El último día de este 2020 pone fin también a 43 años de docencia del catedrático de Geografía Humana de la Universitat de València Juan Romero, quien no concibe un oficio "mejor" ni más "noble" que el de ser profesor y quien reivindica "ese acto mágico que se llama educación". Aunque su intención habría sido continuar hasta los 70 años -cumplirá 68 en febrero-, unos problemas de salud que asegura que no son graves pero que le impiden seguir en la docencia como él la entiende le han obligado a jubilarse dos cursos antes de lo previsto. El anuncio de su marcha ha llenado las redes sociales y su correo electrónico de emotivos mensajes de exalumnos suyos, que evidencian cómo de inspiradoras han sido sus clases en sus vidas, y que le han abrumado. "Todavía no sé cómo voy a gestionar esto, porque me va a costar mucho no entrar al aula", confiesa a EFE Romero, para quien "no hay nada que se pueda equiparar a ver la mirada de un joven en el aula, una reacción, un 'feedback', una conversación en el pasillo, un café". Calcula que por sus clases habrán pasado más de diez mil alumnos, que espera que tengan al menos un "recuerdo amable" del breve tiempo en el que intentó "abrirles puertas" para que sacaran sus propias conclusiones, y asegura que se siente "muy orgulloso de haber "acompañado a tanta gente en un tramo de su camino". Romero echa la vista atrás y reivindica la huella que le dejaron cinco maestros: el primero, Antonio del Moral, un maestro represaliado que daba clases por las aldeas a cambio de comida y le enseñó a leer y escribir antes de ir a la escuela con el libro "Corazón. Diario de un niño", de Edmundo de Amicis, y con quien tuvo la alegría de reencontrarse hace poco. Hasta los 9 años no pisó un aula, aunque defiende que llegó "educado" a ella y que de hecho la escuela ordinaria le "deseducó", porque pasó "de una educación laica a la Enciclopedia Álvarez y el Catecismo Ripalda". También le marcó el profesor que en el instituto le enseñó a traducir el griego sin diccionario, Jesús José; y de sus tiempos de universitario, Antonio Mestre, del que aprendió Historia; Josep Fontana, que le mostró "cómo tiene que ser un profesor en el aula"; y Ernest Lluch, quien le "abrió las puertas al pensamiento europeo". Romero reivindica que no concibe "un oficio mejor, que no trabajo", que el de profesor, probablemente condicionado por su origen humilde, que le ha hecho sentirse reflejado en dos libros que siempre le han acompañado: "El primer hombre", de Albert Camus, y "Los santos inocentes", de Miguel Delibes. Pudo estudiar gracias a las becas salario, y quizá también por ello se siente muy orgulloso de ver que alumnos suyos de familias humildes -es de los que cree que al menos un 70 % de lo que una persona va a ser en la vida depende del hogar en el que ha nacido- estén ahora en Harvard o en Oxford, o hayan estudiado en Columbia. Ve muy lejano ya su paso por la política, a finales del siglo pasado de la mano del PSPV-PSOE, una época en la que empezaron a llamar Joan a este albaceteño de nacimiento, aunque siempre ha luchado por ser Juan. "Una batalla perdida", admite. De esa época se queda sin embargo con los dos años escasos en que fue conseller de Educación, y con una ley de la que está "particularmente satisfecho": la ley de Formación de personas adultas, que se aprobó en 1994 y nunca ha sido derogada, lo que atribuye a que fue fruto del acuerdo y no tuvo ningún voto en contra. Firme partidario de la enseñanza presencial, Romero intentará matar el gusanillo de la docencia impartiendo alguna clase en algún máster, porque, según asegura, "no hay nada que supere el acto de la clase, nada que se le pueda comparar". Por Loli Benlloch