Subido por Javier Enrique Martínez Zúñiga

Lectura 2 Peruanidad-El Legado del Imperio (VAB) Pullps

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II. EL LEGADO DEL IMPERIO
MATERIAL DE ENSEÑANZA DEL CURSO:
«ANÁLISIS DE LA REALIDAD PERUANA»
Lectura 2
El Legado del
Imperio
El Perú comprende hoy la mayor parte de los territorios a los que se extendió el
Imperio incaico y una enorme masa de nuestra población desciende de las
tribus que formaron el Tahuantinsuyo. Existe pues entre el Perú actual y el
Incario el elemento de la continuidad geográfica y, en gran parte, el elemento
de la continuidad biológica. ¿Puede afirmarse también que existe continuidad
psíquica? ¿Podemos contemplar la peruanidad como la continuación del Incario
por lo que se refiere al alma colectiva? ¿Conquista e independencia serán
simples episodios políticos que determinaron transformaciones en la
superestructura de un pueblo que permaneció el mismo síquicamente hasta el
momento actual? ¿Será cierta la frase de González Prada cuando afirma: "No
forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan
la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada
por la muchedumbre de indios diseminados en la banda oriental de la
cordillera"? (Páginas Libres).
Como veremos luego, la Conquista representó una transformación biológica en
la población peruana, por obra del mestizaje y una transformación cultural por
el aporte de factores espirituales que han moldeado no solamente a la
población mestiza, sino a la propia población indígena. Hay más —y esto es lo
fundamental— no podemos considerar el Incario como una verdadera nación. Es
verdad que la unidad política que creó el Imperio constituye un elemento que
se ha transmitido a la peruanidad, pero no puede afirmarse que haya existido
un alma incaica, una conciencia nacional, en el Tahuantinsuyo, que haya
perdurado y que pueda considerarse como subsistente hoy mismo, como la
forma sustancial, diríamos en términos escolásticos de la peruanidad.
Nuestra entusiasta admiración por la obra de los Incas, desde el punto de vista
de la unidad política, de la técnica administrativa, de la justicia social, de los
caminos e irrigaciones, no nos puede llevar a atribuir al Imperio incaico algo
que éste no pudo, aún por razón de tiempo, formar en las tribus que sometió:
una conciencia nacional.
El estado universal andino
R E F E R E N C I A

B I B L I O G R Á F I C A
BELAUNDE, Víctor Andrés:
 Peruanidad
 Studium. Lima, 1965. pp. 14-27
Una visión interesante, desde un punto de vista sintético, del Imperio incaico es
la del gran historiador inglés Arnold J. Toynbee. En su monumental obra que
modestamente llama A study of history y que comprende profundos análisis
sobre la génesis y el crecimiento de las civilizaciones, estudia a los Incas como
los fundadores del Estado universal de los Andes, esto es, como los creadores
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de una magna estructura política, de una organización integral en la región
Andina de la América del Sur.
Este Estado universal andino que se origina venciendo obstáculos iniciales y se
desarrolla con el estímulo de la presión exterior, factores que para Toynbee
tienen importancia fundamental, no constituyó una verdadera nación; fue
simplemente una estructura política comparable a los Estados universales o
Imperios creados igualmente por élites geniales y que no lograron
transformarse en verdaderas nacionalidades. La Nación tiene por su naturaleza
un carácter limitado, no diré localista, pero preciso y determinado, en tanto
que el Imperio tiende por su naturaleza a la universalidad. El elemento
psíquico, que es el determinante, existe en los Imperios —y en ésto no es una
excepción el Incaico— solamente en la élite pero no en la masa. En tanto que
el alma nacional, en diversidad de grados, debe hallarse difundida en el cuerpo
de la Nación. Las modernas naciones aparecen animadas de un espíritu que se
forja a través de una complicada evolución histórica. Este espíritu ha sido
acentuado por la estructura política peculiar a la índole geográfica de cada
región. En cambio la estructura imperial supone un régimen rígido y de base
principalmente material o guerrera bajo el dominio exclusivo de los núcleos
tribales dirigentes sin importar la fusión total de los elementos sometidos.
Esta maravilla histórica, que es el Estado universal andino, ha trasmitido un
precioso legado de unidad política, eficiencia administrativa y económica, a la
nacionalidad peruana, pero no puede decirse que constituya la plena iniciación
de la peruanidad tal como existe hoy.
Territorios y tribus primitivas, dispersas o cohesionadas en efímeras estructuras
políticas, han sido la materia prima en que se han plasmado la mayor parte de
las naciones hispanoamericanas; pero fue indispensable la forma o el alma de
una nueva cultura para crear las verdaderas nacionalidades que se van
elaborando lentamente en la colonia y logran perfilarse en la independencia.
Aunque este punto de vista respecto de la relación entre la civilización
prehispánica y las nuevas naciones no ha sido objeto, que sepamos, de estudios
especiales, puede decirse que él se encuentra ínsito en las más grandes
autoridades que se han ocupado del Incario.
Complejidad de los elementos del incario.
Means, en su documentado libro Ancient civilization of the Andes pone de
relieve la complejidad de la composición del antiguo Perú. Tanto las tierras
altas como las de la costa estaban, para Means, llenas de innumerables Estados
de un carácter o alcance más o menos localizado. Esta vasta variedad iba desde
el simple ayllu, común a todos, hasta las más complicadas estructuras. Los
grupos de ayllus gobernados por curacas llegaron a formar confederaciones
como las de los Collas del Titicaca, como las de los Chancas en Andahuaylas y
las de los Chinchas en la costa. Por último aparecen los estados señoriales o
feudales, como los de Cuismancu, Chuquimancu, el gran Chimú y el propio
reino de Quito.
La unidad política establecida por la conquista incaica no pudo determinar la
fusión absoluta de esos elementos en lo que podríamos llamar una entidad
nacional. El mismo Means lo reconoce cuando dice: "Fue además un Estado muy
seriamente organizado y rígidamente sometido a la autoridad central en la
persona del Inca; y sin embargo era, por lo que se refiere a la masa del pueblo,
fuertemente regionalista en su carácter, teniendo cada tribu su propia
organización y sus actividades locales, estando unidos al gobierno imperial sólo
a través de la jerarquía de los oficiales de la tribu y del imperio".
En la realidad el Imperio fue una superestructura, una fuerte integración
política, pero que dejó persistentes las características de los elementos
locales. En la estructura general del Imperio se destacó una verdadera
dualidad. Luis Baudin, en su fino y penetrante estudio L’Empire socialiste des
Inkas destaca esa dualidad con estas palabras que conviene citar: "El sistema
peruano se superpuso a las comunidades agrarias antiguas sin destruirlas, como
el culto del sol se superpuso a los cultos locales, el quechua a las lenguas
regionales, el matrimonio por donación al matrimonio por compra". Como el
alma colectiva se refleja en la lengua, la prueba de nuestra tesis se halla en la
conservación de la diversidad de lenguas a la cual también se refiere Baudin:
"Sin embargo, como una gran parte del Imperio fue conquistada solamente poco
tiempo antes de la llegada de los españoles, los pueblos de esos países no
olvidaron su propia lengua, y como por otra parte los Incas establecían en las
regiones sometidas tribus que venían de muy lejos, que no habían perdido
tampoco su propia lengua, resultaba en ciertos lugares una triple superposición
de dialectos".
La conciencia imperial de la élite incaica.
No cabe suponer que pudieran contrarrestar el efecto del localismo lingüístico,
religioso, económico y ciertos aspectos administrativos, las reglamentaciones
estrechas y definidas del Imperio, la obra de caminos, el admirable sistema de
justicia y previsión social y el violento traslado de las tribus a diversas regiones
para asegurar, más que la asimilación general, el orden público. A pesar de
esta obra, el mismo Baudin tiene que confesar lo siguiente: "En los Incas la vida
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entera se refugia en la sola clase dirigente y esencialmente en el jefe; fuera de
él y su familia, los hombres no son hombres, sino piezas de la máquina
económica y números de la estadística administrativa". Y luego agrega, más
concretamente: "El Imperio peruano se resumía en un pequeño número de
inteligencias que absorbía la vida entera del país". Estas citas confirman
nuestra tesis de la existencia de una conciencia imperial de la élite, constituida
naturalmente por la aristocracia incaica pero sin una proyección efectiva en el
resto de la población. No cambió el carácter de esta limitada conciencia
imperial la sabia política de los incas, de asimilar a la aristocracia provincial.
Recuerda Means que en el Colegio reformado por Pachacútec se recibía no sólo
a los miembros de la casta imperial sino a jóvenes de la nobleza provincial que
podía llegar a ser influida por la idea incaica y convertirse en agente para la
propaganda incaica. La educación de la élite provincial en la época de uno de
los últimos incas no logró modificar, en la masa, las modalidades y
características que tenían antes de su incorporación al Imperio.
Como los incas se interesaban principalmente en la preservación de la unidad
política, llegaron a establecer la mediatización de los jefes naturales
incorporándolos a la jerarquía incaica, como lo reconoce el propio Means al
referirse a los reyezuelos de Cuismancu y Chuquimancu. Dice Means que los
jefes de Estado que entraban al Imperio, sin rebelarse, continuaban en sus
puestos dentro de la jerarquía incaica. La política imperial de los Incas,
conforme por otra parte a la política imperial general o sea a la orientación de
los Estados universales, compaginaba la unidad política y el régimen centralista
con esta aceptación de las características de los diversos elementos que iban
conquistando. Es posible que la transformación de ellos se hubiera realizado si
el Imperio hubiese durado mucho tiempo. Es indudable que los incas dejaron su
sello, con varia intensidad, en todos los territorios que lograron conquistar;
pero esa huella que con diversa profundidad se encuentra por doquier en el
Tahuantinsuyo no llegó a constituir una verdadera, intensa y viva conciencia
nacional, excepción hecha tal vez en la región del antiguo núcleo del Imperio
en las regiones aledañas al Cuzco. La falta de esa difusa conciencia nacional
por estar la conciencia imperial concentrada en una aristocracia, explica el
fácil derrumbamiento del Imperio. Así ha podido afirmar Riva Agüero con
entera justeza: “Destruida con la conquista la clase directiva, la aristocracia de
los orejones, que era la armadura y nervio de la potencia incaica, los súbditos
quedaron rendidos y deshechos, aventados al azar como un pobre rebaño
fugitivo de llamas sin pastores” (Civilización Peruana. Época Prehispánica).
Claro está que existió siempre un gran prestigio en todas las tribus, unido al
recuerdo de los Incas, prestigio que perduró, como observa Humboldt, hasta en
la revolución de Túpac Amaru, realizada, por otra parte, en una zona en que la
influencia incaica fue más antigua y más intensa. Pero ese prestigio semejante
al de la autoridad romana en el territorio de ese Imperio no puede confundirse
con la conciencia de la unidad nacional.
Invoquemos por último la opinión de Basadre en su estudio del derecho incaico,
en el cual clasifica al Imperio como un Estado al nivel de los creados en el
mundo histórico asiático (Historia del Derecho Peruano). Es decir, que el Estado
incaico fue un Estado imperial con grandes ventajas y características, como
veremos luego, pero que no podía asimilarse a este producto típico de la
civilización moderna que es el Estado nacional, efecto y sostén, al mismo
tiempo, de una conciencia nacional.
La Peruanidad, que ha heredado elementos tan valiosos del Incario, que vamos
a tratar de precisar, no puede considerarse, en estricto análisis como la
continuidad integral y principalmente síquica del Incario. Nuestra conciencia
nacional, aunque tenga un antecedente en la unidad imperial incaica, no es
continuación ni resurrección de ésta; es un producto posterior creado en la
evolución histórica subsecuente, sobre la base de elementos que venían del
Incario y los de la civilización cristiana traídos por la Conquista.
La unidad política del Incario, unidad imperial y por lo mismo universalista, fue
la creación genial de una aristocracia efímera, una construcción mecánica que
se extinguió con la desaparición de la clase dirigente. No cabe, tampoco,
considerar nuestra conciencia nacional en relación con las tribus que formaban
el Imperio, porque esas tribus, como lo hemos notado, presentaban elementos
diversos, perfectamente diferenciados, que por la multiplicidad de lenguas y
hasta de notas culturales podían estimarse como núcleos de distintas entidades
primitivas.
La unidad nacional que hoy reúne todos esos elementos no ha sido el fruto
exclusivo de la unidad política, sino el resultado de muchos factores. La unidad
política incaica fue reemplazada por la unidad política de la burocracia
española y ésta, como lo hemos dicho, por la burocracia criolla o mestiza. El
efecto de esa continuidad, la mayor o menor amplitud en la selección de la
clase dirigente y las nuevas transformaciones biológicas, económicas y
culturales, han sido las verdaderas forjadoras de nuestra conciencia y unidad
nacionales a través de un proceso histórico que ha durado cuatro siglos y bajo
la inspiración realmente unificadora de la religión católica.
Esta discriminación casual no significa que olvidemos la continuidad biológica,
en buena parte de los elementos de la peruanidad, por lo que se refiere al
Incario, ni que dejemos de considerar con orgullo su legado imperial que
precisamente queremos esbozar en este ensayo. ¡Bello y fecundo legado en
verdad, que está en nuestras manos aprovechar favorecidos por un espíritu que
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los Incas no pudieron tener y por los prodigiosos descubrimientos de la técnica
moderna! Legado de honor y por lo mismo de inmensa responsabilidad.
El legado de la unidad política.
Destácase sobre todos los caracteres del Imperio incaico la unidad política,
unidad que fue la base de su grandeza, unidad que fue una obra milagrosa,
realizada contra las dificultades territoriales y las diversidades étnicas. Hemos
mantenido ese legado de la unidad política. Podría decirse que España, sobre
todo la España de Carlos V, Estado imperial como el Incaico, quiso conservar,
bajo un solo mando, el vasto territorio del Tahuantinsuyo. Verdad es que las
primeras capitulaciones lo dividieron en las fajas paralelas de doscientas leguas
conferidas a Pizarro, Almagro y Pedro de Mendoza. Pero la vida se burló de
estas geométricas distribuciones. Pizarro asumió el mando de la Nueva Toledo y
conquistadores salidos de Lima, siguiendo las rutas incaicas, penetraron en el
territorio de Arauco, llegaron con Benalcázar y sus tenientes a Pasto, al valle
de Cauca y hasta Antioquia e intentaron la conquista de la hoya amazónica. En
ese sentido el Virreinato del Perú, entidad imperial, continúa y aun supera al
Incario. Fue el pensamiento de Carlos V suceder en la soberanía a los Incas, y
así sería cierto lo que dijo el peruano Alvarez, cuando afirmaba en su
Preferencia de los americanos en los empleos: “El imperio de las Indias
uniéndose por la conquista a la corona de España, no perdió los fueros de
imperio”.
En el siglo XVIII abandona España este concepto de la unidad imperial peruana
cuando violentamente y contra la geografía y la historia unió Quito a Nueva
Granada, y Charcas al Virreinato de Buenos Aires.
La unidad política que, con tanta sagacidad como eficacia persiguieron los Incas
para su Estado Universal, tenía que ser la base y la armadura de la Nacionalidad
que se forja a través del largo período colonial por la fusión de las razas
española e indígena y por el aporte de los elementos de la cultura cristiana.
La Peruanidad exige el mantenimiento celoso de esa unidad política en los
territorios, que en el momento de la independencia formaban el virreinato de
Lima y cuyos habitantes se unieron libremente para formar una nueva
nacionalidad. A esta fuerte unidad política no repugnaba la aceptación de
diferencias regionales y la intensificación de la vida local. Al contrario, como lo
hemos repetido muchas veces, y hoy es nuestro deber repetirlo una vez más,
una Nacionalidad fuerte exige entidades regionales y departamentales fuertes,
económica y espiritualmente. Mas ese regionalismo no debe comprometer la
unidad de la Patria y la eficacia de sus directivas esenciales.
El regionalismo económico y cierta descentralización administrativa pueden
marchar paralelamente con la acentuación de un movimiento que afirme la
eficacia del poder central en el orden educativo, en el orden de los transportes
y, sobre todo, en el orden de la conciencia nacional.
De dos instrumentos se valieron los Incas para avivar la vida regional económica
y al mismo tiempo para acentuar la unidad política. A ellos nos hemos referido
en el capítulo anterior, cuando dijimos que las dos bases fundamentales de la
política incaica fueron: irrigación y caminos. A pesar de los meritorios esfuerzos
hechos en este sentido, a que hemos aludido también, falta aún mucho para
que podamos decir que hemos cumplido el legado del Imperio. Al lado de esas
bases naturales de la unidad, tenemos las morales y espirituales de la
educación, que debe orientarse hacia la afirmación de la conciencia nacional, y
principalmente, la de la unidad religiosa, que debemos mantener respetando
los sentimientos del País.
El legado de una misión civilizadora.
El Imperio nos deja otro legado: su carácter civilizador. En la aristocracia
incaica se reunieron dos caracteres que no siempre van juntos: la máxima
capacidad guerrera y la máxima cultura en relación con las otras tribus, de un
modo general. No siempre las tribus guerreras, tribus vencedoras, fueron tribus
civilizadoras. En muchos casos el mensaje de la civilización lo aportaron los
pueblos vencidos y conquistados cuando dieron su cultura a sus conquistadores.
Es el caso de Grecia respecto de Roma, es el caso de los habitantes de México
respecto de los aztecas. En el Perú el mérito de los incas consistió en que
atendieron no solamente el dominio político sino a la más alta cultura. Nosotros
debemos conservar esta tradición. La extensión de la influencia central no debe
ser en nuestro país simplemente la de un más acentuado fiscalismo o la de una
más intensa presión política. Las burocracias centrales deben representar
avanzadas de cultura. El atraso en que se encuentran las masas indígenas que
viven en muchas partes no sólo como vivieron en época de los incas sino como
antes del Tahuantinsuyo, requieren del Estado peruano el cumplimiento de su
legado civilizador.
Es motivo de la más grande desolación patriótica comparar los esfuerzos que se
han hecho en México y en Bolivia sobre la educación e instrucción de los
indígenas con los que hemos realizado. El país ha purgado, hasta con desastres
nacionales de tremendas consecuencias, la culpa de haber descuidado su misión
civilizadora respecto de la raza aborigen. Aún no tenemos, acerca de este gran
problema, un programa estructurado. Hermosos y aislados ensayos aquí y allá,
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pero no se destaca un plan general, como sería el establecimiento en los
principales centros indígenas, de granjas, escuelas-talleres, que, como las
abadías medioevales, eduquen a las masas indígenas considerando las
necesidades de su ambiente.
Sin perjuicio de respetar la iniciativa y propiedad individual, base de todo
progreso, nuestra estructura financiera tiene que orientarse hacia una más
justa distribución de la riqueza a la difusión de la pequeña propiedad y de la
pequeña industria y a la generalización y consolidación del seguro social.
Este es un legado del Imperio al que no hemos respondido aún, no obstante de
que ese requerimiento estaba reiterado con toda intensidad por el aspecto
fundamental de la peruanidad, o sea la fe cristiana
El legado de la dignidad imperial.
El legado de la justicia social.
Basadre, en una bella página de su libro Historia del Derecho Peruano, destaca
una característica del Estado incaico que lo diferencia de las grandes
monarquías orientales. Dice el mencionado historiador: “No vivió
despreocupado del pueblo como los grandes imperios sangrientos el asirio y el
persa... Mientras los demás Estados usaron la vida económica general para fines
de tributación, los Incas hicieron de esta tributación la base de vida económica
general. En este sentido fue proporcionalmente la situación de la gente,
colocada en los estratos ínfimos de la vida social de los incas, menos
abandonada o menesterosa que la de las gentes colocadas en plano análogo no
sólo entre los Estados antiguos sino aún entre los Estados más modernos”.
Recordemos nosotros las palabras de Polo de Ondegardo: “y ansi jamás obo
hambre en aquel rreyno”.
El Imperio nos dejó el legado de un gobierno paternal y humanitario; legado en
consonancia con el sentido cristiano que debió tener la conquista, y que lo tuvo
desde el punto de vista religioso. Es un valor esencial en la peruanidad el
sentimiento y la preocupación por toda obra social. Por un imperativo
tradicional, el gobierno estaba destinado a dar preferencia, entre los
problemas nacionales, a los problemas de justicia social. Quien estudie de
cerca la historia peruana descubrirá, aun en nuestras peores épocas, la
palpitación de un sentimiento humanitario y la generosa tendencia hacia obras
de carácter comunitario. Ello explica el magnífico desarrollo de las obras de
beneficencia en la época virreinal. Esta hermosa tradición conservada hasta la
época actual se ha manifestado en obras recientes y en la avanzada legislación
sobre el trabajo y seguro social.
No es pues anatópica, ni necesita robustecerse con corrientes exteriores, la
orientación que haga del Perú el país más adelantado de América en obras de
justicia social.
El Incario fue un Estado universal. Supo llevar con suprema prestancia la
dignidad imperial. No se ha borrado este sello de la historia del Perú. Lo
mantuvo el Virreinato aún después de las amputaciones realizadas por la
dinastía borbónica.
Resurge, sobre todo en la época de Abascal, cuando este virrey, con elementos
principalmente peruanos, criollos blancos, mestizos e indígenas, sostuvo el
predominio de la autoridad imperial contra la dispersión de las soberanías en la
revolución de los cabildos en Quito, Charcas, Chile y Buenos Aires.
Abascal sintió el “imperium” y puso al servicio de él todos los elementos que
habían constituido el antiguo virreinato y el antiguo estado de los incas.
Parecen éstos revivir al conjuro del ideal de la lealtad monárquica.
La orientación equivocada que representaba esa lealtad no puede alterar el
criterio histórico en la apreciación de la magnitud de la empresa y del
significado intrínseco de los esfuerzos realizados. Ejércitos, peruanos por sus
jefes, oficialidad y tropas, debelaban la revolución de Quito, derrotan las
expediciones del Río de la Plata en el Alto-Perú y ponen fin al movimiento
chileno restaurando así el virreinato de los siglos XVI y XVII, desde Pasto hasta
el estrecho de Magallanes y amenazan las provincias del Río de la Plata, que
sólo detienen la invasión peruana en la batalla de Salta.
No puede explicarse la actitud de Abascal, y sobre todo la cooperación de la
población peruana, sin la influencia de lo que podríamos llamar el “espíritu del
imperio”. España en manos de Napoleón, el virrey Abascal fue de hecho
absolutamente autónomo e independiente; ejerció la plenitud del imperio. La
desgracia para el Perú fue que Abascal no diera el paso lógico dentro de la
realidad creada, de proclamar, si no la independencia, por lo menos la
autonomía de ese imperio, dentro de la gran monarquía española. Aquel paso
habría facilitado la independencia de toda la América del Sur, no habría dejado
aislado el movimiento de Iturbide en México, que representó después una
orientación semejante y habría dado al Perú, en el Pacífico, la situación que
Brasil ha ocupado en el Atlántico. Noche trágica y decisiva para la peruanidad
aquella en que Abascal, dueño de los destinos del antiguo virreinato y
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verdadero amo y señor de su vasto territorio, se decidió por la absoluta e
incondicional lealtad a Fernando VII en lugar de realizar la idea que se atribuye
al conde de Aranda.
corte que le viene de la época de los Incas y del Virreinato. El Brasil debía
mantener allí su principal agente diplomático con rango de Plenipotenciario y
colocar sólo Encargados de Negocios en los países vecinos.
El enorme esfuerzo de afirmación nacional e imperial que hace el Perú dentro
de la orientación equivocada de la lealtad monárquica nos llevó a la
independencia completamente agotados. Las energías y la actividad del Perú se
gastaron en vano esfuerzo de afirmar la lealtad a la dinastía que no comprendió
ni los intereses ni el destino histórico de sus posesiones en América. El carácter
trágico y transitorio de este momento imperial del Perú no puede justificar el
que se le olvide, porque él representa, en primer término, la prueba del valor e
intensidad de la peruanidad en esos momentos, y porque explica la posición
desfavorable del Perú frente a las corrientes emancipadoras en el segundo
período de la revolución.
Nosotros debemos conservar este valor de la dignidad imperial que no puede
tener hoy, consolidadas las nacionalidades y definidas las fronteras,
manifestaciones territoriales, pero sí intensas manifestaciones espirituales.
Ocupa el Perú un puesto de primogenitura en América. La civilización de
territorios que son parte de Colombia, del Ecuador, Chile, Argentina y Bolivia
fue obra, en la época precolombina, del Imperio de los Incas. Y en la colonia, la
irradiación cristiana civilizadora a esas mismas regiones tuvo su centro en Lima;
y si la independencia surge en la periferia del enorme imperio, sólo se
consolida cuando convergen en el Perú los ejércitos de San Martín y de Bolívar.
Este legado de dignidad imperial se conservó en la República. Estaba en la
tierra y en el aire. San Martín se rebela contra el gobierno de Buenos Aires y
crea un gobierno independiente en Chile, pero al llegar al Perú no se siente
simplemente un soldado victorioso; asume el gobierno y sueña con establecer
una monarquía que comprendiese el Perú, Chile y el río de la Plata semejante a
las provincias unidas de Hispanoamérica, con un Inca a la cabeza, que propuso
en Tucumán el espíritu generoso de Belgrano. A Bolívar le hablaba en el
Chimborazo el dios de Colombia, pero cuando atraviesa los desiertos peruanos y
escala los Andes y recorre el Collao hasta Potosí, al volver a Lima, le habla el
espíritu del Imperio y forja su sueño de la Federación de los Andes. Santa Cruz,
vencedor en Yanacocha, pudo pensar que el establecimiento del Estado sudperuano iba a concretarse en un movimiento secesionista a favor de Bolivia.
Llegado a Lima, la Confederación sucesora del imperio se convierte para Santa
Cruz en el ideal sincero de su vida.
La defensa de la Peruanidad supone el celoso y vigilante cuidado de todo lo que
comprometa o manche la dignidad imperial de nuestra tradición. Hay que
educar a las generaciones jóvenes en este culto y en la conciencia de la
majestad moral de nuestra historia. Si no hubiéramos perdido en ciertas épocas
esta conciencia, no se habrían realizado los dolorosos acontecimientos que
comprometieron no sólo nuestro honor sino nuestra existencia, en 1829 y en
1841, y que han puesto a veces una nota trágica y bufa al mismo tiempo en
nuestra evolución política.
Correspondió a esta dignidad imperial el heroísmo en nuestras derrotas y la
empeñosa abnegación en nuestra larga resistencia en la guerra con Chile. El
sentido imperial de nuestra historia tuvo así, en unos casos, manifestaciones de
esplendor material, y en otros, revelaciones de una fuerza moral. El amor de
nuestra historia nos impone el incansable denuedo de conservar en nuestra vida
el sello que le imprimió la indiscutible grandeza de los Imperios incaicos y
virreinal, de los cuales somos sucesores. 
Esta tradición imperial del Perú tuvo la nobilísima expresión de cierta primacía
espiritual. Respondiendo a esta tradición, el Perú sintió palpitar en él
conciencia americana cuando convocó a los Congresos de Lima de 1847 y 1866,
y adoptó las generosas actitudes de su protesta frente a la invasión de Santo
Domingo y de México, reconoció la beligerancia de Cuba y suscribió el tratado
de alianza con Bolivia en la condición de que ésta no extremara su política
respecto de Chile.
Dentro de esta tradición imperial vieron al Perú los diplomáticos extranjeros.
Duarte D’Aponte Ribeyro, después de haber residido en Lima como Encargado
de Negocios del Brasil, al regresar a su patria presentó un Memorial. En ese
documento, Duarte D’Aponte decía que el Perú tiene en el Pacífico una
posición semejante a la del Brasil en el Atlántico; tradiciones imperiales y de
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