Subido por Adrian Ercoli

CANGUILHEM - La muerte del hombre o agotamiento del cogito[529]

Anuncio
en: AA VV Analisis de Foucault, Bs. As., Tiempo contemporáneo, 1970
¿Muerte del hombre o agotamiento
del cogito?
Georges Canguilhem
Los dedos de una sola mano bastan para contar los
filósofos que reconocieron al Don Quijote de Cervantes la significación de un acontecimiento filosófico.
Son, que yo sepa, dos: Auguste Comte y Michel Foucault. Si hubiera escrito una historia de la locura -y
pudo haberlo hecho-, Comte habría reservado en ella
un lugar para Cervantes, pues más de una vez se refirió
a Don Quijote para definir a la locura como exceso
de subjetividad y pasión de réplica a los desmentidos de
la experiencia, por la incesante complicación de las
interpretaciones que ésta puede recibir. Sin embargo,
más que Cervantes, fue Descartes a quien el autor real
de la Historia de la locura encomendó que nos presentara la idea de la locura en la época clásica. Inversamente, en Las palabras y las cosas, Cervantes y Don
Quijote se ven honrados con cuatro páginas brillantes
mientras que a Descartes sólo se lo nombra dos o tres
veces; el único texto cartesiano que se cita -algunas
líneas de las Regulae- sólo es mencionado en razón
de la subordinación manifiesta de la noción de medida
a la noción de orden en la idea de mathesis. También,
posiblemente, en razón de la temprana utilización de
las Regulae por la Logique de Port-Royal, promovida,
como lógica de los signos y de la gramática, a la dignidad de ser uno de los libros principales del siglo XVII.
Por este desplazamiento sorprendente de los lugares en
que uno esperaría verlos citados como testigos, Descartes y 'Cervantes se hallan investidos de un poder de
122
J
juicio o de crítica. Descartes es uno de los artesanos
de la partición de normas que tuvo por efecto confinar
a la locura en el espacio hospitalicio donde los psicopatólogos .del siglo XIX la encontraron como objeto de
saber. Cervantes es uno de los artesanos del desgarramiento que arrancó las palabras a la prosa del mundo y
las hizo capaces de anudarse unas con otras en la cadena
de los signos y en la trama de la representación.
Las palabras y las cosas tienen su lugar de origen en
un texto de Borges, apelan a V elásquez y a Cervantes
para tomar de ellos las claves de lectura .de los filósofos
clásicos, el mismo año en que la circular de invitación
al cuarto Congreso mundial de psiquiatría realizado en
Madrid ostentaba la efigie de Don Quijote, el mismo
año en que la exposición Picasso, en París, nos recordaba el enigma siempre actual del mensaje confiado al
cuadro Las Meninas. Tomemos pues de Henri Brulard
el término «españolismo» para caracterizar el sesgo
filosófico de F oucault. Para Stendhal, que en su juven¡1· tud detestaba a Racine y sólo confiaba en Cervantes y
· en Ariosto, el españolismo era la aversión al sermón
\ y a la vulgaridad. Aihora bien, a juzgar por Ias reprobaciones moralizadoras, la cólera y la indignación despertadas en distintos sectores por la obra de F oucault,
pareciera que esta obra apunta directamente -aunque
no siempre voluntariamente- a ciertos espíritus tan vivaces ahora como en la época de la Restauración. Al
parecer, ha pasado el tiempo en que Kant podía escribir
que nada debe escapar a la crítica. En un siglo en que
la religión y las leyes ya han dejado de oponer a la
crítica, una su santidad y las otras su majestad, ¿será
en nombre de la filosofía que se proscribirá la impugnación del fundamento que ciertos filósofos creen en-:
contrar en la esencia o en la existencia del hombre?
Porque ·en las últimas págm,~. ,dd.Jilu;.Q ~GJ..lypr del
rer se conxierte ;pe] lp¡ar del Q.Ul~[to, O por lo menos
123
del moribundo, tan próximo de su fin como de su
comienzo, o mejor de su «invención reciente» porque
se !los di~e que, «el hombre no es el probl~ma más
1 anttguo nt el mas constante que se haya planteado el
¡ saber hum.aJ.?-O» (pág. 375), ¿debemos perder la calma,
f como lo htcteron algunos que figuran entre las mejores
' cabezas de hoy? Cuando se ha dejado de vivir según
la rutin~ universitaria, ¿hay que comportarse como un
catedrático malhumorado por la inminencia de su relevo? ¿Veremos constitui.rse una Liga de los derechos
de! Homb~e. a ser el sujeto y el objeto de la filosofía,
baJo la dtvtsa: «Humanistas de todos los .partidos
, r ':l M'as q?e anatematiZar
.
¡untos.».
lo que se llama, por'
amalgama sumana, estructuralismo o método estructural, e interpreta: ~1 é~ito de u~a obra co.mo la prueba
de su falta de ongtnahdad, sena converuente meditar
en el siguiente hecho. En 1943 Georges Dumézil en
Servius et la Fortune, escribía que su problema s~ le
había presentado «en la encrucijada de cuatro rastros».
Hoy s.e .sabe, vie!ldo la acogida que recibió en 1967
La reltgton romatne trrchaique, que al encontrarse en
la encrucijada Dumézil esos rastros se convirtieron en
caminos. Caminos en los que los antiguos detractores
del. método de la encrucijada, los campeones de la hist?n~ romana histórica, quisieran hoy escoltar a Dumé~- zil si su eda.d les permiti·era tener tiempo y fuerzas para
¡ e.llo. TrabaJos como los de Dumézil, Lévi-Strauss Mar\ tt.~et, ~eterminaron, sin premeditación, por tria~gula­
cton VIrtual, el punto en que debía acudir un filósofo
p~a justificar, comparando sin amalgamarlos los trabaJos y sus resultados. El éxito de Foucault ~uede pasar, re~tamente, por el premio a la lucidez que le hizo
advertir ese punto, para el que otros estuvieron ciegos.
Hay un hecho notable. Casi todos .los comentarios o
reseñas suscitados hasta ahora por Las palabras y las
124
...
' ..l
..
cosas aíslan, en el subtítulo, el término «arqueologÍa>>
juzgándolo -a veces con muy mala voluntad- al margen del bloque significativo que constituye la expresión
arqueología de las ciencias humanas. Procediendo así,
es evidente que se pierde la tesis, en el sentido estricto
del término, que presentan los dos últimos capítulos del
Vlibr?. Para esta tesis todo se juega en torno ·del len1\ guaJe, más exactamente en torno de la situación del
1\ lenguaje en la actuali.dad. En el siglo XIX, el desplazamiento de la historia natural por la biología, del análi~is de las riquezas por una teoría de la producción,
dteron como resultado la constitución ·de un objeto
de investigaciones unificado: la vida o el trabajo. En
cambio la unidad de la antigua gramática general se
disipó (pág. 296) sin ser sustituida por una recuperación única y unificadora. El lenguaje pasó a ser tratado por el filólogo y el lingüista, por el lógico simb.ólico, por .el exegeta, en fin, por el escritor, el poeta. A
ftnes del stglo XIX, cuando Nietzsche enseña que el
sentido de las palabras debe remitir a quien lo da (¿pero
quién lo da?), Mallarmé se borra de su poema («La
frase vuelve, virtual, desprendida de una caí.da anterior
de pl~ma, a!ho~a a través de ~a voz escuchada, hasta que
por ftn se articula sola y vtve de su personalidad»). 1
F oucault considera que la pregunta tradicional: ¿qué
es pensar?, ha sido sustituida por la pregunta: ¿qué es
habl~r? Confiesa (pág. 299) ·que aún no puede responder si esta pregunta se plantea como un efecto de nuestro retraso en reconocer la pérdida de su actualidad o
si ella se anticipa a los conceptos futuros qúe permiti;in
contestarla. En nuestros días, cuando tantos «pensadoreS>> se precian de dar respuestas a preguntas cuya
l. «La penultiéme est morte», en Divagations: le démon de l'analogie. Cf. sobre Mallarmé y el lenguaje, Philippe Sollers: «Littérature et totalité», Tel Quel 26.
125
,..
enunciación y pertinencia no han justificado, no es
frecuente encontrar un hombre que necesita más de
trescientas páginas para exponer una pregunta, encarar
«quizá la reiniciación del trabajo» y confesar: «Es verdad que no sé responder a estas preguntas ... Ni siquiera puedo adivinar si alguna vez podré responder a eHas
o si algún día tendré .razones para determinarme»
(pág. 299).
En cuanto al concepto de arqueología, la mayor parte
de los críticos importantes de F oucault no lo han retenido más que para impugnarlo y sustituirlo por el de
geología. Es cierto que F oucault adopta algunos términos del vocabulario de la geología y de la sismología;
por ejemplo: erosión (pág. 57), terreno y napa (pág.
213), sacudida (pág. 213), capa (pág. 216). El final
del prefacio parece extraído de un nuevo discurso
sobre las revoluciones del globo: «restituimos a nuestro
suelo silencioso e ingenuamente inmóvil sus rupturas,
su inestabilidad, sus fallas; es él el que se inquieta de
nuevo bajo nuestros pieS>> (pág. 1O). Pero no es menos
cierto que lo que F oucault trata de poner de manifiesto no es lo análogo a una capa de la corteza terrestre
oculta a las miradas por un fenómeno natural de rup: tura y hundimiento, sino una «desnivelación de la cul•. tura occidental», es decir, eJqJresamente un «umbral»
(pág. 9). A pesar de que la geografía y la ecología
utilicen el término «habitat>>, el hombre habita una
cultura y no un planeta. La geología conoce sedimentos
y la arqueología monumentos. Se comprende así fácilmente por qué quienes· desprecian el método estructural
(suponiendo que exista uno, hablando con propiedad),
para defender los derechos de la historia -dialéctica o
no-, se obstinan en sustituir arqueología por geología.
Es para sostener mejor su pretensión a representar el
humanisPio. Hacer de F oucault una suerte de geólogo
equivale a decir que naturaliza la cultura retirándola
l
126
de la historia. El existencialismo puede entonces acusarlo de positivista, injuria suprema.
N o~ ~ab_íamos instaJado en la .di::Il~<;tic,a. Superábamos lo
anterior (necesariamente, según algunos; libremente,
según otros), pero persuadidos de que al superarlo lo
comprendíamos. Per9 he aquí que alguien viene a
habJ:l.LQ.Q~. ·4e «ruptur~ J~~en<;ialt:S>>, a inquietarse' por
«no poder pensar un pensamiento» en «la dirección
por la que se escapa a sí mismo» y solamente nos invita
a «acoger estas discontinuidades en el orden empírico, a
la vez evidente y oscuro, en el que se dan» (págs. 5657). Entre el siglo XVIII y el XIX, así como entre el
XVI y el XVII, el arqueólogo del saber descubre una
«discontinuidad enigmática» (pág. 213) que sólo puede
calificar -sin pretender explicarla- como mutación,
acontecimiento radical (pág. 213), acontecimiento fundamental (pág. 216), desplazamiento ínfimo pero absolutamente esencial (pág. 234). Los trabajos anteriores
de. Foucault han dado dos ejemplos ~e. esas (fJ.S<;OJ1.ti-.
nu~~~~es, de esos .asontecimientos radicales que transforman la percepcion y la práctica humanas bajo la
aparente permanencia de un discurso. La Historia de .···& )_·
la locura situó el corte que se produce entre Montaigne
y Descartes en la representación de la locura. El nacimiento de la clínica situó el corte que se produce entre
Pinel y Bichat en la representación de la enfermedad.
Debemos pues averiguar las razones que impulsaron a
los críticos -la mayoría de ellos, sin duda, de buena
fe- a denunciar el riesgo que corre aquí la Historia.
En un sentido, desde el punto de vista de la historicidad,
¿qué más podemos pedir a quien escribe: «modo de
ser de todo lo que nos es dado en la experiencia, la
Historia se convirtió así en lo inmoldeab.le de nuestro
pensamiento»? (pág. 215). Pero como esta emergencia
de la historia, por una parte como discurso, por otra
como modo de ser de la empiricidad, es considerada
121
como el signo de una ruptura, nos ~e~os llevados a
concluir que alguna otra ruptura -quiza ya en cursonos hará extraño -y, ¿quién sabe?, impensable- el
modo de pensar histórico. Al parecer, ésta es .precisamente la conclusión de F oucault: «al descubrtr la ley
del tiempo como Hmite externo de las ciencias humanas la Historia muestra que todo lo que se ha pensado
seri pensado aún por un pensamiento que todavía n~
ha salido a luz» (pág. 361). En todo caso, ¿por que
rechazar, por el momento, la cualidad de histórico ~ un
discurso que describe la sucesión bruta, indeduct!ble,
imprevisible, de configuraciones co~cept~~l;s de sts~e­
mas de pensamiento? Porque tal disposicwn sucesiva
excluye la idea de un progreso. «No se tr~tará .de c~n~­
cimientos descritos en su progreso hacia una obJenvidad en la que, al fin, podría reconocerse n~est~a
ciencia actual» (pág. 7). En otras palabras: la ?tstona
del siglo XIX es el Progreso del XVIII que sustituye al
Orden del XVII, pero esta emergencia del Progreso no
debe ser considerada, respecto de la Historia, como un
progreso. Y si el rostro del Hombre llegara a borrarse
del saber «como en los límites del mar un rostro de
arena» (pág. 375), nada permite suponer que Foucault
considere esta eventualidad como un retroceso. Aquí
estamos frente a un explorador y no a un misionero
de la cultura moderna.
Es difícil ser el primero en dar un nombre a una cosa, o
por lo menos, en demarcar la cosa para la que se propone un nombre. Por ese motivo no es inmediatamente
transparente el concepto de episteme, a cuya elucid~­
ción consagra Foucault su obra. ÚJ?-a c~ltura es un c?digo de ordenamiento de la expenencia humana baJo
una triple relación: lingüística, perceptiva, práctica;
~ una ciencia o una filosofía son teoría o interpretación
Ldel orden. Pero las segundas no se aplican directamente
128
a la primera. Suponen la existencia de una red o de
una configuración de formas de aprehensión de las producciones de la cultura que constituyen ya, en relación
con esta cultura, un saber que está más acá de las ciencias o de las filosofías. ESta red es invariante y única
en una época que se define, es decir se recorta, por
referencia a ella. Su desconocimiento entraña, tanto en
historia de las ideas como en historia de las ciencias,
equívocos tan torpes como obstinados. Un ejemplo de
ello es la historia de las ideas en el siglo XVII, tal como
se la escribe ritualmente: «se puede decir también, si
lo único que se tiene en la cabeza son conceptos ya
hechos, que el siglo XVII señala la desaparición de las
viejas creencias supersticiosas o mágicas y, por fin, la
r entrada de la naturaleza en el orden científico. Pero
! lo que se necesita apresar y tratar de restituir son las
modificaciones que han alterado el saber mismo, en este
nivel arcaico que hace posible los conocimientos y el
de ser de lo que hay por saber>> (pág. 61). Estas
1modo
modificaciones se resumen en una retracción del lenguaje en relación con el mundo. El lenguaje ya no es,
como en el Renacimiento, la signatura o la marca de las
cosas. Ha pasado a ser el instrumento de manipulación,
de movilización, de aproximación y de comparación
de las cosas, el órgano de su composición en un cuadro
universal de identidades y de diferencias, el dispensador
y no el revelador del orden. La historia de las ideas y
de las ciencias del siglo XVII no podría, pues, limitarse
a ser la historia de la mecanización, y tampoco de la
matematización, de los diferentes dominios empíricos.
Por lo demás, al hablar de matematización se piensa
siempre en la medición de las cosas. Pero es su ordena-miento lo que deberíamos ver como primordial. ¿Cómo
comprender, de otro modo, ·la aparición, en una misma
época, de teorías como la gramática general, la taxo~
nomía de los naturalistas, el análisis de las riquezas?
1
129
Todo se aclara, en cambio, y aparece la unidad clásica
cuando se piensa que todos esos dominios «Se constituyeron sobre el fondo de una posible ciencia del
_. orden» y que «la puesta en orden por medio de signos
constituye todos los saberes empíricos como saberes de
la identidad y de la diferencia» (pág. 64). Este. fond<?
de ciencia posible es lo que Fouca~l~ .!J.~tp~~ ~~J!.~S~e:!!'!e.
N o es ya el código primaño de la cultQra occtdental,
no es aún una ciencia como la óptica de Huygens o
una filosofía como el sistema de Malebranche. Es
aquello sin lo cual no podría imaginarse como posibles
esa óptica o esa filosofía en su época y no tres cuartos
de siglo antes. Es aquello sin lo cual no se podrían
comprender los intentos de construir las ciencias como
tipos de análisis que pueden llegar a los elementos de lo
real y tipos de cálculos o combinaciones que pueden
, equipararse, por la composición reglada de los elemení1 tos a la universalidad de la naturaleza. Conocer la natu1 ral~za no es ya descifrarla, sino representarla. Tanto
1 para Descartes como para Leibniz, si la teoría física se
1
• da como intento de desciframiento, la certeza que engendra no es más que moral, fundada sobre la probabilidad de que la teoría verdadera sea el sistema de signos más completo, el más coherente, el más abierto a
los complementos futuros. Hay que aceptarlo: no es
Foucault quien escribió las últimas líneas de los Principios de la filosofía, ni la carta de Leibniz a Conring
del 19 de marzo de 1678. Nos parece bastante difícil
discutir el hecho de que, al poner de manifiesto «la red
arqueológica que da sus leyes al pensamiento clásico»
(pág. 77), se renueva provechosamente la idea que nos
hacíamos de los contornos cronológicos del período y
de los parentescos o afinidades intelectuales en el campo de esta episteme. Pero pensamos también que si esta
indicación estimulante de renovación llegara a suscitar
estudios múltiples y detenidos con el fin de retomar
130
l de nuevo 1a doxología de la época clásica, podría con~--~
\ ducir a matizar la tesis de F oucault según la cual la /
sucesión discontinua y autónoma de las redes de enun-j1
ciados fundamentales prohíbe toda ambición de reconstitución del pasado superado.
Leamos con atención la frase siguiente: «Sin duda porque el pensamiento clásico de la representación excluye
el análisis de la significación, nos cuesta tanto esfuerzo
-a nosotros, que no pensamos los signos sino a partir
de ésta- el reconocer, a pesar de la evidencia, que la
filosofía clásica, de Malebranche a la Ideología, fue, de
un extremo a otro, una filosofía del signo» (pág. 72).
¿A quién se presenta aquí la evidencia?
Ciertamente no a nosotros, que nos cuesta tanto esfuerzo reconocerlo -aunque, digámoslo, no seamos totalmente incapaces de reconocerlo. La evidencia se
presenta seguramente para Michel F oucault. Pero en- .
ronces, aunque nq_ sean transparentes una para la otra,
l
~}c~;,e;:e s~*~di~~~:r~~~r~=~~J~::~~
-pofeümpleto red procam·eme extrallaS:--Sl"IOTüetin-;¿como comprender que hoy aparezca en un campo
epistemológico sin precedente una obra como Las palabras y las cosas? Quizá ya se ha hecho esta observación. Es inevitable que se la haga. Por lo demás, no es
seguro que la paradoja que denuncia sea, realmente,
una paradoja. Cuando Foucault retoma para d saber
clásico (págs. 295-296) la demostración de arqueología
que ofreció en las págs. 63-77, invoca una «técnica
lenta y laboriosa>> que permitiría la reconstitución de
una red; reconoce que «es difícil reencontrar la manera
en que pudo funcionar este conjunto» y declara que
el pensamiento clásico dejó de ser «directamente accesible» para nosotros. Es decir que, aunque laboriosamente, lentamente, difícilmente, indirectamente, podemos
llegar, desde nuestras riberas epistémicas, sumergiéndo131
nos, hasta una episteme que ha naufragado. De modo
que esta prohibición, dirigida a cierta historia, de leva~­
tar los siete seHos que cierran el libro del pasado, equtvale tal vez a una invitación a ela!borar otro tipo de
historia: «Si la historia natural de Toumefort, de Linneo y de Buffon está relacionada con algo que no sea
ella misma, no lo está con la biología, con la anatomía
comparada de Cuvier o con el evolucionismo de Darwin, sino con 1a gramática general de Bauzée, con el
análisis de la moneda y de la riqueza tal como se encuentra en Law, Véron de Fortbonnais o Turgot>>
(pág. 8). No sería un mérito menor de la obra de
Foucault que su lectura insinuara en el corazón de la
historia del las ciencias el miedo generalizado al anacronismo. Sin que lo advierta, el historiador de la ciencia aplica a la ciencia que historia la idea de una verdad
constituida progresivamente. Un ejemplo de buena
conciencia en el anacronismo lo da la obra de Guyénot,
Les sciences de la vie aux xvli y XVIII siecles: Pidée
d' évolution. A pesar de lo que dijeron casi todos los
críticos de Foucault, el término «arqueología» dice
muy bien lo que él quiere decir. Es la condición de
otra historia, ·en la que el concepto de acontecimiento
(\\se mantenga, pero los acontecimientos se asignen a
\ conceptos y no a hombres. También esta historia deberá reconocer cortes, como toda historia, pero se
tratará de cortes situados de otro modo. Hay pocos
historiadores de la biología y aún menos historiadores
de las ideas que no describan una continuidad de pensamiento entre Buffon o Maupertuis y Darwin, y que
no acusen una discontinuidad entre Darwin y Cuvier,
presentado a menudo como el genio malo de la biología
a comienzos del siglo XIX. En cuanto a F oucault, sitúa
la discontinuidad entre Buffon y Cuvier ....:.más exactamente entre Buffon y Antoine-Laurent y Jussieu-, y
hace de la obra de Cuvier la posibilidad histórica de la
132
dbra de Darwin. Como se dice vulgarmente, esto puede
discutirse. Y por cierto vale la pena hacerlo. Aunque
no se piense que F oucault tiene razón en este punto
-y nosotros, personalmente, pensamos que tiene razón-, ¿este es un motivo suficiente para acusarlo de
mandar de paseo a la Historia? Buffon no comprendía
por qué Aldrovandi escribió como lo hizo la historia
de las serpientes. Foucault cree comprenderlo: «Aldrovandi no era un observador mejor ni peor que Buffon;
no era más crédulo que él, ni estaba menos apegado a
la fidelidad de la mirada o a la racionalidad de las cosas.
Simpl.e y sencillamen~e, su mirada no estaba ligada a las J.··
cosas por el mismo sistema, ni la misma disposición de .
11 la episteme» (pág. 48). Buffon, en cambio, estaba li- '1
gado a las cosas por la misma disposición de la episteme
que Linneo. Buffon y Linneo ponen sobre las cosas una
misma rejiHa (pág. 136). Foucault, pues, no propone
otra cosa que un programa sistemático de subversión
de los métodos de trabajo de la mayor parte de los
l historiadores de la biología (págs. 126-12 8). ¿Por qué,
entonces, provoca escándalo? Porque la historia es hoy
día una suerte de campo mágico en el que se identifican, p.ara muchos filósofos, la existencia y el discurso,
los actores de la historia y los autores de 1historias,
incluso· Henas de a priori ideológicos. Así es como un
programa de subversión del discurso histórico es denunciado como un manifiesto de subversión del curso
de la historia. La subversión de un progresismo no
podría ser más que un proyecto conservador. He ahí
por qué vuestra estructura es neocapitalista. Se olvida,
o más exactamente se ignora, que Foucault -y él no lo
oculta- encontró un estímulo de peso para negar la
preexistencia de conceptos evolucionistas en el siglo
XVIII, en las notables tesis que Henri Daudin consagró,
en 1926, a los métodos de clasificación en Linneo, Lamarck y Cuvier. Quienes conocieron a Henri Daudin,
l
133
profesor de filosofía en la Universidad de Bordeaux,
no encuentran en él ninguna razón para pensar que se
traiciona al hombre o al pueblo cuando se afirma, contrariamente a quienes amalgaman evolucionismo biológico y progresismo político y social, que el Darwin
biólogo debe más a Cuvier que a Lamarck. F oucault
tiene razón al decir que Lamarck es contemporáneo de
A. L. de Jussieu más que de Cuvier (pág. 269) y la
lectura que propone de las Lefons sur f anatomie comparée merece que se examine con seriedad la tesis de
que «el evolucionismo constituye una teoría biológica
cuya condición de posibilidad fue una biología sin
evolución: la de Cuvier» (pág. 288). En el siglo XVIII,
la teoría de la escala continua de las formas vivas impidió, más de lo que favoreció, la concepción de una
historia de la vida. Las formas de pasaje, las especies
intermedias, eran necesarias para la composición de un
cuadro sin desgarrones, pero no contradicen la simultaneidad de las relaciones. La historia de los seres vivos
sobre el globo era la historia de la iluminación progresiva de un cuadro, no la historia de su confección sucesiva. «El continuo no es el surco visible de una historia
fundamental en la que un mismo principio vivo lucharía
con un medio variable. Pues el continuo precede al
tiempo. Es su condición. Y con relación a él, la historia
no puede desempeñar más que un papel negativo: descuenta y hace subsistir o descuida y deja desaparecer>>
(pág. 156). De modo que no se exagera cuando se
concluye que la historia de la naturaleza es imposible
de pensar para la historia natural (pág. 157)
Hasta ahora nos hemos limitado, en nuestro intento de
comprender lo que entiende Foucault cuando habla
de episteme, a aquella de sus demostraciones para la
cual, equivocadamente o no, nos creemos con alguna
competencia o por lo menos con un interés antiguo.
134
Queda por preguntar si los esbozos bien construidos
de la historia del lenguaje, de la vida y del trabajo,
basados en este concepto de episteme bastan para garantizarnos de que aquí nos encontramos con algo más
que una palabra. La episteme, razón de ser de un programa de subversión de la historia, ¿es, o no, algo más
que un ser de razón? Y ante todo, ¿qué tipo de objeto
es, y para qué tipo de discurso? Una ciencia es un objeto para la historia de las ciencias, para la filosofía de
las ciencias. Paradójicamente, la episteme no es un
objeto para la epistemología. Por el momento, y para
Michel F oucault, la episteme es aquello para lo cual se
busca un status de'l discurso a lo largo del libro Las
palabras y las cosas. El objeto es, por el momento,
aquello que dice de él el que habla de él. Pero ~qué
tipo de verificación debe aplicarse a tal discurso? Bajo
el nombre de verificación no puede tratarse de una referencia a un objeto dado previamente a su constitución
según una regla. La anatomía comparativa de Cuvier
sostenía una relación con organismos actuales o fósiles,
pero percibidos o reconstruid,os s~gún una idea del
organismo y de la organización que, por el principio
de la correlación de las formas, trastornaba la taxonomía continuista del siglo XVIII. Darwin desgarró el cuadro de las especies y dibujó la sucesión de las formas
vivas, sin un plan preordenado. Daudin hizo la historia
no conformista del desacuerdo entre Cuvier y Lamarck.
En esta historia el arqueólogo descubre las huellas de
una red epistémica. ¿Por qué? Porque se ha situado a
la vez en el interior y en el exterior de la historia de la
biología. Porque habiendo adoptado la táctica de la incursión reversible, ha sobreimpuesto dos lecturas, las
de las teorías del lenguaje y la de las teorías de la economía, a la lectura de las teorías de los seres vivos. La
verificación del discurso sobre la episteme remite a la
variedad de los dominios en que se descubre el inva-
13S
riante. Para percibir la episteme, hizo falta salir de una
ciencia y de la historia de una ciencia, hizo falta desafiar la especialización de los especialistas e intentar convertirse en un especialista, no de la generalidad sino
de la inter-regionalidad. Como dijo un crítico de Foucault, tan inteligente como severo,2 esto costó mucho
esfuerzo. Fue preciso ha!ber leído muoho de aquello
que no han leído los demás. Esta es una de las razones
del estupor que suscitó la lectura de Foucault en muchos de sus censores. F oucault no cita a ninguno de los
historiadores de tal o cual disciplina, y no se refiere
más que a los textos originales que dormían en las bibliotecas. Se ha hablado de «polvo». Pero así como la
capa de polvo sobre los muebles mide la negligencia
de laS mujeres del hogar, la capa de polvo sobre los
libros mide la frivolidad de las mujeres de las letras. La
episteme es un objeto que hasta ahora no constituía
el objeto de ningún libro, pero que éstos contenían,
porque ella había constituido todos los libros de una
misma época. Pero si estos libros han sido finalmente
leídos, ¿no es acaso a través de la «rejilla» Foucault?
Otra rejilla, otro botín de lectura. Examinemos la Qlb~~ jeción. Es cierto que Foucault no lee el siglo XVIII
1 como Cassirer en la Filosofía de la Ilustración, y mu1 cho menos aún como Paul Hazard en sus dos estudios
sobre el pensamiento europeo. Compárese, en La
pensée européene au XV/11 siecle, el capítulo sobre las
ciencias de la naturaleza con el quinto capítulo de
l Foucault. Compárense también las referencias bibliográficas. Hazard solo cita obras de segunda mano.
Foucault no cita más que textos originales. ¿Cuál de
los dos lee a través de una rejilla? Inversamente, un
lector que sabe ir a los textos, y a textos poco frecuentados, como Cassirer, propone una lectura del
J
1
{/
/
1
2. Michel Amiot: «Le relativisme culturaliste de Michel Foucault>>,
Les Temps Modernes, enero 1967. [Reproducido en ese volumen.]
.136
siglo XVIII que no carece de relaciones con la de Foucault, y descubre, también él, una red de temas que
constituyen un suelo en el que un día surgirá Kant, sin
que, por lo demás, se sepa bien de qué manera.
Sin duda es el mismo Foucault quien habla de rejilla.
Y como se trata de una alusión a la criptografía, se
creería uno autorizado a averiguar quién es el inventor
de la rejilla. Pero es posible que no haya una rejilla
propia de F oucault, y sí solamente un uso propio de la
rejilla. No es nueva la idea de que el lenguaje es una rejilla para la experiencia. Pero la idea de que la rejilla
misma requería un desciframiento aún aguardaba que
se la elaborase. F oucault advirtió el enigma del lenguaje en Ja convergencia de la poesía pura, de la matemática formal, del psicoanálisis y de la lingüística.
«¿Qué es el lenguaje, cómo rodearlo para hacerlo aparecer en sí mismo y en su plenitud?» (pág. 298). Es
en el choque de retomo del lenguaje (pág. 295) como
cosa que requiere una rejilla, cuando aparece el corte
con la época en que el mismo lenguaje era la rejilla
de las cosas, después de habe~ sido, en el pasado, su
signatura. Para que la episterne de la época clásica apareciera como objeto, su signatura. Para que la episteme
de la época clásica apareciera como objeto, fue necesario situarse en el punto en que, participando de la
episteme del siglo XIX, se estaba bastante lejos de su
nacimiento como para ver la ruptura con el siglo XVIII,
y bastante cerca de lo que se anuncia como su fin para
imaginar que se vivirá otra ruptura: aquella después
de la cual el Hombre, como antes el Orden, aparecerá
como un objeto. Para descubrir que antes de requerir
él mismo la aplicación de una rejilla, el lenguaje -rejilla de las rejillas- fundó el conocimiento de la naturaleza con la constitución de un cuadro representativo
de las identidades y de las diferencias del que estaba
ausente el hombre -soberano del discurso teórico-,
137
a Foucault le ha tbastado, al parecer, situarse en una
encrucijada de disciplinas. Pero para esto hizo falta
seguir la vía de cada una de ellas. No había nada que
1inventar, excepto el uso simultáneo de las invenciones
filosóficas y filológicas del siglo XIX. Es lo que podría
]Jamarse la originalidad objetiva. Pero para hallar el
punto en que se la encuentra como recompensa del trabajo, fue necesario ese impulso de originalidad subjetiva que no todos tienen.
Esta situación de originalidad objetiva explica que
Foucault se haya visto como obligado a i~troducir en
la diacronía de una cultura un concepto o una función
de inteligibilidad, a primera vista análogo al que los
culturalistas norteamericanos introdujeron en el cuadro
sincrónico de las culturas. La personalidad básica es
ese concepto que permite discriminar, en la coexistencia de las culturas, el invariante de integración del
[ individuo con el todo social propio de cada una de
tales culturas. La e,pisteme básica, para una cultura
dada, es de algún modo su sistema universal de referencia en cierta época: la única relación que mantiene
con el que le sucede es la diferencia. En el caso de la
personalidad básica, se considera que la función de in..:
teligibilidad que asume implica un rechazo de la puesta
en perspectiva del cuadro de las culturas a partir del
punto privilegiado de una de ellas. Es bastante conocido el hecho de que los culturalistas norteamericanos
suministraron a la política del gobierno de ese país los
argumentos de buena conciencia necesarios para la condena, económicamente provechosa para sus autores, de
las potencias coloniales del viejo continente. Pero Foucault sostiene que si la situación colonizadora no es
indispensabJe para la etnología, de todos modos esta
disciplina «no toma sus dimensiones propias sino en la
soberanía histórica -siempre retenida, pero siempre
actual- del pensamiento europeo y de la relación que
138
puede afrontar con todas las otras culturas lo mismo
que consigo mismo» (pág. 366). Así pues la existencia
de una etnología culturalista, que ha contribuido en
cierto modo a la liquidación del colonialismo europeo,
aparece, por su inscripción en los marcos de la ratio
occidental, como el síntoma de un olvido ingenuo, por
parte de los norteamericanos, de un etnocentrismo cultural ilusoriamente anticolonialista. Es que existe una
diferencia radical de utilización entre el concepto de
personalidad básica y el concepto de episteme. El primer concepto es a la vez el de un dato y de una norma
que una totalidad social impone a sus partes para juzgarlas, para definir la normalidad y la desviación. El
concepto de episteme es el de un humus sobre el cual
no pueden brotar sino ciertas formas de organización
del discurso, sin que la confrontación con otras formas
pueda depender de un juicio de apreciación. No hay,
actualmente, filosofía menos normativa que la de F oucault, más ajena· a la distinción de lo normal y de lo
patológico. El pensamiento moderno se caracteriza, en
su opinión, por no querer y no poder proponer una
moral (pág. 319). También aquí el humanista, invitado
a reservarse su sermón, se indigna.
Hay sin embargo una cuestión, más que una objeción,
que no creo posible pasar por alto. Tratándose de un
saber teórico, ¿es posible pensarlo en la especificidad
de su concepto sin referencia a alguna norma? Entre
los discursos teóricos que se mantienen de acuerdo con
el sistema epistémico de los siglos xvn y XVIII, algunos,
como la historia natural, han sido relegados por la
episteme del XIX, pero otros han sido integrados. Aunque haya servido de modelo a los fisiólogos de la economía animal durante el siglo xvn1, la física de N ewton nos los acompañó en su ruina. Buffon es refutad_o por
Darwin, si no por Etienne Geoffroy Saint-Hilaire.
Pero Newton no es refutado por Einstein ni por
~
139
Maxwell. Darwin no es refutado por Mendel y Morgan. ·La·· sucesión Galileo, Newton, Einstein, no presenta rupturas semejantes a las que se advierten en la
sucesión Tournefort, Linneo, Engler, en botánica sistemática. No creo que esta objeción, prevista por Foucault, pueda ser levantada mediante la decisión de no
¡¡ ten~rla en cuenta por corresponder a otro ~i~o de esil tud10. Foucault, en efecto, no se ha prohibido toda
!\ alusión a la matemática y a la física en su exploración
l de la episteme del siglo xrx, pero las considera sola11 mente como modelos de formalización para las ciencias
humanas, es decir sólo como un lenguaje, ,Jo que no es
i!lexacto, por lo menos para la matemática, pero sí
cuestionable para la física, donde las teorías, cuando se
suceden por generalización e integración, tienen el
efecto de despegar y de separar por una parte el discurso cambiante y los conceptos que utiliza, y por otra
lo que habría que .flamar -y esta vez en un sentido
estricto- la estructura matemática resistente. F oucault
puede responder que él no se interesa en ,}a verdad del
discurso sino en su positividad. ¿Pero acaso podemos
pasar por alto el hecho de que algunos discursos
-como el discurso de la física matemática- no tienen
otra positividad que la que reciben de su norma, y
que esta norma conquista obstinadamente la pureza de
su rigor depositando en la sucesión epistémica discursos
cuyo vocabulario aparece, de una episteme a otra, ca-_
rente de significación? Si bien se deja de entender, a
fines del siglo XIX, lo que querían decir los físicos que
hablaban del éter, no por eso se deja de comprender la
apodicticidad matemática de las teorías de Fresnel,
no se comete ninguna falta de anacronismo cuando se
busca en Huygens, no por cierto el origen de una historia melódica, sino el comienzo de un progreso.
1
j
Luego d~ esta exposición de problemas inevitables refe-
140
ridos a la episteme, ya es hora de recordar que Foucault no ha querido escribir la teoría general (que nos
promete) de una arqueología del saber, sino su aplicación a las ciencias humanas, y que se propuso mostrar
cuándo y cómo el hombre pasó a ser un objeto de
ciencia, así como la naturaleza pasó a serlo en los siglos
XVII y XVIII. N o es posible ser m'
die~ gue -~-L~~
negativa a conce er sentido a todo intento de buscar
en la época clásica 1QL9rtgenes:QJ.as_ ps~misas ,Q.;_E:~es­
tras ciencias Barnaclas humanas. Mientras se creyo pooersostener un discurso común de la representación y de
las cosas, no fue posible tener al hombre por objeto
de ciencia, es decir por una existencia a tratar como
problema.
En la época clásica el hombre había coincidido con su
conciencia de un poder de contemplar o de producir
las ideas de todos los seres, en cuyo seno se definía
como vivo, hablante y fabricante de herramientas; poder experimentado como trabajoso o defectuoso respecto de un poder infinito, que se suponía fundaba la
positividad del poder humano .sólo en la concesión o
delegación de una parte de ese mismo poder infinito.
Durante mucho tiempo el Cogito cartesiano pasó por
ser la forma canónica de la relación del pensante con
el pensamiento, precisamente durante el tiempo en que
se ignoró que no hay otro Cogito que el cartesiano,
otro Cogito que aquel que tiene por sujeto un Yo (/e)
que puede decir Yo (Moi). Pero a fines del siglo XVIII,
por una parte la filosofía kantiana, y por otra la constitución de la biología, Ja economía y la lingüística,
plantearon la pregunta: ¿Qué es el hombre? El día en
que la vida, el trabajo, el lenguaje, dejaron de ser los
atributos de una naturaleza para convertirse ellos mismos en naturalezas enraizadas en su historia específica,
naturalezas en cuyo entrecruzamiento el hombre se
descubre naturalizado, es decir a la vez sostenido ·y
141
contenido, en ese momento se constituyen ciencias empíricas de esas naturalezas como ciencias específicas del
~ producto de tales naturalezas, por lo tanto del hombre.
il Uno de los puntos difíciles de la demostración de Fou1\ cault es la aclaración de la connivencia no premeditada
1
; del kantismo y de los trabajos de Cuvier, Ricardo y
1 Bopp en Ja manifestación de la episteme del siglo XIX.
' En un sentido, la invención del Cogito por Descartes
no es lo que constituyó, durante más de un siglo, el
mérito esencial de la filosofía de su inventor. Fue preciso que Kant lleve el Cogito ante el tribunal crítico
del Yo pienso, negándole todo alcance sustancialista,
para que la filosofía moderna adoptara el hábito de
referirse al Cogito como el acontecimiento filosófico
que la 1había inaugurado. El Y o pienso kantiano, vehículo de los conceptos del entendimiento, es una luz
que abre la experiencia a su inteligibilidad. Pero esta
luz está detrás nuestro y no podemos volvernos hacia
ella. El sujeto trascendental de los pensamientos como
el objeto trascendental de la experiencia es una X. La
unidad originariamente sintética de la apercepción
constituye de manera ante-representativa una representación limitada, en el sentido de que no puede tener
acceso a su fuente originaria. Así a diferencia dell
Cogito cartesiano, el Yo pienso se enuncia como un
en sí, sin lograr alcanzarse como para sí. El Yo (/e) /
no puede conocerse como Yo (Moi). A partir de este
momento es pensable, en filosofía, el concepto de Ja
función del Cogito sin sujeto funcionario. El Y o pienso
kantiano, al estar siempre más acá de la conciencia de
los efectos de su poder, no impide los intentos de investigar si la función fundadora, si la legitimación del
contenido de nuestros conocimientos por la estructura
de sus formas no podría estar asegurada por funciones
o estructuras que la ciencia misma descubre en la elaboración de esos conocimientos. En su análisis de las
j
142
relaciones entre lo empírico y lo trascendental, F oucault resume con mucha claridad la orientación que
siguen las filosofías no reflexivas del siglo XIX al intentar rebajar «la dimensión propia de la crítica hacia los
contenidos de un conocimiento empírico» sin poder
evitar el uso de 'Cierta crítica, sin poder prescindir de
efectuar una partición que esta vez nos separa a lo verdadero de lo falso, o a lo fundado de lo ilusorio, sino a
lo normal de lo anormal, tales como los indicaba -se
creía- la naturaleza o la historia del hombre. Foucault
cita a Comte una sola vez (pág. 311), aunque el caso merece que se lo siga de cerca. Comte pensó a menudo
que era el verdadero Kant, al sustituir la relación .metafísica sujeto-objeto por la relación científica organismomedio. Gall y Condorcet suministraron a Comte los
medios para obtener lo que no había podido Kant.
Gall, por la fisiología cerebral, que suministraba a Comte
la idea de un cuadro de funciones que desempeñaban
el papel de la tabla kantiana de las categorías. Condorcet, por la teoría de los progresos del espíritu humano.
El a priori fisiológico y el a priqri histórico se resumían
en esto: es la humanidad la que piensa en el hombre.
Pero en Comte el a priori biológico es un a priori para
el a priori histórico. La historia no puede desnaturalizar
a la naturaleza. Desde el comienzo, y no solamente
hacia el fin, el pensamiento de Comte, al proponerse la
fundación de una ciencia de la sociedad, es decir del
sujeto colectivo e histórico de las actividades humanas,
entiende a la filosofía como una síntesis «presidida por
el punto de vista humano», es decir como una síntesis
subjetiva. La filosofía de Comte es el ejemplo típico
de un tratamiento em írico del ro-ecto-frascenderttal
conserva o. te tratamiento em p1nco usca su Instrumento principal en la biología, en el desdén o la ignorancia de la economía y ·de la lingüística. Así, esta filosofía para la cual las génesis no son nunca más que
143
desarrollos de estructuras vivas, no reconoce en la matemática y en la gramática de su tiempo las disciplinas
por las cuales el concepto de estructura sustituirá en
filosofía al Cogito, que los positivistas abandonan sarcásticamente al eclecticismo.
No seré yo quien reproche a Foucault la aproximación,
en gran medida paradójica, y escandalosa para algunos,
de la fenomenología y el positivismo (págs. 311-312).
El análisis de lo vivido le parece un intento, solamente
más exigente y más riguroso, por «hacer valer lo empírico por lo trascendental» (pág. 313). Cuando Husserl quiso ser más radical que Descartes y mejor trascendentalista que Kant, ya los tiempos -entendamos
la episteme- habían cambiado. El Cogito había dejado
de aparecer como el antepasado más venerable de la
función trascendental y la empresa de duplicación trascendental había dejado de confundirse con la función
filosófica misma. La interrogación husserliana debía
pues concernir más a la ciencia que a la naturaleza, y
la cuestión del hombre al ser más que a la fundación
del ser del hombre en el Cogito. «Bajo nuestra mirada,
el proyecto fenomenológico no cesa de desanudarse
en una descripción de lo vivido, empírica a pensar suyo,
y una ontología de lo impensado que pone fuera de
juego la primacía del "Yo pienso"» (pág. 317).
Hace veinte años, las últimas páginas, y sobre todo las
últimas líneas de la obra póstuma de Jean Cavailles,
Sur la logique et la tbéorie de la science, planteaban
la necesidad, para una teoría de la ciencia, de sustituir
la ·conciencia por el concepto. El filósofo matemático
que, en una carta a su maestro Léon Brunschvicg, había
reprochado a Husserl una utilización excesiva del Cogito, se distanciaba también, filosóficamente hablando,
de su maestro al escribir: «No es una filosofía de la
conciencia sino una filosofía del concepto la que puede
dar una doctrina de la ciencia. La necesidad generadora
144
no es la de un actividad sino la de una dialéctica>>.
tas palabras parecieron entonces, a mue os, un enigma. Hoy podemos comprender que el enigma valía
como promesa. Cavailles ha asignado sus límites a la
empresa fenomenológica, aún antes que ésta exhibiera
en Francia -es decir, con cierto retardo- sus ambiciones ilimitadas, y ha asignado, con veinte años de anticipación, la tarea que la filosofía está en vías de reconocer. Sustituir Ja primacía de la conciencia vivida o
reflexiva por la primacía del concepto, el sistema o de
la estructura. Y hay algo más. Fusilado por los alemanes
por su actividad en la resistencia, Cavailles -que se
decía espinozista y no creía en la historia en el sentido
existencial- ha refutado de antemano, por la acción
que emprendió sintiéndose implicado, por su participa-~
ción en Ja historia trágicamente vivida hasta la muerte,
el argumento de quienes tratan de desacreditar lo que
llaman el estructuralismo condenándolo a engendrar,
entre otras fechorías, la pasividad ante el hecho consumado.
Al escribir el breve capítulo «El Cogito y lo Impensado» (págs. 313-319), Foucault sintió sin duda que no
hablaba solamente por él, que no indicaba solamente el
punto oscuro, aunque no secreto, a partir del cual se
despliega el discurso denso y a veces difícil de Las palabras y las cosas, sino que indicaba asimismo la cuestión
que fuera de toda preocupación tradicional, constituye
para la filosofía su tarea actual. El Cogito moderno
ya no es la captación intuitiva de la identidad, en el
pensar, del pensamiento pensante con su ser, sino «la
interrogación siempre replanteada para saber cómo
habita el pensamiento fuera de aquí y, sin embargo,
muy cerca de sí mismo, cómo puede ser bajo las especies de lo no-pensante» (pág. 315). En Le nouvel
esprit scientifique, Gaston Bachelard había tratado de
derivar de las nuevas teorías físicas 'las normas de una
~
145
epistemología no cartesiana, y se había planteado el
problema de saber en qué se convierte el sujeto del
saber cuando se pasa el Cogito a la voz pasiva (cogitatur
ergo est) 3 ; en La philosophie du non había esbozado,
a propósito de las nuevas teorías químicas, las tareas de
una analítica no kantiana. Siguiendo las mismas huellas,
o no, F oucault extiende la obligación de no cartesianismo, de no kantismo hasta la reflexión filosófica misma. «Todo el pensamiento moderno está atravesado por
la ley de pensar lo impensado» (pág. 318). Pero pensar lo impensado no es solamente, según F oucault, pensar en el sentido teórico o especulativo del término; es
producirse corriendo el riesgo de asombrarse y aún de
asustarse de sí mismo. «El pensamiendo, al ras de su
existencia, de su forma más matinal, es en sí mismo una
acción- un acto peligroso» (pág. 319). Es difícil comprender -a menos de suponer que hablaron antes de
leerlo- por qué ciertos críticos de F oucault pueden
hablar a su respecto de cartesianismo o de positivismo.
Al designar con el nombre general de antropología el
conjunto de aquellas ciencias que se constituyeron en
el siglo XIX, no como herencia del XVIII, sino como
«acontecimiento en el orden del saber», F oucault llama
sueño antropológico a la tranquila seguridad con que
los promotores actuales de las ciencias humanas consideran ya como objeto, dado de antemano a sus estudios progresivos, lo que no era inicialmente más que
su proyecto de constitución. En este sentido, Las palabras y las cosas podrían desempeñar para un futuro
Kant -aún desconocido como tal- el papel de desembotador que Kant había concedido a Hume. Se saltearía, pues, una etapa de la reproducción no repetitiva
de la historia epistémica si se dijera de esta obra que es,
para las ciencias humanas, lo que la Crítica de la razón
pura fue para las ciencias de la naturaleza. A menos
que, no tratándose aquí de la naturaleza y de las cosas,
smo de esta aventura creadora de sus propias normas a
la que el concepto empírico-metafísico de hombre -si
no la misma palabra- podría dejar de convenir7 no hubiera que hacer ninguna diferencia entre apelar a la
vigilancia filosófica y llevar a luz -una luz más cruda
que cruel- sus condiciones prácticas de posibilidad.
3. Op. cit., .pág. 168.
146
147
Descargar