en: AA VV Analisis de Foucault, Bs. As., Tiempo contemporáneo, 1970 ¿Muerte del hombre o agotamiento del cogito? Georges Canguilhem Los dedos de una sola mano bastan para contar los filósofos que reconocieron al Don Quijote de Cervantes la significación de un acontecimiento filosófico. Son, que yo sepa, dos: Auguste Comte y Michel Foucault. Si hubiera escrito una historia de la locura -y pudo haberlo hecho-, Comte habría reservado en ella un lugar para Cervantes, pues más de una vez se refirió a Don Quijote para definir a la locura como exceso de subjetividad y pasión de réplica a los desmentidos de la experiencia, por la incesante complicación de las interpretaciones que ésta puede recibir. Sin embargo, más que Cervantes, fue Descartes a quien el autor real de la Historia de la locura encomendó que nos presentara la idea de la locura en la época clásica. Inversamente, en Las palabras y las cosas, Cervantes y Don Quijote se ven honrados con cuatro páginas brillantes mientras que a Descartes sólo se lo nombra dos o tres veces; el único texto cartesiano que se cita -algunas líneas de las Regulae- sólo es mencionado en razón de la subordinación manifiesta de la noción de medida a la noción de orden en la idea de mathesis. También, posiblemente, en razón de la temprana utilización de las Regulae por la Logique de Port-Royal, promovida, como lógica de los signos y de la gramática, a la dignidad de ser uno de los libros principales del siglo XVII. Por este desplazamiento sorprendente de los lugares en que uno esperaría verlos citados como testigos, Descartes y 'Cervantes se hallan investidos de un poder de 122 J juicio o de crítica. Descartes es uno de los artesanos de la partición de normas que tuvo por efecto confinar a la locura en el espacio hospitalicio donde los psicopatólogos .del siglo XIX la encontraron como objeto de saber. Cervantes es uno de los artesanos del desgarramiento que arrancó las palabras a la prosa del mundo y las hizo capaces de anudarse unas con otras en la cadena de los signos y en la trama de la representación. Las palabras y las cosas tienen su lugar de origen en un texto de Borges, apelan a V elásquez y a Cervantes para tomar de ellos las claves de lectura .de los filósofos clásicos, el mismo año en que la circular de invitación al cuarto Congreso mundial de psiquiatría realizado en Madrid ostentaba la efigie de Don Quijote, el mismo año en que la exposición Picasso, en París, nos recordaba el enigma siempre actual del mensaje confiado al cuadro Las Meninas. Tomemos pues de Henri Brulard el término «españolismo» para caracterizar el sesgo filosófico de F oucault. Para Stendhal, que en su juven¡1· tud detestaba a Racine y sólo confiaba en Cervantes y · en Ariosto, el españolismo era la aversión al sermón \ y a la vulgaridad. Aihora bien, a juzgar por Ias reprobaciones moralizadoras, la cólera y la indignación despertadas en distintos sectores por la obra de F oucault, pareciera que esta obra apunta directamente -aunque no siempre voluntariamente- a ciertos espíritus tan vivaces ahora como en la época de la Restauración. Al parecer, ha pasado el tiempo en que Kant podía escribir que nada debe escapar a la crítica. En un siglo en que la religión y las leyes ya han dejado de oponer a la crítica, una su santidad y las otras su majestad, ¿será en nombre de la filosofía que se proscribirá la impugnación del fundamento que ciertos filósofos creen en-: contrar en la esencia o en la existencia del hombre? Porque ·en las últimas págm,~. ,dd.Jilu;.Q ~GJ..lypr del rer se conxierte ;pe] lp¡ar del Q.Ul~[to, O por lo menos 123 del moribundo, tan próximo de su fin como de su comienzo, o mejor de su «invención reciente» porque se !los di~e que, «el hombre no es el probl~ma más 1 anttguo nt el mas constante que se haya planteado el ¡ saber hum.aJ.?-O» (pág. 375), ¿debemos perder la calma, f como lo htcteron algunos que figuran entre las mejores ' cabezas de hoy? Cuando se ha dejado de vivir según la rutin~ universitaria, ¿hay que comportarse como un catedrático malhumorado por la inminencia de su relevo? ¿Veremos constitui.rse una Liga de los derechos de! Homb~e. a ser el sujeto y el objeto de la filosofía, baJo la dtvtsa: «Humanistas de todos los .partidos , r ':l M'as q?e anatematiZar . ¡untos.». lo que se llama, por' amalgama sumana, estructuralismo o método estructural, e interpreta: ~1 é~ito de u~a obra co.mo la prueba de su falta de ongtnahdad, sena converuente meditar en el siguiente hecho. En 1943 Georges Dumézil en Servius et la Fortune, escribía que su problema s~ le había presentado «en la encrucijada de cuatro rastros». Hoy s.e .sabe, vie!ldo la acogida que recibió en 1967 La reltgton romatne trrchaique, que al encontrarse en la encrucijada Dumézil esos rastros se convirtieron en caminos. Caminos en los que los antiguos detractores del. método de la encrucijada, los campeones de la hist?n~ romana histórica, quisieran hoy escoltar a Dumé~- zil si su eda.d les permiti·era tener tiempo y fuerzas para ¡ e.llo. TrabaJos como los de Dumézil, Lévi-Strauss Mar\ tt.~et, ~eterminaron, sin premeditación, por tria~gula­ cton VIrtual, el punto en que debía acudir un filósofo p~a justificar, comparando sin amalgamarlos los trabaJos y sus resultados. El éxito de Foucault ~uede pasar, re~tamente, por el premio a la lucidez que le hizo advertir ese punto, para el que otros estuvieron ciegos. Hay un hecho notable. Casi todos .los comentarios o reseñas suscitados hasta ahora por Las palabras y las 124 ... ' ..l .. cosas aíslan, en el subtítulo, el término «arqueologÍa>> juzgándolo -a veces con muy mala voluntad- al margen del bloque significativo que constituye la expresión arqueología de las ciencias humanas. Procediendo así, es evidente que se pierde la tesis, en el sentido estricto del término, que presentan los dos últimos capítulos del Vlibr?. Para esta tesis todo se juega en torno ·del len1\ guaJe, más exactamente en torno de la situación del 1\ lenguaje en la actuali.dad. En el siglo XIX, el desplazamiento de la historia natural por la biología, del análi~is de las riquezas por una teoría de la producción, dteron como resultado la constitución ·de un objeto de investigaciones unificado: la vida o el trabajo. En cambio la unidad de la antigua gramática general se disipó (pág. 296) sin ser sustituida por una recuperación única y unificadora. El lenguaje pasó a ser tratado por el filólogo y el lingüista, por el lógico simb.ólico, por .el exegeta, en fin, por el escritor, el poeta. A ftnes del stglo XIX, cuando Nietzsche enseña que el sentido de las palabras debe remitir a quien lo da (¿pero quién lo da?), Mallarmé se borra de su poema («La frase vuelve, virtual, desprendida de una caí.da anterior de pl~ma, a!ho~a a través de ~a voz escuchada, hasta que por ftn se articula sola y vtve de su personalidad»). 1 F oucault considera que la pregunta tradicional: ¿qué es pensar?, ha sido sustituida por la pregunta: ¿qué es habl~r? Confiesa (pág. 299) ·que aún no puede responder si esta pregunta se plantea como un efecto de nuestro retraso en reconocer la pérdida de su actualidad o si ella se anticipa a los conceptos futuros qúe permiti;in contestarla. En nuestros días, cuando tantos «pensadoreS>> se precian de dar respuestas a preguntas cuya l. «La penultiéme est morte», en Divagations: le démon de l'analogie. Cf. sobre Mallarmé y el lenguaje, Philippe Sollers: «Littérature et totalité», Tel Quel 26. 125 ,.. enunciación y pertinencia no han justificado, no es frecuente encontrar un hombre que necesita más de trescientas páginas para exponer una pregunta, encarar «quizá la reiniciación del trabajo» y confesar: «Es verdad que no sé responder a estas preguntas ... Ni siquiera puedo adivinar si alguna vez podré responder a eHas o si algún día tendré .razones para determinarme» (pág. 299). En cuanto al concepto de arqueología, la mayor parte de los críticos importantes de F oucault no lo han retenido más que para impugnarlo y sustituirlo por el de geología. Es cierto que F oucault adopta algunos términos del vocabulario de la geología y de la sismología; por ejemplo: erosión (pág. 57), terreno y napa (pág. 213), sacudida (pág. 213), capa (pág. 216). El final del prefacio parece extraído de un nuevo discurso sobre las revoluciones del globo: «restituimos a nuestro suelo silencioso e ingenuamente inmóvil sus rupturas, su inestabilidad, sus fallas; es él el que se inquieta de nuevo bajo nuestros pieS>> (pág. 1O). Pero no es menos cierto que lo que F oucault trata de poner de manifiesto no es lo análogo a una capa de la corteza terrestre oculta a las miradas por un fenómeno natural de rup: tura y hundimiento, sino una «desnivelación de la cul•. tura occidental», es decir, eJqJresamente un «umbral» (pág. 9). A pesar de que la geografía y la ecología utilicen el término «habitat>>, el hombre habita una cultura y no un planeta. La geología conoce sedimentos y la arqueología monumentos. Se comprende así fácilmente por qué quienes· desprecian el método estructural (suponiendo que exista uno, hablando con propiedad), para defender los derechos de la historia -dialéctica o no-, se obstinan en sustituir arqueología por geología. Es para sostener mejor su pretensión a representar el humanisPio. Hacer de F oucault una suerte de geólogo equivale a decir que naturaliza la cultura retirándola l 126 de la historia. El existencialismo puede entonces acusarlo de positivista, injuria suprema. N o~ ~ab_íamos instaJado en la .di::Il~<;tic,a. Superábamos lo anterior (necesariamente, según algunos; libremente, según otros), pero persuadidos de que al superarlo lo comprendíamos. Per9 he aquí que alguien viene a habJ:l.LQ.Q~. ·4e «ruptur~ J~~en<;ialt:S>>, a inquietarse' por «no poder pensar un pensamiento» en «la dirección por la que se escapa a sí mismo» y solamente nos invita a «acoger estas discontinuidades en el orden empírico, a la vez evidente y oscuro, en el que se dan» (págs. 5657). Entre el siglo XVIII y el XIX, así como entre el XVI y el XVII, el arqueólogo del saber descubre una «discontinuidad enigmática» (pág. 213) que sólo puede calificar -sin pretender explicarla- como mutación, acontecimiento radical (pág. 213), acontecimiento fundamental (pág. 216), desplazamiento ínfimo pero absolutamente esencial (pág. 234). Los trabajos anteriores de. Foucault han dado dos ejemplos ~e. esas (fJ.S<;OJ1.ti-. nu~~~~es, de esos .asontecimientos radicales que transforman la percepcion y la práctica humanas bajo la aparente permanencia de un discurso. La Historia de .···& )_· la locura situó el corte que se produce entre Montaigne y Descartes en la representación de la locura. El nacimiento de la clínica situó el corte que se produce entre Pinel y Bichat en la representación de la enfermedad. Debemos pues averiguar las razones que impulsaron a los críticos -la mayoría de ellos, sin duda, de buena fe- a denunciar el riesgo que corre aquí la Historia. En un sentido, desde el punto de vista de la historicidad, ¿qué más podemos pedir a quien escribe: «modo de ser de todo lo que nos es dado en la experiencia, la Historia se convirtió así en lo inmoldeab.le de nuestro pensamiento»? (pág. 215). Pero como esta emergencia de la historia, por una parte como discurso, por otra como modo de ser de la empiricidad, es considerada 121 como el signo de una ruptura, nos ~e~os llevados a concluir que alguna otra ruptura -quiza ya en cursonos hará extraño -y, ¿quién sabe?, impensable- el modo de pensar histórico. Al parecer, ésta es .precisamente la conclusión de F oucault: «al descubrtr la ley del tiempo como Hmite externo de las ciencias humanas la Historia muestra que todo lo que se ha pensado seri pensado aún por un pensamiento que todavía n~ ha salido a luz» (pág. 361). En todo caso, ¿por que rechazar, por el momento, la cualidad de histórico ~ un discurso que describe la sucesión bruta, indeduct!ble, imprevisible, de configuraciones co~cept~~l;s de sts~e­ mas de pensamiento? Porque tal disposicwn sucesiva excluye la idea de un progreso. «No se tr~tará .de c~n~­ cimientos descritos en su progreso hacia una obJenvidad en la que, al fin, podría reconocerse n~est~a ciencia actual» (pág. 7). En otras palabras: la ?tstona del siglo XIX es el Progreso del XVIII que sustituye al Orden del XVII, pero esta emergencia del Progreso no debe ser considerada, respecto de la Historia, como un progreso. Y si el rostro del Hombre llegara a borrarse del saber «como en los límites del mar un rostro de arena» (pág. 375), nada permite suponer que Foucault considere esta eventualidad como un retroceso. Aquí estamos frente a un explorador y no a un misionero de la cultura moderna. Es difícil ser el primero en dar un nombre a una cosa, o por lo menos, en demarcar la cosa para la que se propone un nombre. Por ese motivo no es inmediatamente transparente el concepto de episteme, a cuya elucid~­ ción consagra Foucault su obra. ÚJ?-a c~ltura es un c?digo de ordenamiento de la expenencia humana baJo una triple relación: lingüística, perceptiva, práctica; ~ una ciencia o una filosofía son teoría o interpretación Ldel orden. Pero las segundas no se aplican directamente 128 a la primera. Suponen la existencia de una red o de una configuración de formas de aprehensión de las producciones de la cultura que constituyen ya, en relación con esta cultura, un saber que está más acá de las ciencias o de las filosofías. ESta red es invariante y única en una época que se define, es decir se recorta, por referencia a ella. Su desconocimiento entraña, tanto en historia de las ideas como en historia de las ciencias, equívocos tan torpes como obstinados. Un ejemplo de ello es la historia de las ideas en el siglo XVII, tal como se la escribe ritualmente: «se puede decir también, si lo único que se tiene en la cabeza son conceptos ya hechos, que el siglo XVII señala la desaparición de las viejas creencias supersticiosas o mágicas y, por fin, la r entrada de la naturaleza en el orden científico. Pero ! lo que se necesita apresar y tratar de restituir son las modificaciones que han alterado el saber mismo, en este nivel arcaico que hace posible los conocimientos y el de ser de lo que hay por saber>> (pág. 61). Estas 1modo modificaciones se resumen en una retracción del lenguaje en relación con el mundo. El lenguaje ya no es, como en el Renacimiento, la signatura o la marca de las cosas. Ha pasado a ser el instrumento de manipulación, de movilización, de aproximación y de comparación de las cosas, el órgano de su composición en un cuadro universal de identidades y de diferencias, el dispensador y no el revelador del orden. La historia de las ideas y de las ciencias del siglo XVII no podría, pues, limitarse a ser la historia de la mecanización, y tampoco de la matematización, de los diferentes dominios empíricos. Por lo demás, al hablar de matematización se piensa siempre en la medición de las cosas. Pero es su ordena-miento lo que deberíamos ver como primordial. ¿Cómo comprender, de otro modo, ·la aparición, en una misma época, de teorías como la gramática general, la taxo~ nomía de los naturalistas, el análisis de las riquezas? 1 129 Todo se aclara, en cambio, y aparece la unidad clásica cuando se piensa que todos esos dominios «Se constituyeron sobre el fondo de una posible ciencia del _. orden» y que «la puesta en orden por medio de signos constituye todos los saberes empíricos como saberes de la identidad y de la diferencia» (pág. 64). Este. fond<? de ciencia posible es lo que Fouca~l~ .!J.~tp~~ ~~J!.~S~e:!!'!e. N o es ya el código primaño de la cultQra occtdental, no es aún una ciencia como la óptica de Huygens o una filosofía como el sistema de Malebranche. Es aquello sin lo cual no podría imaginarse como posibles esa óptica o esa filosofía en su época y no tres cuartos de siglo antes. Es aquello sin lo cual no se podrían comprender los intentos de construir las ciencias como tipos de análisis que pueden llegar a los elementos de lo real y tipos de cálculos o combinaciones que pueden , equipararse, por la composición reglada de los elemení1 tos a la universalidad de la naturaleza. Conocer la natu1 ral~za no es ya descifrarla, sino representarla. Tanto 1 para Descartes como para Leibniz, si la teoría física se 1 • da como intento de desciframiento, la certeza que engendra no es más que moral, fundada sobre la probabilidad de que la teoría verdadera sea el sistema de signos más completo, el más coherente, el más abierto a los complementos futuros. Hay que aceptarlo: no es Foucault quien escribió las últimas líneas de los Principios de la filosofía, ni la carta de Leibniz a Conring del 19 de marzo de 1678. Nos parece bastante difícil discutir el hecho de que, al poner de manifiesto «la red arqueológica que da sus leyes al pensamiento clásico» (pág. 77), se renueva provechosamente la idea que nos hacíamos de los contornos cronológicos del período y de los parentescos o afinidades intelectuales en el campo de esta episteme. Pero pensamos también que si esta indicación estimulante de renovación llegara a suscitar estudios múltiples y detenidos con el fin de retomar 130 l de nuevo 1a doxología de la época clásica, podría con~--~ \ ducir a matizar la tesis de F oucault según la cual la / sucesión discontinua y autónoma de las redes de enun-j1 ciados fundamentales prohíbe toda ambición de reconstitución del pasado superado. Leamos con atención la frase siguiente: «Sin duda porque el pensamiento clásico de la representación excluye el análisis de la significación, nos cuesta tanto esfuerzo -a nosotros, que no pensamos los signos sino a partir de ésta- el reconocer, a pesar de la evidencia, que la filosofía clásica, de Malebranche a la Ideología, fue, de un extremo a otro, una filosofía del signo» (pág. 72). ¿A quién se presenta aquí la evidencia? Ciertamente no a nosotros, que nos cuesta tanto esfuerzo reconocerlo -aunque, digámoslo, no seamos totalmente incapaces de reconocerlo. La evidencia se presenta seguramente para Michel F oucault. Pero en- . ronces, aunque nq_ sean transparentes una para la otra, l ~}c~;,e;:e s~*~di~~~:r~~~r~=~~J~::~~ -pofeümpleto red procam·eme extrallaS:--Sl"IOTüetin-;¿como comprender que hoy aparezca en un campo epistemológico sin precedente una obra como Las palabras y las cosas? Quizá ya se ha hecho esta observación. Es inevitable que se la haga. Por lo demás, no es seguro que la paradoja que denuncia sea, realmente, una paradoja. Cuando Foucault retoma para d saber clásico (págs. 295-296) la demostración de arqueología que ofreció en las págs. 63-77, invoca una «técnica lenta y laboriosa>> que permitiría la reconstitución de una red; reconoce que «es difícil reencontrar la manera en que pudo funcionar este conjunto» y declara que el pensamiento clásico dejó de ser «directamente accesible» para nosotros. Es decir que, aunque laboriosamente, lentamente, difícilmente, indirectamente, podemos llegar, desde nuestras riberas epistémicas, sumergiéndo131 nos, hasta una episteme que ha naufragado. De modo que esta prohibición, dirigida a cierta historia, de leva~­ tar los siete seHos que cierran el libro del pasado, equtvale tal vez a una invitación a ela!borar otro tipo de historia: «Si la historia natural de Toumefort, de Linneo y de Buffon está relacionada con algo que no sea ella misma, no lo está con la biología, con la anatomía comparada de Cuvier o con el evolucionismo de Darwin, sino con 1a gramática general de Bauzée, con el análisis de la moneda y de la riqueza tal como se encuentra en Law, Véron de Fortbonnais o Turgot>> (pág. 8). No sería un mérito menor de la obra de Foucault que su lectura insinuara en el corazón de la historia del las ciencias el miedo generalizado al anacronismo. Sin que lo advierta, el historiador de la ciencia aplica a la ciencia que historia la idea de una verdad constituida progresivamente. Un ejemplo de buena conciencia en el anacronismo lo da la obra de Guyénot, Les sciences de la vie aux xvli y XVIII siecles: Pidée d' évolution. A pesar de lo que dijeron casi todos los críticos de Foucault, el término «arqueología» dice muy bien lo que él quiere decir. Es la condición de otra historia, ·en la que el concepto de acontecimiento (\\se mantenga, pero los acontecimientos se asignen a \ conceptos y no a hombres. También esta historia deberá reconocer cortes, como toda historia, pero se tratará de cortes situados de otro modo. Hay pocos historiadores de la biología y aún menos historiadores de las ideas que no describan una continuidad de pensamiento entre Buffon o Maupertuis y Darwin, y que no acusen una discontinuidad entre Darwin y Cuvier, presentado a menudo como el genio malo de la biología a comienzos del siglo XIX. En cuanto a F oucault, sitúa la discontinuidad entre Buffon y Cuvier ....:.más exactamente entre Buffon y Antoine-Laurent y Jussieu-, y hace de la obra de Cuvier la posibilidad histórica de la 132 dbra de Darwin. Como se dice vulgarmente, esto puede discutirse. Y por cierto vale la pena hacerlo. Aunque no se piense que F oucault tiene razón en este punto -y nosotros, personalmente, pensamos que tiene razón-, ¿este es un motivo suficiente para acusarlo de mandar de paseo a la Historia? Buffon no comprendía por qué Aldrovandi escribió como lo hizo la historia de las serpientes. Foucault cree comprenderlo: «Aldrovandi no era un observador mejor ni peor que Buffon; no era más crédulo que él, ni estaba menos apegado a la fidelidad de la mirada o a la racionalidad de las cosas. Simpl.e y sencillamen~e, su mirada no estaba ligada a las J.·· cosas por el mismo sistema, ni la misma disposición de . 11 la episteme» (pág. 48). Buffon, en cambio, estaba li- '1 gado a las cosas por la misma disposición de la episteme que Linneo. Buffon y Linneo ponen sobre las cosas una misma rejiHa (pág. 136). Foucault, pues, no propone otra cosa que un programa sistemático de subversión de los métodos de trabajo de la mayor parte de los l historiadores de la biología (págs. 126-12 8). ¿Por qué, entonces, provoca escándalo? Porque la historia es hoy día una suerte de campo mágico en el que se identifican, p.ara muchos filósofos, la existencia y el discurso, los actores de la historia y los autores de 1historias, incluso· Henas de a priori ideológicos. Así es como un programa de subversión del discurso histórico es denunciado como un manifiesto de subversión del curso de la historia. La subversión de un progresismo no podría ser más que un proyecto conservador. He ahí por qué vuestra estructura es neocapitalista. Se olvida, o más exactamente se ignora, que Foucault -y él no lo oculta- encontró un estímulo de peso para negar la preexistencia de conceptos evolucionistas en el siglo XVIII, en las notables tesis que Henri Daudin consagró, en 1926, a los métodos de clasificación en Linneo, Lamarck y Cuvier. Quienes conocieron a Henri Daudin, l 133 profesor de filosofía en la Universidad de Bordeaux, no encuentran en él ninguna razón para pensar que se traiciona al hombre o al pueblo cuando se afirma, contrariamente a quienes amalgaman evolucionismo biológico y progresismo político y social, que el Darwin biólogo debe más a Cuvier que a Lamarck. F oucault tiene razón al decir que Lamarck es contemporáneo de A. L. de Jussieu más que de Cuvier (pág. 269) y la lectura que propone de las Lefons sur f anatomie comparée merece que se examine con seriedad la tesis de que «el evolucionismo constituye una teoría biológica cuya condición de posibilidad fue una biología sin evolución: la de Cuvier» (pág. 288). En el siglo XVIII, la teoría de la escala continua de las formas vivas impidió, más de lo que favoreció, la concepción de una historia de la vida. Las formas de pasaje, las especies intermedias, eran necesarias para la composición de un cuadro sin desgarrones, pero no contradicen la simultaneidad de las relaciones. La historia de los seres vivos sobre el globo era la historia de la iluminación progresiva de un cuadro, no la historia de su confección sucesiva. «El continuo no es el surco visible de una historia fundamental en la que un mismo principio vivo lucharía con un medio variable. Pues el continuo precede al tiempo. Es su condición. Y con relación a él, la historia no puede desempeñar más que un papel negativo: descuenta y hace subsistir o descuida y deja desaparecer>> (pág. 156). De modo que no se exagera cuando se concluye que la historia de la naturaleza es imposible de pensar para la historia natural (pág. 157) Hasta ahora nos hemos limitado, en nuestro intento de comprender lo que entiende Foucault cuando habla de episteme, a aquella de sus demostraciones para la cual, equivocadamente o no, nos creemos con alguna competencia o por lo menos con un interés antiguo. 134 Queda por preguntar si los esbozos bien construidos de la historia del lenguaje, de la vida y del trabajo, basados en este concepto de episteme bastan para garantizarnos de que aquí nos encontramos con algo más que una palabra. La episteme, razón de ser de un programa de subversión de la historia, ¿es, o no, algo más que un ser de razón? Y ante todo, ¿qué tipo de objeto es, y para qué tipo de discurso? Una ciencia es un objeto para la historia de las ciencias, para la filosofía de las ciencias. Paradójicamente, la episteme no es un objeto para la epistemología. Por el momento, y para Michel F oucault, la episteme es aquello para lo cual se busca un status de'l discurso a lo largo del libro Las palabras y las cosas. El objeto es, por el momento, aquello que dice de él el que habla de él. Pero ~qué tipo de verificación debe aplicarse a tal discurso? Bajo el nombre de verificación no puede tratarse de una referencia a un objeto dado previamente a su constitución según una regla. La anatomía comparativa de Cuvier sostenía una relación con organismos actuales o fósiles, pero percibidos o reconstruid,os s~gún una idea del organismo y de la organización que, por el principio de la correlación de las formas, trastornaba la taxonomía continuista del siglo XVIII. Darwin desgarró el cuadro de las especies y dibujó la sucesión de las formas vivas, sin un plan preordenado. Daudin hizo la historia no conformista del desacuerdo entre Cuvier y Lamarck. En esta historia el arqueólogo descubre las huellas de una red epistémica. ¿Por qué? Porque se ha situado a la vez en el interior y en el exterior de la historia de la biología. Porque habiendo adoptado la táctica de la incursión reversible, ha sobreimpuesto dos lecturas, las de las teorías del lenguaje y la de las teorías de la economía, a la lectura de las teorías de los seres vivos. La verificación del discurso sobre la episteme remite a la variedad de los dominios en que se descubre el inva- 13S riante. Para percibir la episteme, hizo falta salir de una ciencia y de la historia de una ciencia, hizo falta desafiar la especialización de los especialistas e intentar convertirse en un especialista, no de la generalidad sino de la inter-regionalidad. Como dijo un crítico de Foucault, tan inteligente como severo,2 esto costó mucho esfuerzo. Fue preciso ha!ber leído muoho de aquello que no han leído los demás. Esta es una de las razones del estupor que suscitó la lectura de Foucault en muchos de sus censores. F oucault no cita a ninguno de los historiadores de tal o cual disciplina, y no se refiere más que a los textos originales que dormían en las bibliotecas. Se ha hablado de «polvo». Pero así como la capa de polvo sobre los muebles mide la negligencia de laS mujeres del hogar, la capa de polvo sobre los libros mide la frivolidad de las mujeres de las letras. La episteme es un objeto que hasta ahora no constituía el objeto de ningún libro, pero que éstos contenían, porque ella había constituido todos los libros de una misma época. Pero si estos libros han sido finalmente leídos, ¿no es acaso a través de la «rejilla» Foucault? Otra rejilla, otro botín de lectura. Examinemos la Qlb~~ jeción. Es cierto que Foucault no lee el siglo XVIII 1 como Cassirer en la Filosofía de la Ilustración, y mu1 cho menos aún como Paul Hazard en sus dos estudios sobre el pensamiento europeo. Compárese, en La pensée européene au XV/11 siecle, el capítulo sobre las ciencias de la naturaleza con el quinto capítulo de l Foucault. Compárense también las referencias bibliográficas. Hazard solo cita obras de segunda mano. Foucault no cita más que textos originales. ¿Cuál de los dos lee a través de una rejilla? Inversamente, un lector que sabe ir a los textos, y a textos poco frecuentados, como Cassirer, propone una lectura del J 1 {/ / 1 2. Michel Amiot: «Le relativisme culturaliste de Michel Foucault>>, Les Temps Modernes, enero 1967. [Reproducido en ese volumen.] .136 siglo XVIII que no carece de relaciones con la de Foucault, y descubre, también él, una red de temas que constituyen un suelo en el que un día surgirá Kant, sin que, por lo demás, se sepa bien de qué manera. Sin duda es el mismo Foucault quien habla de rejilla. Y como se trata de una alusión a la criptografía, se creería uno autorizado a averiguar quién es el inventor de la rejilla. Pero es posible que no haya una rejilla propia de F oucault, y sí solamente un uso propio de la rejilla. No es nueva la idea de que el lenguaje es una rejilla para la experiencia. Pero la idea de que la rejilla misma requería un desciframiento aún aguardaba que se la elaborase. F oucault advirtió el enigma del lenguaje en Ja convergencia de la poesía pura, de la matemática formal, del psicoanálisis y de la lingüística. «¿Qué es el lenguaje, cómo rodearlo para hacerlo aparecer en sí mismo y en su plenitud?» (pág. 298). Es en el choque de retomo del lenguaje (pág. 295) como cosa que requiere una rejilla, cuando aparece el corte con la época en que el mismo lenguaje era la rejilla de las cosas, después de habe~ sido, en el pasado, su signatura. Para que la episterne de la época clásica apareciera como objeto, su signatura. Para que la episteme de la época clásica apareciera como objeto, fue necesario situarse en el punto en que, participando de la episteme del siglo XIX, se estaba bastante lejos de su nacimiento como para ver la ruptura con el siglo XVIII, y bastante cerca de lo que se anuncia como su fin para imaginar que se vivirá otra ruptura: aquella después de la cual el Hombre, como antes el Orden, aparecerá como un objeto. Para descubrir que antes de requerir él mismo la aplicación de una rejilla, el lenguaje -rejilla de las rejillas- fundó el conocimiento de la naturaleza con la constitución de un cuadro representativo de las identidades y de las diferencias del que estaba ausente el hombre -soberano del discurso teórico-, 137 a Foucault le ha tbastado, al parecer, situarse en una encrucijada de disciplinas. Pero para esto hizo falta seguir la vía de cada una de ellas. No había nada que 1inventar, excepto el uso simultáneo de las invenciones filosóficas y filológicas del siglo XIX. Es lo que podría ]Jamarse la originalidad objetiva. Pero para hallar el punto en que se la encuentra como recompensa del trabajo, fue necesario ese impulso de originalidad subjetiva que no todos tienen. Esta situación de originalidad objetiva explica que Foucault se haya visto como obligado a i~troducir en la diacronía de una cultura un concepto o una función de inteligibilidad, a primera vista análogo al que los culturalistas norteamericanos introdujeron en el cuadro sincrónico de las culturas. La personalidad básica es ese concepto que permite discriminar, en la coexistencia de las culturas, el invariante de integración del [ individuo con el todo social propio de cada una de tales culturas. La e,pisteme básica, para una cultura dada, es de algún modo su sistema universal de referencia en cierta época: la única relación que mantiene con el que le sucede es la diferencia. En el caso de la personalidad básica, se considera que la función de in..: teligibilidad que asume implica un rechazo de la puesta en perspectiva del cuadro de las culturas a partir del punto privilegiado de una de ellas. Es bastante conocido el hecho de que los culturalistas norteamericanos suministraron a la política del gobierno de ese país los argumentos de buena conciencia necesarios para la condena, económicamente provechosa para sus autores, de las potencias coloniales del viejo continente. Pero Foucault sostiene que si la situación colonizadora no es indispensabJe para la etnología, de todos modos esta disciplina «no toma sus dimensiones propias sino en la soberanía histórica -siempre retenida, pero siempre actual- del pensamiento europeo y de la relación que 138 puede afrontar con todas las otras culturas lo mismo que consigo mismo» (pág. 366). Así pues la existencia de una etnología culturalista, que ha contribuido en cierto modo a la liquidación del colonialismo europeo, aparece, por su inscripción en los marcos de la ratio occidental, como el síntoma de un olvido ingenuo, por parte de los norteamericanos, de un etnocentrismo cultural ilusoriamente anticolonialista. Es que existe una diferencia radical de utilización entre el concepto de personalidad básica y el concepto de episteme. El primer concepto es a la vez el de un dato y de una norma que una totalidad social impone a sus partes para juzgarlas, para definir la normalidad y la desviación. El concepto de episteme es el de un humus sobre el cual no pueden brotar sino ciertas formas de organización del discurso, sin que la confrontación con otras formas pueda depender de un juicio de apreciación. No hay, actualmente, filosofía menos normativa que la de F oucault, más ajena· a la distinción de lo normal y de lo patológico. El pensamiento moderno se caracteriza, en su opinión, por no querer y no poder proponer una moral (pág. 319). También aquí el humanista, invitado a reservarse su sermón, se indigna. Hay sin embargo una cuestión, más que una objeción, que no creo posible pasar por alto. Tratándose de un saber teórico, ¿es posible pensarlo en la especificidad de su concepto sin referencia a alguna norma? Entre los discursos teóricos que se mantienen de acuerdo con el sistema epistémico de los siglos xvn y XVIII, algunos, como la historia natural, han sido relegados por la episteme del XIX, pero otros han sido integrados. Aunque haya servido de modelo a los fisiólogos de la economía animal durante el siglo xvn1, la física de N ewton nos los acompañó en su ruina. Buffon es refutad_o por Darwin, si no por Etienne Geoffroy Saint-Hilaire. Pero Newton no es refutado por Einstein ni por ~ 139 Maxwell. Darwin no es refutado por Mendel y Morgan. ·La·· sucesión Galileo, Newton, Einstein, no presenta rupturas semejantes a las que se advierten en la sucesión Tournefort, Linneo, Engler, en botánica sistemática. No creo que esta objeción, prevista por Foucault, pueda ser levantada mediante la decisión de no ¡¡ ten~rla en cuenta por corresponder a otro ~i~o de esil tud10. Foucault, en efecto, no se ha prohibido toda !\ alusión a la matemática y a la física en su exploración l de la episteme del siglo xrx, pero las considera sola11 mente como modelos de formalización para las ciencias humanas, es decir sólo como un lenguaje, ,Jo que no es i!lexacto, por lo menos para la matemática, pero sí cuestionable para la física, donde las teorías, cuando se suceden por generalización e integración, tienen el efecto de despegar y de separar por una parte el discurso cambiante y los conceptos que utiliza, y por otra lo que habría que .flamar -y esta vez en un sentido estricto- la estructura matemática resistente. F oucault puede responder que él no se interesa en ,}a verdad del discurso sino en su positividad. ¿Pero acaso podemos pasar por alto el hecho de que algunos discursos -como el discurso de la física matemática- no tienen otra positividad que la que reciben de su norma, y que esta norma conquista obstinadamente la pureza de su rigor depositando en la sucesión epistémica discursos cuyo vocabulario aparece, de una episteme a otra, ca-_ rente de significación? Si bien se deja de entender, a fines del siglo XIX, lo que querían decir los físicos que hablaban del éter, no por eso se deja de comprender la apodicticidad matemática de las teorías de Fresnel, no se comete ninguna falta de anacronismo cuando se busca en Huygens, no por cierto el origen de una historia melódica, sino el comienzo de un progreso. 1 j Luego d~ esta exposición de problemas inevitables refe- 140 ridos a la episteme, ya es hora de recordar que Foucault no ha querido escribir la teoría general (que nos promete) de una arqueología del saber, sino su aplicación a las ciencias humanas, y que se propuso mostrar cuándo y cómo el hombre pasó a ser un objeto de ciencia, así como la naturaleza pasó a serlo en los siglos XVII y XVIII. N o es posible ser m' die~ gue -~-L~~ negativa a conce er sentido a todo intento de buscar en la época clásica 1QL9rtgenes:QJ.as_ ps~misas ,Q.;_E:~es­ tras ciencias Barnaclas humanas. Mientras se creyo pooersostener un discurso común de la representación y de las cosas, no fue posible tener al hombre por objeto de ciencia, es decir por una existencia a tratar como problema. En la época clásica el hombre había coincidido con su conciencia de un poder de contemplar o de producir las ideas de todos los seres, en cuyo seno se definía como vivo, hablante y fabricante de herramientas; poder experimentado como trabajoso o defectuoso respecto de un poder infinito, que se suponía fundaba la positividad del poder humano .sólo en la concesión o delegación de una parte de ese mismo poder infinito. Durante mucho tiempo el Cogito cartesiano pasó por ser la forma canónica de la relación del pensante con el pensamiento, precisamente durante el tiempo en que se ignoró que no hay otro Cogito que el cartesiano, otro Cogito que aquel que tiene por sujeto un Yo (/e) que puede decir Yo (Moi). Pero a fines del siglo XVIII, por una parte la filosofía kantiana, y por otra la constitución de la biología, Ja economía y la lingüística, plantearon la pregunta: ¿Qué es el hombre? El día en que la vida, el trabajo, el lenguaje, dejaron de ser los atributos de una naturaleza para convertirse ellos mismos en naturalezas enraizadas en su historia específica, naturalezas en cuyo entrecruzamiento el hombre se descubre naturalizado, es decir a la vez sostenido ·y 141 contenido, en ese momento se constituyen ciencias empíricas de esas naturalezas como ciencias específicas del ~ producto de tales naturalezas, por lo tanto del hombre. il Uno de los puntos difíciles de la demostración de Fou1\ cault es la aclaración de la connivencia no premeditada 1 ; del kantismo y de los trabajos de Cuvier, Ricardo y 1 Bopp en Ja manifestación de la episteme del siglo XIX. ' En un sentido, la invención del Cogito por Descartes no es lo que constituyó, durante más de un siglo, el mérito esencial de la filosofía de su inventor. Fue preciso que Kant lleve el Cogito ante el tribunal crítico del Yo pienso, negándole todo alcance sustancialista, para que la filosofía moderna adoptara el hábito de referirse al Cogito como el acontecimiento filosófico que la 1había inaugurado. El Y o pienso kantiano, vehículo de los conceptos del entendimiento, es una luz que abre la experiencia a su inteligibilidad. Pero esta luz está detrás nuestro y no podemos volvernos hacia ella. El sujeto trascendental de los pensamientos como el objeto trascendental de la experiencia es una X. La unidad originariamente sintética de la apercepción constituye de manera ante-representativa una representación limitada, en el sentido de que no puede tener acceso a su fuente originaria. Así a diferencia dell Cogito cartesiano, el Yo pienso se enuncia como un en sí, sin lograr alcanzarse como para sí. El Yo (/e) / no puede conocerse como Yo (Moi). A partir de este momento es pensable, en filosofía, el concepto de Ja función del Cogito sin sujeto funcionario. El Y o pienso kantiano, al estar siempre más acá de la conciencia de los efectos de su poder, no impide los intentos de investigar si la función fundadora, si la legitimación del contenido de nuestros conocimientos por la estructura de sus formas no podría estar asegurada por funciones o estructuras que la ciencia misma descubre en la elaboración de esos conocimientos. En su análisis de las j 142 relaciones entre lo empírico y lo trascendental, F oucault resume con mucha claridad la orientación que siguen las filosofías no reflexivas del siglo XIX al intentar rebajar «la dimensión propia de la crítica hacia los contenidos de un conocimiento empírico» sin poder evitar el uso de 'Cierta crítica, sin poder prescindir de efectuar una partición que esta vez nos separa a lo verdadero de lo falso, o a lo fundado de lo ilusorio, sino a lo normal de lo anormal, tales como los indicaba -se creía- la naturaleza o la historia del hombre. Foucault cita a Comte una sola vez (pág. 311), aunque el caso merece que se lo siga de cerca. Comte pensó a menudo que era el verdadero Kant, al sustituir la relación .metafísica sujeto-objeto por la relación científica organismomedio. Gall y Condorcet suministraron a Comte los medios para obtener lo que no había podido Kant. Gall, por la fisiología cerebral, que suministraba a Comte la idea de un cuadro de funciones que desempeñaban el papel de la tabla kantiana de las categorías. Condorcet, por la teoría de los progresos del espíritu humano. El a priori fisiológico y el a priqri histórico se resumían en esto: es la humanidad la que piensa en el hombre. Pero en Comte el a priori biológico es un a priori para el a priori histórico. La historia no puede desnaturalizar a la naturaleza. Desde el comienzo, y no solamente hacia el fin, el pensamiento de Comte, al proponerse la fundación de una ciencia de la sociedad, es decir del sujeto colectivo e histórico de las actividades humanas, entiende a la filosofía como una síntesis «presidida por el punto de vista humano», es decir como una síntesis subjetiva. La filosofía de Comte es el ejemplo típico de un tratamiento em írico del ro-ecto-frascenderttal conserva o. te tratamiento em p1nco usca su Instrumento principal en la biología, en el desdén o la ignorancia de la economía y ·de la lingüística. Así, esta filosofía para la cual las génesis no son nunca más que 143 desarrollos de estructuras vivas, no reconoce en la matemática y en la gramática de su tiempo las disciplinas por las cuales el concepto de estructura sustituirá en filosofía al Cogito, que los positivistas abandonan sarcásticamente al eclecticismo. No seré yo quien reproche a Foucault la aproximación, en gran medida paradójica, y escandalosa para algunos, de la fenomenología y el positivismo (págs. 311-312). El análisis de lo vivido le parece un intento, solamente más exigente y más riguroso, por «hacer valer lo empírico por lo trascendental» (pág. 313). Cuando Husserl quiso ser más radical que Descartes y mejor trascendentalista que Kant, ya los tiempos -entendamos la episteme- habían cambiado. El Cogito había dejado de aparecer como el antepasado más venerable de la función trascendental y la empresa de duplicación trascendental había dejado de confundirse con la función filosófica misma. La interrogación husserliana debía pues concernir más a la ciencia que a la naturaleza, y la cuestión del hombre al ser más que a la fundación del ser del hombre en el Cogito. «Bajo nuestra mirada, el proyecto fenomenológico no cesa de desanudarse en una descripción de lo vivido, empírica a pensar suyo, y una ontología de lo impensado que pone fuera de juego la primacía del "Yo pienso"» (pág. 317). Hace veinte años, las últimas páginas, y sobre todo las últimas líneas de la obra póstuma de Jean Cavailles, Sur la logique et la tbéorie de la science, planteaban la necesidad, para una teoría de la ciencia, de sustituir la ·conciencia por el concepto. El filósofo matemático que, en una carta a su maestro Léon Brunschvicg, había reprochado a Husserl una utilización excesiva del Cogito, se distanciaba también, filosóficamente hablando, de su maestro al escribir: «No es una filosofía de la conciencia sino una filosofía del concepto la que puede dar una doctrina de la ciencia. La necesidad generadora 144 no es la de un actividad sino la de una dialéctica>>. tas palabras parecieron entonces, a mue os, un enigma. Hoy podemos comprender que el enigma valía como promesa. Cavailles ha asignado sus límites a la empresa fenomenológica, aún antes que ésta exhibiera en Francia -es decir, con cierto retardo- sus ambiciones ilimitadas, y ha asignado, con veinte años de anticipación, la tarea que la filosofía está en vías de reconocer. Sustituir Ja primacía de la conciencia vivida o reflexiva por la primacía del concepto, el sistema o de la estructura. Y hay algo más. Fusilado por los alemanes por su actividad en la resistencia, Cavailles -que se decía espinozista y no creía en la historia en el sentido existencial- ha refutado de antemano, por la acción que emprendió sintiéndose implicado, por su participa-~ ción en Ja historia trágicamente vivida hasta la muerte, el argumento de quienes tratan de desacreditar lo que llaman el estructuralismo condenándolo a engendrar, entre otras fechorías, la pasividad ante el hecho consumado. Al escribir el breve capítulo «El Cogito y lo Impensado» (págs. 313-319), Foucault sintió sin duda que no hablaba solamente por él, que no indicaba solamente el punto oscuro, aunque no secreto, a partir del cual se despliega el discurso denso y a veces difícil de Las palabras y las cosas, sino que indicaba asimismo la cuestión que fuera de toda preocupación tradicional, constituye para la filosofía su tarea actual. El Cogito moderno ya no es la captación intuitiva de la identidad, en el pensar, del pensamiento pensante con su ser, sino «la interrogación siempre replanteada para saber cómo habita el pensamiento fuera de aquí y, sin embargo, muy cerca de sí mismo, cómo puede ser bajo las especies de lo no-pensante» (pág. 315). En Le nouvel esprit scientifique, Gaston Bachelard había tratado de derivar de las nuevas teorías físicas 'las normas de una ~ 145 epistemología no cartesiana, y se había planteado el problema de saber en qué se convierte el sujeto del saber cuando se pasa el Cogito a la voz pasiva (cogitatur ergo est) 3 ; en La philosophie du non había esbozado, a propósito de las nuevas teorías químicas, las tareas de una analítica no kantiana. Siguiendo las mismas huellas, o no, F oucault extiende la obligación de no cartesianismo, de no kantismo hasta la reflexión filosófica misma. «Todo el pensamiento moderno está atravesado por la ley de pensar lo impensado» (pág. 318). Pero pensar lo impensado no es solamente, según F oucault, pensar en el sentido teórico o especulativo del término; es producirse corriendo el riesgo de asombrarse y aún de asustarse de sí mismo. «El pensamiendo, al ras de su existencia, de su forma más matinal, es en sí mismo una acción- un acto peligroso» (pág. 319). Es difícil comprender -a menos de suponer que hablaron antes de leerlo- por qué ciertos críticos de F oucault pueden hablar a su respecto de cartesianismo o de positivismo. Al designar con el nombre general de antropología el conjunto de aquellas ciencias que se constituyeron en el siglo XIX, no como herencia del XVIII, sino como «acontecimiento en el orden del saber», F oucault llama sueño antropológico a la tranquila seguridad con que los promotores actuales de las ciencias humanas consideran ya como objeto, dado de antemano a sus estudios progresivos, lo que no era inicialmente más que su proyecto de constitución. En este sentido, Las palabras y las cosas podrían desempeñar para un futuro Kant -aún desconocido como tal- el papel de desembotador que Kant había concedido a Hume. Se saltearía, pues, una etapa de la reproducción no repetitiva de la historia epistémica si se dijera de esta obra que es, para las ciencias humanas, lo que la Crítica de la razón pura fue para las ciencias de la naturaleza. A menos que, no tratándose aquí de la naturaleza y de las cosas, smo de esta aventura creadora de sus propias normas a la que el concepto empírico-metafísico de hombre -si no la misma palabra- podría dejar de convenir7 no hubiera que hacer ninguna diferencia entre apelar a la vigilancia filosófica y llevar a luz -una luz más cruda que cruel- sus condiciones prácticas de posibilidad. 3. Op. cit., .pág. 168. 146 147