Subido por ALEXANDRA CAICEDO RIOS

Cine, enseñanza y enseñanza del cine

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Juan Antonio PÉREZ MILLÁN
Cine, enseñanza y enseñanza del
cine
De la autodefensa al disfrute
Director de la colección: José Gimeno Sacristán
EDICIONES MORATA, S. L.
Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920
C/ Mejía Lequerica, 12. 28004 - MADRID
[email protected] - www.edmorata.es
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Nota de la editorial
En Ediciones Morata estamos comprometidos con la innovación y tenemos el
compromiso de ofrecer cada vez mayor número de títulos de nuestro catálogo en
formato digital.
Consideramos fundamental ofrecerle un producto de calidad y que su
experiencia de lectura sea agradable así como que el proceso de compra sea
sencillo.
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todos los dispositivos que desee, imprimirlo y usarlo sin ningún tipo de
limitación. Confiamos en que de esta manera disfrutará del contenido tanto como
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COLECCIÓN RAZONES Y PROPUESTAS EDUCATIVAS
Director: José Gimeno Sacristán
Es una serie de obras de divulgación dirigida al profesorado, a quienes se inician en los estudios sobre la
educación, así como a aquellas personas que, sin estar relacionadas profesionalmente con el ámbito educativo,
tienen interés por uno de los sistemas que construyen el presente y determinan el futuro de las sociedades
modernas.
La complejidad de la vida en el mundo actual dificulta la participación en las discusiones, en el planteamiento
de iniciativas y en la toma de decisiones sobre temas y problemas que afectan a todos. La educación en una
sociedad democrática —como actividad esencial de ésta, que implica a tantos sujetos y que concita sobre sí
intereses tan diversos— corre el riesgo de ser sustraída del debate público por diversas razones. Una de ellas
es la distancia que se establece entre las formas de ver, de entender y hasta de nombrar los problemas. Los
lenguajes “expertos” se alejan inevitablemente, aunque más de lo deseable, del sentido común de la gran
mayoría de la población; un distanciamiento que dificulta la posibilidad de establecer consensos sociales
amplios para entender las realidades, dirimir los conflictos y apoyar la empresa colectiva que es el sistema
educativo.
A través de lenguajes simplificados, pero sin renunciar al rigor, Razones y propuestas educativas quiere
colaborar en la creación de un público interesado, cada vez más amplio, que debata razones y genere
propuestas. Se van a ofrecer síntesis que recojan las diferentes tradiciones de pensamiento con estilos
asequibles, tratando de sobrepasar las fronteras a la comprensión que establece el lenguaje especializado. Se
abordarán temas y quehaceres esenciales en la práctica educativa, intentando romper el marco de la
clasificación de los saberes para acercarse a quienes ven los problemas desde la práctica. Se recordarán
tradiciones del pensamiento y del buen hacer que pueden contribuir a lograr una educación de calidad.
Esta colección, abierta a colaboraciones diversas, quiere hacer de la educación algo más transparente,
ofreciendo argumentos a la reflexión personal para entender y dialogar sobre las funciones y las prácticas que
asumen los sistemas educativos y sobre las esperanzas que “imaginamos” se podrían cumplir.
Títulos publicados
1. José GIMENO S ACRISTÁN, La educación obligatoria: su sentido educativo y social, (3ª ed.).
2. Juan DELVAL, Aprender en la vida y en la escuela, (3ª ed.).
3. Francisco BELTRÁN y Ángel S AN MARTÍN, Diseñar la coherencia escolar, (2ª ed.).
4. Miguel Ángel S ANTOS GUERRA , La escuela que aprende, (5ª ed.).
5. Luis GÓMEZ LLORENTE, Educación pública, (3ª ed.).
6. Juan Manuel ÁLVAREZ MÉNDEZ, Evaluar para conocer, examinar para excluir, (5ª ed.).
7. Jaume CARBONELL, La aventura de innovar, (5ª ed.).
8. Mariano FERNÁNDEZ ENGUITA , Educar en tiempos inciertos, (4ª ed.).
9. Jaume MARTÍNEZ BONAFÉ, Políticas del libro de texto escolar.
10. Antonio VIÑAO, Sistemas educativos, culturas escolares y reformas, (2ª ed.).
11. María Clemente LINUESA , Lectura y cultura escrita.
12. Juan Bautista MARTÍNEZ RODRÍGUEZ, Educación para la ciudadanía.
13. Jurjo T ORRES S ANTOMÉ, La desmotivación del profesorado.
14. Jaume CARBONELL y Antoni T ORT, La educación y su representación en los medios.
15. Manuel de PUELLES BENÍTEZ, Problemas actuales de política educativa.
16. Susana CALVO y José GUTIÉRREZ, El espejismo de la Educación Ambiental.
17. Félix LÓPEZ S ÁNCHEZ, Las emociones en la educación.
18. Rafael FEITO, Los retos de la participación escolar.
19. Carmen RODRÍGUEZ MARTÍNEZ, Género y cultura escolar.
20. Rosa VÁZQUEZ RECIO, La dirección de Centros: Gestión, ética y política.
21. Antonio VIÑAO, Religión en las aulas: Una materia controvertida.
22. Juan Antonio PÉREZ MILLÁN, Cine, enseñanza y enseñanza del cine.
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© Juan Antonio PÉREZ MILLÁN
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autorización de sus titulares, salv o excepción prev ista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org
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naturaleza dinámica de la red, algunas direcciones o páginas pueden haber cambiado o no existir. El autor y la editorial sienten los
inconv enientes que esto pueda acarrear a los lectores pero, no asumen ninguna responsabilidad por tales cambios.
© EDICIONES MORATA, S. L. (2014)
Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid
[email protected]
Derechos reservados
ISBNpapel: 978-84-7112-786-0
ISBNebook: 978-84-7112-787-7
Compuesto por: M. C. Casco Simancas
Diseño de la cubierta: Equipo Táramo
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Contenido
SOBRE EL AUTOR
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO PRIMERO. De la linterna mágica al teléfono móvil. Realidad y
representación cinematográfica
1.1. Documental y ficción
1.2. Verdad, mentira y fascinación
1.3. La incorporación del sonido
1.4. El doblaje y sus consecuencias
1.5. El color y los grandes formatos
1.6. La televisión
1.7. Del cine y el vídeo domésticos a la Red
CAPÍTULO II. Los rudimentos de un lenguaje
2.1. Compartir códigos para poder comunicarse
2.2. El analfabetismo audiovisual
2.3. Desmontar la analogía
2.3.1. El espacio
2.3.2. El tiempo
2.3.3. El movimiento
2.3.4. El montaje
2.3.5. El sonido
CAPÍTULO III. Un método para el análisis crítico
3.1. Cronometraje
3.2. Separación de las bandas
3.3. Recuento de planos
3.4. Descripción del contenido visual
3.5. Elementos de montaje
3.6. Descripción del contenido sonoro
3.7. Recomposición argumental
3.8. Lectura de sentido
3.9. Análisis de motivaciones
3.10. Determinación del universo de valores
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CAPÍTULO IV. Hacia una visión integral de la obra
4.1. Visionado en continuidad
4.2. Reconocimiento de signos
4.3. Determinación de la estructura
4.4. Lectura argumental
4.5. Contextualización
4.5.1. Conceptual
4.5.2. Histórica
4.5.3. Política
4.6. Información complementaria
4.6.1. Sobre las condiciones de producción
4.6.2. Sobre los autores
4.6.3. Sobre la historia del medio
4.6.4. Sobre las fuentes
4.6.5. Sobre la recepción crítica
4.7. Lectura de sentido
4.8. Contrastación
CAPÍTULO V. Las dificultades de la alfabetización audiovisual
5.1. Individuales
5.2. Profesionales
5.3. Institucionales
5.4. El problema fundamental
CAPÍTULO VI. Consideraciones finales
6.1. Sobre el cine
6.2. La televisión
6.3. La publicidad
6.4. Otras modalidades
6.5. Una situación de emergencia
ÍNDICE DE PELÍCULAS CITADAS
BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA EN ESPAÑOL
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La civilización democrática se salvará únicamente
si hace del lenguaje de la imagen una provocación
a la reflexión crítica, no una invitación a la hipnosis.
UMBERTO ECO (Apocalípticos e integrados, 1965)
8
Sobre el autor
Juan Antonio PÉREZ MILLÁN (Algeciras, 1948). Crítico y escritor cinematográfico.
Licenciado en Historia y Diplomado en Psicología. Actualmente director de la
Filmoteca de Castilla y León desde su creación en 1990 y profesor de Lenguaje
Audiovisual en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca.
Técnico Superior de Cultura del Ayuntamiento de Salamanca, creó en 1980 la
Escuela Municipal de Cine de esa ciudad y fue director de la Casa Municipal de
Cultura. Ha sido director general de Promoción Cultural de la Junta de Andalucía
(1982), director de la Filmoteca Española (1983-1986), Consejero de Educación
y Cultura de la Junta de Castilla y León (1986-1987) y ha formado parte del
equipo de dirección de la Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci),
en calidad de editor de publicaciones, desde 1989 a 2005.
Empezó a publicar críticas de cine en los años setenta y en revistas como
“Triunfo”, “La Calle” y “Tiempo de Historia” mientras dirigía la colección de libros
de cine “Zoom” en la Editorial Sígueme, de Salamanca. Ha realizado numerosas
traducciones de libros de cine, pedagogía, filosofía y literatura y entre sus obras
figuran: Eisenstein: La huelga (Sigueme. Salamanca, 1978), Nikita Mikhalkov. En
busca de la armonía (Seminci. Valladolid, 1988), Pilar miró, directora de cine
(Seminci. Valladolid, 1992; ed. corregida y aumentada: Festival de Huesca y Ed.
Caimán, 2007), Pasqualino de Santis. El resplandor en la penumbra (Seminci.
Valladolid, 1993), La memoria de los sentimientos: Basilio Martín Patino y su
obra audiovisual (Seminci. Valladolid, 2002), Jerzy Kawalerowicz. Un cineasta
entre el poder y la gloria (Festival de Huesca, 2003), Breaking the Code. Películas
que burlaron la censura en España (Junta de Castilla y León. Valladolid, 2007),
Cien médicos en el cine de ayer y de hoy (Ed. Universidad de Salamanca, 2008)
y Cien abogados en el cine de ayer y de hoy (Ed. Universidad de Salamanca,
2010), estos últimos en colaboración con Ernesto Pérez Morán.
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Introducción
Hace ciento veinte años, si damos por buena la fecha del 28 de diciembre de
1895 —celebración de los inocentes por el calendario eclesiástico, en curiosa e
involuntaria premonición— los hermanos Lumière realizaron en París la primera
proyección pública con un aparato que llamaban cinematógrafo. Desde entonces,
el cine y los medios de expresión de algún modo derivados de él —la televisión,
el vídeo, las imágenes digitales— se han convertido en la más formidable, masiva
e influyente de las formas de comunicación inventadas por la humanidad a lo
largo de su historia, además de en la base de unas industrias muy poderosas, y
no solo desde el punto de vista económico.
No hay en la actualidad esfera de la vida pública ni privada que escape a la
influencia de esos medios, cuya evolución tanto técnica como expresiva ha sido,
además, rápida y profunda. Sin necesidad de recurrir a encuestas u otro tipo de
estudios generalmente interesados, cabe afirmar que cualquier persona está hoy
expuesta, desde su primera infancia, al influjo determinante de unos medios que
se caracterizan, ante todo, por su inmediatez, su eficacia comunicativa, su
atractivo para quien los contempla y su capacidad de penetración en todos los
niveles de la personalidad individual y de los comportamientos colectivos.
Sin embargo, salvo experiencias muy concretas, basadas generalmente en el
voluntarismo de quienes las emprenden contra viento y marea o en el afán
pasajeramente innovador de algún organismo aislado, el cine y su lenguaje
siguen estando fuera del ámbito fundamental de la enseñanza. Tras muchos años
de resistencia tenaz, relacionada seguramente con la suspicacia cuando no la
abierta hostilidad de las distintas religiones frente al universo de las imágenes en
movimiento —“estimuladoras de las bajas pasiones, de la imaginación”,
“peligrosas”, “muestrario de malos ejemplos y conductas inmorales”, entre otras
expresiones por el estilo, que no les impidieron aprender a utilizarlas pronto
como forma de adoctrinamiento, allí donde tuvieron poder para ello—, la
institución escolar permitió la entrada esporádica de algunas películas
instructivas, acompañadas casi siempre por la oportuna explicación de un
enseñante que ayudase al alumnado a extraer los valores positivos y neutralizar
los aspectos perniciosos de lo expuesto en el argumento del filme en cuestión.
Incluso cuando algunos movimientos de renovación pedagógica batallaron en
su momento en pro de la introducción de la imagen cinematográfica en la
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escuela, la mayoría de las veces sus voluntariosos logros se tradujeron en esa
práctica consistente en comentar películas, en aplicar a determinadas materias
curriculares los ejemplos positivos o negativos que podían extraerse de ellas,
cuando no en emplearlas lisa y llanamente para ilustrar esos temas, dado que
resultaban más atractivas, entretenidas y cómodas que las clásicas explicaciones
verbales o apoyadas con imágenes fijas de distintos tipos. Por no hablar de la
maniobra que consistió en admitir ciertas materias relacionadas con el cine y lo
audiovisual a través de asignaturas optativas o bien transversales, que a la postre
y en términos objetivos pareció más destinada a neutralizarlas que a afrontarlas
con la seriedad necesaria.
Independientemente de la buena voluntad y los esfuerzos de quienes se
dedicaron a ello con entusiasmo, se trataba casi siempre de acercarse al
contenido de las películas en cuestión, no de modo sistemático a las formas de
expresión que proponían, no a su lenguaje —vocablo que emplearemos aquí en
su sentido más amplio, sin entrar en disquisiciones terminológicas—, no a los
elementos específicos de la comunicación audiovisual, y mucho menos a los
posibles efectos sobre quienes contemplan sus creaciones.
Dejando por el momento a un lado los motivos por los que tales esfuerzos han
tenido que hacerse siempre a contracorriente, lo más llamativo es que tampoco
había una demanda especial de ese tipo de conocimientos. Trataremos de
explicar más adelante por qué nadie en nuestras sociedades actuales, inundadas
por formas audiovisuales de comunicación —todas ellas hasta hace poco
unidireccionales, por cierto—, se siente audiovisualmente analfabeto. Y no nos
referimos, claro está, ni al manejo de datos —fechas, títulos, autores— que hoy
están al alcance de cualquiera, ni al de ese peculiar vocabulario —travelling,
flash-back, voz en off u over— que durante mucho tiempo constituyeron las
dudosas señas de identidad de la llamada cinefilia. Hablamos del dominio de los
procedimientos expresivos del cine y sus derivados, como forma de asegurar lo
que llamaremos comprensión del significado o significados de cada obra
concreta, que nos parece condición imprescindible tanto para poder adoptar una
actitud personal ante ella como para alcanzar un verdadero disfrute de la misma,
más allá de la simple aceptación pasiva, el gusto superficial o el tan manido
como engañoso entretenimiento.
Porque creemos que el acceso a esos mecanismos es hoy absolutamente
necesario para personas de cualquier edad que viven inmersas en un mundo de
pantallas que vomitan constantemente todo tipo de mensajes palmarios o
encubiertos, es por lo que nos proponemos hilvanar en estas páginas una serie
de reflexiones sobre la comunicación cinematográfica y audiovisual. Unos
apuntes que, partiendo de su desarrollo histórico a grandes rasgos y tratando de
desentrañar sus características fundamentales, desemboquen en la propuesta de
unos métodos de análisis, sencillos pero desde nuestro punto de vista eficaces,
que puedan ayudar en esa tarea, sea cual sea el nivel en el que vaya a llevarse a
11
cabo.
Ni que decir tiene que, después de muchos intentos fallidos y dadas las
circunstancias actuales, no nos atrevemos a imaginar siquiera que los poderes
públicos de nuestro país pudieran asumir de una vez la enseñanza del lenguaje
audiovisual entre las materias que deberían integrar el equipamiento básico de
cualquier ciudadano desde una edad muy temprana. Y decimos básico puesto
que, antes todavía, éste se habrá visto expuesto ya, y de forma intensiva, a la
influencia de la televisión, por ejemplo. Aparte de que hay motivos sobrados para
dudar de que unas instituciones obsesionadas con la educación como simple
engranaje de los sacrosantos conceptos de productividad y competitividad fuesen
capaces de admitir unos planteamientos que llevan consigo, de modo inevitable,
el aprendizaje y la práctica de unas actitudes sustancialmente críticas.
Al formular esas ideas, hemos intentado evitar toda pretensión teoricista y huir
en lo posible de los tecnicismos. Una y otros han contribuido en gran medida a
aumentar la brecha que separa a los creadores de imágenes y a sus
espectadores, quizá porque quienes desde la crítica y otras instancias similares se
han erigido en mediadores entre unos y otros han acabado convirtiéndose
muchas veces más en obstáculos difíciles de superar por su hermetismo y
subjetividad que en puentes capaces de facilitar la reflexión como un servicio
colectivo.
Renunciando a los habituales aparatos de citas bibliográficas y referencias
eruditas —al final del volumen figura una bibliografía cuya consulta y
contrastación será sin duda de gran provecho—, intentamos dirigirnos, no al
especialista, sino al profesional de cualquier rama y al particular aficionado al cine
que quieran adentrarse en el mundo de las imágenes para su propio beneficio o
para ayudar a otros. Y ofrecemos como único aval, que tampoco tiene por qué
ser una garantía, varias experiencias que abarcan desde la puesta en marcha de
una escuela municipal de cine infantil y juvenil, en la Salamanca de los primeros
años ochenta, hasta un par de décadas de enseñanza de Lenguaje Audiovisual y
Teoría de la Comunicación Audiovisual en la Facultad de Bellas Artes de esa
Universidad, pasando por cuantas oportunidades de experimentar con cursos,
cursillos, seminarios, cineclubes y prácticas muy diferentes se nos han
presentado a lo largo de todo ese tiempo.
Lo que sigue es, pues, resultado de una trayectoria que no se traduce en
autoridad alguna, sino solo en el deseo de ser útil, siquiera parcialmente, siquiera
en forma de destello ocasional, a quienes deseen pensar por libre sobre esas
imágenes que nos asaltan en nuestra vida cotidiana, haciéndonos disfrutar en
muchas ocasiones pero condicionando también nuestras mentalidades y
comportamientos quizá bastante más de lo que nos gustaría admitir. Habría que
desterrar de una vez por todas el tópico de que “una imagen vale más que mil
palabras”. Eso solo puede ser cierto para quien no sepa leer… o no quiera
reflexionar a partir de las imágenes, limitándose a consumirlas de forma acrítica.
12
Al presentar estas ideas por escrito, debo dar las gracias a los profesores María
Clemente Linuesa y José Gimeno Sacristán, director de la colección “Razones y
propuestas educativas”, así como a Ediciones Morata, que me han dado la
oportunidad de hacerlo, y a cuantas personas —familiares, amigos, maestros,
alumnos, compañeras y compañeros de trabajo— han estado a mi lado y me han
ayudado tanto en ese ya largo recorrido. Muy especialmente a Ernesto Pérez
Morán, de cuya tesis doctoral, citada en la bibliografía, me he permito tomar, con
su autorización, varias formulaciones esclarecedoras.
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CAPÍTULO PRIMERO
De la linterna mágica al teléfono móvil.
Realidad y representación
cinematográfica
Cuando los Lumière en Francia —o los hermanos Skladanowsky en Alemania o
Thomas A. Edison en Estados Unidos, que esa cuestión importa poco a efectos
prácticos— pusieron a punto sus artilugios de rodaje y proyección, lo primero
que hicieron fue colocarlos delante de algo real. Se trataba, en síntesis, de
máquinas capaces de simultanear, mediante una manivela, el arrastre de una
cinta de celuloide recubierta con una emulsión fotosensible, en la que se
impresionan muchas imágenes fijas y sucesivas, con la acción de un obturador
intermitente que al proyectarlas impide detectar el desplazamiento entre ellas, de
modo que lo que se percibe como imagen en movimiento es una sucesión de
imágenes fijas que adquieren en nuestro cerebro sensación de movimiento, sea
por el fenómeno de la persistencia retiniana, por el llamado efecto phi o por
cualquier otro de los descritos en Psicología a través de la llamada teoría de la
Gestalt o de la Forma y escuelas similares.
Dicen las crónicas que los espectadores de aquellas primeras proyecciones se
sintieron fascinados, ante todo por la sorpresa del hecho en sí, y después por la
impresión de estar asistiendo a algo que no habían podido contemplar en
realidad, al no haberse encontrado en el lugar y en el momento en que se
produjo lo que ahora veían sobre una pantalla. Había nacido eso que años
después se conocería como cine documental y que con el paso del tiempo y los
avances tecnológicos iba a estar también en la base de los programas
informativos de televisión y en la de las imágenes que hoy envían a través de la
Red tanto profesionales de la noticia como aficionados que tuvieron la
oportunidad de presenciar algún hecho que les pareció relevante.
Aunque algunos de los pioneros no fueron conscientes de ello, surgió así un
nuevo tipo de espectáculo, capaz de congregar en una sala oscura a numeroso
público dispuesto a pagar unas monedas por ver prácticamente cualquier cosa
que se le ofreciera, espoleado por la curiosidad que despertaba el hecho pero
también por el placer de contemplar lugares, personas y acontecimientos que
hasta entonces no habían visto nunca. Estaba en marcha, de forma aún
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incipiente, el negocio del cine como industria.
Sería equivocado pensar, sin embargo, que ese nuevo espectáculo había
brotado de la nada. Además de tener detrás una larga serie de experimentos
técnicos de todo tipo, en campos como la óptica, la física recreativa, la
cronofotografía, la estereoscopía y sus derivados, la mayoría de ellos orientados
a la contemplación individual de imágenes llamativas, poseía un antecedente
inmediato de carácter colectivo: la linterna mágica. Lo que andando el tiempo se
llamaría proyector de diapositivas y más recientemente power-point, para
entendernos. Un sistema de proyección de imágenes fijas sobre una pantalla
plana, dotado de una fuente de luz encerrada en una cámara oscura, un juego
de lentes que primero condensan esa luz y después la difunden, permitiendo
lanzarla a cierta distancia, y un soporte en el que se instalan las imágenes,
generalmente dibujadas o impresas sobre un cristal transparente.
Pronto, y a lo largo de los siglos XVIII y XIX (CERAM, 1965; FRUTOS , 1996 y 1999),
los linternistas ambulantes empezaron a combinar el efecto de varias linternas, la
distancia de éstas a la pantalla —usando la retroproyección—, el giro de una
imagen sobre otra y muchos procedimientos ingeniosos más, en busca de la
ansiada sensación de movimiento1, todavía rudimentaria, a la vez que
completaban el espectáculo con su voz, con diversos instrumentos musicales y
con ruidos que aumentasen el realismo de lo contemplado.
Esas sesiones, previamente anunciadas y de frecuencia más o menos periódica
—las fiestas locales, algunas fechas señaladas de la vida ciudadana, etcétera—
habían acostumbrado ya al público a acudir a una sala oscura para dejarse
encantar por lo que allí se le ofrecía. Vistas de viajes, lugares o etnias exóticas,
historias mínimas —dadas las limitaciones físicas y narrativas del procedimiento
—, gags sencillos y ocurrentes, incluso demostraciones de fenómenos naturales y
otras aplicaciones didácticas… No en vano entre los creadores de ese artilugio
figura el jesuita Athanasius Kircher, que lo utilizó a partir de mediados del siglo
XVII en sus clases magistrales del Centro de Estudios Superiores de Roma. En
cualquier caso, el cinematógrafo supuso una novedad solo relativa en cuanto
espectáculo público y colectivo.
Pero se daba ya entonces una dicotomía que precedió asimismo en más de
dos siglos a otra que ha reaparecido en la actualidad y que conviene tener
también en cuenta: las personas cultivadas, de clase media y alta, solían
contemplar con desprecio aquella diversión de barraca de feria, considerándola
vulgar y populachera; sin embargo, algunas de ellas se procuraban una linterna
mágica para uso privado, de aspecto más refinado y diseño elegante —parecida a
un quinqué, pero pedantemente llamada lampadoscopio—, con la que sorprender
y divertir a sus amistades en veladas galantes, mostrándoles las últimas
novedades en materia de imágenes, que solían llegarles de forma periódica,
mediante suscripción servida por el propio fabricante del aparato.
Cuando hoy se debate sobre el futuro del cine como espectáculo colectivo,
15
frente al auge de los home-cinemas o el individualismo de la pantalla del
ordenador y otros artefactos, convendría recordar que antes incluso de su
implantación como tal espectáculo existió esa misma distinción, basada entonces
en diferencias de clase social.
Porque el desdén manifestado por las élites cultas hacia las sesiones populares
tuvo su reflejo en numerosas expresiones de literatos, pensadores e intelectuales
en general, que durante años mantuvieron una actitud combativa contra lo que
consideraban basto y degradante para el gusto, la imaginación y hasta la moral
de las multitudes, que pronto habían hecho del cine una de sus distracciones
favoritas.
Ese fenómeno, cuyas proporciones nos asombran todavía hoy, provocó a su
vez en los fabricantes de los nuevos productos llamados películas un afán de
legitimarlas social y culturalmente, relacionando sus argumentos con temas o
espectáculos ya reconocidos, filmando representaciones de obras de teatro
respetables o adaptando al nuevo medio novelas y relatos de prestigio. Entre
ellos, muchos de origen bíblico, situados por encima de toda sospecha y
suficientemente conocidos para la mayoría de los espectadores, que sin embargo
nunca había podido verlos con sensación de movimiento.
1.1. Documental y ficción
Si los pioneros habían empezado colocando su cámara ante la realidad, muy
pronto la emplazaron también ante espectáculos preexistentes, escénicos y
similares, como si fuese un espectador más, que los filmaba para que pudiesen
contemplarlos quienes no habían asistido a ellos. Y algunos de esos pioneros,
como Georges Méliès, por ejemplo, que procedía del mundo de la magia blanca y
las variedades, comprendió enseguida que podía servirse del nuevo artilugio para
mostrar en una pantalla trucos, escamoteos y otros efectos sorprendentes que
era imposible realizar en vivo. Un terreno en el que alcanzaría también muy
pronto brillantes resultados el aragonés Segundo de Chomón, entre otros
animosos experimentadores.
Estaba surgiendo el cine de ficción, incorporando además componentes
imaginativos que abrían horizontes insospechados al nuevo medio. No solo se
podía ver con sensación de movimiento real lo que había ocurrido lejos de la
presencia del espectador, sino también contar historias cada vez más complejas,
inventadas expresamente y que incluían aspectos muy variados, desde lo más
cotidiano hasta lo puramente imaginario, fantástico u onírico.
Esas dos líneas, la documental y la de ficción, iban a seguir trayectorias
paralelas hasta hoy, entrecruzándose en numerosas ocasiones, prestándose
recursos una a otra y, con demasiada frecuencia, confundiéndose voluntaria o
involuntariamente, en perjuicio del espectador, que influido por una costumbre
irreflexiva o equivocado por ciertas teorías que estuvieron muy en boga hace
años, tiende a conceder más credibilidad a lo que se le presenta como
16
documental que a la ficción sin más; con las graves consecuencias que más
adelante veremos.
Pero detengámonos un momento en esa diferencia. No se puede discutir que
el origen material de los documentales y de las películas de ficción es distinto.
Para abreviar podríamos llamar documental a la obra surgida de la filmación de
algo que seguiría existiendo aunque no lo filmáramos, y ficción a la que supone
la creación de algo —decorados, personajes, situaciones, diálogos—
expresamente para ser filmado, y que de lo contrario no existiría. O, como ha
formulado con sintética nitidez PÉREZ MORÁN en la tesis citada (2011, pág. 19),
por lo que se refiere a ese origen material, “hacer documental es poner una
cámara delante de algo, y hacer ficción, poner algo delante de una cámara”.
Pues bien, a partir de esa diferencia evidente, todo lo demás es espectáculo,
creación, con esos materiales de tan distinta procedencia, de un producto capaz
de llegar a un espectador, atraer su atención, satisfacer su curiosidad, despertar
en él ciertas emociones, transmitirle quizás unos conocimientos nuevos y, desde
luego, una determinada visión de las cosas filmadas y del contexto al que
pertenecen.
Algún ejemplo servirá para apuntalar tan tajantes afirmaciones: los famosos
documentales de naturaleza, que alcanzaron su máxima expresión con los
trabajos del comandante Jacques-Yves Cousteau, los de National Geographic y
en España los de Félix Rodríguez de la Fuente, están sin duda tomados de la
realidad. Los animales que aparecen en ellos no son actores y, aunque estuvieran
domesticados, difícilmente podrían seguir las indicaciones de un guión. Pero,
¿algún espectador resistiría ante el televisor contemplando las parsimoniosas
evoluciones de un delfín si, en vez de cincuenta minutos, el documental durase
lo que realmente tarda ese animal en realizar las acciones que se nos muestran?
O dicho de modo más brusco, ¿a alguien que se dispone a ver ese documental le
interesa lo que hace un delfín a lo largo de toda su vida, que es sin duda
aburridísimo para un espectador acostumbrado a ver imágenes con sensación de
movimiento y un determinado ritmo selectivo?
Bastará recordar el experimento realizado por Andy Warhol en los años
sesenta, colocando una cámara ante el Empire State Building de Nueva York y
filmando durante ocho horas ininterrumpidas (Empire, 1964), para comprobar
que, aparte de su excentricidad, el resultado solo puede tener interés para
algunos teóricos y son contadas las personas que lo han soportado entero.
También los equipos de producción de esos documentales de los que
hablábamos han captado de la realidad una gran cantidad de material en bruto,
pero han construido con él —en eso reside su mayor mérito— un relato capaz de
atraer la atención del espectador medio. Han antropomorfizado las acciones
espontáneas del delfín, mediante esa operación llamada montaje y con la ayuda
de una banda sonora explicativa, hasta hacer que un macho y una hembra que
quizá no se hayan encontrado jamás, y que pueden haber vivido de hecho en
17
océanos muy distantes, interpreten en la pantalla una tierna peripecia de cortejo
que emocionará a quien la contempla tanto como alguna escena de una película
con personajes humanos. Lo mismo puede decirse de la búsqueda de alimento,
el cuidado de las crías y cualquier otro aspecto de su existencia, siempre que se
nos presente con el carácter de síntesis y la cadencia adecuada para mantener
nuestra atención.
Y no hay fraude en esas operaciones, que son auténticamente creativas
aunque partan de imágenes captadas de la realidad. Hay, como en las películas
de ficción, elaboración de un espectáculo, según unas convenciones establecidas
y que el espectador acepta cómodamente, sin ir más allá. El fraude residiría en
presentar esas imágenes asegurando o dando a entender que son reales, y no en
el sentido hiperbólico que la gran industria del cine dio a la expresión “real como
la vida misma”, a modo de aval máximo para sus productos de ficción, sino
queriendo decir subrepticiamente que son verdaderas2. Si se piensa en las
repercusiones de este planteamiento sobre las imágenes supuestamente reales
que se nos proporcionan a diario en cualquier programa informativo de
televisión, se comprenderá la magnitud del asunto.
Es ejemplar en este terreno el caso de Las Hurdes, tierra sin pan (1933), de
Luis Buñuel, con la colaboración de Pierre Unik, Eli Lotar, Ramón Acín y Rafael
Sánchez Ventura en distintos cometidos3. El cineasta no ocultó (GUBERN y
HAMMOND, 2009. pág. 182) que había hecho interpretar a los habitantes de aquella
comarca deprimida las actividades que desarrollaban en su vida real, tras ensayar
cuidadosamente para que se ajustaran lo más posible a lo previsto. Es muy
conocida la escena de la cabra: al saber que los hurdanos rara vez comían carne,
solo cuando se despeñaba de los elevados riscos circundantes alguno de esos
animales, Buñuel hizo que dispararan a uno de ellos desde fuera del encuadre,
pero no le importó que se viera fugazmente, en el borde derecho de éste, el
humo del disparo…
Aunque hubiera sido un descuido, producto de las penosas condiciones
materiales en que se realizó el montaje, es que el plano siguiente muestra la
caída vista desde arriba del risco, con lo que tenemos que deducir que se trata
de tomas diferentes de dos cabras distintas, dado que la cámara no habría
podido ocupar la segunda posición, que era donde debía de estar el animal.
Algo parecido ocurre con el burro muerto tras ser atacado por las abejas
escapadas de la colmena que transportaba, o con el niño cuyo entierro se realiza
aguas arriba de un arroyo, con la niña que llevaba tres días enferma abandonada
en la calle y con tantos otros pasajes de la película, cuidadosamente
reconstruidos. E insistimos en que no hay la menor voluntad de engaño en todo
ello, entre otras razones porque el comentario sonoro, escrito tiempo después del
primer montaje, está redactado en primera persona del plural, con lo que cuando
un niño escribe en la pizarra de la escuela una frase tan chocante en ese
contexto como “Respetad los bienes ajenos”, la voz se encarga de subrayar que
18
lo hace, no por su propia iniciativa ni la del maestro, sino “a instancias nuestras”;
es decir, de los autores del filme, que establecen así la necesaria distancia
mediadora entre la realidad, su representación y el espectador que contempla
ésta.
A pesar de todo eso, la primera versión francesa de la película se iniciaba con
el rótulo “Un documentaire de Luis Bunuel” y Las Hurdes, tierra sin pan ha
quedado para la posteridad como uno de los grandes hitos de ese género,
cuando se trata de una reconstrucción inventada expresamente para transmitir la
sensación de lo que era la vida en aquella zona. Y la confusión a que ello induce
ha llevado, por ejemplo, a muchos habitantes de Las Hurdes a denostar al
cineasta aragonés por la mala imagen que proyectó sobre la comarca, cuando
todo indica que su intención fue precisamente denunciar el abandono en que se
encontraba por parte del gobierno republicano del llamado bienio negro —que
prohibió la difusión de la película alegando los mismos motivos— y más
adelante, cuando en 1937 se redactó el rótulo final que exhibe hoy la copia
recuperada por la Filmoteca Española, alertar contra el levantamiento militar de
julio de 1936.
La clave del problema de fondo se manifiesta, y tendremos que volver sobre
ello, en esa expresión que se ha introducido a sangre y fuego y desde hace
décadas en la mentalidad de cualquier ciudadano, que ni siquiera se cuestiona su
significado: eso que me muestran debe ser verdad “porque lo he visto con mis
propios ojos”… Como si entre los propios ojos y la supuesta realidad que se le
presenta no existieran el objetivo de una cámara, la elección —o aceptación
obligada— de un punto de vista por quien la maneja, el tamaño del encuadre y
de las personas y objetos que aparecen en él, la incalculable importancia de lo
que queda fuera, también de forma voluntaria o involuntaria, y tantos otros
elementos a los que nos iremos refiriendo poco a poco.
Para explicarlo, se ha dicho con sorna que si en la primera película conocida de
los hermanos Lumière, Salida de los obreros de la fábrica Lumière (La sortie des
usines Lumière, 1895), la cámara la hubieran tenido los trabajadores en vez del
patrón, el resultado habría sido probablemente diferente4.
Pero la confusión, deliberada o no, entre lo real y lo representado no es el
primer engaño que acepta de buen grado cualquier espectador de cine,
televisión, vídeo, etcétera. Antes ha sido, como apuntábamos, la sensación de
estar contemplando imágenes en movimiento, cuando cualquier persona sabe o
puede saber fácilmente que son fijas pero proyectadas con una cadencia
determinada (24 por segundo en el cine sonoro convencional, 25 en televisión y
sus derivados) para engañar a nuestro imperfecto sentido de la vista y hacer que
envíe señales equívocas al cerebro.
Hay más. Cuando cuentan las leyendas fundacionales que los asistentes a las
primeras sesiones públicas se levantaban espantados de sus asientos al ver
acercarse en la pantalla un tren a toda velocidad, tenemos que aceptar que,
19
junto a su ingenuidad, estaban confiriendo sensación de profundidad, de lejanía
y cercanía, además de materialidad, a unas luces y sombras proyectadas sobre
una especie de sábana que al entrar en la sala habían podido comprobar que no
tenía más de un milímetro de espesor y posiblemente estuviera adosada a la
pared, con lo que no cabían trucos a ese respecto5.
Habría que pensar en ello cuando los fabricantes de películas actuales se
empeñan en vendernos como la última novedad cualquier artefacto que se
supone que aumenta el realismo de las imágenes, a costa de perjudicar nuestros
sentidos con unas molestas anteojeras y unos ruidos ensordecedores. Pero
tendremos que revisar antes otros avances técnicos mucho más útiles, como
fueron la incorporación del sonido sincrónico, el color, los grandes formatos de
pantalla, etcétera. Avances que, al mismo tiempo que añadían atractivo a los
productos, ampliaban el abanico de posibilidades expresivas del medio e
incrementaban la sensación de realidad para un espectador que desde el principio
se había mostrado dispuesto a aceptar como real casi cualquier cosa que se le
ofreciera en la pantalla, por rudimentarios que fuesen el procedimiento de
proyección e incluso la calidad de las imágenes mismas.
El hecho de asignar profundidad —una forma de relieve, al fin y al cabo— a
ese juego de luces y sombras sobre un plano responde en el fondo al mismo
efecto que se producía en las grandes salas provistas de anfiteatro y con la
cabina detrás de éste cuando algún gracioso situado cerca de la ventanilla jugaba
a proyectar sombras chinescas con sus manos: ni los más agudos teóricos de la
comunicación audiovisual serían capaces de contener el impulso reflejo
consistente en mover la cabeza para seguir viendo por detrás de esa sombra, en
vez de reaccionar con sensatez y mirar hacia atrás para descubrir quién estaba
interceptando el recorrido del haz de luz desde el proyector a la pantalla…
O el efecto que podemos comprobar todavía hoy, cuando entramos en la
pequeña sala de unos multicines una vez comenzada la proyección y, en lugar de
esperar razonablemente unos instantes a que nuestras pupilas se acostumbren a
la oscuridad y a que algún plano más luminoso nos ayude a localizar una butaca
libre —algo no tan difícil últimamente, por desgracia—, nos precipitamos
vacilantes por el pasillo, con la vista fija en la pantalla para no perdernos nada de
lo que desfile por ella, empujando y pisando cualquier obstáculo que se
interponga en nuestro camino hasta llegar a la butaca en cuestión, habiendo
perdido bastante más tiempo y padecido y creado más incomodidades que por el
otro procedimiento.
1.2. Verdad, mentira y fascinación
Son las consecuencias, anecdóticas pero muy significativas, de otro de los
fenómenos claves: la fascinación. Esa especie de encantamiento que nos permite
seguir con atención el discurrir de las imágenes, reconocer lo que representan,
20
hacernos la ilusión de que entendemos lo que significan y emocionarnos hasta el
llanto o la carcajada, sin plantearnos preguntas incómodas que interrumpirían el
flujo de la comunicación en la que hemos aceptado intervenir como puros
receptores pasivos.
Con razón dice el Diccionario de la Real Academia que fascinar es, ante todo,
“engañar, ofuscar”, pero que fascinante es lo “sumamente atractivo” y que
fascinación es a la vez “engaño o alucinación” y “atracción irresistible”. En esos
dos aspectos en apariencia tan distintos radican el éxito arrollador del
espectáculo cinematográfico desde sus orígenes y, al mismo tiempo, el riesgo de
manipulación —sensorial, emocional, intelectual e ideológica— que corre el
espectador no avisado.
Si el aspecto positivo de la fascinación nos permite disfrutar de un espectáculo
atractivo e incluso colaborar activamente para que cualquier situación ficticia
adquiera para nosotros un sentido determinado, el negativo neutraliza al menos
de forma momentánea nuestra capacidad crítica, dejándonos prácticamente
indefensos frente al significado de esos mensajes —sean del tipo que sean— y,
sobre todo, frente a la visión del mundo, de las relaciones humanas y de otros
muchos fenómenos de primera importancia que, queriendo o sin querer, nos
transmiten. También volveremos más adelante sobre este asunto decisivo.
Retengamos por ahora la afirmación de Hans, protagonista de la película
Madrid (1987), de Basilio Martín Patino, que representa en ella a un
documentalista enviado a España por una televisión alemana para reflejar los
cambios producidos en la ciudad desde la Guerra Civil, y que tras varias jornadas
agotadoras de trabajo, reflexiona con lucidez, basada en su larga experiencia:
“Las cámaras nunca transmiten la verdad entera. Su sustancia no es la verdad o
la mentira, sino la fascinación” (PÉREZ MILLÁN, 2002, pág. 249).
Esa aseveración tan simple y de consecuencias tan trascendentales, ha sido
eludida —por ignorancia o de forma interesada— durante mucho tiempo por
aquellos teóricos y críticos de la especialidad que no iban más allá de la
distinción entre verdad y verosimilitud6, en el sentido de credibilidad, y se
comprueba con dos ejemplos contrapuestos pero coincidentes en su sentido.
Por un lado, el hecho de que, aunque no lo pensemos expresamente, cuando
pagamos una entrada para ver una película esperamos que se nos engañe bien
durante el tiempo que dure ésta. Seguimos la acción como si estuviera
ocurriendo para nosotros y nos irritamos si un anacronismo ostensible —un
soldado romano con un reloj de pulsera, un indio sioux con unas zapatillas
deportivas—, algún decorado defectuoso y cualquier otro fallo de producción
visible, o bien el ruido o conversación de un vecino de butaca o una interrupción
inesperada de la proyección, nos arrancan bruscamente de nuestro estado de
voluntario embobamiento, recordándonos que estamos asistiendo a un
espectáculo prefabricado. Y si la interrupción, muy frecuente en otros tiempos,
iba acompañada, como era preceptivo, por el encendido de las luces de la sala,
21
merecía la pena observar las expresiones de estupor de muchos espectadores,
visiblemente molestos al tener que admitir de pronto que estaban inmersos en
una colectividad anónima cuya presencia habían olvidado por completo7.
En el extremo contrario, el sorprendente y tozudo candor con el que una tarde
tras otra nos sentamos ante el televisor a la hora de las noticias con la idea,
expresa o tácita, de que “vamos a ver qué ha pasado hoy”. Como si no
supiéramos que solo alcanzaremos a contemplar lo que la cadena en cuestión
quiera mostrarnos de entre aquello que haya podido captar o le hayan facilitado
las agencias de las que depende, en el orden que hayan decidido sus gestores y
durante el tiempo de que dispongan, en función de sus intereses y compromisos
informativos, publicitarios o de cualquier otro orden, y sin relación alguna con la
importancia de los hechos en sí. Desde luego, lo que haya pasado hoy queda
muy lejos, físicamente pero también desde el punto de vista del significado.
Como ocurre, en realidad, con cualquier medio de comunicación, pero con la
diferencia del engañoso verismo que añade lo audiovisual. Solo nos corresponde
el conocido y útil remedio de contrastar el contenido de varias cadenas, con el
consiguiente empleo de tiempo libre y siempre que seamos capaces de mantener
viva la convicción de que todas ellas responden a idéntico mecanismo
comunicativo, aunque sea con fines diferentes.
Pero no se trata solo de esos intereses concretos que puedan condicionar la
forma y contenido de la información que nos llega so pretexto de mostrarnos lo
que ha ocurrido un día cualquiera, y que sería factible desacreditar por su
palpable intención manipuladora. El fondo del asunto consiste en que la imagen
cinematográfica y audiovisual, por su naturaleza y sus características específicas,
no puede ser objetiva —no es materia de verdad o de mentira, en palabras del
documentalista de la película citada—, aunque lo parezca. Y se trata simplemente
de que el espectador, tanto da si de ficción o de noticiarios, sea consciente de
ello, relativice su sentido, intente reflexionar siquiera brevemente después de la
contemplación en el primer caso, y de decantar los datos que le interesan para
una posible comparación en el segundo, convencido —como deberíamos estar
todos al cabo de ciento veinte años de existencia del medio— de su inevitable
parcialidad involuntaria, además de las voluntarias que se le añadan por parte de
cuantos intervienen en la producción.
Hay que tener en cuenta que durante la visión de una película o un programa
de televisión recibimos miles de estímulos visuales y sonoros de manera
simultánea, a una determinada velocidad que no podemos controlar, sino que
nos viene impuesta por el ritmo de la obra misma —a diferencia de la lectura de
un libro, que manejamos a nuestro antojo— y con la tensión añadida que
supone no perder el hilo de la narración, reconociendo rápidamente las figuras
que consideramos importantes y sin querer que se nos escape nada de lo que en
ese instante creemos de más interés… Sería incalculable el número de detalles y
matices que nos pasan inadvertidos, que no somos conscientes de haber
22
percibido siquiera, y que sin embargo han llegado a nuestros terminales
sensoriales y han circulado hasta el cerebro, sin superar el nivel mínimo de lo que
llamamos consciencia.
Y nos estamos refiriendo a algo mucho más amplio, frecuente y pernicioso que
lo que técnicamente se llamó percepción subliminal, o recepción de estímulos
sensoriales que penetran en el cerebro por debajo del umbral de intensidad o
frecuencia que nos permitiría detectarlos, y de los que, por tanto, no llegamos a
ser conscientes pero nos afectarían igualmente, o más si cabe, y podrían acabar
determinando algunas actitudes nuestras sin que conociéramos el motivo8.
Fueran ciertos o no los controvertidos experimentos que en los años cincuenta
del pasado siglo dieron pie a la formulación de esa hipótesis, semejante forma de
comunicación, radicalmente manipuladora, fue prohibida por las leyes de diversos
países y podría ser denunciada si llegara a detectarse. Pero hay que hacer dos
precisiones. La primera es que aquellas pruebas se habrían realizado
superponiendo la imagen o leyenda subrepticias durante un tiempo tan breve,
que sería prácticamente imposible utilizar ese sistema a la cadencia normal con la
que vemos el cine, el vídeo o la televisión sin que advirtiésemos por lo menos un
salto o alteración susceptible de ponernos en guardia.
Y la segunda es que, ante la creencia común de que ese tipo de comunicación
es ilegal, el espectador suele quedarse tranquilo al respecto, sintiéndose
protegido, mientras acepta sin rechistar ni incomodarse todas las formas de
transmisión, sugerencia o imposición suficientemente sutiles a las que venimos
refiriéndonos y que, a nuestro juicio, deberían considerarse tan subliminales
como aquéllas, dado que escapan por completo al control de quien las recibe.
La diferencia estriba en que mientras las imágenes consideradas subliminales
en sentido estricto serían objetivamente imperceptibles para un espectador
normal, los detalles y otros elementos visuales a los que nos referimos pasan
desapercibidos pero aparecen de hecho en la pantalla durante el tiempo
suficiente como para detectarlos. Solo que no nos fijamos en ellos.
No se trata, desde luego, de pedir su prohibición ni nada parecido, que además
sería imposible si, como venimos sosteniendo, forman parte sustancial de la
comunicación audiovisual y de su relación con quien la recibe. Solo podemos
aspirar a neutralizar sus efectos mediante los conocimientos y la práctica
necesarios por parte del espectador, que debería adiestrarse en la captación e
interpretación de los estímulos que recibe y necesitaría apoyo externo y regular
para ello. Es decir, un motivo más para defender a toda costa la necesidad de
una auténtica enseñanza audiovisual integral, y no solo sobre el contenido de sus
producciones.
Cuanto apuntamos a propósito de las imágenes vale igualmente para los
sonidos, y para la combinación constante de unas y otros, presente en la
mayoría de las obras que contemplamos hoy. En la vertiente visual cabe afirmar
que todo lo que aparece dentro de los límites de cada encuadre —las figuras y su
23
tamaño proporcional, pero también el escenario o decorado en que se sitúan, el
punto de vista desde el que están tomadas, los posibles movimientos de cámara
y otros muchos elementos que revisaremos siquiera someramente— nos entra
por los ojos y produce un determinado efecto o combinación de efectos, aunque
no nos demos cuenta. Pero además, en una película o programa sonoros, que
son los más frecuentes, recibimos al mismo tiempo por los menos tres tipos de
estímulos de esa naturaleza —música, ruidos y voces, o su ausencia en
determinados momentos, que también puede ser significativa—, con un número
casi infinito de variantes de volumen, tono, intensidad, ritmo y demás
posibilidades combinatorias.
Quiere esto decir que contemplar una película es una operación mucho más
compleja de lo que parece. Que aunque nos dé la impresión de estar recibiendo
pasivamente una serie de estímulos más o menos agradables, sorprendentes o
interesantes, en realidad estamos procesando una enorme cantidad de datos
visuales y sonoros. Fijamos nuestra atención en unos, desechamos otros —sin
tiempo para hacerlo deliberadamente—, establecemos relaciones entre varios y
almacenamos los más, que permanecerán en estado latente, contribuyendo a que
nos formemos una determinada opinión, no solo sobre la obra en sí, ni sobre lo
que cuenta en primera instancia, sino sobre lo que representa y puede significar.
Todo ello sin que en realidad hayamos tenido la menor posibilidad de hacerlo
voluntariamente y ni siquiera seamos conscientes de haberlo hecho.
Esto, que puede parecer tan rebuscado, se comprueba también con suma
facilidad por nuestra propia experiencia de espectadores. Con la mayor
naturalidad del mundo somos capaces de establecer relaciones que exigen un
cierto nivel de generalización a partir de las sugerencias contenidas en una
imagen cualquiera.
Si vemos en la pantalla, por ejemplo, a una mujer relativamente joven con un
bebé en brazos, establecemos de forma instantánea unas relaciones y conceptos
abstractos, como los de maternidad y filiación. Nada importa que podamos
suponer o incluso sepamos que se trata de una actriz y un niño contratados para
representar algo, y que no existe la menor vinculación familiar entre ellos. En ese
momento, para nosotros son una madre y su hijo.
Lo importante es que si esa figura adulta se dirige a nosotros, proponiéndonos
que compremos un determinado producto de alimentación infantil, pongamos
por caso, nuestra reacción es pensar —o mejor, sentir— que nos habla la madre,
no la actriz, ni siquiera el personaje. De ahí que su aspecto físico, el tono de su
voz e incluso la actitud del bebé en sus brazos resulten especialmente
persuasivos y nos impulsen a adquirir y usar algo de lo que en realidad no
sabemos nada y que probablemente no nos haga ninguna falta.
Otro ejemplo frecuente en el cine y no solo en la publicidad, sobre la que
reflexionaremos con más detalle: si presenciamos una conversación entre dos
personajes teóricamente situados frente a frente y que hablan de forma
24
alternativa, cada uno en su plano propio y mirando a la cámara —lo que
técnicamente se llama plano/contraplano—, no tenemos inconveniente alguno en
aceptar esas supuestas posiciones en el espacio. Por mucho que debamos darnos
cuenta de que en cada caso se dirigen, no al interlocutor, sino a la cámara
misma, que ha debido ser desplazada, junto con los focos y demás instrumentos
de rodaje, en cada plano. Y que se trata, por tanto, de un artificio
laboriosamente construido mediante el montaje. No pensamos que lo más lógico
es que, por razones de producción, se hayan filmado primero todos los planos
correspondientes a uno de los personajes y después los del otro, o mejor aún,
aunque ello entrañe más dificultades para los intérpretes: todas las
intervenciones de cada uno en una sola toma, que después se fracciona y alterna
con las de la otra para crear la impresión de confrontación.
Y lo más probable será que, embebidos en ese juego visual y sonoro al mismo
tiempo, cualquier matiz de la iluminación, del decorado de fondo, de la posición
de la cámara y, por supuesto, de la entonación y textura de la voz de cada uno
de los interlocutores, acabe influyendo en nuestra adopción de una postura
favorable o contraria a uno u otro, tanto o más que el contenido material de sus
palabras.
1.3. La incorporación del sonido
Por eso fue tan importante para la evolución del medio el advenimiento en
1927 del cine llamado sonoro, que técnicamente consistió en la incorporación de
las señales portadoras del sonido en la misma cinta de celuloide de las imágenes,
asegurando así la sincronía. La verdad es que, aparte de algunos experimentos
previos, como el sistema Vitaphone y otros, hasta ese momento las proyecciones
solían ir acompañadas, como vimos ya en los espectáculos de linterna mágica,
por ruidos, música en directo o grabada y voces de narradores presentes en la
sala, que o bien pronunciaban lo que se suponía estaban diciendo los personajes
o bien leían los intertítulos, dados los elevados índices de analfabetismo
imperantes en la época, o explicaban determinados detalles de lo que se veía en
la pantalla9.
El primer cambio sustancial que aportó la incorporación del sonido a la cinta de
celuloide consistió en garantizar que todas las copias que se proyectasen tuvieran
la misma banda sonora, que no fue poco avance. Pero hubo otros: ante todo, la
necesidad de fijar la velocidad de paso de la cinta necesariamente a 24
fotogramas por segundo, para garantizar la perfecta grabación y reproducción de
los sonidos, toda vez que una mínima variación resulta imperceptible para el ojo
humano, pero no para el oído, que capta un aumento de los sonidos graves si la
velocidad es menor, y de los agudos si es mayor.
Se produjo con ello una enorme transformación industrial —muy similar en
muchos aspectos a la que se está produciendo actualmente en torno a los
25
procedimientos digitales— que afectó tanto a los estudios, los equipos y las
técnicas de rodaje como a los laboratorios que procesaban las cintas de celuloide
y en especial a los proyectores y las salas de todo el mundo. Los primeros
tuvieron que ser sustituidos en su integridad, y las segundas acondicionadas, por
lo que muchos pequeños y medianos propietarios, incapaces de hacer frente a
esos gastos, se vieron forzados a vender sus cines o alquilar la explotación a las
cadenas de exhibición, cada vez más poderosas y que acabarían teniendo una
importancia decisiva en la vida comercial de las películas e incluso en su
existencia o no, dada su capacidad para imponer gustos y preferencias a gran
escala.
En otro orden de cosas, el sonido sincrónico añadió nuevas posibilidades
expresivas al lenguaje, que se había desarrollado ya grandemente sin contar con
él. Tanto, que algunos destacados creadores, como Charles Chaplin10, y no pocos
teóricos expresaron su convencimiento de que el sonido iba a restar expresividad
al cine, cuyos autores, técnicos e intérpretes se habían esforzado al máximo por
transmitir hasta las emociones más tenues sin ayuda de la palabra, y hubo
quienes llegaron a expresar el temor de que la incorporación de diálogos —no así
la de ruidos y música, menos limitadores de la expresividad gestual—
representase la muerte del cinematógrafo11.
Se equivocaban, desde luego. Aunque algo de razón tendrían si, al revisar
buena parte de las producciones que se hicieron con el nuevo sistema y en casi
todos los rincones del mundo durante los primeros años treinta, comprobamos
que están recargadas de palabras, son tediosamente discursivas y la mayoría de
sus imágenes resultan planas y convencionales: era mucho más fácil pedirle a un
intérprete que verbalizase sus estados de ánimo que conseguir que los
manifestara con el gesto u otros recursos visuales, y describir con palabras las
características de un conflicto o acción cualquiera que mostrarlas con todos sus
matices a través de la cámara y el montaje.
Tuvo que pasar cierto tiempo para que productores y creadores comprendiesen
que no se trataba de que ahora dispusieran de un recurso más que añadir a la ya
amplia panoplia de posibilidades expresivas, sino que la palabra exigía una
elaboración de diálogos específicamente cinematográfica, no teatral, redundante
ni ampulosa, y que su utilización debía modificar también de forma relevante el
tratamiento mismo de las imágenes. Una nueva forma de hacer cine, en suma.
Se ha dicho a este respecto que los cineastas estadounidenses, menos
condicionados por el peso de siglos de cultura escrita, fueron siempre más
proclives a privilegiar la acción sobre la palabra, a mostrar los hechos en vez de
explicarlos. De ahí que los guiones fueran para muchos de ellos una simple
herramienta de trabajo con la que coordinar la participación de numerosas
personas en un rodaje, mientras que los europeos tendían a escribirlos como si
fueran relatos, teniendo que buscar después la forma de traducirlos en imágenes,
lo que puede explicar su tendencia a lo discursivo y demasiado literario, en el
26
sentido negativo del término. Evitando generalizaciones siempre inexactas por
abusivas, algo de verdad debe de haber en ello si nos atenemos a las mejores
obras creadas por unos y otros a lo largo de la historia del cine.
Otra de las consecuencias inmediatas de la implantación del sonoro fue el
hundimiento de las carreras profesionales de actores y actrices que, después de
superar una primera etapa en la que habían tenido que desprenderse
progresivamente y a veces con gran dificultad de las expresiones faciales y los
gestos grandilocuentes propios del teatro, poseían un timbre de voz, una
entonación o una falta de dominio del lenguaje verbal que les impidieron
adaptarse a las nuevas exigencias del medio. Merece la pena recordar ahora
aquel comentario según el cual ni la mejor actriz de teatro del mundo, que tenía
que actuar siempre en plano general y fijo frente al espectador instalado en su
butaca —y no digamos en el segundo o tercer anfiteatro—, habría podido
competir en capacidad de seducción con cualquier starlette cinematográfica
sonriendo en primer plano, con el maquillaje y la iluminación adecuados, a un
tamaño tal que el citado espectador, además de creerse por un momento
destinatario directo y exclusivo de esa sonrisa, no tiene más remedio que sentirse
fascinado.
1.4. El doblaje y sus consecuencias
Aunque hoy resulte difícil de entender, la invención del doblaje, operación
técnica que consiste en alterar la pista correspondiente a los diálogos en la banda
sonora y que entre otras cosas permite sustituir las voces defectuosas por otras
anónimas, ya que la mayoría de los espectadores acepta la suplantación sin
advertirla siquiera, no fue instantánea. Hubo antes un período en que las grandes
productoras estadounidenses atrajeron a un cierto número de escritores,
guionistas e intérpretes de las áreas idiomáticas más nutridas, para rodar varias
versiones de una misma película y asegurarse así su distribución en los países
correspondientes, con un coste añadido y unos problemas de producción fáciles
de imaginar12.
Sin embargo, el doblaje traería consigo otras importantes consecuencias de
todo tipo. Por lo pronto, hace posible que instancias ajenas a la producción
intervengan en las películas modificando sus diálogos por distintos motivos, y la
triste historia de la censura en bastantes países, en particular en España, está
llena de ejemplos que parecerían grotescos si no hubieran sido tan graves (ÁVILA,
1997). Es significativo el hecho de que el doblaje fuera impuesto como
obligatorio en España por una orden del gobierno franquista de abril de 1941,
paralela a otras que prohibían, por ejemplo, el uso de idiomas extranjeros en los
nombres de establecimientos públicos y similares, y pretendían hacerlo con la
peregrina intención de “conservar la pureza del idioma en todos los ámbitos del
Imperio Hispano”.
27
Esa norma acostumbró de hecho a un par de generaciones de españoles a ver
las películas extranjeras siempre dobladas, y la reintroducción de otros métodos
que respeten más la integridad de la obra original ha resultado prácticamente
imposible hasta ahora. Durante algunos años, la existencia de salas especiales
llamadas “de arte y ensayo”, en las que se autorizaba la proyección de películas
en versión original subtitulada, además de contar con una censura algo menos
rígida —por ese convencimiento común a los regímenes autoritarios de que lo
restringido a pequeños círculos selectos es menos peligroso para el orden
establecido que lo que llega a conocimiento de las masas—, hizo pensar que se
recuperaría un sistema habitual en muchos países, pero a la larga, las cifras
comparativas entre espectadores de una misma película en versión original o
doblada resultan desoladoras y desaniman a los distribuidores, impulsándolos a
mantener esta segunda opción como forma de exhibición prácticamente
exclusiva.
Por otro lado, la extensión del hábito consistente en oír hablar a las grandes
estrellas de la pantalla en el idioma del espectador iba a tener unas repercusiones
nefastas sobre las cinematografías de los países más débiles en ese terreno. En
una industria tan competitiva como desigual a escala planetaria —donde toda
empresa distribuidora intenta que se vean sus películas y no las de las demás,
dado que el público suele acudir al cine un determinado número de veces, cada
vez menor por cierto, y no siempre en función de lo que ofrezca la cartelera—, y
dominada de forma avasalladora por la producción estadounidense, el doblaje de
las películas en un país como España significa entregar sin más a la competencia
un arma formidable: el idioma del espectador, que verá con gusto habladas en él
las grandes superproducciones y los éxitos publicitados a escala mundial, en
detrimento de las películas que se refieren a su entorno más cercano, a la
sociedad en la que vive, a la realidad cotidiana…
Una política proteccionista —que siempre sería moderada en comparación con
la que aplican a sus productos los propios Estados Unidos— consistente en
gravar la importación de películas para su exhibición doblada y destinar el dinero
resultante a las siempre controvertidas ayudas al cine hecho en España, sobre las
que habría mucho que debatir aunque no en este lugar, podría haber paliado el
problema, pero ha sido imposible aplicarla por las rígidas normas de la llamada
economía de mercado y la tenaz resistencia de los diversos sectores implicados,
en los que naturalmente tienen también preponderancia los vinculados al capital
estadounidense.
Si nos hemos detenido en este asunto es por sus evidentes repercusiones
sobre cualquier planteamiento relacionado con la enseñanza del cine, que es el
tema que aquí nos interesa.
1.5. El color y los grandes formatos
Con la incorporación del sonido sincrónico y con la del color, producida muy
28
poco después —a mediados de los años treinta—, también extraordinariamente
compleja desde el punto de vista técnico y que, aparte de su indudable
vistosidad, aportó a algunos cineastas nuevas posibilidades expresivas, aunque la
mayoría se limitaron y continúan limitándose a emplearlo de forma simplemente
decorativa, acabaron en realidad las grandes innovaciones técnicas del
cinematógrafo.
De hecho, fue la última que incrementó efectivamente la sensación de realismo
del cine: es indiscutible que una película en color parece más real que otra en
blanco y negro, pero sería erróneo pensar, como se ha dicho en ocasiones, que a
ésta le falta algo sustancial. Basta volver sobre los grandes títulos clásicos para
constatar que su hipotético realismo no es en modo alguno limitado, y por otra
parte, sigue habiendo en la actualidad creadores que consideran que para la
comunicación que pretenden proponer con alguna de sus obras es mejor el
blanco y negro que el color13.
A partir de la implantación de éste, la mayoría de las novedades que se han
presentado como capaces de incrementar el realismo de la imagen
cinematográfica —y en particular la reciente moda/manía/maniobra de las
llamadas tres dimensiones— no hacen otra cosa que potenciar su
espectacularidad, que es algo muy diferente. La modificación de los formatos de
rodaje y proyección —es decir, de la razón aritmética existente entre las medidas
de la base y la altura del fotograma, y por tanto de su reflejo en la pantalla,
tomando como unidad la altura y siendo el formato tradicional mudo 1:1,33, el
sonoro 1:1,37 y el cinemascope, por ejemplo, 1:2,66 o bien 1:2,35— ofreció
nuevas posibilidades narrativas y estéticas, al proporcionar más horizontalidad al
encuadre y permitir formas de composición hasta entonces desconocidas. Pero
no variaron sustancialmente los elementos que configuran la expresividad
cinematográfica.
Algo parecido puede decirse de otros ensayos técnicos que se sucedieron casi
tumultuosamente. Como la ampliación del ancho del soporte de celuloide desde
los 35 milímetros clásicos hasta los 70 mm, operación que fracasó después de
presentar varias producciones, entre otros motivos porque su extensión habría
exigido una nueva sustitución de los proyectores de todas las cabinas, aparte de
sus elevados costes de producción y distribución. Nuevos sistemas de rodaje y
proyección que permitían una imagen más amplia, como la VistaVisión, el ToddAo, etcétera. O el complejísimo procedimiento llamado Cinerama, que pretendía
obtener la sensación de que se cubría todo el campo visual a base de rodar y
proyectar con tres cámaras simultáneamente. Varios intentos verdaderamente
pintorescos y por supuesto fracasados de conseguir el cine con olor. Así hasta las
más recientes pantallas curvas de la marca comercial Imax, las de leds
electrónicos y similares u otras innovaciones aportadas por los sistemas digitales
de proyección, continuadoras de la ya larga tradición de los efectos especiales
como forma de incrementar la sensación de realismo, además de las que sin
29
duda vendrán, en una carrera desaforada y en el fondo suicida para impresionar
al espectador, que se cansa pronto de tales novedades.
Este frenesí de ingeniería industrial aplicada al espectáculo —y aquí empleamos
el término en el sentido de su tercera acepción en el diccionario de la Real
Academia: “Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es
capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro,
dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”— tuvo su origen inmediato
en la necesidad de competir contra un rival surgido a finales de los años treinta
pero que no se difundió suficientemente hasta después de la Segunda Guerra
Mundial: la televisión.
Con el agravante de que la disyuntiva planteada en la definición académica se
desequilibra enseguida y los nuevos sistemas se inclinan decididamente por
dirigirse a la vista en detrimento de la contemplación intelectual. De entre los
ejemplos citados, el más explícito es el de las pantallas semiesféricas, capaces de
asombrar al espectador que se ve de pronto inmerso en un universo envolvente
de imágenes y sonidos, pero que apenas pueden sostener una mínima narración
coherente. Su utilización queda reducida a servir de complemento aparatoso a
otras instalaciones, sean éstas museísticas, didácticas o de mera diversión14. Se
diría que la industria audiovisual se esfuerza en ofrecer —vender por todos los
medios— baratijas cada vez más atractivas a cambio de la capacidad de
discriminar, analizar, criticar y en resumen reflexionar que constituye el más
valioso patrimonio del espectador en cualquier sociedad contemporánea.
1.6. La televisión
Es asimismo indudable que la televisión, como instrumento para introducir en
la intimidad de los hogares películas pero también una variada programación de
nuevo cuño, representó un cambio trascendente en las formas de expresión
audiovisual. Su evolución técnica siguió caminos paralelos, aunque
progresivamente acelerados: del blanco y negro inicial al color, de las pantallas de
formato equivalente al 1:1,33 clásico del cine —ahora conocido como 4/3— a las
panorámicas —16/9— y a los diversos intentos de proporcionar sensación de
relieve. Pero su penetración en la sociedad fue mucho más intensa y eficaz.
Aunque al principio pareció que constituía una amenaza para el cine, a la larga
no resultó tan grave como habían previsto los agoreros y pronto se convirtió en
una aliada, actuando después como un parásito poco rentable. El gran público no
dejó de acudir a las salas en cantidades significativas porque tuviera la
oportunidad de contemplar películas en casa, junto a los nuevos telefilmes y
otros géneros específicos. Hubo un período intermedio en el que pareció que la
explotación de películas a la vez en taquillas y en televisión, publicidad mediante
y con el perjuicio para el espectador de los temibles cortes para introducir
anuncios, representaba una coexistencia hasta cierto punto civilizada. Al mismo
30
tiempo pudo observarse que numerosas cadenas utilizaban de forma masiva el
cine —y no siempre de calidad siquiera aceptable— para rellenar sus parrillas de
programación con películas de bajo coste. En determinados países, las empresas
de televisión funcionaron al menos parcialmente —y de grado o por la fuerza de
las
correspondientes
normas
proteccionistas—
como
productoras
cinematográficas.
Más recientemente, cine y televisión parecen destinados a ceder el paso al
huracán de imágenes digitales vía Red y similares, aunque es cierto que para la
televisión la amenaza quizá resulte algo menos grave o inminente que para el
cine, que da la impresión de estar abocado hoy a la desaparición, o al menos a
una nueva y profunda reconversión, como espectáculo público y de carácter
colectivo15.
Sin olvidar un fenómeno sobre el que parece existir acuerdo generalizado: son
algunas productoras de televisión, a través de un impresionante renacimiento de
las series —herederas lejanas de los viejos seriales cinematográficos que llegaban
a las salas en los años diez del pasado siglo, descendientes a su vez de los
folletines literarios por entregas decimonónicos— las que están ofreciendo
actualmente productos audiovisuales de más calidad. Y resulta curioso comprobar
las similitudes existentes entre esos dos fenómenos, separados por tantos años
de distancia: los folletines por entregas y las series de televisión empezaron
siendo productos populares, construidos con lenguajes muy accesibles y con
unos recursos narrativos sorprendentemente parecidos; en sus comienzos fueron
despreciados por las élites cultas, pero acabarían imponiéndose por su
indiscutible validez. Bastará recordar que obras de tanta importancia literaria
como Crimen y castigo, por ejemplo, fueron en su origen novelas por entregas.
Pero cuando se habla de la posible extinción de las salas de exhibición no debe
entenderse con ello que ha llegado la tantas veces anunciada “muerte del cine”,
sino solo la de una forma concreta de comercializarlo, que hizo fortuna desde los
orígenes, alcanzó a vivir una época dorada y ha venido sufriendo en los últimos
tiempos una serie de duras competencias que, al mismo tiempo, han propiciado
no pocos cambios en su forma específica de expresión.
A los fines que aquí nos interesan, deberíamos retener dos fenómenos
fundamentales: esa modificación de la expresividad cinematográfica bajo la
influencia de los géneros televisivos, con su consiguiente repercusión sobre los
hábitos de los espectadores y, de modo muy especial, el hecho hasta entonces
insólito de que, con la extensión de la televisión —y la posterior implantación
masiva de los artefactos y soportes digitales—, los niños tienen a su alcance las
imágenes audiovisuales prácticamente desde su nacimiento y de forma constante
e inmediata.
Por lo que se refiere al primero, nos limitaremos a sugerir que también la
televisión se apuntó pronto a la loca carrera por el supuesto mayor realismo.
Junto a un período particularmente fecundo para lo que hemos llamado
31
documental en su sentido convencional, género que el público no parecía
dispuesto a ver en salas, previo pago de la entrada, pero de enorme interés
informativo, estético y didáctico —aun con todas las reservas que formulamos
más arriba—, surgió la gran novedad específicamente televisiva, que es la
transmisión de imágenes de acontecimientos de muy diversos tipos en directo,
con las vicisitudes y salvedades que ahora repasaremos brevemente.
Mientras tanto, la obsesión, de raíz a todas luces comercial, por aumentar esa
impresión de realismo inmediato ha desembocado en dos engendros igualmente
abominables: los programas centrados en discusiones desaforadas sobre asuntos
irrelevantes que constituyen la llamada televisión-basura y la moda de las
trasmisiones continuas de experiencias vividas por grupos preseleccionados en
situaciones cerradas o extremas, que reciben el sospechoso nombre de realityshows y con frecuencia, además, realimentan a los primeros, en una simbiosis
letal.
Ni unos ni otros merecerían la menor atención si no fuera porque están
modelando actitudes de las audiencias a una velocidad hasta ahora desconocida
y que los conecta directamente, además, con el segundo de los fenómenos que
sugeríamos y sobre el que debemos detenernos algo más.
Por expresarlo primero frontalmente y después de forma más matizada:
¿alguien pondría en cuestión que un niño —y perdónesenos la incorrección
política de usar el genérico y no caer en el recargado e innecesario “niños y
niñas”— que haya visto uno de esos demenciales aquelarres que son los espacios
llamados del corazón puede dudar de que tener razón significa gritar más que los
demás y acallar al discrepante con continuos berridos o con insultos cada vez
más sórdidos?
La primera prueba palpable de ello es que, de forma significativa, las tertulias
sobre temas políticos y de actualidad, que tienen ilustres precedentes y son una
de las variantes más respetables de géneros específicamente televisivos, se les
asemejan cada vez más: no se trata de argumentar mejor, sino de salirse con la
suya a cualquier precio, incluidas las descalificaciones más groseras y los golpes
bajos que en cualquier taberna darían lugar a una escaramuza solventada a
navajazos.
Entrando de lleno en la materia: los recién llegados a este mundo van a tener
primero una visión televisada del entorno que les espera y después la auténtica,
que deberán ir descubriendo poco a poco, a base de desengaños la mayoría de
las veces. Piénsese que a los integrantes de generaciones mayores la televisión
les salió al paso en la infancia o primera adolescencia, cuando ya tenían una
mínima experiencia de lo que los rodeaba, por limitado que fuera. Y les encantó
el nuevo medio, sobre todo, porque sus imágenes —aun en blanco y negro,
llenas de nieve y con frecuentes interferencias e interrupciones— se parecían a lo
poco que conocían de su pequeño universo cotidiano: una vaca se parecía a una
vaca, un coche a un coche, etcétera. Y le dieron un sobresaliente al nuevo medio,
32
precisamente por ese rudimentario parecido con lo real.
Pues bien, la mayoría de los miembros de las generaciones posteriores —las
crecidas a partir de los años sesenta— han tenido la experiencia exactamente
contraria: con la televisión en casa o muy cerca, creían conocer realidades
remotas o simplemente alejadas, como una playa para un niño del interior
peninsular, por haberlas visto ya mil veces, depuradas y embellecidas además por
motivos generalmente publicitarios. Hasta que les tocaba descubrir las playas de
verdad, más o menos sucias de algas, plásticos o alquitrán, llenas de obstáculos
que impiden jugar con libertad y de adultos que vociferan órdenes y
prohibiciones… La conclusión es inevitable: lo normal es que esos niños den un
suspenso al mundo real, por lo poco que se parece al imaginario e idealizado que
las imágenes de televisión les habían presentado desde tan pronto, haciéndoles
creer que era así de verdad.
Habría que analizar en profundidad las repercusiones de este sencillo
mecanismo sobre la insatisfacción e incluso la agresividad —no, desde luego, las
protestas y rebeldías producto de una indignación más que justificada— de
muchos jóvenes ante esa decepción frente al mundo ideal que
irresponsablemente habían puesto ante sus ojos, sin proporcionarles al mismo
tiempo los instrumentos necesarios para distinguir lo audiovisual de lo real.
Como sería necesario estudiar también las consecuencias que una percepción
mayoritariamente audiovisual tiene sobre la formación y desarrollo de las
estructuras fundamentales del pensamiento, en la línea de lo que psicólogos
como Lev Vigotsky, Jean Piaget y otros investigaron hace ya tantos años a partir
del lenguaje verbal16.
Otra anécdota, no por conocida menos significativa: la del pequeño aficionado
al fútbol que acude con su padre por primera vez a un gran estadio, en una
especie de ritual de iniciación no exento de componentes mágicos. Espectador
habitual de retransmisiones en directo y de todos los programas futbolísticos
habidos y por haber, jugador empedernido en su consola, la primera sorpresa
consistirá en descubrir que, desde el segundo o tercer anfiteatro, el campo de
juego se parece más a un viejo futbolín que a otra cosa. Vendrá después el
probable agobio de verse sumido en una multitud que grita sin parar, junto con
la dificultad para concentrar la mirada en las incidencias del juego. Si se produce
un gol, seguramente inesperado para nuestro protagonista, la desazón se
convierte en sobrecogimiento ante la algarabía desencadenada. Cuando las
masas circundantes se calman poco a poco, el niño pregunta a su padre: “¿No lo
repiten?”. Y como no hay repetición, decide de forma natural y refleja que el
mundo real no vale nada en comparación con su mundo audiovisual, que él creía
verdadero.
Hasta a un adulto poco avisado, y aficionado en este caso al ciclismo, podrá
ocurrirle algo parecido si un día se deja llevar por su pasión y decide acudir a
contemplar en vivo una etapa decisiva de una prueba importante. Tras madrugar
33
para ocupar un sitio privilegiado en primera fila, buscar con dificultad un
aparcamiento cercano, abrirse paso entre una muchedumbre poco amistosa,
ocupar por fin el lugar deseado y esperar un buen rato… verá pasar fugazmente
unas figuras de las que apenas alcanzará a vislumbrar el color de los equipos a
los que pertenecen y con más dificultad la identidad de los corredores en
cuestión. Y si ha sido tan sagaz como para situarse —con bastante más trabajo,
desde luego— tras la línea de meta, podrá disfrutar durante más tiempo de un
disputado sprint, pero apenas percibirá otra cosa que un compacto grupo de
muñequitos que agitan agónicamente las piernas y forcejean con los codos, sin
que ninguna referencia perpendicular a la carrera le permita saber en qué orden
vienen y qué distancia exacta los separa.
Con lo bien que se ve el ciclismo de carretera en televisión, gracias a varias
cámaras que captan lo fundamental desde muy cerca, algunas de ellas situadas
en motos para seguir a los principales corredores o en helicópteros para ofrecer
planos impresionantes, con comentaristas que dan cuenta de las diferencias entre
aquéllos y un realizador experto seleccionando al instante lo que mejor puede
satisfacer la curiosidad de los espectadores. Y no es que el ciclismo sea algo
televisivo en sí mismo. De hecho existía y tenía acérrimos partidarios bastante
antes de la televisión. Es que ésta hace de él, como de tantos otros deportes, un
espectáculo inigualable.
Volviendo a nuestra argumentación sobre lo real y su representación
audiovisual, deberemos matizar que, aunque el documental es la filmación de
algo que existiría con independencia de que fuese filmado o no, también es
cierto que cada vez más, y por intereses de carácter comercial y de lucha
despiadada por las audiencias, la presencia de las cámaras y sus portadores
tiende a interferir en la realidad que se supone iban a reflejar. Aludimos a
fenómenos como el tv-time, o pausa en el desarrollo de un partido,
especialmente de baloncesto, además de las que reglamentariamente tienen
derecho a solicitar los entrenadores de los dos equipos en liza, pero ésta
impuesta por la necesidad de incluir anuncios de las empresas que patrocinan o
financian la transmisión y que interrumpen con ello el normal desarrollo del
juego.
Hay también otros ejemplos más cercanos, como cuando un cámara y un
reportero intrépidos acosan a un jugador para captar, lo más en vivo posible, sus
reacciones por haber fallado un penalti, por ejemplo; o lo esperan al borde del
terreno de juego al final del partido o en el descanso, si no lo invaden en cuanto
suena el pitido del árbitro, con el fin de obtener una declaración lo más caliente
posible y hasta algún exabrupto que dé lugar a la polémica, alimentada después
artificialmente durante días y semanas de inagotable programación deportiva. Por
no hablar ya de circunstancias extremas, pero no inventadas, en que las citadas
motos o los helicópteros que portan cámaras empujan o derriban a corredores
que peleaban ajenos a su presencia.
34
Por eso resulta sorprendente que todavía hoy haya deportistas —y políticos y
figuras públicas en general— que olvidan momentáneamente que están siendo
escrutados por las cámaras y se permiten gestos o expresiones que serán
utilizados de forma reiterada y jocosa en su contra. Esto nos llevaría a otra
digresión sobre el carácter de intérpretes de un determinado espectáculo que
adquieren de modo inevitable los protagonistas de una acción en principio real e
independiente de su filmación o no. Y que vendría a conectar directamente con
las reflexiones ya clásicas en fotografía sobre la condición de actor que adquiere
cualquier persona captada con una cámara y que, sin poder remediarlo, posa por
el simple hecho de ser consciente de estar siendo fotografiada.
Aunque no lo fuera: recordemos aquel género tan en boga hace unos años
que se conocía como cámara oculta y que ha vuelto a aparecer recientemente
bajo el pretexto de ese sucedáneo autocalificado como periodismo de
investigación, en el fondo igualmente fraudulento. Las televisiones presentan
tales programas, o bien algunas ráfagas esporádicas de palpitante actualidad,
como lo más realista del universo audiovisual. Se supone que es cuestión de
capturar una declaración impertinente de un personaje desprevenido, para
denunciar con ella algún problema o circunstancia de supuesto interés mediático
o simplemente para burlarse de él. Es mentira: si el personaje en cuestión no
llega a formular lo que se espera que diga, el resultado no se incluye en el
programa o la ráfaga no se emite, y en paz.
Es decir, la pretendida ausencia de guión y consiguiente improvisación de ese
tipo de productos esconde una condición previa: o el resultado se ajusta a lo que
quieren sus productores —es decir, al guión ideal establecido previamente— o no
llega a tomar forma, a existir como tal documento.
Algo parecido ocurre también con los reality-shows, presentados como el
colmo del verismo y que muchas veces responden a un esquema previamente
establecido, muy similar a un guión, cuando no son meros remontajes de lo
obtenido por las cámaras durante un período de tiempo más o menos largo,
aplicando ahora una especie de guión a posteriori para seleccionar los
fragmentos más picantes, morbosos o agresivos e incluso dedicándose a
provocar de forma artificial entre los participantes unos enfrentamientos tanto
más rentables cuanto más violentos… Y habrá que recordar que los primeros de
esos ejemplos supremos de telebasura fueron presentados desvergonzadamente
como “experimentos sociológicos”. Nada menos.
De todo lo cual debemos concluir que el documental y sus variantes —y las
transmisiones en directo lo son en grado sumo— no solo no se limitan a reflejar
de modo más o menos objetivo una realidad preexistente, sino que con gran
frecuencia la modifican, e incluso la crean, aun pretendiendo presentarla como
real.
1.7. Del cine y el vídeo domésticos a la Red
35
Mientras la televisión desplegaba esa variedad de géneros y subgéneros habían
ido surgiendo otras formas de expresión audiovisual. La popularización del vídeo
magnético, instrumento técnico ya empleado por las cadenas en su trabajo
ordinario, supuso para el espectador, ante todo, la posibilidad de grabar,
reproducir, repetir e incluso fragmentar a voluntad aquellos programas o
emisiones que le interesaban. Una forma rudimentaria de intervención, pero que
al menos permitía salir de la pasividad absoluta a la que estaba condenado como
tal espectador, más allá del socorrido zapping o elección sobre la marcha entre un
número limitado de posibilidades… de seguir siendo solo espectador. Es decir,
según la Real Academia de la Lengua, alguien “que mira con atención” o “que
asiste a un espectáculo”, pero nada más. Y anotemos de pasada que opciones
como la pausa y el avance o retroceso de la cinta de vídeo a distintas
velocidades abrieron unas posibilidades para el análisis didáctico que no siempre
fueron bien aprovechadas.
La aparición progresiva de cámaras cada vez más ligeras y asequibles llevó
mucho más lejos esa oportunidad de intervenir, convirtiendo al eterno receptor
de imágenes y sonidos en emisor, aunque fuera para círculos muy reducidos. En
realidad, eso había ocurrido ya en la época del celuloide, con aparatos y soportes
como las cámaras y películas de 28 mm o 16 mm, de uso semiprofesional pero
que estaban también al alcance de los bolsillos pudientes y dieron pie a unas
primeras promociones de cineastas aficionados, multiplicadas y democratizadas
después por las de 8 y Super-8 mm, mudas o con sonido incorporado, por
procedimientos magnéticos u ópticos.
Pero el coste relativamente alto de los equipos necesarios —cámara, proyector
y pequeña moviola-empalmadora manual o electrificada, aparte de antorchas de
luz, pantallas reflectantes y otros refinamientos opcionales—, la dificultad que
representaba llevar a revelar a un establecimiento especializado bobinas de hasta
un máximo de tres minutos, esperar el resultado —si lo había, porque con
relativa frecuencia el material se velaba, deterioraba o extraviaba en alguna de las
fases del proceso—, unirlas, eliminando las colas y otros fragmentos defectuosos,
etcétera, desanimaban a muchos de los creadores en potencia y más aún a los
posibles destinatarios de sus esfuerzos, generalmente familiares y amigos
incautos o demasiado tímidos como para negarse a ver el resultado de tan
laboriosas operaciones.
¿Quién no ha sufrido alguna vez la afectuosa tortura infligida por ese amigo
entusiasta que al volver de unas vacaciones te invita a merendar para mostrarte
la película que ha rodado en ellas y que, una vez comenzado el suplicio, se ve y
se oye con dificultad, dura mucho más de lo deseable y, sobre todo, necesita de
las constantes explicaciones en vivo por parte del autor, que intenta justificar
cada uno de los planos exponiendo atropelladamente lo que pretendió mostrar
pero de hecho no aparece y lo que quiso decir en cada momento, que no se
entiende casi nada?
36
Por no hablar siquiera del peligro que representaban esos mismos aspirantes a
reporteros audaces cuando se erigían en maestros de ceremonias de cualquier
rito o celebración familiar —las famosas y mundialmente conocidas BBC: bodas,
bautizos y comuniones—, intentando distribuir a los asistentes en función de las
tomas que querían efectuar e incluso provocar repeticiones de ciertos pasajes
para que “quedaran bien”, y al final se empeñaban en mostrar a todos el
resultado, más martirizador aún que las ceremonias mismas.
Todos esos vicios y riesgos se verían multiplicados hasta el infinito con la
irrupción de las cámaras domésticas de vídeo, primero, y de las digitales
después, hasta llegar al momento en que es posible disponer de ellas
prácticamente en todos los teléfonos móviles y, como anfiteatro, el universo,
merced a los prodigios de la Red. Quién iba a decirles a los jerarcas del viejo y
obligatorio No-Do franquista que su pretencioso y falaz eslogan, “El mundo
entero al alcance de todos los españoles”, iba a acabar siendo verdad, aunque
apenas sirviera para nada interesante.
Porque la inmensa mayoría de los equipos de cine en formatos sub-estándar y
de vídeo en sus diferentes modalidades acabaron durmiendo en un armario casi
al terminar el viaje de novios, el bautizo del primer hijo o el último cumpleaños
de la abuela. Mientras que las cámaras digitales de última generación y el fácil
acceso a la Red han convertido ese universo audiovisual en un maremágnum
inabarcable donde casi todo el mundo puede colgar sus creaciones y cualquiera
puede perder media vida contemplándolas, sin que se entiendan mucho más que
aquellos reportajes de primera comunión proyectados sobre una pantalla casi
siempre mal tensada y oblicua.
Admitamos que la mayoría de esos vídeos consultables en la Red se parecen
sobre todo a los alaridos inarticulados de un Tarzán de la jungla electrónica,
carentes de toda organización racional o efectiva, basados en el chispazo de
ingenio o el gag involuntario captado por azar y de cualquier manera. Es decir,
carecen de los atributos que reconocemos hasta en el más elemental de los
lenguajes, y son simples aullidos, impactantes quizá pero muy poco expresivos
en términos de comunicación.
Llegamos así a uno de los puntos centrales de nuestra reflexión: esos
voluntariosos emisores de nuevo cuño no son conscientes de que, aunque el
aparato que han conseguido para producir sus obras sea tan asequible, y
colgarlas en la Red tan fácil, están utilizando un procedimiento de comunicación
cuyas formas de funcionamiento desconocen por completo. Aunque digan lo
contrario, aspiran seguramente a llegar al número de destinatarios lo más amplio
posible, y quién sabe si a utilizar la Red como plataforma de lanzamiento hacia
una hipotética dedicación profesional, pero…
37
1 Habría que aludir, a modo de simple curiosidad, a la discutida hipótesis según la cual en algunas pinturas
rupestres se observan cuadrúpedos con más de cuatro patas, en un intento de los autores por reflejar la
velocidad que hacía tan difícil su captura para alimentarse con ellos y vestirse con sus pieles. Métodos de
representación del movimiento muy similares adoptaría y perfeccionaría siglos después la historieta gráfica o
cómic, cuya aparición fue prácticamente contemporánea de la del cine.
2 De ahí la ironía de un veterano documentalista que cuando empezó a oír hablar de falsos documentales
apostillaba siempre: “Y perdón por la redundancia”. Sobre este subgénero, que ha producido hasta ahora tantas
obras de interés como confusión conceptual en sus destinatarios, puede verse, entre otros, SÁNCHEZ-NAVARRO
e HISPANO (2001). Y para el caso singular del cineasta Basilio Martín Patino, que lo ha cultivado con particular
maestría, GARCÍA MARTÍNEZ (2008), BELLIDO (1996), UTRERA (2006) y el capítulo titulado La verdad de las
mentiras en PÉREZ MILLÁN (2002, págs. 291-331).
3 Utilizamos con preferencia ejemplos de películas clásicas o no demasiado recientes con el fin de facilitar el
acceso a lectores de diferentes edades, a la vez que se anima a los más jóvenes a recuperar títulos de interés,
quizá menos citados en la actualidad.
4 Con el tiempo se ha sabido que hasta esa toma aparentemente tan espontánea fue objeto de varios
ensayos. Y será oportuno recordar, aunque solo sea para marcar territorios y diferencias, que el equivalente
español de aquel intento primerizo no iba a tener como escenario una instalación industrial, sino la Salida de
misa de doce del Pilar de Zaragoza, filmada por Eduardo Jimeno en 1897.
5 Experiencias similares describió un cineasta ruso (MEDVEDKIN, 1973) que en los años veinte recorrió, con
un tren en el que llevaba una cámara de cine y un pequeño laboratorio de revelado y positivado, varios lugares
remotos cuyos habitantes no habían visto jamás imágenes con sensación de movimiento, ni posiblemente
tampoco fotográficas.
6 Pueden verse al respecto las sugerentes reflexiones contenidas en el volumen ya clásico de DELLA VOLPE
(1967).
7 Por desgracia, ese efecto ha quedado pulverizado, en el ámbito privado, por la monstruosa costumbre de
trocear una película introduciendo bloques de anuncios en sus pases por televisión. Tras años de firmes
protestas encabezadas por conocidos cineastas en defensa de la integridad de sus obras, la costumbre se ha
generalizado y una vez más los intereses de aquéllos y el derecho de los espectadores al disfrute de éstas
quedan sometidos a la voraz arbitrariedad del libre mercado, publicitario en este caso.
8 Entre las numerosas publicaciones destinadas a explicar, discutir o rechazar las experiencias que dieron
lugar a la descripción de ese efecto, puede verse la muy didáctica Subliminal: escrito en nuestro cerebro
(GARCÍA MATILLA, 1990). Quizá convenga recordar, en síntesis, que en tales ensayos se incluyeron imágenes o
rótulos fugaces en el transcurso de una proyección normal, de manera que el espectador no era consciente de
haberlos percibido pero reaccionaba obedeciendo de algún modo a lo que sugerían.
9 Fue muy celebrada la anécdota de aquel explicador tan puntilloso que, al comentar un plano en el que
aparecían un personaje y un perro, añadía: “El de la izquierda es el perro”.
10 De hecho, Chaplin, que había basado buena parte de su comicidad en una exuberante gestualidad
corporal, siguió negándose a utilizar la palabra cuando rodó Tiempos modernos (Modern Times, 1935), y no la
incorporaría hasta El gran dictador (The Great Dictator, 1940), culminada en cambio, como es sabido, con un
largo discurso humanista del personaje del barbero judío disfrazado de Hitler. Y en la primera de esas películas
llevó su hostilidad hacia lo verbal hasta el punto de que las pocas palabras que se oyen proceden de artefactos
—gramófonos, radios, un rudimentario interfono— que les dan un tono metálico y artificial, mientras el baile
con el que el protagonista triunfa en un café cantante tiene una letra absolutamente ininteligible, compuesta con
palabras de diversos idiomas.
11 Puntos de vista diferentes, tanto sobre esa transformación técnica y sus consecuencias como sobre otros
muchos avances, movimientos y tendencias de interés para la evolución del medio, pueden verse en los
documentos recogidos por ROMAGUERA I RAMIÓ y ALSINA THEVENET (1988) en Textos y manifiestos del cine.
Por lo que a la implantación del sonoro en España se refiere, ofrece abundante información DE LA ESCALERA,
1971.
12 Para el caso español, véase la documentación y los testimonios de todo tipo recogidos por GARCÍA DE
DUEÑAS (1993) y ARMERO (1995), así como en el documental dirigido por Óscar Pérez y Mia de Ribot,
Hollywood Talkies (2011).
13 De Woody Allen en Manhattan (1979) a Pablo Berger en Blancanieves (2012) y Fernando Trueba en El
artista y la modelo (2012), pasando por Michael Haneke en La cinta blanca (Das weisse Band, 2009), por citar
solo algunos ejemplos muy conocidos.
14 Que nos hacen volver a los tiempos de las barracas de feria o a aquellos otros, de infeliz memoria, en
que conquistadores llegados de lejos embaucaban a los aborígenes de las tierras invadidas ofreciéndoles
vistosas bagatelas a cambio de sus riquezas.
15 De hecho, las últimas cifras barajadas al respecto reflejan con claridad un descenso del número de horas
dedicadas a la televisión por los niños más pequeños, en beneficio del uso intensivo de otros artilugios
audiovisuales, mientras el público juvenil, último contingente que se había mantenido relativamente fiel a la
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asistencia a las salas, se reserva cada vez más para los grandes estrenos de superproducciones que es preciso
ver cuanto antes para estar al día.
16 De su abundante y variada bibliografía pueden consultarse, entre otros, PIAGET (1999, 2000, 2008);
PIAGET E INHELDER (2007); VIGOTSKY (1996). En síntesis, nuestra propuesta consistiría en averiguar,
suponiendo que la adquisición del lenguaje verbal en el entorno familiar influye en el desarrollo y estructura de
la inteligencia en los niños, qué ocurre cuando éstos están en contacto frecuente, no solo con las palabras de
los adultos, sino sobre todo con las imágenes y los sonidos que brotan de unas pantallas omnipresentes en el
hogar.
39
CAPÍTULO II
Los rudimentos de un lenguaje
2.1. Compartir códigos para poder comunicarse
…Pero la clave está en que pretenden comunicarse con unos hipotéticos
destinatarios que no pueden compartir los códigos —o los sistemas de signos, o
como prefiramos llamarlos— que emplean para dirigirse a ellos, simplemente
porque en sus producciones no existe nada parecido a un código, por abierto
que pudiera ser.
El más sencillo de los esquemas que suelen utilizarse para explicar en qué
consiste la comunicación audiovisual —o cualquier otra forma de comunicación,
en realidad— habla de la existencia de un emisor que lanza un mensaje a través
de un canal y sobre un soporte determinados, pretendiendo que llegue a un
receptor que sepa extraer su significado. Sin entrar en una prolija definición de
cada uno de esos términos, explicados y divulgados hasta la saciedad por
comunicólogos de muy diferentes orientaciones (por ejemplo, MATTELART, 1997),
quedémonos con dos operaciones que son imprescindibles para que el
mecanismo funcione adecuadamente.
Para que el emisor consiga transmitir el mensaje que desea, y con
independencia del carácter predominante en éste —sensorial, emocional,
intelectual o, en términos de las funciones básicas de la imagen audiovisual, de
las que hablaremos: descriptiva, narrativa, dramática y estética—, es preciso que
sepa elegir los signos en los que va a traducirlo, por llamar así a lo que los
especialistas denominan codificación. Y esa labor dependerá de su dominio de las
distintas posibilidades de que dispone, en función del canal o canales que ha
decidido utilizar. En nuestro caso, el audiovisual: imágenes con sensación de
movimiento y sonidos sincrónicos captados con los equipos de grabación
adecuados y combinados de mil formas diferentes, mediante la ya citada
operación de montaje o edición, en una continuidad temporal de la duración
elegida.
La segunda condición necesaria es que el destinatario o destinatarios
potenciales del mensaje así construido compartan los mínimos conocimientos
imprescindibles sobre ese tipo de comunicación y sobre los signos que utiliza
como para poder re-traducir —descodificar— los estímulos sensoriales que le
llegan a través de la vista y el oído simultáneamente. Si lo que recibe no
40
responde a un mínimo sistema de signos que pueda descifrar, la comunicación es
imposible, por arbitraria o caótica.
De ahí que resulte tan desoladora la ignorancia existente sobre las
posibilidades expresivas del lenguaje audiovisual, tanto por parte de quienes
reciben constantemente mensajes directos o indirectos a través de él como por la
de muchos de los que aspiran a utilizarlo para expresarse. Otro enfoque que nos
conduce de nuevo a subrayar la necesidad inaplazable de la enseñanza del
audiovisual, incluso para poder hacer uso consciente y fructífero del audiovisual
en la enseñanza, precisamente.
Conste que no estamos proponiendo nada parecido a una preceptiva
dogmática o a un conjunto de normas de obligado cumplimiento. Por fortuna, la
interpretación de una determinada combinación de signos visuales y sonoros es
tan abierta, que evita cualquier tentación de establecer supuestas ortodoxias y
heterodoxias también en este campo. Sugerimos, simplemente, que el aspirante
a emisor haga un esfuerzo por organizar los signos de forma accesible, y el
receptor procure conocer al menos las variables más frecuentes, para no quedar
a expensas de la absoluta subjetividad o sentirse perdido ante cualquier mensaje.
En el extremo opuesto, no valen las coartadas fáciles. Hay profesores de esta
disciplina relativamente nueva que se empeñan en decir a sus alumnos, por
quedar bien, por ganarse su beneplácito o por parecer modernos, que se
expresen con absoluta libertad, que no hagan caso a normas ni convenciones de
ningún tipo, que creen productos originales. Y así salen éstos. Porque resulta
que, cuando se dominan esas convenciones, es posible tratar de forzar y ampliar
sus límites establecidos, ensayar nuevas posibilidades, innovar, pero no antes.
El llamado cine experimental, en su ya larga historia —tan larga como la del
cine mismo—, que por el momento se concreta en especialidades como el
videoarte y similares, ha realizado constantes aportaciones a esa ampliación de
las posibilidades expresivas del audiovisual, que se han ido incorporando poco a
poco al acervo común, o bien han sido desechadas al comprobar su ineficacia
comunicativa. Pero nos parece un fraude intelectual animar a quienes empiezan a
utilizar el lenguaje a que hagan cine experimental, cuando de lo que se trata, y a
lo que tienen perfecto derecho, es a experimentar con el cine, a aprender a
expresarse, a probar, aceptar o rechazar determinadas formas, hasta llegar a ese
dominio medianamente aceptable que hace posible la comunicación.
La admiración bobalicona e indiscriminada por lo que a primera vista parece o
se vende como experimental —que cuando lo es de verdad resulta impagable—
ha generado infinidad de equívocos, modas absurdas que no conducen a ningún
sitio y extravíos delirantes, hasta desembocar en la más absoluta arbitrariedad,
que desanima a los bienintencionados, por lo que cabe suponer que quizá
obedezca a algún interés oculto que habría que desvelar. En el terreno de la
mediación cultural, el todo vale, como la idea de que lo más reciente es bueno
por el mero hecho de ser reciente, solo beneficia a quienes nadan en la
41
mediocridad tratando de ocultar su falta de rigor.
2.2. El analfabetismo audiovisual
Tratemos de entender ahora por qué la inmensa mayoría de consumidores
cotidianos de imágenes no sienten ninguna necesidad de aprender a traducir —
descifrar, descodificar— por lo menos algunos de los miles de mensajes que
reciben por esa vía. Cuando cualquier persona se enfrenta a un texto escrito en
un idioma que desconoce por completo, es perfectamente consciente de su
ignorancia, el texto en cuestión le resulta hermético y solo tiene dos opciones:
desistir o, si ese tipo de mensajes le parece necesario para su profesión o su
afición, tratar de aprender el idioma del que se trate.
Nada de eso ocurre cuando nos enfrentamos a un spot, un programa de
televisión, un cortometraje o un largometraje, documental o de ficción. Porque la
mayoría de los signos que contienen se parecen materialmente a lo que
representan, algo que no sucede en los lenguajes verbales, tanto en su versión
oral como escrita. En éstos, los signos y sus combinaciones son el resultado de
una larga evolución sometida a muy diversos condicionamientos e influencias
que conocen y explican bien los lingüistas, filólogos, semiólogos y otros
especialistas. El resultado para quien se acerca a ellos es que son convencionales
—salvo aquellos términos llamados onomatopeyas, cuyo sonido trata de
parecerse lo más posible al original al que imitan— y, en consecuencia, es preciso
llegar a conocer sus reglas y variantes con la mayor profundidad posible, a través
del aprendizaje, para traducir sus textos y expresarse en ellos.
En el audiovisual, en cambio, es la analogía la que domina casi por completo la
relación entre los signos y lo que representan, con excepciones que son producto
de la evolución del propio lenguaje, adquisiciones debidas a la experimentación,
al uso y la difusión de su capacidad comunicativa entre los receptores habituales.
Volveremos también sobre este aspecto, pero se ha discutido mucho, por
ejemplo, sobre si un fundido en negro equivale a un parpadeo, a cerrar los ojos,
o bien a un final de frase, de párrafo o de cualquier otro elemento comparativo,
cuando probablemente se trate de una convención cuya utilidad se descubre a
base de reiteraciones y costumbre.
Por aclararlo un poco más, con un ejemplo de sobra conocido: para un lector,
la palabra s-i-l-l-a no se parece materialmente en nada a un asiento provisto de
patas y respaldo. Y la prueba es que puede escribirse también chair, chaisse,
sedia, Stuhl y de otras muchas formas, según el contexto idiomático en que
aparezca la correspondiente combinación de letras. Para un espectador, en
cambio, la imagen de una silla resulta inconfundible con su sola presencia,
aunque aquél tuviera libertad de imaginarse la silla que quisiera una vez
descifrado el conjunto de caracteres en cuestión y éste no tenga más remedio
que conformarse con la silla que aparece en la imagen, situada, además, en un
entorno determinado: un suelo, un fondo, unas paredes, una habitación, una
42
iluminación, etcétera.
Esa diferencia sustancial, que a nuestro entender ha sido obviada o
minusvalorada por quienes trataron de exponer el funcionamiento del audiovisual
aplicando a su estudio conceptos y técnicas extraídas del análisis y aprendizaje
de otras formas de comunicación, y sin duda muy útiles en éstas1, es la que
explica que seamos conscientes de nuestra ignorancia de idiomas, pero no del
lenguaje audiovisual: casi todos los objetos y figuras que aparecen en una
pantalla se parecen a otros que conocemos, ya sea a partir de la realidad o de
otras producciones. Casi nadie ha estado nunca en una nave espacial o un
submarino, por ejemplo, pero la mayoría ha visto tantas películas en las que
aparecen unos decorados que los configuran, que puede sentirse como en casa
ya desde la primera escena.
Todo esto hace que nos parezca que la forma más eficaz, directa y fructífera
de enseñanza del audiovisual, tanto para receptores habituales como para
posibles emisores, es a partir de esa idea central de la analogía. Mucho más,
desde luego, que con los diversos métodos ensayados desde concepciones
teóricas seguramente más elevadas pero que obligan a dominar antes un
complejo aparato terminológico y conceptual.
Siempre, claro está, que el sujeto en cuestión esté dispuesto a aceptar por fin
que necesitaría aprender algo de ese lenguaje, tanto para defenderse de posibles
manipulaciones como para disfrutar de lo que le apetezca. Porque la cuestión
fundamental radica en que el espectador habitual y no avisado confunde
reconocer los signos con interpretar su significado, captar lo que a primera vista
le parece esencial en cada imagen o conjunto de imágenes y sonidos con ser
consciente de la cantidad de estímulos que ha recibido por esos dos sentidos y
de la influencia que pueden tener sobre la impresión o idea que extraiga de ellos.
Y que quizá le lleven a adoptar una postura —no solo sobre lo que se ve en esas
imágenes, sino sobre las realidades que de algún modo representan— que
rechazaría si se le hubiera formulado con palabras, pero que penetra en él
envuelta en la fascinación propia del audiovisual y lo persuade sin necesidad de
convencerlo.
Un pequeño matiz más: cuando una persona lee un texto en un idioma en el
que ha sido alfabetizada, sabe, aunque no necesite pensarlo constantemente,
que está descifrando un conjunto de signos convencionales —por no decir
abstractos—, combinados de determinadas formas que ella ha llegado a dominar
gracias a un arduo proceso de aprendizaje, realizado de forma natural si es su
idioma materno, y por voluntad propia o bien por necesidad si es otro distinto.
En consecuencia, sabe que entre esa combinación de signos y las cosas que
representan ha existido un mediador, conocido o anónimo, que los ha elegido y
articulado de forma que expresen con la mayor precisión posible lo que ha
querido decir. Aunque el citado aprendizaje y la práctica permitan realizar esas
complejas operaciones mentales de forma casi automática, existe la consciencia
43
siquiera difusa de que las palabras escritas no son la realidad que representan.
Además, esa automatización, producto del aprendizaje y la práctica, hace posible
que lleguemos a simultanear el reconocimiento de los signos y de su articulación
con la interpretación de su significado o significados y con la opinión o juicio que
nos merecen. Basta leer por encima, al pasar delante de un quiosco de prensa,
los titulares con los que distintos periódicos anuncian o califican una noticia, para
que nos dé tiempo de decidir con cuáles estamos o no de acuerdo, cuáles nos
sorprenden o nos irritan y toda una variada gama de reacciones que
consideramos espontáneas.
Nada de esto es así en lo que estamos llamando lenguaje audiovisual: ni hay
consciencia de mediador, ni de articulación más o menos compleja de una serie
de signos, ni de procesos mentales de interpretación de significado, ni de juicio
más o menos instantáneo. Las cosas están ahí, o lo parece, y basta. Son así, y
decidir si estamos de acuerdo o no con lo que puedan significar exige de
nosotros un esfuerzo particular, unos mínimos conocimientos sobre las
características fundamentales de esa forma de comunicación y una cierta
práctica. De lo contrario estaremos siempre expuestos a la manipulación de
nuestras emociones y pensamientos, de nuestra visión del mundo, sin darnos
cuenta, porque han tomado cuerpo en nosotros de un modo que llamaríamos
genuinamente subliminal, aunque no se ajuste a la acepción legal del término.
2.3. Desmontar la analogía
Si hay algo de cierto en todo esto, podríamos proponer una forma de
acercarnos al análisis y la enseñanza del lenguaje audiovisual basándonos en su
carácter básicamente analógico y no convencional. Es decir, desmontando los
parecidos entre lo que vemos y oímos en una sesión audiovisual y las figuras,
objetos, personas y sonidos a los que representan tan eficazmente. Porque así,
además de ser mucho más conscientes de todo o casi todo lo que percibimos
por esos dos sentidos a la vez, neutralizamos siquiera durante un momento su
capacidad de fascinación y podemos acercarnos a su significado, detectar al
menos a grandes rasgos la concepción del mundo a la que responde, situarlo en
el contexto de nuestras propias convicciones y decidir si coincide, si las modifica
productivamente —puesto que muchas imágenes pueden enseñarnos y hacernos
descubrir algo que desconocíamos, desde luego— o si va contra ellas, de modo
frontal o subrepticio, hasta un punto que nos resulta inaceptable.
Para ello recurriremos, por lo que a las imágenes se refiere, a tres conceptos o
coordenadas básicas de la cosmología tradicional, dado que al fin y al cabo se
trata de interpretar unas determinadas re-presentaciones del mundo: el espacio,
el tiempo y el movimiento2. En cuanto a los sonidos, cuya estructura es muy
diferente, atenderemos a las tres pistas ya citadas que integran cualquier banda
sonora: la música, los ruidos y las voces, además del silencio y la ausencia
44
significativa de alguna de aquéllas en un momento concreto.
En síntesis, la propuesta consiste en ir comparando sistemáticamente las
características materiales de lo que vemos y oímos en cada momento con las de
esos mismos fenómenos en la realidad que conocemos por experiencia. En cada
caso iremos hablando, por ejemplo, de espacio real y espacio cinematográfico o
audiovisual, tiempo real y tiempo cinematográfico, movimiento real y movimiento
cinematográfico, aprovechando para enumerar las nociones básicas3 de cada uno
de esos componentes de la imagen y el sonido.
2.3.1. El espacio
Frente a nuestra percepción del espacio real en que nos movemos, forjada por
una larga experiencia que se inició en el momento mismo del nacimiento,
podemos advertir que la representación cinematográfica posee unas
características muy diferentes, sin romper por ello el parecido o la analogía
sustancial que la hace eficaz desde el punto de vista comunicativo.
Para empezar, el espacio físico se nos presenta a base de unidades sueltas, que
llamamos planos, generalmente fragmentarios y que se organizan en la película
contando con que nuestro cerebro construirá a partir de esos fragmentos un
espacio cinematográfico determinado, a imagen y semejanza del real pero
radicalmente diferente desde el punto de vista de su materialidad.
El plano, sucesión de imágenes rodadas y ofrecidas en continuidad, sin corte
de filmación ni de montaje, se considera la unidad mínima de significación
audiovisual, toda vez que al fotograma —cuadro o frame, si se trata de televisión
y derivados—, que es aún menor y se diría que más germinal, le falta un
elemento imprescindible en este tipo de comunicación: la capacidad de transmitir
sensación de movimiento.
En cualquier plano que analicemos someramente vamos a poder detectar por
lo menos los siguientes elementos: el encuadre; el tamaño proporcional de los
objetos dentro de ese encuadre, o escala; el punto de vista desde el que ha sido
tomado, o ángulo; la distribución de las figuras representadas dentro de ese
encuadre, o composición; la sensación de profundidad, determinada por el
enfoque, y el tipo específico de iluminación, que nos interesará sobre todo si
difiere de la que podríamos considerar natural.
2.3.1.1. El encuadre es el rectángulo compuesto por los cuatro bordes de la
pantalla, dentro de los que se desarrolla la acción y que puede variar de
proporciones en función de lo que vimos respecto de los formatos. Su mayor
problema, por lo que aquí más nos importa, es que da la casi irresistible
impresión de que esa acción, o por lo menos su escenario, continúan más allá de
los límites del encuadre mismo, como si éste fuera un fragmento escogido dentro
de una realidad más amplia. Y aunque hubiera sido así a la hora del rodaje,
desde el momento en que el plano al que pertenece ese encuadre se introduce
45
en la continuidad del espectáculo cinematográfico, deja de ser real. La vieja
teoría idealista del cine como “ventana abierta al mundo”, que tanto ha
distorsionado las aproximaciones críticas posteriores, es un error, si no una
falsedad4.
Aunque el espectador imagine que más allá de los límites del encuadre —su
único campo de visión, al fin y al cabo— prosigue la acción que está
contemplando, tiene que saber que no es así, que seguramente habrá un técnico
sosteniendo un foco o un micrófono, que al salir de él los actores han respirado
hondo, relajado el gesto y retocado o retirado el maquillaje, etcétera. Es preciso
romper esa ilusión, necesaria cuando se está siguiendo el espectáculo como tal
pero perniciosa para el análisis, por lo que supone de aceptación de un engaño
material comprobable con toda facilidad.
La prueba es que el director de la película en cuestión ha elegido con cuidado
no solo los límites de cada encuadre al rodar, sino el tiempo exacto que va a
mantenerse en pantalla —a través del montaje—, para conseguir el efecto que
pretende sobre un espectador cómplice, de grado o por la fuerza, y contando
también con la influencia de lo que queda fuera de campo, que en realidad solo
existe en la mente de éste y debe ser neutralizada para poder analizar su posible
significación.
Entre las consecuencias de ese juego entre lo material y su apariencia para el
espectador figura, por ejemplo, como veremos al hablar de la escala, el hecho de
que cuando contemplamos un rostro en pantalla tendemos a pensar en una
persona completa, aunque debamos imaginarnos el resto del cuerpo, que no se
nos muestra. Citaremos, como caso más evidente, el presentador de televisión
que, si sabe que va a ser tomado durante todo el tiempo solo de cintura para
arriba, se ahorra el trabajo de ponerse unos pantalones y unos zapatos acordes
con la camisa, la chaqueta y la corbata que sí se van a ver. Podría estar
tranquilamente en vaqueros y zapatillas deportivas, o incluso desnudo, porque el
espectador se encarga de imaginarlo entero y adecuadamente vestido.
Llegó a ser muy conocida la anécdota de un famoso meteorólogo también
televisivo que presumía de ser capaz de dar patadas sin que se notara en
absoluto de cintura para arriba, mientras hablaba en plano medio de isobaras y
borrascas. Porque sus compañeros del estudio, sabiendo que la cámara no iba a
tomarlo con más amplitud, se divertían quitándole el cinturón y los pantalones.
Nunca pudieron imaginarlo los espectadores, hasta que por lo visto lo contó él
mismo.
De hecho, la capacidad de la imaginación del espectador para ver lo que no se
le muestra es prácticamente ilimitada, si se estimula de forma adecuada. Dos
ejemplos relativamente recientes, entre otros muchos clásicos, lo acreditan. En
Dogville (2003), de Lars von Trier, la ciudad a la que se refiere el título no es más
que un conjunto de rayas de tiza sobre una especie de inmensa pizarra, que
simulan las paredes sin techo, las aceras, setos y demás: al cabo de pocos
46
minutos, el espectador se olvida de ese recurso extremo y sigue la acción como
si ocurriera en una ciudad de verdad. Y en Enterrado (Buried, 2010), de Rodrigo
Cortés, el único personaje permanece durante toda la película recluido en un
ataúd bajo tierra. Usando varios trucos obvios para filmar una situación
imposible, el cineasta se las ingenia para que el espectador prescinda pronto de
la materialidad física del enclaustramiento, se concentre en el intenso drama que
vive el protagonista e incluso llegue a conferir una determinada personalidad a
las distintas personas con las que habla brevemente por su teléfono móvil.
2.3.1.2. Tras el encuadre y sus casi infinitas posibilidades de mostrar algo
dando a entender que es solo una parte de una realidad más amplia, e
imponiendo límites a nuestra mirada de una forma que podríamos considerar
autoritaria5, tenemos la escala, o tamaño de las figuras que aparecen dentro de
un encuadre determinado. Es siempre, como su nombre sugiere, una relación
proporcional, porque el hecho de que se puedan proyectar imágenes sobre
pantallas de dimensiones muy variadas o contemplarlas en televisores,
ordenadores e incluso teléfonos móviles y otros aparatos, obliga a expresarla
siempre en términos comparativos. Y por tradición se ha considerado que la base
más práctica e inteligible de la escala cinematográfica es la figura humana de
estatura media.
Así, un plano entero (PE) sería aquél en el que una persona cualquiera rozase
con los pies el borde inferior del encuadre y el superior con la cabeza, dejando
por tanto a un lado y a otro una cantidad de espacio variable en función del
formato que se esté utilizando, pero sin perder en ningún caso el protagonismo.
Se trata de un tamaño más útil para explicar la propia escala que funcional para
su uso, porque da una molesta sensación de enclaustramiento del personaje
entre unos límites horizontales, inferior y superior, que parecen aprisionarlo.
A partir de ahí, cada paso gradual de la escala obedece a una regla fácil de
entender: cuanto menor resulte la figura humana en el conjunto del plano, más
cantidad de información visual cabrá en él, y a la inversa, cuanto mayor nos
parezca el fragmento de figura humana que cabe en el encuadre, menos cantidad
de información tendremos, pero con más detalle.
Así, el plano tres/cuartos o plano americano (PA), que debe su nombre a la
frecuencia y eficacia descriptiva con que se utilizó en el western, toma a la
persona un poco por encima o por debajo de la rodilla —a su altura exacta
produciría un efecto de incomodidad parecido al del plano entero— y
generalmente dejando algo de aire sobre la cabeza. Incrementa el protagonismo
y ofrece menos espacio a los lados, aunque todavía permite apuntar la presencia
de otros personajes junto a ella, o bien en escorzo.
Será éste el momento oportuno para insistir en la idea de desmontar
analíticamente la impresión de realidad que producen las imágenes, llamando la
atención sobre un hecho curioso que con frecuencia pasa inadvertido: si en un
plano de estas o parecidas características se esboza esa presencia de otro
47
personaje que no sea el protagonista, sería absurdo que los productores
abonasen los honorarios de este segundo intérprete por intervenir en el rodaje
de ese plano. Porque con tal de que el peinado, el perfil o lo que se alcance a ver
del vestuario sean suficientemente parecidos, el espectador se encargará de
imaginar que se trata de él. Igual que cuando se recurre a los llamados dobles,
no solo para ensayar la iluminación, la composición o las posiciones de cámara,
sino para suplantar determinadas partes del cuerpo, o incluso el cuerpo entero
del intérprete en cuestión, por otras más atractivas u otro más dispuesto a correr
riesgos por menos dinero, según el tipo de escenas.
El plano medio (PM) y el medio corto (PMC) —que durante algún tiempo se
llamó preferentemente plano de busto (PB) hasta que empezaron a proliferar las
bromas de dudoso ingenio cuando se aplicaba a casos protagonizados por
actrices exuberantes— constituyen otras tantas aproximaciones al personaje
principal, eliminando elementos del contexto en que se sitúa y contribuyendo a
aislarlo, con el consiguiente aumento de detalles sobre su figura.
Así llegamos al primer plano (PP), cinematográfico por excelencia, porque al
mostrar todo y solo el rostro del personaje en cuestión estimula sustancialmente
el fenómeno de la identificación —si bien, tratándose de un antagonista, también
puede subrayar el rechazo—, permite captar el máximo de matices sobre el
estado de ánimo que trata de expresar el intérprete y aumenta sobremanera la
ilusión de realismo de las imágenes, aunque paradójicamente en la vida real
estemos muy pocas veces tan cerca de una persona como da a entender este
plano.
Todavía quedaría, hacia este extremo de la escala, el primerísimo primer plano
(PPP), que muestra solo un pequeño fragmento del cuerpo humano —la boca,
los ojos, una mano— y que cuando se trata de objetos suele recibir la
denominación de plano de detalle (PD), necesitando del concurso de otros
planos de escalas más amplias para adquirir significación e intensificarla.
Hacia el otro extremo de la escala, el plano de conjunto (PC) es aquél en el
que cabe un grupo de personas no demasiado nutrido, y que por eso mismo
permite mostrar de cerca determinadas acciones, teniendo una extraordinaria
utilidad tanto narrativa, sin privilegiar a ningún personaje en particular, como
descriptiva de los espacios donde van a desarrollarse aquéllas.
En el plano general (PG), que da cabida a decorados o exteriores bastante más
amplios, la figura humana individual pierde relevancia, pudiendo facilitar
información sobre poco más que su situación en ese escenario, dominado por
otros muchos elementos, o su integración en grupos muy numerosos.
Y, naturalmente, en el gran plano general (GPG), empleado sobre todo para
captar paisajes rurales o urbanos, marítimos, etcétera, la figura individual es
insignificante como presencia física, si bien el plano como tal puede tener
enorme fuerza expresiva a propósito del estado de ánimo que experimenta frente
a él un personaje con el que previamente se nos ha impulsado a identificarnos,
48
por ejemplo: para un preso que abandona la oscuridad y pequeñez de su celda,
la contemplación de un paisaje inmenso puede ser la mejor forma de expresar la
sensación de libertad que experimenta, mientras que para otro extraviado en un
desierto, ese mismo paisaje transmitirá abandono o desolación.
Antes de continuar desgranando denominaciones más o menos técnicas,
aclaremos algunos puntos o insistamos sobre otros. En primer lugar, que el uso
de tales denominaciones no responde a ningún fetichismo terminológico por
nuestra parte ni al afán de imponer una determinada jerga cinéfila. Se trata solo
de facilitar, con las palabras que consideramos de uso más frecuente —aunque
no exclusivo—, además de nuestro ulterior análisis, el trabajo en grupo, tanto
para discutir a propósito de una producción audiovisual como para emprender
una posible labor creativa, preparando guiones o planes de trabajo en los que
deban intervenir varias personas.
En segundo lugar, y aunque se ha hablado y escrito mucho de ello,
afortunadamente no es posible ofrecer nada parecido a una tabla de
equivalencias sobre la utilidad de cada uno de los planos de la escala. Es obvio
que en primer plano podemos advertir la lágrima que brota entre los párpados de
un personaje, o el mohín de fastidio o cualquier otro gesto mínimo pero muy
significativo, que en plano de conjunto y no digamos ya general pasarían
completamente desapercibidos. Pero, salvando aspectos tan extremos como
evidentes, de los que ya hemos apuntado algunos, no cabe pensar en un
catálogo cerrado de utilidades, al estilo de “el primer plano sirve para esto, el
plano medio para esto otro y el general para lo de más allá”.
Porque, en tercer lugar, el sentido que adquiere cualquier imagen, plano o
sucesión de ellos sobre un espectador no es nunca previsible en términos
objetivos. Por una parte, dependerá del lugar que ocupen en el conjunto, que
ese espectador percibe sucesivamente y que puede producirle impresiones muy
diferentes. Y por otra —aclaración que sirve para muchas de las cuestiones que
abordamos—, el sentido de una imagen y su sonido en la mente del espectador
no puede ser unívoco, sino que dependerá, en cierta medida al menos, de la
síntesis resultante del choque entre esos estímulos sensoriales y las preferencias,
conocimientos y estados de ánimo de cada receptor.
Este hecho, que contribuye a eliminar por completo cualquier tentación de
dogmatismo interpretativo y a fomentar la más saludable modestia por parte de
cada analista, no suprime ni mucho menos la necesidad y utilidad del análisis que
venimos proponiendo, basado más en la correcta detección de los signos que en
una supuesta ortodoxia de su interpretación.
Y en cuarto lugar, expliquemos los términos que estamos utilizando para
describir las cuatro funciones básicas de cualquier imagen o conjunto de ellas: la
puramente descriptiva sería la consistente en limitarse a mostrar algo, sin más
connotaciones que las inevitables; la narrativa sería la que permite contar algo,
más allá de la pura descripción o mostración de sus elementos; la dramática, la
49
de transmitir y provocar determinadas emociones, del más amplio espectro, a
partir de lo mostrado y lo narrado; y la estética, que en realidad formaría parte
de la anterior pero se refiere específicamente a lo relacionado con el placer de la
contemplación y, por tanto, a una posible dimensión artística de las imágenes de
las que se trate.
Huelga decir que esas funciones no son excluyentes entre sí, sino que pueden
y de hecho suelen acumularse en distintas proporciones en la mayoría de las
imágenes, pero conviene distinguirlas en cada caso para evitar errores de
interpretación que no dependen tanto de la subjetividad del analista cuanto de
su capacidad para detectar e integrar el valor de los distintos signos.
2.3.1.3. Por lo que se refiere al punto de vista o ángulo, se trata de establecer
el lugar del espacio físico en que se ha situado la cámara durante el rodaje de un
plano determinado, en relación con las figuras u objetos que ha filmado y que
son los que veremos en la pantalla. Ante todo, quizá sea preciso recordar que el
punto de vista del espectador será siempre y solo el de la cámara, aunque haya
efectos que puedan hacerle creer lo contrario. En este aspecto no hay posibilidad
de elección, con independencia de que ese punto de vista que es inevitablemente
el nuestro simule ser el de uno de los personajes de la acción —cámara
subjetiva, con todas sus posibles implicaciones psicológicas de refuerzo de la
identificación, etcétera— o pretenda ser neutro, y por tanto susceptible de
resultar aún más engañoso, por lo que llevamos dicho hasta ahora.
De lo que se trata en este apartado es de determinar si la cámara está situada
a una altura media frente a lo filmado, de modo que el eje óptico ideal que va
desde el centro del objetivo a la figura u objeto en cuestión sea paralelo al suelo,
como cuando nos dirigimos a una persona de estatura similar a la nuestra,
mirando a los ojos, en cuyo caso hablamos, también por analogía, de ángulo
natural (An) y lo consideramos el más neutral o menos condicionante de todos.
Si se sitúa por encima, de modo que el eje óptico describa una diagonal
descendente en diversos grados, que convendría precisar lo más posible, se
denomina picado (Pc), y si por el contrario se coloca por debajo, el eje óptico
traza una diagonal ascendente y lo llamamos contrapicado (Cp), con sus
correspondientes extremos, que serían el ángulo cenital (Ac) o vista de pájaro,
cuando el eje es perpendicular al suelo en sentido descendente, y nadir (An), que
otros llaman vista de gusano, cuando la perpendicular es ascendente.
También puede ocurrir que la cámara adopte una cierta inclinación respecto al
horizonte o suelo ideales: se habla entonces de ángulos aberrantes y conviene
determinar el grado de desviación y su orientación en el espacio. O incluso que
simule estar situada en una posición físicamente inviable —dentro de un armario
estrecho o de un buzón de correos, por ejemplo—, recibiendo entonces la
denominación de ángulo imposible, que en ocasiones se convierte en ángulos
insólitos por su misma imposibilidad, como cuando la cámara simulaba estar
situada en la punta de una flecha en Robin Hood, príncipe de los ladrones (Robin
50
Hood: Prince of Thieves, 1991), de Kevin Reynolds, o trataba de representar la
visión subjetiva de algún animal, como pretendió Julio Médem en Vacas (1991) y
La ardilla roja (1992), con el mismo afán efectista. En otro sentido, y por
influencia de la fotografía y sus técnicas específicas, suele llamarse también
aberración a la deformación visual producida en la imagen por efecto del uso de
algunas lentes, de gran angular, por ejemplo.
Con todas las salvedades que ya formulamos a propósito de la escala, es
indudable que el ángulo picado tiende a empequeñecer lo filmado y, por tanto, a
proporcionar al espectador cierta sensación de superioridad sobre ello, y el
contrapicado a engrandecer lo filmado y dar impresión de inferioridad a quien lo
contempla, aun con numerosas variantes en función del contexto. Así, por
ejemplo, si en un duelo clásico de western la cámara nos hace ver por entre las
piernas —casi colosales— del protagonista, la imagen lejana y minimizada del
antagonista, tendremos impresión de dominio y fuerza, mientras que si es al
revés, podremos sentir que el malo abusa de su poderío desconsideradamente.
En cuanto a los ángulos extremos, son tan poco habituales en nuestra realidad
cotidiana que su representación cinematográfica llama demasiado la atención y
suelen utilizarse a modo de ráfagas o insertos excepcionales, para no alterar en
exceso la percepción del espectador ni agotarlo ante unas perspectivas tan
infrecuentes. Aunque por eso mismo se abusa de ellos en las películas, cada vez
más abundantes, que solo pretenden impresionar, y no transmitir ideas o
emociones justificadas, por más que en el fondo acaben proponiendo o
queriendo imponer concepciones ideológicas más o menos disimuladas.
2.3.1.4. La composición, o distribución de las figuras dentro del encuadre,
reviste gran interés en la medida en que condiciona la percepción que tiene el
espectador de ese conjunto, proporcionándole una sensación de equilibrio o
desequilibrio, privilegiando un determinado personaje u objeto en detrimento de
otros y orientando voluntaria o involuntariamente su mirada, aunque deba ser de
modo muy rápido, toda vez que éste sabe o intuye que va a poder contemplar
esa determinada configuración durante muy poco tiempo, ya sea por cambio de
plano o por desplazamiento de las figuras dentro del encuadre, como veremos al
hablar del movimiento.
Aunque en principio podría parecer aplicable a la composición audiovisual
cuanto se ha estudiado sobre este fenómeno en los numerosos tratados de
estética y similares a propósito de la pintura o la fotografía, es necesario
subrayar que el elemento dinámico, la continuidad, altera profundamente las
condiciones de percepción, hasta anular cualquier supuesta norma vigente en el
campo de la imagen estática. De hecho, algunas películas que han pretendido
adaptarse en todo o en parte a ciertas preceptivas de composición pictórica han
resultado difíciles de soportar, tediosas y grandilocuentes.
El espectador espera el cambio de plano, la acción, y difícilmente se detiene a
contemplar con calma una composición determinada. Como apuntábamos al
51
hablar del desciframiento de signos, una persona está ante un cuadro o una
fotografía el tiempo que desee, y recorre sus figuras en el orden que prefiera o
incluso en varios distintos sucesivamente, además del que le propone la obra en
sí.
Ante una película proyectada en condiciones normales, en cambio, solo podrá
estar el tiempo que haya decidido su autor, y de ahí la sensación de urgencia que
produce la continuidad de las imágenes, que forma parte de su sustancia misma.
Y que incrementa la indefensión del espectador, dejándolo de nuevo a expensas
del ritmo impuesto, a merced también en este terreno de esos puros impactos
compositivos que impresionan sensorialmente, aunque no parezcan transmitir un
contenido concreto.
La llamada profundidad de campo es el resultado de la utilización de unas
lentes en el objetivo de la cámara que permitan ver con nitidez lo que aparece en
primer término y lo del fondo, siempre teniendo en cuenta que éstas son
apreciaciones añadidas por nuestro cerebro, en función de la perspectiva y otros
fenómenos perceptivos, a lo que en realidad no son sino luces y sombras planas
sobre una pantalla de solo dos dimensiones. Pero las diversas variantes posibles
—desenfocar unas zonas, enfocar otras o variar los enfoques durante un mismo
plano— adquieren relevancia en la medida en que dirigen la mirada del
espectador dentro de un encuadre, privilegian unas zonas u otras, modifican las
composiciones, alteran el valor de las funciones descriptiva, narrativa, dramática
y estética, o expresan el estado físico o mental de un personaje al desenfocar
todo el encuadre desde un punto de vista subjetivo.
2.3.1.5. Respecto de la iluminación, que tiene evidentemente grandes
potencialidades expresivas, dado que en el fondo estamos hablando siempre de
imágenes creadas mediante el juego con la luz sobre determinados objetos y su
efecto en una película virgen o un soporte digital, nos limitaremos a llamar la
atención cuando el tipo de iluminación difiera considerablemente de lo que
podríamos entender como natural: la más parecida a la que percibimos en
nuestra realidad cotidiana. Pero con cautela, puesto que también en esto lo que
parece realista no suele serlo en absoluto.
Piénsese en el tipo de luz habitual en un aula, por ejemplo, con tubos de neón
instalados en el techo y las ventanas cerradas. Nadie se siente extraño en ese
ambiente, pero si lo filmamos, a quien vea el resultado le parecerá horrible el aire
espectral que presentan los personajes, con grandes sombras bajo los ojos y en
la boca, proyectadas por los arcos superciliares y la nariz, que en vivo no
percibimos porque sabemos el medio lumínico en que estamos inmersos, pero
que al re-presentarlo fuera de él resulta muy llamativo y seguramente
distorsionador.
En cualquier película un poco cuidada se habría eliminado ese efecto por medio
de focos compensadores, de relleno, eliminadores de las sombras pronunciadas,
capaces de ofrecernos una imagen uniformemente iluminada, con independencia
52
de los puntos de luz que aparezcan o se suponga que intervienen en el
encuadre. Del mismo modo que en planos cercanos de una persona suele
iluminarse tenuemente por detrás, sin que se vea la fuente, para despegar su
figura del fondo y que no parezca aplastada contra éste, y muchos otros
recursos que los especialistas utilizan para aumentar la sensación de realismo…
forzándola de manera artificial, una vez más.
Desde el punto de vista analítico bastará con localizar los principales puntos de
luz que iluminan el encuadre desde fuera del mismo y prestar, eso sí, especial
atención a los estilos que modifican explícitamente esa supuesta iluminación
natural. Las corrientes expresionistas que se han sucedido bajo distintas
denominaciones a lo largo de la historia del cine, el uso de virados a diferentes
colores, las imágenes que parecen quemadas o lavadas y otras muchas variantes,
producto de la amplia gama de posibilidades que manejan los responsables de la
fotografía en función de las preferencias o decisiones de los directores, han dado
lugar a numerosos tratados tanto técnicos como estéticos. Sobresale, por
ejemplo, la distinción establecida —y profusamente utilizada por su eficacia
expresiva— entre los colores dominantes de carácter cálido, capaces de transmitir
emociones muy sutiles, y los fríos, adecuados para la escenas de acción,
violencia o desolación psicológica.
Pero nuestro interés tiene que limitarse necesariamente aquí a destacar las
variaciones que se produzcan respecto de lo que consideraríamos una luz
adecuada a lo que estamos contemplando y, en tal caso, a detectar los artificios
que han dado lugar a esa apariencia de naturalidad. Por lo demás, los estudiosos
de este aspecto concreto suelen referirse, siguiendo lo establecido en el campo
de la fotografía, a técnicas que llaman de manchas, de zonas o de masas y que
permiten analizar el tipo dominante de iluminación empleado en cada caso y sus
posibles efectos.
2.3.2. El tiempo
Por el mismo procedimiento consistente en comparar nuestra experiencia del
tiempo físico —lineal, unidireccional, irreversible, homogéneo desde que existen
máquinas para medir su transcurso, etcétera— con lo que vemos en una pantalla,
podemos destacar en el tratamiento del tiempo cinematográfico tres fenómenos
específicos.
2.3.2.1. Llamaremos adecuación al hecho de que la representación de una
acción cualquiera dure en pantalla lo mismo que duraría en la realidad. A nadie
se le oculta que, aunque existen experimentos como el ya citado de Andy Warhol
y otros, sería prácticamente imposible contar en audiovisual nada que durase
mucho más de lo habitual en una película, programa o serie de televisión.
Es tan infrecuente, que utilizar la adecuación en algún pasaje o secuencia
concretos puede adquirir el carácter de efecto, dado que lo normal es lo
53
contrario. Como es bien sabido, Alfred Hitchcock ensayó ese más difícil todavía
en la primera película producida por él mismo y realizada en color, La soga
(Rope, 1948), pretendiendo que su acción criminal y de suspense —el asesinato
de un joven por dos compañeros que solo tratan de mostrar con ello su
superioridad, y la ocultación de su cadáver en un arcón situado a la vista de
todos durante una reunión con familiares y un antiguo profesor— durase
exactamente los 80 minutos del filme (TRUFFAUT, 1974, pág. 152), pero tuvo que
disimular con procedimientos ingeniosos varios cortes y sus correspondientes
empalmes, porque las bobinas de película virgen disponibles en la época tenían
una duración máxima limitada a entre diez y doce minutos6.
2.3.2.2. Un resultado parecido pero aún más llamativo que la adecuación
produce la distensión, que consiste en alargar la representación de una acción de
modo que dure más que la acción misma. Para ello pueden utilizarse recursos
como el ralentí o cámara lenta, del que hablaremos, pero también introducir en el
transcurso de una acción elementos procedentes de otra u otras, mediante el
impropio pero significativamente conocido como montaje paralelo, que no es tal,
sino sucesivo. El espectador percibe los fragmentos de las distintas acciones uno
detrás de otro —salvo en el improbable caso de una sobreimpresión de varias
imágenes, que funciona como recurso aislado y resulta molesta si se prolonga—,
pero los asimila como si fueran simultáneos, en un ejemplo particularmente
expresivo de los efectos de la fascinación, combinada aquí con el hábito de ver
películas, puesto que esta variante de la distensión apenas encuentra equivalente
en la vida real.
2.3.2.3. La forma de tratamiento del tiempo más frecuente es desde luego la
condensación, o reducción de la representación respecto de la duración real de lo
representado. Mediante la cámara acelerada, ante todo, pero que una vez más
funciona como recurso aislado. Y habría que estudiar, por cierto, si el efecto
cómico que suele producir ésta es espontáneo o bien resultado de la
contemplación de muchas películas mudas de humor, que no la usaban de
manera voluntaria, sino que ese fenómeno es la consecuencia de proyectar hoy a
24 ó 25 imágenes por segundo lo rodado en su época a 18, 20 o 22, o incluso a
una velocidad aleatoria, en función de la habilidad del operador. Con lo que
estaríamos ante un signo no analógico, sino puramente convencional, producto
de la costumbre, que sin embargo afecta de forma directa a nuestra psicología
como espectadores habituales.
Pero la condensación se consigue, sobre todo, a través de ese procedimiento
tan característico del cine que llamamos elipsis. Es la supresión de todo aquello
que el autor no considera narrativamente necesario, y está presente
prácticamente en todas las producciones audiovisuales que podemos ver a diario.
Nadie contemplaría una película biográfica que durase lo que duró la vida de su
protagonista, y sería imposible contar historias que hubiesen ocupado en la
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realidad más tiempo que el del largometraje, programa o serie convencionales.
Además, la elipsis ofrece otras muchas posibilidades, porque puede utilizarse
para ocultar momentáneamente datos que resultan fundamentales a la hora de
resolver lo planteado en el relato, para que un personaje ignore algo que los
demás conocen, y el espectador con ellos, y otros muchos mecanismos que
hacen de este procedimiento de condensación temporal una de las claves
fundamentales de la narración audiovisual.
2.3.2.4. Sobre esos tres ejes básicos que afectan a la duración, están los que
se refieren al orden de presentación de las imágenes. Puede ocurrir que éstas
transcurran, como en nuestra experiencia cotidiana, de forma lineal, unos hechos
detrás de otros, que, aunque sincopados por las oportunas elipsis, mantienen
una sucesión realista. Pero también caben los saltos atrás, o flash-backs, bien
porque el narrador lo imponga así o bien porque se trate del recuerdo de algún
personaje.
Éste es precisamente uno de los fenómenos convencionales que necesitó
ayuda externa hasta que la mayoría de los espectadores aprendieron a captarlo
sin más: muchas películas clásicas ostentan rótulos del tipo “unos años antes” y
similares, otras introducen signos indicativos a modo de desenfoque,
sobreimpresión de imágenes y otros muchos efectos, porque para que el relato
funcione es imprescindible que quien lo contempla acepte ese retroceso y lo
integre en el devenir narrativo.
En pura lógica, cabe también la posibilidad del salto adelante o flash-forward,
anticipando acciones que tendrían su lugar en un momento posterior del relato.
Pero creemos que la actitud que mantiene el espectador ante lo que sucede en
una pantalla hace prácticamente imposible ese recurso: siempre lo vemos todo
en presente —incluso películas históricas referidas a épocas muy anteriores— y si
bien podemos aceptar con naturalidad un retroceso momentáneo, por analogía
con nuestros propios recuerdos, en el salto adelante tendemos a situar
automáticamente su contenido en presente, con lo que todo lo demás quedaría
convertido en flash-back.
Anotemos de pasada que hay estudiosos que, en vez de los anglicismos ya
asentados flash-back y flash-forward, prefieren recuperar términos clásicos
extraídos del griego —analepsis y prolepsis—, de honda raigambre en la teoría y
la crítica literarias, en una curiosa vuelta a los tiempos en que, para dar lustre a
los artilugios precinematográficos surgidos de la física recreativa, se les
asignaban nombres tan rimbombantes como zoótropo, praxinoscopio,
fenaquistiscopio y otros, que acabarían dando lugar al propio kinematógrafo,
literalmente “registro del movimiento”. Aunque tampoco es de ahora la adopción
de una palabra como sinopsis para referirse al resumen argumental de una
película.
2.3.2.5. Debe entenderse que hablábamos de la comparación entre el tiempo
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físico y el cinematográfico o audiovisual. Otra cosa muy distinta, aunque afecte
también a éste, es el llamado tiempo psicológico, o percepción subjetiva del paso
del tiempo en determinadas circunstancias. Todos conocemos el hecho de que
los períodos de tiempo empleados en actividades placenteras se nos hacen
cortos, y los que debemos dejar pasar en circunstancias penosas nos resultan
largos.
El cine, al jugar libremente con la presentación de acciones o figuras en la
pantalla, encuentra aquí un filón expresivo de primera categoría. El caso más
obvio es el ya citado suspense, que en su sentido genuino consiste en anunciar
que va a ocurrir algo importante y hacer que el tiempo que transcurre hasta
entonces se haga largo al espectador por pura tensión, pero sin falsear la
duración real de la representación. Hay sin embargo en el cine mucho falso
suspense conseguido mediante un alargamiento efectivo de la acción
representada, que resulta fraudulento además de arriesgado, porque el
espectador puede desentenderse emocionalmente si siente que el hecho
esperado tarda demasiado.
Como hay también trucos demasiado aparatosos y muy conocidos: el de jugar
mediante el montaje con el tiempo y el movimiento para añadir espectacularidad
a una persecución, así tenemos el ejemplo de la expresión popular “más lento
que el caballo del malo”, porque resultan tan evidentes las diferencias espaciotemporales introducidas con el fin de incrementar la tensión, que ésta se diluye
por completo y provoca la burla cuando el espectador advierte la tosquedad del
efecto.
En un estudio más amplio sobre el tratamiento del tiempo en el cine cabrían
casos especiales como la presentación sucesiva o alternada de los puntos de
vista de distintos personajes sobre un mismo hecho —el conocido efecto
Rashomon (1950), aunque no fuera esa película de Akira Kurosawa la primera ni
la única en ponerlo en práctica—, los relatos con estructura circular o bien en
espiral y otras variadas formas cuya descripción y comentario superan los límites
de este ensayo introductorio.
2.3.3. El movimiento
2.3.3.1. Tres tipos fundamentales de movimiento hacen posible la existencia
misma y la capacidad comunicativa del cine. El primero, puramente mecánico, es
el que facilita el arrastre de la película de celuloide y la cinta de vídeo o el giro
del disco digital tanto en la fase de rodaje como en la de proyección. Pero sirve
también para expresar algo, como hemos sugerido al hablar del tiempo: basta
alterar la velocidad de rodaje, sabiendo que la de proyección será de 24 o 25
imágenes por segundo, para conseguir el efecto de cámara lenta o ralentí —si se
rueda a más de esos fotogramas por segundo—, rápida o acelerada —si se rueda
a menos— e incluso de imagen congelada al repetir un mismo fotograma durante
56
el tiempo deseado.
Si la cámara acelerada tiende a provocar la hilaridad del espectador, la lenta
suele adquirir connotaciones unas veces líricas y otras dramáticas. En el primero
de estos casos bordea el romanticismo fácil, y su abuso en determinadas
películas la ha teñido de cursilería —cuando no de un supuesto carácter de
feminidad a todas luces sexista—, mientras que en el segundo es obligado citar, a
modo de ejemplo, la aportación realizada por el cineasta estadounidense Sam
Peckinpah, que popularizó en sus westerns crepusculares las muertes a cámara
lenta, en una especie de coreografía trágica. Aunque se dijo que pretendía
responder al hecho de que a un individuo que se sabe herido de muerte el último
instante de vida se le hace eterno, lo cierto es que acabó convirtiéndose en una
especie de discutible embellecimiento de la violencia. Como ocurre en el
espectacular desenlace de Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969): más de cuatro
minutos de espantosa carnicería a ritmo de ballet.
En el extremo opuesto en cuanto a significación, Cotton Club (The Cotton
Club, 1984), de Francis F. Coppola, contiene una muestra suprema del talento del
autor de El Padrino (The Godfather, 1972, 1974 y 1990) y otras obras maestras
cuando sincroniza en cuatro minutos exactos los disparos que provocan la
muerte del gangster Dutch Schultz y sus secuaces con el frenético baile de
claqué de Sandman Williams en el escenario del local que da título a la película.
Un lugar donde solo artistas de raza negra entretienen a un público solo de raza
blanca, porque los primeros tienen vedado el acceso, salvo para trabajar en
régimen de máxima explotación.
Coppola utiliza ese espacio como metáfora de la sociedad estadounidense, a
través de una suerte de espectáculo dentro del espectáculo, hasta fundir de
modo irrepetible las representaciones que tienen lugar sobre el escenario con lo
que ocurre en una realidad exterior a él, también de ficción pero directamente
emparentada con el mundo del que habla la película, a través de ese doble filtro.
Recuérdense los momentos finales, en los que el espectador no sabe bien si
asiste a un nuevo y apoteósico número del Cotton Club o a la despedida de su
antiguo dueño en la Grand Central Station neoyorquina, camino de la cárcel, con
el traslado del cadáver de Dutch y la separación de la pareja protagonista
compuesta por Dixie Dwyer y Vera Cicero, en una síntesis perfecta tanto del
argumento como del sentido global del filme.
En cuanto a la imagen congelada, de la que tampoco se debe abusar porque
pierde todo su efecto con la reiteración, adquiere un tono de clímax dramático,
de máxima intensidad emocional o bien de recuerdo que se quiere imperecedero,
por lo que suele utilizarse sobre todo al final de la obra o de determinadas
secuencias clave.
2.3.3.2. El segundo tipo de movimiento es el interior al encuadre, donde éste
a su vez, como veremos enseguida, puede permanecer fijo o ser también móvil.
Al tratarse de un desplazamiento de las figuras en la pantalla, atrae la mirada del
57
espectador, altera su percepción del conjunto, condiciona la actitud que pueda
adoptar frente a su sentido y tiene que ver con cuanto apuntamos a propósito
de la composición dinámica.
2.3.3.3. El tercer tipo agrupa a todos los movimientos de cámara realizados
sin interrumpir el plano y que modifican por tanto sustancialmente los límites del
encuadre. Son básicamente tres, y conviene distinguirlos también por sus
posibles efectos sobre el espectador, aunque una vez más no exista ni pueda
existir una tabla de equivalencias exactas, sino aproximaciones a su uso en
términos de frecuencia.
2.3.3.3.1. El movimiento en panorámica es el resultado de hacer girar la cabeza
de la cámara, donde está instalado el objetivo, en alguno de los ejes del espacio
sin desplazar su base, por lo que el punto de vista del espectador que contempla
el resultado no varía, sino solo la dirección de su mirada. Puede ser ascendente,
descendente o diagonal y conviene anotar la dirección precisa, porque será
determinante en el montaje, para localizar los llamados saltos de eje, o
alteraciones de la línea imaginaria que une a dos personajes, sus miradas o
incluso dos objetos previamente situados en un escenario.
Así, si la cámara sigue a un personaje que corre de derecha a izquierda y
después a otro que lo hace en la misma dirección, aunque nunca se vean juntos
en el mismo encuadre darán la impresión de que se persiguen uno a otro. Si por
el contrario corre cada uno en una dirección, habrá que determinar con otros
planos de enlace si huyen uno del otro, si van al encuentro… o si simplemente se
trata de un error de montaje.
Por lo que se refiere a la percepción del espectador, es obvio que irá ganando
información visual por el lado del encuadre al que se dirige el movimiento, y
perdiéndola por el contrario, sin poder evitarlo, de modo que este
desplazamiento se presta a sutiles juegos psicológicos que pueden ser muy
eficaces aunque muchas veces pasen inadvertidos.
2.3.3.3.2. En el travelling, en cambio, es toda la cámara la que se desplaza7,
sin necesidad de que lo haga el objetivo —que puede hacerlo también,
adquiriendo notable complejidad sin perder analogía por ello: una persona es
capaz de andar en una dirección mientras mueve la cabeza y la vista hacia la
contraria o hacia los lados—, modificando así el punto de vista espacial del
espectador y dándole la impresión de que se mueve por el decorado o escenario
filmado. Puede ser de profundidad en avance o retroceso, acercándose o
alejándose de lo filmado en perpendicular o bien en diagonal, y tiene esos
mismos efectos directos sobre la percepción del espectador, que siente cómo se
introduce o se distancia de la acción que está contemplando.
Cuando ese desplazamiento se realiza siguiendo o precediendo a un personaje
en el mismo sentido de su marcha suele llamarse travelling de acompañamiento,
posee una particular capacidad dramática, generalmente mayor que la del
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travelling paralelo, tan frecuente en las cabalgadas del western clásico, por
ejemplo, en el que ese efecto parece más neutral, más descriptivo, y se asemeja
a la panorámica horizontal, si bien el espectador suele sentirse más implicado en
la acción que con ésta.
Una variante especial es el travelling óptico o zoom, que logra un resultado
similar al de profundidad en avance o retroceso mediante el juego con las lentes
de un objetivo de distancia focal variable, dando la impresión de acercamiento —
e incluso de obligar al espectador a fijar su mirada en el punto concreto al que se
dirige el zoom— o bien de alejamiento de las figuras, sin que en realidad se haya
desplazado físicamente el punto de vista. Aparte de sus notables diferencias en
términos de producción, dado que éste es mucho más económico y sencillo de
realizar, por lo que se tiende a abusar de él8, también producen efectos distintos,
aunque se necesita cierta práctica para distinguir en la pantalla el travelling físico
del óptico, a partir del hecho de que en el primero se modifican la relación
especial y la perspectiva entre los objetos que aparecen en primer término y los
del fondo, mientras en el segundo permanecen constantes.
2.3.3.3.3. Por último, deberíamos hablar de los movimientos complejos, que se
consiguen instalando la cámara, no sobre raíles como en el caso anterior, sino
sobre una grúa que hace posible su desplazamiento prácticamente en todas las
direcciones y sentidos del espacio, además de trazar curvas o seguir recorridos
aún más alambicados. Y que se han diversificado y complicado notablemente
gracias a la aparición de instrumentos como las steady-cameras, las llamadas
cabezas calientes y otros, en constante evolución técnica, hasta el punto de que
se pueden desplegar, combinar y aun simular todos los movimientos imaginables.
En la actualidad, además, tanto la popularización del rodaje con la cámara al
hombro como los efectos generados por ordenador, cada vez más frecuentes —y
que en buena medida han venido a sustituir y superar a los antiguos trucos con
transparencias, maquetas, espejos y demás—, añaden a este esquema clásico de
los movimientos de cámara una extraordinaria versatilidad, y en algunas
circunstancias resulta muy difícil determinar la dirección y sentido precisos de los
movimientos, aunque lo importante es detectarlos para poder averiguar su
potencialidad expresiva.
Estos nuevos efectos, creados tanto para facilitar los rodajes como para
aumentar la espectacularidad de los resultados, y que se habían ensayado
originariamente en el cine de animación, han acabado invadiendo las pantallas en
casi todos los géneros. No habrá nada que objetar si mientras aumentan la
espectacularidad permiten la circulación de significados y no se limitan a
acumular unos impactos que, unidos a un sonido avasallador, embotan los
sentidos y bloquean las emociones del espectador.
Por no hablar siquiera, porque no es el lugar más adecuado, de inventos tan
absurdos como el del sonido envolvente de las salas mejor equipadas: todo el
mundo está acostumbrado a oír los ruidos, la música y las voces procedentes de
59
la pantalla, o como mucho de sus laterales, dado que existe también el fuera de
campo sonoro. Pero con esas nuevas modalidades de sonido pretenden hacer
creer que cuando se acerca un caballo, por ejemplo, sin que se vea aún, sus
cascos deben oírse como si surgieran también del fondo de la sala, con lo que la
impresión real es que el acomodador —si lo hubiere— ha decidido cabalgar hacia
nosotros con no se sabe qué intenciones.
En este terreno de los superefectos visuales y sonoros, cuando hasta los
intérpretes empiezan a ser sustituidos por figuras generadas por ordenador en
películas que no son de animación, conviene recordar el grotesco resultado de
aquellos anuncios de televisión que presentaban unas muñecas tan modernas
que podían andar solas. Para demostrarlo, se veía a uno de esos engendros
haciendo algo parecido a caminar como el monstruo de Frankenstein, seguido
por una niña de verdad que acompasaba sus andares a los del juguete, de
manera que en vez de una muñeca que andaba como una niña veíamos a una
niña, sujeto de identificación de las espectadoras, caminando como un pequeño
robot.
No cabe duda de que la técnica conseguirá la mayor perfección en sus
innovaciones, y esos avances no tendrán por qué ser rechazados. Solo es de
desear que tanta parafernalia tecnológica no ahogue la capacidad expresiva de
un medio que ha demostrado poseerla en plenitud con instrumentos mucho
menos sofisticados. Pero asusta comprobar que las recientes campañas de
promoción de superproducciones multimillonarias gastan más tiempo y dinero en
informar del coste y las horas empleadas en construir un decorado, unos
personajes y unos efectos especiales que en explicar de qué van, qué se cuenta
en ellas y qué interés pueden tener. Recuerdan inevitablemente a aquel individuo
tan paciente que era capaz de construir la torre Eiffel a escala con palillos de
dientes, y creía que lo suyo era arte, simplemente por la cantidad de esfuerzo
desplegado. Había quienes lo jaleaban por ello, deshaciéndose en elogios, como
ocurre actualmente con no pocas experimentaciones gratuitas pero muy
trabajadas.
Entre tanto, una obra ya clásica como El último tango en París (Ultimo tango a
Parigi, 1972), de Bernardo Bertolucci con la colaboración de Franco Arcalli en el
guión, ofrece un ejemplo deslumbrante del uso del espacio cinematográfico en sí
mismo como sustancia dramática del relato. Más allá de las absurdas acusaciones
de pornografía que surgieron con ocasión de su estreno y dieron lugar a
prohibiciones y secuestros fulminantes en distintos países9, la película es una
auténtica tragedia contemporánea en la que un hombre ya mayor, Paul, apátrida
vencido por su pasado, y una jovencita, Jane, llena de curiosidad y de futuro
pero aferrada a sus todavía escasos recuerdos, acuerdan encontrarse en un piso
vacío y mantener una relación puramente sexual, sin otras implicaciones y sin
decirse sus nombres siquiera. Para ella se trata de un simple experimento
sugestivo, mientras que para él, autor de la iniciativa, es consecuencia de la
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terrible desesperación que siente al no poder explicarse el suicidio de su esposa,
con la que ha compartido varios años de su vida y a la que creía conocer
suficientemente.
Pues bien, Bertolucci logra que ese drama se desarrolle fundamentalmente en
términos de espacio, físico y cinematográfico: el espacio propio de Jane está
compuesto por la casa de su madre, viuda de un militar francés del ejército
colonial, y la finca donde transcurrió su infancia; el de Paul es un sórdido
hotelucho propiedad de su mujer, donde siempre se ha sentido tan extraño como
cualquier huésped; París se presenta como un desierto gélido y gris, salpicado de
ventanas doradas donde se intuyen, aunque no se vean, unas vidas más cálidas
que las de los protagonistas; y el apartamento vacío es el espacio neutral, la
tierra de nadie donde tendrán lugar sus encuentros, en los que Jane soportará
estoicamente las humillaciones infligidas por un hombre que ya no cree en
nada… hasta que descubre que, a pesar de todo, se ha enamorado y necesita a
su joven amante.
Ese descubrimiento se produce en un local donde se celebra un exótico
concurso de tangos: el baile más pasional, interpretado ahora como un ritual
vacío por unas parejas que parecen muñecos mecánicos. Jane tratará de huir
asustada, porque las repentinas pretensiones de Paul rompen la ilusión de una
aventura fantasiosa, convirtiéndose en una vulgar historia de pareja
convencional. Y él la perseguirá por las calles del inhóspito desierto parisino.
Cuando se atreva a violar el espacio de ella, adentrándose en su casa familiar e
invistiéndose con la figura del padre ausente, al ponerse su gorra militar en son
de burla, Jane lo matará, usando precisamente la pistola de aquél para dispararle
en los testículos, al tiempo que pronuncia —dispara también— su propio nombre
por primera vez. Y el macho herido saldrá al balcón helado, lamentando la
pérdida de los hijos que no tendrán, para morir en posición fetal mientras ella
llama a la policía, acusándolo de haber querido violarla y aduciendo en su propia
defensa que ni siquiera sabe su nombre.
Un prodigio de expresividad y densidad a la vez conceptual y estética, que
daría pie a multitud de análisis desde muy diversas perspectivas pero que aquí
hemos querido utilizar solo como muestra de aprovechamiento exhaustivo del
hecho espacial como fenómeno genuinamente cinematográfico o audiovisual.
2.3.4. El montaje
Una vez descritos siquiera someramente los recursos visuales de que dispone
un creador en términos de espacio, tiempo y movimiento —que el espectador
percibirá después en forma de signos susceptibles de transmitir significados,
tanto por sí mismos como en su articulación dentro del conjunto que es la
película—, y antes de acercarnos a los sonoros, detengámonos un momento en
el montaje, que en principio es la operación que consiste en unir físicamente o
61
empalmar un plano con el siguiente, hasta organizar la obra completa.
También sobre el montaje —término que, como los de rodaje o filmación, solía
reservarse hasta ahora para los trabajos en celuloide, dejando los de grabación y
edición para los soportes videográficos y digitales— se han realizado notables
estudios desde épocas muy tempranas, dada su importancia decisiva para la
construcción de un relato y su expresividad en términos sensoriales, emocionales
e intelectuales. En la bibliografía se relacionan algunos de los que nos parecen
más recomendables para profundizar en el asunto10; mientras, nos limitamos a
reseñar los aspectos materiales fáciles de detectar.
2.3.4.1. La forma básica y más frecuente es el montaje por corte directo: el
último fotograma de un plano se une al primero del siguiente sin elemento
alguno de conexión visual. Aporta agilidad, es la más neutra de todas, hasta el
punto de acabar pasando prácticamente desapercibida por la costumbre, aunque
con frecuencia sirva para introducir grandes saltos y bruscos cambios de puntos
de vista. Los problemas que el espectador puede observar como una
perturbación de esa fluidez son el ya citado salto de eje y la falta de continuidad
o raccord: en un plano se ve, por ejemplo, un cigarrillo a medio consumir, y en el
siguiente, que se pretende continuación inmediata, el cigarrillo está casi acabado
o, peor aún, más entero que antes.
Una incoherencia de ese tipo, como los anacronismos a los que ya nos
referimos, rompe de pronto la fascinación que mantenía al espectador absorto en
la narración y lo devuelve a la realidad: está contemplando un artificio, que se
parece a la vida real, pero no lo es. Porque, aunque resulte extraño, mantenemos
una especial percepción del transcurso del tiempo incluso en las elipsis y en los
cambios de plano que representan un mínimo intervalo: si vemos a un personaje
saliendo por una puerta, el plano siguiente, tomado desde el otro lado, debe dar
por supuesto un pequeño avance entre tanto, porque si el personaje aparece
exactamente en la misma posición dará la impresión de haberse detenido o
incluso retrocedido un instante.
2.3.4.2. Sin demorarnos en otros muchos efectos curiosos y trucos
relacionados con el montaje y su percepción física y psicológica, citemos las
formas en las que interviene algún elemento visual entre un plano y otro. Ante
todo, el fundido, por el que la imagen de un plano va desapareciendo, como
disolviéndose, hasta que la pantalla queda en negro, blanco o cualquier otro
color, antes de dar paso al plano siguiente, ya sea por corte directo o bien por
otro fundido de sentido contrario, en cuyo caso el primero recibe el nombre de
cierre y el segundo el de apertura. Si la unión se produce no por un elemento
añadido, sino porque mientras el plano inicial va desapareciendo surge
superpuesto a él y de manera gradual el siguiente, tendremos el fundido
encadenado.
Buscando analogías, no demasiado sólidas, se ha dicho que el fundido en
62
negro equivale al hecho físico de cerrar los ojos momentáneamente o para
dormir, el de apertura al de abrirlos o salir del sueño y el encadenado a recuperar
algo en la memoria o combinar dos ideas en el pensamiento. También se han
buscado comparaciones con la literatura, asimilando el cierre a un punto y aparte
o quizás a un final de párrafo o incluso de capítulo, según su intensidad y
duración. Nada que objetar tampoco, salvo la ya citada prevención ante cualquier
comparación entre el lenguaje verbal, esencialmente convencional, y el
audiovisual, analógico en su mayoría.
2.3.4.3. Fueron asimismo muy frecuentes las uniones de planos mediante
cortinillas, giros o inversiones de la imagen en la pantalla, una forma especial de
cierre, a modo de espiral hacia el centro o iris —así llamado por su similitud con
la contracción de esa parte del ojo humano ante un impacto luminoso, que fue
copiado en fotografía y cine con los mecanismos de obturación graduable
llamados diafragmas— y otros elementos cuya principal función consistía en
señalar el paso de una fase de la acción a otra, con o sin elipsis, o entre dos
acciones o temas diferentes y hasta contrapuestos. En cualquier caso, formas de
representar materialmente el paso del tiempo.
Muchos de esos recursos remiten al cine mudo, pero han cobrado actualidad y
adquirido infinita variedad de formas con la profusión de los efectos electrónicos
y digitales, hasta el punto de que a veces se usan simplemente porque llaman la
atención, o quedan bien, pero están desprovistos de toda capacidad
comunicativa. Y precisamente lo que interesa al detectar los diferentes efectos de
montaje es determinar si añaden significación o no, y de qué tipo, al conjunto en
el que se insertan.
A este respecto, es ineludible la referencia a los experimentos del cineasta ruso
Lev Kuleshov (1899-1970), que ya a finales de los años diez del siglo pasado
consiguió demostrar la eficacia expresiva de la vinculación entre distintas
imágenes uniendo sucesivamente un mismo primer plano bastante neutro del
actor Ivan Mosjukin con otros de un plato de comida, del (supuesto) cadáver de
una niña en un ataúd y de una dama joven lánguidamente tendida en un sofá…
Los espectadores a quienes se mostraron esos planos seguidos creyeron advertir
en el rostro del actor unas expresiones de hambre, tristeza y deseo que éste no
había interpretado, sino que eran producto de la unión de las distintas imágenes
en el cerebro de quien las contemplaba.
En una línea similar, su discípulo, el director y teórico letón Sergei M. Eisenstein
(1898-1948) puso en práctica numerosos ejemplos de generación de conceptos
abstractos en la mente del espectador mediante el montaje de choque entre
diversas imágenes, que posteriormente perfeccionaría él mismo, definiéndolo
como montaje intelectual. Antes de crear sus obras más conocidas, El acorazado
Potemkim (Bronenosetzs Potiomkin, 1925) y Octubre (Oktiabr, 1927), Eisenstein
había ofrecido ya notables muestras de esa idea del montaje en su primera
película larga, La huelga (Stashka, 1924). Destaca, entre otras, la unión de un
63
plano en el que el presidente de la empresa cuyos obreros se niegan a trabajar
enseña a sus socios un lujoso aparato recién importado de Occidente, que no es
sino un mueble bar provisto de un exprimidor de fruta: cuando el personaje
muestra su funcionamiento oprimiendo un limón, el montaje salta a otro plano
en el que se ve a la policía a caballo, haciendo ademán de caer sobre los
trabajadores en huelga, pacíficamente sentados en pleno campo, con lo que del
choque entre ambas imágenes surgen los conceptos de explotación y represión.
Más atrevidos y sugerentes todavía resultan otros saltos, ya hacia el final de la
misma cinta, en los que la aniquilación de los obreros por el ejército zarista se
vincula con la acción de un matarife —que en este caso no mantiene ninguna
relación con el argumento, por lo que podría decirse que se trata de una
metáfora pura— que degüella a un buey en el matadero, poco después de que el
jefe de la policía se haya enfrentado a uno de los líderes de la huelga,
derramando de un puñetazo un tintero sobre el plano del barrio de los
trabajadores, invadido de pronto por la tinta negra, en una clara advertencia de
la matanza que se avecina11.
Muchos años más tarde, entre otros ejemplos concluyentes, Basilio Martín
Patino demostraría la capacidad expresiva del montaje haciendo que en su
película Canciones para después de una guerra (1971), para la que apenas rodó
unos pocos planos, limitándose a unir los realizados por otros con intenciones
muy diferentes y aun contrarias, el conjunto adquiriera tal capacidad provocadora
de ideas consideradas subversivas por el régimen dictatorial, que los censores
acabaron prohibiéndola, después de haber estado a punto de seleccionarla para
representar a España en un festival internacional si el cineasta realizaba en ella
nada menos que diecisiete cortes o modificaciones.
Patino había engarzado —con clara voluntad irónica, pero sin esperar una
reacción tan drástica— un total de treinta y ocho canciones muy populares en los
primeros años cuarenta, con imágenes oficiales obtenidas en los archivos de la
Filmoteca entonces llamada Nacional, el noticiario No-Do y fragmentos de
películas de éxito aprobadas en su día por la censura e incluso premiadas por el
propio régimen. Era justamente la combinación intencionada y precisa de
imágenes y sonidos convencionales lo que confería al nuevo conjunto un
extraordinario potencial crítico, mostrando a las claras la capacidad expresiva —
creativa, en su sentido más genuino— de esa unión o montaje, con
independencia del origen y la intencionalidad con que hubieran sido captados
aquéllos en su primera versión.
Posteriormente, Martín Patino emplearía un procedimiento muy similar, pero
notablemente más agresivo, en otro largometraje, Caudillo (1974), éste ya con
nítida voluntad de ajuste de cuentas con la figura del dictador y que no podría
estrenarse hasta después de la muerte de éste. De la experiencia obtenida con
estos trabajos surgirían los lúcidos ensayos de falso documental a los que ya
hemos aludido12.
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2.3.5. El sonido
Volviendo a nuestro esquema expositivo y refiriéndonos ahora a la banda
sonora, que hoy forma parte sustancial de cualquier producción audiovisual, ya
adelantamos que lo principal desde el punto de vista analítico es distinguir en ella
tres aspectos o pistas diferentes, convenientemente mezcladas y sincronizadas: la
correspondiente a los ruidos, la de la música y la de las voces.
2.3.5.1. De los ruidos conviene aclarar, ante todo, que la mayoría de ellos se
obtienen por procedimientos artificiales, algunos rudimentarios y otros muy
avanzados, electrónicos. Si se graban los de verdad en directo, por perfectos que
sean los equipos, no suelen dar la misma impresión, hasta el punto de que cabe
preguntarse si cuando oímos un ruido en cine esperamos que se parezca al que
se produce en la realidad o bien al que el propio cine nos ha acostumbrado a
percibir como característico. El ejemplo más socorrido es el de los cascos de un
caballo al trotar o galopar: nunca nos parecerá tan real como cuando un
especialista en este tipo de trucos lo imita con cáscaras de nuez o mitades de
cocos sobre una superficie adecuada13.
Por eso no interesa tanto el procedimiento por el que ha sido creado sino lo
que representa cada ruido concreto. Y distinguimos los ruidos ambientales, es
decir, los que pertenecen al ambiente físico que estamos contemplando en la
imagen —una puerta que se cierra, la lluvia que cae mansa o violentamente— de
los de efecto, que no forman parte de ese contexto visual sino que han sido
añadidos precisamente para producir un efecto determinado.
Siempre se cita a este respecto la escena de la ducha de Psicosis (Psycho,
1960), de Alfred Hitchcock, en la que, además del agua que cae, el
desplazamiento de la cortina, las anillas y los gritos de la mujer apuñalada, junto
a la irrupción de una música potente y a todas luces extradiegética, se oye un
sonido agudísimo que no puede proceder de nada de lo existente en ese cuarto
de baño, sino que fue añadido por el maestro del suspense para aumentar aún
más la tensión de una escena tan dramática.
Si ese falseamiento puede ser en cine un recurso tan legítimo como cualquier
otro —como lo es el de doblar el sonido en estudio si no se puede o no se desea
utilizar el grabado en directo—, en publicidad televisual, donde se emplea de
modo intensivo, llega a ser en ocasiones claramente fraudulento, porque busca el
engaño más descarado.
Muchos anuncios de juguetes, por ejemplo, simulan ruidos que en modo
alguno corresponden a éstos, sino que se han trucado, cambiándolos por los de
verdad, para dar una impresión muy diferente de la que tendrá el niño cuando
consiga el producto, con la consiguiente frustración14. Piénsese, entre otros, en
cochecitos que rugen como motores de Fórmula 1, en muñecos situados en
decorados naturales donde se oyen ruidos inexistentes o en videojuegos dotados
de una banda sonora que en nada se parece a la que se oye al manejar el
65
aparato.
2.3.5.2. La música. Solo unas líneas para aludir a un tema tan inabarcable
como el del valor y las características de la música en el cine, que, como hemos
señalado, no nació con el sonoro, sino que desde mucho antes era interpretada
en vivo por solistas, grupos y hasta orquestas en las salas donde se proyectaban
las películas silentes.
La inserción, por procedimientos fotoquímicos, de las señales acústicas en uno
de los lados de la cinta de celuloide en la que están impresos los fotogramas
permitió la más perfecta sincronización y garantizó su audición homogénea en
todas las proyecciones. Con vistas a nuestro objetivo concreto interesa distinguir,
como en el caso anterior, si la música que acompaña a una escena determinada
procede de algún instrumento o aparato presente en la escena —diegética—, y
por tanto se supone que los personajes la oyen, o por el contrario es
extradiegética o incidental y ha sido incorporada expresamente como
acompañamiento, subrayado o contrapunto de la acción que contemplamos.
Por otra parte, puede ocurrir que la música de una obra audiovisual existiera
previamente a la creación de ésta, lo que proporciona valiosas pistas sobre los
motivos de su elección, o bien haya sido compuesta para ella, y aquí entraría
todo un estudio musicológico de sus características y de su vinculación con las
imágenes a las que, más que acompañar —como se ha creído con frecuencia y
como todavía se usa de forma superficial—, se incorpora como un elemento más,
y de pleno derecho, de la expresión audiovisual15.
Es fácil comprobar, por lo pronto, que todavía sigue vigente ese tópico tan
extendido que consiste en reservar la utilización de la música clásica, culta, para
producciones dirigidas a públicos adultos, mientras que las orientadas a los
jóvenes buscan las formas más actuales, comerciales o de moda. Una dicotomía
de preferencias que la realidad desmiente en más de un caso, pero que ese uso
intensivo viene a reforzar, por desgracia.
En cuanto a las mezclas, operación que funde y combina música, ruidos y
voces, puede llegar a ser tan creativa como cualquier otra de las que estamos
revisando. Y también es cierto que los silencios, o ausencia de uno o más de
esos tres elementos en una escena que por algún motivo parezca requerirlos,
puede tener asimismo un significado que debe ser tenido en cuenta.
2.3.5.3. Las voces. Queda aún por ver el papel que desempeñan las voces.
Ante todo, según su procedencia o estatuto: de narrador externo a la acción, de
diálogo entre personajes, de monólogo de alguno de ellos en forma de soliloquio
o bien dirigido hacia la cámara, y por tanto directamente al espectador, u otros
posibles.
En el caso de una voz de narrador, es preciso determinar si se trata de un
trasunto del propio autor o autores de la obra, si pretende ser neutra o si se
supone encomendada a alguna instancia superior que por principio sabe más que
66
el espectador y puede aconsejarle u orientarlo sobre el sentido de lo que ve,
porque cada una de esas variantes añade significación a lo que diga la voz en
cuestión.
Interesan también otros aspectos, fácilmente detectables en películas de ficción
o documentales pero que desempeñan un papel de primera importancia en
publicidad: el género, por ejemplo, dado que no es lo mismo que una
determinada frase publicitaria la diga un hombre o una mujer. Y el reparto de
funciones entre unos y otras figura entre los filones más fructíferos y casi
irreductibles del sexismo todavía imperante en muchos medios audiovisuales de
comunicación. La edad —niños y niñas comparten esa misión sutilmente
aleccionadora sobre sus papeles respectivos en la sociedad—, el tono —
autoritario, sugerente o presuntamente cómplice, según que los autores del
mensaje crean que es más eficaz para anclarlo en la mente de quien lo recibe—,
la cadencia y otros matices son capaces de transmitir mucho más de lo que el
público medio estaría dispuesto a aceptar.
Algo parecido puede decirse respecto de los monólogos de distintos tipos y de
los diálogos que mantienen los personajes, estando en pantalla o, merced al
montaje, respondiendo desde fuera del encuadre sin que al espectador le
moleste tan evidente artificio. Como no suele molestarle, salvo graves errores de
sincronización, que las voces que oye hayan sido tomadas en directo o bien
dobladas posteriormente en estudio, por los mismos intérpretes, por otros con
una dicción más adecuada o, como ya comentamos, en otro idioma diferente del
original.
Puede ser éste el momento oportuno para aclarar varios términos de uso
frecuente pero que suelen dar lugar a equívocos. Si un personaje habla sin que
se le vea en ese momento, se dice que está fuera de campo, como aquellos
espacios no visibles a los que aludimos al hablar de los límites del encuadre. Y su
voz nos llega en off, mientras que si ésta no procede de ningún lugar
reconocible, o es la del narrador, superpuesta a las imágenes que contemplamos,
se dice que es una voz over, usando una vez más anglicismos impuestos al
lenguaje común por el poderío de la industria cinematográfica estadounidense.
Por último, si dos tomas sucesivas muestran alternativamente a los
interlocutores, o bien dos perspectivas opuestas de un mismo escenario, se
habla, como ya dijimos, de plano/contraplano o, en otros casos, refiriéndose
sobre todo a la posición de la cámara, de campo/contracampo.
Por supuesto, es preciso prestar atención al contenido semántico de las frases
que se oyen en una película, además de a los aspectos también significativos que
venimos señalando. Y en este terreno, junto a los ya aludidos problemas del
doblaje a otros idiomas distintos del original —que en ocasiones incurre en el
error de traducir y pronunciar de forma correcta expresiones dichas por
personajes que por su situación social u otras circunstancias no es probable que
dominen su propia lengua de forma tan idealizada—, adquieren importancia las
67
frases o palabras de doble sentido y otros juegos indicativos de determinadas
connotaciones añadidas al sentido literal de la frase en cuestión, que deben ser
analizados escrupulosamente. Si el doble sentido ofrece un sinfín de posibilidades
expresivas en el lenguaje verbal, éstas aumentan de forma exponencial al
conjugarlo con el entorno visual en el que se utiliza.
Con todas estas nociones elementales y aclaraciones terminológicas hemos
pretendido poner a punto el instrumental básico para acercarnos críticamente a
las obras audiovisuales con un método de análisis que expondremos a
continuación y que, una vez más, no aspira a desplegar refinamientos teóricos ni
matices rebuscados, sino a ayudar a adentrarse en la comprensión de ese tipo de
producciones, de forma sencilla pero con un mínimo rigor, tan necesario hoy,
cuando invaden nuestra vida cotidiana desde frentes muy distintos.
Al hacerlo, somos conscientes también de que los avances que constantemente
están propiciando las innovaciones técnicas en este campo, así como su
capacidad para combinar gran cantidad de elementos visuales y sonoros ajenos
ya por completo a cualquier naturalismo y quizás a toda posible analogía,
amenazan con dejar fuera de uso algunos de estos conceptos y los
procedimientos a que hacen referencia. Aunque todavía no pueda hablarse en
propiedad de un nuevo lenguaje audiovisual, como tal conjunto orgánico. En
todo caso, confiamos en que estas indicaciones sirvan de base para la adecuada
intelección de las nuevas incorporaciones expresivas.
No hará falta repetir que sobre todos y cada uno de los conceptos a los que
aquí nos referimos sintéticamente hay estudios muy amplios, contrastados o bien
contradictorios, elaborados a lo largo de casi cien años de reflexión sobre el cine.
La teoría cinematográfica tuvo un doble origen, a partir de la primera década del
siglo pasado, cuando algunos estudiosos de otras artes se aplicaron al análisis de
la nueva expresión cinematográfica y, en especial, cuando determinados
realizadores —que entonces, salvo contadas excepciones, no disfrutaban de la
consideración de autores, que les sería reconocida sobre todo a partir de los años
cincuenta, y eran en su mayoría poco más que piezas artesanales en un
engranaje industrial incipiente— empezaron a reflexionar de forma más o menos
sistemática sobre su propia actividad, formulando por escrito sus hallazgos,
hipótesis y fracasos. De la labor de unos y otros queda constancia en la
bibliografía final.
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1 Christian METZ, por ejemplo, uno de los máximos representantes de esa tendencia, tituló precisamente
“Más allá de la analogía, la imagen” su aportación introductoria al número 15 de la revista Communications,
editado en 1970 y traducido al español como Análisis de las imágenes (METZ y otros, 1972).
2 STAEHLIN (1966), aunque dentro de una concepción global de matriz religiosa e inspiración aristotélica a
través de la filosofía escolástica, acertó a trazar pronto entre nosotros un esquema que, desprovisto en lo
posible de aquellas connotaciones, resulta de indudable utilidad.
3 Nos limitaremos a las que nos parecen imprescindibles para la aplicación del método de análisis que
vamos a proponer. Por lo demás, existen manuales ya clásicos que describen todos los conceptos y términos de
uso común en este campo (AGEL, 1962; LAFFAY, 1966; LAMET y otros, 1968; BORRÁS y COLOMER,1977;
ROMERO, 1997, entre otros muchos) y de un tiempo a esta parte abundan en la Red los textos y apuntes de
asignaturas de diversas carreras, blogs con comentarios cinéfilos y otros documentos profusamente ilustrados
con ejemplos explicativos que permitirán contrastar y ampliar conocimientos de interés.
4 Defendida por los representantes de la crítica francesa de los años cincuenta y sesenta, encabezada por
André BAZIN (1991, publicado originalmente en cuatro volúmenes entre 1958 y 1963), que iba a inspirar a un
amplio contingente de seguidores y a experimentar notables variaciones, reflejadas sobre todo en la evolución
de la revista francesa Cahiers du Cinéma. En su descargo podría alegarse el comprensible entusiasmo
despertado en su momento, tras la Segunda Guerra Mundial, por movimientos cinematográficos como el
neorrealismo italiano, decididos a recuperar el contacto con la realidad y cansados de los artificios establecidos
en la industria cinematográfica como el culmen del refinamiento y la belleza. Reconociéndole toda su honradez
intelectual y su voluntad transformadora, lo mejor que se puede decir hoy del neorrealismo es que contribuyó
decisivamente a demostrar, a contrario, que su aspiración de reflejar la realidad tal como es, resulta
inalcanzable.
5 Deberemos repetir una y otra vez que, aunque nuestra sensación como espectadores sea diferente, solo
podemos ver lo que la cámara nos muestra, y en las condiciones en que los autores han decidido que nos lo
muestre: queramos o no, vemos como a través de la lente. Todo lo demás es, objetivamente, producto de
nuestra imaginación.
6 La vieja aspiración de Hitchcock la vería cumplida muchos años más tarde Alexander Sokurov al rodar El
arca rusa (Russkij kovcheg, 2002) en un solo plano de 95 minutos de duración, gracias a los avances técnicos
experimentados en materia de rodaje.
7 Por su relativa similitud con los movimientos de los planetas, se ha hablado de movimientos de rotación y
traslación para referirse a las panorámicas y los travellings. Hubo intentos de sustituir el término inglés por el
de traslación o desplazamiento, pero no prosperaron. Tampoco han tenido aceptación las propuestas de la Real
Academia de la Lengua de utilizar travelín en vez de travelling y zum en lugar de zoom, entre otras.
8 Durante algún tiempo se despreció su uso en cine, precisamente por ese empleo reiterado hasta la
extenuación y por puro efectismo en programas televisivos, sobre todo musicales. Fueron muy duras, por
ejemplo, las críticas recibidas por el cineasta italiano Luchino Visconti, que había evolucionado desde el
neorrealismo inicial hacia el clasicismo más depurado, por utilizarlo en una de sus obras maestras, Muerte en
Venecia (Morte a Venezia, 1971), contra el criterio de su director de fotografía y estrecho colaborador,
Pasqualino de Santis (PÉREZ MILLÁN, 1993, pág. 21).
9 Convendrá recordar la distinción atribuida al cineasta Luis G. Berlanga, según la cual el erotismo es la
pornografía de los ricos y la pornografía el erotismo de los pobres.
10 Desde recopilaciones de textos de S. M. Eisenstein (GLENNY y TAYLOR, 2001) y manuales clásicos (DEL
AMO, 1972; REISZ, 1990) hasta los estudios monográficos más difundidos o recientes (SÁNCHEZ-BIOSCA,
1996; SIETY, 2004; MONLEÓN, 2007).
11 Sobre el efecto Kuleshov y otros ensayos realizados por los cineastas rusos a partir de la revolución de
1917 puede verse entre otros, SCHNITZER y MARTIN (1975). El desglose plano a plano del guión de La huelga
se publicó en español en GRASSO y PÉREZ MILLÁN (1978).
12 Tanto la producción unitaria para Televisión Española titulada La seducción del caos (1991) como la serie
en siete capítulos Andalucía, un siglo de fascinación (1995-1996), encargada por Canal Sur Televisión. Sobre
todas ellas, y en especial sobre el contenido y el conflicto censorial suscitado a raíz de Canciones para después
de una guerra, pueden verse detalles y declaraciones del autor en PÉREZ MILLÁN (2002).
13 Algo parecido sucede también con la imagen: acostumbrados a ver morirse bien a tantos personajes en
la pantalla, las muertes auténticas —por ejemplo, las recogidas por los informativos de televisión— pueden
parecernos demasiado toscas, imperfectas… Un caso especial, y de importantes consecuencias por su relación
con el debatido problema del realismo, es el de la comparación con el teatro. Somos tan conscientes de la
materialidad física de los actores en un escenario, que no se nos ocurre que puedan ser heridos o caer
atravesados por una espada de verdad, por lo que aceptamos de buen grado casi cualquier truco para
simularlo, pero no toleramos lo mismo en el cine, precisamente porque en el fondo sabemos que es ficción
pero no queremos que nada de eso nos los recuerde, rompiendo bruscamente la fascinación.
14 Por supuesto, la imagen provoca asimismo notables frustraciones: un grupo de niños llevaba toda la
campaña prenavideña solicitando con insistencia el regalo de uno de aquellos muñecos articulados que en los
69
anuncios se movían libremente y en la realidad había que accionar con la mano; al abrir la caja del juguete, el
pequeño comentó: “¡El mío está muerto!”. No dijo estropeado ni roto, sino que mostró con claridad las
expectativas emocionales que había depositado en la figura del guerrero o aventurero de marras.
15 A modo de síntesis ilustrativa pueden verse las reflexiones de uno de los más brillantes compositores
cinematográficos españoles, José Nieto, con amplia experiencia didáctica también en ese campo (NIETO, 2003),
y el volumen La armonía que rompe el silencio: Conversaciones con José Nieto (ALVARES y ARCE, 1996).
70
CAPÍTULO III
Un método para el análisis crítico
Proponemos afrontar cualquier pieza audiovisual que nos interese por algún
motivo descomponiéndola mediante diez pasos sucesivos que nos permitan
llegar desde su materialidad visual y sonora hasta lo que creamos que constituye
la visión del mundo —la ideología— subyacente a ella.
Sin llegar al envidiable rigor desarrollado por PÉREZ MORÁN (2011) en su tesis ya
citada, donde extrae de cada plano hasta veinte tipos de datos diferentes,
enumeraremos los diez pasos, exponiendo lo fundamental de cada uno y
remitiéndonos a los conceptos ya explicados. Como es lógico, el método puede
aplicarse con diferentes grados de profundidad según la edad de las personas
con las que trabajemos —en la enseñanza, por ejemplo— y a obras de distintas
magnitudes, desde anuncios y cortometrajes a largometrajes documentales o de
ficción y series televisivas.
Recomendamos empezar por los spots publicitarios, por varias razones. Ante
todo, su duración permite un trabajo exhaustivo y detallado, gratificante en la
medida en que da cuenta acabada del análisis y no necesita contextualización
argumental alguna. Pero también porque ofrecen ya resuelta una de las
cuestiones más espinosas que desde los albores de la crítica y la era dorada de
los cineclubes han martirizado a los analistas: ¿Qué ha querido decir el autor? En
el caso de los anuncios, la respuesta es transparente: que compremos el
producto que venden o adoptemos la actitud que proponen. Lo cual nos ahorra
disquisiciones farragosas y no siempre fértiles ni acertadas.
Pero es que, además, el spot publicitario es el primer producto audiovisual que
conocen los niños en su vida, el primero que les llama la atención —más aún que
los dibujos animados, como se creyó durante mucho tiempo— y el primero con
el que empiezan a vincular la contemplación de un mensaje con el deseo de su
contenido.
Más adelante nos extenderemos algo más a propósito de la influencia de la
publicidad audiovisual en nuestras sociedades, pero aquí nos interesa subrayar la
utilidad del método para tomar conciencia de todo lo que se nos ofrece visual y
auditivamente en un anuncio, el contexto de analogía con la realidad en el que
se sitúan sus ficciones, los procedimientos por los que pretende modificar
nuestra conducta a favor de un producto o actitud concreta y la visión del
71
mundo que ofrece —y refuerza— voluntaria o involuntariamente mientras
desarrolla una anécdota cualquiera.
Como sería materialmente imposible, por problemas de tiempo entre otros,
aplicar los diez pasos del método a producciones de larga duración, después
propondremos una variante más sintética y generalista, aunque sugerimos utilizar
esta más amplia también con cortometrajes y con fragmentos seleccionados de
las obras más largas. Vayamos, pues, paso a paso.
3.1. Cronometraje
Se trata de medir, en minutos y segundos, la duración de la obra o fragmento
que vamos a analizar. Esta primera operación ayuda a establecer con nitidez los
límites físicos de la pieza objeto de estudio. Entre otros motivos, porque a los
adultos nos resulta hasta cierto punto fácil distinguir el estatuto de diferentes
producciones —programas informativos, dramáticos, concursos, publicidad,
etcétera— recurriendo a estas denominaciones, cuyo carácter relativamente
abstracto escapa a los niños, para quienes la imagen televisiva es un continuum
donde tienen que aprender a practicar cortes en cierto modo conceptuales para
diferenciar unos programas de otros1. Aunque hay que decir también que, por
extraño que pueda parecer, todavía existen adultos que confunden los eslóganes
publicitarios con información y se sienten engañados cuando no se cumple lo
que tan alegremente les habían prometido.
En cuanto a los niños, creemos que lo primero que aprenden a aislar son
precisamente los anuncios, por más que ignoren su sentido y finalidad. Habrá
que ayudarles a descubrirlos, porque los mensajes publicitarios tienden a ocultar,
entre otros extremos, no solo el precio de lo que ofrecen, sino el hecho mismo
de que existe algo llamado precio que es preciso abonar para hacerse con el
objeto anunciado.
No estará de más recordar que hace años se libró una dura batalla para lograr
que los anuncios de juguetes incluyesen de forma obligatoria esa especificación
del precio, y muy poco después se comprobó que no era tan útil como se había
imaginado: al descubrir que un determinado juguete tenía algo llamado precio,
que había que pagar por él, muchos niños se preguntaban si cuando sus padres
se negaban a comprarlo era porque carecían de ese dinero o, peor aún, porque
no los querían lo suficiente como para emplear esa cantidad en satisfacer sus
deseos. Con las consecuencias fácilmente deducibles para la relación familiar.
Ese interés protector de la infancia fue más decidido en algunos países
nórdicos, donde se planteó prohibir legalmente que los niños tuvieran nada que
ver con los anuncios de televisión, ni como destinatarios —dado que carecen de
capacidad de decisión sobre una posible compra— ni como intérpretes, ya que su
presencia puede condicionar emocionalmente a los adultos, impulsándolos a
adquirir para ellos productos innecesarios, incluidos aquellos que se anuncian
recurriendo a la ambigua etiqueta de educativos, o bien otros de uso familiar.
72
Piénsese, por ejemplo, en los spots de vehículos de alta gama que hacen
hincapié en la seguridad física de los niños para forzar desde el punto de vista
psicológico la decisión de los adultos en el sentido de adquirirlos, por miedo a un
accidente y a la posible culpabilidad derivada de éste si manejan otro menos
seguro.
Sin embargo, la llegada de las emisiones primero vía satélite y después por la
Red, que superan las fronteras nacionales, dio al traste con aquellos razonables
intentos. En todo caso, dado que es imposible poner puertas al campo de la
capacidad de sugerencia del lenguaje audiovisual, e impensable recuperar viejas
prohibiciones legales en este y otros aspectos, la única defensa razonable sigue
siendo la difusión masiva de la enseñanza crítica de ese lenguaje.
Por otra parte, el cronometraje de la obra que vayamos a analizar permitirá
establecer después una noción tan relativa pero importante como la de ritmo,
relacionando la duración con el número de planos contenidos en ese lapso de
tiempo. Tampoco en este caso es posible establecer criterios fijos, sino solo
comparativos, para determinar cuándo una determinada obra es lenta o rápida,
pero se comprueba con facilidad que las dirigidas a públicos adultos suelen tener
un ritmo inferior al de las orientadas preferentemente a destinatarios juveniles o
infantiles. Con la consecuencia indeseable de que éstos tienden a identificar lo
rápido con lo bueno y lo lento con lo pesado.
En los últimos tiempos se ha producido una especie de aceleración expositiva,
sobre todo en las grandes superproducciones comerciales que, tomando quizá
ejemplo de los anuncios y otros géneros televisuales, acumulan planos fugaces
en un tiempo récord, acompañados por lo general con una música y unos ruidos
atronadores, con lo que obtienen un gran impacto sensorial y probablemente
emocional, pero reduciendo al mínimo o anulando por completo la capacidad del
espectador para enjuiciar el sentido de lo que está contemplando.
Por supuesto, no se trata de negar el valor de una planificación rápida y
sintética, ni de pretender que lo lento es mejor en sí mismo, sino de comprender
que el uso de un estilo u otro debe estar en consonancia con el tipo de mensajes
a los que sirve y de alertar sobre el peligro que representa condicionar al público
infantil y juvenil para que rechace lo lento. Porque eso supone en la práctica
negar cualquier posibilidad de una exposición pausada, reflexiva o estéticamente
contemplativa, que son valores que el cine ha sabido cultivar con mimo —
produciendo numerosas obras maestras, tanto clásicas como contemporáneas—
y que hoy parecen condenados a caer en desuso, por intereses fácilmente
imaginables.
3.2. Separación de las bandas
Una vez establecida la duración, hay que separar el análisis de la banda visual
y el de la sonora, entre otras razones porque el cerebro humano tiene grandes
dificultades para operar críticamente en los dos terrenos de manera simultánea.
73
Pero esa separación es un paso puramente metodológico, ya que no se puede
perder de vista en ningún momento que el efecto comunicativo de cualquier
mensaje audiovisual sobre quien lo recibe no sería nunca la simple suma o
añadido de lo visual y lo sonoro, sino la síntesis plena entre ambas dimensiones.
Cuando se hayan estudiado por separado las dos bandas, habrá que refundir por
tanto lo obtenido en cada una de ellas para no establecer conclusiones erróneas.
3.3. Recuento de planos
Ya en el terreno visual, se trata ahora de contar el número de planos que se
suceden en ese período de tiempo que hemos establecido como objeto de
estudio, numerándolos con el fin de facilitar posteriores referencias y
determinando la duración de cada uno, en segundos. Con ello tendremos el
ritmo, al que ya nos hemos referido y que es la proporción resultante de
relacionar el número de planos con los segundos empleados en ellos, que deberá
compararse después con otros para hacernos una idea aproximada de la
velocidad o lentitud del conjunto.
A estos efectos, los fundidos encadenados suelen contarse como dos planos,
los que en realidad los componen, y los cierres y aperturas como uno, salvo que
el color de éstos dure el tiempo suficiente como para considerarlo significativo
por sí mismo, y no solo como elemento de pura conexión. Lo mismo puede
decirse de cualquier otro signo que, además de unir dos planos, aporte alguna
información complementaria.
La regla clásica según la cual un plano debería permanecer en pantalla un
tiempo proporcional a la cantidad de información nueva que contiene respecto de
los anteriores, para permitir que el espectador pueda captarla, está cayendo
también en desuso por la ya aludida tendencia a acortar la duración de los
planos con el fin de privilegiar su capacidad de impacto sobre la de asimilación o
intelección por parte de quien los contempla.
No hará falta decir que para la realización de este paso como de los siguientes
es necesario revisar una y otra vez nuestro objeto de estudio, de forma íntegra o
fragmentada. La idea de que una producción audiovisual solo necesita ser vista
una vez es otro de los engaños inducidos por una interesada tendencia industrial
al usar y tirar. Nadie pide que quiten una música agradable por el simple hecho
de que ya la ha oído, ni se niega a mirar de nuevo un cuadro porque ya lo
conoce… La complejidad oculta en el audiovisual bajo su aparente naturalidad
sería un motivo más para recurrir a la contemplación de una obra tantas veces
como fuera necesario para entenderla bien o para disfrutarla más a fondo, si nos
complace.
Y una prueba indirecta de todo ello es que la publicidad confía buena parte de
su eficacia a la repetición de un spot hasta la saciedad, para grabar a fuego su
contenido, sus eslóganes y melodías en la mente de los destinatarios, por muy
distraídos que estén cuando se emiten o por poca atención que hayan decidido
74
prestarles. Muchos adultos que se consideran refractarios a los efectos de la
publicidad audiovisual se sorprenderían al descubrir cuántos de esos eslóganes,
melodías y argumentos conocen y pueden recordar de manera casi automática.
Lo demuestra el hecho de que cuando tienen que decidir de improviso la compra
o consumo de un determinado producto cuya marca les es en principio
indiferente, varias de ellas surgen de su memoria, pugnando por imponerse.
3.4. Descripción del contenido visual
Es la fase más laboriosa del método, porque se trata, en síntesis, de tomar
conciencia —anotándolo, si ello facilita la tarea— de todo lo que se ve en cada
plano (contenido del encuadre), en qué tamaño proporcional se ve (escala) y
desde qué punto del espacio se ve (ángulo). Además de los aspectos más
llamativos de la composición, la iluminación y, desde luego, los movimientos
tanto internos como de cámara que se produzcan dentro del plano.
Es imposible aspirar a la exhaustividad, pero el simple ejercicio de atender a
todos esos datos procurando que no se nos escape nada mínimamente
importante constituye una práctica muy saludable a la hora de tomar distancia
respecto de la obra y romper la fascinación que suele producirnos. Como
apuntamos en su momento, todo lo que aparece dentro de un encuadre es
susceptible de impresionar los sentidos del espectador e influir en su percepción
y comprensión de la imagen, con independencia de la voluntad del autor y de
que éste haya cuidado o no todos los detalles. Hay autores extraordinariamente
rigurosos a la hora de componer cada plano y otros que improvisan o descuidan
ese aspecto, pero quien contempla el resultado recibe esos estímulos por igual.
Anotemos de pasada que ahí reside una de las grandes dificultades materiales
de las llamadas adaptaciones literarias, por fieles que pretendan ser al texto
original. Un escritor puede muy bien decir de su protagonista que “se levantó del
sofá y se acercó a la ventana”. El lector aceptará esa frase sin la menor dificultad.
Pero el director artístico o el decorador de la película en cuestión asaltarán al
realizador con multitud de preguntas: ¿Qué forma tiene el sofá?, ¿y la ventana?,
¿a qué distancia están uno de otra?, ¿se ve algo a través de ésta?, ¿tiene
cortinas?, ¿de qué forma y color? Aparte, claro está, del aspecto físico, vestuario,
maquillaje y otros datos de atrezo correspondientes al personaje. De hecho, el
espectador, que frente al texto había podido imaginar esos elementos a su
albedrío, o no tenerlos en cuenta, recibirá el estímulo de todo lo que aparezca en
pantalla, haya sido elaborado o no.
3.5. Elementos de montaje
Cuando se ha levantado acta de todo lo que vemos en cada plano, llega el
momento de hacer lo propio con las formas de unión entre unos y otros. Desde
el simple corte directo hasta los más rebuscados efectos gráficos, pasando por
75
las distintas modalidades que enumeramos en su momento, tratando de detectar
si añaden o no algún tipo de significación a lo narrado. A la vez, anotaremos los
saltos que el montaje haya podido introducir en el curso del relato —elipsis,
flash-backs, acciones paralelas que en realidad son sucesivas, etcétera—, de
modo que al final tendremos una idea muy precisa de la estructura narrativa de
la obra o fragmento estudiados.
3.6. Descripción del contenido sonoro
Mientras la banda de imágenes permite por su propia naturaleza practicar en
ella cortes transversales, descomponiéndola en planos, la sonora, cuyos
elementos mantienen o pueden mantener una continuidad que pasa por encima
de aquéllos, exige un tratamiento analítico diferente, longitudinal, por capas o
pistas, en función del contenido material de cada una: ruidos, música y voces,
combinados mediante las mezclas e incorporados a la banda de imágenes
previamente montadas.
Ya explicamos sintéticamente las variantes que pueden producirse en esas tres
pistas, y se trata ahora de anotarlas con detalle, precisando en lo posible a qué
plano corresponde cada uno de los signos sonoros que hemos encontrado o si
se extiende a varios de ellos. Especial relieve adquieren los silencios, por su
capacidad expresiva preferentemente dramática, o las ausencias de alguno de
esos elementos cuando en función del conjunto parecerían necesarios, porque
pueden transmitir una significación concreta.
3.7. Recomposición argumental
Hasta aquí llegaría la fase de detección de signos de todo tipo, que en realidad
equivale a una descomposición o despiece minucioso de la obra, necesario para
reconocer todo lo que hemos visto y oído. En principio, esa labor debe tener un
resultado objetivo, de manera que si se producen discrepancias entre dos o más
analistas sobre el número de planos, la posición de la cámara en alguno de ellos
o cualquier otra variable, no vale creer que se trata de un asunto de opinión
particular y respetable, sino que una nueva revisión mostraría con facilidad quién
tiene razón y quién estaba equivocado, puesto que son datos comprobables.
A partir de ahora, los distintos pasos del método irán dando entrada a un
grado cada vez mayor de subjetividad, dado que se trata de interpretaciones, en
las que intervienen otros muchos elementos además de los datos de partida. Lo
que llamamos recomposición o reconstrucción argumental consiste en sintetizar
con palabras lo que entendemos que se nos ha contado a través de ese cúmulo
de signos visuales y sonoros, sincronizados y organizados de una forma
determinada a través del montaje y las mezclas, y que ya hemos analizado.
En principio, debería ser también relativamente objetiva, y por tanto
coincidente, pero el hecho mismo de tener que elegir los términos verbales con
76
los que resumir el argumento apunta ya a una variabilidad producto de las
preferencias, los gustos o los conocimientos de cada uno: es prácticamente
imposible que las reconstrucciones argumentales de dos analistas diferentes
coincidan en sus términos, aunque ambas hayan partido de una lectura correcta
de los signos.
Queda así de manifiesto otra de las grandes diferencias entre los lenguajes
verbales y el audiovisual, que nunca podría ser traducido en palabras con
exactitud, y no solo por su complejidad visual y sonora, sino porque deja un
amplio margen de maniobra a las características personales de cada analista, sin
que pueda acusarse de errónea más que a aquella reconstrucción argumental que
se apoye en una lectura equivocada o fallida de los datos.
3.8. Lectura de sentido
Ya en el terreno de la interpretación pura, aunque sin forzar arbitrariamente los
elementos en que debe basarse, trataremos de dar un paso más. Después de
tomar conciencia de lo que cuenta una obra determinada, y habiendo partido de
sus componentes —por lo que sabemos también cómo lo cuenta—, nos
acercamos ahora al espinoso terreno de dilucidar qué quiere decir eso que se nos
ha contado. Y no es cuestión de adivinar las hipotéticas intenciones del autor,
irrelevantes a este respecto, sino de establecer el sentido que adquiere ese
conjunto de signos proyectados en una pantalla.
Hay, pues, un salto importante desde la materialidad de los signos y su
organización hasta la abstracción de su posible sentido o sentidos, que por lo
demás tampoco tienen que ser algo unívoco, sino que se abren a distintas
interpretaciones, válidas siempre que se respete la vinculación entre los signos y
sus significados. En cualquier caso, se trata de un acercamiento útil al hecho de
que las imágenes audiovisuales, tras su aparente sencillez, su analogía con
situaciones cotidianas o por lo menos muy conocidas y su engañosa
transparencia, ocultan un enorme caudal de significación que el espectador
puede desaprovechar o bien aceptar acríticamente si no se preocupa de atravesar
la superficie para ir más allá.
3.9. Análisis de motivaciones
Aunque funciona también en el terreno cinematográfico, es especialmente en el
de la publicidad audiovisual donde podemos llevar a cabo con más facilidad un
análisis de las motivaciones que cada mensaje pretende estimular en la psicología
de quien lo recibe y de los procedimientos que se utilizan para conseguirlo.
Si partimos de la base de que el objetivo de todo spot publicitario consiste en
modificar la actitud del destinatario, haciéndolo pasar de la pasividad o
indiferencia inicial del puro espectador a una postura favorable hacia el producto,
o más exactamente la marca y —en los anuncios llamados institucionales— la
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conducta que se le propone como objeto de deseo o como modelo a imitar, será
de vital importancia determinar qué resortes psicológicos se activan para lograrlo.
Se abre así un amplio abanico de posibilidades, tanto positivas como
negativas, aunque entre las más utilizadas figuran el erotismo, la competitividad
o afán de emulación y aun de liderazgo, el miedo de muy diversos tipos, la
culpabilidad, el instinto gregario o temor a destacar por algo, y su opuesto, el
interés por distinguirse de los demás, entre otras.
Llama la atención, por ejemplo, el hecho de que cuando cualquier punto de
venta de publicaciones y desde luego la Red ofrecen sexo a raudales y fácilmente
accesible, la publicidad siga empleando la sugestión erótica más o menos velada
para atraer el interés o despertar la simpatía de aquéllos a quienes se dirige con
sus mensajes… O de alguien cercano, porque es conocido lo que algunos
publicitarios llaman efecto triangular: una mujer, por ejemplo, puede pensar en
adquirir una determinada prenda o producto de belleza sutilmente estimulada por
la mirada que su pareja dirige a la despampanante modelo que los utiliza en un
spot. Y lo mismo podría decirse del interés de un hombre por un vehículo de
determinada potencia si descubre en su pareja una mirada de admiración o
deseo hacia éste, porque en este campo sigue existiendo desgraciadamente,
además de resultar muy rentable, la diferencia de papeles de género marcados a
fuego en la mentalidad colectiva.
En cuanto al miedo y la culpabilidad, son también muy populares esos
anuncios de automóviles de alta gama, potentes y seguros, que apelan a la
responsabilidad del destinatario —generalmente masculino, por cierto— si su
familia sufre un accidente por tener otro más barato. O los que, dirigiéndose en
este caso a las mujeres —lo que también es significativo—, las acusan
veladamente de poner en peligro la salud de su bebé por negarse a alimentarlo
con el producto anunciado, que suele ser de los más caros del mercado en su
especialidad.
Bordean el ridículo, pero sobreviven y por lo visto funcionan, los anuncios que
intentan estimular el afán de destacar en un contexto social determinado,
proponiéndole al destinatario que “entre en el círculo de los elegidos”, o alguna
fórmula similar, como si le ofreciera una información reservada o exclusiva,
cuando en realidad se está dirigiendo a todos los telespectadores, que se supone
serán quienes admiren o envidien al que finalmente luzca el producto en
cuestión.
No sería disparatado relacionar con este asunto, entre otras aplicaciones
posibles, las consecuencias del tipo de publicidad que inmediatamente antes de
la crisis económica desatada a escala internacional en 2008, e incluso cuando ya
estaba en su apogeo, despertó en muchos ciudadanos el interés por obtener un
crédito, suscribir una hipoteca o adquirir alguno de esos productos financieros
que en muy poco tiempo acabarían llevando a bastantes de ellos a la ruina.
Merecería la pena efectuar un estudio sistemático de todos aquellos anuncios y
78
analizar las motivaciones que animaron a adoptar unas decisiones tan
perjudiciales, para comprender con más exactitud cómo maneja la publicidad
audiovisual la psicología de sus receptores.
El problema se complica cuando se trata de los niños. No solo porque los
anuncios constituyen muchas veces la primera visión que reciben de unas
realidades que todavía desconocen, sino porque en los pequeños es más intenso,
casi automático, el nexo que une la contemplación de algo atractivo con el deseo
imperioso de poseerlo, lo que los hace particularmente vulnerables a los impactos
publicitarios. Pero es que, además, y reforzados por esa vinculación entre
contemplación y deseo, los anuncios suelen funcionar para ellos como modelos
de comportamiento en las situaciones que reflejan, por lo que su capacidad para
estimular sus motivaciones primarias, al tiempo que los adiestran en las
convenciones dominantes, es extraordinaria.
Así, si una niña observa a las pequeñas intérpretes que poseen los juguetes
anunciados desenvolviéndose en situaciones domésticas y adoptando actitudes
contemplativas o imitativas de las conductas de las mayores, acabará creyendo
que su espacio natural es el hogar, o la cocina, y que su tarea —en principio
lúdica, pero profundamente condicionadora— consiste en reproducir las que
desempeñan las mujeres de los anuncios. El niño, por su parte, verá estimulada
de mil maneras su capacidad competitiva, la búsqueda del éxito a cualquier
precio y otras muchas actitudes cuando menos discutibles, pero aceptadas con
naturalidad, sin cuestionar su sentido último en la vida real.
Un caso particularmente perverso de estimulación de motivaciones
contradictorias es el de los anuncios que animan a los niños a poseer lo que casi
todos en su ambiente tienen ya —tendencia gregaria y miedo a llamar la atención
por una carencia—, y al mismo tiempo fomentan el ansia de conseguir algo de lo
que nadie más pueda presumir: afán de destacar y sentirse único. Con
magníficos resultados comerciales, sin duda, pero a riesgo de producir
alteraciones en consumidores precoces que se ven zarandeados simultáneamente
en direcciones opuestas, y en sus familiares si deciden satisfacer sus distintos
requerimientos.
Un breve apunte, probablemente superfluo: mientras hay adultos que disponen
del tiempo y la voluntad necesarios para acompañar a sus hijos hasta una
juguetería próxima, con el fin de que comprueben por ellos mismos las
dimensiones y demás características de un objeto que en la pantalla les ha
resultado irresistible, existen todavía otros que optan por no permitir que vean la
televisión, e incluso presumen de ello. Nos parece un intento vano —dada la
omnipresencia de los medios audiovisuales— y hasta peligroso, puesto que se les
priva de lo que, guste o no a los mayores, constituye tema básico de
conversación en su tribu escolar y entre sus amigos, aparte de acrecentar con la
prohibición los deseos de contemplarla a escondidas.
Creemos que la única solución razonable reside precisamente en enseñarles a
79
ver la televisión, a defenderse de sus mensajes engañosos o interesados y a
disfrutar más y mejor de lo que les complace. Incluidos los propios anuncios,
una vez que han sido despojados de su carga perniciosa y pueden convertirse en
objeto de disfrute, dada la factura impecable e ingeniosa de muchos de ellos.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que dado que el niño carece de
capacidad de adquirir por sí mismo los juguetes que desea, como ya se ha
comentado, la publicidad a él dirigida lo convierte en una especie de agente
comercial del producto, que dedica sus esfuerzos en el hogar a persuadir a sus
mayores de la necesidad de comprarlo, aunque sea por puro agotamiento, con
nuevas consecuencias negativas para las relaciones familiares.
Volviendo ahora sobre las actitudes sexistas ya aludidas, conviene precisar que
no se fomentan solo por el contenido argumental de los anuncios, sino —y
especialmente— por otros elementos más sutiles y por tanto difíciles de
neutralizar. Aunque parezca anacrónico, todavía los colores dominantes en los
anuncios dirigidos a niños son los primarios y contrastados, mientras que en los
de las niñas imperan los tonos pastel; en cuanto a ritmo, aquéllos son más
rápidos y dinámicos —la duración de los planos es mucho menor y su sucesión
más sincopada— y éstos más pausados y dados a la contemplación admirativa o
el mimetismo irreflexivo.
Esos y otros muchos resortes acaban configurando, ante la indiferencia general
de unos adultos que sin embargo reaccionarían críticamente frente a una
formulación verbal sexista, unos estereotipos de lo masculino y lo femenino
altamente peligrosos y más difíciles de desmontar que aquélla, puesto que han
entrado por los sentidos, vinculados a objetos deseados, y su arraigo se sitúa
más allá de lo accesible mediante la palabra y el razonamiento.
En el cine, donde las intenciones y objetivos de las obras son menos
evidentes, salvo por la adscripción genérica de algunas de ellas —comedia,
drama, terror—, la estimulación de esas y otras muchas motivaciones posibles
debe llevarnos a analizar además por qué obtienen o no en nosotros el resultado
que buscan: cómo y por qué consigue hacernos reír una situación cómica, o
emocionarnos hasta el llanto un conflicto determinado, o asustarnos un hecho
cualquiera, presentados de forma adecuada a los fines que persiguen.
En eso radica precisamente buena parte del disfrute al que aspiramos cuando
nos disponemos a contemplar determinadas producciones audiovisuales: en
saber cómo y con qué procedimientos logran provocar en nosotros esas
reacciones. Y en poder determinarlo con la mayor precisión posible consiste, en
el fondo, el auténtico saber de cine, productivo de verdad y no simplemente
erudito, que es en sí mismo estéril.
Por otra parte, la respuesta del espectador a los estímulos que recibe suele
concentrarse en dos actitudes fundamentales: la identificación con un personaje
o grupo determinado, o bien su rechazo, por lo general viscerales, acríticos y no
razonados, pero muy potentes. Y que, además, por un fenómeno característico
80
de la comunicación audiovisual como es la generalización, la elevación casi
automática desde lo concreto que contemplamos hasta la abstracción de lo que
representa, acaba traduciéndose en una identificación o rechazo de cuanto
significan los personajes en cuestión.
La historia del cine ofrece un caso ejemplar de este tipo de mecanismo —la
dicotomía fundamental entre el protagonista y el antagonista, el héroe y el
villano, el bueno y el malo— en un género hoy en decadencia pero que gozó de
una popularidad extraordinaria y contribuyó sin duda grandemente a la evolución
del lenguaje audiovisual: el cine del Oeste o, por decirlo con la terminología
dominante, el western.
Generaciones enteras de casi todo el mundo se identificaron con los grandes
héroes del Oeste de los Estados Unidos, antes de que el abuso en la emisión de
subproductos por parte de las televisiones durante las tardes de los fines de
semana lo hicieran insufrible para la mayoría de los jóvenes. Eran héroes
presentados como prototipos de casi todas las virtudes humanas, cuando en
realidad debían su cualidad de tales sobre todo al uso de la fuerza física o al
hábil empleo de las armas.
Las aventuras de los pioneros a la conquista de un territorio desconocido y
poblado por indígenas que, lógicamente, se oponían a esa invasión; los
posteriores enfrentamientos entre agricultores que aspiraban al asentamiento y
ganaderos que pretendían mantener los territorios abiertos y sin parcelar; los
conflictos entre quienes se situaban al margen de un nuevo orden y los que se
empeñaban en implantarlo en beneficio propio, recurriendo a todos los medios
disponibles, y otros muchos argumentos similares, llenaban las pantallas,
basculando siempre entre los polos de un bien y un mal indiscutibles, que —
como suele ocurrir a lo largo de la Historia— venían definidos e impuestos en
cada caso por los vencedores.
De tal modo que, en tiempo extraordinariamente breve, el cine convirtió en
una leyenda heroica, conocida y celebrada en los rincones más apartados del
planeta, lo que en realidad había sido un genocidio repugnante, una feroz guerra
de exterminio contra los habitantes naturales de un espacio codiciado por
individuos llegados de muy lejos, en curiosa mezcolanza de delincuentes y
puritanos.
De la brevedad de ese momento da idea el hecho de que uno de esos grandes
héroes reales, Búffalo Bill (1845-1917), que en 1883 había presentado ya en
Nebraska un espectáculo de tipo circense basado en sus hazañas, titulado
Buffalo Bill Wild West, alcanzó a intervenir, representándose a sí mismo y
acompañado por figuras míticas como Sitting Bull y otros indígenas, en por lo
menos dos películas producidas por la compañía Essanay y hoy desaparecidas:
The Indians Wars (1914), dirigida por Vernon Day y Theodore Wharton, y el
documental coordinado por Charles A. King, The Adventures of Buffalo Bill
(1917), estrenado pocos días antes de la muerte de su protagonista2.
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Para el público que contempla esas películas, la razón o la verdad tienden a
identificarse con la fuerza o la habilidad, e incluso con la belleza: el sheriff era el
prototipo de la justicia solo porque disparaba más rápido, el pionero era un
valiente porque eliminaba más indios que nadie —como si fueran búfalos o
serpientes, otros de los enemigos que obstaculizaban la conquista del territorio—,
pero además lo hacía sin despeinarse apenas y siendo siempre el más atractivo
de los contornos o de la caravana, mientras que los aborígenes solían ser
greñudos, estaban pintarrajeados, bizqueaban dando alaridos, hablaban mal —
aspecto más exagerado aún en los doblajes españoles— y hasta montaban unos
caballos raros, llenos de manchas de colores frente al impoluto alazán del bueno.
Corresponderá al espectador aficionado al género desmontar cuidadosamente
esa serie de engañosas asimilaciones para poder seguir disfrutando de tales
películas —muchas de ellas excelentes en el aspecto narrativo y en su
construcción dramática—, sin verse enredado en una maraña de falsedades que
seguramente rechazaría de plano si no le llegaran envueltas en la extraordinaria
capacidad de fascinar característica de las imágenes.
De hecho, salvo honrosas excepciones, entre ellas El gran combate (Cheyenne
Autumn, 1964), de John Ford, hubo que esperar hasta finales de los años
sesenta para que directores como Ralph Nelson o Arthur Penn se plantearan el
rodaje de Soldado Azul (Blue Soldier, 1970) y Pequeño gran hombre (Little Big
Man, 1970), respectivamente, películas que se esforzaban por presentar la otra
cara de la supuesta epopeya.
Porque incluso en aquella espléndida crítica y autocrítica de los tópicos del
género que había sido la obra maestra del propio Ford, El hombre que mató a
Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), donde un periodista
pronuncia la famosa y lúcida frase de que “en el Oeste, cuando la leyenda se
materializa en hechos, hay que imprimir la leyenda” —que era precisamente lo
que había hecho el propio Ford a lo largo de su carrera como cineasta—, se
observa con toda claridad la simpatía que siente éste por Tom Doniphon, el
pionero noble pero apegado a su rifle que interpreta John Wayne, frente a la
nueva legalidad representada por el abogado Ransom Stoddard (James Stewart)
y que conducirá a una supuesta democracia, más moderna pero llena de enredos
y trapisondas.
3.10. Determinación del universo de valores
Esa digresión a propósito de uno de los géneros más genuinamente
cinematográficos, pero que podría aplicarse también, mutatis mutandis, a otros
muchos, viene al hilo de lo que proponemos como último paso del método de
análisis de producciones audiovisuales. Si nuestra hipótesis de trabajo es cierta, y
el espectador re-conoce lo que se le presenta en una pantalla por su analogía
con lo que conoce a partir de la vida real o de otras producciones vistas
anteriormente, es razonable pensar que cuanto le llega a través de la fascinación
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y estimulación emotiva de las imágenes y los argumentos podrá repercutir de
manera directa o indirecta sobre su visión de esos hechos o de otros similares,
de sus interrelaciones y posibles conflictos en la realidad.
Con otras palabras, el cine y sus derivados poseen una enorme capacidad de
configurar subrepticiamente mentalidades, transmitiendo visiones del mundo —
ideologías— y puntos de vista sobre los hechos más dispares, porque presentan
como ficciones o juegos unos simulacros que en el fondo extraen su poder de
persuasión de su parecido con la realidad e impulsan a verter sus consecuencias
sobre ésta.
Sin necesidad de remitirnos a las producciones directamente propagandísticas
que los gobiernos de todo el mundo —autoritarios, pero también considerados
democráticos: piénsese en las películas de exaltación bélica de la Segunda Guerra
Mundial, transmutadas luego en las de la llamada guerra fría y que extendieron
sus tentáculos hasta Vietnam, por no hablar de otros conflictos más cercanos en
el tiempo— fabricaron con entusiasmo en la medida de sus posibilidades,
cualquier producción audiovisual refleja necesariamente, y transmite, aun al
margen de la voluntad de sus creadores, una determinada concepción del
mundo, de las relaciones humanas, de los estados de cosas existentes en cada
momento. Lo que llamamos universo de valores, tanto en general como en cada
circunstancia concreta.
Es el espectador el que, conociendo ya los entresijos de la obra que ha
analizado y después de haber desentrañado su posible sentido, debe comparar
esos valores con los suyos, con sus convicciones al respecto, y decidir si
coinciden, si las modifican porque le han enseñado o animado a reflexionar sobre
algo que desconocía, o si le parecen rechazables y no está dispuesto a aceptarlos
por muy atractivo o apasionante que sea el vehículo con el que se los han
transmitido.
Si dijimos que hasta el sexto paso del método era posible una cierta
objetividad contrastable, y que a partir de éste iban introduciéndose cada vez
más en el análisis elementos subjetivos, no habrá que subrayar que este décimo
paso es absolutamente personal y nadie está autorizado a imponer pautas sobre
él, porque sería lo mismo que hacerlo dogmáticamente sobre el mundo que nos
rodea. Cada adulto aportará sus puntos de vista y extraerá sus propias
conclusiones. Es posible, sin embargo, que con los espectadores más jóvenes se
pueda ejercer cierta labor pedagógica, empleando el universo de valores
detectado en una producción audiovisual determinada como elemento
comparativo con los que están empezando a forjarse ellos o incluso con los que
se les puede proponer que adopten como propios.
Porque hemos indicado ya que, pese a su aparente complejidad, el método
propuesto podrá ponerse en práctica con personas de edades muy diferentes,
siempre que se adapten los distintos pasos a la capacidad de comprensión de
cada uno. Por experiencia sabemos que con niños pequeños es posible jugar a
83
desmontar anuncios, por ejemplo, con la misma fruición con que descomponen
pieza a pieza los juguetes que más les gustan, para saber cómo están hechos.
Precisamente el concepto de truco es el más útil y el que mejor suscita su
complicidad: el plano, la iluminación, los movimientos de cámara y todos los
demás elementos pueden ser presentados como trucos que simulan una
apariencia de realidad que es preciso desvelar, en la seguridad de que muy
pronto el niño —acostumbrado a contemplar audiovisuales desde muy pequeño,
a través de la televisión, el ordenador, los videojuegos y los dispositivos móviles,
y particularmente intuitivo en este campo— desbordará la gradación de ideas que
pensábamos proponerle para pedir más y avanzar con más rapidez, seguridad y
placer de lo que en principio imaginamos.
El simple hecho de explicar a un niño qué es un plano y pedirle que localice
entre los anuncios que va a ver durante un fin de semana, por ejemplo, aquél
que tenga mayor número de ellos, hará que adopte una actitud radicalmente
distinta de la del puro espectador pasivo: habrá empezado a desarrollar una
postura crítica, distanciada del contenido seductor de los anuncios, y a disfrutar
con ella, disponiéndose a dar los nuevos pasos que le propongamos.
En el caso de los jóvenes y adultos, aparte de dosificar de distintas maneras la
complejidad de casa paso y el encadenamiento de unos y otros, podrá ser de
utilidad ampliar el campo de visión analítica y enmarcar los diez pasos del
método ya expuesto en un esquema que abarca también otros aspectos y que
describimos a continuación.
1 Lo demostró muy bien una niña que miraba distraídamente la televisión mientras jugaba. En la pantalla,
dos conocidos presentadores de informativos anunciaban algún obtuso producto financiero. Cuando acabaron,
la niña comentó sorprendida: “¡Qué telediario más cortito!”.
2 Frente a esa simultaneidad histórica y a la extensión planetaria de sus producciones audiovisuales, resultan
parciales, si no abiertamente manipuladoras, las quejas de quienes lamentan que una cinematografía como la
española vuelva la vista con cierta regularidad y a través de diferentes géneros hacia un pasado propio tan
reciente y decisivo como, por ejemplo, la Guerra Civil y sus consecuencias sobre la vida actual de los
espectadores.
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CAPÍTULO IV
Hacia una visión integral de la obra
Hasta ahora hemos fijado nuestra atención en los aspectos más técnicos del
análisis audiovisual, tratando siempre de escrutar y desmontar las analogías para
descubrir el sentido de lo que transmiten. Pero con ello se ha subrayado el
carácter defensivo de ese análisis, su utilidad para ponernos a cubierto, en la
medida de lo posible, de manipulaciones emocionales, intelectuales e ideológicas.
Y es evidente que la comunicación audiovisual tiene también una dimensión
placentera, gratificante, estética —con independencia de que la vieja
denominación del cine como séptimo arte sea adecuada o no—, que no se debe
ignorar, sino todo lo contrario. De ahí que ofrezcamos ahora un esquema de
trabajo que, incorporando siquiera sintéticamente todo lo anterior, se abra a otros
elementos y operaciones susceptibles de ayudar a la autodefensa, pero sobre
todo útiles para propiciar e intensificar el disfrute al que todo espectador tiene
derecho cuando se dispone a contemplar una producción audiovisual.
4.1. Visionado en continuidad
Los soportes digitales permiten saltar rápidamente y a voluntad de un
momento de la obra a otro, evitando los inconvenientes del arrastre de las viejas
cintas de vídeo magnético o de las moviolas y los proyectores, profesionales o
domésticos. Hay estudiosos que sugieren aprovechar esa ventaja para proponer
análisis de fragmentos previamente seleccionados de una producción audiovisual
determinada (BERGALA, 2007). Creemos, por el contrario, que el primer paso de
cualquier estudio ha de ser la contemplación íntegra, sin interrupciones y en las
mejores condiciones técnicas —silencio, oscuridad, buen sonido, pantalla del
mayor tamaño posible—, de la obra en cuestión. Para conocerla tal cual es; para
dejarnos llevar, en una primera inmersión, por su potencial fascinador; para que
afloren unas intuiciones que pueden ser de gran utilidad en una fase posterior, y
para decidir con autonomía si nos merece la pena adentrarnos en un análisis más
profundo.
Porque en este campo no hay planteamiento menos pedagógico que obligar a
alguien a estudiar una película que le desagrada o no le interesa en absoluto,
como se hizo a veces con la literatura o la música, proponiendo obras alejadas
de los centros de atención de los alumnos, con lo que solo se conseguía
85
enemistarlos con ellas quizá para siempre. Por eso mismo es recomendable
enfrentarse a una película con la menor cantidad de prejuicios, ni positivos ni
negativos.
Una cosa es explicar previamente, de modo somero, los motivos por los que
proponemos la contemplación de una obra, y otra muy distinta despedazarla de
antemano, destrozar su argumento, anticipar cuestiones que solo tendrán sentido
una vez vista y otras prácticas heredadas de la vieja tradición cineclubista. Hay
que defender a ultranza el derecho del espectador a sumergirse limpiamente en
la obra, que tiempo habrá de estudiar a fondo sus características. Si la propuesta
de un método de análisis implica de algún modo enfrentar al destinatario con la
comunicación audiovisual, hacer de su aplicación un trabajo frío y árido que
acabe distanciándolo de esa forma de expresión, poco se habrá conseguido.
Muy diferente es la discusión sobre si el hecho de desmenuzar una obra, aislar
sus componentes, buscar las razones por las que nos produce unos efectos
determinados y demás procesos que venimos exponiendo impide el disfrute
posterior de la misma. Hay quienes sostienen que una vez que conocen los
entresijos de la construcción de una película les resulta imposible olvidar esa
especie de carpintería interior y gozar de ella en profundidad. Opinión respetable,
sin duda, y difícil de rebatir, pero que a nuestro juicio se basa en una actitud
pasiva y demasiado ingenua ante la comunicación audiovisual: se acepta la
fascinación que produce, con todas sus ventajas y satisfacciones, pero se rechaza
salir de ella para adoptar una actitud reflexiva y crítica, manteniendo la ilusión del
engaño más allá del acto de la contemplación.
Por el contrario, entre las personas acostumbradas a analizar de algún modo lo
que ven, abundan las que consideran que es posible beneficiarse de los dos
procesos: contemplar con placer, reflexionar con la mayor precisión que se
pueda, para luego olvidar momentáneamente y a voluntad lo que se ha
aprendido, sumergirse de nuevo en la obra ya conocida y disfrutar de ella aún
más intensamente, puesto que se sabe cómo está construida y se admiran más y
mejor los momentos que nos hacen reír, las situaciones que nos emocionan,
etcétera.
4.2. Reconocimiento de signos
Aquí entraría en acción todo lo que hemos expuesto sobre la primera parte del
método de análisis, aislando previamente —ahora sí— el fragmento o fragmentos
que nos parezcan más interesantes, más representativos del conjunto o más
estimulantes para proceder a su desmontaje sistemático y tan exhaustivo como
sea posible, en función del grupo de personas con el que trabajemos. Al hacerlo
así, permitimos además que todos los participantes intervengan en la selección,
implicándose más en la tarea, en vez de imponerles desde fuera y casi con
carácter autoritario el fragmento que previamente hemos decidido analizar. Una
86
vía intermedia puede consistir en proponer alguno que consideramos más
interesante y abrir la posibilidad de hacer lo mismo con los que sugiera el grupo.
Dado que resulta materialmente imposible la aplicación del método completo al
conjunto de una película de largometraje o de una serie, conviene en cualquier
caso que la selección sea tan ajustada como para poder utilizar los fragmentos
elegidos a modo de modelos reducidos del conjunto de la obra, y extrapolar a
ésta las conclusiones que hayamos obtenido en la detección de signos. Ni que
decir tiene que esta operación exigirá el visionado del fragmento y hasta del
conjunto cuantas veces sean necesarias para dominarlos al máximo.
4.3. Determinación de la estructura
Reconocidos los signos, establecida su función significativa y su articulación a
través del montaje y las mezclas, es posible estudiar ahora su organización
interna en términos de sucesión temporal, tratando de distinguir en ella grandes
bloques narrativos o partes, secuencias y escenas, para mejor comprender su
estructura. Aquí cobran sentido, y es preciso determinarlo, las elipsis, los saltos
adelante o atrás, las acciones supuestamente paralelas y otros recursos que
contribuyen a dar a la obra su forma definitiva, que es de nuevo algo más que la
simple suma de los elementos que la componen.
A efectos terminológicos, aunque no siempre hay acuerdo entre distintos
autores o escuelas, suele llamarse escena al conjunto de planos que mantienen
una continuidad temporal dentro de un mismo espacio, y secuencia al conjunto
de escenas con unidad dramática de acción, sin interrupciones narrativas ni
temáticas. Aunque también es cierto que se suele llamar plano secuencia a aquél
que contiene, sin cortes y a veces con diversos movimientos de cámara, una
situación completa, desarrollada en un escenario único. Y que adopta el nombre
de plano máster cuando se introducen en él otros de menor escala para explicitar
determinados detalles dentro de la misma secuencia. Esas distinciones, que se
utilizan preferentemente al elaborar el guión técnico —en especial las de
secuencia, escena y plano—, son útiles a la hora de seleccionar los fragmentos
más adecuados para el análisis en profundidad, pero también para hacerse una
idea precisa del conjunto al que nos enfrentamos.
Aunque se han publicado estudios muy valiosos sobre el asunto (BALLÓ y PÉREZ,
1997, entre otros), no nos parece posible determinar cuántas estructuras
diferentes pueden existir. Las más extendidas son las que se apoyan en los
conceptos clásicos de planteamiento, nudo y desenlace; en los cinco actos
característicos de la tragedia griega; en la narración en gradación ascendente
hasta un punto de máxima tensión o clímax, y la posterior descendente, por lo
general más rápida y breve, o anticlímax, que a su vez puede hacer volver el
relato a una situación similar a la inicial, con lo que se tendrá una estructura
circular; en el esquema igualmente conocido de un protagonista o héroe que
87
recibe o se traza a sí mismo una misión como objetivo y para llegar a él ha de
resolver conflictos y superar obstáculos enfrentándose a distintos adversarios y
pudiendo contar en ocasiones con la ayuda de aliados, y otras muchas variantes
siempre abiertas a modificaciones y rupturas.
Se trata, no obstante, de detectar la organización interna de la obra que
estamos estudiando para mejorar nuestra comprensión de la misma, y no de
empeñarse en encajarla de grado o por la fuerza en alguno de los esquemas
existentes, productos muchas veces de una obsesión categorizadora puramente
formalista y de escasa utilidad práctica en términos de conocimiento1.
Más allá de los grandes títulos mil veces analizados desde esta perspectiva, un
caso particularmente ilustrativo de la idea de organización material del relato es
la película de Nikita Mihalkov, Ojos negros (Oci ciorne, 1987), con guión del
propio director, en colaboración con Alexander Adabashian y Suso Cecchi
d’Amico, inspirado en algunos relatos cortos de Anton Chejov, entre ellos La
dama del perrito. En ella, Romano Patroni, un arquitecto italiano de principios del
siglo XX, casado con una mujer rica y agobiado por los constantes reproches de
su suegra debido a su indolencia y sus mentiras, decide partir de viaje hacia la
remota aldea rusa de Sisoiev, en busca del amor que cree sentir por Anna, una
joven a la que ha conocido en un sanatorio donde él se había refugiado
pretextando una enfermedad inexistente y que se muestra especialmente crédula
ante sus historias. Romano está tan acostumbrado a mentir con tal de salir
adelante, que cuando supera los enormes obstáculos que se oponen a la
consecución de su objetivo —con la ayuda de pequeños aliados en su mayoría
inesperados—, encuentra por fin a la muchacha y ella le reconoce que también
está enamorada de él, es incapaz de confesarle la verdad a su esposa y lo echa
todo por la borda en un instante de indecisión. Acabará de camarero a punto de
ser despedido en un barco que realiza cruceros de placer por el Mediterráneo y
donde al principio del argumento había conocido a un viajero ya mayor y muy
modesto, cuya tenacidad le ha permitido conquistar a la mujer de sus sueños…
que resulta ser precisamente Anna.
Esa aventura anti-heroica, que es a la vez una película de viajes con final
infeliz, una historia de amor inconclusa y un relato circular que acaba
exactamente donde había comenzado, se constituye al mismo tiempo en
formidable reflexión sobre los estragos de la mentira como forma de convivencia
social y, por ende, en lúcida crítica del ambiente imperante en la Unión Soviética
muy poco antes del derrumbe de un régimen que había prometido la igualdad
universal y acabó inventando, mentira tras mentira, unas maldades tan
monstruosas como las de su eterno enemigo, el capitalismo. El filme de Mihalkov,
hermoso en sus formas y de muy fácil seguimiento y comprensión, puede servir
de modelo, entre otros muchos posibles, para un análisis que pretenda
remontarse desde la materialidad de los signos a la amplitud de sus significados
más estimulantes.
88
Igualmente esclarecedoras y más explícitas aún son aquellas estructuras
narrativas en las que el protagonista emprende una compleja tarea de búsqueda
de una verdad determinada y acaba descubriendo exactamente lo contrario de lo
que creía al principio, con la consiguiente y dramática transformación de sus
convicciones. Son ejemplares en este sentido películas como las del cineasta
greco-francés Costa-Gavras, Desaparecido (Missing, 1981) y La caja de música
(Music Box, 1989). En la primera, un ciudadano estadounidense notablemente
conservador, cuyo hijo ha desaparecido en Chile tras el golpe de Estado de
Pinochet, se traslada a aquel país y tras una incansable investigación tiene que
admitir que ha sido asesinado por los golpistas y que éstos han contado,
además, con el asesoramiento y apoyo de los Estados Unidos, en cuya limpieza
democrática había creído sinceramente hasta entonces.
En La caja de música es una hija abogada, también estadounidense, la que
emprende con pasión la defensa de su padre, otro ciudadano normal y ya
anciano a quien se acusa de pronto de haber cometido grandes atrocidades en
su Hungría natal bajo el régimen nazi. La joven estudiará todos los documentos
y testimonios disponibles, convencida de su inocencia, se desplazará a aquel país
para entrevistarse con algunos supervivientes… y tendrá que admitir finalmente,
destrozada por el dolor, la culpabilidad de su progenitor.
Muy ilustrativas del papel ejemplificador de las estructuras narrativas como
forma de proponer al espectador un aumento del conocimiento de determinadas
realidades sociales e incluso una modificación de sus convicciones al respecto,
empleando para ello estilos muy diferentes, pueden ser asimismo obras como las
que componen las filmografías del británico Ken Loach, los belgas Luc y JeanPierre Dardenne, los italianos Paolo y Vittorio Taviani o los españoles Montxo
Armendáriz, Iciar Bollaín y Patricia Ferreira, entre otros muchos.
Esta última, por ejemplo, propuso en Sé quién eres (2000), su primer
largometraje cinematográfico tras una larga carrera como documentalista en
televisión, una experiencia muy sugestiva: la de una profesional de la medicina
que debe tratar a un enfermo, afectado por un síndrome que le impide recordar
hechos recientes y que parece consecuencia de un trauma violento. Cuando tras
una paciente y tenaz investigación descubre —y descubrimos con ella— que la
causa fue su participación en uno de los atentados con los que la ultraderecha
española trató de abortar la transición a la democracia, Sé quién eres se
convierte al mismo tiempo en una reflexión sobre ese período de nuestra historia
reciente, cuyos aspectos más oscuros tienden a ser olvidados consciente o
inconscientemente. Y así, los espectadores llegamos a saber un poco más
quiénes somos.
La misma directora volvería años después, con igual inteligencia y sensibilidad
—esta vez sobre un guión escrito con Virginia Yagüe en lugar de Inés París y
Daniela Féjerman, coautoras del anterior— sobre la memoria histórica de nuestro
país en Para que no me olvides (2005), donde un anciano reconoce haber vivido
89
siempre bajo la presión de los acontecimientos de la Guerra Civil y trata de
traspasar su legado emocional e intelectual a un nieto particularmente receptivo
pero a quien el destino reserva un final cruel e inesperado. Películas como éstas
son las que hacen comprender lo dramática que es la situación de las
cinematografías que, como la española, no podrán sobrevivir sin una protección
que cada vez se les niega con más encono.
4.4. Lectura argumental
Al tiempo que se establece la estructura de la obra analizada se puede llevar a
cabo la lectura argumental de la misma, puesto que aquella operación no es sino
la formalización o abstracción generalizadora de ésta. Pero conviene tener en
cuenta los datos precisos que integran el relato, para llegar desde el qué ocurre
hasta una primera aproximación al qué dice y cómo lo dice, sin perder de vista
que sería erróneo y daría lugar a equívocos el afán de aislar entre sí y por
completo cada uno de esos vectores. En síntesis, este paso es equivalente al
número 6 del método general expuesto en el capítulo anterior.
4.5. Contextualización
Dada la analogía existente entre las imágenes y los sonidos cinematográficos y
las realidades que representan o pueden representar, es necesario poner de
nuevo en relación la obra que hemos contemplado con las situaciones reales que
se le asemejan, tanto en términos argumentales como sobre todo conceptuales.
Y a estos efectos, tanto da que tales analogías, manifiestas o latentes, sean o
nos parezcan voluntarias o involuntarias por parte de quien las ha creado,
siempre que no forcemos la interpretación de los signos hasta hacer que
coincidan con nuestras pretensiones.
4.5.1. Conceptual
Cuando en una película contemplamos, por ejemplo, una lucha por el poder,
deberemos preguntarnos si se está refiriendo argumentalmente a un conflicto
real, y en ese caso, qué postura adopta ante él, pero también cuál es la actitud
general que se desprende de ella ante los enfrentamientos por el poder en
general y ante el hecho mismo del poder, para decidir si coincide con nuestra
opinión, la modifica o debemos rechazarla, al margen de que la película en sí nos
interese más o menos desde cualquier otro punto de vista.
Esa triple referencia —a la realidad a la que se remite la obra, en su caso, a los
conceptos contenidos en ésta y a su significación política e ideológica— nos
permitirá situarnos con autonomía ante la película en cuestión, superando las
fascinación inicial que podría llevarnos a asumir ideas con las que no estamos de
acuerdo, y nos ayudará a evitar cualquier tipo de manipulación —insistamos:
90
pretendida o no— a este respecto.
Hemos utilizado el ejemplo del poder, pero es obvio que lo mismo debe
aplicarse a cualquier otro tipo de relaciones humanas cuyas circunstancias
resulten relevantes para nosotros: las de género, sociales, de explotación
económica, laboral o de otro carácter, familiares, raciales, bélicas y violentas en
general, y un largo etcétera que, con las prioridades que establezca cada uno,
conformarán eso que llamamos ideología, visión o concepción del mundo y que,
se quiera o no, está inevitablemente presente en cualquier representación
audiovisual que asuma formas reconocibles. Y siempre teniendo muy en cuenta
que ésta no es, no puede ser jamás, una reproducción fidedigna de lo real,
aunque lo parezca, sino siempre una re-creación y por lo general una
interpretación, desde una perspectiva y unos intereses que el espectador debe
poder detectar.
Sobre el problema de la intencionalidad o no de un autor al plantear una
ficción determinada que al final acaba remitiendo, por ejemplo, a una estructura
de relato de carácter universal, hay un caso particularmente curioso y muy
conocido, que merece ser citado aquí. Es el de E.T. (E.T. The Extraterrestrial,
1982), de Steven Spielberg. La historia de un ser de otro mundo que baja a éste,
aparece en una especie de cobertizo/portal, es bien recibido por los niños y con
desconfianza u hostilidad por los adultos, realiza varios milagros, sufre
persecución, muere, resucita y acaba subiendo al cielo, no sin antes decir a sus
fieles: “Sed buenos… Me voy, pero estaré aquí”, mientras signa con su dedo
iluminado la frente del niño protagonista. Éste le pide que se quede, sus amigos
se resignan como él a observar compungidos la ascensión en una nave espacial,
y los mayores tienen que admitir que se habían equivocado al no acoger a tan
enigmático personaje como merecía.
No hemos podido constatar si Spielberg fue consciente o no de estar
realizando una versión futurista y galáctica de los relatos evangélicos, pero sería
sin duda preferible lo segundo. En cualquier caso, esa similitud de fondo,
estructural, podría explicar al menos en parte el inmenso éxito de la película en
medios culturales donde el cristianismo ha marcado su impronta durante siglos. Y
ello a pesar de que uno de los grandes retos asumidos por el cineasta de modo
voluntario y hasta con cierta arrogancia consistió en hacer que una figura
construida expresamente con la forma más repulsiva posible para cualquier ser
humano —viscosa, asimétrica, desproporcionada, retráctil— fuese adorada por
niños y mayores de casi todo el mundo2.
4.5.2. Histórica
Mención aparte merece también, y es de especial interés para la enseñanza, el
caso específico de las películas llamadas históricas. Aquéllas que pretenden
recoger en términos de ficción acontecimientos realmente ocurridos o ambientes
91
de épocas pasadas de los que tenemos noticia por otras fuentes no
audiovisuales. Sometidas a análisis como los que estamos proponiendo, pueden
ser de gran utilidad en el aula y en muy diferentes niveles, siempre que los
alumnos tengan claro de qué tipo de obra se trata. Sin una aproximación previa
como tal producción audiovisual, su uso dará lugar a equívocos y a una
comprensión muy limitada y aun distorsionada del hecho, figura o período de
que se trate.
Y esto, no solo porque su materialización en imágenes y sonidos suele
depender sobre todo de factores como la espectacularidad, comercialidad o en el
mejor de los casos autoría personal, más que de supuesta fidelidad, sino porque
la comprobación de ésta depende en gran medida de la comparación con otras
fuentes cuya validez absoluta suelen poner en cuestión, por lo demás, los
propios historiadores. Nadie sostiene ya que un documento determinado, unas
actas o cualquier otro escrito, sean infalibles. Pero, como apuntábamos al
principio, en éstos es notoria la existencia de un mediador, unos procedimientos
y unos códigos concretos, mientras que el audiovisual da una falsa impresión de
realidad y tiende a confundir al espectador.
Además, según las características de cada obra, los responsables de la
decoración, ambientación y dirección artística en general harán más hincapié en
la suntuosidad o, por el contrario, en la sobriedad de los escenarios que
presentan, guiándose por parámetros y opciones estéticas que poco o nada
tienen que ver con esa hipotética realidad a la que dice estar refiriéndose el
espectáculo en cuestión. Ejemplos sobrados hay de lo uno y lo otro a lo largo de
la historia del cine como para no asombrarnos al contemplar que de un mismo
hecho o personaje histórico existen versiones radicalmente contrapuestas en
películas que aseguran estar basadas en ellos y haber contado con prestigiosos
asesores en la materia.
Como muestra, citaremos el caso de Juana de Arco, figura controvertida donde
las haya, inspiradora de movimientos ultranacionalistas y modelo también de
compromisos revolucionarios hasta la inmolación, víctima de la intransigencia
eclesiástica y rebelde creyente de buena fe, guerrera feroz contra los invasores
de su tierra y adalid mesiánica empeñada en proclamar, en nombre de su dios, a
un rey que no lo merecía… De ella se han conservado las actas del siniestro
proceso que la envió a la hoguera en 1431, así como del que supuso su
rehabilitación veinticinco años más tarde y casi cinco siglos antes de que la
misma Iglesia que la condenó la proclamara santa.
A partir de esos documentos y de otros datos en principio también fidedignos,
se han realizado hasta ahora en cine más de doce largometrajes —algunos, de
directores tan célebres como Cecil B. DeMille, Carl Th. Dreyer, Victor Fleming,
Roberto Rossellini, Robert Bresson, Otto Preminger o Jacques Rivette—, amén de
un sinfín de cortometrajes, series y otras producciones para televisión. Un
estudio pormenorizado de esas películas, y no solo de cómo están tratados en
92
ellas los datos de partida, sino también y sobre todo de la manera de abordar la
figura y su período histórico en el terreno estrictamente audiovisual, arrojaría
constataciones muy útiles sobre cuanto venimos exponiendo y de manera
especial para el uso del cine de carácter histórico en la enseñanza.
Salta a la vista, por ejemplo, el brutal contraste que existe entre el absoluto
ascetismo visual con el que se acercaron a esa figura y a su tiempo Dreyer y
Bresson —uno en la época muda (La pasión de Juana de Arco [La passion de
Jeanne d’Arc], 1928) y otro dando una importancia capital a los diálogos (El
proceso de Juana de Arco [Procès de Jeanne d’Arc], 1961), en una línea que ya
había ensayado Preminger en Santa Juana (Saint Joan, 1957), apoyándose en la
pieza teatral homónima de Bernard Shaw— y el espectáculo colorista y relamido
que organizó Victor Fleming en torno a una protagonista interpretada por Ingrid
Bergman (Juana de Arco [Joan of Arc], 1948). Antes de llegar al desenfreno
exhibido más recientemente por Luc Besson, que convierte a la doncella de
Orleans en poco menos que una histérica vociferante entre absurdos alardes
efectistas, en la coproducción franco-estadounidense Juana de Arco (Jean d’Arc /
The Messenger. The Story of Joan of Arc, 1999).
Pero es que, además, cuando la propia Ingrid Bergman encarnó dos veces
seguidas al mismo personaje —la ya citada de Fleming y otra dirigida por
Roberto Rossellini, Juana de Arco en la hoguera (Giovanna d’Arco al rogo, 1954)
—, los resultados no pudieron ser más dispares, pasando en solo unos años de
la heroicidad simplista de la producción hollywoodiense al misticismo exacerbado
del maestro del neorrealismo, que previamente había puesto en escena teatral el
oratorio del mismo título de Paul Claudel, con música de Arthur Honegger, y lo
llevó a la pantalla ante la insistencia de la actriz, que entonces era su pareja.
Por si faltaba algo para demostrar la extraordinaria versatilidad del cine al hacer
prácticamente cualquier cosa a partir de un hecho o figura histórica
documentados —no digamos ya cuando la falta de referencias precisas permite
que vuele la imaginación de guionistas y directores, que parecen presentar como
acontecimientos más o menos auténticos lo que no son sino legítimos productos
de su invención—, en 1935 el director alemán Gustav Ucicky realizó una versión
de la vida y muerte de la joven, Juana la doncella (Das Mädchen Johanna), de
inconfundible inspiración nazi, aprovechando las aspiraciones alemanas a ocupar
la región de Lorena y poniendo la lucha y el sacrificio de la protagonista al
servicio de una concepción política contemporánea y fuera por completo de su
contexto histórico. Y en 1970, todavía bajo régimen soviético, el cineasta ruso
Gleb Panfilov utilizó esa figura histórica como referente del empeño de una joven
trabajadora por escapar de tal condición haciéndose actriz, en El debut
(Natchalo).
Nada extraño, por otra parte, ya que el primer cineasta que se había acercado
a su figura en términos de largometraje, Cecil B. DeMille, situó el arranque y el
desenlace de su Juana, la mujer (Joan the Woman, 1916) en plena Primera
93
Guerra Mundial, es decir, en un conflicto rigurosamente contemporáneo con la
producción de la película, que se convertía así, bajo la forma de un gran flashback, en una especie de banderín de enganche bélico o cuando menos en una
exaltación del heroísmo de quienes combatían en unas trincheras reales, a partir
de una manipulación interesada de la Historia.
Como es lógico, las creaciones de corte documental pueden arrojar mucha luz
sobre el momento o período histórico al que se refieran. Contempladas con las
cautelas que venimos formulando a propósito de su veracidad, y sin olvidar que
constituyen siempre una interpretación, no una reproducción fidedigna, son de
gran utilidad para el análisis del contexto en que se han creado o al que se
refieren. Y no necesariamente de forma aislada, sino también estudiadas por
conjuntos, aunque en origen no tuvieran relación entre sí. En otro lugar3 hemos
intentado conectar —que no comparar, lo cual sería absurdo—, como
acercamiento a la transición española a la democracia, tres documentales
excepcionales, realizados antes, durante y después de la muerte del dictador:
Queridísimos verdugos (1973), de Basilio Martín Patino; El desencanto (1976),
de Jaime Chávarri, y Función de noche (1981), de Josefina Molina.
Sin hacer alusión expresa a ese momento histórico, y utilizando procedimientos
y estilos muy diferentes, esos tres análisis de la pena de muerte, la
desmitificación de la familia tradicional y la situación de la mujer bajo el
franquismo, respectivamente, parten de situaciones y personajes realmente
existentes para, con sus testimonios, iluminar de manera extraordinaria el
tránsito colectivo desde una forma de sociedad dictatorial a otra que se soñaba
democrática sin saber todavía muy bien en qué podía consistir tal cosa.
Esa extraordinaria variedad de enfoques y resultados nos impulsa a referirnos
siquiera brevemente a la posible utilidad del cine para el estudio de esa disciplina.
Tras mucho tiempo de desdén académico frente a la validez de las películas
como fuente de información, o al menos de interpretación, de unos años a esta
parte han empezado a proliferar las tesis doctorales y otras investigaciones que
cuentan con ellas —así como con la fotografía, valorada por fin también como
documento de carácter histórico—, aun con todas las cautelas necesarias, a tenor
de lo que venimos exponiendo sobre la inevitable subjetividad de la toma y la
organización de imágenes con sensación de movimiento.
No cabe duda de que, enfocado en sus justos términos y relativizando siempre
cualquier aparente objetividad, el cine tanto documental como de ficción puede
aportar puntos de vista y reflexiones de interés para el estudio de la Historia, ya
sea en su conjunto o bien a propósito de determinados períodos, figuras o
acontecimientos. Siempre que al utilizarlo, y muy especialmente al hacerlo en
términos de divulgación o complemento de otro tipo de documentación, se
subrayen los aspectos relativos al lenguaje, más que los que se refieren al
contenido informativo en sí. Y no solo a efectos didácticos sobre las
características de la forma de expresión audiovisual, sino como precaución frente
94
a la tantas veces aludida capacidad de fascinación que poseen las imágenes.
4.5.3. Política
En cuanto a la posible significación política de una producción audiovisual
determinada, se ha llegado a decir, a modo de exageración retórica pero no
exenta de razón, que las películas de ficción realizadas en España durante la
dictadura franquista, y de modo especial las de carácter popular o comercial,
aportan más información —si se leen adecuadamente— sobre la realidad de
aquellos años que muchos documentales o programas informativos y sobre todo
que el noticiario oficial, Noticiarios y Documentales (No-Do), con el que el propio
régimen trató de vender, hacia dentro y hacia fuera del país, una imagen a todas
luces interesada, parcial y propagandística.
La comparación detallada entre los títulos más representativos de aquel cine de
ficción y la visión ofrecida por el No-Do arroja luz, no solo sobre la sociedad a la
que se refieren unos y otro de tan distintas maneras, sino sobre el papel de la
imagen misma como conformadora de la mentalidad dominante. Máxime si se
tiene en cuenta que la llegada de la televisión a España, en 1956, vendría a
prolongar durante muchos años aquella visión oficial, y que hasta entonces, las
únicas imágenes móviles que los españoles habían podido contemplar sobre ellos
mismos habían sido precisamente las ofrecidas por un organismo como el NoDo, creado por el régimen a imitación del noticiario UFA (Universum Film AG) de
la Alemania hitleriana o el del Istituto LUCE (L’Unione Cinematografica Educativa)
de la Italia de Mussolini, y con unas intenciones y objetivos muy similares4.
En un contexto diferente, pero esclarecedor también sobre el sentido que
puede adquirir una película histórica según el contexto en que se sitúe su
producción, merece la pena aludir al conflicto suscitado en torno a la obra de
Pilar Miró, El crimen de Cuenca (1979). Centrado en las consecuencias de un
grave error judicial producido en el término de Osa de la Vega en 1910,
perfectamente documentado y reconocido años más tarde por una sentencia de
aquella Audiencia Provincial, el filme fue denunciado por el Ministerio de Cultura
en plena transición a la democracia —cuando la censura franquista había sido ya
abolida por la Constitución de 1978—, secuestrado y su directora procesada por
un tribunal militar, bajo la acusación de injurias a la Guardia Civil, por las que se
le pidieron hasta seis años de cárcel.
El detonante de tales actuaciones represivas —anuladas después, como era
previsible, pero no sin mediar una amplia movilización informativa y social—
fueron unas escenas en las que se veía a integrantes de ese cuerpo armado
torturando a dos campesinos para hacerles confesar un asesinato que no habían
cometido. Lo más llamativo es que, en las condiciones políticas dominantes en
España cuando se presentó la película, y la crispación provocada por diversas
acusaciones sobre casos de tortura contemporáneos, tuvieron más peso esas
95
imágenes concretas —muy explícitas y de gran verismo, pero breves y realizadas,
naturalmente, a base de efectos de maquillaje y otros trucos sencillos— que las
duras acusaciones que se desprendían del conjunto contra las actuaciones de la
judicatura, la Iglesia católica o el caciquismo imperante en amplias zonas del país
a principios de siglo y cuya influencia no había desaparecido por completo. Un
nuevo ejemplo del impacto emocional que puede producir el cine, mucho más
allá de lo que parecería razonable, y que acabó reduciendo la película de Pilar
Miró a la categoría de una anécdota provocadora y desdibujando quizá para
siempre sus innegables valores como tal creación cinematográfica.
La propia directora se quejaba entonces del efecto negativo de aquellos
acontecimientos irracionales sobre su obra: “Mi miedo es que ya la han
destrozado, que todo el mundo irá a verla con los ojos manipulados, irán a ver la
película del escándalo, la película de las torturas”. Y muchos años después seguía
lamentándose en el mismo sentido: “Lo que ocurrió con El crimen de Cuenca es
como si tienes un niño, y le dan una paliza y te lo dejan sentado en un silloncito
para toda la vida. Y después te preguntan: “Oiga, este niño, ¿estaba sano?”. Y tú
sabes que estaba sanísimo, pero ya no puedes hacer nada”5.
4.6. Información complementaria
En este momento del estudio, y para nuestros fines específicos, es de gran
utilidad dar entrada asimismo a una serie de datos externos a la obra, que antes
habrían podido condicionar en exceso el análisis pero que ahora contribuyen a
profundizarlo, a esclarecer aspectos oscuros o ambiguos, siempre que se valoren
adecuadamente y no se les conceda un valor dogmático que no poseen.
Entre las fuentes de información externa que pueden resultar útiles figuran,
además de las referidas al contexto real, de las que ya hemos hablado, las que
tienen que ver con el proceso de producción de la película, con la trayectoria de
su autor o autores, con la evolución del cine mismo y sus diferentes géneros,
con la recepción que ha tenido la obra en distintos ámbitos y, en general, con
cuanto ayude a comprender mejor su sentido y captar sus posibles valores.
4.6.1. Sobre las condiciones de producción
Se ha discutido con frecuencia si los datos relacionados con la producción de
una película deben influir o no a la hora de contemplarla, y hay expertos que
proponen comenzar por ellos cualquier estudio riguroso. Evidentemente, la
película es tal como aparece en pantalla y nada más, con independencia de los
factores internos o externos que hayan influido en su realización. No tendría
sentido justificar sus carencias por problemas presupuestarios o por conflictos
surgidos durante el rodaje, por ejemplo, ya que lo único que podemos evaluar es
su resultado como tal obra acabada y autónoma. Salvo en casos de cortes de
96
censura o de montaje final impuesto al autor contra su voluntad, en los que
habría que recuperar si fuera posible la integridad perdida, lo demás son
justificaciones quizá bienintencionadas, pero que no pueden modificar ya el
estado definitivo, que es al que se enfrenta el espectador.
Además, muchas informaciones relacionadas con el proceso de producción,
tanto durante el rodaje como en el momento del estreno, responden a
operaciones publicitarias de gran alcance, en las que las empresas
cinematográficas tienen amplia experiencia y que en la mayoría de las ocasiones
solo contribuyen a distorsionar la recepción de la obra. Tanto por exceso como
por defecto: la ostentación de gastos multimillonarios es tan falaz como la de
una hipotética economía de medios, que intenta hacer de cualquier ensayo de
aficionados una pequeña joya de austeridad presuntamente independiente. El
espectador hará bien en prescindir en lo posible de esas maniobras al enfrentarse
a la película, aunque después puedan resultarle útiles para aclarar algún aspecto.
4.6.2. Sobre los autores
Algo similar puede decirse de las entrevistas concedidas por los directores e
intérpretes a diferentes medios, los documentos que figuran como extras en las
ediciones en dvd, los conocidos making-of y otros materiales complementarios.
Aparte de su carácter muchas veces promocional, es indudable que pueden
aportar información de interés, pero no deben condicionar la interpretación del
resultado. Está bien conocer las intenciones de aquéllos sobre el conjunto de la
película o a propósito de algún pasaje, pero lo que podemos estudiar es lo que
aparece de hecho en la pantalla, con independencia de la voluntad de quienes lo
han creado.
Un cierto fetichismo hacia la figura del autor —concepto difundido con gran
fortuna por cierta crítica especializada a partir de los años cincuenta—, que en
bastantes ocasiones no pasa de ser el coordinador técnico y artístico de un
amplio equipo de profesionales, ha llevado en muchas ocasiones a mitificar sus
declaraciones, convirtiéndolas casi en criterio de interpretación, cuando en
realidad son poco más que eso, pura formulación de intenciones, que pueden
materializarse o no en lo que al final contemplamos en la pantalla.
Distinto es el caso del conocimiento previo de la filmografía de un director. Y
no nos referimos a la simple enumeración de sus obras, ni pretendemos que una
de ellas no se entienda sin las demás, ni renunciamos a creer que una película es
lo que es: un producto acabado y autosuficiente, con independencia de las que
la hayan precedido. Pero nos parece indiscutible que cuando un espectador ha
analizado, o por lo menos contemplado con interés esas producciones anteriores,
está en mejores condiciones para reconocer los rasgos generales que conforman
la obra de ese creador, su manera de utilizar unos recursos u otros, de afrontar el
hecho audiovisual, las posibles constantes temáticas o estilísticas, que permiten
97
profundizar más en cada nueva obra.
4.6.3. Sobre la historia del medio
En estrecha relación con ello están las informaciones relativas al papel que
desempeña una película determinada, no ya en la trayectoria de sus autores, sino
en la evolución global de la cinematografía. Con especial referencia a su
hipotético carácter innovador, en general o en algún aspecto concreto. Pero
también por su adscripción a un género que sirva de marco de referencia —ya
sea porque asuma sus códigos o porque intente modificarlos—, y sobre todo
porque se plantea aquí uno de los grandes problemas que en su momento
dejamos abiertos: la utilización de signos no estrictamente analógicos sino
convencionales, producto de la evolución misma del lenguaje cinematográfico.
Unos signos que al principio pudieron desconcertar a los destinatarios, pero que
con el tiempo y el uso se han ido incorporando a un acervo de recursos y
posibilidades expresivas prácticamente inagotable, en constante evolución y
nunca cerrado del todo, que conviene conocer para aprovecharlo mejor.
Ésta es, a nuestro juicio, la mayor utilidad práctica del estudio de la historia del
cine. Frente a la mera erudición vacía o a la acumulación memorística e
indiscriminada de datos que hoy están al alcance de cualquiera, se trata de
comprender en profundidad la extraordinaria evolución que ha experimentado
esta forma de comunicación en ciento veinte años de existencia, incorporando
sin cesar nuevos signos y experimentando nuevas formas.
Si se puede situar adecuadamente una película en el contexto histórico, como
en el geográfico, social y político en que se ha desarrollado su producción,
estaremos sin duda en mejores condiciones de valorarla como merece, de
obtener de ella nuevas oportunidades de conocimiento y placer, así como de
evitar todos esos engaños comerciales que con tanta frecuencia se esconden tras
la presentación de cualquier obra reciente como la más moderna, renovadora o
incluso rompedora de cuantas se han estrenado en los últimos tiempos.
No estará de más, tampoco, revisar con frecuencia esa perspectiva histórica
global para deshacer o por lo menos no dejarse influir por demasiados supuestos
mitos que en su momento se presumía iban a revolucionar la forma de expresión
cinematográfica y pasados algunos años quedaron en agua de borrajas. La
relación de ellos sería prolija, interminable y poco práctica para el análisis actual,
pero sería significativo volver a este respecto, por ejemplo, sobre la valoración de
algunas películas y aun del conjunto del cine realizado en España durante la
Segunda República o en el bando leal al gobierno legítimo ya durante la Guerra
Civil, que a finales del franquismo fueron exaltadas por una parte de la crítica
progresista, hastiada de la visión exclusiva ofrecida por los vencedores, pero que
al contemplarlas hoy muestran considerables limitaciones, son abiertamente
populistas —en el peor sentido— o demasiado sentimentales.
98
4.6.4. Sobre las fuentes
Otros datos de interés surgen de la procedencia material de la película que se
va a analizar: si se trata de un guión original, si es del propio director o de un
profesional que ha colaborado o no con él en otras ocasiones, o que posee una
trayectoria reconocible como escritor cinematográfico, o si estamos ante una
adaptación al cine de un texto anterior, novela, pieza teatral o de cualquier otra
naturaleza.
En este último caso, bastante frecuente, porque no se puede negar que el cine
ha bebido abundantemente de esas formas de expresión anteriores, ya
prestigiadas desde el punto de vista cultural o prometedoras de un éxito
comercial, conviene distinguir al menos tres variantes muy diferentes, que
llamaremos ilustración, adaptación y versión. No para comparar la película con el
texto original, operación absurda además de estéril, porque se trata de dos
lenguajes sustancialmente distintos, sino para enriquecer nuestro estudio de la
primera con el conocimiento de la fuente de la que surgió.
4.6.4.1. Entendemos como ilustración el resultado de limitarse a poner
imágenes a un escrito preexistente, por afán de fidelidad mal entendida, por
exceso de respeto formal o simplemente por beneficiarse de su popularidad sin
demasiado esfuerzo. Empeño inútil, condenado al fracaso de antemano por la
imposibilidad de mantener una correspondencia creíble y fluida entre las palabras
y las imágenes que deben materializarlas, y sin embargo repetido con demasiada
frecuencia, sobre todo en producciones convencionales para televisión.
4.6.4.2. La adaptación cinematográfica sería una auténtica traducción en
profundidad al lenguaje audiovisual de lo que se supone que es el sentido
genuino del original literario. Se trata, en síntesis, de que la película diga con sus
términos específicos lo que la obra previa decía con palabras, que es la máxima
fidelidad a la que el cine puede aspirar. Requiere, por supuesto, un dominio
excepcional de los dos lenguajes y no poca modestia de parte de los autores,
que aceptan difuminarse tras el resultado, renunciando en parte a su impronta
personal para convertirse en transmisores de algo previo por otros medios.
A pesar de ello, esta técnica ha dado lugar a bastantes películas de gran
interés, entre las que nos atreveríamos a citar, como un ejemplo entre otros, la
adaptación realizada en 1984 por el director Mario Camus y sus coguionistas
Manuel Matji y Antonio Larreta de la novela de Miguel Delibes, Los santos
inocentes.
Aun teniendo que condensar varios personajes y capítulos —libros, los llama el
escritor—, la película conserva admirablemente lo sustancial del texto, y a la vez
contiene varios hallazgos cinematográficos muy notables que aportan
extraordinaria visibilidad a aquél. Destaca la inserción intercalada de cinco
momentos posteriores a la acción central, cuando los dos personajes jóvenes han
abandonado ya la tierra donde se ha desarrollado la tragedia, de modo que lo
99
que podría haber sido algo parecido a un dramón rural como los que proliferaron
en el cine español de los años cuarenta y cincuenta adquiere una sorprendente
contemporaneidad, muestra las consecuencias inmediatas de una situación social
terrible sobre los citados jóvenes y permite que se acerquen a la película
generaciones que en su mayoría no han conocido tan patéticas circunstancias,
convertidas así en intemporales.
Además, detalles como la utilización en los títulos de crédito de una fotografía
del grupo familiar que, en una especie de proceso de revelado, se va quemando
y ennegreciendo, anuncia mejor que ningún otro signo el hecho de que no va a
tratarse de una película de alambicados equilibrios sociológicos y supuesta
neutralidad, sino de un planteamiento tan drástico y duro como señala el título
original: si los protagonistas son santos inocentes, es porque hay unos malditos
culpables, que son los amos de la finca y sus ayudantes-vicarios.
En una de las secuencias más brillantes, el personaje de Azarías, disminuido
psíquico, es observado con repugnancia por la marquesa dueña del cortijo
mientras abona torpemente unas plantas; cuando Régula, hermana de aquél, le
pide que se levante, el hombre queda enmarcado por la reja de la cancela que
separa la casa de los señoritos de la choza de los campesinos, como si estuviera
enjaulado, que es precisamente lo que desearía o podría imaginar la señora. Esa
cancela, que en el libro se cita de pasada, aparece en numerosas ocasiones en el
filme, con funciones muy diferentes, que hacen de ella casi un personaje más en
el contexto argumental.
Lo mismo puede decirse de las distancias físicas entre personajes, que
materializan la jerarquía imperante: los inocentes nunca se acercan demasiado a
los amos; cuando Paco el Bajo acude a quejarse al patrón de su cuñado Azarías
porque lo ha despedido, éste marca el territorio desde arriba, con su mirada
desdeñosa y autoritaria, y Paco queda como hundido en la pendiente oscura de
la ladera, aceptando con total sumisión su derrota. Y de manera muy especial,
cuando el despótico señorito Iván exige a Paco que se desplace hasta donde
está él, pese a hallarse imposibilitado porque se ha roto una pierna por su culpa,
y después lo deja plantado sin más, ante la mirada atónita, lúcida y resignada de
Régula, el espectador vive la enorme tensión del momento gracias a esa sabia
utilización del espacio y las distancias. Ejemplos similares podrían citarse casi
indefinidamente, porque se trata de una obra magistral por muchos conceptos.
En cambio, cuando Mario Camus decide respetar al máximo algunas
descripciones del texto, el resultado es desconcertante y parece poco verosímil.
El lector no tiene ningún problema en admitir el extraordinario sentido del olfato
de Paco, capaz de detectar la presencia de su cuñado antes de que aparezca, o
de seguir a cuatro patas el rastro de un pájaro herido por la escopeta de su
señorito. Aunque la metáfora del perro es en sí misma muy potente y efectiva, se
hace sin embargo muy difícil aceptar las grandes distancias físicas con que la
película refleja esas habilidades. Una nueva muestra de que la fidelidad literal no
100
es garantía de eficacia.
4.6.4.3. En cuanto a la versión personal, tiene lugar cuando un cineasta toma
los elementos que le resultan más atractivos de una obra preexistente, y suele
reconocerlo en los títulos de crédito con fórmulas como inspirada en o similares,
pero los traslada a su universo creativo, sin preocuparse tanto por la fidelidad
como por construir una obra propia, más allá de las posibles similitudes o
diferencias.
También este filón, perfectamente legítimo, ha sido fructífero a lo largo de la
historia del cine, ofreciendo muestras tan diferentes como la Tristana (1970) de
Luis Buñuel, a partir de la novela de Benito Pérez Galdós, o la Muerte en Venecia
(1971) de Luchino Visconti, sobre la obra homónima de Thomas Mann. Aunque
en este último caso podría haber ocurrido también que las coincidencias de todo
tipo existentes entre escritor y cineasta hicieran de la película una creación
genuinamente viscontiniana y a la vez una notable adaptación del original.
En su particular versión de Tristana, con un guión escrito en colaboración con
Julio Alejandro, Buñuel prescinde de la estructura epistolar de la novela, pero
acepta el planteamiento, aunque trasladando la acción a Toledo por motivos
personales y de producción, al tiempo que consigue que Fernando Rey sea el
perfecto Don Lope Garrido. Sin embargo, modifica drásticamente el desenlace,
haciendo que la Triste Ana, que en el texto había aceptado resignadamente la
convivencia con el hombre que la mancilló, reaccione en la película con gran
virulencia ante su desgracia y contribuya a matarlo, abriendo a la noche de
intensa nevada la ventana de la habitación donde agoniza sin asistencia médica,
porque ella ha simulado una llamada telefónica a un doctor, que no ha llegado a
realizar. Vengándose con ello, por cierto, de la cantidad de veces en que don
Lope le expuso sentenciosamente frases hermosas, que luego contradecía de
modo palmario con sus actitudes.
Buñuel lleva con claridad a un terreno muy distinto el desarrollo de la novela y
lo integra en su propio universo visual y mental. Piénsese, por ejemplo, en el
extraordinario partido que obtiene de la amputación de la pierna de la
protagonista, para hacer girar en torno a ella todo un abanico de alusiones
fetichistas relacionadas con el pie y los zapatos, y otros guiños de parecida
índole, sin alterar por ello el tono en general naturalista de su película. Algo que
sin duda había aprendido durante su etapa mexicana, en la que debió rodar por
razones de supervivencia numerosos melodramas de aspecto superficial, que él
supo cargar de matices y detalles de su cosecha, permitiendo una segunda
lectura más suculenta, sin perder por eso el carácter popular de cada obra.
Hay, además, momentos deslumbrantes desde el punto de vista
cinematográfico. Si uno de los ejes del relato es, como hemos apuntado, la
profunda hipocresía de Don Lope, que blasona de caballero de grandes principios
y es un vulgar acosador de jovencitas y aun de mujeres casadas, Buñuel lo
desnuda desde el comienzo, usando para ello la continuidad del plano, sin
101
montaje. Así, cuando piropea a una modistilla que lo desprecia6, y tras un ligero
movimiento de cámara lo vemos saludar con exagerada cortesía a una dama
respetable. O cuando entra en casa y sorprende a Tristana arrodillada limpiando
de manera compulsiva la mancha que ella misma ha provocado, al dejar caer un
líquido blanco, en un acto fallido nítidamente freudiano, y le exige que se
levante, argumentando que ella no está allí para servir… Lo que no obsta para
que, instantes después y de nuevo en el mismo plano, acepte complacido que se
ponga de rodillas ante él para cambiarle los zapatos de calle por unas zapatillas
cargadas también de significación.
Estamos por tanto, a partir de Pérez Galdós, en un mundo inconfundiblemente
buñueliano, aunque se trate de una de sus películas más naturalistas y lineales,
sobre cuyos méritos cinematográficos podríamos extendernos también
indefinidamente.
Por lo que se refiere a Luchino Visconti y su Muerte en Venecia, en la que
colaboró como guionista Nicola Badalucco, el primer cambio notable es el de la
profesión del protagonista, de escritor a compositor, lo que permite dar entrada a
la música de Gustav Mahler como un elemento constitutivo y esencial de la
película. A la vez que se suprime la narración en primera persona, objetivándola y
sustituyendo lo imprescindible de ella por varias exclamaciones solitarias y
desesperadas de Gustav von Aschenbach y por las discusiones de éste con su
amigo Alfried, presentadas mediante varios flash-backs que fueron en su
momento objeto de ásperos reproches. Es cierto que su contenido resulta
demasiado esquemático en la caracterización de dos formas opuestas de
entender el arte, pero cabe preguntarse si, sin esas conversaciones, el espectador
podría llegar a comprender que ése es precisamente el núcleo temático de la
película.
Por lo demás, Visconti hace plenamente suyo el planteamiento de Thomas
Mann al narrar la destrucción psicológica, moral y hasta física de un artista que
ha consagrado su vida a la búsqueda de la belleza y tropieza de pronto con ella,
pero bajo una forma —la de un adolescente enigmático— que la hace
absolutamente inaccesible por razones muy diferentes. De ahí el uso de largos y
suntuosos movimientos de cámara para mostrar el desconcierto del personaje en
el extraño ambiente al que ha ido a parar, o la ya citada utilización del zoom para
captar los matices de su rostro en momentos decisivos, o bien presentarlo
aislado entre el bullicio que lo rodea.
Un prodigio de expresividad con un gran despliegue de recursos visuales y
sonoros al servicio de un conflicto de profundidad casi metafísica. Y que el
cineasta, utilizando una obra ajena, hace suyo y lo integra en perfecta
continuidad con otras creaciones de su etapa de madurez, desde El Gatopardo (Il
Gattopardo, 1963), también sobre un texto previo, en este caso de Giuseppe
Tomasi di Lampedusa, y La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969), hasta
El inocente (L’innocente, 1976), basado en Gabriele d’Annunzio7, pasando por
102
aquella otra maravilla, quizá menos celebrada, que fue Confidencias (Gruppo di
famiglia in un interno, 1974), con un guión original, elaborado con dos de sus
colaboradores habituales, Enrico Medioli y Suso Cecchi d’Amico.
Años de investigaciones sobre las relaciones entre el cine y la literatura arrojan
material más que suficiente como para reflexionar con provecho sobre este
aspecto concreto, del que aquí nos interesa especialmente el análisis de los
procedimientos por los que un cineasta convierte en imágenes y sonidos lo
expresado por otro creador con palabras.
4.6.5. Sobre la recepción crítica
Por lo que se refiere tanto a los datos materiales de recepción de cada película
como a los juicios que emite sobre ella la crítica especializada, el punto de vista
que mantenemos es parecido: resultan útiles para situarnos ante lo que vamos a
ver, pero también pueden distorsionar gravemente nuestra percepción. A nadie se
le oculta la función publicitaria que desempeña la difusión de los datos de
rendimientos en taquilla, los premios obtenidos u otras circunstancias favorables,
como tampoco la dimensión inevitablemente promocional que adquieren los
comentarios positivos emitidos por especialistas, sobre todo si gozan de cierto
prestigio y de la confianza previa de sus destinatarios.
Desgraciadamente, la crítica de cine, que siempre tuvo que hacer frente a la
presión de los intereses comerciales por muy diferentes procedimientos, ha
iniciado en los últimos tiempos una doble deriva que le resta credibilidad e
importancia cultural. Por una parte, la creciente tendencia de los medios de
comunicación a la brevedad y el impacto inmediato —al parecer porque cada vez
se lee menos, pero también porque cada vez se ofrece menos que leer—
convierte sus intervenciones en poco más que simples gacetillas favorables o no
a la obra comentada, y tampoco demasiado informativas, cuando no a la simple
asignación de unas calificaciones numéricas, como si de ejercicios de gimnasia
rítmica o saltos de trampolín se tratase.
Por otra parte, la mayoría de los especialistas en el análisis con fundamento se
han refugiado en publicaciones de muy escasa difusión, y sobre todo en el uso
de un lenguaje críptico y autorreferente que cada vez los aleja más de un público
que en principio podría estar interesado en sus aportaciones reflexivas sobre una
película de interés. Algo que ocurre también con otras formas de expresión
cultural, como las artes plásticas contemporáneas, pero que, como trataremos de
demostrar más adelante, en el caso del cine adquiere una relevancia muy
particular.
Hubo un tiempo en que el distribuidor de una película a escala nacional o el
exhibidor local compraban literalmente la opinión del crítico que publicaba sus
comentarios en un medio sometido ya de por sí a la inversión publicitaria de
aquéllos. Tales métodos, no exclusivos del cine, ni muchos menos, han dado
103
paso a otros nuevos y más refinados. Entre ellos destacan la emisión de
supuestas informaciones televisuales sobre estrenos, que en realidad son
publicidad encubierta, o la curiosa forma de distribuir las críticas en los consejos
de redacción de algunas revistas más o menos vinculadas a algún grupo
productor o distribuidor: si la película en cuestión es de la casa, se encomienda el
comentario al crítico que tenga una opinión más favorable; si es de la
competencia, el encargo va a parar al más opuesto a ella.
Así queda formalmente salvaguardada la honestidad del profesional, pero el
lector sufrirá de nuevo las consecuencias del complejo entramado de intereses
que pesa sobre el espectáculo cinematográfico, que en la actualidad parece
abocado, además, a una crisis de proporciones desconocidas: caída en picado de
la asistencia a las salas y, en consecuencia, de la dimensión colectiva en la
recepción del espectáculo cinematográfico, a la vez que aumenta en progresión
geométrica el descontrol de la difusión de películas a través de la Red, lo que
atomiza su contemplación, descontextualizándolas por completo y fomentando
aún más la ausencia de confrontación o debate. Aparte, claro está, del daño
económico generado a las empresas productoras y en especial a las de pequeño
o mediano tamaño, que encuentran cada vez más dificultades para amortizar sus
obras y poder emprender nuevos proyectos.
4.7. Lectura de sentido
Con la información recabada a través de todas esas fuentes y con los
sucesivos desmontajes y recomposiciones que venimos proponiendo, estaremos
en las mejores condiciones para determinar el sentido o sentidos que a nuestro
juicio adquiere la obra objeto de análisis. Y para valorar su coherencia interna,
que es uno de los criterios más fiables a la hora de calificar una producción
audiovisual, su capacidad comunicativa, sus aportaciones innovadoras, su validez,
en suma, como tal creación. Sin olvidar que lo que llamamos sentido será
siempre una síntesis de lo que la propia obra contiene y de las circunstancias que
condicionan su recepción por quien la contempla. Y que corresponde a éste el
derecho irrenunciable de someterlo al juicio de sus propias convicciones, en los
términos que ya hemos expuesto.
También es posible, desde luego, que la parte objetiva de ese sentido varíe con
el tiempo, con el cambio de las circunstancias exteriores o con la evolución del
medio mismo, por lo que títulos considerados fundamentales en su momento
pierdan cualquier otro interés que el puramente historicista y películas que en su
día pasaron desapercibidas sean objeto de uno de esos redescubrimientos que
tanto gustan a cierta crítica.
Sea como fuere, el espectador debe ser capaz de evaluar por sí mismo la
importancia que para él tienen unas producciones audiovisuales determinadas,
dejándose ilustrar pero no condicionar por esas fuentes de información
complementaria y otras posibles. Por fortuna, la Red permite acceder hoy con
104
relativa facilidad a documentos, estudios y opiniones que antes resultaban
ilocalizables, aunque también es cierto que el frenesí interesado por hacernos
consumir nuevos productos de manera constante limita considerablemente las
posibilidades de reflexión serena y está reduciendo el audiovisual —televisivo,
desde luego, pero también cinematográfico— a la categoría de un producto
comercial más de usar y tirar.
Para contrarrestar esa tendencia absurda, y pensando de nuevo en una posible
aplicación pedagógica del cine, puede ser muy útil recuperar ciertos títulos
clásicos y ofrecerlos a la contemplación de grupos de espectadores jóvenes, que
encontrarán en ellos aspectos insospechados, podrán someterlos a lecturas
frescas, alejadas del fetichismo cinéfilo tradicional, a la vez que se les ayuda a
descubrir la continuidad y progresión constante que alientan en el seno de un
medio de expresión con una ya larga historia detrás, aunque para muchos de
ellos represente el colmo de la novedad recién inventada.
Si la elección de los títulos es acertada y la contextualización correcta, se
producirán hallazgos muy significativos. Citaremos, a título de ejemplo, la
experiencia realizada hace ya algunos años al proyectar la famosa comedia de
Billy Wilder Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1958) a espectadores de
entre doce y catorce años. Aparte de comprobar que se reían con frecuencia y de
buen grado, resultó que les parecía plenamente actual, salvo tres elementos que
la mayoría de ellos coincidieron en afirmar que la hacían parecer más vieja y que
cambiarían si pudieran: el blanco y negro por el color, la música de jazz por otra
más moderna, y la prohibición de consumir alcohol por la de las drogas.
En lo demás, la peripecia de esos dos pobres diablos, Joe y Jerry —Tony Curtis
y Jack Lemmon—, músicos de poca monta que se ven obligados a simular lo que
no son para poder sobrevivir, primero al paro y después a la violencia gangsteril
del Chicago de finales de los años veinte, introduciéndose en una espiral de
fingimientos disparatados hasta llegar al desenlace más lúcidamente absurdo de
la historia del cine (“No puedo casarme contigo: ¡Soy un hombre!”, le grita Jerry,
desesperado, al rico heredero Osgood Fielding III. “Bueno”, responde éste sin
inmutarse, “nadie es perfecto”), fue para los jóvenes espectadores muy
estimulante y digna de análisis.
Porque, aparte de la sorpresa que representó para ellos el que una película tan
antigua abordase con sencillez y sin aspavientos un tema relacionado con el
travestismo, resultó que el fantástico argumento urdido por Wilder con su
coguionista I.A.L. Diamond les pareció perfecto para reflexionar críticamente
sobre la simulación como forma de aparentar lo que no se es en la vida
cotidiana. O para ver en la relación entre los personajes de Curtis y Lemmon los
defectos de una pareja convencional, en el que el primero ejerce de macho
dominante y egoísta y el segundo de esposa sumisa y sacrificada. En dura
competencia, además, por atraer la atención de una Sugar Kane Kowalski —
Marilyn Monroe— que ejemplifica como nadie el papel de la perdedora,
105
marginada pero decidida a salir adelante a toda costa, empleando si hiciera falta
los mismos trucos dudosos que sus compañeros de aventuras, aunque sin su
malicia y con la mayor ingenuidad.
La prodigiosa secuencia en que Joe trata de seducir a Sugar en un yate que
pretende que es suyo después de haberle endosado a Jerry la penosa misión de
entretener amorosamente al propietario, secuencia que contiene unos diálogos
espléndidos y no pocas alusiones de doble sentido, dio pie, aparte de a grandes
carcajadas, a interesantes apuntes sobre temas muy diversos. Entre ellos, la
comparación de un humor lúcido, mordaz, que respeta la inteligencia del
espectador invitándolo a pensar mientras ríe, con la degradación actual de un
género que suele considerar comicidad la mera acumulación de bromas
elementales, burdas cuando no soeces e indignas de cualquier espectáculo
público, por rentable que pueda llegar a ser.
Con lo que quedaba demostrado, además, que para este tipo de ejercicios de
pensamiento más allá de la superficie de las imágenes no es imprescindible ni
siquiera necesario recurrir a películas serias, sesudas, dramáticas. El humor al que
nos venimos refiriendo —ese del que Billy Wilder decía, siguiendo las enseñanzas
de su maestro Ernst Lubitsch, que consiste en mostrar al espectador dos y dos y
dejar que sea él quien efectúe la suma— suele ser más eficaz para provocar
intervenciones espontáneas y cambios de impresiones fructíferos, sin necesidad
de aparentar trascendencia ni alejar así sin querer a un público para el que, guste
o no, el cine y los medios audiovisuales son con frecuencia solo materia de
entretenimiento.
4.8. Contrastación
Precisamente por todo eso es de gran importancia que el análisis de un
anuncio, un programa de televisión, una película o serie, tenga una dimensión
colectiva. La posibilidad de extraer de una misma obra varias interpretaciones
diferentes, tanto por lo que de subjetivo tiene esa tarea como por el carácter
abierto de la mayoría de los signos que integran el objeto de estudio, anima a
realizar análisis en grupo, compuesto a ser posible por personas con intereses,
conocimientos y actitudes comunes, del que sin duda saldrán aportaciones
enriquecedoras. Empezando por el hecho mismo de discutir a propósito de una
producción audiovisual, y no ya de su argumento, sino de sus características
como tal creación, que es algo muy poco frecuente a pesar de las horas que
buena parte de los ciudadanos emplean cada día en recibir mensajes por ese
medio.
El debate fomentará saludablemente, por otra parte, el hábito de la crítica
personal y, una vez más, no solo de los contenidos, sino también y sobre todo
de las formas específicas de transmitirlos y del sentido que adquieren como
resultado de una serie de operaciones imaginativas y técnicas cuya descripción y
106
funcionamiento suelen resultar atractivos para la mayoría de los interesados por
estos medios.
Por último, la apertura de sentido que venimos reconociendo a las
producciones audiovisuales pone al analista a cubierto de toda tentación
dogmática o excluyente, tan habitual en los juicios de valor que se hacen
públicos a propósito de cualquier expresión cultural. La práctica del análisis
compartido, que por sí misma aumenta las posibilidades de conocimiento
individual, promueve actitudes de intercambio de puntos de vista y fomenta la
tolerancia, ausente de tantos programas televisivos y, quizá por influencia de
éstos, hasta en las conversaciones más informales, sean de niños, de adultos o
entre unos y otros.
1 Esos esquemas narrativos admiten, por otra parte, un número casi infinito de variantes. En el del viaje, por
ejemplo, caben desde la clásica road-movie hasta la que desarrollan Chema de la Peña y Gabriel Velázquez en
la delicada Sud Express (2005), donde el tren que une Lisboa y París sirve de pretexto para engarzar hasta seis
historias diferentes, de hondo contenido humano y social, cuyo conjunto adquiere, además, una significación
más amplia y representativa.
2 De hecho, pudimos comprobar que era una de las pocas películas que los adultos aceptaban ver más de
una vez, acudiendo repetidamente a una sala con el pretexto de que “a los niños les encanta”…, como si
hicieran lo mismo con tantos otros títulos del gusto de los pequeños pero que a ellos no les dicen nada.
3 Volumen conmemorativo del 50º Aniversario de la Cátedra de Historia y Estética de la Universidad de
Valladolid, en preparación.
4 Tanto sobre el cine popular del franquismo (HUERTA y PÉREZ MORÁN, 2012) como sobre el propio No-Do
(RODRÍGUEZ TRANCHE y SÁNCHEZ-BIOSCA, 2000, entre otros) existen estudios pormenorizados que facilitan
tan sugerente comparación.
5 Pueden verse una descripción y comentario tanto de la película como del conflicto provocado por aquella
forma peculiar de censura en PÉREZ MILLÁN (2007, págs. 93-119). Y con abundante documentación y especial
incidencia en los aspectos procesales y otros conexos, si bien con un enfoque diferente, en DÍEZ PUERTAS
(2012).
6 Y que da pie a uno de esos guiños eróticos que citábamos: la muchacha le dice que es muy viejo y él
replica ofendido con un enigmático “no tanto, no tanto que esté muerto al diablo”, que no se entenderá del todo
hasta que él mismo intente tranquilizar a Tristana, que en una pesadilla ha visto su cabeza colgada como
badajo de una campana, diciéndole: “Chillabas como si hubieras visto al diablo”. Que era exactamente lo que
había ocurrido.
7 Para explicar la relación de su película con la obra original, Visconti hace constar en los títulos de crédito
que es una libera riduzione del texto homónimo, mientras vemos cómo una mano, que por fuentes externas
sabremos que es la suya, abre y hojea un viejo ejemplar de aquélla.
107
CAPÍTULO V
Las dificultades de la alfabetización
audiovisual
Aunque laborioso sin duda, y exigente de tiempo y paciencia, el método más
técnico que proponemos, ya que el segundo es una especie de ampliación del
mismo para dar entrada a elementos ajenos a la obra en sí, puede convertirse
con facilidad en una especie de juguete en manos de los niños, si se adapta a
sus niveles de atención y comprensión, y de herramienta que se irá
perfeccionando poco a poco en las de jóvenes y adultos.
Es importante no empezar por la enumeración y aprendizaje de la terminología
y los conceptos abstractos, que por sí mismos conforman una especie de jerga
abstrusa que lastra el juego sin beneficio alguno, sino por el descubrimiento
práctico de cada uno de los elementos que buscamos, antes de darles nombre y
encajarlos en el esquema conceptual al que pertenecen. Y su aplicación es desde
luego más fácil si se empieza por los anuncios y otras producciones de muy corta
duración, para ir abordando poco a poco obras de mayores dimensiones, o
fragmentos de las mismas seleccionados en función del interés común.
5.1. Individuales
Queda dicho, sin embargo, que la primera dificultad a la que tiene que
enfrentarse cualquier intento serio de alfabetización audiovisual consiste en que
sus posibles destinatarios no sienten la necesidad de introducirse en ella, puesto
que creen comprender los mensajes audiovisuales, cuando en realidad se limitan
a reconocer lo que representan materialmente los signos que los constituyen. De
ahí que propongamos la idea de truco como introductora a la tarea con los más
pequeños, como forma divertida de desvelar lo que hay detrás de algo que
parece otra cosa, y la forma en que está hecho en realidad.
En cuanto a los mayores, el simple descubrimiento de las posibilidades
expresivas que ofrece cada elemento suele ser acicate suficiente para aceptar una
tarea en la que muy pronto adquirirán protagonismo, buscando nuevas formas y
posibilidades, sin necesidad de estímulos exteriores por parte de quien empieza a
actuar más como animador, como colaborador en una tarea atractiva, como
compañero de juego y cómplice en el caso de los niños, que como profesor en
108
sentido estricto.
5.2. Profesionales
La siguiente dificultad tiene que ver precisamente con la preparación previa de
los docentes para abordar una tarea que hasta ahora ha sido marginada de los
estudios regulares. Y que presenta dos vertientes indisociables, una objetiva y
otra subjetiva. La primera es esa carencia de cauces normales para hacerse con
unos conocimientos que, sin ser demasiado complejos, requieren una mínima
sistematización y cierta práctica para conferir seguridad a quien ha de trabajar
con personas que, especialmente en el caso de los niños, tienden a considerar el
mundo audiovisual como algo propio, con el que están en contacto cotidiano
desde que nacieron, y no siempre admiten de buen grado la injerencia de un
adulto en ese ámbito1.
Ahí reside el aspecto subjetivo de la dificultad: una cosa es enseñarles
matemáticas o geografía, materias que en principio desconocen por completo y
en las que el profesor trasvasa sus saberes hacia ellos con mayor o menor
destreza, hasta conseguir su implicación en el proceso educativo, y otra muy
distinta introducirse en este terreno resbaladizo, donde la mayoría de los niños
han visto más películas y programas de televisión que el propio adulto, manejan
los ordenadores, las consolas y otros artilugios con bastante más soltura y
esperan, en todo caso, que éste les aporte diversión complementaria y no aridez
académica.
Justamente por eso, en este ensayo hemos renunciado de manera consciente a
reflejar los numerosos debates teóricos sobre el lenguaje audiovisual y sus
distintas alternativas, las terminologías más depuradas y las derivaciones de todo
tipo que a lo largo de años de investigación y difusión se han ido añadiendo
desde muy diversos puntos de vista. A riesgo de simplificar en exceso, hemos
optado por desplegar lo que nos parece el instrumental básico para poner en
marcha una alfabetización cada vez más necesaria, cuyas perspectivas podrán ir
ampliándose sin límites a medida que se vayan dominando las fases elementales
del proceso.
Porque una de las causas de esta dificultad a la que venimos aludiendo radica
probablemente en el hecho de que la teoría y la crítica de cine, como instancias
más propicias para facilitar al enseñante el abordaje de una tarea relativamente
nueva como es la alfabetización audiovisual, han ido alejando poco a poco su
aparato conceptual y su terminología respecto de la vida cotidiana, de ese ras de
tierra en el que tiene lugar la contemplación casi constante de películas,
programas de televisión, imágenes digitales, etcétera.
Si el cine sufrió en sus orígenes un indudable complejo de inferioridad frente a
otras formas de expresión cultural con más tradición y prestigio, la reflexión
sobre sus características y la crítica más ambiciosa experimentaron algo muy
109
parecido años más tarde y, en consecuencia, trataron de validarse hacia el
exterior adoptando unos procedimientos de trabajo y unas formas de expresión
demasiado alambicadas para el espectador medio, que las percibe como extraños
conjuntos de saberes a los que es arduo y quizá estéril acercarse.
Hay quien sostiene que la transposición, preferentemente en ámbitos
académicos, de la metodología propia de la ya acreditada crítica literaria a la
cinematográfica respondió en buena medida a ese afán de prestigiarse, de
obtener un estatus de disciplina respetable entre tantas otras que la aventajaban
en antigüedad y solidez. Por no hablar siquiera de las pretensiones apuntadas en
distintos medios a lo largo de los años sesenta de alcanzar una crítica
supuestamente científica, nada menos. Ni de las dificultades añadidas, en el caso
español, por unas traducciones en algunos casos muy deficientes y obsesionadas
con acuñar neologismos innecesarios en los textos fundacionales de las citadas
teorías y en las discusiones entre las distintas tendencias.
Sin negar las valiosas aportaciones producto de aquellas operaciones de
maridaje interdisciplinar, como de otras tantas procedentes de la sociología, la
estética o la filosofía, en su sentido más amplio, intentaremos demostrar que,
porque el audiovisual y sus formas de consumo son en primera instancia
materias sustancialmente diferentes de las que componen el corpus específico de
aquéllas, la consecuencia más inmediata ha sido un alejamiento prácticamente
absoluto de los espectadores respecto de esas instancias que podrían ayudarles a
comprender mejor lo que consumen y a disfrutarlo sin sometimientos ni
manipulaciones.
5.3. Institucionales
Con todo, creemos que la mayor dificultad a la que tiene que enfrentarse, y
con escasas posibilidades de éxito, la alfabetización audiovisual en nuestras
sociedades es de carácter político. Ningún gobierno del mundo, con
independencia de su orientación ideológica, negará la importancia de la
alfabetización clásica, literaria, aunque en la práctica no haga lo necesario para
implantarla. El motivo es claro: un ciudadano alfabetizado es mucho más útil
desde diversos puntos de vista que otro analfabeto.
En cambio, prácticamente ningún gobierno del mundo, sea del signo que sea,
se propondrá la tarea de la alfabetización audiovisual tal como la proponemos,
precisamente porque el ciudadano analfabeto en este campo, que además suele
ignorar esa carencia, no es menos útil, sino más manejable y más fácil de
manipular. Alfabetizarlo de verdad comporta el riesgo de despertar o aguzar su
espíritu crítico frente al medio que más consume, por el que le llegan desde las
noticias diarias hasta los modelos de comportamiento social, y es muy probable
que después tienda a extender esa actitud a otras esferas de la vida cotidiana,
con el consiguiente peligro para el poder establecido.
110
Es cierto que ha habido intentos de llevar el lenguaje audiovisual al ámbito
escolar en distintos niveles. Ya a finales de los años sesenta se planteó en
España la posibilidad de introducirlo en las últimas etapas del bachillerato e
incluso llegó a publicarse algún libro sobre lenguaje del cine con un
planteamiento específicamente didáctico (LAMET y otros, 1968). La iniciativa no
fructificó y los sucesivos ministerios de Educación o de Cultura se limitaron a
organizar esporádicamente cursos y otras actividades que se proponían acercar
esos temas a los profesionales que lo desearan, sin otro soporte que la buena
voluntad y sin proponerse, que sepamos, ir más allá de la pura actuación
extraescolar o complementaria. En alguna de las innumerables reformas y
contrarreformas educativas que se han sucedido incansablemente desde la
recuperación de la democracia, llegó a experimentarse con la autorización de
ciertas asignaturas relacionadas con la comunicación audiovisual, pero sin otro
carácter que el puramente optativo, más como adorno de actualidad que como
cuestión de fondo, y que serían eliminadas después con la misma facilidad2.
En 2002, la colaboración entre los dos ministerios citados y Radiotelevisión
Española dio pie a la creación de la serie documental Amar el cine, concebida
como recurso didáctico y donde, con declaraciones de numerosos profesionales
de las distintas especialidades —incluidos críticos e historiadores— y secuencias
seleccionadas de películas importantes, se abordaban diversos aspectos de
interés, pero siempre desde una perspectiva extraescolar y más atenta a
satisfacer la curiosidad de los destinatarios por aspectos a la postre secundarios
o epidérmicos que a profundizar en el sentido de los distintos procedimientos
expresivos.
En una línea parecida, el actual Ministerio de Educación, Cultura y Deporte ha
creado en 2013 un premio a la “Alfabetización audiovisual” dirigido a centros
docentes que impartan alguna de las enseñanzas oficiales desde primaria al
grado medio de formación profesional y encaminado, según la convocatoria, a
estimular la realización de actividades educativas en ese campo específico. No
parece, sin embargo, que se trate de un primer paso hacia la implantación
definitiva de la materia como parte básica del currículum escolar, que es lo que
estamos proponiendo.
Como no lo será, a tenor de las informaciones publicadas hasta el momento, la
creación de una nueva asignatura llamada “Cultura artística, visual y audiovisual”,
anunciada pocos meses después a bombo y platillo por el ministro del ramo en el
marco de un festival de cine. Por lo pronto, lo de “audiovisual” suena a añadido
oportunista, toda vez que hay que suponer que la cultura artística y visual venía
impartiéndose en las aulas y bajo diversas formas desde tiempo inmemorial. Y si
el objetivo es, como se ha afirmado, “que los chicos aprendan a amar las artes,
desarrollen el gusto por el cine y no solo quieran ver películas en el ordenador
[…], que es bueno que aprendan la cultura audiovisual clásica”, queda claro que
no se trata de proporcionar instrumentos para la lectura crítica de esos medios.
111
Algo parecido puede afirmarse a partir de lo tratado en la “Sesión informativa
sobre políticas comunitarias de apoyo en el campo de la alfabetización
mediática”, celebrada en el propio Ministerio en noviembre del mismo año y
donde pudieron constatarse tanto la atomización de las experiencias en este
campo como el voluntarismo de los enseñantes que las llevan a cabo, al mismo
tiempo que la inanidad habitual de las comisiones de expertos de ámbito
europeo, en materia de cultura al menos, burocratizadas al extremo y
especializadas en gastar fondos públicos en estudios abstractos y
recomendaciones vagas y en su mayoría inaplicables, o por lo menos ignoradas
por las mismas autoridades que las encargaron.
Una vez más, parece que se pretende incorporar al conjunto de conocimientos
culturales más o menos superficiales algo relativamente nuevo, que dé impresión
de modernidad, aunque con tanto retraso, y transmita la sensación de que el
gobierno se interesa por un sector de la cultura y de las industrias culturales al
que está castigando duramente con sus decisiones o su inactividad.
En el mejor de los casos, esa iniciativa seguiría la senda de una de las
experiencias más conocidas en este campo a escala internacional: la puesta en
marcha en el año 2000 por los ministerios franceses de Educación y Cultura,
cuyos titulares eran entonces Catherine Tasca y Jack Lang, de la llamada “Misión
de la educación artística y la acción cultural”, o “Plan de cinco años”, donde el
cine y su historia ocupaban una posición relevante. En los documentos que se
han publicado a partir de ese ensayo (BERGALA, 2007), sus promotores se
muestran razonablemente satisfechos, y no cabe duda de que se trata de una
iniciativa de interés, que a nuestro juicio adolece, sin embargo, del mismo
problema de partida que detectamos en prácticamente todos los proyectos
similares, y que trataremos de exponer de forma sintética.
5.4. El problema fundamental
Después de muchos años de dura pugna por abrirse un espacio propio entre
las disciplinas culturalmente respetables, el cine parece venir disfrutando de ese
reconocimiento desde hace varias décadas. Con mayor intensidad, por cierto,
desde que la difusión masiva de la televisión hizo que ésta cargara con el
sambenito de medio de comunicación vulgar y populachero —otra vez la
dinámica eternamente recurrente desde la época de la linterna mágica— y aquél
se beneficiara de la comparación adquiriendo un estatus más elevado y
consolidando la antigua aspiración a verse tratado como un arte.
Pudo ser casual, pero resulta significativo que cuando en España empezaba a
extenderse la televisión se creara la primera institución universitaria dedicada al
cine, aunque al margen de las carreras oficiales y con una orientación
complementaria de otros estudios superiores: la Cátedra de Historia y Estética de
la Cinematografía de la Universidad de Valladolid dio sus primeros pasos en 1962
112
y permanecería durante muchos años como un islote solitario en el panorama
académico. Aparte, claro está, de las enseñanzas profesionales impartidas
sucesivamente por el Instituto de Investigaciones y Experiencias
Cinematográficas, la Escuela Oficial de Cinematografía, el Instituto Oficial de
Radio y Televisión, las facultades de Ciencias de la Información y más tarde las
de Comunicación Audiovisual, así como distintas escuelas públicas entre las que
sobresalen la de la Comunidad de Madrid (ECAM) o la de Cine y Audiovisual de
Cataluña (ESCAC), diferentes centros de formación profesional en Imagen y
Sonido y escuelas privadas de preparación para los oficios del cine y otros
medios.
Pero aquel logro indudable en la valoración social del cine se alcanzó a costa
de un equívoco que ha alimentado la mayoría de los intentos más serios de
extender su conocimiento entre los ciudadanos que contemplan de forma
intensiva sus productos: pese a quien pese, el cine podrá ser o no un arte, pero
desde luego no será un arte como las demás.
Intentaremos explicarlo sin provocar la irritación de cuantos defienden, con
razón, la importancia cultural de cada una de esas artes universalmente admitidas
como tales. El desconocimiento del valor y las características de la música, por
ejemplo, o de la pintura o de cualquiera de las demás especialidades
consagradas, es sin duda una carencia grave, que priva a quien la padece del
disfrute de las más altas conquistas estéticas de la humanidad en cada uno de
esos campos. Y debe ser subsanada por todos los medios… Pero nada más,
aunque no sea poco.
En cambio, la ignorancia del funcionamiento, las formas de expresión y demás
elementos constitutivos del lenguaje audiovisual, no solo limita el goce de la
contemplación de sus productos, sino que deja al ciudadano completamente
indefenso frente a esa formidable máquina de manipular ideas y emociones que
es la imagen dotada de sensación de movimiento y que día a día recibimos por
los más diversos canales. No ya acudiendo a una sala de cine —que era lo
habitual cuando se acuñaron las expresiones del cine como arte, el séptimo arte
o el arte total, a modo de compendio de las demás—, del mismo modo que se
visita un museo o se acude a un concierto, sino en el ámbito doméstico, en el
núcleo mismo de la vida cotidiana, desde el momento del nacimiento, y a muy
temprana edad también en plena calle y en cualquier otro lugar, merced a los
teléfonos llamados inteligentes, las tabletas y otros aparatos en constante
evolución.
Así, los programas educativos de distinto nivel a los que hemos aludido, y
sospechamos que la mayoría de las valiosas iniciativas individuales y de grupos
que se han atrevido a introducir el cine en el aula por cualquier vía a su alcance,
comparten el problema de hacer hincapié en el placer de la contemplación de las
obras —cuando no se limitan a aportar un cierto barniz cultural equiparable al
que pueden proporcionar la música, la literatura o las artes plásticas tomadas
113
como simples complementos—, en la sugestiva historia del medio, en sus
diferentes etapas, movimientos y escuelas, en sus autores más conocidos y
creaciones más famosas.
Desde el subtítulo de este trabajo hemos admitido sin ambages que el cine
comparte con esas artes un objetivo que es el disfrute de sus creaciones, sean
de aspecto documental o de ficción, que al mismo tiempo aportan determinados
conocimientos y una visión del mundo que puede ser innovadora, original, crítica
y provocadora de nuevos planteamientos. Pero tratándose de un medio que
afecta a todas las esferas de la vida de los ciudadanos, ese disfrute no podría ser
pleno si no ha pasado antes por el dominio de los mecanismos de autodefensa
que esas mismas producciones exigen del destinatario, dada su capacidad de
sugerir e imponer planteamientos ajenos a la voluntad de éste. Aun en los casos,
o seguramente más aún en los casos, en que se presentan como espectáculos
intrascendentes, puros productos de entretenimiento y de evasión de las
realidades de la vida cotidiana.
Quizá nadie haya reflejado con más lúcido sarcasmo el papel conformador de
ese cine de entretenimiento frente a una realidad adversa que Woody Allen en
una de sus mejores obras, La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of
Cairo, 1985). En medio de una gran depresión económica y social, Cecilia, su
protagonista, trata de conservar a duras penas un trabajo precario del que
finalmente será despedida; lava ropa ajena para poder subsistir; tiene un marido
en paro que la maltrata de distintas formas y en el fondo la desprecia; lleva una
vida triste y gris que solo se ilumina cuando se adentra en la calidez de una sala
de cine y contempla una y otra vez la misma película, observando embobada al
actor que interpreta el papel de aventurero romántico. Hasta que, de pronto, éste
abandona la pantalla y va a reunirse con su admiradora, acompañándola a la
calle y proponiéndole un romance que desborda las expectativas y trastorna las
convicciones morales de la mujer, animándola a romper por fin con su indeseable
marido. Pero entonces aparece también el actor real que da vida al aventurero,
se enfrenta con él para proteger su carrera, y éste vuelve al celuloide, donde la
propia Cecilia descubrirá, asombrada, las falsedades en que se apoya la ficción
cinematográfica3. Al final, engañada a un lado y otro de la pantalla, volverá a
refugiarse sola en la vieja sala de cine y esbozará una enigmática sonrisa cuando
Ginger Rogers y Fred Astaire bailen al compás del Cheek to Cheek en el musical
de Mark Sandrich, Sombrero de copa (Top Hat, 1935).
Por todos los argumentos que venimos esbozando nos parece de vital
importancia el aprendizaje del lenguaje audiovisual como garantía mínima de
poder adoptar actitudes autónomas frente a los mensajes de todo tipo que nos
llegan por esa vía, sin dejar por eso de disfrutar con la contemplación y el
conocimiento de películas y programas que nos resultan atractivos aunque no
estemos de acuerdo con los puntos de vista que sustentan. Y conviene insistir en
que ese aprendizaje no debe presentarse como el de una disciplina
114
particularmente compleja, llena de matizaciones y autorreferencias y provista de
un aparato conceptual difícil de abarcar por cualquiera.
No discutiremos el interés de las auténticas investigaciones, en este campo
como en otros, ni negaremos la validez de sus conclusiones y la necesidad de
sus constantes avances, que dotarán cada vez de más medios de comprensión y
análisis a quienes opten por adentrarse en esos caminos desde cualquier
perspectiva personal o profesional. Pero la situación actual es, a nuestro juicio,
tan aguda, el analfabetismo audiovisual tan extendido y tan poco combatido, y la
indefensión de los ciudadanos frente al uso intensivo de las imágenes por parte
de todas las esferas del poder tan absoluta, que bastaría con poner en pie un
proceso regular de difusión y discusión sistemática de los elementos básicos que
configuran ese lenguaje para que se hubiera dado un paso de gigante en un
territorio hasta ahora solo explorado por grupos entusiastas, prácticamente sin
medios y sin el apoyo institucional que merecen.
Exigir la entrada del lenguaje audiovisual en el currículum escolar de los
alumnos españoles y en todas sus etapas es, en las circunstancias actuales, otra
de esas utopías cuya inaccesibilidad llena de melancolía o de frustración a
quienes se atreven a soñar con ellas. No solo porque los implacables recortes
aplicados a la educación en estos últimos tiempos hacen impensable que se
pueda dar esa entrada regular y sistemática a una nueva materia, sino porque
exigiría una planificación a largo o por lo menos medio plazo que permitiera
asegurar la necesaria preparación de los docentes que quisieran asumirla. Pero,
sobre todo, porque dada la orientación casi exclusivamente utilitarista, por no
decir mercantilista, que está adoptando la política educativa vigente en nuestro
país, atenta solo a satisfacer las exigencias de ese Moloch implacable que llaman
mercado, sería ilusorio pensar en la implantación de una disciplina cuyo primer
resultado consiste en dotar a los ciudadanos de unos instrumentos críticos que le
permitan defenderse de la manipulación instrumentalizada a través de los medios
audiovisuales de comunicación.
No obstante, debemos dejar constancia una vez más de la necesidad absoluta
de llegar a disponer de una enseñanza regular del lenguaje audiovisual, al menos
para que permanezca como una reivindicación largamente insatisfecha. Entre
tanto, no tendremos más remedio que confiar en que sigan existiendo grupos
dispuestos a iniciarse colectivamente en ese lenguaje, personas decididas a
colaborar con ellos, ámbitos familiares en los que los mayores aprendan por sí
mismos y estén en condiciones de ayudar a los más pequeños a avanzar,
individuos que se animen a prepararse de modo autodidacta… A todos ellos
quisiéramos que estas reflexiones les resultaran de alguna utilidad.
Porque hoy se da otra circunstancia que puede ayudar en esas tareas. Si la
lengua materna suele aprenderse en el seno de la familia y por el método del
tanteo y el error —el niño se equivoca al reproducir algo que ha oído, quienes lo
rodean corrigen sus fallos y él va perfeccionando progresivamente el dominio de
115
las palabras—, hasta ahora el lenguaje audiovisual no había podido aprenderse
por una vía parecida, dado que el destinatario de los mensajes estaba condenado
a ser eternamente receptor, solo espectador. No disponía del equipamiento
necesario para convertirse en emisor ni siquiera a título privado o de prueba.
Podía saber algo de los procedimientos expresivos, pero el alto coste de los
equipos y otras dificultades técnicas le impedían comprobar por sí mismo la
validez de lo que había aprendido. No necesariamente para llegar a ser emisor
profesional, desde luego, pero sí para contrastar por la práctica lo intuido en
teoría y mejorar sustancialmente su dominio de aquéllos.
El audiovisual seguía siendo para la inmensa mayoría un lenguaje
unidireccional, sin más feed-back que la información procedente de los
resultados en taquilla o las mediciones de audiencia, las críticas y otras
expresiones verbales aisladas, y sin posibilidad de ensayar alternativas, ni siquiera
a efectos de aprendizaje.
Pues bien, la popularización de dispositivos asequibles que permiten grabar
imágenes y sonidos, editarlos y difundirlos por distintas vías, empezando por el
propio grupo de convivencia, ha abierto un horizonte casi infinito de
posibilidades en este campo. No para la profesionalización, insistimos, ni siquiera
para dedicar a esa amena tarea más tiempo del razonable, sino para comprobar
cómo se realizan las imágenes que nos fascinan, cómo se puede asimilar mejor
los conocimientos adquiridos en esa materia, cómo se va estando poco a poco
en condiciones de imitar primero, incorporar después al acervo propio e incluso
modificar a voluntad elementos expresivos que han atraído nuestra atención al
verlos en una pantalla. Un lenguaje cuyos rudimentos prácticos están por fin al
alcance de la mano y son susceptibles de un desarrollo ilimitado.
Una de las experiencias más apasionantes en las que hemos podido participar
en este campo consistió en proponer a grupos de niños de entre diez y doce
años que ideasen y realizasen en vídeo doméstico pequeños anuncios para
promocionar la venta de objetos en sí mismos invendibles: piedrecitas de la orilla
del río, hierbas silvestres o cualquier otro que se les pudiera ocurrir. Porque se
trataba, entre otras cosas, de impedir el mimetismo que los impulsaría a repetir
esquemas mil veces observados en los spots convencionales. El ingenio
desplegado en cada equipo, primero para inventar motivos por los que vender el
producto y después formas audiovisuales de hacerlo atractivo, deseable e incluso
necesario para los posibles destinatarios, fue extraordinario, además de divertido
y creativo. Pero, sobre todo, tuvo la consecuencia de inmunizar a los
participantes frente a cualquier influencia publicitaria: nunca más darían
credibilidad a ninguna proposición de ese tipo, porque ellos sabían muy bien
cómo se las habían arreglado para estimular el deseo de adquirir cosas que
podían conseguirse gratis sin el menor esfuerzo.
116
1 Recordando los tiempos en que una de las tareas características de la llamada animación a la lectura
consistía en proponer a los niños que ilustrasen con dibujos el relato o fragmento que habían leído, hoy sería
más útil el procedimiento inverso: describir con palabras lo que han visto y oído en un anuncio o secuencia
breve, dado que parece cada vez más necesario fomentar la expresión verbal, al tiempo que se les anima a
formalizar sus percepciones audiovisuales.
2 A pesar de lo limitado de esos estímulos, o al margen de ellos, han sido numerosas las experiencias
emprendidas en centros de distinto nivel por grupos de profesores dispuestos a sacar adelante programas de
iniciación al lenguaje cinematográfico y audiovisual. Basta teclear en cualquier buscador de la Red las palabras
cine y escuela o cine y enseñanza, por ejemplo, para tener acceso a todo un arsenal de descripciones,
materiales y esquemas de trabajo, resúmenes de resultados y otros documentos de gran utilidad.
3 Inolvidable, y a la vez extraordinariamente significativo, el momento en que Cecilia prueba una copa de
champán dentro de la película y advierte a su amigo de que, aunque le cobren mucho por él, se trata de
gaseosa; y aquel otro en que, después de ensayar un primer beso apasionado en la realidad, el aventurero
pregunta a su pareja cuándo aparecerá el fundido en negro que oculte pudorosamente el resto de la escena.
117
CAPÍTULO VI
Consideraciones finales
Con el cine en declive como espectáculo colectivo y también como industria de
producción en la mayoría de los países dependientes a estos efectos —que son
casi todos—, la televisión haciendo frente como puede a la omnipresencia
invasiva de la Red, y ésta transformando aceleradamente los hábitos de los
espectadores/consumidores, el panorama audiovisual está inmerso en un proceso
de cambio cuyos resultados son hoy imprevisibles. Pero que no disminuye, sino
todo lo contrario, la urgencia de la alfabetización en este campo.
6.1. Sobre el cine
Por lo que se refiere a la industria cinematográfica, el predominio abrumador
de la estadounidense, más fuerte y combativa que nunca a la hora de imponer
sus productos, y con ellos unos determinados gustos y preferencias a escala
planetaria, está acorralando de forma quizás irreversible a las cinematografías
nacionales que hasta ahora habían resistido a duras penas y a base de
mecanismos proteccionistas más o menos discutidos, activados en función de lo
que se ha llamado con acierto excepción cultural de las creaciones de esta índole
frente a los productos puramente comerciales.
Porque lo que está a punto de desaparecer con ellas no es una mera
competencia mercantil, sino la posibilidad de que distintas colectividades
nacionales o de otro tipo puedan ver proyectadas en una pantalla variadas
expresiones de sus peculiaridades culturales, sociales, históricas y estéticas, o
cuando menos situaciones que recojan algo cercano, no universal/homogéneo.
El tan manido y controvertido concepto de globalización recupera aquí una
denominación que nunca debió perder: la de imperialismo, cultural en este caso,
pero reflejo nítido y representativo de todos los demás.
Todas las cinematografías del mundo, incluida la estadounidense desde luego,
pueden abordar de forma válida prácticamente cualquier tema, pero qué duda
cabe de que entre nosotros interesarán mucho más, por diversos conceptos pero
ante todo por su proximidad humana y social, películas que traten los problemas
de la violencia de género, los abusos sexuales en el ámbito doméstico o la trata
de blancas, por ejemplo, con la solvencia y precisión con que lo han hecho Icíar
Bollaín, Montxo Armendáriz e Isabel de Ocampo en Te doy mis ojos (2003), No
118
tengas miedo (2011) y Evelyn (2011), respectivamente. Dos cineastas con unas
trayectorias cuajadas de obras importantes y una casi debutante dotada de una
singular fuerza expresiva, pero que tropiezan con unas dificultades económicas a
todas luces injustas a la hora de reflejar sus sugestivas visiones de la sociedad
en que vivimos.
Desde hace décadas es evidente que la industria cinematográfica
estadounidense tiene entre sus objetivos estratégicos eliminar la competencia
que las pequeñas pueden hacerle en sus países de origen o a través de unas
exportaciones generalmente minúsculas. Y todo indica que lo está consiguiendo,
ante la pasividad culpable de quienes podrían tratar de regular ese mercado
supuestamente libre pero en realidad salvaje, para moderarlo en alguna medida
al menos.
Hay datos para pensar que el futuro en este terreno consistirá en un drástica
reducción del número de salas, concentradas en los grandes núcleos de
población o en sus alrededores, controladas por unas cuantas empresas
transnacionales y utilizadas para estrenos universales y simultáneos de
superproducciones emitidas por vías digitales a un alto coste de alquiler por
pase, lo que encarecerá aún más el precio de las entradas —ya gravadas con
impuestos irracionales— y convertirá esos estrenos en acontecimientos sociales
en el peor sentido del término, tratando de explotar el afán de novedad, de estar
a la última, que siempre ha caracterizado a ciertos aficionados.
Por otra parte, cabe la posibilidad —porque ha habido precedentes en el
campo de la informática— de que una vez que la competencia desleal que
supone la difusión incontrolada de películas por la Red contribuya también a la
extinción de las pequeñas cinematografías nacionales, los magnates del negocio
y los dueños de esos canales encuentren las fórmulas y filtros necesarios para
impedir la circulación indiscriminada, constante y sin coste, imponiendo entonces
altos precios por visionado, con lo que la actual piratería, de la que tanto se
quejan, habría sido un instrumento privilegiado para lograr el oligopolio al que
aspiran.
Mientras, continúa asentándose, en cuanto a contenidos y en paralelo con la
industria de los videojuegos, la tendencia a multiplicar los grandes productos
ultraviolentos, reiterativos en su maniqueísmo elemental, o supuestamente
fantasiosos, cuajados de efectos impresionantes pero vacuos, aunque nunca
inocentes. Y, como se ha detectado en otros momentos históricos de crisis
económica y social, dedicados a fomentar en el espectador un miedo difuso e
incluso un terror centrado en figuras de nuevo cuño pero que responden a un
arquetipo amenazador y que, sea cual sea su forma externa, contribuye a
reconciliarlo, por comparación refleja, con la calamitosa situación que se vive en
la realidad. No puede ser casual el retorno simultáneo de tantos zombies,
androides, monstruos cibernéticos, robots exterminadores y otros engendros,
que vienen a unirse a los tradicionales, muchos de los cuales parecían olvidados
119
en épocas de prosperidad al menos aparente.
6.2. La televisión
En cuanto a la televisión, nos hemos venido refiriendo a ella en términos muy
críticos. Quizá sea preciso aclarar a estas alturas que, igual que la mayoría de los
adelantos técnicos alcanzados por la humanidad a lo largo de su historia —con
excepción de los bélicos y similares—, los audiovisuales no son medios
intrínsecamente perversos, como se llegó a afirmar alguna vez desde instancias a
la vez políticas y religiosas. La perversidad procede de la utilización que de ellos
hacen los poderes económicos —y los demás a su servicio—, detentadores de la
inmensa mayoría de los instrumentos de producción también en ese campo, para
adormecer a los ciudadanos, distrayéndolos con atractivas bagatelas cuando no
engañándolos directamente mediante informaciones tendenciosas y otros
subproductos.
Aunque pueda parecer demagógico, al ver en algunos programas informativos
a niños hambrientos de Somalia, por ejemplo, vistiendo camisetas del Real
Madrid o del F.C. Barcelona, es difícil no vincular ese síntoma de globalización
audiovisual con la mucho más terrible realidad de las pateras cruzando el
Estrecho de Gibraltar o el de Sicilia, cargadas de personas que asumen el riesgo
de morir ahogadas con tal de alcanzar el paraíso. Falso paraíso prometido por
unas imágenes que, cuando menos, ocultan la inaccesibilidad o el alto coste de
ese estatus soñado, y desde luego se cuidan muy bien de no ayudar a
comprender si la miseria de la que huyen tiene su origen en la voracidad de los
dueños del territorio al que acuden, esperanzados o desesperados.
Salvando las distancias, algo de eso ha ocurrido en nuestra propia sociedad,
donde la abundancia de spots que daban a entender que vivíamos en el mejor
de los mundos y lo teníamos todo al alcance de la mano —quizá a costa de un
pequeño esfuerzo o de la consabida y falaz meritocracia— ha servido para
adormecer la sensibilidad social de muchos ciudadanos, persuadiéndolos para
que no protesten ni exijan derechos elementales, a cambio de la ilusión de ese
bienestar material que la publicidad promete a manos llenas, muchas veces con
consecuencias dramáticas.
Habría que analizar con rigor si ese papel lenitivo que desempeñan los medios
audiovisuales en una sociedad en profunda transformación negativa no está
encubriendo y dilatando temporalmente lo que puede acabar siendo un estallido
social sin precedentes, a la vista del rumbo que adopta la crisis más injusta que
ha experimentado la sociedad global en la época contemporánea.
En el mismo sentido, el hecho de que un delincuente pueda acceder a la
presidencia del gobierno de una república europea, mantenerse e incluso volver a
ella entre la indiferencia, cuando no el entusiasmo, de sus conciudadanos, tiene
sin duda bastante que ver —y debería ser investigado más a fondo de lo que se
ha hecho hasta ahora— con su dominio casi absoluto de las cadenas de
120
televisión públicas y privadas, gracias al cual está en situación privilegiada para
condicionar las conductas, aspiraciones y hasta fantasías de aquéllos sobre los
que impera en su exclusivo beneficio. Y no vale tranquilizarse pensando que ese
caso nos queda lejos, porque sus tentáculos se extienden hasta las cadenas que
contemplamos a diario y que fueron las protagonistas de la italianización que
acabó con los ingenuos sueños de mayor calidad que se nos vendieron hace
años como saludable efecto de la tan irresponsablemente elogiada privatización.
No ejerceremos aquí, desde luego, una defensa a ultranza de las televisiones
públicas de carácter monopolista —que acabarían dependiendo de los intereses
del poder, al fin y al cabo—, pero indigna recordar que cuando en España se
abrió el camino a las privadas, a instancias de las instituciones y normas
europeas, se argumentó hasta la saciedad, como en tantas ocasiones, que la
competencia iba a provocar un aumento de la calidad.
Es evidente que, en este como en otros campos, la pugna por las
audiencias/clientelas previamente condicionadas solo ha conducido a un
incremento enloquecido de la zafiedad, a una degradación progresiva de los
gustos dominantes y a un embrutecimiento quizá irreversible de la población que
asiste —atónita al principio, resignada después, enganchada finalmente en
muchos casos— a esa orgía soez de vulgaridades sin límite, encubridoras y al
mismo tiempo difusoras de las más reaccionarias concepciones de la convivencia.
Basta contemplar, con una buena dosis de paciencia, cualquiera de los
programas llamados del corazón, más o menos disfrazados de tertulias de
actualidad, que copan las programaciones de mañana, tarde y muchas veces
noche en las cadenas de mayor audiencia. Se comprobará que se están
extendiendo vertiginosamente unas actitudes y formas de confrontación que
desafían, no ya las más elementales normas de lo que en tiempos se llamaba
urbanidad, sino los límites de la salud mental de sus protagonistas. Unos
personajes supuestamente populares, algunos de los cuales presumen de
periodistas y cuya única habilidad conocida consiste en que se ofrecen a dejarse
despellejar por sus congéneres hasta extremos insospechados, a cambio de un
puñado de euros exhibidos después impúdicamente, como si esa fuera una
forma tan digna como cualquier otra de ganarse la vida. Y que, dada su
extensión, reiteración y agresividad visual y sonora, encierran el peligro de acabar
transmitiendo tal insania mental y tal indigencia intelectual y moral a sus amplias
audiencias.
También es cierto que, después de un breve período de relativa independencia,
asistimos a una paulatina pero visible degradación de la televisión pública de
cobertura nacional —las autonómicas nacieron lastradas por el inefable designio
de servir de correas de transmisión a los gobiernos regionales de turno—,
abocada a competir con las privadas a base de imitarlas, en una absurda e inútil
guerra por las audiencias, y que, junto con una instrumentalización política en
línea con la de aquéllas, parece preludio de su desmantelamiento o reducción al
121
ostracismo, en aras de la concepción neoliberal del papel de los medios de
comunicación.
Entre tanto, recupera algunos de los peores vicios de los medios de
comunicación de masas en los años de la dictadura, degradando por ejemplo el
noble concepto de solidaridad y reduciéndolo a la más rancia caridad, que trata
de disimular las injusticias retrasando su solución merced a dádivas particulares
que remedian provisionalmente problemas individuales. Es el caso de un
programa que ocupa tardes enteras de la televisión pública y recuerda
inevitablemente a aquel otro, radiofónico, llamado Ustedes son formidables, que
alcanzó extraordinario éxito en los años sesenta del siglo pasado, así como a
tantos rastrillos que han inventado las clases dominantes para sentirse buenas,
además de poderosas. Se trata, en síntesis, de ofrecer consuelo a cambio de
exponer a los destinatarios —como en los denostados programas del corazón— a
la exhibición pública de sus intimidades y carencias, dando a entender a los
espectadores que todo tiene remedio a base de buena voluntad y reforzando por
la vía sentimental el estado de cosas existente, mientras se explota la
generosidad de los donantes.
Aunque los llamados índices de audiencia —criterios inapelables tanto para el
mantenimiento en antena de un programa determinado como para establecer los
precios de la publicidad que lo acompaña en las cadenas privadas— están
experimentando un notable descenso en beneficio de otras formas de visionado
de producciones televisuales menos controlables por ahora, sigue existiendo un
alto grado de adicción en no pocos espectadores. Ese tipo de trastorno o
dependencia patológica que fue estudiado con precisión en los tiempos de mayor
auge del medio, pero que se refleja con más frescura en la anécdota relatada
entonces por un abogado especialista en separaciones matrimoniales: una pareja
ya mayor y de pocos recursos, que había conseguido pactar pacíficamente el
reparto de sus escasos bienes materiales, hasta que llegó la hora de adjudicar el
televisor. Cuando uno de los cónyuges afirmó tajante que le correspondía, el otro
respondió: “¡Sí, hombre! Y yo, ¿pa dónde miro?”.
Eran los tiempos en que, según otras crónicas costumbristas, en los suburbios
de las grandes ciudades solía ocurrir que una familia adquiriese la antena y la
hiciese instalar en el tejado de su vivienda antes de poder comprar —a plazos,
por supuesto— el televisor mismo, con tal de aparentar prosperidad y por miedo
al qué dirán los vecinos que ya lo tenían, seguramente en condiciones similares.
Las circunstancias han cambiado, sin duda, y los dispositivos para ver la
televisión se han diversificado extraordinariamente, pero la dependencia respecto
de la imagen audiovisual no ha hecho más que crecer, multiplicada hoy por la
posibilidad de acceder a otras fuentes distintas de las convencionales.
6.3. La publicidad
Mención aparte debe hacerse en esta recopilación final a la publicidad
122
televisual, como género específico de especial penetración por sus características
materiales y formales. Entendida como el conjunto de técnicas empleadas para
conseguir una modificación de la conducta del destinatario en sentido favorable
al producto anunciado, pero por motivos ajenos al producto mismo —ya que si
fuera por los relacionados con éste se trataría de información, más o menos
elaborada y veraz, pero en cualquier caso contrastable—, la publicidad no suele
informar de las características específicas de lo que anuncia, ni siquiera de su
precio muchas veces, salvo para presumir de él, en un sentido o en otro. Se
dedica preferentemente a emplazar el producto en una situación llamativa, de
aspecto realista o fantástico, que sugiere un estado idílico si se adquiere y una
inferioridad manifiesta si se desprecia o no se puede alcanzar.
Es de esa presentación embellecida de un mundo cotidiano o soñado,
vinculando el objeto anunciado a la necesidad o el deseo de alcanzarlo, o bien al
miedo de verse desprovisto de él, de donde extrae la publicidad audiovisual su
extraordinario poder de conformar las mentalidades de quienes la contemplan,
especialmente los niños, más allá de su hipotética eficacia como tal instrumento
de promoción y venta.
Debe quedar claro también que ni la televisión ni la publicidad son las
causantes de esos males que provocan, sino solo su principal vehículo, como
reflejo e instrumentos privilegiados del sistema que los produce. Y no es válido el
recurso, tan socorrido como utilizado por profesionales de esos medios, al “¿qué
fue antes, el huevo o la gallina?”, porque desde que los niños tienen la televisión
en casa ya al nacer, es evidente que pedirán lo que se les proponga que pidan,
disfrutarán con lo que se les ofrezca para disfrutar y mimetizarán conductas
estereotipadas aunque sean perjudiciales para su desarrollo.
Un argumento parecido puede aplicarse a los adultos cuando las televisiones
más zafias alardean de dar al público lo que éste pide: ¿qué va a pedir, si apenas
se le oferta más que un muestrario de basura de la peor especie, reiterada hasta
la saciedad y cada vez más desvergonzada en sus planteamientos, en una loca
carrera hacia el disparate individual y social, reflejo quizás involuntario del
absurdo económico y político en que se asientan?
Nunca a lo largo de la Historia hubo padres y madres, maestras y maestros,
curas y monjas, y hasta sargentos chusqueros y monitoras de los lejanos
tiempos en que el servicio militar y el social eran obligatorios, que dispusiesen de
un poder persuasivo, a la postre coactivo y siempre profundamente
condicionador equiparable al que ejercen hoy sobre los niños los medios
audiovisuales, y en especial el género publicitario, por los motivos que ya
esbozamos más atrás.
Consiguientemente, en vano se esforzarán hoy padres, profesores y adultos en
general por contrarrestar esa influencia si no es desmontando pacientemente la
fascinación de las imágenes mediante una introducción serena y cómplice a las
características propias de esa forma de expresión. Aunque para ello tengan que
123
prepararse antes, al menos de forma somera, y aceptar que si aciertan con el
método dejarán de ser imprescindibles muy pronto y se verán superados por la
habilidad de los más jóvenes para vérselas con lo audiovisual cuando se les
facilitan las claves necesarias.
Se ha dicho que Karl Marx, cuyo diagnóstico de la sociedad de clases sigue
vigente, aunque su pronóstico y tratamiento resultaran fallidos, habría elaborado
su teoría de la ideología con más exactitud o incluso de una forma diferente si
hubiera llegado a conocer los medios audiovisuales de comunicación y cultura.
Uno de los renovadores más polémicos de su pensamiento a lo largo del siglo XX,
el filósofo francés Louis Althusser, alcanzó a incluir la televisión entre los
llamados “aparatos ideológicos del Estado” en su texto programático de 1970
(ALTHUSSER, 2003), después de que otros pensadores como Edgar Morin, Herbert
Marcuse o Umberto Eco apuntaran ciertas reflexiones críticas a propósito de la
función del cine ya en 1956 (MORIN, 2001), en los prolegómenos a las
convulsiones de mayo del 68 (MARCUSE, 2010) o referidas al lenguaje audiovisual
en general, como se refleja en la cita de Umberto Eco que encabeza estas
páginas, formulada hace ya la friolera de cincuenta años (ECO, 1993 y otros
escritos). Más recientemente y desde una perspectiva actualizada, pueden leerse
con provecho textos como los de Joan FERRÉS (1996), Pierre BOURDIEU (1997) y
Mariola CUBELLS (2003 y 2013), referidos a la televisión.
Con independencia del marco teórico global en que se desee inscribir el trabajo
pedagógico al que venimos refiriéndonos, nuestra modesta aportación consiste
en afirmar que, más allá, o por lo menos a la par de la crítica de contenidos, que
sería inabordable caso por caso y difícilmente podría dar pie a una materia en sí
misma, se trata precisamente de enseñar el uso, las características y posibilidades
del lenguaje que se emplea para transmitir esos contenidos deformadores. Sin
perder de vista, por supuesto, que ese mismo lenguaje sirve también para crear
obras mucho más valiosas desde todos los puntos de vista, aunque por
desgracia sean minoritarias, tanto en número de producciones como en cantidad
de destinatarios, y corran hoy más que nunca el riesgo de quedar reducidas a la
categoría de material de resistencia.
6.4. Otras modalidades
Por lo que se refiere a otras utilizaciones de lo audiovisual, es inevitable hacer
alusión a los videojuegos, ya sea mediante máquinas individuales,
interconectadas o bien on line, que han alcanzado una difusión planetaria y tan
intensa que es difícil encontrar a niños y jóvenes que no mantengan contacto
frecuente con ellos, llegando a la adicción en no pocos casos. Aunque no
podamos profundizar en su sentido y sus mecanismos de funcionamiento,
porque nuestros conocimientos en este campo concreto son más bien limitados.
Pero puede afirmarse que tradicionalmente los videojuegos y sus variantes se
124
implicaron en una doble carrera que parece no tener fin. Por un lado, hacia la
consolidación de un nuevo tipo de realismo artificial y vinculado a la animación
clásica pero trufada ahora con efectos informáticos de nuevo cuño y que, aunque
suelen apoyarse en un guión y poseer estructura narrativa, apenas mantienen ya
relación alguna con cualquier concepto de verosimilitud, puesto que en su
mayoría se amparan en la socorrida idea de una fantasía sin límites, por más que
siga siendo válido el argumento de que para resultar mínimamente reconocibles
han de contener un cierto grado de analogía. Por otro lado, hacia la
intensificación, como uno de sus mayores atractivos, del concepto de
interactividad, que en la mayoría de los casos no es tal, sino la simple posibilidad
de elegir entre varias opciones previamente trazadas por diseñadores, guionistas
y programadores de los juegos.
No incidiremos a este respecto en la vieja discusión sobre si la representación
audiovisual de escenas y situaciones de sexo y/o violencia, por ejemplo, puede
provocar un efecto perturbador o bien mimético en quienes las contemplan. Las
primeras, porque, implicaciones psicoanalíticas al margen, parece probado que
los niños no se interesan demasiado por ellas hasta un momento concreto de su
desarrollo, salvo que la prohibición, ocultamiento o secretismo moralizantes por
parte de los adultos los impulsen a mirar más, por la atracción añadida que
ejerce lo vedado.
En cambio, a propósito de las segundas, nos resulta difícil creer que esa
insistencia de muchos videojuegos en plantear escenarios de luchas,
confrontaciones extremas, eliminación sistemática de enemigos y otros asuntos
por el estilo no acabe generando una especie de placer de matar, o al menos de
familiaridad con el asesinato, que no puede tener efectos positivos1. Aparte, claro
está, de que habría que determinar qué características concretas revisten esos
enemigos, qué representan y qué esquema de valores se está poniendo en
juego, con la misma eficacia o más aún que en el cine clásico. En cualquier caso,
queda en pie la vivencia de la muerte ajena como éxito propio, como
autoafirmación mediante la eliminación de un semejante previamente
demonizado, que no parece un fenómeno muy educativo, ni siquiera saludable.
6.5. Una situación de emergencia
De otro lado, no habrá que insistir en que en el cine, en la televisión y sus
derivados hay un enorme potencial estético, obras maestras en muchos sentidos
diferentes, placer en la contemplación y capacidad de comunicación profunda y
liberadora; que a lo largo de su historia han surgido teorías que iluminan sus
elementos más sutiles con un rigor y una profundidad envidiables, a las que
quizá deberíamos haber dedicado más espacio.
Pero cuando la situación es la que hemos tratado de describir aquí y esos
medios se emplean preferentemente para amaestrarnos desde niños y
125
persuadirnos —nunca podrán convencernos— de que tenemos que aceptar este
mundo radicalmente injusto en el que vivimos y congraciarnos con él; cuando
cunde la sospecha de que no estamos ante una más de las crisis cíclicas del
capitalismo, sino ante un auténtico cambio de modelo económico y social,
orientado a la explotación pura y simple de la inmensa mayoría por una minoría
depredadora, que usa los medios audiovisuales como una singular forma de
anestesia masiva, no será una herejía —y pedimos disculpas si lo pareciera,
porque quiere ser más un homenaje que una utilización grosera— culminar
nuestras reflexiones con la seca y dramática protesta con la que el gran poeta
chileno Pablo Neruda respondía en su estremecedor poema Madrid (1936) a los
exquisitos que esperaban de él una poesía más refinada:
“Preguntaréis, ¿y dónde están las lilas? / ¿y la metafísica cubierta de
amapolas? / ¿y la lluvia que a menudo golpeaba sus palabras / llenándolas de
agujeros y pájaros? / Preguntaréis, ¿por qué su poesía no nos habla del sueño, /
de las hojas, de los grandes volcanes de su país natal?: / Venid a ver la sangre
por las calles, / venid a ver la sangre por las calles, / ¡Venid a ver la sangre por
las calles!”.
1 A modo de muestra aleatoria, en el catálogo de videojuegos impreso por unos conocidos grandes
almacenes con motivo de la última campaña navideña de regalos figuraban 68 títulos diferentes. Llama la
atención la ausencia absoluta de explicaciones sobre el contenido y las características de cada juego, lo que da
a entender que se supone el conocimiento previo de ellos por parte de los posibles usuarios. La información que
se ofrece queda limitada al nombre, generalmente en inglés, la consola o plataforma a la que corresponde y la
carátula, presidida por una imagen que se supone representativa del tipo de juego en cuestión. Y exactamente
la mitad de los relacionados muestran acciones presididas por la violencia. Incluso en algunos de carácter
deportivo se subrayan gestos de abierta hostilidad en los competidores. Y se pretende que esa descarada
exaltación de la violencia queda amparada por la simple mención numérica a la edad para la que la
organización europea PEGI considera adecuado cada juego.
126
Índice de películas citadas
Acorazado Potemkin, El (S. M. Eisenstein, 1925), 66
Adventures of Buffalo Bill, The (C. A. King, 1917), 83
Andalucía, un siglo de fascinación (B. Martín Patino,1995-96), 67n12
Arca rusa, El (A. Sokurov, 2002), 56n6
Ardilla roja, La (J. Médem, 1992), 53
Artista y la modelo, El (F. Trueba, 2012), 31n13
Blancanieves (P. Berger, 2012), 31n13
Caída de los dioses, La (L. Visconti, 1969), 105
Caja de música, La (Costa-Gavras, 1989), 90
Canciones para después de una guerra (B. Martín Patino, 1971), 67, 67n12
Caudillo (B. Martín Patino, 1974), 67
Cinta blanca, La (M. Haneke, 2009), 31n13
Con faldas y a lo loco (B. Wilder, 1958), 107
Confidencias (L. Visconti, 1974), 105
Cotton Club (F. F. Coppola, 1984), 59
Crimen de Cuenca, El (P. Miró, 1979), 97, 98
Debut, El (G. Panfilov, 1970), 95
Desaparecido (Costa-Gavras, 1981), 90
Desencanto, El (J. Chávarri, 1976), 96
Dogville (L. Von Trier, 2003), 48
E. T. El extraterrestre (S. Spielberg, 1982), 92
Empire (A. Warhol, 1964), 19
Enterrado (R. Cortés, 2010), 48
Evelyn (I. de Ocampo, 2011), 121
Función de noche (J. Molina, 1981), 96
Gatopardo, El (L. Visconti, 1963), 105
Gran combate, El (J. Ford, 1964), 83
Gran dictador, El (C. Chaplin, 1940), 28n10
Grupo salvaje (S. Peckinpah, 1969),59
Hollywood Talkies (O. Pérez y M. de Ribot, 2011), 30n12
Hombre que mató a Liberty Valance, El (J. Ford, 1962), 84
Huelga, La (S. M. Eisenstein, 1924), 10, 66, 66n11
Indians Wars, The (V. Day y T. Wharton, 1914), 83
Inocente, El (L. Visconti, 1976), 105
127
Juana de Arco (L. Besson, 1999), 94
Juana de Arco (V. Fleming, 1948), 94
Juana de Arco en la hoguera (R. Rossellini, 1954), 95
Juana la doncella (G. Ucicky, 1935), 95
Juana, la mujer (C. B. DeMille, 1916), 95
Las Hurdes, tierra sin pan (L. Buñuel, 1933), 19, 20
Madrid (B. Martín Patino, 1987), 23
Manhattan (W. Allen, 1979), 31n13
Muerte en Venecia (L. Visconti, 1971), 61n8, 103, 104
No tengas miedo (M. Armendáriz, 2011), 121
Octubre (S. M. Eisenstein, 1927), 66
Ojos negros (N. Mihalkov, 1987), 89
Padrino, El (F. F. Coppola, 1972, 1974 y 1990), 59
Para que no me olvides (P. Ferreira, 2005), 91
Pasión de Juana de Arco, La (C. Th. Dreyer, 1928), 94
Pequeño gran hombre (A. Penn, 1970), 83
Proceso de Juana de Arco, El (R. Bresson, 1961), 94
Psicosis (A. Hitchcock, 1960), 68
Queridísimos verdugos (B. Martín Patino, 1973), 96
Rashomon (A. Kurosawa, 1950), 58
Robin Hood, príncipe de los ladrones (K. Reynolds, 1991), 53
Rosa púrpura de El Cairo, La (W. Allen, 1985), 116
Salida de los obreros de la fábrica Lumière (L. Lumière, 1895), 21
Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza (E. Jimeno, 1897), 21n4
Santa Juana (O. Preminger, 1957), 94
Santos inocentes, Los (M. Camus, 1984), 102
Sé quién eres (P. Ferreira, 2000), 91
Seducción del caos, La (B. Martín Patino, 1991), 67n12
Soga, La (A. Hitchcock, 1948), 56
Soldado azul (R. Nelson, 1970), 83
Sombrero de copa (M. Sandrich, 1935), 117
Sud Express (Ch. De la Peña y G. Velázquez, 2005), 89n1
Te doy mis ojos (I. Bollaín, 2003), 121
Tiempos modernos (C. Chaplin, 1935), 28n10
Tristana (L. Buñuel, 1970), 103
Último tango en París, El (B. Bertolucci, 1972), 63
Vacas (J. Médem), 53
Nota: Las páginas corresponden a la edición impresa.
128
129
Bibliografía seleccionada en español
Se relacionan todas las obras citadas en el texto, por la edición que hemos manejado, más otras a las que
se alude indirectamente, para no hacer la exposición más farragosa, así como una amplia antología de títulos,
clásicos y recientes, que hemos considerado importantes por su aportaciones a la concepción actual del hecho
cinematográfico y audiovisual, con independencia de que hayan podido quedar total o parcialmente superadas o
desmentidas por otras posteriores.
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133
134
Índice
Portadilla
Nota de la editorial
Colección
Créditos
Contenido
Dedicatoria
Sobre el autor
Introducción
CAPÍTULO PRIMERO. De la linterna mágica al teléfono móvil.
Realidad y representación cinematográfica
1.1.
1.2.
1.3.
1.4.
1.5.
1.6.
1.7.
Documental y ficción
Verdad, mentira y fascinación
La incorporación del sonido
El doblaje y sus consecuencias
El color y los grandes formatos
La televisión
Del cine y el vídeo domésticos a la Red
CAPÍTULO II. Los rudimentos de un lenguaje
2.1. Compartir códigos para poder comunicarse
2.2. El analfabetismo audiovisual
2.3. Desmontar la analogía
2.3.1. El espacio
2.3.2. El tiempo
2.3.3. El movimiento
2.3.4. El montaje
2.3.5. El sonido
CAPÍTULO III. Un método para el análisis crítico
3.1.
3.2.
3.3.
3.4.
Cronometraje
Separación de las bandas
Recuento de planos
Descripción del contenido visual
2
3
4
5
6
8
9
10
14
16
20
25
27
28
30
35
40
40
42
44
45
53
56
61
65
71
72
73
74
75
135
3.5. Elementos de montaje
3.6. Descripción del contenido sonoro
3.7. Recomposición argumental
3.8. Lectura de sentido
3.9. Análisis de motivaciones
3.10. Determinación del universo de valores
CAPÍTULO IV. Hacia una visión integral de la obra
4.1.
4.2.
4.3.
4.4.
4.5.
Visionado en continuidad
Reconocimiento de signos
Determinación de la estructura
Lectura argumental
Contextualización
4.5.1. Conceptual
4.5.2. Histórica
4.5.3. Política
4.6. Información complementaria
4.6.1. Sobre las condiciones de producción
4.6.2. Sobre los autores
4.6.3. Sobre la historia del medio
4.6.4. Sobre las fuentes
4.6.5. Sobre la recepción crítica
4.7. Lectura de sentido
4.8. Contrastación
CAPÍTULO V. Las dificultades de la alfabetización audiovisual
5.1.
5.2.
5.3.
5.4.
Individuales
Profesionales
Institucionales
El problema fundamental
85
85
86
87
90
90
90
91
95
96
96
97
98
99
103
104
106
108
108
109
110
112
CAPÍTULO VI. Consideraciones finales
6.1.
6.2.
6.3.
6.4.
6.5.
75
76
76
77
77
82
Sobre el cine
La televisión
La publicidad
Otras modalidades
Una situación de emergencia
118
118
120
122
124
125
Índice de películas citadas
127
136
Bibliografía seleccionada en español
Contracubierta
137
130
134
Descargar