Subido por Brus Leguás Contreras

UNA REVISION DEL AUTOODIO JUDIO

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Una revisión del autoodio judío
Judeofobia israelita
Por democráticos, los judíos somos altamente autocríticos. Pocos pueblos democráticos, sin embargo, albergan en su
seno individuos que pasan de la sana autocrítica a la furibunda detracción.
Gracias a nuestra democrática tradición, los judíos somos un grupo altamente autocrítico. Claro que en todos los
pueblos que viven en sociedades democráticas hay alguna medida de autocrítica, pero en algunos casos llegan a
aparecer incluso individuos que van más allá de la sana crítica y pasan a identificarse con su opresor. Entre judíos
aun ese descarrío ha quedado corto, y surgen en nuestro seno detractores radicales del propio pueblo que, al estilo de
Theodorakis, atribuyen a los judíos ser algo así como "la raíz del mal".
Para entender por qué de todas las naciones sólo la nuestra ha engendrado una caterva que desde adentro se hace eco
de la demonización que perpetra el medio circundante, recordemos que la judeofobia también es única. Un odio tan
profundo, obsesivo, permanente, fantasioso, universal y eficaz, tarde o temprano habría de infectar también a los
objetos del mismo.
El síndrome es similar al de una persona acosada al que se le endilgan maldades por un período prolongado, y
eventualmente las asume como si los dedos acusadores acertaran, pues al judío judeofóbico dos milenios de
humillación y denigración contra el pueblo de Israel le sugieren que "alguna razón debe de tener el agresor" y se
suma a la difamación.
Dror Feiler exalta en su escultura el terrorismo palestino, Oren Yiftachel en sus clases, el wagneriano Daniel
Barenboim en sus omisiones. Rozitchner elige al Estado de Israel para distinguirlo como "genocida" y a su premier
como "la forma más degradada de lo humano". Noam Chomsky defiende a los negadores del Holocausto y cuando
el New York Times cuestiona su actitud, Chomsky responde que acerca de la veracidad del Holocausto no tiene nada
que opinar (se ha dicho al respecto que "Sobre si seis millones de judíos fueron asesinados o no, Noam Chomsky es
un agnóstico").
No faltan en ciertos israelíes las actitudes de autoodio. Este año el profesor Menajem Klein definió en Europa que
"la creación de Israel fue una catástrofe" y los periodistas Shlomo Slutzky y José Levy desde los judeofóbicos
Clarín y la CNN informan al mundo gentil que el culpable siempre es Israel. Moshe Zimerman denomina "nazis" a
los habitantes judíos de Hebrón, y profesores de la universidad de Tel Aviv solicitan un boicot de las academias
israelíes (de las que ellos reciben sus salarios). El director de la Cinemateca de Tel Aviv, Alon Garboz, aspira a
proyectar tres películas: la de Mel Gibson sobre Jesús en donde nadie se entera de que fue un judío en Judea, la
basada en los Protocolos de los Sabios de Sión ("Jinetes sin caballo") y la más atroz propaganda de Arafat "Jenín,
Jenín".
Nos cuesta asumir la realidad del autoodio, porque un dejo de ingenuidad nos hace creer que defender la propia vida
es un instinto natural y saludable. Debido a esa ingenuidad suponemos que hay fronteras que el judeófobo judío no
cruza y las deja reservadas al gentil. Intuimos por ejemplo, que no habría judío simpatizante del mentado filme de
Mel Gibson que retorna la sangrienta acusación de deicidio. Pobrecita nuestra intuición.
Gilad Atzmon emigró hace una década de Israel a Inglaterra, en donde se dedica al jazz y a denigrarnos. Hoy
publica una apología de Gibson y sostiene que "los palestinos son el nuevo Cristo sacrificado por Israel", que Arafat
recorre la vía crucis que otrora le impusimos al nazareno y, en un delirio que ya no se detiene ante nada, Atzmon
compara a Ariel Sharón con el supuesto Sumo Sacerdote deicida de la época romana, y a los israelíes del presente
con aquellos malditos judíos que según el Nuevo Testamento vitoreaban la crucifixión.
El autoodio judío es tan inescrupuloso como la judeofobia, porque constituye una variante de la misma lacra. Así,
Israel Shahak, escribía que los judíos debemos pedir perdón a la humanidad por lo que la hemos hecho sufrir, y que
nos corresponde valorar las revoluciones populares como la de Chmielnicki en Ucrania, tan calumniada ella por la
insignificancia de haber asesinado a unos pocos centenares de miles de judíos. Shahak no se contentó con
caracterizar al sionismo como el más vil movimiento surgido en la faz de la tierra, sino que muy científicamente
rastreó las raíces de la ponzoña hasta la religión judía, que es básicamente la causa de todos los males.
EL CASO MÁS EXTREMO
Podrá sugerirse que la denominación del fenómeno como autoodio no es adecuada ya que, después de todo, el judío
judeofóbico en general no se odia a sí mismo, sino al pueblo judío en su conjunto, al que culpa de los padecimientos
de la humanidad. Ya en 1957 Maximilien Rubel explicaba desde la sicología la judeofobia de Marx, quien exhortaba
a la sociedad a emanciparse del judío, y Thomas Nevin hizo lo propio con Simone Weil, la filósofa francesa que
llamaba al judaísmo "la cruel religión" y admiraba a Hitler. No se odiaban a sí mismos, sino al pueblo judío.
Con todo, el motivo por el cual conservamos la voz "autoodio" para definir el síndrome, es perpetuar el título del
libro pionero en el tema, que Theodor Lessing escribiera en 1930: Das Judische Selbsthasse. En la segunda parte se
analizan seis casos de la enfermedad: Paul Ree, Otto Weininger, Max Steiner, Walter Calé, Maximilian Harden y
Arthur Trebitsch.
Este último, periodista vienés convertido al cristianismo, publicó un libro antijudío y ofreció sus servicios a los nazis
de Austria. Cuando notó que ello no le era suficiente, escribió: "Me fuerzo a no pensarlo, pero no lo logro. Se piensa
dentro de mí... está allí todo el tiempo, doloroso, feo, mortal: el conocimiento de mi ascendencia. Tanto como un
leproso lleva su repulsiva enfermedad escondida bajo su ropa y sin embargo sabe de ella en cada momento, así cargo
yo la vergüenza y la desgracia, la culpa metafísica de ser judío. ¿Qué son todos los sufrimientos e inhibiciones que
vienen de afuera en comparación con el infierno que llevo dentro? La judeidad radica en la misma existencia. Es
imposible sacudírsela de encima. Del mismo modo en que un perro o un cerdo no pueden evitar ser lo que son, no
puedo yo arrancarme de los lazos eternos de la existencia que me mantienen en el eslabón intermedio entre el
hombre y el animal: los judíos. Siento como si yo tuviera que cargar sobre mis hombros toda la culpa acumulada de
esa maldita casta de hombres cuya sangre venenosa me contamina. Siento como si yo, yo solo, tuviera que hacer
penitencia por cada crimen que esta gente está cometiendo contra la germanidad. Y a los alemanes me gustaría
gritarles: ¡Permaneced firmes! ¡No tengáis piedad! ¡Ni siquiera conmigo! Alemanes, vuestros muros deben
permanecer herméticos contra la penetración. Para que nunca se infiltre la traición por ningún orificio... Cerrad
vuestros corazones y oídos a quienes aún claman desde afuera por ser admitidos. ¡Todo está en juego! ¡Permanezca
fuerte y leal, Alemania, la última pequeña fortaleza del arianismo! ¡¡Abajo con estos pobres pestilentes! ¡Quemad
este nido de avispas! Incluso si junto con los injustos, cien justos son destruidos. ¿Qué importan ellos? ¿Qué
importamos nosotros? ¿Qué importo yo? ¡¡No! ¡No tengan piedad! Se los ruego".
El caso de Trebitsch, el más extremo, sí consistía en odiarse a sí mismo por el hecho de ser judío. Su coetáneo Otto
Weininger halló que la única escapatoria de su judeidad era el suicidio, y procedió nomás.
Hoy los contenidos del autoodio se han modificado, pero hay extremistas de esta envergadura. Es cierto que el nivel
de la judeofobia es menor que el de la era nazi y este descenso abarca también a los judíos infestados. Sin embargo,
si hiciéramos el ejercicio de reemplazar de la bazofia de Trebitsch el término "alemanes" por "palestinos" y
"judaísmo" por "sionismo", leeríamos símiles de los textos que en la prensa local firman Uri Avneri, Ron Maiberg y
Amira Hass.
Como la gentil, la judeofobia judía tampoco tiene miramientos, y esa característica nos permite reconocerla. Hay
otras: la segunda, es que el judío del autoodio jamás tiene una palabra de conmiseración para con víctimas judías.
Pizzerías y fiestas de cumpleaños estallan en pedazos, niños judíos son asesinados en ómnibus de horror, y la
respuesta del amargado será buscar las culpas israelíes. Para con los dolores ajenos es capaz de entrar en los
pormenores más minúsculos, pero el sufrimiento israelí para él no existe o es merecido. Cada casa palestina
derribada, cada prisionero palestino humillado, es motivo de sus plañidos y disgustos. Pero los niños israelíes
mutilados o quemados, las familias judías destruidas para siempre y el miedo de nuestra heroica población, no
despiertan en él ni un pestañeo.
Terceramente, cuando el judío del autoodio juzga los excesos de su pueblo, lo hace desde un pedestal moral. Los
judíos somos malos. Cuando, por el contrario evalúa los excesos contra Israel, aun si se trata de los crímenes más
horripilantes, los juzgará desde una perspectiva política y estratégica, no moral. Baste con leer el editorial del
matutino Haaretz con respecto al último atentado que asesinó a dos niños y a seis adultos judíos y dejó decenas de
familias quebradas de dolor: el editorial habla de "la violencia de ambas partes"... Haría falta ser judeofóbico como
El País de Madrid para alcanzar más graves ignominias.
Una cuarta característica es que en general el autoodio se ensaña contra el judío respetuoso de la tradición. El artista
israelí Ygal Tumarkin fue brutal al respecto al escribir: "cuando veo a esa gente con su kaftán, sus rizos y los niños
que engendran, hormigueando en mi vecindario, empiezo a comprender el Holocausto".
En quinto lugar, quien autoodia pierde frecuentemente el control, y su mensaje es furibundo, emocional. Ello ocurre
especialmente cuando se topa con fenómenos que no ha previsto, como verbigracia los no-judíos que están
dispuestos a defender a Israel. Esta singularidad lo escandaliza. Un caso ilustrativo se produjo a principios de este
año cuando un tal Korilchik arremetió desde Israel contra una personalidad admirable en su sensibilidad, una de las
pocas amigas de Israel en Europa.
Incapaz de aceptar que una periodista de izquierda como Pilar Rahola no suscriba a los vituperios antiisraelíes de la
prensa española, se lanzó a tildarla de "histérica, mentirosa, grosera, autora de diatribas, peroratas, libelos y
liviandades, que escribe con virtud melodramática apta para telenovelas, que pontifica bulas papales, que farfulla,
que tiene ego", y varias otras maneras de generarnos vergüenza ajena.
UN POCO DE HISTORIA
El autoodio judío no llega hoy a los extremos de Trebitsch, simplemente porque la judeofobia de los gentiles
también ha amainado. Para entender sus alcances en nuestra época, cabe retornar el concepto de judío ajudaico,
título del famoso ensayo del historiador marxista Isaac Deutscher (publicado en 1968, un año después de su muerte).
El libro habla de los judíos que se alejaron de la tradición y cobra especial fuerza el propio caso del autor cuando
admite su desconcierto: "Si no es la raza, ¿qué me hace judío? ¿La religión? Soy ateo. ¿El nacionalismo judío? Soy
internacionalista. Soy un judío, empero, por la fuerza de mi solidaridad incondicional con los perseguidos y
exterminados".
Esa arrolladora generalización de lo judaico a tal punto de transformarlo en valores que no son privativos de los
judíos, lleva en muchas ocasiones a la alienación del judío marginal. Éste niega su vínculo con el pueblo judío y
transforma su lealtad en "amor por la raza humana", amor que en lugar de manifestarse desde lo específicamente
judío, comienza a expresarse desde la incomodidad de la no-pertenencia. Las raíces judaicas son rechazadas y pasan
a ser definitivamente extrañas.
El desarraigo del judío ajudaico se extiende con frecuencia a un desarraigo paralelo de la sociedad que lo circunda y
ergo se transforma en un revolucionario que lo rechaza todo. A veces, en el nombre del "universalismo" y de la noresponsabilidad hacia nada más concreto, está dispuesto a destruirlo todo. Odian la cultura que ha contribuido a
forjar su marginalidad, y odian especialmente el judaísmo, cuya existencia y dinamismo amenazan sus propias
posibilidades de "sacudirse estrecheces y pasar a la humanidad". Así tituló su libro Jean Daniel, editor del Nouvel
Observateur parisino: "La prisión judía".
Pueden hurgarse las raíces del moderno autoodio judío en la reacción ante la Emancipación judía que Napoleón
impuso no sólo a los franceses sino también en las zonas alemanas conquistadas. En esas regiones la asimilación fue
en tal medida torrencial que Hugo Valentín definió exageradamente que "más judíos alemanes se bautizaron entre
1800 y 1818, que en los previos 1800 años juntos". Cuando Napoleón fue derrocado (1815) Alemania revirtió el
proceso emancipatorio de los judíos, quienes ya no podrían golpear las puertas de la sociedad que volvía a ser
renuente a abrirlas.
Miles de ellos, nacidos en familias religiosas y educados en ieshivot talmúdicas, habían abandonado el judaísmo
apenas se pusieron en contacto con la cultura germánica. Descendiente de una de esas familias fue el máximo poeta
Heinrich Heine, para quien "el judaísmo no es una religión sino una desgracia" y quien se bautizó ("pero no me
convertí", aclaraba). El escritor Moritz Saphir fue aun más lejos: "el judaísmo es una deformidad de nacimiento,
corregible por cirugía bautismal".
Cuando la Emancipación terminó por anularse en Alemania, y los judíos se enfrentaron nuevamente a una
animadversión sistemática que no les permitía ya huir de su judeidad, apareció el singular fenómeno de autoodio
moderno.
En la Edad Media, los casos de judeofobia por parte de judíos habían sido muy distintos. Petrus Alfonsi, Nicholas
Donin, Pablo Christiani, Avner de Burgos, Guglielmo Moncada, Giovanni Battista y Alessandro Franceschi, todos
ellos tuvieron la opción de la apostasía, y aun la posibilidad de adherirse al sector más judeofóbico de la Iglesia a fin
de perseguir a los judíos.
La novedad de la nueva etapa judeofóbica en Austria y Alemania del siglo XX, fue que no dejaba escapatoria
alguna, y llevó al autoodio judío a los mismos abismos que los de la judeofobia gentil. La Organización de Judíos
Nacional-Alemanes fue fundada para apoyar "el renacimiento nacional alemán" (nazismo) en el cual esperaban
cumplir un rol como judíos (eventualmente recibieron ese rol en Auschwitz).
En aquella Viena de 1933 (!) Robert Neumann se convirtió al cristianismo. Como el bautizo no lo salvó de
Buchenwald, siempre alegó que estuvo allí "por socialista", jamás aceptó vincularse a nada judío, y devino en uno
de los funcionarios más antiisraelíes del Departamento de Estado norteamericano (fue eventualmente designado
embajador en Arabia Saudita). Otro embajador norteamericano, en Moscú, fue el judío Lawrence Steinhardt, quien
durante el Holocausto se opuso a que su país permitiera la entrada de sus correligionarios.
En Rusia, la cabeza del comité estalinista para combatir el sionismo fue David Dragunsky, quien toda su vida negó
que hubiera judíos que quisieran emigrar del paraíso comunista.
En esa época, también hombres de letras judíos odiaron. Véanse las novelas de Nathanael West (nacido Nathan
Wallenstein Weinstein) o las declaraciones de Osip Mandelshtam, uno de los más grandes poetas rusos de todos los
tiempos, quien se declaraba "alérgico a olores judíos" y a los sonidos del "dialecto judío" (ídish), describiendo su
imposibilidad de aprender las letras hebreas como una traba psicológica. No faltan escritores israelíes que sienten el
mismo desprecio por el judaísmo.
El fenómeno del autoodio nos acompañará hasta que la judeofobia pase a ser marginal. Despierta en nosotros
dilemas y repelencia, o el lamento que escribiera en 1936 un prohombre del socialismo hebreo, como fue Berl
Katzenelson: "¿Hay acaso otro pueblo sobre la tierra cuyos hijos estén tan retorcidos emocional y mentalmente, que
consideren despreciable y odioso todo lo que haga su nación, mientras que todo asesinato, violación y asalto
cometido por sus enemigos llene sus corazones de admiración y reverencia?"
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