“LA CONCIENCIA INEXPLICADA”; un libro del Profesor Juan Arana. La Filosofía de la Mente y el Diseño Inteligente. Por Felipe Aizpún La inexplicada naturalización de la conciencia. El Profesor Juna Arana, sin duda una de las mentes más lúcidas de nuestro panorama intelectual, es catedrático y ostenta el puesto de profesor de Filosofía de la Naturaleza en la Universidad de Sevilla. De entre su vasta y muy interesante producción quiero destacar su reciente libro “La conciencia inexplicada”. En él, Arana “se atreve” (y es muy de agradecer) con el asunto más intrincado de cuantos pueden plantearse en el debate filosófico, la naturalización de la conciencia, el “problema” por excelencia. El subtitulo del libro lo expresa con meridiana claridad: “Ensayo sobre los límites de la comprensión naturalista de la mente”. El problema de la naturalización de la conciencia representa sin duda el desafío más poderoso para cualquier filosofía materialista. Y no es que no haya otros fenómenos cuya naturalización, es decir, cuya explicación en términos estrictamente naturales (como eventos causados según las leyes que rigen el comportamiento de la materia y la energía) no resulte suficientemente comprometida, como es el caso de la emergencia de la vida en un mundo inanimado. Pero no cabe duda de que la justificación estrictamente natural de la emergencia de la conciencia, y más específicamente de la conciencia propia de la mente racional del ser humano, encuentra un acomodo poco menos que imposible en el ámbito de la ciencia contemporánea. Si bien los avances de las neurociencias en las últimas décadas han sido extraordinarios, la explicación de las relaciones entre mente y cuerpo sigue figurando como el mayor de los enigmas. Para ser exactos mente y conciencia no son términos equivalentes. De acuerdo con la filosofía tradicional la mente es el “poder” más destacado del alma, entendida esta en términos estrictamente filosóficos como el principio de unidad y actividad de cualquier viviente. En el caso de la mente racional, esta se manifiesta principalmente de tres formas. En primer lugar, como memoria o reconocimiento de sí mismo y de la unidad en el transcurrir histórico del individuo (quizás, el concepto más cercano al término conciencia como un “YO”, tal como tradicionalmente se ha venido concibiendo). En segundo lugar, como inteligencia operativa, es decir, como la capacidad para el pensamiento abstracto, la intencionalidad, y la facultad de establecer y organizar medios en relación a fines. Por último, la mente se manifiesta de forma destacada como libre albedrío, como la posibilidad real de definir objetivos y acometer libremente acciones encaminadas a dichos fines. En la literatura científica contemporánea, el problema de la conciencia se refiere más habitualmente al problema de la explicación de la experiencia sensible subjetiva de los fenómenos, lo que se suele referir como “qualia”, es decir, el carácter cualitativo de las sensaciones: por ejemplo, la experimentación subjetiva de un dolor, del gusto de un alimento o del color de un paisaje o un objeto cualquiera. El filósofo David Chalmers definió, y ha hecho fortuna, el problema de explicar científicamente la conciencia como el problema “duro” (“hard problem”), por contraposición al problema débil de establecer en el desarrollo de las ciencias cognitivas y neurociencias relaciones descriptibles en términos biológicos entre los estados mentales y la actividad neuronal en el cerebro. Lo que constituye un enigma es, por tanto, la existencia en sí misma de dichas experiencias conscientes subjetivas y la dificultad de reducir las mismas al mero producto o efecto de dicha actividad cerebral. Para Chalmers la experiencia consciente engloba tanto las experiencias sensibles como las emociones, los recuerdos y, en definitiva, una narrativa vital que encadena en primera persona todas estas sensaciones y estados mentales, todas estas experiencias subjetivas de la mente que es lo que en definitiva otorga significado y valor a nuestra existencia. Nuestra vida viene a ser concebida según él como una especie de proyección cinematográfica enriquecida con todo tipo de experiencias sensibles y en la que nos identificamos como el protagonista central de todo lo que en ella acontece. Esta concepción más específica y no menos problemática de la conciencia nos enfrenta por tanto a una discusión colateral pero no por ello irrelevante, como es el estatus en términos cognitivos y volitivos de las facultades mentales de los animales no racionales en la medida en que muchas de las experiencias sensibles y la capacidad para actuar de los mismos pueden ser parcialmente asimilables a las de los humanos. Sin entrar en detalles, voy a reivindicar de inmediato sin embargo que la conciencia racional supone un salto ontológico definitivo en relación a la del resto de seres animados; no una mera diferencia de grado sino de clase. Bastaría con invocar fenómenos y manifestaciones de la mente racional que avalan la excepcionalidad del ser humano como es la conciencia íntima del Yo, la capacidad para establecer metas y objetivos de realización personal, el ansia de plenitud hacia la más completa realización de nuestras capacidades y aspiraciones, el deseo de conocimiento, la capacidad para deliberar y definir medios orientados a fines, la capacidad para elegir libremente líneas de actuación, la capacidad para el pensamiento abstracto y por derivación para el lenguaje etc. Arana comienza su exposición asumiendo una definición de conciencia muy en la línea de la literatura filosófica contemporánea : “dimensión autotransparente de la vida psíquica en virtud de la cual el sujeto pensante se convierte en espectador activo de sí mismo”. Un concepto que nos presenta al sujeto actuante como protagonista y responsable de sus actos. A partir de ahí, desarrolla el autor su argumentación sobre la incapacidad de las ciencias más avanzadas en la actualidad para explicar el hecho de la conciencia en sí misma y su limitación a desarrollar contribuciones en el ámbito del “problema débil” en la expresión popularizada por Chalmers, es decir, las relaciones entre los actos mentales y su correspondencia en la actividad neuronal. La conciencia se nos presenta así como un fenómeno inaccesible para la ciencia en una exposición solvente y rigurosa que demuestra el profundo conocimiento del autor de los trabajos y conclusiones de los más reputados especialistas en este campo en los últimos años y de entre los que destacan autores como Tononi, Dennett o Damasio, que abordan el problema tanto desde la óptica estrictamente científica como desde la perspectiva de la filosofía de la mente. Dos son los campos de investigación que intentan reducir el fenómeno de la conciencia en particular y de los actos mentales en general al estatus de meros actos físicos; por un lado el desarrollo de la Inteligencia Artificial, y por el otro el avance de las neurociencias. Pero la Inteligencia Artificial, en cuanto desarrollo del potencial de computación de los sistemas físicos ideados por el hombre, queda muy lejos de poder explicar la naturaleza subjetiva de las sensaciones y percepciones de la conciencia. Además, cualquier propuesta materialista de la mente se ve obligada a mantener que el “pensar” ha de quedar reducido a una mera sucesión de pasos algorítmicos, a un proceso que pueda ser reproducido siguiendo un número finito de instrucciones precisas. En este campo las contribuciones del eminente físico Roger Penrose han sido determinantes para entender que dichas experiencias subjetivas no pueden ser reducidas a meras expresiones algorítmicas de eventos físicos. En particular, Penrose ha resaltado el obstáculo mayúsculo que representa el teorema de Gödel sobre la incompletitud de cualquier sistema formal (y la inexistencia de una “teoría del todo” matemática) para las teorías algorítmicas de la mente. En definitiva, la inabarcable complejidad de la actividad cerebral tal como se nos manifiesta a la investigación hace que el proyecto de una ciencia determinista de la actividad cerebral resulte irrealizable. La concepción maquinística de un organismo vivo y en especial del órgano cerebral ha sido un recurso habitual en el discurso materialista, y se ha pretendido que el cerebro en última instancia segrega “pensamientos” (en el concepto cartesiano de la expresión que abarca una amplia gama de actos mentales) como el hígado segrega bilis. Autores como Dennett o, entre nosotros, López Corredoira han invocado el carácter maquinístico de nuestras estructuras biológicas a nivel molecular y el funcionamiento por procesos mecánicos de nuestro organismo. Pero concluir de ello que todos nuestros actos o experiencias y facultades deben de emerger de tal actividad mecánica es una falacia lógica (non sequitur). Nada más alejado de la realidad. Las acciones físicas de nuestro organismo resultan incapaces de explicar fenómenos no físicos como son los actos mentales en general y la manifestación subjetiva de nuestras experiencias conscientes en particular. Hay un error conceptual de por medio que transgrede el principio elemental de adecuación causal entre un evento físico y una experiencia subjetiva. Por ello los avances de las neurociencias nos ayudan a entender la correlación entre los fenómenos cerebrales y las experiencias subjetivas pero no consiguen resolver el problema nuclear de cómo un fenómeno meramente físico pudiera ser causa de una experiencia. Al fin y al cabo, nos dice Arana, la manifestación física de la actividad neuronal no es otra cosa que la expresión de la fuerza electromagnética que en definitiva se limita a empujar a las partículas cargadas (protones y electrones) para que se acerquen o se alejen las unas de las otras de acuerdo con el signo positivo o negativo de sus cargas. La conciencia no es, en definitiva, una mera acumulación de empujones electromagnéticos; mantener otra cosa no sería más que un burdo error categorial. Hay rasgos en la actividad consciente, señala Arana, como la unidad y la continuidad que dificultan cualquier aproximación neuronal reduccionista y tampoco, por otra parte, los avances de la física cuántica nos colocan en mejor posición para justificar en términos naturalistas lo que la físico-química clásica es incapaz de explicar suficientemente. Por supuesto que el pensamiento, afirma Arana, no es una actividad pura y desencarnada. La correlación entre cualquier actividad mental y procesos neuronales es un dato científico que ha podido ser establecido e investigado de forma exhaustiva en los últimos años, pero la naturaleza específica de los actos mentales y la experiencia subjetiva en particular constituyen un salto ontológico que precisa explicaciones causales que trascienden el orden estrictamente material del mundo físico. En definitiva, coincide Arana con Chalmers al afirmar que la conciencia es algo “no-físico” y por tanto no puede ser explicado a partir de los mecanismos cerebrales. La inexplicabilidad explicada. Pero el propósito de Arana al escribir este libro no se limita a dar cuenta del estado actual de los fallidos intentos por naturalizar la conciencia en el marco del paradigma materialista imperante. Nos ofrece por el contrario una propuesta positiva; su tesis de que la naturalización de la conciencia es, en esencia, un empeño inútil y que no solamente no se ha conseguido a la fecha el objetivo perseguido en este campo sino que todos los esfuerzos que se hagan al respecto están condenados al fracaso. Esta propuesta exige lógicamente definir con precisión tanto el concepto de conciencia al que aplica, como la idea de naturalización a la que se refiere. Arana es exquisitamente concreto por lo que se refiere al segundo punto al explicar que su concepto de “naturalización” alude “a la explicación cabal y completa de un determinado objeto (en este caso la mente) por medio de leyes físico-químicas sustentadas en observaciones y experimentos contrastables” (pág 111). Pero resulta menos preciso en relación al concepto del objeto cuya “naturalización” queda en entredicho, si no tanto en la propia definición referida, sí en la exposición de su argumento a lo largo del texto, como cuando a veces pretende que su argumentación se basa en “una versión minimalista de conciencia” (pág 145). Recordemos que el concepto más amplio de mente al que vemos que recurre Arana en este punto (como también lo hacía en el subtítulo del libro) abarca no solo la conciencia stricto sensu (la perspectiva autorreferencial del Yo como sujeto de una dinámica vital) sino también la facultad de la inteligencia creativa y el libre albedrío. Sin embargo, a la hora de desarrollar el discurso que justifica su propuesta Arana se apoya definitivamente y tras algunas ambigüedades al respecto, en un planteamiento más restrictivo que se nos ofrece con rotundidad y que se traduce en dos premisas. Una, que la conciencia “se tiene o no se tiene” es decir, que se trata de un concepto suficientemente definido y sobre el que no caben posiciones intermedias o gradualismos. Otra, que solo los seres racionales podemos presumir de tener “eso” que podemos denominar conciencia en sentido estricto, presentándose así una perfecta discontinuidad en relación al resto de vivientes. Dejaré para un poco más adelante los problemas que suscita y las cuestiones que pone en evidencia este planteamiento; comentaré entre tanto los argumentos que presenta Arana en su reivindicación de la imposible naturalización de la “conciencia-mente”. El argumento de Arana se apoya en la esencia misma de la conciencia-mente como sujeto de cualquier ejercicio pensante de naturalización. Naturalizar, es decir, ofrecer una explicación en términos naturalistas de “algo” implica que ese “algo” pueda ser pensado como objeto de nuestra reflexión. Pero la mente pensante es sujeto y no objeto de sí misma, no corresponde a la mente , nos dice Arana, aparecer ante nuestros ojos sino tras ellos. Yo puedo objetivar y por tanto pensar mi cerebro, pero es mi mente quien lo objetiva. Del mismo modo la ciencia como actividad del sujeto pensante es un producto de la mente creativa del ente racional; la mente se nos muestra como condición de posibilidad de la actividad científica, no como objeto de sus indagaciones. La ciencia se ocupa de objetividades no de subjetividades. En reflexión de Schrödinger que recoge Arana, la mente ha hecho posible la actividad científica precisamente porque se ha excluido de su propia creación conceptual del mundo exterior objetivo al que se enfrenta el filósofo de la Naturaleza. Más allá de los rasgos de unidad y continuidad antes señalados, Arana incide en la propia realidad del sujeto consciente como el espectador ante quien aparecen una serie de contenidos. La intencionalidad, es decir, la referencia hacia algo distinto del YO es lo que caracteriza la actividad consciente del sujeto; el YO no es una representación sino la sede de todas las representaciones. En definitiva, acercarnos a una explicación científica de la realidad no es otra cosa que someter esta realidad observable al marco conceptual de normas y leyes que hemos abstraído a partir de nuestras observaciones. Toda explicación, nos dice Arana, es necesariamente nomológica: “llamamos naturalista a este tipo de explicación porque se supone que los principios y leyes que permiten pronosticar a priori y entender a posteriori las cosas constituyen de alguna manera su naturaleza”. La conciencia sin embargo escapa a cualquier intento de reduccionismo nomológico. La conciencia, mantiene el autor, entendida como un “darse cuenta” de las cosas, es pura subjetividad y su aparición en la historia de la vida no puede decirse que obedezca a principio o ley alguna. No es una realidad predecible, no es un efecto necesario dadas determinadas condiciones, no está pre-determinada por el orden natural que conocemos del mundo físico, lo que la convierte en una cuestión, concluye Arana, “a la que no es posible responder desde cualquier teoría científica habida o por haber”. Los “New Mysterians” Bien podemos asumir por lo tanto que el profesor Arana mantiene profundas coincidencias con los científicos y pensadores que el filósofo Owen Flanagan bautizara como los nuevos “mysterians”, refiriéndose a todos aquellos que consideraban que el problema de la conciencia quedaría siempre fuera de la capacidad de explicación para la mente racional. Se cuentan normalmente en este grupo de “mysterians” autores contemporáneos como Fodor, Nagel, Mc Ginn o Chomsky entre otros. Esta posición filosófica, definida como un fisicalismo no reductivo engloba a intelectuales que desde sensibilidades diferentes han llegado a la conclusión de que el “problema duro” de la conciencia, es decir, la explicación del carácter subjetivo de nuestras percepciones, resulta de imposible reconducción a una mera expresión de eventos físicos, si bien es evidente que a dicha conclusión se puede llegar desde posiciones metafísicas e intuiciones ontológicas bien diferentes. Es importante señalar que estamos hablando aquí de conclusiones y no de concepciones apriorísticas. Autores materialistas como Dennett sostienen por el contrario que nuestra incapacidad actual para entender el problema de la mente no responde a una dificultad insalvable sino que será superada en el tiempo con los avances de la ciencia. Esta posición supone una creencia gratuita, una fe ciega en el progreso indefinido de nuestra capacidad de indagación racional. Por el contrario los “mysterians” sostienen que la incapacidad de la mente racional para entender el origen y el estatus ontológico de la conciencia es consustancial a su propia naturaleza y que esta convicción está fuertemente sostenida por el conocimiento científico de la realidad. Un prestigioso representante del movimiento “misteriano”, el físico especialista en teoría de cuerdas Edward Witten lo expresaba así en una reciente entrevista: “Creo que la conciencia seguirá siendo un misterio. Tiendo a pensar que el funcionamiento del cerebro consciente será entendido en gran medida. Biólogos y quizás físicos entenderán mucho mejor cómo funciona el cerebro. Pero por qué algo que llamamos conciencia se asocia a ese funcionamiento, creo que permanecerá como un misterio. Me parece más fácil imaginar que entendemos el Big Bang que imaginar que entendemos la conciencia…” Hay que anotar que este tipo de aproximaciones al problema de la conciencia y de las facultades mentales en general desde convicciones habitualmente naturalistas tiende a generar distintas posiciones filosóficas que contribuyen poco a clarificar el panorama. Autores como Dennett por ejemplo desembocan en un eliminativismo radical, es decir, terminan por negar la existencia real de la conciencia como verdadera experiencia subjetiva, convirtiéndola en un mero espejismo y despojando al ser humano en definitiva de todo lo que le hace más valioso, su identidad personal, el libre albedrío y el valor moral de su existencia. Arana señala igualmente, como otra forma de desentenderse del problema del yo, el conexionismo defendido por autores como Campbell, en donde el yo quedaría reducido a una mera red de conocimientos, un simple sistema de estructuras mentales. Otros autores se refugian en el pampsiquismo, como si al atribuir alguna forma de conciencia a todo elemento material se pudieran librar de la necesidad de explicar la conciencia como un fenómeno emergente. Arana señala atinadamente que el pampsiquismo se desvanece como opción significativa en el momento en que la agregación de entidades materiales da lugar a nuevas entidades u organismos cuyas facultades supuestamente conscientes tienen que haber emergido como algo esencialmente diferente a la acumulación de las propiedades de las partes que lo constituyen. Quizás en definitiva no nos queda otra opción que aceptar la realidad de un dualismo mitigado, inexplicado en definitiva, pero evidente como manifestación de dos dimensiones irreducibles en el ser de los vivientes con facultades mentales innegablemente presentes aunque en grados o categorías dispares; una forma de dualismo en la línea preconizada por Popper y Eccles como dualismo interaccionista en la que el yo y el cerebro intervienen de manera conjunta. Algo como lo que Chalmers ha denominado “property dualism” y que en definitiva se concreta en un dualismo no sustancializado, lejos del dualismo radical de autores como Descartes, a quien sin embargo Arana defiende con convicción de las críticas mal documentadas tan al uso (véase autores como Damasio) que parecen ignorar el profundo conocimiento del filósofo francés de la íntima relación entre los actos mentales y los eventos biológicos. Descartes concebía el “pensar” como actividad cognitiva y volitiva de forma amplia, incluyendo el imaginar, el entender, pero también el sentir, el querer, es decir abarcaba el concepto amplio de mente como inseparable del mas restringido de conciencia. Sus obras nos han dejado una perfecta muestra de su conocimiento profundo de la interrelación entre los actos mentales y la actividad biológica. Sin embargo, nos dice Arana, era también perfectamente consciente de la necesidad de explicar, al margen de dicha interrelación, ese mundo interior en que el sujeto se convierte en testigo de todo y de sí mismo. Concebimos al ser humano en definitiva como una sustancia única que se constituye de dos dimensiones complementarias y armónicamente entrelazadas. Chalmers gusta de decir que la conciencia, no pudiendo ser explicada por referencia a la realidad y los eventos físicos del organismo, debe de ser aceptada como un principio fundamental de la realidad, es decir, como un elemento más, que junto con la materia y la energía, pero independientemente de ellas, constituye un fundamento básico de la realidad. Por supuesto un planteamiento de esta naturaleza queda lejos de explicar la emergencia de la conciencia en la historia de la vida en nuestro planeta, habida cuenta de que Chalmers rechaza los planteamiento pampsiquistas antes comentados. El problema del excepcionalismo humano. Cuando nos adentramos en reflexiones serias sobre el problema de la mente o la conciencia suele ocurrir que terminamos por sugerir o destapar muchos más enigmas de los que somos capaces de resolver. El problema del excepcionalismo de la raza humana es uno de ellos y el tratamiento que de él hace Arana así lo evidencia. Algunos autores como el californiano Edward Feser, exponente destacado del movimiento tomista contemporáneo y autor de una muy recomendable “Filosofía de la Mente”, asimilan el excepcionalismo humano al carácter irreducible y no naturalizable de las facultades mentales del sujeto racional y más en concreto al carácter inmaterial de la capacidad para el pensamiento abstracto. Considera Feser en definitiva que las facultades mentales de los animales inferiores no constituyen un problema en el sentido que podemos conceder su “materialidad” y por lo tanto podemos ceder a los autores materialistas cuanto terreno demanden en este aspecto al reivindicar que las mismas son perfectamente explicables como fenómenos originados por causas estrictamente biológicas. Sin embargo, reivindica Feser con energía que la capacidad para el pensamiento abstracto (principalmente) no es una facultad reducible a causas materiales y constituye una manifestación del excepcionalismo humano que representa un salto ontológico inalcanzable para los vivientes no racionales; una diferencia, en definitiva, de clase y no de grado. Otros autores ponen el énfasis en diferentes aspectos de las facultades mentales de la raza humana para ilustrar su carácter excepcional en relación al resto de vivientes. Bentano consideraba la “intencionalidad” como el exponente más significativo del pensamiento racional, Feser opina que es el pensamiento abstracto la nota más destacada, y Arana pone el énfasis en la conciencia autorreferencial. Otros autores como Tom Wolfe en su reciente libro “The Kingdom of Speech” proclaman que el lenguaje es la referencia fundamental del excepcionalismo del ser humano. Personalmente, si tuviera que señalar una característica de nuestra naturaleza como el dato diferenciador frente a otras especies, sin ninguna duda me quedaría con el libre albedrío, la capacidad para establecer libremente fines y objetivos y para acometer estrategias y definir conductas orientadas a la consecución de los fines elegidos. De ahí nacen el sentido de la responsabilidad, la conciencia de legitimidad en el actuar y el valor moral de nuestros actos. Pero el punto que quiero señalar es que la identificación del excepcionalismo con la imposibilidad de naturalizar determinadas facultades es altamente problemático. La idea de que las facultades mentales de los animales no racionales pueden ser explicadas sencillamente como actos estrictamente materiales no es una afirmación científicamente probada. Arana la concede en su trabajo sin profundizar en sus consecuencias, cuando dice lo siguiente (pág. 182): “Todos los demás, de la ameba al chimpancé (salvo si poseen conciencias bien escondidas que no hemos percibido todavía), podrían ser considerados como simples montones de átomos ligados por fuerzas interatómicas e intermoleculares.” Es problemático, insisto, afirmar que toda manifestación cognitiva o sintiente de los animales no racionales puede ser reducida a meros eventos físico-químicos. Los estudios científicos recientes abundan en poner de manifiesto las habilidades y capacidades de los vivientes y si bien es cierto que tales estudios pretenden en muchos casos exaltar la tesis de la continuidad no saltacional de los mismos con el ser humano (algo que me parece un perfecto despropósito) no es menos cierto que ponen de relieve muchas aptitudes y manifestaciones que resulta dudoso proclamar como eventos estrictamente materiales. Los animales no racionales carecen de nuestra capacidad para el pensamiento abstracto pero no es evidente que carezcan de la capacidad para generar el concepto básico de un objeto físico. Por supuesto no tienen la capacidad del lenguaje asociada a nuestra capacidad para el pensamiento abstracto pero sí son capaces de asociar determinados sonidos o palabras a objetos u órdenes concretas. Algunos autores han señalado que la capacidad de nuestras mascotas para empatizar y sentir innegable inclinación afectiva hacia sus amos puede ser reconocida como un acto mental inmaterial. Otro aspecto de la cuestión es la limitación del concepto de “racionalidad” cuando nos referimos a la inteligencia práctica, y en concreto a la capacidad para instrumentar el uso de medios hacia la consecución de ciertos fines. Algunos animales (en especial ciertas aves, cacatúas y cuervos) han mostrado una asombrosa capacidad para desarrollar estrategias para la eliminación de dificultades y obstáculos que les permitieran acceder al objeto deseado. No está claro que esta forma de racionalidad (medios a fines) al nivel que puede ser observada en ciertos animales pueda ser proclamada como estrictamente “material”. Otros autores han señalado que si bien la auto-conciencia es privilegio de la raza humana, y que los animales no humanos no parecen ser conscientes de sus propios estados mentales, alguna primitiva forma de conciencia de sí mismos parece formar parte de sus atributos. También la memoria autobiográfica se ha defendido siempre como patrimonio exclusivo de nuestra especie, si bien en este campo no dejan de existir estudios y testimonios que avanzan la posibilidad de alguna forma reducida de memoria de este tipo entre ciertos primates o que señalan la existencia de evidencias de memoria episódica en distintas especies. En definitiva, no es evidente que el conocimiento científico actual respalde la posición tradicional de entender las facultades racionales como un “todo o nada” y establecer al respecto una barrera insalvable entre lo que es predicable del ser humano a diferencia de otros vivientes, atribuyendo sistemáticamente un carácter inmaterial a la racionalidad humana y un carácter material a todas las facultades del resto de animales. Si por lo tanto no existe evidencia científica suficiente pata pretender que todas las facultades mentales de los animales no humanos sean “naturalizables” en el sentido en que Arana emplea este término, conceder su emergencia a la evolución de procesos estrictamente naturales resulta gratuito. De hecho, el otorgar tal ventaja a los autores materialistas favorece sus estrategias al apuntar sus propuestas “continuistas” entre las facultades mentales de “todos” los seres animados. Creo que de alguna manera Arana reconoce este hecho cuando en un momento de su texto afirma (pág 34) que la determinación última de los procesos de convergencia neuronal “sea instintiva, sea consciente, permanece por completo fuera del alcance de la ciencia actual”. La conciencia, el lenguaje, la capacidad para el pensamiento abstracto y otros signos del excepcionalismo humano, no son en mi opinión los únicos rasgos no naturalizables de los vivientes. Empezando por supuesto por la imposible naturalización de la vida a partir de la naturaleza inanimada. Pero más allá de ello, es importante reconocer que todas las facultades que podamos señalar no son en definitiva otra cosa que medios o instrumentos al servicio de la teleología inherente a todo ser animado. La capacidad para el libre albedrío distingue sin duda de manera única a los humanos de los no humanos, es decir, la capacidad para asumir libremente las inclinaciones u orientaciones propias de nuestra naturaleza que en definitiva se resumen, (como bien apunta Arana en algunos pasajes) a la búsqueda de la plenitud, de la plena completitud de nuestras aspiraciones y potencias. Pero esta orientación instintiva y determinista hacia la supervivencia y la reproducción, en definitiva, ese existir un “bien propio” de cada ser vivo como dato distintivo de los vivientes no es en absoluto una característica reducible a meros impulsos electromagnéticos, por utilizar el lenguaje de Arana. El abanico extraordinariamente rico de estrategias y habilidades que presentan las distintas especies en esta búsqueda no tiene una explicación evolutiva, no solamente porque no existe una justificación de causación material de la impronta instintiva de cada especie sino porque el carácter no gradual de dichas capacidades (se tiene o no se tiene) hace poco creíble que, como Darwin propusiera desde el confeso desconocimiento de tales explicaciones causales, se hubieran consolidado por acumulación gradual de variaciones fortuitas. A este respecto, el libro de Tasi y Hornyánszky “Nature´s IQ” es una lectura imprescindible. Por el contrario la finalidad, referencia última siempre de todas nuestras indagaciones, es un dato sobresaliente que exige una justificación de causalidad no naturalista. En esto consiste en definitiva el argumento de la quinta vía tomista, en la exigencia de una causa inteligente en último extremo para la persecución inconsciente de finalidades y la búsqueda determinista del propio bien. La conciencia y el evolucionismo Arana concede por lo tanto sin resistencia el carácter material de las facultades mentales de los no humanos, como también hace Feser, en una estrategia que parece dirigida a no plantear más conflictos de los estrictamente imprescindibles al paradigma darwinista dominante. Asume así como probable el modelo de evolución naturalista que propone la generación y emergencia de novedades y estructuras biológicas funcionales a partir de mutaciones fortuitas filtradas por la selección natural, manteniendo con firmeza sus reservas por lo que a la emergencia de la conciencia se refiere. Pero conviene señalar que en el texto de Arana encontramos afirmaciones como esta (pag 34): “Durante millones de años hubo tejido nervioso sin que hubiera conciencia, que casi todo el mundo reserva al hombre o en todo caso a animales muy evolucionados” lo que deja en evidencia dos cosas. La primera es que la convicción profunda de Arana sobre la conciencia como fundamento del excepcionalismo humano no es tanto un dato científico sustentado en la evidencia incontestable (como vengo defendiendo) como una expresión de una intuición casi invenciblemente consolidada. La segunda es que la existencia o la sospecha de cualquier forma de manifestaciones conscientes o inteligentes en los seres animados nos remite de inmediato al problema de la evolución de las especies. En este territorio Arana parece algo perdido. Por su acrítica afirmación del paradigma darwinista parece desconocer que la avanzadilla de la élite intelectual que se ocupa de esta cuestión y que encabezan movimientos como “The Extended Synthesis” o “The Third Way of Evolution” ha dejado suficientemente claro que el modelo darwinista resulta perfectamente inadecuado para explicar un eventual proceso evolutivo, lo que nos deja, no en manos de un nuevo modelo más completo y coherente, sino en realidad sumidos en un incómodo desconcierto al reivindicar evidencias de mecanismos y procesos biológicos que, si tuvieran que asumirse como elementos esenciales de un proceso de cambio naturalista harían imposible calificar dicho proceso de fortuito o no teleológico. Basta mencionar los nuevos descubrimientos en epigenética, evolución del desarrollo, transferencia genética horizontal, mecanismos moleculares reguladores y reparadores, ingeniería genética natural, mutaciones dirigidas o adaptativas, plasticidad fenotípica etc. En algún punto concreto hace Arana afirmaciones que parecen aconsejar una profundización en cuestiones que la ciencia ha ido definiendo de manera más precisa en los últimos tiempos. Especialmente sorprendente resulta su explicación (pág 103) de cómo las proteínas pueden por mutación fortuita generar fácilmente nuevas funciones, “nuevas rutas metabólicas o estructuras completamente desconocidas” basándose en que la proporción de secuencias genéticas funcionales es “suficientemente alta” en el espacio de secuencias posibles de proteínas. La realidad es exactamente la contraria. Los matemáticos han sido siempre una fuente de crítica para el paradigma darwinista al poner en evidencia la falta de rigor de sus propuestas, ya desde el congreso del Wistar Institute Press de 1966. Estas reticencias se han visto confirmadas ampliamente en los últimos años merced a los trabajos de especialistas en microbiología como el Dr Douglas Axe del Biologic Institute quien durante más de 20 años ha trabajado precisamente en experimentos dirigidos a explorar la probabilidad de que mutaciones fortuitas en proteínas encuentren soluciones funcionales novedosas en un espacio que se ha verificado inabarcablemente grande. Su libro recientemente publicado “Undeniable: How Biology Confirms our Intuition That Life is Designed” (más allá de su gran cantidad de trabajos estrictamente científicos publicados) presenta sus conclusiones al alcance de un público generalista. Pero al margen de todo ello, Arana no puede menos que ser contundente al expresar su rechazo a la posibilidad de que la emergencia de la conciencia pueda ser entendida como un evento natural en un proceso de evolución darwinista. La conciencia, nos dice, es un fenómeno emergente en el Universo, es algo que aparece y que antes no estaba, algo que “rompe por completo con el orden natural”. Pero la conciencia, continúa el autor, no puede surgir a partir de la noconciencia, no puede estar originada por algo que carece de la capacidad de volver “sobre sí mismo”. Tiene que haber una adecuación de la causa con relación al efecto observable, el principio de razón suficiente no admite excepciones y así lo exige. Es a partir de esta posición firmemente establecida cuando Arana se introduce en un oscuro laberinto de especulaciones en el marco del paradigma darwinista. Afirma Arana que la conciencia aparece o emerge como un don añadido a una especie de homínidos antecesora, como un elemento novedoso que se introduce en el seno de una especie biológica no-consciente, igual que un virus se introduce en un programa informático, para ir poco a poco adueñándose del control de la especie y para ir poco a poco progresando y evolucionando en el seno de su nueva “adquisición”. Antes, nos dice Arana (pág 63), todas las ventajas adquiridas por la especie receptora de tan precioso don podían explicarse sencillamente como el efecto acumulado de mutaciones en el código genético, mutaciones que producían proteínas novedosas cuya aportación quedaba sometido al filtro de la selección natural. Solo la conciencia escaparía a la posibilidad de ser explicada como el efecto de una mutación en las secuencias de nuestro ADN. Este tipo de afirmaciones queda ya en estos momentos totalmente alejada del conocimiento científico más avanzado como antes he señalado aunque no es momento este para profundizar en la cuestión. Lo realmente preocupante es el carácter totalmente mecanicista y reduccionista de la propuesta. Sorprende el tenor de la misma en un autor tan confesadamente volcado en la crítica al modelo materialista imperante. Es más, la propuesta desafía de pleno el modelo de la metafísica tradicional por lo que al concepto de la forma sustancial se refiere (entendido como principio de unidad y actividad) y de forma especial al criterio de la unidad de dicha forma sustancial, y si me apuran, en términos estrictamente teológicos al concepto de creación de la especie humana contenido en los textos bíblicos. La conciencia se nos presenta como un elemento invasor que se impone a los principios rectores de la biología y psicología de una especie existente en un proceso puramente evolucionista, acomodándose en un organismo ya existente “como un lujo, como un apéndice gratuito”. Nada más lejos de mi intención que entrar a profundizar en estas cuestiones; me limito a señalarlas al hilo de la reflexión del propio Arana quien reconoce en su texto las implicaciones metafísicas y teológicas de su propuesta, las cuáles, por una decisión metodológica propone abordar en mejor ocasión; algo que esperamos con el mayor interés poder ver en el futuro. Desmarcarse de la metafísica tradicional es perfectamente legítimo, pero sería de agradecer una propuesta alternativa consistente. Como decía anteriormente, adentrarse en los asuntos de la mente trae consigo normalmente más enigmas que soluciones. El problema de la conciencia es especialmente relevante en este aspecto. Hay que comprender que una vez asumida la imposible naturalización de la conciencia nos enfrentamos, no solo al problema de la emergencia de la conciencia en una hipotética historia evolutiva de las especies tal como hace Arana en este interesante trabajo, sino que nos vemos obligados a conceder que el enigma de la conciencia se repite y se extiende a cada uno de los individuos conscientes que habitan o han habitado este planeta. Si la conciencia no puede ser justificada a partir de la biología, entonces el misterio de la actividad consciente de cada individuo se impone como un rompecabezas que nos desafía permanentemente haciéndosenos presente como enigma en todo momento y en cada individuo. Ello nos obliga a abordar el problema fundamental que toda reflexión sobre la conciencia tiene que plantearse y que, en el caso de Arana, resulta en cierta forma fallido: el problema del origen o de la causa de las facultades mentales y atributos propios de los seres racionales. He dicho que resulta fallido en el caso del libro de Arana por la sencilla razón de que el autor, tras haber rechazado tanto la posibilidad de explicar la emergencia histórica de la conciencia como un evento evolutivo y haber descartado la posibilidad de explicar el fenómeno cotidiano de la conciencia como un acto físico reducible por tanto a eventos explicables según las leyes que gobiernan la materia y la energía no nos ofrece alternativa alguna que permita entrever un origen casual del fenómeno. Y es aquí lógicamente donde las teorías del Diseño Inteligente tienen algo que decir. El Diseño Inteligente y el origen de la mente Recordemos la definición canónica de la teoría de Diseño Inteligente: “La teoría del Diseño Inteligente sostiene que ciertos rasgos del Universo y de los seres vivos se explican mejor como el efecto de una causa inteligente que como el resultado de procesos no finalistas, como la selección natural” Las propuestas de Diseño Inteligente se sustentan principalmente (aunque no sólo) sobre el orden funcional de los vivientes, la complejidad de sus estructuras biológicas, la ordenación de partes en relación a un todo y el orden finalista de su conducta orientada a la supervivencia y la reproducción. Sin embargo, el desarrollo de la disciplina de la filosofía de la mente al hilo del progreso de las neurociencias ha puesto en evidencia que la conciencia (y la mente en general), como fenómeno no naturalizable, constituye de manera paradigmática un ejemplo superior de un rasgo que tendería a explicarse mejor, en última instancia, como el resultado de alguna forma de intervención causal de una fuente inteligente en el origen. El Diseño Inteligente no pretende explicar los fenómenos por sus causas eficientes, por lo tanto, ni pretende conocer el mecanismo por el que la conciencia emergió en primer lugar en un pasado remoto ni tampoco representar una explicación para las enigmáticas conexiones ordinarias entre el Yo y el cerebro. Al contrario, simplemente nos recuerda que las explicaciones mecanicistas, es decir, por las causas materiales y eficientes, resultan insuficientes para dar cuenta de determinados fenómenos observables, y que alguna forma desconocida de intervención causal de un agente inteligente resultaría necesaria para dar cuenta del orden observable y de la finalidad inmanente en determinados objetos naturales, en especial en los seres vivos. La intuición de una causa inteligente, una vez que la conciencia se nos hace evidente como fenómeno inexplicable (no naturalizable), parecería el colofón lógico del ensayo de Arana. Sobre todo si nos hacemos eco de la cita (pag. 51) que el mismo Arana aporta de un escrito del filósofo francés Pierre Luis Moreau de Maupertuis: “Una atracción uniforme y ciega, difundida en todas las partes de la materia no podría servir para explicar cómo se ordenan estas partes para formar el cuerpo cuya organización es la más simple. … Si se quiere decir sobre esto cualquier cosa concebible, aunque no se conciba mas sobre alguna analogía, es preciso recurrir a algún principio de inteligencia…” Pero Arana ya dejó claro en otras ocasiones que no es partidario de secundar el discurso del Diseño Inteligente y que se siente más cómodo en las filas del teísmo evolucionista. Sin embargo, paradójicamente los argumentos esgrimidos por Arana en su exposición tienen corolarios inevitables. Así por ejemplo recordemos que el autor nos ha explicado la imposible reducción de la conciencia a causas estrictamente materiales y cómo aplica necesariamente en este caso también el principio fundamental de razón suficiente según el cual lo que percibimos en el efecto debe de estar presente en la causa que lo ha originado. La no conciencia por tanto, nos decía Arana refiriéndose al mundo físico y a los vivientes pre-humanos, no puede explicar la emergencia de la conciencia. La conclusión parece evidente. La conciencia ha tenido que surgir necesariamente por causa de algún ente consciente, con capacidad para infundir su dominio sobre el mundo físico animado, actuando con voluntad y con intención, en definitiva, una inteligencia creadora. La intuición es tan inevitable que al propio Arana se le escapan cosas como esta (pág 165) al reflexionar sobre el origen del fenómeno en algún momento de la Historia: “Pero surgió (la conciencia) o fue puesta en el centro de gravedad de su hospedador…” Ese “o fue puesta” es tan revelador que me dispensa de cualquier comentario adicional, simplemente me limitaré a secundar al autor; en efecto, “alguien” tuvo que haberla puesto… Arana se resiste a explicitar las consecuencias de su discurso. Sin embargo, no le importa dar cauce a sus convicciones teístas por otros derroteros lo que resulta en cierto modo sorprendente lo que nos conduce a un terreno de ambigüedades e imprecisiones. Recordemos cómo anteriormente Arana había rechazado la posibilidad de dar una explicación naturalista de la conciencia alegando que cualquier explicación naturalista tenía que vincularse al carácter nomológico del mundo físico. Explicar algo científicamente, nos decía Arana era someter ese algo al marco de ciertas leyes que prescriben regularidades y permiten predecir efectos y acontecimientos de algún modo o explicarlos a posteriori. La conciencia en cambio, es un fenómeno no sujeto a norma ni ley, no predecible ni determinable por el devenir reglado de la materia y la energía. Pues bien , no es en la conciencia sorprendentemente, sino por el contrario en el carácter nomológico del mundo físico donde Arana pretende encontrar la huella de un ser inteligente trascendente al orden natural. Por no hacerlo largo: si existen leyes, tiene que haber un legislador. Pero la conclusión no es tan evidente. Lo primero que tenemos que entender es que, desde una óptica esencialista, los objetos naturales no pueden ser concebidos como entes inertes sometidos al impulso de leyes naturales entendidas estas como entidades reales con poder de causación. Si tales cosas existieran sería legítimo preguntarse por su origen y fundamento. El esencialismo por el contrario concibe los eventos físicos y la interacción entre los cuerpos naturales como la expresión de los poderes y capacidades que corresponden a sus respectivas esencias. La regularidades observadas no son sino la confirmación del carácter inmutable de dichas esencias. Y es que en realidad, al describir Arana la naturalización o la descripción científica de un evento o de un fenómeno como algo nomológico no está tanto describiendo la realidad como la forma en que los seres racionales nos acercamos a dicha realidad. Las leyes no son sino la abstracción mental que hacemos en cuanto observadores de los hechos observados, Lo nomológico no están tanto en el mundo físico como en nuestra percepción e interpretación del mismo. La conclusión de la existencia de un legislador trascendente al mundo natural pierde fuerza desde este punto de vista. Arana reconoce la existencia de un “orden evidente en el Universo” (pág 159) pero no nos aclara en qué forma o en qué objetos naturales se manifiesta dicho orden y qué conclusiones de tipo trascendente podemos derivar de ello. No resulta sorprendente sin embargo que la intuición que despierta en Arana este orden no concretado se dirija a la figura, de nuevo, de un ser inteligente. Así parece reconocerlo cuando al referirse a su sospechado “legislador” afirma la semejanza fundamental entre dicho ente intuido y lo que los seres racionales tenemos por conciencia (pág 199). Pero como si una confesión de esta naturaleza pudiera parecer ubicar el discurso de Arana en ámbitos de reflexión un tanto “sospechosos” de alguna forma censurable de “creacionismo” el autor se apresura a realizar una manifestación, a mi entender, muy poco consistente con el tenor de sus reflexiones anteriores al aceptar que la instancia legisladora por él imaginada podría ser tanto personal como impersonal, trascendente como inmanente (pág 202). No es coherente imaginar una instancia nomogónica responsable del orden cósmico inmanente a dicho orden natural, ni un ente “lo más semejante” a la conciencia pero de naturaleza impersonal. En definitiva, lo que quiero sostener, es que circunloquios aparte, finalmente la intuición de una causa inteligente trascendente al orden natural se despierta de manera más evidente a partir del orden existente en los vivientes, de sus estructuras complejas funcionales y de su conducta siempre finalista. Y por supuesto a partir de la evidencia de la conciencia racional. Así lo ha sostenido siempre desde la antigüedad el argumento de diseño y así lo ha sostenido de forma más explícita el argumento teleológico de la quinta vía. La armonía entre uno y otro argumento, su perfecta conexión y similitud, su identidad en la exposición lógica formal y su misma capacidad conclusiva son innegables. Así lo he argumentado de forma más extensa en mi artículo “Orden: Diseño y Teleología en el siglo XXI” que puede consultar el lector interesado en la sección de Artículos de esta misma página. Y así lo corrobora el profesor Douglas Axe, brillante exponente del movimiento del Diseño Inteligente, en su estupendo y reciente libro “Undeniable”, al que ya me he referido: la intuición a partir del orden y el diseño como nota distintiva del argumento y la poderosa batería de evidencias científicas que lo corroboran. Septiembre 2016