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El hoy es lo que importa. Diez hábitos para una vida y un mundo mejores

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Sal Terrae
Colección «PROYECTO»
147
2
CHRIS LOWNEY
El HOY
es lo que importa
Diez hábitos para una vida
y un mundo mejores
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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública
o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización
de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
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Título original:
Make Today Matter.
10 Habits for a Better Life (and World)
Publicado originalmente en los Estados Unidos
por Loyola Press
3441 N. Ashland Avenue
Chicago, Illinois 60657
www.loyolapress.com
© Chris Lowney, 2018
Traducción:
Jesús García-Abril
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©Editorial Sal Terrae, 2019
Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno: +34 942 369 198
[email protected]
gcloyola.com
Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
11-01-2019
Diseño de cubierta:
Magui Casanova
ISBN: 978-84-293-2819-6
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Índice
Prólogo a la edición en lengua española
¿Por qué hace falta una crisis?
Lo primero es lo primero:
decidir qué es lo que importa
HÁBITO 1: Indicar el camino
HÁBITO 2: Mostrar siempre gran corazón
HÁBITO 3: No ganes la carrera:
contribuye a la carrera (humana)
HÁBITO 4: Regala tus zapatos:
ayuda a alguien hoy
HÁBITO 5: Ahuyenta tus demonios interiores:
sé libre para lo que importa
HÁBITO 6. Cambia tu pequeña parte del mundo
HÁBITO 7: No dejes de subir y bajar la colina:
persevera
HÁBITO 8: Sé más agradecido
HÁBITO 9: Controla lo que es controlable:
escucha el susurro de la brisa
HÁBITO 10: Atiende a la necesidad que este mundo
herido tiene de «guerreros felices»
Aunar los diez hábitos:
la «aplicación sabiduría»
Veinticuatro horas por estrenar
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Agradecimientos
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Prólogo a la edición
en lengua española
Es para mí un placer saludar a los lectores de la edición en lengua española de El HOY es
lo que importa.
Soy consciente de que entre estos lectores habrá muchos que no son de España, sino
de América (del Norte y del Sur) y de muchos otros países. Espero que ustedes, lectores
de todo el mundo, sabrán perdonarme si inicio mis comentarios con una historia que
tiene que ver con España.
Aunque este libro está escrito para personas de cualquier tradición religiosa y para no
creyentes, tiene una deuda con Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús.
Si bien, que yo sepa, Ignacio nunca usó la expresión «el hoy es lo que importa», su
espiritualidad y su actitud ante la vida tenían mucho que ver con hacer que cada día fuera
importante. Por ejemplo, aconseja que todos hagamos cada día un par de «paradas en
boxes mentales» para hacer balance de lo que está pasando a lo largo de ese día. No nos
aconseja hacer balance al final del año, fíjense bien, sino en mitad del día, mientras
todavía tenemos tiempo de corregir el rumbo y aprovechar al máximo el día en el que
estamos.
Pero hay cierta ironía, humor incluso, en la sabiduría de Ignacio acerca de sacar
provecho de cada día. O por lo menos eso me pareció hace unos meses mientras
caminaba a través de España.
Ignacio, después de su conversión inicial, emprendió una asombrosa peregrinación,
desde su Loyola natal a Montserrat y Manresa (y finalmente hasta Tierra Santa). La ruta
que siguió, de unos 600 kilómetros, ha sido señalizada recientemente para los peregrinos
que quieran seguir las huellas de Ignacio. Se llama Camino Ignaciano, y es fácil
encontrar información sobre él, entre otros lugares en un libro del que soy coautor
publicado por el Grupo de Comunicación Loyola.
Mientras caminaba por esta ruta hace unos meses pensaba en Ignacio haciendo el
mismo viaje hace 500 años. ¡Qué diferente era su mundo del mío o del de ustedes! Él no
tenía citas ni reuniones a las que acudir al final de su viaje, no tenía correos que contestar
ni facturas que pagar. Durante el viaje no sufría interrupciones por llamadas de teléfono,
mensajes, reproductores de música, carteles publicitarios, televisión, radio ni ninguna
otra de los cientos de distracciones que nos asaltan a nosotros, personas modernas. En
resumen, su siglo XVI no participaba del ritmo frenético y la confusa volatilidad que
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caracterizan a nuestro siglo XXI.
Y, sin embargo, incluso en su siglo «más tranquilo», Ignacio percibió con claridad
que no podemos vivir vidas productivas, felices, plenas, bien orientadas, sin buenos
hábitos que hagan que no nos desviemos de la dirección en la que queremos ir en la vida.
(Su «examen» es el mejor ejemplo de un hábito que ayuda a la gente a mantener el
rumbo cada día, y lo presentaremos y explicaremos más adelante en este libro).
Bien, pues este es mi mensaje principal, queridos lectores de esta edición en lengua
española: si Ignacio sabía en su época que los buenos hábitos eran esenciales para
mantener el rumbo, ¿qué pasa con usted en nuestra época? ¿Qué hábitos le permiten
mantener el rumbo cada día mientras va dando tumbos de una distracción a otra entre
tantas ocupaciones diarias? ¿Tiene los hábitos que le permiten hacer que cada día
importe?
De esto va este libro. Cuento algunas historias y presento algunos hábitos, y tengo la
esperanza de que les resulten útiles. Y, por cierto, ¡puede que algún día nos encontremos
en el Camino Ignaciano!
Le deseo lo mejor…
CHRIS LOWNEY
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¿Por qué hace falta una crisis?
Imagínese la ciudad de Houston a raíz de ser furiosamente sacudida por el huracán
Harvey: las calles inundadas; las aguas residuales subiendo por los desagües de miles de
casas. La cobertura de la telefonía móvil hecha un desastre. La caída de la tensión
eléctrica ha sumido en la oscuridad sectores enteros de una ciudad llena de vida.
Ahora imagínese a Larry, un amigo mío, que se debate en medio del caos para llegar
al hogar inundado de sus ancianos y enfermos padres: «Tuvimos que emplear una balsa
para evacuar a mi madre, encamada y con mal de Parkinson, y sujetar a mi padre
mientras se servía de sus andaderas para recorrer la distancia de una manzana de largo
con el agua hasta la cintura».
Aquellas angustiosas imágenes de sus padres quedaron grabadas en su memoria.
Pero hubo algo que le impresionó aún más, si cabe: «Lo más impresionante, Chris, fue la
colaboración, el apoyo y la compasión de tanta gente, como el desconocido que,
literalmente, pareció salir de ninguna parte con la balsa que salvó a mi madre. No había
ni rastro de tensión racial, de desavenencia política, de discordia… Era una ciudad en la
que la gente estaba necesitada, y todos prestaban su apoyo y su ayuda».
A pocos les sorprenderá el que aquellos houstonianos estuvieran a la altura y salieran
unos en ayuda de otros. A menudo, las situaciones de crisis hacen que aflore al exterior
lo mejor que hay en la gente. Las personas corrientes y vulgares se transforman en
héroes cuando se produce un desastre.
En esos momentos, ya no nos enojamos por el menor contratiempo; nuestro sentido
de lo que verdaderamente importa se hace más vívido; deseamos dar lo mejor de
nosotros mismos; nos motivamos para marcar una diferencia positiva.
Pero ¿por qué hace falta una crisis para sacar lo mejor de nosotros mismos? ¿Por qué
no estamos a la altura todos los días?
Mi amigo Paul se las arregla para hacer esto precisamente. Joven y dinámico padre
de dos hijos y principal sostén de su familia, recibió, cruel e inesperadamente, el
diagnóstico de que padecía un cáncer, y le dieron unos meses de vida.
De aquello hace ya años. Un exigente tratamiento transformó su sentencia de muerte
en una condición médica soportable. Sin embargo, la experiencia de aguardar una muerte
inminente transformó su actitud ante la vida. Me dice que para él, desde entonces, «no
existe eso que llamamos “un mal día”». Se siente agradecido cada mañana al despertar.
No da nada por supuesto. Hace que cada día tenga su importancia.
Hace muchas de las mismas cosas que ha hecho siempre, lo mismo que hacemos
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todos: sale a pasear, telefonea a su mujer durante el día, lleva a sus hijos en coche a sus
citas, cena de vez en cuando con sus amigos y va a trabajar todos los días. A la mayoría
de nosotros, esas cosas tan normales nos parecen intrascendentes; nos dejamos llevar por
la corriente, medio distraídos por alguna otra cosa que tenemos que hacer. Y lo normal
es que lo olvidemos todo a la mañana siguiente.
Pero ¿qué pasa con Paul? Él está más presente durante esos momentos. Su mente ya
no anda perdida en sueños y lamentaciones. En lugar de rendirse a la apatía o a la
irritabilidad, aborda cada día con determinación y agradecimiento.
Ve en cada día una oportunidad única, porque lo ve como un regalo. Que es
exactamente de lo que trata este libro: aprovechar la oportunidad del hoy y estar cada día
a la debida altura.
Solo con que unos pocos millones más de nosotros viviéramos con este enfoque y
con una fuerte razón de ser, transformaríamos este mundo en un mundo más amable,
más bondadoso y más justo.
Sé que no es tan sencillo. Cada mañana, nos vemos arrastrados de nuevo a esa
caótica vorágine del mundo laboral, los medios de comunicación y el consumismo. Yo
me centro en mi agenda y dejo de lado las grandes preguntas: ¿Por qué estoy haciendo
esto, en el fondo? ¿Qué importancia tiene, a fin de cuentas? Esta es la razón por la que el
siguiente capítulo nos invitará a reformular las grandes preguntas y a decir qué es lo que
realmente importa.
Sin embargo, una cosa es decir qué es lo que realmente importa, y otra muy distinta
hacerlo día tras día. A mí me ha resultado mucho más fácil imaginar mi yo ideal que
serlo realmente. Por ejemplo: no fui en absoluto lo bastante valiente para decir en tal
reunión lo que había que decir; no tuve la suficiente empatía para ofrecer la ayuda que
aquel desconocido obviamente necesitaba; no reuní la necesaria fuerza de voluntad para
seguir desarrollando mis facultades; o no me atreví a perseguir aquel sueño de un cambio
de trayectoria en mi profesión. He desperdiciado demasiadas horas viendo la tele o
navegando por Internet, en lugar de ocuparme en docenas de actividades más
importantes.
Puedo hacerlo mejor; todos podemos hacerlo mejor. Y lo sé porque durante años me
he inspirado en personas normales y corrientes que han destacado en hacer que cada día
fuera importante. No son seres sobrehumanos ni santos, pero dan muestras de una serie
de actitudes y hábitos que les convierten en personas más felices, más agradecidas y más
eficaces. Las prácticas que cultivan son tan sencillas que cualquiera de nosotros podría
emularlas mañana mismo. Comencemos ya. Escuchemos sus historias y averigüemos
cómo podemos hacer lo mismo.
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Lo primero es lo primero:
decidir qué es lo que importa
«Si, como el arquero, tenemos un blanco al que apuntar, son mayores las probabilidades
de que acertemos»[1].
Lo dijo Aristóteles. Pero Aristóteles estaba equivocado.
Dios me libre de criticar a uno de los pesos pesados intelectuales de la humanidad.
Pero ojalá mi vida fuera tan sencilla como practicar el tiro al blanco con un arco y una
flecha. La vida es como apuntar a un blanco móvil mientras se cabalga sobre un caballo.
¡Y no digamos si, mientras yo trato de dar en el blanco, otro dispara sus flechas contra
mí…!
Aristóteles, sin embargo, no hablaba del tiro al blanco, ni siquiera de «blancos» u
objetivos de la vida tales como conseguir un buen trabajo, comprarse una casa mejor o
encontrarse todas las noches una apetitosa cena encima de la mesa. Hablaba de asuntos
más fundamentales, como los que conlleva una vida feliz y llena de sentido. Mejor
dicho, hablaba de lo que realmente importa.
Y tiene razón: nunca acertarás con un objetivo que no ves, y la mayoría de nosotros
no vemos nuestro objetivo con la suficiente claridad. ¿Quién salta de la cama cada
mañana pensando: «¡Quién lo iba a decir! ¡Tengo claramente ante mí el objetivo de mi
vida! Voy a dedicar este nuevo día a pensar en mi objetivo»?
El filósofo romano Séneca tenía su propia versión sobre esta idea: «Si no sabes hacia
qué puerto te diriges, ningún viento te será favorable»[2].
Sin una visión clara de lo que hace que la vida tenga sentido, puedes acabar yendo a
la deriva.
En cierta ocasión, leí una historia acerca de un empresario que había obtenido un
éxito excepcional y que empezó a padecer las dudas que a veces afectan a esta clase de
personas: una vez que llegan a la cumbre, se preguntan: ¿Es esto todo lo que hay?
Es comprensible. A veces, las personas motivadas llegan a la cima centrándose casi
obsesivamente en…, pues eso: en llegar a la cima. Viven como si llevaran orejeras.
Incluso dejan de lado la vida de familia. No se cansan de alcanzar un objetivo
profesional tras otro, escalando sin parar. Hasta que llegan a lo más alto y se preguntan
si, a fin de cuentas, no han escogido la escalera equivocada.
Entonces, nuestro empresario buscó a alguien que realmente pareciera haber
descifrado el sentido de la vida: la Madre Teresa de Calcuta, conocida en todo el mundo
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por su humilde servicio a los más pobres del mundo. Ella irradiaba la serenidad y la
firme sensación que él anhelaba de conocer el sentido de la vida.
De modo que cambió su lujosa zona residencial neoyorkina por el miserable
vecindario calcutense de la Madre Teresa. Pero llegar allí era solo la mitad de su desafío.
El caso es que la Madre Teresa no estaba precisamente interesada en hablar con tipos
ricos acerca del sentido de la vida. Su prioridad era ocuparse de los indigentes y los
moribundos de Calcuta. Pero el empresario insistía una y otra vez, y la Madre Teresa
logró encontrar un rato para lo que él suponía que sería la primera de numerosas y
profundas conversaciones.
Él explicó que había ido a Calcuta a entablar un diálogo con ella acerca de las claves
para una vida significativa. Luego le preguntó si tenía algún consejo preliminar que
ofrecerle. Y ella se limitó a decir: «Rece usted cada día, y nunca haga nada que usted
sepa que está mal».
Luego se le quedó mirando, quisiera yo imaginar que de un modo amable, pero
también de un modo que probablemente diera a entender: Okay? Ya le he respondido.
¿Hemos acabado? Porque tengo cosas que hacer.
El tipo debió de quedarse sentado un momento, todavía afectado por el desfase
horario y absolutamente perplejo. Pero hemos de creer que comprendió, pues dijo: ¿Qué
puedo replicar a eso? Luego se puso en pie, le dio las gracias y se volvió a casa. Lo que
no puedo decir es si siguió o no su consejo.
La Madre Teresa estaba desafiándonos implícitamente (a nosotros y a él) a reordenar
nuestras prioridades a la hora de considerar los objetivos que perseguimos. Es decir, en
lugar de pensar primero en una carrera o en un determinado objetivo financiero, decidir
qué clase de persona quieres ser. Solo cuando sepas con absoluta claridad qué es lo que
verdaderamente importa, estarás en condiciones de tomar las decisiones acertadas con
respecto a tu carrera, tu estilo de vida, etcétera. En cuanto a la paz interior y la sensación
de significatividad que nuestro empresario (y cada uno de nosotros) anhela, es algo que
no nos lo dará lo que tenemos y lo que ganamos, sino el modo en que vivimos y nos
relacionamos con nuestros prójimos.
¿Qué es lo que importa, entonces? A lo largo de los años, he leído gruesos
volúmenes a este respecto, pero todos ellos me han remitido siempre a unas cuantas
ideas sumamente sencillas. Tomadas en conjunto, tales ideas se funden en una especie de
mosaico, una imagen de la clase de persona que quiero ser. He aquí algunas de las ideas
que se han hecho importantes para mí[3]:
• Dar tanto amor como el que he recibido.
• «Cualquier cosa que hicisteis por uno de estos mis hermanos pequeños lo hicisteis
por mí» (Mt 25,40).
• «¿Qué exige el Señor de ti, sino que practiques la justicia, ames el bien y camines
humildemente con tu Dios?» (Miq 6,8).
• No hagas a nadie lo que detestas que te hagan a ti (cf. Tob 4,15).
• Propaga el amor allá por donde vayas. No permitas que quien acude a ti se vaya
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de tu lado sin ser más feliz[4].
Me sentiría inmensamente dichoso si llegara a ser digno de un epitafio como este:
«Aquí yace Chris, que dio tanto amor como el que recibió y que nunca hizo a nadie lo
que detestaba que le hicieran a él», etcétera. Disto mucho todavía de llegar a eso, pero sé
adónde quiero ir.
PERSONALIZANDO:
¿Y tú qué? ¿Cómo deseas vivir? ¿Cuál es tu objetivo? ¿Cuáles son las ideas a las que
vuelves una y otra vez, ya sea para cerciorarte de que no has perdido tu camino, ya sea
para retomarlo?
¿Por qué no dejas a un lado este libro, te tomas veinte minutos y respondes a alguna de
esas preguntas? Sí, ahora mismo. Escribe tus respuestas en un folio, como mucho, y
guárdalo en un lugar accesible, por si se te ocurre hacer alguna corrección a medida que
lees el libro.
Al final, guarda el folio en tu Biblia, en tu diario, en tu libro de cocina o en cualquier
otro libro que utilices regularmente. Al menos unas cuantas veces al año, revisa esos
pensamientos tuyos sobre lo que realmente importa.
Desearía poder asegurarte que, una vez que sepas cómo deseas vivir, habrás de vivir
siempre de ese modo. ¡Ojalá fuera tan sencillo! Yo suelo quedar casi siempre por debajo
de mis aspiraciones, por un montón de razones, todas las cuales, sin embargo, guardan
relación con un hecho bien simple: soy humano; y, por si no lo sabes, humano es una
palabra que provine del latín para referirse a alguien que «arruina las cosas a diario». He
aquí cómo el gran apóstol Pablo resumía sus propias limitaciones… y la condición
humana: «Porque no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Rom 7,15).
Mi problema no ha sido descifrar cómo deseo vivir; mi problema ha sido vivir de ese
modo. Mis ideas acerca de lo que importa no son complicadas; simplemente, yo soy
complicado, y el mundo también lo es.
Hace algunos años, ayudé a cuidar de mi madre mientras ella se encaminaba poco a
poco hacia la muerte, a causa de una leucemia. A propósito de «dar en el blanco»: nunca
he estado tan seguro de estar haciendo lo que verdaderamente importaba. Yo amaba a mi
madre y sentía que era una bendición ayudar a cuidar de ella.
Sin embargo, aun cuando mi intención era sumamente noble, mi comportamiento
diario no era a veces tan admirable. Me sentía falto de sueño, asustado, estresado… y
daba muestras de ello: a veces le gritaba a una enfermera que venía a hacer su visita
reglamentaria; perdía los nervios con el personal que atendía el teléfono de la compañía
de seguros; me ponía a la defensiva si mis hermanos me preguntaban si no quería
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reconsiderar alguna decisión que hubiera tomado…
Pero, al menos, estuve persiguiendo un objetivo sumamente digno durante aquellos
meses, que es más de lo que puedo decir acerca de otros episodios de mi vida, como
cuando anduve extraviado algún tiempo a causa de mi egoísmo, mi codicia, mi cólera,
mi lujuria (sí; ¿por qué no decirlo?) y docenas de otros demonios interiores.
La solución no consistía en repensar mi visión a largo plazo de lo que realmente
importa; simplemente, necesitaba prestar más atención al corto plazo, a cualesquiera
impulsos disparatados que hacían que me extraviara. Los siguientes capítulos nos
ayudarán a hacer precisamente eso: prestar más atención cada día; de ese modo,
adquiriremos hábitos que nos ayudarán a perseguir lo que realmente importa.
Tales hábitos nunca han sido más esenciales. Ya era bastante desafío domesticar
nuestros demonios interiores y mantener en orden nuestras prioridades; ahora debemos
hacerlo, además, en medio de un mundo cada vez más endemoniadamente complejo e
inestable.
Cuando cuidaba de mi madre, por ejemplo, me veía constantemente enredado en
situaciones para las que no me sentía preparado en absoluto: procesar una serie de
complicados datos médicos; opciones de tratamiento; normas del seguro…, por poner
algunos ejemplos. Y mientras me debatía tomando decisiones en relación con su
cuidado, todo parecía cambiar constantemente: que si se presentaba una infección, que si
le subía la temperatura… Era como si algún perverso duende se entretuviera tirando de
la manta bajo la que me cobijaba, cuando ya había encontrado yo mi postura.
El mundo militar tiene un término para eso: VUCA: «volatile, uncertain, confusing,
and ambiguous» (inestable, incierta, confusa y ambigua). El acrónimo describe la
atmósfera neblinosa de la guerra, en medio de la cual los soldados tienen que tomar
decisiones en las peores condiciones posibles.
Naturalmente, espero que nadie esté disparando contra el lector, pero también este ha
de lidiar con la inestabilidad, la incertidumbre, la confusión y la ambigüedad cuando
tiene que acompañar a un ser querido que padece una grave enfermedad, o criar a un
adolescente, o decidir qué carrera estudiar de entre las muchas que existen, u ocuparse de
un amigo toxicómano, o determinar qué es y qué no es ético cuando, hoy en día,
prácticamente cualquier acto, salvo el asesinato, le parece aceptable a más de uno.
Conjugar nuestro mundo VUCA con nuestras fragilidades humanas y acertar con el
objetivo de nuestra vida puede resultar tan inverosímil como un trampolín de diez metros
en una piscina para niños.
Abríamos este capítulo comparando la vida en el siglo XXI con disparar una flecha
contra un blanco móvil a lomos de un caballo al galope. Pero ahora me doy cuenta de
que lo había planteado al revés: no es el blanco lo que está en movimiento, sino todo lo
demás. A menudo, el objetivo está suficientemente claro: generalmente, todos sabemos
lo que es importante para nosotros. Deseamos ser felices, marcar una diferencia positiva
y hacer el mundo un poco mejor.
Puedo ver el puerto al que quiero llegar, como habría dicho Séneca; puedo imaginar
qué clase de persona quiero ser. Y a veces el viaje de la vida parece fácil: el mar en
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calma y el viento a mi espalda. Otras veces, en cambio, resulta difícil e incluso aterrador:
las tormentas arrecian; pierdo el rumbo; y mi brújula se avería.
En tales momentos me acuerdo de la famosa oración del pescador: «¡Oh Dios, qué
inmenso es tu mar y qué pequeño mi bote!». En ocasiones, la vida hace que nos sintamos
así, en este mundo VUCA en que nos ha tocado vivir. Pero hay personas que sortean
siempre con éxito la complejidad de dicho mundo. Conoceremos a algunas de esas
personas en los capítulos siguientes.
[1]
[2]
[3]
[4]
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1, 2.
Lucio Anneo SÉNECA, citado en Henry EHRLICH, The Wiley Book of Business Quotations, John Wiley &
Sons, New York 1998, 190.
Frase adaptada por el autor, tras la lectura de una anécdota que refiere Steve MARTIN, «The Death of My
Father»: The New Yorker, 17-6-2002, 84.
Atribuido a la Madre Teresa.
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Hábito 1
Indicar el camino
Mi tutor en el colegio durante los años de secundaria solía incitar a los alumnos de
primer curso a aficionarse al juego. O algo así…
El P. Steve Duffy acostumbraba a deambular por la cafetería del colegio animando a
los ingenuos adolescentes a que una parte del dinero que tenían para comer lo destinaran
a apostar en la «porra» que él había creado para las jornadas de la liga de fútbol
americano. El ganador de cada semana se llevaba la mitad de lo recaudado. Duffy
enviaba el resto a comunidades pobres del tercer mundo…
También perseguía otros objetivos dudosos, tales como explorar las calles de la
ciudad de Nueva York en busca de carteles publicitarios que pudieran adornar alguna de
sus aulas. Yo apostaría que, cuando daba con un cartel que le parecía apropiado, se lo
llevaba, simplemente. Él nos decía que había pedido permiso, pero yo no estoy tan
seguro de que se tomara semejante molestia. Por aquel entonces, la gente se liaba a tiros
en las calles de Nueva York. ¿Quién iba a arrestar a un hombre bastante mayor, vestido
de cura, por robar un cartel publicitario?
Duffy acabó enseñando en aquel colegio durante cincuenta y siete años. Si eso no es
un récord, poco debe de faltarle. Yo lo conocí con catorce años, prácticamente la mitad
de los que él llevaba enseñando. Ni yo ni ninguno de mis compañeros de curso
habríamos apostado que aquel viejo sacerdote, flacucho y cargado de hombros, viviría
otros diez años, ni mucho menos que habría de enseñar durante otros veinte.
Sin embargo, aunque tenía la apariencia de un severo y malhumorado profeta del
Antiguo Testamento cuando te apuntaba con uno de sus huesudos dedos, resultaba ser
una persona amable y cariñosa. Enseñaba las inalterables conjugaciones latinas sin
aparentar ningún tipo de aburrimiento. Se inventaba musiquillas y rimas de lo más
curioso para ayudarnos a memorizar las declinaciones, y dedicaba las horas
extraescolares a dar clase a los alumnos que iban más rezagados.
También enseñaba religión, escandalizando a las ingenuas criaturas que éramos
nosotros con su espantosa interpretación de una canción de Porgy and Bess: «las cosas
que probablemente leas en la Biblia no son necesariamente tal como las cuentan». Era
realmente escandaloso oír aquello en labios de un sacerdote, pero así son las cosas…
Duffy nos enseñaba que a menudo los pasajes bíblicos deben ser interpretados, más que
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leídos literalmente, porque las verdades divinamente inspiradas de la Escritura se nos
han transmitido a veces a través de un lenguaje poético o por medio de técnicas
narrativas.
Aun cuando se trataba de cosas un tanto complicadas para nosotros, las clases de
religión de Duffy resultaban llevaderas, porque él repartía resúmenes de cada lección
hechos por él a nuestra medida. Incluso alumnos que suspendían en latín podían
recuperar su autoestima con un sobresaliente en religión. De hecho, en el último curso el
propio Duffy nos parecía demasiado sencillo. Sus excentricidades parecían más
apropiadas para alumnos de secundaria que para nosotros, con la sofisticación propia de
nuestros dieciocho años.
Unos cuantos años más tarde, mientras estudiaba un prestigioso manual sobre el
Antiguo Testamento, supe quién había sido verdaderamente sofisticado en el colegio. A
medida que leía el material, la sensación de déjà vu era cada vez mayor. Un capítulo tras
otro de aquel libro universitario me resultaba familiar. Conseguí localizar las notas
mimeografiadas de Duffy, que, naturalmente, conservaba todavía un amigo que tenía la
manía de guardarlo todo, incluido su cuaderno de religión del colegio. Como era de
esperar, los paralelismos eran indudables. Los resúmenes que nos repartía Duffy estaban
basados en un manual universitario. Había enseñado teología de nivel universitario a
adolescentes de catorce años y había conseguido que el material pareciera fácil.
Pero tardé todavía algunos años en comprender lo que Duffy enseñaba realmente.
Alguien le había persuadido de que articulara por escrito su filosofía educativa, y él se
decidió a publicar un breve ensayo acerca de su forma de acercarse a los alumnos: «Me
veo a mí mismo irradiando a Cristo a mis alumnos en todo momento… Lo hago por mi
propio interés y por el amor y el respeto que me inspiran… Lo hago tratando de ser
amable en mi trato con ellos… [Pienso en Jesús] caminando de acá para allá con sus
amigos, estando con ellos las veinticuatro horas del día y produciendo siempre en ellos
un efecto por su manera de tratarlos»[1].
Lo que dice Duffy es pertinente, seas cristiano o no, seas profesor, padre o ejecutivo
empresarial. Probablemente no pienses que irradias a Cristo a cuantos te rodean; pero
algo irradias, ciertamente, en todo momento: amabilidad o mezquindad, curiosidad o
estrechez de mente, respeto o indiferencia… Como en cierta ocasión dijo el pastor
presbiteriano Frederick Buechner: «No es tanto a sus alumnos, cuanto a sí mismos, a
quienes enseñan los grandes maestros»[2]. Y así es: yo apenas me acuerdo del latín, pero
ciertamente recuerdo el espíritu creativo de Duffy y el modo en que me trataba.
Al igual que Duffy, yo también enseñé en un colegio, aunque solo durante un par de
años. Pero, a diferencia de Duffy, yo pensaba que estaba allí, ante todo, para enseñar
economía (¿se acuerda alguien de las curvas de oferta y demanda…?). Una vez que los
alumnos comprendían, pongamos por caso, la ecuación que estábamos estudiando, yo la
tachaba de mi lista de tareas y pasaba a la siguiente lección. Ahora veo que no obraba del
todo correctamente. Las lecciones no acaban cuando la clase o la reunión terminan.
Siempre dejamos alguna huella (en el caso del profesor, tanto en la clase como fuera de
ella; en el caso de un empleado administrativo, durante cualquier encuentro ocasional
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con sus colegas). Lo que Duffy observaba acerca de Jesús puede afirmarse también de
todos nosotros: «siempre producimos un efecto [en los demás] por la forma en que
[tratamos] con ellos».
Cuando dirijo un «taller», trato de poner en práctica una definición muy clara de
«liderazgo» tomada de un diccionario: liderazgo es la capacidad de «indicar un camino,
una dirección o una meta… e influir en los demás para que lo sigan». ¿No es cierto que
todos lideramos siempre, de una manera o de otra? Los padres «indican un camino» a
sus hijos cuando ponen ante sus ojos virtudes como la paciencia, la disciplina o la
justicia… o también –desgraciadamente– cuando, en lugar de esas virtudes, les enseñan
a ser racistas, codiciosos o egoístas. Podemos orientar hacia el bien o hacia el mal. Los
estudiantes también indican un camino cuando dan muestras de que se esfuerzan y se
comprometen en su propio crecimiento personal. Como dijo el gran humanista y
científico Albert Einstein, «el ejemplo no es lo que más, sino lo único que influye en los
otros».
Dudo mucho que Duffy pensara alguna vez en sí mismo como un líder, pero lo cierto
es que era la personificación misma del líder. Él sabía qué camino deseaba mostrar:
«interés, amor y respeto». Y sabía también que él siempre influía en los demás con su
presencia y su manera de ser.
Tal vez tú, lector, no pienses en ti mismo como un líder. Pues ya es hora de empezar.
De hecho, estás constantemente «liderando», bien o mal, con la influencia que ejerces,
ante todo en tu familia, y luego en tus amigos y vecinos, en tus colegas, o en clientes,
estudiantes, compañeros de equipo, pacientes… o lo que sea.
El liderazgo no es algo a lo que puedas aspirar por el hecho de que te nombren
presidente de una compañía, director de un colegio o enfermera jefe. El liderazgo, más
bien, es cosa de cada día, porque estás influyendo en todos cuantos te rodean. Ya es hora
de que saques el máximo provecho de esta oportunidad.
PERSONALIZANDO:
Si un observador imparcial te siguiera como tu sombra durante una semana, ¿qué
«camino» –qué prioridades y valores– diría él que estás indicando?
Recuerda al menos tres situaciones de la última semana en las que puedes haber influido
en alguien con tu ejemplo.
[1]
[2]
Steven V. DUFFY, en Regis Alumni News (Spring, 2005), 14.
Frederick BUECHNER, Now and Then, Harper & Row, New York 1983, 12.
20
Hábito 2
Mostrar siempre gran corazón
Hace algunos años, en España, intenté recorrer a pie los ochocientos kilómetros del
Camino de Santiago de Compostela, donde se veneran los restos del apóstol Santiago.
Dada mi personalidad «tipo A» (impaciente, agresivo, ambicioso…), me preparé con
tiempo, recorriendo a grandes zancadas, durante horas, las calles de Nueva York,
cargado con una mochila llena de guías telefónicas (¿se acuerdan de las guías telefónicas
de papel?).
Pero, una semana después de iniciar el camino, ya no daba grandes zancadas, sino
que cojeaba. No culpé a Dios por mis dos talones llenos de ampollas, que es la clase de
mala suerte que puede afligir a cualquiera, como pude comprobar muchas veces como
responsable de grupos de peregrinos a lo largo de otra ruta que yo recomendaba
encarecidamente: el Camino Ignaciano. (¡Intentadlo!).
En cualquier caso, traté de perseverar. Una tarde, después de entrar en un pequeño
pueblo arrastrando los pies, reconocí a una peregrina con quien me había cruzado en el
camino unos días antes. Estaba de pie en una parada de autobús, con su mochila a la
espalda. Me acerqué a ella tambaleando para charlar. Se había rendido y estaba
esperando el próximo autobús para iniciar el viaje de regreso a casa. No era su cuerpo lo
que había flaqueado, sino su voluntad.
Se encogió de hombros, esbozó una triste sonrisa y, mirándome, me dijo: «Si yo
tuviera tu corazón y mis pies, podría ir al fin del mundo».
Fue uno de los mejores cumplidos que me han hecho en mi vida.
Antes de que saques la conclusión de que este capítulo pretende ser una especie de
autorretrato narcisista, has de saber que yo no soy realmente ese tipo entusiasta, de
voluntad férrea y siempre amable y generoso. Pero sí lo fui durante el camino, aun
cuando tuve que acabar abandonándolo por recomendación de un médico. Sin embargo,
apenas me decepcionó el hecho de no haber podido completar todo el camino hasta
Santiago. Sabía que lo había dado todo, y esa era la satisfacción que necesitaba.
A mi regreso a Nueva York, contacté con otro peregrino al que había conocido en el
camino y que, a diferencia de mí, había atravesado toda España como un «Roboperegrino». Mientras que mis pies llenos de ampollas me obligaban a acortar mi
recorrido diario, hasta que tuve que abandonar, él se sentía cada vez más fuerte y no
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tardó en dejarme atrás, alargando su recorrido diario, descubriendo todo su potencial.
Pero la vuelta al trabajo le había desestabilizado, y un día me envió un correo
electrónico en el que me decía: «Allá, en el camino, vi de lo que era capaz. Ahora, ya de
vuelta, y por expresarlo en términos propios del camino, veo que me contentaba con
recorrer dieciséis kilómetros cuando soy capaz de mucho más. Tengo mucho en lo que
pensar».
También yo tenía mucho en lo que pensar. Ya he mencionado que durante un tiempo
enseñé economía. Después de un par de años con las dichosas curvas de oferta y
demanda, acabé harto. A veces me preguntaba cómo era posible que el viejo Duffy
nunca se hubiera aburrido de enseñar las mismas conjugaciones de siempre.
Finalmente, lo entendí: naturalmente que a veces debió de sentirse aburrido, o harto
de aquellos muchachos que no se esforzaban lo suficiente. Era un ser humano, sujeto a
las mismas frustraciones que incomodan a cualquiera de nosotros, ya se trate de hacer la
colada, de criar a insoportables adolescentes o de analizar la declaración anual del
impuesto de sociedades.
Pero, mientras que yo reaccionaba a veces tratando de solucionarlo como
buenamente podía y conformándome con salir del trance lo más airosamente posible,
semejante actitud no era concebible en Duffy, que, incluso cuando viajaba en el metro,
no dejaba de pensar en el modo de adquirir ese toque especial capaz de despertar la
imaginación y la inteligencia de un alumno. Era la personificación misma de una cita de
san Agustín: «Voy a sugerirte una forma de alabar a Dios durante todo el día, si quieres:
hagas lo que hagas, hazlo bien, y habrás alabado a Dios»[1]. Probablemente, Agustín se
inspiraba en el Eclesiastés: «Cualquier cosa que esté a tu alcance hacer, hazla según tus
fuerzas» (Ecl 9,10).
No tengo dudas de que yo hice lo que aconseja el Eclesiastés durante aquel recorrido
por España, pero no siempre mientras enseñaba en aquel colegio. Tendré pues, que
volver al colegio. Haz caso al Eclesiastés o, más coloquialmente, muestra siempre un
gran corazón.
Si no lo haces, puedes acabar siendo infeliz. El famoso y ya fallecido psicólogo
Abraham Maslow lo veía de este modo: «Si te propones ser algo menos de lo que eres
capaz de ser, probablemente serás infeliz»[2].
Más aún, si vives con generosidad de espíritu, con gran corazón, conseguirás
contagiar a muchos. Piensa en mi antiguo profesor Duffy. Su compromiso con la
excelencia, por ejemplo, subyacía a su «absurda» creencia de que los muchachos de
catorce años podían digerir teología de nivel universitario si se les suministraba de la
manera apropiada. Su excelencia académica hacía que se desarrollaran nuestras mentes.
La raíz latina de excelencia transmite el sentido de «destacar» o de «sobresalir». En esto
consiste la excelencia: en levantarnos por encima de nosotros mismos y destacar sobre
los demás.
Un antiguo compañero de trabajo había sido en su tiempo entrenador de atletismo.
Pues bien, justamente antes de una carrera, se ponía delante de su atleta, le miraba
fijamente a los ojos y le susurraba: «Vas a correr esta prueba como si fuera la última que
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vayas a correr en tu vida».
Era una técnica motivadora, no manipuladora. Hoy podría ser la «última carrera»: la
vida puede transformarse en un instante a causa de un infarto o de un accidente de
carretera. Pero podemos aprovechar al máximo la oportunidad que nos ofrece el hoy, ya
se trate de un reto laboral, de una entrevista, de un entrenamiento, de una oración…; no
sabemos cuántas más oportunidades se nos presentarán.
Que nadie interprete que las palabras de aquel entrenador son únicamente aplicables
a situaciones de especial importancia, tales como una entrevista de trabajo, una
propuesta de matrimonio o un examen final. Más bien, tal exhortación debería
convertirse en una actitud constante con respecto a nuestros incontables dones. Se nos ha
confiado un tesoro, hemos sido bendecidos con infinidad de dones, talentos, recursos y
oportunidades.
Y no hablo de dones y talentos en un sentido mezquino, meramente material. Yo soy
incapaz de ejecutar un mate en baloncesto o de interpretar los conciertos de piano de
Mozart, por ejemplo; la mayoría de nosotros lo somos. Pero todos tenemos nuestras
habilidades, nuestra energía, nuestro tiempo libre, nuestro dinero suelto, nuestra red
social, todo el conocimiento del mundo acumulado en nuestros teléfonos móviles… y
una pizca de sabiduría que hemos ido adquiriendo a lo largo de los años.
Hace poco, estaba yo charlando con una amiga, Margaret, directora de un colegio,
que acababa de cruzarse con una alumna suya, cuya hermosa melena negra le llegaba
casi hasta la cintura. «¡Guau!», le dijo mi amiga, «¡qué melena tan preciosa, y cuánto la
has dejado crecer!».
«Sí», le replicó la joven; «y pienso dejarla crecer un poco más; entonces iré a donarla
para que la transformen en postizos para gente que ha perdido el pelo por causa de una
enfermedad».
Margaret se volvió hacia mí: «¡Me ha dejado helada! Se lo he dicho con la mejor
intención… ¿Quién le habrá metido en la cabeza semejante idea a una chica tan joven?».
¿Incluso mi cabello es un don, un talento, una oportunidad? Bueno, el mío no: puedo
asegurarlo. Pero tal vez sí en algunos casos, en determinados momentos.
Aquella estudiante, mi experiencia del camino, el psicólogo Maslow, el profesor
Duffy…: todos ellos ilustran la misma lección. Se trata de mostrar grandeza de ánimo
aprovechando al máximo y percibiendo con la mayor claridad posible todas las
oportunidades, desarrollando las propias dotes tanto como se pueda y poniéndolas al
servicio de grandes objetivos. Y hacer todo eso cada día, ya sea estudiando latín,
enseñando a niños, dirigiendo un grupo de trabajo o persiguiendo otras diversas
posibilidades. Ayúdate a ti mismo y al resto de nosotros, del mismo modo que la
obsesión de Duffy por la excelencia ayudó a sus alumnos a ser más excelentes ellos
mismos.
Resultó que yo no tenía los pies en condiciones para atravesar andando media
España, al menos aquel año. Pero tuve el coraje de hacerlo, y puedo afirmar que el
comprometerse en algo con entusiasmo proporciona la más profunda felicidad y
satisfacción.
23
Corre todas las carreras como si cada una de ellas fuera la última, de modo que
puedas mirarte después al espejo y decir: «He puesto en ello mi corazón, he usado mis
dotes lo mejor que he podido y para lograr unos objetivos de los que puedo sentirme
orgulloso».
PERSONALIZANDO:
Piensa en dos o tres ocasiones en las que has demostrado tener un gran corazón,
cuidando de tu familia, esforzándote en tu trabajo o desarrollando tus dotes. ¿En qué otro
aspecto de tu vida querrías empezar a mostrar ese mismo espíritu?
La raíz de la palabra excelencia connota alzarse por encima de uno mismo e inspirar a
otros a hacer otro tanto. ¿Qué oportunidades crees que vas a tener en el próximo mes de
inspirar a otros en ese sentido?
[1]
[2]
Atribuido a San AGUSTÍN. Consulta: 30-10-2017: https://bit.ly/2FGSxCp.
Diversas variantes de esta cita se atribuyen a Abraham M. MASLOW; véase, por ejemplo, Joan NEEHALLDAVIDSON, Perfecting Your Private Practice, Trafford, Bloomington, IN, 2004, 95.
24
Hábito 3
No ganes la carrera:
contribuye a la carrera (humana)[1]
Corre esta carrera como si fuera la última de tu vida. El trabajo duro supera el talento de
quien no desea esforzarse.
Los entrenadores deportivos han acuñado frases como esta para motivar a los atletas
a derrotar a sus competidores.
Esa es precisamente la razón por la que tales frases, perfectamente válidas en el
ámbito del deporte, no son proverbios perfectos para la vida. Podemos tomarlas como
una actitud en relación con nuestro talento, pero no en relación con el modo en que
deberíamos tratar a nuestros prójimos. Una vida coherente implica explotar al máximo el
propio talento, no el de los demás.
Olvidar esta diferencia constituye un primer paso hacia una vida amargada.
¿Recuerda el lector lo que decía Maslow en el sentido de que no había conocido a
muchas personas felices que no hubieran empleado debidamente sus talentos? Pues bien,
yo tampoco conozco a muchas personas felices cuya vida gire por entero en torno a la
necesidad de vencer (aunque no quisiera que nadie me malinterpretara: de hecho, vencer
no está nada mal).
Cada uno de nosotros necesita decidir: ¿Lo determinante en mi vida es a quién
quiero vencer o quién quiero ser yo?; ¿estoy en este mundo para contribuir a alcanzar
algún objetivo noble o para competir con los demás? Si de lo que se trata en mi vida es
de contribuir, me elevo por encima de mí mismo. Si se trata de compararme con los
demás, desciendo al pozo sin fondo de las necesidades de mi ego.
Sé muy bien lo que digo, porque he trabajado en una profesión en la que abundan los
egos desmedidos. Permítaseme describir, por ejemplo, cómo era el día de la paga de
beneficios (bonus day) para el director general de un gran banco de inversiones. Me
reunía con todos los asesores, uno por uno; una reunión tras otra durante todo el día. Le
agradecía a cada uno de ellos el duro trabajo y los sacrificios que habían realizado
durante el año. Ninguno de ellos se enteraba de lo que les decía, porque lo único que
querían escuchar era a cuánto ascendía el bonus aquel año. Yo habría preferido ir al
grano directamente, decirles la cantidad en cuestión y explicar que el consejo de
25
dirección y yo mismo pensábamos que era la cantidad apropiada.
Muchos mostraban su agradecimiento (en cierta ocasión, un subordinado,
contentísimo, se puso en pie de un salto y me dio un enorme abrazo), pero otros
permanecían impertérritos o incluso adoptaban un aire decididamente huraño. Los
primeros pensaban: ¡Vaya, es más de lo que yo pensaba que me darían! Pero, si lo
exteriorizo, puede que el año que viene se muestren más tacaños. Y los segundos:
Apostaría que este tipo me está timando, en comparación con mis colegas.
Téngase en cuenta que tales remuneraciones no eran como una sustanciosa propina
que se deja en un buen restaurante. A menudo, excedían con mucho las ganancias
anuales del americano medio: por encima de un sueldo ya bastante generoso.
Al menos en una ocasión, pude ver a un multimillonario irritadísimo porque
consideraba que su bonus era injusto. Y así me describía un colega de una corporación
rival la actitud de los banqueros de inversiones en un bonus day: «o se muestra huraños o
te montan un número; pero nunca parecen felices»[2].
Es fácil imaginar cómo crece la tensión a lo largo del día, a medida que cada uno de
ellos regresa desafiante a su mesa y se pone a cuchichear con sus colegas acerca lo que
habrán recibido o dejado de recibir los rivales. Y es fácil de imaginar también mi propia
tensión, porque incluso cuando yo, el día anterior al bonus day, intentaba hacer que
dejaran de llorar mis hijos cuando eran pequeños, no dejaba de pensar, con los nervios
de punta, en mi encuentro con el gran jefe para saber la cuantía de mi bonus. Yo siempre
le daba las gracias y reconocía lo importante que era la cantidad. Pero ni siquiera cuando
quedaba agradablemente sorprendido llegué a exclamar: «¡Vaya, es más de lo que yo
imaginaba! Me ha dado usted un alegrón». Supongo que no quería dar a mi jefe ningún
motivo para que escatimara conmigo el año siguiente.
¿Cómo podían las personas mejor pagadas del mundo sucumbir a semejante
comportamiento? En lugar de quejarnos por creer que merecíamos más, deberíamos
haber salido por los pasillos de J. P. Morgan dando saltos de alegría, arrodillándonos
después en señal de agradecimiento por nuestra inmerecida buena suerte y, desbordantes
de alegría, ideando la forma de dar a otros lo que a nosotros nos sobraba.
Sí, era una buena suerte inmerecida. No nos pagaban tan espléndidamente porque
fuéramos mejores que los demás. Probablemente, al menos cien millones de personas en
el mundo con más talento que nosotros podrían haber conseguido mejores resultados que
nosotros si hubieran tenido la oportunidad. Pero habían perdido en la «lotería de la
vida»: habían nacido pobres en países subdesarrollados y carentes de un buen sistema
educativo, de una buena asistencia sanitaria, de estabilidad política y de empleos bien
remunerados. Nosotros, en cambio, habíamos sido bendecidos con todos esos
privilegios; nosotros habíamos nacido en la «tercera base» y estábamos convencidos, sin
embargo, de que habíamos «hecho un triple». (Es lenguaje propio del baseball que
podría traducirse así: «Habíamos nacido en una situación privilegiada y estábamos
convencidos de que se debía a nuestros propios méritos» [NdT]).
Pero nuestra triunfalista autocomplacencia nunca producía una paz o satisfacción
interior duradera. Cuando en nuestra vida no hacemos más que compararnos con los
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demás, siempre habrá alguien en algún lugar con quien la comparación resultará
desfavorable para nosotros. Cada asesor financiero acabará sospechando que ha sido
peor pagado que algún colega dentro de la misma banca. Esto es lo que molestaba a
aquel asesor impertérrito o a aquel otro bastante huraño que se quejaban porque se
trataba, no de «la cuantía de la paga», sino de lo que ellos denominaban «equidad», o
«anotar debidamente los tantos», o «ser el mejor». De que se les concediera crédito por
honradez, cuando no por perspicacia, porque de «anotar debidamente los tantos» era
exactamente de lo que se trataba.
En la banca de inversión anotábamos nuestros respectivos tantos en función del
dinero que recaudara cada cual. En el colegio, en cambio, en función de nuestra relativa
popularidad. Cuando llegan las crisis de la mediana edad, anotamos los tantos
comparando nuestras segundas viviendas o nuestras arrugas. El mal del «soy un
ganador» nos afecta a todos a cualquier edad y en todo cuanto hacemos.
Por ejemplo, después de que yo dejara el sector de la banca de inversión –agradecido
de veras por todo lo que había recibido–, comencé a escribir libros. Los escritores ganan
muy poco dinero, a no ser que escriban novelas sobre zombies o guías para adelgazar.
¿Será por eso por lo que quienes trabajan en la noble viña de la literatura verdadera,
probablemente lo hacen por amor y son, por lo general, inmunes al virus del «soy un
ganador»?
Recapacitemos. En cierta ocasión, un editor me invitó a co-presentar una conferencia
en Colombia sobre liderazgo, junto a Ken Blanchard, el legendario gurú coautor de One
Minute Manager. Y empleo la palabra «co-presentar» un tanto libremente: Blanchard era
el equivalente a U-2 en el mundo del rock, mientras que yo era como el desconocido
grupo «telonero» que actúa mientras le gente está todavía ocupando sus asientos. Sin
embargo, hubo bastante nivel, por no hablar del vuelo en avión privado y del enorme
local completamente abarrotado.
Después de la conferencia, estuvimos firmando libros, y yo saboreaba el ataque de
ego que me producía el sentir cómo mi muñeca se entumecía mientras crecía la larga fila
de compradores de mi libro que acudían a que se los firmara. Entonces cometí un gran
error: miré al otro lado del local. La fila de Blanchard era muchísimo más larga, tanto
que habría podido llegar a la frontera venezolana. Mi ego, temporalmente hinchado, se
evaporó; sentí envidia. Pero incluso entonces, supe cuán patétitco era todo aquello.
Sacudí mi cabeza, estuve a punto de soltar una carcajada y volví de nuevo a firmar
libros.
Cualquiera de nosotros puede ser presa de la aflicción que supone el compararse con
otros. Cuando no es por el dinero o por la fama, puede ser por la ropa de marca, por un
coche más «guay», por una casa más grande, por un mejor look, por unos
electrodomésticos más modernos, por el número de «amigos» en Facebook, por los «me
gusta» en nuestros mensajes, por los colegios a los que van nuestros hijos, por llevar la
voz cantante… y otras mil cosas.
El problema es que nunca podemos ganar el juego de «soy un ganador». Mi bonus
siempre será menor que el de algún otro, y siempre habrá algún otro que venda más
27
libros o que tenga una cocina más bonita, o más amigos, o fiestas más «guay». Por
mucho que consiga yo acumular, siempre habrá alguien que acumule más.
En nuestro mundo desarrollado gozamos de más salud y prosperidad que en
cualquier otra civilización a lo largo de la historia, pero todavía estamos vagamente
insatisfechos y persiguiendo algo que siempre se nos escapa cuando creíamos tenerlo al
alcance de la mano. Si les preguntas, por ejemplo, cuántos ingresos anuales necesitan
para «vivir bien», prácticamente todos los estadounidenses, sea cual sea su nivel de
ingresos, responderán: «El doble de lo que gano».
Lo cual significa que la persona que gana 50 000 dólares al año piensa que necesita
100 000 dólares para vivir bien; y los que ganan 200 000 dólares creen necesitar 400
000. Y así sucesivamente. La agotadora búsqueda de más y más está volviéndonos locos;
hemos dejado en el olvido la sencilla sabiduría atribuida al rabino Meir, del siglo II:
«¿Quién es verdaderamente rico? Quien se contenta con lo que tiene»[3].
No hay más que una cura para el virus del «soy un ganador»: no vivas como si se
tratara de ganar una carrera. No centres tu interés en estar por encima de los demás a
toda costa, porque, al llegar a una cumbre, se abrirá ante tus ojos la visión de otra
cumbre aún mayor, ocupada siempre por otro competidor en el juego de la vida.
Corre cada carrera como si fuera la última que vas a correr en tu vida, pero decide
primero por qué corres. En lugar de competir conmigo o con cualquier otro, ¿por qué no
contribuir con tus energías a hacer de nosotros mejores personas con tu adiestramiento,
tu amor, tu inspirador ejemplo o tu noble misión? En vez de intentar a toda costa ganar la
carrera, ¿por qué no llevar a cabo tu misión de hacerte corresponsable de la raza, la raza
humana, haciendo más justo, más acogedor y más feliz el pequeño rincón que ocupas en
el mundo?
PERSONALIZANDO:
¿Cuándo es más probable que tengas la sensación de estar compitiendo con otros, más
que colaborando con ellos?
¿De qué modo contribuyes a alguna causa mayor que tú mismo y tus propios intereses?
[1]
[2]
[3]
El autor hace un juego de palabras con el término «race», que en inglés significa tanto «raza» como
«carrera» (NdT).
Roy C. SMITH (antiguo socio de Goldman Sachs), citado en «The Chatter»: The New York Times, 2-102005.
David WHITMAN, The Optimism Gap: The I’m OK – They’re Not Syndrome and the Myth of American
Decline, Walker and Company, New York 1998, 145, nota 22.
28
Hábito 4
Regala tus zapatos:
ayuda a alguien hoy
Sé como el tipo aquel que atravesó descalzo el aparcamiento.
Yo presido la junta de una de las mayores redes de hospitales de los Estados Unidos,
y cada año publicamos lo que denominamos «relatos sagrados», que resumen por qué
hacemos lo que hacemos. Sí, nosotros curamos huesos rotos e insuficiencias cardíacas,
pero, por encima de todo, existimos para venerar a nuestros prójimos: este es uno de
nuestros principales valores. El diccionario Collins nos dice que «venerar» es un
«sentimiento o actitud de profundo respeto, amor y asombro, semejante a lo que se
experimenta ante algo sagrado». Cualquiera que haya sostenido entre sus manos a un
recién nacido o la mano de un familiar agonizante puede relacionarlo con ese
sentimiento de veneración, y nuestro sistema sanitario desea que cualquiera que se
someta a nuestra atención sea tratado exactamente con ese mismo espíritu, incluso en el
enfebrecido ambiente de un servicio de urgencias, que fue precisamente el escenario de
un breve «relato sagrado» que me impresionó profundamente:
«Una noche de junio atendimos a uno de nuestros pacientes habituales que iba
descalzo. Se trataba de un vagabundo. Cuando el paciente estaba a punto de ser dado de
alta, el doctor Hughes se quitó sus zapatos y se los dio al paciente. Este se mostró
enormemente agradecido, y el doctor Hughes se fue a su casa sin zapatos»[1].
Esto ocurrió en Durango (Colorado), una pintoresca ciudad situada a tal altura en las
Montañas Rocosas que la temperatura pudo perfectamente haber descendido por debajo
de los cero grados centígrados en aquella noche de junio. El paseo del doctor Hughes por
el aparcamiento hasta llegar a su coche no debió de ser un plato de gusto, precisamente.
Pero, dado que en su casa le aguardaba un armario con varios pares de zapatos,
seguramente le pareció una nimiedad, en comparación con la perspectiva de devolver a
las calles a un vagabundo descalzo.
Cuando logré localizar al doctor, con la intención de hablar con él al respecto, él
restó toda importancia a su gesto de amabilidad. Y me contó que, cuando el vagabundo
dijo que necesitaba unos zapatos, «sin pensarlo demasiado, miré mis desgastados y
viejos zapatos y se los di… La verdad es que no lo considero un sacrificio en absoluto.
29
Aquellos zapatos habían recorrido ya muchos kilómetros».
Hizo precisamente lo que cualquiera de nosotros habría hecho, ¿no es cierto? Solo
que nosotros no siempre lo hacemos cuando se presenta la ocasión. Estamos demasiado
atareados, estresados o distraídos para darnos cuenta de que tenemos una oportunidad de
hacer el bien.
O sí nos damos cuenta, pero algún tipo de demonio interior –un temor, una
inseguridad, un mal hábito…– nos refrena. Una amiga mía vivió algún tiempo en un país
donde abundaban los mendigos callejeros. Cuando alguno de ellos se acercaba a su
marido en busca de limosna, él buscaba sonriendo una moneda en su bolsillo para el
mendigo, y luego para el siguiente, y así sin parar.
La mujer me dijo algo así como: «Chris, envidio a mi marido, porque yo meto la
mano en mi cartera, tomo una moneda y deseo realmente dársela; pero de pronto es
como si tuviera mi mano atada a una cuerda, y pienso que existe alguna razón para no
darle la moneda».
Conozco de sobra lo de esa cuerda. A menudo me refrena también a mí. Yo no
quiero dar dinero a alguien que probablemente vaya a gastárselo en drogas; también
ando siempre demasiado apresurado para pararme a charlar con el anciano vecino que
vive justo al lado; no me detengo a recoger un papel o un pedazo de basura en la calle
porque no quiero aparentar que doy ejemplo. Vistos aisladamente, tales momentos
parecen insignificantes.
Pero ¿y si hiciéramos lo correcto en cada momento? Piensa en los miles de
momentos semejantes a lo largo de mi vida, y en los miles de momentos más a lo largo
de la tuya, por no hablar de las oportunidades perdidas por siete mil millones de personas
en el mundo… Todas esas oportunidades perdidas marcan la diferencia entre el
lastimoso planeta en que vivimos y el justo y encantador planeta en que todos
querríamos vivir.
Cuando yo era un novicio jesuita, nos animaban a leer biografías de jesuitas que
habían sido canonizados. Muchos de aquellos textos eran espantosos, escritos hacía
décadas en un estilo pietista y sensiblero que no hacía justicia a sus heroicos
protagonistas. Pero recuerdo un relato –espero que veraz– sobre el conocido teólogo y
cardenal san Roberto Belarmino.
Los mendigos solían llamar a la puerta de su residencia episcopal, y él siempre les
entregaba unas monedas, una palmatoria o cualquier otro tipo de enser que tuviera a
mano. Cuando su residencia iba, poco a poco, vaciándose de accesorios, un amigo
reprendió a Belarmino por su ingenuidad: «Te están engañando; los charlatanes están
timándote y poniéndote en ridículo». Al parecer, Belarmino replicó que prefería que se
aprovecharan de él cien veces antes que despachar sin nada a una persona necesitada.
Haz algo bueno hoy. No juzgues a los demás; simplemente, actúa. Esta era la actitud
de Belarmino y fue también la del doctor que se desprendió de sus zapatos. Como
médico en un servicio de urgencias de una pequeña ciudad, el doctor Hughes había
reconocido a aquel vagabundo como un visitante habitual del servicio. Por otra parte,
nunca se engañó pensando que la donación de sus zapatos fuera a significar el primer
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paso en el camino de aquel hombre hacia una sobriedad responsable. Más bien, como él
mismo me confesó, a veces se sentía «fastidiado por haber empleado todos mis años de
profesional simplemente adiestrándome en ser un médico para alcohólicos». Por eso, a
veces tenía que debatirse con su inicial reacción: «Mi inclinación natural –y mi esposa
puede dar fe de ello– es tomar el camino fácil y ayudar a alguien únicamente cuando me
viene bien».
Su «inclinación natural» a tomar el camino fácil es como esa cuerda invisible que
impide a mi amiga dar una moneda al mendigo. Todos tenemos esos momentos cuando
permitimos que un pequeño fragmento de nosotros se imponga a lo mejor de nosotros
mismos, por lo que todos necesitamos conocer la forma de superar tales momentos. El
doctor Hughes lo hizo, según me dijo, desafiándose a sí mismo: ¿Qué haría el Señor en
mi lugar? Esos tres segundos le hicieron salir de su diario debate consigo mismo y le
recordaron qué era lo importante. Entonces volvió a la realidad y prosiguió con su rutina
diaria.
Cada día ofrece oportunidades de hacer bien a alguien, de deshacerte de tus zapatos,
por así decirlo. No dejes escapar tales oportunidades. Libérate de tu tendencia a pasar de
largo o a juzgar a otros como indignos de ser ayudados; libérate de cualquier otra cosa
que te impida hacer que cada día importe.
PERSONALIZANDO:
Recuerda algún momento de la semana pasada en que hayas «dado tus zapatos», por así
decirlo.
Recuerda algún momento de la semana pasada en que hayas dejado pasar la oportunidad
de «dar tus zapatos» e interesarte por alguien que necesitaba ayuda material o de
conversación o de compasión o, simplemente, de compañía.
[1]
Ginger SMITH, «An Emergency Department Story», en Sacred Stories, Catholic Health Initiatives, Denver
20089, 89.
31
Hábito 5
Ahuyenta tus demonios interiores:
sé libre para lo que importa
Me acuerdo de cuando, en una furgoneta, tuve que trasladar al apartamento que ahora
comparto con mi esposa los cachivaches acumulados durante tres décadas y a lo largo de
tres continentes: cajas pequeñas llenas de libros; otras más altas y grandes, tipo
guardarropa, con toda mi vestimenta; y otras, con las formas más extrañas, que contenían
recuerdos tales como un gramófono de cuerda de los años veinte o una bandeja de
cerámica que compré en Urumchi (China).
No sin esfuerzo, fui abriendo todas las cajas y mostrándole a mi esposa los despojos
de mi soltería. Ella daba a veces su visto bueno levantando el pulgar; pero más a menudo
movía reiteradamente la cabeza de un lado a otro en señal de desaprobación. Cada objeto
que ella rechazaba, yo lo añadía sumisamente a un montón que no dejaba de crecer y que
íbamos a donar al «Ejército de Salvación» (he de reconocer que, a escondidas, añadí a
aquel montón algunos objetos de ella; no lo digáis, por favor). Durante la primera hora,
más o menos, de aquel traumático ritual, traté de reprimir toda muestra de irritación.
¿Deshacerme del calendario de 1955 consagrado al presidente Mao que adquirí en un
mercadillo de Pekín? ¿De veras? Al cabo de una hora, mi reprimido enojo dio paso a un
impreciso y resentido suspiro de resignación, y seguí con mi tarea, simplemente.
¿Y ahora, unos años después? Ni siquiera recuerdo la mitad de aquellos chismes ni
puedo imaginar por qué me parecían entonces tan importantes. Deshacerme de ellos ha
aligerado mi carga y, de alguna amanera, me ha liberado para compartir con mi esposa
nuestra vida de casados.
Imagínese la alternativa: mi esposa y yo emprendiendo juntos una nueva trayectoria,
conmigo tratando de guardar las apariencias mientras arrastraba un enorme contenedor
lleno a reventar con el calendario de Mao, los libros que ya no leía, los vaqueros
deformados que me gustaba ponerme, y qué sé yo cuántas cosas… Yo no iba a correr
cada carrera como si fuera la última vestido con aquellos vaqueros y arrastrando todos
aquellos trastos.
También había adquirido a lo largo de los años una serie de hábitos, como el de
reservar la mañana de los domingos para leer los periódicos, o el de cenar a una
32
determinada hora, y muchos más. Algunos de ellos tenían también que desaparecer. No
es que tuviera nada de malo ninguno de dichos hábitos, por supuesto, como tampoco
tenía nada de malo coleccionar recuerdos o el gusto por la ropa usada y cómoda.
Pero piénsese en todo ello como una metáfora para referirme a las cosas inmateriales
que podrían haberme refrenado a la hora de meterme de cabeza en una vida compartida
con mi esposa. Para ser suficientemente libre de cara a nuestra nueva aventura, yo tenía
que renunciar no solo a mis «cachivaches» materiales, sino también a mis viejos hábitos,
a la forma en que había hecho las cosas durante años.
Tenía que liberarme de ese bagaje interior, a fin de ser libre para un objetivo
superior: un buen matrimonio. Todos tenemos necesidad de ser libres para perseguir lo
que realmente importa. Pero para ser libres hemos de renunciar a aquel bagaje o aquellos
demonios interiores que nos retienen.
Mi insignificante historia hace que parezca demasiado fácil. ¿Quién no se
desprendería del calendario de Mao si este se interpusiera en el camino de un buen
matrimonio? Pero a menudo nuestros insanos apegos acechan justamente por debajo de
la línea de flotación de nuestra conciencia; ni siquiera somos plenamente conscientes de
que están realizando su dañina magia. Y, poco a poco, acabamos encadenados a nuestros
viejos hábitos, al deseo de controlarlo todo, al modo en que siempre hemos hecho las
cosas, a un ansia desmedida, si se prefiere.
Y eso cuando no nos dejamos esclavizar por nuestro orgullo, por nuestros miedos
profundos, por la presión ejercida por nuestros iguales, o por nuestra codicia. De hecho,
todos esos demonios parecían haber conspirado simultáneamente contra algunos de los
infelices ejecutivos jóvenes de banca de inversión que he conocido a lo largo de los años.
Ellos no habían elegido ese trabajo porque les atrajera y fuera acorde con su sentido de
lo que realmente importa. De hecho, habían ido a parar a la banca, por decirlo así,
porque todos los alumnos que destacaban realmente en la universidad competían por
conseguir uno de esos empleos espléndidamente remunerados. Sus demonios interiores –
la presión de grupo, el temor a ser un segundón, una pizca de codicia y la altanera
tendencia a ser uno de los pocos que recibían una oferta de trabajo por parte de un banco
prestigioso– habían sido los verdaderos responsables del proceso de toma de decisión.
Así es como funciona: nuestros demonios interiores hacen una demostración de sus
oscuros poderes en los peores momentos posibles: cuando estamos al borde de
importantes decisiones con respecto a nuestras relaciones, nuestros trabajos, o frente a
graves dilemas morales. Deseamos que sea lo mejor de nosotros mismos quien tome esas
decisiones, centrado únicamente en lo que de verdad importa, es decir, en nuestro
sentido de una misión y un objetivo superiores en la vida.
En cambio, si no tenemos mucho cuidado, acabaremos siendo como marionetas en
manos de esos demonios interiores. No nos apercibimos mientras nos debatimos sobre la
decisión a tomar; solo caemos en la cuanta unos años después, cuando, por ejemplo,
miramos hacia atrás y nos preguntamos cómo cometimos la insensatez de meternos en
esa terrible relación, o cómo fuimos tan presuntuosos como para gastar tantísimo dinero
en aquel bolso de piel de jabalí africano con diamantes incrustados.
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Una breve anécdota ilustrará un tipo concreto de falta de libertad capaz de hacernos
descarrilar en los momentos decisivos.
Al poco de empezar a trabajar en la banca de inversión, me sorprendió escuchar
cómo un director gerente reprendía a un subordinado bastante brillante con estas
palabras: ¡Asuma más riesgos! El empleado había estado dudando si darle su opinión al
director, y este sabía que nadie alcanza el éxito si no tiene agallas para tomar riesgos,
con prudencia, cuando es preciso.
Hasta entonces, «riesgo» había sido para mí una palabra inapropiada. Los padres y
los maestros advertían contra la posibilidad de asumir riesgos, que solían desembocar en
rodillas despellejadas, castigos en el colegio o visitas al servicio de urgencias del
hospital. «Asume más riesgos» era el mantra que repetía el demonio blandiendo una
horqueta y sentado en mi hombro izquierdo, mientras el ángel vestido de blanco y
sentado en mi otro hombro trataba de llevarme en la dirección contraria.
En fin, permíteme ser el ángel que te diga que nunca llegarás a sacar lo mejor de ti
mismo sin asumir algún riesgo. Correrás el riesgo de fracasar con cualquier propuesta de
matrimonio, cualquier cambio de trabajo, cualquier traslado a otra ciudad o cualquier
elección que puedas hacer de una especialización universitaria. Aun cuando sean
mayores las probabilidades de fracasar que las de tener éxito, un riesgo debidamente
considerado puede, no obstante, tener sentido, como bien sabe cualquier empresario,
artista o autor de éxito. Solo cuando estés dispuesto a arriesgarte al fracaso, serás capaz
de «arriesgarte al éxito».
Por eso mismo, la escuela puede constituir a veces una insuficiente preparación para
la vida. Cuando se trata de los deberes que hay que hacer en casa, la respuesta correcta al
test de opción múltiple suele estar bastante clara. Pero cuando se trata de decidir en
temas de relaciones, de carrera y de negocios, la opción correcta rara vez está tan clara,
por muchos deberes que se hayan hecho. Paradójicamente, a veces las personas más
inteligentes acaban siendo las peores a la hora de tomar decisiones, sencillamente porque
tienen miedo a tener que decidir, a menos que la opción correcta esté absolutamente
clara.
Y a menudo no lo está. Me contaba un tutor en cierta ocasión que lo mejor que le
había sucedido en su carrera fue equivocarse a la hora de tomar su primera decisión
importante. «¿Lo mejor?», le pregunté yo. «Sí», me respondió. Y luego me dijo que la
vida había seguido su curso, que él había podido recobrarse y había aprendido que los
errores, en su mayoría, no son fatales (a menos, naturalmente, que seas piloto, cirujano o
algo por el estilo). La vida ofrece con frecuencia segundas y terceras oportunidades…,
no siempre para enmendar errores pasados, pero sí para hacer las cosas bien.
Por eso, desde entonces nunca le había preocupado el tener que tomar una decisión.
Él era la viva imagen de la actitud proactiva y global que caracteriza a los verdaderos
líderes.
También en tu vida abundarán las ocasiones de tener que decidir. Me gustaría poder
decir que, mientras veas con claridad qué es lo que tiene y lo que no tiene verdadera
importancia, fácilmente discernirás y harás lo que realmente importa. Por desgracia, la
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vida no es tan fácil. Los valores que tienen verdadera importancia para ti seguirán
teniéndola durante toda tu vida, como tu propia estrella polar. Pero tus circunstancias, tus
recursos y prácticamente todo lo demás, en este mundo cambiante e inestable que te
rodea, no dejará de cambiar. A pesar de todo, únicamente el tomar decisiones hará que
permanezcas orientado hacia tu verdadero norte.
Tu frágil humanidad complicará todas esas decisiones. Aquella parte de ti que apunta
hacia el verdadero norte puede sentirse atraída hacia un determinado trabajo, pero tu
demonio interior de la codicia puede tratar de arrastrarte hacia otro diferente. O tal vez tu
jefe te ofrezca desempeñar una exigente función que te viene «como anillo al dedo» y
que la mejor parte de ti considera una extraordinaria oportunidad de crecimiento, pero un
medroso demonio interior, reacio a asumir el riesgo del fracaso, puede frenarte e
impedirte aceptar esa nueva y exigente función.
Solo cuando te hayas liberado de todo bagaje interior que trate de desorientarte, serás
libre para perseguir de veras lo que realmente importa. Solo el autor dispuesto a poner en
peligro su reputación podrá crear una novela que haga historia. Solo el graduado que esté
libre, por ejemplo, de la presión de grupo que incita a la mayoría de sus compañeros a
seguir la moda efímera de una determinada profesión, podrá considerar la oferta de un
trabajo que coincida más profundamente con su razón de ser.
Todos tenemos amigos que han elegido pésimamente su trabajo, o que se han casado
con la persona equivocada, o que se han casado con la persona apropiada, pero luego se
han enredado en aventuras que han destruido su matrimonio. ¿Cómo puedes tú obrar
mejor? Siempre que afrontes una decisión importante, explora el fondo de ti mismo en
busca de los demonios –faltas de libertad, apegos insanos…– que pretenden tomar la
decisión por ti. Arrastra a esos demonios fuera de sus guaridas subconscientes y hazles
salir a la luz. Es menos probable que tu envidia, tu codicia o tus miedos te muevan a
tomar una decisión si eres plenamente consciente de su potencial influjo.
Una vez que hayas desterrado a tus demonios, serás libre. Libre para tomar una
decisión dejándote guiar únicamente por las preguntas decisivas: ¿Qué es lo que
realmente importa en este caso y qué decisión hará que me sienta más orgulloso de la
vida que llevo?
PERSONALIZANDO:
Piensa en alguna decisión que puedas haber tomado en los últimos años y en la que
puede haber influido demasiado algún demonio interior o la falta de libertad. ¿Qué
lección puedes sacar de ello para futuras decisiones?
¿Puedes, de alguna manera, dedicar la próxima semana a experimentar cómo podrías
liberarte de algún «apego insano» y ser más libre en adelante? Céntrate especialmente en
las faltas de libertad interior tales como el miedo que te impide intentar algo, por
ejemplo, o una adicción desmedida a las redes sociales.
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Hábito 6
Cambia tu pequeña parte del mundo
Los oradores que pretenden motivar a su audiencia suelen emplear tópicos un tanto
optimistas como, por ejemplo, «¡Tú puedes cambiar el mundo! ¡Sí, tú!».
¿Mi consejo motivacional?: Olvida ese disparate. Tú no vas a cambiar el mundo.
Pero sí puedes cambiar una minúscula parte del mismo, y eso será suficiente.
Aprendí esta lección en la «Montaña Mágica», como yo la llamo ahora (nada que ver
con la novela de Thomas Mann). ¿Por qué «Mágica»? Bueno, si tú eres propietario de
una mina de oro, lo que hayas invertido en ella no valdrá nada una vez que la mina se
haya agotado. Pero ¿y si la mina no se agotara nunca y volviera a llenarse de oro cada
día? Suena a magia, ¿verdad?
Visité la Montaña Mágica hace ya algunos años. Esta atestada de «buscadores de
oro» que habían pagado a las autoridades por la oportunidad de extraer parte del tesoro
de la montaña. Pero que nadie imagine que llevaban casco de minero. Aquellos
buscadores vestían camisetas y pantalones cortos y calzaban chanclas.
No buscaban oro. Buscaban basura.
La Montaña Mágica es un inmenso vertedero de basura que se extiende hasta más
allá de donde alcanza la vista a las afueras de Manila, la capital de Filipinas. El área
metropolitana de Manila está formada por unos trece millones de personas que generan
una enorme cantidad de basura, gran parte de la cual acaba en este vertedero. Los pobres
buscadores tenían que pagar por el derecho a subir a toda mecha a la montaña de basura.
No paraban de revolver, un estrato tras otro, los desechos de Manila, rebuscando
plásticos, metales o cualquier cosa que pudiera tener algún valor, siempre con la
esperanza de recobrar el dinero que habían pagado para poder rebuscar y, si era posible,
ganar unos cuantos centavos más vendiendo a terceros los objetos conseguidos.
Cada pocos minutos, otro estruendoso camión de basura llegaba a la Montaña
Mágica y dejaba caer su preciada carga sobre el enorme montón. Los buscadores se
apiñaban ansiosos junto a cada camión de basura, esperando la benéfica descarga. Para
mí no era más que un montón de basura formado por los desperdicios y restos de todo
tipo que suelen arrojarse al cubo de la basura; para ellos era una cascada de dinero. Los
objetos más «valiosos» eran invariablemente atrapados tan pronto como caían en el
montón, y por eso algunos buscadores pagaban por permanecer lo más cerca posible de
36
los camiones.
También había niños pequeños rebuscando en la Montaña Mágica. Más bajos y más
ligeros que sus padres, escudriñaban entre la basura sin padecer el dolor de espalda que
afectaba a casi todos los buscadores adultos. Los niños parecían disfrutar con ello, al
igual que disfrutan los niños más ricos buscando los regalos en el jardín de su casa el día
de su cumpleaños.
Me habían invitado a ver la Montaña Mágica para ver con mis propios ojos la
resiliencia humana en medio de las circunstancias más horrorosas e injustas. Por eso me
sorprendió ver una pequeña casa con una piscina hinchable junto a la base de aquella
gigantesca colina de basura. ¿Era una casa de vacaciones…? ¿En aquel lugar dejado de
la mano de Dios…? Sus propietarias resultaron ser dos religiosas que cuidaban de los
niños pequeños por las tardes. Los más mayores puede que acabaran siendo grandes
buscadores, pero los más pequeños pasaban hambre y acababan agotados con aquellas
temperaturas en torno a los treinta y siete grados centígrados.
Las religiosas arrebataban a los niños de las manos de sus padres cada tarde, les
daban de comer, jugaban con ellos y les enseñaban a leer.
¿Y la piscina hinchable? A ningún niño le gusta lavarse, tanto si vive rodeado de lujo
como si anda rebuscando en la Montaña Mágica. Pero a todos los niños les gusta
salpicarse unos a otros en un día caluroso. Las hermanas habían instalado la piscina
hinchable para conseguir que los niños se bañaran.
Yo estaba preparado para soportar el olor de la Montaña Mágica, pero no en toda su
crudeza, no para soportar el vapor que se desprendía de aquel apestoso montón y el
escozor que producía en mis ojos. Tampoco había imaginado que fuera a descubrir
aquella especie de guardería que parecía tan minúscula y tan perdida junto al enorme
montón de basura que le servía de telón de fondo. Me resultaba aún más molesto el olor
a desesperación que el olor a basura. No es así como se supone que han de vivir los seres
humanos, ya se trate del plan de Dios o de cualquier otro.
Y los exiguos y bienintencionados esfuerzos de las hermanas parecían totalmente
fútiles frente al monstruoso despliegue de desafíos que tenía que afrontar la comunidad
de los pobres de aquella inmensa ciudad: desempleo, graves desigualdades, degradación
medioambiental, abuso de todo tipo de estupefacientes, o como se les quiera llamar.
Ninguno de sus esfuerzos lograría sanar la peste de la Montaña Mágica.
De hecho, nada ha cambiado sustancialmente en los años transcurridos desde que yo
la visité. Las autoridades han declarado ilegal la actividad de los buscadores en lo que es
propiamente la Montaña Mágica, pero estos siguen realizando su actividad en los
alrededores. Ni las hermanas ni nadie han remediado los males sociales que asolan aquel
lugar.
Ahora bien, a aquellas hermanas nunca se les pasó por la cabeza la idea de que iban a
acabar con el vagabundeo, la pobreza u otras injusticias que aquejan a nuestro planeta.
Lo que intentaban era algo más sencillo y más directo: ¿Vamos a esperar a que se haga
realidad una solución perfecta o vamos a hacer algo ya?
Ellas me recuerdan la historia de un hombre que iba paseando por una playa cuando,
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de pronto, vio a un niño que estaba rescatando estrellas de mar que habían sido dejadas
en la playa por la bajada de la marea. El niño tomaba en sus manos una estrella de mar,
caminaba hasta donde rompen las olas y dejaba suavemente la estrella de mar en el agua.
Luego repetía una y otra vez el proceso.
«Oye, muchacho», le dijo el hombre, «mira a tu alrededor. Debe de haber más de mil
estrellas de mar en esta playa. ¿Piensas que puedes salvarlas a todas?».
«No», le respondió el muchacho mientras recogía otra estrella de mar, «pero sí voy a
salvar a esta».
Si esta historia te resulta demasiado «dulzona», piensa entonces en Charles B., que
trabajaba en un hospital de Chattanooga (Tennessee) limpiando y abrillantando los
suelos, trazando meticulosamente arcos con su máquina pulidora a lo largo y a lo ancho
del suelo del vestíbulo. ¿Cuántas personas pasan por el vestíbulo de un concurrido
hospital cada día? ¿Unos cuantos centenares? ¿Y cuántas de ellas se fijan en trabajadores
como Charles o en lo que están haciendo? Muy pocas, si es que lo hace alguna.
A fin de cuentas, quienes visitan un hospital están preocupados por la recuperación
de un ser querido a raíz de una intervención cardíaca, cuando no por el resultado de un
biopsia que le han realizado a uno mismo. Y Charles no estaba allí curando cánceres.
Pero tampoco estaba desmotivado. En cierta ocasión describió de este modo su trabajo:
«Estoy agradecido por tener un ministerio que hace que mucha gente se fije en su
resultado mientras yo sigo sacando brillo a los suelos».
¿De veras? Sí. Un día, una mujer que visitaba el hospital le decía a su marido que el
suelo del vestíbulo «brilla de tal modo que puedes verte a ti mismo. Cuando lo atravieso,
puedo ver las suelas de mis zapatos, y me recuerda a Cristo andando sobre las aguas». La
mujer felicitó más tarde al jefe de Charles, que se lo hizo saber a este. Muchos de
nosotros nos preguntamos si nuestro trabajo surte efecto en las vidas de los demás. Sin
embargo, con «solo» abrillantar los suelos, Charles se las arregló para liberar a alguien,
momentáneamente al menos, de la ansiedad y el estrés producidos por una enfermedad.
Ya sea que abrillantemos suelos, introduzcamos datos en hojas de cálculo, limpiemos
culitos de bebés o dirimamos conflictos legales, el trabajo se ve transformado cuando
logramos percibirlo como lo hizo Charles: Es un ministerio (originariamente significa
«servicio») que prestamos al prójimo.
Charles sabía que no estaba arreglando el mundo, del mismo modo que aquellas
religiosas de la Montaña Mágica no creían estar acabando con la pobreza. No esperes la
oportunidad de oro capaz de cambiar el mundo; extrae oro de la oportunidad que se te
presenta.
Como dice la que popularmente se conoce como «oración del arzobispo Óscar
Romero»: «No podemos hacerlo todo, y el caer en la cuenta de ello proporciona una
sensación de liberación, porque nos permite hacer algo, y hacerlo estupendamente.
Puede que de manera incompleta, pero se trata de un comienzo, un paso a lo largo del
camino, una oportunidad para que entre en acción la gracia del Señor y haga el resto»[1].
Lo mismo pensaba la Madre Teresa: «No podemos hacer grandes cosas en este
mundo; solo podemos hacer pequeñas cosas con mucho amor»[2].
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No te preocupes por salvar a todas las estrellas de mar ni por reparar todas las
injusticias del mundo. Haz algo cada día por alguien con amor. Da gracias por poder
marcar una pequeña diferencia.
PERSONALIZANDO:
¿Hay en tu vida una «Montaña Mágica»: algún lugar o situación de enorme injusticia
donde tú puedas marcar alguna diferencia?
¿Qué pequeña y positiva diferencia podrías marcar mañana en la vida de alguien?
[1]
[2]
La oración suele atribuirse al beato Óscar A. Romero († 1980), pero en realidad fue compuesta por el obispo
Ken Untener en 1979. Consulta: 30-10-2017: https://bit.ly/2stFEE6.
Atribuido a la Madre Teresa, aunque se considera que es una paráfrasis realizada por el «Mother Teresa of
Calcutta Center». Consulta: 30-10-2017: https://bit.ly/2QZuq49.
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Hábito 7
No dejes de subir y bajar la colina:
persevera
No pares. En serio: simplemente, no te detengas.
Conocí a la Hna. Saturnina durante un viaje que realicé a Venezuela para dar unas
charlas. Había volado de Nueva York a Caracas en unas pocas horas. Ella, por el
contrario, había llegado allí treinta años antes, después de una odisea de varias semanas
en coche, en tren, en autobús y en barco.
Todo ello simplemente para llegar al centro de Caracas, desde donde no paró de
moverse: primero en autobús hasta el final de una carretera asfaltada, más allá de la cual
no pasaban los autobuses; y a partir de allí, a pie. Caracas está rodeada de frondosas
colinas que en ocasiones se confunden con los Andes; unas colinas hermosas para la
vista, pero cuyo ascenso es una auténtica tortura. Imagínese lo que supone ascenderlas,
como hicieron Saturnina y sus compañeras, vestidas con aquellos antiguos hábitos que
llevaban las monjas y con el calor húmedo propio del verano en aquel país no muy
distante del ecuador.
Tenían que subir una colina y descender por la otra vertiente, empleando unas dos
horas en el trayecto. En aquellos tiempos, aquel distrito, llamado Petare, no tenía
escuelas ni carreteras ni agua corriente ni casi nada de lo que solemos asociar con
«civilización».
Pero allí vivía una multitud de niños pobres venezolanos, y Saturnina empezó
reuniendo a 250 de ellos en lo que había sido un recinto para el ganado, con tan solo un
tejado de hojalata. Allí les enseñaba a leer y a escribir, interrumpiendo la jornada cuando
aún quedaba una hora de luz solar, para poder regresar junto a sus hermanas por un
terreno lleno de baches y procurando no torcerse un tobillo. Cada mañana se iniciaba el
ciclo de nuevo: colina arriba y colina abajo…
Mucho había cambiado la situación en las décadas transcurridas desde la llegada de
Saturnina. Con el tiempo, las hermanas habían construido un pequeño convento en el
que poder vivir cerca de aquellos a quienes servían. Al final, sus alumnos, algunos de
ellos pertenecientes a las clases más pobres de América Latina, no estudiaban ya en un
chamizo, sino en aulas limpias y debidamente dotadas. Desde el principio, la escuela
40
proporcionaba una comida caliente al día a cada alumno, y si alguno tenía fiebre o lo que
fuera, podía acudir a una pequeña clínica que consiguió abrir Saturrnina. Finalmente,
pudieron asfaltarse unos caminos (no exentos de baches) que serpenteaban a través de
Petare, de forma que no hubiera que llegar hasta allí trepando por las colinas.
No obstante, yo me preguntaba si Saturnina no habría sido presa de complicados
sentimientos hacia el final de su vida, cuando viajaba por aquellos caminos asfaltados y
reflexionaba sobre el trabajo de su vida. Es verdad que ya nadie se torcía un tobillo en
aquellos áridos campos llenos de baches, pero únicamente porque ya no quedaban
espacios libres en aquella ladera de la colina: se habían construido anárquicamente
destartaladas viviendas en cada pedazo de terreno; y una vez completado el tejado, hecho
de material encontrado entre la basura, se había construido encima otra «vivienda» aún
más desvencijada.
Apenas puede creerse que semejante castillo de naipes permanezca en pie, aunque a
veces no es así. Todavía hoy, cuando llegan las lluvias, de vez en cuando se vienen abajo
algunas casas, a causa de un corrimiento de tierras que castiga brutalmente a la
empobrecida población de Petare antes de que se produzcan nuevas llegadas de gente
para ocupar el lugar.
Y, para ser sincero, la escuela de Saturnina comenzó a servir comidas calientes
únicamente porque tenía que hacerlo: los niños que no comían caliente en su casa a
veces se desmayaban en clase. En cuanto a las limpias y radiantes aulas, significaban un
antídoto frente a las viviendas carentes de ventanas adonde los niños tenían que regresar,
donde un único progenitor (soltero/a), abrumado por los desafíos que supone la pobreza
o acosado por los problemas debidos al abuso de estupefacientes, no podía o no quería
ofrecer el amor solícito que todo niño merece.
Saturnina había dejado su país natal y a su familia y había pasado siete décadas en
este lugar; a primera vista, sin embargo, la comunidad había acabado peor que cuando
ella la había creado. Su perseverancia no dejaba de intrigarme. Petare parecía haber
estado deslizándose ladera abajo durante todas aquellas décadas en las que Saturnina
había estado subiendo ladera arriba.
Le pregunté cómo lo había hecho. Ella era una persona religiosa, por lo que no me
sorprendió en absoluto su respuesta: «El reino de Dios se hace presente (en español en el
original), está cobrando vida, está haciéndose presente, está aquí».
¿Cómo? ¿En aquel caos? Aquel barrio tan sumamente pobre no me parecía un reino
en lo más mínimo. Pero yo me fijaba en unas viviendas miserables, en las aguas
residuales y demás; ella, en cambio, se fijaba en las personas y veía un mundo que, poco
a poco, iba haciéndose más justo con cada gesto de amor que ayudara a aquellos niños a
«vivir con la dignidad que corresponde a los hijos del reino de Dios».
No importaba que la realidad no se ajustara ni de lejos a su visión; ella parecía una
guerrera absolutamente feliz, dinamizada por una batalla que le había robado el corazón.
«Es por lo que he estado trabajando aquí desde mi primer día hasta hoy… Es algo por lo
que he estado esforzándome, por lo que he estado luchando».
Los psicólogos han descubierto que la resiliencia humana, la capacidad de
41
perseverar, es una especie de músculo emocional. Es decir, adquirimos una resiliencia
cada vez más fuerte por medio de los «ejercicios» apropiados, en particular estos tres:
mostrar agradecimiento, ser altruistas y dar muestras de un profundo sentido de la
finalidad de la vida. No es de extrañar, por tanto, que Saturnina pudiera subir y bajar
aquellas colinas un año tras otro, a pesar de los inevitables contratiempos y decepciones:
ella había alcanzado el máximo nivel de resiliencia como una feliz guerrera cuyo
acusado sentido de la misión brotaba de su altruista deseo de servir.
Falleció no hace mucho, y mientras rememoraba yo la historia de su vida, casi podía
sentir cómo los capítulos de este libro encajaban fácilmente unos con otros. ¿Quieres
realmente hacer que el hoy importe? Si es así, tendrás que perseverar. Algunos de tus
planes no tendrán éxito; algunas personas te decepcionarán; incluso tú te sentirás
decepcionado de ti mismo. Solo superarás los contratiempos construyendo tu propia
resiliencia, aprendiendo a poner un pie delante del otro y subiendo y bajando las colinas
de tu viaje por la vida.
Y construirás la necesaria resiliencia adquiriendo los hábitos por los que abogan
estas páginas: vivir para alcanzar un objetivo que es muy importante para ti; por
ejemplo, ser una persona altruista, dispuesta a desprenderte de tus zapatos, y mostrarte
siempre agradecido.
En tiempos de bonanza, este «círculo virtuoso» de reforzamiento mutuo de los
hábitos hará que la vida sea como pedalear sobre un suelo llano: la velocidad no deja de
aumentar, y cada golpe de pedal resulta más fácil que el anterior.
¿Y cuando vienen mal dadas, cuando los días se hacen cuesta arriba? Entonces tus
hábitos generarán la férrea determinación necesaria simplemente para no abandonar,
para seguir pedaleando.
Una de sus compañeras, la Hna. Marisel Mújica, recordaba cómo Saturnina «nunca
veía los obstáculos, sino únicamente la oportunidad». Por eso es por lo que la verdadera
historia de Petare no tiene que ver con el desafío, sino con la resiliencia ante el desafío.
«Vemos que hay muchos que luchan», me contaba Marisel, «por llevar una vida digna y
sacar adelante a su familia. Vemos que hay padres y madres que no comen para que
puedan comer sus hijos. Y no se rinden. Este es el carácter de la gente de este barrio. Su
lucha es realmente inspiradora».
Seguir caminando.
Recuerdo un momento vivido durante los cuatrocientos ochenta kilómetros que fui
capaz de recorrer en España a lo largo del famoso Camino de Santiago. Al final de una
larga jornada, alrededor de dos docenas de nosotros, sudorosos y zarrapastrosos
peregrinos, nos reunimos en una iglesia rural situada en medio de la nada. El sacerdote
leyó la consabida oración por nuestra seguridad; luego cerró el libro e improvisó: «Sé
que estáis sudorosos y cansados. Pero seguid caminando. Si buscáis respuestas,
encontraréis repuestas. Si buscáis paz, encontraréis paz. Si buscáis a Dios, Dios os
encontrará a vosotros».
Nosotros agradecimos su esperanzadora promesa porque, francamente, la mayoría de
nosotros no sentíamos paz después de otra sofocante jornada bajo el implacable sol de
42
España. Simplemente, nos sentíamos acalorados y agotados. Sin embargo, perseveramos
en el empeño de seguir caminando hacia nuestra meta, del mismo modo que Saturnina,
sus vecinos de Petare y tantos de vosotros perseveráis en la búsqueda de lo que
realmente importa.
Pienso en tantísimas personas que siguen entregadas a su trabajo o a su causa aun
cuando no sean debidamente recompensadas, no vean los resultados de su labor, se
sientan ignoradas, sepan que se aprovechan de ellas o no se vean suficientemente
estimuladas. Los más valientes de nosotros tal vez sean todos cuantos, simplemente, se
las arreglan para seguir adelante, aun cuando no se sientan animados en absoluto.
¿Cómo encuentran todas esas personas la fuerza para hacer lo que hacen? «Sé audaz,
y poderosas fuerzas acudirán en tu ayuda»[1], dijo en cierta ocasión un clérigo del siglo
XIX.
Solemos asociar la «audacia» con heroicas batallas campales o con el hecho de poner
un hombre en la luna. Pero, ciertamente, es bastante audaz actuar con justicia cuando la
vida nos ha tratado injustamente, o seguir comprometidos con la excelencia cuando esta
no es reconocida. Creo que, cuando tantos héroes cotidianos se debaten en medio de
exigentes y a menudo injustas circunstancias, hay poderosas fuerzas que acuden en su
ayuda.
¿Qué poderosas fuerzas son esas? Yo creo, al igual que aquel sacerdote español, que,
«si tú buscas a Dios, Dios te encontrará a ti»; que incluso cuando andamos buscando y
más perdidos nos sentimos, de alguna manera Dios está buscándonos, lo sintamos o no.
Cuando nos proponemos un noble objetivo que sobrepasa nuestras escasas fuerzas,
topamos con un impensable manantial de sentido, de paz y de valor. Esto es lo que,
ciertamente, parece haberle ocurrido a Saturnina.
Sé que a veces te sientes totalmente agotado y no quieres que te molesten. Pero sigue
caminando. Persevera. Asciende y desciende las colinas que surjan en tu andadura. La
escritora Mary Anne Radmacher[2] lo expresó de este modo: «El valor no siempre es
estruendoso. A veces, el valor es esa vocecilla que, al final del día, dice: “Mañana lo
intentaré de nuevo”». Así sea.
PERSONALIZANDO:
Piensa en el momento en que mostraste tu mayor grado de resiliencia y perseverancia.
¿Qué fue lo que te dio fuerzas para seguir?
Altruismo, gratitud y un claro sentido de la razón para vivir ayudan a construir la
resiliencia emocional. ¿Cuál de estas tres cualidades constituye una fuerza para ti? ¿Cuál
de ellas necesitas desarrollar más?
[1]
Esta es una adaptación popularizada de una cita de Basil KING, The Conquest of Fear, Garden City
43
[2]
Publishing, New York 1921, 29.
En el prólogo a Bobi SEREDICH, Courage Does Not Always Roar: Ordinary Women with Extraordinary
Courage, Simple Truths, Naperville, IL, 2010.
44
Hábito 8
Sé más agradecido
El agradecimiento es como el cólera.
Ambos son altamente contagiosos, potentes, y se propagan de unas personas a otras.
Pero, mientras que el cólera produce muerte, el agradecimiento produce felicidad, como
yo mismo pude descubrir mientras dirigía un taller de liderazgo a directores de colegios.
Les conté cómo una mañana recibí un e-mail completamente inesperado, en el que mi
jefe me agradecía mi esfuerzo en un determinado proyecto.
Probablemente, leí aquel e-mail diez veces durante los días siguientes. Después, por
ejemplo, de un encontronazo con la burocracia de la empresa o de una frustrante
discusión con un colega que no hacía más que quejarse, regresaba a mi despacho, leía
otra vez el e-mail, me sonreía a mí mismo, adoptaba de nuevo el aire empresarial y
volvía a mi trabajo. ¿Recuerdas la historia que conté en un capítulo anterior acerca de
cómo los grandes ejecutivos de la banca de inversión se mostraban huraños o incluso
enojados con ocasión del bonus day? Pues bien, probablemente mi jefe obtuvo de mí un
mejor rendimiento, en términos de motivación, con aquel breve e-mail que con el cheque
de la paga de beneficios que habría de entregarme aquel año. (Aunque, para ser sincero,
yo seguía deseando el cheque).
En cualquier caso, pocas horas después de haber referido esta historia una vez más
en el taller para directores de colegios, uno de ellos (una mujer) me abordó para
contarme que su subdirector había descubierto y resuelto un problema en el colegio y le
había enviado un e-mail para ponerle al día, y ella había acusado recibo respondiendo
sucintamente: «Estoy de acuerdo con el modo en que usted ha actuado».
Luego la directora se quedó mirándome, sonrió tímidamente y prosiguió con su
encantador acento sureño: «Pero entonces recordé la historia que usted nos había
contado acerca de cómo debemos mostrar agradecimiento. De modo que le envié otro email agradeciendo a mi subdirector su dedicación al colegio». A continuación, sacó su
smartphone y me enseñó la respuesta de su subdirector: «Muchas gracias por sus
palabras. Me ha hecho usted muy feliz».
A estas alturas, la radiante directora parecía a punto de echarse a llorar, y de pronto
incluso a mí me entraron ganas de llorar, aun cuando no dejaba de pensar: Si ni siquiera
conozco a estas personas… El agradecimiento hará que suceda lo mismo… en tu
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familia, en tu grupo de trabajo, en tu comunidad… Como dice Ken Blanchard, el gurú
del management: cuando veas que alguien hace las cosas como es debido, dale las
gracias[1].
Pero volvamos atrás, porque estas son historias de un nivel superior
(«Agradecimiento 201: Expresa tu agradecimiento a los demás»). Comencemos con
«Agradecimiento 101: Agradece todo cuanto tienes». Si existe una fórmula para hacer
que el hoy importe realmente, el «secreto» es el agradecimiento, y la ciencia demuestra
que tengo razón. En un célebre experimento, unos investigadores compararon lo que
podríamos llamar un «grupo agradecido» y un «grupo irascible». Los miembros del
primer grupo tomaban nota regularmente de los momentos o las personas que les hacían
sentirse agradecidos; los irascibles anotaban las cosas que les irritaban.
Al cabo de un mes, los miembros del grupo agradecido eran más optimistas, se
sentían más a gusto con su vida, hacían más ejercicio y visitaban menos al médico que
los del grupo irascible. ¿Cuánto dinero hemos gastado los norteamericanos en planes de
superación personal en busca de esos mismos resultados? La receta del doctor Lowney
es esta: invierte 1,99 dólares en un bloc de notas y un bolígrafo, y luego toma la «droga
milagrosa» cada noche, que consiste en anotar tres cosas por las que te sientes
agradecido.
Recuerdo el largo proceso de recuperación de mi madre de un accidente de
circulación. Estuvo en una silla de ruedas durante unas cuantas semanas, luchando por
recobrar sus fuerzas y su movilidad. Una tarde, observé cómo un fisioterapeuta
introducía la silla entre dos barras paralelas, bloqueaba las ruedas y, agachándose, le
decía a mi madre: «Señora Lowney, quiero que salga usted de la silla de ruedas con la
ayuda de sus dos manos, se ponga en pie y agarre estas barras para sostenerse. ¿De
acuerdo?».
Vi cómo la duda se reflejaba en el rostro de mi madre, que logró levantarse unas
pocas pulgadas… y se dejó caer en la silla de nuevo. Pero era más de lo que había
conseguido en una serie de inútiles intentos durante las dos semanas anteriores, y la
expresión de su rostro pasó de la duda a la concentración. Se agarró a las paralelas por sí
misma para un segundo intento.
Y lo consiguió. Se puso en pie, tal como hacemos miles de millones de personas
cada día. Permaneció así durante unos segundos mirando a su alrededor, percibiendo el
mundo desde una perspectiva que no le había sido posible durante más de dos meses.
Luego se dejó caer, agotada. Espiró aliviada y satisfecha y chocó débilmente los cinco
con el fisioterapeuta.
A medida que recobraban fuerzas las piernas de mi madre, mis ojos se abrieron a un
mundo increíble. Cerca del edificio donde yo vivo hay seis tramos de escaleras de
hormigón que yo había descendido a toda prisa todos los días para ir a mi despacho,
mientras pensaba en el trabajo, o en el tiempo, o en cualquier otra cosa que no fueran
mis pisadas. Pero durante el periodo de recuperación de mi madre empecé a pensar
dónde ponía los pies. Una o dos veces, descendí aquellas mismas escaleras lenta y
agradecidamente, saboreando el maravilloso hecho de que al menos podía caminar. Traté
46
de imaginar qué clase de sinfonía increíblemente coordinada de huesos, articulaciones y
músculos tenía lugar con cada paso.
A una amiga mía, cuyos ancianos padres estaban enfermos, le sucedió algo parecido:
estaba maravillada por el hecho de que una mañana, permaneciendo de pie, había caído
en la cuenta de que podía inclinarse hacia delante y, sin perder el equilibrio, atarse los
zapatos.
Damos demasiadas cosas por supuesto. Los bebés prematuros, que hace un siglo
habrían sido desahuciados, ahora son debidamente alimentados y pueden disfrutar de una
infancia feliz. Los norteamericanos tenemos casi el doble de esperanza de vida y un
nivel de bienestar enormemente mayor que nuestros tatarabuelos. En términos relativos,
el número de licenciados universitarios en nuestra generación es el doble que en la suya.
Nosotros podemos elegir entre un número incontablemente superior de ocupaciones y
aficiones.
El norteamericano medio goza hoy de muchas más comodidades que los magnates
más ricos del siglo XIX, que nunca contemplaron el cielo desde el asiento de un avión,
ni navegaron por Internet, ni calentaron sopa en un microondas, ni vieron una fotografía
en color.
Cuando pienso en todo lo que tengo y en todo lo que se me ha dado, hay algo de lo
que estoy seguro: ni tú ni yo nos hemos mostrado lo suficientemente agradecidos (y no
precisamente por falta de oportunidades…). Hemos de estar agradecidos hoy y mañana,
cada mañana y cada noche. El agradecimiento te hará más feliz y, lo que es aún más
importante, te dará fuerzas para luchar por las personas marginadas a lo largo y ancho
del planeta, miles de millones de las cuales no pueden compartir, como en justicia les
corresponde, las maravillas del progreso que acabamos de describir brevemente.
El problema es que… lo olvidamos. Sí, tenemos muchas cosas, pero la vida sigue
siendo estresante: pierdo el tren o derramo el café en mis pantalones; mi hijo se pone
enfermo en el colegio, y la batería de mi teléfono se agota mientras estoy hablando con
la compañía de seguros… Cuando tales cosas suceden, me olvido del agradecimiento y
me paso al «grupo de los irascibles». Me convierto en «un febril, egoísta e insignificante
guiñapo de aflicciones y rencores que se queja de que el mundo no se preocupa por
hacerle feliz», como tan memorablemente lo expresó George Bernard Shaw[2].
No permitas que te suceda a ti. No te conviertas en un febril, egoísta e insignificante
guiñapo. Agradece constantemente todo cuanto tienes, y serás bendecido con una «vida
plena» en unos tiempos en los que innumerables norteamericanos sienten que su vida
está escindida. Pueden sentirse profundamente conscientes de la presencia de Dios
cuando están orando, paseando por una playa o pasando el tiempo con viejos amigos.
Luego vuelven a su trabajo, Dios desaparece, y ellos reinciden en un pensamiento capaz
de escindir y desintegrar irremediablemente su vida: «El trabajo es el trabajo, y la
espiritualidad es la espiritualidad; y ambas cosas no tienen nada que ver entre sí».
Muchos de nosotros nos vemos arrastrados en tantas direcciones que ya no nos
sentimos enteros; es algo así como si fuéramos desintegrándonos poco a poco. No es que
nos hagamos pedazos, literalmente; pero, cuando no podemos conectar el espíritu con el
47
cuerpo, o la fe con el trabajo, estamos realmente «des-integrándonos», porque la raíz de
la palabra integrar significa «entero».
Los diversos «hábitos» de los que habla este libro pretenden trazar un camino de
vuelta hacia la totalidad, reintegrando nuestra espiritualidad a través de nuestras acciones
de cada día. El agradecimiento constituye un ejemplo perfecto, porque es algo intrínseco
a todas las grandes tradiciones espirituales del mundo. A los cristianos se nos exhorta a
«estar siempre alegres, orar sin cesar y dar gracias en todas las circunstancias» (cf. 1 Tes
5,16-18); y a los judíos, a «dar gracias al SEÑOR porque es bueno, porque es eterno su
amor» (Sal 118,29). Sanamos una parte rota de nosotros mismos, sanamos nuestra
desintegración, simplemente siendo más agradecidos; por no hablar de todas esos
beneficios identificados por los psicólogos que han estudiado el «grupo de los
agradecidos» y el «grupo de los irascibles». La ciencia está vindicando la sabiduría del
orador romano Cicerón, que afirmó que «el agradecimiento es no solo la mayor de todas
las virtudes, sino el progenitor de todas las demás».
Pero olvida por un momento todos esos otros beneficios: sé agradecido, simplemente
porque tienes mucho por lo que dar gracias.
PERSONALIZANDO:
¿Puedes decir tres cosas por las que estés agradecido en este momento?
¿A quiénes estás agradecido? Antes de pasar al siguiente capítulo, ¿por qué no les haces
llegar un mensaje haciéndoles saber la razón por la que agradeces su presencia en tu
vida?
[1]
[2]
Kenneth H. BLANCHARD, Catch People Doing Something Right: Ken Blanchard on Empowerment,
Executive Excellence Publishing, Provo, UT, 1999.
Lewis CASSON, «Introduction», en George Bernard SHAW, Man and Superman: A Comedy and a
Philosophy, The Heritage Press, New York 1962, xxv.
48
Hábito 9
Controla lo que es controlable:
escucha el susurro de la brisa
¿Puedes imaginar que exista un necio que haya vivido con un santo y nunca se haya
tomado la molestia de conocerlo? Yo soy ese necio.
El santo o, mejor, el futuro santo es Walter Ciszek, cuya causa de canonización sigue
el consabido y lento proceso a través de la burocracia vaticana. Cuando yo era un
estudiante jesuita, viví durante un tiempo en la misma comunidad jesuítica que el P.
Ciszek, formada por un centenar de personas.
A la hora de la cena, solía sentarse en una de las mesas del enorme refectorio de la
comunidad. Yo pasaba con mi bandeja por el buffet, echaba un vistazo a las mesas e,
invariablemente, evitaba a Ciszek para sentarme en otro lugar. ¿Por qué? Ciszek era de
lo más amable, pero muy silencioso; yo tenía veintitrés años y prefería mezclarme con
compañeros más animados.
Esto significa algo muy alentador acerca del estilo discreto y humilde de los santos…
y algo muy poco halagüeño respecto de mí. De hecho, es aún peor de lo que puede
parecer, porque yo tenía conocimiento de la increíble historia de Ciszek y, sin embargo,
solía desaprovechar la oportunidad de aprender algo más. Él había ido como misionero a
la Rusia soviética y fue detenido al poco de llegar. La policía secreta no era precisamente
propensa a dar vía libre a un sacerdote católico para que anduviera por ahí combatiendo
el ateísmo. Ciscek fue falsamente acusado de espiar para el Vaticano y tuvo que pasar
dos décadas en los gulags soviéticos y en los campos de trabajo de Siberia.
Pasó días y días en una minúscula celda que, como pudo escribir más tarde, medía
«unos 2 x 3,5 metros, con mugrientas paredes de piedra y una pequeña ventana en lo alto
de una de ellas. La habitación estaba permanentemente a oscuras»[1]. Pero no era esto lo
peor: en aquella diminuta celda se apiñaban doce personas. «Por la noche, para dormir,
todos nos amontonábamos sobre unos toscos bancos de madera. Si alguien se daba la
vuelta durante la noche, era prácticamente seguro que despertaba al resto».
Imagínese cómo debe de ser pasar días y días sin esperar nada, a no ser el siguiente
interrogatorio o la siguiente y miserable comida. Añádase a las privaciones físicas la
frustración que suponía para Ciszek el que las cosas no hubieran salido de acuerdo con
49
sus planes. Él había ido a Rusia a hacer cosas tales como atender pastoralmente a los
heroicos creyentes que se esforzaban por mantener viva su fe en iglesias clandestinas. E
imagínese también cuán interminablemente desmoralizador era para él estar sentado en
una prisión sin hacer nada, excepto lamentarse amargamente por la forzosa inactividad,
sin llevar a cabo ninguno de aquellos ambiciosos planes que Dios le había inspirado.
Pero se produjo una especie de epifanía: «La voluntad de Dios no estaba oculta en no
se sabe dónde», dentro de los grandiosos planes que Ciszek había concebido. En lugar de
ello, este empezó a ver su situación como «la voluntad de Dios para mí. Lo que [Dios]
quería de mí era que aceptara aquella situación como venida de sus manos, que soltara
las riendas y me pusiera por entero a su disposición»[2]. Ciszek llegó a comprender que
nuestra primera llamada es la que tan frecuentemente olvidamos: la llamada a descubrir
el sentido de nuestra vida y la gracia aquí y ahora.
A menudo nos obsesionamos con el trabajo que nos gustaría tener o que estaríamos
realizando si hubiéramos tenido mejor suerte. Tal tipo de preocupaciones nos impiden
ver la oportunidad que tenemos ante nosotros, ya se trate de ser un mejor amigo o un
mejor padre, o incluso de permanecer sentado en una celda carcelaria, orar, tener buenos
pensamientos y tratar civilizada y amablemente a nuestros carceleros.
La historia de Ciszek no tiene nada que ver con rendirse y encogerse de hombros
aceptando resignadamente «lo que pueda suceder», sino más bien con «controlar lo que
es controlable». Las personas positivas centran sus energías allí donde pueden ejercer
una influencia positiva; no malgastan sus fuerzas en lamentarse inútilmente por lo que
no pueden controlar o modificar.
Pienso, por ejemplo, en mi padre, que para mejorar sus posibilidades inmigró a los
Estados Unidos desde una pobre isla frente a la costa de Irlanda, trabajó duramente y
mantuvo a una familia. Más tarde, a una edad relativamente temprana, le diagnosticaron
de manera inesperada un cáncer, y transcurrieron nueve terribles meses hasta su
fallecimiento. En lugar de mantener a su familia, se encontró dependiendo de ella para
bañarse, afeitarse y comer. Al final de su vida, lo único que podía controlar era la actitud
que podía adoptar: o bien encontrarle sentido al sufrimiento y morir con dignidad, o bien
lamentarse amarga y rencorosamente por la injusticia que suponía todo aquello.
Afortunadamente, supo elegir.
Durante toda su vida, había controlado lo que era controlable, aprovechando las
oportunidades que se le presentaron, soportando los riesgos y la incertidumbre que
conlleva el hecho de emigrar en busca de una vida más decente. Sin embargo, frente a un
cáncer irremediable, dio muestras de saber aceptar humilde y agradecidamente todo
cuanto no podía controlar.
Tanto él como Ciszek eran la viva personificación de la Oración de la Serenidad,
asociada a los Alcohólicos Anónimos: «Oh Dios, concédeme la serenidad para aceptar
las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que sí puedo, y la
sabiduría para reconocer la diferencia».
No podemos, por ejemplo, viajar atrás en el tiempo para remediar alguna injusticia
cometida por un cónyuge infiel o por un jefe sin escrúpulos. La única manera que hay de
50
reafirmar el control consiste en liberarse del dolor y el enfado largamente alimentados y
que tienen su origen en ese tipo de desdichados episodios. Asimismo, resulta esencial la
serenidad cuando uno no goza de la salud de hierro que siempre ha anhelado o cuando,
para mantener a su familia de manera responsable, tiene que aferrarse a un trabajo que
no le satisface en absoluto.
Pero es obligado tener valor para buscar alternativas tales como intensificar el
esfuerzo en ese trabajo o abandonarlo por completo. Los que tienen dicho valor toman la
iniciativa siempre que sea posible. Perfeccionan sus dotes y talentos, luchan contra las
injusticias que se cometen en el mundo y tratan de que este sea un poco mejor. Al mismo
tiempo, sin embargo, reconocen la cantidad de cosas que quedan fuera de su control, más
aún cuando el resto de nosotros nos volvemos locos tratando de adaptar el mundo a
nuestra voluntad.
Estas dos actitudes –la acción decidida y la aceptación serena– parecen
incompatibles. La primera implica una voluntad férrea: «pienso aprovechar todas las
oportunidades que se me presenten». La segunda conlleva humildad: «yo no soy el
dueño del universo; el mundo es de Dios, no mío, y no puedo hacer que gire en torno a
mí».
Estas dos cualidades –voluntad férrea y humildad– realmente parecen casi
incompatibles la una con la otra. Y sí: estoy desafiándote a que trates de cultivar las dos.
Y la clave para lograrlo la ofrece la frase final de la Oración de la Serenidad: «la
sabiduría para reconocer la diferencia».
Puede que sabiduría suene un poco vago, como una noción anticuada que ha sido
suplantada por la tecnología y por la ciencia. Es verdad que un motor de búsqueda en
Internet puede ayudarte a elaborar un currículum o a encontrar un servicio de catering
para una boda, pero no te dirá si es el momento de cambiar de trabajo o si determinada
persona es aquella con la que tienes que casarte. A este respecto, el Antiguo Testamento
tiene razón: «Dichoso el hombre que ha encontrado la sabiduría… Más preciosa es que
las perlas, nada de lo que amas se le iguala» (Prov 3,13-15).
Pide sabiduría para poder decidir de manera apropiada en los momentos decisivos de
tu vida, porque tendrás que tomar muchas más decisiones que las que tomó el salmista
hace tres milenios o las que tomaron tus bisabuelos hace cien años. Durante siglos, la
mayoría de nuestros antepasados solían ganarse el sustento del mismo modo que sus
padres, realizar el mismo trabajo que estos durante toda su vida, vivir y morir en el
mismo lugar en que habían nacido y abrazar las creencias religiosas y el código moral de
su familia.
¿Y ahora? Muchos de los que actualmente se licencian en la universidad cambiarán
de trabajo diez veces antes de cumplir los treinta y cambiarán de lugar de residencia
otras diez veces a lo largo de su vida. Industrias enteras florecerán y se extinguirán
durante su vida laboral. Los adultos jóvenes no abrazan sin pensárselo la religión de sus
padres, sino que deciden conscientemente si seguir o no una tradición religiosa, la que
sea. Esas son muchas decisiones, incluso antes de decidir cuál de las cuarenta marcas de
cereales comprar o cuál del centenar de canales por cable deseas ver.
51
Mientras que es fácil encontrar «aplicaciones» que te aconsejan en relación con
decisiones superficiales como, por ejemplo, adónde ir de compras o a qué espectáculos
puedes asistir, ¿dónde puede uno encontrar la «aplicación sabiduría» para las decisiones
importantes de la vida?
Ciszek encontró la «aplicación sabiduría». Pero él tuvo una ventaja que tú y yo no
tenemos: la soledad forzosa. Encarcelado y privado de todo –por supuesto, carente de
comodidades modernas tales como el teléfono móvil o una de las muchas clases de
reproductores de música–, Ciszek solo podía sintonizar con su propia voz interior, que es
realmente difícil de oír. Olvidémonos ahora de toda la escenografía bíblica relacionada
con zarzas ardientes, voces interiores y mensajeros angélicos. Tal vez eso suceda en una
de cada mil millones de vidas. ¿Y qué pasa con el resto de nosotros? Ignacio de Loyola,
el fundador de los jesuitas, escribió que la voz interior de la sabiduría espiritual le llega
al alma «dulce, leve y suavemente, como gota de agua que entra en una esponja» (EE,
335).
Ignacio se hacía eco del profeta bíblico Elías, que fue testigo de «un huracán tan
violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas»; pero «el SEÑOR no estaba en
el huracán» ni en el temblor de tierra ni en el fuego subsiguientes. Elías sí encontró la
voz de Dios, en cambio, en el «susurro de una suave brisa» que vino a continuación (cf.
1 Re 19,11-12).
El pastor cuáquero Parker Palmer decía que la vocación, el sentido profundo de lo
que estamos llamados a ser y hacer, «no proviene de una voz “exterior” que me llame a
ser algo que no soy, sino de una voz “interior” que me llama a ser la persona que estoy
destinada a ser desde que nací»[3].
No es de extrañar que estemos estresados y confusos. Tomamos muchísimas más
decisiones que nuestros antepasados, pero las tomamos en medio de un mundo plagado
de ruidos que nos impiden escuchar la suave voz que trata de hacerse oír en nuestro
interior. Y somos nosotros mismos quienes lo hacemos aún más difícil. Esclavos como
somos de la tecnología, sintonizamos con todo tipo de distracciones y estímulos
externos, pero no con lo que es mucho más importante: esa suave y casi inaudible voz
interior y lo que esta puede estar susurrándonos aquí y ahora. Cuando logramos
escucharla, entonces accedemos a la sabiduría capaz de discernir lo que podemos y lo
que no podemos controlar.
Yo no puedo explicar por qué no nos ha dotado Dios de una «aplicación sabiduría»
más fácil de usar y capaz de hacernos percibir sin dificultad cuál es la decisión correcta
en los momentos decisivos de la vida. Mi teléfono móvil puede indicarme la ruta exacta
desde mi apartamento del Bronx hasta Keokuk, Iowa; ¿por qué no hace Dios que me
resulte igualmente fácil discernir si debería optar por tal trabajo o por tal otro?
No te preocupes. Existe una «aplicación sabiduría» que no requiere más que
comprometerse a ponerla en práctica a diario. El capítulo «Aunar los diez hábitos»
explicará como descargar tal «aplicación» en nuestro corazón y en nuestra mente.
52
PERSONALIZANDO:
Evoca una situación en la que no lograste «controlar lo que era controlable», bien porque
no te atreviste a mostrar la capacidad de iniciativa y el valor necesarios, bien porque
preferiste hacer ver que aceptabas pacíficamente una situación que quedaba fuera de tu
control. ¿Qué te enseñan ambas posibilidades acerca de ti mismo?
Piensa en una o dos decisiones importantes que probablemente tengas que tomar en los
años próximos; pide que te sea concedida la sabiduría de abordar esas situaciones
debidamente.
[1]
[2]
[3]
Walter J. CISZEK, SJ – Daniel L. FLAHERTY, SJ, With God in Russia, McGraw-Hill, New York 1964, 61.
Walter J. CISZEK, SJ – Daniel L. FLAHERTY, SJ, He Leadeth Me, Image Books, New York 1975, 88.
Parker PALMER, Let Your Life Speak: Listening for the Voice of Vocation, Jossey-Bass, San Francisco 2000,
10.
53
Hábito 10
Atiende a la necesidad que este mundo herido tiene de
«guerreros felices»
La historia del liderazgo de Bob y la tuya se diferencian de manera importante en una
sola cosa, como voy a explicar.
Poco después de retirarse como socio ejecutivo de un despacho contable global, Bob
iba un día paseando por la Quinta Avenida de Manhattan. De pronto, un tipo trajeado de
unos treinta y tantos años se acercó a él y le tendió la mano: «¡Bob! ¡No puedo creer que
me haya encontrado contigo! Siempre he querido darte las gracias. ¿Recuerdas aquella
reunión con unos clientes, cuando yo era un contable auxiliar? Ellos insistían en que
refrendáramos un plan contable que rayaba en lo inmoral, y el ambiente era muy tenso.
Pero aún tengo grabada en mi mente la tranquilidad con que les convenciste de por qué
no podías refrendar lo que te proponían. Desde aquel día, he tratado de inspirarme en el
modo en que trataste aquel asunto».
Bob me refiere esta historia, hace una pausa, sonríe y me dice: «¿Sabes una cosa,
Chris? ¡No conseguí recordar quién era aquel tipo ni a qué asunto se refería!».
Aquí radica la única diferencia importante entre la historia de Bob y la tuya: él fue lo
bastante afortunado como para descubrir lo profundamente que había influido en alguien
a quien apenas recordaba. Es posible que tú también hayas influido en otras personas de
manera parecida. Simplemente, no te has encontrado fortuitamente con alguien que te lo
confirmara.
Y no me refiero a tu influencia permanente sobre una esposa o sobre unos amigos
íntimos, aunque eso es algo primordial, naturalmente. Me refiero a los otros miles de
personas con las que te has encontrado en determinados momentos, trabajando como
voluntario en un comedor social, por ejemplo, o mostrando tu amabilidad con un colega
más joven, un paciente aprensivo, un estudiante confuso o un vecino deprimido. Como
dijo el poeta Gerard Manley Hopkins, «… porque Cristo hace el juego a su Padre en diez
mil lugares, / en sus miembros amables y en sus ojos no suyos, / a través de los rostros
de los hombres»[1]. También tú has sido a veces esos ojos y esos miembros.
No tengo duda alguna al respecto, simplemente porque me ha sorprendido enterarme
de que he dicho o escrito algo que ha ayudado a alguien en un momento decisivo. Y
54
ruego se me crea que no es porque ande por ahí repartiendo perlas de sabiduría de un
brillo incomparable. Más bien, determinadas palabras o acciones mías normales y
corrientes han tenido lugar en un momento extraordinariamente oportuno en la vida de
alguien. ¿Se trata de «gracia»? ¿Se trata de que la mano de Dios actúa valiéndose de
nuestras manos, nuestros ojos y nuestras voces? Lo averiguaremos algún día. De
momento, limítate a considerar que es algo que tal vez esté destinado a sucederte a ti hoy
mismo en algún encuentro fortuito.
Lo que haces a diario cuenta más de lo que crees, en relación al impacto que
produces.
Yo no puedo presentarte a todas las personas con las que has tenido algún contacto,
pero apostaría a que las palabras del poeta Nikki Giovanni son aplicables a ti: «Somos
mejores de lo que pensamos, pero no tan buenos como podemos ser»[2].
Todo el mundo necesita confianza para seguir adelante, y la primera parte del axioma
de Giovanni puede ayudarte: Eres mejor de lo que piensas. Eres bueno, ante todo, porque
tu dignidad te pertenece por derecho propio. No necesitas adquirirla o demostrarla, ni
puede nadie arrebatártela. Y si nunca has dudado de ello, porque te has sentido amado y
respaldado como corresponde a tu dignidad, entonces deja a un lado este libro durante
unos minutos y envía un e-mail dando las gracias a tus padres, a tus profesores, a tus
vecinos y a tus amigos que se han portado contigo de ese modo.
Pero si no has sido tratado como corresponde a un hijo de Dios, entonces la Oración
de la Serenidad del capítulo anterior puede serte de ayuda. No podías controlar las
fechorías de tus tutores o quienes fueran, ni puedes tampoco dar marcha atrás en tu vida
para cambiarla. Reza, pues, pidiendo serenidad y, quizá también, un generoso espíritu de
misericordia para con quienes te han fallado.
Mi amigo Jim Keenan, un teólogo jesuita, se refiere a la misericordia como «la
disposición a entrar en el caos de otro para responder a su necesidad»[3]. Si es así,
entonces todos tenemos necesidad de misericordia, porque el caos se filtra de vez en
cuando en la vida de todos y cada uno de nosotros. De hecho, algunos nos hemos
debatido con auténticas oleadas de caos durante años. Aun así, ninguno de nosotros es
tan malo como la peor de las cosas que haya hecho jamás. No somos valiosos por lo que
realizamos ni por el modo en que salimos adelante, sino simplemente porque existimos.
Este libro ha venido intentando acentuar nuestro autoconocimiento. Hemos
considerado lo que importa y hemos evaluado nuestros talentos, nuestros miedos,
nuestros apegos insanos y las razones que tenemos para ser agradecidos.
La autorreflexión ciertamente hará de ti un mejor líder, pero puede al mismo tiempo
afectar a tu autoestima. Conocernos a nosotros mismos conlleva invariablemente ser
conscientes de lo mal que nos han preparado para determinados desafíos que presenta la
vida. Por ejemplo, la enfermera no te entregó un manual que te diga qué hacer cuando tu
bebé no para de berrear; ni fuiste preparado para abordar el problema del abuso de
drogas con tu hijo adolescente; ni te dijo nadie qué hacer cuando tu trabajo requería
dosis enormes de imaginación y paciencia, mientras tratabas de arreglártelas como
podías con un supervisor que era un verdadero inútil. En todas estas circunstancias, y en
55
centenares más de ellas, tenemos la sensación de que no estamos a la altura y nos
convertimos en nuestros peores críticos.
Por eso es por lo que la historia de Bob merece recordarse. Es verdad,
evidentemente, que a veces metemos la pata; pero, de hecho, tenemos una influencia más
positiva de lo que pensamos. Todos ejercemos alguna forma de liderazgo, que hemos
definido como «indicar un camino o un rumbo e influir en otros para que lo sigan».
Vivimos esta definición a diario en un aula, en un terreno de juego, en el trabajo y en
casa. Con nuestro ejemplo estamos mostrando implícitamente una manera de proceder:
«Mira: así es como los seres humanos debemos vivir; estos son los valores que debemos
mostrar». Recuérdese el axioma de Giovanni: «Somos mejores de lo que pensamos».
Dicho lo cual, he de añadir que este libro no es un manual de autoestima y que no
pretendo repartir trofeos. De modo que, en lugar de una palmadita en la espalda,
permíteme que te dé una alentadora patadita en el trasero. Espero que la primera parte
del axioma de Giovanni te inspire para hacer algo en relación con la segunda: «Somos
mejores de lo que pensamos, pero no tan buenos como podemos ser».
Nuestro dolorido mundo está plagado de desafíos que no podremos superar a menos
que les hagamos frente con nobleza de corazón y poniendo de nuestra parte lo mejor de
nosotros mismos. Tú no has pedido esa carga ni esa oportunidad, pero estás aquí, en el
terreno de juego, en este momento de la historia, y así es como a menudo se presenta la
«vocación» en la vida. A veces puedes escoger tus momentos, tus causas y tu vocación.
Pero otras veces no puedes escoger la oportunidad, sino que es esta la que te escoge a ti:
un colega o un alumno preocupado acude a tu despacho; un ser querido contrae una
enfermedad; una familia de refugiados es reasentada en tu barrio; un desastre natural
azota tu ciudad; o unos políticos plantean unas propuestas que perjudican injustamente a
los pobres y marginados de la comunidad.
Reparar las injusticias del mundo constituye un durísimo esfuerzo que no acabará
mientras vivamos. Pero ¿te acuerdas de Saturnina? Aquella «feliz guerrera» luchó, día
tras día y año tras año, por un mundo más justo, a medida que ascendía y descendía la
colina, una y otra vez, «sin reparar en los obstáculos, sino viendo únicamente la
oportunidad».
Necesitamos unos cuantos millones más de «guerreros felices» como ella. Y el
mundo necesita que tú seas uno de ellos. Es el momento de dar un paso al frente y
encabezar la marcha; es el momento de ser generoso. Luego recuerda el fortuito
encuentro de Bob con su antiguo subordinado y confía en que también tú estás teniendo
más influencia de lo que probablemente imaginas.
PERSONALIZANDO:
¿Quién ha influido más positivamente en ti, pero piensas que no es consciente de ello?
¿Por qué no telefoneas o escribes un e-mail a esa persona para hacérselo saber?
Piensa en dos o tres oportunidades inesperadas que hayas tenido, a lo largo de los años,
56
para influir positivamente en la vida de alguien.
[1]
[2]
[3]
Gerard Manley HOPKINS, SJ, «As Kingfishers Catch Fire», en Norman H. MACKENZIE (ed.), The Poetical
Works of Gerard Manley Hopkins, Clarendon Press, Oxford, UK, 1990, 141.
Nikki GIOVANNI, «We Are Virginia Tech»: Virginia Tech Convocation, Blacksburg, VA, April 17, 2007.
Reproducido con autorización de Nikki Giovanni.
James F. KEENAN, SJ, The Works of Mercy: The Heart of Catholicism, Rowman & Littlefield, New York
2005, xiii.
57
Aunar los diez hábitos:
la «aplicación sabiduría»
¿Fue el de ayer un día «redondo»? ¿Y cómo lo sabes?
La mayoría de nosotros solo podría responder a preguntas como estas de manera
superficial: «Sí, pude hacer la mayoría de las cosas que tenía pendientes».
Pero nosotros pretendemos algo más que eso: hacer que el hoy importe. Deseamos
responsabilizarnos del hecho de alcanzar o no ese elevado nivel, y el presente capítulo
nos preparará en tal sentido. Para saber cómo, acompáñame, por favor, a la calle John
Carpenter, de Londres, donde se encuentra la sede central europea de J. P. Morgan.
Hace poco tiempo, recorrí aquella estrecha calle, doblé la esquina, enfilé la cuesta
que lleva a Dorset Rise y me metí en el callejón –fácilmente inadvertido por muchos–
que conduce a la iglesia de St. Bride. Hacía años que no pisaba aquel templo, pero lo
recordaba todo, incluso lo que ya no estaba allí, tal vez suprimido a causa de una
renovación, como el banco de dos cuerpos que había en una de las esquinas del fondo,
donde me había sentado centenares de veces durante los años en que trabajé en Londres.
Mi costumbre variaba raras veces. Cuando terminaba mi almuerzo, me daba un paseo
hasta St. Bride, me sentaba durante unos minutos en la desierta iglesia y regresaba de
nuevo a la vorágine de e-mails, llamadas telefónicas, reuniones y problemas de todo tipo.
No deja de ser curioso que solo durante esta reciente visita caí en la cuenta de lo que
había estado haciendo en aquella iglesia durante todos aquellos años. Yo creía que había
estado haciendo tan solo una pausa, disfrutando simplemente de la oportunidad de «ser»
sin verme sometido a la presión del «hacer». Pero ahora veo que lo que estaba
ocurriendo era algo bien distinto: estaba reinventando subconscientemente una práctica
que había aprendido varias décadas atrás durante mis años de formación jesuítica, mucho
antes de que pudiera imaginar siquiera que mi trayectoria vital habría de incluir la calle
John Carpenter.
Indudablemente, jesuita y banquero de inversiones no encajan fácilmente en el
mismo contexto. La primera es una profesión que consiste en «ayudar a los demás»,
mientras que la segunda suele considerarse una profesión consistente en «ayudarse a uno
mismo».
Pero, en algún sentido, el fundador de los jesuitas, Ignacio de Loyola, tuvo que
resolver el mismo problema humano que hoy tenemos que solventar los banqueros de
inversiones, así como las enfermeras, las amas de casa, los profesores y el resto de
58
nosotros: cómo ser siempre conscientes de lo que realmente importa en medio de las
inevitables distracciones de cada día.
Cuando se fundó la Compañía de Jesús, la inmensa mayoría de las órdenes religiosas
dependían de un régimen monástico para mantener a sus miembros en el buen camino,
en paz y debidamente centrados. Los monjes se reunían varias veces al día para la
oración comunitaria. Si el hermano encargado de la panadería había estado toda la
mañana soñando despierto o molestando al hermano jardinero, el interludio destinado a
la oración podía hacer que aquel se encarrilara de nuevo.
Pero Ignacio había concebido una orden religiosa activa, cuya cultura se resumiría
más tarde en expresiones como «vivir con un pie levantado» o «contemplativos en la
acción». Sus jesuitas deberían estar demasiado ocupados en sus ministerios como para
reunirse varias veces al día para la oración comunitaria, como hacen los monjes.
Sin embargo, aunque podemos dispensarnos de retirarnos a orar todos los días, no
podemos prescindir de la necesidad de estar centrados y sumamente atentos cuando nos
sentimos prácticamente desbordados por un montón de e-mails, llamadas telefónicas,
trabajos, textos y reuniones. ¿Cómo puedo estar concentrado cuando la vida me empuja
en todas las direcciones? ¿Cómo puedo permanecer atento cuando estoy constantemente
arriba y abajo? ¿Cómo puedo centrarme en lo que importa cuando siempre estoy
demasiado ocupado como para pensar siquiera?
Ignacio ya percibió en el siglo XVI estos desafíos, todos los cuales se han agudizado
desde entonces con el intenso ritmo de la modernidad. La consecuencia es obvia: somos
la civilización más avanzada de la historia; sin embargo, tenemos que hacer frente a
niveles cada vez más elevados de estrés, depresión, ansiedad y alienación.
Y parecemos ignorar este desafío, que empeora día a día. Hemos de reconocer que
Ignacio abordó el problema creando un sencillo instrumento que los jesuitas denominan
examen, debido a su debilidad por la arcana terminología latina. Yo lo llamaré «parada
en boxes mental» (mental «pit stop»: término empleado en las carreras automovilísticas
para referirse a las paradas que efectúan los bólidos con el fin de repostar o cambiar las
ruedas. [NdT]). A los jesuitas tal vez no les guste este coloquialismo, y seguramente les
guste menos la excesivamente simplista versión del proceso que vendrá a continuación.
Pero quiero hacerlo accesible a todo tipo de personas que desconocen la espiritualidad
jesuítica. Y quiero hacer posible que quienes pertenecen a cualquier otra tradición
religiosa (o a ninguna) se aprovechen de ello.
He aquí, pues, una sencilla versión de dicha práctica: interrumpe toda actividad dos
veces al día durante cinco minutos, una después del almuerzo y otra al final del día. Pero
en serio: nada de música, de redes sociales, de televisión o de llamadas telefónicas
durante esas dos pausas de cinco minutos. Respira profundamente varias veces, o di una
oración, para tranquilizar y aclarar tu mente. A continuación, haz sucesivamente estas
tres cosas:
1. Recuerda por qué te sientes agradecido.
2. «Amplía tu horizonte». Es decir, no te centres en lo inmediato, en el próximo e59
mail que tienes que responder o en el próximo recado que tienes que hacer. En
lugar de ello, céntrate en el panorama general. Rememora lo que básicamente te
importa, tu razón de ser o tus objetivos más importantes para este año. Luego…
3. … revive las últimas horas. ¿Qué ha ocurrido en tu interior? ¿Qué puedes aprender
de esas últimas horas que podría serte de utilidad para las horas que vienen a
continuación? Por ejemplo, si has estado disgustado o molesto toda la mañana, ¿a
qué se ha debido? Si has tratado mal a un colega o a tu esposa y piensas que
deberías reparar el daño, decide hacerlo.
Eso es todo. Ahora, vuelve a la realidad. Aprovecha lo mejor que puedas las
próximas horas y, más tarde, renueva tus energías con otra «parada en boxes mental».
Mientras paseaba aquella tarde por el centro de Londres, cerca de St. Bride, me llamó
poderosamente la atención el hecho de que todas las calles estaban prácticamente
ocupadas por sofisticadas instituciones financieras, cuyas oficinas eran un verdadero
alarde de la más costosa e innovadora tecnología que un financiero podría desear:
tecnología para analizar el precio de las acciones, calcular los riesgos, realizar
transacciones, mantener videoconferencias…, para lo que fuera.
Solo eché en falta la gratuita pero impagable tecnología que acabamos de describir:
la «aplicación sabiduría», el hábito de la reflexión diaria. Y es impagable porque no
importa lo maravillosamente programados que estén los sistemas de un ordenador si
luego quien tiene que manejarlo no es competente.
Quisiera ilustrar este punto con una trágica anécdota referida por el doctor Jerome
Groopman, renombrado catedrático de la Facultad de Medicina de Harvard. En su obra
How Doctors Think[1] [Cómo piensan los médicos], recordaba el caso de una paciente
«que no parecía saber cómo dejar de quejarse y cuya voz me sonaba como una uña
arañando una pizarra». Es fácil imaginar cómo una persona hipocondríaca puede poner a
prueba la paciencia de un profesional de la salud saturado de trabajo.
Después de escuchar una de sus frecuentes quejas y diagnosticar un problema
gástrico sin importancia, Groopman le recetó un antiácido. Solía ignorar tranquilamente
las protestas de los pacientes en el sentido de que el mal persistía… hasta que, unas
horas más tarde, le llamaron para que acudiera a urgencias, y se encontró con que la
mujer estaba falleciendo a causa de un aneurisma ventricular.
Es un caso duro de referir para quien lo ha protagonizado. Podemos fiarnos de
Groopman por haber tenido las agallas y la humildad de contarlo, porque él deseaba
compartir la dolorosa lección aprendida aquella tarde: «Las emociones pueden enturbiar
la capacidad de escuchar y de pensar. Los médicos a quienes desagradan sus
pacientes»[2] son propensos a rechazarlos, a ignorar sus quejas o a aferrarse a
diagnósticos indebidamente apresurados, simplemente para evitar la molestia de tratar
con ellos.
Este catedrático de la Facultad de Medicina de Harvard tenía acceso a la tecnología
más sofisticada del mundo para realizar un diagnóstico, pero no le sirvió de nada, porque
no tenía acceso a datos verdaderamente vitales acerca de sí mismo: ¿Qué está
60
ocurriendo ahora mismo en mi interior? ¿Me encuentro en el estado mental apropiado
para verme con esta paciente sin permitir que mis emociones o mis prejuicios influyan
en mi dictamen?
Al contrario que Groopman, la mayoría de nosotros no tenemos que emitir
diagnósticos de vida o muerte; pero todos tratamos con familiares, colegas u otras
personas que nos molestan o nos irritan. No podemos prestar atención únicamente a los
datos externos, como son los análisis médicos, las cifras de ingresos de la empresa o las
notas del colegio de nuestros hijos. Debemos atender igualmente a nuestros datos
internos: las emociones, los miedos u otros demonios interiores que nos impiden ser
eficaces o afectan a nuestro juicio cuando reaccionamos ante lo que está sucediendo en
un momento determinado. Toda «parada en boxes mental» nos ayudará a hacer
justamente eso.
Lo genial de esta práctica diaria no es su sofisticación, sino su intuitiva sencillez. De
hecho, yo oigo hablar constantemente de prácticas que reportan beneficios similares.
Pensemos, por ejemplo, en la rutinaria cena familiar de todas las noches. Cada miembro
de la familia habla de las cosas que le han ido bien ese día en casa, en el colegio o en el
trabajo. Todo ello hace que la familia reflexione sobre la jornada y exprese su
agradecimiento por lo acontecido.
O pensemos en el taxista de la ciudad de Nueva York que lleva colgado del espejo
retrovisor esa especie de «rosario» de cuentas que emplean los musulmanes para orar.
Cuando otro conductor se le cruza inesperadamente, él echa mano de manera instintiva a
su «rosario». Este simple gesto mantiene a raya su ira y le tranquiliza.
Y si conducir un taxi en Nueva York parece cosa de locos, piénsese en los
conductores de autobús en Yakarta, Indonesia, una ciudad casi tres veces más populosa
que Nueva York y carente de «metro». Imagínese lo que es conducir un autobús por
Yakarta en hora punta. Un conductor de autobús de aquella ciudad había ideado su
propio sistema: llevaba en el salpicadero una pequeña caja en la que depositaba un
penique cada vez que le asaltaba un pensamiento de ira o le entraban ganas de soltar un
taco.
La técnica funcionaba: según me dijo, metió cuarenta y nueve peniques en la caja el
primer día, y únicamente dieciséis una semana más tarde. Ese pequeño acto renovaba su
paz mental y le ayudaba a estar centrado en lo realmente importante. Estaba haciendo de
su vida un todo, conectando su trabajo con sus creencias espirituales acerca de cómo
habría que vivir.
Si te sientes atraído por esta posibilidad de entrelazar más estrechamente tu
espiritualidad con tu vida diaria, ¿por qué no transformar cada «parada en boxes mental»
en un momento de reflexión explícitamente espiritual? Por ejemplo, toma la misma
pausa de cinco minutos que describíamos más arriba y estructúrala del siguiente modo:
1. Distánciate del caos cotidiano y recuerda que estás en la presencia de Dios o de lo
que tú concibas como un Poder Superior.
2. Pide iluminación y sabiduría.
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3. ¡Sé agradecido! Tienes mucho: no des nada de ello por supuesto.
4. Revive mentalmente las últimas horas para extraer las lecciones que la jornada te
ha enseñado hasta ahora. Presta atención a lo que has pensado y sentido, no solo a
lo que has hecho. Considera cómo puede Dios haber dejado sentir su presencia en
las actividades y conversaciones que hayas tenido. El rabino Lawrence Kushner
definió en cierta ocasión la santidad como «ser consciente de que estás en la
presencia de Dios». Y no solo cuando te encuentras sentado en la iglesia o en el
templo, sino estés donde estés, seas quien seas, y hagas lo que hagas.
5. Sé sincero contigo mismo. Si no has practicado los valores que profesas,
reconócelo.
Completa lo anterior tomando una resolución esperanzada para el futuro. Agradece la
oportunidad que has tenido de recordar y reorientarte según sea necesario. A
continuación, deja atrás el pasado y créate un mejor futuro, de acuerdo con las palabras
de Pablo: «Olvidando lo que dejé atrás, me lanzo a lo que está por delante, corriendo
hacia la meta» (Flp 3,13-14).
Aun cuando tu examen incluya percepciones de tu pasado que puedan contribuir a
mejorar tu futuro, sobre todo te permitirá conocer, de manera consciente y agradecida, el
momento presente. Vivimos una época que se caracteriza por la frenética preocupación
de enviar y recibir mensajes, asistir a reuniones y devolver llamadas telefónicas. El
monje budista Thich Nhat Hanh señalaba que los humanos nos centramos demasiado a
menudo en listas de cosas por hacer y en planes de futuro, «pero nos resulta difícil
recordar que estamos vivos en el momento presente, que es el único momento que
tenemos para estar vivos»[3].
Prometí enseñar una técnica que, de manera casi mágica, incorporara los diez hábitos
descritos a lo largo de estas páginas: y es justamente eso lo que hace la «aplicación
sabiduría». Haz tu examen diario, y tu agenda para hoy quedará completada. ¿Me he
mostrado agradecido? Comprobado. ¿Me he acordado de lo que realmente importa?
Comprobado. ¿He combatido esforzadamente cualesquiera apegos insanos que hayan
tratado hoy de extraviarme? ¿He evaluado si he empleado debidamente mis talentos?
¿He aprovechado cualquier oportunidad de «deshacerme de mis zapatos»? Comprobado,
comprobado, comprobado.
Más aún, estarás haciéndote responsable de cumplir con las más elevadas exigencias
de lo que conlleva una vida que merezca la pena. Estarás definiendo el éxito desde tu
propio punto de vista preguntándote: ¿Estoy siendo la persona que verdaderamente
deseo ser? Estarás eludiendo la trampa de permitir que sean las redes sociales, la cultura
popular o tus propios vecinos quienes definan el éxito en tu lugar.
Son demasiados los que se han visto arrastrados a esta carrera de locos imposible de
ganar. Empiezan por vivir «de fuera hacia dentro», por así decirlo, cediendo el control de
su autoestima a lo que otros puedan decir o pensar de ellos: Si los otros me admiran,
supongo que las cosas van perfectamente; si no me admiran, algo en mí no debe de
funcionar como es debido.
62
El examen funciona en sentido contrario: es un modo de abordar la vida «de dentro
hacia fuera», donde eres tú quien decide qué es lo que conlleva una vida coherente y te
haces responsable de tus propias normas y valores.
A pesar de todas estas ventajas, el examen no se produce por sí solo. Realizarlo a
diario exige compromiso y regularidad. No hay escapatoria posible. Tienes que practicar
esta práctica (valga la redundancia). Es demasiado fácil relajarse y descuidarla. Y hablo
por propia experiencia, porque a menudo me veo atrapado por las distracciones de cada
día y me olvido de practicarla. Un ejemplo concreto: puedo recordar vívidamente un par
de ocasiones en que fui conduciendo hasta el aeropuerto neoyorkino LaGuardia,
mientras no dejaba de pensar en las típicas preocupaciones del viajero: ¿Llegaré a
tiempo? ¿Habré metido en el equipaje todo lo que necesito? ¿Estará todo en orden a mi
llegada?
En la laberíntica red viaria que rodea el enorme aparcamiento de LaGuardia suele
haber centenares de taxis desocupados esperando recoger pasajeros. En determinados
momentos del día puede verse a una multitud de taxistas musulmanes a lo largo del
perímetro del parking, con sus alfombras para la oración extendidas sobre el grasiento
pavimento. De algún modo, ignoran la contaminación de los tubos de escape, el
estruendo de los motores y el sonido de los cláxones. Se detienen brevemente sin saber si
ganarán hoy lo suficiente para pagar el alquiler de mañana. En lugar de ello, se postran,
tocando el suelo con sus frentes en señal de reverencia a Dios.
Este gesto les recuerda lo que, en definitiva, tiene importancia en sus vidas; y el
verlos en oración me hace a mí recordar lo que tiene importancia en mi vida. Me olvido
momentáneamente de mis propias preocupaciones y oro yo también, recuerdo que he
olvidado hacer mi «parada en boxes» para orar y decido hacerlo mejor al día siguiente.
En ocasiones, al día siguiente lo hago mejor, pero muchas veces no. No importa.
Cada día ofrece aún una nueva posibilidad. Cada amanecer se presentan nuevas
oportunidades y surgen nuevos desafíos. Mientras me abro paso a través de todos ellos,
trato de aprender de mi pasado, vivir mi presente y esperar ansiosamente mi futuro.
PERSONALIZANDO:
Establece dos pausas de cinco minutos cada día durante las cuales podrías practicar el
examen o algo parecido.
¿Realizas otras prácticas espirituales para acordarte diariamente de lo que realmente
importa?
[1]
[2]
[3]
Jerome GROOPMAN, How Doctors Think, Houghton Mifflin, Boston 2007, 24.
Ibid., 25.
Thich NHAT HANH, Peace Is Every Step: The Path of Mindfulness in Everyday Life, Bantam, New York
1991, 5.
63
Veinticuatro horas por estrenar
«Escribir es como conducir de noche con niebla. Solo puedes ver hasta donde alcanzan
tus faros, pero puedes hacer así todo el viaje»[1].
E. L. Doctorow describía así el oficio del novelista. Si eso es lo que se siente al
escribir ficción, trata de escribir la realidad. A fin de cuentas, el novelista es el dios de su
mundo de ficción, libre para rehacer cualquier capítulo que no le satisfaga y corregir o
suprimir cuanto la parezca oportuno. Puede inventarse un final más feliz y triturar en la
papelera de reciclaje lo anteriormente redactado. No se pierde nada, salvo tiempo y
esfuerzo.
Ojalá hubiera tan fácilmente una segunda oportunidad en la vida real. Pero lo cierto
es que no tenemos sobre nuestras vidas tanto control como el que puede tener un artista
sobre su obra. En ocasiones, sufrimos: fracasan nuestros proyectos profesionales,
enferman nuestros hijos, se produce una recesión… En nuestros peores momentos,
podemos mirar fijamente, tratando de penetrar la metafórica niebla, y preguntarnos qué
es lo que viene a continuación. ¿Puedes prever con claridad los próximos diez años de tu
vida? Solo si te engañas a ti mismo. ¿Los próximos diez meses? Tal vez…, si vives en
un mundo más estable que el mundo en el que vivo yo.
Con todo, lo que intenta decir Doctorow es esperanzador, no pesimista. Y mi
experiencia le ha dado la razón. No puedes ver todo tu futuro con claridad, «pero sí
puedes ir viendo con claridad a lo largo de todo el viaje». Céntrate en los desafíos y
oportunidades que se te presenten, y llegarás. Cultivando las actitudes y los hábitos
apropiados, crearás tu propia historia en mayor medida de lo que imaginas. No todo
trabajo ni toda relación se desarrollará tal como tú desearías, pero tú eres el autor de lo
que más importa: tu manera de comportarte, de reaccionar ante las vicisitudes de la vida
y de tratar a los demás.
Cuando yo tenía dieciocho años, imaginaba que mis luces largas iluminaban un
camino recto a lo largo de la vida y hasta mi lecho de muerte: había entrado en el
noviciado aquel año, esperando con todo mi corazón acabar mis días como sacerdote
jesuita. Luego la vida siguió su curso, y yo percibí claramente que mi vocación en el
mundo estaba fuera de la Compañía de Jesús. Desde entonces he sido banquero de
inversiones, presidente de la junta de una red de hospitales, escritor, emprendedor
social… y esposo. He vivido en tres continentes y he pasado algún tiempo en otros dos.
Nunca pude prever ninguno de esos cambios cinco años antes de que se produjeran, y en
64
un par de casos solo me enteré el día mismo en que el jefe de turno me lo soltó
inesperadamente.
Al principio, resultaba frustrante. Yo deseaba sujetar el volante con mayor firmeza y
ser el dueño de mi propio futuro; decidir adónde quería ir y cuál era el camino más
rápido para llegar allí. Mi aparente incapacidad para controlar mi futuro me resultaba tan
inquietante como la niebla nocturna. Me preguntaba adónde me llevarían los desvíos y
los imprevisibles giros.
¿Sabes cómo acabé encontrando una mayor paz sin dejar de mirar hacia delante?
Aprendí a mirar hacia atrás. A veces, conducir por una carretera sinuosa tratando de ver
a través de la espesa niebla todavía hace que me sienta mareado. Pero ¿qué ocurre
cuando miro a través del espejo retrovisor? ¡Ah!, eso ya es otra cosa. ¿Qué fue de aquel
problema que en otro tiempo se cernía sobre mí como un infranqueable control de
carretera? Logré superarlo. ¿Y aquel año en que parecía estar zigzagueando o dando
vueltas sin parar alrededor de un mismo punto? Ahora comprendo que, de hecho, estaba
progresando como persona y aprendiendo a medida que me movía. ¿Y cuando me
destinaron a trabajar en Japón, un país que apenas tenía ganas de conocer? Pues resultó
ser prácticamente la mejor experiencia laboral en mi carrera como ejecutivo de banca.
Cada año que pasa, más convencido estoy de que el filósofo Kierkegaard tenía razón
cuando dijo que «la vida solo puede entenderse mirando hacia atrás, pero ha de vivirse
mirando hacia delante»[2].
Cada etapa del viaje de mi vida me ha preparado de algún modo para alguna etapa
posterior. Y son innumerables las personas que me han ayudado a lo largo del camino.
Algunas de ellas me han acompañado durante décadas; otras han aparecido
inesperadamente en un momento crucial de mi vida y han supuesto una diferencia vital,
antes de que nuestros caminos se separaran y siguiéramos direcciones distintas.
¿Han sido meras coincidencias todos esos encuentros y experiencias? ¿Me engaño a
mí mismo cuando veo en todo ello un designio providencial?
Como dijo el salmista, este mundo es «demasiado grande para mi capacidad de
comprensión» (cf. Sal 139,6). No pretendo entenderlo todo, pero sí puedo asegurar que
las incertidumbres, los reveses y los contratiempos no me han hecho temer lo que podría
aguardarme. En lugar de ello, me he hecho más confiado y más seguro de mí mismo.
Creo que está de por medio la divina Providencia, aunque yo no pueda probarlo y
aunque ni siquiera parezca ser así cuando, alguna vez que otra, la vida se asemeja a un
viaje de noche por una serpenteante carretera, con el GPS estropeado y el depósito de
combustible prácticamente vacío.
Por eso es por lo que te pido que trates de hacer lo que dice este libro en tus
próximas veinticuatro horas, más que en tus próximos veinticuatro años. Al día
siguiente, lo mismo. Y al siguiente. Y al otro. Y, con el tiempo, lo que verás en el
retrovisor será una vida vivida como es debido.
No te estoy aconsejando que improvises, a lo largo de toda tu vida, veinticuatro horas
al día. Necesitamos hacer planes responsablemente con respecto a nuestra carrera, a
nuestra jubilación, a la educación de nuestros hijos, etcétera. Pero la vida nunca se
65
desarrolla exactamente de acuerdo con nuestros planes o proyectos. El principal
beneficio de toda esa planificación es, simplemente, que nos espolea a dar los primeros
pasos hacia delante. Después, ya irás gozando de los recursos suficientes para descifrar
qué pasos has de ir dando a continuación.
Y, mientras tanto, estarás aprendiendo, desarrollando habilidades, adquiriendo
resiliencia e incrementando la confianza en ti mismo a medida que superas obstáculos y
descubres nuevas oportunidades. En suma, te harás más sabio…, con tal de que desde el
principio tengas en mente el fin último: alcanzar lo que verdaderamente importa. De
modo que lo primero que has de hacer es constatar qué es lo realmente importante para ti
en la vida, qué clase de persona quieres ser.
A continuación, evalúa el trayecto que has recorrido hasta ahora. Si
fundamentalmente has seguido el camino correcto, da gracias y no dejes que te invada el
desánimo mientras sigues avanzando.
Si, por el contrario, no has sido la persona que quieres ser, entonces busca de nuevo
el norte y cambia el rumbo. Nunca es demasiado tarde para trazar debidamente la curva
de tu trayectoria vital.
En cualquier caso, comienza ya. Emplea la mayor parte del día siguiente, es decir, de
mañana, viviendo en el espíritu descrito por Thich Nhat Hanh: «Todas las mañanas, al
despertarnos, tenemos veinticuatro nuevas horas que vivir: ¡un regalo enorme! Tenemos
la posibilidad de vivir de tal forma que esas veinticuatro horas traigan paz, alegría y
felicidad a nosotros mismos y a los demás»[3].
Lo cual es más fácil de decir que de hacer: la vida moderna es compleja,
masivamente estandarizada y continuamente cambiante. Los humanos, por nuestra parte,
somos débiles por naturaleza, necesitados, propensos a distraernos y fácilmente tentados
a ir por mal camino. Si a nuestra fragilidad añadimos el irritante entorno en que vivimos
y trabajamos, puede resultar un auténtico desafío el mero hecho de centrarnos en las
próximas veinticuatro horas.
De modo que no intentes hacerlo todo por ti mismo. Ayuda a otros y déjate ayudar tú
mismo. Un proverbio africano lo expresa de este modo: «Si quieres llegar antes, ve solo;
si quieres llegar más lejos, ve en grupo». Sí, puedes moverte más rápido si vas solo…
hasta que seas tú quien necesite orientación, ayuda o compañía. Puedes moverte más
rápido tú solo…, pero ¿hacia dónde exactamente? Vivir en este mundo es estar en
relación con los demás. Liderar significa influir en otros, y únicamente influimos en
otros si nos ganamos su respeto, su confianza y su fe.
Los héroes solitarios no han logrado asimilar lo que hemos venido diciendo a lo
largo de los capítulos anteriores. Más bien, todos nuestros héroes se han relacionado con
los demás. Te he hablado de maestros, de entrenadores, de directivos, de mentores, de
padres y de sanadores, entre otros. Te he animado a «desprenderte de tus zapatos»
aprovechando la oportunidad que cada día te ofrece de ayudar a quien tiene necesidad de
ayuda. No llegues al final de tu vida abrumado por el peso de todas las oportunidades
perdidas, de todos esos zapatos de los que nunca te has desprendido, por así decirlo.
Finalmente, no se consigue una existencia digna de tal nombre sin valor y sin
66
compromiso. Frente al complejo dilema propio del ser humano, algunas personas acaban
dejándose llevar pasivamente por los acontecimientos. Otras tratan de tomar el control
de los mismos en la medida en que pueden hacerlo. Este libro es para quienes desean
mostrar su liderazgo relacionándose con el mundo de manera proactiva y pensando
detenidamente acerca de lo que más importa.
En un capítulo anterior me he referido a la vieja oración del pescador: «¡Oh Dios,
qué inmenso es tu mar y qué pequeño mi bote!». Y así es. Unos días son soleados, otros
son borrascosos, y además hay otros que son absolutamente aterradores: aquellos en los
que te envuelve la vorágine y temes naufragar. Todo ello te hace ser humilde ante el
mundo, dejando ver que conoces tus limitaciones, porque los vientos quedan fuera de tu
control, y algunas singladuras son demasiado arriesgadas como para emprenderlas.
Sin embargo, los marineros no se pasan la vida en el puerto. Toda embarcación está
hecha para navegar, y la tuya también. No te dejes paralizar por tus miedos.
Recuerdo cuando Nelson Mandela, el luchador sudafricano por la libertad, salió de la
prisión en la que había pasado veintisiete años. Yo estaba totalmente asombrado por el
valor y la elegancia de aquel hombre: unas virtudes que parecían en él tan espontáneas
como si se las hubiera concedido la naturaleza misma.
Pero acabé comprendiendo cuando, más tarde, leí una entrevista en la que él mismo
confesaba: «Mi mayor enemigo no era ninguno de los que me encarcelaron o me
mantuvieron en prisión. Mi mayor enemigo era yo mismo. Tenía miedo de ser quien
soy»[4].
Lo cierto es que todo el mundo tiene miedo. Y nadie confía suficientemente en sí
mismo. No permitas que tus miedos te arrebaten tus oportunidades. Ayuda en lo que
puedas. Un mundo herido tiene una enorme necesidad de ti. De modo que comienza ya
tu andadura hacia un liderazgo más proactivo. Tu confianza crecerá cada vez que te
derriben y seas capaz de ponerte en pie de nuevo; con cada obstáculo que consigas
superar; con cada descubrimiento que te estimule a explorar lo que hay a la vuelta de la
esquina.
Haz que el hoy importe realmente.
[1]
[2]
[3]
[4]
George PLIMPTON (ed.), Writers at Work 08: The Paris Review Interviews, Penguin, New York 1988.
Consulta: 30-10-2017: https://bit.ly/2T29if8.
Søren KIERKEGAARD, Journals IV, A, 164 (1843). Consulta: 30-10-2017: https://bit.ly/2DhLHlf.
«Every morning, when we wake up» en Thich NHAT HANH, Peace Is Every Step, 5.
Atribuido a Nelson Mandela.
67
Agradecimientos
Este libro es inmensamente mejor gracias a las personas que me han ayudado de mil
maneras. Deseo mostrar mi agradecimiento a algunas de ellas por su nombre, a la vez
que pido perdón a aquellas otras cuyos nombres, desdichadamente, puedo haber
olvidado.
Ante todo, gracias a Joe Durepos, que fue quien concibió la idea de este libro, la
defendió desde dentro de Loyola Press y ofreció sus consejos, paciente y
desinteresadamente, a lo largo de todo el proceso que condujo finalmente a su
publicación. Doy las gracias también a quienes lo editaron enormemente apremiados por
el tiempo; entre ellos se encuentra Vinita Wright, que ha sido mi amiga y compañera
durante muchos años… y unos cuantos libros. Gracias, igualmente, a Susan Taylor por
su concienzuda labor de corrección. Asimismo, quiero manifestar mi agradecimiento al
departamento de marketing, en el que se incluyen Andrew Yankech y Becca Russo;
Becca se ha esforzado durante mucho tiempo, con enorme interés y dedicación, en hacer
que el público tuviera acceso a los libros con ocasión de mis charlas y otros eventos.
Muchas gracias a Louis Kim, Katherine Lawrence, Angelica Mendes-Lowney y
Christian Talbot: todos ellos leyeron un primer borrador del libro y me ofrecieron
valiosos comentarios.
El libro está estructurado a partir de las historias de muchas personas que «hacen que
el hoy importe realmente». Agradezco a todas ellas los valores que encarnan. En el texto,
me refiero a algunas de ellas citando únicamente su nombre de pila, en algunos casos
para proteger su privacidad. Se citan también fragmentos de conversaciones, todas ellas
reales, y confío en haber transmitido fielmente su esencia; pero no pretendo haber
recordado literalmente conversaciones que, en algunos casos, tuvieron lugar hace
muchos años, y confío en la indulgencia y comprensión del lector al respecto.
Una de las historias concierne a Steve Duffy, que fue mi profesor en el Colegio
Regis; supone para mí una enorme alegría el hecho de que mi sobrino Colin asista
actualmente a ese mismo colegio. Que los nuestros sean corazones nobles, Colin.
Tanto en los días en que me sentía más inspirado como en los que no, sabía que
podía contar siempre con mi esposa, Angelika, para que me apoyara constante y
amorosamente.
Todas estas personas hicieron que el libro fuera mejor de lo que habría sido de no
haber contado con ellas. Aun así, supongo que quedan todavía numerosas deficiencias,
68
de las que soy el único responsable.
69
Índice
Portada
Créditos
Índice
Prólogo a la edición en lengua española
¿Por qué hace falta una crisis?
Lo primero es lo primero: decidir qué es lo que importa
Hábito 1: Indicar el camino
Hábito 2: Mostrar siempre gran corazón
Hábito 3: No ganes la carrera: contribuye a la carrera (humana)
Hábito 4: Regala tus zapatos: ayuda a alguien hoy
Hábito 5: Ahuyenta tus demonios interiores: sé libre para lo que
importa
Hábito 6. Cambia tu pequeña parte del mundo
Hábito 7: No dejes de subir y bajar la colina: persevera
Hábito 8: Sé más agradecido
Hábito 9: Controla lo que es controlable: escucha el susurro de la
brisa
Hábito 10: Atiende a la necesidad que este mundo herido tiene de
«guerreros felices»
Aunar los diez hábitos: la «aplicación sabiduría»
Veinticuatro horas por estrenar
Agradecimientos
70
3
6
7
9
11
13
18
21
25
29
32
36
40
45
49
54
58
64
68
Descargar