciencia para
preguntar.
—¿Adónde?
—París, señor.
No necesitaba la confirmación, pero quería hacer tiempo para calmarse.
Ortiz continuó.
—Hicieron contacto antes de dejar Portugal. En tren.
—Ocúpese de informar el extravío y proceder con la anulación del despacho.
—¿Anulación, señor?
—Definitiva. ¿Necesita que se lo repita?
—No, señor —Ortiz sonaba moderadamente contento. — En absoluto.
55
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. VIERNES DESPUÉS DE MEDIODÍA
Michelon colgó el auricular mientras Marceau se sentaba del otro lado del
escritorio. Se ve cansada, pensó. Todos nos vemos cansados. Había, sin
embargo, una determinación en el rictus de la boca de su subordinada, que
233
la hizo vacilar acerca de lo que tenía que decirle. No va a ser fácil. A mí
tampoco me gusta, pero son órdenes directas del Elysée. Marceau suspiró,
relajándose en el sillón. Le ofreció café para hacer tiempo. Y reunir el coraje
—pensó con irónico desagrado—. Mierda, esto nunca me pasó. A la dama
de acero le tiembla el pulso. La sonrisa le brotó tensa sin que pudiera
evitarlo.
—¿Cómo... en qué etapa están con los archivos?
Marceau está extraña. Habitualmente es muy perceptiva; ya se habría dado
cuenta de lo incómoda que estoy.
—Prácticamente terminamos el relevamiento. Se están verificando las
últimas conexiones de nivel nacional.
Está distraída, pensó la comisario. Marceau se detuvo un segundo para
beber un sorbo de café y continuó.
—Estamos trabajando tiempo completo archivando, actualizando los
registros, contrastando información... Pura burocracia, —meneó la cabeza.—
Y todavía no lo encontramos.
—¿Qué? ¿Más implicados?
¿Quiénes? ¿Las estatuas del Louvre?
Prácticamente no quedaban un ministerio o una secretaría limpios. Las
ramificaciones eran monstruosas. Desde hacía menos de dos días, en alguna
parte del planeta, algún funcionario, diplomático, político u hombre de
negocios saltaba por los aires con el sello fatídico de la Orden del Temple
estampado en la frente. En muchísimos casos, como los del Primer Ministro,
las cosas se estaban haciendo con la máxima discreción posible porque la
crisis desatada había estado a punto de quebrar gabinetes y mercados de
valores. Ni siquiera habían resuelto cómo dar a conocer la traición de
Nohant. El gobierno estadounidense estaba presionando, exigiendo acceso a
los archivos de la Orden —corrección, ahora de la Brigada—. Por una
maldita vez la Comunidad había hecho causa común ante un suceso policial
de esas características y Francia había mantenido su posición de no permitir
que agencias extranjeras se entremetieran en sus asuntos.
Hasta ayer por la noche. Una puede exigir no intervencionismo en hechos
de seguridad nacional pero cuando hay dinero de las Bolsas de Valores de
por medio, no hay peros que valgan.
Al menos, eso se desprendía del discurso que les habían dado en el Faubourg
St. Honoré45 para explicarles con elegancia que la Brigada ya no estaba a
45
Sede del Ministerio del Interior francés
234
cargo. Bastante lógico, por otra parte, aunque injusto para los que se habían
jugado la vida en el caso. Por supuesto, habría condecoraciones, ascensos y
otros cuasi sobornos para endulzar la hoja del puñal. Pero estaban afuera.
Marceau apretó los dientes y la respiración se le volvió densa.
—Todavía no llegamos a él. Quiero su cabeza en una bandeja de plata.
Michelon se recostó en su sillón y preguntó:
—¿Por qué está tan segura de que nos falta el Richelieu detrás del trono?
La máscara de impasibilidad de Marceau se disolvió para dejar lugar a un
rostro ensombrecido por la amargura.
—El Brigadier... Me falta él. Todos estos años buscándolo, persiguiéndolo
como en una pesadilla. Lo quiero a él,—levantó los ojos y Michelon vio en
ellos el brillo helado del odio. No supo qué decir.
Marceau siguió hablando, mirando sin ver.
—Dejé tanto en esto... Diez, doce años obsesionada con... —le costaba
decirlo —...con cobrarme la vida de Jean-Luc.
Michelon apretó la boca. Jean-Luc Marceau había sido su compañero y
único amigo en la Escuela de Policía. En su época, las lesbianas no eran
populares. Jean-Luc la había aceptado desde el primer momento y la había
protegido de las agresiones, burlas y demás gracias que tanto compañeros
como profesores se empeñaban en dedicarle. La profesión los había llevado
por distintos caminos pero el afecto que se tenían se mantuvo aunque faltara
el contacto diario de los primeros años en la fuerza. Había llorado su muerte
y había enterrado los recuerdos porque dolían y mucho. Creyó que ya había
olvidado ese dolor y Marceau le estaba demostrando que no era así.
—Quería la ley del Talión... No comprendí que estaba pagando esa obsesión
con mi propia vida —Marceau tenía los ojos brillantes. —No puedo
recordar... su voz... ni sus manos... Ni su amor... Sé que esas cosas
ocurrieron, pero no puedo aferrar los recuerdos. La única imagen que
conservo es la del final, la de la degradación última de un ser humano... Y mi
degradación junto con la de él.
Marceau levantó la taza de café con mano temblorosa y la apoyó casi
inmediatamente. El incongruente tintineo de la porcelana la sobresaltó. La
capitán se echó hacia atrás en el sillón y miró al cielo raso. Las lágrimas le
corrían hasta el cuello.
—Me cegué a todo lo que no fuera mi trabajo, rebuscando siempre entre lo
que me caía entre las manos, tratando de encontrar las posibles relaciones.
Estuve tan ciega que hasta... perdí la oportunidad de estar viva otra vez...
235
Creí que podría... y me equivoqué —su voz bajó hasta hacerse un susurro. —
No me queda nada... No tengo esperanzas.. Quiero encontrarlo y terminar
con todo.
Michelon se levantó despacio, rodeó el escritorio y, parándose delante del
otro sillón, apoyó las manos en los hombros de la otra y apretó fuertemente.
No tenía palabras. Del escritorio tomó unos pañuelitos de papel del
contenedor de plata —adoraba esos detalles femeninos— y le secó la cara
con cuidado, como a un chico.
Jesús, esta mujer atravesó mis defensas. ¿Qué habrá querido decir con
‘terminar con todo’? Carajo, tengo que hablar con Massarino antes de que
la hermana haga una barbaridad. Y con Dubois. Y si Marceau insiste en que
le falta encontrar a alguien, estoy segura de que tiene razón. Podrá estar
alterada, pero ante todo es oficial de policía. De los buenos. Mierda, no nos
pueden echar así como así. Tengo que hablar con Massarino. Se apoyó en
su escritorio con los brazos cruzados y la vista baja.
Marceau se levantó en silencio. Había recuperado la compostura.
—Lo lamento —dijo, mirando hacia otro lado mientras se alisaba la ropa.
Siguiendo un impulso, Michelon la abrazó y la besó en la mejilla como
podría haber besado a una hija.
—No hay nada que lamentar. Esto nos superó a todos. Cuanto antes termine,
mejor.
Su asistente personal entró, cruzándose con Marceau que salía.
—Parece que hubieran visto un fantasma. ¿Se lo dijiste? —y se apoyó en el
brazo del sillón de Michelon.
—No, querida, —le tomó la mano y se la besó, distraída. —No tuve el valor.
Tengo que llamar a Massarino.
—Ya lo llamo. —Laure le acarició brevemente la mejilla y salió.
*****
Odette seguía de un humor frágil cuando volvió a su cubículo.
Dios, qué manera de terminar el día. Me llenaron el escritorio de papeles,
carajo. Pura burocracia de mierda. Pateó la silla y colgó la cartera y el
abrigo. Hay más formularios que espacio. Y esa estúpida de Sully, que no
puede llenar ni un papelito sin consultar. Se sentó de pésimo humor. En fin.
Esto es tan bueno para no pensar como cualquier otra rutina. Si los papeles
son importantes, ¿para qué mierda están las computadoras? Y viceversa.
236
Resignada ante la evidencia, encendió la pantalla. Alguien asomó la cabeza.
—Capitán, ¿le traigo un café?
Foulquie. Bendito tú eres.
—Por favor, sargento —sonrió débilmente y Foulquie le devolvió el gesto.
Viejo adorable. Siempre me cambia el humor. Giró la silla hacia la pantalla
otra vez. Sólo es empezar. Coraje.
La puerta se abrió otra vez a sus espaldas y dejaron la taza de café encima
del escritorio.
—Gracias... —no terminó la frase. El perfume le asaltó los sentidos. Se
quedó paralizada en el asiento mientras el estómago se le estrujaba.
Oyó el chasquido del picaporte al cerrarse la puerta otra vez, y las manos de
Marcel la tomaron suavemente por los hombros. Casi con miedo, pensó.
—Por favor, hablemos. Sin pelear—hizo una pausa larguísima—. Nunca le
supliqué a una mujer. Ni le pedí dos veces que me diera una oportunidad.
Necesito... necesito explicarme... y...pe-pedirte perdón —la angustia lo hacía
vacilar.
Odette no se atrevió a moverse, tanto le temblaba todo el cuerpo. Sin darse
cuenta levantó una mano y apretó la de él.
—Cuando esto termine —murmuró mientras él sujetaba su hombro
dolorosamente—. Falta poco. Necesitamos... tiempo para hablar... Estar...
tranquilos y…
Él se inclinó y le besó apenas el pelo, sin soltarla. Ella besó la mano que
sostenía la suya. Retiró la silla y Marcel la abrazó, cuando la campanilla del
interno estalló en el aire. Se soltó de sus brazos y tomó el auricular con rabia.
—¡Marceau!... Voy — Archivos y su putísimo sentido de la ocasión.
Desde la puerta él le dedicó una sonrisa esperanzada.
—Marcel... Yo también tengo cosas que explicar.
Él soltó un beso al aire.
Dios, si no fuera tan dulce. Me hace bajar la guardia. Cuánto hace que
alguien no me conmueve de esta forma. Cuánto hace que no siento algo así.
Quiero mi oportunidad, si todavía estoy a tiempo.
Apoyó la frente en una mano, aguantando las emociones que le anudaban la
garganta. Cerró los ojos y esperó a que él se fuera para salir de la oficina.
56
PARÍS, X° ARRONDISSEMENT. SÁBADO POR LA MAÑANA
—Me parece muy arriesgado —murmuró el Cachorro.
237
“El jefe está tan caliente que va a hacer cagadas”, le había comentado el
Tigre en un momento en que el Brigadier había salido.
—¿Leyeron los diarios? —murmuró el Brigadier entre dientes.
—Es un quilombo muy grande. No podemos hacer nada. Peguemos la vuelta
y vayamos para África antes de que.. — aventuró el Tigre.
—¿Te cagaste? ¿Estoy rodeado de maricones?
—No, hermano, no. Pero me gusta la cabeza donde la tengo. Oíme...
—Los vamos a hacer mierda. La voy a destrozar a esa yegua, al hermano, a
toda la familia.
—Pará, Briga, tenemos a la vieja. La usamos de rehén y los traemos a algún
lado. Hacemos un trabajo limpio y rajamos. Pensalo.
—¡NO! ¡Quiero verlos arrastrarse! No les va a alcanzar la vida para pagar.
No queda nada, nadie. Hicieron saltar la banca en todas partes. ¿Quién carajo
los respalda? ¿Cómo hicieron para cargarse al puto de Fiore, a Muammar, a
todos los que estaban enganchados con nosotros? Están enchufando a media
Humanidad. ¡Los imbéciles de acá no pudieron pararlos! ¿Y el viejo les
perdona la vida? ¡Me humilló, me cargó el muerto, me está entregando atado
de pies y manos! ¿Saben lo que me dijo el muy turro? Que si tu mano
derecha se equivoca y peca, hay que cortarla...
Lo miraron en silencio y entonces aulló:
—¡Pelotudos! ¿Todavía no entienden? ¡Nos sentenció a todos!
El Brigadier los midió de una ojeada helada. Mejor que empiecen a entender
que el viejo no me da más órdenes. Que sin mí no tienen salida..
Volvió a tomar los faxes manoseados.
—Puta, te voy a destrozar. Te mandaste una cagada, muñeca: descuidaste a
tu propia gente. ¿Te creías intocable? ¿Tan segura estabas de que yo no te
iba a encontrar primero?
Se agachó al lado de la mujer que estaba tirada en el piso, esposada y
amordazada. Ella lo miró con terror.
—No entendés una mierda, ¿no? Pero sabés lo que te va a pasar... sí que
sabés... y la culpa es de ella... — le mostró la foto, y la mujer se ahogó con
un sollozo—. Te dejó sola, vieja. Para cuando se dé cuenta de lo que pasó,
va a ser tarde. Muy tarde.
La excitación le abultó la bragueta. Se levantó y manoteó los papeles de
arriba de la mesa.
—Así que el hermanito tiene familia— sonrió lobunamente.
—¡Estas loco! Ella se habrá descuidado, todo lo que vos quieras, pero no
238
podemos meternos en la casa del tipo así como así. Es ponernos demasiado
en evidencia. Pará, no hagamos cagadas. ¿Para qué meternos en la casa? Lo
agarramos afuera. Somos cinco, no tiene oportunidad. Después, si querés, te
la cargás a ella como más te guste pero rápido, y nos vamos a Angola antes
de que el viejo se avive y nos haga mierda.
El Brigadier le dedicó una mirada larga y helada. El Cachorro tiene miedo.
En cualquier momento nos traiciona. Hay que dejarlo acá.
Después siguió dando instrucciones.
—Vos, el Tigre y el Yarará se van a meter en la casa y me lo van a traer a él.
Sin dejar a nadie. Un laburito limpio.
El Yarará miró inquisitivo al Brigadier.
—Bueno, si hay tiempo, ya saben... —se miraron y asintieron.
—Mula, vos te encargás del departamento de ella y de avisarme. Ustedes
tres, a la casa de él. ¿Los autos?
—Ya los alquilamos. En tres lugares distintos, como vos querías— precisó el
Tigre.
—Entonces hoy mismo verifiquen los recorridos y los tiempos. Quiero tres
Motorolas, una con la frecuencia de la cana.
El Yarará dio un cabezazo seco de asentimiento.
—¿Munición?
El Mula levantó un pulgar.
—¿Uniformes?
— Imposible. No hay tiempo— negó el Cachorro.
Me voy a conseguir el mío de otra forma. Miró a la mujer. Ya sé cómo.
Desplegó uno de los planos en silencio y buscó el lugar. Bien, nene, bien.
Hoy tenés un día brillante. Ésta es la otra salida que tenés y te la voy a
cerrar, muñeca. No te me vas a escapar.
—De ella — sacudió la foto— me encargo yo. Mula —hizo una seña con la
cabeza hacia el Cachorro, que estaba de espaldas.
El Mula asintió sin hablar, mientras el Tigre y Yarará se quedaban
atornillados en las sillas por la sorpresa. Les clavó los ojos a la espera de un
gesto y el Tigre bajó apenas la cabeza, aceptando su decisión. Bien.
—¿Y la vieja? ¿Para qué mierda la queremos entonces?— preguntó el
Cachorro, ignorante de su sentencia.
El Brigadier sonrió con la locura reflejada en los ojos de agua.
—Nos va a servir de carnada. Necesito ponerme en forma, —se volvió hacia
la mujer — y voy a empezar con ella.
239
****
Al Cachorro no le gustaba cómo se estaban poniendo las cosas. El Tigre era
el más cercano al Brigadier y si él no conseguía hacerlo entrar en razones,
nadie más podría. Y las cosas se estaban volviendo peligrosas. Miró el reloj.
Faltan dos horas para la llamada. Sabía lo que había venido a hacer pero
necesitaba la confirmación.
PARÍS, LA DÉFENSE. SÁBADO POR LA MAÑANA
Se despertó angustiada. La misma angustia que la rondaba desde el día
anterior, desde la reunión con Michelon.
No. No es solamente por eso.
El perfume de Marcel le hirió la memoria. Miró hacia la fotografía.
¿Te estoy traicionando? Por Dios, necesito saber. Necesito estar segura de
que esto no es un reflejo de otro amor. Porque, en ese caso, los traicionaría
a los dos. Pasé tanto tiempo sin querer sentir, que ahora tengo miedo de
hacerlo y equivocarme.
Casi agradeció la interrupción del teléfono.
—Odette...
No… ¿Por qué tenías que llamar ahora?
—Odette...
—S—Sí, —la voz se le cortaba por momentos.
—Quiero verte.
—No.
—Por favor...
—Ahora no.
—Quiero saber por qué.
Porque tengo miedo, porque no quiero lastimarte, porque no quiero que
ocupes el lugar de otro hombre sino el tuyo, único e irreemplazable, pero
necesito estar segura. Pero no podía hablar.
—No puedo... Me siento mal.
—Entonces quiero acompañarte.
—Necesito estar sola.
—No me hagas esto...
—Necesito... tiempo —no pudo ocultar el sollozo. — No puedo verte ahora.
—¿De verdad estás sola?
240
—Siempre estoy sola.
—Entonces hablemos.
—No puedo —suplicó con un hilo de voz.— Ahora... no puedo. Dame
tiempo. Te juro que... no habrá nada de mí que no sepas, pero... ahora no.
Hoy, no.
—¿Cuándo?
No respondió. La garganta se le había cerrado en un nudo.
—¡Odette! ¡No me dejes hablando solo como un loco! ¡Odette!
Ella hizo un esfuerzo por articular las palabras.
—Te amo —susurró, y del otro lado hubo un silencio terrible—, pero no sé
si tengo el derecho. Decir lo que estoy diciendo me está costando el alma.
Siento que estoy a punto de cometer la traición más grande de mi vida y no
la puedo evitar. Tampoco puedo soportarlo. Dame tiempo para entender lo
que me pasa.
Del otro lado Marcel también lloraba.
—Si hay otro hombre... Cristo, podemos hablar...
—Hoy no. Por favor.
Ambos hicieron un silencio muy largo.
—Yo... nunca se lo dije antes a nadie... no necesité decirlo. Nunca lo sentí de
esta manera. Te amo, Odette. Si eso te sirve de algo en este momento, si
significa algo, te amo.
Cerró los ojos y las lágrimas le lavaron el dolor.
—Entonces, dame el tiempo que te pido.
—Lo que quieras. Pero no me dejes fuera de tu vida.
—No podría...
—Te amo. No te olvides.
—Imposible...
—Hasta... ¿mañana? ¿Sí?
—Sí. Hasta mañana.
No pienso estar en casa mañana. No quiero que me hagas el amor y creer
que puede resultar, y después comprender que era nada más que un sueño.
Necesito estar segura de mi propio amor.
No quiero lastimarte.
PARIS, XVI° ARRONDISSEMENT,
SÁBADO POR LA NOCHE
Auguste encendió la pantalla del estudio después de asegurarse de que el
resto de la familia dormía. No quería interrupciones, ni tener que dar
241
explicaciones por estar trabajando en casa.
No había esperado nada muy diferente de lo que había encontrado al
investigar la titularidad de la propiedad. Más aún: se habría decepcionado si
no hubiera resultado así. Con todo, el presentimiento agorero no lo dejó en
paz.
Según los registros, el terreno pertenecía desde fines del siglo pasado a una
sociedad anónima ganadera y de forestación, radicada del otro lado del
Atlántico, con domicilio legal en Buenos Aires. La construcción original se
había levantado hacía más de sesenta años y se habían hecho modificaciones
importantes unos años después del final de la Segunda Guerra. Tan
importantes que se actualizaron los registros. Durante la ocupación, los
alemanes habían tratado bastante bien a todo el suburbio, y los
estadounidenses, quién sabe por qué, también decidieron dejarlo en paz.
Verificó lo que él y Odette suponían: la traza de las cloacas parecía dibujada
adrede para pasar por debajo del edificio.
Se había demorado un par de días en reunir vía Internet el resto de la
información del Mercado de Valores de Buenos Aires. La empresa
propietaria era subsidiaria de otra, más importante, que sí cotizaba en Bolsa.
De allí en adelante era una sucesión de matrioshkas rusas que se abrían para
dejar salir a otra muñequita, en este caso a otra empresa, de las que ya
sospechaba eran nada más que fantasmas bursátiles.
La investigación no llevaba a ninguna parte; era el laberinto del Minotauro.
Vueltas y más vueltas sobre sí misma, atrás y adelante, sin saber dónde
estaba el monstruo.
Y no tengo ni el hilo de Ariadna ni la espada de Teseo. Nombres... ¿Dónde
mierda aparecen los nombres? Pidió las composiciones de los directorios.
¿Por qué no le puse un poco más de atención al Derecho Comercial, en
lugar de meterme de cabeza a penalista? Son sociedades anónimas; tienen
que publicar balances, memorias y etcéteras. Nadie escapa a la burocracia
de la Bolsa. Allí estaban: listas de nombres que no significaban nada. Podría
haber sido arameo. Se estaba mareando con los nombres de los miembros del
directorio y de las empresas y los objetos sociales. Orden, Massarino, orden.
Se entretuvo en armar un árbol genealógico de empresas.
Más que un árbol, esto es un manglar. Se frotó los ojos y la cara con
cansancio, y la barba crecida le raspó la mano. Miró la hora: las dos de la
madrugada.
Último intento, y a dormir. A ver: nada más que los cargos más altos. Bah,
242
podrían ser títeres de otros. U otro. ¿Otro? ¿Así, en singular? Cristo.
Siguió esa línea de razonamiento y volvió a los listados de directorios.
Cuántas mujeres. Todos apellidos distintos. Pero las mujeres muchas veces
figuran con sus apellidos de casadas. Se me está ocurriendo algo
improbable pero no imposible. ¿Altamente improbable? Por cierto que no,
señoras mías. Buscó nombres de varón con apellidos concordantes con los
de las mujeres. Se alternaban en los listados: donde estaba el marido no
estaba la mujer, y viceversa. O padre e hija, ¿por qué no?
En un ejercicio más de distensión que de otra cosa, comparó su familia con
la de su mujer. Papá no tiene hermanos, pero mamma sí: todos varones, que
tuvieron más varones. Las únicas mujeres de mi generación son Odette y
bastante más tarde, Antonietta. Yo soy el único varón con apellido diferente,
pero habrá Vittorellos por bastante tiempo, con todos mis primos dedicados
a perpetuar el apellido y la especie. Ahora, Nadine. Cinco hermanas, todas
sólo con hijas, menos Nadine misma; tenemos a Isabelle y a Antonin: un
varón para los Massarino, ninguno para los SaintClaire. Nadie lo continúa.
El apellido termina ahí.
¡Eso es! Quienquiera que sea ‘él’, tuvo nada más que hijas, que a su vez
tuvieron sólo hijas. Aunque alguna haya tenido un varón, no lleva el
apellido.
Las mujeres eran mayoría en los directorios. Comparó la proporción de
hombres: menos de un tercio.
¿Sólo maridos? Digamos que sí. ¿Y si alguna tuvo un varón? ¿Está en algún
directorio? Tendría que buscar la repetición de apellidos entre los hombres
y... ¿Y si las hermanas se casaron con hermanos, o primos? Me estoy
volviendo loco. A ése, si existe, no puedo encontrarlo. Pero el nombre y
apellido están detrás de todo esto.
Dejó la mente en blanco y se hamacó en su sillón. La comprensión lo
alcanzó lentamente, como una marea.
Quienquiera que sea ‘nombre y apellido’, debe de ser muy poderoso.
Sentarse muy alto en su sociedad y en unas cuantas más. Empresas
saludablemente centenarias, una dinastía dedicada exclusivamente a figurar
como miembros-fantoche de directorios, fantoches de empresas matrioshkas,
en beneficio de la pantalla de la operación más terrible que toda la policía
francesa había soñado alguna vez con desbaratar... y sólo encontramos la
punta del iceberg. ¿Qué más hay bajo el agua?
De pronto sintió que no quería saber nada más, que no quería buscar más
243
relaciones entre esos listados interminablemente entrelazados. Que, en
alguna parte, alguien estaba apuntándole a la cabeza y había amartillado el
arma.
Por primera vez en su vida decidió no investigar más. Con la opresión
cerrándole el pecho, borró los archivos uno tras otro y rompió los papeles
que había llevado de su despacho en la Brigada, y quemó los trocitos. Ya
pensaré en algo para decirle a Odette. Ese problema quedará para mañana,
o mejor, el lunes. Además, está la orden de derivar la investigación. Carajo,
casi me había olvidado, con el entusiasmo de la búsqueda. En definitiva,
estuve investigando de contrabando. Nadine tenía razón y Michelon me pasó
la posta. Menos mal que ella iba a darle la instrucción a mi hermana. ¿Por
qué las mujeres siempre me hacen estas cosas?
Mientras subía la escalera camino al dormitorio, pensó que su problema más
serio era que mentía muy mal.
Bien, siempre queda el recurso de la superioridad del rango. Comisario
dixit.
57
PARÍS, LA DÉFENSE. DOMINGO AL MEDIODÍA
—No, teniente. La señora Marceau salió cerca del mediodía y todavía no
volvió. Los domingos rara vez está en casa, ¿sabe?
El portero lo había reconocido y estaba comunicativo. Marcel no pudo
resistir la tentación absolutamente reprobable de seguir preguntando.
—Hace muchos años que trabajo aquí. Conocí al marido superficialmente.
Murió hace mucho. Poco después de que se mudaran, creo. Ella nunca recibe
a nadie. Sus padres... bueno, deben de ser sus padres, ¿no? Un matrimonio
muy agradable. Cada tanto vienen a quedarse aquí, en el piso de la señora. Y
Marguerite, claro, viene todos los días. Ella está mucho tiempo afuera,
¿sabe? Por trabajo, creo.
A medida que Grégoire hablaba, Marcel se sentía más y más incómodo.
¿Cómo puedo estar haciéndole esto? Soy un insecto.
—Ella es siempre tan gentil... La señora. Marguerite también. Aunque nunca
charlamos demasiado. Marguerite siempre está apurada.
Bien por Marguerite.
—¿Quiere que le avise a la señora que vino a verla?
No, no quería. Muchas gracias.
—Teniente Dubois... —el portero puso cara de circunstancias —, la señora
244
Marceau... ¿tiene algún problema... con ustedes.? Ya sabe... —susurró —:
con la policía.
Habría soltado la carcajada de no haberse sentido tan culpable.
—No, Grégoire. Nada más lejos.
BUENOS AIRES, DOMINGO PRIMERAS HORAS DE LA TARDE
La chicharra del teléfono agitó apenas el aire quieto de la hora de la siesta.
Ortiz estiró la mano sin levantar la otra del teclado.
—Teniente Chávez, mi teniente coronel...
Ortiz se impacientó ante la irrupción. Y ahora qué pasa.
—Diga, teniente.
—Señor, hice lo posible por disuadir al mayor... Resultado negativo, señor.
—Las órdenes son de proceder sin dilaciones, teniente.
—Ya sé, señor. No volverá a ocurrir. Señor.
—El grupo completo, teniente. Asegúrese de ejecutar la orden cuanto antes.
Le recuerdo que no tiene que quedar nada que permita identificarlos o
relacionarlos con nuestro país.
—Sí, señor. Comprendido, señor.
PARÍS, X° ARRONDISSEMENT. DOMINGO, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
—¿Adónde fuiste?
La voz del Brigadier a sus espaldas le paró el corazón durante medio
segundo.
—A tomar un poco de aire —dijo Chávez mientras giraba y lo veía con la
visión periférica—. No me banco este encierro.
El otro le buscó los ojos con esa mirada helada y terrible.
—Hace un frío de cagarse.
—Igual necesitaba salir.
Se oyó un quejido sordo. ¿Todavía está viva? Instintivamente miró hacia el
lugar de donde venían los gemidos. Está loco. Es demasiado; el teniente
coronel tiene razón. Hay que limpiarlo cuanto antes. No va a ser fácil; los
otros tres están de su lado. Podría intentar convencer al Tigre... No. Tengo
órdenes. A todos.
PARÍS, LA DÉFENSE. DOMINGO, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
Ya no soportaba más estar en su casa. Salió con el auto a dar una vuelta sin
rumbo y terminó estacionando de nuevo frente al edificio de ella. Le mostró
245
la placa al portero de la noche y éste lo dejó pasar. El auto de la señora
Marceau estaba en las cocheras: acababa de venir de allí.
Llamó a la puerta varias veces hasta que por el intercomunicador, Odette
preguntó quién era. Cuando le abrió, estaba en bata, con el cabello húmedo.
Estaba tan pálida... Instintivamente miró al salón detrás de ella.
—¿Estás sola?
Hubiera querido morderse la lengua en el mismo instante en que lo dijo. Ella
desvió la mirada e hizo un gesto con la cabeza.
—Hace doce años que estoy sola.
Lo miró con una pena infinita. Cuando trató de entrar, ella lo detuvo
suavemente.
—No te hagas daño de esa forma. Prefiero que vuelvas cuando puedas
confiar en mí.
—No...
—Te voy a esperar.
Ella se besó la punta de los dedos, estiró el brazo y los apoyó en su boca.
Marcel asintió sin poder hablar, mientras la puerta se cerraba despacio. Se
quedó sin saber qué hacer y después de una eternidad llamó otra vez. Cuando
finalmente ella abrió sin preguntar, la abrazó, pidiéndole perdón con un beso.
Sin hablar la llevó hasta la cama. Sin hablar le hizo el amor mientras ella
lloraba en silencio. Se quedaron dormidos casi al mismo tiempo.
No sabía qué hora era cuando sonó el teléfono. Odette dormía. Alargó la
mano y levantó el auricular. Del otro lado vacilaron al oír su voz. Oyó una
respiración pesada y después el clic violento.
¿Quién? ¿No esperaban que yo respondiera?
La desconfianza se le enroscó en el pecho, quitándole el aire. Se odió a sí
mismo por ese sentimiento que ya no lo dejó dormir.
El cielo mostraba esa luminosidad tenue previa al alba cuando en medio de
la duermevela, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, ambos estiraron el brazo
pero él fue más rápido.
Lo mismo: el silencio ominoso seguido del clic. La miró con la duda
agarrotándole la garganta.
Ella debió de ver algo en sus ojos, porque con la voz quebrada le pidió que
se fuera. La apretó entre sus brazos, angustiado. No quería irse.
Dios, ¿por qué esta mujer me hace sentir todas estas cosas?
Quería saber pero no se atrevía a preguntar. Quiso hacerle el amor pero la
poseyó desesperado. Ella era la sal en la herida y el bálsamo que la cerraba.
246
La amaba y la odiaba. Ya no tenía orgullo; estaba dispuesto a aceptar
cualquier cosa con tal que lo dejara quedarse y se lo dijo.
—Jamás te humillaría de esa manera— se arrancó de sus brazos y habló con
la voz opaca de amargura—. Si quisiera nada más que alguien que me
calentara la cama, lo habría buscado en la calle.
Sus propias terribles palabras en boca de ella lo azotaron.
—¿Cómo pudiste insinuar algo así? Nos degrada a los dos. Es mejor que te
vayas.
—Por Dios, no...
—No me lastimes más.
Se fue, mudo de vergüenza. Cómo se puede destruir lo que se ama con tanta
facilidad. Te perdí. Ahora sí te perdí. Definitivamente.
*****
—¿Y?
—Está con alguien. Un tipo, el que atendió las dos veces.
—Carajo...
—¿Qué hacemos?
—A esta hora, ya nada.
—Esperemos hasta la noche. Más fácil... Vive sola; se lo sacaste a la vieja.
El tipo debe de venir los fines de semana. Seguro.
58
CAPO CALAVÀ, LUNES POR LA MAÑANA
Lola volvió a marcar el número de la casa de su hija. Nada. No hay nadie. ¿Y
Marguerite? Una sensación extraña le trepó hasta el estómago. Decidió
probar en la casa de Auguste. Charló de minucias familiares con su nuera y
le preguntó como al pasar por Marguerite.
—No, mamá, no vino a casa.
Le pidió a Nadine que, si la veía, le avisara para que la llamara, y
prudentemente cambió de tema. No está en casa de Odette, ni en lo de
Auguste. Siempre hablaban el mismo día de la semana, para contarse las
nimiedades de la vida diaria, los chismes familiares que la mantenían cerca
de sus hijos. El contacto afectuoso de una amistad de años.
Insistió una vez más, esta vez a lo de Marguerite. Nadie. A lo largo del día
continuó llamando, con creciente preocupación. A las cuatro de la tarde, la
sensación desagradable se había transformado en una ominosa premonición.
247
Franco llegó del teatro a las cuatro y media. Lo oyó silbar "L'amour est un
oisseau rebelle" mientras entraba en la casa. Estaban ensayando una nueva
puesta para el ballet de "Carmen". Se asomó para verlo dar unos pasos de
baile por el salón. Silbando, su marido la tomó de la cintura y la hizo girar
siguiendo los compases.
—¿Qué te pasa? —le preguntó él, tras detenerse en seco.
Con el corazón en la boca, Lola le explicó lo de las llamadas. La expresión
de Franco cambió instantáneamente.
—La última vez que te vi esa cara fue la noche en que murió Jean-Luc.
Los presentimientos le retorcieron las entrañas. Aquella noche,
extrañamente, había insistido en llamar a la casita. Nunca lo hacían, pues
Franco prefería hablar con Auguste. Calogero les había dado la noticia
llorando: había encontrado a Odette al lado de la cama, paralizada. Cuando
trató de tocarla, ella había gritado no sabía qué, lo había empujado y salido
desesperada de la casa. No podía encontrarla. Tampoco podía encontrar a
Auguste.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquella noche, su hija había estado a
punto de matarse. Franco lo sospechaba, pero ella lo sabía: se lo había
arrancado a Auguste, pues Odette jamás había hablado.
La angustia le cerró la garganta. Franco la abrazó mientras ella murmuraba:
—Llamemos a Auguste.
Sin soltarla, él replicó:
—No. Llamemos a Varza.
MILÁN, LUNES POR LA MAÑANA
Mario Varza estaba todavía en su despacho, en la empresa, revisando
papeles pero con la mente en otra parte. Había recibido el aviso de que el
grupo había salido del país, con destino a Lisboa. ¿Carajo, por qué a
Lisboa? No tengo a nadie allí. Repasó lo que sabía de ellos: tenían pedido de
captura en Francia y España. ¿Cómo mierda iban a cruzar las fronteras?
¿Cuándo, dónde? Olvidémonos de los aeropuertos: el control es demasiado
estricto. ¿Por mar? No. Mucho tiempo. Cualquier viaje por mar hasta puerto
francés no llevaba menos de cuatro días, y él sabía que iban a actuar rápido.
El tren. Lógico. De entre una pila de papeles sacó la cartilla de horarios de
trenes europeos. El tren les daba el tiempo necesario para preparar lo que
hubiera que preparar, y la guardia fronteriza no era tan severa. Seguramente
viajarían con documentación falsa. Buscó las conexiones. Lisboa-París
248
Montparnasse, 16: 00 - 14: 50. Frontera: Hendaya.
La puta que los parió, Hendaya es un balneario. Nadie controla nada. Están
en París desde hace más de un día. La campanilla del teléfono lo sobresaltó.
—Il signor Mario Varza, per cortesia46...
La voz del otro lado era...
—¿Odette?
—Lola Massarino, Mario. La prego mi scusi per il disturbo47...
Apenas cortó con Lola, marcó el número de Colosimo.
En una hora, Calogero estuvo en su despacho. Ya había elegido a quiénes
llevar y tenía listos los pasajes de Alitalia.
—Filippo también viene —le dijo, y él estuvo de acuerdo.
—Lo que necesiten, — no era necesario mencionar qué, — ya saben dónde
conseguirlo en París.
Calogero asintió seco. Cuando salía, Mario lo llamó:
—Calogero... con la tua vita.
—Manco che me lo dica — "No hace falta que me lo digas" respondió
Calógero y se marchó.
59
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. LUNES POR LA TARDE
—Marguerite no vino a casa—Odette cerró la puerta y se apoyó contra el
archivero, con los brazos cruzados apretadamente y mirada de preocupación.
—Estará enferma...— respondió Auguste.
—Habría telefoneado.
—¿La llamaste?
—No atiende nadie.
—Odette... —se encogió de hombros y abrió los brazos, tratando de restarle
importancia al asunto.
—Fui a su casa, Auguste. No hay nadie. El portero me dijo que no la ve
desde hace unos días.
Sonaba muy mal.
—Te estás poniendo paranoica —sin admitir que él ya lo estaba.
—¿Paranoica? ¿Nadie más que yo está paranoico? Este trabajo es paranoico.
Ser policía es estarlo un poco. Si no estuviéramos todos levemente
neuróticos, la otra noche Michelon hubiera ido sola, no hubieras llevado a
46
47
El Sr. M.Varza, por favor
Le ruego disculpe la molestia
249
Meyer y Dubois, Nohant se habría salido con la suya... —ella contestó
mientras la voz le subía sin control.
—Odette, por favor —le dijo, con un gesto apaciguador—. Estamos todos
bajo una gran presión. Quiero que... que dejes el caso.
Ella dio un respingo y le clavó los ojos.
—Por un tiempo, hasta que las cosas estén más tranquilas —¿Cómo mierda
le explico lo que nos ordenaron? Sintió que el estómago se le volvía un
abismo.
—¿Qué carajo pasa?
— Nada. Te cuido. —No va a ser fácil. Nunca lo es con ella.
—Auguste, no puedo creer lo que estás tratando de hacer. ¡El caso es mío!
Estamos llegando al fondo y quieren... !quieren sacarme de en medio, que lo
abandone, ahora que estamos a punto de...! Todavía no encontramos a los
cerebros... ¡No puedo creerlo!
—¡Basta! Esto se terminó. No quiero que te arriesgues más. Ya tuve
demasiado con lo de las monjas...
—Ya tuviste demasiado... ¡YA TUVISTE DEMASIADO! —Odette estaba
fuera de sí.
—¡EN EL NOMBRE DE DIOS! ¡ESTOY TRATANDO DE
PROTEGERTE!— estrelló el puño en el escritorio.
Desde afuera de la oficina seguramente se oirían las voces. Pero aunque se
estuviese derrumbando el techo, nadie entraba en su oficina cuando él y
Odette discutían, lo cual ocurría con cierta frecuencia últimamente. Auguste
miró hacia la puerta del despacho con preocupación.
Mejor bajo el tono de voz. Bastante con las murmuraciones que corren aquí
adentro, como para darles más pasto a las fieras.
Cerró los ojos, los abrió y respiró profundo tratando de mantener la calma.
—Por favor, sentémonos.
Ella le daba la espalda. Le rodeó los hombros con el brazo.
—¡Por el amor de Dios, necesito que me escuches! Todo esto que está
pasando... quiero decir, los implicados, las relaciones que están
apareciendo... es muy peligroso. Tengo órdenes. Esto se convirtió en algo
muy grande. Nosotros... Nos superó. Hicimos un muy buen trabajo...
—No necesito que me lo expliques —le respondió Odette ácidamente—.
Hace diez años que estoy buscando a los implicados y las relaciones. Diez
años esperando, reuniendo pieza por pieza, buscando noticias inconexas a
primera vista, reuniendo testimonios, pruebas minúsculas. ¿Alguna vez
250
imaginaste lo que significa saber que estás en lo cierto y no poder
demostrarlo? ¿Alguna idea de cuántas noches pasé tratando de encontrar una
grieta, un resquicio por donde penetrar en ese juego infernal? ¿Alguien
puede imaginar lo que sufrí?
Una catarata de imágenes terribles le cruzó la mente. ¿Cómo puede seguir
resistiendo? Yo ya no puedo soportarlo más. Ella siguió hablando.
—¿Alguien sabe todo lo que perdí?
Auguste cruzó los brazos y giró el sillón hacia la ventana. El viejo dolor
estaba allí, golpeando bajo, como siempre. Se mordió el labio con saña.
—Odette, todos lo perdimos. Yo perdí a un gran amigo, mi maestro, mi...
hermano. Yo... yo también lo quise. No soportaba verlo sufrir... —tragó,
pero el nudo de la garganta no se aflojó.
—Y como no soportabas verlo, ordenaste que le dieran morfina. ¿Te
tranquilizaba la conciencia?
Supo que estaba blanco como el papel. Cerró los ojos y apoyó la frente en las
palmas de las manos; se pasó los dedos por el cabello. No quería mirarla.
—¿Creíste que no iba a enterarme? ¿Cómo pudiste pensar que era tan
estúpida?
—¡Estúpida, no! ¡Inocente! ¡Quería protegerte!
—¿De qué? ¿De tu piedad? Calogero me lo confesó. ¿Quién creías que lo
inyectaba? Calogero tenía miedo de equivocarse con las dosis.
La oyó rodear el escritorio para enfrentarlo.
—Pero la morfina no bastaba. El estar inconsciente no era suficiente. Yo
quería hacerlo feliz, aun en ese estado. Así que empecé a inyectarle heroína.
Auguste sintió cómo ella giraba el sillón y le quitaba las manos de la cara
para obligarlo a mirarla. Estaba pálida, los ojos como brasas.
—Eso sí, tuve mucho cuidado. No quería que mi dolorido hermano tuviera
problemas por mi culpa. Quería que Jean-Luc pudiera sentir, ¡SENTIR
ALGO!, algo más que dolor, impotencia, desesperación. Para eso bastaba
conmigo. La heroína sirvió, lo veía en sus ojos. Mientras le duraba el efecto
hasta podía acariciarlo y besarlo, porque cuando estaba lúcido no me lo
permitía. Era... la única forma de hacerle el amor que me quedaba. —Estaba
de rodillas en el suelo, meciéndose suavemente, con los brazos cruzados,
como quien calma un dolor—. Al final fue nada más que heroína. La
morfina no le hacía nada. Estaba tan débil... Tenía que tener mucho cuidado
con la cantidad que le inyectaba... era difícil calcular cuánto...
Odette se recostó contra la pared bajo la ventana, cerró los ojos y hubo un
251
silencio.
—Yo lo maté, Auguste. Le di una sobredosis.
El mundo ya no estaba en su lugar. En ese terrible momento Auguste
vislumbró la magnitud de la tragedia. Inhaló con dificultad, sabiendo que las
lágrimas estaban ahí, ahogándole las palabras en la garganta. Cuando levantó
la vista, Odette ya había salido.
*****
Auguste se asomó desde su despacho y el silencio afuera era descomunal.
—Necesito a alguien de Desaparición de Personas. Ahora.
Murmuraron un “Sí, señor” y alguien levantó el teléfono mientras él cerraba
la puerta.
Miró su reflejo desencajado en el cristal de la venana. Las manos le
temblaban.
No puedo más, quisiera irme a casa y dormir una semana.
Levantó el teléfono y llamó; nadie respondía en casa de Marguerite.
Carajo…¿Qué es lo que no encaja? Ya terminamos, se cerró el caso, no
queda nadie suelto... ¿o sí?
El instinto le decía que Odette no estaba equivocada. Fuera de control,
porque de otra forma jamás hubiera hecho esa confesión atroz. No podía ser
cierto. O sí. ¿Por qué, si no, torturarse todos esos años? ¿Se había condenado
y estaba pagando la culpa? Ella se había ido sin darle tiempo a reaccionar.
Fue un accidente. Se estaba muriendo. Yo no tuve el coraje de volver a verlo
porque me pedía que lo ayudara a morirse de una puta vez por todas. Fue
culpa mía, Cisne. ¿Mi cobardía te hizo esto?
El timbrazo del interno lo hizo saltar. Pasó las señas de Marguerite sabiendo
que le temblaba la voz. Se frotó los ojos, cruzó las manos y apoyó la frente
en el hueco de las palmas. La alianza le rozó la piel y, quién sabe por qué, el
anillo de sello de Nohant le asaltó la memoria.
Nohant.
Recordó la mirada envenenada de odio... y de algo más. El hijo de puta no
había perdido la expresión de burla cruel ni siquiera cuando se lo llevaron
esposado. Como si supiera algo que Auguste desconocía. ¿Qué, por Dios,
qué? Habían interrogado al ex DG durante horas, inútilmente. Ni siquiera
acompañado por los abogados que había exigido había soltado palabra.
Está esperando algo. ¡O a alguien! Alguien que pueda sacarlo de esta
252
situación. Y para eso tienen que sacarnos a nosotros de en medio. Un
escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿Dónde está mi hermana?
Llamó por el interno y Sully respondió que la capitán había salido hacía más
de media hora. ¿Dubois? Estaba en Archivos. En casa de Odette no
respondían al teléfono.
Pasó un radiomensaje con el presentimiento a flor de piel. Después de un
rato le avisaron que el aparato de radio de Marceau aparentemente estaba
apagado.
Cristo, ¿qué está haciendo?
—Bardou, que Dubois suba a mi oficina.
El teniente se asomó sin hablar.
—Estoy tratando de localizar a Marceau. Me avisaron que tiene apagada la
radio de su auto. Marguerite, la… empleada de Marceau... desapareció. Ya
di la orden de iniciar la búsqueda.
—¿Quiere que... trate de encontrar a Marguerite?
—No. Busque a Odette—le indicó algunos sitios en los que sabía su
hermana podría estar.
— Vaya a la casa y espérela ahí. Tiene que ir a su casa en algún momento—
metió la mano en el bolsillo y le entregó el llavero—. Ésta es de la puerta de
entrada; ésta, del departamento. Anula el código de acceso y la alarma.
Cuando entre, vuelva a cerrar con llave para activar la alarma otra vez. Ya
pedí que rastreen el auto.
Levantó la vista: Dubois estaba mortalmente pálido.
—Comisario...¿No cree que sería mejor que usted buscara a M—Marceau?
—Dubois vaciló.
—No. Tengo que hacer otra cosa. Avíseme tan pronto como sepa algo.
Voy a interrogar a ese hijo de puta de Nohant y arrancarle la verdad a
golpes.
—Dubois... Encuéntrela. Como sea. Y no la deje sola.
Dubois asintió y se fue.
PARÍS, LA DÉFENSE. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
Carajo, no puede pedirme esto. No puede.
Las llaves le estaban lastimando la palma de la mano. Le dolía el pecho de
no querer pensar en las razones por las cuales Massarino tendría las llaves de
la casa de ella. Se sentó en el auto con el estómago y las entrañas hechos un
nudo. Miró el reloj: las siete y media de la tarde. El cementerio está cerrado.
253
No puede estar ahí. Intentó con la radio. Nada. Al puente de L'Alma.
¿Qué mierda vendría a hacer acá? Hace un frío espantoso. Frío y todo, bajó
del auto y se arrebujó en el impermeable para recorrer el puente. El
panorama era maravilloso pero se le antojó tétrico.
La gente tiene la mala costumbre de tirarse al Sena en los lugares donde el
paisaje es más interesante. ¿Dónde carajo estará? Massarino tenía cara de
tragedia anticipada. ¿Por qué no vino conmigo, si tanto se preocupa...?
¿Tan importante es lo que tiene que hacer, que no es capaz de salir a
buscarla?
Volvió al auto y a punto de pasar un radiomensaje, intuyó no tendría
respuesta.
No creo que quiera hablar conmigo.
Llamó por radio a las unidades de patrulla para que le avisaran de inmediato
si alguien detectaba el automóvil de la capitán Marceau.
¿Qué puede haber pasado con Marguerite?... No. No ‘qué’; ‘quién’ puede
estar detrás de Marguerite, y para qué. Marguerite tiene las llaves de la
casa de Odette, conoce su vida, sus horarios, sus gustos personales... ¡Dios
mío, están detrás de Odette!. La adrenalina se le disparó y le provocó un
acceso de pánico. ¿Adónde? ¡Al departamento! Antes que llegue alguien
más. Miró el reloj mientras aceleraba: las ocho y media. Perdí el tiempo
como un boludo mientras ella quién sabe dónde está.
Insistió con la radio y a las nueve menos cuarto hubo novedades. Habían
llamado a la policía. El portero del edificio de Marceau.
El pulso le martilleaba enloquecido en las sienes cuando vio la ambulancia.
Le costaba respirar, caminar, pensar lógicamente, tanto que casi olvidó
exhibir la placa y uno de los agentes estuvo a punto de sacudirle un
macanazo por violar el cordón policial.
Vio que subían un cuerpo a la ambulancia y le preguntó a los gritos a un
suboficial de quién se trataba. Después de lograr que dejara de zamarrearlo,
el pobre cabo le informó que se trataba de una mujer mayor.
—La capitán Marceau está sentada en aquel patrullero, teniente.
Con las rodillas flojas se acercó. Cuando la llamó, Odette no respondió. No
miraba a ninguna parte.
Abrió la puerta y tomándola del brazo la sacó y la llevó hasta su automóvil.
Mientras lo ponía en marcha para seguir a la ambulancia, pudo por fin
escuchar lo que ella decía.
—La mataron por mi culpa. Yo la maté.
254
PARÍS, PRISIÓN DE LA SANTÉ. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
La sensación de impotencia le cerró la garganta. Dos oficiales y un
suboficial tuvieron que entrar en la sala de interrogatorios y sujetarlo para
que no matara a Nohant a golpes. Estaba enajenado, y la expresión de burla e
insolente suficiencia del ex DG lo enfurecieron a tal grado que perdió el
control.
—¿Qué le pasa, Massarino? —había murmurado el otro, sentado
displicentemente del otro lado de la mesa—. ¿Tiene miedo? ¿O va
entendiendo cómo son las cosas?
La mirada de Nohant lo atornilló a la silla.
—¿Cómo puede ser tan imbécil de creer que esto se terminó? ¿Sabe cuánto
más me queda acá adentro? El tiempo que tarden en dejarlos a ustedes fuera.
Definitivamente afuera.
—Qué quiere decir con eso... — las manos le dolían de tanto apretarlas.
—Averígüelo por usted mismo.
Lo agarró del cuello antes de pensar en lo que estaba haciendo y sus
compañeros entraron a separarlos.
—¡Tranquilo! Lo único que falta es que te sancionen por ponerle las manos
encima a este hijo de puta, —lo contuvo uno de los oficiales mientras lo
sentaban por la fuerza y se llevaban a Nohant.
—Tranquilo, un carajo. Me amenazó.
—Está adentro. ¿Qué mierda puede hacer? Es un escorpión sin veneno.
Se sacudió rabioso las manos de sus compañeros.
No entienden. No pueden entender. El malparido sabe de qué habla. ¿Dónde
carajo está Odette?
—Mejor te vas a casa, Massarino. Mañana, con un poco más de calma, nos
sentamos con esta rata y le sacamos algo.
Se fue a su casa con dolor de estómago. Tenía la espantosa sensación de que
“mañana” sería demasiado tarde.
PARÍS, XVI° ARRONDISSEMENT. LUNES POR LA NOCHE
El timbre del teléfono lo hizo saltar en el sillón. Nadine había acostado a los
chicos y circulaba por la casa en puntas de pie. Un rato antes lo había
abrazado y él había recostado su cabeza contra el vientre suave y tibio de
ella.
Lo único seguro en el mundo. Te amo, colorada.
255
La apretó tan fuerte que Nadine se sobresaltó. Sentada en sus rodillas, le
preguntó qué estaba pasando. Auguste había negado con la cabeza, incapaz
de hablar a causa de la emoción.
—Es Odette, ¿verdad?
Esa cualidad terrible de las mujeres de acertar donde más te duele. Asintió.
—Si trataras de comprenderla además de amarla, todo sería más fácil entre
ustedes dos.
¿Comprenderla?
Nadine lo miró con aquella mirada suya que lo había atrapado desde el
primer día.
—Odette es todo aquello que te empeñaste en encerrar en lo más profundo
de tu corazón, siciliano mío, —susurró sobre sus labios
Auguste meneó la cabeza Nadine lo sostuvo en un largo abrazo, se levantó
para preparar café y el teléfono estalló en medio del silencio.
—¡Hable!
—¿Comisario? Es Bardou. Llamaron... Encontraron a la persona que usted...
Bardou nunca había vacilado tanto. Sintió que la adrenalina se le disparaba
descontrolada.
—¿Dónde carajo estás?
—En la morgue, señor.
Cuando Nadine volvió con el café, lo vio salir como un loco.
PARÍS, MORGUE JUDICIAL. LUNES POR LA NOCHE
Marcel estaba pálido de furia. Miró el cuerpo, se volvió y golpeó una camilla
cercana. La mujer tenía hematomas y marcas de quemaduras por todas
partes: las plantas de los pies, el interior de los muslos, los pechos, los
párpados, alrededor de la boca.
—...quemaduras de cigarrillo. Las más pequeñas son del tipo que provoca
una descarga eléctrica puntual. La víctima presenta quemaduras de este
último tipo en los genitales externos e internos. Se registran laceraciones,
probablemente con elemento cortante, en el área vaginal, perianal y anal. Las
piezas dentarias faltantes... —el forense hablaba hacia el micrófono para
dejar registro de la autopsia.
Marcel salió enfermo de náusea. Hijos de puta. En el pasillo, Odette estaba
sentada temblando, en estado de shock. Bardou, mudo y azorado, no sabía
en dónde pararse. Marcel se sentó junto a ella y le preguntó dónde había
estado, pero ella no reaccionaba. La angustia lo dejó sin voz cuando intentó
256
consolarla.
Massarino entró como una tromba, los hermosos rasgos de patricio romano
deformados por la desesperación. Marcel y Bardou se quedaron helados
cuando el comisario se arrodilló para abrazar a Odette y tomarle la cara.
—¿Qué pasó, bambina? ¡Por Dios, qué pasó!
Odette no respondió.
—Bardou, quédese con Marceau. Que no se mueva de allí— ordenó Marcel
mientras acompañaba al comisario a la sala de autopsias.
—Dejaron el cuerpo en la puerta del edificio. No mucho antes de que ella
llegara. Los porteros no vieron nada —le explicó a Massarino.
Nada podía preparar al comisario para el horror que esperaba en la camilla.
Marcel lo sostuvo cuando le flaquearon las rodillas. Massarino sollozaba
como un chico.
—Comisario, salgamos —y lo tomó del brazo, empujándolo suavemente.
Era terrible ver llorar a ese hombre y no saber qué decir para ayudarlo.
—Marguerite era parte de la familia. Ella... ella quiso quedarse cuando los
viejos se retiraron a Italia. “¿Quién se va a ocupar de ustedes dos?”, decía
siempre. Ella cuidaba de Odette como si fuera su propia hija.
Las lágrimas le caían sin ninguna vergüenza. Instintivamente, Marcel lo
abrazó.
—“Está muy sola”, decía. “Está muy flaca”... Ella me llamaba cuando
Odette estaba mal, sabía dónde encontrarnos a los dos. ¿Qué le hicimos, mi
Dios? ¿Qué le hicimos?
Marcel lo sostuvo, mudo por la emoción.
—Dubois, no dejes sola a mi hermana. No te le separes ni un minuto. Esos
hijos de puta tratarán de llegar a ella de cualquier forma. —El policía estaba
de regreso.
—¿Su hermana?
—Odette —murmuró el comisario, pasándose las manos por la cara y el
cabello en un intento por recuperar la compostura.
En medio de toda aquella atrocidad, Marcel sintió que el nudo en la garganta
se le desataba, dejándolo pensar con claridad.
—Comisario, corra a su casa. Vamos —dijo, mientras tomaba a Odette por
los hombros con cuidado.—Bardou, envíe custodia armada a la casa de
Massarino.
—Teniente —murmuró Bardou, señalando con la cabeza hacia Odette—,
¿de verdad es... la hermana del comisario?
257
Asintió. Nunca había estado tan seguro de algo en toda su vida.
—Mierda, —murmuró Bardou.
PARÍS, XVI° ARRONDISSEMENT. LUNES POR LA NOCHE
Auguste se había ido hacía menos de diez minutos cuando sonó el timbre.
Nadine corrió hasta la puerta, pero, hija y mujer de policías, no abrió.
—¿Quién es?
—Signora Nadine —respondió por el intercomunicador una voz vagamente
conocida —. Soy Calogero. Calogero Colosimo, signora. Abra, por favor.
Nadine espió por la mirilla telescópica. Dios, de verdad es Colosimo. ¡Mis
suegros! ¡Algo les pasó a mis suegros! Abrió y el hombre entró apresurado,
seguido por otros tres.
—Calogero, ¿qué pasa?
—Busque a los chicos. Tenemos que salir de la casa.
—¡Auguste no está!
—Ya sé. Lo vimos salir y preferimos quedarnos y sacarlos a usted y a los
chicos.
Nadine miró a los hombres que acompañaban a Colosimo. El parecido no era
suficiente para que fueran parientes, pero tenían un aire en común... Paisanos
del mismo lugar. Colosimo la tomó del brazo y la llevó escaleras arriba.
—Vamos, signora. No tenemos mucho tiempo. Por favor. Es por el bien
suyo y de los chicos.
Corrieron, ella con Isabelle, y Calogero llevando de la mano a Antonin, hasta
el garaje de la casa, donde esperaba un automóvil igual al de Auguste.
—Suban. Agáchense en el piso del auto hasta que yo les avise.
—Calogero, ¿qué pasa?
—Los muchachos se quedan aquí. Yo la llevo a un lugar seguro.
Después de cinco minutos de carrera, el hombre les dijo que podían
levantarse. Les llevó sólo cinco minutos más llegar a la casa del comisario
SaintClaire, que esperaba nervioso en la puerta.
—¡Papá!
— Entren. Rápido. Dejen los besos para después. Gracias —el viejo ex
comisario le dio la mano a Colosimo.
—Somos de la familia. No tiene nada que agradecer. —Colosimo saludó
respetuosamente a SaintClaire. Nadine lo miró con ojos llenos de miedo.
—Quédese tranquila. A Augusto no le ocurrirá nada. Nosotros nos
ocupamos.
258
Mientras su padre cerraba la puerta, Nadine oyó el chirrido de los
neumáticos del otro automóvil.
QUAI DES ORFÈVRES.
—¿Adónde vamos? —preguntó Odette después de unos minutos.
Marcel la había sentado en el auto y sujetado con el cinturón de seguridad,
como a una criatura. Con el rabillo del ojo vio que ella lloraba en silencio.
Le pasó el brazo por los hombros y le acarició la cara. Él tampoco podía
hablar. Ella no resistió su abrazo. Marcel sintió que el pecho le reventaba de
dolor.
—¿A dónde vamos? —insistió ella, con vocecita entrecortada.
—A la Brigada. Donde puedas estar segura.
La soltó momentáneamente para tomar el volante y virar en un semáforo.
—¡No! ¡Van a matar a mi familia!
—Odette, tu hermano me dio la orden y nunca estuve más de acuerdo.
—¡Van a matar a mi familia!
El semáforo cambió a rojo. En un segundo, Odette se soltó el cinturón y
abrió la puerta, tratando de saltar del auto pero él fue más rápido: la tomó del
brazo y tiró de ella hacia adentro.
—¡No! —Odette se debatió con furia.
—No vas a ninguna parte. —Le esposó la muñeca izquierda a la derecha de
él. —Ahora hagamos lo posible por no matarnos, — y arrancó a toda
velocidad.
—¡Te odio!
—Ya lo sé.
Frenaron ruidosamente en la entrada del edificio y el suboficial de guardia
corrió hasta el auto con la mano en la cartuchera. Marcel sacó a Odette
todavía esposada a su muñeca, escandalizando al sargento Perrin.
—¿Quién está arriba?
—¡Foulquie! ¡Anda por el segundo piso, teniente! —gritó Perrin mientras
Marcel arrastraba a Odette por las escaleras de la Brigada.
Maldita caprichosa. No, por Dios. Está desesperada, igual que yo. Quería
abrazarla, besarla, jurarle que nada le pasaría a su familia, que todo saldría
bien.
—¡Foulquie!
El sargento se puso de pie de un salto, enarcando una ceja ante la escena.
Marcel abrió las esposas, tomó a Odette por los hombros y la sentó frente a
259
un escritorio.
—Por favor…¡POR FAVOR! Quiero que te quedes acá. ¡Foulquie, que no
salga del edificio! Si es necesario, métala en un calabozo. Voy a la casa de
Massarino.
Se inclinó hacia ella y la besó en la frente. Luego lo pensó mejor y la abrazó
y besó apasionadamente.
—Voy a buscar a tu hermano. No te muevas de este escritorio. Dame tu
palabra.
Ella asintió con un gesto. La besó otra vez y salió.
60
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. LUNES POR LA NOCHE.
Foulquie se acercó en silencio.
—Capitán, su... cuñada está en casa de su padre, con los niños. El comisario
SaintClaire acaba de avisar.
Gracias al Cielo.
—¿Cómo llegaron...?
El sargento se encogió de hombros.
Mi hermano… Marcel... Tengo tanto miedo.
—¿Quiere un café? —le preguntó Foulquie.
—Por favor —murmuró ella.
Mientras el sargento salía, Odette enterró la cara entre las manos. Por
primera vez en años se puso a rezar.
Oyó pasos. Foulquie con el café... Un uniformado se paró detrás de ella y la
levantó de un brazo.
—¡Qué...! —mientras el hombre le esposaba las manos a la espalda.
—Órdenes, señora.
— ¡No hace falta!
No conozco esa voz.
— ¿Dónde está Foulquié?
Sin molestarse en responder, el tipo la sacó a empujones hasta la escalera.
Tirado en el rellano había un cuerpo boca abajo en medio de un charco
oscuro.
— ¿Qué hace? ¿Quién…!
La boca de una pistola se le enterró en las costillas. El arma quedaba oculta
entre el tipo y ella.
—Un solo movimiento de más y masacro a los que se nos crucen —le
260
susurró al oído.—Vamos a salir con calma y sin escándalo.
Mientras bajaban las escaleras, Odette espió el reflejo del tipo en el vidrio de
una puerta Alto, de contextura fuerte, rubio, facciones un poco abotargadas
pero atractivas. La sujetaba con mano de hierro. Hablaba un francés sin
guturalidades ni acentos. Extranjero pero no europeo. Ni norteamericano.
Dios, es él. El estómago le dio un vuelco; le temblaron las piernas y
trastabilló. El hombre la sostuvo con una facilidad increíble.
— Ni se te ocurra llamar la atención— el cañón le lastimaba el costado.
Salieron al patio central casi vacío salvo algún oficial que cruzaba a la
carrera por el frío. Apenas se saludaron. El hombre la metió en un patrullero
estacionado frente al acceso a las escaleras de la Brigada. Odette no
recordaba que hubiera autos en el patio interior esa noche.
La sentó y la sujetó con el cinturón de seguridad. Se caló la gorra, se sentó
al volante y dejó el arma entre las piernas. Encendió las luces y la sirena y
salieron del edificio. Entre las sombras del interior del vehículo y la visera,
no se le veía la cara.
El puesto de guardia estaba vacío. ¡No puede ser! ¿Dónde está Perrin?
La sirena se apagó apenas cruzaron el puente. A unas cuadras, el hombre
detuvo el patrullero detrás de un sedán oscuro, la amordazó con cinta
adhesiva y la arrastró fuera del auto. El frío le cortó la respiración. Con la
habilidad propia del entrenamiento, el tipo le dio detrás de la rodilla un golpe
ligero que la hizo trastabillar lo suficiente como para que él le tomara la
cabeza y se la bajara y la sentara en el asiento del acompañante del sedán, en
un solo movimiento. Le ajustó el cinturón de seguridad, cerró la puerta y se
sentó al volante. Antes de arrancar, reclinó el asiento para sacarla de la vista
desde la ventanilla. Comprobó el ajuste del cinturón y se pusieron otra vez
en marcha. Sobre la guantera había una Motorola sintonizada con la
frecuencia de la policía. Mirando el reloj de pulsera, él dijo:
—Las once y media. En media hora nos encontramos con los muchachos en
el Bois de Boulogne. Van a llevar a tu hermano.
La miró de reojo mientras conducía consultando un plano de la ciudad.
—Pensé que iba a tener que servir a una vaca vieja y me encuentro con una
yegua que está para seguir corriendo.
Con la otra mano en el volante, le recorrió el cuerpo. Ella trató de apartarse.
Él le levantó la pollera con la punta del arma.
—Mirá qué lindo el encaje. Todas las francesas son putas.
Odette no entendía todo lo que él decía pero se lo imaginó muy bien. “Puta”
261
suena igual en varios idiomas. Sintió, impotente, cómo las lágrimas de rabia
le rodaban por la cara. No quería llorar delante de ese hijo de puta. El
tipo
siguió hablando mientras conducía y le metía la mano entre las piernas,
buscando el borde del calzón de encaje. Cuando ella se resistió, un violento
empujón le sacudió la sien contra el parante del auto.
— No, muñeca. Acá mando yo— la miró amenazador mientras le volvía
bruscamente la cabeza agarrándola del pelo.
La Motorola zumbaba mensajes anodinos: robos, accidentes de tránsito. Una
medianoche tranquila de invierno. Odette alimentaba la esperanza de que
alguien hubiera notado la falta del patrullero. ¿Y Perrin? ¿Y Foulquie? Lo
que se oía por la radio tenía que ser casi incomprensible para el hombre, que
la apagó de un manotazo.
—Hablan más atravesado que la puta que los parió. Parece que lo de tu
hermanito todavía no saltó. Queremos que disfrute del show como lo disfrutó
con la mujer. A estas horas deben de haber terminado con ella y los chicos.
Mis muchachos saben divertirse. No con tu hermano, ¿eh? Él tiene que venir
entero.
Entonces, el animal no sabía que Nadine no estaba en la casa. Gracias, Dios
mío. Quién sabe si Marcel pudo llegar a tiempo.
El tipo volvió a hablar en francés.
—Así que ésta es la capitán Marceau. La puta más cara del mundo. Nos
costaste fortunas. Millones de dólares perdidos porque querías vengar la
muerte de tu macho. No lo puedo creer. Un cana de mierda. Y la puta de la
mujer que busca venganza trece años después. ¡Como el puto conde de
Montecristo, ja! Me las vas a pagar, muñeca. Aunque sea lo último que haga,
vas a sufrir hasta el último segundo de lo que te queda de vida.
Las luces del alumbrado público pasaban cada vez más rápido. El hombre le
manoteó la camisa para desabrochársela y recorrió los contornos del corpiño.
Odette tuvo un escalofrío de asco y miedo cuando la mano le bajó el encaje.
Cerró los ojos para no verlo humillarle cada lugar del cuerpo donde la
tocaba.
—¿Estás llorando de miedo o de rabia? Quiero verte llorar de miedo. Tuve
una muñequita así, chiquita. Más joven, una pendeja. Después de que la
quebré fue como seda. Al final tuve que trasladarla. Órdenes.
Ella intuyó el significado de las palabras y la desesperación le trepó por las
entrañas.
En el bosque se detuvieron en uno de los caminos laterales. Él miró el plano
262
y asintió. Le soltó el cinturón de seguridad y reclinó totalmente el asiento. Se
acomodó entre sus piernas, sacó una navaja del bolsillo y tuvo que hacer un
esfuerzo para cortarle la ropa interior.
—Todavía te resistís, putita...
Le pasó la navaja a un milímetro de la cara y siguió bajando por el cuello,
cada vez más cerca. Un hilo de sangre brotó del nacimiento del pecho
izquierdo antes de que ella pudiera sentir el corte. El instinto y el miedo le
hicieron contener la respiración para apartar el cuerpo de la hoja que le
recorría el esternón y el estómago en una caricia mortífera. Gotitas como
perlas diminutas le brotaron del rastro terrible. El hombre dejó la navaja en
el otro asiento al tiempo que la sujetaba por el cuello, ahogándola con el
apretón. El esfuerzo por respirar hizo que los bordes de los tajos se abrieran
apenas y sangraran con un dolor intolerable. La cinta adhesiva le enmudeció
el grito en la boca.
La mano de él subió para sostenerle la cara, y el pulgar le arrastró una
lágrima. Un instante después la rodilla del tipo se le enterró súbita y violenta
entre las piernas. El golpe la paralizó y la dejó sin aire otra vez. Cuando
logró inspirar, el dolor casi la desmayó.
Cerró los ojos para controlar la náusea y arqueó el torso, acercándose
involuntariamente a él en un esfuerzo por tratar de llenar los pulmones.
Sintió que una mano le estrangulaba el gemido en la garganta mientras la
otra la recorría en una caricia obscena, pero en lo único en que pudo pensar
fue en tratar de seguir respirando. Un acceso de tos ahogada le llenó los ojos
de lágrimas y le retorció el cuerpo.
Abrió los ojos en el momento en que él miraba el reloj y encendía un
cigarrillo. No pudo controlar otro espasmo de horror cuando la mano que lo
sostenía la recorrió. Lo vio sonreír mientras fumaba para avivar la brasa, y el
brillo rojizo le iluminó los ojos cruelmente azules. Inclinándose sobre ella
murmuró:
—Diez minutos. En diez minutos podemos hacer muchas cosas.
*****
Witowlski corría por el patio central escapándole al frío cuando se cruzó con
Marceau, seguida de un suboficial. La saludó cortésmente. Esa mujer
entendía su trabajo.
—Buenas noches, capitán.
Ella le clavó los ojos.
263
—Buenas noches, Vasili —lo saludó Marceau. El suboficial ni lo miró.
¿Vasili? Witowlski pensó que era extraño. Aunque más extraño era que no
hubiera nadie en el puesto de guardia de la entrada. Un quejido le llamó la
atención. Siguió el sonido y encontró a Perrin con un balazo en la cabeza,
semidesnudo, entre dos patrulleros. Las entrañas se le retorcieron del miedo.
Witowlski cruzó el patio a la carrera y llamó al SAMU desde el primer
teléfono que encontró. ¿No hay nadie en este puto lugar? Cuando corrió
hasta el tercer piso, buscando a Massarino, encontró a Foulquie
desangrándose en el rellano del segundo.
—Avísenle a Dubois —alcanzó a decir el viejo mientras lo subían a la
camilla.
El pánico le dio ganas de vomitar. ¿Dónde mierda encuentro a Dubois?
PARÍS, XVI° ARRONDISSEMENT. LUNES POR LA NOCHE
Auguste estaba a unas cuadras de su casa cuando un automóvil se le cruzó
delante. Clavó los frenos con un insulto y se bajó sacando el arma de la
cartuchera.
—¡Comisario!
Inspiró angustiado y bajó la pistola.
—¡Dubois! ¡Casi lo mato!
—¡Vamos a su casa!
—¿Dónde está Odette?
—La dejé en la Brigada, con Foulquie. Me juró que no se movería de allí.
Volvieron a los autos y se detuvieron cerca de la casa en silencio. Frente a la
puerta había un patrullero con las luces apagadas. Había gente dentro. Se
acercaron, armas en mano, para encontrar a los dos hombres de la Brigada
asesinados a balazos. Auguste sintió que se le detenía el corazón. Nadine.
Mis hijos. Dubois lo arrinconó contra la pared
—¡No! ¿La casa no tiene otra entrada?
La desesperación no lo dejaba pensar.
—¡Ahí adentro está mi familia! —forcejeó.
—¡Tiene que haber otra forma de entrar!
Dubois tenía razón. Doblaron por la calle lateral hasta la puerta de servicio.
En la casa había un silencio de muerte. El pulso le retumbaba en la cabeza.
Mis hijos. ¿Dónde están mis hijos? ¿Qué le pasó a Nadine? Cuando
irrumpieron en la cocina, el espectáculo era de horror. En una de las sillas
había un hombre herido en una pierna; se le veía la rodilla ensangrentada.
264
Dos tipos lo estaban golpeando duramente. Un tercer hombre se ponía de
pie, al lado de un cuerpo retorcido en forma extraña. Por la otra puerta podía
verse otro cadáver, al pie de la escalera. Los tres giraron, apuntándoles.
PARÍS, BOIS DE BOULOGNE. LUNES POR LA NOCHE
—Ahí están. Demasiado puntuales, carajo. Vamos. Lo mejor para el final, —
la arrastró fuera del auto.
Un vehículo se detuvo a diez metros de ellos. Tres hombres bajaron y uno
quedó adentro. En la penumbra del bosque, Odette entrevió que el primero
tenía la camisa desabrochada y con manchas oscuras. Llevaba las manos
detrás de la nuca. El que venía detrás lo empujó, obligándolo a ponerse de
rodillas. A pesar de las lágrimas que le nublaban la vista, reconoció a
Auguste. Mi hermano no. A él no, por Dios. Los sollozos se le estrangularon
en la garganta, sacudiéndole el pecho. Entonces Marcel está muerto. Mi
amor. ¿Qué les hice a todos? Las piernas no le respondieron y el hombre
tuvo que sostenerla para llevarla hacia el otro auto. El viento le hizo flamear
la camisa contra la piel desnuda, pegando la tela sobre las quemaduras y
erizándola de frío. Sintió la punta de la pistola enterrársele en el cuello,
debajo de la mandíbula. Las esposas le laceraban las muñecas, pero había
superado ese umbral de dolor.
—¡Massarino! ¿Te gustó lo de tu mujer? ¡Ahora vas a disfrutarlo con tu
hermana!
El hombre la levantó, la arrojó como si fuera una muñeca sobre el capó del
auto en que habían llevado a Auguste y le arrancó la cinta adhesiva de un
tirón.
—Quiero que tu hermano te escuche.
Señor, quiero morirme ahora.
Lo último que sintió fue que la tomaba por los tobillos atrayéndola hacia él,
al tiempo que le separaba las piernas.
61
PARÍS, BOIS DE BOULOGNE. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA NOCHE
Auguste miró alucinado cómo el hombre arrastraba a Odette hasta ellos. En
el nombre del Cielo, ¿qué le hizo ese hijo de puta? Se le saltaron las
lágrimas mientras se ahogaba de coraje. Una mano en el hombro lo empujó
hacia abajo y se arrodilló.
El cuerpo de Odette rebotó contra el capó; cuando el tipo se acomodó
265
delante de ella y la atrajo hasta su entrepierna, ella no reaccionó. Dios mío,
qué pasa. El hombre lo miró con una sonrisa feroz y mientras tiraba el arma
al suelo y se desabrochaba la bragueta, le gritó:
—¡Sólo para tus ojos, Massarino!
En las sombras, la presión de una rodilla en la espalda lo hizo tirarse al
suelo. Oyó los disparos desde atrás y rodó a un lado al tiempo que gatillaba
su propia arma, aunque el hombre ya se retorcía espasmódicamente y la
sangre le salpicaba la cara. Los disparos siguieron cuando el tipo ya no era
más que un bulto en el suelo. Dubois, ahora de pie junto al cuerpo del otro,
le vaciaba el cargador con rabia.
Se incorporó con agilidad mientras el hombre de Varza sacaba del auto al
herido en la rodilla, todavía amordazado. Sin pensarlo dos veces, le puso la
pistola en la frente y tiró del gatillo. Al volverse, Dubois estaba de rodillas
sosteniendo a Odette, mientras lloraba como una criatura.
Con el corazón en la boca vio que su hermana no se movía. Caminó hasta
ellos como en un mar de brea.
No, Cisne, no.
Las sirenas de ambulancias y patrulleros aullaban por el bosque.
62
PARÍS. MARTES, PRIMERAS HORAS DE LA MADRUGADA
—Por favor, entren y hablen con ella.
El residente se asomó desde la habitación a la vez que le hacía lugar a la
enfermera para que saliera.
Auguste, sentado con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las
manos, lo miró con cansancio. En dos pasos, Marcel estuvo encima del
médico.
—Cinco minutos. Y sean convincentes.
—¿Respecto de qué? —preguntó Auguste.
—Respecto de que están vivos.
Marcel y Auguste se miraron sorprendidos.
—Esta mujer es terca como una mula. Necesita el sedante, así que hablen
con ella. —Y en un aparte a Auguste: —Después quiero hablar con usted.
Marcel alcanzó a oír, y el corazón se le subió a la boca.
*****
—Ciao, lucertola —susurró Auguste mientras le revolvía el pelo. Estaba
pálida como las sábanas, tanto que se le encogió el pecho.
266
—Scugnizzo, —ella sonrió mientras él le acariciaba la cara. —¿Estás bien?
¿Qué pasó?
—Magnífico. —Obvió la segunda pregunta. No iba a llorar como un idiota.
Ella le tomó la mano y se la besó, reteniéndola contra su cara. Tenía las
muñecas vendadas, el cuello lleno de hematomas. Sí, iba a llorar.
—Nadine estaba con tu suegro...
—Ya lo sé. Están todos bien.
—¿Quién...? —No tuvo fuerzas para completar la frase. Está mareada por
los calmantes, pensó.
—Calogero y la gente de Varza. —Gracias a Dios.
—¿ Y Perrin?
—Se salvó por un pelo. ¿Vas a preguntar por toda la Brigada?
Los ojos de Odette se volvieron vidriosos.
—¿...Marcel?
La besó en la frente.
—Está esperando para verte.
A ella se le iluminó tanto la cara que Auguste sintió una punzada de celos.
Le hizo señas al teniente para que se acercara. Marcel se sentó en la cama y
al estrujarla en un abrazo ella gimió.
—Parece que cada vez que te toco, te lastimo —murmuró, compungido.
—Me... estoy acostumbrando, Ranxerox... —Estiró la mano y le acomodó el
cabello. Marcel la besó antes de soltarla con cuidado, recostándola otra vez.
Auguste salió mientras su hermana insistía en preguntar qué había pasado.
*****
La besó otra vez en silencio. Odette cerró los ojos entre agotada y feliz pero
cuando frunció la frente y gimió de dolor, Marcel sintió que una tenaza le
estrujaba los intestinos. Nunca más lejos de mí, ¿entendiste? Te voy a pisar
los talones como un perro. Tu Gran Danés.
Una walkiria embutida en uniforme de enfermera entró con una bandeja
estéril y una jeringa. Lo apartó con soltura y mientras le ataba el brazo a
Odette para inyectarla, dijo:
—¿Estamos más tranquilas? ¿Le hacemos caso al doctor?
—Jawohl, mein Führer.
Marcel sonrió al oírla. No perdiste el humor. Los ojos se le nublaron.
—Muy graciosa. —La enfermera hizo un gesto severo. Antes de que
terminara de acomodarle las sábanas, Odette estaba dormida. Se volvió hacia
267
él.
—Afuera. —No le costó demasiado esfuerzo sacarlo de la habitación.
En el pasillo, Auguste escuchaba al médico con la mandíbula encajada y las
manos en los bolsillos del pantalón. Al oír la puerta, le echó un vistazo
rápido.
—Vamos a tomar un café. No le digamos nada de Foulquie todavía —con un
gesto de la cabeza hacia la habitación—. Le tenía mucho afecto al viejo.
Marcel lo interrogó con la mirada llena de angustia. Auguste le apretó el
hombro.
—Gracias al Cielo, ese animal no tuvo demasiado tiempo. Va a estar bien.
— el comisario sacudió la cabeza como si se convenciera a sí mismo — Va a
estar bien. Vamos. — Y lo arrastró hacia el ascensor.
*****
Se sentaron en silencio en el bar del hospital. Marcel observó las manchitas
de sangre en la manga de su camisa y en una de las perneras del pantalón. Ni
siquiera había ido a su casa a cambiarse de ropa. Sacó un Gauloise y le
tembló la mano al encenderlo. Un hombre se les acercó. Era uno de los que
habían encontrado en la casa del comisario.
—Augusto...
—Calogero.. —el comisario le hizo lugar.
—¿Cómo está? —con tono preocupado.
—Duerme. Va a estar bien —respondió Auguste.
—Le fallé. Nunca me lo voy a perdonar. Si Mario me estrangula, tiene todo
el derecho. Envié a Filippo a su casa. Encontró a un tipo y me quedé
tranquilo. Nunca pensé que... — el hombre tenía los ojos vidriosos.
—Nadie pensó que ese monstruo los seguiría hasta la Brigada, —Auguste se
mordió el labio.
—Virgen Santa, no podía creerlo. Menos mal que ese, Wi... Wik...
—Witowlski —murmuró Marcel—. Yo la dejé en la Brigada. Si me hubiera
quedado... —Golpeó la mesa sin darse cuenta, y las tazas tintinearon. Apretó
las mandíbulas para tratar de aguantar las lágrimas. Auguste le tomó el brazo
en un gesto de consuelo y se quedaron en silencio otra vez, bebiendo café.
—Hay algo... que nunca te dije, Augusto. —Calogero miró alternadamente a
los dos y continuó en italiano. —Es... historia antigua, pero... siempre me
pesó en el corazón.
Auguste lo miró con ojos llenos de premonición. Marcel se acomodó para
268
escuchar, y Calogero comprendió que él entendía lo que estaba diciendo
—Cuando... cuidaba... a Jean-Luc... Él... quería que ella lo dejara... La quería
con locura... y cuando comenzamos con la morfina...
—Ya lo sé. Odette se enteró. —Auguste le tomó el brazo.
—Ella después le daba... otra cosa. —Miró a Marcel con prevención. —Al
principio la conseguía ella, no me preguntes de dónde, y cuando me enteré,
yo salí a buscarla. No quería que se arriesgara de esa forma. Entonces él vio
la oportunidad... Estuvo lúcido hasta el final.
Auguste lloraba en silencio, con la mirada baja. Calogero siguió casi sin voz.
—Me lo había pedido tantas veces... que lo arreglé... Le cambié la dosis por
cloruro de potasio. Tal como estaba, no hizo falta demasiado... Él lo sabía,
te lo juro. Lo vi sonreír cuando ella... Yo no soportaba más verlos sufrir.
Auguste abrazó al otro en silencio durante un largo rato. Cuando se
separaron, ambos tenían los ojos húmedos. Colosimo suspiró.
—Me siento mejor ahora que te lo dije. ¿Podrás...?
—Con toda el alma —respondió Auguste, ronco de emoción.
Colosimo se puso de pie.
—Me vuelvo al mediodía. Cuídenla. En casa van a matarme si le pasa algo
más. —Le tendió la mano a Marcel y abrazó y besó a Auguste.
—Calogero, ni una palabra a los viejos.
—¿Quién te creíste que llamó a Mario? Fue tu madre. No te preocupes; no
pienso decirles lo que pasó.
—Está bien... ¿El tipo que encontraron en casa de mi hermana?
—Pudriéndose en el Sena.
Obvio. Colosimo se encogió de hombros.
—Tendrán que reparar la puerta. Lo arreglamos para que pareciera un
intento de robo. Arrivederci.
—Arrivederci.
Se quedaron solos. Después de un rato, Marcel levantó la vista hacia
Auguste.
—Quiero saber.
Auguste lo miró y asintió.
—Es una historia larga.
—Tenemos tiempo.
269
63
PARÍS, CUATRO DÍAS DESPUÉS
—Así que decidió renunciar.
Se volvió, sorprendida. Estaba terminando de vestirse, de pie al lado de la
cama. Fraulein Hitler le había dicho —le había ordenado— que se sentara
para hacerlo, pero ella se sentía bien, sin mareos. Me dieron tantas mierdas
que no podía ni levantarme para ir sola al baño, carajo.
—Le hice una pregunta, Marceau —restalló otra vez Michelon. La comisario
estaba pálida.
—Sí. Me voy a retirar.
Las manos le temblaban inocultablemente mientras se abrochaba los puños
de la camisa. Encajó los dientes para frenar el nudo en la garganta.
—¿Puedo saber por qué?
—Motivos personales.
—Todavía soy su superior. Esa respuesta no es satisfactoria. —La comisario
tomó una silla y la empujó para que se sentase. —Quiero escuchar sus
razones, que espero sean muy válidas.
Michelon se detuvo entre la cama y ella y se cruzó de brazos sin quitarle los
ojos de encima.
—Yo... soy responsable de la muerte de mucha gente. No protegí como
debía a Marguerite, sabiendo que esta gente estaba detrás de nosotros... Si no
hubiera regresado a la Brigada, Foulquie y los hombres que enviaron a la
casa de mi hermano, estarían vivos... No cumplí con parte esencial de mi
deber como oficial. No puedo continuar. No tengo derecho.
—¿A qué no tiene derecho? ¿A seguir viva cuando ellos murieron, o a haber
sobrevivido a Jean-Luc? ¿Ya consumó su venganza y desecha estos años
como una cáscara vieja? ¿O no logró el objetivo propuesto de que le
ahorraran el trabajo de pegarse un tiro?
Se quedó sin aliento: era la primera vez que oía gritar a Michelon.
—¿Se cree que no la observé todo este tiempo? ¿Se cree que no sé cómo
pasó todos estos años arriesgándose, sin que le importara nada, como si
buscara cruzarse en el camino de algún loco que le metiera una bala en el
cuerpo de una vez por todas? ¿Por quién me toma? No es la primera vez que
uno de mis oficiales tiene tendencias suicidas, ¡pero nunca fueron tan
obvios!
—¿Qué está diciendo...? —se puso de pie y se tambaleó, pero no volvió a
sentarse.
270
—La verdad. La verdad con la que nunca se atrevió a enfrentarse. Todo este
tiempo buscando vengarse, como una cría caprichosa a la que le quitaron
algo, sin mirar a quién le hacía daño con su obsesión. Sin preocuparse por la
gente que la amaba. Porque los que tenían la desgracia de amarla y estar
vivos sufrían, ¿lo sabía? No, porque usted se ocupaba nada más que de su
propio dolor. Eligió su calvario pero arrastró a los demás con usted. Los
vivos no importaban. “Bastante suerte tienen. No me interesan. Jean-Luc
está muerto. Yo estoy muerta”. Se equivocó, Marceau. Usted estuvo viva
siempre. Tan viva que hubo gente que la amó y sufrió por callarse ese
sentimiento. Pero es una mujer muy afortunada, porque todavía hay gente
que la ama. Y usted es cruel como un chico, porque los rechaza. Odia a todo,
a todos, se odia usted misma, no se puede perdonar y como no puede,
decidió no perdonar a nadie. Nunca más.
Michelon hizo una pausa para recobrar el aliento y siguió fustigándola con
saña.
—¿Sabe que el hombre que está ahí afuera mató por usted?
Odette boqueó: el corazón no le cabía en el pecho. Michelon no se detuvo.
—No importa que el tipo fuera la última escoria del universo. Usted es muy
consciente de eso: un policía no debe disparar a matar salvo que corra
verdadero riesgo su vida o la de otros. Usted misma respetó siempre esa ley.
Podría haberle metido un tiro en la cabeza a Savatier, podría haber matado a
Beaumont sin que nadie se lo hubiera reprochado; podría haber rematado a
esa bestia de D’Ors. Pero es muy buena oficial. Nunca haría una cosa así.
Sin embargo, Dubois le vació el cargador a un hombre desarmado. Por usted.
Las lágrimas le rodaron sin que se diera cuenta.
—¿Qué le pasa? ¿Baja la guardia nada más que cuando cree que ya no hay
salida? ¿Puede admitir que es capaz de sentir algo por alguien sólo si se está
muriendo o bajo los efectos de un sedante?
Odette se sentó porque las piernas no la sostenían. Michelon no le tuvo
piedad.
—¿Cuándo piensa madurar? ¿Dejar atrás de una vez todas las corazas y salir
a enfrentar la vida como la adulta que se supone que es? Quizá yo también
esté equivocada. Quizá nunca dejó de ser la mocosa de veinte años,
enamorada de un sueño que terminó dolorosamente. Pero un sueño. Afuera
de esta habitación la espera la realidad de todos los días. La calle, llena de
hijos de puta y de gente normal, como en cualquier otra parte. Si piensa salir
de este lugar —y no se refería al hospital—, crezca. Admita que también
271
usted puede equivocarse. Que no es ni omnipotente ni responsable de todo lo
que ocurre a su alrededor, sino en la medida de sus posibilidades, como
mujer y como oficial de policía, que, estoy segura, es lo que mejor sabe
hacer. Aprenda a dejarse amar otra vez, no ya por su familia, que la quiso
incondicionalmente aun cuando usted no dejaba de castigarlos con su
actitud, sino por los que la aman por lo que creen que es: una mujer.
Demuéstrese que puede serlo por completo.
Odette abrió la boca para replicar, pero la otra, sujetándola por los hombros,
no la dejó.
—Amó como una criatura, tomando lo que le ofrecían generosamente. No
dudo de que haya amado mucho y con desesperación. Yo también tuve
veinte años. Ahora aprenda a amar como una mujer, viendo las cosas como
son en realidad y no como las quiere ver, y ofreciéndose tan generosamente
como recibió. Acepte sus propias debilidades y las de los demás. Sólo los
sueños son perfectos. La realidad es inmunda. Lo único que nos ayuda a
sobrevivirla es poder dar algo de nosotros mismos cada día a los demás. Dar
no significa morir por los demás; significa vivir para entregarse, equivocarse
y aprender de los errores, aceptarse y aceptar a los demás tal como son, con
lo que traen para ofrecernos.
Michelon estaba tan agotada como ella. La soltó y giró hacia la puerta, sin
esperar que le respondiera.
—Madame...
Los ojos de Michelon ya no eran de hielo, sino un mar tormentoso por las
emociones que los barrían.
—Por favor... perdóneme... Estuve tan equivocada... tanto tiempo.
Se abrazaron y lloraron juntas un rato muy largo.
*****
El piso parecía más vacío que de costumbre. El aire olía al antiséptico que
dejan las empresas de limpieza. Marcel no le había preguntado a Auguste
detalles acerca del sujeto que Colosimo y sus muchachos habían encontrado.
Prefería no saber si al tipo lo habían liquidado ahí, aunque imaginaba que
por prudencia no lo habían hecho. Después de todo, eran profesionales.
—¿Cómo estás?
—Mareada...
La sentó en la cama y comenzó a quitarle la ropa. Hubiera querido besarle
cada marca, pero se contuvo y se limitó a darle un beso en la frente.
272
—¿Dónde hay un camisón?
—No tengo. No uso.
En otras circunstancias, le hubiera hecho el amor allí mismo. Ahora era
mucho más fuerte su necesidad de protegerla y llenarla de ternura. La acostó
como a un bebé y la arropó con el edredón.
—Quiero café.
—No empieces a dar órdenes, —sonrió mientras la besaba.
—No es una orden. Por favor, quiero café.
¿Tenía los ojos llenos de lágrimas o a él le pareció?
Cuando Marcel volvió con las tazas, la fotografía ya no estaba sobre la
mesita de noche. Tomaron el café sentados en la cama, ella envuelta en las
sábanas, acurrucada bajo su brazo. Te amo. Por qué me sentiré tan estúpido,
tan feliz, tan miserable, todo a la vez. Te amo.
—Voy a dormir en el cuarto de huéspedes. No quiero dejarte sola.
Ella negó con la cabeza, levantó la cara y lo besó.
—Acá conmigo. Por favor.
La abrazó en silencio hasta que se quedó dormida.
*****
—Fuiste muy dura con ella, Claude.
—¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarla ir y perder a una de mis mejores
oficiales? ¿Verla destruirse otro poco cada día y lastimarlo a él por no
admitir lo que le pasaba?
—También te preocupa él... Es lo suficientemente grande para resolver sus
problemas solo.
—No seas así...
—Ella siempre te importó mucho. Tu enfant terrible favorita.
Laure se volvió en la cama, dándole la espalda.
—Laure, Laure, en el nombre de Dios, ¿qué estás pensando? ¿No habrías
hecho lo mismo en mi lugar? —La otra asintió a regañadientes. La abrazó
cariñosamente. —Yo no necesito que me digan a quién. Lo sé
perfectamente: te amo.
—Nunca me lo dijiste... así. —Sus ojos verdes se volvieron brillantes.
—No quiero perder más tiempo, entonces. Te amo, te amo, te amo.
Se hicieron el amor hasta quedar exhaustas, y se durmieron.
273
64
PARÍS, DOS SEMANAS MÁS TARDE
La puerta. Son las seis de la mañana. No puede ser... Sí, están llamando a la
puerta. ¿Marcel? No, para qué, si tiene el código de acceso. Además, la
audiencia es a las diez. Se equivocaron de piso.
Otra vez. Ya voy, carajo. Terminó de ajustarse la bata frente a la puerta. La
voz de Nazaire, el portero de la noche, le informó por el intercomunicador
que había un envío para ella.
—Nazaire, ¿no pueden volver más tarde? —Qué locura. ¿A esta hora?
—Es que... esperan su respuesta, señora.
Abrió y vio al azorado portero que sostenía un espléndido ramo de rosas de
color borravino, magníficas, casi negras de tan oscuras. Mis favoritas. Más
un ejemplar de Le Monde.
—Usted disculpe, señora, pero acaban de traerlas y están esperando su
contestación.
—¿Quién?
Yo estoy dormida y alguien me hace bromas pesadas. No. Demasiado caro
como para ser una broma. Un presentimiento le estrujó el estómago.
—El... el señor de la limusina. Abajo
¿Dónde, si no? Se abstuvo de preguntar. Los porteros son insensibles al
sarcasmo.
Contó las rosas: veintitrés. Todo un caballero. Buscó la nota... porque debía
haber una. Una tarjeta blanca, de papel elegantísimo, qué menos, sin
identificación, escrita a mano con una caligrafía firme y decidida. Muy
masculina. Alguien importante, por cómo dibuja las mayúsculas.
Acostumbrado a dar órdenes y que no se le discuta. Leyó el texto, con la
boca seca.
“Felicitaciones, señora comisario. Sabe ganar. Yo también
¿Aprendió a perder, lo mismo que yo?”
—Señora —interrumpió el portero, que hacía esfuerzos por espiar la
tarjeta—. El señor de la limusina dice... dice que cuando llegue el teniente
Dubois y le pregunte por las flores, le diga que las mandó la Brigada para
felicitarla por el ascenso.
Las rodillas se le aflojaron durante un latido de corazón.
—¿Quién es el teniente Dubois? —Nazaire estaba ávido de noticias.
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—Un amigo.
—Señora... ¿va a enviar una respuesta?
¿Cuánta propina le dieron, Nazaire?
—Sí... Un momento.
Tomó una tarjeta personal y un sobre y escribió la respuesta que le
reclamaban. Iba hacia la puerta cuando lo pensó mejor y, tomando una de las
flores, la entregó junto con el sobre al portero.
—Por favor, Nazaire, entregue el sobre y la rosa al caballero que está
esperando.
*****
Cuando salía del baño oyó entrar a Marcel. Fue hasta la cocina a preparar el
café, mientras la loción para después de afeitar le cosquilleaba en la nariz y
le soltaba mariposas en el pecho.
—No quiero pasar otra noche lejos. — Marcel le rodeó la cintura por la
espalda y le besó el cuello.
—Yo tampoco, —se volvió para besarlo y abrazarlo. Fuerte, muy fuerte. Él
sonrió y le levantó la cara.
—Estás pálida...
—Acabo de bañarme y todavía no me maquillé.
—¿Y las rosas? El color es increíble... ¿Algún admirador del que tenga que
encargarme? —Hizo un cómico ademán de sacar el arma que no llevaba.
Decidió hacer caso del consejo. Si se ocuparon de pasarme el libreto,
imagino que habrán hecho lo propio con la PJ. El pensamiento le dio
vértigo
—¿Por qué la violencia policial siempre en primer lugar?Las envió la
Brigada. Están de lo más corteses.
— Y yo parezco un incivil por no mandar nada.
Lo besó sin responderle. No preguntes más. Te amo, incivil.
Se sentaron en la cocina a desayunar y Marcel tomó el diario después de
encender un Gauloise.
—No sabía que lo recibías.
—El portero debe de haberse equivocado. Cuando salgamos lo devolvemos.
—¡Mierda! —La miró azorado por encima de las hojas. —¡Nohant se
suicidó! "A altas horas de la noche, Didier Nohant, ex Director General de la
Policía Nacional, saltó desde las ventanas del último piso del Palais de
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Justice, cuando era trasladado para declarar por los cargos que se le habían
efectuado. Al recientemente destituido funcionario se le habrían comprobado
vinculaciones con organizaciones de lavado de dinero proveniente del
narcotráfico".
Bebía su café con leche en silencio, cuando Marcel dejó las hojas sobre la
mesa y se levantó.
— Voy al baño.
—¿Por qué a mi baño? —protestó Odette—. Está el de huéspedes. Tengo
que maquillarme.
Él la miró con esa expresión de macho de la especie que le hacía correr
escalofríos de placer por la espalda, aunque ni pensara siquiera en admitirlo
delante de él. Fanfarrón adorable.
—Estoy marcando el territorio.
Mientras lo oía silbar, buscó en el obituario hasta que encontró las líneas:
“D. Nohant, amigo dilecto. Sus compañeros de tareas de la OCT lo
recuerdan con afecto y elevan una plegaria en su memoria”. Llamó al diario,
a la sección correspondiente.
—¿Con cuánta anticipación se publican las necrológicas?
—Veinticuatro horas como mínimo, señora. ¿Desea publicar?
—No, está bien. Muchas gracias.
Veinticuatro horas.
—¿Con quién hablabas?
—Con el servicio meteorológico.
—¿Qué dice?
—Que va a ser un día espléndido.
Levantó el auricular casi antes de que dejara de sonar el primer
campanillazo, con la mano húmeda de transpiración fría. Marcel la miró
sorprendido. Era Auguste.
—¿Te enteraste?
—¿Lo de Nohant? Sí...
—Increíble... Todavía le quedaba un ápice de vergüenza a ese inmoral....
—¿Quién es? —preguntó Marcel con cara de “quién mierda es”.
—Mi hermano, Otelo. —Y de nuevo por el teléfono: —Auguste, tengo que
vestirme...
Le pasó el auricular a Marcel y los dos se quedaron charlando sobre la
novedad.
Auguste no sólo no sabe nada: tampoco se lo imagina. El estómago
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comenzó a dolerle. Se llevó el Le Monde a su dormitorio, separó las
necrológicas, rompió la hoja minuciosamente y arrojó los papelitos por la
ventana.
*****
Un ujier los acompañaba desde el Salón de Los Tapices rumbo a la escalera
Murat cuando una delegación apareció en el descanso frente a la estatua de
La Defensa. El hombre de alrededor de ochenta años que iba en el centro del
grupo destacaba entre los otros, más que por su estatura, por el aura de poder
que emanaba.
A medida que ambos grupos se acercaban, Auguste siguió los ojos del
hombre, que se clavaron entrecerrados en Odette. Después de un vistazo
rápido y apreciativo a toda la gente de la Brigada, volvió su mirada otra vez
a ella, que no le había despegado los ojos. Mientras se cruzaban, lo observó
rozarse apenas la solapa izquierda con el pulgar, a la vez que inclinaba la
cabeza con un esbozo de sonrisa en los labios. Ella le devolvió la sonrisa y
levantó apenas el mentón, en absoluto silencio. Parecían medirse como en un
lance de esgrima. No supo por qué sintió una mano helada sobre el corazón
ante ese intercambio mudo. Los dos grupos habían aminorado el paso al
cruzarse, y nadie pronunció una palabra.
Sólo cuando se hubieron alejado lo suficiente se atrevió a tragar saliva,
mientras el resto reanudaba la charla en voz baja. Oyó que detrás de él
alguien comentaba lo infrecuente que era ver hoy en día a un hombre con
una flor en la solapa.
*****
En la escalera Murat, Michelon los abrazó uno a uno efusivamente. La
ceremonia había sido sencilla y privada. Sin prensa, había exigido la
Brigada. De otro modo, los “especiales” dejarían de serlo.
Auguste miró a su hermana. Todavía estaba un poco pálida. Casi no había
abierto la boca durante la audiencia y no había hablado desde que salieran de
ella. Bajó los escalones de dos en dos para alcanzarlas a ella y a Michelon,
que bajaban juntas.
—¿Estás bien, Cisne?
Odette le dedicó una sonrisa de Gioconda.
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—Estoy en paz —murmuró.
La abrazó contra su pecho y le besó la frente.
—No más fantasmas —le dijo muy bajo.
Odette asintió con la cabeza. Bajaron juntos unos escalones, mientras él
esperaba que le pasara un poco más de aire por la garganta. De pronto, ella le
dio un golpecito en la nariz con un dedo.
—Nonno Augusto tenía razón. Vas a ser un figurone de verdad. Hoy, un
cargo en el Ministerio del Interior; mañana... ¡a conquistar el mundo! —Le
hizo un gesto graciosamente malévolo. Michelon se reía sin mirarlos.
Voy a echar mucho de menos a Madame. Debería tomar unas clases sobre
cómo sacudir a Odette tal como hace ella.
—Usted no puede quejarse... comisario Marceau. ¿No estás contenta?
—Supongo que debería... Aunque me suena a que me ataron a la pata de un
escritorio. ¿La condecoración incluye la cadena? —y se apresuró a bajar.
Así lo espero. De todo corazón, Cisne. Pero creo que conseguí una cadena
mejor. Como no se encargue de tenerte bien sujeta, voy a pedirle a Michelon
que lo degrade y lo transfiera a Archivos.
*****
Marcel los observó mientras bajaban juntos unos escalones, el brazo derecho
de Auguste rodeando los hombros de Odette. El parecido entre ambos
hermanos se le hizo tan evidente que durante medio segundo tuvo una
punzadita de culpabilidad. Cómo nadie se dio cuenta en tanto tiempo. Cómo
yo no me di cuenta. Las mismas cejas pinceladas, los mismos rasgos
delicados, tallados en él en mármol, en ella en porcelana. La chispa de
comprensión en los ojos al cruzar las miradas. "Comparten algo muy íntimo,
que no es el dormitorio". Claro que es íntimo. La misma sangre.
Cuando pasaba a su lado, Michelon volvió a medias la cabeza y sonrió de
una manera extraña, mitad comprensión, mitad complicidad. Ella lo sabía.
Siempre lo supo. Le devolvió una sonrisa resignada y ambos miraron en la
misma dirección.
—Tenga cuidado, capitán. Si se deja atrapar, difícilmente pueda resistirse.
Apretó el paso para alcanzar a Odette, que se alejaba del grupo.
—Me avisó tarde, Madame.
*****
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Oustry, que ahora bajaba a la par de Michelon, le tocó el codo con el
entrecejo fruncido interrogativamente mientras le señalaba con la cabeza a
Dubois y Marceau. Michelon sonrió con un gesto de entendimiento que el
prefecto entendió, sonriendo a su vez.
Una carrera brillante. Jean-Luc estaría orgulloso de ella, igual que yo.
Pobre Dubois, la que le espera. Es muy del estilo de Massarino, un poco
inocente. Buenos oficiales los dos. No hay nada que hacer: las mujeres
somos más retorcidas. Quién sabe si volvemos a dejarlos dirigir la Brigada.
*****
Marcel corrió detrás de Odette para tomarla por los hombros y, cuando ella
se sacudió el abrazo, la sujetó por la cintura. Esta vez no insistió en soltarse.
Bruja caprichosa.
—¿Qué? ¿No puedo intimar con un superior?
—Dubois... —respondió ella, enarcando una ceja. Pero apoyó la cabeza en
su brazo.
Marcel aprovechó la ocasión y la besó. En público. En las puertas del Elysée
y delante de la mitad de la PN. Uno a cero, viejo. Y al que se atreva a
acercársele le rompo las costillas.
Estrechó el abrazo y le dijo al oído:
—Ese viejo verde tardó una eternidad en colgarte la medallita, haciéndose el
simpático.
—Ese viejo verde es tu Presidente.
—Me importa una mierda. También es el tuyo.
—Yo no lo voté.
¿Cuándo voy a ganar una discusión con esta mujer?
EPÍLOGO
PROVINCIA DE BUENOS AIRES, FINALES DE 1996
Así que la dama es policía. Me gusta. Inteligente. Atractiva. Una
combinación casi fatal. Una pena que no admitamos mujeres en la Orden.
Improvisan más rápido y mejor que nosotros. Parece que nos leyeran la
mente. Muy peligroso. En poco tiempo las tendríamos ocupando lugares
clave. Una verdadera pena, mi querida. Menos mal que usted es joven
todavía, con mucha pasión en la sangre. Si tuviera veinte años más y la
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frialdad de la edad, tendría que haberla eliminado. Así de brillante, no
hubiera parado hasta llegar a la tranquera de la estancia. Por suerte para
usted, prefirió seguir viva para su teniente... perdón, su capitán. Y
mantenerlos vivos a él y a su familia. Una decisión muy importante, señora
comisario. Una elección inteligente. Aprende rápido. Seguramente supere al
maestro algún día. No espero menos de usted.
—Señor...
—¿Qué pasa, José?
—¿No piensa hacer nada?
—¿Con qué?
—Con... ellos, señor. Ella, el hermano, el otro...
—Nada. Son intocables.
—¡Pero...!
—Nos ahorraron el trabajo de limpieza, que era algo que me molestaba
mucho. Por otro lado, tienen muy bien cubiertas las espaldas. Nunca nos
metimos con esa gente, y no vamos a empezar ahora.
—A él lo identificaron, señor...
—Arreglé para que se encarguen el Ministerio de Relaciones Exteriores y el
del Interior. No se preocupe más.
—¡Pero esos tanos hijos de puta liquidaron a nuestra gente!
— No se me vaya así de boca. Se cuidaron muy bien de eliminar a "nuestra"
gente. Se ocuparon de contactos, nada más. Útiles, no se lo voy a negar, pero
que habían entrado en ese jueguito perverso. Lacras morales. Capítulo
cerrado. ¿Usted oyó hablar alguna vez del coste de oportunidad? Esto es más
o menos parecido. Empezamos en otra parte. Llame a Londres. Quiero saber
qué novedades hay.
Se arrellanó en su bergère favorito y, antes de que Ortiz saliera, comentó a
media voz:
—Tendría que haberla visto... Orgullosa, no me bajó los ojos ni una vez. Y
sabía, ¿eh?, sabía que había perdido. Una dama. Me debe mucho. No se va a
olvidar, se lo aseguro. Pero tampoco me voy a cobrar... Esta vez, salimos
hechos.
—No entiendo, señor. Ella... ¿lo reconoció?
—Digamos que me dejé reconocer. Ella también puso su granito de arena. O
más bien la rosa en el ojal. Soy un anticuado.
—¡Pero, por qué!
—No pude evitar la tentación, viejo y todo como soy. Quería verla
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personalmente y que ella supiera que yo estaba ahí, antes que ella y que su
gente; que siempre vamos a estar un paso adelante y un escalón más arriba
pero que reconozco a un gran oponente cuando me le enfrento. —Se puso
melancólico sin saber por qué. — Siempre creí que las mujeres estaban para
otras cosas: parir, acompañar, ser tu sombra complaciente y callada o una
joya que se lleva colgada del brazo para que te envidien los obsecuentes. A
ver quién lleva la hembra más linda y más estúpida. Los estúpidos somos
nosotros, que creemos eso de ellas, José. Aprenda usted también, porque es
una lección difícil de tragar. Debo de estar poniéndome viejo.
—Usted no es viejo, señor —murmuró el otro, desviando la mirada.
—Vaya a hacer esa llamada, José. Después vuelva, que tenemos que hablar
de unas cuantas cosas.
Los ojos de Ortiz relampaguearon de expectación.
Así me gusta; orgulloso del puesto que le toca ahora. A ver cómo se porta.
Mientras Ortiz salía del estudio, el viejo leyó la tarjeta por enésima vez.
Caligrafía firme. Acostumbrada a tomar decisiones.
“Tuve un maestro magnífico. Aprendí una lección inolvidable”,
Lo que más le gustaba, sin embargo, era la postdata:
“Adoro las rosas negras”
Guardó la rosa seca en el sobre junto con la tarjeta y las fotos y metió todo
en un compartimiento de la caja fuerte, mientras sonreía. Mi dama policía.
FIN
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