Subido por smoquillaza18

Dos Rostros

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Frank Belknap Long _ Dos Rostros
Dos Rostros
Frank Belknap Long
La nave descendió sobre el valle como una enorme gaviota argéntea
cuyas alas reflejaran la luz del sol y arrojaran una móvil sombra contra el
verde mundo que sobrevolaba.
Los hombres congregados en la cabina eran como niños liberados un día
cálido de octubre después de un mes de continua escuela, con permiso
para gritar y reír en voz alta, en una población que ha echado sus
campanas al vuelo con ánimo de fiesta.
Ese es vuestro día, chicos, ¡aprovechadlo bien! Id a casa y desempolvad
viejos disfraces, abrid las cajas de tizas de colores, poned ojos en las
calabazas y no paréis de correr de un lado a otro para celebrar lo que os
plazca, Todos los Santos, Navidad o Pascua.
El sudor fluyó incontenible, bañando el cuello de quienes observaban
ansiosos. No estaban del todo convencidos de que aquel mundo lleno de
verdor fuera real.
¿Cómo podía un hombre estar seguro de que realmente había llegado el
gran día? Las torturantes conjeturas, las alocadas esperanzas y hondos
temores, el trabajo constante, el cansancio y la disciplina de un largo
periplo por el espacio estrellado podían dar lugar a unas dudas que nl
siquiera el destello de la luz solar en un verde valle alcanzaba a disipar
por completo.
¿Cómo podía uno estar seguro, si el sol no era Sol sino Alfa Centauro, y
aquel mundo esmeralda no era Marte ni Venus, sino el más cálido de los
pequeños planetas flotantes en un soñado mañana que de pronto se había
convertido en hoy?
Sí, hoy, ahora, este mismo instante, mientras la gran nave veía cómo su
sombra se alargaba cada vez más contra la pared de aquella exuberante
vaguada.
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-¡Mantén el rumbo! Vamos bien -ordenó el capitán Paul Hendry, de anchas
espaldas, iluminadas ahora por el fulgor de un portalón de babor,
mientras en su mirada había un resplandor de asombro.
Ansiosos e interesados se hallaban también John Hoskins, meteorólogo,
pequeño y de mirada penetrante, y Fred Allison, fuerte y animoso,
provisto de un apetito pantagruélico por todas las buenas cosas de la vida.
Jim Miles, pálido aún de sus ocupaciones intelectuales en los museos de la
Tierra, había perdido una de sus piernas durante la Cuarta Guerra
Mundial, de manera que no llegaba a erguirse con tanta facilidad como
sus compañeros, aunque la curiosidad que con ellos compartía se
revelaba también intensa en el brillo de sus ojos y en la prieta línea que
formaban sus labios.
Cada uno de los doce hombres que componían la dotación se había
enderezado a su modo; unos, de ánimo; otros, de cuerpo. Los había, en fin,
cuyo enderezamiento no era sino el abandono del encogimiento que
habían determinado en ellos hasta ahora la ansiedad y el miedo.
Mientras los hombres veían cómo el valle se agrandaba a ojos vistas, se
abrió una de las escotillas del mamparo que quedaba a sus espaldas para
dar paso a la esbelta figura de una muchacha.
Era Barbara Maitland, arqueólogo, la de brillantes logros y cabello
prietamente trenzado.
-¡Es bueno saber que esto pertenece a todo el mundo! -suspiró la
muchacha-. Hemos atravesado el espacio para llegar a otra estrella y
hemos demostrado que puede hacerse. Ahora esto pertenece a todos y
cada uno de los hombres, mujeres y niños de la Tierra. ¡Jamás debiéramos
olvidarlo!
-¡Desde luego que no! -afirmó Allison, subrayando su exclamación con una
sonora carcajada, y tomando a la chica en un fuerte abrazo-. ¡Y no nos
detendremos aquí! ¡Esto sólo es el comienzo!
Vueltas y más vueltas dieron así enlazados, entre el jalear de los demás,
emocionada mezcla de gritos, llantos, suspiros y exclamaciones. Por fin, el
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capitán Hendry se golpeó la palma de la mano con el puño para recabar la
atención de los presentes.
-¡Basta ya, chicos! ¡Guardad las alegrías para cuando hayamos tomado
tierra!
La nave se posó en un claro de una suave pendiente arbolada, y el capitán
Hendry pasó inmediatamente a atender a las obligaciones que le imponía
la responsabilidad del mando. Los expertos y científicos, entretanto,
procedieron a lo suyo, poniendo fin a los temores largo tiempo
entretenidos y haciendo que la voz del éxito alcanzado corriera hasta los
elementos más distantes de la tripulación.
Todo el mundo parecía haber roto a hablar de golpe.
-¡El aire es perfecto, señor! Algo más, quizá, del oxígeno necesario, pero
nada que no podamos compensar automáticamente.
-¡La temperatura es excelente! No podría ser mejor. ¡Dieciocho grados a la
sombra!
-¡No vamos a necesitar trajes espaciales, señor! ¡Podemos salir al exterior
tan pronto como lo ordene!
-Diga la palabra, señor; esa maravillosa, brillante y bonita palabra, y
saldremos en tropel para arrancar puñados de esa nueva tierra, y tomar
hondas bocanadas de este nuevo aire, antes de transmitir la noticia a
nuestro planeta Tierra en ondas de años luz. ¡Diga ya la palabra, señor!
El capitán Hendry hizo ademán de que guardaran silencio y solicitó
seguidamente tres voluntarios. El primero en ofrecerse fue Fred Allison,
después de inspirar profundamente. Jim Miles se mojó los labios y fue a
colocarse al lado del otro en dos pasos desiguales, aunque rápidos, por
delante de Hoskins, que se movía con la deliberación de un científico que
no gusta de premuras.
-Bien, escuchad -habló el capitán Hendry, con los ojos brillantes-. Nos
limitaremos a descender por el valle y a echar un vistazo en derredor.
Tengo gran respeto por aquel capitán que marchó con todos sus hombres
colina abajo, y que regresó también con todos ellos. Poseía un refinado
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sentido dramático. Pero debía haber sido puesto al cuidado también de un
comité de psiquiatras.
-¡A todos nos gustaría salir, señor! -protestó un jovenzuelo inconsciente-.
¡Palabra, señor!
-Tendréis vuestra ocasión -replicó Hendry, echándose a reír-. Vamos a
estar aquí mucho tiempo.
Sin más, el capitán se dirigió hacia la compuerta de salida, seguido de
Allison, Miles y Hoskins, llenos de pronto de una enorme sensación de
confianza y prestos a ir con su jefe hasta el mismísimo fin de la tierra.
Pues, de una tierra se trataba, pese a no ser Tierra; cálida y acogedora,
verde, prometedora.
El aire era fresco y perfumado, agradable... Los hombres se quedaron
unos instantes inmóviles, delante de la nave, que se había cerrado ya a sus
espaldas. Luego, como movidos por un resorte, iniciaron su marcha valle
abajo, los cuatro a la par, sintiendo el rítmico golpeteo que sus pasos
hacían dar a sus pistolas energéticas contra el muslo derecho.
En una misión como ésta, el capitán Hendry no deseaba imponer su
iniciativa. Había que compartirlo todo, y en igual medida, peligros y gloria,
y que cada hombre fuera capitán por derecho propio.
La exploración de un nuevo mundo es como escanciar champaña en una
copa alta y observar cómo las burbujas se reúnen en sugeridora espuma.
Hay que beber con cuidado. Puede sentar bien o puede sentar mal.
Hierba verde bajo sus pies, una brisa que acariciaba sus mejillas, y el valle
que descendía suavemente con reflejos húmedos. Cada uno de ellos
pensaba: «¡Este es el día, el gran día, y nosotros somos los primeros! Ha
llegado el momento en que podemos legar esta maravilla a nuestros
descendientes. ¡Ese es nuestro presente, único, sin par, nuevo, para el
mundo del mañana!»
Habrían recorrido ya unos trescientos metros valle abajo cuando la
bruma pareció alzarse para revelarles el auténtico corazón del valle.
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El capitán Hendry se detuvo para admirar aquella inenarrable escena.
Miles gritó de pronto con voz estrangulada, en la que el miedo y la
revulsión pugnaban por brotar violenta y estentóreamente.
-¡Mirad! ¡Oh, mirad! -farfulló Hoskins, levantando el brazo en ademán
indicador, mientras un espasmo estremecía los músculos de su garganta.
Sólo Allison se quedó impertérrito. Sólo él se irguió, para extender sus
brazos en gesto de desafío y de sublime orgullo humano, como si
pretendiera atenazar entre ellos aquel increíble reto a la humanidad y
hacerlo pedazos.
Entre la tupida floresta del valle destacaba una gran figura de piedra.
Titánica de dimensiones, radiante, dominaba el valle con la terrible y
posesiva energía que desprendía.
El coloso era una brutal parodia de la figura humana, tal como se
presumía que la evolución habla ido conformándola en nuestro planeta.
Era simiesca, pero no se trataba de un simio; humanoide, pero no
humana. El tórax abombado, los brazos largos y colgantes, y los dientes
hacían que se asemejara a un primate. Pero la bóveda craneal, por encima
de unas cavidades orbitarias prominentes y masivas, era muy particular;
los miembros inferiores, por su parte, terminaban curiosamente en unas
manos de dedos afilados y esbeltos, casi femeninos en su delicadeza.
El gigante de piedra parecía mirar directamente al pequeño grupo de
hombres, que recibían radiaciones arrancadas de los ojos por el sol que se
reflejaba en ellas, y que parecía poner llamas en la boca entreabierta de la
figura.
El coloso estaba, no obstante, completamente inmóvil; en una quietud
semejante a la de las fantásticas gárgolas que coronan los paramentos de
algunas catedrales, símbolo de épocas pasadas.
-Si esta estatua es un ídolo, ¡no sería digna siquiera de pertenecer al culto
más primitivo de los caníbales más bajos de la Tierra! -exclamó Hoskins,
con la voz entrecortada.
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-Tienes razón -convino el capitán Hendry-. Su mera contemplación hace
que me sienta enfermo. ¡Mejor será que regresemos!
-¿Regresar? -Allison se dio la vuelta, para examinar la ladera-. No hablará
usted en serio, señor! ¡Ha sido necesario verdadero genio para tallar una
figura como ésta en roca sólida! Es la más grande de todas las efigies
jamás talladas. Y más aún, ¡toda una figura humana! ¡Este planeta está
habitado por artistas!
-¿Artistas? -murmuró Hendry-. ¿Artistas, has dicho? ¡Querrás decir
bárbaros llenos de odio a la vida! Salvajes que rinden culto a la crueldad y
a la muerte. ¡Mira ese rostro! ¡Que su expresión cale hondo en ti! Si se da
la ocasión, remodelará tu cerebro de manera que concuerde con lo que
piensa de ti.
Allison echo atrás la cabeza y rompió en una sonora carcajada.
-Parece que te divierte, ¿eh, Allison? -añadió Hendry.
El interpelado se volvió a mirarle, al tiempo que se encogía de hombros
en gesto despreciativo.
-Si ésta es la clase de ídolo que gustan de adorar..., ¡es asunto suyo, no
nuestro! Llevamos armas poderosas. Sabremos cuidarnos. ¡No seamos
infantiles!
El capitán Hendry apoyó su mano en el hombro de Miles.
-¿Qué piensas de esto, Jim? ¿Debemos regresar?
Miles cerró los ojos antes de responder. En su mente se dibujó la imagen
de Barbara Maitland, recortada contra la ventanilla de baber, enmarcada
por la noche estelar, con el cabello formando una gloriosa cascada de luz.
Recordó la forma de hablar de la mujer; también su risa, sus movimientos,
su particular forma de sentarse. En sus pensamientos se vio avanzado
hacia ella para tomarla en sus brazos. Vio también cómo ella le esquivaba,
con un quiebro ágil de su hermoso y juvenil cuerpo. ¿Cómo iba ella a amar
a un hombre que cojeaba, que rara vez sonreía, que por su temperamento
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sólo era capaz de sentirse unido a la fría precisión de los instrumentos
científicos o al polvo seco de los museos?
¡Qué importaba que se hubieran prometido amor eterno de niños, si
ahora entre los dos se interponía una nube de extrañeza!
Un joven inquieto, ese Allison. Duro y sin domar, como un cachorro de
león en sus crueles juegos. Tan presto a abofetear a una mujer como a
retozar con ella... alardeando de su broncínea juventud y de su triunfante
sonrisa. ¡Qué increíblemente tontas, las mujeres, dejándose engañar por
una musculatura y por la apenas velada fealdad de un bruto humano
desmedido que se pavonea como si fuera un risueño Apolo!
¿Cuánta felicidad perdería Barbara, si el cachorro de león descendiera en
solitario al valle y no volviera a aparecer? No mucha, probablemente.
Ninguna mujer podía sentirse feliz a la larga en brazos de un felino
juguetón.
-¡Y bien, Jim! ¿Qué dices? -insistió el capitán Hendry.
El preguntado se dio la vuelta mientras un estremecimiento de
autodesprecio recorría su cuerpo.
-Allison ya se ha decidido, señor -respondió al fin-. No podemos dejarle ir
solo.
-¡Puedo ordenarle que regrese! -protestó Hendry-. ¿Os habéis creído que
esto es una sociedad de debates?
-N,> señor. Pero si le ordena volver, él desobedecerá. Y usted tendrá que
castigarle.
-¡Di de una vez lo que piensas, hombre! –gritó Hendry, de mal talante-.
¿Quieres decir que tendré que disparar sobre él?
-En efecto, señor.
Hendry enrojeció de ira.
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-¿Sugieres acaso que le permita saltarse la disciplina?
Miles negó con la cabeza.
-No, señor. Si le ordena que regrese y él se niega, lo lamentaremos toda la
vida. ¿Por qué dar ocasión a que se cometa una falta? Usted puede
matarlo, y asunto concluido, pero ¿no sería más fácil acompañarle,
simplemente? ¿Qué opina?
Más tarde, adentrados ya en el valle, el capitán volvió nuevamente sobre
el tema.
-He sido un loco al prestarte oídos, Jim -dijo.
Miles arrugó el entrecejo, pero no se detuvo. El coloso se cernía ahora
directamente sobre ellos; la pendiente había ido desvaneciéndose, y caía
un sol de plomo. Allison había reducido el paso en espera de los otros. Un
minuto más, y el capitán Hendry habría olvidado su enfado, aceptándole
de nuevo como compañero de armas. Pero ese minuto no llegó.
No había tiempo para hablar de nuevas perspectivas, de nuevos criterios
de valoración para la clase de disciplina que debía reinar en un mundo
nuevo como aquél. Pues el valle se convirtió de repente en un hervidero
de hombres y mujeres de tez tostada y miembros delgados, vestidos muy
primitivamente con una especie de túnica de material basto, y que se
conducían con la gracia natural de los pueblos que no han sufrido aún
contacto alguno ajeno.
Ascendieron en tropel por la ladera, gritando y riendo, en dirección de los
cuatro hombres de la Tierra. Sus voces tenían un sonsonete muy
particular. No era chino, ciertamente, pero resultaba igual de agradable,
de rico y de vibrante.
-¡No dejéis que se acerquen demasiado! –advirtió Hendry, llevándose
rápidamente la mano a la cadera.
Holgaba la advertencia, pues cuando los risueños bárbaros estuvieron a
pocos pasos, todo el temor se desvaneció.
Allison prorrumpió en carcajadas.
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-¡Son como niños! -dijo entre risas.
-¡Niños juguetones!
-¡Sí! -convino Hoskins.
Miles guardó silencio. Se quedó inmóvil, aceptando atónito aquel cálido
tributo de amistad, Era una auténtica corriente de buena voluntad, un
raudal de simpatía que lo invadía todo.
Los hombrecillos llegaron hasta la altura de los visitantes y empezaron a
darles palmadas en los hombros. Con gratitud en los ojos; con aprecio y
respeto; con lealtad y orgullo, como si dieran la bienvenida a unos héroes
que regresaran a casa después de un glorioso empeño.
Era algo más conmovedor que el más sentido apretón de manos; era un
entusiasmo desbordado. Como si fueran sacados a hombros por la más
grande de las puertas.
Las mujeres se mostraron más circunspectas, Se arrodillaron
sencillamente y se abrazaron a las piernas de los hombres de la Tierra.
¡Oh! Gentes amistosas. ¡Y cuánto! ¡Y cuán increíblemente! De rodillas a los
pies de Allison, una mujer de ojos rasgados le hablaba extasiada mientras
el capitán caminaba perplejo de un lado para otro. ¿Había transcurrido
una hora o una eternidad?
Claro que ¡aquello no podía ser verdad! ¡Estarían soñando! En un instante
desaparecería todo de nuevo, se disolvería en porciones minúsculas,
invisibles, como una nave que choca y se desintegra en el espacio,
convirtiéndose en nada en la negra oscuridad que rompe por un momento
con un destello final de luz.
Los cuatro hombres de la Tierra se encontraban en un valle exuberante; a
sus espaldas quedaba una elevada caverna, batida por los vientos. Poco a
poco se sentían sofocados de tanto afecto y amistad, de los que les era
imposible desembarazarse.
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Miles experimentó cierto incomodo ante el constante deambular de
Hendry, y sintió deseos de hablar con él. Fue a reunirse con el capitán, y
acompasó su paso al de éste.
-¡Es increíble! -dijo.
-En efecto. Lo es -convino su compañero.
-Deberíamos regresar a la nave, señor.
-¡Todo en su debido momento! -respondió aquél.
-No se ha resignado a permanecer aquí, ¿verdad?
-¿Por quién me tomas? -Hendry se detuvo bruscamente y miró a Miles con
ira-. No tardaremos en regresar.
-Pero ¡maldita sea!, señor. ¿Por qué no partimos inmediatamente?
-Porque no deseo enemistarme con esa gente -farfulló Hendry-.
Tendremos que vivir con ellos, ¿no? Es otro planeta y de otro sistema... y
está habitado por una raza verdaderamente amable de seres humanos.
¿Te das cuenta de lo que ello significa, Jim?
-¡Me da vueltas la cabeza de tanto pensarlo! -reconoció el aludido-. Pero,
no son en absoluto como nosotros, señor.
-Lo sé, Jim.
-No cabe en ellos ni malicia ni reserva. ¿Dónde están esos antagonismos
tribales que uno esperaría encontrar en una cultura de bárbaros?
Nosotros somos extraños aquí, ¡distintos! Pero ellos no le dan la menor
importancia.
-Lo sé, ¡lo sé! -musitó Hendry con voz preocupada-. Hay algo
horriblemente impropio aquí, pero no acierto a comprender qué.
-¿Impropio? ¿No le gusta? Mire, señor, esta amistad, esta cordialidad es la
única verdad. Es sincera y profunda. No me pregunte cómo lo sé, pero es
así. Lo siento en mi interior.
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-Yo también -concedió Hendry-. Pero sigue sin gustarme. No es natural, no
es..., bueno, humana.
Hendry alzó la vista y miró a Allison. Estaba sentado encima de un
peñasco, con sendas nativas en cada una de sus bronceadas rodillas. Otra
muchacha aparecía a sus pies y le contemplaba con la misma devoción
que pone en su trabajo un cestero indio. Lo rodeaba con una mirada
cálida y afectuosa, pero no posesiva.
-Su natural no conoce doblez, señor -comentó Miles-. Son sencillos,
generosos y amables. ¡Ni siquiera pueden llegar a odiarse unos a otros!
-No estoy ciego -masculló Hendry-. El antagonismo de raíz sexual es
básico en nosotros; yo diría que forma parte de los mismísimos cimientos
de nuestra personalidad. Y estas chicas ni siquiera se sienten celosas.
Hendry se dio la vuelta mientras hablaba, reparando algo más allá en
Hoskins. ¡Increíble! ¡Intervenía en una competición deportiva! ¡Aquellas
gentes amables eran lanzadores de disco!
Delante de la cueva, tres nativos jóvenes y fuertes lanzaban unos discos
de madera, llanos y horadados en su centro, a una distante estaca. El
juego era evidentemente una variante peculiar de una antigua práctica
rural de la Tierra.
El primer lanzador se quedó como dos metros buenos por detrás. Hizo
una mueca y cedió su vez al segundo, quien acertó a rozar el objetivo,
produciendo un sonido estridente. ¡Hoskins dio de lleno!
Fue una verdadera hazaña, pues el orificio practicado en el disco apenas si
ajustaba en la estaca. Los tres muchachos rodearon a Hoskins, a quien
subieron encima de sus hombros. Todos los presentes empezaron a dar
vueltas en derredor aclamando al vencedor con entusiasta delirio.
-¡También nosotros sabemos ser buenos perdedores! -murmuró Miles en
voz baja.
Una de las muchachas se acercó a Hoskins y le echó los brazos al cuello.
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Los otros tres competidores se alejaron un tanto con una sonrisa. Hoskins
se ruborizó, avergonzado, para erguirse seguidamente como si temiera
una reacción de protesta. Pero aquellos forzudos salvajes continuaron
sonriendo. Su expresión era tan elocuente como si dijeran: «¡Eres mejor
que nosotros, Gunga Din! Esta damita es de lo mejor del planeta, y te la
has ganado en buena lid. Comparados contigo, ¡no tenemos nada que
hacer!»
En cierto modo era divertido porque Hoskins no es realmente lo que se
dice un hombre de pelo en pecho; sencillamente, ¡se le daba bien aquel
juego!
-¿Qué me dices ahora? -exclamó el capitán Hendry.
-¡Nosotros también sabemos ser buenos perdedores! -repitió Miles
vehementemente, como si estuviera ansioso de convencerse a sí mismo
de ello.
-¡Oh, sí, seguro! -convino Hendry-. Supón tan sólo que un atleta de otro
país nos derrotara en algo en lo que siempre hemos brillado. Le
aplaudiríamos, seguro, pero con el rostro inexpresivo, de palo, tratando
de ocultar nuestro resentimiento. Parte del aplauso sería honrado, de
acuerdo. También somos capaces de albergar impulsos generosos.
-Pero imagínate que todas las rubias y las pelirrojas se volcaran en el
bravo y poderoso héroe de otra tierra. ¿Nos retiraríamos de la palestra
con gracia, complacidos y llenos de gozo?
-Desde luego que no, señor, pero...
-¡Sería muy afortunado, si lograba escapar con vida! Muchas guerras
empiezan así, hijo, ¡no lo olvides!
-¡Pero la cordialidad de esta gente es expansiva! -protestó Miles-. Son
buenos por naturaleza, ¡rebosantes de buena voluntad!
-Lo sé -admitió Hendry, aunque a desgana-. No nos hará ningún daño, de
todos modos, el pensar en Freud un par de minutos. ¡Puede que ello nos
proporcione la respuesta!
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-¿Freud, señor?
-Ya conoces la vieja teoría. No se ha demostrado aún que fuera falsa.
Hendry dirigió su mirada hacia el coloso mientras hablaba y no pudo
evitar un exasperado terror.
-Considerémoslo de esta manera, hijo. El subconsciente es algo
misterioso, rebosante de todo lo que en el hombre es odioso. Hay que
disponer de un aliviadero para ello, pues, de lo contrario, uno no sería
más que un bruto, una bestia con la inteligencia de hombre.
»Si uno intenta mantenerlo encerrado en la mente, negar su existencia, no
se comporta como humano. Ciertamente, no como esa gente. Pero supón
que dejas que todo ese legado tuyo selvático y sobrecogedor fluya por vía
de un sustituto inocuo. Supón que piensas efectivamente en ello, que lo
aceptas. Supón que lo expresas abiertamente, para que todo el mundo lo
conozca.
-¿Hablar de ello, señor?
-Exactamente. Supón también que realizas una obra de arte que es la
personificación del odio irracional, del miedo y la ira, de los impulsos
traicioneros y alevosos, de todo lo que el hombre verdaderamente
civilizado desprecia en sí mismo.
Hendry elevó sus brazos en un gesto en parte dirigido hacia el coloso que
dominaba el valle.
-¡Mira allá. hijo! ¡Eso es! He ahí el brutal subconsciente de este pueblo
hecho materia, personificado, ¡expuesto a la vista de todo el mundo! Y
ahora, ellos son libres. Habiendo hecho una confesión pública de sus
culpas se han purgado de ellas, y han alcanzado una nobleza real.
Miles reveló su sorpresa
-¡Dios santo, señor! ¡Creo que tiene razón!
-Espera, ¡déjame terminar! También es posible el hacer una confesión
falsa. Los antiguos romanos sabían mucho de eso. Pretendieron que el
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legado salvaje no existía, y adoraron una falsa nobleza. La Magna Mater.
Una gran imagen pétrea de una hermosa y serena mujer, el alma de lo que
es noble, incapaz de traición y de malicia. ¡Pero los romanos fueron, sin
duda, el pueblo más sanguinario de la historia!
-¡Señor! ¡No puede usted estar hablando en serio! -replicó Miles,
asombrado-. Esto no es lo que nos han enseñado. ¡Los pueblos brutales
han realizado ídolos brutales, crueles y primitivos!
-Es cierto, hijo. Pero aun así, se resistieron a hacer una confesión honesta.
Considera las hordas nazis... o las hordas de Gengis Kan. Eran mucho más
hipócritas que los romanos. Adoraban un ídolo brutal ¡velado! El velo de
lucubraciones míticas disfrazaba la brutalidad, de manera que podían
pretender aun que no existía para ellos.
Miles contempló al coloso y vio que no ocultaba nada. Su cruda fealdad
era única.
Miles observó luego a aquellas gentes corifales. ¡Era tal la dulzura y
gentileza que asomaba en los ojos de la muchacha arrodillada a los pies de
Allison! Se dio cuenta de que a ella le habría gustado quizá tenerlo para sí
sola. Sería natural y humano. Sin embargo, estaba dispuesta a renunciar a
él, si el conservarlo significaba tener que odiar. Y odio era algo que ella no
podía abrigar en su interior.
Había hecho su confesión, sincera y honesta, al igual que había hecho todo
su pueblo. Ahora encontraba deseable el hacerse mayor.
¡Qué pena que Allison fuera un bruto tan rastrero, incapaz de la menor
lealtad a una mujer...
¡Alto ahí! Tales pensamientos nacían sin duda del légamo atávico.
Miles se volvió a mirar al capitán y dijo:
-Señor, he de confesarle una cosa. ¡En cierto modo, confirma su teoría!
-¿De qué se trata, hijo?
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-Al venir hacia aquí he experimentado un verdadero impulso de odio
primitivo, señor, hacia Allison. Habría deseado verle muerto. Estoy seguro
de que usted sabe por qué.
-Me lo imagino, hijo.
-Me dejé llevar por el subconsciente. Y no traté de reprimirme. No probé
de decirme que era tan sólo noble y animado por sentimientos
protectores. ¡Oh, bueno! Al principio, sí. Pero, luego me abandoné a la
pasión y lo vi todo rojo. Imaginé que mis manos se habían cerrado en
torno al cuello de Allison, ¡y que apretaba más y más! ¿Lo comprende,
señor? Todo en mí ha sido brutal por unos momentos.
-¡Ah, sí... sí, hijo! -suspiró Hendry-. Nuestros antepasados neolíticos
fueron brutos durante muchos momentos.
-Pero es que dejó de ser una cosa del subconsciente, señor. Brotó de las
oscuras profundidades de mi mente para convertirse en verdadera
claridad de imágenes. Se volvió como ese coloso, una obra de arte
consciente, toda ella maldad..., ¡una confesión honesta hecha a mí mismo!
-¿Y luego, has estado libre de ella? ¿Te ha abandonado?
-Gran parte sí. Me he sentido mejor. Quizá si dispusiera ahora de un
montón de arcilla blanda, y pudiera estrujarla y manipularla para hacer
que se pareciera a Allison...
-Para esto sirve el arte honesto, hijo. Para hacernos conocer a nosotros
mismos tanto como seamos capaces de soportarlo. De otro modo,
seguimos siendo primitivos... y, como Jano, ¡de doble faz!
-¡Dos rostros!
Hendry elevó sus manos delgadas y huesudas y fijó su mirada en ellas.
Quiso decirse que no era un hombre viejo. No era sino una la prueba de la
juventud... y sólo una. No era posible decir la edad de un hombre
aplicando un estetoscopio a su pecho o registrando su presión sanguínea.
Uno tenía que mirar tan sólo en lo más hondo de sus ojos. Uno tenía que
preguntar tan sólo acerca de... sus recuerdos.
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Los recuerdos del anciano son como las hojas marchitas que van a caer en
la charca estancada a medianoche. Secas, marrones, muertas. Y las
cicatrices del viejo son diferentes de las del joven. Un viejo no podría
decir, como Hendry, señalando sus costurones: En mi cuerpo hay sitio
para cien más. Incluso ciego y en medio del dolor, ¡no retrocedería ante la
aventura!
Cuando un hombre atesoraba estos recuerdos, cuando se enorgullecía de
sus heridas, sus setenta y dos años no podían sustraerle el derecho a
sentirse joven.
Hendry contempló a la muchachita encerrada entre los brazos de Allison,
y un espasmo convulsivo estremeció los músculos de su cara. No le
envidió. No..., la duplicidad de su rostro hablaba en otro idioma.
En su interior pugnaban violentas fuerzas de juventud contra la ciudadela
de su calma y de madura sabiduría a los ojos del mundo. Nadie
sospechaba siquiera cuánto del osado cachorro se encerraba en él, cuán
temerarios podían llegar a ser sus pensamientos. Y todo aquello debía
permanecer deliberadamente oculto y preso bajo siete llaves.
Miles se dio cuenta de pronto de que era estrechamente observado. Una
de aquellas mujeres nativas, de pie a la entrada de la cueva, habla puesto
en él todo el calor de unos ojos grandes, oscuros e inquisitivos.
Por unos instantes, se quedó en suspenso. En aquellos momentos era
penosamente consciente de su cojera, de su intolerable timidez de
erudito, de sus cicatrices mentales. Si avanzaba hacia ella cojeando,
¿retrocedería? ¿Se daría la vuelta asustada y buscaría refugio en la
caverna?
Por primera vez se dio plena cuenta de la verdadera gracia de aquella
gente, de su encanto infantil. Sus rasgos cran fuertes y despiertos; su
complexión, armoniosa, y sus movimientos; tan ágiles como los de las
criaturas de los bosques de la Tierra.
Las mujeres, alertas como gacelas e igual de asustadizas. Prestas a volver
sus limpios ojos al hombre en busca de un significado amistoso, velado
por el gesto que aquél ofrecía al mundo.
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Miles se dijo que si un cazador de venados hiciera su aparición entre la
espesura, con su arma bajo el brazo y la mente llena de pensamientos de
muerte, aquellas miradas lo desarmarían por completo.
¿Y por qué no había él de responder a la ternura y absoluta confianza
reflejadas en los ojos de aquella mujer que era la imagen opuesta de una
pieza de caza? ¿No se le estaba acercando ahora, con una retadora
ansiedad en sus pupilas?
Antes incluso de que se diera cuenta de sus movimientos, la muchacha se
encontraba en sus brazos. La besó, con dulzura al principio, porque
aquello podía ser nuevo para ella y lo encontraría extraño.
Al poco, Miles se sintió violento. Raro, por estrechar a una mujer entre sus
brazos y estar pensando en otra; sorprendido de que unos labios cálidos
se le antojaran fríos, e irreales los cabellos femeninos que se habían
desparramado por encima de sus hombros. Asombrado de que aquella
muchacha inocente no tuviera valor, en ningún sentido, para él.
Librándose de la muchacha, apartó su vista rápidamente. ¡Si por lo menos
pudiera hablarle en su idioma!, ¡decirle que lamentaba profundamente no
poderla amar como ella merecía!
Una amarga desesperación hizo presa de él. De repente se dio cuenta de
que ya no podía soportar más la presencia de aquellas gentes cordiales.
Tan sólo el verlos era puro tormento.
Giró sobre sus talones y penetró en la cueva sin preocuparse de, si era
seguido o no. El lugar no tenía nada de especial, pero a medida que
avanzaba entre las sombras un extraño alivio fue relajándole el cuerpo.
Desapareció la tensión.
Siguió caminando, con pasos seguros y confiados. La gruta era fresca y
espaciosa. La brisa que la llenaba era portadora de la fragancia del valle,
de la paz de aquellos verdes prados. El limpio olor de la tierra embargaba
su olfato..., toda la magia buena del universo, conjurado en aquel mundo
extraño por el poder hipnótico de sus pensamientos.
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Frank Belknap Long _ Dos Rostros
Se olvidó del paso del tiempo, de sus obligaciones, de la necesidad de
mantenerse en contacto con sus compañeros. Un fragmento de un poema
de niñez le vino de pronto a la mente... Y gozaré de alguna paz aquí,
porque esta fluye lentamente, desde los valles de la mañana, adonde canta
la libélula...
A medida que avanzaba, un fulgor lejano fue haciéndose cada vez más
brillante. Las paredes de la cueva parecieron contraerse y retroceder, y de
pronto se encontró de nuevo al aire libre, frente a una colosal figura de
piedra.
La figura dominaba el valle. Los miembros eran finos y bien torneados; el
aspecto, atlético. Parecía surgir de otra, masiva, brutal, deforme, que
miraba en dirección contraria., Diríase una pareja de hermanos siameses,
uno con la vista puesta en el valle; el otro, en la cueva.
El rostro de éste correspondía a un joven de gran nobleza, tan sereno y
equilibrado como una noche estrellada.
Durante unos instantes, Miles no se dio cuenta de que había salido de la
cueva a espaldas del brutal coloso y que contemplaba ahora lo que debía
haber sido su espalda.
Luego su vista se ajusté al resplandor del valle, y lo que vio en él se grabó
en su mente como si fuera un ácido.
Desde la boca de la caverna hasta la base del coloso, la ladera aparecía
alfombrada de esqueletos humanos. Algunos solos; otros en grupo;
apretujados como si buscaran vanamente un calor perdido; empalados en
solitaria agonía, en claros iluminados por el sol; los había doblados sobre
sí mismos; otros en actitud fugitiva.
Esqueletos con las rodillas hacia arriba y los brazos vueltos del revés;
otros incrustados de cabeza, como por causa de un violento impulso
difícil de imaginar, con los huesudos dedos hincados en la tierra antes
arañada. Los había también erguidos, hieráticos como el coloso, con una
refulgente lanza sobresaliendo entre sus omóplatos.
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Frank Belknap Long _ Dos Rostros
Había por lo menos un centenar de esqueletos entre la cueva y la estatua.
Sí, un centenar de esqueletos horriblemente empalados prestaban
guardia a aquella figura, símbolo de calma nobleza y gracia atlética.
Las palabras parecieron formarse en lo más hondo de las entrañas
mentales de Miles, y fueron llegando a él a modo de imprecisas ondas.
Ecos que poco a poco iban conformándose entre agitaciones y
estremecimientos, como cresas que van horadando su camino a la luz a
través del cenagoso subconsciente.
¡Birrostres! ¡El pueblo cordial posee dos caras!
Sin reparar siquiera en que se había dado la vuelta, Miles corría a toda
prisa por la cueva, inclinándose como hombre cargado con un gran peso,
y esforzándose penosamente por conservar la respiración.
El capitán Hendry seguía sentado encima de la misma roca cuando hizo
aparición Miles. Parecía un anciano anclado a un pedestal gris, inmune a
los errores de otros y resignado a que aquella cordialidad en torno
buscara un objetivo más joven donde aplicarse. Allison gozaba todavía de
ella, y Hoskins seguía lanzando discos con gran alborozo.
Miles podía ver la sombra de sus compañeros recortándose contra las
rocas, moviéndose de un lado a otro o deteniéndose como si el tiempo
hubiera quedado en suspenso.
Se dirigió directamente a Hendry, se inclinó sobre él y susurró con voz
ronca:
-Ha ocurrido algo terrible. He descubierto algo que cambia por completo
todo lo que hemos estado creyendo y pensando acerca de esta gente.
¡Todo! ¿Comprende?
-Y, bien -dijo Hendry, en un tono que revelaba cierto cansancio-. ¿De qué
se trata, Jim?
Y Miles habló.
Hendry palideció. Luego se incorporó de un salto, ahogando un grito de
espanto.
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Frank Belknap Long _ Dos Rostros
-¡Tenía que habérmelo imaginado! –masculló-. Evolución paralela hasta
un punto. Luego una divergencia tan enorme que liega al espíritu mismo
de la vida.
Miles asintió con la cabeza.
-La divergencia es mental. Sus mentes deben sufrir una metamorfosis
periódica.
-Con el sol, quizá -musitó Hendry-. Un cambio cíclico. Puede que sean
nobles de día y malvados de noche. Es una suposición, claro está. Quizá el
cambio tenga lugar una vez al mes, o cada año.
-¡O cada hora! -exclamó Miles.
-Sí, sí, ¡cada hora! Cuando son amistosos, hacen una confesión honesta
para purgarse de su maldad. Guardan ante sus ojos la imagen de un bruto.
Cuando son malvados y crueles, su confesión es de falsario. ¡Adoran la
imagen de un noble joven!
-¡Debemos regresar a la nave, señor! –continuó Miles.
-Sí -convino Hendry-, se lo diré a Allison.
El capitán Hendry giró sobre sus pasos, fue en busca de su compañero y
estuvo hablando con él un minuto,
Mientras Miles los observaba, las sombras empezaron a poblar el valle.
Era como una ilusión de crepúsculo.
Allison escuchó atentamente durante unos instantes. De pronto, se echó a
reír. Mientras gesticulaba en dirección al valle, la luz fue adquiriendo
tonalidades encarnadas.
Miles sintió que un estremecimiento de horror
progresivamente el pecho. ¿Se había vuelto loco, Allison?
le
oprimía
De regreso a donde le esperaba Miles, Hendry mostraba sus labios
apretados en un rictus amargo.
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-No te cree, Jim -dijo- ¡Rehúsa moverse!
-¡Dígale que vaya a la cueva y verá! -replicó Miles apasionadamente.
-¡Es inútil, Jim! -repuso Hendry con pesaroso fatalismo-. No quiere creer.
-Entonces tendremos que irnos sin él. ¡La seguridad de la nave es lo
primero!
Hendry llevó rápidamente una mirada inquisitiva al rostro de su
compañero.
Miles comprendió.
-No, no le odio ya, señor. La visión de aquellos esqueletos depuró mis
sentimientos.
Hendry alzó la vista en dirección a la cueva. Tras unos minutos de
silencio, un estremecimiento agitó sus hombros.
-Muy bien, hijo -declaró al fin-. Celebro que tengas el valor de enfrentarte
con los hechos cara a cara.
-¡Al diablo con todo, señor! ¡Hay que largarse como sea!
-En efecto. -El rostro de Hendry se relajó visiblemente-. Se lo diré a
Hoskins.
Diez minutos más tarde los tres hombres de la Tierra se encontraban a
más de mitad de camino ladera arriba, apretando el paso ahora en
dirección a la nave. La bruma iba envolviéndoles cada vez más.
De pronto, Hendry se detuvo. Puso su mano sobre el brazo de Miles, y
apretó los labios hasta ponerse blanco.
-¡Escucha! -dijo.
Era un grito humano, un alarido que rasgaba la quietud reinante con su
estremecedora agonía. Diríase incluso que provenía de un animal salvaje
recién caído en una horrible trampa.
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Siguió el silencio. Luego..., el acompasado retumbar iba haciéndose cada
vez más estruendoso. No podía haber error: eran miles de pies
martilleando desenfrenadamente el terreno, y cada vez más cerca, ¡en pos
de los tres terrestres!
El capitán Hendry quiso darse la vuelta, pero algo parecía mantenerlo
fijamente sujeto, rígido.
Hoskins retrocedió unos pasos y se llevó las manos a la frente para
protegerse la vista de los reflejos del valle. Miles atenazó instintivamente
su pequeña, pero poderosa pistola de energía.
El primero de sus seguidores apareció de improviso. Una forma de color
bronceado, lanzada a la carrera con la cabeza inclinada.
Durante un instante, tan breve como el que media entre dos latidos, el
sensorio de Miles permaneció abierto a toda clase de estímulos. Vio la
acerada lanza, refulgente y ominosa, los músculos de la garganta de su
atacante tensos como cuerdas de violín, y el temblor de las hojas agitadas
al paso desenfrenado de aquél.
Las impresiones se sucedían como las crestas de la mar que hierve de
escualos enloquecidos en pugna por una presa flotante. Estructuralmente,
el rostro del bárbaro no era simiesco. Pero la crueldad salvaje y la rabia
bestial pueden causar alteraciones sorprendentes en la faz humana. Los
ojos del llegado brillaban de odio; de la lanza enhiesta prendía la muerte.
Odio y muerte..., odio y muerte..,
Miles disparó, igual que lo habría hecho contra una cobra que surgiera a
su paso mostrándole los dientes; rápidamente, sin emoción...
A la ensordecedora detonación siguió una incandescente explosión de luz
que pareció flotar como una nube a unos palmos del cañón del arma.
Como dardos llameantes, los filamentos de energía cayeron sobre aquella
figura cetrina, la levantaron, la envolvieron, y la lanzaron violentamente
valle abajo. Sólo un grito; luego, nada.
Miles se dio cuenta de que Hendry había abierto fuego también. Entre las
llamas proyectadas se agitaban como una docena de atacantes, un
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instante tan sólo, antes de ser despedidos a gran distancia ya muertos.
Hoskins contribuyó finalmente al dantesco espectáculo; subrayando su
acción con un grito desesperado.
Pero no había por qué gritar, pues caído el último de los bárbaros, el
silencio se adueñó de nuevo del valle. Era una quietud rota tan sólo por el
leve murmullo de las hojas a la brisa y por la agitada respiración de los
hombres de la Tierra.
Miles fue el primero en hablar:
-¡Hemos de volver! -dijo-. Hombres más débiles que Allison han
sobrevivido a un lanzazo.
-¡Tienes razón, muchacho! -convino Hendry, cuadrando la mirada-. No
podemos dejarle morir aquí, tan lejos de la Tierra. Y si ha muerto... hemos
de hacer que sea enterrado dignamente.
»¡A pesar de su fatal tozudez! -añadió Hendry.
Envueltos en las sombras, los tres hombres emprendieron la operación de
rescate. Encontraron a Allison cerca de la cueva. Apenas se movía. Una
oscura mancha iba extendiéndose por su espalda.
Con él a cuestas iniciaron el regreso definitivo a la nave. Habrían deseado
recuperar la cordialidad conocida, y gozada por algún tiempo, pero era
inútil. Sabían que la autoconservación era la ley dominante.
La nave ascendió sobre el valle como una enorme gaviota argéntea cuyas
alas reflejaran la luz del sol y arrojaran una móvil sombra contra el verde
mundo que sobrevolaba.
Se abrió la puerta de la cabina de Miles. Sonaron unos pasos apagados.
Miles notó que cada vez estaban más cerca. Presionó con el secante sobre
la tinta húmeda, y se preguntó si habría manchado a la postre el informe
oficial que acababa de deponer.
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Frank Belknap Long _ Dos Rostros
-¡Jim! -susurró Barbara Maitland.
Miles siguió con la mirada fija en el secante, sin osar moverse siquiera,
tratando de concentrarse en la tinta.
-Me cuesta un poco decirte esto, Jim... pero ¿podrías perdonarme por
haber sido tan ciega... y tan tonta?
Miles fue un poco lento en incorporarse. Nada, en cambio, para tomar a
Barbara Maitland en sus brazos y estrecharla apasionadamente, mientras
el latido que estremecía sus sienes se mezclaba con el insistente zumbido
de los motores de la nave.
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