Subido por Sergio Barbosa

Gaceta del Fondo de Cultura Económica. El Sentido de la Guerra.

Anuncio
a
Marzo 2007
Número 435
El sentido de la guerra
■
■
■
■
Dragiša Cvetković
Julius Evola
Ernst Jünger
Roger Caillois
Un cuento de Paola Morán Leyva
Poemas
■ Ted Hughes
■ Álvaro de Campos
■ Homero Chapman del Río
■
■
■
Roberto Calasso sobre
John Cage
Miguel Morey sobre Beckett
François Bernouard:
secretos del tipógrafo
a
a
a
a
Sumario
Pibroch
Ted Hughes
Contra la simpleza liberal
Dragiša Cvetković
Doctrina aria de lucha y victoria
Julius Evola
Si te quieres matar
Álvaro de Campos
Tres fragmentos de la guerra, nuestra madre
Ernst Jünger
Guerra y democracia
Roger Caillois
11-m
Homero Chapman del Río
El barco y la prisión
Paola Morán Leyva
número 435, marzo 2007
3
4
7
13
15
18
20
21
John Cage o el placer del vacío
Roberto Calasso
Beckett contra Descartes: ¡Piensa, cerdo!
Miguel Morey
De impresores y editores: Prefacio del tipógrafo
François Bernouard
22
Diario de Hiroshima, de Michihiko Hachiya
José Vergara Laguna
El Hitler de la Historia. Juicio a los biógrafos
de Hitler, de John Lukacs
Por Leopoldo Lezama
Con M de México: un alfabeto delirante,
de Nicolás Alvarado
Luis Alberto Ayala Blanco
28
24
26
29
31
Imágenes de portada e interiores: Jorge Delángel
la Gaceta 1
a
a
Directora del FCE
Consuelo Sáizar
Director de La Gaceta
Luis Alberto Ayala Blanco
Editor
Josué Ramírez
Consejo editorial
Consuelo Sáizar, Ricardo Nudelman,
Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler,
Axel Retif, Tomás Granados Salinas,
Álvaro Enrigue, José Vergara, Mayra
Inzunza, Miguel Ángel Moncada
Rueda, Max Gonsen, Juan Carlos
Rodríguez, Paola Morán, Citlali Marroquín, Geney Beltrán Félix, Miriam
Martínez Garza, Fausto Hernández
Trillo, Karla López G., Héctor
Chávez, Delia Peña, Juan Camilo
Sierra (Colombia), Marcelo Díaz (España), Leandro de Sagastizábal (Argentina), Miriam Morales (Chile),
Isaac Vinic (Brasil), Pedro Juan Tucat
(Venezuela), Ignacio de Echevarria
(Estados Unidos), César Ángel Aguilar Asiain (Guatemala), Rosario Torres (Perú)
Impresión
Impresora y Encuadernadora
Progreso, sa de cv
Formación
Cristóbal Henestrosa
La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera
Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques
del Pedregal, Delegación Tlalpan,
Distrito Federal, México. Editor responsable: Josué Ramírez. Certificado
de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos
por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15
de junio de 1995. La Gaceta del Fondo
de Cultura Económica es un nombre
registrado en el Instituto Nacional
del Derecho de Autor, con el número
04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal,
Publicación Periódica: pp09-0206.
Distribuida por el propio Fondo de
Cultura Económica.
La guerra ha estado presente en la larga vida de las civilizaciones que conforman las diferentes sociedades a través de la historia. La guerra de Troya
inspiró a Homero la Ilíada y hasta nuestros días el fenómeno social conforma una estética, un sentido del honor y una política económica. La guerra
en sí misma o como tema y realidad seduce y es motivo de reflexión crítica
y de movimientos sociales por la paz.
En 1963, Roger Caillois publicó Bellone ou la pene de la guerre que, en
1972, el Fondo de Cultura Económica publicó en su colección Breviarios
bajo el título La cuesta de la guerra, en traducción de Rufina Bórquez. En la
solapa de esa edición se lee: “Caillois expone sucintamente las grandes
fases de la historia de la guerra y demuestra cómo su mecanismo ha obedecido a un proceso de estrecha relación con el desarrollo del Estado. De
manera magistral, describe los efectos de la apasionada enajenación humana en esta manifestación de la vida colectiva, su carácter sagrado, el temor
y la fascinación que inspira”. Tanto estas palabras como las del autor de
Piedras (poema en prosa) nos aproximan al centro de un fenómeno que no
pocas veces ha determinado o decidido el destino de la humanidad en su
conjunto o de un pueblo o de dos países vecinos.
En el presente número de la Gaceta reproducimos tres partes de La cuesta de la guerra, porque pensamos que el tratamiento del tema aporta un
cambio de perspectiva sobre una realidad siempre urgente de tratar a profundidad. En una época como la actual, donde se resaltan valores como
tolerancia, pluralidad, vamos, democracia, habrá que revisar cuáles son los
mecanismos esenciales de nuestras diferencias y cómo no podemos renunciar nunca a nuestra naturaleza que, aunque es cambiante, mantiene sus
esencias. Así, la lucha política es una etapa evolucionada de la guerra y la
guerra encierra en sí misma un sentido de disciplina, estrategia y ética.
En el centro de estas reflexiones está la condición del guerrero, que se
empeña en un camino interior para lograr la fortaleza de su espíritu. En
este sentido, apostamos por la actualidad y la reimpresión oportuna del
libro de Roger Caillois y porque a la vez desentrañemos el significado de
la lucha entre los contrarios. La guerra no se puede evitar ni mucho menos
eludir, forma parte de nuestra realidad y de nuestro desarrollo. Quizá por
ello el papel del reportero en la actualidad tiene en el fenómeno bélico uno
de los paradigmas de la comunicación, la denuncia y la presentación desencarnada de nuestros horrores. Quizá también por ello no sorprende,
pero no deja de llamar la atención, que en la más reciente entrega del premio World Press Photo la fotografía ganadora, del fotógrafo estadounidense Spencer Platt, sea un paseo en convertible entre las ruinas que deja
un bombardeo. Asimismo enfrentamos un nuevo aspecto de la guerra,
mismo que Caillois observa en este libro fundamental, que es cómo la
guerra pasó de ser una lucha entre los hombres a una masacre y, actualmente, una masacre mediática.
Comparemos la realidad que vivimos ahora, sobre todo aquella que tiene que ver con el concepto de lucha política o guerra, desde la luz que
arrojan estas lecturas.
Correo electrónico
[email protected]
2 la Gaceta
número 435, marzo 2007
a
a
Pibroch1
Ted Hughes
El mar se lamenta con su voz sin sentido
tratando por igual a sus muertos y a sus vivos,
probablemente aburrido con la apariencia del cielo
después de tantos millones de noches sin dormir,
sin propósito alguno, sin autoengaño,
al igual que la piedra. Un guijarro es aprisionado
como nada en el universo,
ha sido creado para el sueño negro, pero, a veces,
se torna consciente del punto rojo del sol,
entonces sueña que es el feto de Dios.
Sobre la piedra acomete el viento
incapaz de mezclarse con nada,
como el oído mismo de la ciega piedra; o vuelve,
como si la mente de la piedra se despertase
al sentir una fantasía de direcciones.
Bebiéndose el mar y comiendo la piedra
un árbol se esfuerza por crear hojas:
una anciana caída del espacio
sin preparación alguna para estas condiciones,
y se aferra porque ha perdido totalmente la razón.
Minuto a minuto, eón tras eón,
nada disminuye ni se desarrolla,
y no es una versión fallida ni ensayo alguno.
Es aquí donde los ángeles atraviesan y observan,
es aquí donde se inclinan todas las estrellas.
Traducción de Miguel Ángel Moncada Rueda
1
Música marcial que tocan los montañeses de Escocia con la
gaita.
número 435, marzo 2007
la Gaceta 3
a
a
Contra la simpleza liberal
Dragiša Cvetković
Cuando los significados profundos de un término se explican de forma clara y precisa,
lo que se busca es una nueva actitud, no una práctica renovada, con relación a dicho término.
Esto que parece obvio no lo es, ya que la actual cultura democrática, observa Dragiša Cvetković,
insiste en autodefinirse como lo que no es, y lo que es no alcanza a formularlo debido
al manto de supersticiones modernas que la amordaza.
Poder político
La dimensión del poder político coincide con el espacio donde
los hombres dejan de ser capaces, poderosos, y donde abandonan el riesgo y la responsabilidad de asumir la fuerza propia.
Lo que terminan por hacer es delegar su voluntad en una instancia común, que promete realizar la máxima esperanza humana: la seguridad. De aquí se desprende el gran enigma de lo
político: ¿cómo hacer para que estos peculiares seres puedan
soportarse entre sí? Soportarse, tolerarse, difícilmente aceptarse o amarse. La alquimia que produce el paso del poder personal al poder político representa la renuncia a cualquier residuo
de autonomía. No olvidemos que la aceptación de nuestra impotencia como elemento impulsor del bien gregario busca una
sola cosa: seguridad. Pero ésta adopta el rostro de la impotencia, del agrio reclamo de nuestra fuerza que ha sido abandonada y puesta en manos del fantasma del Estado. Sin embargo, se
argumenta que se hace por el bien de todos, apelando a la buena voluntad que debe prevalecer entre los hombres, fundada en
la solidaridad y la fraternidad humanas. Fraternidad que adquiere su verdadera dimensión cuando se la observa desde la
óptica del rechazo a ser tocado —para decirlo con las palabras
de Canetti. No existe aversión más grande en el hombre que la
provocada cuando un ser extraño lo toca, y a partir de esta
certeza se articulan las relaciones sociales. Schopenhauer lo
explica de manera contundente: “En un frío día de invierno
una sociedad de puercoespines se aglomeró muy estrechamente para protegerse contra el frío mediante el mutuo calor. Pero
pronto sintieron las espinas recíprocas; lo cual volvió a alejar a
unos de otros. Cuando la necesidad de calentarse volvió a
aproximarlos, repitióse el segundo mal; de tal manera que fueron lanzados de acá para allá entre ambos sufrimientos, hasta
que encontraron una distancia moderada, que era la que mejor
podían soportar. Así la necesidad de sociedad, brotada del vacío
y de la monotonía del propio interior, empuja a unos hombres
hacia otros; pero sus muchas propiedades reluctantes y sus
muchos defectos insoportables vuelven a apartarlos. La distancia media, que acaban encontrando, y en la que puede darse
una coexistencia, consiste en la cortesía y en las buenas costumbres. A quien no se mantiene a esa distancia se le grita en
Inglaterra: keep your distance. Gracias a la misma, la necesidad
de calentarse unos a otros no queda satisfecha, ciertamente,
más que de un modo imperfecto, pero, en cambio, no se siente
la picadura de las espinas. Mas quien tiene mucho calor propio,
interior, ése prefiere permanecer fuera de la sociedad, para no
producir ni recibir ninguna molestia (Parerga y Paralipomena).”
4 la Gaceta
Ésta es una de las descripciones más precisas que hay sobre la
vida en sociedad. No obstante, este tipo de visiones ofende a
los nuevos beatos (Stirner), es decir, a la gente moderna, civilizada y alejada de las supersticiones religiosas y míticas, que solamente alienan y engañan a la gente despistada. El poder político se presenta como la posibilidad que tienen unos pocos de
determinar o influir en el curso de la vida de los hombres en
sociedad. Que esto sea posible quiere decir que éstos ya se
despojaron de su poder en nombre del bien común, esa cosa
tangible, inteligible y en la que todos están de acuerdo sin dudar. Por supuesto que estoy utilizando las palabras que esputan
en sus discursos esos seres autodenominados demócratas que
están tan en boga, mediante las cuales proponen que los dioses
sean sustituidos por los trasuntos más débiles que se puedan
concebir (sociedad, humanidad, bien común, derechos humanos, etc.).
Y cuando en nombre de la democracia, los derechos humanos, la
civilización, el desarrollo y el ya viejo progreso, se realizan actos de
injusticia (que finalmente están enmarcados dentro del propio
discurso civilizatorio-democrático), se apela a los riesgos que la
libertad y la responsabilidad de asumir la mayoría de edad conllevan. Lo único que esto denota es una clara estolidez o, en su
defecto, una forma poco efectiva para dilucidar lo que las relaciones políticas son. Esto es así a causa de la imposibilidad que
tiene el hombre moderno para creer en algo que lo trascienda
y que lo exima, o por lo menos lo disculpe, de lo que es inevitable y que Maquiavelo y Hobbes tenían muy claro: que el
hombre es esencialmente malo. Ahora bien, aclaremos que
el término maldad siempre dependerá del referente simbólico
que se decida adoptar. No es que el hombre sea malo en sí,
lo que sucede es que simplemente es un ser que no puede convivir con sus semejantes de una manera en que la presencia de
su poderío no aplaste a unos y beneficie a otros. El bien común
es muy poco común, a menos que lo común sea la imposición
que yo hago de lo que debe ser común. Valéry es tajante: “El
individuo distingue al individuo en el precepto o la doctrina
que se quiere que adopte, la cual se reviste de unos términos de
los que ningún individuo es capaz. ‘Ten por seguro lo que yo
te aseguro y de lo que no estoy seguro, ni puedo estarlo.’ ‘Haz,
obedece, por el bien común que consiste en la idea que yo
tengo de él, yo.’” Todos los discursos llamados científicos que
obvian esto son simples rosarios de buenas intenciones, lo que
no deja de ser un eufemismo, puesto que las buenas intenciones dependen de lo que yo entiendo por buenas intenciones.
Todo es así desde el momento en que las polis dejaron de poseer
mitos y dioses al interior de sí mismas. En el momento en que
El Hombre pasó a ocupar el referente único del poder y de lo
número 435, marzo 2007
a
que sus pequeños egos no se instauren
como soberanos, evitando así que rija la
estulticia y la soberbia, o como la nombraban los griegos, la hybris. “El hombre
y la ciudad simbolizaban el cosmos, toda
la realidad. No olvidemos que el microcosmos que era la ciudad (intermediario
entre el cosmos personal y el macrocosmos) tenía también sus dioses y sus espíritus. Res publica magna et vere publica
quae di atque homines continetur, dice Séneca (De otio, iv, 1) (‘La auténtica república y auténticamente pública [es] la
que a la vez encierra los dioses y los
hombres’). El hombre es ciudadano. Los
que no lo son (los esclavos) no llegan a la
plenitud humana. En una palabra, la
ciudad no es únicamente un hecho sociológico; también es una realidad teológica y forma parte integrante de una
cosmología. No olvidemos que nos hallamos en la antigüedad, donde el ddt
de la ‘razón científica’ no había aún eliminado un buen número de seres vivos
del universo (Raimon Panikkar)”. Ahora
bien, con esto no quiero decir que los
hombres se volverían buenos y entonces
sí podrían vivir en un espacio fraternal y
solidario. ¡No! Las relaciones de poder,
en donde uno intenta imponer su fuerza
sobre el otro, son ineludibles.
a
Amigo/enemigo
social, el resentimiento se apoderó de las relaciones humanas.
Si todos los individuos somos iguales pero a la vez sabemos que
no todos podremos ejercer el poder ni influir o tomar las decisiones que determinan nuestra vida en común, pues en realidad siempre serán unos pocos quienes lo hagan, rompiendo así
la igualdad que los legitima, entonces el abuso de poder se
perpetúa, sólo que bajo la sombra de nuestra propia voluntad.
Círculo vicioso: por fin somos los dueños de nosotros mismos,
pero sólo para ser los esclavos de nosotros mismos. ¡Claro!
—se argumentará—, eso es mejor que continuar subyugados
por fantasías que legitiman los abusos de unos cuantos. Lo que
no se toma en cuenta es que con el pueblo como único soberano se hace lo mismo, pero sin la posibilidad de apelar a algún
dios o ¿fantasía? que pueda condenar dichos abusos. Ahora
somos las víctimas de nuestra propia estupidez, ya ni siquiera
podemos echarle la culpa a los dioses de la misma manera en
que lo hacían un Esquilo o un Sófocles. Sin la potencia de los
grandes mitos y tradiciones, pero sobre todo sin la presencia
—sea demostrable empíricamente o no— de los dioses, las
sociedades se ven reducidas a una eterna lucha al interior de sí
mismas. Se pierde la dimensión realmente política, la de vivir
en una polis, donde los dioses, la virtud (areté) y la pertenencia
a una serie de creencias trasciendan a los humanos justo para
número 435, marzo 2007
Esto último es lo que vislumbró Schmitt
como la esencia de lo político, y se sintetiza en la tan mal entendida oposición
amigo/enemigo. Toda relación política implica la institución
de bandos antagónicos, donde unos combaten a otros dependiendo de los intereses de cada uno de los implicados. El objetivo se centra en ejercer la fuerza, y su ejercicio entraña la posibilidad de exterminar al otro. A partir de aquí chorrean las
críticas de la gente liberal, condenando el escaso espíritu solidario de ese maldito conservador que sólo ve amigos y enemigos, y que no entiende que la gente se pueda llevar bien siempre y cuando se les dote de una buena dosis de cultura
político-democrática. En los regímenes democráticos —se
dice— se respeta la pluralidad y la diferencia; eso sí, siempre y
cuando no choquen con la idea de pluralidad y diferencia que
la cultura político-democrática establece como válida. Por eso
todas esas tonterías de mitos, sacrificios, ideales teocráticos o
manifestaciones de fuerza por el simple placer de ejercerla,
están fuera de consideración y hasta son condenadas por los
tribunales de la decencia y la virtud pluralista y tolerante. ¿En
verdad no se darán cuenta de que sobre todo ahí continúa prevaleciendo la razón amigo-enemigo? Lo que pasa es que ahora
ya sabemos cuáles son los únicos que pueden considerarse amigos, y cuáles enemigos. Incluso el contradictio in adiecto más
afamado del pensamiento liberal, a saber, el esgrimido por
Locke: Debemos ser intolerantes con los intolerantes, permanece en
la Gaceta 5
a
la lógica schmittiana. Schmitt es claro y tajante: el enemigo no
es el malo, ni el feo, ni el criminal, ni ninguno de los seres que
nos son hostiles (hostis) per se; el enemigo (enemicus) es simplemente el otro, el que no es como uno y que amenaza con desquiciar el orden al interior de nuestro grupo. De hecho, plantea una relación con el enemigo un tanto virtuosa: a éste se le
reconoce un estatuto que debe ser respetado y que obliga a
aquel que lucha contra él a no degradarlo, sino simplemente a
combatirlo. La guerra es una justa donde el honor de los contrincantes debe estar salvaguardado por una serie de reglas que
determinan el sentido mismo del polemos. De ahí que Schmitt
no pueda dejar de criticar las supuestas buenas intenciones de
los liberales, porque justo lo que hacen al negar la figura del
enemigo es precisamente dar entrada al resentimiento.
Roger Caillos explica la forma en que la rapiña guerrera está
emparentada con la introducción del fusil, claro símbolo democrático, al desvanecer la posibilidad de un tipo de lucha que
de alguna manera era personal, donde la fuerza y la destreza
propia estaban en juego y con ello el aspecto heroico, virtuoso
y honorable que mantenía la diferencia pero a la vez la deferencia hacia el otro. Al igual que en la democracia, con la presencia del fusil los hombres se derriten en la indiferenciación
de las cualidades, cualidades que imponen la jerarquía a partir
del mérito. Pero sobre todo al enemigo se le niega la dignidad
que merece, ya que en un momento dado puede convertirse en
amigo. Por eso los grandes pensadores del polemos señalan que
para considerar a alguien como un enemigo primero debe
cumplir con ciertos requisitos, es decir, debe ser digno de serlo…, a los otros ni siquiera vale la pena considerarlos. En pocas
palabras, “… se pertenece, en calidad de bueno, a la clase de los
buenos, a un cuerpo que tiene espíritu de cuerpo, porque todos
los individuos están ligados entre sí por el sentimiento de la
represalia. Se pertenece, en calidad de malo, a la clase de los
malos, a un revoltijo de hombres avasallados, impotentes, que
no tienen espíritu de cuerpo. Los buenos son una casta; los
malos, una masa semejante al polvo. Bueno y malo equivalen,
6 la Gaceta
a
durante cierto tiempo, a noble y villano, a amo y esclavo. En
cambio, no se considera al enemigo como malo, porque puede
pagar en la misma moneda. Los troyanos y los griegos son, en
las obras de Homero, buenos unos y otros. No es el que nos
causa un daño, sino quien es despreciable, el que pasa por
malo” (Nietzsche).
A diferencia de lo que se le achaca a Schmitt, a saber, que es
un maldito que solamente puede ver violencia y guerra en las
relaciones políticas, leyéndolo con un poco de cuidado podemos percibir una clara preocupación por tratar de regular un
tipo de relaciones que, fuera de su esquema amigo-enemigo,
desembocan en una agresión incontrolable de todos contra
todos, ya que los amigos terminan confundiéndose con los
enemigos, dando lugar a que sólo podamos contar con una
relación de enemistad encubierta por el manto de una amistad
irrealizable. Sin la figura del enemigo, el amigo se desvanecería
inmediatamente. Al no haber diferenciación alguna, la envidia
y la violencia que caracterizan las relaciones humanas terminan
por apoderarse de todo. Lo único que intenta Schmitt es reconocer y regular, aunque sea un poco, algo que es inevitable y
que de otra manera adquiere dimensiones descomunales. No
se trata de pensar que el hombre sea malo por naturaleza, simplemente es hombre. La distinción entre bueno y malo obedece a ciertos códigos de referencia y siempre serán relativos. Lo
único que se puede constatar es que los hombres en sociedad
se mueven a partir de ciertas conductas que podemos sintetizar
con la palabra dominio, así como Canetti lo explica con la imagen del gato y el ratón. Esto no significa que el gato sea el malo
y el ratón el bueno; significa, más bien, que es absurdo querer
escapar de dicha imagen, y curiosamente eso es lo que pretenden todas las visiones que quieren justificar la bondad y la
predisposición solidaria y fraternal entre los hombres, logrando, en cambio, exacerbar la envidia y la violencia indesterrables
del ethos humano. G
Traducción de Anastas Branica
número 435, marzo 2007
a
a
Doctrina aria de lucha y victoria
Julius Evola
En 1940, Julius Evola dio lectura a esta síntesis sobre las tradiciones guerreras, sin dejar de lado
el presente de aquel momento, los inicios de la Segunda Guerra Mundial, pero centrado
sobre todo en las tradiciones indo-aria, describe sus significados míticos y simbólicos. Al contrario
de lo que se acostumbra decir de la guerra, sobre todo en la actualidad, donde se convierte
en espectáculo, en imagen impactante, Evola apela al sentido místico de la lucha.
La “Decadencia de Occidente”, según la concepción de una
crítica reputada de la civilización de Occidente, es claramente
reconocible en dos características principales: en primer lugar,
el desarrollo patológico de todo aquello que es Activismo; en
segundo lugar, el desprecio hacia los valores del Conocimiento
interior y de la Contemplación.
Esta crítica no entiende por Conocimiento, ni racionalismo,
ni intelectualismo ni otros juegos de palabras vacíos; no entiende por Contemplación un alejamiento del mundo, una renuncia o un alejamiento monacal mal comprendido. Al contrario, Conocimiento interior y Contemplación representan las
formas de participación normales y más apropiadas del hombre
en la Realidad sobrenatural, supra-humana y supra-racional. A
pesar de esta aclaración, en la base de la concepción indicada
existe una premisa inaceptable para nosotros, ya que, tácitamente y de hecho, es admitido que toda acción en el dominio
material es limitativa y que el más alto dominio espiritual sólo
es accesible por otras vías que no sean las de la acción.
En esta idea se reconoce claramente la influencia de una
concepción de la vida básicamente extranjera al espíritu de
la raza aria; pero que, sin embargo, está tan profundamente
unida ya al pensamiento del Occidente cristiano, que se la encuentra igualmente en la concepción imperial dantesca. La
oposición entre Acción y Contemplación era, por el contrario,
desconocida por los antiguos arios. Acción y Contemplación
no estaban enfrentadas como los dos términos de una oposición. Designaban únicamente palabras distintas para la misma
realización espiritual. Dicho de otro modo, se estimaba entre
los antiguos arios que el hombre podía sobrepasar el condicionamiento individual no solamente por la Contemplación sino
también por la Acción.
Si nos alejamos de esta idea primera, entonces el carácter de
decadencia progresiva de la civilización occidental debe ser
interpretado de diferente forma. La tradición de la acción es
típica de las razas ario-occidentales. Pero esta tradición se desvía progresivamente. Así es en el Occidente actual, donde se ha
llegado a conocer y honrar solamente una acción secularizada
y materializada, privada de toda forma de contacto trascendente, una acción profanada que, fatalmente, debía degenerar en
manía resolviéndose en el obrar por el obrar: o bien, en un
hacer que está ligado solamente a efectos condicionados por el
tiempo. A una acción de tal forma degenerada no responden,
en el mundo moderno, valores ascéticos y auténticamente contemplativos, sino únicamente una cultura brumosa y una fe
pálida y convencional. Tal es nuestro punto de vista sobre la
situación.
número 435, marzo 2007
Si la “vuelta a los orígenes” es el concepto base de todo
movimiento actual de renovación, entonces debe valer como
tarea indispensable, de vuelta consciente, el comprender la
concepción aria primordial de la Acción. Esta concepción aria
debe tener un efecto transformador y evocar en el Hombre
Nuevo, de Buena Raza, las fuerzas vitales dormidas.
Hoy y aquí, queremos atrevernos a hacer un breve “excursus” precisamente justo en el universo del pensamiento del
mundo ario primordial, con el objetivo de sacar, de nuevo, a la
luz algunos elementos fundamentales de nuestra tradición común, poniendo atención especial en los significados arios de
guerra, de lucha y de victoria.
Naturalmente, para el antiguo guerrero ario la guerra,
como tal, respondía a una lucha eterna entre fuerzas metafísicas. De un lado está el principio olímpico de la luz, la realidad
solar y uraniana; del otro, la violencia brutal del elemento “titánico-telúrico”, bárbaro en el sentido clásico, “femenino-demoniaco”. Este tema de aquella lucha metafísica aparecería de
mil formas en todas las tradiciones de origen ario. De esta
suerte, toda lucha a nivel material era tomada con una consciencia más o menos grande, como un episodio de esta antítesis. Ya que la arianidad se consideraba como milicia del principio olímpico, hoy es necesario, por tanto, devolver esta vía de
los antiguos arios, así como conceder la legitimidad o la consagración suprema del derecho al poder y de la concepción imperial misma, ahí donde, en el fondo, parece bien evidente su
carácter anti-secular.
En la imaginación de este mundo tradicional toda realidad
se transformaba en símbolo… Esto también vale para la guerra
desde el punto de vista subjetivo e interior. Precisamente, podrían ser fundidas en una sola entidad: guerra y camino hacia
lo divino.
Los significativos testimonios que nos ofrecen las varias tradiciones nórdico-germánicas son, para todos, bien conocidos.
De todos modos, debemos decir que estas tradiciones, tal como
nos han llegado, se ven fragmentadas y mezcladas; muy a menudo ya representan la materialización de las más altas tradiciones arias primordiales, caídas a nivel de supersticiones populares. Sin embargo, esto no nos impide fijar algunos puntos.
Ante todo, como todos sabemos, el Walhalla es la capital de
la inmortalidad celeste, y principalmente reservado a héroes
caídos en el campo de batalla. El señor de estos lugares, OdínWotan, es representado en la saga Ynglinga como aquel que
por su sacrificio simbólico al árbol cósmico Ygdrasil ha indicado el camino a los guerreros, camino que conduce a una residencia divina, donde siempre florece la vida inmortal. Conla Gaceta 7
a
forme a esta tradición, de hecho, ningún sacrificio o culto es
más agradable al dios supremo, ningún otro esfuerzo obtiene más ricos frutos supra-terrestres, que aquel que han ofrecido los que han muerto combatiendo en el campo de batalla.
Pero hay mucho más; tras la oscura representación del Wildes
Herr1 se esconde también, el siguiente significado fundamental: a través de los guerreros que, cayendo, ofrecen un sacrificio
a Odín, se forman aquellas tropas que el dios necesitará para la
última batalla definitiva del “Ragna-rökk”; es decir, contra ese
fatal “oscurecimiento de lo divino” que ya desde los tiempos
antiguos planea, amenazante sobre el mundo.
Hasta aquí, por consiguiente, el genuino motivo ario de la
fuerte lucha metafísica es claramente expuesto a la luz. En los
Edda quedaría igualmente dicho: “Por muy grande que pueda
ser el número de los héroes reunidos en el Walhalla, nunca será
lo suficientemente grande cuando el lobo irrumpa”.2 El lobo es
aquí la imagen de esas fuerzas oscuras y salvajes que el mundo
de los Ases ha logrado someter. La concepción ario-iraniana de
Mithra, “el guerrero sin sueño”, es de hecho análoga. El que a
la cabeza de los Fravashi y de sus fieles libra batalla contra los
enemigos del dios ario de la luz. Hablaremos, inmediatamente
después, de los Fravashi y examinaremos su estrecha correlación con las Walkyrias de la tradición nórdica. Por otra parte,
intentaremos clasificar también el significado de la “Guerra
Santa” a través de otros testimonios concordantes. No hay que
sorprenderse si en este contexto hacemos, ante todo, referencia
a la tradición islámica. La tradición islámica tiene aquí el lugar
de la tradición ario-iraniana. La idea de la “guerra santa” —al
menos en lo que concierne a los elementos aquí examinados—
llegará a las tribus árabes por el universo del pensamiento iranio: tiene por tanto, al mismo tiempo, el sentido de un tardío
1
2
Grupo salvaje, horda tempestuosa.
Gylfaginning.
Importancia del ejemplo
Fragmento viii
De manera natural el hombre busca imitar; si ve hacer el
bien, se pone él mismo a hacerlo; si ve hacer el mal, se
abandona a ello y hace al igual que sus modelos. No hay
nadie que no desee gozar de una buena reputación; no
hay nadie que no desee hacerse de un nombre. Si queréis
que vuestras gentes hallen placer en conducirse bien,
tened vosotros mismos una conducta irreprochable; si
queréis que trabajen con todas sus fuerzas para adquirir
una reputación honorable, para hacerse de un nombre
del lado del valor y de las demás virtudes guerreras,
dadles vosotros mismos el ejemplo: haced acciones
extraordinarias, superaos, por decirlo así, en todo lo que
es vuestro deber, en todo lo que pueda ser la admiración
de los hombres. En todo lo que hagáis, sea para bien, sea
para mal, estad convencidos de que siempre tendréis una
multitud de imitadores, quienes no tardarán ellos mismos en ser modelos. G
a
renacimiento de una herencia aria primordial, y, desde este
punto de vista, puede ser utilizada sin ninguna duda.
Es admitido que se distingue, en esa tradición en cuestión,
dos “guerras santas”; es decir, la “grande” y la “pequeña” “guerra santa”. Esta distinción se funda en unas palabras del Profeta que afirma a la vuelta de una incursión guerrera: “Hemos
vuelto de la pequeña guerra a la gran guerra santa”. En este
contexto, la gran guerra santa pertenece a niveles espirituales.
La pequeña guerra santa es por el contrario la lucha psíquica,
material, la guerra conducida en el mundo exterior. La gran
guerra santa es la lucha del hombre con sus propios enemigos,
los que lleva en sí mismo. Más exactamente, es la lucha del
elemento sobrenatural del propio hombre contra todo lo que
resulta instintivo, ligado a la pasión, caótico, sujeto a las fuerzas
de la naturaleza.
Tal es la idea, también, que aparece recogida en el Bhagavad-Gitâ, ese antiguo gran tratado de la sabiduría guerrera aria:
“Conociendo aquello que está sobre el pensamiento, afírmate
en tu fuerza interior y golpea, guerrero de los largos brazos, a
ese temible enemigo que es el deseo”.3 Una condición indispensable para la obra interior de liberación es que este enemigo debe quedar aniquilado de forma deliberada. En el cuadro
de la tradición heroica, aquella pequeña guerra santa —es decir, una guerra como lucha exterior—, sirve solamente de medio por el cual se realiza justamente esa gran guerra santa.
Y por esta razón, en los textos, “guerra santa” y “camino de
vía a Dios” son a menudo sinónimos. Así leemos en el Corán:
“Combaten en el Camino de Dios” —es decir, en la Guerra
Santa— aquellos que sacrifican esta vida terrestre a la vida futura; pues a aquel que combate y muere sobre el camino de la
Vía de Dios, o a aquel que consigue la victoria, le daremos una
gran recompensa”.4 Y, más adelante: “A aquellos que caen sobre el camino de la Vía de Dios, Él nunca dejará que se pierdan
sus obras; les guiará y dará mucha paz a sus corazones; y les
hará entrar en el Paraíso, que Él les revelará”.5 Se hace alusión
aquí a la muerte física en guerra, a la mors triunphalis (muerte
victoriosa); y que se encuentra en correspondencia perfecta
con todas las tradiciones clásicas. La misma doctrina puede, de
todas formas, ser también interpretada en un sentido simbólico… Aquel que en la “pequeña guerra” vive una “gran guerra
santa” crea en sí una fuerza que le prepara para superar la crisis
de la muerte. Pero, igualmente, sin haber muerto físicamente,
puede, mediante la ascesis de la Acción y la Lucha, experimentar la muerte; puede haber vencido interiormente y haber logrado un “más que vida”. Entendidas esotéricamente, “Paraíso”, “Reino de los cielos” y expresiones análogas no son más
que símbolos y figuraciones forjadas por el pueblo, de los estados transcendentes de iluminación en un plano más elevado
que la vida o la muerte. Estas consideraciones deben valer también como premisa para reencontrar los mismos significados
bajo el aspecto externo del Cristianismo, que la tradición heroica nórdico-occidental se vio apremiada a adoptar durante
las Cruzadas, para así poder manifestarse al exterior. Mucho
más de lo que —hoy y en general— la gente está inclinada a
creer, en las cruzadas medievales para la “liberación del Templo” y realizar la “conquista de la Tierra Santa”, existen evi3
Se-Ma, La cuesta de la guerra, fce, 1972.
8 la Gaceta
Bhagavad-Gitâ iii, 43 (traducción de Emile Senart, París, 1967).
Corán vi, 76.
5 Corán xlvii.
4
número 435, marzo 2007
a
dentes puntos de contacto con la tradición nórdico-aria, donde se hace
referencia a la mítica Asgard, la lejana
tierra de los Ases y de los Héroes, donde
la muerte no tiene prisa y donde los habitantes gozan de una vida inmortal y
una paz sobrenatural. La guerra santa
aparece como una guerra totalmente
espiritual hasta el punto de poder llegar
a ser comparada, por los predicadores,
literalmente a una “purificación, como
el fuego del purgatorio antes de la muerte”. “Qué mayor gloria que no salir del
combate, sino cubierto de laureles. Qué
gloria mayor que ganar, sobre el campo
de batalla, una corona inmortal”, afirma
a los Templarios un Bernardo de Clairvaux.6 La “Gloria Absoluta”, aquella que
atribuyen los teólogos a Dios, en lo más
alto del cielo (con su “in Excelsis Deo”),
es también encargada como propia al
cruzado. Sobre este telón de fondo se
situaba la “Jerusalén Santa”, bajo ese
doble aspecto: como ciudad terrestre y
como ciudad celeste, y la Cruzada como
una gran elevación que conduce realmente a la inmortalidad. Los actos de
los militares de las cruzadas, altos y bajos, produjeron inicialmente sorpresas,
confusión, y hasta crisis de fe, pero tuvieron después como único efecto purificar la idea de la “Guerra Santa” de
todo residuo de materialismo. Sin dudarlo, el fin desafortunado de una Cruzada es comparado a la Virtud que es
perseguida por el Infortunio; y en el cual
el valor puede ser juzgado y recompensado solamente en relación con una vía,
en forma no terrestre. Así, se concentraría —mucho más allá de la victoria o de
la derrota—, el juicio de valor sobre el
aspecto espiritual y genuino de la Acción. De esta manera, la “Guerra Santa”
vale por sí misma, independientemente
de su resultado material visible, como
medio para alcanzar, por el sacrificio activo del elemento humano, una realización supra-humana.
Y justo esa misma enseñanza, elevada a nivel de expresión
metafísica, reaparecerá en un texto indo-ario citado y conocido, el Bhagavad-Gitâ. La compasión y los sentimientos humanitarios que impiden al guerrero Arjûna batirse en liza contra
el enemigo, son juzgados por dios “turbios, indignos de un
ârya (…), que no conducen ni al cielo ni al honor”.7 El mandato le dice así: “Si muerto, tú irás al cielo; si vencedor, gobernarás la tierra. Álzate, hijo de Kuntî, dispuesto a combatir”.8 La
disposición interior puede transmutar de la forma siguiente:
a
“…Trayéndome toda acción, el espíritu plegado sobre sí mismo, es libre de esperanza y de visiones interesadas, combate sin
escrúpulos”.9 En expresiones tan claras se afirma la pureza de
la acción: debe ser deseada, por sí misma, más allá de toda pasión y de todo impulso humano: “Considera que están en juego
el sufrimiento, la riqueza o la miseria, la victoria o la derrota.
Prepárate, por tanto, para el combate; y de esta forma evitarás
el pecado”.10
Como fundamento metafísico suplementario, el dios aclara
la diferencia entre aquello que es espiritualidad absoluta —y,
como tal, será indestructible— y lo que solamente tiene como
elemento lo corporal y humano, en una existencia ilusoria. De
6
De laude novae militiae.
Bhagavad-Gitâ ii, 2.
8 ii, 37.
7
número 435, marzo 2007
9
iii, 30.
ii, 38.
10
la Gaceta 9
a
a
un lado, el carácter de irrealidad metafísica de aquello que se
puede perder como cuerpo y vida mortales que pasan, es revelado en los que la pérdida puede ser un condicionante. De
otro, Arjûna es conducido, en aquella experiencia, de una fuerza de manifestación de lo divino a una potencia de irresistible
trascendencia. De esta manera, frente a la grandeza de esta
fuerza, toda forma condicionada de existencia aparecía como
una negación. Allí donde esta negación es activamente negada,
es decir, allí donde, en el asalto, toda forma condicionada de
existencia es invertida o destruida, esta fuerza llega a tener una
manifestación terrorífica. Sólo sobre esta base, exactamente, se
puede captar la energía adecuada para producir la transformación heroica del individuo. En la medida en que el guerrero
obra en la pureza y el carácter de lo absoluto, aquí indicados,
rompe las cadenas de lo humano, evoca lo divino como una
fuerza metafísica, atrae sobre sí esta fuerza activa y encuentra
en ella su ilusión y su liberación. La palabra crucial corresponde a otro texto —perteneciente también a la misma tradición.
Dice: “La vida es como un arco; el alma es como una flecha; el
espíritu absoluto como la diana a traspasar. Uníos a este gran
espíritu, como la flecha lanzada se fija en la diana”.11 Si sabemos ver aquí la más alta forma de realización espiritual por la
lucha y el heroísmo, es entonces verdaderamente significativo
que esta enseñanza sea presentada, en el Bhagavad-Gitâ, como
continuación de una herencia primordial ario-solar. De hecho,
le fue dada por el “Sol” al primer legislador de los arios, Manú;
y fue guardada seguidamente por una gran dinastía de reyes
consagrados. En el curso de los siglos, esta enseñanza se perdió
y, sin embargo, fue de nuevo revelada por la divinidad, no a un
11
Mârkandeya-purâna, xlii, 7, 8.
10 la Gaceta
devoto sacerdote, sino a un representante de la nobleza guerrera: Arjûna. Lo que hemos tratado hasta aquí permite también comprender los significados más internos que se encuentran en la base de un conjunto de tradiciones clásicas y
nórdicas. De tal forma, como punto de referencia, habrá que
reseñar aquí que en estas tradiciones antiguas algunas imágenes simbólicas precisas aparecían con una frecuencia singular:
éstas son, primero, la imagen del alma como demonio, doble y
genio; y enseguida, la imagen de las presencias dionisiacas, la
de la diosa de la muerte y la imagen de una diosa de la victoria,
que aparecía a menudo bajo la forma de diosa de la batalla.
Para la exacta comprensión de todas estas relaciones será muy
oportuno clasificar la significación que tiene el alma, entendida aquí como demonio, genio o doble. El hombre antiguo
simbolizaba en el demonio o propio doble una fuerza yaciente
en las profundidades, que es, por decirlo así, “la vida de la
vida”, en la medida en que ella dirige en general todos los sucesos, tanto corporales como espirituales, a los que la consciencia normal no tiene acceso; pero que indudablemente
condicionan la existencia contingente y el destino del individuo. Entre esas entidades y las fuerzas místicas de la Raza y de
la Sangre existe una bien estrecha ligadura. Asimismo, por
ejemplo, el Demonio aparece, bajo numerosos aspectos, parecido a los Dioses Lares, a las entidades místicas de un linaje o
una generación; de los cuales Macrobio, por ejemplo, nos afirma: “Son dioses que nos mantienen vivos. Ellos alimentan
nuestro cuerpo y guían nuestra alma”. De esta manera, se puede decir que entre el demonio y la consciencia normal existe
una relación del mismo tipo que entre el principio individuante y el principio individuado. El primero es, según las enseñanzas de los antiguos, similar a una fuerza supra-individual, y por
tanto, superior al nacimiento y a la muerte. El segundo, es
decir, el principio individuado, consciencia condicionada por
el cuerpo y el mundo exterior, es destinado normalmente a la
disolución o a esta supervivencia efímera, propia del mundo de
las sombras. En la tradición nórdica, la imagen de las Walkyrias
tiene más o menos el mismo significado que el demonio. La
imagen de una Walkyria se confunde, en muchos textos, con
aquella de una Fylgja;12 es decir, con una entidad espiritual
activa en el hombre y a cuya fuerza su destino está sometido.
Como Kynfylg ja, una walkyria es —de igual forma que lo son
los dioses lares romanos— la fuerza mística de la sangre. Y lo
mismo ocurre con las “Fravashi” de la tradición ario-iraniana.
La Fravashi —explica un bien conocido orientalista— “es la
fuerza íntima de cada ser humano, es la que le sostiene desde
el momento que nace y subsiste”. Del mismo modo que los
dioses lares romanos, las Fravashi, están en contacto, simultáneamente, con las fuerzas primordiales de una raza y son,
como las Walkyrias, diosas preponderantes de la guerra, que
dan la fortuna y la victoria. Tal es la primera relación que debemos desvelar y descubrir. ¿Qué es lo que esta fuerza tan
misteriosa, que representa el alma profunda de la raza y lo
trascendental en el interior del hombre, puede tener en común
con las diosas de la guerra? Para comprender bien este punto
habrá que recordar que los antiguos indo-germanos tenían una
concepción de la propia inmortalidad, por así decirlo, aristocrática, diferenciada. No todos escaparían de la disolución, de
esta supervivencia lemúrica de la que Hades y Niflheim eran
12
Acompañante.
número 435, marzo 2007
a
antiguas imágenes simbólicas… La inmortalidad fue un privilegio de bien pocos; y, según la concepción aria, un privilegio
heroico principalmente. El hecho de sobrevivir —no como
sombra, sino como semidiós—, está reservado solamente a
aquellos a los que las acciones espirituales han elevado de una
a otra naturaleza. Aquí no puedo, por desgracia, suministrar
las pruebas para justificar lo que doy como afirmación: técnicamente, estas acciones espirituales logran transformar el yo
individual, el de la consciencia humana normal, en una fuerza
profunda, supra-individual, la fuerza individuante, que está
más allá del nacimiento y de la muerte, y a la cual, como se
dijo, corresponde el concepto de “demonio”. Sin embargo, el
demonio está mucho más allá de todas las formas finitas en que
se manifiesta, y esto no solamente porque representa la fuerza
primordial de toda una raza, sino también por su aspecto de
alta intensidad. El paso brusco de la consciencia ordinaria a
esta fuerza, simbolizada por el demonio, suscitaba, por consiguiente, una crisis destructiva; parecida a un relámpago como
fruto de una tensión de potencial demasiado alto en y para el
circuito humano. Suponemos por ello que, en condiciones
excepcionales, el demonio puede igualmente aparecer en el
individuo y hacerle experimentar el tipo de una trascendencia
destructiva; y, en este caso, se produciría una especie de experiencia activa de la muerte, y la segunda relación aparecía por
tanto muy claramente, es decir, porque la imagen de doble o
demonio en los mitos de la antigüedad ha podido confundirse
con la divinidad de la muerte. En la vieja tradición nórdica, el
guerrero ve su propia walkyria en el mismo instante de la
muerte o del peligro mortal.
Vayamos más lejos. En la ascesis religiosa, la mortificación,
la renuncia al Yo y la tensión en el desamparo de Dios, son los
medios preferidos, a través de los que se busca, precisamente,
provocar la crisis mencionada y superarla positivamente. Expresiones como “muerte mística” o bien “noche oscura del
alma”, etc., que indican esta condición, son de todos conocidas. De forma opuesta, en el cuadro de una tradición heroica,
el camino hacia el mismo fin está representado por la tensión
activa, por la liberación dionisiaca del elemento Acción. Observamos, por ejemplo, al nivel más bajo de la fenomenología
correspondiente, la danza empleada como técnica sacra para
evocar y suscitar, a través del éxtasis del alma, fuerzas subyacentes en las profundidades. En la vida del individuo liberado
por el ritmo dionisiaco se inserta otra vida casi como el florecimiento de su raíz basal. Las Erinias, Furias, “Horda salvaje”,
y otras varias entidades espirituales análogas representan esta
fuerza en términos simbólicos. Todas corresponden por consiguiente a una manifestación del demonio en su trascendencia
aterradora y activa. A un nivel más elevado se sitúan ya los sacros juegos guerreros y deportivos, y aún todavía más alto se
encuentra la misma guerra. De esta manera, retornamos de
nuevo a la concepción aria primordial y a la ascesis guerrera.
En la cumbre del peligro del combate heroico, se reconoce la
posibilidad de esta experiencia supra-normal. De esta forma,
la expresión latina “ludere”, —jugar o desempeñar un papel,
combatir—, parece contener la idea de resolución.13 Ésa es una
de las numerosas alusiones a la propiedad comprendida en el
combate, de desatarse de las limitaciones individuales; de hacer
emerger fuerzas libres escondidas en la profundidad. De aquí
13
Bruckmann, Indogerm, Forschungen, xviii, 433 Q. C. K.
número 435, marzo 2007
deriva el fundamento de la tercera asimilación: los Demonios,
los Dioses Lares, como el Yo individuante, son idénticas no
solamente a las Furias, Erinias y a las otras naturalezas dionisiacas desencadenadas, que, por su parte, tienen muchas características comunes con el deseo de muerte; tienen también
igual significación, por su relación con las vírgenes que conducen héroes al asalto en la batalla, a las Walkyrias y las Fravashi.
Asimismo, las Fravashi son descritas en los textos sagrados, por
ejemplo, como “las aterradoras, las todopoderosas”, “aquellas
que escuchan y dan la victoria al que las invoca”; o, para decirlo ya más claramente, a aquel que las invoca en el interior de sí
mismo. De ahí a la última con la normal consciencia ordinaria.
Así es como ellas, Furias y Erinias, nos reflejan una manifestación especial de desencadenamiento y de irrupción demoníaca
—y las Diosas de la Muerte, Walkyrias, Fravashi, etc…, se relacionan con las mismas situaciones, en la medida en que son
posibles a través de un combate heroico—, de igual forma la
Diosa de la Victoria es la expresión del triunfo del yo sobre este
poder. Indica la tensión victoriosa respecto de una condición
situada más allá del peligro, inserto en el éxtasis y en las formas
de destrucción sub-personales, un peligro siempre emboscado
detrás del momento frenético de la gran acción dionisiaca, y
también de la acción heroica. El impulso hacia un estado espiritual realmente supra-personal, que nos hace libres, inmortales, interiormente indestructibles, lo ilustra la frase “Convertir
dos en uno” (los dos elementos de la esencia humana), que se
sintetiza, pues, en esta representación de la consciencia mítica.
Pasemos ahora al significado dominante de estas tradiciones
heroicas primordiales, es decir, a esta concepción mística de la
victoria. Aquí, la premisa fundamental es que una correspondencia eficaz entre física y metafísica, entre lo visible y lo invisible, fue conocida allí donde los actos del espíritu tuvieron
lugar en la victoria efectiva. Entonces todos los aspectos materiales de la victoria militar se convierten en expresión de una
acción espiritual que ha suscitado la victoria, en el punto en
que exterior e interior se tocan. La victoria aparecería como
signo tangible para una consagración a un renacimiento místico acometido en el mismo dominio. Las Furias y la Muerte,
que el guerrero había afrontado materialmente en el campo de
batalla, se le oponen también, interiormente, más en el plano
espiritual, bajo la forma de una irrupción amenazante de las
fuerzas primordiales de su ser. En la medida en que triunfe
sobre ellas, la victoria es suya. En este contexto se explica también la razón por la que cada victoria toma especial significado
sacro en el mundo ligado a la tradición. Y de esta forma, el jefe
del ejército, aclamado en los campos de batalla, ofrecía la experiencia y la presencia de esta fuerza mística que lo transformaba a él. El sentido profundo del carácter supra-terrestre
emergente de la gloria y de la “heroica divinidad” del vencedor
se hace, de esta manera, más comprensible; y de ahí, el hecho
de que la antigua tradición romana del triunfo tuviese rasgos
más sacros que militares. El simbolismo recurrente en las tradiciones arias primordiales de Victorias, Walkyrias y otras entidades análogas que guían al “cielo” el alma del guerrero…; así
como el mito del héroe victorioso, como el Hércules dorio que
obtiene de Niké, “la Diosa de la Victoria”, la corona que le
hace partícipe de la inmortalidad olímpica. Este símbolo se
manifiesta ahora bajo una luz muy diferente, y en adelante resulta claro que es totalmente falso y superficial este modo ignorante de ver, que no querría distinguir en todo esto nada más
la Gaceta 11
a
a
que simples “poesía”, retórica y fábula. La teología mística
actual enseña que en la Gloria se cumple la transfiguración
espiritual santificante, y toda la iconografía cristiana rodea la
cabeza de los santos y mártires de la aureola de la gloria. Todo
nos indica que se trata de una herencia, aunque muy debilitada,
de nuestras tradiciones heroicas más elevadas. La tradición
ario-iraniana ya conocía, de hecho, el fuego celeste entendido
como gloria —Hvareno—, que desciende sobre los reyes y verdaderos jefes, los hace inmortales y les permite llevar de esta
manera el testimonio de la victoria… La antigua corona real de
rayos simbolizaba, exactamente, la gloria como fuego solar y
celeste. Luz, esplendor solar, gloria, victoria, realeza divina,
son ésas las imágenes que se encontraban en el seno del mundo
ario, en la más estrecha relación; no como abstracciones o invenciones del hombre sino con el claro significado de fuerzas y
dominios absolutamente reales. Y en este contexto, la Doctrina
Mística de la Lucha y de la Victoria representa para nosotros
un vértice luminoso de nuestra común concepción de la acción
en el sentido tradicional.
Esta concepción tradicional nos habla hoy, de forma todavía
comprensible para nosotros —a condición, naturalmente, de
que nos desviemos de sus manifestaciones exteriores y condicionadas por el tiempo. Entonces, al igual que en el presente,
se quiere superar así esta espiritualidad cansina, anémica o
basada en simples especulaciones abstractas o en mortecinos
sentimientos piadosos, y a la vez se sobrepasa también la degeneración materialista de la acción. ¿Se puede encontrar para
esta tarea mejores puntos de referencia que los ideales mencionados del ario primordial? Pero hay mucho más. Las tensiones
materiales y espirituales son comprimidas hasta tal punto en el
Occidente de estos últimos años que no pueden ser ya resueltos más que a través del combate. Con la guerra actual, una
Victoria sin batalla
Fragmento v
Sin librar batallas, tratad de ser victorioso: ése será el
caso en el que os elevaréis por arriba del bueno, os acercaréis más de lo incomparable y lo excelente. Los grandes generales acaban descubriendo todos los artificios del
enemigo, haciendo abortar todos sus proyectos, sembrando la discordia entre sus gentes, teniéndolos siempre
en vilo, impidiendo los auxilios ajenos que pudiera recibir, y arrebatándole todas las facilidades que pudiera
tener para decidirse a algo aventurero… Un general
hábil no se halla jamás reducido a semejantes extremos:
sin librar batallas, conoce el arte de humillar a sus enemigos; sin derramar una gota de sangre, sin sacar incluso
la espada, termina por tomar las ciudades; sin poner los
pies en los reinos extranjeros, encuentra el medio para
conquistarlos; y sin perder un tiempo considerable a la
cabeza de sus tropas, procura una gloria inmortal al príncipe al cual sirve, asegura la felicidad de sus compatriotas
y hace que el Universo le deba el reposo y la paz.
Sun-Tsé, La cuesta de la guerra, fce, 1972.
12 la Gaceta
a
época va dominada y transformada en la dinámica de una nueva civilización tan sólo por unas ideas abstractas, unas premisas
universalistas o por medio de mitos ya conocidos irracionalmente. Ahora, una acción mucho más profunda y esencial se
impone para que, mucho más allá de las ruinas de un mundo
subvertido y condenado, una nueva época comience para Europa. Sin embargo, en esta perspectiva mucho dependerá de
cómo el individuo pueda dar forma a la experiencia del combate; es decir, si estará a la altura de asumir heroísmo y sacrificio
como propia catarsis, como un medio de liberación del despertar interior. No solamente para la salida definitiva y victoriosa
de los sucesos de este periodo tempestuoso, sino incluso también para dar una forma y un sentido al orden que surgirá de
la victoria. Esta tarea de nuestros combatientes —interior, invisible, apartada de gestos y grandes palabras—, tendrá un carácter decisivo. Es en la batalla misma donde es necesario
despertar y templar esta fuerza que, más allá de la tormenta de
la sangre y de las privaciones, favorecerá, con un nuevo esplendor y una paz todopoderosa, la nueva creación. Por esto, se
debería aprender hoy sobre el campo de batalla la acción pura,
una acción no solamente en el sentido de ascesis viril sino también de gran purificación y de camino hacia formas superiores
de vida, válidas en sí mismas y por ellas mismas; eso que, no
obstante, tiene en cierta forma el sentido de una vuelta a la
tradición primordial del ario-occidental. Desde los tiempos
antiguos resuenan todavía hasta nosotros las palabras: “la vida,
como un arco; el alma, como una flecha; y el espíritu absoluto,
como una diana a traspasar”. Ya que aquel que, todavía hoy,
vive la batalla en el sentido de esta identificación, persistirá en
pie allí donde los otros caerán; tendrá una fuerza invencible.
Este hombre nuevo vencerá en sí todo el drama y toda la oscuridad, todo el caos, y representará la llegada de los nuevos
tiempos, el comienzo de un nuevo desarrollo… Este heroísmo
de los mejores, según la tradición aria primordial, puede realmente asumir una función evocadora; es decir, la función de
restablecer de nuevo el contacto, adormecido desde hace muchos siglos, entre mundo y supra-mundo. Entonces el combate
no se convertirá en una horrible gran carnicería, no tendrá el
sentido de un destino desesperado, condicionado únicamente
por el único deseo de ganar poder, sino que será la prueba del
derecho y de la misión de un gran pueblo. Entonces la paz no
significará un ahogo en la oscuridad burguesa cotidiana, ni el
alejamiento de la tensión espiritual de la lucha en batalla, sino
que tendrá, todo lo contrario, el sentido de un cumplimiento
de ella. Es justo por ella que queremos hacer nuestra, de nuevo, la profesión de fe de los antiguos; tal como se expresa, y
muy bien, en las siguientes palabras: “La sangre de los héroes
es más sagrada que la tinta de los sabios y las plegarias de los
devotos”. Eso se encuentra justamente en la base profunda de
la concepción tradicional, según la cual, en la “guerra santa”
operan con mayor fuerza que los individuos, las místicas fuerzas primordiales de la raza. Estas fuerzas de los orígenes crean
los imperios. G
* El texto fue editado por primera vez en castellano en el Segundo Dossier Orden del Temple, publicado por Ediciones Alternativa en
1985.
número 435, marzo 2007
a
a
Si te quieres matar
Álvaro de Campos
Si te quieres matar… ¿por qué no has de quererlo?
¡Ah, aprovecha, que yo, que amo tanto la vida y la muerte,
Si me atreviera a matarme también me mataría…
Ah, si te atrevieras, ¡atrévete!
¿De qué te sirve el cuadro sucesivo de las imágenes exteriores al que llamamos mundo,
El cuadro cinematográfico de las horas que son representadas
Por actores convencionales en poses predeterminadas,
El circo policromo de nuestro dinamismo sin fin?
¿De qué te sirve tu mundo interior, que desconoces?
Tal vez matándote lo conozcas al fin…
Tal vez al acabar comiences…
Y de todas maneras, si estás cansado de ser,
Ah, ¡cánsate noblemente
Y no cantes, como yo, la vida por borrachera,
No saludes, como yo, a la muerte en la literatura!
¿Haces falta? ¡Oh sombra fútil llamada nosotros!
Nadie hace falta; a nadie le haces falta tú…
Sin ti todo marcha bien, sin ti.
Tal vez para los demás sea peor que existas a que dejes de existir…
Tal vez peses más durando que dejando de durar…
¿La pena de los demás…? ¿Tienes anticipados remordimientos de que te lloren?
Cálmate; pocos te llorarán…
El impulso vital extingue las lágrimas poco a poco
Cuando no son por cosas propias,
Cuando son por lo que sucede a los demás, sobre todo la muerte,
Que es algo después de lo que nada sucede a los demás…
Primero es la angustia, la sorpresa de que haya llegado
El misterio y la ausencia de tu vida comentada…
Después el horror del cajón visible y material,
Y de los hombres de negro que ejercen la profesión de estar allí.
Después la familia que vela, inconsolablemente contando anécdotas,
Lamentando la pena de que te hayas muerto,
Y tú, mera causa ocasional de aquellos lloros,
Tú, verdaderamente muerto, mucho más muerto de lo que te imaginas,
Mucho más muerto aquí de lo que te imaginas
Aunque te encuentres mucho más vivo más allá.
Después, la trágica retirada hacia el panteón o la fosa,
Y después el principio de la muerte de tu recuerdo.
Primero se da en todos un alivio
De la tragedia un poco aburridora de que te hayas muerto…
Después, la conversación se aliviana cotidianamente
Y la vida de cada día recupera su ritmo
De Odisea de la poesía portuguesa moderna, selección y traducción de
Francisco Cervantes, México, fce, 1985, 195 pp.
número 435, marzo 2007
la Gaceta 13
a
Después, lentamente, se te olvida.
Sólo en dos fechas se te recuerda, cada aniversario:
Cuando se cumplen años de tu nacimiento y cuando se cumplen años de tu muerte.
a
Nada más, nada más, absolutamente nada más.
Piensan en ti dos veces, cada año.
Suspiran por ti dos veces cada año aquellos que te amaron.
Y alguna que otra vez suspiran, si por azar se habla de ti.
Enfrenta en frío, enfrenta en frío lo que somos…
Si te quieres matar, mátate…
¡No tengas escrúpulos morales, recelos de la inteligencia!
¿Qué escrúpulos, qué recelos crees que tiene la mecánica de la vida?
¿Qué escrúpulos químicos crees que tiene el impulso que engendra
Las savias, la circulación de la sangre, el amor?
¿Qué memoria de los demás tiene el ritmo alegre de la vida?
Ah, pobre vanidad de carne y hueso llamada hombre,
¿No ves que no tienes importancia alguna?
Eres importante para ti, porque es a ti a quien tú sientes,
Eres todo para ti porque eres el universo para ti,
El mismo universo y los otros
Satélites de tu subjetividad objetiva.
Eres importante para ti porque sólo tú eres importante para ti.
Y si eres así, oh mito ¿por qué los demás no han de ser así?
¿Tienes, como Hamlet, pavor a lo desconocido?
Pero, ¿qué es lo conocido? ¿Qué es lo que conoces
Para que llames desconocido a algo en especial?
¿Tienes, como Falstaff, el amor grasoso por la vida?
Si la amas así de materialmente, ámala todavía más materialmente:
¡Vuélvete parte carnal de la tierra y de las cosas!
Dispérsate, sistema físico químico
De células nocturnamente conscientes,
En la nocturna conciencia de la inconsciencia de los cuerpos,
En el gran cobertor que no-cubre-nada de las apariencias,
En la hierba y en el césped de la proliferación de los seres,
En la niebla atómica de las cosas,
En las paredes en vórtice
Del vacío dinámico del mundo… G
14 la Gaceta
número 435, marzo 2007
a
a
Tres fragmentos de la guerra, nuestra madre
Ernst Jünger
El camino del guerrero es un camino interior, de fortaleza, en el que el rito del combate, la lucha,
trasciende el horror y exalta la emoción. Ahí donde la guerra tiene lugar está presente el impulso indomable,
sin embargo, éste se mezcla con el refinamiento de la cultura, sea cual fuere, a la que pertenece
el guerrero, que bien puede ser un solo individuo o un pueblo entero. Ernst Jünger, como Homero,
ve esa cualidad en la que se funden animal y hombre.
1
Las grandes batallas revisten una majestad eterna que domina
la trama ininterrumpida de la historia. Se ciernen sobre miles
de acontecimientos que constituyen esta historia; se cubren
instantáneamente de un rostro impasible, mostrando así que el
hombre en relación con ellas es únicamente el instrumento de
una Voluntad Superior. Nada quedó de las elevaciones del alma
durante la construcción de las Pirámides. De los innumerables
sufrimientos soportados entonces, de tantas dichas aniquiladas,
de las esperanzas de los Estados y de los Reyes, nada subsiste
hoy. Pero siempre nos emocionaremos ante el espectáculo de
esos monumentos que constituyen la Historia y desde donde
llega hasta nosotros la voz poderosa y solemne de una voluntad
libre de todo sentimentalismo.
¿Hasta cuándo deberemos esperar que acontecimientos tan
magníficos como la gran batalla de la primavera de 1918, o la
batalla naval de Skagerrak, se erijan por encima de los tiempos
como monumentos que el hombre no puede tocar? Cuando
hayan muerto los hijos de aquellos que cayeron a nuestro lado,
o cuando hayan sucumbido en una nueva guerra; cuando aparezca radiante nuestro destino tan grandioso e indiferente a las
preocupaciones cotidianas; cuando el tiempo haya enterrado
todas las trivialidades de este mundo; cuando el fuego de las
pasiones se haya apagado –entonces, el recuerdo del pasado iluminará el porvenir. Y, ante todo, cuando se hayan derrumbado los
Estados cuya suerte se decidió en unos minutos, en unas horas,
no quedará del pasado verdaderamente nada sino la visión retrospectiva y emocionante de una ola impetuosa de Vida –de la
Vida que había entonces revelado su verdadero aspecto: un
juego magnífico y sangriento que regocija a los dioses. Entonces, todos los sufrimientos y todas las torturas de una generación no tendrán quizá ya sentido, como no lo tiene ahora para
nosotros la lanza que un soldado arrancaba de su ardorosa herida durante la batalla de Iso.
Nosotros somos aquellos que han sufrido, aquellos que han
soportado el dolor de las heridas, pero más allá de esos sufrimientos, todavía podemos reivindicar para nuestra gloria esa
profunda emoción que nos embarga en la batalla, y que es la
recompensa de las proezas heroicas conscientemente realizadas. ¡Dichoso el hombre que ha podido sentir esa sublime
emoción, tan diferente de la resignación eslava frente al sufrimiento, y que engendra, por el contrario, una reacción podero-
De La cuesta de la guerra, México, fce, 1973, 319 pp.
número 435, marzo 2007
sa contra la adversidad! Ése no solamente ha experimentado el
poder de la materia, ha conocido lo que esconde, verdaderamente ha vivido una Vida Interior.
(Prefacio a la 2ª Edición)
2
El hombre es el depositario, la urna inmutable en la que reposa y se perfecciona todo lo que se ha cumplido, pensado y
sentido antes que él. Es, igualmente, el heredero de los deseos
irresistibles que han torturado a sus antecesores.
Los hombres de hoy también se esfuerzan, al precio de su
sangre, de sus dolores y sus deseos, por construir una Torre de
Felicidad de una altura inconmensurable, superponiendo su
propia generación a todas las que le han precedido.
Reconozcamos que sus esfuerzos no han sido vanos, que esa
torre se eleva más y más rápidamente, que su elevación nos
acerca cada día más al triunfo supremo y que ofrece a las miradas ávidas, paisajes todavía más vastos y más ricos. Pero el ritmo de esa edificación es irregular, febril. La obra a menudo se
encuentra amenazada y sus bases frecuentemente se han estremecido por insensatos embargados de desánimo o desesperación. Las reacciones inevitables del destino se deben tanto a
situaciones que se creían desde hace largo tiempo estabilizadas
como a la erupción de fuerzas elementales, seculares e imperecederas, que rugen y bullen bajo el delgado barniz de la civilización.
El hombre está amasado con innumerables materiales.
Arrastra tras de sí la cadena inevitable de sus antepasados. Miles de lazos, miles de hilos invisibles lo atan y lo retienen en la
maraña de las raíces de esta selva pantanosa cuyo calor benéfico lo ha engendrado. Su salvajismo, su brutalidad, los destellos
de impulsos sin duda se han suavizado, atenuado en el curso de
los siglos en los que la sociedad ha refrenado su codicia y sus
deseos. Indudablemente también, el refinamiento constante de
las costumbres lo ha purificado y ennoblecido, pero la bestialidad no deja de dormitar en el fondo de su ser. Quedan en él
los caracteres e instintos del animal que se complace, rodeado
de costumbres y formas agradables, en el seno del bienestar y
la comodidad de la civilización moderna. Pero la máscara cae
cuando la curva ondulante de la vida pasa nuevamente por la
línea roja de las costumbres bárbaras; de inmediato, el salvaje,
el hombre de las cavernas reaparece en toda su desnudez y en
el desencadenamiento de sus instintos indomables. La herencia
de sus antepasados flamea en él en cuanto la vida retorna a sus
formas prehistóricas. Y la sangre, que corría calmada y fría en
la Gaceta 15
a
medio del trabajo de las ciudades, hierve en las venas; se descubre entonces ese fondo de bestialidad que, desde siempre,
reposa en las profundidades oscuras del ser y que se manifiesta
principalmente en las guerras. Destrozado por el hambre, el
hombre antiguo despierta en las batallas, en la hora suprema
del asalto que libran la Vida y la Muerte.
En las discordias y en la guerra, en las que el hombre rompe
todas las convenciones y todos los tratados que no son sino
harapos remendados de un mendigo, la animalidad sube del
fondo del alma como un monstruo misterioso. Surge cual llama devoradora, cual aturdimiento irresistible que embriaga a
las masas, como una divinidad que reina sobre los ejércitos.
Cuando todos los pensamientos y todas las acciones se concentran en un solo esfuerzo hacia un mismo objetivo, el sentimentalismo también debe esfumarse, adaptarse a la horrible simplicidad de ese objetivo: el aniquilamiento del adversario. Es éste un
axioma que deberá realizarse durante todo el tiempo que los
hombres hagan la guerra, y habrá guerras mientras existan los
hombres.
La forma aparente de la animalidad humana es independiente de la del combate. Ya sea que alarguen las guerras o que
se muestren los dientes a la hora del encuentro; que hachas
groseramente talladas se esgriman o se tiendan los arcos de
madera; que una técnica refinada eleve incluso la destrucción
hasta hacerla un arte superior, llega sin embargo un momento
en que la embriaguez de sangre roja se refleja en los ojos de
ambos adversarios. A la hora del asalto, del último esfuerzo, el
cuerpo a cuerpo desesperado suscita siempre la misma combinación de sentimientos, los mismos apetitos —que la mano
levante el hacha afilada o que lance la granada llena de explosivos. En estos campos de batalla en los que la humanidad
busca resolver sus querellas por una decisión sangrienta —ya
sea que se trate del estrecho desfiladero donde se enfrentan dos
tribus montañesas, o del arco largamente tendido de la batalla
moderna—, el hombre se sacia con los peores horrores. Pero
la acumulación de los medios de acción más refinados lo hace
estremecer menos que la rápida aparición del enemigo, que
surge ante él en la refriega y que, como un relámpago, resucita
la imagen del guerrero de antaño, llevando los recuerdos del
pasado grabados en el rostro. Porque toda técnica es función
del azar y de las armas de que dispone. La bala es ciega, su
trayectoria involuntaria. Pero el hombre lleva en sí una voluntad de matar que se expresa en las tormentas en las que se acumulan los explosivos, el fuego y el acero. Las leyes de la guerra
exigen la destrucción de uno de los dos adversarios que saltan
uno contra otro en la embriaguez del combate. Se han colocado en una situación tan vieja como el mundo, la de la lucha por
la vida, bajo su aspecto más realista. En un combate así, el más
débil sucumbe; el vencedor, blandiendo su arma, penetra más
profundamente en la vida y prosigue su marcha victoriosamente escalando el cuerpo maldito. El grito que resuena entonces
de una y otra parte es el llamado desesperado de los corazones
ante las puertas de la eternidad. Es un estertor cuyo eco transporta el río de la civilización desde hace siglos; es un grito de
reconocimiento, de horror y de sed de sangre.
Sí, de sed de sangre. Paralelamente al horror, es la embriaguez, la sed insaciable de sangre que devora al guerrero y lo
cubre de un torrente de olas rojas, cuando las nubes temblorosas del aniquilamiento se ciernen sobre los campos de carnicería. El hombre que jamás haya combatido por defender su vida,
16 la Gaceta
a
no puede saborear esta embriaguez. Cosa extraña, la aparición
del adversario aporta, al lado de los últimos terrores, la liberación de una opresión tan pesada como insoportable. La voluptuosidad de la sangre flota por encima de la guerra como una vela
roja sobre una galera sombría. Su ímpetu infinito la asemeja a la
voluptuosidad del amor. Sobreexcita los nervios en las ciudades
afiebradas, cuando, bajo una lluvia de rosas, las columnas de
“morituri” en marcha hacia el frente se dirigen a las estaciones.
Está latente en las multitudes que lanzan gritos y aullidos de
victoria alrededor de esos hombres. Es una parte de los sentimientos de esos soldados que marchan como hecatombes prometidas a la muerte. Acumulada durante los días que preceden
a la batalla, en la dolorosa tensión de las noches en vela, cuando los proyectiles diezman las filas de los tiradores, la voluptuosidad de la sangre brota como espuma rabiosa, incluso antes
de que esos ríos humanos vayan a aniquilarse en la zona de espanto y de combates con cuchillo. Transforma entonces todos
los deseos en un único deseo: lanzarse sobre el adversario, atacarlo como lo exige la sangre, sin armas, ebrio de vértigo, con
la única fuerza de los puños. Así ha sido en todos los tiempos.
He aquí el ciclo de sentimientos que trastornan al combatiente en su carrera a través de los desiertos iluminados con las
gigantescas batallas modernas: primero, lo primero el horror,
luego lo sobrecoge el miedo; pronto tiene el presentimiento de
su destrucción; pero el deseo ardiente de revelarse supera todas las
angustias y, en su impaciencia, la espera del combate cuerpo a
cuerpo le parece demasiado larga. Cuando por fin el guerrero,
frente a frente con el enemigo, halla la ocasión de descargar la
ferocidad concentrada en él, cuando la sangre corre de su propia herida o de la del adversario, entonces la niebla se desgarra
bruscamente. Como un sonámbulo arrancado de sueños horribles, ve a su alrededor. Y el sueño de animalidad monstruoso
que el atavismo había forjado en él —por la evocación de los
tiempos de sus antepasados, en hordas siempre amenazadas,
abriéndose paso a través de las estepas salvajes—, ese sueño
toma cuerpo y reviste formas sensibles. Esta bestialidad que se
despierta y que exige una enorme prodigalidad de fuerzas y de
voluntad, paraliza de horror y aterroriza el alma del combatiente.
Solamente entonces, el guerrero descubre que el campo de
batalla, a donde su marcha fogosa lo ha llevado, es verdaderamente la tierra de sus antecesores; distingue los peligros que lo
rodean y palidece de emoción.
Es más allá de estos límites que comienza el valor.
(Capítulo iº)
Apéndices
3
Breve e impersonal, una orden se pierde a veces en la pesada
cadencia de los pasos, en el choque de los fusiles contra los
cascos, en el ruido de las bayonetas y de los útiles de los precursores. Largas columnas de artillería, desde las piezas de
campaña hasta los gigantescos morteros montados en tractores, avanzan enseguida en un ruido de trueno. De este sombrío
desfile de hombres, de bestias y material, el espectador no conserva finalmente sino la impresión de una enorme fuerza indecisa y de una voluntad que dirige esta fuerza hacia donde debe
ejercer su acción. Ese torrente gigantesco y devastador, que
número 435, marzo 2007
a
fluye a través de la noche y va a amontonarse en las primeras
líneas, es la voluntad de vencer, es el poderío llevado a su forma
más sintética: el Ejército.
¿El Ejército? Hombres, bestias y máquinas, soldados en un
mismo instrumento. Con el material queremos aplastar al adversario, cegarlo, ahogarlo, hacerle morder el polvo, abatirlo
por tierra, envolverlo en llamas, triturarlo en los agujeros, exterminarlo. Queremos quebrar la energía de los raros sobrevivientes con un desencadenamiento de espanto que nuestras
tropas de asalto los sacarán de sus refugios como a seres sin
defensa y embrutecidos. La máquina representa la inteligencia
de un pueblo fundido en acero. Multiplica hasta el infinito el
poder del individuo, y es ella, ante todo, la que da a nuestras
batallas modernas su carácter horripilante.
El duelo de las máquinas es tan formidable, que cerca de él
el hombre no existe ya, por decirlo así. Cuántas veces me ha
parecido extraordinario y casi increíble asistir a un acontecimiento de la historia universal, cuando las tempestades de la
batalla moderna se desencadenaban a mi alrededor. El combate se revela como un mecanismo gigantesco y mortífero, barriendo el terreno con una ola de destrucción ciega y glacial,
creando un verdadero paisaje volcánico en un planeta deshabitado que vomita fuego a través de sus entrañas abiertas.
Y sin embargo, detrás de todo eso se esconde el hombre.
Sólo él dirige las máquinas, sólo él sabe servirse de ellas. Hace
surgir los proyectiles, las materias explosivas y el veneno; por
ellas, se eleva por encima del enemigo como un pájaro de presa, o se disimula en su vientre cuando avanza pesadamente y
escupen fuego sobre el campo de batalla. Es el ser más peligroso, el más excitado por la sangre, pero también el más clarividente que la tierra pueda tener.
Siempre ha habido combates y guerras, pero es la vida, bajo
el aspecto más terrible que el Creador le haya dado jamás, que
se desenvuelve aquí en la sombra. Esas masas grises, monótonas —que pasan y van a concentrarse en las paralelas de partida como en un estanque lleno de energía potencial—, despiertan la impresión de una potencia irreductible cuya idea
electriza al espectador solitario. Impresión de una sobriedad
embriagadora. No se sienten otras iguales sino en el centro de
nuestras grandes ciudades o ante la imagen de los campos magnéticos tal como los concibe la física moderna. Se descubre ahí
una voluntad cesariana que sobrepasa desmesuradamente
aquella que las manifestaciones populares quieren expresar. Es
una batalla de un carácter completamente nuevo la que aquí se
releva…
Pero, ¿qué son pues esos hombres que se sienten de otra
época? Hoy escribimos poesía con el acero, epopeyas con el
cemento armado. Es por la preeminencia del poder por lo que
luchamos en esas batallas en las que los acontecimientos se
encadenan con una precisión mecánica. En esos combates por
tierra, por mar y en el aire, en los que el ardor de la sangre se
reprime y gobierna las maravillosas y poderosas obras maestras
de la técnica, existe como una belleza velada de la que ya teníamos el presentimiento. Y yo puedo representarme perfectamente que, en el porvenir, esas manifestaciones de una raza
dotada de un espíritu realista y de un carácter enérgico, serán
contempladas con una magnífica orquídea que no exige más
justificación que la de su existencia.
Todo es vanidad en este mundo. Sólo la Emoción es eterna;
sin cesar desenvuelve ante nosotros espectáculos de una magnúmero 435, marzo 2007
nificencia despiadada. Sólo a muy pocos hombres les es dado
poder hundirse en su sublime inutilidad como en la contemplación de una obra de arte o en el hechizo del cielo estrellado.
Pero aquellos que han visto en la última guerra sólo un desafío
lanzado a la civilización, aquellos que únicamente han sentido
y conservado la amargura de su propio sufrimiento, en lugar de
reconocer en ella el signo de una alta afirmación, ésos han vivido como esclavos. No tuvieron Vida Interior, sino solamente
una existencia pura y tristemente material.
Es la vida tal como debe ser la que pasa ante nosotros, la
Vida: esfuerzo supremo, voluntad de combatir y dominar a
la manera de nuestro tiempo, bajo formas que no son personales, bajo el aspecto más imponente y más salvaje que se pueda
concebir. Frente a ese perpetuo desencadenamiento de fuerzas
hacia el combate, todas las obras se desvanecen, todas las concepciones están desprovistas de valor. Se percibe ahí la revelación de una potencia prodigiosa, que constituye el principio
fundamental del mundo, que siempre ha existido y que existirá
siempre, aun cuando desde hace tiempo no existan hombres y,
por consiguiente, tampoco guerras. G
(Conclusión)
la Gaceta 17
a
a
a
Guerra y democracia
Roger Caillois
La evolución de la democracia encuentra sus bases en la economía, sin duda entre ésta también
está la guerra, ya sea en su manifestación armada o en su transfiguración llamada política.
Caillois subraya en este ensayo cómo la guerra no es una acción contra la civilización sino que la funda.
De ahí que podamos entender la lucha política como una forma de la guerra y, a su vez, realza
la importancia que tiene pensar la democracia como algo centrado en el papel activo
de los individuos y no sólo en la lucha entre los aparatos partidistas.
El mosquete venció al arma blanca. El soldado de infantería
suplantó al caballero y la igualdad remplazó a los privilegios.
La Revolución estableció el sufragio universal y el servicio
militar obligatorio. Toda conquista implica su reverso. Los
derechos adquiridos, las libertades obtenidas, suponen una
organización compleja y poderosa: la conscripción misma representa un aspecto. Significa solamente que el ciudadano
participa, a partir de ese momento, tanto en la defensa como
en la gobernación de la nación. Pero como Ferrero lo percibiera claramente, no hay ninguna de las ventajas de la democracia
que no se revele en una ocasión correspondiente, benigna o
estricta, según las ambiciones del Estado. Por poco que éste
tolere menos obstáculos a sus empresas y decida sacrificar todo
para su éxito, sus dádivas, sus intervenciones se convierten en
otros tantos medios de presión e instrumentos de servidumbre.
Ya en lo ordinario, ni en la escuela ni en su profesión, ni en sus
bienes, ni en el ejército, el ciudadano escapa del Estado. Niño,
debe dejarse adoctrinar por el instructor; obrero, está expuesto
a la explotación del patrono y a la esclavitud del trabajo mecánico; contribuyente, debe al fisco una parte de sus ingresos;
conscripto, el cabo lo veja y lo trata brutalmente.1
Para la guerra en particular, y para su preparación, la democracia exige el dinero, el trabajo y la sangre de cada uno, no ya
la aplicación y valentía de un puñado de profesionales especializados, unos honrados, otros de reputación perdida, y que
efectúan de cuando en cuando operaciones limitadas y poco
sangrientas. La guerra es ahora para el Estado una actividad
total, con vistas a la cual se hallan, constantemente, movilizables la población en conjunto, sus recursos y sus energías.
Una transformación semejante no podía dejar de llamar la
atención de los contemporáneos. Unos la comprueban con
nostalgia, otros con aprehensión. Joseph de Maistre echa de
menos, amargamente, la fórmula aristocrática de la guerra: “Se
mataba, sin duda, se quemaba, se asolaba, incluso se cometían,
si queréis, miles y miles de crímenes inútiles, sin embargo se
empezaba la guerra en el mes de mayo; se terminaba en diciembre; se dormía bajo techo; el soldado sólo combatía al
soldado. Las naciones jamás estaban en guerra, y todo lo débil
era sagrado a través de las lúgubres escenas de ese azote devastador.” Este hombre del Antiguo Régimen se asombra ante
todo de las exigencias que la República se atreve a presentar al
pueblo, exigencias que ningún monarca, según él, hubiera po-
dido concebir. Es verdad, y esta confesión revela la debilidad
irremediable del orden condenado en relación con las nuevas
instituciones. Sin embargo, el emigrado continúa en términos
que recuerdan, curiosamente, los del revolucionario Rabaut
St. Etienne: “Ninguna nación triunfaba sobre la otra…; una
provincia, una ciudad, a menudo inclusive aldeas terminaban,
al cambiar de amo, con las guerras encarnizadas. Las atenciones mutuas, la cortesía más rebuscada sabían mostrarse en
medio del fragor de las armas. La bomba, en los aires, evitaba
el palacio del rey; danzas, espectáculos sirvieron más de una
vez como intermedios de los combates. El oficial enemigo,
invitado a estas fiestas, venía a hablar, riendo, de la batalla que
debía darse al día siguiente; e inclusive en medio de los horrores del más sangriento combate, el oído del moribundo podía
escuchar expresiones de piedad y fórmulas de cortesía.”2
Chateaubriand, que se hace extrañas ilusiones, no percibe la
salvación sino en el retorno al pasado: “Al llevar a Francia a
la guerra, se enseñó a marchar a Europa; no se trataba sino de
multiplicar los medios; las masas han igualado a las masas…
Turena sabía tanto como Bonaparte, pero no era amo absoluto
y no disponía de 40 millones de hombres. Tarde o temprano
habrá que retornar a la guerra civilizada que todavía conociera
Moreau, guerra que deja a los pueblos en reposo mientras un
pequeño número de soldados cumplen con su deber; habrá que
retornar al arte de las retiradas, a la defensa de un país por
medio de plazas fuertes, a las maniobras pacientes que cuestan
sólo horas y respetan a los hombres. Esas inmensas batallas de
Napoleón están más allá de la gloria; la mirada no puede abarcar esos campos de carnicería que, en definitiva, no traen ningún resultado proporcional a sus calamidades. Europa, a menos que haya acontecimientos imprevistos, ha quedado por
largo tiempo hastiada de combates. Napoleón ha matado la
guerra al exagerarla.”3 Los militares son más perspicaces. Jomini profetiza, por el contrario, que se está a punto de retornar
a los excesos de los vándalos, los tártaros y los hunos. Se equivoca. No son las invasiones bárbaras lo que se ha resucitado, es
la nación en armas, es Roma, donde la ciudad coincide con el
ejército, en la que cada ciudadano es un soldado, en la que las
instituciones políticas reproducen y siguen a la organización
militar. Pero prevé correctamente cuando escribe: “¡La guerra
2
J. de Maestre, Soirées de St. Petersbourg, Septieme Entretien.
Mémoires d´Outre-Tombe, Libro XX, cap. 10, Ed. de la Pléiade,
t. I, pp. 772-773.
3
1
G. Ferrero, La Fin des Aventures,, París, 1931, pp. 268-272.
18 la Gaceta
número 435, marzo 2007
a
se convertirá en una lucha sangrienta, no obedeciendo a ninguna ley, entre grandes masas equilibradas de armas de potencia inimaginable!”4
A Carlos de Clausewitz le está reservado hacer la teoría de
los nuevos conflictos y demostrar “que no podrán ser conducidos sino por otros principios distintos a los de las guerras antiguas, en las que no todo se calculaba sino en razón de las relaciones existentes entre los ejércitos permanentes”5. Él mismo
deduce el más importante de estos principios: la ley de la competencia que pesa ahora sobre los beligerantes y que los empuja a enfrentarse, por muy restringido que sea lo que está en
juego inicialmente, con la totalidad de sus recursos y hasta el
límite de sus fuerzas. Ahora, todo lo posible es inevitable. Precisamente, los progresos de la ciencia y de la industria permitirán las destrucciones masivas, con menos riesgos para los ejecutantes. Por consiguiente, la victoria depende, ante todo, del
poderío de las máquinas y de la capacidad para producirlas.
Estas demostraciones de fuerzas colectivas que son, ante
todo, esfuerzos de producción, de transporte y destrucción, no
ofrecen más que un lugar minúsculo al combate propiamente
dicho, es decir, al combate cuerpo a cuerpo de los adversarios
y en éste, a las cualidades personales de los combatientes que
cuentan mucho menos que el alcance de las armas. El espartano Arquidamos lo había previsto, lamentándose a la vista de un
arma arrojadiza traída de Sicilia: “¡Por Hércules, esto da cuenta del valor”! En espera de la ametralladora, del bombardero
de gran radio de acción y de la bomba atómica, el mosquete
complementa el arco y la deflagración de la pólvora, la tensión
de la cuerda. Enrique de Bülow repite la queja del lacedemonio
al escribir en 1799: “Ahora que la infantería se concreta a disparar y que la trayectoria de las balas decide todo, las cualidades físicas y morales no entran en cuenta absolutamente para
nada.” La guerra patricia descansaba en el ideal de la proeza y
del combate leal, en los que triunfa el mejor. Retrocedió en
varios siglos, gracias a una afortunada obstinación, el plazo de
su desaparición fatal. Este gran éxito tiene algo de prodigioso
e inclusive, debido a la singular concepción sobre la guerra que
de ahí ha salido, de paradójico. Pero indudablemente que es
inútil oponerse a la historia. El mosquete, el soldado de infantería y, finalmente, el demócrata, vencieron.
No hay por qué lamentarse de una evolución irreversible.
Además, continúa: las formas de guerra que tanto deben a la
democracia siguen enseñando, mostrando el camino y el ejemplo. Una nueva fase se cumple hoy: la del paso de la democracia liberal a la democracia totalitaria. El análisis que acabo
de tratar de hacer del papel de la técnica, de las instituciones, de
las operaciones militares, de los problemas y soluciones propios del ejército, de los resultados de la guerra y la forma de
conducirla, en la revolución que sustituye la voluntad del soberano por el sufragio universal y el privilegio por la ley, me parece que podría transponerse más tarde para explicar, esta vez,
el origen y la génesis de esta clase de Estado en el cual el ejército parece ser tan evidentemente el modelo: ya no hay más
propietarios, y la subsistencia y el vestido se aseguran a todos
según su función y grado, la autoridad no tolera juego ni disi-
dencia y la virtud consiste sin vacilaciones ni murmuraciones.
La movilización es constante y universal, la igualdad absoluta,
la disciplina implacable. La justicia se halla salvaguardada,
puesto que todo se otorga al mérito y todos pueden acceder a
los puestos más altos. Todo sucede como si la existencia civil y
la vida privada del ciudadano se vieran repentinamente sometidas, en el peor de los casos, a las reglas militares.
No se trata de que el ejército se haya apoderado de la nación
y al pliegue a sus costumbres. Por el contrario, es la nación la
que parece conservar una huella muy profunda de las guerras
sufridas, que busca ordenarse espontánea e integralmente según la fórmula comprobada y prestigiosa que el ejército le
propone. Hay que confesar que la historia cuenta con pocas
conversiones tan completas: el ejército, primeramente, apenas
si forma parte de la sociedad, en conjunto se halla como fuera
de la ley: por los oficiales, nobles que sus privilegios sitúan por
encima de lo común, y por los hombres de tropa, infames y sin
estatuto civil. Pero el ejército se hace parte de la nación, representa un aspecto y cumple una función. Hoy día, la relación
está en ocasiones invertida. La evolución contemporánea tiende a hacer de la nación un aspecto temporal y transitorio del
ejército, del que no se distingue sino por una imperfección
relativa, un grado menor de coherencia y cristalización, un yo
no sé qué de amorfo y de insuficientemente estricto. Representa el estado diluido y, por así decirlo, el grado reducido, como
se expresan los lingüistas. Pero es suficiente la guerra para que
de inmediato se cumpla el paso al máximo grado. Todo lo prepara, todo fue previsto, todo ha sido concebido y ejecutado
para que se realice fácil y rápidamente.
Hubiera sido necesario desesperar, si la escala misma de los
medios de destrucción, con los cohetes y la ojiva atómica y las
bombas termonucleares no hubieran, repentinamente, dado a
los técnicos mayor importancia que a los combatientes y abierto paso, por encima de los batallones, a los laboratorios mejor
equipados y a las más abstractas de las ciencias. Por supuesto,
para sus efectos últimos, este nuevo peligro es más radical que
el antiguo. Pero para el tren ordinario de vida, quizás deja al
hombre más esperanzas y libertad de lo que consentía el camino que había emprendido y de la que conviene, ahora, describir la última etapa. G
a
4
Citado en Brinton, Craig y Gilbert, Makers of Modern Strategy.
Théorie de la Grande Guerre, trad. franc. París, 1886-1887, t.I,
p. 98.
5
número 435, marzo 2007
De La cuesta de la guerra, México, fce, 319 pp.
la Gaceta 19
a
11-m
a
Homero Chapman del Río
Convertida la imagen en verdad
el mundo es un destello de mentiras.
Mañana muere ayer y hoy no basta
ser el que ama sólo los instantes
a medida del dedo indiferente.
Preguntas indelebles de lo mismo
donde sangre y vergüenza, pena y muerte
responden a la ausencia de sentido.
El otro que nací despierta crudo, casi ebrio en las aguas removidas de lo real distante y, a mis lados, el deshonor la usura y el
descrédito, en teléfonos públicos trafican los secretos que pactan con la muerte.
Asco. Esta impotencia narra sombras y polvo en las escenas
discontinuas de un engaño mimético y tenaz.
Torres y trenes: signos paralelos a cárceles y campos de exterminio. Llanuras donde nada puedo ser, sino ese que lee en las
esquinas los nombres de la historia, el amigo que pulsa su sollozo en las altas calderas del dolor y busca, donde puede, epifanías.
Es costumbre: atado con mis prendas, como un despertador
que se activa con el alba, umbrío, la ciudad recorro. Voy contra
la corriente derretida en la tensión del tiempo. Memoria infernal, mínimo destrozo de una eternidad pintada siempre entre
sierpes sonámbulas, silicios con sus brillos sensibles a la luz.
Dos onces de mañana desplomada por rápidas acciones que no
buscan intercambiar astucias, prohibiciones a esa voluntad
presta a matar, a vencer a cualquier precio —me he planteado
preguntas sobre esa bravura que pretexta traiciones adversarias
y desprecios.
¡Guerras! Odio insaciable del horror que clava sus cuchillos en
el quieto mar de la servidumbre voluntaria. ¡Guerras! En el
subsuelo de las patrias hay túneles tribales o masivos, donde
suelen andar los criminales hablándose al oído.
Enajena la muerte de la vida y no podemos ser sin ver imágenes de los otros que somos por la carne una ignominia más,
pixeles fatuos. G
20 la Gaceta
número 435, marzo 2007
a
a
El barco y la prisión
Paola Morán Leyva
Este lugar es muy pequeño. El vaivén no me deja dormir. La humedad no me
deja respirar. Conforme avanza el tiempo, hace más frío. Si hubiera escapado
con los otros, no estaría aquí. Recuerdo que la batalla fue sangrienta. Una matanza tremenda para nosotros. Dos meses de sitio no los resiste cualquiera. Al
final estábamos completamente desarmados y muertos de hambre. Debimos
rendirnos antes. Las condiciones hubieran sido diferentes. Ahora voy rumbo a
un país desconocido sin saber qué pasará.
Con éste son 40 días de viaje. Según nuestra velocidad, 8 nudos en promedio, dicen que dentro de 20 días estaremos llegando a nuestro destino. Somos
alrededor de 300 prisioneros de guerra.
Hasta el momento, el único puerto que hemos tocado era una isla, la llamada Martinica. Era bella. Llena de vegetación y frutas exóticas. Por supuesto, no
pude disfrutar del paisaje mucho tiempo, pues, confinado como vengo, no pude
bajar libremente. Luego de subir algunos víveres, debí volver a mi pocilga.
No nos dejan salir a cubierta más que una vez a la semana. El resto del tiempo debo barrer y ayudar con las labores del barco, para después volver aquí. El
espacio es reducido y debo compartirlo con otros siete. Soldados como yo, pelearon por la patria y son hombres de honor.
¡No lo soporto más! No soporto ese interminable platicar de la guerra, las
batallas perdidas, las esperanzas de volver para combatir de nuevo. Debí escapar
cuando pude.
¡Qué sensación tan extraña la de convivir con un muerto! Ayer en la noche
se murió el compañero número 3. Dimos aviso, pero los franceses no nos creen.
Piensan que es una treta para salir del sucio camarote que nos sirve de prisión.
Además había cierta algarabía porque pronto llegaremos a tierra y no querían
distraerse con nosotros. No nos hicieron caso. El 3 se murió ayer.
Es curioso, antes de saber que estaba muerto, todo era normal. Cuando nos
dimos cuenta, el ambiente cambió. La sensación del roce de la muerte es rara.
¿Por qué cambió tanto al saber que estaba muerto?
Extraña sensación. Él dormía a mi lado. Y no soportaba sus largas charlas
sobre la patria y esas tonterías. Sin embargo, yo era el más próximo. Me aterró
sentirlo helado. Mañana seguramente lo tirarán al mar, como ya han hecho con
algunos otros, pero el 3 me dolerá más. Estas horas de convivencia con el muerto me han hecho apreciarlo más que cuando estaba vivo. Por lo menos, ahora
está callado.
Lo insoportable de este encierro es la falta de intimidad. Debo estar con ellos
todo el tiempo. Ya no puedo más. El olor de los orines se confunde con el olor
de la sal del mar. Pero las voces, las voces son intolerables. La falta de silencio
me está volviendo loco. ¿Qué pasará cuando lleguemos a tierra? G
número 435, marzo 2007
la Gaceta 21
a
a
John Cage o el placer del vacío
Roberto Calasso
Son casi veinte años que veo abuchear a John Cage: antes en Darmstadt, donde le abucheaban
los adeptos mismos de la Neue Musik, asustados por su intrusión que arruinaba todas sus
bellas estructuras (y de hecho su llegada marcó el fin de Darmstadt, que desde entonces
ya no fue el lugar de la nueva música); luego en festivales y conciertos en varias ciudades de Europa.
Le abucheaban colegas resentidos y damas distinguidas, intelectuales orgánicos y exponentes de la vanguardia moderada,
burócratas céreos y defensores de los valores. En cambio, los
pocos que le aplaudían eran, en gran parte, aquellos que hacen
algo porque piensan que se tiene que hacerlo; en menor número, aquellos músicos y aquel auditorio que estaban agradecidos
con Cage por el leve soplo hilarante y disolutivo que supo hacer circular entre los sonidos. No le aplaudían, por lo tanto,
solamente (o en primer lugar) como compositor.
Cage, de hecho, es ante todo un inventor (como supo ver su
maestro Arnold Schönberg). Y su invento específico ha sido el
de introducir discretamente, infantilmente, un poco de Vacío
en la música, y por lo tanto en nuestra vida. Ahora, aquel Va-
22 la Gaceta
cío tiene para todos nosotros una función saludable, como una
brisa para un asfíctico. Porque una de las enfermedades más
graves que padecemos es la del lleno: la enfermedad de quien
vive en una continuidad mental ocupada por un torbellino de
palabras entrecortadas, de imágenes tontamente recurrentes,
de inútiles e infundadas certezas, de temores formulados en
sentencias antes que emociones. Todo esto produce muchos
desastres —pero sobre todo uno, del cual se derivan los demás:
la falta, la incapacidad de atención.
Cage, en el fondo, no dijo nada tan desconcertante como la
siguiente obviedad: que la música es el mundo del sonido, por
lo tanto algo que no empieza y no termina en la sala de concierto sino que nos acompaña en cada instante de la vida. En
una habitación acústicamente aislada no escuchamos el silencio
(que es, en todo caso, una categoría metafísica) sino el casi imperceptible sonido de la circulación de nuestra sangre. Cage ha
invitado a su auditorio a fijar su oído en esta realidad.
Sin embargo, para hacerlo, no se precisa tanto ejercitar el
oído cuanto la mente para construir en su interior un poco de
Vacío en el cual acoger los sonidos. Esta pacífica propuesta
puede fácilmente provocar reacciones violentas, porque a su
propio lleno muchos están patéticamente adheridos (de lo contrario —temen con razón— no sabrían a qué aferrarse). Por
este motivo, creo, Cage es abucheado tan a menudo.
Pero la demostración perfecta, paradójica, y tal vez insuperable de este mecanismo la he visto sólo ahora, en el reciente
concierto de Cage en el Lírico de Milán. Un público de quizás
dos mil personas, en su mayoría entre los quince y los treinta
años (los intelectuales más maduros no estaban presentes, evidentemente consideraban la función no digna de su atención),
se había agolpado para escuchar a este nombre legendariamente “crítico” y “alternativo”. Pero de él no debían de saber, o de
haber entendido, mucho más que el nombre. De hecho, después de pocos minutos, el espectáculo se transformó en un
psicodrama galopante, que tenía como su objeto tácito las ganas de darle una paliza al ilustre músico.
Cage, solo en el escenario, atento y concentrado en una
incongruente lectura de sílabas, logró provocar un black-out
por dos horas y media sobre dos mil espectadores, hizo que se
revelaran a sí mismos como ningún psicoanalista, como ningún
pedagogo político sabría hacerlo jamás. Si tanto querían expresarse, debo admitir —¡ay de mí!— que lo lograron. Y ¿qué cosa
expresaron estos jóvenes de todas las tendencias, de todas las
desviaciones, de todas las marginaciones, de todas las diferencias? Antes que nada revelaron su odio hacia lo que es realmente extraño. Porque Cage es precisamente una de las raras personas realmente extrañas que se pueden encontrar. De por sí
número 435, marzo 2007
a
por su apariencia, por su gesto, por el estilo, por ejemplo, de
su invencible carcajada, que tiene un ruido de hojas secas. Luego revelaron, teniendo por dos horas y media la total disponibilidad de un teatro, lo que es su teatro mental: con inventos
verdaderamente trillados, muy alejados de aquella ironía que
sin embargo deberían de haber redescubierto.
En fin, utilizando todo lo que encontraban a su alrededor
como percusión, crearon momentos de verdadera fusión tribal:
pero era como un dilatarse del espíritu del “juntemos las mesas” en los hostales montanos durante los días de lluvia. Con la
añadidura de una violencia explícita que emanaba momento
tras momento, nutrida por una cordial solidaridad en las ganas
de golpear a quien de cualquier modo no hubiera podido defenderse. Así que muchos parecían invocar no precisamente la
habitual quimérica liberación sino una más uniforme, y por lo
tanto más equitativa, opresión. En cierto punto, un grupo de
una decena de muchachos se amontonó alrededor de Cage.
Uno intentó vendarlo con una tira negra —y temo que no supiera que en aquel momento repetía un gesto antiquísimo con
el cual el músico es elegido como pharmakós, víctima fascinadora y miasmática, que debe ser expulsada de la ciudad, según
relató Platón en La república. Era el gesto simbólico de la paliza. No le pegaron porque Cage —aunque a pocos centímetros— en su inflexible quietud siguió actuando como El ángel
exterminador. Pero los gestos simbólicos, es sabido, significan
siempre un poco más que los hechos. Al final de la pieza, Cage
se levantó de su silla, se inclinó ante el público y abrazó son-
número 435, marzo 2007
riendo —con su admirable sonrisa vacía— a los dos muchachos
que tenía más cerca. Luego salió entre el estruendo de los
aplausos de los muchos que le habían injuriado y de los pocos
que le estaban agradecidos por haber provocado este pequeño
y atroz juego de la verdad.
El inerme había desarmado a las multitudes enardecidas. Y
creo que en ese momento se ganó la admiración de alguien que
hasta un poco antes lo había mirado, tontamente, como a un
enemigo. Tal vez sólo en ese entonces nos dimos cuenta de que
todo se había desarrollado como en El ángel exterminador de
Buñuel: las puertas estaban abiertas, pero hasta el final nadie
había logrado irse (y habría sido una reacción razonable ante
un espectáculo de tan exasperante monotonía). Varios cientos
de personas habían mirado, hipnotizadas, aquel hombre solo
sentado a su mesita, los insultos le habían atravesado como a
una hoja transparente, habían rebotado y habían ilustrado a todos lo que profundamente deseaban: cosas más bien tristes.
De todos modos, aquellos espectadores no querían el tenue
soplo de vacío que acompaña a Cage: demasiado llena de escombros verbales estaba su mente para que pudieran reconocer
que se encontraban en presencia de algo que tal vez no habían
encontrado nunca: una persona sin hostilidad alguna hacia
ellos, carente de rencor en general. G
a
Traducción de Valerio Negri
© Roberto Calasso
la Gaceta 23
a
a
Beckett contra Descartes: ¡Piensa, cerdo!
Miguel Morey
Aunque Beckett se confiesa, en 1968, “poco dotado para la filosofía”, buena parte de su obra está atravesada
por las resonancias de un nombre propio a quien la tradición ha dado en considerar fundador del pensamiento
moderno: René Descartes. Su primer libro de poemas, Puthoróscopo (Whoroscope, 1930), tiene precisamente
por protagonista a un maltrecho Descartes que trata de hilvanar una meditación coherente sin conseguirlo
—para terminar parodiando su célebre COGITO con un “fallor, ergo sum” (“me engaño, luego existo”),
a modo de sarcástico premio de consolación.
Sin embargo, en el resto de sus obras, las referencias a Descartes ya no serán directas (tal vez porque, ante enemigos de su
talla, el ataque frontal siempre ha sido un mal modelo), sino
diferidas: reverberan en la aureola que rodea su figura, haciendo resonar, parodiados, temas y nombres. Así, Malebranche,
Leibniz, Guelincx, Pascal, asoman esporádicamente en sus
páginas, como títeres excesivos y grotescos. Así, también, la
serie de temas caros al humanismo racionalista son ferozmente
desconstruidos: operación implacable de desfondamiento del
suelo mismo de nuestra cultura occidental.
Suele establecerse el cogito cartesiano como el momento de
su entronización, en el discurso occidental, de ese sujeto soberano a quien Kant daría el espaldarazo definitivo, y alrededor
del cual se edificará el espacio histórico del humanismo —cuyas ruinas forman hoy el nuestro. Si Descartes enuncia un
“pienso, luego existo” que es garantía de nuestra identidad
personal, del mundo objetivo y de una relación adecuada entre
ambos, Beckett instala su particular visión del mundo sobre el
espacio de estas certidumbres demolidas. Así, en Esperando a
Godot, Lucky tan sólo puede dar fe de su existencia de hombre,
bajo el imperativo de Pozzo (“¡Piensa, cerdo!”), al que responderá declamando monótonamente un irrisorio sermón: “Dada
la existencia tal como demuestran los recientes trabajos públicos de Poiçon y Wattmann de un Dios personal cuacuacuacuacua de barba blanca cuacua fuera del espacio y del tiempo que
desde lo alto de su divina apatía…”.
La identidad es así un efecto de la mirada del otro sobre mí,
mirada que es y me hace máscara, persona. Apenas un juego de
espejos. Cuando Clov pregunta, en Fin de partida: “¿Para qué
existo?”, recibe la lapidaria respuesta de Hamm: “Para darme
la réplica” —lo que resume perfectamente el carácter de epifenómeno que reviste en Beckett toda identidad. Esta convicción, de resonancias empiristas, según la cual el ser del hombre
reside en ser mirado por el otro, dará lugar a todo ese arte casi
insoportable de las “parejas” beckettianas: fraternidad cruel de
los Watt y Sam, Didi y Gogo, Vladimir y Estragón, Bem y
Pim…, que les mantiene estrictamente unidos por vínculos
mutuos de poder y dominación, aunque, de tarde en tarde,
circulen disfrazados de ternura. Los afectos son sólo un espejismo, sin embargo: algunos personajes de Beckett parecen
creer en ese amor que les ofrecería un nirvana “à deux” —pero
fracasan irremisiblemente. Lo que cuenta es el juego mirar/ser
mirado que indefectiblemente se traduce en la penosa dialéctica de la víctima y el verdugo. La persona amada, precisamente
por ser persona, es un otro lejano y cruel al que me unen una
24 la Gaceta
serie sin fin de presiones y resistencias. A pesar de ello, este
planteamiento no se limita a ser ilustración de la máxima de
Pascal, según la cual “toda la infelicidad de los hombres proviene de una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una
habitación”. Ésta es una disciplina en la que serán duchos artistas los Molloy, Malone y demás trasuntos. Debemos renunciar tanto a una lectura mística (el mito de la soledad santa),
como a una lectura en clave existencial sartreana (“el infierno
son los otros”), puesto que, en última instancia, ese otro que al
mirarme me configura soy yo mismo, y es a ese “yo mismo” a
quien ante todo hay que derrocar. “Primeramente yo era prisionero de los otros. Entonces los abandoné. Luego, fui prisionero de mí mismo. Era peor. Entonces, me abandoné”. En ello
estriba el hilo conductor del itinerario beckettiano: un paulatino proceso de desculturización (“La cultura que yo tenía…”,
escribe en Como es), de huida y exilio, un continuo desmarcarse
de todo lo codificado. Lento aprendizaje de los Molloy que
deben autodestruirse completamente, cubriendo un doloroso
viaje iniciático, para renacer a una existencia “propia”, emergiendo al final de una verdadera pesadilla genésica. “Nacer,
ésta es ahora mi idea” —confiesa Malone. Verdad profunda,
que es también la de Artaud: la de un cuerpo “poseído” que
lucha trabajosamente por rescatar el “cuerpo propio”, en el
sufrimiento de lo prenatal. Arte del “segundo nacimiento” que,
por vez primera, Beckett descubre leyendo a Proust, siguiendo
las huellas de su prodigioso aprendizaje. Para renacer, será
necesario sufrir una dolorosa serie de mutilaciones: romper
con el cuerpo-máquina, ese organismo rígidamente jerarquizado que hacía soñar a Descartes, y transgredir el espacio del
cuerpo disciplinado por el poder, centralizado bajo un signo
mayor (cabeza, mano, falo…), puro efecto de una tecnología
política de adiestramiento de “cuerpos dóciles” para su mejor
aprovechamiento económico. Se trata de ir más allá de la estructura personal (“… los cuerpos van buscando cada cual su
despoblador”): remontar su núcleo fundacional, el Edipo, y
abrirse a la sabiduría dionisíaca del “cuerpo troceado”, única
experiencia de resurrección. “Justamente ésta es una idea, otra
buena idea, mutilarse, mutilarse, y quizás un día, de aquí a
quince generaciones, podrás empezar tú mismo, entre los transeúntes”. Éste es el gran viaje psicótico de Molloy, Malone y el
Innombrable: desconstrucción del animal-máquina cartesiano,
tránsito que conlleva la inevitable destrucción del lenguaje que
es tan ajeno a mí como mi cuerpo disciplinado o mi propio yo.
El lenguaje siempre pertenece al otro. Ésta es la sabiduría del
Innombrable: “Es una simple cuestión de voces, digo lo que se
número 435, marzo 2007
a
me dice que diga, esperando que un día se cansarán de hablarme. […] ¿Creen que yo creo que soy yo quien hablo? También
esto es cosa de ellos. Para hacerme creer que yo tengo un Yo
mío, y que puedo hablar de él, como ellos del suyo. Otra trampa para capturarme entre los vivos”. Y más allá, el silencio —un
silencio aún hoy demasiado arriesgado, con el que Beckett
juega continuamente sin abandonarse del todo a él (“Es el silencio y no es el silencio, no hay nadie y hay alguien”), efectuándolo por medio de una escritura irregular, asignificativa,
nómada… “Ya no hay logos, no hay sino jeroglíficos” —escribe
Deleuze refiriéndose al Proust que fascinó a Beckett. Y es precisamente por el espacio residual de este logos fragmentario por
donde Beckett efectúa sus fantásticos itinerarios.
Descartes, en su intento de conciliar cierto platonismo con
la nueva ciencia, tras la crisis del pensamiento medieval, recoge
la convicción galileana de la supremacía de las matemáticas e
inicia un movimiento de identificación entre razón y cálculo
que llegará hasta nuestros días. Frente a ello Beckett nos propone un uso meramente lúdico de las matemáticas (“Contar,
uno de los raros placeres de este mundo”) que tiene más que
ver con los delirios que con la razón —mathesis perversa. Desde
Murphy (que nos muestra la posibilidad de comer cinco galletas de ciento veinte maneras diferentes) hasta la larva parlante
de Como es (que determina en un gigantesco cálculo el número
de personajes que, reptando, seguirán el mismo camino que él
y su misma postura, estableciendo luego todas las posibilidades
de encuentro entre primeramente dos personajes, y más tarde
tres, dado el trayecto a recorrer y el dato inicial: víctima-verdugo-víctima), todas las novelas de Beckett están cruzadas por un
festivo desfile de series, permutaciones y posibilidades escrupulosamente determinadas. Watt responde al clásico “Deus calculat” trazando los itinerarios posibles de Mr. Knot, elaborando
la lista de perros famélicos necesarios para la absorción de un
tazón de alimento, o inventariando las secuencias de un coro de
ranas. De modo parejo, Molloy distribuye en diferentes bolsillos los guijarros que chupa, o calcula la frecuencia de sus ventosidades (“cuatro pedos cada cuarto de hora…”). Este virtuosismo de la martingala ha sido emparejado repetidas veces,
desde claves parateológicas, con la “diversión” pascaliana: bajo
un cielo sin habitante, el hombre se sume en la banalidad para
huir de sí y de su angustia. Sin embargo, poco tiene que ver con
ello, sino más bien con el concepto de “gasto improductivo” de
Bataille (“producción de consumo” para el esquizoanálisis):
puro despilfarro, don de sí, movimiento continuo y gratuito.
Inútilmente buscaremos en Beckett algo que le asocie con los
acólitos de las pasiones tristes (“Nada hay tan cómico como la
infelicidad”). Su espacio es, a lo sumo, el de una curiosa indiferencia —reencontrando así una imagen del espíritu afín a la
que nos propone Hume: “Azar, delirio, indiferencia”. Frente a
toda la imaginería cartesiana del Dios relojero, el Dios Omega,
Beckett desplaza los papeles: “Maldecir a Dios ningún sonido
anotar la hora mentalmente y esperar el mediodía medianoche
[…] maldecir a Dios o bendecirlo y esperar reloj en mano”. No,
el problema no es teológico. El Innombrable confiesa haber
inventado a Dios y a los hombres para retrasar el momento de
hablar de sí. Si Dios es, en cierto sentido, un problema, se debe
a su estatuto de gigantesca proyección paranoica del otro, de
nuestro propio yo.
Con ocasión del estreno de Esperando a Godot, menudearon
las criticas que trataban de subsumir el discurso de Beckett
número 435, marzo 2007
bajo un registro teológico-existencial: se entendió como la
tragedia de la espera y la ausencia de Dios, la angustia de estararrojado-en-el-mundo… Pero, preguntarse por el significado
de la obra no es sino un modo de tratar de exorcizarla. La significación es un mal modelo (recuérdese al respecto la respuesta de Clov, en Fin de partida: “ ¿Significar? ¡Significar nosotros!
¡Ésta sí que es buena!”). Nada de lo que ocurre en Beckett
tiene que ver con la significación —es bajo otro registro por
donde transcurre la obra. Así, quienes buscan un “significado”
a ultranza, demasiado a menudo concluyen afirmando que se
trata de una obra en la que “no pasa nada”. Y sin embargo,
durante todo su transcurso, los personajes cantan, se interrogan, pasean, se tiranizan, comen o se pegan… La obra está
materialmente acribillada por decenas de acontecimientos minúsculos que la traspasan y sacuden. ¿No ocurre nada? Lo
único que no ocurre, para desconsuelo de hagiógrafos y teólogos, es la llegada de Godot: el Acontecimiento Redentor que
asignaría un sentido inequívoco a lo visto, dotándolo de razón
y necesidad. Creo que fue Robbe-Grillet quien acertadamente
señaló que no es que en la obra no ocurra nada sino que ocurre
algo menos que nada. La obra precisamente se sitúa por entero
en este “menos que”: más allá de la razón y de la redención, de
la presencia o la ausencia, del ser o de la nada —en un espacio
de juego y parodia inmanente y previo. Y es justamente este
espacio desnudo el que abre lo posible, al otro lado de la Nada:
el espacio gratuito del juego.
La argumentación profundamente sarcástica, mediante la
que Guelincx conciliaba la libertad y la Providencia, hacía las
delicias de Beckett en su juventud: el hombre es pasajero de un
barco que tiene a Dios por timonel —aunque el barco se dirija
hacia el Norte, nada impide al pasajero que camine sobre cubierta hacia el Sur. Hoy, Beckett, en un barco sin timonel y
desbrujulado, descubre la absoluta futilidad de andar en una u
otra dirección: ocupa su travesía jugando, aprendiendo a jugar.
En cierto modo, Beckett, como Lowry, Artaud o Burroughs,
es una experiencia límite en el seno de nuestra cultura —una
experiencia siempre amenazada con la exclusión, la reclusión o
la muerte. Porque circula al filo mismo de ese limite que sabemos puede ser transgredido, pero no impunemente. El que
moremos en un barco a la deriva (y el que ello sea precisamente condición de posibilidad del goce y el juego) no quiere decir
que no nos rodeen múltiples instancias de control que fingen
rumbos, inventan derrotas y nos asignan tareas precisas e ineludibles, monopolizando toda opción al goce. Estamos lejos
aún de ese día en que, quizá, como nos recuerda Foucault,
“todo lo que hoy experimentamos bajo el modo del límite, de
la extrañeza o de lo insoportable, alcanzará la serenidad de lo
positivo”. Entre tanto, la empresa de Beckett, como tantas
otras, queda condenada a enmascararse en ese gueto de tolerancia relativa llamado “arte”, o a la clandestinidad. Es tiempo
aun de virtudes crepusculares. Tiempo de transcurrir subterráneo, de mutilaciones y aprendizajes, de ensayar el gesto múltiple de la revuelta, mientras, con el guiño cómplice de Beckett,
llega hasta nosotros el lema de Joyce: silencio, exilio, astucia. G
a
Barcelona, invierno de 1976
© Miguel Morey
la Gaceta 25
a
De impresores y editores
Prefacio del tipógrafo*
a
François Bernouard
… La máquina triunfante, que alivia al obrero después
de haberlo inquietado.
Émile Zola
Cuanto más alivia el dolor humano la mecanización, más los
patrones encuentran orgullo en la organización de buenos talleres; cuanto más los obreros pierden la fe en su oficio, más la
mecánica perfecciona el trabajo: de ahí que la emulación nazca
entre los patrones; una vez terminados los trabajos de instalación o de transformación, se invita a algunos colegas o a algunos amigos a visitar la nueva organización; se emprenden
amables discusiones, acerca de cómo se lograron ciertos progresos, ya que cada quien quiere mejorar también a su hombre-taller.
Pues los patrones comprenden, al igual que sus obreros y
obreras, que pasan más tiempo en los talleres que en casa.
Pero si los patrones rivalizan en cuanto a instalaciones y
tantos son los obreros que pierden el amor a su oficio, estas dos
reacciones tienen el mismo origen: la máquina.
La máquina trabaja tan bien, o a veces mejor —siempre a
mayor velocidad y de una manera continua—, que el obrero o
la obrera; envejece más lentamente; sus enfermedades conocidas al instante se cuidan y curan rápidamente.
El obrero francés combate la mecanización. Nacido artesano, no quiere que se lo taylorice, a pesar de que comprende
que la máquina es la esclava futura y que para él la liberación
llega fuera de la política gracias al progreso mecánico.
Sé que quienes me conocen me han etiquetado de acuerdo
con pensamientos opuestos a las líneas precedentes.
Hace veinte años, cuando casi solitario entre los artistas
admiré el cinema, la naciente aviación —asiduo, asistí a casi
todos los encuentros de aviación—, creé La Belle Édition, tomando la Rosa de Francia como marca, y proclamé en esa
época el esplendor de la inteligencia de las manos, y ¡ay! que el
arte del libro debía ser un arte manual. A los veinte años se
* Uno de los grandes tipógrafos y editores franceses de la primera
mitad del siglo XX fue François Bernouard (1884-1948), que mantuvo diversos sellos editoriales en inglés y francés (fue el editor, por
ejemplo, de A draft of xxx cantos, de Ezra Pound). Después de la primera guerra publicó en su taller (La Belle Édition) obras importantes,
como las obras completas de Émile Zola y libros de Jules Renard,
Bourges, Nerval, etc. Sus libros de poesía son por lo general ediciones de lujo, con grabados e ilustraciones de los pintores del momento.
Con Jean Cocteau publicó la revista literaria Schéhérazade.
En su Prospectus de la Typographie François Bernouard pour l’édition
des oeuvres complètes d’Émile Zola, que adjuntó al primer tomo, publicado en 1927, el editor escribió el presente texto.
26 la Gaceta
piensa más en los muertos que en uno mismo; las historias de
William Morris me deformaban; otros hay todavía hoy que no
pueden evadir tales pensamientos pueriles.
Desde que tuve el gusto de poseer una prensa de brazo, el
horrible deber de la posesión me entristeció; vi la lentitud del
trabajo, su acabado deficiente ¡y su sufrimiento!, mientras que
las máquinas de cilindro o las minervas trabajan dos veces más
rápido, mejor y sin dolores inútiles.
La guerra me alejó de mis esfuerzos y durante ese tiempo el
gusto por las bellas ediciones se extendió por todo el país, sobre todo por París, donde yo ya no vivía; después del armisticio, el gusto, no ya sólo por las ilustraciones, sino por la bella
tipografía apareció a su vez. De regreso, mis máquinas de cilindro, herrumbradas durante la batalla, volvieron a la docilidad.
Todas las tardes, viendo a las mujeres que encuadernaban
extenuadas y enfermizamente nerviosas, pensé en las máquinas
que son benignas para la humanidad. Fui a ver diversos modelos de estas admirables bestias; en seguida, en el taller, las observé mejor y busqué, siempre que les enfadaba el trabajo,
comprender su psicología. Un día, una de mis obreras, ante la
obstinación asnal de la máquina, exclamó: “¡Si fuera un caballo, ya lo habría matado!”. Comprendí que la máquina hacía a
los hombres más humanos; con el tiempo todos mis colaboradores lograron captar las diversas imperfecciones mecánicas de
las levas y los resortes. Las mujeres de encuadernación, aun
haciendo diez veces más trabajo, salían menos fatigadas por la
noche.
Observé al obrero marginando la hoja de la misma manera
en la prensa que la obrera en la dobladora y vi que el trabajo
salía mejor realizado y con mayor limpieza.
Y rendí honores a la casa Preuss que me había fabricado mi
dobladora y a M. Leysens que me los presentó.
La costura de los libros me obsesionaba; esas mujeres, dobladas en dos, sufrían; el trabajo salía lentamente. Contemplé
una máquina cosedora y la instalé en mi taller. Rápidamente
comprendí su fácil psicología; el trabajo, realizado con mayor
viveza, se ejecutaba más apropiadamente que con las manos,
con mayor regularidad, y llegaba mejor preparado para el pegado.
Y rendí honores a la casa Martini, olvidando que este inventor había descubierto también el famoso fusil, y al señor Heinsius que supo introducir esta cosedora en nuestro taller.
El enlomado de los libros necesitaba un trabajo lento y fatigoso; había que ganar tiempo al tiempo en ese trabajo. Enconnúmero 435, marzo 2007
a
a
tré entonces una máquina ingeniosa, que sabía hacer varias
acciones: prensar los libros, encolar y ranurar el lomo, pegar la
cubierta. La instalaron en mis talleres y rendí honores a los
hermanos Ledeuil, dos franceses, que inventaron ese útil maravilloso que lleva su nombre a los cuatro rincones del mundo.
A pesar mío o casi, amueblé mi casa con muchos tipos de
máquinas, pero, para la tipografía, ese arte maravilloso de disponer las letras y los espacios entre palabras en formatos que
dependen del grosor de los caracteres y la amplitud de los márgenes de manera de encantar los ojos y hacer agradable la lectura para enriquecer al espíritu, todavía seguí luchando. Los
muertos seguían gobernándome; la máquina me parecía imposible, sólo buena para los periódicos, por su necesidad de trabajar sobre el tiempo.
Una página de caracteres, cierto día, encantó mis miradas y
la idea de la máquina de componer nació en mí, gracias a la
publicidad. Se me incitó y se me explicó; los muertos inexorables me traicionaron, para mi mal, pero la vida y los bajos intereses me aconsejaron asimismo: la elección de una Monotipo
se impuso en mi espíritu; recompuse según mi manera algunos
ensambles de letras o de signos de puntuación y vi que esta
máquina trabajaba con mayor inteligencia que muchos obreros, y sobre todo que su pensamiento, más continuo, más renúmero 435, marzo 2007
gular, componía con arte, que los diseños de los distintos caracteres que acababa de comprar podían, por su belleza,
rivalizar con los de las mejores fundiciones de París.
Y rendí honores a los múltiples inventores de la Monotipo
y al señor Garda que supo introducirlo en nuestro taller.
Hoy que empiezo la obra completa de Émile Zola —quien,
como uno de los primeros escritores del siglo pasado, magnificó el hierro pulido, acerado—, feliz, publico sus cincuenta tomos con la ayuda de las máquinas, de los motores y bajo el
sonido alegre de sus múltiples cantos, ya que cada uno tiene su
canto profesional, amable, atrayente, para quien sabe conocer
la embriaguez del trabajo, más dulce que la del vino, más eterna que la del amor. G
Traducción de Martí Soler
Tomado de www.bmlisieux.com/litterature/bibliogr/zola_pub.htm,
del portal de la Bibliothèque Municipale de Lisieux.
la Gaceta 27
a
Diario de Hiroshima,
de Michihiko Hachiya
a
Michihiko Hachiya, Diario de Hiroshima,
Madrid, Turner, 2005.
Por José Vergara Laguna
La Segunda Guerra Mundial se inició
para Japón y Estados Unidos con el ataque a la base naval de Pearl Harbor en
Hawai el 7 de diciembre de 1941. El día
siguiente el presidente estadounidense
Franklin D. Roosevelt dio un mensaje a
la nación describiendo el hecho como
“un día que vivirá en la infamia”. Con
estas palabras se desató la guerra del
Pacífico. Transcurrieron casi cuatro años
cuando el 6 de agosto de 1945 “Little
boy”, como se llamó a la bomba atómica, fue lanzada sobre Hiroshima. Días
después las palabras que surgieron de
Japón fueron las de rendición, dichas
por el emperador Hirohito, “soportar lo
insoportable”. Palabras que tuvieron
una gran repercusión dentro de una nación derrotada.
Diario de Hiroshima es un ejemplo de
lo que ha significado para un japonés
“soportar lo insoportable”. Michihiko
Hachiya,1 médico y director del Hospital de Comunicaciones de Hiroshima,
1
Nota sobre la lengua japonesa y los
nombres propios: para la escritura de esta
reseña se utilizará la transliteración Hepburn así como también en la escritura de
los nombres japoneses se seguirá el común
para México en donde se escribe el nombre
propio seguido del nombre familiar.
28 la Gaceta
fue quien escribió este diario-documento que inicia el 6 de agosto y termina el
30 de septiembre de 1945. Nos muestra
las penitencias y aflicciones que los habitantes de Hiroshima tuvieron que vivir y
sobrevivir, pero que también descubre el
carácter humano del hombre que enfrenta terribles situaciones para salir
avante y tener esperanza en la vida.
En la actualidad es muy fácil pensar y
conocer los efectos que la fisión de los
átomos tiene sobre el hombre y las cosas, pero en un momento en que no se
conocía esto, observamos cómo el autor
empieza a describir un suceso que en su
momento fue incomprendido y de carácter misterioso. Conforme se inicia la
lectura del texto se encuentran las primeras menciones de un hecho incierto.
Unos lo llamaron Pika,2 otros lo llamaron Don,3 palabras que fueron usadas
para describir y dar significado a la explosión atómica vivida en Hiroshima. La
destrucción fue a las 8:15 de la mañana.
Ésta fue total. Muchos de los edificios
situados en el centro de la ciudad resistieron, ya que estaban hechos de hormi-
2
Esta palabra puede ser traducida como
un flash o luz muy brillante.
3 Don puede ser traducida como un bang
o sonido muy fuerte.
gón reforzado, pero, la mayoría de las
casas, hechas de madera, no lo lograron.
Una de éstas fue la de Hachiya sensei. Él
describe la tragedia “como sin sonido y
sin luz alguna”. Un momento en que el
día se hizo de noche y la vida muerte.
Tanto él como su esposa Yaeko-san sobrevivieron, sin embargo al salir de su
casa derruida se dieron cuenta de la destrucción causada. Hay episodios que
describen cómo la gente trata de vivir y
sobreponerse a las quemaduras llegando
al río Ōta, lamentablemente se ahogaron. Se encuentran cuerpos inermes a lo
largo de las calles. Tal y como se narra,
no quedó piedra sobre piedra.
Tanto Hachiya como su esposa logran llegar al hospital. Él se encuentra
en estado grave, ya que presenta quemaduras en su cuerpo pero es atendido por
el personal médico. Es ahí donde se desarrolla la narración, el lugar en donde
se desenvuelven muchos de los acontecimientos de gran importancia.
Conforme uno avanza en la lectura y
los días continúan, el lector puede encontrar que la tragedia tiene nombres.
La mirada es puesta en los pacientes, los
niños de la escuela de la prefectura de
Hiroshima, soldados de la zona militar,
ancianos, padres de familia y hermanos;
la señorita Kobayashi, la señora Hamada, Sakai, Toki-chan. Todos ellos son
número 435, marzo 2007
a
protagonistas dentro de este escenario.
Mueren al día, a los dos días, a los tres
días, pero esto no es lo único que ocurre.
No sólo es la fatalidad humana que rodea a los muertos sino que también es el
carácter de los vivos que en situaciones
donde falta ropa, alimentos, calzado y
agua, cualquier cosa de valor se convierte en moneda de uso común.
En medio de esta soledad y extrañamiento social, en el hospital crece un
espíritu de ayuda y una amistad compartida. Los doctores Hinoi, Yitani y Tamagawa, entre muchos otros, son personas
con las que día a día comparten la amistad y bondad para seguir haciendo el
aseo, buscando la comida, el agua y las
medicinas. En las páginas del diario se
leen esfuerzos individuales que hacen
una diferencia en la vida de las personas.
Un punto que llama la atención
grandemente en el diario se encuentra
en la segunda mitad, a finales de agosto
y principios de septiembre. Conforme
Hachiya sensei se va recuperando y ganando fuerza se va también desenvolviendo como un observador avezado
con la realidad que le rodea, pero tam-
bién como un científico curioso. Su
formación como médico le permite relacionar las diversas aflicciones que ve
en el hospital. La pregunta que guía su
interés es qué es lo que causa las enfermedades. Cuando una persona sobrevive al evento y se ve fuerte de salud de
repente recae y muere.
Sus investigaciones y su trabajo en los
casos de los pacientes le permiten sacar
conclusiones. Las alteraciones en la sangre son solamente algunos de los síntomas, tanto el estudio patológico como el
estudio clínico refuerzan el hecho. Se encuentran manifestaciones clínicas como
son las petequias, derrames sanguíneos
internos. La falta de plaquetas y el conteo bajo en los glóbulos blancos son
ejemplos de que estos pacientes presentaban una enfermedad causada por la
bomba atómica.
Un mapa de la tragedia se empieza a
dibujar a través de los distintos casos de
los enfermos. La cercanía o lejanía del
epicentro se relaciona con el mal de la
radiación. De Yokogawa al norte a Chugoku en el centro, a Ujina y Eba en el
sur. Del este en la estación de tren de
El Hitler de la Historia.
Juicio a los biógrafos de Hitler,
de John Lukacs
Hiroshima y el monte Futaba, al oeste
en Koi. Uno puede observar y entender
cómo se va conformando una geografía
de la destrucción. Pero todo esto es escrito por Hachiya sensei para entender
la magnitud del suceso y también para
dar razón y propósito a las actividades de
rescate.
La perspectiva científica y humana se
deja ver en todo momento, tratando de
comprender la vida enfrentando a la
muerte. Éste es sin duda un testimonio
de esperanza.
Este diario inició con el día después
de mañana y resulta importante pensar
lo que dice Kenzaburō Ōe: “El momento crítico de decisión ha llegado cuando
sea posible juzgar si los japoneses han
emergido de la experiencia trágica de
Hiroshima y Nagasaki para convertirse
en un pueblo nuevo que verdaderamente busque la paz”. Palabras célebres a las
cuales habría que añadir no sólo a los japoneses sino a la humanidad entera
dentro del reto de convertirse en hombres deseosos de buscar la paz. G
a
John Lukacs, El Hitler de la Historia.
Juicio a los biógrafos de Hitler, México,
fce-Turner, 2003, 293 pp.
Por Leopoldo Lezama
Si se efectuara una encuesta en todo el
mundo sobre quién se considera el personaje más brutal y sanguinario de la
historia moderna, muy probablemente
habría el consenso de que, sin duda alguna se trata de Adolfo Hitler. Símbolo
de la maldad, santo negro, Hitler representa para nuestros tiempos un estadio
en que el crimen y la soberbia sobrepasaron cualquier límite. Sin embargo,
para la historiografía esta imagen es sólo
una entre muchas que se han venido
formando a lo largo de la última mitad
del siglo xx. Las biografías y los estudios
en torno a Hitler son diversos y contrapuestos; todos ellos representan un monúmero 435, marzo 2007
mento en la evolución del desentrañamiento de una personalidad compleja. Y
si cualquier biografía representa un conflicto donde entra en juego la interpretación, el contexto, el acercamiento de
quien investiga, la tarea se vuelve más
complicada cuando el interés se dirige
hacia un hombre sin el cual la historia
del Occidente moderno no se entendería. Hitler, el joven que perdió a sus padres antes de cumplir los 19 años, el
soldado que fue herido combatiendo por
Alemania en 1914, el vagabundo en los
días de Viena, se ha convertido en una
temática. Por tal motivo hacía falta un
trabajo que fuera una valoración de las
valoraciones de Adolfo Hitler; un análisis de sus historias que estuviera lejos de
las alabanzas nacionalistas y del espectro
diabólico. El estudio del profesor John
Lukacs logra mantenerse en un sitio en
que Hitler, desestigmatizado, pasa a ser
objeto de estudio. Así, el análisis de los
más de cien libros que ha revisado
Lukacs va demostrando que la imagen
de Hitler no es un asunto de juicios, sino
un problema historiográfico. De lo contrario ¿por qué motivo varían tanto las
opiniones?, ¿por qué algunos ven al héroe y otros al villano? Las opiniones, las
hipótesis, los cuestionamientos son muchos, y el hacer una exposición crítica de
la Gaceta 29
a
ellos es el propósito de este libro: un
balance de la evolución de una figura, o
en palabras de Lukacs, la historia de la
evolución de nuestro conocimiento de Hitler.
Y como Lukacs sabe que la historia es
una ciencia inexacta, un monumento
relativo, una versión dentro de muchas
versiones, plantea su reformulación con
base en la recopilación de las percepciones que él considera más importantes
dentro del corpus de las apreciaciones
de Hitler. Una tesis fundamental de
Lukacs es que ha habido varios momentos importantes en la historiografía sobre el militar alemán; uno de estos fueron los años posteriores a la Segunda
Guerra Mundial y en especial las décadas de los sesenta y setenta, en los cuales
se multiplicaron sus biografías, y aparecieron novelas y películas. Otra hipótesis defendida por Lukacs es que son tres
las causas del inagotable interés por
Hitler: la publicación cada vez mayor de
documentos, la distensión de la Guerra
Fría con Rusia, y el creciente interés de
las nuevas generaciones. El éxito de su
personalidad es una mezcla entre el síntoma de la curiosidad de los aficionados a la
historia, y la reacción absurda de la gente
que se siente atraída… por el mal, sin mencionar a quienes en su momento consideraron que el nacionalsocialismo pudo
ser una alternativa política para Europa.
Por otro lado, algo realmente atractivo dentro de este minucioso escrutinio
es el tener al alcance, comentadas y resumidas, las distintas posturas de los
examinadores de Hitler. Martín Brozat
(1983) opina que es necesario desatanizarlo para hacer factible su historización;
Konrad Heide (1944), tras una brillante
conjetura, piensa que Hitler fue posible
por la terrible, la peligrosa subestimación que le tuvieron propios y extraños;
Alan Bullock (1952) considera que el
retrato se reduce al de Un oportunista
carente totalmente de principios; también
afirma Bullock que los únicos principios
del nazismo fueron el poder por el poder.
Esta opinión es sin duda la idea más generalizada que se tiene sobre el führer y
sobre las políticas del Tercer Reich.
Lukacs y otros autores consideran que
ésta es una visión simplista y sectaria del
conflicto, que tuvo mucho impacto hacia mediados del siglo xx, pero que hoy
es obsoleta. Sin embargo, no todos coinciden con este criterio: Percy Ernst
Sharamm, en su Hitler: The Man and
Military Leader (1971) resalta las virtu30 la Gaceta
des del militar, del orador, cuyo discurso
“podía llegar a ser tan intenso que casi
era tangible físicamente”. En el mismo
tono se encuentra Werner Mazer en
Adolf Hitler: Legende, Mithos, Wirlichkeit
(1975) en el cual hallamos al intelectual,
al lector, quien “trató de perfeccionar su
conocimiento literario, leyó los clásicos
alemanes y se entretuvo leyendo la poesía lírica alemana… leyó sin duda más
que la mayoría de los intelectuales profesionales de su tiempo”. Un momento
cúspide, por su impacto y su trascendencia, lo alcanza muchos años antes Hugh
Trevor-Roper, quien formó parte de un
equipo de servicio secreto británico encargado de aclarar las circunstancias
reales de la muerte de Hitler. Por medio
de esa experiencia, escribe The Last Days
of Hitler (1947), que relata los célebres
diez días finales de la vida del führer en
el búnker de la cancillería del Reich.
Episodio dramático, pinta a un ser derrotado, enloquecido, tomando decisiones irracionales para salvar una guerra
ya perdida. Otros autores dignos de rescatarse son Joachim Fest (1973), Albert
Speer (1969), David Irving (1977 —quien
hizo un trabajo basado en testimonios
de gente muy cercana a Hitler), entre
muchos otros.
Es preciso notar que casi todos los
biógrafos de Hitler se interesan sobre
los últimos seis años de su vida y los
años de la guerra; Lukacs busca actualizar las percepciones y los juicios, con la
intención de mantener documentada la
discusión sobre este personaje. Como
podemos apreciar, Adolf Hitler es el resultado del trabajo, de la visión y de la
ilusión de una multiplicidad de investigadores. Hitler es la idea de Hitler, es
idolatría, devoción, repugnancia, admiración, documento. ¿Cómo fue posible
tal sujeto?, ¿cómo llegó a adquirir tal
poder?, ¿qué motivos han influido para
moldear su figura?, ¿cuáles fueron las
causas que hicieron germinar este poderoso ente? El militar, el político, el revolucionario que tenía la idea de una sociedad alemana remodelada, el líder que
pensó que su reino duraría mil años, el
pintor fracasado. Hitler, el hombre disciplinado, tenaz, con grandes facultades
intelectuales; Hitler, el hombre que desplegó a lo largo de toda una época la
noción del mal. Entonces ¿cómo leer a
Hitler?, ¿bajo qué argumento o qué
perspectiva se califica? Pareciera que lo
intelectual, lo político, lo moral, lo mili-
a
tar, lo psicológico no bastarían para
construir un dibujo definitivo. En este
sentido, un gran acierto de Lukacs es no
tomar partido por ninguna visión, y limitarse a sintetizar y a mostrar los grandes acercamientos a Hitler. El mayor
mérito del libro de Lukacs es que logra
equilibrar los criterios más dispares, sin
demonizar y sin exculpar. El libro demuestra que el buen quehacer historiográfico no es aquel que hace más convincente la historia de un fenómeno, sino el
que está mejor documentado y, sobre
todo, el que mejor plantea sus problemas. Lukacs logra las dos facetas: selecciona las más importantes apreciaciones
sobre Hitler, y sin juzgar, levanta una
serie interminable de incógnitas que nos
hace pensar que en efecto aún estamos
lejos de acabar con Hitler. Otro mensaje de
Lukacs pareciera ser: entre mayores conocimientos se poseen sobre un tema,
mayores herramientas hay para enfrentarlo, y a pesar de que Hitler casi no dejó
documentos personales considerables
(salvo su temprano Mein Kampf ) con los
que se pudiera estructurar un criterio
más exacto de su perfil psicológico, el
trabajo de Lukacs es lo suficientemente
completo para no dejar huecos. Lejos de
todo afán de exoneración, lejos de un
mero fanatismo documental, Lukacs
trata de entender uno de los más grandes problemas de la historia: “En suma,
Dios dotó a Hitler con numerosos talentos y fuerzas y esto es lo que lo hace
responsable de haberlos usado de modo
incorrecto”. Así, por un momento,
Lukacs revive la disertación sobre este
hombre declaradamente hipocondríaco,
consumidor compulsivo de medicamentos cuya salud mermó en los últimos
años de su vida, mermando (a su vez) la
salud de todo un continente. En efecto,
no hay que olvidar que hubo un momento en que el pulso del mundo dependió del ánimo y de las decisiones de
este hombre capaz de estimular a la mayoría del, entonces, pueblo más culto del
mundo.
Al final, gracias a la extraordinaria
labor de Lukacs, es tarea del lector, y ya
no de la historiografía, si decide exhumar de los sótanos del tiempo a un ángel, un demonio, un ser sobrenatural, o
un simple líder político de la Segunda
Guerra Mundial. G
número 435, marzo 2007
a
Con M de México: un alfabeto
delirante, de Nicolás Alvarado
a
Nicolás Alvarado, Con M de México:
un alfabeto delirante, México, Norma,
2006, pp. 258.
Por Luis Alberto Ayala Blanco
Con M de México corresponde a con I de
Ironía, siguiendo el camino trazado por
su autor, Nicolás Alvarado. Y no es una
apreciación a la ligera, ya que la etimología de ironía resuena en todo el libro.
Veamos: en un primer momento parece
una contradicción. Imposible pasar por
alto la relación inextricable entre ironía
e ignorancia fingida, a lo Sócrates, y si
hay algo que no le podemos achacar a
Nicolás Alvarado es algún tipo de fingimiento con respecto a la erudición que
ostenta y ejerce en la cultura mexicana
actual. Ahora bien, si nos detenemos un
momento, después de reír y gozar con su
espléndida escritura, y reflexionamos
sobre lo que acabamos de leer, nos caerá
como una pesada losa, compuesta de
obviedad, la certeza de que el sentido
literal de ironía se sostiene con una fuerza inusitadamente imbatible, es decir:
Nicolás Alvarado dice menos de lo que
piensa, pero sólo para señalar lo que no
puede ser nombrado: la imbecilidad de la
ciudadanía mexicana…, una ciudadanía
seudodemocratizada hasta los párpados,
que no cesa de girar sobre algunas taras
que hacen del mexicano clasemediero
actual lo que es…, y curiosamente son
tantas como letras hay en el alfabeto.
Pero, ¿a qué me refiero con imbecilidad? Para esclarecerlo recurramos nuevamente a la etimología, y pasemos a
con I de Imbécil. Alguien imbécil es
quien adolece de cierta debilidad men-
número 435, marzo 2007
tal, en pocas palabras, alguien “escaso de
razón”. ¡Y qué son los libros sino instrumentos mágicos que prometen llevarnos
lejos del reino de la imbecilidad! En
realidad, imbécil hace referencia a alguien que no tiene sostén, necesitando
entonces de algún tipo de palo o bastón
para continuar con su incierto camino.
Es así como pasamos de la ironía que
planea apaciblemente por el espacio de
Con M de México, a la guía indispensable
de la sabiduría de Nicolás Alvarado, soporte y báculo necesario para no tropezarnos y caer en el fango de nuestra
mexicanísima estulticia. Ironía e imbecilidad: nuestras vidas transcurren del fingimiento a la verdadera carencia de razón. Entonces, ¿cuál es el elemento que
hace posible la convivencia de ambos
polos de lo mismo? La respuesta es tan
sencilla como difícil de asimilar: el humor. ¿Será que Con M de México debe
leerse como si fuera con H de Humor,
pasando por la hierogamia que representa el vínculo que hay entre con I de
ironía y con I de Imbécil? Nicolas Alvarado realiza, bajo la égida del aticismo,
un minucioso retrato de lo que hoy somos los mexicanos, no sin antes tener
muy claro que, en tanto humanos, siempre seremos imbéciles, y que sólo con el
humor lograremos soportar el tedio de
la existencia, incluso en México, donde la
estupidez, muchas veces, no siempre, es
una diosa a venerar. Sin embargo, esta
maravillosa deidad no es el tema central
de este libro. Simplemente es el trasfondo que utiliza Nicolás Alvarado para
destacar lo realmente importante: que
los escenarios, a lo largo de las distintas
sociedades y culturas, pueden ser diversos, pero eso no quita que la esencia, o,
para no entrar en cuestiones ontológicas, la idiosincrasia de la humanidad deje
de ser la misma, es decir: la humanidad
debe soportar su imbecilidad con la mayor dosis de humor que pueda. Finalmente, Con M de México es el rostro que
Nicolás Alvarado, gracias a su exquisito
sentido del humor —que es lo mismo
que decir gracias a su elegante inteligencia—, logra esculpir en un pequeño pedazo de esa cosa llamada humanidad;
y lo hace para todos nosotros… para
todos los mexicanos atrapados en este
“alfabeto delirante”. G
la Gaceta 31
a
a
32 la Gaceta
número 435, marzo 2007
a
a
a
a
a
Descargar