LOS CLÁSICOS Y LOS SUEÑOS GOLY EETESSAM PÁRRAGA Todo comenzó con un castigo, que es como comienzan siempre las grandes historias de los niños. Y no soy capaz de recordar el motivo, pero debió ser muy serio porque el “a la cama sin cenar” de mi bendita madre era su último recurso. Tirada en la habitación, con la mirada en el techo, sintiéndome tan injustamente tratada y tan poco comprendida, -porque qué sabría mi madre de mis problemas- decidí que no iba a darle la satisfacción de encontrarme llorando ni enfadada, que ya se sabe que las madres sólo te castigan para verte sufrir. Había en las estanterías de mi dormitorio decenas de libros salidos de todas partes: limpiezas de amigas con hijos mayores, mercadillos de segunda mano, clásicos llegados de no se sabe dónde, libros escolares de mi madre y mis tías... No los había hecho ningún caso hasta ese día, pero mi madre confiaba en que, llegado el momento, el hecho de que estuvieran delante fuera justo la clave para terminar abriendo alguno. Y hasta allí me llevaron el aburrimiento y el hambre. Los muchachos de Jo se llamaba el libro, que ahora lo sé, era toda una rareza, la continuación de la famosa Mujercitas de Louisse M. Alcott, a la cual ni conocía ni había leído. Fue el primer libro que devoré. Tanto que, cuando mi madre vino a buscarme para cenar, ni tenía hambre, ni recordaba la razón del castigo, ni mi enfado… Solo quería saber cómo continuaba aquella historia que me había absorbido desde la primera página. Aquel libro de portada blanca con grandes letras rojas y un membrete que rezaba “Clásicos juveniles” me hablaba directamente a mí, a mis inquietudes y miedos, a mis curiosidades y deseos. Y, sobre todo, me había sacado durante horas de mi mundo, un mundo que no comprendía, que no me gustaba, en el que no me sentía feliz. Pensé que quizá los demás libros con aquel mismo mensaje me ayudarían igual. Pero no fue así. Fue aún mejor. Ivanhoe, Veinte mil leguas de viaje submarino, Las aventuras de Robin Hood, Celia madrecita, Guillermo Tell, La historia interminable, La vuelta al mundo en ochenta días o Colmillo Blanco son algunos de los libros de aquella colección que aún conservo. Junto con enseñanzas y lecciones que no habría aprendido de ninguna otra manera y que supusieron los cimientos de lecturas más adultas, las cuales formaban parte del temario de la enseñanza de aquel ochentero B.U.P., y que me habrían resultado casi tan inasequibles como les resultan ahora a mis alumnos sin ese primer acercamiento a los clásicos juveniles. Y clásicos es la palabra clave. La adaptación infantil de los Viajes de Gulliver, con su alegórica forma de representar el mundo, por muy simplificada que esté, aporta más al alumno que todos los libros de Los Futbolísimos o de Jerónimo Stilton, por el sencillo hecho de requerir un mayor esfuerzo de imaginación. Nos hablan de épocas que no conocemos, de lugares y costumbres nuevas y asombrosas, amplían nuestro vocabulario: fue en las meriendas típicamente inglesas del club de los cinco de Enyd Blyton con quienes aprendí que, antes de que nos angloparláramos, al sándwich le llamábamos sencillamente emparedado; en los diálogos entre el enano y el elfo de El señor de los anillos que la mampostería de los edificios es su construcción con argamasa, que había un bien y un mal en este mundo, y que llevaban luchando entre sí en las páginas de mis novelas desde el comienzo de los tiempos; y así hasta llegar a descubrir, de pronto, una vocación y una capacidad: viajar sin levantarme del sofá, aprender, pero aprender de verdad, sobre las emociones y las palabras que nos ayudan a definirlas, sin salir de casa, sin sentirme sola, sin pasar miedo. Porque necesitamos saber qué sentimos para comprenderlo, para manejarlo, para gestionarlo, para superarlo y mejorarnos como personas. Y esa es una tarea, la de complementar la formación humana del niño, para la que siempre hemos confiado en la adecuada transmisión de conocimientos y sí, también de valores, de la literatura juvenil. Porque no hay nada más falaz que el pensar que la literatura dirigida a los jóvenes ha de ser puro entretenimiento, diversión pura. Y nada más retrógrado que concebir la literatura como la forma de hacer llegar un mensaje cargado de moralina a un adolescente. Pero es que estamos equivocados cuando pensamos que los jóvenes de trece años no son capaces de distinguir entre el valor moral y la lección moralizante, o que no necesitan de esa reflexión posterior a la que les lleva el planteamiento de una situación nueva, a la que pueden aprender a enfrentarse por primera vez, no en la vida real, con sus consecuencias y miserias, sino en las páginas del libro, compartiendo o cuestionando las decisiones de los personajes, pensando lo de “qué haría yo si me quedase en una isla desierta” al que llegamos todos tras leer por primera vez Robinson Crusoe. Esta narrativa de transición (que durante la democracia en este país nunca ha formado parte del curriculum escolar, nunca se ha enseñado en las escuelas, porque era lo que leían para divertirse aquellos a los que les gustaba leer) se está mostrando poco a poco imprescindible para la adquisición de un cierto grado de madurez y de cultura general. Desde las aulas cada vez se hace más evidente su ausencia y desconocimiento, pues ya ni si quiera es habitual la frase “el libro no lo he leído profe, pero la peli sí la he visto”, porque los canales de televisión han dejado de emitir aquellas películas que repitieron hasta la saciedad en nuestra infancia, y en general, estas se encuentran además desterradas en su totalidad de las plataformas de streaming, vaya usted a imaginarse por qué. Que el mundo de la literatura juvenil va más allá de Harry Potter y Los juegos del hambre lo demuestra, precisamente, el éxito de ventas y público de estas sagas, remedos del siglo XX de ideas y conceptos literarios mucho anteriores. La imaginación y el cerebro de nuestros niños están hambrientos, aunque ni ellos mismos lo sepan, la verdad es que si no les enseñamos a alimentarse adecuadamente solo ingerirán sin filtro ni sentido, sin criterio propio ni mirada crítica, todo aquello que caiga en sus manos. Como también es una verdad aterradora que sin la capacidad de imaginar, evocar y soñar desarrollada y enfocada en sus propias capacidades, en la capacidad de soñarse a sí mismos haciendo cosas que pueden parecer inalcanzables, nuestro futuro estará repleto de jóvenes grises y sin pasiones, es decir de una sociedad angustiada y amedrentada, sin el valor necesario -aprendido del capitán Nemo, de Atreyu, de Willi Fogg, de Alicia, de Frodo Bolsón- para luchar por esos sueños que aparentan ser imposibles y que han sido, son y serán siempre tan necesarios e imprescindibles para el avance y el progreso humano.