Frank Belknap Long _ Dos Rostros Dos Rostros Frank Belknap Long La nave descendió sobre el valle como una enorme gaviota argéntea cuyas alas reflejaran la luz del sol y arrojaran una móvil sombra contra el verde mundo que sobrevolaba. Los hombres congregados en la cabina eran como niños liberados un día cálido de octubre después de un mes de continua escuela, con permiso para gritar y reír en voz alta, en una población que ha echado sus campanas al vuelo con ánimo de fiesta. Ese es vuestro día, chicos, ¡aprovechadlo bien! Id a casa y desempolvad viejos disfraces, abrid las cajas de tizas de colores, poned ojos en las calabazas y no paréis de correr de un lado a otro para celebrar lo que os plazca, Todos los Santos, Navidad o Pascua. El sudor fluyó incontenible, bañando el cuello de quienes observaban ansiosos. No estaban del todo convencidos de que aquel mundo lleno de verdor fuera real. ¿Cómo podía un hombre estar seguro de que realmente había llegado el gran día? Las torturantes conjeturas, las alocadas esperanzas y hondos temores, el trabajo constante, el cansancio y la disciplina de un largo periplo por el espacio estrellado podían dar lugar a unas dudas que nl siquiera el destello de la luz solar en un verde valle alcanzaba a disipar por completo. ¿Cómo podía uno estar seguro, si el sol no era Sol sino Alfa Centauro, y aquel mundo esmeralda no era Marte ni Venus, sino el más cálido de los pequeños planetas flotantes en un soñado mañana que de pronto se había convertido en hoy? Sí, hoy, ahora, este mismo instante, mientras la gran nave veía cómo su sombra se alargaba cada vez más contra la pared de aquella exuberante vaguada. 1 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -¡Mantén el rumbo! Vamos bien -ordenó el capitán Paul Hendry, de anchas espaldas, iluminadas ahora por el fulgor de un portalón de babor, mientras en su mirada había un resplandor de asombro. Ansiosos e interesados se hallaban también John Hoskins, meteorólogo, pequeño y de mirada penetrante, y Fred Allison, fuerte y animoso, provisto de un apetito pantagruélico por todas las buenas cosas de la vida. Jim Miles, pálido aún de sus ocupaciones intelectuales en los museos de la Tierra, había perdido una de sus piernas durante la Cuarta Guerra Mundial, de manera que no llegaba a erguirse con tanta facilidad como sus compañeros, aunque la curiosidad que con ellos compartía se revelaba también intensa en el brillo de sus ojos y en la prieta línea que formaban sus labios. Cada uno de los doce hombres que componían la dotación se había enderezado a su modo; unos, de ánimo; otros, de cuerpo. Los había, en fin, cuyo enderezamiento no era sino el abandono del encogimiento que habían determinado en ellos hasta ahora la ansiedad y el miedo. Mientras los hombres veían cómo el valle se agrandaba a ojos vistas, se abrió una de las escotillas del mamparo que quedaba a sus espaldas para dar paso a la esbelta figura de una muchacha. Era Barbara Maitland, arqueólogo, la de brillantes logros y cabello prietamente trenzado. -¡Es bueno saber que esto pertenece a todo el mundo! -suspiró la muchacha-. Hemos atravesado el espacio para llegar a otra estrella y hemos demostrado que puede hacerse. Ahora esto pertenece a todos y cada uno de los hombres, mujeres y niños de la Tierra. ¡Jamás debiéramos olvidarlo! -¡Desde luego que no! -afirmó Allison, subrayando su exclamación con una sonora carcajada, y tomando a la chica en un fuerte abrazo-. ¡Y no nos detendremos aquí! ¡Esto sólo es el comienzo! Vueltas y más vueltas dieron así enlazados, entre el jalear de los demás, emocionada mezcla de gritos, llantos, suspiros y exclamaciones. Por fin, el 2 Frank Belknap Long _ Dos Rostros capitán Hendry se golpeó la palma de la mano con el puño para recabar la atención de los presentes. -¡Basta ya, chicos! ¡Guardad las alegrías para cuando hayamos tomado tierra! La nave se posó en un claro de una suave pendiente arbolada, y el capitán Hendry pasó inmediatamente a atender a las obligaciones que le imponía la responsabilidad del mando. Los expertos y científicos, entretanto, procedieron a lo suyo, poniendo fin a los temores largo tiempo entretenidos y haciendo que la voz del éxito alcanzado corriera hasta los elementos más distantes de la tripulación. Todo el mundo parecía haber roto a hablar de golpe. -¡El aire es perfecto, señor! Algo más, quizá, del oxígeno necesario, pero nada que no podamos compensar automáticamente. -¡La temperatura es excelente! No podría ser mejor. ¡Dieciocho grados a la sombra! -¡No vamos a necesitar trajes espaciales, señor! ¡Podemos salir al exterior tan pronto como lo ordene! -Diga la palabra, señor; esa maravillosa, brillante y bonita palabra, y saldremos en tropel para arrancar puñados de esa nueva tierra, y tomar hondas bocanadas de este nuevo aire, antes de transmitir la noticia a nuestro planeta Tierra en ondas de años luz. ¡Diga ya la palabra, señor! El capitán Hendry hizo ademán de que guardaran silencio y solicitó seguidamente tres voluntarios. El primero en ofrecerse fue Fred Allison, después de inspirar profundamente. Jim Miles se mojó los labios y fue a colocarse al lado del otro en dos pasos desiguales, aunque rápidos, por delante de Hoskins, que se movía con la deliberación de un científico que no gusta de premuras. -Bien, escuchad -habló el capitán Hendry, con los ojos brillantes-. Nos limitaremos a descender por el valle y a echar un vistazo en derredor. Tengo gran respeto por aquel capitán que marchó con todos sus hombres colina abajo, y que regresó también con todos ellos. Poseía un refinado 3 Frank Belknap Long _ Dos Rostros sentido dramático. Pero debía haber sido puesto al cuidado también de un comité de psiquiatras. -¡A todos nos gustaría salir, señor! -protestó un jovenzuelo inconsciente-. ¡Palabra, señor! -Tendréis vuestra ocasión -replicó Hendry, echándose a reír-. Vamos a estar aquí mucho tiempo. Sin más, el capitán se dirigió hacia la compuerta de salida, seguido de Allison, Miles y Hoskins, llenos de pronto de una enorme sensación de confianza y prestos a ir con su jefe hasta el mismísimo fin de la tierra. Pues, de una tierra se trataba, pese a no ser Tierra; cálida y acogedora, verde, prometedora. El aire era fresco y perfumado, agradable... Los hombres se quedaron unos instantes inmóviles, delante de la nave, que se había cerrado ya a sus espaldas. Luego, como movidos por un resorte, iniciaron su marcha valle abajo, los cuatro a la par, sintiendo el rítmico golpeteo que sus pasos hacían dar a sus pistolas energéticas contra el muslo derecho. En una misión como ésta, el capitán Hendry no deseaba imponer su iniciativa. Había que compartirlo todo, y en igual medida, peligros y gloria, y que cada hombre fuera capitán por derecho propio. La exploración de un nuevo mundo es como escanciar champaña en una copa alta y observar cómo las burbujas se reúnen en sugeridora espuma. Hay que beber con cuidado. Puede sentar bien o puede sentar mal. Hierba verde bajo sus pies, una brisa que acariciaba sus mejillas, y el valle que descendía suavemente con reflejos húmedos. Cada uno de ellos pensaba: «¡Este es el día, el gran día, y nosotros somos los primeros! Ha llegado el momento en que podemos legar esta maravilla a nuestros descendientes. ¡Ese es nuestro presente, único, sin par, nuevo, para el mundo del mañana!» Habrían recorrido ya unos trescientos metros valle abajo cuando la bruma pareció alzarse para revelarles el auténtico corazón del valle. 4 Frank Belknap Long _ Dos Rostros El capitán Hendry se detuvo para admirar aquella inenarrable escena. Miles gritó de pronto con voz estrangulada, en la que el miedo y la revulsión pugnaban por brotar violenta y estentóreamente. -¡Mirad! ¡Oh, mirad! -farfulló Hoskins, levantando el brazo en ademán indicador, mientras un espasmo estremecía los músculos de su garganta. Sólo Allison se quedó impertérrito. Sólo él se irguió, para extender sus brazos en gesto de desafío y de sublime orgullo humano, como si pretendiera atenazar entre ellos aquel increíble reto a la humanidad y hacerlo pedazos. Entre la tupida floresta del valle destacaba una gran figura de piedra. Titánica de dimensiones, radiante, dominaba el valle con la terrible y posesiva energía que desprendía. El coloso era una brutal parodia de la figura humana, tal como se presumía que la evolución habla ido conformándola en nuestro planeta. Era simiesca, pero no se trataba de un simio; humanoide, pero no humana. El tórax abombado, los brazos largos y colgantes, y los dientes hacían que se asemejara a un primate. Pero la bóveda craneal, por encima de unas cavidades orbitarias prominentes y masivas, era muy particular; los miembros inferiores, por su parte, terminaban curiosamente en unas manos de dedos afilados y esbeltos, casi femeninos en su delicadeza. El gigante de piedra parecía mirar directamente al pequeño grupo de hombres, que recibían radiaciones arrancadas de los ojos por el sol que se reflejaba en ellas, y que parecía poner llamas en la boca entreabierta de la figura. El coloso estaba, no obstante, completamente inmóvil; en una quietud semejante a la de las fantásticas gárgolas que coronan los paramentos de algunas catedrales, símbolo de épocas pasadas. -Si esta estatua es un ídolo, ¡no sería digna siquiera de pertenecer al culto más primitivo de los caníbales más bajos de la Tierra! -exclamó Hoskins, con la voz entrecortada. 5 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -Tienes razón -convino el capitán Hendry-. Su mera contemplación hace que me sienta enfermo. ¡Mejor será que regresemos! -¿Regresar? -Allison se dio la vuelta, para examinar la ladera-. No hablará usted en serio, señor! ¡Ha sido necesario verdadero genio para tallar una figura como ésta en roca sólida! Es la más grande de todas las efigies jamás talladas. Y más aún, ¡toda una figura humana! ¡Este planeta está habitado por artistas! -¿Artistas? -murmuró Hendry-. ¿Artistas, has dicho? ¡Querrás decir bárbaros llenos de odio a la vida! Salvajes que rinden culto a la crueldad y a la muerte. ¡Mira ese rostro! ¡Que su expresión cale hondo en ti! Si se da la ocasión, remodelará tu cerebro de manera que concuerde con lo que piensa de ti. Allison echo atrás la cabeza y rompió en una sonora carcajada. -Parece que te divierte, ¿eh, Allison? -añadió Hendry. El interpelado se volvió a mirarle, al tiempo que se encogía de hombros en gesto despreciativo. -Si ésta es la clase de ídolo que gustan de adorar..., ¡es asunto suyo, no nuestro! Llevamos armas poderosas. Sabremos cuidarnos. ¡No seamos infantiles! El capitán Hendry apoyó su mano en el hombro de Miles. -¿Qué piensas de esto, Jim? ¿Debemos regresar? Miles cerró los ojos antes de responder. En su mente se dibujó la imagen de Barbara Maitland, recortada contra la ventanilla de baber, enmarcada por la noche estelar, con el cabello formando una gloriosa cascada de luz. Recordó la forma de hablar de la mujer; también su risa, sus movimientos, su particular forma de sentarse. En sus pensamientos se vio avanzado hacia ella para tomarla en sus brazos. Vio también cómo ella le esquivaba, con un quiebro ágil de su hermoso y juvenil cuerpo. ¿Cómo iba ella a amar a un hombre que cojeaba, que rara vez sonreía, que por su temperamento 6 Frank Belknap Long _ Dos Rostros sólo era capaz de sentirse unido a la fría precisión de los instrumentos científicos o al polvo seco de los museos? ¡Qué importaba que se hubieran prometido amor eterno de niños, si ahora entre los dos se interponía una nube de extrañeza! Un joven inquieto, ese Allison. Duro y sin domar, como un cachorro de león en sus crueles juegos. Tan presto a abofetear a una mujer como a retozar con ella... alardeando de su broncínea juventud y de su triunfante sonrisa. ¡Qué increíblemente tontas, las mujeres, dejándose engañar por una musculatura y por la apenas velada fealdad de un bruto humano desmedido que se pavonea como si fuera un risueño Apolo! ¿Cuánta felicidad perdería Barbara, si el cachorro de león descendiera en solitario al valle y no volviera a aparecer? No mucha, probablemente. Ninguna mujer podía sentirse feliz a la larga en brazos de un felino juguetón. -¡Y bien, Jim! ¿Qué dices? -insistió el capitán Hendry. El preguntado se dio la vuelta mientras un estremecimiento de autodesprecio recorría su cuerpo. -Allison ya se ha decidido, señor -respondió al fin-. No podemos dejarle ir solo. -¡Puedo ordenarle que regrese! -protestó Hendry-. ¿Os habéis creído que esto es una sociedad de debates? -N,> señor. Pero si le ordena volver, él desobedecerá. Y usted tendrá que castigarle. -¡Di de una vez lo que piensas, hombre! –gritó Hendry, de mal talante-. ¿Quieres decir que tendré que disparar sobre él? -En efecto, señor. Hendry enrojeció de ira. 7 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -¿Sugieres acaso que le permita saltarse la disciplina? Miles negó con la cabeza. -No, señor. Si le ordena que regrese y él se niega, lo lamentaremos toda la vida. ¿Por qué dar ocasión a que se cometa una falta? Usted puede matarlo, y asunto concluido, pero ¿no sería más fácil acompañarle, simplemente? ¿Qué opina? Más tarde, adentrados ya en el valle, el capitán volvió nuevamente sobre el tema. -He sido un loco al prestarte oídos, Jim -dijo. Miles arrugó el entrecejo, pero no se detuvo. El coloso se cernía ahora directamente sobre ellos; la pendiente había ido desvaneciéndose, y caía un sol de plomo. Allison había reducido el paso en espera de los otros. Un minuto más, y el capitán Hendry habría olvidado su enfado, aceptándole de nuevo como compañero de armas. Pero ese minuto no llegó. No había tiempo para hablar de nuevas perspectivas, de nuevos criterios de valoración para la clase de disciplina que debía reinar en un mundo nuevo como aquél. Pues el valle se convirtió de repente en un hervidero de hombres y mujeres de tez tostada y miembros delgados, vestidos muy primitivamente con una especie de túnica de material basto, y que se conducían con la gracia natural de los pueblos que no han sufrido aún contacto alguno ajeno. Ascendieron en tropel por la ladera, gritando y riendo, en dirección de los cuatro hombres de la Tierra. Sus voces tenían un sonsonete muy particular. No era chino, ciertamente, pero resultaba igual de agradable, de rico y de vibrante. -¡No dejéis que se acerquen demasiado! –advirtió Hendry, llevándose rápidamente la mano a la cadera. Holgaba la advertencia, pues cuando los risueños bárbaros estuvieron a pocos pasos, todo el temor se desvaneció. Allison prorrumpió en carcajadas. 8 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -¡Son como niños! -dijo entre risas. -¡Niños juguetones! -¡Sí! -convino Hoskins. Miles guardó silencio. Se quedó inmóvil, aceptando atónito aquel cálido tributo de amistad, Era una auténtica corriente de buena voluntad, un raudal de simpatía que lo invadía todo. Los hombrecillos llegaron hasta la altura de los visitantes y empezaron a darles palmadas en los hombros. Con gratitud en los ojos; con aprecio y respeto; con lealtad y orgullo, como si dieran la bienvenida a unos héroes que regresaran a casa después de un glorioso empeño. Era algo más conmovedor que el más sentido apretón de manos; era un entusiasmo desbordado. Como si fueran sacados a hombros por la más grande de las puertas. Las mujeres se mostraron más circunspectas, Se arrodillaron sencillamente y se abrazaron a las piernas de los hombres de la Tierra. ¡Oh! Gentes amistosas. ¡Y cuánto! ¡Y cuán increíblemente! De rodillas a los pies de Allison, una mujer de ojos rasgados le hablaba extasiada mientras el capitán caminaba perplejo de un lado para otro. ¿Había transcurrido una hora o una eternidad? Claro que ¡aquello no podía ser verdad! ¡Estarían soñando! En un instante desaparecería todo de nuevo, se disolvería en porciones minúsculas, invisibles, como una nave que choca y se desintegra en el espacio, convirtiéndose en nada en la negra oscuridad que rompe por un momento con un destello final de luz. Los cuatro hombres de la Tierra se encontraban en un valle exuberante; a sus espaldas quedaba una elevada caverna, batida por los vientos. Poco a poco se sentían sofocados de tanto afecto y amistad, de los que les era imposible desembarazarse. 9 Frank Belknap Long _ Dos Rostros Miles experimentó cierto incomodo ante el constante deambular de Hendry, y sintió deseos de hablar con él. Fue a reunirse con el capitán, y acompasó su paso al de éste. -¡Es increíble! -dijo. -En efecto. Lo es -convino su compañero. -Deberíamos regresar a la nave, señor. -¡Todo en su debido momento! -respondió aquél. -No se ha resignado a permanecer aquí, ¿verdad? -¿Por quién me tomas? -Hendry se detuvo bruscamente y miró a Miles con ira-. No tardaremos en regresar. -Pero ¡maldita sea!, señor. ¿Por qué no partimos inmediatamente? -Porque no deseo enemistarme con esa gente -farfulló Hendry-. Tendremos que vivir con ellos, ¿no? Es otro planeta y de otro sistema... y está habitado por una raza verdaderamente amable de seres humanos. ¿Te das cuenta de lo que ello significa, Jim? -¡Me da vueltas la cabeza de tanto pensarlo! -reconoció el aludido-. Pero, no son en absoluto como nosotros, señor. -Lo sé, Jim. -No cabe en ellos ni malicia ni reserva. ¿Dónde están esos antagonismos tribales que uno esperaría encontrar en una cultura de bárbaros? Nosotros somos extraños aquí, ¡distintos! Pero ellos no le dan la menor importancia. -Lo sé, ¡lo sé! -musitó Hendry con voz preocupada-. Hay algo horriblemente impropio aquí, pero no acierto a comprender qué. -¿Impropio? ¿No le gusta? Mire, señor, esta amistad, esta cordialidad es la única verdad. Es sincera y profunda. No me pregunte cómo lo sé, pero es así. Lo siento en mi interior. 10 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -Yo también -concedió Hendry-. Pero sigue sin gustarme. No es natural, no es..., bueno, humana. Hendry alzó la vista y miró a Allison. Estaba sentado encima de un peñasco, con sendas nativas en cada una de sus bronceadas rodillas. Otra muchacha aparecía a sus pies y le contemplaba con la misma devoción que pone en su trabajo un cestero indio. Lo rodeaba con una mirada cálida y afectuosa, pero no posesiva. -Su natural no conoce doblez, señor -comentó Miles-. Son sencillos, generosos y amables. ¡Ni siquiera pueden llegar a odiarse unos a otros! -No estoy ciego -masculló Hendry-. El antagonismo de raíz sexual es básico en nosotros; yo diría que forma parte de los mismísimos cimientos de nuestra personalidad. Y estas chicas ni siquiera se sienten celosas. Hendry se dio la vuelta mientras hablaba, reparando algo más allá en Hoskins. ¡Increíble! ¡Intervenía en una competición deportiva! ¡Aquellas gentes amables eran lanzadores de disco! Delante de la cueva, tres nativos jóvenes y fuertes lanzaban unos discos de madera, llanos y horadados en su centro, a una distante estaca. El juego era evidentemente una variante peculiar de una antigua práctica rural de la Tierra. El primer lanzador se quedó como dos metros buenos por detrás. Hizo una mueca y cedió su vez al segundo, quien acertó a rozar el objetivo, produciendo un sonido estridente. ¡Hoskins dio de lleno! Fue una verdadera hazaña, pues el orificio practicado en el disco apenas si ajustaba en la estaca. Los tres muchachos rodearon a Hoskins, a quien subieron encima de sus hombros. Todos los presentes empezaron a dar vueltas en derredor aclamando al vencedor con entusiasta delirio. -¡También nosotros sabemos ser buenos perdedores! -murmuró Miles en voz baja. Una de las muchachas se acercó a Hoskins y le echó los brazos al cuello. 11 Frank Belknap Long _ Dos Rostros Los otros tres competidores se alejaron un tanto con una sonrisa. Hoskins se ruborizó, avergonzado, para erguirse seguidamente como si temiera una reacción de protesta. Pero aquellos forzudos salvajes continuaron sonriendo. Su expresión era tan elocuente como si dijeran: «¡Eres mejor que nosotros, Gunga Din! Esta damita es de lo mejor del planeta, y te la has ganado en buena lid. Comparados contigo, ¡no tenemos nada que hacer!» En cierto modo era divertido porque Hoskins no es realmente lo que se dice un hombre de pelo en pecho; sencillamente, ¡se le daba bien aquel juego! -¿Qué me dices ahora? -exclamó el capitán Hendry. -¡Nosotros también sabemos ser buenos perdedores! -repitió Miles vehementemente, como si estuviera ansioso de convencerse a sí mismo de ello. -¡Oh, sí, seguro! -convino Hendry-. Supón tan sólo que un atleta de otro país nos derrotara en algo en lo que siempre hemos brillado. Le aplaudiríamos, seguro, pero con el rostro inexpresivo, de palo, tratando de ocultar nuestro resentimiento. Parte del aplauso sería honrado, de acuerdo. También somos capaces de albergar impulsos generosos. -Pero imagínate que todas las rubias y las pelirrojas se volcaran en el bravo y poderoso héroe de otra tierra. ¿Nos retiraríamos de la palestra con gracia, complacidos y llenos de gozo? -Desde luego que no, señor, pero... -¡Sería muy afortunado, si lograba escapar con vida! Muchas guerras empiezan así, hijo, ¡no lo olvides! -¡Pero la cordialidad de esta gente es expansiva! -protestó Miles-. Son buenos por naturaleza, ¡rebosantes de buena voluntad! -Lo sé -admitió Hendry, aunque a desgana-. No nos hará ningún daño, de todos modos, el pensar en Freud un par de minutos. ¡Puede que ello nos proporcione la respuesta! 12 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -¿Freud, señor? -Ya conoces la vieja teoría. No se ha demostrado aún que fuera falsa. Hendry dirigió su mirada hacia el coloso mientras hablaba y no pudo evitar un exasperado terror. -Considerémoslo de esta manera, hijo. El subconsciente es algo misterioso, rebosante de todo lo que en el hombre es odioso. Hay que disponer de un aliviadero para ello, pues, de lo contrario, uno no sería más que un bruto, una bestia con la inteligencia de hombre. »Si uno intenta mantenerlo encerrado en la mente, negar su existencia, no se comporta como humano. Ciertamente, no como esa gente. Pero supón que dejas que todo ese legado tuyo selvático y sobrecogedor fluya por vía de un sustituto inocuo. Supón que piensas efectivamente en ello, que lo aceptas. Supón que lo expresas abiertamente, para que todo el mundo lo conozca. -¿Hablar de ello, señor? -Exactamente. Supón también que realizas una obra de arte que es la personificación del odio irracional, del miedo y la ira, de los impulsos traicioneros y alevosos, de todo lo que el hombre verdaderamente civilizado desprecia en sí mismo. Hendry elevó sus brazos en un gesto en parte dirigido hacia el coloso que dominaba el valle. -¡Mira allá. hijo! ¡Eso es! He ahí el brutal subconsciente de este pueblo hecho materia, personificado, ¡expuesto a la vista de todo el mundo! Y ahora, ellos son libres. Habiendo hecho una confesión pública de sus culpas se han purgado de ellas, y han alcanzado una nobleza real. Miles reveló su sorpresa -¡Dios santo, señor! ¡Creo que tiene razón! -Espera, ¡déjame terminar! También es posible el hacer una confesión falsa. Los antiguos romanos sabían mucho de eso. Pretendieron que el 13 Frank Belknap Long _ Dos Rostros legado salvaje no existía, y adoraron una falsa nobleza. La Magna Mater. Una gran imagen pétrea de una hermosa y serena mujer, el alma de lo que es noble, incapaz de traición y de malicia. ¡Pero los romanos fueron, sin duda, el pueblo más sanguinario de la historia! -¡Señor! ¡No puede usted estar hablando en serio! -replicó Miles, asombrado-. Esto no es lo que nos han enseñado. ¡Los pueblos brutales han realizado ídolos brutales, crueles y primitivos! -Es cierto, hijo. Pero aun así, se resistieron a hacer una confesión honesta. Considera las hordas nazis... o las hordas de Gengis Kan. Eran mucho más hipócritas que los romanos. Adoraban un ídolo brutal ¡velado! El velo de lucubraciones míticas disfrazaba la brutalidad, de manera que podían pretender aun que no existía para ellos. Miles contempló al coloso y vio que no ocultaba nada. Su cruda fealdad era única. Miles observó luego a aquellas gentes corifales. ¡Era tal la dulzura y gentileza que asomaba en los ojos de la muchacha arrodillada a los pies de Allison! Se dio cuenta de que a ella le habría gustado quizá tenerlo para sí sola. Sería natural y humano. Sin embargo, estaba dispuesta a renunciar a él, si el conservarlo significaba tener que odiar. Y odio era algo que ella no podía abrigar en su interior. Había hecho su confesión, sincera y honesta, al igual que había hecho todo su pueblo. Ahora encontraba deseable el hacerse mayor. ¡Qué pena que Allison fuera un bruto tan rastrero, incapaz de la menor lealtad a una mujer... ¡Alto ahí! Tales pensamientos nacían sin duda del légamo atávico. Miles se volvió a mirar al capitán y dijo: -Señor, he de confesarle una cosa. ¡En cierto modo, confirma su teoría! -¿De qué se trata, hijo? 14 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -Al venir hacia aquí he experimentado un verdadero impulso de odio primitivo, señor, hacia Allison. Habría deseado verle muerto. Estoy seguro de que usted sabe por qué. -Me lo imagino, hijo. -Me dejé llevar por el subconsciente. Y no traté de reprimirme. No probé de decirme que era tan sólo noble y animado por sentimientos protectores. ¡Oh, bueno! Al principio, sí. Pero, luego me abandoné a la pasión y lo vi todo rojo. Imaginé que mis manos se habían cerrado en torno al cuello de Allison, ¡y que apretaba más y más! ¿Lo comprende, señor? Todo en mí ha sido brutal por unos momentos. -¡Ah, sí... sí, hijo! -suspiró Hendry-. Nuestros antepasados neolíticos fueron brutos durante muchos momentos. -Pero es que dejó de ser una cosa del subconsciente, señor. Brotó de las oscuras profundidades de mi mente para convertirse en verdadera claridad de imágenes. Se volvió como ese coloso, una obra de arte consciente, toda ella maldad..., ¡una confesión honesta hecha a mí mismo! -¿Y luego, has estado libre de ella? ¿Te ha abandonado? -Gran parte sí. Me he sentido mejor. Quizá si dispusiera ahora de un montón de arcilla blanda, y pudiera estrujarla y manipularla para hacer que se pareciera a Allison... -Para esto sirve el arte honesto, hijo. Para hacernos conocer a nosotros mismos tanto como seamos capaces de soportarlo. De otro modo, seguimos siendo primitivos... y, como Jano, ¡de doble faz! -¡Dos rostros! Hendry elevó sus manos delgadas y huesudas y fijó su mirada en ellas. Quiso decirse que no era un hombre viejo. No era sino una la prueba de la juventud... y sólo una. No era posible decir la edad de un hombre aplicando un estetoscopio a su pecho o registrando su presión sanguínea. Uno tenía que mirar tan sólo en lo más hondo de sus ojos. Uno tenía que preguntar tan sólo acerca de... sus recuerdos. 15 Frank Belknap Long _ Dos Rostros Los recuerdos del anciano son como las hojas marchitas que van a caer en la charca estancada a medianoche. Secas, marrones, muertas. Y las cicatrices del viejo son diferentes de las del joven. Un viejo no podría decir, como Hendry, señalando sus costurones: En mi cuerpo hay sitio para cien más. Incluso ciego y en medio del dolor, ¡no retrocedería ante la aventura! Cuando un hombre atesoraba estos recuerdos, cuando se enorgullecía de sus heridas, sus setenta y dos años no podían sustraerle el derecho a sentirse joven. Hendry contempló a la muchachita encerrada entre los brazos de Allison, y un espasmo convulsivo estremeció los músculos de su cara. No le envidió. No..., la duplicidad de su rostro hablaba en otro idioma. En su interior pugnaban violentas fuerzas de juventud contra la ciudadela de su calma y de madura sabiduría a los ojos del mundo. Nadie sospechaba siquiera cuánto del osado cachorro se encerraba en él, cuán temerarios podían llegar a ser sus pensamientos. Y todo aquello debía permanecer deliberadamente oculto y preso bajo siete llaves. Miles se dio cuenta de pronto de que era estrechamente observado. Una de aquellas mujeres nativas, de pie a la entrada de la cueva, habla puesto en él todo el calor de unos ojos grandes, oscuros e inquisitivos. Por unos instantes, se quedó en suspenso. En aquellos momentos era penosamente consciente de su cojera, de su intolerable timidez de erudito, de sus cicatrices mentales. Si avanzaba hacia ella cojeando, ¿retrocedería? ¿Se daría la vuelta asustada y buscaría refugio en la caverna? Por primera vez se dio plena cuenta de la verdadera gracia de aquella gente, de su encanto infantil. Sus rasgos cran fuertes y despiertos; su complexión, armoniosa, y sus movimientos; tan ágiles como los de las criaturas de los bosques de la Tierra. Las mujeres, alertas como gacelas e igual de asustadizas. Prestas a volver sus limpios ojos al hombre en busca de un significado amistoso, velado por el gesto que aquél ofrecía al mundo. 16 Frank Belknap Long _ Dos Rostros Miles se dijo que si un cazador de venados hiciera su aparición entre la espesura, con su arma bajo el brazo y la mente llena de pensamientos de muerte, aquellas miradas lo desarmarían por completo. ¿Y por qué no había él de responder a la ternura y absoluta confianza reflejadas en los ojos de aquella mujer que era la imagen opuesta de una pieza de caza? ¿No se le estaba acercando ahora, con una retadora ansiedad en sus pupilas? Antes incluso de que se diera cuenta de sus movimientos, la muchacha se encontraba en sus brazos. La besó, con dulzura al principio, porque aquello podía ser nuevo para ella y lo encontraría extraño. Al poco, Miles se sintió violento. Raro, por estrechar a una mujer entre sus brazos y estar pensando en otra; sorprendido de que unos labios cálidos se le antojaran fríos, e irreales los cabellos femeninos que se habían desparramado por encima de sus hombros. Asombrado de que aquella muchacha inocente no tuviera valor, en ningún sentido, para él. Librándose de la muchacha, apartó su vista rápidamente. ¡Si por lo menos pudiera hablarle en su idioma!, ¡decirle que lamentaba profundamente no poderla amar como ella merecía! Una amarga desesperación hizo presa de él. De repente se dio cuenta de que ya no podía soportar más la presencia de aquellas gentes cordiales. Tan sólo el verlos era puro tormento. Giró sobre sus talones y penetró en la cueva sin preocuparse de, si era seguido o no. El lugar no tenía nada de especial, pero a medida que avanzaba entre las sombras un extraño alivio fue relajándole el cuerpo. Desapareció la tensión. Siguió caminando, con pasos seguros y confiados. La gruta era fresca y espaciosa. La brisa que la llenaba era portadora de la fragancia del valle, de la paz de aquellos verdes prados. El limpio olor de la tierra embargaba su olfato..., toda la magia buena del universo, conjurado en aquel mundo extraño por el poder hipnótico de sus pensamientos. 17 Frank Belknap Long _ Dos Rostros Se olvidó del paso del tiempo, de sus obligaciones, de la necesidad de mantenerse en contacto con sus compañeros. Un fragmento de un poema de niñez le vino de pronto a la mente... Y gozaré de alguna paz aquí, porque esta fluye lentamente, desde los valles de la mañana, adonde canta la libélula... A medida que avanzaba, un fulgor lejano fue haciéndose cada vez más brillante. Las paredes de la cueva parecieron contraerse y retroceder, y de pronto se encontró de nuevo al aire libre, frente a una colosal figura de piedra. La figura dominaba el valle. Los miembros eran finos y bien torneados; el aspecto, atlético. Parecía surgir de otra, masiva, brutal, deforme, que miraba en dirección contraria., Diríase una pareja de hermanos siameses, uno con la vista puesta en el valle; el otro, en la cueva. El rostro de éste correspondía a un joven de gran nobleza, tan sereno y equilibrado como una noche estrellada. Durante unos instantes, Miles no se dio cuenta de que había salido de la cueva a espaldas del brutal coloso y que contemplaba ahora lo que debía haber sido su espalda. Luego su vista se ajusté al resplandor del valle, y lo que vio en él se grabó en su mente como si fuera un ácido. Desde la boca de la caverna hasta la base del coloso, la ladera aparecía alfombrada de esqueletos humanos. Algunos solos; otros en grupo; apretujados como si buscaran vanamente un calor perdido; empalados en solitaria agonía, en claros iluminados por el sol; los había doblados sobre sí mismos; otros en actitud fugitiva. Esqueletos con las rodillas hacia arriba y los brazos vueltos del revés; otros incrustados de cabeza, como por causa de un violento impulso difícil de imaginar, con los huesudos dedos hincados en la tierra antes arañada. Los había también erguidos, hieráticos como el coloso, con una refulgente lanza sobresaliendo entre sus omóplatos. 18 Frank Belknap Long _ Dos Rostros Había por lo menos un centenar de esqueletos entre la cueva y la estatua. Sí, un centenar de esqueletos horriblemente empalados prestaban guardia a aquella figura, símbolo de calma nobleza y gracia atlética. Las palabras parecieron formarse en lo más hondo de las entrañas mentales de Miles, y fueron llegando a él a modo de imprecisas ondas. Ecos que poco a poco iban conformándose entre agitaciones y estremecimientos, como cresas que van horadando su camino a la luz a través del cenagoso subconsciente. ¡Birrostres! ¡El pueblo cordial posee dos caras! Sin reparar siquiera en que se había dado la vuelta, Miles corría a toda prisa por la cueva, inclinándose como hombre cargado con un gran peso, y esforzándose penosamente por conservar la respiración. El capitán Hendry seguía sentado encima de la misma roca cuando hizo aparición Miles. Parecía un anciano anclado a un pedestal gris, inmune a los errores de otros y resignado a que aquella cordialidad en torno buscara un objetivo más joven donde aplicarse. Allison gozaba todavía de ella, y Hoskins seguía lanzando discos con gran alborozo. Miles podía ver la sombra de sus compañeros recortándose contra las rocas, moviéndose de un lado a otro o deteniéndose como si el tiempo hubiera quedado en suspenso. Se dirigió directamente a Hendry, se inclinó sobre él y susurró con voz ronca: -Ha ocurrido algo terrible. He descubierto algo que cambia por completo todo lo que hemos estado creyendo y pensando acerca de esta gente. ¡Todo! ¿Comprende? -Y, bien -dijo Hendry, en un tono que revelaba cierto cansancio-. ¿De qué se trata, Jim? Y Miles habló. Hendry palideció. Luego se incorporó de un salto, ahogando un grito de espanto. 19 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -¡Tenía que habérmelo imaginado! –masculló-. Evolución paralela hasta un punto. Luego una divergencia tan enorme que liega al espíritu mismo de la vida. Miles asintió con la cabeza. -La divergencia es mental. Sus mentes deben sufrir una metamorfosis periódica. -Con el sol, quizá -musitó Hendry-. Un cambio cíclico. Puede que sean nobles de día y malvados de noche. Es una suposición, claro está. Quizá el cambio tenga lugar una vez al mes, o cada año. -¡O cada hora! -exclamó Miles. -Sí, sí, ¡cada hora! Cuando son amistosos, hacen una confesión honesta para purgarse de su maldad. Guardan ante sus ojos la imagen de un bruto. Cuando son malvados y crueles, su confesión es de falsario. ¡Adoran la imagen de un noble joven! -¡Debemos regresar a la nave, señor! –continuó Miles. -Sí -convino Hendry-, se lo diré a Allison. El capitán Hendry giró sobre sus pasos, fue en busca de su compañero y estuvo hablando con él un minuto, Mientras Miles los observaba, las sombras empezaron a poblar el valle. Era como una ilusión de crepúsculo. Allison escuchó atentamente durante unos instantes. De pronto, se echó a reír. Mientras gesticulaba en dirección al valle, la luz fue adquiriendo tonalidades encarnadas. Miles sintió que un estremecimiento de horror progresivamente el pecho. ¿Se había vuelto loco, Allison? le oprimía De regreso a donde le esperaba Miles, Hendry mostraba sus labios apretados en un rictus amargo. 20 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -No te cree, Jim -dijo- ¡Rehúsa moverse! -¡Dígale que vaya a la cueva y verá! -replicó Miles apasionadamente. -¡Es inútil, Jim! -repuso Hendry con pesaroso fatalismo-. No quiere creer. -Entonces tendremos que irnos sin él. ¡La seguridad de la nave es lo primero! Hendry llevó rápidamente una mirada inquisitiva al rostro de su compañero. Miles comprendió. -No, no le odio ya, señor. La visión de aquellos esqueletos depuró mis sentimientos. Hendry alzó la vista en dirección a la cueva. Tras unos minutos de silencio, un estremecimiento agitó sus hombros. -Muy bien, hijo -declaró al fin-. Celebro que tengas el valor de enfrentarte con los hechos cara a cara. -¡Al diablo con todo, señor! ¡Hay que largarse como sea! -En efecto. -El rostro de Hendry se relajó visiblemente-. Se lo diré a Hoskins. Diez minutos más tarde los tres hombres de la Tierra se encontraban a más de mitad de camino ladera arriba, apretando el paso ahora en dirección a la nave. La bruma iba envolviéndoles cada vez más. De pronto, Hendry se detuvo. Puso su mano sobre el brazo de Miles, y apretó los labios hasta ponerse blanco. -¡Escucha! -dijo. Era un grito humano, un alarido que rasgaba la quietud reinante con su estremecedora agonía. Diríase incluso que provenía de un animal salvaje recién caído en una horrible trampa. 21 Frank Belknap Long _ Dos Rostros Siguió el silencio. Luego..., el acompasado retumbar iba haciéndose cada vez más estruendoso. No podía haber error: eran miles de pies martilleando desenfrenadamente el terreno, y cada vez más cerca, ¡en pos de los tres terrestres! El capitán Hendry quiso darse la vuelta, pero algo parecía mantenerlo fijamente sujeto, rígido. Hoskins retrocedió unos pasos y se llevó las manos a la frente para protegerse la vista de los reflejos del valle. Miles atenazó instintivamente su pequeña, pero poderosa pistola de energía. El primero de sus seguidores apareció de improviso. Una forma de color bronceado, lanzada a la carrera con la cabeza inclinada. Durante un instante, tan breve como el que media entre dos latidos, el sensorio de Miles permaneció abierto a toda clase de estímulos. Vio la acerada lanza, refulgente y ominosa, los músculos de la garganta de su atacante tensos como cuerdas de violín, y el temblor de las hojas agitadas al paso desenfrenado de aquél. Las impresiones se sucedían como las crestas de la mar que hierve de escualos enloquecidos en pugna por una presa flotante. Estructuralmente, el rostro del bárbaro no era simiesco. Pero la crueldad salvaje y la rabia bestial pueden causar alteraciones sorprendentes en la faz humana. Los ojos del llegado brillaban de odio; de la lanza enhiesta prendía la muerte. Odio y muerte..., odio y muerte.., Miles disparó, igual que lo habría hecho contra una cobra que surgiera a su paso mostrándole los dientes; rápidamente, sin emoción... A la ensordecedora detonación siguió una incandescente explosión de luz que pareció flotar como una nube a unos palmos del cañón del arma. Como dardos llameantes, los filamentos de energía cayeron sobre aquella figura cetrina, la levantaron, la envolvieron, y la lanzaron violentamente valle abajo. Sólo un grito; luego, nada. Miles se dio cuenta de que Hendry había abierto fuego también. Entre las llamas proyectadas se agitaban como una docena de atacantes, un 22 Frank Belknap Long _ Dos Rostros instante tan sólo, antes de ser despedidos a gran distancia ya muertos. Hoskins contribuyó finalmente al dantesco espectáculo; subrayando su acción con un grito desesperado. Pero no había por qué gritar, pues caído el último de los bárbaros, el silencio se adueñó de nuevo del valle. Era una quietud rota tan sólo por el leve murmullo de las hojas a la brisa y por la agitada respiración de los hombres de la Tierra. Miles fue el primero en hablar: -¡Hemos de volver! -dijo-. Hombres más débiles que Allison han sobrevivido a un lanzazo. -¡Tienes razón, muchacho! -convino Hendry, cuadrando la mirada-. No podemos dejarle morir aquí, tan lejos de la Tierra. Y si ha muerto... hemos de hacer que sea enterrado dignamente. »¡A pesar de su fatal tozudez! -añadió Hendry. Envueltos en las sombras, los tres hombres emprendieron la operación de rescate. Encontraron a Allison cerca de la cueva. Apenas se movía. Una oscura mancha iba extendiéndose por su espalda. Con él a cuestas iniciaron el regreso definitivo a la nave. Habrían deseado recuperar la cordialidad conocida, y gozada por algún tiempo, pero era inútil. Sabían que la autoconservación era la ley dominante. La nave ascendió sobre el valle como una enorme gaviota argéntea cuyas alas reflejaran la luz del sol y arrojaran una móvil sombra contra el verde mundo que sobrevolaba. Se abrió la puerta de la cabina de Miles. Sonaron unos pasos apagados. Miles notó que cada vez estaban más cerca. Presionó con el secante sobre la tinta húmeda, y se preguntó si habría manchado a la postre el informe oficial que acababa de deponer. 23 Frank Belknap Long _ Dos Rostros -¡Jim! -susurró Barbara Maitland. Miles siguió con la mirada fija en el secante, sin osar moverse siquiera, tratando de concentrarse en la tinta. -Me cuesta un poco decirte esto, Jim... pero ¿podrías perdonarme por haber sido tan ciega... y tan tonta? Miles fue un poco lento en incorporarse. Nada, en cambio, para tomar a Barbara Maitland en sus brazos y estrecharla apasionadamente, mientras el latido que estremecía sus sienes se mezclaba con el insistente zumbido de los motores de la nave. 24