Subido por Damián Stiglitz

Crepúsculo - Damián Stiglitz

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Crepúsculo
Por Damián Stiglitz
“Tengo muchas ganas de escribir y, mucho más aún, de desahogarme y sacarme de una vez
unas cuantas espinas”. Anna Frank. El Diario.
A
Agonizaba la noche de año nuevo en una tranquila playa de la costa argentina. Luego de
los festejos nocturnos, Luz emprendía el regreso a su casa.
Estaba en la Tierra de casualidad. Había nacido prematura, con un grave problema
respiratorio, había atravesado un estado muy crítico y, en algún momento, sus padres
creyeron que el problema era irreversible. Contra todos los pronósticos, Luz le ganó a la
enfermedad, se recuperó y recibió el alta médica. Un milagro le salvó la vida. Como si el
destino, después de jugarle una mala pasada, se hubiera rendido ante sus ganas de vivir. Así
había comenzado Luz su paso por este planeta.
Luz continuó su marcha. Todavía de noche, caminaba por la playa observando la marea que
crecía incesantemente. ¿Qué le esperaría este año que empezaba? Ella tenía varios sueños y
proyectos. Comenzar a escribir era uno de ellos.
Luego de varios minutos de caminata, y a escasa distancia de su casa, se detuvo ante una roca.
La trepó y se sentó en ella. El cielo empezaba a aclarar en el horizonte, pero aún era de noche.
Sentada al borde de la roca, con los pies apoyados en la arena, contempló el imponente mar.
El sol todavía no había aparecido. Diminutos granitos de arena, empujados por el viento,
lastimaban ligeramente sus ojos, mientras ella veía la espuma del mar volar y deshacerse en
las rocas.
El mar crecía y la aurora anunciaba las vísperas del amanecer.
Entonces, Luz sacó una servilleta de papel del bolsillo. ¿Para qué? Sobre esa servilleta, Luz
quería escribir.
Quería escribir sus primeras palabras. Iba a escribir con una pluma. Era una pluma improvisada
que había recogido de la playa y dentro de la cual había colocado un cartucho de birome
imitando aquel instrumento de escritura utilizado durante siglos. Un invento de su niñez.
Ahora bien, ¿qué quería escribir Luz? ¿Un cuento? ¿Un poema? ¿O, quizás, un ensayo? No lo
sabía aún. Lo único que sabía era que quería escribir. Tenía muchas cosas para expresar.
Quería empezar de una vez por todas aquello que su infancia y adolescencia habían
postergado. Porque todo niño o adolescente que escribe sabrá más tarde que, en realidad,
esos primeros escritos son bosquejos que lo prepararán para, algún día, ya adulto, lanzarse al
oficio de la escritura. Y Luz, que algo había escrito de niña, comprendía esto. Lo entendía tan
bien que se lanzaba a escribir sin ninguna ambición. Se lanzaba a escribir por el simple regocijo
de expresar lo que sentía en aquel momento.
Ella quería hacer realidad ese sueño. El mismo sueño que había tenido una adolescente de
catorce años a quien ella admiraba: Ana Frank. Sueño que había plasmado en su Diario. Ana
Frank tenía el sueño de ser escritora. Ana Frank escribía, con catorce años, maravillosamente.
No hay quien no diga que Ana Frank habría sido una gran escritora si hubiera podido vivir. Pero
Ana Frank no pudo cumplir su sueño. O, más bien, no la dejaron. No la dejaron vivir. Murió
prisionera en un campo de concentración nazi en 1945, junto a su hermana.
Y recordar aquella historia, a Luz, la emocionó. De pronto, de sus ojos brotaron dos lágrimas
que, ligeramente y a la par, atravesaron sus mejillas hasta caer al suelo formando dos
pequeños círculos de arena húmeda.
Pero Luz estaba ahí. Tenía la vida.
Entonces comenzó a escribir. Y escribió, sobre la servilleta: “A Ana Frank”. Tachó. “A la
memoria de Ana Frank”. Detuvo su pluma y caviló un instante.
De pronto, sucedió algo que la abstrajo de la realidad. Como si estuviera soñando, vio a una
chica, sentada al lado suyo, sobre la roca. La miró. ¿Quién era? Era una adolescente de catorce
años, de cabello oscuro, ojos marrones, tez blanca y mirada sonriente: Ana Frank estaba ahí
sentada.
Luz quedó helada. La miró a los ojos, pero no dijo nada.
Ana le devolvió la mirada, sonriente.
Tras un cuarto de minuto, Luz rompió el silencio:
- Ana, quiero decirte… - titubeó algo incomprensible, pero no pudo hablar. La emoción la
invadió. Ana, entonces, en un rápido movimiento, apoyó su mano sobre la de ella y entonces
Luz habló:
- Quiero decirte que… de tu pasión y de tu energía, muchos jóvenes deberíamos aprender a no
renunciar nunca a nuestros sueños...
Ana la escuchaba sigilosamente, siempre sonriendo. Luz continuó:
- Yo estoy acá por milagro. Y el que entiende que la vida es un milagro, aprende más rápido a
valorar su paso por este mundo y dejar las pequeñeces de lado, para emprender sus sueños.
Porque muchos, como vos, llenos de proyectos y con toda una vida por delante, no pudieron
cumplirlos... Porque los arrancaron de la vida prematuramente. Entonces, quienes tenemos la
fortuna de vivir, no podemos renunciar a esos sueños…
De pronto, Luz interrumpió su monólogo y rompió en un llanto profundo. Ana, inmóvil, la
contemplaba con compasión, como si quisiera abrazarla, pero ahora no podía hacerlo: sus
facciones, sus brazos y todo su cuerpo estaban inmovilizados, excepto sus ojos. Y, de a poco,
su figura se iba haciendo menos nítida.
Enseguida Luz se recuperó, tomó aliento y, entre sollozos, continuó:
- …la vida que no te dejaron vivir y la grandiosa escritora que no te dejaron ser, revivió. Revivió
en miles de jóvenes escritores y artistas a lo largo del mundo; y revivió en el espíritu de todas
las personas que aprendieron que la vida no es sino el escenario en el que nuestros sueños
siguen su curso. Porque esos sueños son la vida misma...
De repente, Ana desapareció de aquella escena delirante. Había sido tan intensa que Luz, por
un momento, creyó haber perdido la cordura y haber vivido una fuerte alucinación.
El crepúsculo seguía allí: aún no había amanecido. La marea seguía creciendo, pero el agua aún
no llegaba hasta sus pies.
Fue entonces, después de ese sueño fugaz, que Luz tomó la pluma y escribió.
Escribió sobre una joven. Una joven que escribía su primer relato en el crepúsculo de un nuevo
día, a orillas del mar. Y el relato de la protagonista de su historia seguramente también tratara
acerca de una joven que escribía su primer cuento en una playa, historia acerca de otra
flamante escritora que, al alba, estrenaba su pluma sentada sobre las rocas...
Entonces pensó: ¿Y si, en realidad, mi propia historia está siendo escrita en este momento por
otra persona, en otra playa, a orillas del mar? ¿Y si todo esto no transcurre sino en la
imaginación de otro y yo no soy más que su creación?
Sintió la brisa del mar humedecer sus mejillas. Sintió la arena, arrastrada por el viento, clavarse
contra sus piernas desnudas, como si fueran astillas. Interpretó ambas cosas como pruebas de
su existencia, como quien se pellizca para confirmar su vigilia.
Los incipientes rayos del sol comenzaban a aparecer tímidamente, en el horizonte, por encima
del mar, anunciando un nuevo día y un nuevo año.
Tal vez el relato de Luz sobre la joven escritora y los múltiples relatos que se desprendían
de aquel no eran más que infinitos reflejos de sí misma. Reflejos infinitos como los que se
ven cuando uno se mira ante dos espejos superpuestos. O como los múltiples reflejos de sí
misma que ahora podía ver en el agua, producto de la vibración de la corriente.
Porque el mar ya le había cubierto completamente los pies…
Mar del Sud, 1º de enero 2010, primer cuento para una primera obra. Inédito.
Edición y corrección: 21 de junio de 2020
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