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documento informe 1 (03) Persona de Jesus. El Jesús Histórico a la luz de la exégesis reciente

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El Jesús Histórico a la luz de la exégesis reciente
Rafael Aguirre.
1. Introducción
La investigación histórica sobre Jesús ha conocido diversas fases. Los discípulos de Bultmann reaccionaron
contra el escepticismo de su maestro promoviendo lo que se llamó “la nueva búsqueda” del Jesús histórico
(Käsemann 1954), mucho más cauta que la emprendida por el racionalismo optimista del XIX, y motivada
teológicamente: se buscaba anclaje para la fe cristológica y los estudios los realizaban exégetas y en el marco
de facultades de teología, fundamentalmente alemanas. Aquí hay que situar a los trabajos de Bornkamm,
Conzelmann, Schürmann, Cullmann, Jeremias (con matices), etc. La gran renovación de la cristología
posconciliar es muy deudora de esta exégesis sobre el Jesús histórico (Rahner, González Faus, Sobrino, Boff,
Ducoq, Moltmann etc).
A partir de los años 80 del siglo pasado se abre paso una nueva orientación en los estudios históricos sobre
Jesús, sin que sea posible ahora explicar ni sus causas ni sus características (Aguirre 1995; Bartolomé 2001;
Witherington 1995). Sí diré que esta famosa “third quest” o “tercera búsqueda”es una investigación que
procede fundamentalmente del mundo anglosajón, que es muy interdisciplinar y que, en buena medida, se
hace al margen de las instituciones teológicas y de las referencias confesionales. La producción es enorme,
de valor muy desigual, pero es indudable que se han abierto perspectivas de sumo interés. En mi opinión, la
reflexión cristológica y eclesiológica no se ha confrontado aún con los resultados de estas nuevas
investigaciones bíblicas.
En las páginas que siguen me propongo nada menos que realizar una síntesis de lo que desde el punto de
vista histórico se puede decir con relativa solidez sobre Jesús de Nazaret. Tarea complicada y más si debe
hacerse en un espacio reducido, lo que obliga a seleccionar algunos aspectos, y no permite justificar
suficientemente las afirmaciones que se hacen ni citar ni considerar las opiniones de otros autores, Tampoco
es posible abordar las cuestiones previas y decisivas de carácter metodológico: las fuentes, su valoración y
los criterios de historicidad.
Quiero dejar bien claro que intento hablar desde el punto de vista histórico, evitando en lo posible la
criptoteología (Crossan 1999, XXIII), que es la que ha predominado en los estudios sobre el llamado “Jesús
histórico”, y la autobiografía, y me refiero al conocido dicho de que los estudios sobre Jesús han solido servir
poco para conocer a este personaje, pero mucho para conocer la mentalidad de quien los realizaba. Creo
que lo que voy a decir está sólidamente fundado y es racionalmente muy defendible, aunque, por supuesto,
es también muy discutible. Así es la naturaleza del saber histórico, que no se impone apodícticamente y que
avanza por tanteos y acercamientos progresivos. Esto es verdad siempre, pero mucho más cuando, como en
el caso de Jesús, las fuentes son escasas y muy interesadas, y su estudio además implica con facilidad y en
grado sumo la subjetividad de quien lo realiza.
Dada la naturaleza de los evangelios -los sinópticos tienen un esquema muy simple y muy teológico de la
vida de Jesús y, además, muy diferente a Juan- probablemente no es posible una presentación secuencial,
ordenada y cronológica de la vida de Jesús. Incluso es posible que de lo que yo diga no resulte una visión
sistemática y coherente de lo que Jesús hizo y dijo. Puede deberse al carácter fragmentario de nuestras
fuentes, también a la naturaleza simbólica y poética del lenguaje de Jesús, tan maltratado por la teología
posterior; pero hay otro factor: los cambios y hasta las contradicciones que con frecuencia caracterizan el
mensaje y los comportamientos de los grandes carismáticos, que es un factor que suele aumentar su
prestigio entre sus seguidores (J. C. Sanders 1998). Y, por supuesto, parece muy verosímil que se diese una
verdadera evolución a lo largo de la vida de Jesús en la comprensión de aspectos centrales de su mensaje.
2. El contexto histórico y geográfico.
Jesús fue un judío fiel y nunca dejó de serlo. Más precisamente fue un galileo, lo que es clave para situarle
debidamente.
La investigación histórica y arqueológica sobre Galilea está actualmente en pleno desarrollo y las diferencias
que autores muy importantes de nuestros días tienen sobre el Jesús de la historia están íntimamente
relacionadas con las distintas imágenes que se hacen de la Galilea del siglo I. E. P. Sanders se imagina una
Galilea pacífica y con pocas diferencias religiosas con Judea. Freyne, sin duda el que más a fondo a estudiado
el tema, presenta una Galilea muy convulsionada por las dificultades económicas y por el proceso de
urbanización. Crossan y Mack subrayan especialmente la helenización de la región y la influencia en ella de
los filósofos cínicos.
El judaísmo de Galilea era muy acendrado, pero diferente al de Jerusalén, donde el papel del Templo era
mayor y la presencia de escribas más numerosa; ambas regiones, desde la muerte de Salomón, se
convirtieron en entidades separadas y habían tenido una historia política muy distinta. En tiempo de Jesús,
Galilea era un reino vasallo de Roma bajo la dinastía herodiana, mientras que Judea estaba bajo el control
directo de Roma, que tenía allí un prefecto que dependía del legado de Siria.
Jesús era de Nazaret (Mateo y Lucas sitúan su nacimiento en Belén, lo que quizá es una construcción
teológica para reafirmar su ascendencia davídica; cfr. 1Sam 16); en todo caso está claro que su infancia
transcurrió en Nazaret y era conocido como natural de esta localidad (Jn 1,46; 7,41; Mc 6,1-6). Era un pueblo
pequeño y pobre, como ha puesto de manifiesto la arqueología, pero que está a solo 5 km. de Séforis,
ciudad reedificada por Herodes Antipas, que la convirtió en capital de Galilea.
Este dato es muy importante. En efecto, el proceso de urbanización, en marcha desde el tiempo de
Alejandro Magno, había llegado hasta Galilea que estaba rodeada de una serie de ciudades helenísticas
paganas y en las que los judíos eran una minoría. Al Este las diez ciudades de la Decápolis, al otro lado del
Jordán, excepto Escitópolis / Bet Shean. Al Noroeste Tiro, Sidón y Aco / Tolemaida. Al Oeste, en la costa del
mar Mediterráneo, Cesarea Marítima, gran puerto e impresionante ciudad pagana donde residía
habitualmente el prefecto romano. Al Sur, otra importante ciudad herodiana, Sebaste.
Pero el proceso de urbanización penetraba en el corazón mismo de la Galilea judía. He mencionado Séforis,
“corona de Galilea”, la llamaba Flavio Josefo. Más tarde Antipas construyó junto al lago Tiberias, donde
trasladó la capital. La urbanización era simultáneamente un proceso de helenización, aunque Séforis y
Tiberias mantenían una fisonomía predominantemente judía (en Séforis no se han encontrado restos
paganos para el siglo I) (Meyers 1997; Chancey 2001), pero era el lugar de residencia de la élite de
funcionarios y propietarios. Cuando posteriormente, el año 66 estalló la sublevación judía, ambas ciudades
adoptaron una postura pro-romana totalmente opuesta al campesinado galileo. Utilizando una terminología
técnica (Freyne 2000), se puede decir que Séforis y Tiberias no eran ciudades ortogenéticas, nacidas como
desarrollo de un entorno rural y en relaciones armoniosas con él, sino heterogenéticas, es decir, en virtud de
un influjo externo y que resulta un elemento extraño que rompe los equilibrios tradicionales del entorno
rural.
De hecho la situación del campesinado galileo del tiempo parece que era sumamente dificil. Grababan sobre
ellos enormes cargas impositivas, con las que los herodianos financiaban su política de grandes obras
públicas; a esto hay que añadir los impuestos exigidos por el Templo de Jerusalén. Las pequeñas
propiedades agrícolas familiares no podían hacer frente a tal situación. Consecuentemente se daban un
proceso de concentración de la propiedad, de modo que los pequeños propietarios se convertían en
jornaleros, a veces incluso en esclavos, y la emigración fuera del país era muy numerosa.
La ciudad siempre ejerce una cierta fascinación sobre su entorno social. Pero esta fascinación puede ser de
atracción por las nuevas formas de vida o de rechazo de los valores y costumbres que se ven como algo
ajeno y perjudicial. Esto último es lo que sucedía en la Galilea del siglo I. Los sectores rurales veían con
hostilidad a las ciudades introducidas por los herodianos, que rompían sus formas tradicionales de vida y les
perjudicaban económicamente.
Se puede decir que frente a una “economía de reciprocidad” de carácter tradicional, basada en la familia
como unidad de producción y consumo, los herodianos, pro-romanos imperialistas, introducían una
“economía de re-distribución” en la que un gran poder central (el Imperio y el Templo) acumula una riqueza
creciente, de cuyo reparto sale muy favorecida una élite.
La tensión campo - ciudad es clave para entender la función social de Jesús y su mensaje. No es exagerado
afirmar que la Galilea del tiempo estaba atravesada por una crisis con hondas repercusiones culturales y
económicas. Desde ahora quiero llamar la atención sobre el hecho muy significativo y probablemente nada
casual de que Jesús no parezca nunca en los Evangelios visitando los núcleos urbanos importantes.
En Galilea reinaba una acendrado espíritu judío, pero la región estaba abierta a una notable influencia
helenística. Basta una mirada al mapa para comprender que lo contrario sería imposible. La ribera occidental
del Lago, de especial importancia en el ministerio de Jesús, estaba muy poblada y abierta a las relaciones con
el entorno pagano. Cafarnaún, que fue algún tiempo centro de operaciones de Jesús, estaba muy cerca de
Tiberias, la capital, y de Magdala/Tariquea, una localidad importante conocida por su industria de salazón de
pescado. Los pescadores de Cafarnaún y Betsaida, ésta ya en el territorio de Filipo, inevitablemente tenía
que tener relaciones con la cercana ribera oriental y pagana. Cerca de Cafarnaún pasaba la vía que llevaba a
la Decápolis, como sabemos por los datos del evangelio y por el descubrimiento de una piedra milar, que
puede verse en la actualidad en las excavaciones de la mencionada ciudad.
3. Los primeros pasos
Tenemos poca información fiable sobre los orígenes de Jesús, sobre sus antecedentes familiares y sobre los
primeros años de su vida. Este vacío ha sido colmado por la imaginación popular con numerosas leyendas,
algunas muy antiguas y muy desarrolladas en diversos evangelios apócrifos.
Sabemos que sus padres se llamaban José y María, que vivían en Nazaret y que tenía varios hermanos (Meier
1998, 233-264). Poco más podemos decir. Hay reconstrucciones plausibles atendiendo a las costumbres
judías del tiempo sobre la continuación con el mismo oficio que su padre, sus visitas frecuentes a la cercana
Séforis, sobre su educación judía en el seno familiar y en la sinagoga etc.
Desde muy pronto se suscitó una gran controversia en torno al origen de Jesús. Sectores judíos le acusaban
de ser hijo ilegítimo de María y el reproche, que en aquella cultura resultaba gravísimo, quizá se refleje ya en
los evangelios (Jn 8, 41). ¿Trataban así los judíos de contrarrestar la fe de los cristianos en la concepción
virginal? Caben diversas hipótesis y el historiador probablemente no puede llegar a soluciones definitivas en
esta cuestión, que no deja de suscitar estudios (Meier 1998, 236-241; Chilton 2000), alguno serio, pero la
mayoría sensacionalistas y arbitrarios.
Cuando tiene ya en torno a 30 años Jesús aparece acudiendo a la llamada de Juan Bautista que promueve un
movimiento de conversión en el desierto, junto al río Jordán. Me permito una hipótesis: considero
inverosímil que Jesús permaneciese hasta ese momento en el domicilio familiar y trabajando en el oficio
paterno. En efecto, la hondura de su experiencia religiosa, su capacidad de discusión y su conocimiento de
las Escrituras parecen suponer que antes de ir donde Juan Bautista ha precedido un período de búsqueda
religiosa y de contacto con otros grupos judíos. Es decir, un proceso semejante al que siguió Flavio Josefo, tal
como describe en su Autobiografía (II,10-12).
No hay duda de que Jesús se sometió al bautizo de Juan Bautista y de que esto supuso una experiencia muy
importante en su vida. Después se independizó -quizá con otros- de Juan, y durante algún tiempo parece
que desarrolló una actividad bautismal (el dato de Jn 3,22 difícilmente puede haber sido inventado por la
comunidad cristiana y el mismo Jn en 4,1-2 trata de corregirlo). Pero pronto la predicación de Jesús y el
movimiento que promovió aparece con unas características propias y diferentes de las de Juan, como más
tarde veremos.
4. El reino de Dios
Es indudable que Jesús proclamó el Reino de Dios (Meier 1999, 293-592; Aguirre 2001,11-52). La expresión
aparece numerosas veces en la tradición sinóptica, pero pronto cayó en desuso en la iglesia (en Juan aparece
2 veces; en Pablo 7/8). Sí era una expresión conocida en el judaísmo del tiempo, pero no excesivamente
preponderante. Y hay una serie de expresiones en torno al Reino de Dios (por ejemplo, “entrar en el Reino”)
que sólo aparecen en los Evangelios.
Este dato es de vital importancia. El lenguaje no es el uso de etiquetas indiferentes o asépticas, sino que
procede de una determinada experiencia, que después contribuye a cultivar. Jesús no hace una exposición
sistemática en torno al Reino de Dios, utiliza un lenguaje simbólico, poético y sugerente. Parte, por supuesto,
de la comprensión judía, pero la va matizando de una forma muy particular.
Hay salmos que celebran en el Templo de Jerusalén la realeza universal y permanente de Dios:”¡Pueblos
todos, tocad palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Porque Yahvé, el Altísimo, es terrible, el Gran Rey
de toda la tierra... ¡Tocad para nuestro Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad! Es Rey de toda la tierra.
Reina Dios... Sentado en su trono sagrado”: Sal 47; cfr. Sal 93;96-99.
Pero hay otra concepción del Reino de Dios que aparece en momentos de singular tribulación del pueblo, en
el momento del exilio, reflejado en el Deutero-Isaías, y en el momento de la terrible opresión de los
Seleúcidas, como se refleja en el libro de Daniel (Albertz, 550, 817-819). En estos momentos el Reino de Dios
se proclama en neto contraste con los reinos opresores del presente, pretende suscitar la resistencia y
esperanza de un pueblo que sufre y se refiere a una intervención futura y liberadora de Dios, que cambiará
la historia.
Daniel, en los capítulos 2 y 3, habla de la visión de una estatua enorme y terrible, con la cabeza de oro, su
pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus lomos de bronce, sus piernas de hierro, sus pies parte de hierro
y parte de arcilla. Representa a los diversos imperios que han ido oprimiendo a los santos. Pero después, “sin
intervención de mano alguna”, se desprende una piedra que pulveriza a la estatua enorme y terrible, y que
acaba convirtiéndose en un gran monte que llena toda la tierra. Se está refiriendo al Reino de Dios, “que
jamás será destruido y subsistirá eternamente” (Dan 2,44).
Para el Deutero-Isaías, la proclamación del Reino de Dios equivale a anunciar la liberación a los exiliados, el
retorno a su tierra; es la buena noticia de la paz y de la salvación (52,7).
Es claro que a lo largo de la historia, quizá ya en la Biblia misma, Reino de Dios es una expresión
profundamente ambigua y con funciones sociales diversas y hasta contradictorias (Aguirre 1998, 54-57). En
los profetas es la expresión del ansia de liberación de los oprimidos, suscita su esperanza y tiene una fuerte
carga socio-crítica.
En este punto me parece especialmente importante evitar el anacronismo y el etnocentrismo, y situar estas
ideas en el concepto de su tiempo, para lo que es especialmente útil unos trabajos recientes de Theissen
(2001) y, sobre todo, de Malina (2000). La religión de Jesús, centrada en el Reino de Dios, es una religión
política y voy a explicar en qué sentido. A diferencia de lo que sucede en el mundo occidental de nuestros
días, la religión en el mundo mediterráneo del siglo I no era una variable independiente de la vida social, sino
que se vivía siempre incrustada en los dos grandes ámbitos de experiencia del tiempo, que eran el ámbito de
lo político, el mundo de la polis, de la vida pública, y el ámbito de la casa/familia, que no equivale
simplemente a lo que hoy entendemos como espacio privado. Había una religión política, la religión oficial,
la de la ciudad, los cultos públicos y una religión doméstica, la de la casa. En el Imperio, junto a la religión
oficial, con sus templos y divinidades, con su culto al emperador, había una religión muy viva y muy
diferente, con su culto a los antepasados, a los lares y penates, con altares y ritos, en los que el paterfamilia
tenía un papel muy especial.
El yahvismo era, ante todo, una religión política, la del pueblo de Israel, que impregnaba toda su vida
pública, pero también tenía, como no podía ser menos una dimensión doméstica muy importante. (Otra
cuestión, muy interesante por cierto, es la de la religión doméstica a lo largo de la historia del pueblo judío,
que con frecuencia se alejaba más de lo que se suele creer de las pautas yahvistas y aceptaba usos del
entorno pagano).
Pues bien, la religión de Jesús, centrada en el Reino de Dios, es una religión política en este sentido
aristotélico y pre-maquiavélico del término, porque se dirige a todo Israel y pretende configurar la vida del
pueblo. Lo que Jesús proclama es que ese Reino de Dios tan anhelado, no sólo está cercano, sino que, de
algún modo, está ya irrumpiendo en el presente. “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca”
(Mc 1,15). “Si yo expulso a los demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a
vosotros” (Mt 12,28).
Pero también hay una serie de dichos de Jesús (sin ir más lejos la petición “venga tu Reino” de la oración del
Padre Nuestro) que dejan ver que la plenitud del Reino de Dios es futura -quizá sería mejor decir venidera-, y
está orgánica y directamente vinculada con algo que ya está dado en el presente y que es inseparable de su
actuación. Este dato me parece históricamente incuestionable; otra cosa es que se le considere a Jesús un
iluso, un iluminado o un profeta.
Esta vinculación entre pasado y presente del Reino de Dios está especialmente clara en algunas parábolas,
por cierto bellísimas. Es como un grano de trigo que alguien entierra en el campo y que por su propia fuerza
acaba dando una cosecha espléndida; o como la semilla de mostaza, la más pequeña de todas las semillas,
que se convierte en un árbol en las que pueden anidar las aves del cielo; o como un poco de levadura,
invisible al principio en medio de la masa, pero que al final la hace fermentar a toda ella.
Todas estas son parábolas de contraste entre una situación en que aparentemente no hay nada nuevo, los
inicios son muy modestos, decepcionantes sin duda para las expectativas mesiánicas del tiempo, y un final
espléndido; pero ponen también de relieve que el futuro es el desarrollo del presente, que, de algún modo,
está contenido en él.
En la historia de la investigación hemos asistido a un gran bandazo, a base de forzar los textos, eligiendo
unos y eliminando otros, y de leerlos anacrónicamente. La llamada “escatología consecuente”, una exégesis
fundamentalmente germana, basándose sobre todo en el Evangelio de Mc, en quien se depositaba la
máxima confianza al ser tenido por el más antiguo y de mayor valor histórico, hacía de Jesús un apocalíptico
que esperaba la irrupción inminente del Reino de Dios entendido como una catástrofe cósmica y el fin del
mundo (Schweitzer, Ehrman, Allison). Ahora, como reacción, una importante tradición exegética, sobre todo
norteamericana, basándose en una peculiar interpretación de la fuente Q (Kloppenborg) (han perdido la
confianza en Mc, al considerarla una obra fundamentalmente teológica) (Wrede), hacen de Jesús un sabio
que habla del Reino de Dios como una posibilidad abierta y presente a todo ser humano para que viva de
una forma mucho más libre y auténtica (Crossan, Borg).
Para Jesús el Reino de Dios es una buena noticia; es un tesoro, cuyo descubrimiento llena de alegría. Es
notable la diferencia con su maestro Juan Bautista que subrayaba el aspecto justiciero y amenazante de la
venida de Dios.
El Reino de Dios no viene acompañado de signos apocalípticos, ni se identifica con la fuerza histórica de un
grupo ni con la expulsión de los paganos. Jesús invita a descubrirlo, a aceptarlo, a acogerlo y a llenarse de
alegría. Este momento que llamaría de pasividad, de descubrimiento y aceptación del misterio que se ofrece,
tan característico de la experiencia religiosa, es central en Jesús. Y creo que no ha sido tenido en cuenta
suficientemente por la reciente teología en torno al Reino de Dios. Pero, por supuesto, para Jesús como
buen judío la aceptación del Reino de Dios debe fructificar en buenas obras en la propia vida. Y en esto es
también muy imperioso. Dejar pasar esta oportunidad es perder la propia vida.
Se ha dicho que Jesús pretende “la congregación escatológica de Israel” (E. P. Sanders 1985), es decir que el
pueblo de Israel acepte esta intervención decisiva de Dios, que está en trance de realización, que cambiará
radicalmente la historia, pero que no supondrá su abolición. Las imágenes de catástrofes cósmicas, en la
medida en que puedan remontarse a Jesús, son un género literario, que encontramos en los profetas, con el
que se pretende subrayar la importancia del momento que se está viviendo (Borg 1984). El Reino de Dios
será una situación teocrática e implicará una vida de renovada fidelidad de Israel a Yahvé. Dentro del variado
mundo de las esperanzas escatológicas judías, para Jesús el Reino de Dios supondría la restauración de las
doce tribus y probablemente la edificación de un templo nuevo y glorioso (E. P. Sanders 1985). Jesús no se
dirige a los paganos y se mueve en la línea de la escatología profética: todos los pueblos reconocerán a
Yahvé cuando en Sión resplandezca su gloria.
Hay un aspecto muy importante que suele pasar desapercibido: la proclamación del Reino de Dios situado
en su contexto histórico conllevaba necesariamente una carga de crítica respecto de la teología imperial. Por
tal entiendo la ideología que sacralizaba las estructuras del Imperio Romano que absolutizaba la Pax Romana
y divinizaba al emperador (Fears 1981). Esta teología imperial se encontraba por todas partes: en las
monedas, en las inscripciones, en los monumentos, en las festividades y en las obras de los grandes autores.
Proclamar el Reinado de Dios como valor central y supremo suponía una crítica radical de la ideología
legitimadora del imperio que a los romanos no les podía dejar indiferentes. (Se explica así que San Pablo,
que quiere extender el cristianismo por el imperio, elimine prácticamente la expresión Reino de Dios, que le
hubiese acarreado un conflicto mortal para sus pequeñas comunidades a un nacientes).
5. Valores alternativos
En medio de la gran disparidad existente en las investigaciones históricas sobre Jesús hay un dato que reúne
un consenso amplísimo, el reconocimiento de una cierta marginalidad de Jesús que después se explica de
diversas maneras. Está suficientemente claro que Jesús adoptó actitudes un tanto contraculturales, que
suponían un cierto desafío a los valores hegemónicos. Al hablar de su actitud ante la ley volveremos sobre
este punto.
Antes estas actitudes “contraculturales”, radicales, se explicaban en virtud de la “ética provisional” de quien
esperaba un fin del mundo inminente. Hoy hay quienes las atribuyen al influjo de la filosofía cínica tan crítica
con su sociedad que pretende cambiar radicalmente sus valores (Crossan, Mack, Downing)..
Pero en Jesús es el alborear el Reino de Dios lo que le lleva a ver y valorar la realidad de una forma diferente.
Así se explica que proclame bienaventurados a los pobres, a los que lloran, a los hambrientos. No, por
supuesto, porque estas situaciones sean un bien en sí mismas, sino por todo lo contrario. En la medida en
que el Reino de Dios se afirme, estas situaciones van a cambiar, lo que se traduce ya desde ahora en
consuelo y esperanza.
El honor, el valor central en aquella cultura (Malina 1995, 45-84), que dependía fundamentalmente del linaje
y que se manifestaba en una serie de signos externos es reinterpretado a la luz de la nueva experiencia del
Dios que se acerca: “los últimos serán los primeros”; “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a
servir”. El dinero no es señal de la bendición divina, como lo consideraba la teología rabínica, si no el mayor
impedimento para entrar en el Reino de Dios. Las estructuras patriarcales quedan relativizadas, y cambia
profundamente la consideración de los niños y de las mujeres. En el punto siguiente tendremos ocasión de
profundizar en este aspecto, ciertamente clave, de la actitud de Jesús.
6. La Ley
Precisar la actitud de Jesús ante la Ley no es nada fácil, porque no hizo pronunciamientos generales y,
además, porque las grandes controversias que se dieron sobre el tema en la Iglesia primitiva se refleja en los
textos evangélicos dificultando la crítica histórica. Hay una diferencia notable en cómo presentan las cosas el
judeocristiano Mateo y el paganocristiano Marcos
Se trata, sin duda, de un problema de vital importancia en nuestro estudio y me atrevo a sintetizar en una
serie de puntos la actitud de Jesús.
- Jesús fue siempre un judío fiel y, por tanto, respetuoso y cumplidor de la ley. En general tiene una notable
afinidad con el judaísmo abierto de Hillel, aunque en algún caso, concretamente en lo referente al divorcio,
se acerca más a la postura de Shamai.
Al rico que le pregunta que tiene que hacer para alcanzar la vida eterna le responde “cumple los
mandamientos” (Mt 19,17) y, además, los enuncia: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás...” (Mt,
19,18-19; Mc 10,19).
También es verdad que el punto de partida de la predicación de Jesús y lo más importante de ella no reside
en la explicación de la ley.
- Jesús radicaliza aspectos de la ley. No basta con no matar, sino que hay que evitar otro tipo de agresiones
menores e incluso los insultos. Pensemos también en la prohibición del divorcio. Esta enseñanza de Jesús
parecía no tener paralelo alguno en el mundo judío de la época, pero se ha encontrado una doctrina muy
similar en el Rollo del Templo (1 Q Rollo del Templo 57,17-19; TQ 223). En el Documento de Damasco se
fundamenta la prohibición del divorcio en el orden primigenio querido por Dios en la creación (Documento
de Damasco 4, 20-21; TQ 83), que es exactamente lo que hace Jesús (Mc, 10,5-9).
En la cuenta de esta radicalización ética hay que poner también la denuncia de tradiciones humanas que
ocultan y desvirtúan la intención profunda de la Ley (Mc 7,8-13; Mt 23,23).
- Jesús relativiza -sin que esto suponga su simple abolición- los preceptos rituales, concretamente los
referidos al sábado y a las normas de pureza. La Iglesia posterior, por razones polémicas, acentuó este rasgo,
que se remonta sin duda a Jesús. Hay dichos que pueden proceder de él: “No es lo que entre de fuera sino lo
que sale de su boca lo que puede hacer impuro al ser humano” (Mc 2,27; Mc 7,15; Mt 15,11); “Ay de
vosotros que purificáis el exterior de la copa y de los platos pero dentro están llenos de robo y de codicia”
(Lc 11,39; Mt 23,25; Ev. Tom 89); “Ay de vosotros que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y
abandonáis la justicia, la misericordia y la fe. Esto es lo que habría que practicar, aunque sin abandonar lo
otro” (Mt 23,23; Lc 11,42).
Jesús aceptó la relación con gente tenido como impura, pecadores y publicanos, probablemente prostitutas,
y lo hacía sin importarle las críticas porque quería anunciar y hasta visibilizar que el Reino de Dios se ofrece a
todos y a nadie excluye.
Relativizar los preceptos rituales y las normas de pureza era poner en peligro la identidad étnica que estos
garantizaban. En efecto, como saben bien los antropólogos las normas de pureza son barreras que separan a
los judíos de los demás pueblos, a la vez que suponen el control de los cuerpos de los miembros de Israel por
parte de sus autoridades religiosas.
Jesús promovió un movimiento de renovación intrajudío en un momento de una crisis generalizada y grave
en su pueblo. Habían surgido otros movimientos de renovación, que se caracterizaban por radicalizar las
normas de pureza, por reafirmar la identidad étnica y que, por tanto, eran movimientos exclusivistas; se
dirigían a una élite de puros y elegidos. Es lo que caracteriza a los fariseos, nombre que quiere decir “los
separados”; los esenios de Qumrán traducían esta separación físicamente y se iban al desierto, lejos de un
pueblo y de unas instituciones corrompidas y contaminadas; ellos eran el verdadero Israel que esperaba al
Mesías.
El movimiento de Jesús se caracteriza por lo contrario, por ser inclusivo, por buscar a la gente, por no
marginar a nadie, por anunciar a todos la llegada de Dios y su Reino. No es ninguna casualidad que esta
actitud y este anuncio desencadenasen un fuerte conflicto intrajudío.
También quiero apuntar que el desarrollo posterior del cristianismo, con la apertura a los paganos, con toda
la novedad que introdujo respecto a lo que fue el horizonte histórico de Jesús, estuvo posibilitado, de alguna
forma, por el carácter inclusivo del más primitivo movimiento de Jesús y por su relativización de las fronteras
étnicas con las que Israel protegía su identidad.
- Lo más característico de la interpretación jesuánica de la ley es la importancia dada al amor al prójimo.
“¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?”, le preguntan. Responde : “El primero es: Escucha Israel:
el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios... El segundo es amarás al prójimo como a
ti mismo” (Mc 12, 28-31). Jesús está citando el mandamiento de Lev 19,18. Había grandes discusiones en el
judaísmo en torno a cómo había que entender “el prójimo” de este texto, concretamente qué extensión
tenía.
Cuando le preguntan a Jesús su opinión (“¿Quién es mi prójimo?”) responde con la parábola del buen
samaritano (Lc, 10,29-37), que probablemente es histórica y responde al más puro estilo de Jesús: replantea
de forma provocadora la pregunta que se le hace. La cuestión no es tanto “quién es mi prójimo”, sino quién
es capaz de hacerse prójimo del hombre abatido en el camino. Es decir, Jesús invita a pensar la moral y el
amor desde las víctimas.
En el judaísmo del tiempo había quienes limitaban el prójimo a los miembros del pueblo judío. Así los LXX
traducen “prójimo” por “prosélito” en Lev 19,18, es decir paganos convertidos al judaísmo. Sin embargo en
el judaísmo helenista sobre todo, pero también en el judaísmo palestino, había interpretaciones más amplias
que se abrían al amor al extranjero. Parece que es lo que piensa Jesús.
Es muy claro, sobre todo, cuando inculca la no violencia y el amor a los enemigos, que sin duda proceden de
Jesús y constituyen el culmen de su moral. Los evangelios presentan unas formulaciones radicales y
provocativas, que plantean numerosos problemas tanto literarios como de aplicabilidad, en los que no
podemos entrar ahora. No se refiere solo al enemigo personal, sino también al del pueblo como tal (está
muy claro que Mateo, el evangelista más judío, así lo entendió, porque en 5,41 se refiere a una imposición
romana). Estas afirmaciones de Jesús se pueden y se deben situar en el contexto judío de su tiempo, porque
no son meras doctrinas intemporales. Concretamente hubo un par de movilizaciones populares judías no
violentas frente a Pilato que resultaron eficaces (AJ 18,271 s; BJ 2,174. 195-198) (Theissen 1985, 103-147).
La justificación teológica del amor a los enemigos es muy rica, pero me fijo sólo en un aspecto: “Para que
seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre
justos e injustos” (Mt 5,45). Se encuentra aquí un motivo clave de la espiritualidad judía: la imitación de Dios
(Aguirre 2001, 37). Lo propio de Jesús es que se trata de imitar a un Dios que es bueno, que es amor, y cuya
bondad se manifiesta en la creación (“hace salir su sol...”) y también en la llegada de su Reino.
7. Taumaturgo popular y exorcista
Un aspecto cuya enorme importancia no guarda relación con el pequeño espacio que aquí se le va a dedicar
es la actividad de Jesús como sanador popular y como exorcista. Me limito a un breve apunte.
Durante mucho tiempo los llamados milagros de Jesús eran un engorro para historiadores y teólogos que no
sabían qué hacer con ellos. En la Iglesia misma si no se podía eludir su explicación se recurría a
interpretaciones alegorizantes. Hoy las cosas han cambiado. Hasta los críticos más radicales aceptan que
Jesús realizó curaciones que sus contemporáneos consideraban milagrosas. El dato se encuentra en
absolutamente todas las tradiciones evangélicas y quien lo niegue se incapacita para decir nada del Jesús
histórico.
Jesús tuvo las características de un sanador popular y éste es un rasgo muy importante para explicar la
enorme atracción que ejercía entre la gente. “Una gran muchedumbre, al oír lo que hacia acudió a el” (Mc
3,10; Cfr 1,32-34; 1,45; 6,55-56).
En este punto, quizá como en ningún otro, necesitamos superar el anacronismo y el etnocentrismo. Un
antropólogo ateo o agnóstico no tiene ninguna dificultad para aceptar al Jesús curandero popular y
exorcista, mientras que suele tener muchas el teólogo supuestamente crítico.
Sin duda que las tradiciones de milagros de Jesús han sido muy amplificadas por la fe postpascual y por la
imaginación popular. Hay relatos de milagros que son totalmente creaciones comunitarias. Habrá que ver en
cada caso (Meier 1999; Theissen-Merz 1999; Twelftree 1999). Pero parece claro que Jesús tenía poderes
taumatúrgicos, que hay que situar a la luz de lo que la antropología nos enseña sobre los llamados sanadores
étnicos, que se dan prácticamente en todas las culturas (Pilch).
Los milagros de Jesús tienen una serie de características bien conocidas y que no voy a enumerar ahora, pero
lo más propio es que relacionaba sus curaciones con la fe y la venida del Reino.
Por otra parte, Jesús y sus contemporáneo, tienen una cosmovisión supernaturalista del mundo y creen en
seres intermedios y espíritus malignos: es el marco para entender los exorcismos de Jesús (Twelftree 1993) .
Como las curaciones, responden a un dato histórico indudable pero que hay que saber interpretar. Es
interesante notar que a diferencia de éstas, la tradición no tiende a engrandecer los exorcismos de Jesús,
que no se encuentran ni en el último evangelio, el de Juan, ni tampoco en las fuentes exclusivas de Mateo y
Lucas; están sólo en las fuentes más antiguas, en Mc y en Q.
Los fenómenos de posesión se conocen en muchísimas culturas y se dan con especial frecuencia en
situaciones de ruptura de los equilibrios tradicionales, por ejemplo cuando una cultura nativa se siente
gravemente amenazada (pensemos en situaciones de colonialismo; en las culturas preindustriales, en
situaciones de graves presiones en el seno familiar). También se constata que hay personas o sectores
sociales que por su debilidad o vulnerabilidad están más expuestos a estar poseídos por espíritus inmundos.
Es evidente que considerar “posesión” a determinados estados psicológicos supone una interpretación
cultural, pero a la vez contribuye a provocarlos y fortalecerlos. Las posesiones por espíritus son una variante
de los Estados Alterados de Conciencia o de las situaciones de trance, que aparecen en casi todas las culturas
preindustriales. El recurso a esta perspectiva de la antropología y de la psicología social es muy útil para el
estudio del movimiento de Jesús y del cristianismo primitivo y me limito sólo a apuntar el tema (Lewis,
Guijarrro 2001, Davies).
El poseído expresa dimensiones reprimidas y en este sentido, ejerce una denuncio social, pero también es
una válvula de escape de las contradicciones psicológicas y sociales. Jesús tiene la capacidad, que interpreta
siempre en clave religiosa , de liberar a poseídos por espíritus inmundos y de recuperarlos para la
convivencia humana pero esto tenía innegables repercusiones sociales: los gerasenos lo consideran un
desestabilizador peligroso y le piden que se vaya (Mc 5,17); en otro caso se levantan reacciones muy
distintas y mientras unos sospechan que Jesús es el Hijo de David, otros, los fariseos, afirman que, “expulsa
los demonios por Beelzebul, príncipe de los demonios” (Mt 12,23-24). Se trata obviamente de
interpretaciones culturales pero que responden a intereses distintos y por eso son tan diferentes.
Nos encontramos aquí con un caso del etiquetamiento negativo de Jesús, del intento de estigmatizarle
socialmente, es decir de desacreditarle ante el pueblo y de impedir su influencia; un aspecto de grave
conflicto que Jesús provocó en el sociedad judía.
8. El grupo de Jesús
Jesús convocaba a todos los judíos en vista del Reino de Dios. Ni rompió con el judaísmo ni pretendió fundar
una institución propia en Israel, ni, menos aún, aparte de Israel.
Pero el judaísmo del siglo I, sobre todo antes de la catástrofe del año 70, era enormemente plural.
Precisamente porque su unidad es étnica el judaísmo no necesita propiamente una ortodoxia doctrinal; y en
tiempo de Jesús había una diversidad muy grande de tendencias, grupos, interpretaciones y movimientos
populares.
En torno a Jesús se formó un grupo con características propias, como sucedía con los maestros y profetas;
encontramos gentes con diversos grados de vinculación con el maestro y su movimiento.
- La creación de “los Doce” es muy probable que se remonte a Jesús (denominarles apóstoles es, sin
embargo, postpascual). Difícilmente puede ser una invención que quien traicionó a Jesús fuese un miembro
de este grupo. En la más pura tradición profética, Jesús realizó una serie de gestos simbólicos a lo largo de su
vida, uno de los cuales fue la constitución de los Doce (otros gestos simbólicos fueron la purificación del
Templo, las comidas con pecadores y publicanos, los gestos con el pan y el vino en la cena de despedida...).
Es claro que los Doce hacen referencia a los doce patriarcas y a las doce tribus, y la creación de este grupo
simboliza la voluntad de Jesús de congregar al Israel escatológico para la llegada del Reino de Dios.
-Hay también una serie de discípulos que son seguidores itinerantes de Jesús. Su número sería variable y
muchas palabras de Jesús se dirigen a este grupo que lleva una vida radical y desinstalada; es evidente que
entre estos discípulos hay un cierto número de mujeres, lo que no deja de ser un fenómeno muy notable.
- Un tercer círculo está formado por lo que se suele llamar “simpatizantes locales”, gentes que permanecen
en sus casas y vida cotidiana pero que acogen a Jesús y a sus discípulos y, de algún modo, se identifican con
ellos. Tengamos en cuenta que el ministerio itinerante de Jesús se desarrolló fundamentalmente en un área
no muy extensa de Galilea.
- Más allá de estos simpatizantes locales, Jesús alcanzó un eco popular muy amplio y positivo en las zonas
rurales de Galilea. Los evangelios están llenos de indicaciones tales como “su fama se extendía por todas
partes”, “acudían a él muchedumbres”, “se agolpaba la gente junto a él”, “se quedaban admirados de su
enseñanza”...
No hay datos para pensar que este eco popular positivo disminuyese a lo largo de la vida de Jesús. Durante
su estancia final en Jerusalén, la gente (es cierto que puede tratarse, sobre todo, de galileos que han
peregrinado para la fiesta) le tiene por profeta, está pendiente de sus palabras y es el favor popular con que
cuenta lo que impide que las autoridades le pueden detener.
Este eco popular de Jesús podía movilizar a masas relativamente importantes de gente y éste es un factor
clave de la peligrosidad de Jesús a los ojos de las autoridades (Jn 11,46-53). Un profeta aislado y sin
seguidores, por muy exaltados que sean sus planteamientos y proclamas, no es peligroso y no causa mayor
preocupación en los responsables del orden.
9. El conflicto que desemboca en la cruz
Nos encontramos ya hablando del conflicto en la vida de Jesús, elemento absolutamente central y clave
hasta el punto de que desemboca en el hecho históricamente más claro de su vida: en su crucifixión. Los
evangelios proyectan sobre la vida de Jesús los grandes conflictos que sostuvieron los cristianos con la
sinagoga, sobre todo a partir del año 70. Por tanto hay que adoptar una serie de cautelas críticas para
interpretarlos.
Contra lo que han solido decir autores muy famosos, aún recientes, es totalmente incorrecto hablar de
oposición de Jesús al judaísmo o de ruptura con él. Pero tampoco se puede negar, como pretenden algunos
judíos actuales, que Jesús provocó un importante conflicto intrajudío. Por cierto que otro personajes
también lo hicieron y con mayor intensidad que Jesús; pensemos en el Maestro de Justicia de Qumran.
Es indudable que la actitud del grupo de Jesús se diferenciaba de la de otros grupos judíos del tiempo. Antes
he mencionado las diferencias de Jesús con Juan Bautista que el pueblo captaba fácilmente. Juan es un
asceta que se retira del mundo y anuncia un Dios justiciero; Jesús, lejos de tener rasgos ascéticos, busca a la
gente, convive con ella y anuncia un Dios acogedor y cercano: “Porque ha venido Juan Bautista que no comía
pan ni bebía vino y decís: demonio tiene. Ha venido el hijo del hombre que come y bebe y decís: Ahí tenéis a
un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7, 33-34).
Recurriendo otra vez a un esfuerzo de síntesis, creo que en el conflicto de Jesús se pueden distinguir tres
aspectos.
- A Jesús hay que situarle respecto a la tensión existente en Galilea entre el campo y la ciudad, entre las
élites urbanas y el campesinado (Freyne 1994; Horsley 1987; Theissen-Merz, 198-199). La renovación de la
vida social que Jesús identifica con el Reino de Dios encuentra gran eco en el campesinado galileo, respondía
a sus necesidades, pero no se identificaba simplemente con la vuelta a los equilibrios tradicionales. Por el
contrario, Jesús es sumamente crítico con las élites urbanas, con los herodianos y con el nuevo tipo de
civilización que están introduciendo en Galilea. Creo que así se explica que Jesús, que conocía bien las
ciudades a través de su experiencia en Séforis, evitase visitar los núcleos urbanos durante su ministerio que,
por otra parte, se realizaba por entornos no muy lejanos de ellos (hay que exceptuar la visita de Jesús a
Jerusalén, que es evidentemente una ciudad del todo singular.
Durante su estancia en Galilea, Jesús no se confrontó de forma directa con los romanos, porque allí su
presencia era prácticamente invisible.
- El gran conflicto de Jesús en Jerusalén fue con la aristocracia sacerdotal, y giraba, ante todo, en torno a su
actitud crítica respecto al Templo. A esto se añadía que su eco popular le convertía en especialmente
peligroso y consideraban necesario atajar su influencia. Juan transmite una información histórica fidedigna
cuando pone en boca de los sumos sacerdotes las siguientes palabras: “¿Qué hacemos? Porqué este hombre
realiza muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él; vendrán los romanos y destruirán
nuestro Lugar Santo y nuestra nación”. En vista de lo cual deciden darle muerte y Jesús se escondió en
Efraim, una pequeña localidad en el límite del desierto, entre Judea y Samaria (11,47-54).
Lo que se suele llamar “la purificación del Templo”, cuyo sentido exacto es difícil de precisar, fue visto como
un reto decisivo e inaceptable por parte de los sumos sacerdotes. Fue la gota que desbordó el vaso y
probablemente desencadenó los acontecimientos que llevaron a la muerte de Jesús. Para entenderlo hay
que tener presente que el Templo tenía una función central ideológica, política y económicamente (atraía
grandes sumas de dinero de todos los judíos; en torno a las peregrinaciones se movían muchos intereses y
servicios; funcionaba como banco de depósitos). Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Quienes fueron los
responsables de la muerte de Jesús? (Aguirre 1982).
Los evangelios presentan una comparecencia de Jesús ante el Sanedrín en pleno, que le acaba acusando de
blasfemo y decide darle muerte, al parecer emitiendo una sentencia en tal sentido (Mc 14, 53-64 y par.). Es
decir nos encontramos con un juicio de Jesús ante el Sanedrín.
En opinión de muchos especialistas, que comparto plenamente, esta escena es una construcción teológica
de la comunidad que pone en boca de Jesús su propia confesión cristológica realizada a base de combinar
Daniel 7,13 y el Salmo 110,1 (Mc 14,62). Hay muchos datos que demuestran que no hubo un juicio de Jesús
ante las autoridades judías y que, por tanto, no fueron ellas quienes formalmente le condenaron. Sin
embargo, debajo de esta escena hay una cierta base histórica: la decisión de la aristocracia sacerdotal de
eliminar a Jesús, el recuerdo de una reunión conspiratoria para llevar adelante este propósito, posiblemente
algún interrogatorio a Jesús; pero no una reunión oficial del Sanedrín en pleno.
- ¿Tuvo Jesús algún conflicto con los romanos? Durante su estancia galilea Jesús no tuvo una confrontación
directa con los romanos, ¿pero que pasó una vez en Jerusalén? ¿intervino la autoridad romana en la
crucifixión de Jesús?
Hay una importante tendencia exegética que considera que el Evangelio de Marcos tiene mucho de
“apología pro-romanos”: es un texto escrito en Roma y que encubre o disimula la peligrosidad que los
romanos descubrieron en la pretensión de Jesús y el conflicto consiguiente.
Como hemos visto la proclamación del Reino de Dios tenía necesariamente una resonancia de crítica política
y de denuncia de la teología imperial que no podía dejar indiferente a los romanos. Es indudable también
que la decisión de crucificar a Jesús fue tomada por el prefecto romano, como lo indica el uso de la cruz, que
era un patíbulo romano.
Dados los usos imperiales, el prefecto de la remota Galilea podía con toda facilidad y sin reparo alguno
enviar al suplicio a un pobre hombre molesto, que encima contaba con la enemiga de las autoridades de su
pueblo.
Los textos de la comparecencia ante Pilato están muy reelaborados por razones teológicas y apologéticas.
No se puede excluir que hubiese un juicio y una sentencia romana de muerte. Lo que se puede decir con
mayor seguridad es que Jesús fue considerado peligroso por los romanos, que no se limitaron a confirmar
una sentencia emitida según el código penal judío. Jesús había movilizado masas, había suscitado
expectativas populares intensas, que los romanos interpretaban como mesiánicas -de hecho algunos judíos
consideraron a Jesús un pretendiente mesiánico- y esto le convertía en un subversivo peligroso con el que
había que acabar cuanto antes.
En cualquier caso la autoridad sacerdotal judía estaba controlada por los romanos, que se aseguraban su
fidelidad y colaboración. De hecho el entente entre Caifás y Pilato fue especialmente bueno y prolongado.
Está muy claro que ambos colaboraron estrechamente contra Jesús y su religión política, porque ambos
poderes se vieron cuestionados por ella.
- Aquí se plantean una serie de cuestiones muy importantes, pero también sumamente discutibles e
hipotéticas porque están relacionadas con la forma en que Jesús asumió el desenlace trágico de su vida
(Schürmann). Recojo en una serie de puntos sintéticos lo que me parece que se puede decir con más
seguridad a la luz de las investigaciones críticas actuales:
a) En un momento dado y viendo como iban las cosas Jesús tuvo que contar con la posibilidad de su muerte
violenta. Es probable que, modificando su perspectiva primera, interpretase su muerte como un servicio
para la llegada del Reino de Dios.
b) En el judaísmo parece que no existía la idea de un Mesías sufriente. Jesús no interpretó su muerte a la luz
del Siervo sufriente de Isaías 53. Esto fue cosa de la Iglesia posterior.
c) Jesús celebró una cena de despedida con sus discípulos, en la que realizó un gesto simbólico con el pan y
con el vino, con el que quería expresar el sentido de su vida y de su muerte, que presentía cercana (Aguirre
1997, 117-158).
d) Jesús en el momento de su muerte no se derrumbó. Además de su indudable experiencia religiosa
personal, la teología judía ofrecía recursos para afrontar una muerte como la suya confiando en Dios.
e) La Parusía del Hijo del hombre o la Segunda Venida del Señor no se basa en palabras del Jesús histórico,
sino que son la reinterpretación cristológica, realizada por la fe postpascual, de la esperanza en la venida del
Reino de Dios (Aguirre 1997, 159-192).
10. ¿Quien es Jesús?
En esta visión sintética sobre el Jesús histórico, cuya brevedad y rapidez más se lamenta a medida que más
avanza, y cuando llegamos casi al final se plantea una pregunta que aparece varias veces en los evangelios y
que, en nuestro caso, cumple casi las funciones de recapitulación del recorrido realizado: ¿quién es Jesús?
¿Cómo situarle en el complejo y variado judaísmo de su tiempo?
Algunos historiadores han creído posible definir a Jesús de forma muy neta y clara: un rabí (Flusser), un sabio
(Borg, Crossan, Mack), un mago (M. Smith), un profeta (E. P. Sanders), un mesías revolucionario (Brandon),
un carismático galileo (Vermes 1977), un apocalíptico (Ehrman)... A mí no me parece sensato contraponer
históricamente estas tipologías ni encerrar en una sola la figura tan compleja de Jesús.
Jesús tiene rasgos indudables de maestro, de sabio, de rabí. La gente y sus discípulos le llaman con
frecuencia “maestro”. Su enseñanza tiene claros rasgos sapienciales: la referencia a las aves del cielo y a los
lirios del campo (Lc, 12,22-31; Mt, 6,25-34), a la providencia del Padre (Lc 12,2-7; Mt 10, 26-31) o al Dios que
hace salir el sol sobre buenos y malos (Mt 5, 45), el recurso a las parábolas, algunas de las cuales incluso
tienen claros paralelos rabínicos.
Pero la predicación escatológica de Jesús, su anuncio de la llegada del Reino de Dios, le asemeja a los
profetas. Varias veces la gente equipara a Jesús con un profeta (Mt 16,14; Mt 21,11). Antes he hablado del
trasfondo profético de su predicación en torno al Reino. No hay que oponer la dimensión sapiencial y la
profética que estaban en el judaísmo del tiempo mucho más cerca, eran mas compatibles, de lo que a veces
se ha pensado (Marguerat).
Lo que no creo posible es comparar a Jesús con un apocalíptico. En efecto, no tiene una visión dualista del
mundo, ni espera que el eón futuro se afirme tras la destrucción del mundo presente que estaría totalmente
corrompido. El Reino de Dios ya está irrumpiendo, lo que supone una visión más positiva de lo existente, y su
plenitud conlleva una transformación histórica, pero no una catástrofe cósmica y el fin del mundo.
Además, Jesús, a diferencia de la apocalíptica, no entra en especulaciones sobre el futuro ni en cálculos
temporales.
Ahora bien, las tradiciones proféticas de Jesús experimentaron pronto, ya en el NT, un nuevo proceso de
apocaliptización, en el seno de comunidades que sufrieron persecuciones y grandes dificultades. Como
también las palabras del Jesús sabio experimentaran un desarrollo sapiencial como se ve en el evangelio de
Juan, en el de Tomás, y en el Diálogo de la Verdad, hasta llegar al gnostiscismo. Ambos desarrollos, el
apocalíptico y el gnóstico tienen su punto de partida en Jesús de Nazaret, pero son desarrollos que van más
allá de lo que fue él históricamente.
¿El Jesús histórico se tuvo por Mesías? Mesías, que quiere decir ungido (en griego, Cristo), podía tener
muchos sentidos. Hay una comprensión, que podríamos llamar “mesiánico-davídica”, que era la esperanza
en un rey de Israel victorioso, que derrotaría a los paganos y restablecería la gloria del pueblo judío de una
forma muy idealizada. Esta esperanza tenía un cierto arraigo popular en tiempo de Jesús y está presente en
los Salmos de Salomón, que son del siglo I. Es claro que Jesús suscitó esperanzas mesiánicas de este estilo,
pero el las rechazó tajantemente y las vio como tentación. Su enseñanza se aleja y hasta se opone a este
mesianismo davídico. Pero queda el dato de que posteriormente se le designó como Mesías, pese a que el
escandaloso fracaso histórico de la cruz se oponía frontalmente a la imagen judía del Mesías. Esto sólo es
explicable por las expectativas mesiánicas que Jesús suscitó en vida. Naturalmente cuando después sus
seguidores pospascuales confiesan a Jesús como Mesías están reinterpretando radicalmente este título a la
luz de la vida, tan poco “mesiánica”, de Jesús.
De hecho lo que se suele llamar “el movimiento de Jesús” se diferencia notablemente de de los movimientos
mesiánicos del tiempo y se asemeja, en cambio, a una serie de movimientos proféticos que también se
dieron por entonces, que suscitaban grandes esperanzas populares y que, indefectiblemente, acababan mal
por la intervención de las autoridades (Horsley-Hanson). Quizá a los ojos de la autoridad romana no
resultaba fácil distinguir entre movimientos mesiánicos y proféticos, pero sus manifestaciones, inspiración
ideológica y objetivos se diferencian notablemente para una mentalidad judía, como también para un
historiador moderno. Y el dato es importante porque avala los rasgos proféticos de Jesús, como
personalidad que está en el origen del mencionado movimiento.
Como hemos visto, Jesús fue un taumaturgo popular y un exorcista. Utilizando una categoría moderna
diríamos que Jesús fue un líder carismático, es decir con una autoridad basada en sus peculiares cualidades
personales (no está basado en la tradición, no es hereditaria, no depende de disposiciones legales y tampoco
de acreditaciones académicas) y que encuentra reconocimiento y adhesión en un cierto sector social. Jesús
basa su autoridad en su propia experiencia, considera que ha sido ungido por el Espíritu de Dios;
probablemente a lo largo de los Evangelios se pueden detectar experiencias religiosas históricas muy
especiales de Jesús, empezando por el bautismo, y que quizá podríamos interpretar con la categoría antes
mencionada de Estados Alterados de Conciencia (aunque a una exegesis etnocéntrica y con una muy
justificada prevención ante interpretaciones subjetivistas rayanas en el fundamentalismo, le cueste aceptar
este planteamiento). Esta autoridad de Jesús es indudable y se refleja en su forma de hablar, de llamar en su
seguimiento, de curar, en las exigencias que propone. Es un fenómeno que la gente percibe
inmediatamente: “quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba con autoridad y no como los
escribas” (Mc 1,21); “¿qué es ésto?, ¡una doctrina nueva expuesta con autoridad!” (Mc 1,27); “¿de dónde le
viene esto?, ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada?” (Mc 6,2); “¿con qué autoridad haces ésto?” (Mc
11,28).
Ya entonces este hecho recibió interpretaciones distintas y contradictorias: unos decían que era un seductor,
otros que el Mesías; unos decían que actuaba con el poder de Beelzebul, otros sospechaban que era el Hijo
de David.
A Jesús se le puede considerar un iluso fracasado, un soñador peligroso, el iniciador de un camino ejemplar
de vida, un hijo de Dios muy especial... Y el historiador no podrá quizá zanjar esta polémica, pero sí puede
afirmar que la innegable autoridad personal y moral que mostraba hundía sus raíces en una honda y peculiar
experiencia religiosa. La simple afirmación de la resurrección es incapaz de explicar el origen de la
cristología.
En esta experiencia religiosa intentó penetrar J. Jeremias con su famosa teoría sobre el Abba de Jesús. Con
esta referencia voy a terminar mi exposición. En pocas palabras, Jeremias sostenía que Jesús usó, tanto para
designar como para invocar a Dios, la palabra aramea Abba, lo que consideraba un fenómeno único en el
judaísmo del tiempo, y con esta palabra procedente de la relación paterno-filial expresaba la conciencia de
una relación de inaudita confianza e intimidad con Dios, su padre. Añadía que Jesús siempre distinguía entre
“mi Padre” y “vuestro Padre”, es decir, que reivindicaba para sí una filiación divina excepcional y superior
diferente de la de los demás seres humanos.
Se ha discutido y examinado mucho esta teoría de Jeremias (Schlosser). No parece sostenible que el uso del
Abba por Jesús sea un caso único y en Qumrán se han encontrado dos invocaciones a Dios con esta
expresión. Tampoco creo que se puede demostrar que Jesús distinguiese entre su filiación divina y la de los
demás. Esta diferenciación puede proceder de la comunidad cristiana posterior.
Lo que sí es cierto es que el Abba es muy característico de Jesús, que revela su experiencia religiosa, de lo
que fue muy consciente la comunidad cristiana que incluso en la diáspora, donde no conocían el arameo,
conservaban esta palabra en su idioma original (Rom 8,16; Gal 4,6).
A veces se ha interpretado de forma anacrónica el sentido del Abba. El padre, en aquella cultura patriarcal,
tenía unas connotaciones diferentes a las que tiene en la cultura occidental de nuestros días (Guijarro 2000).
Llamar a Dios Abba implicaba, ante todo, respeto, sumisión, imitación, obediencia y cumplimiento de su
voluntad; en segundo lugar, implicaba confianza en su experiencia y en su patronazgo y disposición a
ponerse en sus manos.
Es muy notable que Jesús, que tanto habla del Reino de Dios, probablemente nunca habla de Dios como rey
(Vermes 1993; los lugares en que lo hace están en Mt y son secundarios: Theissen-Merz 310). En Jesús se da
una curiosa combinación de religión política y de religión doméstica. El Reino de Dios es el Reino del Padre:
se acentúa el carácter de bondad del Dios que se acerca y se abre el ámbito familiar -no el de la realeza ni el
de la servidumbre- para metaforizar las relaciones entre quienes lo aceptan. Esta conciencia de la
fraternidad, al principio vinculada a la aceptación del Reino de Dios, recibirá un impulso y una tonalidad
nueva cuando, tras la muerte de Jesús, las comunidades de sus seguidores dejen de anunciar el Reino y
proclamen al Señor Resucitado.
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