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El negociante de almas

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El negociante de almas
La noche estaba cayendo en un remoto poblado, el sol se fue ocultando tras las
altas montañas y los caminos fueron quedando vacíos, se escuchaba la suave
melodía de la brisa y reinaba la calma, pues aquel lugar siempre había sido muy
tranquilo, pero aquella noche, una figura peculiar se paseaba por las calles.
El sonido de los cascos contra el suelo creaba un eco pesado, las pisadas eran
lentas y la brisa se fue tornando fría, pero la gente dentro de sus casas, ni siquiera
lo notó y aquella figura desapareció con la facilidad con la que había aparecido.
La luna fue avanzando en su camino por el cielo nocturno hasta llegar a lo más alto
del cielo. Cerca de la media noche, mientras todos dormían, la figura volvió a
aparecer, su paso fue firme y avanzó hasta detenerse frente a una casa.
El jinete era un hombre vestido por completo de negro, con una capa igualmente
oscura, botones de plata en su chaqueta y anillos de oro en sus dedos. Desmontó
del caballo y entró en aquella casa.
No pasó mucho tiempo antes de que un grito desgarrador rompiera el silencio y la
quietud. Tan hiriente y terrible fue aquel alarido, que las personas del poblado se
despertaron con gran susto y no dudaron en salir a las calles.
Se reunió un gran grupo de personas y fueron rápido hacia el origen del chillido, la
casa de una vieja mujer que vivía sola desde hacía ya mucho tiempo. La anciana,
de cabellos encanecidos y marcadas arrugas, había vivido toda su vida en aquel
lugar y siempre había sido muy amable, pero últimamente no salía mucho de su
casa, pues ya no tenía las energías de antes.
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Los pobladores entraron a la casa y buscaron a la anciana, pero no parecía estar
por ninguna parte. Uno de los hombres que registraba la casa fue hasta el baño y
allí, frente a un espejo, encontró el cuerpo sin vida de una joven de largos cabellos
negros y hermosa piel blanca. El resto no tardó en llegar, pero, aunque muchos
vieron el cuerpo, ninguno supo quién era aquella joven, más a la anciana no la
encontraron.
Días más tarde, de nuevo al caer la noche, la figura del elegante jinete apareció por
las calles. Algunos pobladores, temerosos por lo que había pasado la última vez,
salieron de sus casas y recorrieron el pueblo armados con cuchillos y palos, pero
no encontraron nada.
Fue al llegar la media noche, que un estruendoso sonido despertó a todos. Esta
vez, provenía de una de las casas en los límites del pueblo, pero el ruido fue tal,
que no hubo nadie que no lo escuchara.
Se dirigieron al lugar, la casa era de un hombre que trabajaba en los campos. Su
mujer había contraído una enfermedad y él había gastado todo lo que tenía para su
tratamiento, pero de manera inevitable, ella había muerto hacía unos meses. Desde
entonces, el hombre había descuidado sus campos y pasaba sus días en la cantina.
Encontraron la casa repleta de botellas de vino y cerveza, había miles de trozos de
vidrio por todas partes y el suelo estaba cubierto de alcohol. Intentaron recorrer el
lugar, pero era difícil por la cantidad de botellas que había y los vidrios rotos que lo
cubrían todo. El hombre que vivía en aquella casa estaba sentado en una silla junto
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al comedor. Todavía sostenía una botella de cerveza en su mano, pero su cuerpo
estaba ya sin vida.
Fuera lo que fuera que estuviera pasando, debían darle fin. Algunos hombres
prendieron fuego y lo arrojaron sobre la casa, que ardió con el alcohol hasta sus
cimientos.
Al amanecer, las cenizas de la casa volaban por todo el pueblo y las personas
rezaban por que dejaran de ocurrir aquellas cosas.
Días más tarde, cuando las personas empezaban a tranquilizarse, los sonidos
ahogados de una mujer rompieron la calma. Comenzaron como quejidos y fueron
aumentando hasta convertirse en fuertes gritos, pero esta vez, nadie había
escuchado al jinete pasear por las calles.
Los gritos eran diferentes, eran prolongados y escalofriantes, pero los pobladores
ya no sabían qué pensar. Algunos asomaron por sus ventanas, otros prefirieron
cerrar bien sus puertas y quedarse en sus habitaciones, pero algunos más,
decidieron que debían salir.
Los gritos provenían de la casa de una joven que había quedado huérfana hace
años y vivía con sus dos hermanitos menores. Para cuando las personas llegaron
a la casa, los gritos habían parado. Entraron al lugar y encontraron a los dos niños
escondidos en un rincón, estaban asustados, temblaban y el más pequeño no
dejaba de llorar.
La joven estaba tendida en su cama, con su gesto descompuesto en una horrible
mueca sonriente y sus brazos y piernas torcidos en formas extrañas y nada
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naturales. Junto a la cama, había una pieza de tela negra muy larga, que bien podría
ser una capa. Los pobladores intentaron quemarla, pero por más que la arrojaron al
fuego, no se consumió. La dejaron entre los restos del fuego, pero por la mañana
ya no estaba.
El pueblo entero se fue sumiendo en una fuerte incertidumbre, la gente ya no salía
de sus casas y vivían con miedo.
Una semana más tarde, el sonido de los cascos volvió a recorrer las calles, pero ya
nadie salía, si algo ocurría, ya ni siquiera intentarían evitarlo, todo lo que querían,
era no ser los próximos.
El jinete continuó su marcha hasta una casa, por cuya ventana podía ver a una joven
de cabellos rizados, pero su camino se vio interrumpido por una sombra torcida que
le cortó el paso. Tenía la forma similar a una fiera y brillantes ojos amarillos.
El jinete sabía que en la noche no hay socios, no hay un bando unido, la oscuridad
no conoce de amistades y aquella bestia no lo reconocería como aliado. La fiera se
lanzó en su contra mientras él hacía correr al caballo, pero era demasiado tarde, la
criatura alcanzó a tomarle el pie y lo haló, haciéndolo caer.
Entre sus ropas llevaba una daga que ya tenía desenvainada para cuando la bestia
se le lanzó encima. Acuchilló a la criatura, pero ella también le clavó sus garras y le
causó heridas por todas partes. Fue su caballo, alzándose sobre sus patas traseras
y arremetiendo contra la fiera, quién finalmente la hizo huir.
El jinete se había golpeado fuertemente y tenía profundas heridas por todo el
cuerpo, intentó ponerse de pie, pero se desplomó de nuevo hacia el suelo.
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Para cuando despertó, estaba en una habitación, en el interior de una casa, sus
ropas oscuras estaban dobladas junto a él y tenía el cuerpo cubierto de vendas. Su
sorpresa y asombro no tenían punto de comparación. De inmediato tomó su traje y
se vistió, aún no había amanecido, quizá habría pasado una o dos horas desde su
encuentro con la fiera, debía darse prisa y marcharse.
Saliendo de la habitación, encontró a la misma joven de cabellos rizados que había
visto antes de su pelea. Ella dormía en un pequeño sillón y parecía ser quien le
había ayudado.
El jinete no entendía la situación, si no hubiera sido interrumpido por aquella
criatura, él hubiera llegado hasta allí para llevarse el alma de aquella joven, pero en
lugar de eso, ella lo había vendado y le había dejado dormir en su cama.
La noche no conoce de compasión, la noche no conoce de piedad, pero aquello no
era asunto de piedad o lastima, sino una deuda y de eso sí conocía muy bien.
En sus manos apareció una bolsa con monedas. El jinete tomó un trozo de papel y
con su dedo, dibujó las letras, que se grabaron como si hubieran sido escritas con
fuego.
Abandonó la casa y su caballo salió de en medio de las sombras. Subió en el oscuro
animal y cabalgó hasta perderse, dejando tras de sí, en aquella mesa, junto a la
bolsa con monedas, una nota que decía:
“Mi negocio son las almas. Parece que hoy, tú has comprado la tuya”.
Eidos de Mirzam.
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