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Bovedas de acero

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Esta excelente novela de ciencia ficción de Isaac Asimov, maestro del género, es el
segundo libro de la «Serie de los robots», primer bloque de su famosa «Saga de la
Fundación».
En el Enclave Espacial, a las afueras de la Ciudad de Nueva York, un científico de los
Mundos Exteriores ha aparecido asesinado. El detective Elijah Baley tiene que
ocuparse de este caso en la para él inquietante y odiosa compañía de un robot
humanoide: R. Daneel Olivaw.
La investigación es delicada ya que puede terminar con el equilibrio entre los
descendientes de la colonización estelar, en perfecta comunión con sus robots, y los
habitantes de la Tierra, que, refugiados en grandes metrópolis subterráneas a las que
llaman Ciudades, sobreviven precariamente a la falta de recursos naturales y temen a
los robots.
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Isaac Asimov
Bóvedas de acero
Saga de la Fundación: Serie de los Robots - 2
ePub r1.7
Titivillus 16.04.2020
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Título original: The Caves of Steel
Isaac Asimov, 1954
Traducción: Francisco Blanco
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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A mi esposa Gertrude
y a mi hijo David
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Conversación con un comisionado
Lije Baley llegó a su despacho y advirtió que R. Sammy lo observaba con
expectación.
Las marcadas líneas de su largo semblante se acentuaron.
—¿Qué deseas?
—Dice el jefe que vayas a verle inmediatamente.
—Muy bien.
R. Sammy no se movió.
—Te he dicho que muy bien. Retírate —añadió Baley.
R. Sammy giró sobre sus talones y se dirigió a sus tareas. Baley se preguntó por
qué esas mismas tareas no podían ser hechas por un hombre.
Salió de detrás de la barandilla y caminó a lo largo de la habitación.
Simpson levantó la vista de un registro de expedientes mercurizados cuando Lije
Baley pasó frente a él.
—El jefe quiere verte, Lije.
—Lo sé. R. Sammy me avisó.
—A ese R. Sammy le daría una patada en el trasero si no temiese romperme una
pierna —exclamó Simpson—. El otro día vi a Vincent Barrett —añadió
inesperadamente.
—¡Ah! ¿Y qué te contó?
—Buscaba un empleo en el departamento. El pobre anda desesperado, pero ¿qué
le podía decir yo? R. Sammy está desempeñando su trabajo y así anda todo. Es un
muchacho inteligente, y apreciado por todos.
Baley se encogió de hombros y comentó:
—Es algo que a todos nos puede suceder.
El jefe ocupaba una oficina privada. Sobre el cristal esmerilado se leía: «JULIUS
ENDERBY». Y abajo: «COMISIONADO DE POLICÍA, CIUDAD DE NUEVA YORK».
Baley se detuvo y preguntó:
—¿Deseaba usted verme, señor comisionado?
Enderby levantó la mirada. Llevaba gafas porque tenía los ojos muy sensitivos y
no podía usar las lentes de contacto comunes y corrientes. Y sólo después de que se
acostumbraba uno a vérselas, podía percibir el resto del rostro, que carecía de
características. Baley abrigaba la idea persistente de que el comisionado apreciaba
sus gafas por la personalidad que le conferían, y sospechaba que aquellos globos del
ojo no eran tan sensitivos como se pretendía.
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El comisionado parecía nervioso. Se echó para atrás y exclamó con gran
cordialidad aparente:
—Siéntate, Lije, siéntate.
Baley se sentó muy ceremonioso y aguardó. Enderby prosiguió:
—¿Cómo está Jessie? ¿Y el chico?
—Muy bien —repuso Baley indiferente—. Muy bien. ¿Y tu familia?
—Muy bien —repitió Enderby—. Muy bien.
Fue un comienzo forzado.
«Noto algo de extraño en su semblante», pensó Baley. Y luego, en voz alta,
añadió:
—Comisionado, me agradaría que no enviase a R. Sammy a buscarme cuando
desea verme.
—Bueno, me lo han colocado aquí y es necesario que lo emplee en algo.
—Resulta incómodo, comisionado. Me avisa que usted me necesita, y entonces
tengo que decirle que se vaya o de lo contrario permanece allí sin moverse.
—Fue culpa mía. Le di el recado para ti y olvidé ordenarle específicamente que
regresase a su trabajo una vez que te lo hubiese comunicado.
Baley suspiró. Las finas arrugas en torno de sus ojos castaño oscuro se
acentuaron.
—De todos modos, usted deseaba verme.
—Sí, Lije —convino el comisionado.
Se levantó, dio media vuelta y caminó hacia la pared, tras su escritorio. Apoyó el
índice en un botón casi imperceptible. Parte del muro se hizo transparente.
Baley parpadeó ante el torrente inesperado de luz grisácea.
El comisionado sonrió:
—Hice que me arreglaran especialmente esto el año pasado. Me parece que no te
lo había mostrado antes. Ven y echa un vistazo. En otras épocas, todas las
habitaciones tenían arreglos como éste. Se llamaban «ventanas». ¿Lo sabías?
Baley lo sabía perfectamente. Había leído muchas novelas históricas. Replicó:
—Oí hablar de ello.
—Acércate —ordenó Enderby.
Baley titubeó un poco pero hizo lo que le dijeron. Había algo de indecente en la
exposición de las intimidades de un aposento a lo indiscreto de un mundo exterior. A
veces el comisionado llevaba su afectación de medievalismo hasta un extremo
absurdo.
«Como sus gafas», pensó Baley.
¡Eso era! ¡Eso era lo que le hacía parecer raro! Dijo:
—Discúlpeme, comisionado, pero… usa usted unas gafas nuevas, ¿verdad?
El comisionado se le quedó mirando con un poco de sorpresa; quitóse las gafas,
las estudió y después miró a Baley. Sin ellas, el semblante redondo parecía más
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redondeado, y la barbilla una insignificancia más acentuada. También se le veía como
más vago, porque las pupilas estaban desenfocadas.
—Sí —murmuró.
Volvió a calarse las gafas y añadió:
—Rompí las otras hace tres días. Lije, esos tres días han sido un infierno.
—¿Debido a las gafas?
—A las gafas y a otras cosas. Deja que te lo explique.
Se dirigió a la ventana y Baley hizo lo propio. Algo sobresaltado, Baley se
percató de que llovía. Durante algunos minutos se perdió en el espectáculo del agua
que caía del firmamento mientras el comisionado exhalaba una especie de orgullo
como si el fenómeno fuese algo arreglado por él mismo.
—Es la tercera vez en lo que va de mes que veo llover. Buen espectáculo, ¿no te
parece?
Baley convino para sí mismo que resultaba impresionante.
Durante sus cuarenta y dos años, en raras ocasiones había visto llover.
—Siempre tengo la impresión de que es un gran desperdicio toda esa agua que
cae sobre la ciudad —comentó—. Se debería dirigir a los tanques de
almacenamiento.
—Lije, no eres más que un modernista —le reprochó el comisionado—. En eso
radican tus dificultades. En los tiempos medievales, las gentes vivían al aire libre y se
glorificaban en ello. Estaban en contacto con la naturaleza. Es más saludable, mucho
mejor. Las dificultades de la vida moderna provienen de que estamos divorciados de
la naturaleza. No estaría de más que refrescaras tu memoria con las lecturas sobre el
Siglo del Carbón.
Baley lo había hecho. Había quien se quejaba de la invención del acumulador
atómico. Quejarse de una u otra manera era una faceta imprescindible de la
naturaleza humana. En la época remota del Siglo del Carbón, la gente despotricaba
contra la invención del motor a vapor. En uno de los dramas de Shakespeare, uno de
los personajes se queja de la invención de la pólvora. Dentro de un millar de años se
quejarían de la invención del cerebro positrónico.
Y entonces dijo, tuteando al comisionado:
—Mira, Julius, me estás hablando de todo menos de lo que deseas decirme y para
lo cual me enviaste llamar. ¿De qué se trata?
—A ello voy, Lije —contestó el comisionado—. Permíteme que lo haga a mi
manera. Tenemos…, tenemos dificultades.
—Por supuesto. ¿En dónde no las hay, en este planeta? ¿Más dificultades con los
robots?
—Hay algo de eso, Lije. Aquí me tienes, y me pregunto: ¿qué más penalidades
pueden ocurrir en este viejo mundo? Cuando ordené que me colocaran esta ventana,
lo hice para dejar que de vez en cuando me entrase un poco de cielo y que entrase
también la ciudad. La contemplo y me pregunto: ¿qué será de ella dentro de un siglo?
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Baley se sintió asqueado por el sentimentalismo del otro; pero se encontró con
que se ponía a mirar fascinado hacia el exterior. El departamento de policía se
encontraba en las plantas superiores del palacio municipal, y éste era muy elevado.
Desde la ventana del comisionado, las vecinas torres quedaban muy abajo, y los
techos eran visibles. Se asemejaban a otros tantos índices que apuntaran hacia arriba.
Sus muros se veían ciegos, sin facciones. Eran los cascarones exteriores de colmenas
humanas.
—Por otra parte —prosiguió el comisionado—, siento que esté lloviendo. No
podemos ver Espaciópolis.
Baley dirigió la vista hacia poniente; pero era como decía el comisionado. El
horizonte se cerraba. Las torres de Nueva York se esfumaban entre la niebla.
—Sé cómo es Espaciópolis —murmuró Baley.
—Me agrada su aspecto desde aquí —explicó el comisionado—. Se puede
columbrar en la abertura que forman los dos Sectores de Brunswick, bajo las
bóvedas. Ésa es la diferencia entre nosotros y los espacianos. Nosotros nos elevamos
y aglomeramos. En cambio, cada uno de ellos tiene un domo para sí. Una familia:
una casa. Y tierra entre cada domo. ¿Has hablado alguna vez con un espaciano, Lije?
—En algunas ocasiones. Hará un mes hablé con uno aquí mismo, en tu
intercomunicador —replicó Baley pacientemente.
—Sí, lo recuerdo. Pero, vamos, me estoy poniendo filosófico. Nosotros y ellos.
Son diversos modos de vida.
Baley sentía retortijones en las tripas. A medida que el comisionado empleaba
más circunloquios, más mortal se le figuraba la conclusión. Insinuó:
—Muy bien; pero ¿qué hay de sorprendente en eso? Imposible colocar a ocho mil
millones de personas sobre la Tierra en pequeños domos. Los espacianos disponen de
mucha más extensión en sus mundos; dejémosles, pues, que vivan a su manera.
El comisionado se sentó de nuevo en su sillón, miró a Baley sin parpadear y
manifestó:
—No todos se muestran tan tolerantes respecto a las diferencias de cultura. Ni
entre nosotros ni entre los espacianos.
—¿Y bien?
—Hace tres días murió un espaciano.
Las comisuras de los delgados labios de Baley se levantaron ligeramente; mas el
efecto sobre su rostro triste y alargado resultó imperceptible. Comentó:
—Lo siento mucho. De algo contagioso, supongo. Algo virulento. Quizás algún
catarro.
De pronto el comisionado apareció como sobresaltado:
—¿De qué estás hablando?
La precisión con que los espacianos habían desterrado toda clase de enfermedades
de su seno era sobradamente conocida. No obstante, el comisionado no supo captar el
sarcasmo.
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—Hablaba por hablar. ¿De qué murió? —inquirió Baley.
—Alguien le disparó con un desintegrador. En el pecho. Se lo voló.
Baley se puso rígido. Sin volverse, exclamó:
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Te estoy contando un asesinato. Tú eres un detective y sabes muy bien lo que
es un asesinato.
—Pero ¡un espaciano! ¿Y hace tres días?
—Sí.
—¿Quién lo mató? ¿Cómo?
—Los espacianos dicen que fue un terrícola.
—No puede ser.
—¿Por qué no? A ti no te simpatizan los espacianos, y a mí mucho menos. ¿A
quién le simpatizan en la Tierra?
—Pero…
—Acuérdate del incendio en las fábricas de Los Ángeles. Y de los choques
espantosos en Berlín. Luego los continuados tumultos en Shanghai…
—Lo recuerdo muy bien.
—Todo indica un descontento creciente. Quizás hasta una determinada
organización.
—Comisionado, no alcanzo a comprender esto —saltó Baley—. ¿Acaso está
tratando de probarme?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Hace tres días que asesinaron a un espaciano, y los espacianos se figuran que el
asesino es un terrícola. —Golpeó con los dedos sobre el escritorio—. Hasta este
momento, nada se ha hecho al respecto, ¿no es así? Pues eso me resulta increíble. Si
realmente sucediera un acontecimiento de esa especie, Josafat haría volar la ciudad de
Nueva York, la borraría de la faz del planeta.
El comisionado negó meneando la cabeza.
—No, no es tan sencillo como parece. Mira, Lije, he estado ausente durante tres
días. Me di una vuelta por Espaciópolis. En Washington celebré conversaciones con
personal de la Oficina Terrestre de Investigación…
—¿Y qué dicen a todo esto los terrestres?
—Dicen que Espaciópolis pertenece a la jurisdicción de Nueva York.
—Sí, pero con derechos de extraterritorialidad.
—Lo sé. —Los ojos del comisionado esquivaron la dura mirada de Baley. Parecía
como si de pronto se hubiese rebajado a la categoría de subordinado de Baley, y éste
se comportaba como si aceptase el hecho.
—Los espacianos pueden encargarse del asunto —sugirió Baley.
—Un momento, Lije —suplicó el comisionado—. Estoy tratando de hablar
contigo sobre este asunto de amigo a amigo. Quiero que conozcas mi posición. Yo
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estaba allá cuando se conoció la noticia. Precisamente tenía una cita con él…, con
Roj Nemennuh Sarton.
—¿La víctima?
—Sí, la víctima. Cinco minutos más tarde y yo mismo hubiera descubierto el
cadáver. ¡Vaya escándalo se habría ocasionado! ¡De todos modos, fue brutal! Me
recibieron y me lo comunicaron. Y allí comenzó una pesadilla que dura ya tres días,
sin tiempo ni para conseguir unas gafas nuevas…
Baley imaginaba la situación. Podía ver los cuerpos altos de los rubios espacianos
que se aproximaban al comisionado con la noticia, y se la espetaban de golpe, sin
emoción y sin adornos. Julius habría tomado las gafas para limpiarlas.
Inevitablemente, con el choque de la tragedia, las dejaría caer, y luego miraría hacia
abajo, observando los restos con un estremecimiento de sus labios suaves y carnosos.
Baley estaba seguro de que por lo menos durante cinco minutos el comisionado se
preocupó tanto por sus gafas como por el asesinato mismo.
El comisionado le dirigía la palabra:
—¡Vaya dilema! Como muy bien dices, los espacianos gozan de derechos de
extraterritorialidad. Pueden insistir en llevar a cabo sus propias investigaciones;
presentar cualquier informe que deseen a sus propios Gobiernos. Los Mundos
Exteriores quizás lo utilizarán como excusa para endilgarnos reclamaciones por
daños y perjuicios, toda clase de indemnizaciones. Y tú bien sabes cómo le caería eso
al pueblo.
—Sería un suicidio político total para la Casa Blanca si se accediese a pagar.
—Y no menos suicidio el no pagar.
—Me conozco los detalles —concluyó Baley. Era todavía un niño cuando las
brillantes naves del espacio exterior condujeron por última vez fuertes contingentes
de soldados a Washington, a Nueva York y a Moscú para cobrar lo que pretendían
que era suyo.
—Pues ya lo ves. Pagando o sin pagar, hay dificultades. La única salida es hallar
por nuestra cuenta al asesino, y entregarlo a los espacianos. Y eso nos corresponde a
nosotros.
—¿Por qué no confiar la misión a la OTI? Aun cuando desde un punto de vista
legal incumba a nuestra jurisdicción, queda todavía la cuestión de las relaciones
interestelares…
—La OTI no se atreve a tocarlo. Esta situación está al rojo vivo y nos compete a
nosotros. —Durante un instante levantó la cabeza y contempló con atención a su
subordinado—. Y no hay que darle vueltas. Todos y cada uno de nosotros está en
peligro de perder su empleo.
—¿Sustituirnos a todos? ¡Tonterías! Los hombres especializados con quienes
hacerlo no existen.
—Existen los robots —repuso el comisionado.
—¿Qué?
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—R. Sammy no es más que un principio. Lleva recados y trae objetos. Otros
pueden patrullar los expresvías. ¡Conozco a los espacianos mejor que tú, y sé lo que
estoy haciendo! Existen robots que pueden desempeñar tu trabajo y el mío. Se nos
desclasificará. Y regresar a los trabajos comunales, a nuestra edad…
—Estoy de acuerdo —convino Baley, malhumorado.
—Lo siento, Lije. —Y el comisionado aparecía en realidad lleno de pena y de
vergüenza.
Baley trató de no pensar en su padre. Por supuesto que el comisionado conocía la
historia. Preguntó:
—¿Cuándo comenzó todo este asunto de las sustituciones?
—Escúchame, Lije, y no seas ingenuo. Ha estado sucediendo desde hace
muchísimo tiempo, durante más de veinticinco años. Desde que vinieron los
espacianos. Lo sabes muy bien. Nos está llegando a los de arriba, eso es todo. Si
fracasamos en este caso, será una caída en picado. Por otra parte, si manejamos el
asunto como es debido, para ti esto significará una oportunidad única.
—¿Para mí? —indagó Baley.
—Tú serás el encargado de todo, Lije.
—A mí no me alcanzan los méritos, comisionado. Yo no soy más que un simple
C-5.
—Deseas una clasificación de C-6, ¿verdad?
¿Que si la deseaba? Baley conocía las prerrogativas que implicaba una
clasificación de C-6. Un asiento en el expresvía a la hora de las aglomeraciones.
Líneas más arriba en la lista de selecciones en el departamento culinario. Quizás
hasta una probabilidad de obtener un apartamento mejor, y para Jessie una tarjeta
para la gradería del solario.
—Por supuesto que la deseo —replicó—. ¿Por qué no la habría de desear? Pero
¿y si no resuelvo el caso?
—¿Por qué no lo habrías de resolver? —estimuló el comisionado—. Eres uno de
los mejores detectives, como tú muy bien sabes.
—Pero hay por lo menos una docena de individuos en mi sección que poseen una
clasificación superior a la mía. ¿Por qué los han de postergar en mi favor?
Pero Baley sabía perfectamente que el comisionado no se arriesgaba a saltarse el
escalafón de esta manera, excepto en casos de alta emergencia.
—Existen dos razones —explicó el comisionado—. Para mí tú no eres sólo otro
detective sino que además somos amigos. No se me olvida que fuimos compañeros
de colegio, pero yo soy el comisionado y tú sabes lo que tal cosa representa. Sigo
siendo tu amigo y ésta es una oportunidad formidable para la persona apropiada.
Quiero que te beneficies de ella.
—Ésa es una razón —convino Baley sin entusiasmo.
—La segunda es que también considero que tú eres mi amigo. Y necesito un
favor.
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—¿Qué clase de favor?
—Necesito que te acompañes con un socio espaciano en este problema. Tal fue la
condición que especificaron los espacianos. Han convenido en no divulgar el
asesinato; han convenido en dejarnos las investigaciones en nuestras manos. A
cambio de ello insisten en que uno de sus agentes colabore en el caso, en todos los
procedimientos.
—Eso suena como si no nos tuvieran confianza en absoluto.
—Juzgo que podrás apreciar su punto de vista. Si se fracasa en esta investigación,
muchos de ellos se verán en aprietos con sus propios gobiernos. Por esta vez me
conformo con darles el beneficio de la duda. Voy a creer que sus intenciones son
honradas.
—Yo estoy seguro de que sí lo son, comisionado. Y en eso estriban las
dificultades con ellos.
El comisionado pasó por alto esta afirmación. Preguntó:
—¿Convienes en aceptar a un espaciano como socio, Lije?
—¿Me lo pides como un favor?
—Sí. Solicito de ti que te encargues de este trabajo, con todas las condiciones
impuestas por los espacianos.
—Trabajaré con un socio espaciano, comisionado.
—Gracias, Lije. Será preciso, además, que viva contigo.
—¡Un momento!
—Ya sé lo que vas a decir. Mira, Lije, tienes un apartamento bastante amplio. De
tres habitaciones. Y un solo hijo. Te será fácil alojarlo. ¡No te ocasionará ninguna
molestia! Y es indispensable que lo alojes.
—A Jessie no le agradará. Estoy seguro.
—Ya convencerás a Jessie. —El comisionado mostraba tanto ahínco que sus ojos
parecían perforar los discos de cristal que obstruían su mirada—. Le asegurarás que si
haces esto por mí, yo, a mi vez, cuando todo termine, usaré de toda mi influencia para
que asciendas por encima de un grado. ¡C-7, Lije, C-7!
—Muy bien, comisionado. Trato hecho.
Baley medio se levantó de su silla; columbró la mirada en los ojos de Enderby, la
expresión del rostro, y volvió a sentarse.
—¿Hay algo más?
Lenta, muy lentamente, el comisionado asintió con un movimiento de cabeza.
—Otro pequeño detalle.
—¿Cuál es?
—El nombre de tu socio.
—¿Qué diferencia implica?
—Los espacianos tienen algunas modalidades muy especiales —empezó el
comisionado—. El socio que nos proponen no es…, no es…
Los ojos de Baley se abrieron, enormes.
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—¡Un momento, por favor, un momento!
—Tienes que hacerlo, Lije. Tienes que hacerlo. Imposible buscar un subterfugio.
—¿Que viva en mi apartamento una cosa como ésa?
—Lije, no puedo confiar en nadie más para esto. ¿Será preciso que te lo repita?
Tenemos que trabajar con los espacianos. Tenemos que impedir que las naves
cobradoras de indemnizaciones vengan a la Tierra. Se te va a asociar con uno de sus
robots. Si él resuelve el problema, si se ve obligado a informar que somos
incompetentes, será la ruina de nuestro departamento. Alcanzas a ver eso, ¿verdad?
Dejo en tus manos un trabajo sumamente delicado. Necesitas cooperar con él; pero, al
mismo tiempo, ser tú quien remate la tarea. No él. ¿Comprendes?
—¿Me quieres dar a entender que coopere con él en un ciento por ciento, excepto
que lo traicione? ¿Que le acaricie la espalda con palmaditas, y conserve un puñal en
la mano?
—¿Qué otra cosa podemos hacer? No existe otra salida.
Lije Baley permaneció indeciso, sin atinar a nada.
—No sé realmente lo que Jessie dirá de todo esto.
—Yo le hablaré, si lo deseas.
—No, comisionado. —Aspiró profundamente y luego suspiró—. ¿Cómo se llama
mi socio?
—R. Daneel Olivaw.
Baley murmuró entonces, con mucha tristeza:
—No es momento para eufemismos, comisionado. Ya decidí ocuparme del
trabajo; por lo tanto, usemos su nombre completo: Robot Daneel Olivaw.
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Viaje en un expresvía
En el expresvía viajaba la multitud habitual; los en pie estaban en el piso de abajo y
los privilegiados con asiento, arriba. Una vaharada de humanidad se deslizaba del
expresvía, a lo ancho de las bandas desaceleradoras hasta los localvías o en los
andenes que bajo los arcos o sobre los puentes conducían al laberinto interminable de
las secciones de la ciudad. Otra vaharada, de igual continuidad, se colaba a través de
las bandas aceleradoras hacia los expresos.
Por doquier se contemplaban luces infinitas: las paredes luminosas y los techos
que, al parecer, despedían una fosforescencia fría y uniforme: los anuncios
relampagueantes que vociferaban solicitando la atención de todos; el fulgor regular y
duro de las «luciérnagas» que indicaban: POR AQUÍ A LAS SECCIONES DE JERSEY. SIGAN
LA FLECHA PARA EAST RIVER. PISO SUPERIOR EN TODOS LOS SENTIDOS PARA LAS SECCIONES
A LONG ISLAND.
Lo más insufrible era el ruido, forma inseparable de la vida; el sonido de millones
de seres hablando, tosiendo, llamando, riendo, tarareando, respirando.
«Ninguna dirección conduce a Espaciópolis», pensó Baley. Brincaba de banda en
banda con la facilidad de una práctica adquirida durante toda su existencia. Los niños
la aprendían en cuanto eran capaces de caminar. Baley apenas se daba cuenta de su
aceleración a medida que aumentaba la velocidad con cada uno de sus pasos. Ni
siquiera se percataba del instintivo echarse para adelante contra la fuerza impulsora.
En treinta segundos había llegado a la banda final, la de mayor velocidad, y pudo
abordar la movible plataforma con barandillas y cristales que constituía el expresvía.
«Ninguna dirección para ir a Espaciópolis», pensó de nuevo.
Ni había necesidad de indicadores. Si alguien tenía asuntos allí, conocía el
camino. Cuando veinticinco años antes se fundó Espaciópolis, hubo una fuerte
tendencia a considerar el sitio como lugar de exhibición y regocijo. Las hordas de la
ciudad pronto irrumpieron en aquel paraje.
Con mucha cortesía los espacianos colocaron una barrera de fuerza entre ellos y
la ciudad. Establecieron un servicio de inmigración, combinado con otro de
inspección aduanera. Para ir a tratar algún asunto había que identificarse y permitir
que lo registraran a uno, así como someterse a un examen médico y a una
desinfección de rutina.
Naturalmente, eso produjo suficiente descontento como para erigir un obstáculo
muy serio en el programa de modernización. Baley recordaba los Tumultos de la
Barrera. Él formó parte de la turba que se había colgado de los barandales de los
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expresvías, amontonándose en los asientos y sin respetar los privilegios de
clasificación, corriendo como alocado a lo largo y ancho de las bandas, a riesgo de
romperse los huesos. Permaneció, en la parte de afuera de la barrera de Espaciópolis
durante dos días seguidos, vociferando y destruyendo los bienes de la ciudad al ver
sus deseos frustrados.
Por supuesto, los espacianos no se fueron. Ni siquiera necesitaron emplear sus
armas ofensivas. La armada anticuadísima de la Tierra hacía mucho tiempo que
aprendió lo suicida que era intentar aproximarse a cualquier nave del Mundo Exterior.
Los aeroplanos terrestres que se habían aventurado por Espaciópolis, en los inicios de
su establecimiento, desaparecieron casi sin dejar rastro.
Y ninguna multitud lograba enloquecerse hasta el punto de olvidar los efectos del
desintegrador subetérico manual utilizado contra los terrícolas en las guerras del siglo
anterior.
Así, los espacianos aguardaron con estolidez tras la barrera, hasta que la ciudad
calmó a las multitudes con vapores somníferos y gases vomitivos. Luego las
penitenciarías subterráneas se llenaron de huéspedes de todas clases, que soltaron
poco tiempo después.
Tras un intervalo apropiado, los espacianos disminuyeron sus restricciones.
Retiraron la barrera de fuerza y confiaron a la policía de la ciudad la protección del
aislamiento de Espaciópolis. Y algo de la mayor importancia: los exámenes médicos
fueron menos molestos.
Baley pensaba que si los espacianos concebían seriamente la idea de que un
terrícola había penetrado en Espaciópolis y cometido un asesinato, levantarían de
nuevo la barrera. Una perspectiva nada agradable.
Encaramóse en la plataforma del expresvía; se abrió paso entre los pasajeros en
pie hasta la estrecha espiral de la rampa que conducía al piso superior. Allí tomó
asiento. No se colocó su billete de clasificación en la copa del sombrero hasta que
hubo traspasado la última sección del Hudson. Un C-5 no disfrutaba de su derecho de
asiento al este del Hudson ni al oeste de Long Island, y aunque hubiese amplio lugar
disponible en esos momentos, automáticamente alguno de los guardavías lo hubiera
obligado a salir. Las gentes se ponían insoportables en cuanto a los privilegios de las
clasificaciones y, con toda honradez, Baley se apiñaba entre aquellas «gentes».
El aire producía el ruido sibilante característico al resbalar sobre los parabrisas
curvos colocados encima de los respaldos de todos los asientos, lo cual ocasionaba
grandes inconvenientes para hablar; pero ninguno para meditar en cuanto uno se
acostumbraba al ruido.
La mayoría de los terrícolas se inclinaban al medievalismo en una u otra forma.
Ello resulta fácil cuando tal cosa significa volver la vista hacia atrás, a una época en
que la Tierra era el mundo.
Atraído por un grito femenino, Baley miró hacia la derecha. Una mujer había
dejado caer su bolso de mano; la vio por un instante, algo así como una mancha
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sonrosada contra el gris mate de las bandas. Ahora la propietaria iba volando muy
adelante de su adminículo personal.
La boca de Baley inició una mueca de indiferencia. La mujer todavía podría
recobrar el bolso si era lo bastante inteligente como para bajar hasta las bandas que se
movían con mayor lentitud, y siempre que otros pies no la impulsaran en otro sentido.
Nunca llegaría a saber si lo había recuperado. La escena se desenvolvía ya muy atrás
suyo, y las probabilidades eran de que no lo hallase.
Baley seguía reflexionando: era mucho más sencillo en otros tiempos. Todo era
muy simplificado. Eso hacía que aumentase el número de los medievalistas.
El medievalismo tomaba diferentes formas. Para los no imaginativos de la clase
de un Julius Enderby, significaba la adopción de arcaísmos. ¡Gafas! ¡Ventanas!
Para Baley todo se reducía al estudio de la historia. Especialmente la historia de
las costumbres del pueblo.
Tomaba como ejemplo la ciudad de Nueva York, lugar donde él vivía y donde
concentraba su ser. Era más grande que ninguna otra, excepto Los Ángeles. Con una
población muy superior a la de todas, menos la de Shanghai. Apenas contaba con tres
siglos de existencia.
Por supuesto, algo había estado en la misma superficie geográfica antes de la
actual Nueva York. El conjunto primitivo de la población había existido durante más
de tres mil años, no únicamente trescientos; pero no era una ciudad.
En aquel entonces no había ciudades. Sólo se veían amontonamientos de
habitaciones, grandes y pequeñas, abiertas al aire libre. Representaban algo como los
domos de los espacianos; aunque distintos, desde luego. Estos amontonamientos (el
más grande difícilmente llegaba a los diez millones de habitantes, y la mayoría jamás
alcanzaba el millón) se encontraban diseminados a miles sobre la Tierra. De acuerdo
con los dechados modernos, tal cosa se distinguía por su total ineficacia y por su falta
de economía.
El progresivo aumento de la población impuso la eficacia en la Tierra. Hasta
cinco mil millones podrían subsistir en el planeta si se reducía paulatinamente el nivel
de vida. Sin embargo, cuando el número alcanza los ocho mil millones, la
desnutrición es una evidencia palpable.
El cambio radical había sido la formación gradual de las ciudades, tras mil años
de historia terrestre. Cada ciudad se convirtió en una unidad semiautomática, que se
bastaba a sí misma desde el punto de vista económico. Podía ponerse un techo, una
bóveda encima, una muralla en torno, y hasta hundirse bajo tierra. Se convirtió en una
tremenda bóveda de acero y cemento que se contenía a sí misma en todos sus
detalles.
No cabía la menor duda al respecto: la ciudad era la culminación del dominio del
hombre sobre el ambiente. No los viajes por el espacio, no los cincuenta mundos
colonizados que se independizaron con tanta arrogancia, sino la ciudad.
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Prácticamente toda la población de la Tierra vivía en las ciudades. En el exterior
estaba lo salvaje, el cielo abierto que pocos individuos podían afrontar con algo como
ecuanimidad. Por supuesto, el espacio abierto era necesario. Poseía el agua, que los
hombres deben consumir, el carbón y la madera que significaban las últimas materias
primas para los plásticos y para las levaduras que aumentaban sin cesar.
Sin embargo, muy pocos humanos se precisaban para explotar las minas y las
granjas; todo se podía dirigir a distancia. Los robots llevaban a cabo los trabajos con
menos exigencias.
¡Robots! He aquí la feroz ironía. Fue en la Tierra en donde se inventó el cerebro
positrónico, y en la Tierra en donde por primera vez se aplicaron los robots a un uso
productivo.
¡No en los Mundos Exteriores! Por supuesto, los Mundos Exteriores siempre se
comportaban como si los robots fuesen el resultado de su cultura, nacidos de ella.
De todos modos, la culminación de la economía robótica tuvo lugar en los
Mundos Exteriores. Aquí, en la Tierra, los robots siempre estuvieron restringidos a
las minas y a las extensiones cultivables. Apenas en el último cuarto de siglo, a
instancias de los espacianos, los robots empezaron a filtrarse poco a poco en las
ciudades.
Las ciudades representaban algo bueno. Menos los medievalistas todos sabían que
no cabían sustitutos, por lo menos sustitutos adecuados. La única dificultad es que no
permanecían siempre como algo bueno. La población de la Tierra seguía en aumento.
Algún día, con todo cuanto pudieran hacer las ciudades, las calorías disponibles por
persona descenderían a un nivel inferior al de subsistencia básica.
Y todo eso empeoraba la situación, porque los espacianos, los descendientes de
los primitivos emigrantes de la Tierra, llevaban una existencia de lujo en sus
despoblados mundos del espacio. Estaban fríamente decididos a conservar las
comodidades que provenían de sus mundos poco habitados, y para ese objeto
conservaban la proporción de nacimientos con meticulosidad, evitando que los
emigrantes se precipitaran desde la Tierra. Y esto…
¡Ya se acercaba Espaciópolis!
Un cosquilleo en la subconsciencia le avisó a Baley que se aproximaban a la
sección de Newark. Si permanecía más tiempo donde estaba, de pronto se encontraría
caminando a toda velocidad hacia el sudoeste, en la encrucijada del camino hacia la
sección de Trenton, cruzando el corazón mismo de la región de la levadura, cálida y
con un fuerte olor a moho.
Era asunto de precisión. Tanto tiempo para cruzar la rampa, tanto para
escabullirse por entre los gruñones, tanto para deslizarse a lo largo de la barandilla
hasta una de las entradas, tanto para descender a través de las bandas desaceleradoras.
Cuando hubo concluido con todo se encontraba en oposición con la plataforma
respectiva. En ningún momento se preocupó por medir su tiempo de modo
consciente. Si lo hubiese hecho, con toda probabilidad se habría equivocado.
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Baley se halló en un semiaislamiento inusitado. Sólo un policía ocupaba la
estación, y, excepto el chirrido del expresvía, estaba rodeado de un silencio muy
incómodo.
El policía se aproximó, y Baley le mostró con impaciencia su placa. El policía
levantó la mano dándole permiso para continuar.
El pasadizo se estrechaba y daba vueltas acentuadas tres o cuatro veces. Con
seguridad que eso era intencionado. Las multitudes de la Tierra no se podían
aglomerar en él con ninguna clase de comodidad, y los aludes humanos en carga
directa resultaban imposibles.
Baley agradeció mentalmente que el arreglo fuese de modo que él se le presentase
a su socio de su lado de Espaciópolis. No le simpatizaba la idea de un examen
médico, por más miramientos corteses que se le prodigaran al efectuarlo.
Un espaciano permanecía en pie en el sitio en que una serie de puertas señalaban
las salidas al aire libre y a los domos. Vestía a la manera de la Tierra, con los
pantalones estrechos a la cintura, sueltos en el tobillo y con una cinta de color en la
costura a lo largo de cada pierna. Usaba una camisa ordinaria Textron, de cuello
abierto, sin botones y plegada en los puños; pero era un espaciano. Lo denotaba la
forma de permanecer en pie, el modo de mantener erguida la cabeza, las líneas
tranquilas y sin emociones del rostro ancho, de pómulos salientes, el peinado del
corto cabello color de bronce, liso y echado para atrás. Todo su aspecto lo señalaba
distinguiéndolo de cualquier terrícola nativo.
Baley se le presentó en tono frío:
—Soy Elijah Baley, del departamento de policía secreta de Nueva York.
Clasificación C-5.
Mostró sus credenciales y prosiguió impasible:
—Se me dieron instrucciones para que me presentara a R. Daneel Olivaw, en la
encrucijada de Espaciópolis. —Consultó su reloj—. Llegué un poco adelantado.
¿Podría solicitar que se anunciara mi presencia?
Sintióse un poco inquieto por dentro. En cierto modo estaba acostumbrado a los
robots de modelo terrestre. Los modelos espacianos serían diferentes. Nunca se había
topado con uno; mas nada era tan común en la Tierra como las historias horribles que
se susurraban acerca de los tremendos y formidables robots que trabajaban de manera
suprahumana en los lejanos y brillantes Mundos Exteriores.
El espaciano, que lo escuchaba con toda cortesía, le dijo:
—No será necesario. Lo he estado esperando a usted.
La mano de Baley ascendió automáticamente; luego la dejó caer. Lo mismo le
pasó a su barbilla, con la cual el rostro tomó un aspecto alargado. No le fue posible
dejar escapar ni una sola palabra. Todos los vocablos se le helaron.
El espaciano prosiguió con gran mesura:
—Me voy a presentar. Soy R. Daneel Olivaw.
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—¿Sí? ¿Estaré cometiendo algún error? Pensé que la primera inicial de su
nombre…
—Desde luego. Yo soy un robot. ¿No se lo advirtieron?
—Sí, me lo advirtieron. —Baley se pasó una mano húmeda por el cabello y se lo
alisó hacia atrás, sin ninguna necesidad. Luego se la tendió—. Lo siento, señor
Olivaw. No sé en qué estaba pensando. ¡Muy buenos días! Yo soy Elijah Baley, su
socio.
—¡Bien! —La mano del robot estrechó la suya con una presión creciente muy
suave, que llegó hasta el apretón amistoso; luego disminuyó—. Sin embargo me
parece que percibo cierto trastorno. ¿Le pudiera suplicar que fuese franco conmigo?
En unas relaciones como las nuestras, lo mejor es aducir el mayor número posible de
hechos relevantes. Y en mi mundo la costumbre es que los socios se tuteen,
llamándose por sus respectivos nombres. Confío en que no sea contraria a sus propias
costumbres.
—Lo que sucede es que usted, ¿sabe?, no se ve como un robot —explicó Baley
con desesperación.
—Y, ¿eso te trastorna?
—No debiera, me supongo, Da…, Daneel. ¿Son todos como tú en tu mundo?
—Hay diferencias individuales, Elijah, como en los hombres.
—Nuestros propios robots… Bueno, de esos sí que se puede decir que son robots,
¿comprendes? Tú pareces un espaciano.
—Ah, sí, me doy cuenta. Esperabas un modelo más bien rudo, ¿no? Con todo,
resulta sumamente lógico que nuestros directores empleen a un robot de visibles
características humanoides en este caso, y confiamos en evitar cualquier dificultad.
¿No es así?
—Sí —repuso Baley.
—Entonces, vamos ya, Elijah.
Regresaron rumbo al expresvía. R. Daneel se familiarizó con las bandas
aceleradoras, y maniobró a lo largo de ellas con gran habilidad. Baley, que empezó
moderando su movimiento, terminó muy molesto por verse obligado a precipitarlo.
El robot conservó su equilibrio. Ni siquiera mostró el menor vestigio de
dificultad. Baley incluso se preguntaba si R. Daneel no estaría con toda intención
obrando con mayor lentitud de la que necesitaba. Llegó hasta los interminables
vagones del expresvía y se encaramó con un atrevimiento inusitado. El robot lo
siguió con gran facilidad.
Baley se ruborizó. Tragó dos o tres veces, y por fin exclamó:
—Permaneceré aquí abajo contigo.
—¿Aquí abajo? —El robot, al parecer indiferente tanto al estruendo como al
balanceo rítmico de la plataforma, añadió—: Me informaron que una clasificación
C-5 le daba a uno derecho a ocupar un asiento en el piso superior de acuerdo con
ciertas condiciones.
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—Tienes razón. Yo puedo subir; pero tú no.
—¿Y por qué no he de poder ir contigo?
—Porque se necesita ser C-5, Daneel.
—Entiendo.
—Tú no eres un C-5. —Resultaba difícil hablar. El silbido del aire friccionado era
mucho más fuerte en el piso inferior, de menor abrigo, y Baley procuraba que su tono
de voz fuese muy quedo. R. Daneel protestó:
—¿Por qué no habría yo de ser un C-5? Soy tu socio, y, en consecuencia, de igual
categoría. Me dieron esto.
De un bolsillo interior extrajo una tarjeta-credencial rectangular, totalmente
auténtica. El nombre que aparecía era Daneel Olivaw, sin la importantísima inicial.
La clasificación denotaba C-5.
—Subamos, pues —convino Baley, impasible.
En cuanto se sentó, Baley se quedó mirando fijamente hacia delante y disgustado
consigo mismo, con plena conciencia del robot situado a su lado. Por dos veces lo
habían pescado en falla. En primer lugar, no reconoció a R. Daneel como a robot;
luego no previó la lógica que exigía que a R. Daneel le otorgasen una clasificación
C-5.
La dificultad, por supuesto, estribaba en que él no era el detective secreto del mito
popular. Él no era incapaz de sorprenderse, imperturbable de apariencia, infinito de
adaptabilidad y veloz como el rayo para las lucubraciones mentales. Ni nunca se
supuso que lo fuera; pero nunca antes lo había lamentado como ahora.
Lo que lo obligaba a dolerse de ello, al parecer, era confesarse que R. Daneel
Olivaw significaba la verdadera personificación de aquel mito.
Tenía que serlo. Era un robot.
Baley comenzó a encontrar excusas para sí mismo. Él estaba acostumbrado a los
robots como R. Sammy, en su oficina. Había esperado una criatura con una piel de
plástico duro y brillante, de un color blanco casi muerto. Había esperado una
expresión fija en un nivel irreal de buen humor imbécil. Había esperado movimientos
bruscos, un poco inciertos, casi automáticos.
R. Daneel carecía de todo eso.
Baley arriesgó una rápida mirada de soslayo al robot. R. Daneel se volvió
simultáneamente y asintió gravemente. Cuando habló, sus labios se habían movido
con naturalidad, y no se limitaban a quedar entreabiertos como los de los robots
terrícolas. Hasta pudo vislumbrar movimientos de una lengua articulada.
«¿Por qué ha de permanecer allí sentado con tanta tranquilidad? —pensó Baley
—. Todo esto debe de ser algo distinto y totalmente nuevo para él. El ruido, las luces,
¡la multitud!».
Se levantó, se escurrió junto a R. Daneel y le dijo:
—¡Sígueme!
Bajaron del expresvía y se dirigieron a las bandas desaceleradoras.
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Se encontraron en la calle Ciento Ochenta y Dos Este. A menos de doscientos
metros estaban los ascensores que atendían el servicio de aquellos pisos de acero y
cemento en donde estaba situado su propio apartamento.
Estaba a punto de decirle, «Por aquí», cuando se halló detenido por un grupo de
gente que se aglomeraba en la parte exterior de una puerta de fuerza brillantemente
iluminada, en una de las múltiples tiendas al menudeo situadas en las plantas bajas de
esta sección.
Dirigiéndose a una de las personas más cercanas, preguntó con un tono de
autoridad automático:
—¿Qué sucede?
El hombre a quien se dirigió, y que permanecía en la punta de los pies atisbando,
repuso:
—¡Maldita mi suerte si lo sé! Acabo de llegar.
Alguien informó con excitación manifiesta:
—Tienen a esos miserables robots ahí. Se supone que nos echarán a nosotros.
¡Con lo que me gustaría descuartizarlos pieza por pieza!
Baley soslayó nerviosamente a Daneel; si éste pescó el significado de las
palabras, o si las escuchó, no dio la menor muestra por nada de su aspecto exterior.
Baley se hundió en la aglomeración.
—Abran paso. ¡Déjenme pasar! ¡Soy policía!
Le hicieron lugar. Baley alcanzó a oír tras sí:
—… que los descuarticen. Tornillo a tornillo. Que los corten por las costuras,
muy despacio… —Y alguien más se rió.
A Baley le entró un escalofrío. La ciudad era la máxima perfección; pero exigía
demasiado de sus habitantes. Los obligaba a vivir dentro de una rutina estricta, y
ordenaba sus existencias de acuerdo con un método científico y restringido. En
ciertas ocasiones, en determinadas circunstancias, estallaban las inhibiciones
constreñidas.
Recordó los Tumultos de la Barrera.
Cierto que existían motivos para perturbaciones callejeras antirrobotistas. Los
hombres que se encontraban ante la perspectiva del mínimo desesperado que
representaba la desclasificación, tras media vida de esfuerzo continuo, no eran
capaces de decidir a sangre fría que los robots individuales no tuviesen la culpa de
ello. Entonces, por lo menos, nada más sencillo que volverse contra los mismos.
El Gobierno las llamaba dificultades crecientes. Movía tristemente su cabeza
colectiva y aseguraba a todos y a cada uno que, tras un período absolutamente
necesario de ajuste, se presentaría ante ellos una nueva vida mucho mejor.
Pero el movimiento medievalista aumentaba en proporción con el proceso
desclasificador. Los individuos llegaban a la desesperación, y con facilidad se pasaba
de la amarga frustración a la destrucción vandálica.
Baley se esforzaba desesperadamente por acercarse a la puerta.
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Incidente en una zapatería
La parte interior de la tienda se encontraba más vacía que la calle, afuera. El gerente,
con previsión encomiable, había ordenado que se elevara la barrera de fuerza desde
muy al principio, impidiendo que perturbadores potenciales penetrasen en el
establecimiento. También servía para que los protagonistas de la discusión no
escapasen, aunque eso era de menor importancia.
Baley pasó por la puerta de fuerza empleando su neutralizador de funcionario.
Cuando menos se lo esperaba se percató de que R. Daneel le seguía. El robot se
guardaba en el bolsillo su propio neutralizador, muy delgado, mucho más pequeño y
más eficaz que el modelo oficial de la policía.
El gerente corrió hacia ellos de inmediato, elevando la voz al hablar:
—Oficiales, mis dependientes me los asignó la ciudad. Estoy totalmente en mis
derechos.
Tres robots permanecían en pie en la parte posterior de la tienda. Seis mujeres,
también en pie, se alineaban junto a la puerta de fuerza.
—Muy bien, ahora —ordenó Baley con sequedad—. ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué
todo ese trastorno?
Una de las mujeres chilló molestísima:
—Vine aquí a comprar zapatos. ¿Por qué no me puede atender un dependiente
como es debido? ¿No soy acaso respetable?
El rojo encendido de su semblante encolerizado ocultaba de modo imperfecto la
exageración del maquillaje.
—La atenderé yo mismo, si es necesario —explicó el gerente—. Pero no me es
posible dedicarme a todas al mismo tiempo, oficial. No hay nada de malo con mis
empleados. Tengo en mi poder sus tarjetas específicas y sus talones de garantía…
—Tarjetas específicas —gritó la mujer. Luego se echó a reír y se volvió hacia las
demás—: ¡Escuchad! No son hombres ni son empleados. ¡Son robots! Y les roban el
trabajo a los hombres. Por eso el Gobierno los protege siempre. Trabajan por nada, y,
con motivo de eso, las familias se ven obligadas a vivir en los arrabales y a comer
cruda la pasta de levadura. Si yo mandara, destruiríamos a todos los robots. ¡Se lo
aseguro!
Las otras hablaban farfullando, confusas, y como fondo se oía el tumulto
creciente de la muchedumbre al otro lado de la puerta.
Baley era consciente de que R. Daneel Olivaw estaba allí. Miró a los
dependientes. Eran de manufactura terrestre, y del modelo más barato. Inofensivos
por sí mismos, como grupo eran terriblemente peligrosos.
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Baley se preguntaba si R. Daneel no estaría capacitado para reemplazar a un
individuo ordinario, de la secreta, C-5. Hasta lograba distinguir los arrabales,
mientras pensaba en eso. Recordaba con precisión a su padre.
Su padre había sido físico nuclear. Prodújose un accidente en la planta de energía,
y su padre hubo de soportar la culpa. Lo desclasificaron. Baley ignoraba los detalles;
todo eso sucedió cuando tenía un año.
Pero sí recordaba su niñez. No se acordaba de su madre para nada, porque no
sobrevivió largo tiempo. Del padre sí, y muy bien: un hombre deshecho, melancólico
y perdido, que hablaba en ocasiones de su pasado con frases roncas y entrecortadas.
Murió, todavía desclasificado, cuando Lije contaba ocho años de edad. El joven
Baley y sus dos hermanas mayores se cambiaron al orfanato, pues el hermano de su
madre, el tío Boris, se encontraba demasiado pobre de por sí para impedirlo. Y fue
muy duro ingresar en la escuela careciendo de privilegios para facilitar el camino.
Y ahora se encontraba en medio de un tumulto creciente dispuesto a golpear y
dominar a unos seres que únicamente temían la desclasificación, tal como le ocurría a
él mismo.
Sin levantar la voz, se dirigió a la mujer que ya había hablado:
—No provoque problemas, señora. Los dependientes no le hacen a usted ningún
daño.
—Claro que no —vociferó la mujer—. Ni tampoco lo voy a permitir. No quiero
que me toquen con sus fríos dedos grasientos. Vine aquí para ser tratada como un ser
humano. Como ciudadana, me asiste el derecho de que me atiendan seres humanos. Y
además hay un par de chiquillos que me esperan para cenar.
—Bueno, vea —reanudó Baley, sintiendo que se le agriaba el buen humor—, si
hubiese usted permitido que la atendieran, ya podría estar con los suyos. Está
causando problemas por una insignificancia. Vamos, pues.
—Conque sí, ¿eh? —La mujer se mostró irritada—. Quizá se cree usted que me
puede hablar como si yo fuera basura. Acaso sea ya hora de que el Gobierno se dé
cuenta de que los robots no son la gran maravilla de la Tierra. Yo soy una mujer que
trabaja como la que más, y me asisten mis derechos…
La mujer siguió perorando y Baley se sintió atrapado y aburrido. La situación se
le escapaba de las manos. Aun cuando la mujer consintiera en que la atendiesen, la
multitud que aguardaba se enardecía hasta el grado de provocar cualquier incidente
desagradable.
Afuera había por lo menos un centenar de personas. Desde que los policías
penetraran en la tienda, el grupo había aumentado al doble.
—¿Cuál es el procedimiento usual en estos casos? —preguntó R. Daneel, de
pronto.
—Éste es un caso inusitado —replicó Baley.
—¿Qué dice la ley?
—Los robots son dependientes legalizados. Nada hay de ilegal en todo esto.
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Hablaban cuchicheando. Baley pretendía aparecer oficial y amenazador. Olivaw,
como siempre, no denotaba nada con su expresión.
—En ese caso —insinuó R. Daneel—, ordénale a la mujer que permita que se le
atienda o que se vaya.
Baley levantó una comisura de sus labios y dijo:
—Es una turba con la que tenemos que enfrentarnos. Hay que llamar a una
patrulla antitumultos.
—Debería bastar la orden de un representante de la ley —protestó Daneel, y
volviéndose hacia el gerente le dijo—: Abra la puerta, señor.
El brazo de Baley se adelantó para tomar a R. Daneel del hombro y hacerlo girar
sobre sí mismo. Detuvo el ademán. Si dos hombres representativos de la ley se
disputaban abiertamente, era indudable que no se lograría una solución pacífica.
El gerente pretendió negarse; levantó la vista hacia Baley pero éste no se atrevió a
enfrentar su mirada. Entonces R. Daneel repitió, sin inmutarse:
—Se lo ordeno a usted con la autoridad de la ley.
El gerente gimió, retorciéndose las manos:
—Haré responsable a la ciudad por daños y perjuicios a mis muebles y a mis
mercancías. Deseo hacer constar que hago esto porque se me ordena.
La barrera de fuerza descendió; hombres y mujeres se precipitaron adentro. Hubo
una vociferación feliz y general. Se creyeron que habían obtenido la victoria.
Baley había oído hablar de tumultos semejantes. Hasta había presenciado uno de
ellos: había visto cómo levantaban a los robots entre una docena de manos. Los
hombres tironeaban y retorcían a las imitaciones de ellos mismos. Usaban martillos,
llaves de tuercas y pistoletes de agua. Por último, aquellos objetos miserables y
carísimos quedaban reducidos a tiras de metal y alambres. Los cerebros positrónicos,
la creación más complicada de la mente humana, eran arrojados de mano en mano
como pelotas de fútbol, y aplastados hasta quedar inútiles en un breve lapso.
Entonces, con el genio destructivo desencadenado con tanto alborozo, la
muchedumbre se volvía en busca de otras cosas que pudieran también reducir a
fragmentos.
Los dependientes robots no pretendían tener conocimiento de nada de esto; pero
chillaban a medida que la multitud se aglomeraba, y levantaban los brazos para
cubrirse los rostros como en un esfuerzo primitivo para ocultarse. La mujer que
iniciara todo este escándalo, atemorizada al ver el incremento que tomó tan
repentinamente, más allá de cuanto se atrevió a imaginar, murmuraba:
—Vamos, calma; vamos, calma.
Nadie le hizo caso y la voz se convirtió en un chillido sin significado alguno. El
gerente también gritaba:
—¡Deténgalos, oficial, deténgalos!
R. Daneel habló. Sin esfuerzo aparente, su voz se elevó de pronto varios tonos
más fuerte que cualquiera emisión humana hubiese logrado obtener.
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—Al siguiente hombre que se mueva le disparo —informó el impávido
R. Daneel.
—¡Agárrenlo! —gritó alguien en la parte de atrás.
Pero nadie se movió.
R. Daneel se subió ágilmente en una silla, y de ahí saltó sobre un mostrador
Transtex. La fluorescencia coloreada que surgía por entre las rendijas de película
molecular polarizada le transformaron el semblante terso y frío en algo ultraterreno.
El cuadro se mantuvo así mientras R. Daneel aguardaba, con apariencia tranquila.
Anunció:
—Voy armado de un desintegrador de los más efectivos. Lo usaré y mataré a
muchísimos de entre ustedes antes de que se apoderen de mí…, quizás a la mayoría.
Y hablo en serio… ¿Verdad que estoy serio?
Hubo un movimiento en los extremos; pero no aumentó ya el grupo. Si algunos
recién llegados se detenían aún por curiosidad, otros se apresuraban a retirarse. Los
más cercanos a R. Daneel mantenían la respiración, tratando desesperadamente de no
inclinarse hacia delante, impelidos por la presión de la masa de tanto cuerpo como
había a sus espaldas.
Entre un inesperado exceso de sollozos, la mujer que inició el tumulto gritó:
—Nos va a matar. Yo no hice nada malo. ¡Déjeme salir!
Al volverse se enfrentó con una muralla inmóvil de hombres y mujeres
aglomerados. Cayó de rodillas. El movimiento de retroceso de la muchedumbre se
acrecentó.
R. Daneel saltó del mostrador al suelo y explicó:
—Ahora me voy a dirigir a la puerta. Dispararé contra todo quien me toque. En
cuanto a esta mujer…
—No, no —vociferó la mujer que inició el tumulto—. Le digo a usted que no hice
nada malo. Ya no quiero nada de zapatos. Lo único que deseo es irme para mi casa.
—Esta mujer permanecerá aquí —ordenó Daneel—. Se le atenderá.
Dio un paso hacia delante.
La multitud lo miró como atontada. Baley cerró los ojos.
No daría resultado. Él no lo creía. Pudo haber detenido a R. Daneel desde un
principio. Pudo en cualquier instante haber llamado a un patrullero. Había permitido
que R. Daneel tomase la responsabilidad, en lugar de asumirla él, y se había sentido
relevado. Cuando intentó confesarse a sí mismo que la personalidad de R. Daneel
dominaba la situación, lo invadió un repentino menosprecio.
No se producía ningún ruido insólito; ni gritos, ni maldiciones, ni gemidos, ni
vociferaciones. Entreabrió los ojos.
El grupo se estaba dispersando.
El gerente se calmaba; ajustábase la desarreglada chaqueta, alisándose el cabello,
mascullando amenazas furiosas en contra de la muchedumbre que desaparecía.
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Oyó el silbato terso y apagado de un coche patrulla que se detenía al llegar junto a
la puerta.
El gerente le tiró de la manga.
—Espero que no tengamos más dificultades, oficial.
—No las habrá —repuso Baley.
Fue fácil desembarazarse del coche de la policía. Habían venido en respuesta a
llamadas frenéticas de que se aglomeraba la gente en la calle. Desconocían toda clase
de detalles, y podían ver por sí mismos que la calle se hallaba despejada. R. Daneel se
hizo a un lado y no demostró señal alguna de interés en lo que Baley explicaba a los
hombres del coche-patrulla, disminuyendo la importancia del acontecimiento y
olvidándose por completo de la parte que en él tomó R. Daneel.
Después de ello, atrajo a R. Daneel a un lado, contra una de las columnas de acero
y cemento del edificio.
—Escúchame —dijo—, no trato de robarte tus méritos, ¿me comprendes bien?
—¿Robarme mis méritos? ¿Es uno de los modismos de la Tierra?
—No informé de la parte que tú tomaste.
—No conozco todas las costumbres de ustedes. En mi universo, un informe
completo es lo usual; pero quizá no suceda lo mismo aquí. En todo caso, se impidió
una rebelión civil. Y eso es lo único importante de todo, ¿verdad?
—¿Conque sí? Mira, escúchame. —Baley trató de aparentar la máxima energía
posible, aún viéndose en la necesidad de hablar en murmullos furiosos—. No lo
vuelvas a hacer.
—¿No volver a insistir en el cumplimiento de la ley? Si no hago eso, ¿cuál es
entonces mi cometido?
—No vuelvas a amenazar a un ser humano con un desintegrador.
—No hubiese disparado bajo ninguna circunstancia, Elijah, como sabes
perfectamente. Soy incapaz de dañar a ningún ser humano. Pero, como has podido
comprobar, no tuve necesidad de disparar. Ni siquiera pensé que tuviese que hacerlo.
—Pues fue una gran suerte el que no tuvieras que disparar. No vuelvas a correr el
riesgo en ninguna otra ocasión. Yo pude haber adoptado la actitud melodramática que
tú…
—¿Actitud melodramática? ¿Qué quieres decir?
—No te preocupes. Trata de buscar el sentido de lo que te estoy diciendo.
También yo pude haber sacado un desintegrador para amenazar a esa turba. Traigo mi
desintegrador. Pero eso no justifica que lo deba usar en casos como ésos; y tú
tampoco, por supuesto. Era más seguro llamar a un coche patrulla que recurrir a esos
heroísmos individuales.
R. Daneel se quedó meditabundo. Concluyó por menear la cabeza.
—Se me figura que estás equivocado, socio Elijah. Mis informes respecto a las
características humanas de aquí, entre los habitantes de la Tierra, incluyen los datos
precisos que, a diferencia de los hombres de los Mundos Exteriores, éstos están
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educados, desde su nacimiento, en la aceptación ciega de la autoridad.
Aparentemente, tal es el resultado de su manera de vivir. Como te demostré, sólo se
necesitó un firme representante de la autoridad. Tu propio deseo de que viniera un
coche patrulla era la expresión de tu inclinación instintiva que busca una autoridad
superior que lo desembarace de cualquier responsabilidad. En mi propio mundo, por
otra parte, confieso que lo que llevé a cabo hubiese sido totalmente injustificado.
El semblante alargado de Baley estaba encendido de rabia.
—Si te hubiesen reconocido como a un robot…
—Yo tenía la seguridad de que no.
—En todo caso, recuerda que sólo eres un simple robot, como esos dependientes
en la zapatería.
—Eso es obvio.
—Y no eres un ser humano.
Baley se sentía impelido hasta la crueldad, muy en contra de su voluntad.
Al parecer, R. Daneel reflexionaba en esas palabras.
—Quizá la división entre los seres humanos y los robots —explicó— no sea tan
significativa como la que existe entre la inteligencia y la no inteligencia.
—Tal vez en tu mundo —arguyó Baley—; pero no en la Tierra.
Consultó su reloj, y apenas pudo percatarse de que se había retrasado una hora y
cuarto. Notaba su garganta seca. Pensó que R. Daneel le había ganado la primera
mano, mientras él permanecía impotente.
Pensó también en Vince Barrett, el joven a quien R. Sammy reemplazó. Y pensó
en sí mismo, en Elijah Baley, a quien R. Daneel podía reemplazar. Josafat, su padre,
por lo menos fue desclasificado a causa de un accidente que perjudicó, dañó y mató a
varias personas. Posiblemente fue culpa suya: Baley no lo sabía.
—Vámonos —ordenó Baley con brusquedad—. Tengo que llevarte a casa
conmigo.
—¿Lo ves? —observó R. Daneel—. No está bien hacer ninguna distinción que
tenga un significado inferior a la inteli…
—Muy bien —elevó Baley la voz, interrumpiendo—. El asunto queda concluido.
Jessie nos aguarda. —Caminó en dirección del intercomunicador más cercano—.
Será mejor que la llame y le diga que vamos en camino.
—¿Quién es Jessie?
—Mi esposa.
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Presentación en familia
Fue el nombre de Jessie lo que primero afloró a la conciencia de Elijah Baley. La
conoció en la fiesta de Navidad de la sección, allá por ’02, al amparo de una
ponchera. Había acabado sus estudios y obtenido su primer empleo en la ciudad.
Ocupaba una de las habitaciones para solteros del Departamento Comunal 122A. Era
una magnífica habitación de soltero.
Ella se hallaba sirviendo ponches.
—Soy Jessie —le dijo—. Jessie Navodny. No le conozco a usted todavía.
—Baley —repuso—, Lije Baley. Me acabo de cambiar a la sección hace pocos
días.
Tomó su copa de ponche y le sonrió mecánicamente. Le produjo la impresión de
ser una persona alegre y amigable, por lo que se quedó junto a ella. Era nuevo allí, y
se sentía solitario al estar en una fiesta donde lo único que haría era observar a los
grupos sin formar parte de ellos. Más tarde, cuando hubiesen ingurgitado suficiente
alcohol, quizá todo iría mejor.
Mientras tanto permaneció junto a la ponchera, bebiendo a pequeños sorbos y
contemplando el ir y venir de la gente.
—Yo ayudé a hacer el ponche. —La voz de la muchacha le informó desde muy
cerca—. Se lo puedo garantizar. ¿Desea más?
Baley se percató de que su pequeña copa se hallaba vacía.
—Sí —convino sonriente.
El rostro de la joven era ovalado, y no muy bonito, debido sobre todo a la nariz un
poco larga. Vestía un traje muy serio y llevaba el cabello de color castaño claro,
peinado en una serie de rizos y bucles sobre la frente.
También ella bebió a la segunda ronda, y él se sintió mejor.
—Jessie —murmuró, acariciando el nombre con la lengua—. Es un nombre muy
agradable.
—¿Sabe de qué es diminutivo?
—¿De Jessica?
—Nunca lo acertará.
—Pues no se me ocurre ningún otro.
Saltó una risita y le informó con timidez:
—Mi nombre completo es Jezabel.
Entonces fue cuando se le avivó el interés. Dejó su copa de ponche sobre la mesa
y, mirándola fijamente, le dijo:
—¿De verdad?
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—Pues claro que sí. Jezabel es mi verdadero nombre en todos los registros. A mis
padres les complacía la sonoridad de esta palabra.
Al parecer se enorgullecía de ello. Baley se preguntó muy serio:
—Mi nombre es Elijah, de Elías.
Pero ella no reaccionó. Insistió:
—Elías fue el mayor enemigo de Jezabel.
—¿Sí?
—Claro. En la Biblia.
—¡Ah, pues no lo sabía! Resulta curioso, ¿eh? Espero que aquí no tenga que ser
mi enemigo.
Desde el principio se dio cuenta de que era muy alegre, de trato cordial e incluso
bonita. Especialmente apreciaba su alborozo. Sus propios puntos de vista sardónicos
sobre la vida necesitaban ese antídoto.
Pero Jessie no parecía preocuparse por su rostro serio.
—No importa que te me presentes con aspecto de limón agrio —le confiaba—.
En realidad sé que no eres así, y me imagino que si estuvieras sonriendo siempre,
como yo lo hago, haríamos explosión al juntarnos. Tú sigue así, Lije, e impídeme que
me vaya volando.
Y fue ella quien impidió que Lije Baley se hundiera. Éste solicitó un apartamento
para pareja, y obtuvo también un permiso provisional con perspectiva de matrimonio.
Se lo mostró, diciéndole:
—¿Quieres encargarte de arreglar que me mude de «solteros», Jessie? No me
agrada vivir allí.
Posiblemente no fue la declaración más romántica, pero a Jessie le agradó.
Baley sólo recordaba una ocasión en que la alegría habitual de Jessie la abandonó
por completo. Sucedió en su primer año de matrimonio y el niño no había nacido aún.
En verdad, fue durante el mismo mes en que Bentley fue concebido. (Su clasificación
de inteligencia, su estatuto de valores genéticos y su posición en el departamento le
daban derecho a dos hijos, de los que el primero se podía concebir durante el primer
año).
Jessie había estado refunfuñando a causa de las horas extras de trabajo de Baley.
Le insinuó:
—Es muy molesto comer sola todas las noches.
—No tienes por qué —repuso Baley—. Podrías encontrarte con algún soltero
joven por ahí.
Y, por supuesto, ella se encendió.
—¿Acaso te figuras que no podría?
Tal vez fuera únicamente porque estaba cansado, o quizá porque Julius Enderby,
compañero de escuela suyo, ascendiera otro punto en la escala C de clasificaciones,
en tanto que él no. Contestó con su filo de mordacidad:
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—Supongo que sí lo puedes; pero no creo que lo intentes. ¡Ojalá te olvidaras del
nombre que te pusieron y te esforzaras en ser lo que eres en realidad!
—Seré lo que me venga en gana.
—Pretender que eres Jezabel no te llevará a ninguna parte. Si deseas saber la
verdad, el nombre no significa lo que te imaginas. La Jezabel de la Biblia fue una
esposa fiel y buena de acuerdo con sus alcances y entendimiento. No tuvo amante
alguno, que sepamos, no se mezcló en ninguna orgía y no se permitió en lo absoluto
libertades morales.
A la noche siguiente, Jessie le murmuró en voz muy baja:
—He estado leyendo la Biblia, Lije. Lo de Jezabel.
—Oh, Jessie, lo lamento mucho. Me porté como un chiquillo.
—Era una mujer malvada, Lije.
—Sus enemigos escribieron sobre ella, pero nada sabemos por ella misma.
—Mató a todos los profetas del Señor en quienes pudo poner las manos.
—Eso dicen que hizo, pero a pesar de todo sigo sosteniendo que fue un verdadero
modelo de esposa fiel…
Jessie se apartó de él roja de cólera e indignación.
—Pues a mí me parece que eres muy malo conmigo y vengativo.
Entonces él le dirigió una mirada de incomprensión total:
—¿Qué te he hecho, pues? ¿Qué te sucede? Dime.
Salió del apartamento sin responderle, y se pasó la tarde y la mitad de la noche en
los diferentes niveles del vídeo subetérico, yendo de un espectáculo en otro.
Cuando regresó halló a su marido Lije Baley aún despierto.
No le dio explicación alguna.
A Baley se le ocurrió más tarde, mucho más tarde, que había destrozado una parte
muy importante de la vida de Jessie. Su nombre le significó siempre algo
confusamente malvado para ella. Resultaba un delicioso contrapeso para un pasado
puritano. Le daba un ambiente de pecaminosidad, y ella adoraba eso.
Nunca más volvió a mencionar su nombre completo, ni a Lije ni a sus amigas, y,
como suponía Baley, quizá tampoco a sí misma. Se limitó a ser Jessie, y de ese modo
firmaba en lo sucesivo su nombre.
A medida que pasaron los días, sus relaciones regresaron al antiguo grado de
intensidad.
Sólo una vez hubo una referencia indirecta al asunto. Aconteció en el octavo mes
de su embarazo. Había dejado su puesto como ayudanta de alimentación en la cocina
seccional A-23, y se divertía en pronósticos y preparaciones para el nacimiento del
niño. Una noche le dijo:
—Si es varón, ¿qué te parece el nombre de Bentley?
Baley frunció las comisuras de los labios.
—¿Bentley Baley? ¿No te suenan los dos nombres muy iguales?
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—Pues no sé. Tiene ritmo, me imagino. Además, el chico siempre podrá escoger
otro nombre adicional que le agrade, cuando sea mayor.
—De acuerdo, entonces.
—¿Estás seguro? ¿No te gustaría mejor que le pusiéramos tu nombre, Elijah?
—¿Y que lo llamaran Júnior? No, no lo considero buena idea. Él podrá darle ese
nombre a su hijo, si lo desea.
—Hay algo… —y se detuvo.
—¿Qué es? —interrogó él tras un intervalo, levantando hacia ella la vista.
Ella esquivó la mirada, recalcando, sin embargo, con gran fuerza:
—Bentley no es nombre bíblico, ¿eh?
—No —repuso Baley—. Estoy seguro de que no lo es.
—Muy bien, entonces. Ya no me agradan los nombres bíblicos.
Y ésa fue la única insinuación que tuvo lugar, desde aquel día hasta el momento
en que Elijah Baley llegaba a su casa con el Robot Daneel Olivaw, cuando había
estado casado durante más de dieciocho años, y cuando su hijo Bentley Baley había
ya cumplido los dieciséis.
Baley se detuvo frente a la enorme doble puerta donde brillaban las grandes letras
de personal-hombres. Con otras más pequeñas seguía: subsecciones la-le. Y, sobre la
cerradura, otras más pequeñas que indicaban: «En caso de pérdida de llaves, llame al
27-101-51».
Un individuo insertó una hojita de aluminio en la cerradura. Entró y cerró tras sí
la puerta, sin pretender mantenerla abierta para que entrase Baley. Si hubiese hecho
esto, Baley se habría sentido seriamente ofendido. Debido a una costumbre muy
arraigada, los hombres no se percataban de la presencia de nadie, ni adentro ni en las
cercanías de estos lugares privados. Baley recordaba como una de las confidencias
matrimoniales más interesantes, la relativa a que Jessie le informó que la situación
era totalmente distinta en los privados para mujeres. A menudo le comentaba: «Me
encontré con Josephine Greely y me dijo…».
Y ésta fue una de las privaciones inherentes al ascenso civil. Cuando a los Baley
les concedieron permiso para el uso de un pequeño tocador en su alcoba, la vida
social de Jessie se resintió.
Sin ocultar del todo su mortificación, Baley le dijo:
—Por favor, Daneel, espérame aquí.
—¿Te vas a lavar? —preguntó R. Daneel.
Baley se avergonzó, pensando: «¡Maldito robot! Si le dieron instrucciones acerca
de todo, ¿por qué no le enseñaron buenos modales? Me tendré que hacer responsable
si le llega a decir esto a cualquier otra persona». Se apresuró a contestarle:
—Me voy a duchar. Más tarde se aglomeran muchos. Entonces perdería tiempo.
Si lo hago ahora, dispondremos de toda la noche para nosotros.
El rostro de R. Daneel se mantuvo impasible.
—¿Es parte de las costumbres sociales el que yo aguarde afuera?
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La mortificación de Baley aumentó.
—¿Para qué deseas entrar… sin objeto?
—Ah, vamos, comprendo. Sí, por supuesto. Sin embargo, Elijah, las manos se me
ensucian también, y me gustaría lavármelas.
Le mostró las palmas de las manos. Eran sonrosadas y regordetas, con las rayas
indispensables. Presentaban todas las apariencias de un trabajo excelente y
meticuloso, y estaban tan limpias como cualquiera pudiese estarlo. Baley le indicó:
—En mi departamento poseemos un lavabo.
Lo dijo con gran indiferencia, pues comprendió que cualquier petulancia se
perdería con un robot.
—Muchas gracias por tu atención. Sin embargo, creo que será preferible hacer
uso de este sitio. Si tengo que vivir con los hombres de la Tierra, mejor será adoptar
el mayor número de costumbres y actitudes.
—Entremos, pues. Y escucha, no hables con nadie ni le claves la vista a nadie. Ni
una palabra, ni una mirada fija. ¡Es la costumbre!
Soslayó en torno con rapidez y mirada pudorosa, alarmado por si alguien había
escuchado su propia conversación. Afortunadamente, ni un alma se veía en el
antecorredor.
Siguieron a lo largo de todo él, sintiéndose vagamente sucio, más allá de los
cuartos comunales a los compartimientos privados. Se preguntó cómo se las
arreglaría si le cancelaban sus privilegios.
R. Daneel aguardaba con paciencia cuando Baley volvió con el cuerpo bien
frotado, la ropa interior limpia, una camisa recién planchada y, en general, con una
sensación de mayor comodidad.
—¿Ninguna dificultad? —preguntó Baley en cuanto estuvieron en el exterior y
pudieron hablar con libertad.
—Ninguna, Elijah —replicó R. Daneel.
Jessie se hallaba en el umbral, sonriendo nerviosamente. Baley la recibió con un
beso.
—Jessie —murmuró—, te presento a mi nuevo socio, el señor Daneel Olivaw.
Su esposa le tendió la mano, que R. Daneel estrechó y soltó. Volvióse a su
marido, mirando después a R. Daneel:
—¿Tiene la amabilidad de sentarse, señor Olivaw? —dijo—. Debo hablar con mi
esposo de asuntos familiares. Será sólo un minuto.
Jessie retenía la manga de Baley. Él la siguió hacia la habitación contigua.
—No estarás herido, ¿verdad? —preguntó ella en un apresurado susurro—. He
estado preocupada desde que lo oí por la radio.
—¿Por la radio?
—Lo emitieron hará cosa de una hora. Me refiero al escándalo en la zapatería.
Informaron que dos de la secreta lo habían sofocado. Sabía que tú regresabas a casa
con un socio, y esto sucedía precisamente en nuestra subsección y en el momento
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exacto de tu regreso a casa. Me figuré que estaban minimizando los hechos y que
tú…
—Por favor, Jessie. Como puedes ver, estoy sin novedad.
Jessie se tranquilizó, no sin esfuerzo. Añadió temblorosa:
—Tu socio no pertenece a tu división, ¿verdad?
—No —repuso Baley con desagrado—. Es un extraño.
—¿Cómo habré de tratarlo?
—Como a cualquier otro. Sólo es mi socio; he ahí todo.
Lo dijo con tan poco convencimiento, que los rapidísimos ojos de Jessie se
contrajeron.
—¿Algo anda mal?
—No, nada. Ven, volvamos al recibidor. Comenzará a parecerle sospechoso
nuestro proceder.
Lije Baley sentíase un tanto incierto respecto a su apartamento. Hasta ese mismo
momento, no lo habían asaltado las dudas. De hecho, siempre se había enorgullecido
de él, pero con aquella creación de los mundos allende el espacio sentada en medio
de él, Baley se sintió de pronto dudoso. El apartamento se le presentó miserable y
amontonado.
—¡Jessie, tengo hambre! —exclamó de pronto Baley en un tono de voz
impaciente.
—Señora Baley, ¿violaría yo alguna norma establecida si le dirigiera la palabra
por su nombre? —intervino R. Daneel.
—No, por supuesto que no. Hágalo con toda libertad, y llámeme Jessie si…,
oh…, si te parece, Daneel. —Y soltó una risita.
Baley se sintió volver al salvajismo. La situación estaba poniéndose intolerable.
Jessie pensaba que R. Daneel era un hombre. La cosa se iba a exagerar hasta el punto
de vanagloriarse de él y charlar sobre él en el Personal de Mujeres. Para remate, no
era mal parecido, dentro de su impasibilidad, y Jessie sentíase halagada con su
deferencia. Imposible dejar de observarlo.
Abrióse la puerta y un jovencito entró con mucho cuidado. Sus ojos se fijaron en
R. Daneel casi al instante.
—¿Papá? —inquirió con incertidumbre.
—Mi hijo Bentley —presentó Baley, en voz baja—. Éste es el señor Olivaw.
—Tu socio, ¿no, papá? ¿Cómo está usted, señor Olivaw? —Los ojos de Bentley
se agrandaron y brillaron con intensidad—. Di, papá, ¿qué sucedió allá en la
zapatería? La radio dijo…
—No hagas preguntas ahora, Bentley —interpuso Baley, brusco.
Bentley quedó desconcertado y miró a su madre, quien le indicó que se sentara.
—¿Hiciste lo que te ordené, Bentley? —preguntó, cuando se hubo acomodado.
Sus manos se movían acariciadoras sobre sus cabellos. Eran tan oscuros como los de
su padre, e iba a tener la estatura de éste; mas todo el resto de su apariencia le
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pertenecía a ella. Tenía el rostro ovalado de Jessie; sus ojos de ágata; su manera
despreocupada de contemplar la vida.
—Claro que sí, mamá —repuso echándose un poco hacia delante para atisbar en
el doble recipiente del que emanaban sabrosos olores.
—¿Se me permite hojear estos libros-película? —interrogó de pronto R. Daneel,
desde el otro lado del cuarto.
—Por supuesto —replicó Bentley, levantándose de la mesa con una mirada
instantánea de interés reflejada en su semblante—. Son míos. Los conseguí en la
biblioteca, con un permiso especial de mi escuela. Le voy a traer mi estereoscopio. Es
magnífico. Mi papá me lo regaló en mi último cumpleaños.
Después de traérselo a R. Daneel, indagó:
—¿Se interesa usted en robots, señor Olivaw?
A Baley se le cayó la cuchara, y se inclinó para recogerla.
—Sí, Bentley, me intereso —repuso R. Daneel.
—Entonces le agradarán éstos. Todos son de robots. Tengo que escribir un ensayo
sobre ellos, para mis clases, así que me documento. Resulta un asunto muy
complicado. —Y terminó—: Yo estoy en contra.
—Siéntate, Bentley —ordenó Baley, desesperado—, y no molestes más al señor
Olivaw.
—No me molesta en absoluto. Bentley, me gustaría hablar contigo sobre este
problema en otra ocasión. Tu padre y yo estaremos sumamente atareados esta noche.
—Gracias, señor Olivaw.
«¿Atareados esta noche?», pensó Baley.
Luego, con un violento sobresalto, recordó su tarea. Reflexionó en el espaciano
que yacía muerto allá en Espaciópolis, y se percató de que, durante horas enteras,
inmerso en su propio dilema, había olvidado por completo el hecho frío y escueto del
asesinato.
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Análisis de un asesinato
Jessie se despidió de ellos. Púsose un abrigo de ceratofibra y manifestó:
—Os dejo. Sé muy bien que tenéis por delante mucho que discutir.
Hizo pasar a su hijo en cuanto abrió la puerta.
—¿A qué hora volverás, Jessie? —preguntó Baley.
—¿A qué hora deseas que regrese?
—Pues…, no hay necesidad de quedarse fuera toda la noche. ¿Por qué no
regresas a la hora acostumbrada? Como a medianoche.
Le lanzó una mirada interrogativa a R. Daneel. Éste asintió levemente con la
cabeza, excusándose:
—Lamento que…
—No tiene importancia. Nadie me exige que me vaya. Además, es mi noche para
salir con mis amigas. Ven conmigo, Bentley.
El jovenzuelo se mostró un poco rebelde.
—Caray, ¿por qué diablos debo ir yo también? No los voy a molestar.
—Haz lo que te ordeno.
—Entonces, ¿por qué no he de poder acompañarte a los etéricos?
—Porque yo voy con algunas amigas y, además, tú tienes otras cosas que hacer…
—La puerta se cerró tras ellos.
Y ahora había llegado el momento. Baley lo había estado apartando de su mente.
Pensaba: «Presentémonos primero con el robot, veamos cómo es». Luego:
«Llevémoslo a casa». Y después: «Comamos antes».
Sólo que ahora ya no había lugar para nuevas dilaciones. Por fin se veían
enfrentados al asunto del asesinato, con las complicaciones interestelares, los posibles
ascensos en la clasificación, o con una probable desgracia. Y carecía de medios de
iniciarlo, excepto recurriendo al robot en busca de ayuda.
R. Daneel indagó:
—¿Tan seguros estamos de que no nos pueden oír?
Baley levantó la vista y se le quedó mirando con sorpresa:
—Nadie escucharía lo que sucede en el apartamento de otro.
—¿No existe la costumbre de fisgar?
—Es cosa que no se hace, Daneel. Vaya, sería como suponer que…, no sé…, que
metieran el dedo en tu plato mientras estás comiendo.
—¿O que puedan cometer un asesinato?
—¿Qué?
—¿No es también contrario a las costumbres matar, Elijah?
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Baley sentía que su cólera iba en aumento.
—Mira, si hemos de ser socios, no tratemos de imitar la arrogancia de los
espacianos y sus aires de superioridad. No va contigo, R. Daneel. —Y no pudo menos
que poner énfasis en la erre.
—Mucho lamento si te herí en tus sentimientos, Elijah. Mi intención se limitaba a
indicar que, supuesto que los seres humanos se sienten, en ocasiones, capaces de
cometer un asesinato, a pesar de la costumbre, pudiesen también ser capaces de violar
esas mismas costumbres por lo que se refiere al hecho de fisgar.
—El apartamento se encuentra perfectamente aislado —informó Baley, con el
ceño fruncido aún—. No has percibido nada de nada que provenga de ninguno de los
dos apartamentos que hay a los lados, ¿verdad? Bueno, pues tampoco ellos nos oirán
a nosotros. Por otra parte, ¿a quién se le ocurriría, y por qué, figurarse que algo
importante sucede aquí?
—No hay que menospreciar al enemigo.
—Dediquémonos a nuestro trabajo —propuso Baley, encogiéndose de hombros
—. Mis informes son muy vagos, así que puedo mostrar mi mano sin ninguna
dificultad. Sé que un hombre llamado Roj Nemennuh Sarton, ciudadano del planeta
Aurora, residente de Espaciópolis, fue asesinado por alguna persona o varias, lo cual
se desconoce. Entiendo que la opinión de los espacianos es que no se trata de un
acontecimiento aislado. ¿Estoy en lo justo?
—Estás bien informado, Elijah.
—Lo relacionan con una intentona reciente para hacer fracasar un proyecto
patrocinado por espacianos para convertirnos en una sociedad integrada por humanos
y robots y según los modelos de los Mundos Exteriores. Suponen que el asesinato fue
producto de un grupo de terroristas muy bien organizados.
—Exactamente.
—Muy bien, entonces. Para empezar: ¿en qué se basa esta suposición de los
espacianos? ¿Por qué el asesinato no podría ser el trabajo de un fanático individual?
Existe en la Tierra un sentimiento antirrobotista muy fuerte: pero no hay partidos
organizados que preconicen violencias de esta especie.
—Abiertamente, quizá no, desde luego.
—Hasta una organización secreta dedicada a la destrucción de robots y de
fábricas de ellos poseería el sentido común suficiente para percatarse de que lo peor
de cuanto pudieran hacer sería cometer un asesinato en la persona de un espaciano.
Más bien parece haber sido obra de una mente desequilibrada.
R. Daneel escuchaba con muchísima atención. Al fin dijo:
—Yo también creo que el peso de las probabilidades está en contra de la teoría de
un «fanático». La persona asesinada era muy bien conocida, y el momento del crimen
se escogió con gran precisión, de modo que no cabe sino el proyecto deliberado por
parte de un grupo organizado al efecto.
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—Bueno, en ese caso, tú cuentas con mayores informes de los que han llegado a
mi conocimiento. ¡Suéltamelos!
—Tu fraseología me resulta algo oscura; pero supongo que comprendo. Será
preciso que te explique algo de los antecedentes del asunto. Sabrás que, vistas desde
Espaciópolis, las relaciones que mantenemos con la Tierra no son del todo
satisfactorias.
—¡Mala cosa! —masculló Baley.
—Se me ha dicho que, al principio, cuando se estableció Espaciópolis, se aceptó,
por parte de nuestros dirigentes y por el pueblo, que la Tierra estaría dispuesta a
adoptar la sociedad integrada que ha venido trabajando tan bien en los Mundos
Exteriores. Al principio supusimos que sólo se trataba de aguardar a que las gentes de
aquí se sobrepusieran al primer sobresalto de la novedad. Pero se ha demostrado que
no fue así. Aún con la cooperación del Gobierno terrestre y de la mayoría de los
diversos Gobiernos de las ciudades, la resistencia continuó, dificultando el progreso.
Como es natural, esto ha preocupado intensamente a nuestra población.
—Por puro altruismo, supongo.
—No del todo —repuso R. Daneel—, aunque sea muy amable de parte tuya el
atribuirles motivos tan nobles. Nuestra creencia general y muy firme es que una
Tierra saludable y modernizada sería de gran beneficio para toda la galaxia. Por lo
menos, tal es el caso respecto a nuestros habitantes de Espaciópolis. Debo confesar
que existen elementos muy poderosos que se oponen a ello en los Mundos Exteriores.
—¿Cómo? ¿Desacuerdos entre los espacianos?
—Por supuesto. No faltan quienes se figuran que una Tierra modernizada sería
una Tierra imperialista y peligrosa. Esto sucede más particularmente entre los
habitantes de los viejos mundos que se encuentran más cercanos a la Tierra, y tienen
mayores razones para acordarse de los primeros siglos de viajes interestelares,
cuando sus mundos se vieron dominados por la Tierra, política y económicamente.
—Historia antigua —suspiró Baley—. ¿Se preocupan verdaderamente?
¿Continúan quejándose todavía de los acontecimientos que ocurrieron hace mil años?
—Los humanos tienen sus propias peculiaridades —comentó R. Daneel—. No
son razonables, en muchos sentidos, como nosotros los robots, ya que sus circuitos no
se proyectan de antemano. Asimismo, se me ha dicho que esto tiene sus ventajas.
—Puede que las tenga —convino Baley con acritud.
—Tú estás en mejor posición que yo para saberlo —sugirió R. Daneel—. En todo
caso, los fracasos continuos en la Tierra han fortalecido la política de los partidos
nacionalistas de los Mundos Exteriores. Proclaman que resulta del todo evidente que
los terrícolas son muy diferentes de los espacianos, y que no se pueden amoldar a las
mismas tradiciones. Opinan que si impusiéramos robots en la Tierra,
desencadenaríamos destrucciones en la galaxia. Algo que no olvidan nunca es el
hecho de que la población de la Tierra es de ocho mil millones de habitantes,
mientras que la población total de los cincuenta Mundos Exteriores apenas llega a
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cinco mil quinientos millones. Nuestros conciudadanos aquí, especialmente el doctor
Sarton…
—¿Era doctor?
—En sociología, y especializado en robótica. Un individuo sumamente brillante.
—Comprendo. Prosigue.
—Como te decía, el doctor Sarton y los demás se percataron de que Espaciópolis
y todo cuanto significa no existiría por mucho tiempo si tales sentimientos en los
Mundos Exteriores continuaran aumentando y si nuestros continuos fracasos los
atizaban. El doctor Sarton comprendió que había llegado el momento de hacer un
esfuerzo supremo por comprender la psicología de los terrícolas. Se puede afirmar
que los individuos de la Tierra son conservadores innatos y soltar necedades sobre «la
Tierra inmutable» y «la inescrutable mente terrestre», pero de ese modo sólo se
consigue evadir el problema.
»Sarton afirmó que hablaba la ignorancia y que no podíamos enfrentarnos al
problema de los terrícolas con un proverbio o con un calmante. Preconizó que los
espacianos que trataban de rehacer esta Tierra deberían abandonar el aislamiento de
Espaciópolis y mezclarse con los terrícolas. Era preciso vivir como ellos, pensar
como ellos, ser como ellos.
—¿Los espacianos? —interrumpió Baley—. ¡Imposible!
—Tienes razón —convino R. Daneel—. A pesar de sus puntos de vista, el doctor
Sarton mismo no hubiese podido convencerse hasta el extremo de venir a ninguna de
estas ciudades, ¡y lo sabía bien! No le habría sido posible soportar la enormidad ni las
muchedumbres. Aunque le hubieran obligado a entrar amenazándolo con un
desintegrador, lo externo le habría pesado de modo tal que jamás hubiese percibido
las verdades interiores en cuya búsqueda trabajaba.
—¿Y qué me dices de su preocupación por las enfermedades? —indagó Baley—.
Me imagino que sería motivo suficiente para que nadie se arriesgara a entrar en una
ciudad.
—Cierto. El doctor Sarton justipreciaba todos estos detalles; sin embargo, insistía
en la necesidad de conocer íntimamente a los terrícolas y sus métodos de vida.
—Pues parece que se metió en un callejón sin salida.
—No del todo. Las objeciones que se refieren a la entrada en las ciudades se
refieren únicamente a los humanos del espacio. Los robots espacianos son distintos.
«¡Maldita sea, siempre se me olvida!», pensó Baley.
—¡Ah, sí! —exclamó en voz alta.
—Desde luego —reanudó R. Daneel—, nosotros somos más flexibles,
naturalmente. Por lo menos a este respecto. Se nos puede diseñar para adaptarnos a
una existencia terrestre. Si se nos construye con una similitud muy particularmente
apegada a la parte externa de lo humano, los terrícolas nos podrían aceptar, y se nos
facilitaría de ese modo un examen cercanísimo de su vida.
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—¿Entonces tú…, tú mismo…? —principió Baley, iluminado por una idea
repentina.
—Sí, soy precisamente un robot de esa clase. Durante un año, el doctor Sarton
estuvo trabajando en el diseño y construcción de robots semejantes. Yo fui el primero
de todos ellos, y el único, hasta este momento. Desgraciadamente, mi educación no
quedó completa. Se me apresuró de manera prematura en este papel, en este
personaje, como resultado del asesinato.
—Entonces, ¿no todos los robots espacianos son como tú? Algunos se ven más
como robots y menos como humanos, ¿no es así?
—Sin duda. Las apariencias exteriores dependen de las funciones del robot. Mi
propia función exige una apariencia muy humana, y por eso la poseo. Otros son
distintos, aunque sean antropoides. Con toda seguridad son mucho más humanoides
que los degradantes modelos primitivos que vi en aquella zapatería. ¿Son así todos
los robots de aquí?
—Más o menos —replicó Baley—. ¿No los apruebas?
—Por supuesto que no. Resulta por demás difícil aceptar una burda parodia de la
forma humana como al mismo nivel intelectual. ¿No pueden mejorar las fábricas sus
productos?
—Estoy seguro de que sí, Daneel. Se me figura que únicamente preferimos saber
cuándo nos las habemos con un robot y cuándo no. —Se le quedó mirando fijamente
a los ojos, cuando expresó tal cosa. Estaban húmedos y brillantes; a Baley le pareció
que su mirada era uniforme.
—Confío que con el tiempo pueda comprender esa perspectiva tuya —expresó
R. Daneel.
Por un momento Baley creyó observar cierta ironía en la frase; luego desechó la
posibilidad.
—En todo caso —prosiguió R. Daneel—, el doctor Sarton distinguió con claridad
que el caso se relacionaba con C/Fe.
—¿Qué es eso?
—Los símbolos químicos de los elementos carbono y hierro. El carbono es la
base de la vida humana, y el hierro de la vida del robot. Resulta muy sencillo hablar
de C/Fe cuando deseas expresar una cultura que combina lo mejor de las dos sobre
una base igual, aunque paralela. C/Fe simboliza una mezcla de ambos elementos, sin
prioridad.
—Creo comprender. Así pues, ese doctor Sarton se dedicaba al problema de
convertir a la Tierra en C/Fe, desde un ángulo nuevo y prometedor. Nuestros grupos
conservadores de medievalistas, como se autodenominan, se sintieron perturbados.
Tuvieron miedo de que pudiera tener éxito. Así pues, se decidieron a asesinarlo. De
ahí proviene la motivación que lo convierte en un complot perfectamente organizado
y no en una simple ofensa aislada. ¿Estoy en lo justo?
—Así me lo imagino yo también, Elijah.
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Baley silbó meditabundo, como para sí. Con sus largos dedos tamborileó
levemente sobre la mesa. Luego meneó la cabeza.
—No resulta; ¡no, no resulta!
—Perdón, no comprendo.
—Trato de imaginarme la situación. Un terrícola emprende rumbo a Espaciópolis;
se dirige al doctor Sarton; lo desintegra y luego se retira. No resulta. Estoy seguro de
que la entrada a Espaciópolis está bien guardada.
—Exacto. No existe la menor posibilidad de que algún terrícola haya cruzado
ilegalmente la frontera. Todas las salidas de la ciudad fueron sometidas a
investigaciones minuciosas. ¿Sabes cuántas hay, Elijah?
Éste negó con la cabeza, y luego trató de adivinar.
—¿Veinte?
—¡Quinientas dos!
—¿Qué?
—Originalmente, cuando la amurallaron, había muchas más. Ahora sólo quedan
funcionando quinientas dos. Aparte de los puntos de entrada para la carga aérea.
—¿Y los puntos de salida?
—Ni la menor esperanza. No los vigilan. Parece como si no existieran.
Cualquiera pudo salir en no importa qué instante, y regresar sin que nadie se
percatara de ello.
—¿Hay algo más? Me imagino que el arma desapareció.
—¡Oh, sí!
—¿Algún indicio de importancia?
—Ninguno. Hemos examinado los alrededores de Espaciópolis de cabo a rabo.
Los robots en las granjas circunvecinas resultaban inútiles como testigos. Apenas
significan un poco más que maquinaria agrícola automática, sin llegar a humanoides.
Y no había ningún ser humano.
—¿Y bien?
—Habiendo fracasado hasta ahora en Espaciópolis, trabajaremos en el otro
extremo, en la ciudad de Nueva York. Nuestro deber consiste en investigar a todos los
grupos subversivos posibles, en desmenuzar a todas las organizaciones disidentes…
—¿Cuánto tiempo has decidido emplear? —interrumpió Baley.
—Tan poco como sea posible; tanto como sea necesario.
—Bien —confesó Baley, meditabundo—, desearía que en este embrollo tuvieras
a otro socio que no fuera yo.
—Pues yo no lo deseo —replicó R. Daneel—. El comisionado habló en términos
muy elogiosos de tu lealtad y de tu capacidad.
—Fue muy amable de su parte —murmuró Baley.
—No confiamos sólo en él —aclaró R. Daneel—: Estudiamos además tu
expediente. Tú te has expresado con libertad y frecuencia en contra del uso de robots
en su departamento.
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—¿Entonces…?
—Sabemos que, si bien te disgustan los robots, trabajarás con uno de ellos si lo
consideras como un deber. Posees una aptitud de lealtad en grado extraordinario, y un
profundo respeto por las autoridades legítimas. Y eso es exactamente lo que
necesitamos. El comisionado Enderby te juzgó con precisión.
—¿No tienes tú ningún resentimiento personal por mis sentimientos contrarios a
los robots?
—Si no te impiden trabajar conmigo y ayudarme a llevar a cabo lo que se me
exige —arguyó R. Daneel—, ¿cómo me podrán importar?
Baley se sintió cohibido y contrariado. Entonces, con gran beligerancia, preguntó:
—Vaya, pues si yo salí airoso de la prueba, ¿qué hay de ti? ¿Qué te califica como
detective?
—No te entiendo.
—Se te diseñó como a una máquina coleccionadora de informes. Una imitación
antropoide para registrar los hechos de la vida humana para los espacianos…
—Lo cual significa un magnífico comienzo para una investigación.
—Un principio, quizás. Pero eso no es todo lo que se necesita, ni con mucho.
—Seguro que no; tuvieron que darle un ajuste final a mi sistema completo de
circuitos.
—Siento una enorme curiosidad por oír los detalles de lo que afirmas.
—Muy fácil. Se han dotado mis urgencias de motivos con un impulso
especialmente fuerte, con un deseo de justicia.
—¡Justicia! —exclamó Baley. De su semblante desapareció la ironía, y en su
lugar surgió una mirada indicadora de la más profunda desconfianza.
R. Daneel, volviéndose con rapidez en su sillón, se quedó mirando hacia la
puerta.
—Alguien está ahí fuera.
Sí, alguien estaba. La puerta se abrió y Jessie entró, muy pálida y con los labios
apretados.
Baley se sobresaltó.
—¿Qué sucede, Jessie? ¿Ocurre algo?
Ella permaneció allí, sin mirarle a los ojos.
—Lo siento mucho. Tenía que… —Y la voz se extinguió.
—¿Dónde está Bentley?
—Pasará la noche en la Residencia de Jóvenes.
—¿Por qué? —protestó Baley.
—Me informaste que tu socio pasaría aquí la noche. Me imaginé que necesitaría
la alcoba de Bentley.
—A mí no me hace falta, Jessie —interpuso R. Daneel.
Jessie fijó la vista en el semblante de R. Daneel, con intensidad. Baley tenía la
suya clavada en las yemas de los dedos, mohíno respecto a lo que pudiera seguir y, en
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cierto modo, incapaz de intervenir. El silencio momentáneo pesó en los tímpanos de
sus oídos y luego, como desde muy lejos, escuchó a su esposa que decía:
—Sospecho que tú eres un robot, Daneel.
—Sí, lo soy —respondió R. Daneel con un tono tan tranquilo como el de siempre.
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6
Murmullos en una alcoba
En los niveles superiores de las subsecciones más ricas de la ciudad se encuentran los
solarios naturales, en los que un tabique de cuarzo, con una pantalla movible de
metal, excluye el aire y permite la entrada a la luz del sol. Allí las esposas y las hijas
de los administradores y ejecutivos de más alto rango de la ciudad pueden
broncearse. Allí acontece algo único todas las noches: ¡oscurece!
En el resto de la ciudad sólo existen los ciclos arbitrarios de las horas.
Las luces de los apartamentos disminuyen a medida que transcurren las horas de
oscuridad, y el pulso de la ciudad se debilita. Aunque nadie pueda distinguir el
mediodía de la medianoche mediante ningún fenómeno cósmico a lo largo de las
avenidas subterráneas de la ciudad, la humanidad persiste en la muda división del
horario.
Los expresvías circulan vacíos; el ruido de la vida disminuye; la movible
muchedumbre que transita por los larguísimos callejones desaparece; la ciudad de
Nueva York yace en la sombra no advertida de la Tierra. Sus habitantes duermen.
Elijah Baley no dormía. Yacía en el lecho; ninguna luz iluminaba su apartamento.
Jessie estaba acostada a su lado, sin movimiento, en las tinieblas. No la había
sentido ni escuchado moverse.
Al otro lado de la pared se encontraba R. Daneel Olivaw.
Baley susurró:
—¡Jessie! —Y luego otra vez—: ¡Jessie!
La forma oscura junto a él se movió ligeramente.
—¿Qué quieres?
—Jessie, ¡no me lo hagas más difícil!
—Pudiste habérmelo dicho.
—¿Cómo hacerlo? Pensaba decírtelo en cuanto se me ocurriera algún modo.
Josafat, Jessie…
—¡Chissst!
El tono de la voz de Baley se convirtió en un murmullo:
—¿Cómo lo descubriste? ¿No deseas confesármelo?
Jessie se volvió hacia él. En las sombras podía sentir su penetrante mirada.
—Lije —la voz casi no llegaba a un leve soplo de aire—, ¿nos puede oír? ¿Esa
cosa?
—No, si hablamos en voz baja.
—¿Cómo lo sabes?
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Baley lo sabía. La propaganda se ocupaba en todo momento de recalcar los
hechos y milagros de los robots espacianos, su resistencia, sus sentidos aguzados, sus
servicios a la humanidad en cientos de maneras distintas y nuevas. Personalmente, él
se imaginaba que esas alabanzas fracasaban en su intento. Los terrícolas odiaban a los
robots en mayor grado precisamente por su superioridad. Susurró:
—A Daneel lo construyeron del tipo humano adrede. Buscaban que lo
aceptáramos como un ser humano, y de seguro que no posee más que sentidos
humanos. Si poseyese sentidos extraordinarios, habría un enorme peligro de que se
delatara como no humano a causa de cualquier casualidad.
Reinó el silencio otra vez.
Baley hizo un segundo intento.
—Jessie, deja las cosas tal como están. No es justo que te disgustes.
—¡Oh, Lije! No estoy disgustada, sino atemorizada. Tengo un miedo de muerte.
—¡Vamos, Jessie! ¿Por qué? No hay de qué atemorizarse. Es del todo inofensivo.
Te lo juro.
—¿No te puedes desembarazar de él, Lije?
—Sabes muy bien que no. Son asuntos oficiales del departamento. ¿Cómo podría
hacerlo?
—¿Qué clase de asuntos, Lije? Dímelo.
—¡Caray, Jessie, me sorprendes! —Le buscó la mejilla en la oscuridad, y se la
acarició. Estaba húmeda. Con la manga de su pijama le enjugó los ojos—. Vaya —
añadió con ternura—, te estás portando como una chiquilla.
—Avísales en el departamento que pongan a otro a hacerlo, sea lo que fuere. ¡Por
favor, Lije!
La voz de Baley se endureció.
—Jessie, has sido la esposa de un detective durante suficiente tiempo para saber
que una comisión es una obligación.
—Bien, pero ¿por qué tuviste que ser tú?
—Julius Enderby…
Al escuchar este nombre, Jessie se encabritó:
—Debí de habérmelo figurado. ¿Por qué no puedes soltárselo claro a Julius
Enderby que ponga a otro, por una vez siquiera, a que le haga sus trabajos cochinos?
Tú le aguantas muchísimo, Lije, y esto es precisamente lo que…
—¡Muy bien, muy bien! —murmuró él, calmándola.
Poco a poco, temblorosa todavía, se fue apaciguando.
«Nunca lo entenderá», pensó Baley.
Julius Enderby siempre fue motivo de disputas entre ellos desde que se
comprometieron como novios. Enderby iba dos cursos delante de él en la Escuela de
Estudios Administrativos de la ciudad. Fueron grandes amigos. Cuando Baley pasó
por el sinnúmero de pruebas de aptitud y de neuroanálisis, encontrándose en
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disposición para entrar en las fuerzas policíacas, allí estaba ya Enderby, en un puesto
superior de la división de detectives sin uniforme.
Baley siguió los pasos de Enderby; pero siempre a mayor distancia. A Baley le
faltaba algo que en Enderby abundaba. Éste se ajustaba a la perfección a la
maquinaria administrativa y burocrática.
El comisionado no pasaba por un gran cerebro, y Baley lo sabía. Tenía
innumerables peculiaridades infantiles, rachas intermitentes de ostentación tocante al
medievalismo, por ejemplo. Pero se comportaba muy hábilmente con los otros; no
ofendía a nadie; recibía órdenes con afabilidad; las impartía con una mezcla exacta de
suavidad y de firmeza. Hasta se llevaba bien con los espacianos. Quizá fuera un poco
más allá, y llegara a la obsequiosidad (Baley mismo no hubiera podido tratar con
ellos durante medio día sin ponerse en un estado de excitación tremenda; se
encontraba seguro de ello, aun cuando nunca en realidad hubiese hablado con un
espaciano); pero aquellos tipos confiaban en él, y eso le convertía en un individuo útil
en extremo para la ciudad.
Enderby escaló puestos con gran rapidez en el Servicio Civil y llegó al puesto de
comisionado cuando Baley apenas alcanzaba la clasificación de C-5. Baley no se
resentía del contraste, aunque sí se lamentaba de ello. Enderby no olvidó la amistad
de la edad temprana, y, en su extraña manera, trató de hacerse perdonar sus éxitos
ayudando a Baley en cuanto pudo.
El trabajo que le asignó, de socio con R. Daneel, era una muestra de ello. Se
trataba de algo difícil y desagradable; mas no cabía la menor duda de que era la
plataforma de un formidable ascenso. El comisionado pudo haberle dado la
oportunidad a otro. Aunque su propia conversación de aquella mañana acerca de que
necesitaba un favor de su parte disfrazó el hecho, se lo ocultó del todo.
Jessie jamás veía así las cosas. Cuando en el pasado se habían presentado
ocasiones semejantes, decía: «Es el índice de tu lealtad tonta. Estoy tan cansada de
escuchar a todo el mundo que te alaba porque estás rebosante del sentimiento del
deber. Piensa en ti mismo, de vez en cuando. Los de arriba nunca se preocupan por
resaltar su propio índice de lealtad».
Baley permanecía en la cama en una actitud de envaramiento vigilante, dejando
que Jessie se calmara. Tenía que pensar. Era preciso que se asegurase de sus
sospechas. Pequeños detalles se perfilaban en su mente y se iban ajustando unos a los
otros como una urdimbre.
Sintió que el colchón se hundía con un movimiento de Jessie.
—Lije, ¿por qué no renuncias?
—¡Estás loca! No puedo renunciar en medio de una comisión que se me ha
confiado. No puedo mandar al diablo asuntos de esta categoría cuando me venga en
gana. Un acto de esa naturaleza significa que lo desclasifiquen a uno por causas
justificadas. Y el Servicio Civil no acepta empleados que hayan sido desclasificados
por causas justificadas. Sólo podría hacer trabajos manuales, y tú también. Bentley
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perdería todos los estatutos hereditarios. Por amor de Dios, Jessie, ¡no sabes lo que es
eso!
—No importa —masculló.
—¡Estás loca! —Y luego de una pausa—: Dime, Jessie, ¿cómo supiste que
Daneel es un robot?
—Bueno… —empezó ella, y enmudeció. Era la tercera vez que iniciaba sus
explicaciones.
Le apretó la mano entre las suyas, deseando que hablara:
—¡Por favor, Jessie! ¿Qué temes?
—Nada, Lije. Se me ocurrió.
—Pero si no existe ni el menor indicio para que se te ocurriera, Jessie —persistió
Baley—. No te imaginaste que fuera un robot antes de salir de casa, ¿verdad?
—¡Nooo! Pero me puse a pensar…
—Vamos, Jessie, ¿qué fue?
—Bien… Escucha, Lije, las muchachas estaban hablando en el Personal. Ya sabes
cómo son. Hablando de esto, de lo otro, de todo… El rumor circula por toda la
ciudad.
—¿Por toda la ciudad? —Baley experimentó una sensación rápida y salvaje de
triunfo, o algo parecido.
—Sí. Hablaban de rumores acerca de que un robot espaciano andaba por la
ciudad. Que tenía aspecto humano y que trabajaba con la policía. Me preguntaron a
mí sobre ello: «¿No sabe nada tu Lije respecto a este asunto, Jessie?», y yo les
contesté que no. Luego nos fuimos a los etéricos y me puse a pensar sobre tu nuevo
socio. ¿Recuerdas aquellas fotografías que trajiste a casa, las que Julius Enderby
tomó en Espaciópolis para enseñarme cómo se veían los espacianos? Bueno, pues me
puse a pensar que así se veía tu socio. Y entonces me dije: «Alguien lo habrá
reconocido en la zapatería, y anda con Lije», y al momento pretexté que me dolía
mucho la cabeza… y corrí…
—Vamos, Jessie, basta, ¡basta! —interrumpió Baley—. Domínate en lo posible.
Ahora, ¿por qué estás asustada? No te da miedo Daneel. Tú te le enfrentaste cuando
llegamos a casa. Te portaste con él de una manera espléndida. Así que…
Dejó de hablar. Sentóse en la cama, con los ojos inútilmente abiertos en la
oscuridad.
Sintió que su esposa se movía a su lado. Alargó la mano; halló sus labios, y la
oprimió contra ellos. Ella luchó contra la presión, tomándolo con sus manos de la
muñeca y retirándola; mas él la apretó contra ella con mayor fuerza.
Luego, de pronto, la soltó, al oírla quejarse.
—Lo siento, Jessie —murmuró en voz ronca—. Oí ruido. Se levantó de la cama y
se calzó unos pantuflos de plastofilma que le cubrían las plantas de los pies.
—Lije, ¿adónde vas? No me dejes sola.
—No te preocupes. Sólo voy hasta la puerta.
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La película de plástico producía un sonido susurrante cuando bordeó la cama.
Entreabrió la puerta del recibidor y aguardó. No sucedió nada. Todo estaba tan
tranquilo que podía percibir el leve silbido de la respiración de Jessie que le llegaba
desde el lecho. Escuchaba hasta el ritmo sordo de su propia sangre martilleándole los
oídos.
La mano de Baley se escurrió por la abertura de la puerta. Con un impulso
insignificante apretó el conmutador que regularizaba la iluminación del techo.
La puerta principal se encontraba cerrada, y en el recibidor no percibió el menor
movimiento.
Cerró el conmutador y regresó a la cama.
Eso era todo lo que necesitaba. Las piezas se iban ajustando.
Jessie le rogaba desde el lecho, preguntándole:
—Lije, por favor, ¿qué sucede?
—No sucede nada, Jessie. Todo sigue su curso normal. Ya no se encuentra aquí.
—¿El robot? ¿Quieres decir que se ha ido? ¿Para siempre?
—No, no. Ya regresará. Y antes de que vuelva, contéstame a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿A qué le tienes miedo?
Jessie permaneció muda. Baley insistió con energía:
—Dijiste que tenías un miedo de muerte.
—A él.
—No, no le tenías miedo a él. Además, sabes perfectamente que un robot no
puede hacer daño a ningún ser humano.
—Pensé que si todos sabían que era un robot, quizá se produjesen tumultos. Que
nos matarían.
—¿Por qué matarnos a nosotros?
—Sabes muy bien lo que son los tumultos.
—Ni siquiera saben dónde está el robot.
—Pueden indagarlo.
—¿Y eso es lo que temes, un tumulto?
—Bueno, pues…
—Chissst. —Empujó a Jessie sobre la almohada. Después le acercó los labios al
oído—. Ha regresado. Ahora no hables. Todo va bien. Por la mañana se irá y no
volverá otra vez. Y no se producirá ningún tumulto. Tranquila.
Sentíase casi contento al decir esto. Le pareció que ahora sí podría dormir.
«Ningún tumulto. Tampoco desclasificación», pensó.
Y poco antes de quedarse dormido se dijo: «Ni siquiera investigación del
asesinato. Ni siquiera eso. Todo aclarado…».
Entonces se durmió.
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7
Espaciópolis
El comisionado de policía Julius Enderby limpió sus gafas con gran cuidado y se las
ajustó en la parte superior de la nariz. Luego buscó el conmutador al extremo de su
escritorio y, durante unos instantes, convirtió la puerta de su oficina en transparente
en un solo sentido.
—A propósito, ¿en dónde está?
—Me confesó que le gustaría que le enseñaran el departamento, y le dije a Jack
Tobin que le hiciera los honores.
—Espero que no le dijiste que es un robot.
—Por supuesto que no.
El comisionado no se tranquilizó. Con una mano seguía jugueteando sin objeto
con el calendario automático que mantenía sobre su escritorio.
—¿Cómo te va? —interrogó sin mirar a Baley.
—No muy bien.
—Lo siento, Lije.
—Pudiste haberme informado de que tenía un aspecto humano —le reprochó
Baley con firmeza.
El comisionado apareció muy sorprendido.
—¿No te lo dije? ¡Maldita sea, debiste de haberlo sabido! No te hubiese pedido
que se quedara en tu casa si su aspecto fuera semejante al de R. Sammy, ¿no te
parece?
—Lo sé; pero antes nunca había visto a ningún robot del estilo de ése, y usted sí.
Ni siquiera me imaginaba que tales cosas fueran posibles.
—Escúchame, Lije, lo siento mucho. Debía de habértelo dicho. Tienes razón.
Pero con el caso de este asesinato me paso el tiempo regañando a la gente sin motivo.
Este Daneel es un nuevo tipo de robot. Se encuentra todavía en período de
experimentación.
—Así me lo explicó él mismo. —Y luego, con indiferencia—: Daneel me ha
arreglado un viaje a Espaciópolis.
—¿A Espaciópolis? —gritó Enderby, y su mirada mostró una tremenda
indignación.
—Sí, porque es el siguiente paso lógico. Me gustaría ver el escenario del crimen y
hacer algunas preguntas.
Enderby meneó la cabeza.
—No creo que sea una buena idea. Nosotros ya examinamos el lugar de los
acontecimientos. Dudo mucho de que exista algo nuevo que se pueda aprender. Y son
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gente muy extraña. ¡Guantes blancos! Hay que tratarlos con guantes blancos. Tú
careces de experiencia. —Se llevó la regordeta mano a la frente y añadió, con
impaciencia y énfasis inusitado—: ¡Los odio!
Baley mostró algo de hostilidad en la voz.
—Maldita sea, el robot ha venido acá, y yo debo ir allá. Resulta bastante
desagradable compartir un asiento de primera con un robot; no me agrada la idea de
ocupar uno de segunda. Por supuesto, si usted no me considera capaz de dirigir estas
investigaciones espinosas…
—No es eso, Lije. No se trata de ti, sino de los espacianos. No sabes cómo son.
—Bueno, pues, entonces, comisionado —y Baley acentuó el fruncimiento del
entrecejo—, supongamos que viene usted con nosotros. —Tenía la mano
descansando en la rodilla, y dos de los dedos se cruzaron automáticamente en signo
cabalístico.
Los ojos del comisionado se abrieron enormes.
—No, Lije. No iré allí; no me pidas que vaya. —Parecía como si le costase
trabajo pescar las palabras que se le iban. Prosiguió, con mayor calma y con una
sonrisa poco convincente—: Aquí hay muchísimo trabajo, ¿sabes? Tengo un montón
de asuntos pendientes.
Baley lo contempló un rato, reflexionando.
—Le voy a sugerir otra cosa. ¿Por qué no interviene usted en el asunto mediante
tridimensión? Durante algún tiempo, ¿comprende? Por si necesito ayuda.
—Ah, sí, me figuro que eso sí lo puedo hacer —replicó con una total falta de
entusiasmo.
—Bien. —Baley consultó el reloj de pared y se levantó—. Le llamaré más tarde.
Al salir de la oficina mantuvo la puerta abierta una fracción de segundo más de lo
necesario. Vio la cabeza del comisionado que se inclinaba sobre el escritorio en busca
de apoyo. Y el detective casi hubiera podido jurar que escuchó un sollozo.
Baley meditó sobre lo que acababa de acontecer. Hasta cierto punto, la actitud de
Enderby no le había sorprendido. Ya suponía que le opondrían resistencia al intento
de su propia parte para viajar a Espaciópolis. A menudo había escuchado que el
comisionado se extendía acerca de las dificultades de tratar con los espacianos;
acerca de los peligros de permitir que alguien que no fuera un negociador
experimentado tuviese trato con ellos, incluso en lo relativo a insignificancias.
Sin embargo, nunca concibió que el comisionado cediese con tanta facilidad. Se
figuró que por lo menos Enderby insistiría en acompañarlo. La urgencia de cualquier
otro trabajo carecía de significado si se la comparaba con la importancia de este
problema.
Y eso no era lo que Baley deseaba. Al contrario, quería exactamente lo que había
conseguido. Buscaba que el comisionado estuviese presente con personificación
tridimensional, de modo que pudiera asistir a los procedimientos desde un punto
protegido.
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Y la seguridad era el punto clave. Baley necesitaba de un testigo al que no se le
pudiese eliminar inmediatamente. Necesitaba por lo menos eso como garantía
mínima de su propia seguridad.
El comisionado había convenido en ello de inmediato. Baley recordó el sollozo de
despedida y pensó: «Ese pobre hombre está metido en esto más de lo que alcanza a
resolver».
Baley oyó una voz alborozada y borrosa a la altura de su hombro. Se sobresaltó.
—¿Qué demonios quieres? —preguntó frenético.
La sonrisa en el semblante de R. Sammy permaneció fija, inmóvil como la de un
idiota.
—Jack me ordenó que te dijera que Daneel está listo, Lije.
—Bueno, y lárgate de aquí.
Frunció el ceño a la espalda del robot que se alejaba. No había nada tan irritante
como el tener esa maquinaria torpe de metal dirigiéndole siempre la palabra por su
nombre y tuteándolo. Anteriormente ya se había quejado de ello al comisionado. Éste
se encogió de hombros con indiferencia y le dijo:
—No puedes disfrutar de ambas alternativas, Lije. El público insiste que los
robots de la ciudad se construyan con un circuito que produzca amistad profunda. Tú
le simpatizas mucho; por lo tanto, te llama con el nombre más amistoso que está a su
alcance.
¡Circuito amistoso! No se podía construir ningún robot que pudiera hacerle daño
a un ser humano. Era la primera ley de la robótica: Ningún robot causará daño a un
ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal.
Ningún cerebro positrónico se construía sin esa advertencia incorporada en sus
circuitos básicos. Ningún desarreglo concebible la podía desalojar. No hacía falta
ajustarle circuitos especiales de amistad.
Y, con todo, el comisionado tenía razón. La desconfianza de los terrícolas hacia
los robots era algo rayano en lo irracional, y los circuitos amistosos habían por fuerza
de ser incorporados, del mismo modo que todos los robots sonreían del mismo modo
mecánico. Por lo menos, en la Tierra.
En cambio, R. Daneel nunca sonreía.
Baley se puso en pie, suspirando. Pensó: «Espaciópolis, siguiente parada… ¡Tal
vez la última!».
Las fuerzas policíacas de la ciudad, así como ciertos funcionarios de alto nivel,
podían todavía hacer uso de coches patrulla individuales por los corredores de la
ciudad, y hasta a lo largo de los caminos antiguos subterráneos que estaban
prohibidos para el tránsito a pie. A cada instante, los liberales presentaban solicitudes
pidiendo que esas pistas de automóviles se transformaran en campos de recreo para
los niños, en nuevas colonias para el comercio o en ramales de los expresvías o
localvías.
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Sin embargo, resultaba indispensable que hubiese algún medio para que las
fuerzas de la ciudad se movilizaran con la mayor velocidad posible hasta el punto
requerido. Ni pensar que se inventara un sustituto para esos caminos, y tampoco
existía.
Baley había viajado por ellos varias veces; pero su vacío desolador siempre lo
deprimía en exceso. Parecían hallarse a un millón de kilómetros de la pulsación de la
ciudad, cordial y viviente. Se extendían como gusanos ciegos y huecos ante los ojos,
al estar él sentado ante el volante y los controles del coche-patrulla. Abríanse
continuadamente a nuevas extensiones al deslizarse en torno a esta o aquella curva.
Tras ellos, lo sabía aun sin mirar, otro gusano ciego y hueco se contraía y se cerraba,
en sentido contrario. El camino se encontraba muy bien iluminado; pero la claridad
carecía de significado en este silencio y en esta soledad.
R. Daneel no hizo nada por romper ese silencio o por llenar ese vacío. Miraba
enfrente, tan poco impresionado por la soledad de los corredores como por la
multitud del expresvía.
En cierto momento, acompañados del sonido de la sirena del coche-patrulla,
emergieron del camino y entraron gradualmente en el carril para vehículos del
corredor de la ciudad. A unos doscientos metros viraron en dirección a los tranquilos
corredores que conducían a la misma entrada de Espaciópolis.
Les estaban esperando. Era evidente que los guardias conocían a R. Daneel de
vista, y, aun cuando fueran humanos, lo saludaron con un movimiento de cabeza, sin
el menor indicio de repugnancia.
Uno de ellos se aproximó a Baley y lo saludó con cortesía perfecta, al estilo
militar. Era alto y grave, aun cuando no el absoluto dechado físico de un espaciano
representado por R. Daneel. Le pidió:
—Por favor, su tarjeta de identificación, señor.
Lo examinaron con rapidez, pero a conciencia. Baley observó que el guardia
usaba guantes color carne, y traía un pequeñísimo aunque visible filtro en cada una de
las ventanillas de la nariz.
El guardia saludó de nuevo y devolvió la tarjeta, añadiendo:
—Hay un pequeño Personal para Hombres que nos complacemos en poner a su
disposición si desea ducharse.
Surgió en la mente de Baley la posibilidad de negarse a admitir tal necesidad;
pero R. Daneel le tiró con suavidad de la manga en cuanto el guardia se hubo retirado
un paso, indicándole:
—Se acostumbra, socio Elijah, que los habitantes de la ciudad tomen una ducha
antes de penetrar en Espaciópolis. Te informo de esto porque estoy seguro de que no
tienes el menor deseo de sentirte incómodo o de que nosotros nos lo sintamos. Debes
atender a todas las necesidades higiénicas que creas oportuno. Una vez dentro de
Espaciópolis, ya no podrás hacerlo.
—¡Pero eso es imposible! —murmuró Baley, muy cohibido.
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—Me refiero, naturalmente —explicó R. Daneel—, para los habitantes de la
ciudad…
Ante esas palabras, el semblante de Baley reflejó una sorpresa hostil. R. Daneel
continuó:
—Lamento mucho la situación; pero tal es la costumbre.
Sin replicar, Baley entró en el Personal. Sintió, más bien que verlo, a R. Daneel
que entraba tras él.
«¿Comprobándolo él mismo?», se preguntó Baley.
Durante un momento colérico, se regocijó en el pensamiento del asombro que le
preparaba Espaciópolis. De pronto, le pareció que era, en efecto, menor al que le
produciría un desintegrador en su propio pecho.
El Personal veíase pequeño, pero muy bien dispuesto y antiséptico en su limpieza.
Notó un olorcillo penetrante en el ambiente. Baley lo olfateó, dudoso al principio.
¡Ozono! Habían inundado el lugar de radiaciones ultravioleta.
Un pequeño aviso centelleaba apagándose y encendiéndose varias veces, y luego
permaneció iluminado. Leyó: «El visitante debe quitarse la ropa y los zapatos y
colocarlos en el hueco indicado».
Baley se desprendió del desintegrador y de la funda; cuando se hubo desnudado,
se lo ciñó otra vez a la cintura. Le pareció muy pesado e incómodo.
Su ropa desapareció por el hueco. El aviso iluminado se apagó. Otro se encendió
en su lugar:
«El visitante debe atender a sus necesidades personales y luego usar la ducha
señalada con una flecha».
Baley sentíase como una pieza de maquinaria que iban armando a distancia en
una cadena de producción.
Su primera reacción en cuanto entró en el pequeño cubículo de la ducha fue
cubrir con el envoltorio impermeable la funda de su desintegrador. Lo podría
desenfundar y disponer de él en menos de cinco segundos.
No había ningún tirador o gancho en que colgar su desintegrador. Ni siquiera la
ducha se notaba visible. Colocó aquél en un rincón distante de la puerta de entrada.
Apareció otro aviso luminoso: «El visitante debe mantener los brazos despegados
del cuerpo y colocarse en el círculo central con los pies en la posición indicada».
Al apoyar allí los pies el letrero desapareció. Seguidamente una ducha espumosa
y cosquilleante lo bañó. Sintió que el agua lo inundaba aún hasta bajo las plantas de
los pies. Duró un minuto, y se le enrojeció la piel bajo las fuerzas combinadas del
calor y de la presión, a la vez que los pulmones buscaban aire en aquella humedad
tibia. Después siguió otro minuto de ducha fresca, a presión baja, y, por último, un
minuto de aire caliente que lo dejó seco y muy refrescado.
Recogió su desintegrador junto con la correspondiente funda, y se percató que
también ellos estaban secos y calientes. Se lo ciñó a la cintura y salió fuera del
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cubículo. R. Daneel aparecía en la entrada de otra ducha contigua. Por supuesto que
R. Daneel no era habitante de la ciudad; pero sí había recogido polvo de ella.
De manera casi automática, Baley desvió la vista. Luego pensó que las
costumbres de R. Daneel no se asemejaban en nada a las de la ciudad y se esforzó
para mirarle. Sus labios temblaron al esbozar una sonrisa. El parecido de R. Daneel
con los humanos no se limitaba sólo a su rostro y a sus manos, sino a todo su cuerpo.
Baley desanduvo el camino que había seguido desde que entró en el Personal. Sus
ropas dobladas con gran cuidado, exhalaban un agradable y tibio olor a limpio.
Otro aviso decía: «El visitante debe vestirse y colocar la mano en el lugar
indicado».
Así lo hizo Baley. Experimentó un cosquilleo perceptible en la yema del dedo
corazón al colocarlo sobre la superficie limpia y lechosa. Levantó la mano con
rapidez y se encontró con una pequeñísima gota de sangre que dejó de fluir mientras
la estaba observando.
Se la sacudió, oprimiéndose el dedo. Ni así volvió a manar otra gota.
Resultaba evidente que iban a analizar su sangre. La duda hizo presa en él. Estaba
seguro de que su examen anual de rutina, efectuado por los doctores del
departamento, no se llevaba a cabo con la misma exactitud ni con el mismo
conocimiento que utilizaban esos fabricantes de robots de los espacios exteriores. No
le agradaba mucho la idea de una investigación demasiado a fondo del estado de su
salud.
El tiempo de la espera le pareció excesivamente largo a Baley; cuando volvió a
aparecer el letrero iluminado, pudo leer: «El visitante puede salir».
Baley lanzó un gran suspiro de alivio. Avanzó bajo un arco y dos varillas de metal
se cruzaron ante él. Escrito en el aire luminoso, leyó las siguientes palabras: «El
visitante debe detenerse».
—¡Qué diablos…! —exclamó Baley, olvidando que todavía se encontraba en el
Personal.
La voz de R. Daneel resonó en su oído:
—Me figuro que los buscadores percibieron algún elemento de fuerza. ¿Traes tu
desintegrador, Elijah?
Baley viró sobre sí mismo, rojo de cólera. Por dos veces seguidas trató de hablar,
hasta que, al fin, pudo vociferar:
—Un funcionario de la policía trae siempre consigo su desintegrador.
Era la primera vez que había hablado en un Personal, por decirlo así, desde la
edad de diez años. Aquello sucedió en presencia de su tío Boris, y se limitó a ser una
queja automática cuando se golpeó el pulgar del pie. El tío Boris bien que lo había
castigado cuando llegaron a casa, amonestándolo sobre las conveniencias de la
decencia pública. R. Daneel se limitó a decir:
—Ningún visitante puede andar armado. Es nuestra costumbre, Elijah. Hasta tu
propio comisionado deja su desintegrador siempre que viene de visita.
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En otras circunstancias, Baley hubiera dado media vuelta para regresar, para
alejarse de Espaciópolis y del robot. Ahora, sin embargo, se hallaba casi como loco
de deseos por seguir adelante su proyecto primitivo y, de este modo, obtener su
venganza hasta el límite.
Pensó que éste era el examen médico sin asperezas que había remplazado al más
detallado de los días lejanos. Pudo entonces entender, podía entender con creces la
indignación y las furias que se desencadenaron y condujeron a los Tumultos de la
Barrera en su juventud.
No sin ira, Baley se desabrochó el cinturón de su desintegrador. R. Daneel lo
tomó de sus manos y lo colocó en un hueco de la pared. Una plaquita de metal muy
delgada se levantó para ocultarlo.
—Si oprimes tu pulgar en esa depresión —le informó R. Daneel—, sólo tu pulgar
podrá volverla a abrir más tarde.
Baley sintió como si le desnudaran, como en la ducha. Dirigióse al punto en que
las varillas lo habían detenido antes y, por último, salió del Personal.
De nuevo se encontraba en un corredor; mas aquí se advertía un elemento extraño
y nuevo. Muy hacia adelante, la luz poseía una calidad que no le era familiar. Sintió
una vaharada contra el rostro y, automáticamente, se imaginó que había pasado junto
a él un coche-patrulla.
R. Daneel debió de leer su intranquilidad en el semblante, porque le explicó:
—Ahora ya estás al aire libre, Elijah; y no está acondicionado.
Baley se sintió ligeramente enfermo. ¿Cómo podían los espacianos ser tan
cuidadosos, de manera tan rígida, por lo que toca a un cuerpo humano, sólo porque
provenía de la ciudad, y, al mismo tiempo, respirar el aire sucio de los campos al
descubierto? Instintivamente apretó las ventanillas de su nariz, como si de este modo
pudiera librarlas de modo más efectivo del aire que le penetraba. R. Daneel dijo:
—Me parece que te vas a encontrar con que el aire libre no es nocivo para la
salud humana.
—Así lo espero —repuso Baley con voz débil.
Las corrientes de la atmósfera contra el rostro le molestaban. Seguro que las
experimentaba muy suaves, pero errátiles. Y eso le incomodaba en demasía.
Y llegó lo peor. El corredor se abría hasta la inmensidad azul, y, al aproximarse a
su extremo, una fortísima claridad blanca lo inundaba todo. Baley había visto la luz
del sol. Estuvo una vez en un solario natural, pero allá un cristal protector
circunscribía el espacio, y la propia imagen del sol se refractaba en una luminosidad
generalizada. Aquí, en cambio, todo se hallaba al descubierto.
Automáticamente levantó la vista al sol, y después la retiró. Los ojos
deslumbrados le parpadeaban y le lloraban.
Un espaciano se aproximó a ellos y la inquietud se apoderó de Baley.
Sin embargo, R. Daneel avanzó con la mano extendida a saludar al hombre que
llegaba. El espaciano se volvió a Baley diciendo:
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—¿Tiene la amabilidad de acompañarme, señor? Yo soy el doctor Han Fastolfe.
Las cosas se presentaban mejor dentro de uno de los domos. Baley se quedó
perplejo por el tamaño de aquellas habitaciones, y por la manera en que distribuían el
espacio sin prestarle atención; pero agradeció la sensación del aire acondicionado.
Sentándose y cruzando las piernas, Fastolfe indicó:
—Supongo que preferirá el aire acondicionado, ¿verdad?
Parecía muy amigable. Finas arrugas le cruzaban la frente, y ciertas bolsitas se le
formaban bajo los ojos y también bajo la barbilla. El cabello le raleaba mas no
mostraba señal alguna de encanecer. Sus enormes orejas le sobresalían de la cabeza,
dándole una apariencia ordinaria y humorística que consolaba a Baley.
Aquella misma mañana, Baley había contemplado las fotografías de Espaciópolis
que Enderby había tomado. Los espacianos de aquellas fotografías se parecían a los
que de vez en cuando se retrataban en los libros-películas: altos, de cabellos rojos,
graves, fríamente bien parecidos. Como el mismo R. Daneel Olivaw, por ejemplo.
R. Daneel le iba nombrando los espacianos a Baley, y cuando éste le preguntó de
repente, señalando con sorpresa:
—Ése eres tú, ¿verdad?
—No, Elijah —le replicó el robot—. Ése es mi constructor, el doctor Sarton. —Y
lo dijo sin ninguna emoción.
—¿Te hicieron a imagen y semejanza de tu creador? —interrogó con sarcasmo
Baley: mas no hubo respuesta alguna a su pulla y, en realidad, Baley apenas si
esperaba ninguna. La Biblia, según sabía bien, circulaba en círculos muy restringidos
en los Mundos Exteriores.
Y ahora Baley contemplaba a Han Fastolfe, un hombre que en su apariencia se
desviaba de modo muy visible de la norma espaciana, y el terrícola abrigó una
gratitud muy comprensible por ello.
—¿Me permite que le ofrezca de comer? —inquirió Fastolfe.
Señaló la mesa que separaba a él y a R. Daneel del terrícola. Lo único que
aparecía allí era una fuente de esferoides de diversos colores. Baley se quedó
vagamente sorprendido. Se imaginaba que se reducían a adornos, como un centro de
mesa. R. Daneel explicó:
—Éstos son los frutos de la vida natural de una planta que crece en Aurora. Le
sugiero que la pruebe. Tiene por nombre «manzana», y la reputan como muy
agradable al paladar.
El doctor Han Fastolfe sonrió con benignidad:
—R. Daneel no los conoce por experiencia personal, por supuesto; pero tiene
muchísima razón.
Baley se llevó una manzana a la boca. La superficie era roja y verde. Se notaba
fresca al tacto y poseía un aroma leve y apetitoso. Le hincó el diente, y el inesperado
sabor agrio le destempló los dientes.
«Confío en que por lo menos la habrán lavado», pensó.
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—Permítame presentarme un poco más específicamente —sugirió Fastolfe—.
Estoy encargado de la investigación del asesinato del doctor Sarton, por parte de
Espaciópolis, así como el comisionado Enderby lo está por parte de la ciudad. Si le
puedo ser de alguna utilidad, cuente conmigo. Nos sentimos tan ansiosos por llegar a
una solución tranquila de este problema, por obtener que se eviten idénticos
incidentes en lo futuro, como el que más en toda la Administración de Nueva York.
—Gracias, doctor Fastolfe —repuso Baley—. Estimo en lo que vale su actitud y
su ofrecimiento.
Mordió en el centro mismo de la manzana y se saltaron dentro de la boca
pequeños ovoides duros y negros. De modo automático resopló. Salieron disparados
y cayeron al suelo. Uno hubiese dado en la pierna del doctor Fastolfe a no ser porque
el espaciano la retiró con rapidez.
Baley enrojeció de rubor, y se dispuso a inclinarse.
—Está bien, señor Baley —le manifestó Fastolfe con humor agradable—.
Déjelos, se lo suplico.
Baley se enderezó. Dejó la manzana, un tanto confuso y cohibido. Tenía la
incómoda sensación de que, en cuanto se alejase de ahí, buscarían las pequeñas
partículas y las recogerían mediante un succionador; el recipiente de la fruta lo
quemarían o lo arrumbarían en algún sitio distante de Espaciópolis; hasta la
habitación en que se hallaban la desinfectarían.
Bruscamente, trató de ocultar su malestar.
—Me agradaría solicitar permiso para que el comisionado Enderby asistiese a
nuestra conferencia mediante la personificación tridimensional.
El entrecejo de Fastolfe se frunció, y luego ascendió.
—Por supuesto, si así lo desea. Daneel, ¿quieres establecer comunicación?
Baley permaneció sentado, todavía con mayor incomodidad, hasta que la
superficie brillante del enorme paralelepípedo, en uno de los rincones del aposento,
se iluminara y mostrara al comisionado Enderby y parte de su escritorio. De pronto
cesó todo malestar, y Baley sintió algo muy parecido al afecto por aquella figura
familiar, y un vivo deseo de hallarse de regreso y en seguridad en aquella oficina con
él o en cualquier otro sitio de la ciudad, sin importarle cuál. Hasta en la parte menos
agradable de los distritos de levadura de Jersey.
Ahora que ya contaba con su testigo, Baley no vio razón alguna para su tardanza.
Por lo tanto, informó:
—Creo que he penetrado ya el misterio que rodea la muerte del doctor Sarton.
Con el rabillo del ojo vio a Enderby que se ponía en pie, como impulsado por un
resorte, al tiempo que alcanzaba a sostener (esta vez con éxito) las gafas que se le
caían. Una vez en esa posición, el comisionado sacó la cabeza fuera de los límites del
receptor tridimensional, y se vio obligado a sentarse de nuevo, con el rostro
encendido y sin habla.
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De manera mucho más tranquila, la cabeza del doctor Fastolfe se inclinó hacia un
lado para mostrar su sobresalto u ocultarlo. Sólo R. Daneel permaneció impasible.
—¿Pretende usted decirnos que conoce al asesino? —profirió por fin Fastolfe.
—No —replicó Baley—. Afirmo que no hubo asesinato.
—¿Qué? —gritó Enderby.
—Un momento, comisionado Enderby —interpuso Fastolfe, levantando la mano.
Miró fríamente a Baley—: ¿Pretende sugerirnos que el doctor Sarton está vivo?
—Sí, señor, y me imagino que sé en dónde está.
—¿En dónde?
—¡Ahí! —replicó Baley, y con gran firmeza apuntó el dedo acusador en la
dirección de R. Daneel Olivaw.
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Debate acerca de un robot
En ese preciso instante, Baley tenía clara conciencia del golpe de su propio pulso. Le
parecía como si el tiempo se hubiese detenido. La expresión de R. Daneel se hallaba,
como siempre, vacía de toda emoción. En cuanto a Han Fastolfe, sólo mostraba una
moderada sorpresa.
Sin embargo, la reacción del comisionado Julius Enderby era la que más le
preocupaba a Baley. El receptor tridimensional del que emergía el rostro asombrado
no permitía una reproducción perfecta. Siempre existía aquel débil parpadeo y una
resolución que no era la ideal. Debido a esas imperfecciones y también a la distorsión
ocasionada por las gafas del comisionado, sus ojos resultaban ilegibles.
«No desfallezcas, Julius. Te necesito con verdadera urgencia», pensó Baley.
No pensaba realmente que Fastolfe obrara con precipitación o impelido por algún
impulso emocional. En alguna parte había leído que los espacianos carecían de
religión pero que la sustituían con un intelectualismo frío y flemático sublimado que
alcanzaba la altura de una filosofía. Creía firmemente en ello, y con ello contaba.
Tendrían como norma obrar muy despacio, y siempre sobre la base de la razón.
Si se hubiese hallado solo entre ellos, y hubiera dicho tal cosa, seguro estaba que
nunca habría vuelto a la ciudad. Los proyectos de los espacianos les importaban
mucho más que la vida de un habitante de la ciudad. Inventarían cualquier excusa que
darle a Julius Enderby. Quizás hasta presentarían su cadáver al comisionado,
moverían la cabeza y sugerirían algo así como una conspiración llevada a cabo por un
terrícola. El comisionado tendría que creerles. Era su idiosincrasia. Aunque odiaba a
los espacianos, era un odio fundado en el temor. No se atrevería a mostrar su
descrédito.
Por eso necesitaba que fuese testigo presencial de los acontecimientos; un testigo,
además, a salvo de las bien calculadas medidas de seguridad de los espacianos.
Se escuchó la voz sofocada del comisionado:
—Lije, estás equivocado. Yo vi con mis propios ojos el cadáver del doctor Sarton.
—Usted vio los restos carbonizados de alguien cuyo cadáver le dijeron que era el
del doctor Sarton —replicó Baley con audacia. Recordó, ceñudo, el incidente de las
gafas rotas del comisionado, incidente que resultó favorable para los espacianos.
—No, Lije, no, de ninguna manera. Observé bien al doctor Sarton, y la cabeza no
resultó dañada. ¡Era él! —El comisionado se llevó la mano a los anteojos,
intranquilo, como si intentase recordar, y añadió—: Lo miré con todo cuidado, con
gran minuciosidad.
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—Y, ¿qué me dice de éste, comisionado? —preguntó Baley señalando a
R. Daneel de nuevo—. ¿Se parece al doctor Sarton?
—Sí, del mismo modo que se le parecería una estatua.
—Es fácil asumir una actitud sin expresión alguna, comisionado. Supongamos
que fue un robot el que vio usted totalmente desintegrado. Me dice que lo observó
con detenimiento. ¿Lo hizo con suficiente atención como para ver si la superficie
carbonizada al borde de la desintegración era en realidad tejido orgánico
descompuesto o una capa de carbonización superpuesta deliberadamente sobre metal
fundido?
El comisionado apareció molestísimo. Replicó:
—Te estás poniendo ridículo, Baley.
Éste se volvió al espaciano:
—¿Estaría usted dispuesto a que se exhumara el cuerpo para que lo examinemos,
doctor Fastolfe?
—Ordinariamente —empezó el doctor Fastolfe con una sonrisa— no opondría
ninguna objeción, señor Baley; pero mucho me temo que nosotros no enterramos a
nuestros muertos. Entre nosotros, la cremación es una costumbre universal.
—Muy conveniente.
—Dígame, señor Baley —pidió el doctor Fastolfe—, ¿cómo llegó usted a esta
conclusión tan extraordinaria?
Baley reflexionó: «No se da por vencido. Se mostrará jactancioso». Replicó con
cautela:
—No fue difícil. Para imitar a un robot hace falta algo más que adoptar una
expresión y un tono carentes de emoción. Los hombres de los Mundos Exteriores
acostumbrados a los robots, los tienen que aceptar casi como seres humanos y se han
quedado ciegos a las diferencias que existen. Allí en la Tierra, en cambio, tenemos
plena conciencia de lo que es un robot.
»Pues bien, en primer lugar, R. Daneel es un ser humano magnífico para ser un
robot. Mi primera impresión de él fue que era un espaciano. Me costó gran esfuerzo
aceptar que era un robot. Y, por supuesto, la razón radicaba en que se trata de un
espaciano, no de un robot.
R. Daneel lo interrumpió, sin dejar muestra alguna de que fuera él precisamente el
tema del debate. Manifestó:
—Como te expliqué, socio Elijah, se me diseñó para ocupar un lugar provisional
dentro de una sociedad humana. Mi parecido a la humanidad fue intencional.
—¿Hasta en la duplicación cuidadosa de las partes del cuerpo que están siempre
cubiertas con ropas? —interrogó Baley—. ¿Hasta en la duplicación de órganos que
en un robot carecen de función?
La voz de Enderby resonó de pronto:
—¿Cómo te percataste de eso?
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—No pude impedirlo… —tartamudeó Baley enrojeciendo—, en el…, al estar en
el Personal.
Enderby apareció como muy escandalizado.
—Desde luego comprenderán ustedes —interpuso Fastolfe— que un parecido
debe ser absoluto para que resulte de utilidad.
—¿Puedo fumar? —indagó Baley repentinamente.
Iba cabalgando en un torrente impetuoso de audacia y necesitaba el alivio del
tabaco. Después de todo, se estaba enfrentando a los espacianos. Les haría tragar
íntegras sus propias mentiras.
—Mucho lo lamento —repuso Fastolfe—; pero preferiría que usted no lo hiciera.
Tratábase de una «preferencia» con fuerza de orden.
«Por supuesto que no —pensó con amargura—. Enderby no me lo advirtió,
porque él no fuma; pero resultó obvio. Es consecuencia natural. No fuman en sus
Mundos Exteriores higiénicos, ni beben, ni adquieren ninguno de los vicios humanos.
Ya no me extraña que acepten robots en su maldecida sociedad C/Fe. Ni hay por qué
asombrarse de que R. Daneel pueda representar el papel de un robot tan bien como lo
hace. Aquí los dos son robots».
—El parecido tan exacto es sólo un punto entre otros muchos —siguió Baley—.
Lo advertí durante un tumulto en el que nos encontramos, cuando íbamos a mi casa.
(Tuvo que señalarlo con el índice. No se podía decidir a llamarlo ni R. Daneel ni
doctor Sarton). Fue él quien calmó la trifulca, y lo hizo apuntándoles con un
desintegrador, amenazando a los escandalosos en potencia.
—¡Santo Dios! —exclamó Enderby con energía—. ¡El informe indicaba que
fuiste tú…!
—Lo sé, comisionado —convino Baley—. El informe se basó en los datos que yo
proporcioné. No quise que constara en los registros que un robot había amenazado
con desintegrar a un grupo de hombres y mujeres.
—No, no, naturalmente que no. —Resultaba evidente que Enderby se sentía
horrorizado. Se inclinó para observar algo que se hallaba fuera del alcance del
receptor.
Baley pudo adivinar de lo que se trataba. El comisionado comprobaba que el
transmisor no estuviera conectado con otros aparatos.
—¿Toma usted eso como razón válida en su argumentación? —preguntó entonces
Fastolfe.
—Con certeza que lo es. La primera ley de la robótica manifiesta que ningún
robot puede causar daño a un ser humano.
—¡Pero R. Daneel no dañó a nadie!
—Desde luego. Hasta me indicó después que no hubiese disparado bajo ninguna
circunstancia. Con todo, ningún robot hubiese violado el espíritu de la primera ley
hasta el grado de amenazar a un hombre.
—Comprendo su razonamiento. ¿Es usted perito en robótica, señor Baley?
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—No, señor. Pero seguí un curso de robótica general y de análisis positrónico.
—Magnífico, en verdad —repuso Fastolfe, en tono agradable—; pero, vea, yo sí
soy perito en robótica, y le aseguro que la esencia de la mente de un robot se funda en
una interpretación completamente literal del universo. No reconoce el espíritu de la
primera ley, solamente su letra. Los sencillos modelos que poseen ustedes en la Tierra
pueden estar tan imbuidos con garantías adicionales que, con seguridad, sean
incapaces de amenazar a un ser humano. Un modelo adelantado del tipo de R. Daneel
es algo distinto en cualquier concepto. Si he captado la situación correctamente, la
amenaza de Daneel fue necesaria para impedir un motín. Así pues, tenía por objeto
evitarles daños a seres humanos. Estaba por lo tanto obedeciendo los postulados de la
primera ley, no violándolos.
Aunque intranquilo, Baley mantuvo una aparente calma externa. Todo se
presentaba más difícil. Sin embargo, anularía a este espaciano. Insistió:
—Usted podrá refutar uno por uno y por separado cada punto enunciado; pero
juntos producen otra impresión. Anoche, durante nuestra discusión relativa al falso
asesinato, este robot me aseguró que lo habían preparado para ser detective mediante
un nuevo impulso en sus circuitos positrónicos. Un impulso hacia la justicia, para ser
exactos.
—Y yo lo confirmo —aseveró Fastolfe—. Así se procedió con él, bajo mi propia
vigilancia, hace tres días.
—¿Un impulso hacia la justicia? Justicia, doctor Fastolfe, es una abstracción.
Sólo un ser humano es capaz de usar ese término.
—Si usted define el vocablo «justicia» de modo que sea una abstracción, le
concedo por completo la razón, señor Baley. Una comprensión humana de lo
abstracto no es posible insertársela a un cerebro positrónico, en el estado actual de
nuestros conocimientos. Sin embargo, el punto radica en lo que quiso decir R. Daneel
con el término «justicia».
—Por el contexto de nuestra conversación, buscó expresar lo que cualquier ser
humano pudiera comprender, no lo concebible para un robot.
—¿Por qué no le pide a él que nos defina la palabra, señor?
Baley sintió disminuir su confianza.
—¿Cuál es tu definición de la justicia? —preguntó, dirigiéndose al robot.
—Justicia es lo que existe cuando todas las leyes están en vigor y se aplican.
—Estupenda definición para un robot, señor Baley —exclamó Fastolfe—. El
deseo de ver que todas las leyes se cumplan quedó insertado dentro de R. Daneel. La
justicia es un término muy concreto para él, supuesto que está basada en la aplicación
de las leyes. No hay nada abstracto en ello. Lo que un ser humano puede reconocer es
que, sobre la base de un código moral abstracto, algunas leyes pueden ser malas y su
aplicación resultar injusta. ¿Qué dices tú de eso, R. Daneel?
—Una ley injusta resulta una contradicción en sus términos —repuso R. Daneel
con precisión.
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—Así es para un robot, señor Baley. ¿Lo ve? No hay por qué confundir su justicia
con la de R. Daneel.
Baley se dirigió de nuevo a R. Daneel, con énfasis, para reprocharle:
—Tú saliste anoche de mi apartamento.
—Sí, salí —respondió R. Daneel—. Si mi salida te perturbó el sueño, lo siento
mucho.
—¿Adónde fuiste?
—Al Personal de Hombres.
Por un instante Baley quedó como alelado. Se trataba de la respuesta que había
decidido que era la verdad; pero no esperaba que fuese la respuesta que R. Daneel le
daría. Sintió que un poco más de su certidumbre se le escurría; mas, con todo,
prosiguió firme en su propósito. El comisionado lo observaba todo. Baley ya no podía
retroceder ahora, por más sofismas que empleasen en contra suya. A toda costa
necesitaba mantener su posición.
—Al llegar a nuestra sección insistió en penetrar en el Personal conmigo —siguió
Baley—. Durante la noche salió de mi casa para ir de nuevo al Personal, como acaba
de admitir. Si se tratara de un hombre, yo diría que es muy lógico. Sin embargo,
como robot, esa visita carecía de objeto. Mi conclusión es que se trata de un hombre.
Fastolfe asintió. No parecía preocupado en lo más mínimo, y propuso:
—Supongamos que le preguntemos a Daneel por qué fue a visitar el Personal
anoche.
El comisionado Enderby protestó:
—Por favor, doctor Fastolfe —murmuró—, no es propio de…
—No se alarme, comisionado —le tranquilizó Fastolfe—. Estoy seguro que la
respuesta de Daneel no ofenderá su sensibilidad ni la del señor Baley. ¿Puedes
explicarlo, Daneel?
—Jessie, la esposa de Elijah —comenzó Daneel—, salió anoche del apartamento
y se despidió de mí en términos amistosos. Me resultó evidente que no había razón
alguna para no creerme un ser humano. Regresó a la casa sabiendo que yo era un
robot. La única conclusión que se presenta a la vista es que sus informes sobre ello
circulan fuera del apartamento. De ahí se sigue que alguien escuchó la conversación
que sostuve anoche con Elijah. Sólo así se pudo desvelar el secreto de mi verdadera
naturaleza y de mi identidad.
»Elijah me informó que los departamentos están muy bien aislados. Hablamos
juntos en voz muy baja. No cabe pensar en un escucha común y corriente. Y, con
todo, conocían que Elijah es un policía. Si dentro de la ciudad se trama una
conspiración lo bastante bien organizada como para haber proyectado el asesinato del
doctor Sarton, sin duda sabían que Elijah llevaba la investigación del asesinato.
Quedaría pues dentro del cuadro de posibilidades, hasta de probabilidades, que en su
apartamento hayan establecido un sistema de rayos de espionaje.
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»Después de que Elijah y Jessie se fueran a la cama, busqué por todos los
recovecos, pero no hallé ningún transmisor. Eso complicó las cosas. Un rayo dual
enfocado pudiera surtir efecto, hasta en la ausencia de transmisores; pero tal
instalación requiere un equipo muy especializado.
»El análisis de la situación me llevó a la conclusión de que el único lugar en
donde un habitante de la ciudad puede hacer casi todo, sin que se le moleste o se le
hagan preguntas, es el Personal. Allí incluso lograría colocar un rayo dual. Es
costumbre una absoluta discreción en los Personales, y los otros individuos ni
siquiera lo verían. La Sección Personal está contigua al apartamento de Elijah, así que
el factor distancia no es importante. Sería fácil usar un modelo de maleta de mano.
Entonces me dirigí al Personal para investigar el asunto.
—¿Y qué hallaste? —indagó Baley con rapidez.
—Nada, Elijah. Ni señales de un rayo dual.
—Bien, señor Baley —interpuso el doctor Fastolfe—, ¿le parece a usted esto
razonable?
La incertidumbre de Baley había desaparecido.
—Razonable hasta cierto punto; pero dista mucho de ser perfecto. Lo que él no
sabe es que mi esposa me comunicó dónde obtuvo sus datos y cuándo. Indagó que era
un robot poco después de salir de casa. Y aun entonces, el rumor ya andaba
circulando desde hacía varias horas. Así pues, el hecho que Daneel es un robot no
pudo conocerse espiando, fisgando, escuchando la conversación de nosotros dos
anoche.
—Sin embargo —recalcó el doctor Fastolfe—, su visita de noche al Personal
queda explicada, me imagino.
—Pero surge algo más que no se explica —explotó Baley—. ¿Dónde, cuándo y
cómo se difundió la noticia? ¿Cómo se supo que un robot espaciano estaba rondando
por la ciudad? Por lo que sé, sólo dos de nosotros sabíamos algo respecto a este arreo,
el comisionado y yo, y no se lo confiamos a nadie. Comisionado, ¿pudo saberlo
alguien más en el departamento?
—¡No! —contestó Enderby, con ansiedad—. Sólo nosotros y el doctor Fastolfe.
—Y él —añadió Baley, señalando al robot.
—¿Yo? —interrogó R. Daneel.
—¿Por qué no?
—Yo estuve contigo todo el tiempo, Elijah.
—¡No es cierto! —exclamó Baley con fiereza—. Yo estuve en el Personal
durante más de media hora antes de que nos dirigiéramos a mi apartamento. Entonces
fue cuando te pusiste en comunicación con tu grupo de la ciudad.
—¿Qué grupo? —preguntó Fastolfe.
—¿Qué grupo? —vino como eco casi simultáneamente de labios del comisionado
Enderby.
Baley se levantó de su asiento y, volviéndose hacia el receptor, advirtió:
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—Comisionado, deseo que escuche atentamente y que me diga si algo no
concuerda con los hechos. Informan respecto al asesinato y, por una coincidencia
curiosa, sucede precisamente cuando llega usted a Espaciópolis para asistir a una cita
con el hombre asesinado. Le presentan el cuerpo de algo que se supone humano; sin
embargo, se incinera el cadáver y a partir de ese momento ya no se puede proceder a
su examen.
»Los espacianos insisten en que un terrícola cometió el asesinato, aun cuando el
único modo con que logran fundamentar su acusación es suponer que un habitante de
la ciudad abandonó la metrópoli y se encaminó rumbo a Espaciópolis a campo
traviesa, solo y de noche. Usted sabe cuán improbable resulta eso.
»Después, envían a un supuesto robot a la ciudad; en realidad, insisten en
enviarlo. Lo primero que el robot hace es amenazar a una muchedumbre con un
desintegrador. Luego hace circular el rumor de que hay un robot espaciano en la
ciudad. El rumor es tan específico que Jessie me avisa que se sabe que está
trabajando con la policía. Eso significa que pronto se sabrá que fue el robot quien
apuntó con el desintegrador. Es posible que en estos momentos el rumor ya se esté
difundiendo en la sección de los toneles de levadura y en las plantas hidropónicas.
—Eso es imposible. ¡Imposible! —gruñó Enderby.
—No, no lo es. Exactamente eso estará sucediendo, comisionado. ¿No lo ve
usted? Existe una conspiración en la ciudad, sin duda; pero la manejan desde
Espaciópolis. Los espacianos quieren dar publicidad a un asesinato. Desean motines.
Están provocando un asalto a Espaciópolis para justificar la aparición de naves
espacianas dispuestas a ocupar las ciudades de la Tierra.
Con gran benignidad y calma, Fastolfe insinuó:
—Pudimos hacerlo cuando los Tumultos de la Barrera, hace veinticinco años.
—Entonces no estaban preparados, pero hoy sí lo están. —El corazón de Baley le
latía violentamente.
—Este complot que nos atribuye, señor Baley, resulta muy complicado. Si
deseáramos ocupar la Tierra, lo podríamos llevar a cabo de una manera mucho más
sencilla.
—Tal vez no, doctor Fastolfe. Su fingido robot me informó que las opiniones
respecto a la Tierra no se encuentran unificadas en ningún sentido a lo largo de los
Mundos Exteriores. Me figuro que, en ese momento, estaba diciendo la verdad.
Acaso una ocupación repentina no caería en casa. Acaso un incidente sea una
necesidad absoluta. Un buen incidente escandaloso.
—Como un asesinato, ¿eh? ¿Eso pretende usted? Confesará que sería preciso un
asesinato fingido. Espero que no querrá insinuar que asesinaríamos a uno de los
nuestros con objeto de crear un incidente.
—Construyeron un robot muy parecido al doctor Sarton; lo desintegraron y le
mostraron los restos al comisionado Enderby.
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—Y entonces —concluyó el doctor Fastolfe—, habiendo utilizado a R. Daneel en
la falsa investigación del asesinato fingido, tuvimos que utilizar al doctor Sarton para
personificar a R. Daneel en la falsa investigación del asesinato falso.
—Exactamente. Y le estoy diciendo a usted esto en presencia de un testigo que no
se encuentra aquí en carne y hueso, y a quien no le pueden desintegrar la existencia, y
lo bastante importante como para que le crean tanto el Gobierno de la ciudad como el
de Washington. Estaremos advertidos contra ustedes. Nuestro Gobierno informará de
ello directamente al pueblo de aquí; le expondrá la situación tal como se presenta.
¡Dudo mucho de que se tolere tal violación interestelar!
Fastolfe meneó la cabeza con impaciencia.
—Por favor, señor Baley, sea razonable. Supongamos ahora que R. Daneel es
efectivamente R. Daneel. Suponga usted que en realidad es un robot. ¿No se seguiría
de ahí que el cadáver que vio el comisionado Enderby era en efecto el del doctor
Sarton? No sería lógico considerar que el cadáver era todavía otro robot. El
comisionado Enderby conoció a R. Daneel en vías de ser construido, y puede
atestiguar el hecho de que no existía más que uno.
—El comisionado no es perito en robótica —insistió Baley—. Ustedes pudieron
poseer una docena de esos robots.
—Ciñámonos al tema, señor Baley. ¿No vendría a tierra toda la estructura de sus
razonamientos si R. Daneel resulta efectivamente R. Daneel? ¿Seguiría en la creencia
de este complot interestelar descabellado que ha estado construyendo?
—¡No es un robot! Yo digo que es un ser humano.
—Con todo, señor Baley, usted no ha investigado el problema —rebatió Fastolfe
—. Para diferenciar a un robot de un ser humano no hace falta llegar a deducciones
complicadas e inestables por cosas que dice o hace. Por ejemplo, ¿intentó clavar un
alfiler a R. Daneel?
—¿Qué? —exclamó Baley boquiabierto.
—Es una prueba muy sencilla. Su piel y su cabello parecen reales; pero ¿trató
usted de examinarlos con una lente de aumento adecuada? Además, ¿ha observado
usted que su respiración es irregular y que pueden pasar minutos durante los cuales
no respira para nada? Usted pudo hasta recoger un poco de aire expelido para medir
el contenido de dióxido de carbono. Quizás hasta intentar extraerle una muestra de su
sangre. Comprobar el pulso en la muñeca, o palpitaciones del corazón…
—Sin duda pude haber recurrido a cualquiera de esos experimentos; sin embargo,
¿cree que este pretendido robot habría permitido que me acercara con una aguja
hipodérmica, un estetoscopio o un microscopio?
—Comprendo —convino Fastolfe. Se volvió hacia R. Daneel y le hizo una seña.
R. Daneel se tocó el puño de la manga derecha de su camisa. La costura
diamagnética se entreabrió a todo lo largo de su brazo, dejando expuesto un miembro
liso, musculoso y, al parecer, enteramente humano. Su vello corto y bronceado, era
exactamente lo que uno hubiese esperado de un ser humano.
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—¿Y bien? —exclamó Baley.
R. Daneel se apretó la yema del dedo corazón derecho con el pulgar y el índice de
la mano izquierda. Baley no tuvo fuerzas para observar con exactitud y detalle las
manipulaciones que siguieron.
Al igual que la tela de la manga se abrió cuando el campo diamagnético de la
costura quedó interrumpido, del mismo modo el brazo se separó en dos.
Allí apareció, bajo una delgadísima capa de material carnoso, el gris azulado de
las varillas de acero inmaculado, de los alambres y de las articulaciones.
—¿Le interesaría examinar con mayor minuciosidad la manufactura de Daneel,
señor Baley? —preguntó el doctor Fastolfe con suma cortesía.
Baley ni siquiera pudo escuchar esas palabras, debido al zumbar de los oídos y
por el sobresalto que le causó la histérica risotada en tono agudo que lanzó el
comisionado.
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Aclaración de un espaciano
A medida que pasaban los minutos, el zumbido crecía en intensidad y ahogaba la
estridencia de la carcajada. El domo y su contenido oscilaron, al tiempo que para
Baley desaparecía la noción del tiempo.
Se encontró sentado e inmóvil, con una clara sensación de tiempo perdido. El
comisionado había desaparecido; el receptor veíase opaco, y R. Daneel estaba
sentado a su lado, apretándole la piel del brazo desnudo, en la parte superior. Baley
podía ver, apenas bajo la piel, la sombra delgada de un hipodardo. Desapareció
mientras lo observaba, disolviéndose en el fluido intercelular; de allí a la corriente
sanguínea y de ésta a todas las células de su cuerpo.
—¿Te sientes mejor, socio Elijah? —indagó R. Daneel.
Baley sí se sentía mejor. Se bajó la manga y miró a su alrededor. El doctor
Fastolfe permanecía sentado en donde estuvo, vagándole por los labios una ligera
sonrisa que suavizaba lo feo de su rostro.
—¿Me desmayé? —preguntó Baley.
—En cierto sentido, sí —repuso el doctor Fastolfe—. Me temo que recibió usted
una sorpresa mayúscula.
Todo volvió con claridad a la memoria de Baley. Tomó con rapidez el brazo más
cercano de R. Daneel; le alzó la manga hasta donde pudo, dejando al descubierto la
muñeca. Sentía carne del robot muy suave bajo sus dedos; pero debajo estaba la
dureza de algo más que el hueso.
R. Daneel dejó que su brazo descansase con facilidad en el apretón de la mano del
detective. Baley se quedó viéndolo, pellizcándolo a lo largo de la línea media.
¿Existía allí una costura?
Por supuesto, era lógico que la hubiese. Un robot, recubierto con piel sintética y
deliberadamente construido para aparecer como humano, no podría ser compuesto de
modo ordinario. Imposible que se desoldara un pecho de metal en caso de
descompostura. El cerebro no se podría atornillar y destornillar. En lugar de eso, las
diferentes partes del cuerpo mecánico estarían unidas mediante una línea de campos
micromagnéticos. Un brazo, una cabeza, un cuerpo entero podrían separarse en dos
con una presión exacta, y luego volverse a juntar al aplicar la presión contraria. Baley
levantó la cabeza:
—¿Dónde está el comisionado? —murmuró, ruborizándose de mortificación.
—Asuntos muy importantes —respondió el doctor Fastolfe—. Lo animé a que
nos dejara. Le aseguré que nos ocuparíamos de usted.
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—Ya me han atendido bastante, muchas gracias —convino Baley, sombrío—. Me
parece que nuestro asunto se terminó.
Se irguió sobre articulaciones fatigadísimas. De repente se sintió como un
anciano. Demasiado viejo para empezarlo todo de nuevo. No hacía falta mucha
imaginación para vislumbrar ese futuro.
El comisionado se encontraría medio aterrorizado y medio frenético de rabia.
Impasible, se enfrentaría con Baley, quitándose las gafas para limpiarlas cada quince
segundos. Con tono dulce (Julius Enderby casi nunca gritaba) le iría explicando
minuciosamente que los espacianos sentíanse gravemente ofendidos.
«Tú no puedes hablarles a los espacianos de ese modo, Lije. No lo permiten.
(Baley se imaginaba escuchar la voz de Enderby con toda claridad, hasta los matices
más delicados de su entonación). Te lo advertí. Imposible apreciar el daño que has
causado. Alcanzo a comprender tu punto de vista, créeme. Comprendo lo que estabas
tratando de hacer. Si fuesen terrícolas, sería diferente. Yo diría que sí, arriésgalo.
Corre el riesgo. Acorrálalos hasta que se muestren al descubierto. ¡Pero no a los
espacianos! Pudiste habérmelo dicho, Lije. Pudiste habérmelo consultado. Yo los
conozco. Los conozco por dentro y por fuera y por todas partes».
¿Y qué podría alegar Baley? ¿Que Enderby era precisamente el hombre a quien
no debía decírselo? ¿Que el proyecto suponía riesgos tremendos y que Enderby era
un hombre de prudencia infinita? ¿Que había sido Enderby mismo quien señalara los
gravísimos peligros tanto de un fracaso absoluto como de un éxito de alcance
equivocado? ¿Que el único modo de evitar la desclasificación era demostrar que la
culpabilidad radicaba precisamente en Espaciópolis…? Y Enderby contestaría:
«Será necesario redactar un informe acerca de esto, Lije. Surgirán toda clase de
repercusiones. Conozco a los espacianos, exigirán que se te retire del caso, y así será.
¿Comprendes eso, Lije? Yo, a mi vez, trataré de facilitarte las cosas. Puedes contar
conmigo. Te protegeré hasta donde sea humanamente posible».
Y Baley sabía que ésa sería la verdad exacta. El comisionado protegería hasta
donde pudiera, mas sólo hasta donde pudiera, no hasta el punto de enfurecer a un
alcalde colérico ya de por sí.
También se figuraba escuchar al alcalde:
«¡Maldita sea, Enderby! ¿Qué hay de todo esto? ¿Por qué no me consultó a mí?
¿Quién gobierna esta ciudad? ¿Por qué permitió a un robot no autorizado que
anduviera por la ciudad? ¡Y además ese maldito Baley…!».
Como mal menor, Baley podía esperar un descenso de categoría, lo cual ya era
bastante malo. Aunque el hecho de vivir en la ciudad moderna aseguraba la
posibilidad de la existencia hasta para los que se hallaban desclasificados por
completo, nadie estaba dispuesto a prescindir de los pequeños privilegios adquiridos.
La renuncia a los mismos representaba siempre un serio contratiempo.
Le interrumpió la voz urgente del doctor Fastolfe.
—Señor Baley, ¿me escucha usted?
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—¿Sí…? —parpadeó Baley. ¿Por cuánto tiempo habría permanecido allí como un
idiota petrificado?
—¿Tendría la bondad de sentarse, señor? Habiendo concluido con el asunto que
le preocupaba a usted, quizá le interese examinar algunas películas tomadas en la
escena del crimen, y los acontecimientos que siguieron inmediatamente.
—No, muchas gracias. Me llaman asuntos urgentes a la ciudad.
—Supongo que el caso del doctor Sarton ocupa un lugar preferente.
—Para mí no. Me figuro que ya nada me incumbe en este negocio. —De pronto
se notó colérico—. ¡Maldita sea!, si podía usted demostrar que R. Daneel era un
robot, ¿por qué no lo hizo?, ¿por qué llevó tan lejos semejante farsa?
—Mi estimado señor Baley, a mí me interesaron muchísimo sus deducciones. En
cuanto a que ya nada le incumbe en este asunto, lo dudo mucho. Antes de que el
comisionado nos abandonara, acordamos mantener la cooperación con usted. Estoy
seguro de que sabrá corresponder.
—¿Por qué? —preguntó Baley.
—Señor Baley, en general me he encontrado con dos clases de habitantes de la
ciudad: sediciosos y políticos. Su comisionado está acostumbrado a nosotros y nos es
útil; pero se ocupa de política. Nos dice sólo lo que nosotros deseamos oír. Nos
consiente, si comprende lo que pretendo indicarle. Ahora bien, usted vino aquí y, con
suma arrogancia, nos acusa de crímenes tremendos y trata de probarlos. Disfruté
mucho con su proceso mental. Me pareció un desarrollo esperanzador.
—¿Esperanzador? —indagó Baley con sarcasmo.
—Sí. A usted le puedo hablar con franqueza. Anoche, señor Baley, R. Daneel se
comunicó conmigo mediante subéter encubierto. Algunas peculiaridades de usted me
interesan muchísimo. Por ejemplo, está el detalle relativo a la naturaleza de los librospelícula en su apartamento. Varios de ellos tratan sobre temas históricos y
arqueológicos. Eso nos hace suponer que usted se preocupa por la sociedad humana y
que sabe algo respecto a su evolución.
—Nada impide que los detectives empleen su tiempo libre en libros-película.
—Por supuesto, y me agrada su selección de ocupaciones. Me ayudará en lo que
pretendo hacer. En primer lugar, deseo explicarle el exclusivismo de los hombres de
los Mundos Exteriores. Nosotros vivimos aquí en Espaciópolis; no visitamos la
ciudad: nos mezclamos con ustedes, habitantes de la ciudad, sólo de manera muy
rígidamente limitada. Respiramos el aire libre; pero cuando lo hacemos, nos
ajustamos filtros. Aquí estoy ahora sentado con filtros en las ventanillas de la nariz,
guantes en mis manos y un propósito inflexible de no acercarme a usted más de lo
que pueda evitar. ¿Por qué supone usted que obramos así?
—Mejor no suponer —repuso Baley.
—Si discerniera usted como lo hacen algunos de sus conciudadanos, me diría que
es porque menospreciamos a los hombres de la Tierra y evitamos rebajarnos en casta
permitiendo que su sombra caiga sobre nosotros. Mas no es ésa la razón. La
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verdadera respuesta es obvia por demás. El examen médico a que se le sometió a
usted, así como los procedimientos de limpieza, no fueron rituales, sino necesarios.
—¿Por las enfermedades?
—En efecto. Los terrícolas que colonizaron los Mundos Exteriores se encontraron
en planetas totalmente libres de bacterias terrestres y de virus. Trajeron los suyos
propios, sin duda, pero traían también las técnicas médicas y microbiológicas más
avanzadas. Se eliminaron los agentes de enfermedad y se estimuló el aumento de
bacterias simbióticas. Gradualmente, los Mundos Exteriores se vieron libres de toda
clase de enfermedades. Para no arriesgarse a una posible introducción de
enfermedades, los Mundos Exteriores hicieron cada vez más rigurosos los requisitos
para la entrada de inmigrantes terrícolas.
—¿Nunca ha padecido alguna enfermedad, doctor Fastolfe?
—No del tipo parasitario. Aunque todos estamos sujetos a enfermedades
degenerativas, nunca he padecido lo que usted llamaría un resfriado o un catarro. De
ser así posiblemente la consecuencia sería fatal. No poseo las defensas necesarias. Y
los demás, tampoco. Aquí todos corremos el mismo riesgo específico. No poseemos
las defensas naturales contra las enfermedades que invaden la Tierra. Usted mismo es
portador de los gérmenes de casi todas las enfermedades conocidas, si bien están
dominadas por los anticuerpos que su organismo ha desarrollado. Yo, en cambio,
carezco de anticuerpos. El hecho de no acercarme responde a una simple protección.
—¿Por qué no se da a conocer la razón en la Tierra?
—Somos pocos. Además, como extranjeros aparecemos antipáticos. Mantenemos
nuestra seguridad sobre la base de un prestigio muy precario como seres superiores.
No podemos confesar que tenemos miedo de aproximarnos a un terrícola, al menos
hasta que exista una mejor comprensión entre los terrícolas y los espacianos.
—Imposible en las circunstancias actuales. Precisamente los odiamos…, los
odian por su pretendida superioridad.
—Nos damos perfecta cuenta del dilema.
—¿Lo sabe el comisionado?
—Nunca se lo explicamos con claridad, aunque quizá lo adivine. Es un hombre
muy inteligente.
—Me lo habría dicho —murmuró Baley, pensativo.
El doctor Fastolfe levantó las cejas, perplejo.
—En tal caso usted no habría considerado la posibilidad de que R. Daneel fuese
un espaciano. Haciendo a un lado las dificultades psicológicas, el efecto terrible del
ruido y la multitud, subsiste el hecho escueto de que para nosotros entrar en la ciudad
equivale a una sentencia de muerte. Por ello el doctor Sarton inició su proyecto de
robots humanoides que penetrasen en la ciudad en lugar nuestro…
—Sí, R. Daneel me lo explicó.
—¿Acaso usted lo desaprueba?
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—Dígame —comenzó Baley—: ¿Por qué van ustedes a la Tierra?, ¿por qué no
nos dejan tranquilos?
El doctor Fastolfe comentó con evidente sorpresa:
—¿Se encuentran ustedes satisfechos con la vida que llevan en la Tierra? ¿Cómo
continuarán? Su población sigue aumentando. Es evidente que la Tierra se encuentra
en un callejón sin salida.
—Aguantaremos —repuso Baley.
—Las dificultades serán enormes, lo cual significa inseguridad para el futuro.
Baley se movió inquieto en su silla.
—Ya he escuchado todo esto antes. Los medievalistas desean poner fin a las
ciudades. Desean que regresemos a la tierra y la agricultura natural. Pues están locos.
No podemos hacerlo. Es imposible caminar para atrás en la historia. Por otra parte, si
la emigración a los Mundos Exteriores no estuviese restringida…
—Usted ya sabe por qué debe restringirse.
—Entonces…
—¿Y por qué no intentan una emigración a nuevos mundos? Hay millones de
estrellas en la galaxia. Se estima que existen cien millones de planetas que son
habitables o que pueden serlo.
—¡Eso es ridículo!
—¿Por qué? Los terrícolas han colonizado otros planetas en el pasado. Más de
treinta de los cincuenta Mundos Exteriores, incluso Aurora, donde yo nací, fueron
colonizados directamente por terrícolas. ¿Acaso ya no es posible la colonización?
—Bien…
—Permítame sugerir que si ya no es posible, se debe al desarrollo de la cultura de
las ciudades en la Tierra. Antes de las ciudades, la vida humana en la Tierra no era
tan especializada que no pudiesen emigrar y comenzar una nueva etapa en un mundo
primitivo. Lo hicieron treinta veces. Pero ahora los terrícolas están tan reblandecidos,
tan aprisionantes en sus bóvedas de acero, que se encuentran sujetos, apresados para
siempre. Usted, señor Baley, ni siquiera cree que un habitante de esta ciudad sea
capaz de cruzar las campiñas para llegar a Espaciópolis. Cruzar el espacio para llegar
a un nuevo mundo debe representar algo tan imposible como la cuadratura del
círculo. El civismo está arruinando la Tierra, señor.
—De ser así, ello no incumbe a su pueblo. El problema es nuestro, y nosotros lo
resolveremos. Si no, será nuestro camino particular rumbo a los infiernos.
—Mejor su propio camino al infierno que el ajeno a los cielos, ¿eh? Imagino
cómo se siente. No resulta agradable escuchar los sermones de un extraño. Y, sin
embargo, desearía que su pueblo nos pudiera sermonear a nosotros; porque asimismo
nosotros tenemos un problema similar al de ustedes.
—¿Exceso de población? —sonrió Baley con malicia.
—Similar, no idéntico. Nuestro problema es la falta de población. ¿Qué edad diría
usted que tengo yo?
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—Sesenta, presumo.
—Mejor presuma ciento sesenta.
—¿Qué?
—Ciento sesenta y tres cumpliré este año. Sí, años terrestres. Si la fortuna me
ayuda, es posible que doble esa cifra. Los hombres en Aurora, como es bien sabido,
llegan a pasar de los trescientos cincuenta años. Y el promedio de vida continúa en
aumento.
Baley contempló a R. Daneel (quien durante toda esta conversación había estado
escuchando en un silencio estólido), como si buscara en él confirmación de lo que
estaba escuchando.
—¿Cómo es posible eso? —masculló.
—En nuestra sociedad resulta práctico concentrar el estudio de la gerontología y
llevar a cabo investigaciones sobre los procesos de la edad. Nuestro promedio de
nacimiento es bajo y el aumento de la población se gobierna con rigidez.
Mantenemos una proporción definida de hombre a robot, estudiada con objeto de
proporcionarle al individuo la mayor comodidad posible. Y, como es lógico, el
desenvolvimiento de los niños se sigue con cuidado en sus defectos físicos y mentales
antes de llegar a la madurez.
—¿Quiere darme a entender que los matan si no…? —interrumpió horrorizado
Baley.
—Cuando no alcanzan los requisitos. Sin ningún dolor. La idea le asombra del
mismo modo que el crecimiento no reglamentado de los terrícolas nos sorprende a
nosotros.
—Pero sí estamos reglamentados, doctor Fastolfe. Cada familia tiene autorización
para determinado número de hijos.
El doctor Fastolfe sonrió con tolerancia.
—Sí, un determinado número de no importa qué clase de hijos; no un número
determinado de hijos sanos. Y aun así, abundan los bastardos; y la población
aumenta.
—¿Quién se atreve a juzgar cuáles niños deben vivir?
—Eso es algo complicado, y no fácil de responder con una frase. Algún día
podremos hablar de ello con detalles.
—Bien, ¿en dónde radica su problema? Al parecer, usted está satisfecho con su
sociedad.
—Resulta estable. He ahí la dificultad. ¡Muy estable!
—Nada los satisface, pues —repuso Baley—. Según usted, nuestra civilización
linda el caos, y la suya le parece demasiado estable.
—Concibo como posible lo demasiado estable. Ningún Mundo Exterior ha
colonizado otro nuevo planeta en dos siglos y medio. No existe posibilidad de
colonización en lo futuro. Nuestras existencias en los Mundos Exteriores son
demasiado largas para que se arriesguen, y muy cómodas para que las perturbemos.
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—Sin embargo, usted mismo ha ido a la Tierra, arriesgándose con ello a contraer
enfermedades.
—En efecto. Hay algunos que consideramos que para el futuro de la raza humana
vale la pena correr el riesgo de perder una vida muy prolongada. Muy pocos de entre
nosotros, lamento decirlo.
—¿Y cómo tratan los espacianos de mejorar la situación?
—Al introducir robots en la Tierra intentamos desequilibrar la economía de su
ciudad.
—¿Es ése el modo de ayudar? —Los labios de Baley temblaban—. ¿Pretende
informarme que intencionadamente están creando un creciente grupo de hombres
desplazados y desclasificados?
—No por crueldad o indiferencia, créame. Un grupo de hombres desplazados,
como usted los llama, es lo que necesitamos como núcleo colonizador. Su antiguo
territorio fue descubierto por naves equipadas con hombres salidos de las prisiones.
¿No ve que la matriz de la ciudad le ha fallado al hombre desplazado? No tiene nada
que perder, y mundos que ganar si abandona la Tierra.
—Pero no ha dado resultados…
—No, no los ha dado —convino el doctor Fastolfe con tristeza—. Hay algo que
anda mal. El resentimiento de los terrícolas por los robots cierra todas las salidas. Y,
sin embargo, estos mismos robots pueden acompañar a los humanos, allanar
dificultades en el ajuste inicial de un mundo primitivo, y hacer práctica la
colonización.
—Entonces, ¿qué? ¿Más Mundos Exteriores?
—No. Los Mundos Exteriores fueron establecidos antes de que el ciudadanismo
se extendiera en la Tierra, antes de las ciudades. Las nuevas colonias se construirán
por seres humanos que tienen la ciudad como fondo, más los principios de una
cultura C/Fe. Será una síntesis, un injerto. Tal como se presenta ahora, la estructura
misma de la Tierra se irá destruyendo, se precipitará al fondo en un futuro próximo;
los Mundos Exteriores degenerarán y decaerán lentamente en un futuro algo más
lejano; pero las nuevas colonias serán un retoño nuevo y sano, las que combinen lo
mejor de ambas culturas. Mediante su reacción sobre los mundos antiguos, incluida la
Tierra, quizá nosotros mismos ganemos una nueva vida.
—Tengo mis dudas, doctor Fastolfe. Todo está muy brumoso.
—Sí, es un sueño; pero piense acerca de él. —Bruscamente, el espaciano se puso
en pie—. Ya he empleado con usted más tiempo del que permiten nuestros
reglamentos de salubridad. ¿Tendrá a bien excusarme?
Baley y R. Daneel salieron del domo. La luz del sol, en ángulo un poco distinto y
algo más amarillenta, los bañó de nuevo. En Baley surgía un vago asombro relativo a
si la claridad solar pudiera ser diferente en otro mundo. Acaso menos ruda y brillante.
Más aceptable.
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¿Otro mundo? El espaciano feo y de orejas prominentes le había llenado la cabeza
con singulares pensamientos. ¿Habrían los doctores de Aurora mirado bien al
entonces niño Fastolfe para permitir que madurara? ¿No era demasiado feo? ¿Acaso
su criterio no incluía también la apariencia física? Cuando la fealdad se convertía en
deformidad y qué deformidades…
Mas cuando se desvaneció la luz del sol y penetraron por la primera puerta que
conducía al Personal, esa modalidad le resultó más difícil de conservar.
Baley meneó la cabeza con exasperación. Todo le pareció ridículo. ¡Obligar a los
terrícolas a emigrar, a establecer una nueva sociedad! ¡Puras tonterías! ¿Qué andarían
buscando estos malditos espacianos?
Meditó sobre ello y no llegó a ninguna conclusión.
Muy despacio, su coche-patrulla circulaba por la calzada de los vehículos. La
realidad emergía en torno a Baley. Su desintegrador le pesaba en gran manera. Por
unos instantes, en el momento en que la ciudad se le cerró en derredor, sintió
momentáneamente en la nariz un ligero y acre cosquilleo.
«La ciudad huele», pensó con sorpresa.
Pensó en los veinte millones de seres humanos amontonados entre los muros de
acero de la enorme bóveda.
El estruendo vespertino de la ciudad flotaba a su alrededor.
Aceleró el vehículo al entrar en la curva en donde se iniciaba la autopista vacía.
—Daneel —llamó.
—Sí, Elijah.
—¿Por qué el doctor Fastolfe me estuvo confiando todas esas cosas?
—Deseaba imbuirle con la importancia de la investigación. No estamos aquí
exclusivamente para resolver un asesinato; sino para salvar a Espaciópolis y, con ella,
el futuro de la raza humana.
A lo que Baley replicó con sequedad:
—Más provechoso hubiera sido dejarme examinar el lugar donde se cometió el
crimen y entrevistar a los que encontraron el cadáver.
—Dudo que hubiese obtenido nada interesante. Nosotros ya hemos examinado
los hechos con detalle.
—¿Y no obtuvieron ni un indicio, ni una sospecha? ¿Ni un presunto?
—No. La respuesta debe de estar en la ciudad. Con todo, para ser exacto, sí
consideramos un sospechoso.
—¿Quién? En nombre del diablo. ¿Quién?
—El único terrícola que estaba en escena. El comisionado Julius Enderby.
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La tarde de un detective
El coche-patrulla se desvió a un lado y se detuvo junto a la pared de la autopista. El
zumbido del motor hacía que el silencio se sintiese muerto y denso.
Baley miró al robot junto a él y le preguntó con un tono de voz
incongruentemente tranquilo:
—¿Qué?
El tiempo se dilataba mientras Baley aguardaba la respuesta. Una vibración leve y
solitaria se elevó, alcanzó un punto mínimo de percepción y luego se esfumó. Era el
rumor de otro vehículo que avanzaba próximo a ellos. En ningún instante del día o de
la noche podía considerarse vacío por completo todo el sistema de autovías, y, sin
embargo, de seguro que existían callejones individuales que nadie frecuentaba
durante años. Con claridad repentina y devastadora recordó una historieta de cuando
era joven.
Se refería a las autopistas de Londres, y comenzaba, muy pausadamente, con un
asesinato. El asesino huyó rumbo a un escondrijo escogido de antemano en un rincón
de una autovía, en cuyo polvo las huellas de sus propios zapatos representaban el
único cambio en un siglo. En ese agujero abandonado podría aguardar con seguridad
a que la búsqueda concluyese.
Pero tomó una encrucijada al revés, y en el silencio y la soledad de aquellos
corredores tortuosos lanzó un juramento desafiando a la Santísima Trinidad y a todos
los santos del cielo, porque a pesar de todos ellos llegaría a su refugio.
Desde ese momento, ninguna vuelta le resultó bien. Vagó a través de un laberinto
sin término desde el sector de Brighton en el Canal hasta Norwich, y desde Coventry
hasta Canterbury. Se enterró indefinidamente bajo la gran ciudad de Londres, a lo
largo de la esquina sudeste de la Inglaterra medieval. Sus ropas se convirtieron en
andrajos y los zapatos en tiras de cuero; sus fuerzas se consumían, mas nunca lo
abandonaron por completo. Cansado y muerto de cansancio, era incapaz de detenerse.
Lo único que podía hacer era continuar siempre hacia adelante, dando siempre
vueltas equivocadas en su absurdo avance.
A veces escuchaba el ruido de coches que pasaban, en algún corredor adyacente.
Por más que corría y se apresuraba (pues para entonces ya se hubiese entregado con
verdadero gusto), el sitio adonde llegaba se encontraba vacío. En ocasiones
vislumbraba una salida a lo lejos, que lo llevaría a la vida de la ciudad, pero aquélla
brillaba cada vez más distante a medida que se aproximaba, hasta que, al dar una
vuelta, ¡desaparecía!
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De vez en cuando, algunos londinenses que andaban por aquellos sitios
subterráneos veían una figura brumosa que cojeaba rumbo a ellos, en silencio, con un
brazo semitransparente levantado en gesto de súplica, la boca abierta y gesticulante,
mas sin producir sonido ninguno. Y, al aproximarse, saludaba y se desvanecía.
Era una historieta que había ya perdido todo atributo de ficción ordinaria y
entrado en los dominios de la leyenda. «El londinense vagabundo» se convirtió en
una expresión familiar en todo el mundo.
En las profundidades de la ciudad de Nueva York, Baley recordó la narración y se
estremeció, intranquilo.
R. Daneel habló a su vez, y hubo un pequeño eco. Decía:
—Nos pueden escuchar.
—¿Aquí? Ni por asomo. Ahora bien, ¿qué hay del comisionado?
—Se encontraba en el lugar de los acontecimientos, Elijah. Es un habitante de la
ciudad. Inevitablemente cae en la categoría de los sospechosos.
—¿Sigue siendo sospechoso?
—No. Su inocencia se comprobó con rapidez. En primer lugar, no poseía ningún
desintegrador. Imposible que lo tuviera: había entrado en Espaciópolis del modo
común y corriente. Como tú sabes muy bien, el modo ordinario de proceder elimina
los desintegradores.
—A propósito, ¿se halló el arma con que se cometió el crimen?
—No, Elijah. No hubo un solo desintegrador de Espaciópolis que no se
examinara, y ninguno había sido disparado en el curso de varias semanas. Un examen
de las cámaras de radiación resultó concluyente.
—Entonces, ocultó el arma de modo tan perfecto…
—Imposible que lo haya ocultado en Espaciópolis. Nuestras investigaciones
fueron completas.
A lo que Baley interpuso con impaciencia:
—Estoy tratando de considerar todas las posibilidades. Fue preciso que se
ocultara o el asesino se lo llevó consigo cuando huyó.
—Exactamente.
—Y si admites como única la segunda posibilidad, el comisionado queda
eliminado.
—En efecto. Además, como precaución, le practicamos el análisis cerebral.
—¿Qué?
—Por análisis cerebral se entiende la interpretación de los campos
electromagnéticos de las células vivientes del cerebro.
—¡Oh! —exclamó Baley, sin comprender—, y ¿qué indica eso?
—Nos suministra datos relativos a la conformación temperamental y emocional
de un individuo. En el caso del comisionado Enderby, nos informó que era incapaz de
matar al doctor Sarton.
—No —convino Baley—, no es el tipo. Yo pude haberles dicho eso mismo.
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—Preferimos contar con informes objetivos. Como es natural, todos los
habitantes de Espaciópolis aceptaron el análisis.
—Todos incapaces, supongo.
—Sin ninguna duda. Por ello mismo sabemos que el asesino tiene que ser un
habitante de la ciudad.
—Bueno, pues entonces todo lo que tenemos que hacer es someter a toda la
ciudad a ese pequeño y maravilloso experimento.
—No resultaría práctico, Elijah. Existirían millones que, por temperamento,
serían capaces de hacerlo.
—Millones —gruñó Baley, pensando en las muchedumbres de aquel día ya lejano
que vociferaban contra los cochinos espacianos, y en la multitud amenazante e
injuriante en el exterior de la tienda de zapatos.
«¡Pobre Julius, un sospechoso!», pensó.
Podía escuchar la voz del comisionado que describía los momentos que siguieron
al descubrimiento del cadáver.
Era brutal, ¡brutal!
Nada tiene de asombroso que con el sobresalto y la preocupación hubiese roto sus
gafas. Ni tampoco el hecho de que no deseara regresar a Espaciópolis.
—¡Los odio! —había mascullado.
¡Pobre Julius! El hombre que podía manejar a los espacianos, el hombre cuyo
mayor valor para la ciudad consistía en su habilidad para entendérselas con ellos. ¿En
qué proporción habría contribuido eso a sus rapidísimos ascensos?
Tampoco era asombroso que el comisionado hubiese deseado que Baley se
encargase del asunto. El muy fidelísimo Baley, el bueno y viejo amigo de boca
hermética. ¡Compañero de colegio! Mantendría la boca callada si llegaba a descubrir
algo de ese incidente. Baley se preguntaba cómo se efectuaría el análisis cerebral. Se
figuraba enormes electrodos, pantógrafos especiales, líneas como telas de araña,
como grafías sobre papel pautado, palancas automáticas que entraban en juego y
operaban en todo momento.
Pobre Julius. Si su estado de ánimo estuviese tan pasmado como casi tenía
derecho a estarlo, tal vez pudiera hallarse ya contemplando el final de su carrera, con
una obligada carta de renuncia a manos del alcalde.
El coche-patrulla se desvió hacia los planos inferiores colindantes al palacio
municipal.
Eran las 14:30 cuando Baley llegó a su despacho. El comisionado había salido. El
sonriente de R. Sammy no sabía a qué horas regresaría ni en dónde se encontraba.
A las 15:20, R. Sammy le dijo:
—El comisionado acaba de llegar, Lije.
—¡Gracias! —repuso Baley.
Por primera vez escuchó a R. Sammy sin sentirse molesto. Después de todo,
R. Sammy era una especie de pariente de R. Daneel, y desde luego, R. Daneel no era
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una persona —o una cosa— con la que hubiera de disgustarse. Baley se preguntó
cómo sería en un nuevo planeta con hombres y robots iniciándose al mismo tiempo
en una cultura de ciudad. Y, sin apasionamiento, reflexionó sobre la situación.
El comisionado hojeaba unos documentos cuando Baley entró.
—¡Vaya metedura de pata hiciste en Espaciópolis! —le soltó Enderby.
Y se le volvió a presentar toda la escena. El duelo verbal con Fastolfe…
Su rostro alargado adoptó una lúgubre expresión de vergüenza.
—Confieso que así fue, comisionado. Lo siento.
Enderby levantó la vista. Su expresión resultaba de astucia a través de las gafas.
Parecía seguro de sí mismo.
—¡No importa! —afirmó—. Aparentemente, Fastolfe no le dio ningún valor; así
que vamos a olvidarnos de ello. Resultan imprevisibles esos espacianos. La próxima
vez será mejor que cuando decidas convertirte en un héroe subetérico lo consultes
antes conmigo.
Baley asintió. Trató de enfocarlo todo desde el exterior. No resultó. Y por otra
parte le sorprendía que Enderby lo aceptara todo con tanta naturalidad. Pero así era.
Explicó:
—Escuche, comisionado. Necesito un apartamento para dos personas, para
Daneel y para mí. No puedo llevármelo conmigo a casa esta noche.
—¿Qué estás diciendo?
—Se ha difundido la noticia de que es un robot. ¿Lo recuerda? Posiblemente no
suceda nada; pero si estalla un tumulto o un motín, no deseo que mi familia se
encuentre metida en el escándalo. ¿De acuerdo?
—¡Tonterías, Lije! Ya he ordenado que se hagan investigaciones. No existe el
menor rumor en la ciudad.
—Jessie lo supo de algún sitio.
—Bien, pero no existe ningún rumor organizado. Nada peligroso. Me he ocupado
de comprobarlo desde el instante en que me retiré de la pantalla en el domo de
Fastolfe. Por esa razón me ausenté. Tenía que seguirle la pista, naturalmente, y con
rapidez. De todos modos, aquí están los informes. Observa tú mismo. Este informe es
de Doris Gillid. Se introdujo en media docena de Personales de Mujeres, en diversas
partes de la ciudad. Ya conoces a Doris y sabes de su competencia. Pues bien, no
descubrió nada anormal en ninguna parte.
—Entonces, ¿cómo lo supo Jessie?
—Fácil es de explicarlo. R. Daneel dio todo un espectáculo en la zapatería. Dime,
Lije, ¿apuntó en realidad con un desintegrador o tú exageraste un poco?
—Desenfundó el desintegrador… y lo apuntó.
Enderby meneó la cabeza.
—Alguien lo reconocería como robot.
—¡Un momento! —exclamó Baley indignado—. Es imposible reconocerlo como
robot.
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—¿Por qué?
—Yo no pude. ¿Acaso pudo reconocerlo usted?
—¿Y eso qué demuestra? Nosotros no somos expertos. Supongámonos que allí,
entre la multitud, hubiera un técnico de las fábricas de robots de Westchester, vamos,
un experto. Advierte algo extraño en R. Daneel, quizás en su manera de hablar o de
comportarse. Reflexiona en ello y se lo comunica a su esposa. Ella se lo confía a sus
amigos. Luego el rumor se extingue, por improbable. La gente no cree en él; sólo que
llegó a Jessie antes de apagarse.
—Puede —consintió Baley, dudoso—. ¿Y qué me dice en cuanto al apartamento
para dos?
El comisionado se encogió de hombros y levantó al audífono del
intercomunicador. Tras unos instantes, le informó:
—La sección Q-27 es la única disponible. No la considero muy distinguida.
—No importa —repuso Baley.
—A propósito, ¿en dónde está ahora R. Daneel?
—Anda por los archivos. Trata de obtener datos sobre los agitadores
medievalistas.
—¡Santo cielo, si hay millones!
—Lo sé; pero eso lo mantiene contento. Dígame, comisionado, ¿le habló el doctor
Sarton respecto al programa de Espaciópolis? Me refiero a implantar la cultura C/Fe.
—La cultura ¿qué?
—Implantar robots.
—Sí, en alguna ocasión.
El tono del comisionado no denotaba ningún interés particular.
—¿Le explicó cuál era el punto de vista de Espaciópolis?
—Oh, mejorar la salud, subir el nivel de vida. La verborrea de costumbre; no me
impresionó gran cosa. Por supuesto, asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Se trata de
seguirles la corriente y confiar que no rebasen los límites de lo razonable. Acaso
algún día…
Baley aguardó; mas el otro no se dignó acabar la frase.
—¿No le explicó nunca nada sobre emigración? —insistió Baley.
—¿Emigración? Nunca. Permitirle a un terrícola que emigre a un Mundo Exterior
sería tanto como hallar un asteroide diamantífero en los anillos de Saturno.
—Hablo de emigración a nuevos mundos.
Pero el comisionado replicó a esa afirmación con una fija mirada de incredulidad.
Baley paladeó la situación. Luego, con repentina brusquedad, espetó:
—¿Qué es el análisis cerebral? ¿Ha oído hablar de ello?
El semblante del comisionado no se inmutó: los ojos no le parpadearon. Con toda
tranquilidad, repuso:
—No, ¿qué es?
—Nada. Me llegaron vagas nociones.
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Salió de la oficina y reflexionó. Pensó que el comisionado no era tan buen actor.
A las 16:05 Baley llamó a Jessie y le dijo que esa noche no iría a casa.
—Lije, ¿hay dificultades? ¿Estás en peligro?
Un policía siempre se encuentra con cierta dosis de peligro, le explicó con
ligereza. Pero no la satisfizo.
—¿En dónde vas a estar?
—Si crees que te vas a sentir sola —le aconsejó— ve a casa de tu madre. —Y
cortó la comunicación.
A las 16:20 llamó a Washington. Le costó su tiempo conseguir al hombre que
necesitaba y convencerlo para que tomara un avión para Nueva York al siguiente día.
A las 16:40 ya lo había logrado.
A las 16:55 se dirigió al comisionado. Una sonrisa de incertidumbre cruzó su
semblante. Los del turno de día salieron en grupo. Los empleados del turno siguiente
fueron llegando y lo saludaban con diversos tonos en los que predominaba la
sorpresa.
R. Daneel llegó hasta su escritorio con un gran fajo de papeles.
—Son listas de hombres y mujeres que pueden pertenecer a organizaciones
medievalistas —dijo.
—¿Cuántos hay?
—Algo más de un millón —replicó R. Daneel—. Aquí sólo hay una parte.
—¿Crees que podrás investigar a todos, Daneel?
—Eso sería poco práctico, Elijah.
—Mira, Daneel, casi todos los terrícolas son medievalistas en una u otra forma.
El comisionado. Jessie. Yo mismo. Fíjate en el comisionado, con sus… «adornos
oculares».
Por poco se le escapa «gafas»; luego recordó que los terrícolas tenían que
apoyarse entre sí, y que debía proteger la dignidad del comisionado.
—Sí —asintió R. Daneel—, ya las advertí; pero pensé que no era delicado
mencionarlas. No he observado tales adornos en ningún otro habitante de la ciudad.
—Se trata de algo muy anticuado.
—¿Sirve de algo?
Baley cambió bruscamente de tema preguntando:
—¿Cómo obtuviste la lista?
—Me la proporcionó una máquina. Uno la programa para seleccionar
determinado tipo de delitos, y la máquina se encarga de todo lo demás. La dejé que
investigara los casos de desórdenes en que hubiera robots involucrados, y durante los
últimos veinticinco años. Otra máquina examinó todos los periódicos de la ciudad
durante el mismo período, buscando nombres comprometidos en declaraciones
contrarias a los robots o a los Mundos Exteriores. Es sorprendente lo que se puede
hacer en tres horas.
—De seguro que hay mejores aparatos en los Mundos Exteriores, ¿no es así?
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—Por supuesto.
—¿Has estado alguna vez en Aurora? —indagó de pronto Baley.
—No —repuso Daneel—, a mí me armaron en la Tierra.
—Entonces, ¿cómo sabes tanto de los Mundos Exteriores?
—Mi acervo de conocimientos proviene del que poseía el finado doctor Sarton.
Hay abundancia de material relativo a los Mundos Exteriores.
—Comprendo. ¿Puedes comer, Daneel?
—Mi fuerza motriz es nuclear. Pensé que ya lo sabías.
—Lo sé perfectamente. No te pregunté si necesitabas comer. Te pregunté si
podías comer, si podías llevarte comida a la boca, masticarla y tragarla. Me figuro
que eso sería un detalle importantísimo en tu apariencia de ser humano.
—Comprendo tu punto de vista. Sí, puedo llevar a cabo las operaciones
mecánicas de masticar y de tragar. Por supuesto, mi capacidad es muy limitada, y me
vería obligado a retirar, más tarde o más temprano, las sustancias ingeridas del lugar
que señalarías como mi estómago.
—Muy bien. Esta noche tú te dedicarás a regurgitar, o lo que sea, en la
tranquilidad de nuestro apartamento. El caso es que yo tengo hambre. Dejé de tomar
mi almuerzo, ¡maldita sea!, y te necesito conmigo cuando coma. Y resulta imposible
que te sientes allí, y no comas sin provocar atención y comentarios. Así pues, si
puedes comer, eso es cuanto necesito saber. ¡Vamos!
Las cocinas eran iguales en todos los barrios de la ciudad. Es más: Baley había
estado en Washington, Toronto, Los Ángeles, Londres y Budapest en viajes de
negocios, y también allá eran idénticas. Acaso fueron diferentes durante las épocas
medievales, cuando los idiomas variaban y los regímenes alimenticios diferían. Pero
actualmente los productos de las levaduras eran iguales en todo el mundo.
Allí estaba la triple fila, en espera, moviéndose con lentitud, convergiendo en la
puerta y dividiéndose de nuevo, a la derecha, a la izquierda, al centro. Allí, también,
el rumor de humanidad, hablando, agitándose, y el resonante choque de plástico
contra plástico. Allí, además, el brillo del símil de madera, del pulido exagerado, de
la claridad sobre cristal, las mesas largas, el vapor que casi podía tocarse en la
atmósfera recargada.
Baley avanzaba poco a poco, a medida que la fila adelantaba.
Preguntó a R. Daneel con repentina curiosidad:
—¿Puedes sonreír?
—Discúlpame, Elijah, no te oí —repuso R. Daneel, pues había estado atisbando
hacia el interior de la cocina absorto por completo.
—Te preguntaba si puedes sonreír.
R. Daneel sonrió. El gesto fue súbito y sorprendente. Los labios se le crisparon
hacia atrás, y la piel de los lados se le frunció. Sin embargo, sólo la boca sonreía. El
resto del semblante del robot permaneció inmutable.
Baley meneó la cabeza.
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—No te molestes. No te favorece en absoluto.
Hallábanse en la entrada. Los individuos introducían su bandeja en el hueco
apropiado. También ellos hicieron lo propio.
—Puré de patatas, salsa sintética de ternera y albaricoques en almíbar —comentó
Baley.
Un tenedor y dos rebanadas de pan integral de levadura surgieron en un hueco
frente a la barandilla deslizante.
—Si lo deseas puedes tomar mi parte —le murmuró R. Daneel.
Por unos instantes, eso escandalizó a Baley. Luego replicó:
—Se considera de muy mala educación. Anda, come.
Aunque intranquilo, Baley comía sin cesar. De vez en cuando observaba de
soslayo a R. Daneel. El robot comía con movimientos precisos de las mandíbulas.
Demasiado precisos. No se veía natural.
¡Cosa extraña! Ahora que Baley sabía en verdad que R. Daneel era un robot, toda
clase de pequeños detalles se lo demostraban a las claras. Por ejemplo, no había
movimiento de la manzana de Adán cuando R. Daneel tragaba.
—Elijah —indagó en cierto momento R. Daneel—, ¿es de mala educación
observar a otro individuo mientras come?
—Si te refieres a quedártelo mirando con fijeza, desde luego que sí. El más
insignificante sentido común lo indica.
—Comprendo. Y entonces, ¿por qué me es fácil contar por lo menos a ocho
personas que nos vigilan con mucho cuidado?
Baley dejó el tenedor. Dirigió una mirada en torno, como si buscara un salero.
—No advierto nada anormal.
Pero lo dijo sin convicción. La multitud de individuos no le significaba más que
un vasto conglomerado de caos entre sí. Y cuando R. Daneel le clavó la vista, con sus
ojos impersonales, Baley sospechó, con incomodidad, que no eran ojos lo que veía,
sino buscadores capaces de anotar todo un panorama en su extensión, con la exactitud
de una fotografía y en fracciones de segundo.
—Te digo que estoy del todo seguro —reiteró R. Daneel con énfasis, aunque con
calma.
—Bueno, entonces, ¿qué supones que demuestra esta conducta tan impropia?
—No sé, Elijah. Sin embargo, ¿no parece una coincidencia que seis de los
observadores estuviesen entre la multitud que anoche se amotinó frente a la
zapatería?
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La huida
Baley aprisionó con fuerza el mango del tenedor.
—¿Estás seguro? —preguntó automáticamente.
—¡Completamente! —repuso R. Daneel.
—¿Están cerca de nosotros?
—No mucho. Están dispersos.
—Muy bien, entonces.
La mente de Baley trabajaba con frenesí…
Supongamos que el incidente de anoche fuese organizado por fanáticos
antirrobotistas; que no fuese el tumulto espontáneo que parecía. Entre el grupo de
agitadores podría haber hombres que hubiesen estudiado a los robots, y alguien
identificaría a R. Daneel por lo que era, como el comisionado había sugerido.
Todo se concatenaba con lógica. Concediendo que no hubieran podido actuar de
modo coherente, quedaba aún la posibilidad de un proyecto futuro. Si podía
identificar a un robot como R. Daneel, advertiría también que el mismo Baley
pertenecía al cuerpo de policía. Un funcionario de policía en compañía inusitada con
un robot humanoide, con seguridad significaba un hombre de gran importancia en la
organización.
De ello se deducía que cualquier observador apostado en el palacio municipal (o
hasta agentes dentro del palacio municipal) descubriría a Baley, a R. Daneel o a
ambos, antes de que transcurriese mucho tiempo. Tampoco resultaba sorprendente
que lo hubiesen hecho en el curso de veinticuatro horas.
R. Daneel concluyó de comer. Aguardó sentado con las manos apoyadas en los
bordes de la mesa.
—¿No nos convendría hacer algo? —preguntó.
—Aquí en la cocina estamos a salvo —replicó Baley—; déjame a mí.
Baley dirigió una mirada en torno. Un tumulto espontáneo podía estallar en
cualquier momento.
Baley se sintió atrapado. Con toda probabilidad había agitadores apostados en la
parte exterior. Seguirían a Baley y a R. Daneel hasta un lugar apropiado, y en el
momento preciso se encendería la mecha.
—¿Por qué no detenerlos? —indagó R. Daneel.
—Porque eso principiaría más pronto la danza. Conoces sus rostros, ¿verdad?
¿No se te olvidarán?
—Soy incapaz de olvidar.
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—Entonces les echaremos el guante en otra oportunidad. Por ahora, romperemos
la red en que tratan de pescarnos. Sígueme. Haz exactamente lo que me veas hacer.
Levantóse; volvió el plato del revés con gran cuidado, centrándolo en el disco
movible de donde había surgido; colocó de nuevo el tenedor en el hueco mientras
R. Daneel le observaba y llevaba a cabo los mismos movimientos. Los platos y los
cubiertos desaparecieron de su vista.
—También ellos se están levantando —indicó R. Daneel.
—¿Estás listo?
—Estoy listo, Elijah.
Salieron de la cocina. El éxito de la fuga quedaba en manos de Baley.
Baley conocía las plantas de energía. La familiaridad con ellas no menguaba su
sensación de asombro incómodo. Y esa sensación se le ahondaba con el horrible
pensamiento relativo a que su padre había pertenecido al cuerpo directivo de una
planta como la que visitaba. Es decir, antes de que…
—Una planta de energía —explicó Baley con brevedad—. Esto borrará nuestras
huellas.
Oyeron el zumbido creciente de los potentes generadores ocultos en el túnel
central de la planta. Notaron también la débil acritud del ozono en la atmósfera y la
amenaza sombría y silenciosa de las líneas rojas que señalaban los linderos allende
los cuales nadie podía aventurarse sin estar provisto de vestiduras protectoras.
Le ordenó a R. Daneel con disgusto repentino:
—No te acerques a esas líneas rojas. —Luego se corrigió mentalmente, añadiendo
con timidez—: Aunque supongo que a ti no te afectará.
—¿Es algo de radiactividad? —indagó Daneel.
—Sí.
—Entonces sí me afecta. Las radiaciones gamma destruyen el delicado equilibrio
de un cerebro positrónico. A mí me perjudicarían con mayor prontitud que a ti.
—¿Te matarían?
—Sería preciso dotarme con un nuevo cerebro positrónico. Como dos cerebros no
pueden construirse idénticos, yo sería un nuevo individuo. El Daneel a quien ahora le
diriges la palabra estaría muerto.
Baley le lanzó una mirada de duda encubierta.
—Nunca lo había sabido… Subamos por este declive.
—No se hace hincapié en el punto. Los espacianos desean convencer a los
terrícolas de la enorme utilidad de aparatos como yo, no de nuestras debilidades.
—Entonces, ¿por qué confesármelo?
R. Daneel le clavó una mirada preñada de compasión humana.
—Tú eres mi socio, Elijah. Debes conocer mis debilidades y mis tropiezos.
—Vayamos ahora por aquí —indicó Baley—. Es el camino de nuestro
apartamento.
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Era un apartamento sombrío, de clase inferior. Un aposento con dos lechos, dos
sillas plegables y un armario. No había ningún lavabo; sólo un embudo para los
desperdicios.
—Supongo que lo podemos aguantar —se encogió de hombros Baley.
R. Daneel se dirigió al embudo para los desperdicios. La camisa, descosturándose
con una presión, reveló un pecho terso y, en apariencia, musculado en forma perfecta.
—¿Qué haces? —preguntó Baley.
—Desembarazarme de la comida que tragué. Si la dejara, entraría en
putrefacción.
El robot colocó dos dedos bajo una tetilla, y oprimió con delicadeza. El pecho se
le separó longitudinalmente. R. Daneel introdujo la mano y de un conjunto de metal
brillante tomó una bolsa traslúcida y la abrió. Explicó:
—La comida está limpia. Ni salivo ni mastico. Pasa al esófago mediante succión.
Y sigue siendo comestible.
—No te preocupes —comentó Baley—. No tengo hambre. Puedes tirarla.
La bolsa para alimentos de R. Daneel era de plástico fluorocarbónico, decidió
Baley, pues la comida no se le pegaba.
—Sugiero empezar mañana temprano —propuso Baley.
—¿Por alguna razón especial?
—La situación de este apartamento aún no es conocida por nuestros amigos. Al
menos, así lo espero. Si salimos temprano, eso llevaremos de ventaja. Una vez en el
palacio municipal, decidiremos si nuestra sociedad sigue siendo práctica.
—Pero me parece que…
R. Daneel se encontró interrumpido por una flechita roja que apareció en el
cuadro de señales de la puerta.
Baley se levantó en silencio y echó mano de su desintegrador. Volvió a aparecer
la señal.
Sin hacer ruido se dirigió a la puerta; apoyó el índice en el contacto del
desintegrador mientras abría la llave que convertía la puerta en trasparente en un solo
sentido. En el marco de la puerta apareció delineada la silueta del hijo de Baley.
Cuando el chico levantaba la mano para llamar por tercera vez, Baley atrapó
brutalmente la mano de Ben y lo hizo entrar de un tirón.
La mirada de temor y asombro fue desapareciendo con lentitud de los ojos de
Ben.
—¡Papá! —protestó en tono de voz plañidera—. No necesitabas tironearme tan
bestialmente.
—¿Viste a alguien ahí fuera, Ben?
—No. ¡Sólo vine para comprobar si estabas bien!
—¿Por qué no habría de estar bien?
—No lo sé. Mamá estaba llorando y me dijo que te buscara.
—¿Cómo me encontraste? ¿Sabía ella dónde estaba yo?
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—No, no lo sabía; pero yo llamé a tu oficina.
—¿Y te lo dijeron?
Ben se quedó sorprendido ante la vehemencia de su padre. Contestó en voz muy
baja:
—¡Por supuesto! ¿Por qué no me lo tenían que decir?
Baley y Daneel se miraron.
—¿Está ahora tu madre en el departamento? —preguntó Baley.
—No. Fuimos a casa de mi abuela a comer y allí nos quedamos. Voy a regresar
allí, papá.
—No, tú te quedas aquí. Voy a llamar a Jessie.
—Sería más lógico que lo hiciera Bentley. Hay cierto riesgo, y Ben es menos
valioso —sugirió Daneel.
—Entre nosotros no se acostumbra que uno exponga a su hijo al peligro.
—¿Peligro? —gritó Ben—. ¿Qué sucede, papá? Dime.
—Nada. No sucede nada. Vamos, no es asunto tuyo, ¿comprendes? Será mejor
que te acuestes. ¿Me oyes?
—Me podrías decir algo, ¿no? No se lo soltaré a nadie.
—¡A la cama te digo!
—¡Caray!
Baley marcó el número del apartamento de su suegra y la pantalla se iluminó. El
rostro de ella apareció contemplándolo.
—Haz el favor de llamar a Jessie —murmuró.
Jessie llegó al instante. Baley la miró al rostro. Luego, con toda intención,
oscureció la pantalla.
—Ben está aquí, Jessie. Dime qué sucede.
—¿Estás bien? ¿No te ha pasado nada malo?
—Estoy perfectamente.
—¡Oh, Lije, estoy tan preocupada!
—¿Por qué? —preguntó, algo conmovido.
—¿Sabes? Tu amigo…
—¿Qué pasa con él?
—Ya te lo dije anoche. Habrá dificultades.
—Tonterías. Ben se quedará esta noche conmigo y tú vete a la cama. Buenas
noches, querida.
Cortó la comunicación. Tenía el semblante descompuesto y pálido de miedo,
pánico y preocupaciones.
Ben permanecía en pie en el centro del aposento cuando Baley volvió. Había
colocado una de sus lentes de contacto en una tacita de succión. Conservaba la otra
en el ojo. Protestó:
—¡Caray, papá! ¿No hay agua en este lugar? El señor Olivaw me dice que no
puedo salir al Personal.
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—Tiene razón. No puedes. Ponte la lentilla en el ojo, Ben. No te molestará dormir
con ellas por una noche.
—Muy bien.
Ben se la colocó de nuevo y se metió en la cama.
—Supongo que no te importará quedarte sentado —le insinuó Baley a R. Daneel.
—Indiscutiblemente que no. A propósito, me interesé por ese adminículo que
Bentley se pone en el ojo. ¿Todos los terrícolas lo utilizan?
—No, sólo unos cuantos —replicó Baley un tanto ausente—. Yo no, por ejemplo.
—¿Y por qué razón las usan?
Baley no contestó. Estaba absorto en la confusión de sus propios pensamientos.
Las luces se apagaron.
Baley seguía despierto. Apenas se daba cuenta de la respiración de Ben, al
volverse profunda y regular y un poco ruidosa. Se percató de que R. Daneel, sentado
en una silla y con grave inmovilidad, permanecía frente a la puerta.
Al quedar dormido le invadió un horrible sueño.
Soñó que Jessie se caía en la cámara de fisión de una planta de energía nuclear, y
que caía…, caía… Levantaba sus brazos hacia él y gritaba. Él se quedó petrificado, al
extremo de una línea escarlata, mirándola, observándola, advirtiendo su rostro
descompuesto que se volvía hacia él a medida que se derrumbaba, cada vez más
pequeña, hasta convertirse sólo en un punto.
Incapaz de hacer nada, excepto observarla, entre sueños, sabiendo que fue él
mismo quien la empujó para que cayera.
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La opinión de un experto
Elijah Baley alzó la mirada cuando el comisionado Julius Enderby entró en la oficina.
Le saludó con aire cansado.
El comisionado consultó el reloj y gruñó:
—¡No me salgas con que has estado aquí toda la noche!
—No se me ocurrirá decirlo.
—¿No hubo nada nuevo anoche? —indagó el comisionado en voz baja.
Baley meneó la cabeza. El comisionado prosiguió:
—He estado pensando que quizá minimicé la posibilidad de algún tumulto. Si
hubiera algo…
—Comisionado —interrumpió Baley con voz ahogada—, si hay algo ya se lo
diré. No hemos tenido ninguna dificultad.
—Muy bien. —El comisionado se retiró al privado que correspondía a su
posición superior.
Baley se entregó al trabajo rutinario de redactar el informe que pretendía
presentar como sustituto de sus actividades reales de los últimos días; pero las
palabras le bailaban ante la vista. Despacio, muy despacio se percató de un objeto que
permanecía en pie a un lado de su escritorio. Levantó la cabeza. Era R. Sammy.
—¿Qué deseas?
R. Sammy le dirigió la palabra con sonrisa fatua:
—El comisionado desea verte, Lije. Dice que ahora mismo.
—Me acaba de ver —repuso Baley—. Dile que iré más tarde.
—Ordenó que inmediatamente —insistió R. Sammy.
—Muy bien, muy bien, ¡lárgate!
El robot se echó para atrás, pero repitiendo:
—El comisionado desea verte ahora mismo. Ordenó que inmediatamente.
—Ya voy —gruñó Baley, y se levantó de su escritorio.
—¡Maldita sea, comisionado! —profirió Baley al entrar—. No me mande esa
cosa a buscarme, ¡por favor!
—Siéntate y cálmate —le indicó el comisionado.
Baley se sentó y se le quedó mirando. Quizás había sido injusto con su viejo
amigo Julius. Acaso el hombre no había podido dormir. Se le veía destrozado.
El comisionado jugueteaba nerviosamente con un papel.
—Hay anotada una llamada que hiciste a Washington, al doctor Gerrigel.
—Correcto, comisionado.
—Naturalmente, no existen anotaciones de la conversación. ¿De qué se trataba?
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—Ando en busca de informes preliminares.
—Es un roboticista, ¿verdad?
—Exactamente.
—Pero ¿de qué se trata? ¿Qué clase de informes andas buscando?
—No estoy seguro, comisionado. Sólo abrigo la creencia de que, en un caso como
éste, cualquier informe sobre robots me puede servir de algo.
—A mí no me parece cuerdo, Lije. Yo no lo haría.
—¿Cuáles son sus objeciones, comisionado?
—Cuantos menos sepamos esto, mucho mejor.
—Como es natural, apenas le diré lo más insignificante.
—Aun así no me parece acertado.
—¿Acaso me ordena que no lo vea?
—No, no. Tú haz lo que te parezca bien. Tú eres el encargado de la investigación.
Sólo que… ¿Dónde está? Ya sabes a quién me refiero.
Baley sí lo sabía. Repuso:
—Daneel sigue en los archivos.
—¿Sabes que no progresamos mucho? —masculló tras una pausa.
—Nada, hasta este momento. Sin embargo, las cosas pueden cambiar.
—Muy bien entonces —asintió el comisionado; sin embargo, no pareció como si
pensara que efectivamente aquello estuviese bien.
R. Daneel se hallaba en el despacho de Baley cuando éste regresó a su sitio.
—¿Has logrado algo? —preguntó.
—He localizado a dos de los tipos que trataron de seguirnos anoche y que,
además, estaban presentes cuando el incidente en la zapatería.
—Veamos.
R. Daneel mostró a Baley las fichas perforadas. El robot presentó también un
descifrador portátil, y colocó una de las fichas en la abertura correspondiente. La
pantalla situada encima del descifrador se llenó de palabras que sólo podían ser
interpretadas por alguien que conociera la clave oficial policíaca.
Baley se puso a leer en actitud estólida. La primera persona era Francis Cloussarr,
de treinta y tres años. Entre otros detalles había una referencia a la foto en la galería
de sospechosos.
—¿Has comprobado la fotografía? —preguntó Baley.
—Sí, Elijah.
La segunda persona era Gerhard Paul. Baley dirigió un breve vistazo a los
informes de la tarjeta, y dijo:
—Esto no sirve para nada.
—Si hay alguna organización de terrícolas capaces del crimen que nos hallamos
investigando, éstos son miembros del grupo —repuso R. Daneel—. Deberíamos
interrogarlos.
—Te digo que no sacaríamos nada en limpio.
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—Ambos estaban en la zapatería y en la cocina.
—Estar ahí no representa ningún delito. Además, pueden afirmar que no se
hallaban allí. ¿Cómo podemos demostrar que mienten?
—Yo los vi.
—Eso no es una prueba —refutó Baley frenético—. Ningún tribunal podría creer
que eres capaz de recordar dos semblantes en medio de tantísima gente.
—A mí me parece que sí.
—Mira, Daneel —contestó Baley de mala gana—, dentro de media hora llegará el
doctor Gerrigel, de Washington. ¿Te molestaría aguardar hasta que yo hable con él?
—Aguardaré —dijo R. Daneel.
Anthony Gerrigel era un hombre preciso y muy cortés, de estatura mediana, que
no tenía el aspecto de ser uno de los roboticistas más eruditos de la Tierra. Llegó con
veinte minutos de retraso y excusándose por ello. Baley, con una rabia nacida de sus
propios temores, pasó por alto tales excusas. Comprobó que le tenían reservado el
cuarto de conferencias D; repitió sus instrucciones a efecto de que no se le debería de
molestar por ningún concepto durante una hora, y por un corredor condujo al doctor
Gerrigel y a R. Daneel a una de las habitaciones protegidas contra los rayos espías.
El doctor Gerrigel se sentó adoptando una postura de rigidez excesiva, como si
los repetidos consejos maternales, relativos a lo deseable de un buen comportamiento,
le hubiesen vuelto rígida permanentemente la columna vertebral.
Baley dijo:
—Necesito informes relativos a robots que posiblemente sólo usted pueda
proporcionarme. Por supuesto, cuanto diga aquí es totalmente confidencial, como
secreto profesional, y la ciudad confía en que se olvide también de todo en cuanto
salgamos de esta habitación.
—Le explicaré la razón por la cual llegué tarde. —No cabía duda de que el tema
le preocupaba—. Decidí no viajar por el aire. Me mareo.
—Lo siento mucho —comentó Baley.
—Quizá no mareo, sino nervios, para ser preciso. Una leve agorafobia. Así que
preferí tomar los expresvías.
A Baley le invadió de pronto un interés intensísimo.
—¿Agorafobia?
—Se trata de la sensación que a uno le invade al entrar en un aeroplano, ¿ha
estado usted alguna vez en uno, señor Baley?
—Varias veces.
—Entonces sabrá lo que quiero decirle. Me refiero a esa sensación de estar
rodeado de nada; de estar separado de…, del espacio vacío por unos centímetros de
metal. Para mí es muy incómodo.
—¿Así que tomó el expresvía?
—Sí.
—¿Desde Washington hasta Nueva York?
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—¡Oh lo he hecho otras veces! Desde que construyeron el túnel BaltimoreFiladelfia. Resulta muy sencillo.
Baley nunca efectuó el viaje; pero sabía que así era. Washington, Baltimore,
Filadelfia y Nueva York habían crecido, en los dos últimos siglos, hasta el punto de
que sus arrabales se tocaban. La ciudad de Nueva York, por sí misma, resultaba ya
demasiado grande para ser manejada por un Gobierno centralizado. Una ciudad
mayor, con más de cincuenta millones de habitantes se resquebrajaría debido a su
propio peso.
—La dificultad consistió —proseguía el doctor Gerrigel— en que perdí un
transbordo en el sector de Chester, en Filadelfia, y me falló el tiempo. Eso y otra
pequeña molestia para conseguir una habitación de transeúnte me retrasaron.
—No importa. Y en cuanto a su aversión respecto a los viajes aéreos, ¿qué diría si
le propusieran salir a pie de los límites de la ciudad?
—¿Con qué motivo?
Le miró sorprendido y con cierto temor.
—Digamos que es una pregunta retórica. Por otra parte, no le sugiero que lo haga.
Sólo deseo saber qué reacción le produce la idea.
—Sumamente desagradable.
—¿Y si tuviera que salir de la ciudad, por la noche, caminando a campo traviesa
por espacio de un kilómetro?
—No creo que nadie me convenciera.
—¿Ni en caso de necesidad?
—Si fuese para salvar la vida o las vidas de mis parientes, quizá lo intentara… —
Pareció avergonzado—. ¿Me permite que le pregunte el motivo de este interrogatorio,
señor Baley?
—Se trata de un crimen sumamente perturbador. No estoy autorizado para
explicarle los detalles, sin embargo, existe la teoría de que, con objeto de cometer su
crimen, el asesino llevó a cabo exactamente lo que estamos discutiendo: cruzó el
campo abierto, en la noche y solo. Me pregunto: ¿qué clase de hombre podría hacer
eso?
—Nadie que yo conozca —repuso el doctor Gerrigel estremeciéndose—. Yo no,
ciertamente. Aunque supongo que habrá algún individuo audaz, atrevido.
—¿Podemos considerar alguna otra explicación?
El doctor Gerrigel aparecía más incómodo que nunca, sentado allí en posición
erguida, con las manos descansando en su regazo, inmóviles.
—¿Tiene usted alguna otra explicación a la vista?
—Sí. Se me ocurre que un robot, por ejemplo, no tendría dificultad alguna en
cruzar a campo abierto de un sitio a otro.
El doctor Gerrigel se puso en pie como impresionado.
—¿Insinúa usted que un robot pudo haber cometido el crimen?
—¿Por qué no?
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—¿Asesinar a un ser humano?
—Sí, doctor, y le suplico que se siente.
Obedeciendo, el roboticista prosiguió:
—Señor Baley, aquí hay dos actos distintos: caminar a campo traviesa y
asesinato. Un ser humano pudiera cometer el último con facilidad; pero le sería casi
imposible efectuar el primero. Un robot podría emprender fácilmente la caminata;
pero asesinar le resultaría una imposibilidad total. No pretenderá sustituir una teoría
improbable por otra imposible…
—¡Imposible es una palabra muy fuerte, doctor!
—¿Sabe usted algo de la primera ley de la robótica, señor Baley?
—Por supuesto. Hasta se la puedo citar de memoria: «Ningún robot causará daño
a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal».
—Baley le apuntó bruscamente al roboticista con un dedo, y continuó—: ¿Por qué no
se podría construir un robot sin imbuirle la primera ley? ¿Qué hay de sagrado en todo
eso?
El doctor Gerrigel tuvo un sobresalto que intentó disimular.
—¡Oh, señor Baley…! —exclamó luego con una sonrisa.
—Bien, ¿cuál es la respuesta?
—Por descontado, señor Baley, si usted supiera algo acerca de la robótica, estaría
al tanto de la tarea gigantesca que significa, tanto matemática como electrónicamente,
la construcción de un cerebro positrónico.
—Tengo una ligera idea —repuso Baley. En realidad no podía negar que era un
trabajo enorme.
—Entonces —reanudó el doctor Gerrigel—, debe saber que el patrón de la teoría
básica incluye las tres leyes de la robótica: la primera ley, que acaba usted de citar; la
segunda ley, que dice: «Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres
humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera
ley», y la tercera ley, que se enuncia como sigue: «Todo robot debe proteger su propia
existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera
o la segunda ley».
—Perdona, Elijah —interpuso R. Daneel—, pero deseo saber si he captado bien
lo que ha dicho el doctor Gerrigel. Nos trata usted de explicar que cualquier intento
por construir un robot, cuyo mecanismo de cerebro positrónico no esté orientado en
el sentido de las tres leyes, exigiría, ante todo, la sustentación de una teoría básica, y
que esto, a su vez, resulta imposible a menos que se empleen varios años.
El roboticista pareció muy complacido.
—Eso es precisamente lo que pretendo indicar, señor…
—Daneel Olivaw —presentó Baley.
—Encantado, señor Olivaw. —El doctor Gerrigel extendió la mano y estrechó la
de Daneel. Continuó—: Requeriría unos cincuenta años desarrollar la teoría básica de
un cerebro positrónico no-asenio, es decir, uno en cuyas suposiciones fundamentales
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se derogaran las tres leyes, y concluirla en el punto preciso en que se pudiesen
construir robots semejantes a los modelos modernos.
—¿Y eso no se ha hecho nunca? —interrogó Baley—. Hemos estado
construyendo robots durante miles de años. En todo ese tiempo, ¿nadie, ningún grupo
ha podido disponer de cincuenta años?
—Por supuesto que sí —afirmó el roboticista—; pero no es la clase de trabajo que
le interese emprender a nadie. La raza humana, señor Baley, posee un fortísimo
complejo frankensteiniano. No se construyen robots desprovistos de la primera ley.
—Y, ¿ni siquiera existe teoría para ello?
—Hasta donde llegan mis conocimientos, no. Y mis conocimientos —añadió con
una sonrisita de complacencia— son bastante extensos.
—Y un robot provisto con la primera ley, ¿no podría matar a un hombre?
—¡Nunca! A menos de que esa muerte fuese del todo accidental, o a menos de
que fuera necesaria para salvar las vidas de dos hombres o más. En cualquier caso, la
potencial positrónica exacerbada echaría a perder el cerebro irremediablemente.
—Muy bien —convino Baley—. Todo esto representa la situación en la Tierra,
¿verdad?
—Efectivamente.
—Pero ¿qué me dice de los Mundos Exteriores?
La certidumbre del doctor Gerrigel se desvaneció.
—No me atrevería a aventurar una opinión, pero estoy casi seguro de que si se
delineasen cerebros positrónicos no-asenios o se planteara la teoría matemática, desde
luego lo sabríamos.
—¿Lo sabríamos? Bueno, permítame seguir por otro camino. Mi pregunta es:
¿por qué robots humanoides? Se me ocurre que no conozco la razón de su existencia.
¿Por qué ha de tener un robot cabeza y cuatro miembros? ¿Por qué ha de tener
aspecto, más o menos, de un hombre? ¿Por qué?
—La idea se fundamenta en base a la economía. La forma humana es la
generalizada que tiene mayor éxito en la naturaleza. No somos un animal
especializado, señor Baley, excepto por nuestros sistemas nerviosos y algunos otros
detalles curiosos. Si desea un modelo capaz de hacer muchísimas y variadas cosas, lo
mejor es proceder imitando la forma humana. Por ejemplo, un automóvil tiene sus
palancas hechas de modo que puedan asirse y manejarse de manera más fácil con la
mano humana y con sus pies, adoptando determinada forma y tamaño, sujetos al
cuerpo por miembros de cierta longitud y coyunturas de un tipo especial. Hasta los
objetos más sencillos, como las sillas y las mesas, los cuchillos y los tenedores están
adaptados para cumplir con las exigencias de las medidas humanas y con su modo de
operar. Es más fácil tener robots que imiten la forma humana, y no volver a delinear
radicalmente la filosofía misma de nuestros instrumentos.
—Comprendo. Es muy razonable. Ahora bien, doctor, ¿no es cierto que los
roboticistas de los Mundos Exteriores fabrican robots mucho más humanoides que los
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nuestros?
—Creo que sí.
—¿Pudieran manufacturar un robot tan humanoide que pasara por ser humano en
condiciones ordinarias?
El doctor Gerrigel frunció el entrecejo y reflexionó.
—Supongo que sí podrían, señor Baley. Saldría terriblemente caro. Dudo que los
beneficios fueran proporcionados.
—¿Se imagina usted que pudieran manufacturar un robot que lo engañara, a
usted, hasta el punto de pensar que fuese humano? —prosiguió Baley
inflexiblemente.
—Vamos, señor Baley —sonrió el roboticista—, permítame que lo dude. Cierto
que en un robot hay algo más de lo que aparece a simple vista…
El doctor Gerrigel se quedó petrificado en mitad de su frase.
Despacio, muy despacio se volvió a R. Daneel, y su semblante sonrosado fue
palideciendo.
—Oh, señor —murmuró—, ¡oh, señor!
Con una mano tocó tímidamente a R. Daneel en la mejilla. R. Daneel no se retiró,
sino que contempló al roboticista con gran tranquilidad.
—Oh, señor —susurró como en un sollozo el doctor Gerrigel—. ¡Usted es un
robot!
—Tiempo le costó a usted percatarse de ello —comentó Baley con acritud.
—No me lo esperaba. Nunca vi uno así. ¿Fabricación de los Mundos Exteriores?
—Sí —replicó Baley.
—Ahora resulta obvio. Su comportamiento. Su modo de hablar. No es una
imitación perfecta, señor Baley.
—Pero buena, ¿no?
—¡Maravillosa! Dudo mucho de que a primera vista alguien la pueda reconocer
como impostura. Le agradezco muchísimo que me lo haya enseñado. ¿Lo puedo
examinar?
El roboticista se puso en pie con muestras de gran deseo. Baley le detuvo con un
ademán de la mano.
—Un momento, doctor. ¡Por favor! Ante todo está el asunto del asesinato.
¿Comprende?
—Entonces, ¿fue verídico? —El doctor Gerrigel se mostró desilusionado,
dejándolo traslucir—. Pensé que era sólo una argucia para mantener distraído mi
cerebro y ver por cuánto tiempo se me podía mantener en el engaño…
—No es argucia, doctor Gerrigel. Dígame: al construir un robot tan humanoide
como éste, con el propósito deliberado de hacerlo pasar por ser humano, ¿no resulta
necesario proveerle de un cerebro con propiedades semejantes a las humanas?
—Sin duda alguna.
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—Bien; y tal cerebro humanoide, ¿no pudiera muy bien carecer de la primera ley?
Quizá quedó eliminada por casualidad. Los constructores pudieron conformar un
cerebro sin la primera ley.
El doctor Gerrigel meneó vigorosamente la cabeza.
—No, no, ¡imposible!
—¿Está usted seguro? Podemos comprobar la segunda ley. Daneel, permíteme tu
desintegrador.
—Aquí está, Elijah —asintió R. Daneel con tranquilidad, y se lo entregó, con la
culata por delante.
—Ningún detective debe desprenderse de su desintegrador —anunció Baley—:
Pero un robot no tiene otra alternativa que obedecer a un ser humano.
—Excepto cuando su obediencia implica violar la primera ley —contradijo el
doctor Gerrigel.
—¿Sabe usted, doctor, que Daneel desenfundó su desintegrador para amenazar a
un grupo de hombres y mujeres, advirtiendo que iba a disparar?
—Pero no disparé.
—Concedido; pero la amenaza en sí resulta inusitada.
El doctor Gerrigel se mordió los labios, meditabundo.
—Debería conocer con exactitud las circunstancias de los hechos. Sólo así podría
juzgar. De todos modos, me suena algo inesperado.
—R. Daneel se hallaba en la escena del asesinato cuando éste se cometió; y si
usted omite la posibilidad de que un terrícola se desplace a campo traviesa, llevando
un arma consigo, sólo Daneel pudo haber ocultado el arma.
—¿Ocultado el arma? —preguntó el doctor Gerrigel.
—Permítame que se lo explique. No se halló en ningún sitio el desintegrador
causante de la muerte. La escena del crimen se escudriñó de arriba abajo, y tampoco
allí se halló. Sin embargo, no pudo desvanecerse como el humo. Sólo existe un sitio
que no registraron.
—¿En dónde, Elijah? —preguntó R. Daneel.
Baley sacó su desintegrador y, manteniendo el cañón apuntando con firmeza en
dirección al pecho del robot, explicó:
—¡En tu bolsa de alimentos, Daneel!
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Retorno a la máquina
—No es exacto lo que afirmas —contradijo R. Daneel con calma.
—¿No? ¿Dejaremos que el doctor Gerrigel decida? ¿Qué opina usted, doctor?
—Señor Baley… —El roboticista, cuyas miradas fluctuaban alternativamente con
indecisión entre el detective y el robot, quedó ahora fija en el ser humano.
—Le pedí un análisis autorizado de este robot —aclaró Baley—. Si usted necesita
alguna pieza de equipo de la que ellos carezcan, yo se la conseguiré. Lo que me urge
es una respuesta rápida y definitiva. ¿Qué me dice, doctor Gerrigel?
—No es difícil comprobar la primera ley.
—¿Puede explicarme cómo?
—Por supuesto. Se lo expondré mediante una analogía. Cuanto más importante y
fundamental sea la propiedad a comprobar, más sencillo será el equipo a emplear. Lo
mismo sucede con un robot. La primera ley es fundamental. Afecta absolutamente a
todo. Si estuviera ausente, el robot no podría reaccionar debidamente a muchos
hechos evidentes.
—Entonces, ¿cuál es su opinión? —interpeló Baley.
—Daneel está perfectamente provisto de la primera ley —afirmó el roboticista.
—Puede usted equivocarse —comentó Baley con acritud.
Baley no hubiese pensado jamás que el doctor Gerrigel se estirase, adoptando una
posición aún más rígida que la habitual. Sin embargo, así lo hizo, y muy visible. Los
ojos del especialista se endurecieron, alargándose y dejando ver apenas una rendija.
—¿Pretende usted enseñarme a mí mi trabajo?
—No he dicho que fuera usted incompetente —excusóse Baley—. Pero usted
mismo acaba de decirnos que nadie sabe nada acerca de la teoría de los robots noasenios.
—Sí, ya comprendo su punto de vista. A pesar de todo, puedo asegurarle que
R. Daneel está perfectamente provisto de la primera ley.
—Entonces, circunscribámonos a los hechos. R. Daneel apuntó con un
desintegrador a una multitud de seres humanos. Eso yo lo vi. Concediendo que no
haya disparado, ¿no resultaría que, de todos modos, la primera ley lo hubiese forzado
a una especie de neurosis? Pues nada de eso. Se le veía normal después del incidente.
El roboticista se frotó la barbilla.
—Sí, resulta algo anómalo.
—En absoluto —intervino R. Daneel, de pronto—. Socio Elijah, te ruego que
examines el desintegrador que me quitaste.
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Baley se quedó contemplando el desintegrador que conservaba en la mano
izquierda.
—Abre la recámara y observa el cargador —instó R. Daneel—. Examínalo bien.
Baley sopesó sus probabilidades; colocó su propio desintegrador en la mesa junto
a sí. Con un movimiento rapidísimo manipuló el desintegrador del robot.
—¡Está vacío! —murmuró como alelado.
—Efectivamente, no tiene ninguna carga —convino R. Daneel—. Si lo
escudriñaras con mayor atención, te percatarías de que nunca ha tenido carga de
ninguna especie. El desintegrador carece de cabeza de percutor y no se puede usar.
—¿Apuntaste a una multitud con un desintegrador descargado? —exclamó Baley
con asombro.
—Tenía que portar un disparador o fracasar en mi papel de policía —explicó
R. Daneel—. Sin embargo, llevar conmigo un desintegrador cargado y utilizable
pudiera capacitarme para dañar a cualquier ser humano por accidente u otra causa,
cosa que, por supuesto, no alcanzo ni a pensar. Ya entonces te lo hubiera aclarado;
pero estabas muy molesto y no me habrías escuchado.
Baley siguió pasmado ante la contemplación del inútil desintegrador que tenía en
la mano. Pronunció en voz muy baja:
—Creo que eso es todo, doctor Gerrigel. Muchísimas gracias por haberme
ayudado en este asunto.
Baley se hallaba frente a un piscolabis que no acababa de devorar. Miraba sin ver,
y sus pensamientos sobre los últimos sucesos le martilleaban cada vez con más
insistencia.
Por dos veces había acusado a R. Daneel como a un asesino, y en ambas la
acusación se dobló y se deshizo.
Una mano ruda sacudió el hombro de Baley.
—¡Lije! ¡Lije!
—¿Qué sucede, Phil? —replicó Baley estremeciéndose.
Philip Norris, un detective privado C-5, se sentó y escudriñó con atención las
facciones de Baley.
—¿Qué? ¿Algún ascenso en camino? Ya sabes a lo que me refiero.
Baley frunció el entrecejo y sintió que volvía a la realidad. Norris igualaba
aproximadamente su propia antigüedad, y vigilaba cualquier muestra de preferencia
oficial que se desviara en dirección de Baley. Por lo tanto, repuso:
—No, no hay ascensos —repuso Baley—. ¡No hay nada de nada!
—No lo tomes a mal —comentó Norris—. Te iba a sugerir que si gozas de alguna
influencia con el comisionado la usaras en beneficio del muchacho.
—¿Qué muchacho?
Como respuesta, Vincent Barrett, el jovenzuelo a quien habían desplazado de su
trabajo para darle el puesto a R. Sammy, atisbó desde un rincón de la sala.
—Hola, señor Baley —saludó.
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—Hola, Vince, ¿cómo te va?
—No muy bien, señor Baley.
Miraba a todas partes, con ahínco y ansiedad. «Se le adivina perdido, medio
muerto…, desclasificado», pensó Baley. Y luego: «Pero ¿qué querrá de mí?».
—¡Lo siento, muchacho! —murmuró. ¿Qué otra cosa podía decir?
—Acuérdese de mi asunto —suplicó el joven.
—No dejo de pensar en esto… Quizá salga algo…
Norris se le acercó y le habló al oído.
—Alguien tiene que poner un límite, Baley. Ahora van a desplazar a Chen-Low.
—¿Qué?
—¿No lo sabías?
—No, no lo sabía. ¡Pero si es un C-3! Y lleva diez años de servicio…
—Pero una máquina con piernas y brazos puede hacer su trabajo. ¿Cuál será el
próximo paso?
El joven Vince Barrett no se daba por aludido con los murmullos y cuchicheos.
De pronto exclamó:
—Señor Baley, por ahí murmuran que Lyrane Millane, el danzante del subetérico,
es en realidad un robot.
—Tonterías.
—Tal vez. También se dice que pueden hacer robots con apariencia humana.
No sin remordimiento, Baley pensó en R. Daneel y meneó la cabeza. El
muchacho proseguía:
—¿Puedo darme una vuelta por ahí para ver mis antiguos lares? —preguntó el
muchacho.
—Anda, ve.
El joven se retiró. Baley y Norris se le quedaron mirando.
—Parece como si los medievalistas tuvieran razón —dijo Norris.
—¿Sugieres la vuelta a la tierra, Phil?
—No, me refiero a los robots. Esta vieja Tierra tiene un futuro ilimitado. No
necesitamos robots para nada.
—¡Ocho mil millones de seres, y el uranio agotándose! —murmuró Baley—.
¿Dónde está lo ilimitado?
—Si se acaba el uranio, ya lo importaremos. O descubriremos otros procesos
nucleares. No hay modo alguno de que la humanidad se detenga, Lije. Tienes que ser
optimista acerca de ello, y conservar la fe en el viejo cerebro humano. Nuestro gran
recurso es la inventiva, y nunca jamás se nos agotará, Lije.
Ahora sí parecía como si le hubiesen dado cuerda. Continuó:
—Por una parte, podríamos usar la energía solar, y ésa nos durará durante miles
de millones de años. Luego, nada más fácil que construir estaciones espaciales en la
órbita de Mercurio para que actúen como acumuladores de energía. Entonces
transmitiríamos esa energía a la Tierra mediante rayos directos.
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Ese proyecto no era nuevo para Baley. Las fronteras especulativas de la ciencia
habían estado jugueteando con esa idea por lo menos en el transcurso de los últimos
ciento cincuenta años. El único obstáculo era la imposibilidad de proyectar un rayo lo
suficientemente compacto como para que llegara a ochenta millones de kilómetros
sin que se dispersara. Así lo argumentó Baley; y Norris repuso:
—Cuando sea necesario, se hará. ¿Por qué preocuparnos?
Baley tenía la imagen de una Tierra con energía ilimitada. La población podía
continuar aumentando. La energía era el único elemento indispensable. Las materias
primas minerales se podrían traer desde las rocas deshabitadas del sistema. Si el agua
llegase a constituir una dificultad, se podría transportar desde las lunas de Júpiter.
Hasta los océanos se podrían helar y elevarlos al espacio, en donde girarían en torno
de la Tierra como lunas de hielo. Allí permanecerían, siempre listos para ser usados,
mientras que el fondo de los océanos representaría mayores extensiones de terreno
para la explotación, y sitios para ser habitados. Hasta el carbono y el oxígeno se
podrían conservar y aumentar en la Tierra mediante el empleo de la atmósfera de
metano de Titán y el oxígeno helado del planeta Umbriel.
—Supongo que sería más fácil desplazar una buena parte de la población —dijo
—. Sí, ¡ése es mi criterio!
—¿Quién nos aceptaría? —masculló Norris con acritud.
—Cualquier planeta deshabitado.
—Lije —aconsejó Norris dándole unas palmaditas en el hombro—, come y
domínate. Creo que estás viviendo a fuerza de narcóticos, ¡y eso es malo!
Y se retiró.
Baley lo vio alejarse con una mueca sarcástica en el rostro. Norris se encargaría
de hacer circular esos chismes, y pasarían semanas antes de que los graciosos de la
oficina le dejaran tranquilo. Pensó en el joven Vince, en los robots y en la
desclasificación. No pudo menos que suspirar profundamente.
Baley terminaba el último bocado de su frugal comida cuando R. Daneel se le
acercó.
—¿Qué hay de nuevo? —inquirió Baley con gran incomodidad.
—El comisionado no está en su oficina —repuso R. Daneel—, y no se sabe
cuándo regresará. Le dije a R. Sammy que íbamos a ocupar su oficina y que no deje
entrar a nadie que no sea el comisionado.
—¿Para qué vamos a estar allí?
—¡Oye! No pretenderás desentenderte de la investigación, ¿verdad?
Precisamente eso era lo que Baley deseaba hacer, aunque no podía manifestarlo.
Por lo tanto, se levantó y enfiló rumbo a la oficina de Enderby. Una vez en ella,
preguntó:
—¿Qué me propones, Daneel?
—Socio Elijah —empezó el robot—, desde anoche no te veo como de costumbre;
estás abstraído. Hay una alteración definitiva en tu aura mental.
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Un pensamiento horrible cruzó por la mente de Baley, y exclamó espantado:
—¿Eres telepático? —La cual era una posibilidad que no hubiese tomado en
cuenta siquiera en un instante menos perturbado.
—No, por supuesto que no —replicó R. Daneel. Y el pánico de Baley se fue
desvaneciendo.
—Entonces —regañó—, ¿qué diablos me insinúas con eso de auras mentales?
—Se limita a ser una expresión sencilla, que empleo para describir una sensación
que no compartes conmigo.
—¿Qué sensación?
—Me resulta difícil explicarla, Elijah. Recordarás que a mí se me diseñó
originalmente para estudiar la psicología de nuestro pueblo allá en Espaciópolis…
—Sí, lo sé. Te ajustaron para llevar a cabo trabajos de detective mediante la
simple instalación de un circuito con un anhelo por la justicia. —Baley ni siquiera
disimuló el sarcasmo.
—Exactamente, Elijah. Pero mi diseño original permanece inalterable. Se me
construyó para el objeto específico de la actividad cerebroanalítica.
—¿Para analizar las ondas cerebrales?
—¡Claro! Si existen los receptores adecuados, puede lograrse sin el contacto
directo de electrodos. Mi cerebro posee ese receptor. Al medir las ondas cerebrales
obtengo vislumbres emocionales. Además, puedo analizar el temperamento, los
impulsos encubiertos y las actitudes de un hombre. Por ejemplo, fui yo quien pudo
afirmar que el comisionado Enderby era incapaz de matar a un hombre en las
circunstancias que prevalecían en el momento del asesinato.
—Y ¿lo eliminaron como sospechoso sólo con tu aseveración?
—Sí.
De nuevo le cruzó a Baley una idea por la imaginación.
—¡Aguarda! El comisionado Enderby… no sabía que lo estaban
cerebroanalizando, ¿verdad?
—No había necesidad alguna de lastimarlo en sus sentimientos.
Baley se mordió el labio inferior con rabia y pesadumbre. Era la única
incongruencia que le quedaba, la única fisura a través de la cual se pudiera intentar
algún esfuerzo para localizar el crimen en Espaciópolis.
R. Daneel había asegurado que analizaron el cerebro del comisionado, y, una hora
más tarde, el propio comisionado, con ingenuidad aparente, negó conocer el vocablo.
Ningún hombre podría pasar por la prueba del electroencefalograma, bajo la sospecha
de asesinato, sin recibir una inequívoca impresión de lo que era el análisis cerebral.
Pero ahora esa discrepancia quedaba eliminada, desvanecida. Al comisionado le
analizaron el cerebro, y ni siquiera lo supo. R. Daneel decía la verdad; y el
comisionado también la había dicho.
—Bueno —interpeló Baley con brusquedad—, ¿qué sacas del análisis cerebral
mío?
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—Que estás perturbado.
—¡Vaya descubrimiento! ¡Por supuesto que lo estoy!
—En términos específicos, sin embargo, tu perturbación se debe a un choque
entre los motivos de impulsos interiores. Por una parte, tu lealtad a los principios de
tu profesión te incitan a escudriñar en lo más profundo de esta conspiración de
terrícolas que anoche nos quisieron acorralar. Otro impulso, igualmente decisivo, te
obliga a dirigirte en dirección contraria. Todo eso aparece escrito con claridad en el
campo eléctrico de las celdillas de tu cerebro.
—¿Celdillas de mi cerebro? ¡Sandeces! —interpuso Baley con acaloramiento—.
Mira, te voy a decir por qué no hay razón alguna para investigar hasta el fondo lo que
tú llamas conspiración. No tiene nada que ver con el asesinato. Pensé que pudiera
tenerlo. Te lo confieso sin rubor. Ayer, en la cocina, supuse que estábamos en peligro.
Pero ¿qué sucedió? Nos persiguieron, sí; nos desembarazamos de ellos, ¡y eso fue
todo! No es la acción propia de unos individuos bien organizados y
desesperadamente decididos. Además, mi propio hijo nos pudo localizar con relativa
facilidad: preguntó por nosotros en el departamento y ni siquiera tuvo que
identificarse. Nuestros famosos conspiradores hubiesen podido hacer exactamente lo
mismo si, en realidad, hubieran deseado perjudicarnos.
—¿Acaso no lo hicieron?
—No, no lo hicieron. Si hubiesen buscado tumultos y motines, los podrían haber
empezado en la zapatería y, con todo, retrocedieron como mansos corderos ante un
solo hombre y un desintegrador. Un robot, y un desintegrador que sabían
perfectamente que estabas incapacitado para disparar en cuanto te reconocieron por lo
que eres. Esos tipos son medievalistas. Son los inofensivos. Tú no lo podrías saber,
pero yo sí. Y lo habría sabido si no fuera por el hecho de que todo este maldito
negocio me ha conducido a pensar en términos melodramáticos.
»Te diré que conozco a los medievalistas. Son individuos blanduchos, soñadores,
que encuentran que la vida es demasiado dura para ellos. Se pierden en un mundo
idealista de lo pasado que nunca jamás existió. Si pudieses cerebroanalizar un
movimiento, del modo que lo hacen con un individuo, te hallarías con que son tan
incapaces de cometer un asesinato como el propio Julius Enderby.
Tras un instante de meditación, R. Daneel replicó:
—No puedo aceptar tus afirmaciones por lo que representan.
—¿Qué pretendes censurarme?
—Tu conversión a este punto de vista es demasiado repentino. Además, hay
ciertas incongruencias. Arreglaste la cita con el doctor Gerrigel varias horas antes de
la cena de anoche. Entonces no sabías lo de mi bolsa para alimentos, ni podías abrigar
sospechas de mí en cuanto a asesino. Así pues, ¿para qué lo llamaste?
—Ya para entonces sospechaba de ti.
—Anoche hablabas mientras dormías.
Los ojos de Baley se abrieron, enormes, asombrados.
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—¿Y qué dije?
—Apenas una sola palabra: «¡Jessie!». Repetidas veces. Supongo que te referías a
tu esposa.
Baley soltó poco a poco la tensión de sus músculos y, con voz estremecida,
explicó:
—Sufrí una pesadilla horrible. ¿Sabes lo que es eso?
—Por supuesto que no lo sé por experiencia propia. La definición del diccionario
dice que es un sueño angustioso.
—Y, ¿sabes lo que es un sueño?
—Una ilusión de realidad experimentada durante la suspensión transitoria del
pensamiento consciente.
—Sí, una ilusión. A veces la ilusión aparece como muy real. Bueno, soñaba que
mi esposa se veía en peligro. Puedes creerme cuando te lo aseguro.
—Te creo. Mas ¿cómo supo Jessie que yo era un robot?
La inquietud hizo que a Baley se le perlara la frente.
—No regresemos al mismo tema, ¿quieres? El rumor…
—Lamento interrumpirte, Elijah; pero no existen rumores de ninguna clase. Si
anduvieran esparcidos, la ciudad se vería hoy trepidante de ansiedad. Me he dedicado
a comprobar los informes que llegan al departamento. No existen tales rumores.
Dime: ¿cómo lo supo tu esposa?
—¿Qué pretendes insinuar? ¿Supones que mi esposa pertenece a…, a…?
—¡Sí, Elijah!
Baley se apretó las manos con fuerza visible.
—Bueno, pues no lo es, ¡y no estoy dispuesto ni a discutirlo!
—Esto no es imparcial de tu parte, Elijah. En el curso de esta investigación, van
dos veces que me acusas de asesinato.
—¿Y te desquitas así?
—No estoy seguro de comprender lo que me indicas con esa frase. Pero, sí
apruebo tu facilidad para sospechar de mí. Tenías tus razones. Eran equivocadas; pero
pudieron ser justas. Ahora, y del mismo modo, pruebas muy poderosas señalan a tu
esposa.
—¿Como asesina? Vamos, ¡Jessie es incapaz de dañar a nadie! Imposible que
diera un paso fuera de la ciudad… Si fueras de carne y hueso te…
—Me limito a decir que está dentro de la conspiración. Debemos interrogarla.
—Ni soñarlo. Escúchame: los medievalistas no nos persiguen de muerte. No es su
manera de actuar. Pero es evidente que buscan cómo echarte a ti fuera de la ciudad. Y
lo hacen mediante una especie de ataque psicológico. Pretenden hacernos la vida
imposible, a ti y a mí, ya que ando contigo. Pudieron descubrir fácilmente que Jessie
era mi esposa, y para ellos fue una jugarreta infantil hacer llegar ese informe hasta
ella. Mi esposa es como cualquier otro ser humano. No simpatiza con los robots. No
le agradaría que yo me mezclase con ellos, y especialmente contigo, si ello puede
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acarrear peligros. Sin duda se lo dejaron entrever. Te repito que dio resultado. Toda la
noche me pidió con ahínco que abandonara el caso o que te sacara de la ciudad de un
modo u otro.
—Presumo que posees un impulso fortísimo para proteger a tu esposa en contra
de todo interrogatorio. Resulta claro que estás hilvanando esta serie de
argumentaciones sin creer realmente en ellas.
—¿Qué te figuras que eres? —regañó Baley—. No eres un detective. Apenas
llegas a una máquina para analizar cerebros. Posees brazos, piernas, una cabeza y
puedes hablar; pero de ahí no pasas. Adaptarte con un circuito suplementario no te
califica como detective. Así pues, cierra el pico y deja que yo me ocupe de pensar.
—Lo que me parece es que deberías bajar la voz, Elijah —aconsejó el robot con
mucha tranquilidad—. Concedido que no soy un detective en el sentido que tú lo
eres, pero aun así me agradaría llamarte la atención sobre el detalle de que anoche me
dijiste que no era costumbre entre los terrícolas el que un padre enviase a su hijo a un
peligro en su lugar. Dime: ¿es costumbre que una madre lo haga?
—No, por supuesto.
—Entonces, si Jessie temiese por tu seguridad y desease advertírtelo, arriesgaría
su propia vida y no la de su hijo —comentó R. Daneel—. El hecho de que enviara a
Bentley sólo puede significar que sabía que él estaría a salvo, en tanto que ella no. Si
la conspiración estuviera fomentada por personas desconocidas de Jessie, tal no sería
el caso, o, por lo menos, carecería de razones para suponer que ése fuera el caso. Por
otra parte, siendo ella misma miembro de la conspiración, entonces sí sabría, ¡sí
sabría, Elijah!, que la vigilaban en todo y por todo, que la reconocerían, con todas sus
consecuencias, mientras que a Bentley le era fácil pasar sin ser advertido.
—Aguarda —interrumpió Baley, disgustado consigo mismo—, esos
razonamientos son muy sutiles, sin embargo…
No hubo para qué aguardar. La señal luminosa en el escritorio del comisionado
relampagueaba insensatamente. R. Daneel aguardó a que Baley contestara; pero éste
no hacía más que contemplarlo como alelado, impotente. El robot estableció el
contacto.
—¿De qué se trata?
—Aquí está una señora que desea ver a Lije —se escuchó la voz de R. Sammy,
muy apagada—. Le informé que estaba ocupado; pero no se decide a irse. Dice que
su nombre es Jessie.
—¡Que pase! —ordenó R. Daneel con gran calma, y sus ojos se elevaron sin
emoción para cruzarse con la mirada de pánico que despedían los de Baley.
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El poder de un nombre
Baley permanecía en pie con la rigidez de un sobresalto, mientras Jessie corría hacia
él, tomándolo de los hombros y acurrucándosele contra el pecho.
—¿Bentley? —preguntó Baley.
Ella le clavó la vista y meneó la cabeza, los cabellos flotándole con el impulso del
movimiento.
—Está perfectamente bien.
—¿Entonces…?
Jessie empezó a proferir exclamaciones en un repentino torrente de sollozos y con
voz apenas audible.
—No puedo seguir así, Lije. ¡No puedo! Será mejor que te lo confiese todo.
—No digas nada —contradijo Baley angustiado—. ¡Por amor de Dios, Jessie,
ahora no!
—Es indispensable. He hecho algo terrible. ¡Terrible! Oh, Lije…
—No estamos solos, Jessie —murmuró Baley, casi desesperado.
Entonces ella levantó la vista para fijarla en R. Daneel, sin dar muestras de
reconocerlo para nada. Tal vez las lágrimas que le anegaban sus ojos reflejaban la
imagen del robot como una mancha indefinible.
—Buenas tardes, Jessie —le susurró R. Daneel.
—¿Es…, es el robot? —se atragantó.
—Sí, Jessie.
—¿No te molesta que te llamen robot?
—Por supuesto que no, Jessie. Eso es lo que soy.
—A mí no me molesta que me llamen una imbécil y una idiota y un agente…
subversivo, porque eso es lo que soy.
—¡Jessie! —gimió Baley.
—Sí, Lije —advirtió ella—. Será mejor que él lo sepa, si es tu socio. No puedo
vivir con esto por más tiempo. No me importa la cárcel. No me importa si me envían
a los niveles inferiores y me alimentan con levadura cruda y agua. No me importa
si… Tú no lo permitirás, ¿verdad, Lije? No les permitirás que me hagan nada. Estoy
aterrorizada…
Baley le palmeó el hombro y dejó que llorara.
—No se encuentra bien —señaló Baley, dirigiéndose a R. Daneel—. No la
podemos tener aquí. Ordena que venga un coche patrulla y decidiremos lo que hay
que hacer mientras vamos por las autovías subterráneas.
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—¿Las autovías? —exclamó Jessie levantando la cabeza con sobresalto—. ¡No,
Lije, no!
—Vamos, Jessie, no seas supersticiosa. No puedes ir en el expresvía con ese
aspecto. Pórtate bien, como mujer fuerte, y tranquilízate, o no nos será posible pasar
por las oficinas generales. Te voy a traer un poco de agua. —Y luego, dirigiéndose a
R. Daneel—: ¿Qué hay del coche patrulla?
—Nos está aguardando, socio Elijah.
—Vamos, pues, Jessie.
Y Baley la empujó por la puerta entreabierta.
El silencio fantástico de las autovías pesaba a ambos lados.
—Eso es, Jessie, buena chica —estimuló Baley.
La impasibilidad que cubriera el semblante de Jessie desde que abandonaron la
oficina del comisionado mostró señales de romperse. Se quedó contemplando a su
marido y a Daneel con un silencio producto de la impotencia. Baley repitió:
—Acaba ya de una buena vez, Jessie. ¿Acaso has cometido algún crimen?
—¿Un crimen? —meneó la cabeza con incertidumbre, negando—. Por supuesto
que no.
El nudo que Baley sentía en el estómago se aflojó perceptiblemente.
—¿Robaste algo? ¿Falsificaste documentos? ¿Asaltaste a alguien? ¿Destruiste
propiedad pública? ¡Habla, Jessie!
—No. No me refería a nada de esa naturaleza. —Miró por encima del hombro—.
Lije, ¿tenemos que permanecer aquí?
—Sí, hasta que terminemos con esto. Ahora bien, empecemos por el principio.
¿Qué fue lo que llegaste a decirme? ¿A decirnos? —Por encima de la cabeza
inclinada de Jessie, la mirada de Baley se encontró con la de R. Daneel.
Jessie comenzó a hablar con un tono de voz muy suave, y fue ganando en
intensidad y articulación a medida que proseguía.
—Son esas gentes, esos medievalistas, tú lo sabes, Lije. Siempre andan por ahí:
siempre hablando. En épocas anteriores pasaba igual. ¿Te acuerdas de Elizabeth
Thornbowe? Pues era una medievalista. Siempre andaba propalando que nuestras
dificultades y nuestras tribulaciones provenían de la ciudad, y que todo iba mejor
antes de que se iniciaran las ciudades. Yo le preguntaba por qué se encontraba tan
segura de eso, y entonces ella me citaba frases de esos pequeños libros película que
siempre andan por ahí, como el de Vergüenza de las Ciudades, que el tipo aquel
escribió. No me viene su nombre…
—Ogrinsky —apuntó Baley, distraído.
—Sí, sólo que muchos de ellos eran peores. Luego, cuando me casé contigo, se
puso en verdad sarcástica. Me decía: «me figuro que te vas a convertir en una
auténtica mujer de la ciudad, ahora que te has casado con un policía». Me parece que
algunas de las cosas que me decía sólo eran para escandalizarme o para aparecer
como misteriosa y deslumbrante. Se quedó solterona y por fin se murió. Muchos de
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estos medievalistas no se acomodan. Recuerdo que una vez me indicaste, Lije, que
las gentes a menudo confunden sus propias incapacidades con las de la sociedad, y
buscan remedios para mejorar las ciudades porque no saben cómo beneficiarse ellas
mismas.
Baley recordó, y ahora sus palabras le sonaban huecas y superficiales al oído.
Interrumpió con delicadeza:
—Al grano, Jessie, por favor.
—Elizabeth hablaba siempre sobre la posibilidad de que llegase un día en que el
pueblo tuviera que unificarse. Aseguraba que toda la culpa era de los espacianos,
porque insistían en sojuzgar a la Tierra, conservándola débil y decadente. Afirmaba
que algún día íbamos a destruir las ciudades y regresar a la tierra; a exigirles cuentas
claras a los espacianos que pretendían tenernos amarrados para siempre en las
ciudades, imponiéndonos el empleo de robots. Sólo que nunca los llamaba robots; su
término usual era «máquinas monstruosas sin alma», si me disculpas la expresión,
Daneel.
—Ignoro el significado del adjetivo que empleaste, Jessie —replicó el robot—;
pero, en todo caso, la expresión queda disculpada. Continúa, por favor.
Baley se movió intranquilo. Era inevitable con Jessie. Nada podía obligarla a
contar la menor narración sino a su manera llena de circunloquios. Prosiguió:
—Elizabeth siempre trataba de hablar como si hubiese muchísima gente de
acuerdo con ella. Nos confiaba: «en la última sesión…», y después me miraba entre
orgullosa y con miedo, como si deseara que yo le preguntase y, de ese modo, aparecer
muy importante, y, sin embargo, medrosa de que la fuera a comprometer. Por
supuesto, nunca se me ocurrió interrogarla. Por nada del mundo quería yo darle esa
satisfacción.
—Continúa, Jessie —instó Baley.
—¿Recuerdas aquella discusión que tuvimos, Lije? Me refiero a lo de Jezabel…
—Sí. ¿Qué? —A Baley le costó un par de segundos centrar su atención en que ése
era el nombre propio de Jessie, y no una referencia fútil a otra mujer.
Volvióse para mirar a R. Daneel, buscando una explicación automáticamente
defensiva.
—El nombre completo de Jessie es Jezabel.
R. Daneel asintió gravemente con la cabeza. «¿Para qué preocuparme por él?»,
pensó Baley.
—Me molestó mucho, Lije —reanudó Jessie—. Sin duda fue una tontería; pero
seguí pensando en lo que me dijiste. Me refiero a tus explicaciones que Jezabel no era
más que una conservadora que luchaba por las ideas de sus antepasados, en contra de
las innovaciones de los recién llegados. Después de todo yo era Jezabel y siempre…
Titubeó, buscando la palabra apropiada.
—¿Te identificabas…? —aventuró Baley.
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—¡Sí! —Pero inmediatamente meneó la cabeza y desvió la vista—. No, no
literalmente. Yo no era así.
—Ya lo sé, Jessie. No seas ingenua.
—Sin embargo, pensé que quizá los medievalistas tenían razón, y que acaso
deberíamos restaurar nuestras buenas y antiguas costumbres. Así que me dediqué a
buscar a Elizabeth y me manifestó que no sabía de lo que le estaba hablando, y que
yo no era más que la esposa de un polizonte. Le contesté que eso no tenía nada que
ver, y, por último, me informó que sí, que hablaría con alguien… Y entonces, como
un mes más tarde, me vino a buscar y me dijo que me aceptaban y así me incorporé al
grupo, y desde entonces he asistido a las asambleas.
Baley se le quedó contemplando con tristeza, reprochándole:
—¿Y nunca me lo confiaste?
—Lo siento mucho, Lije —dijo con voz temblorosa.
—Necesito saber algo acerca de las asambleas. ¿En dónde se celebran?
—Precisamente aquí, en las autovías. Por eso no quería que me trajeran. Te
aseguro que resulta un sitio de reunión ideal. Nos juntábamos…
—¿Cuántos?
—No estoy segura. Como sesenta o setenta: no se trata más que de una sucursal
local. Nos sentábamos en sillas plegables y alguien nos dirigía la palabra, por lo
común respecto a lo maravillosa que era la vida en épocas anteriores, y a cómo algún
día nos libraríamos de los monstruos, los robots, y también de los espacianos. Los
discursos nos producían un efecto de monotonía. Siempre eran los mismos. Nos
limitábamos a soportarlos. En realidad, lo que disfrutábamos era el regocijo de
reunirnos y de considerarnos importantes. Nos comprometíamos con fuertes
juramentos e imaginábamos signos secretos para saludarnos y reconocernos frente a
extraños.
—¿Nunca os interrumpieron? ¿No pasaban patrulleros?
—No, nunca.
—¿No resulta eso inusitado, Elijah? —interrumpió R. Daneel.
—Tal vez no —replicó Baley meditabundo—. Existen pasadizos laterales que
nunca se usan, aunque es difícil distinguir unos de otros. ¿Eso era todo cuanto se
hacía en las asambleas, discursitos y jugueteos de pseudoconspiradores?
—Sí, poco más o menos.
—Así pues —interpuso Baley casi con brutalidad—, ¿qué diablos te preocupa
ahora? ¿Por qué te ha invadido tal pánico?
—Pensé que te dañarían a ti, Lije. Ya te lo he explicado.
—No, no me lo has explicado. Todavía no. Me has embaucado con un inocentón
grupito al que pertenecías. ¿No llevaron nunca a cabo demostraciones hostiles en
público? ¿No destruyeron robots? ¿No iniciaron motines? ¿No provocaron tumultos?
¿No mataron a nadie?
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—¡Nunca! Lije, sabes que yo no haría esas cosas. Ni hubiera continuado siendo
un miembro de la asociación si las intentaban.
—Bueno, entonces, ¿por qué temes que se te envíe a la cárcel?
—Pues…, pues solían hablar acerca de que algún día iban a ejercer presión
definitiva sobre el Gobierno. Nos imaginábamos que proseguiríamos organizándonos
y, luego, organizaríamos paros y grandes huelgas. Pensábamos que obligaríamos al
Gobierno a deshacerse de todos los robots y forzaríamos a los espacianos a que
regresaran al sitio de donde vinieran. Yo suponía que todo se reducía a simples
baladronadas, hasta que llegó esta dificultad, me refiero a lo tuyo y de Daneel.
Después nos dijeron: «Ahora veremos acciones decisivas», y «Vamos a hacer un
escarmiento y a poner un límite a la invasión de robots». Cuando se comentó allá en
el Personal, me di cuenta que se trataba de ti. Pero las demás no lo sabían.
Inmediatamente… —La voz se le quebró.
—Vamos, Jessie —la calmó Baley—. No ha sido nada. Baladronadas y
comadreos. Como puedes ver, nada ha sucedido.
—Me encontraba atemorizada. Pensé que yo formaba parte de ello. Podían ocurrir
disturbios y matanzas. Tú estabas en peligro, y Bentley también. Y en cierto modo
todo sería por mi culpa, porque me hallaba metida en eso, y merecía que se me
enviara a la cárcel.
Baley le pasó el brazo por el hombro y, con los labios apretados, se quedó
mirando a R. Daneel, el cual mantenía gran tranquilidad.
—Dime, Jessie, ¿quién era el jefe, la cabeza del grupo?
—El líder era un hombre llamado Joseph Klemin; pero ni significaba en realidad
gran cosa. No lo vas a arrestar por lo que yo te he dicho, ¿verdad, Lije?
Se la veía trastornada por su culpabilidad.
—No voy a aprehender a nadie…, todavía. ¿Cómo recibía Klemin sus
instrucciones, sus órdenes?
—Lo ignoro totalmente.
—¿No iba gente extraña a las reuniones, como por ejemplo personajes de las
Oficinas Generales?
—No con mucha frecuencia. Una o dos veces al año.
—¿No los puedes nombrar?
—No. Siempre los presentaban como «uno de los nuestros», o «un amigo del
barrio de Jackson» o de otra parte.
—Comprendo. Daneel, descríbenos las personas que nos han perseguido.
Veremos si Jessie logra reconocerlas.
R. Daneel recorrió la lista con exactitud clínica. Jessie escuchaba con una
expresión de desaliento a medida que las categorías de las medidas físicas se
alargaban, y meneaba la cabeza con negativas cuya seguridad aumentaba.
—¡No tiene objeto! —exclamó de pronto—. ¿Cómo poder recordarlos? No me
acuerdo de su aspecto. No puedo… —Se detuvo y, al parecer, reconsideró sus
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respuestas. Luego preguntó:
—¿Dices que uno de ellos trabaja en una fábrica de levadura?
—Francis Clousarr —repuso R. Daneel—. Es un empleado de una compañía de
levadura de Nueva York.
—Bueno, en una ocasión un hombre nos estaba dirigiendo un discurso. Yo estaba
sentada en la primera fila y no dejaba de recibir como un aliento de levadura cruda.
Lo recuerdo porque mi estómago no andaba bien ese día, y el olorcillo me mareaba.
Tuve que levantarme y cambiarme a la parte de atrás. Tal vez se trate del individuo en
cuestión. Después de todo, cuando se trabaja con levadura todo el tiempo, el olor se
pega hasta en las ropas. —Y frunció la nariz.
—¿No te acuerdas de cómo era? —indagó Baley.
—No, en absoluto.
—Mira, Jessie, te voy a llevar a casa de tu madre. Bentley permanecerá contigo, y
ninguno de los dos debe abandonar esa sección. Haré que vigilen los corredores con
policía especial.
—Sí, pero ¿y tú? —inquirió Jessie.
—Yo estaré a salvo.
—¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé. Acaso por uno o dos días.
Las palabras le sonaban vacías de significado hasta a él mismo.
Baley y R. Daneel se hallaban de nuevo en las autovías, solos ahora.
—Tengo la sospecha de que nos enfrentamos con una organización edificada
sobre dos niveles —enunció Baley—. Primero, un nivel sin programa específico,
destinado sólo a proporcionar apoyo de multitudes para un eventual golpe. Segundo,
un reducido grupo de elegidos con un delineado programa de acción. Este grupo
reducido es el que debemos de hallar.
—Todo esto es lógico si podemos aceptar lo que Jessie ha dicho —repuso
R. Daneel.
—Lo que nos contó Jessie lo podemos aceptar como la verdad más exacta —
sentenció Baley.
—Así me lo imagino yo también —convino R. Daneel—. No hay nada en sus
impulsos cerebrales que indiquen una inclinación patológica a la mentira.
—Y no habrá necesidad ninguna de que mencionemos su nombre en nuestros
informes. ¿De acuerdo?
—Si así lo deseas… —murmuró R. Daneel con calma—; aunque entonces
nuestros informes no serán completos ni exactos.
—No vamos a dañar a nadie con esa omisión. Mencionarla sería tanto como dejar
su nombre en los registros policíacos, y la idea no me gusta.
—Por supuesto, siempre que abriguemos la certidumbre de que nada más nos
queda por indagar.
—Por lo que a Jessie se refiere, te lo garantizo.
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—¿Pudieras entonces explicarme por qué la palabra Jezabel la conduce a
abandonar sus convicciones previas y a edificar una serie nueva? El impulso es un
tanto oscuro.
—Jezabel es un nombre raro. Perteneció en otra época a una mujer de reputación
pésima. Mi esposa tenía afecto especial a esa circunstancia. Le daba una sensación
simulada de maldad, compensándola por una vida de uniforme virtud.
—¿Por qué una mujer respetuosa de la ley habría de sentir deseos de impulsos
malvados?
—Las mujeres son así. —Baley estuvo a punto de sonreír—. De todos modos,
Daneel, yo cometí un error estúpido. En un momento de irritación le demostré con
insistencia que la Jezabel histórica no había sido particularmente malvada, y que, por
el contrario, si algo fue, podríamos llamarla buena esposa. ¡Cómo he lamentado eso
desde que pasó!
»Destruí algo irreemplazable. Lo que vino después sólo fue su modo de vengarse.
Inició lo que sabía que yo no podía aprobar. Creo que no fue un deseo consciente.
—¿Puede un deseo no ser consciente? ¿No representa eso una contradicción?
Baley desesperó de tratar de explicar a R. Daneel lo de la mente inconsciente. En
lugar de ello prosiguió:
—Te puedo asegurar que la Biblia ejerce gran influencia en el pensamiento y en
las emociones humanas.
—¿Qué es la Biblia?
—Es el libro sagrado de casi la mitad de la población de la Tierra.
—No entiendo bien el significado del adjetivo.
—Digo que se le tiene en gran estima. Debidamente interpretadas, algunas partes
del libro contienen un código de conducta que muchos hombres consideran la más
apropiada para la felicidad definitiva de los humanos.
—Y ese código, ¿está incorporado dentro de las leyes?
—Me temo que no. El código no se presta a ser puesto en vigor legalmente. Es
preciso obedecerlo con espontaneidad, que cada individuo lo practique por impulso
propio de obrar así. En ese sentido resulta mucho más elevado de lo que alcanza
ninguna ley.
—¿Más elevado que la ley? ¿No es también una contradicción de vocablos?
Entonces Baley sonrió, con tolerancia. Dijo a Daneel:
—¿Quieres que te cite algunas frases de la Biblia? ¿Tienes curiosidad por
escucharlas?
—Te lo ruego.
Baley dejó que el vehículo disminuyera la marcha hasta detenerse. Durante
algunos segundos estuvo sentado con los ojos entrecerrados, recordando.
—«Se fue Jesús al monte de los Olivos, pero de mañana volvió otra vez al
templo, y todo el pueblo venía a Él y, sentado, les enseñaba. Los escribas y fariseos
trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio, le dijeron:
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Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. En la Ley
nos ordena Moisés apedrear a éstas; tú, ¿qué dices? Esto lo decían tentándole, para
tener de qué acusarle. Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en tierra. Como ellos
insistieran en preguntarle, se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado,
arrójele la piedra el primero. E inclinándose de nuevo, escribía en tierra. Ellos que lo
oyeron, fueron saliéndose uno a uno, comenzando por los más ancianos, y quedó Él
solo y la mujer en medio. Incorporándose Jesús, le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie
te ha condenado? Dijo ella: Nadie, Señor. Jesús dijo: Ni yo te condeno tampoco; vete
y no peques más».
R. Daneel lo escuchaba atentamente.
—¿Qué es adulterio? —interrogó.
—Eso no tiene importancia. Era un crimen y, en aquella época, el castigo
aceptado consistía en la lapidación; es decir, arrojarle piedras a la culpable hasta que
la mataban.
—Y, ¿era culpable la mujer?
—Sí, lo era.
—Entonces, ¿por qué no la apedrearon?
—Ninguno de los acusadores se sintió capaz de hacerlo después del juicio de
Jesús. Esta narración muestra que hay algo superior a la justicia, de la cual te han
imbuido a ti. Existe un impulso humano que se llama misericordia; un acto humano
que se conoce como perdón.
—Socio Elijah, yo no estoy versado en esos términos.
—Ya lo sé —murmuró Baley—. ¡Ya lo sé!
Con un movimiento brusco, el coche-patrulla arrancó de nuevo. Baley sentíase
oprimido contra el respaldo del vehículo.
—¿Hacia dónde vamos? —indagó R. Daneel.
—Al barrio de la levadura —respondió Baley—, a exprimirle la verdad a Francis
Clousarr, a ese conspirador.
—¿Tienes algún método para lograrlo, Elijah?
—No, yo no, pero tú sí lo tienes, Daneel, uno muy sencillo.
Siguieron avanzando a toda velocidad.
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Arresto de un conspirador
«Barrio de la levadura» no era el nombre oficial de ningún sector de la ciudad de
Nueva York. Lo que en lenguaje popular se conocía como el barrio de la levadura,
para la Oficina de Correos no eran más que las zonas comprendidas entre Newark,
Nuevo Brunswick y Trenton. Tratábase de una faja muy amplia de lo que otrora fue
la medieval Nueva Jersey, moteada con sitios residenciales, especialmente en Newark
Central y Trenton Central; pero dedicada con especialidad a granjas de muchísimos
surcos en las que crecían y se multiplicaban miles de variedades de levaduras.
Sin la levadura, seis mil de los ocho mil millones de seres humanos que habitaban
la Tierra se morirían de hambre en un año.
Baley estacionó el vehículo en un espacio para descarga de mercancías. Enfilaron
por un corredor a cuyos lados se extendían dos filas de oficinas.
—¿Está aquí Francis Clousarr?
Un operario hizo una indicación con la cabeza, y Baley caminó en la dirección
señalada.
Un hombre se había levantado en el otro extremo de la nave y se quitaba el
delantal.
—Yo soy Francis Clousarr —manifestó el hombre.
Baley interrogó al robot con la mirada. Éste asintió.
—Muy bien —reanudó el detective—. ¿Dónde podemos hablar?
—Tendrá que ser mañana —repuso Clousarr—. Mi turno ya ha terminado.
—Debe ser ahora. Mañana será demasiado tarde —añadió Baley al tiempo que le
mostraba su tarjeta de policía.
—No conozco el sistema empleado en el departamento de policía; pero aquí las
horas de la comida son muy estrictas, sin márgenes.
—Haré que le traigan su comida aquí —arguyó Baley.
—Vaya, vaya —comentó Clousarr sin alegría—, exactamente lo mismo que un
aristócrata o un detective de la clase C. ¿Qué seguirá? ¿Algo mejor? ¿Baño privado?
—Guárdese sus bromas y limítese a contestar a las preguntas —interrumpió
Baley—. ¿Dónde podemos hablar?
—Usted puede hacerlo en el cuarto de balanzas. En cuanto a mí, nada tengo que
decir.
Baley gruñó, y luego volviéndose a Daneel, le indicó:
—¿Quieres ordenar que traigan algo de comida? Y espérame afuera.
Se le quedó mirando hasta que salió, y después, dirigiéndose a Clousarr,
preguntó:
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—¿Eres un químico?
—Soy un zimologista, si no le importa.
—¿Cuál es la diferencia?
—Un químico es un catador de sopas, un operador mugriento. Un zimologista, en
cambio, es un hombre que ayuda a que se conserven vivos miles de millones de seres
humanos. Yo soy un especialista en el cultivo de levaduras.
—Muy bien, usted perdone —intentó ironizar Baley.
—Sí, señor, soy un zimologista —repitió Clousarr.
Baley retrocedió ante la arrogancia y el orgullo del otro individuo. Le espetó de
pronto:
—¿Dónde estaba usted anoche entre las dieciocho y las veinte horas?
—Caminando —se encogió de hombros Clousarr—. Me agrada disfrutar de un
paseíto después de comer.
—¿Visitó a algún amigo? ¿Fue a un subetérico?
—No. Me limité a caminar.
Baley apretó los labios. La diversión en un subetérico significaría una señal en la
placa de raciones de Clousarr. La visita a algún amigo hubiese incluido el nombre de
un hombre o de una mujer, y un medio de comprobación.
—Entonces, ¿nadie le vio?
—Quizás alguien me viese. No lo sé. No puedo saberlo.
—¿Y la noche anterior a ésa?
—Lo mismo.
—¿No tiene coartada para ninguna de las dos noches?
—Si hubiese cometido algún acto criminal, me habría preparado de seguro una
coartada, lista para suministrársela. Además, ¿para qué necesito yo coartada?
Nada contestó Baley, y se puso a consultar su agenda.
—Estuvo en una ocasión ante un juez. ¿Provocando un motín?
—Muy bien, sí. Uno de esos robots pasó junto a mí empujándome. Le eché una
zancadilla. ¿Eso es incitar un motín?
—El tribunal así lo juzgó. Se le sentenció y se le multó.
—El caso quedó concluido. ¿Acaso desea multarme de nuevo?
—Anteanoche hubo una especie de tumulto en una zapatería del Bronx. Se le vio
a usted ahí.
—¿Quién me vio?
—Era su hora de comer aquí —aseguró Baley—. ¿Comió aquí como de
costumbre anteanoche?
Al principio Clousarr titubeó. Luego meneó la cabeza.
—Tenía malestar de estómago. El olor de la levadura le descompone a uno. Ni
siquiera los veteranos como yo pueden evitarlo.
—Anoche hubo un desorden en Williamsburg, y también le vieron allí. Me figuro
que usted es un hombre importante en una organización medievalista no registrada.
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—Tal vez sepa usted que estas figuraciones no son prueba alguna —sonreía
impertérrito Clousarr.
—Le voy a sacar la verdad ahora mismo —farfulló Baley.
R. Daneel entró con una bandeja de alimentos.
—Ponla enfrente del señor Clousarr, Daneel —ordenó Baley. Y luego—: Señor
Clousarr, deseo presentarle a Daneel Olivaw, mi socio.
Daneel extendió la mano diciendo:
—¿Cómo te va, Francis?
Clousarr no hizo movimiento alguno para estrechar la mano de Daneel. Éste
mantuvo su actitud, y Clousarr comenzó a ruborizarse.
—Se está poniendo grosero, señor Clousarr —murmuró Baley con blandura—.
¿Es demasiado orgulloso para estrechar la mano a un detective?
—Si no le importa —repuso Clousarr—, tengo hambre.
—Daneel —reanudó Baley—, me parece que nuestro amigo está ofendido por tu
actitud fría. No estás enojado con él, ¿verdad?
—Desde luego que no, Elijah —afirmó R. Daneel.
—Para demostrárselo, pásale el brazo sobre el hombro.
—Tendré sumo gusto en hacerlo —contestó R. Daneel, y se adelantó.
Clousarr hizo ademán de levantarse.
—¿Qué se proponen?
R. Daneel, sin inmutarse, le pasó el brazo.
Clousarr le dio un empellón, con impulso salvaje, echando para un lado el brazo
de R. Daneel.
—¡Maldito seas, no me toques!
Saltó para atrás, retirándose. La bandeja de alimentos cayó al suelo con estrépito.
R. Daneel continuó su avance estólido hacia el zimologista que retrocedía. Baley
se apostó en la puerta.
—¡Quite eso! —gritó Clousarr.
—¡Vaya modales! —comentó Baley—. Sepa que ese hombre es mi socio.
—¿Se refiere a ese maldito robot? —chilló Clousarr.
—Retírate, Daneel —ordenó Baley. Y luego, dirigiéndose a Clousarr—: ¿Qué le
hace pensar que Daneel sea un robot?
—¡Cualquiera lo puede ver!
—Lo dejaremos a juicio del juez. Mientras tanto, nos va a explicar
detalladamente cómo supo que Daneel es un robot, y también algunas otras cosas.
Daneel, comunícate con el comisionado y dile que por favor vaya a su oficina. Hay
un individuo al que debemos interrogar.
—Necesito un abogado —pidió Clousarr.
—Ya tendrá uno. Entretanto, dígame: ¿qué desean ustedes los medievalistas?
—¡La vuelta a la tierra! —gruñó Clousarr.
—¿Y cómo va a alimentar la Tierra a ocho mil millones de almas?
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—No importa el tiempo que requiera; pero conviene que salgamos de estas
bóvedas en que vivimos. ¡Al aire libre!
—¿Ha estado usted alguna vez al aire libre?
—No. Pero hay niños que nacen. Sáquenlos. ¡Déjenlos disfrutar del aire, del
espacio, del sol!
—En otras palabras, retrocediendo a un pasado imposible, a las semillas, al
huevo, a la matriz. ¿Por qué no seguir avanzando? En lugar de disminuir la población
de la Tierra, podemos exportarla. ¡Colonizar otros planetas!
—¡Tonterías! —replicó Clousarr—. ¿Ponernos a colonizar mundos desiertos
cuando tenemos el propio al alcance de nuestras manos? ¿Quiénes serían los tontos
que lo intentasen?
—¡Muchos, y no serían tontos! Los robots nos ayudarían.
—¡No! —protestó Clousarr con fiereza—. ¡Robots no!
—¿Por qué no? Aunque yo tampoco simpatizo con ellos, no voy a darme de
puñaladas por un prejuicio. Si desea saber mi opinión, no se trata más que de un
complejo de inferioridad. Todos nosotros nos sentimos inferiores a los espacianos, y
lo resentimos. Hemos de sentirnos superiores para resarcirnos de ello, y nos mata el
pensamiento de que no nos consideramos superiores ni a los robots. Nos parecen que
son mejores que nosotros… ¡pero no lo son! ¡Y ésa es la maldita ironía que nos
carcome!
Baley sentía que la sangre le bullía mientras decía esto.
Clousarr había tratado de interrumpir varias veces, y no atinaba a hacerlo en
contra del furioso torrente de Baley. Ahora, cuando Baley se detuvo, exhausto de
todo sentimiento emocional, lo apostrofó con sarcasmo:
—Conque un polizonte hecho filósofo, ¿eh? ¡Vaya, vaya!
Entró R. Daneel y explicó:
—Tuve dificultades para comunicarme con el comisionado Enderby. Todavía se
hallaba en su oficina central.
—¿Todavía? —comentó Baley consultando su reloj.
—Hay cierta confusión en estos momentos. Han descubierto un cadáver en el
departamento.
—¿Qué? ¿Quién?
—El mensajero R. Sammy.
Baley se quedó boquiabierto. Contempló al robot, y entonces estalló con voz
colérica:
—¿Dices que un cadáver?
—Un robot con el cerebro completamente desactivado, si así lo prefieres.
Clousarr soltó de pronto la carcajada. Baley desenfundó su desintegrador y le
amenazó:
—Nada de bromas, ¿entiendes?
Clousarr enmudeció.
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—El comisionado Enderby se mostró evasivo —añadió R. Daneel—. Mi
impresión es que el comisionado cree que desactivaron a R. Sammy, es decir, lo
asesinaron.
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Motivo
Baley se colocó tras el volante, y el coche patrulla empezó a ganar velocidad. La
fuerza del viento desordenaba su cabello y el de Clousarr; sin embargo, el de
R. Daneel permanecía liso y en su lugar. Éste se dirigió al zimologista:
—Señor Clousarr, ¿teme a los robots por temor a que lo despidan de su trabajo?
Baley no pudo volverse para mirar la expresión de Clousarr; mas se hallaba
seguro de que sería la imagen más dura y rígida del odio; de que estaba sentado a un
lado, lo más separado posible de R. Daneel.
—Pienso en el trabajo de mis hijos, y de los hijos de los demás y de todos los que
sigan.
—Pueden llevarse a cabo arreglos, ajustes —insinuó el robot—. Si tus hijos, por
ejemplo, aceptaran prácticas de adiestramiento para la emigración…
—¿También tú? —vociferó Clousarr—. Este detective me estuvo hablando y
hostigando con la emigración. Él sí que tiene un magnífico adiestramiento para robot.
¡Acaso hasta sea un robot!
—Una escuela de práctica para emigrantes implicaría seguridad, garantizaría
clasificación y una carrera prefijada —comentó R. Daneel con tranquilidad.
—Yo no aceptaría nada de un robot ni de un espaciano. Ni de ninguna de esas
hienas que forman el Gobierno de la ciudad.
Eso fue todo. El silencio de la autovía les engulló, quedando tan sólo el zumbido
ahogado del motor del coche-patrulla y el roce silbante de las ruedas sobre el
pavimento.
—Parece que no vamos todavía a interrogar a Clousarr, ¿verdad? —interpuso
R. Daneel.
—Todo a su tiempo —replicó Baley—. Veamos primero este asunto de
R. Sammy.
—¡Lástima! Las cualidades cerebrales de Clousarr… —comenzó R. Daneel—
han cambiado de modo extraño. ¿Qué sucedió mientras yo estaba ausente?
—Lo único que hice fue sermonearle —repuso Baley, distraído—. Le prediqué el
evangelio según san Fastolfe.
—No entiendo.
Con desaliento, Baley suspiró, y continuó:
—Traté de explicarle que la Tierra podía echar mano de robots y exportar el
exceso de su población a otros planetas. Traté de lavar su cerebro de esas tontas ideas
medievalistas.
—Dime, ¿le hablaste de los robots?
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—Le aseguré que los robots no eran más que simples máquinas. Que así lo
aseguraba el evangelio según san Gerrigel. Y existen muchísimos evangelios, me
parece.
—¿Acaso le dijiste que a un robot se le puede golpear sin que devuelva el golpe?
—Con excepción de una pelota de boxeo, supongo. Sí, pero ¿por qué supones
eso?
Baley se quedó viendo al robot con curiosidad.
—Porque se ajusta a los cambios cerebrales —explicó R. Daneel—, y explica el
golpe que me lanzó a la cara. Debe de haber estado pensando en lo que tú le
aseguraste, así que simultáneamente comprobó tus afirmaciones, dio salida a sus
sentimientos de agresividad y tuvo el placer de verme colocado en lo que estimaba
ser una posición de inferioridad. Para que se viera impulsado así, y teniendo en
cuenta las variaciones delta en su quintic… Sí, ahora puedo formarme un conjunto
congruente de todo.
El piso correspondiente a la Inspección General se aproximaba.
Baley vio al comisionado Enderby y lo escuchó por la puerta abierta de su
oficina. El salón general estaba vacío, como si lo hubiesen barrido, y la voz de
Enderby reverberaba a todo lo largo con una oquedad inusitada. El semblante
redondo aparecía desnudo y debilitado sin las gafas, que sostenía en una mano,
mientras se enjugaba la frente lisa con una servilleta de papel.
Su mirada se posó en Baley, en el instante en que éste llegaba a la puerta, y la voz
se elevó resonando petulante:
—¡Baley! ¿En dónde diablos te has metido?
Baley pasó por alto la observación y se encogió de hombros:
—¿Qué sucede? —indagó—. ¿En dónde están los del turno de noche? —
Entonces se percató de la presencia de una segunda persona en la oficina del
comisionado. Exclamó con asombro—: ¡El doctor Gerrigel!
El roboticista de cabellera gris devolvió el saludo involuntario con un leve y
cortante movimiento de cabeza.
—Encantado de verle de nuevo, señor Baley.
El comisionado se ajustó sus gafas y contempló a Baley a través de ellas.
—Todos los empleados están abajo, los someten a interrogatorios, firman
declaraciones, andan confusos. Yo intentaba dar contigo. Resultaba extraño que te
ausentaras de aquí.
—¿Que me ausentara yo? —gritó Baley exaltado.
—Que cualquiera anduviese fuera. Alguien en el departamento lo hizo, y ello
tendrá graves consecuencias. ¡Vaya trastorno!
Levantó las manos como imprecando al cielo, y, al hacer este movimiento, su
mirada se posó en R. Daneel.
El comisionado prosiguió en tono más moderado:
—También él tendrá que firmar una declaración. Hasta yo lo he de hacer. ¡Yo!
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—Mire, señor comisionado —interpuso Baley—, ¿qué le hace abrigar la certeza
de que lo de R. Sammy fue una destrucción deliberada?
—Pregúntaselo —replicó, señalando al doctor Gerrigel.
El solemne doctor Gerrigel se aclaró el gaznate.
—No sé en verdad cómo proceder con esto, señor Baley. Su expresión denota que
le sorprende verme aquí.
—Sí, un poco.
—Bueno, pues no tenía verdaderamente prisa por volverme a Washington.
Además, me invadía una sensación creciente de que sería criminal de mi parte irme
de la ciudad sin haber analizado de nuevo su fascinante robot. Le llamé aquí, pero
nadie sabía dónde se le podía localizar. Solicité hablar con el comisionado, y éste me
rogó que viniese a la Inspección General y lo esperara.
—Me imaginé que acaso fuera importante —interpuso el comisionado—. Sabía
que tú deseabas ver a este señor.
—¡Gracias! —asintió Baley.
—Estaba en un pequeño cuarto…
El comisionado interrumpió una vez más:
—Uno de los cuartos que sirven como almacén para los accesorios fotográficos,
Lije.
—Sí —confirmó el doctor Gerrigel—, se encontraba derrumbado. Resultaba
evidente que lo habían desactivado sin remedio. Se hallaba muerto, por decirlo así.
Tampoco me fue difícil determinar la causa de la desactivación.
—¿Cuál fue? —preguntó Baley.
—En el puño derecho del robot, apretado a medias —explicó el doctor Gerrigel
—, había un ovoide brillante, con una ventanilla de mica en un extremo. El puño se
encontraba en contacto con el cráneo, como si la última acción del robot hubiese sido
tocarse la cabeza. El objeto que sostenía era un atomizador alfa. Supongo que saben
lo que es, ¿verdad?
Baley movió la cabeza afirmando. No necesitaba ni diccionario ni manual para
que le informaran lo que era un atomizador alfa. Durante sus cursos de física había
manejado varios en su laboratorio: un casquillo de aleación de plomo, con un hueco
interior a lo largo en cuyo fondo había un fragmento de sal de plutonio. Esa alma la
recubría una tirita de mica, que resultaba transparente a las partículas alfa. Por lo
tanto, en esa dirección se diseminaban fuertes radiaciones.
Un atomizador alfa se empleaba de muchas maneras; pero matar robots no
constituía una de ellas; no legal, por lo menos.
—¿Lo mantenía con el extremo de la mica apoyado en la cabeza, me supongo? —
interrogó Baley.
—Sí —replicó el doctor Gerrigel—, y los surcos de su cerebro positrónico se
descentraron. Muerte instantánea, para usar el tópico.
Baley se volvió al palidísimo comisionado.
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—¿Ningún error posible? ¿Un atomizador alfa, en realidad?
El comisionado confirmó con la cabeza, alargando sus labios carnosos y
fruncidos.
—¡Seguro que sí! Los detectores lo podían precisar a diez pasos de distancia. Las
películas fotográficas del almacén se habían velado. ¡No cabe la menor duda!
Pareció reflexionar acerca de esto por un segundo o dos, y después exclamó con
sequedad:
—Doctor Gerrigel, será necesario que permanezca usted en la ciudad durante uno
o dos días, hasta que podamos imprimir su testimonio en una fonopelícula. Haré que
le acompañen a una habitación. Supongo que no le molestará quedar bajo el cuidado
de un guardia, ¿eh?
—¿Lo considera usted necesario? —preguntó algo nervioso el doctor Gerrigel.
—Me parece lo más adecuado.
El doctor Gerrigel, con apariencia de muy preocupado, les estrechó la mano a
todos los presentes, hasta al mismo R. Daneel, y salió.
El comisionado ahogó una especie de suspiro.
—Sólo puede ser uno de nosotros, Lije. ¡Y eso es lo más preocupante! A ningún
extraño se le ocurriría venir al departamento para liquidar a un robot. Y tiene que ser
alguien que pudiera apoderarse de un atomizador alfa. Son muy difíciles de
conseguir.
Entonces habló R. Daneel con su voz fría, cortante y mesurada, contrastando con
las palabras agitadas del comisionado. Dijo:
—Pero ¿cuál es el motivo para este asesinato?
El comisionado le dirigió a R. Daneel una mirada de disgusto clarísimo, y luego
la apartó.
—También nosotros somos humanos. Lo mismo que otros, los polizontes pueden
también no simpatizar con los robots. R. Sammy no existe ya, y acaso esto signifique
un alivio para alguien. Solía causarte a ti un gran malestar, Lije, ¿te acuerdas?
—Eso no llega apenas a motivo suficiente para un asesinato —comentó
R. Daneel.
—¡No! —convino Baley con mucha decisión.
—No es un asesinato —rectificó el comisionado—. Es un daño en propiedad
ajena. Procuremos conservar nuestros términos legales dentro de sus proporciones
justas. Sólo se trata de que se llevó a cabo dentro del recinto de este departamento, y
pudiera ser un escándalo de primera clase… ¿Cuándo viste a R. Sammy por última
vez, Lije?
—R. Daneel habló con R. Sammy después del almuerzo —repuso Baley—. Fue
alrededor de las trece treinta. Hicimos uso de su oficina, comisionado.
—¿Mi oficina? ¿Para qué?
—Yo deseaba hablar con R. Daneel y discutir con él el caso del modo más
privado posible. Usted no estaba aquí, con lo que su oficina nos resultó el sitio ideal.
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—Comprendo. —El comisionado aparentó algo de duda; pero dejó el asunto sin
insistir—. ¿Tú no lo viste?
—No, pero escuché su voz como una hora después.
—¿Seguro que era él?
—Totalmente.
—¿Eso sería entonces a las catorce treinta?
—Quizás un poco antes.
El comisionado se mordió el labio carnoso, meditando.
—Pues eso nos revela que el mensajero Vincent Barrett estuvo hoy aquí. ¿Sabías
tú algo de eso?
—Sí, señor comisionado, pero él no haría nada semejante.
El comisionado le clavó la mirada.
—¿Por qué no? R. Sammy lo desplazó de su empleo. Puedo apreciar cómo se
siente. Debe de tener un complejo tremendo de injusticia. Deseará obtener venganza.
¿No te pasaría a ti lo mismo? Pero en realidad es que salió del edificio a las catorce
horas y tú escuchaste a R. Sammy vivo a las catorce treinta. Por supuesto, antes de
irse pudo haber dado a R. Sammy el atomizador alfa con instrucciones de no usarlo
hasta después de una hora; pero, veamos, ¿dónde pudo él obtener un atomizador alfa?
No soporta un examen lógico. Regresemos a R. Sammy. Cuando le hablaste a las
catorce treinta, ¿qué te dijo?
Baley titubeó por un instante perceptible, y después, con mucha cautela,
respondió:
—No me acuerdo. Salimos poco después.
—¿Adónde fueron?
—Al barrio de la levadura, como destino final. Y, a propósito, deseo hablar de
eso.
—Luego, ¡luego! —El comisionado se frotó la barbilla—. Jessie estuvo hoy aquí.
Tuvimos que comprobar todas las visitas del día y me encontré con su nombre.
—Sí estuvo aquí —convino Baley con frialdad.
—¿A qué vino?
—Asuntos personales de familia.
—Será preciso que se le interrogue como mera formalidad.
—Entiendo perfectamente la rutina policíaca, comisionado. Y tomándola en
cuenta, ¿qué hay del atomizador alfa en sí? ¿Se ha podido indagar su procedencia?
—Por supuesto. Vino de una de las plantas de energía.
—¿Cómo explican su pérdida?
—No la explican. Carecen de la menor idea. Pero mira, Lije, excepto en lo
relativo a declaraciones rutinarias, eso nada tiene que ver contigo. Tú limítate a tu
asunto. Sólo que…, bueno, ocúpate con empeño en la investigación de Espaciópolis.
—¿Puedo atender a mis declaraciones rutinarias más tarde, comisionado? —
indagó Baley—. La verdad es que no he comido.
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Los empañados ojos del comisionado Enderby se dirigieron de lleno, en línea
recta, a Baley.
—Desde luego que sí, anda a comer algo. Pero permanece dentro del edificio del
departamento, ¿quieres? Tu socio tiene razón, Lije. —Parecía como si evitara
dirigirse a R. Daneel o usar su nombre—. Lo que nos hace falta es un motivo. ¡El
motivo!
Baley se sintió de pronto petrificado.
Algo fuera de sí, algo completamente extraño a él se apoderó de los
acontecimientos de este día y del día anterior a éste y del todavía anterior al anterior,
y principió a jugar con ellos, mezclándolos. De nuevo algunas piezas del acertijo
empezaron a ajustarse; un dibujo definido comenzó a formarse.
—Oiga, comisionado —interrogó—, ¿de qué planta de energía provino el
atomizador alfa?
—De la planta de Williamsburg. ¿Por qué?
—Por nada…, por nada…
Las últimas palabras que Baley escuchó murmurar al comisionado, al tiempo que
salía de la oficina con R. Daneel pisándole los talones, fueron:
—Motivo. El motivo.
Baley tomó un ligero piscolabis en el comedor del departamento, pequeño y poco
usado. Devoró el tomate relleno en ensalada de lechuga sin darse cuenta en absoluto
de su calidad, y por unos segundos después de haber concluido de masticar el último
bocado, el tenedor rebuscaba aún sin objeto sobre la superficie lisa de su plato de
cartón, para atrapar algo de lo que ya no existía.
Percatóse de ello, y soltó el tenedor al tiempo que exclamaba:
—¡Daneel!
Éste se hallaba sentado junto a otra mesa, como si deseara dejar en paz al
evidentemente preocupado Baley, o como si la buscase para sí. Daneel se levantó,
dirigiéndose a la mesa de Baley, y se sentó junto a él.
—Sí, socio Elijah…
—Daneel —dijo sin mirarlo para nada—, necesito tu cooperación.
—¿En qué forma?
—Interrogarán a Jessie y me interrogarán a mí. Eso es seguro. Déjame que
conteste a las preguntas a mi modo. ¿Comprendes?
—Comprendo. Sin embargo si a mí me dirigen una pregunta directa, ¿cómo me
será posible decir algo que no sea verdad?
—Si te lanzan una pregunta directa es otro asunto. Lo único que te pido es que no
suministres informes voluntarios. Eso sí que lo puedes hacer, ¿verdad?
—Me parece que sí, Elijah, siempre que no aparezca que estoy perjudicando a un
ser humano con guardar silencio.
—Tú me perjudicarás a mí si no lo guardas —masculló Baley sombrío.
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—No alcanzo a entender tu punto de vista, socio Elijah. Con certeza el caso de
R. Sammy no te puede afectar para nada.
—¿No? Todo se reduce a motivo, ¿eh? Tú has dudado del motivo. El
comisionado dudó también. Y lo mismo me sucede a mí. ¿Por qué habría alguien de
querer la muerte de R. Sammy? Fíjate que no se trata sólo de la pregunta relativa a
quién desea destruir robots en general. Prácticamente cualquier terrícola buscaría
hacer eso. La pregunta se reduce a: ¿quién desearía eliminar a R. Sammy? Vincent
Barrett es un sospechoso; pero el comisionado dijo que no sería posible echarle mano
a un atomizador alfa, y con razón. Tenemos que buscar por otro lado, y sucede que
precisamente otra persona también cuenta con suficiente motivo. Salta a la vista. Nos
lo grita a la cara. Huele a cien metros de distancia.
—¿Quién es esa persona, Elijah?
—¡Yo mismo, Daneel! —enfatizó Baley en voz muy baja.
La expresión del rostro de R. Daneel no cambió ante semejante choque. Se limitó
a menear la cabeza.
—¿No estás de acuerdo? —prosiguió Baley—. Mi esposa fue hoy a la oficina.
Eso lo saben ya. El comisionado hasta siente gran curiosidad. Si no fuera yo un
amigo personal suyo, no hubiese interrumpido su interrogatorio tan pronto. Con toda
seguridad ahora investigarán la razón de la visita. Formaba parte de una conspiración,
y un policía no puede permitirse el lujo de que su esposa se encuentre mezclada en
cosas de esa naturaleza. En mi propio interés, debo hacer que se eche tierra sobre el
asunto.
»Aunque, ¿quién estaba enterado de ello? Tú y yo, por supuesto, y Jessie…, y
R. Sammy. Él la vio en un estado próximo al pánico. Cuando le manifestó que
habíamos dado órdenes que no se nos molestara, con seguridad que perdió el dominio
de sí. Tú viste el aspecto que presentaba cuando entró en la oficina.
—No creo probable que le haya dicho nada incriminatorio —comentó R. Daneel
con tranquilidad.
—Tal vez no; pero estoy tratando de reconstruir el caso del mismo modo que
ellos lo harán. Sugerirán que sí lo dijo, y he ahí el motivo. Lo maté para que guardara
silencio.
—No se imaginarán eso.
—Sí lo pensarán. El asesinato fue ideado de modo intencional con objeto de que
las sospechas recaigan en mí. ¿Por qué usar un atomizador alfa? Fue un medio muy
arriesgado. Son muy difíciles de obtener y se le puede seguir el rastro, descubriendo
su procedencia. Me figuro que se usó exactamente por esas razones. El asesino hasta
le ordenó a R. Sammy que fuera al almacén de accesorios fotográficos y que se
matara allí. Me parece evidente que el motivo de ello se concretó a no permitir
equivocación posible respecto a la manera en que se consumó el asesinato. Aun en el
supuesto de que no reconociera el atomizador alfa, alguien por fuerza habría de
observar, en cortísimo lapso, que las películas fotográficas se hallaban veladas.
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—Pero ¿cómo se puede relacionar algo contigo, Elijah?
Baley esbozó una sonrisita irónica, con el semblante desprovisto de todo buen
humor.
—El atomizador alfa se sustrajo de la planta de energía de Williamsburg. Tú y yo
pasamos ayer por la planta de energía eléctrica de Williamsburg. Fuimos vistos ahí, y
el hecho se descubrirá. Eso me suministra a mí la oportunidad de apoderarme del
arma, además de tener motivo para el crimen. Y puede acontecer que tú y yo
hayamos sido los últimos en ver o escuchar a R. Sammy con vida; excepto,
naturalmente, el asesino.
—Yo estuve contigo en la planta y puedo atestiguar que no tuviste oportunidad de
robar un atomizador alfa.
—Gracias —comentó Baley con tristeza—; pero eres un robot, y tu testimonio no
es válido.
—El comisionado es tu amigo: me escuchará.
—El comisionado tiene que conservar su puesto, y además ahora se encuentra
poco tranquilo por lo que a mí respecta. Sólo hay una probabilidad de que me salve
de esta comprometida situación.
—Dime.
—No dejo de preguntarme: ¿por qué se me toma de chivo expiatorio? Sin duda,
para desembarazarse de mí. Pero ¿por qué? Es evidente que resulto peligroso para
alguien. Estoy haciendo cuanto puedo para convertirme en peligroso a quienquiera
que haya matado al doctor Sarton, en Espaciópolis. Las probabilidades son de que si
hallo al asesino del doctor Sarton, encuentre también al hombre o a los hombres que
tratan de desembarazarse de mí. Si descubro la solución del crimen, si puedo resolver
el problema, estaré a salvo. Y también Jessie. No podría permitir que le pasara…
Pero no dispongo de mucho tiempo. —Convertía la mano en puño y volvía a extender
los dedos con movimientos espasmódicos—. No, seguro que no, no cuento con
tiempo suficiente.
Baley contempló el semblante cincelado de R. Daneel con una fulgurante y
repentina esperanza. Fuera lo que fuese esta criatura, por lo menos era fuerte y fiel,
impulsada por un instinto que nada tenía de egoísta. ¿Qué más podía pedírsele a un
amigo? Baley necesitaba un amigo, y no estaba para ponerse a cavilar sobre el hecho
de que una palanca reemplazara a un vaso sanguíneo en éste que se le ofrecía.
Sólo que R. Daneel movía la cabeza.
—Lo siento mucho, Elijah —murmuraba el robot, aunque no hubiese la menor
huella de sentimiento en su rostro, por supuesto—; pero no pude prever nada de esto.
Quizá mis actos redundaron en perjuicio tuyo. Lamento mucho si el bienestar general
lo exige.
—¿Qué bienestar general? —tartamudeó Baley.
—Me puse en comunicación con el doctor Fastolfe.
—¿Cuándo?
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—Mientras comías.
Los labios de Baley se comprimieron hasta formar una línea.
—Bueno —logró por fin balbucear—, ¿qué sucedió?
—Será preciso que te vindiques de la sospecha de asesinato de R. Sammy por
otros medios que no sean la investigación del asesinato de mi diseñador, el doctor
Sarton. Como resultado de mis informes, nuestras gentes de Espaciópolis han
decidido dar por terminada esa investigación y abandonar Espaciópolis y la Tierra.
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Conclusión de un proyecto
Baley consultó su reloj con el mayor desgaire que pudo aparentar. Eran las veintiuna
cuarenta y cinco horas. Dentro de dos horas y cuarto sería medianoche. Se había
despertado antes de las seis, y se hallaba sujeto a una tensión nerviosa terrible desde
hacía dos días y medio. Todo se le presentaba con una vaga sensación de irrealidad.
—¿Y eso a qué se debe, Daneel? —interrogó.
—¿No comprendes? —se asombró R. Daneel—. ¿No te parece evidente?
—No, no comprendo. No resulta evidente —afirmó Baley con una gran dosis de
paciencia.
—Estamos aquí —explicó el robot—, y por ese plural busco designar a nuestras
gentes de Espaciópolis, con objeto de romper la armadura que rodea a la Tierra, y
forzar a sus habitantes a que intenten nuevas expansiones y colonizaciones.
—Eso ya lo sé. ¡Por favor, no insistas en ese punto!
—Debo hacerlo. Resulta indispensable. Comprenderás que si estuviésemos
ansiosos de imponer un castigo por el asesinato del doctor Sarton, al hacerlo no
buscaríamos ninguna esperanza de devolverle la vida al doctor Sarton; sabemos que
al fracasar en nuestro intento obtenemos un fortalecimiento de la posición de nuestros
propios políticos planetarios que se oponen a la existencia de Espaciópolis.
—Y ahora —interpuso Baley, con violencia repentina—, me avisas que te
dispones a largarte para tu casa por voluntad propia, por propia iniciativa. ¿Por qué?
La respuesta al caso Sarton está muy próxima. Tiene que hallarse al alcance de la
mano, o de lo contrario no intentarían desembarazarse de mí con tanto empeño.
Abrigo la sensación de que poseo todos los hechos necesarios para descubrir la
respuesta.
Baley aspiró con fuerte estremecimiento, y se sintió avergonzado. Estaba dando
un triste espectáculo, un cobarde espectáculo de sí mismo ante una máquina fría e
impasible que sólo atinaba a contemplarlo con fijeza y en silencio. Entonces imprecó
con fiereza:
—¡Bueno, no tomes en cuenta esto! Así pues, ¿cuándo van a retirarse los
espacianos?
—Nuestros proyectos están terminados —repuso el robot—. Nos hallamos
convencidos de que la Tierra colonizará.
—Entonces, ¿te has vuelto optimista?
—Sí. Durante mucho tiempo los espacianos hemos tratado de cambiar la Tierra
mediante su economía. Pretendimos introducir nuestra propia cultura C/Fe. Sus
gobiernos planetarios y municipales cooperaron con nosotros porque resultaba fácil y
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cómodo. A pesar de ello, en veinticinco años hemos fracasado. Cuanto mayor
empeño ponemos, mayor es la oposición y crece el partido de los medievalistas.
—Todo eso lo sé —convino Baley. Y pensó: «Es inútil. Tiene que explicármelo
en sus propias palabras, como un disco».
El robot reanudó su discurso.
—El doctor Sarton fue el primero en sugerir la teoría de que cambiáramos
nuestras tácticas. En primer lugar buscamos un grupo de terrícolas afín a nuestros
deseos, o al que se le pudiera persuadir en ese sentido. Si se le estimulaba y se le
ayudaba, podríamos convertir el movimiento en nativo, en lugar de que fuese
extranjero. La dificultad estribaba en hallar el elemento nativo mejor dispuesto para
nuestro objeto. Tú, tú mismo, Elijah, te convertiste en un experimento interesante.
—¿Yo? ¡Yo! ¿Qué quieres decir? —gritó Baley.
—Nos satisfizo que tu comisionado te recomendara. Tomando en cuenta tu perfil
psíquico, juzgamos que serías un modelo útil. El análisis de tu cerebro vino a
confirmar nuestro juicio, análisis que llevé a cabo en ti desde el momento en que nos
encontramos. Eres un hombre práctico, Elijah. No te pones a soñar románticamente
sobre los tiempos pasados de la Tierra, a pesar de tu saludable interés en ellos. Y
tampoco te declaras partidario obcecado de la cultura de la ciudad que hoy día
presenta la Tierra. Nos percatamos de que gentes como tú mismo eran las que una vez
más podían encabezar a los terrícolas en su ascensión a las estrellas. Era una razón
por la que el doctor Fastolfe tenía verdadero ahínco en verte ayer por la mañana.
»Tu naturaleza práctica se impuso con intensidad embarazosa. Te negaste a
comprender que el servicio fanático de un ideal, hasta de un ideal equivocado, podía
obligar a un hombre a llevar a cabo actos más allá de su capacidad ordinaria como,
por ejemplo, cruzar a campo traviesa, por la noche, para ir a destruir a alguien que
consideraba como enemigo de su causa. Por lo tanto, no nos causó demasiado
asombro que fueras tan cerrado de cabeza y tan suficientemente audaz para intentar
demostrar que el asesinato era un fraude. Y hasta cierto punto, nos demostraste que
eras el hombre indicado, el que necesitábamos para nuestro experimento.
—¿Qué experimento? —interrumpió Baley dando un fuerte puñetazo sobre la
mesa.
—El experimento de llegar a persuadirte que la colonización era la única
respuesta a los problemas de la Tierra.
—Pues confieso que me persuadieron.
—Sí, bajo la influencia de una droga apropiada.
—¿Qué había en la aguja hipodérmica? —preguntó, atragantándose.
—Nada que pueda alarmarte, Elijah. Una droga muy débil, sólo para lograr que tu
mente se hiciera más accesible.
—Y que creyera cuanto se me dijese, ¿verdad?
—No precisamente. Tú no creerías nada que fuese extraño al patrón básico de tu
pensamiento. En realidad, los resultados del experimento fueron desconsoladores. El
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doctor Fastolfe había esperado que te convirtieras en fanático de ese asunto, y con la
mente fija en un solo surco, por decirlo así. En lugar de ello, apenas te mostraste más
bien como aprobando a distancia. Tu naturaleza práctica se interpuso en el trayecto de
algo más entusiasta. Eso nos hizo comprender que nuestra única esperanza eran,
después de todo, los románticos; y los románticos, desdichadamente, son todos los
medievalistas de hecho, activos o potenciales.
Baley se sintió orgulloso de sí mismo y contento de su empecinamiento. Feliz por
haberlos desilusionado. ¡Que experimenten con otro!
—¿Así que han desistido de su proyecto y regresas a tus dominios? —preguntó
con una sonrisita rabiosa.
—No se trata de eso. Dije que confiábamos en que la Tierra podría colonizar.
Fuiste tú quien me proporcionó la respuesta.
—¿Yo?
—Le hablaste a Francis Clousarr de las ventajas de la colonización. Le hablaste
con empeño y con ahínco. Por lo menos nuestro experimento en ti obtuvo ese
resultado. Y las propiedades cerebroanalíticas de Clousarr cambiaron. Sutilmente,
pero cambiaron.
—¿Me insinúas que le convencí de que yo tenía razón?
—No, la convicción no llega con esa facilidad. Pero los cambios cerebroanalíticos
demostraron que la mente medievalista se halla abierta a esa clase de convicción.
R. Daneel hizo una pausa. Luego prosiguió:
—Lo que designamos con el nombre de medievalismo demuestra una tendencia
imperiosa por las colonizaciones. Tengo la certeza de que tal impulso se vuelve hacia
la Tierra misma, que está más cercana y cuenta con el antecedente de un gran pasado.
Pero la visión de allende los mundos es algo semejante, y los románticos pueden
volver a ello con facilidad, del mismo modo que Clousarr sintió la atracción como
resultado de una sola conversación contigo.
»Así que, como ves, nosotros los espacianos hemos obtenido éxito sin saberlo.
Nosotros mismos, más que cualquier otra cosa que tratásemos de introducir, éramos
el factor desasosegante. Nosotros cristalizamos los impulsos románticos en la Tierra
hacia el medievalismo, y provocamos una organización de ellos. Después de todo,
son los medievalistas quienes desean romper las ligaduras de la costumbre, no los
funcionarios de la ciudad, los cuales obtienen la mayor ganancia si conservan el statu
quo. Si ahora abandonamos Espaciópolis, si no irritamos a los medievalistas con
nuestra presencia continuada hasta que los obligamos a concretarse a la Tierra, y sólo
a la Tierra, sin redención alguna posible; si dejamos tras nosotros a individuos
oscuros o robots como yo que junto a los terrícolas como tú puedan establecer
escuelas de adiestramiento para los emigrantes, a la postre los medievalistas se
despegarán de la Tierra. Entonces necesitarán robots, y ni los obtendrán de nosotros
ni construirán los suyos propios. Se verán obligados a fomentar una cultura C/Fe a su
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medida. Te digo todo esto para explicarte por qué es necesario que haga algo que
puede perjudicarte.
—Un momento —exigió Baley—. Tú vas a regresar a tus mundos y a informar
que un terrícola mató a un espaciano y quedó impune. Los Mundos Exteriores
exigirán una indemnización a la Tierra; te prevengo que la Tierra ya no está dispuesta
a permitir tales exacciones. Se producirán graves trastornos.
—Estoy seguro de que no sucederá así, Elijah. Los elementos de nuestros
planetas con mayor interés en exigir y fomentar el pago de una indemnización serían
también los más interesados en poner un término a Espaciópolis. Podemos ofrecer lo
último como señuelo para que se abandone la idea de lo primero. De todos modos,
precisamente eso es lo que pensábamos hacer.
—¿Y dónde me coloca a mí esa alternativa? Si Espaciópolis lo desea, el
comisionado desistirá inmediatamente de la investigación de Sarton; pero el enredo
de R. Sammy tendrá que continuar, ya que indica corrupción dentro del
departamento. De un momento a otro me anonadará con una montaña de pruebas en
mi contra. Lo sé. Lo arreglaron de antemano. Se me desclasificará, Daneel. Está
Jessie, a la que mancharán como a una vulgar criminal. Tengo a mi hijo Bentley…
—Comprendo tu posición. Sin embargo, los males menores deben de ser
tolerados. El doctor Sarton tiene una esposa que le sobrevive, dos hijos, padres, una
hermana, muchos amigos. Todos se conduelen de su muerte, y se apesadumbrarán
más con el pensamiento de que su asesino no se ha encontrado ni recibirá el castigo
merecido.
—Entonces, ¿por qué no permanecer aquí y hallarlo?
—Porque ya no es necesario.
—¿Por qué no confesar que toda esta investigación no fue más que una excusa
para estudiarnos en condiciones apropiadas? —reprochó Baley con amargura—.
Nunca les importó un ardite saber quién asesinó al doctor Sarton.
—Sí nos hubiera gustado saberlo —repuso R. Daneel con frialdad—; pero nunca
nos engañamos respecto a lo que fuera más importante, si un individuo o la
humanidad. El continuar con esta investigación, en estos momentos, significaría
perturbar una situación que ahora se nos presenta muy favorable.
—¿Insinúas que el asesino pudiera ser un medievalista prominente, y hoy por hoy
los espacianos no desean provocar el antagonismo de sus nuevos amigos?
—Yo no diría eso; sin embargo, hay verdad en tus palabras.
—¿En dónde está tu circuito de la justicia, Daneel? ¿Te parece eso justicia?
—Existen grados de justicia, Elijah. Cuando la menos importante es incompatible
con la mayor, la primera debe ceder el paso.
Era como si la mente de Baley estuviese dando vueltas alrededor de la lógica
inexpugnable del cerebro positrónico de R. Daneel, buscando una fisura.
—¿No tienes la menor curiosidad personal, Daneel? —intentó Baley—. Te haces
llamar un detective. ¿Sabes lo que eso implica? Una investigación es más que una
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simple tarea, es un reto. Tu mente se halla en lucha con la del criminal. Es un desafío
de inteligencias. ¿Puedes abandonar el combate y declararte vencido?
—Si no hay una meta definida, desde luego que sí.
—¿No te sentirías como perdido, sin atractivo de ninguna clase? ¿No te
acometería una cierta insatisfacción, algo así como una curiosidad frustrada?
Las esperanzas de Baley se debilitaron. La palabra «curiosidad» le trajo a la
memoria sus propias observaciones a Francis Clousarr. Había sabido muy bien
entonces las cualidades que señalaban distintamente a un hombre de una máquina. La
curiosidad «tenía» que ser una de ellas. Un gatito de seis semanas se sentía curioso;
pero ¿cómo podía haber una máquina curiosa, por más humanoide que apareciese?
R. Daneel convirtió en eco estos pensamientos al decir:
—¿Qué tratas de expresar con la palabra curiosidad?
—La curiosidad es el nombre que le aplicamos a un deseo de aumentar nuestros
propios conocimientos.
—Ese deseo existe en mí siempre que tal conocimiento resulte necesario para el
cumplimiento de la tarea asignada.
—Sí —comentó Baley con sarcasmo—, como cuando te dedicas a preguntar
respecto a las lentes de contacto de Bentley, con objeto de aprender más de las
costumbres peculiares de la Tierra.
—Precisamente —asintió R. Daneel, sin dar muestras de que percibía el sarcasmo
—. Sin embargo, la extensión del conocimiento sin objeto determinado, que me
figuro es lo que realmente significa el término curiosidad, se limita a ser ineficaz. A
mí se me diseñó con precisión para evitar lo ineficaz.
De esa manera fue como la «frase» que había estado esperando le llegó a Elijah
Baley con transparencia luminosa.
Imposible que todo brotara completo y maduro en su mente. Las cosas no
sucedían así. En alguna parte de su inconsciencia había edificado un caso con mucho
cuidado y gran detalle, quedando inconcluso debido a una inconsistencia que entraba
en lo más profundo de su mente.
Pero la frase surgió; la inconsistencia desapareció; la solución del caso ya era
suya.
El resplandor de la luz mental pareció estimular a Baley de modo muy poderoso.
Por lo menos, supo de pronto cuál habría de ser la debilidad de R. Daneel, la
debilidad de cualquier máquina pensadora. «Esta cosa debe de tener una mente
literal», pensó.
—Entonces —reanudó—, el proyecto Espaciópolis termina hoy y la investigación
Sarton se interrumpe. ¿Es eso?
—Sí, tal es la decisión de nuestras gentes de Espaciópolis —concedió R. Daneel
con toda calma.
—Pero el día de hoy no ha terminado. —Baley consultó su reloj. Eran las
veintidós treinta—. Falta una hora y media para la medianoche.
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R. Daneel no replicó. Parecía reflexionar.
—Hasta la medianoche, pues, el proyecto continúa —insistió Baley—. Tú eres mi
socio y la investigación prosigue. Así pues, pongámonos a trabajar y adviérteme si
me paso. Una hora y media es todo lo que necesito.
—Lo que me dices es la verdad —asintió R. Daneel—. El día de hoy no ha
concluido. No había reparado en ello, socio Elijah.
Ahora volvió a ser «socio» Elijah. Sonrióse con ello y preguntó:
—¿No mencionó el doctor Fastolfe una película de la escena del asesinato cuando
estuve en Espaciópolis?
—En efecto. La mencionó —repuso R. Daneel.
—¿Podrías obtener una copia de la película? —instó Baley.
—Sí, socio Elijah.
—Me refiero ahora. Inmediatamente.
—En diez minutos, si puedo usar el transmisor del departamento.
La diligencia requirió menos tiempo del previsto. Baley contemplaba con fijeza el
pequeño rollo de aluminio. Dentro de él, las fuerzas sutiles transmitidas desde
Espaciópolis había impreso con fuerza cierto dechado atómico.
En este momento entró el comisionado Julius Enderby. Miró a Baley, y cierta
ansiedad cruzó su semblante. Amonestó con incertidumbre:
—Oye, Lije, veo que tardas mucho en comer…
—También me encontraba sumamente fatigado, comisionado. Lamento mucho
si…
—Será mejor que vengas conmigo a mi oficina.
Baley desvió la mirada en dirección a R. Daneel, mas no halló en su semblante la
respuesta alentadora que aguardaba. Entonces los tres salieron del comedor.
Desasosegado, Julius Enderby recorría su oficina de un lado a otro. Baley lo
observaba, intranquilo también. De vez en cuando consultaba su reloj.
Eran las veintidós cuarenta y cinco.
El comisionado se subió las gafas hasta la frente y se frotó los ojos con el pulgar y
el índice. Dejó manchas rojizas en la carne en torno de ellos, y luego devolvió el
adminículo a su lugar, parpadeándole a Baley tras ellos.
—Lije —exclamó de pronto—, ¿cuándo estuviste por última vez en
Williamsburg, en la planta de energía?
—Ayer —repuso Baley—, después de salir de la oficina. Serían alrededor de las
dieciocho horas.
—¿Por qué no me lo habías informado?
—Lo iba a hacer. No he presentado ningún informe oficial todavía.
—¿Qué andabas haciendo por allá?
—Iba de camino a nuestro alojamiento provisional.
El comisionado se detuvo frente a Baley y le increpó con cierta malicia:
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—Tu respuesta no es satisfactoria, Lije. Nadie cruza una planta de energía
eléctrica únicamente para dirigirse a otro sitio.
Baley se encogió de hombros. Nada lograría con relatar la historia de los
perseguidores medievalistas. En vez de ello, expuso:
—Si pretende insinuar que tuve ocasión de apoderarme del atomizador alfa con el
que se desactivó R. Sammy, me permito recordarle que Daneel estaba conmigo y que
puede atestiguar que crucé toda la planta sin detenerme, y que no llevaba ningún
atomizador alfa al salir de allí.
El comisionado se sentó.
—Lije, no sé qué decir ni qué pensar. Y de nada sirve que tengas a tu…, a tu
socio como testigo de coartada. No puede testimoniar —comentó.
—Sigo negando que me haya apoderado de un atomizador alfa.
Los dedos del comisionado se entretejían temblorosos.
—Lije —interrogó—, ¿por qué vino Jessie a verte aquí hoy por la tarde?
—Ya me lo preguntó usted antes, comisionado. Daré la misma respuesta. Asuntos
de familia.
—Tengo informes de Francis Clousarr, Lije.
—¿Qué clase de informes?
—Me informa de que una tal Jezabel Baley es miembro de una sociedad
medievalista dedicada a ciertas actividades que tienen por objeto derrocar al
Gobierno.
—¿Está usted seguro de que se refiere a la misma persona? Hay muchos de
apellido Baley.
—No hay muchas Jezabel Baley.
—Usó su nombre de pila, ¿eh?
—Dijo Jezabel. Lo oí bien, Lije. Y no te estoy dando un dato de segunda mano.
—Muy bien. Jessie era miembro de una organización inofensiva, bordeando lo
lunático. Nunca hizo nada más que concurrir a asambleas y sentirse un poco culpable
por ello.
—No le parecerá así a una junta de revisión, Lije.
—¿Está sugiriendo que se me va a suspender y a arrestar bajo sospecha de
destruir propiedad gubernativa en la forma del robot Sammy?
—Confío en que no se llegue hasta ahí, Lije; pero esto se presenta muy serio.
Todo el mundo sabe que a ti no te caía bien R. Sammy. A tu esposa se la vio hablando
con él esta tarde. Estaba llorando y algunas de sus palabras se escucharon. Resultaban
inofensivas por sí mismas; pero dos y dos pueden dar como resultado cuatro, Lije. Tú
pudiste imaginarte que era peligroso dejarle hablar. Y tú tuviste oportunidad de
obtener el arma.
—Si yo estuviese tratando de borrar todas las pruebas en contra de Jessie —
interrumpió Baley—, ¿hubiera arrestado a Francis Clousarr? Al parecer, él sabe
muchísimo más acerca de ella que cuanto pudo saber R. Sammy. ¡Y otra cosa! Yo
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pasé por la planta de energía dieciocho horas antes de que R. Sammy hablara con
Jessie. ¿Sabía yo entonces que me sería necesario destruirlo, y entonces, por pura
clarividencia, apoderarme de un atomizador alfa?
—Ésos son puntos buenos —convino el comisionado—, y haré lo que pueda por
ayudarte. No sabes cuánto lo siento, Lije.
—¿Sí? ¿Realmente cree que yo no lo hice, comisionado?
—No sé qué pensar, Lije —replicó Enderby con lentitud.
—Entonces yo le diré lo que debe de pensar: que ésta es una trama pérfida y hábil
para comprometerme.
—Aguarda un momento, Lije —comentó el comisionado encabritándose—; no
des golpes de ciego. Con esa línea de defensa no obtendrás ninguna simpatía de
nadie. Ha sido usada muchas veces, demasiadas, por tipos de baja estofa.
—No ando buscando simpatía. Estoy diciendo la verdad. Se trata de eliminarme
para impedirme que descubra los hechos relativos al asesinato de Sarton.
Desdichadamente para el autor de toda esta trama, ya es demasiado tarde para esos
remedios.
—¿Qué?
Baley consultó su reloj. Eran las veintitrés horas.
—Sé quién me está traicionando —agregó—, y sé quién asesinó al doctor Sarton
y cómo lo asesinaron. Sólo cuento con una hora para decírselo a usted, para atrapar al
autor y para terminar la investigación.
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Fin de una investigación
El comisionado miró con inquietud a Baley.
—¿Qué pretendes? Algo semejante a esto intentaste en el domo de Fastolfe. ¡No
lo repitas!
—Me equivoqué la primera vez —acotó Baley.
Pensó con rabia: «También a la segunda; pero no ahora, no en esta ocasión,
no…».
El pensamiento se le escurrió, farfullando como un microacumulador bajo un
neutralizador positrónico.
—Juzgue por usted mismo, comisionado —insistió—. Concédame que las
pruebas en mi contra hayan sido inventadas, forjadas. Acompáñeme por ese camino,
y vea hasta dónde lo lleva. Pregúntese quién pudo forjar las pruebas. Es evidente que
sólo pudo ser alguien que sabía de mi paso por la planta de Williamsburg ayer por la
tarde.
—Muy bien, y ¿quién pudo ser?
—Un grupo de medievalistas me estuvo siguiendo desde la cocina —informó
Baley—. Me desembaracé de ellos, o al menos así lo creí; pero, sin duda, alguno de
ellos me vio pasar por la planta. Mi único objeto al entrar en ella fue tratar de
despistarlos.
El comisionado permaneció pensativo.
—¿Estaba Clousarr con ellos?
Baley respondió que sí con la cabeza. Enderby prosiguió:
—Entonces lo interrogaremos. Si tiene algo que ocultar, ya se lo sacaremos. ¿Qué
más puedo hacer, Lije?
—Aguarde un momento. ¿No ve en qué consiste mi punto de vista?
—Veamos. —El comisionado se frotó las manos—. Clousarr te vio penetrar en la
planta de energía de Williamsburg, o bien otro le informó a él, que decidió utilizar el
hecho para buscarte tropiezos y hacer que te eliminemos de la investigación. ¿No es
eso lo que pretendes decirme?
—Bastante aproximado.
—Bien. —El comisionado pareció entusiasmarse con su empeño—.
Naturalmente, él sabía que tu esposa era miembro de su organización, con lo que
consideraba que no te enfrentarías con una investigación minuciosa de tu vida
privada. Se imaginó que renunciarías antes que luchar en contra de testimonios
circunstanciales. Y, a propósito, Lije, ¿qué opinas de renunciar si las cosas se ponen
mal? De ese modo lo haríamos todo a la chita callando…
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—Ni en un millón de años, comisionado.
—Bueno —se encogió de hombros Enderby—, ¿en dónde estaba yo? Ah, sí,
entonces consiguió un atomizador alfa, presumiblemente por medio de un cómplice
en la planta, y ordenó a otro cómplice que arreglara la destrucción de R. Sammy. —
Tamborileó con los dedos sobre el escritorio—. No, eso no cuaja, Lije.
—¿Por qué?
—Muy rebuscado. Demasiados cómplices. Y cuenta con una coartada inatacable
para la noche y la mañana del asesinato de Espaciópolis, entre paréntesis. Eso lo
comprobamos inmediatamente, aunque yo era el único que sabía la razón para
comprobar esa hora especial.
—Nunca he dicho que fuera Clousarr —interpuso Baley—. Usted fue quien lo
dijo, comisionado. Pudo haber sido cualquiera de la organización medievalista.
Clousarr no es más que el dueño de un rostro que Daneel reconoció. Ni siquiera me
imagino que sea muy importante en la organización. Aunque hay una cosa muy
extraña en él.
—¿Qué? —preguntó Enderby con suspicacia.
—Sabía que Jessie era miembro de la organización. ¿Sabe usted si conoce a
todos? ¿O lo supone usted?
—No lo sé. Sabía que Jessie lo era, de todos modos. Quizá fuese importante
porque era la esposa de un detective. Acaso la recordara por esa razón.
—Usted asegura que confesó que Jezabel Baley era miembro, ¿no es así?
—Le repito que eso fue lo que yo oí —afirmó Enderby.
—Pues en eso está lo más curioso, comisionado. Jessie no ha usado su nombre
completo desde antes de que naciera Bentley. Se unió a los medievalistas después de
abandonar su nombre de pila completo. ¿Cómo sería posible que Clousarr llegase
entonces a conocerla como Jezabel?
El comisionado enrojeció y exclamó con rapidez:
—Ah, bueno, si nos paramos en detalles, probablemente dijo Jessie. Yo me limité
de manera automática a completarlo y dije el nombre de pila. En verdad, ahora estoy
seguro de ello. Dijo Jessie.
—Hasta ahora estaba usted también seguro de que dijo Jezabel. Se lo pregunté
varias veces.
Entonces el comisionado levantó la voz, imperioso:
—No te pondrás a insultarme diciendo que mentí, ¿verdad?
—Me estoy preguntando si tal vez Clousarr no dijo nada en absoluto. Me estoy
preguntando si usted forjó toda esa historia. Usted ha conocido a Jessie durante veinte
años y, por lo tanto, sabía que su nombre era Jezabel.
—¡Estás desvariando, hombre!
—Quizás. ¿Adónde fue usted hoy, después del almuerzo? Estuvo fuera de su
oficina durante dos horas, por lo menos.
—¿Me está usted interrogando?
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—Contestaré también por usted. Anduvo por la planta de energía de
Williamsburg.
El comisionado se levantó de su asiento. La frente le brillaba, y aparecían
burbujas blancas y secas en las comisuras de los labios.
—¿Qué trata usted de insinuar?
—¿No anduvo por ahí?
—Baley, queda usted destituido. Entrégueme sus credenciales.
—No, todavía no. Me tendrá que escuchar primero.
—Pues no lo haré. Es usted culpable, ¡por todos los diablos!, y lo que me
enfurece es su pretensión absurda de hacerme aparecer como si conspirase en contra
de usted. —Perdió la voz de momento, con un gruñido de indignación. Logró
recuperar el resuello, para proseguir—. Además, queda usted arrestado.
—¡No! —vociferó Baley, con voz ronca—, ¡todavía no! Comisionado, le estoy
apuntando con un desintegrador. Se lo tengo derecho al corazón y está amartillado.
No se ponga a jugar conmigo, porque me hallo al borde de la desesperación, y diré lo
que considere conveniente. Después…, después hará lo que le plazca.
Con ojos desorbitados, Julius Enderby contemplaba el maligno orificio en las
manos de Baley. Farfulló:
—Veinte años por esto, Baley, en el calabozo más profundo de la ciudad.
R. Daneel se movió con rapidez. Su mano se apoderó como garra del brazo de
Baley. Con toda calma expresó:
—No puedo permitir esto, socio Elijah. No puedes causarle ningún daño al
comisionado.
Por primera vez desde que R. Daneel llegó a la ciudad, el comisionado le habló
directamente:
—¡Detenlo!
A lo que Baley replicó de inmediato:
—No tengo la menor intención de dañarlo, Daneel, si tú le impides que me
arreste. Me aseguraste que me ayudarías a esclarecer todo esto. Todavía faltan
cuarenta y cinco minutos.
R. Daneel, sin soltarle el puño a Baley, indicó:
—Comisionado, considero que se le debe permitir a Elijah que hable. Estoy en
comunicación con el doctor Fastolfe en este preciso momento…
—¿Cómo? ¿Cómo? —preguntó el comisionado con rabia.
—Yo poseo dentro de mí mismo una unidad subetérica sellada —aseguró
R. Daneel.
El comisionado se le quedó viendo boquiabierto.
—Estoy en comunicación con el doctor Fastolfe —prosiguió el robot
inexorablemente—, y causaría una pésima impresión, comisionado, si se negara usted
a escuchar a Elijah. Deducciones muy comprometedoras se pudieran sacar de ello.
El comisionado se echó para atrás en la silla. Enmudeció.
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—Afirmo que estuvo usted en la planta de energía de Williamsburg hoy,
comisionado —reanudó Baley—, y se apoderó del atomizador alfa para dárselo a
R. Sammy. Escogió deliberadamente la planta de Williamsburg con objeto de
incriminarme a mí. Hasta echó mano del doctor Gerrigel para invitarle a que viniera
al departamento y se tropezara con los restos de R. Sammy. Confiaba en que él
pudiera suministrar un diagnóstico definitivo y exacto.
Baley se guardó el desintegrador.
—Si desea arrestarme ahora, no titubee, hágalo; pero Espaciópolis no considerará
eso como una respuesta apropiada.
—¿Por qué motivo? —masculló Enderby sin lograr casi respirar. Las lentes
aparecían empañadas, y se las quitó. Sin ellas aparecía en una actitud vaga e
inofensiva—. ¿Qué motivo pude tener para esto?
—Usted me causó trastornos, ¿verdad? Con ello puso estorbos a la investigación
de Sarton, ¿o no? Y, aparte de todo eso, R. Sammy sabía demasiado.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de la manera como asesinaron a un espaciano hace cinco días y medio.
Porque usted fue quien asesinó al doctor Sarton en Espaciópolis.
Fue R. Daneel quien tomó ahora la palabra. Enderby lo único que podía hacer era
tirarse de los cabellos con furia y menear la cabeza. El robot explicó:
—Socio Elijah, mucho me temo que esta teoría sea insostenible. Como sabes muy
bien, resulta imposible que el comisionado Enderby haya asesinado al doctor Sarton.
—Escucha. Enderby me suplicó que me encargara del asunto; no se dirigió a
ninguno de los hombres que tienen mayor rango que yo. Lo hizo por diversas
razones. La primera, porque somos camaradas de estudios, y se figuró que podía
confiar en que nunca se me ocurriría que un antiguo compañero y jefe respetado
pudiera ser un criminal. ¡Fíjate!, contaba con mi gran lealtad muy bien conocida. En
segundo lugar, sabía que Jessie era miembro de una organización ilegal, y esperaba
poder manejarme de modo que se me eliminara de la investigación o amenazarme
para que guardara silencio en caso de que me aproximara demasiado a la verdad. Y,
por otra parte, eso no le preocupaba mucho. Desde el principio obró de manera que
pudiese despertar en mí desconfianza hacia ti, Daneel, asegurándose de que los dos
trabajásemos en sentidos contrarios. No ignoraba lo de la desclasificación de mi
padre. No le resultó difícil adivinar cómo reaccionaría yo. ¡Fíjate!, es una ventaja
para el asesino estar encargado de la investigación de un asesinato que él cometió.
El comisionado logró por fin dar rienda suelta a sus palabras. Comenzó con voz
débil.
—¿Cómo podía yo saber nada acerca de Jessie? —Volvióse en dirección del robot
—. ¡Escucha! Si estás transmitiendo todo esto a Espaciópolis, ¡diles que es mentira!
¡Una mentira nauseabunda!
Baley le interrumpió, levantando la voz por unos instantes, y luego bajándola con
una calma tensa.
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—¡Seguro que sabía usted lo de Jessie! Usted es un medievalista, y forma parte
de esa organización. ¡Sus gafas pasadas de moda! ¡Sus ventanas! Es evidente que su
temperamento le ha conducido por esos caminos. Pero existen pruebas muy
superiores a eso.
»¿Cómo supo Jessie que Daneel era un robot? En aquel momento me sumió en la
peor de las incertidumbres. Por supuesto, ahora sabemos que lo descubrió mediante
su organización de medievalistas, lo cual nos retrotrae a una cuestión anterior: ¿cómo
lo supieron allí? Usted, comisionado, lo explicó con una teoría acerca de que a
Daneel lo reconocieron como robot durante el incidente de la zapatería. Yo no me creí
eso en ningún momento. No, no podía. Yo lo había considerado como un ser humano
cuando lo vi por vez primera, y no padezco del menor defecto en la vista.
»Ayer le rogué al doctor Gerrigel que viniera de Washington. Más tarde decidí
que lo necesitaba por varias razones; pero cuando lo llamé, mi único objeto era
indagar si reconocería a Daneel por lo que es sin que le diera yo el menor indicio.
»Pues no, señor comisionado, ¡no lo reconoció! El doctor Gerrigel, el mejor
perito en robots que existe en la Tierra. ¿Pretende usted sugerirnos que unos
perturbadores medievalistas podían, en condiciones de confusión y tumulto,
percatarse de similitudes, de diferencias, y sentirse tan seguros acerca de ellas como
para poner en actividad a toda su organización y embarcarla en esta aventura con un
simple presentimiento de que Daneel era un robot?
»Resulta claro que desde el principio los medievalistas supieron que Daneel era
un robot. El incidente de la zapatería se proyectó deliberadamente para convencer a
Daneel y a Espaciópolis del alcance del sentimiento antirrobotista que prevalece en la
ciudad. Tuvo por objetivo trastrocar los términos; apartar en lo posible las sospechas
de los individuos y dirigirlas al conjunto de la población.
»Ahora bien, si sabían la verdad sobre Daneel desde el principio, ¿quién se la
reveló? Yo no lo hice. Se me ocurrió pensar que pudiera haber sido Daneel mismo;
pero también es un absurdo. El otro único terrícola que lo sabía era usted,
comisionado.
Enderby objetó, con sorprendente energía:
—También pudo haber espías en el departamento. Los medievalistas pudieron
habernos inundado con ellos. Tu esposa era una de ellas, y si usted no encuentra
imposible el que yo sea uno, ¿por qué no otros más en el departamento?
—No traigamos a colación ningún espía misterioso hasta que veamos adónde nos
conduce una solución sencilla y natural. Afirmo y sostengo que usted es el único
informante.
»Ahora, cuando lo veo como algo retrospectivo, resulta muy interesante anotar
cómo su carácter mejoraba o empeoraba según parecía yo estar lejos de resolver el
problema o muy cerca de terminarlo. Al principio se hallaba usted muy nervioso.
Cuando ayer por la mañana manifesté mi deseo de visitar a Espaciópolis sin
explicarle para nada la razón, llegó usted hasta el borde de un colapso nervioso. ¿Se
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figuró que lo había sorprendido, comisionado? ¿Que se trataba de una trampa para
entregarlo en manos de ellos? Usted me dijo que los odiaba. Casi llegó a las lágrimas.
Por unos instantes me imaginé que se las causaba el recuerdo de la humillación en
Espaciópolis, cuando le consideraron sospechoso; pero luego Daneel me indicó que
sus suspicacias se habían tenido en cuenta con mucho cuidado. Ni siquiera pudo
suponerse que sospechaban de usted. Su pánico se originó en el temor, no en la
humillación.
»Después, cuando salí con mi solución totalmente errónea, mientras usted
observaba por el circuito tridimensional, recobró toda su confianza al ver cuán lejos
me hallaba de la verdad. Hasta discutió usted conmigo, defendiendo a los espacianos.
Más tarde, ya dueño de sí mismo, me asombró la facilidad con que me perdonó mis
acusaciones falsas en contra de los espacianos, cuando antes me había sermoneado
tanto respecto a su excesiva sensibilidad.
»Luego establecí contacto con el doctor Gerrigel, y usted se empeñaba en saber la
razón, y yo no se la dije. Eso le preocupó porque temía que…
R. Daneel interrumpió de pronto, levantando la mano.
—¡Socio Elijah!
Baley consultó su reloj: ¡las veintitrés cuarenta y dos!
—¿Qué hay? —preguntó.
—Pudo haberse preocupado con el pensamiento de que descubriera sus relaciones
medievalistas, si concedemos que existan —sugirió R. Daneel—. No hay nada que lo
complique en el asesinato. Acaso no haya tenido nada que ver con ello.
—Estás en un error, Daneel —contradijo Baley—. Enderby no sabía para qué
necesitaba yo al doctor Gerrigel; pero puede presumirse con seguridad que se
imaginó que se trataba de algo relativo a informes sobre robots. Esto asustó al
comisionado, porque un robot estaba ligado muy íntimamente con su crimen mayor.
¿No es así, comisionado?
Enderby meneó la cabeza negando con insistencia.
—Cuando esto haya concluido… —principió; pero se ahogó con las palabras sin
articular.
—¿Cómo se cometió el asesinato? —indagó Baley con frenesí apenas reprimido
—. ¡C/Fe! Usaré tus propios términos, Daneel. Estás rebosante de los beneficios de
una cultura C/Fe y, sin embargo, no ves el modo en que un terrícola pudo haberla
usado para su propio beneficio.
»No hay dificultad ninguna para concebir la idea de que un robot cruce a campo
traviesa. Aunque sea de noche y aunque vaya solo. El comisionado le puso un
desintegrador en las manos a R. Sammy; le ordenó adónde ir, y le explicó cuándo. Él,
por su parte, entró en Espaciópolis por el Personal y lo despojaron de su propio
desintegrador. Entonces recibió el otro desintegrador de manos de R. Sammy; mató al
doctor Sarton; devolvió el arma a R. Sammy, quien regresó con ella a la ciudad de
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Nueva York a través de los campos. Y hoy desactivó a R. Sammy, cuyo conocimiento
se había convertido en muy peligroso.
»Esto explica la presencia del comisionado y la ausencia del arma. Y hace
totalmente innecesaria la suposición de que cualquier ser humano, cualquier
neoyorquino, haya caminado escurriéndose a campo traviesa, a cielo descubierto, de
noche.
Mas al terminar Baley su reconstrucción, R. Daneel objetó:
—Lo siento mucho por ti, socio Elijah, aunque me congratulo con el
comisionado, que tu explicación no esclarezca absolutamente nada. Ya te he dicho
que las propiedades cerebroanalíticas del comisionado son de tal especie que resulta
imposible para él cometer un asesinato premeditado. Ignoro cuál es la palabra que se
aplica a ese hecho psicológico: cobardía, conciencia o compasión. Conozco el
significado que el diccionario les da a todas ellas; pero no puedo juzgar. Sea como
fuere, el comisionado no asesinó.
—Gracias —murmuró Enderby. Su voz ganó fuerza y confianza—. Desconozco
sus motivos, Baley, o por qué trata de arruinarme de esta manera; pero llegaré hasta el
fondo y…
—Aguarden —interpuso Baley—, no he concluido. Tengo esto.
Y golpeó con el cubo de aluminio en el escritorio de Enderby, tratando de sentir la
confianza que esperaba le brotara de sí. Durante media hora pretendió ocultar un
hecho pequeñísimo; que no sabía lo que la película mostraría. Disponíase a jugar con
el destino; mas era todo lo que le quedaba por hacer.
Enderby se retiró de aquel objeto.
—No es una bomba —aseguró Baley con sarcasmo—. No es más que un
microproyector ordinario.
—Y bien, ¿qué demostrará?
—Eso es lo que está por ver.
Introdujo la uña en una de las rendijas del cubo, y una esquina del despacho del
comisionado se entenebreció, iluminándose después con una escena extraña en tres
dimensiones.
Se extendía desde el piso hasta el techo, prolongándose para atrás de las paredes
de la habitación.
La escena retratada era el domo del doctor Sarton. El cuerpo muerto del doctor
Sarton ocupaba el centro.
Los ojos de Enderby se le saltaban de las órbitas. Baley dijo:
—Sé muy bien que el comisionado no es un matón. No necesito que tú me lo
digas, Daneel. Si hubiese podido explicarme ese hecho antes, hubiera llegado a la
solución desde mucho antes también. No alcancé a mirar claro el camino hasta hace
una hora, cuando te manifesté al descuido que fuiste curioso en una ocasión respecto
a las lentes de contacto de Bentley. Eso lo eslabonó todo, comisionado. Entonces se
me ocurrió que su miopía y sus gafas eran la clave del asunto. Supongo que en los
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Mundos Exteriores no existe la miopía, pues de lo contrario habrían llegado a la
verdadera solución del asesinato casi inmediatamente. Comisionado, ¿cuándo rompió
usted sus gafas?
—¿Qué busca sugerirme? —indagó el comisionado, receloso.
—Cuando lo vi a usted por primera vez para este asunto —explicó Baley—, me
dijo que sus gafas se le habían roto en Espaciópolis. Me figuré que las había roto con
la perturbación al saber la noticia del asesinato; pero usted no me lo afirmó así, y yo
carecía de razones para imaginármelo. Más aún: si usted iba a Espaciópolis con la
obsesión de un crimen en la mente, se encontraría ya lo suficientemente perturbado
para que se le cayeran las gafas y las rompiera antes del asesinato. ¿No es verdad? ¿Y
no le pasó tal cosa en realidad? Dígame.
—No veo yo la consecuencia, socio Elijah —protestó R. Daneel.
Y Baley pensó: «Sigo siendo socio Elijah por diez minutos más: ¡Aprisa, habla
aprisa, y piensa aprisa!».
Se encontraba manipulando la imagen del domo de Sarton a medida que hablaba.
Con torpeza, la agrandaba, con las uñas indecisas por la enorme tensión que lo
dominaba. Muy despacio, con sacudidas, el cadáver se agrandaba, ensanchándose,
alargándose, acercándoseles. Baley casi podía percibir la peste de la carne
chamuscada. La cabeza, los hombros y uno de los brazos, en su parte superior,
oscilaban con frenesí, unidos con las caderas y con las piernas mediante un trozo
ennegrecido de la columna vertebral de la que sobresalían muñones y tiras de
costillas carbonizadas.
Baley le dirigió de soslayo una mirada al comisionado. Enderby había
entrecerrado los ojos. Se le veía enfermo, con náuseas. A Baley le sucedía lo mismo;
pero debía mirar. Despacio, muy despacio, fue girando la imagen tridimensional
mediante las manivelas del transmisor, para escudriñar el cadáver en cuadrantes
sucesivos. Los dedos se le escurrieron y la imagen se le inclinó de pronto, de modo
que el suelo y el cadáver, al mismo tiempo, se convirtieron en una masa confusa, más
allá de las capacidades resolutivas del transmisor. Aminoró el foco de expansión y
dejó que el cuerpo se deslizara hacia un lado.
Seguía hablando. Tenía que hacerlo. Imposible detenerse hasta que hallara lo que
buscaba; y si no lo conseguía, toda su palabrería resultaría inútil. Peor que inútil. El
corazón le palpitaba con fuerza, y la cabeza le latía en las sienes. Entonces volvió a
hablar:
—El comisionado no puede cometer un asesinato deliberado. Sin embargo,
cualquier hombre puede matar por accidente. El comisionado no penetró en
Espaciópolis para matar al doctor Sarton. Entró para matarte a ti, Daneel, ¡a ti!
¿Existe algo en el análisis de su cerebro que diga que es incapaz de aniquilar a una
máquina? Eso no es asesinato, sino únicamente sabotaje.
»Es un medievalista convencido. Trabajó con el doctor Sarton y conocía el objeto
para el cual te hallabas destinado. Temía que esa meta se lograra; que a los terrícolas
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se les desterrara de la Tierra. Así que decidió destruirte a ti. Tú eras el único de su
tipo que se hubiese construido todavía, y consideraba tener buenas razones para
pensar que, al demostrar la extensión y la determinación del medievalismo en la
Tierra, descorazonaría a los espacianos. Conocía lo fuerte que es la opinión popular
en los Mundos Exteriores para terminar de una vez por todas con el proyecto de
Espaciópolis. Con certeza que el doctor Sarton discutió ese punto con él. Y pensó que
ello sería el último impulso en la dirección adecuada.
»No digo que hasta el pensamiento de aniquilarte a ti fuese agradable para nada.
Hubiera hecho que R. Sammy lo llevase a cabo, me figuro, si no parecieras tan
humano que un robot primitivo, de la calidad de Sammy, no pudiese discernir la
diferencia o comprenderla siquiera. La primera ley lo hubiera detenido. O el
comisionado le habría encargado a otro ser humano la comisión, si no fuera porque
él, sólo él, representaba el único que tenía acceso fácil y pronto a Espaciópolis en
cualquier momento.
»Permítanme reconstruir lo que pudo haber sido el proyecto del comisionado.
Estoy adivinando, lo confieso; pero creo estar en lo justo. Concertó la cita con el
doctor Sarton; pero llegó temprano con toda intención; al amanecer, para ser exactos.
El doctor Sarton estaría dormido, me imagino; pero tú, Daneel, andarías despierto.
Supongo, ya que en ello estamos, que vivías con el doctor Sarton.
El robot asintió con la cabeza, diciendo:
—Tienes razón, socio Elijah.
—Proseguiré entonces —retomó Baley—. Tú saldrías a la puerta del domo,
Daneel; recibirías una carga del desintegrador en el pecho o en la cabeza, y todo
habría terminado. El comisionado se escaparía a toda velocidad, a través de las calles
desiertas del crepúsculo matutino de Espaciópolis, regresando al sitio en donde lo
esperaba R. Sammy. Le entregaría el desintegrador y luego se encaminaría muy
despacio en dirección al domo del doctor Sarton. De ser necesario, «descubriría» el
cuerpo él mismo, aun cuando hubiese preferido que cualquier otro lo hiciera. Si le
preguntaran respecto a su llegada tan temprano, podría decir que había venido a
informarle al doctor Sarton de ciertos rumores de un ataque medievalista a
Espaciópolis, y a urgirle para que se tomaran precauciones encaminadas a impedir
todo tumulto externo y al descubierto entre los espacianos y los terrícolas. El robot
muerto añadiría fuerza a sus palabras.
»Si le interrogaran respecto al gran intervalo entre su entrada en Espaciópolis y su
llegada al domo del doctor Sarton, podría decir que vio a alguien que se escabullía
por las calles en dirección al campo abierto. Que lo persiguió un trecho. También eso
los conduciría con entusiasmo por una senda falsa. En cuanto a R. Sammy, nadie lo
echaría de menos. Un robot más en medio de las granjas circundantes de la ciudad…,
pues no sería más que otro robot como muchos. ¿Voy muy equivocado, comisionado?
—No, yo no… —Enderby se movía como un gusano.
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—No —explicó Baley—, usted no mató a Daneel. Él está aquí, y en todo el
tiempo que ha estado en la ciudad no ha sido usted capaz de mirarlo frente a frente o
de dirigirle la palabra por su nombre. Mírelo ahora, comisionado.
Enderby no se atrevió a hacerlo. Cubrióse el rostro con las manos temblorosas.
Las titubeantes manos de Baley por poco dejan caer el microproyector. ¡Lo había
hallado!
La imagen se percibía ahora centrada en la puerta principal del domo del doctor
Sarton. La puerta se veía abierta; penetró en la pared hueca, a lo largo de las
correderas de metal reluciente. Abajo, entre ellas… ¡Allí! ¡Sí, allí!
El fulgor era inequívoco.
—Les explicaré lo que sucedió —continuó Baley—. Se encontraba usted en el
domo cuando se le cayeron las gafas. Debe de haber estado nervioso, y lo he visto a
usted nervioso. Usted se las quita; las limpia con cuidado. Eso fue lo que hizo; pero
las manos le temblaban, y las dejó caer; quizás hasta las haya pisado. De todos
modos, estaban rotas, y precisamente en ese instante la puerta se abrió y una figura
que parecía Daneel se le puso enfrente.
»Le disparó, recogió los restos de sus gafas y echó a correr. Entonces encontraron
el cadáver, pero no a usted, y cuando por fin lo hallaron, se percató de que era al
madrugador doctor Sarton a quien había dado muerte. El doctor Sarton diseñó a
Daneel a su imagen y semejanza, para gran desgracia suya y, sin sus gafas, en aquel
momento de tensión nerviosa no pudo distinguirlos.
»Y si desea la prueba tangible, ¡hela ahí!
La imagen del domo de Sarton se estremeció, y Baley colocó el proyector con
mucho cuidado sobre el escritorio, con la mano fuertemente apoyada sobre él.
El rostro del comisionado Enderby se hallaba descompuesto por el terror.
R. Daneel aparecía por completo indiferente.
Los dedos de Baley señalaban la imagen.
—Ese reflejo en las correderas de la puerta, ¿qué era eso, Daneel?
—Dos pequeñas partículas de cristal —repuso el robot con frialdad—. No
significaban nada para nosotros.
—Pues ahora sí, porque son dos trocitos de lentes cóncavas. Midan sus
propiedades ópticas y compárenlas con las de las gafas que Enderby está usando
ahora. ¡No las rompa, comisionado!
Precipitóse hacia el comisionado y le arrancó las gafas de las manos. Se las alargó
a R. Daneel:
—Aquí hay prueba suficiente de que estuvo en el domo más temprano de lo que
pensó que estuviera.
—Estoy del todo convencido —asintió R. Daneel—. Ahora me doy cuenta de que
me aparté por completo de la pista por el análisis cerebral del comisionado. Te
felicito, socio Elijah.
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Baley consultó su reloj. Señalaba las veinticuatro horas. Un nuevo día
comenzaba.
Las palabras del comisionado no eran más que gemidos ahogados:
—Un error, un espantoso error. Nunca intenté matarlo.
Sin ningún síntoma precursor, se deslizó de la silla y quedó como un bulto
informe en el suelo. R. Daneel se le aproximó con rapidez y dijo:
—Lo has lastimado, Elijah. Eso está muy mal.
—No está muerto, ¿eh?
—No; pero sí inconsciente.
—Ya volverá en sí. Supongo que fue demasiado para él. Tenía que hacerlo. ¡Yo
tenía que hacerlo! Mira, Daneel, carecía de cualquier prueba que fuese válida ante un
tribunal; sólo deducciones. Preciso era acorralarlo y soltárselo poco a poco, con la
esperanza de que se desmoralizara. Así sucedió, Daneel. Tú lo oíste confesar,
¿verdad?
—Sí.
—Ahora bien, yo te prometí que esto sería beneficioso para el proyecto de
Espaciópolis, de modo que… ¡Aguarda, está volviendo en sí!
El comisionado se quejó. Los ojos le temblaron y se entreabrieron. Quedóseles
mirando sin pronunciar palabra.
—¡Comisionado! —llamó Baley—, ¿me escucha usted?
El comisionado afirmó con la cabeza, indiferente.
—Muy bien, entonces. En estos momentos los espacianos tienen otras cosas que
les preocupan más que su culpabilidad. Si coopera usted con ellos en…
—¿Qué?
Un fugitivo rayo de esperanza apareció en los ojos del comisionado.
—De seguro que usted es alguien importante en la organización medievalista de
Nueva York, tal vez hasta en el proyecto planetario. Encáucelos en la dirección de la
colonización del espacio. Puede ver las líneas generales, ¿verdad? Tenemos que
volver a la tierra, al surco…, sí, pero en otros planetas.
—No comprendo —murmuró el comisionado.
—Eso es lo que buscan los espacianos. Y también lo que busco yo, después de la
conversación que tuve con el doctor Fastolfe. Eso es lo que desean más que nada.
Arriesgan la muerte cada vez que vienen a la Tierra, y permanecen aquí con ese solo
objeto. Si el asesinato del doctor Sarton lo capacita a usted para que obtenga que el
medievalismo se dirija a reanudar la colonización galáctica, probablemente lo
consideren como un sacrificio muy justificado. ¿Me comprende ahora?
—Elijah tiene razón —interpuso R. Daneel—. Ayúdenos, comisionado, y
olvidaremos lo pasado. Estoy hablando en nombre del doctor Fastolfe y de nuestro
pueblo. Por supuesto, si usted conviniera en ayudarnos y después nos traicionara,
siempre tendríamos el hecho de su culpabilidad para mantenerlo a raya, lamento
decirlo.
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—¿No se presentará acusación contra mí? —preguntó el comisionado.
—No, si nos ayuda usted.
—Pues sí lo haré —murmuró mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Fue
un accidente. Expliqué eso. Un accidente desdichado. Yo hice lo que creía más
conveniente.
—Si nos ayuda —añadió Baley—, entonces sí estará haciendo lo más
conveniente. La colonización del espacio es la única salvación posible para la Tierra.
Se percatará de ello si olvida los prejuicios. Y ahora, la mejor manera de ayudarnos
es echarle tierra a ese asunto de R. Sammy. Clasifíquelo como un accidente o algo
por el estilo. ¡Póngale fin! —Púsose en pie—. Y recuerde, comisionado, que no soy
la única persona que conoce la verdad. Desembarazarse de mí no conduce a nada,
sino a su propia ruina. Toda Espaciópolis está enterada de esto. Lo entiende bien,
¿verdad?
—Resulta innecesario añadir una palabra más, Elijah —amonestó R. Daneel—. El
comisionado nos ayudará. Para mí está muy claro, de acuerdo con el análisis de su
cerebro.
—Perfectamente bien; entonces, me voy a casa. Deseo ver a Jessie y a Bentley y
recomenzar mi existencia natural. Además, necesito dormir. Oye, Daneel,
¿permanecerás en la Tierra después de que se vayan los espacianos?
—No se me ha informado —repuso R. Daneel—. ¿Por qué me lo preguntas?
Baley se mordió los labios, y luego murmuró:
—Nunca creí que se me ocurriría decirle esto a nadie como tú, Daneel; pero
confío en ti. Hasta…, ¡hasta te admiro! Yo ya estoy muy viejo para abandonar la
Tierra; pero cuando por fin se establezcan las escuelas para emigrantes, allí estará
Bentley.
El robot se volvió a Julius Enderby, quien los observaba con el semblante
fláccido, ahora comenzaba a recuperar su vitalidad. Le dijo:
—He tratado de comprender ciertas observaciones que me hizo Elijah: que la
destrucción de lo que ustedes llaman el mal resulta menos justa y deseable que la
conversión de este mal en lo que designan con el nombre de bien.
Hizo una pequeña pausa, como titubeando, y luego, casi sorprendido de sus
propias palabras, aconsejó bíblicamente.
—Vete y no peques más.
Baley, sonriendo de repente, tomó a R. Daneel del brazo, y salieron por la puerta
apoyados uno en el otro.
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