El pueblo y los diaristas. Vida cotidiana durante la Guerra del Pacífico (Lima, 1879-1881)1 Emilio Rosario Universidad Nacional Mayor de San Marcos Introducción La guerra entre Perú y Chile finalizó oficialmente en 1883 cuando ambos países decidieron firmar el tratado de Ancón; sin embargo, los últimos pelotones enemigos se retiraron del territorio nacional un año después (1884), llevando consigo entre sus pertenencias diversos objetos robados y otros en sus conciencias la honra de alguna mujer o niño víctima de la violencia sexual desenfrenada desatada a lo largo del conflicto bélico (Wu; 1986). Fueron muchos los peruanos testigos de la presencia y abuso cometido por los chilenos; pero son limitados el número de personas que se atrevieron a escribir el día a día de tan trágicos acontecimientos, los cuales marcaron la memoria de nuestro país. Sumémosle a ello la falta de una tradición letrada encargada en reproducir los libros-memoria, que contemple la evidencia escrita sobre nuestra vida republicana. Los pocos libros-memoria en torno a la guerra del Pacífico producidos en el Perú tienen como objetivo central poner en evidencia el desarrollo político y bélico de este importante acontecimiento, sin embargo existen distintas formas de explorar académicamente tan importante fuente bibliográfica no siguiendo estrictamente la intención original de su autor. El trabajar la vida cotidiana resulta un reto porque debemos construir una realidad con sus propias características, los historiadores nos convertimos en arqueólogos del pasado, y en nuestro proceso de excavación debemos unir y dar sentido a los pedazos desperdigados en el libro-memoria sobre las relaciones de género, las tradiciones sociales entre otros aspectos tal como señala Micheal de Certeau: Este texto es dedicado a mi eterna compañera: Sadith Pimentel, por ese quinquenio donde la vida cambió. 1 “este conocimiento no se conoce. Ocupa, en las prácticas, una situación análoga a la que se otorga a las fábulas o a los mitos de ser las expresiones de conocimientos que no se conocen por sí mismo. De una y otra parte, se trata de un conocimiento que no se conocen por sí mismos, De una y otra parte, se trata de un conocimiento que los sujetos no reflexionan. La presencian sin poder apropiárselo. Sin finalmente inquilinos y no los propietarios de su propia habilidad práctica. En cuanto a sus intenciones, uno se pregunta si hay conocimiento (se supone que debe hacerlo), pero es conocido solamente por otros que no son sus portadores. Como el de los poetas o los pintores, la habilidad de las prácticas diarias solo sería conocida por el intérprete que lo ilumina en su espejo discursivo, pero tampoco lo posee. Así, no es de nadie. Circula de la inconsciencia de los practicantes a la reflexión de los no practicantes, sin depender de ningún sujeto. Es un conocimiento anónimo y referencial, una condición de posibilidad de prácticas técnicas o doctas” (Certeau: 1996: 81). En el presente artículo realizaremos un acercamiento a la vida cotidiana desde los inicios de la guerra contra Chile hasta la ocupación de Lima (1879-1883) enfocándonos en el comportamiento de la población durante los principales acontecimiento como las pérdidas en batallas y combates, la huida de Prado y la llegada de los chilenos a la capital provocando distintas reacciones en las masas muy dramáticamente vinculadas a los resultados del conflicto bélico debido a que el acontecer en el teatro de operaciones militar alteraba directamente su situación económica, política e incluso emocional. Para ello utilizaremos a distintos hombres y mujeres que dejaron en sus textos, testimonios de este acontecimiento. 1879 Durante el mes de febrero de 1879, los principales diarios capitalinos como El Comercio, La Opinión Nacional y El Peruano informaban casi a diario -en sus editoriales y notas periodísticas- la accidentada llegada del plenipotenciario peruano José Antonio Lavalle a la ciudad portuaria de Valparaíso. La presencia del embajador nacional tenía como objetivo el intermediar en las tensas relaciones entre Bolivia y Chile, las cuales fueron alteradas dramáticamente producto de la invasión militar a la provincia boliviana de Antofagasta por parte de las tropas chilenas. El pretexto principal para invadir dicha ciudad era el incremento del impuesto al barril de salitre, por parte del gobierno altiplánico lo que violentaba el acuerdo inicial con los chilenos quienes obtuvieron la comercialización del salitre a un precio ínfimo durante el gobierno del presidente boliviano Hilarión Daza. El recibimiento por parte de la muchedumbre valparisina hacia nuestro compatriota no fue hospitalaria por el contrario la agresión y el acoso sufrido fue permanente: “…desde el muelle hasta el hotel de su alojamiento fueron con el cónsul general del Perú, entre dos filas de policías y estrechados a cada paso por una muchedumbre airada y enemiga, como reos que llevan el suplicio” (Paz Soldán: 1979: 61) Mariano Felipe Paz Soldán, ministro de gobierno de la administración encabezada por Mariano Ignacio Prado, Presidente del Perú desde 1876, describe detalladamente la tensa situación que se vivía las semanas previas a la declaratoria de guerra (5 de abril de 1879). Paz Soldán nos señala que la prensa nacional durante los primeros meses del año se especializó en agitar los ánimos de la población al presentar en sus titulares y notas informativas el avasallador avance chileno en contra de los intereses nacionales, lo que provocó distintas manifestaciones púbicas en contra el país de la estrella solitaria: “…la prensa y el pueblo, que deseaban la guerra, celebraban meetings tumultuosos; se repartían impresos rechazando la medición; relacionando con torcida y malévola interpretación, cuando hacía o no hacía, y cuanto suponían pensaban hacer la legación peruana, y aconsejando que se le contestara que el gobierno de Chile, después de agotados todos los medios de conciliación, estaba en el primer propósito de mantener la definitiva reivindicación del litoral boliviano. Esto se decía antes de haber llegado al ministro mediador y se repetía cuando aún no existía ninguna comunicación escrita, ni tenido ninguna entrevista con el ministro de relaciones exteriores o con el presidente de la república” (Paz Soldán: 1979: 62) El fracaso de la misión Lavalle y la sospecha de una respuesta armada inmediata por parte del Perú generaron la inmediata declaratoria por parte de Chile. Tal acción radicalizó aún más el entusiasmo en la población peruana, quien recibió de forma entusiasta el afrontar una guerra que en teoría tendría que ser favorable al país. Los indicadores de la excesiva confianza radicaban en la figura del rival mucho más pequeño e históricamente irrelevante frente a dos países que en cantidad poblacional los superaban ampliamente, y uno de ellos de trascendencia existencial en el continente americano porque fue la capital del imperio colonial. Las diversas calles de Lima se convirtieron en espacios en donde la emoción y algarabía entre plebe y élite se mezclaba, olvidando por un momento sus diferencias sociales para unirse a los sentimientos de la peruanidad bajo un objetivo, enfrentar al enemigo común, el cual amenazaba la existencia y desarrollo de nuestro país. Los chilenos residentes en la capital peruana serían testigos de las manifestaciones en contra de su país: “El pueblo de Lima al saber la noticia, recorría las calles y llenaba las plazas dando vivas al Perú y aceptando con alegría la guerra; fue aquel un día de verdadero júbilo y ardoroso entusiasmo. En medio de esa multitud exaltada se paseaban, sin embargo, tranquilos y respetados, muchos chilenos notables avecindados en Lima” (Paz Soldán: 1979: 109) A comparación de los desmanes propiciados en detrimento de las propiedades peruanas en Valparaíso y el permanente acoso a los representantes nacionales por parte de la población nativa de ese lugar, en nuestro país se habría de respetar la investidura de los plenipotenciarios rivales, mostrando respeto al “otro”: “…el ministro de Chile Joaquín Godoy, que vivía a pocos metros de distancia de la casa de los ministros de Bolivia, fue respetado, a pesar de que la casa de éstos se hallaba invadida por inmensos y continuos grupos de pueblo que los felicitaba. El escudo de Chile se ostentaba en la puerta de la legación hasta el día 4, sin que nadie intentara siquiera ultrajarla…”(Paz Soldán: 1979: 109) Pero el respeto no era impedimento para que los peruanos sigan manifestando su repudio público en contra de Chile y ofrecer vivas a nuestro país durante el primer mes de guerra. La excitación nacionalista recorrió toda la capital; por las mañanas se apreciaba a cientos de jóvenes enlistarse voluntariamente en el ejército, en tanto las damas se encargaban de recolectar dinero para afrontar la guerra mediante actividades públicas como bailes y degustación de viandas. En líneas generales se percibía un ambiente de triunfo por parte de la masa poblacional peruana, producto de este bombardeo periodístico a diario que maniataba las mentes del pueblo y gracias a las manifestaciones nacionalistas que auguraban una rápida y contundente victoria: “los meetings o reuniones populares continuaron varios días con igual orden y entusiasmo; multitud de personas se presentaron a engrosar las filas del ejército; pobres y ricos concurrieron a depositar sus erogaciones en las arcas nacionales; la suma de estos donativos ascendía a centenares de miles, desde los primeros días; y los ofrecidos periódicamente aseguraban al fisco una entrada de más de doscientos mil soles mensuales, por algún tiempo”.(Paz Soldán: 1979: 109) Como apreciamos en las primeras páginas del texto Narración histórica de la guerra de Chile entre el Perú y Bolivia (compuesto por tres tomos) el objetivo central era presentar una nación unida que enfrentaría y derrotaría categóricamente a Chile; pero dicho discurso tenía como objetivo defender el rol jugado por Paz Soldán como parte del Consejo de Ministros durante los inicios de la guerra; sin embargo él no fue la única persona que describirá esta etapa. Tomas Caivano señalaba que las condiciones sociales de nuestro país para afrontar un conflicto bélico de escala internacional eran sumamente difíciles, producto de la desunión histórica entre los peruanos quienes nunca habían logrado una victoria frente a un rival fronterizo desde su nacimiento como República, por el contrario su prioridad era destruir al enemigo interno quien podía atentar contra sus intereses. Los odios endógenos provocaron incluso la desarticulación de las fuerzas armadas, para evitar algún golpe de Estado, lo que perjudicaría directamente de la defensa nacional, las secuelas de tales acciones serían palpadas durante la guerra: “no era ciertamente mejor su situación política. Dividido por las discordias intestinas; punto de mira las riendas del gobierno, de la ambición más o menos desenfrenada de inquietos partidos que ora, vencedores, ora vendidos, no dejaban desde largos años de hacerse la guerra, las veces sorda y latente, otras amenazadora y violenta, el Perú había llegado a un estado en el cual, puede decirse sin exageración alguna, que faltaba moralmente de unidad política. Y bien que hubo la amenaza de una revolución, el gobierno se había visto obligado a desarmar su escuadra y a reducir casi completamente su ejército, por dos razones, en primer lugar por falta de medios, y luego para impedir que la revuelta se llevase a efecto con sublevaciones de cuartel y de las tripulaciones navales, con pronunciamientos como casi siempre comenzaron odas las revoluciones peruanas” (Caivano: 1969:69) Este dialéctico escenario descrito durante el primer mes de guerra de un lado de animosidad vertido por un peruano y de otro lado por un extranjero detectando nuestros problemas intestinos fue el que Mariano Ignacio Prado asumiría el mando de las fuerzas armadas nacionales, en su calidad de mandatario republicano. Su primera acción fue trasladarse hacia Arica a comandar personalmente a las fuerzas armadas peruanas y coordinador con los bolivianos acciones conjuntas. Uno los primeros trabajos desarrollados por el gobierno central fue apertrechar rápidamente a las primeras tropas destacadas al teatro de operaciones sureño, para ello debían ser movilizados los recursos necesarios tanto en armas, vestidos, medicinas y alimentos que permitan a los soldados desenvolverse de manera efectiva. En este último caso la burocracia estatal ingresó a negociar directamente con los ganaderos sureños para proveer de carne a las tropas. La población de Puno, Arequipa y Tacna serían testigos del desplazamiento de cientos de cabezas de ganado hacia el puerto de Iquique con el fin de cubrir la ingente demanda alimenticia que significaba alterar la demografía de las ciudades fronterizas como Arica y Tarapacá al ingresar miles de hombres y mujeres. Así mismo, se debía abastecer de agua potable a los batallones peruanos lo que era toda una odisea más aún en ciudades desérticas donde este producto escaseaba. El cuidado y la convocatoria de profesionales fue necesaria para racionalizar los recursos y mantener en funcionamiento regular las máquinas locales que sirviesen para el óptimo desenvolvimiento de las tropas peruanas: “Aprovechando de la cañería de fierro establecida por una compañía salitreras, para conducir el agua salitrosa hasta Iquique y condensarla allí, la puso en contacto con el manantial de agua inmediata; de este modo Iquique no podía perecer de sed. Los chilenos que de pronto ignoraban el gran abastecimiento de Iquique y la facilidad con que el ejército peruano boliviano se proveía de agua, creyeron muy fácil rendir la población por hambre y sed; por esto se empeñaba su escuadra en destruir las máquinas condensadoras y en impedir la entrada de víveres por los puertos inmediatos; tarde conocieron su error y que más provecho habrían reportado empleando sus naves en otro género de hostilidades” (Paz Soldán: 1979: 26) La vida en Lima no estuvo ajena a los preparativos del conflicto bélico, por el contrario la ciudadanía estuvo vinculada al devenir del conflicto internacional. Mientras caminaba por las calles, Caivano nos relata la llegada de soldados de distintas partes del país quienes se encontraban sorprendidos de la estructura arquitectónica de la capital. La impresión provocada por Tomás Caivano en torno a la imagen del militar peruano era de admiración, en primer lugar porque era un elemento capaz de soportar condiciones adversas como el frío y el hambre; además de pelear sin las condiciones mínimas; incluso arriesgando su propia vida. Este comportamiento no respondía a una formación cívica sólida impartida por el gobierno central desde el nacimiento de la República; esa actitud era producto de un comportamiento sumiso, el cual fue amoldado durante muchos siglos en donde el habitante del Ande fue sometido física y espiritualmente por el hombre “blanco”: “el soldado peruano tiene pocas pretensiones: eminentemente sobrio en tiempos ordinarios, soporta fácilmente toda clase de privaciones en casos excepcionales, sin lamentarse o por lo menos sin mucha insistencia; y es capaz, en casos dados, por simple pasividad de obediencia y hábito de sufrir, principalmente el de las provincias del interior o sea el cholo, el indio, de hacer las marchas más duras y fatigosas. Es obediente a la disciplina y fiel a la consigna; y si bien falte de arrojo e iniciativa, se bate, sino por verdadero y propio valor, con la imperturbable serenidad y constancia que le dan su natural disposición a la más pasiva obediencia, y su suma indiferencia a la faz del peligro” (Caivano: 1969:252) Pero la sorpresa sobre cientos de pobladores de las provincias no fue un elemento aislado desde la óptica de Caivano, personajes como Adriana Verneuil de Gonzales Prada expresaron también su extrañeza al apreciar cientos de pelotones conformados por soldados de rasgos propios del Ande, cuya lengua materna era el quechua, muchos de ellos mal vestidos y en condiciones físicas calamitosas (Verneuil: 1947). Conforme pasaron los meses la animosidad, algarabía y demás sentimientos fueron mermándose, producto de los reajustes económicos que generaron la disminución de la burocracia estatal, por ende el engrosamiento de la fila de desempleados; el encarecimiento de los productos de primera necesidad e incluso la capacidad adquisitiva de la población comenzó a disminuir dramáticamente. Los resultados bélicos tampoco fueron favorables a los intereses de nuestro país. El evento que causó conmoción en la población limeña durante el primer año de confrontación militar fue la pérdida de Angamos (octubre-1879), provocando incertidumbre frente a un futuro casi incierto, porque el perder las fuerzas navales ocasionaba la casi derrota absoluta en la guerra. La pérdida de nuestra marina de guerra provocó el inmediato retorno de Mariano Ignacio Prado a la capital. La población lo recibió (noviembre 28) con respeto y consideración, en la estación Desamparados donde emprendieron una marcha a pie hasta su domicilio. En esta caminata lo acompañaron personas de toda composición social expectante ante la llegada del primer mandatario, pero las expresiones de fervor patrióticas estuvieron ausentes: “reinó un profundo silencio; porque aun cuando se conocían sus errores en la dirección de la guerra, nadie dudaba de su ardiente patriotismo” (Paz Soldán: 1979: 68). Como apreciamos la población peruana aún creía tenuemente en su liderazgo, en pensar que su presencia nuevamente en la capital generaría un reimpulso en el accionar del ejército patrio y por ende la victoria se acogería del lado peruano. Pocos días después del retorno de Prado a Lima, este decide abandonar el país so pretexto de comprar armamento en el extranjero. Si bien su salida al exterior intentó realizarlo de forma clandestina, ello no tuvo el éxito necesario. Cientos de conciudadanos lo esperaban en el puerto del Callao para despedir al líder, frente a este escenario Prado fue obligado a emitir un discurso público en donde narraría las principales causas de su repentina partida. En sus palabras señalaba que esta decisión era contra su voluntad; porque era difícil abandonar el país en una situación donde exigían su presencia, sin embargo esta decisión tenía que ser respetada por la población porque “el hombre que como yo sirve al país con buena voluntad y completa abnegación” (Caivano: 1969: 309) nunca dejará los designios a los que fue encomendado. La respuesta por parte de la ciudadanía no fue comprensiva, por el contrario ella quedó estupefacta frente a tal actitud, provocando en lo inmediato rumores a diestra y siniestra sobre la partida repentina del presidente; el más importante fue el millonario saqueo hecho a la caja fiscal y las donaciones por parte de un sector de la población capitalina. A pesar del trabajo periodístico por parte del diario oficial El Peruano para calmar los excitados ánimos de una población cada vez desilusionada con su clase política no fueron suficientes para mermar los comentarios desfavorables vertidos por la prensa opositora el cual tuvo una alta recepción en la recelosa ciudadanía limeña. Esta situación de cuasi anarquía generó que “los sediciosos de profesión, que la gravedad de las circunstancias tenia quietos a duras penas, creyeron llegado el momento de obrar” (Caivano: 1969: 310). El ambiente de victoria de los primeros meses se desmoronaba velozmente. El nuevo régimen encabezado por Luís La Puerta, vicepresidente de la República, quien se encargaría de los destinos del país no tuvo la capacidad de mermar la desconfianza de la población quienes eran testigos del retorno de los primeros caídos en combate, generando las múltiples ceremonias fúnebres. A pesar de estas noticias, la población desconocía los esfuerzos desarrollados por la administración central para sostener la empresa bélica, más aún cuando no contaban con los recursos económicos y el respaldo material suficiente: “el gobierno del vicepresidente La Puerta había llegado a su completo desprestigio. En los últimos meses, desde octubre, el ejército del sur no había sido atendido sino con pequeños auxilios, que en nada aumentaban su fuerza, ni mejoraban su armamento. Los numerosos pedidos de rifles y municiones, y la aglomeración de fondos de Europa para la compra de blindados, se hicieron tan en secreto, que el pueblo, ignorándolo en lo absoluto, no tomaba esto en cuenta para sus juicios sobre la administración” (Paz Soldán: 1979: 88) Esta situación generó una ingente debilidad en el régimen central lo que provocó su fácil cuestionamiento por parte de Piérola, quien organizó un exitoso golpe de estado apropiándose del Poder Ejecutivo, acelerando la descomposición política del país y las contradicciones sociales al interior del país. 1880 El 2 de noviembre de 1879, el burgomaestre capitalino general Manuel de la Cotera emitía un comunicado a la opinión pública, en donde expresaba su profundo malestar frente a los lamentables incidentes ocurridos unos días atrás en las instalaciones de Palacio de gobierno2. Según informaba, la también conocida Casa de Pizarro fue tomada por cientos de hombres armados con rifles y palos, quienes tenían una sola consigna: derrocar al régimen encabezado por el primer vicepresidente Luís La Puerta. Cumplido el objetivo de la enardecida masa hizo su repentina aparición un nuevo actor en la guerra contra Chile, pero viejo protagonista de la política nacional: Nicolás de Piérola Villena, líder del grupo quien se dirigió a ellos a través de un emotivo discurso. Entre las frases más efusivas estuvieron aquellas dirigidas a resaltar la incapacidad, mediocridad e irresponsabilidad de parte de los hombres de negocios y los politiqueros de antaño (Fuentes: 1881) quienes llevaron al país de cara a la derrota. El ingreso de Piérola al poder era gracias a la desilusión de la población quienes proyectaban en él la figura de un salvador que invierta la situación bélica del país, además de no existir un real posición que frene sus objetivos, recordemos que gran parte de la oficialidad había sido destacada a la frontera sur. Caivano señala que las milicias Manifiesto del general La Cotera. Ubicado en la Biblioteca Nacional del Perú-Sala de Investigadores x.985.06/m 2 pierolistas estaban compuestas por habitantes de la zona andina, por tanto deducimos que su apoyo mayoritario provino de los terratenientes serranos. Las primeras acciones del régimen pierolista fue reconfigurar la oficialidad del ejército, colocando en puestos estratégicos a personas leales a su gobierno sin importarle su capacidad o experiencia en el campo de batalla, lo que aceleraría nuestras derrotas militares: “y si a todo esto se añade que, excepto pocos oficiales bueno y expertos de los ya existentes, los demás eran todos oficiales de creación reciente, que poco o nada conocían del arte militar, se comprenderá fácilmente con cuanta razón decíamos antes, que el ejército levantado y dispuesto por Piérola, más bien que tal, podía apenas llamarse una simple aglomeración de gente armada” (Caivano: 1969:384) Además la cada vez más difícil manutención de las tropas para proveerles insumos bélicos provocaría la derrota del Alto Alianza y Arica; en esta última batalla sería liquidado el ejército nacional, dejando a merced del enemigo el país. A pesar de las conversaciones en la embarcación norteamericana Lackawanna para finiquitar la guerra, esta no llegó a buen puerto producto de las elevadas exigencias de Chile de anexarse gran parte de la zona sur del Perú. La victoria chilena en el campo de batalla no fue suficiente para lograr sus objetivos, ellos procederían al bloqueo marítimo sobre el puerto del Callao, el más importante del país, con el fin de desabastecer de productos de primera necesidad a la capital. Los efectos fueron inmediatos provocando carencia de alimentos en los mercados, tal como señala Dora Mayer, incluso tuvieron que cambiar radicalmente su dieta alimenticia derivándola a pescado, un producto casi exclusivo para los paladares populares; incluso el bloqueo genero la escasez de pan provocando serías confrontaciones físicas en la población por intentar conseguirlo en las distintas plazas limeñas: “previendo las perturbaciones comerciales mi papá compró un quintal de arroz y un quintal de frijoles cocachos; una arroba de azúcar, dos panes de azúcar, y un cajón de té chino. Mi mamá que apuntaba los gastos diarios anotó precios del pan y otros artículos de primera necesidad muy parecidos a los que rigen en la presente post guerra. Sin duda no había carne, pues en esa época llegué a conocer todas las clases de pescado de nuestras aguas marinas que quedaban entonces para alimento barato del pueblo como no sucede ahora. Casi todos los días se comía ayanque, cojinova y con gran preferencia jurel, una especie que desde hace tiempo no he visto más en el mercado local. Contra bonito y lorna tenían prejuicio mis padres, y en cambio no, aspiraban ellos a los pescados de primera clase, la corvina, el robalo, el pampero, la lisa, u solo a veces el lenguado y al pejerrey, una vecina y amiga nuestra nos hizo aquellos días un regalo extraordinario consistente en un buen atado de cebollas. No se hacia cola para el pan, sino que se luchaba por ese artículo a codazo limpio ante los kioscos municipales que se había instalado en la plaza de abastos. Debe de haber escaseado completamente el pan a consecuencia del bloqueo en 1880, pues recuerdo que mi mamá cocinaba camotes para el desayuno, mientras yo me entretenía con un libro ilustrado, acompañándola en el corral” (Mayer: 1992:126) Pero esta presión no fue afectiva porque la marina chilena no tuvo la capacidad para prolongar el bloqueo, generando su fracaso, lo que produjo un clima de malestar entre los chilenos por una guerra que se alargaba demasiado, provocando terribles estragos a su economía. Ello conllevó a una decisión invadir Lima y obligar a la rendición del estado peruano. Frente a tal amenaza Piérola convocó a las tropas reservistas para la defensa de la capital, pero su personalismo obnubiló el consejo de los oficiales de experiencia para realizar una labor defensiva decorosa. Además recordemos que los batallones nacionales estaba conformado por soldados sin experiencia alguna y apertrechadas con arma de fabricación variopinta: “Esto provenía en gran parte de que Piérola, deseando aparecer como el único y exclusivo director de la guerra, hasta en sus más pequeños detalles, comunicaba sus órdenes, y se entendía directamente con los jefes de oficinas subalternas, o con los comandantes generales, sin previo aviso al estado mayor general, sembrando así el desorden y la confusión, y perdiendo la unidad y la disciplina militar; tan grave mal llegó al extremo de que se desobedeciera más de una vez las órdenes del jefe de estado mayor general; porque las recibidas por los jefes de división o de batalló, dadas por el jefe supremo, eran contrarias ¿podía conseguirse así el triunfo?”(Paz Soldán: 1979: 27) Esta situación provocó que la capital enfrente una guerra que su élite había provocado, pero cuyas secuelas jamás habían planificado. 1881 Finalizada la batalla del Alto de la Alianza (Tacna, 1880) con la victoria en favor de Chile, el general cusqueño Andrés Avelino Cáceres trasladó a Lima los heridos y dejó a las últimas guarniciones del ejército nacional acantonadas en Arica, casi a su suerte. El motivo principal a su regreso a la capital y la falta de capacidad bélica de la oficialidad castrense respondía a las disposiciones del dictador Nicolás de Piérola que además de desarticular las fuerzas de combate en el sur (desde su ascenso al poder); también debilitó a los batallones que defendían la capital convirtiéndolos en presa fácil para el enemigo. A pesar del heroico accionar de las líneas defensivas estas no fueron lo suficientemente sólidas como para detener el avance chileno y se produjo la ocupación militar de la Perla del Pacífico el 18 de enero de 1881. La toma de Lima se convirtió en un acontecimiento clave para la reconfiguración de toda la dirigencia nacional instaurada desde diciembre de 1879 tras el golpe de estado realizado por Piérola. La derrota de San Juan y Miraflores provocó la huida a la sierra central de todo el estado mayor pierolista. Las pocas autoridades nombradas por el dictador que aún permanecían en sus cargos fueron desconocidas por los grupos antipierolistas y por las fuerzas de ocupación extranjeras. Tácitamente se formó un pacto peruano-chileno para deslegitimar al dictador y a sus adeptos La ocupación de Lima generó un antes y un después en la guerra, no solo porque significó la más grande humillación realizada a un país, invadir su ciudad capital, sino que generó un golpe directo a los intereses reales que propiciaron esta guerra, la élite económica peruana (Rosario: 2013). La reacción de muchos testigos de esta época provocó indignación producto del brutal comportamiento de las tropas chilenas especialmente en contra de la población civil. Tomas Caivano, por ejemplo nos explica el daño provocado en Barranco y Chorrillos, lugares de veraneo para los extranjeros y a élite dominante peruana, lo que significó su apoyo moral por parte de este extranjero en favor de nuestro país: “Como es sabido, entre las varias colonias europeas que residen en la hospitalaria tierra del Perú, la italiana es una de las más ricas y numerosas; y de consiguiente, la mayor parte quizás de las muchas propiedades extranjeras saqueadas y destruidas por la soldadesca chilena, pertenecían a nuestros connacionales, a pacíficos e inofensivos italianos que, neutrales en la guerra, únicamente buscaron y buscan siempre las fuentes del propio bienestar, como toda la colonia italiana en el Perú y como todos los hijos de Italia en el extranjero, doquiera que se encuentren, en el más honrado y constante trabajo”(Caivano: 1969:414) Luis Alayza y Paz Soldán también nos narra el ingreso de las tropas y la desazón vivida por quienes ofrendaron sus servicios a la patria, al no encontrar un liderazgo que ermita organizarlos y seguir luchando en favor de la integridad nacional: “(…) ingresando por la Plaza 2 de Mayo, seguidos por grupos de curiosos, quienes nos preguntaban si Baquedano había muerto o si lo teníamos prisionero. No detuvimos en la Plaza de Armas, mientras nuestros jefes entraban a Palacio a pedir órdenes, pero no hallaron con quien entenderse; se nos mandó soltar las armas, y algunos conseguimos que nos las dejasen en la ciudad si entraban los chilenos” (Alayza: s/f: 410.) Otro personaje que resume la actitud del pueblo ante la llegada de las tropas derrotadas fue el joven aristócrata Pedro Dávalos y Lissón quien participó activamente en la batalla de Miraflores “….acompañado de Manuel Moreira y de mi hermano Jesús entramos a Lima, a las 12 a. m. de aquel pavoroso día (…) Yo y Jesús entramos en nuestra casa. Después de efusivos abrazos, subimos al techo para enterrar los fusiles (…) Estando en la altura contemplamos las nubes rojizas que a mucha distancia iluminaban el cielo inmediato al miraflorino pueblo, aquella noche incendiado por el invasor chileno (…) Mi madre presidió la mesa donde nos sentamos a cenar. Ella, mi padre, mis chiquillas hermanas nos hacían numerosas preguntas acerca del combate (…) Más tarde llegaron mis hermanos Enrique y Florencio, y cuando confirmaron la muerte de Carlos Dávalos, ocurrida en la batalla de San Juan el 13 de enero, considerase lo ocurrido tan insignificante al compararlo con la magnitud de la desgracia nacional y con la noticia que el día siguiente los chilenos entrarían a Lima. La saquearían y la incendiaría que nadie derramó una lágrima, ni dejó oir un lamento” (Dávalos y Lissón: 1947: 176) Aunque la frase más interesante a resaltar es cuando narra la situación de su familia momentos previos a la llegada del ejército enemigo “éramos cinco y cuatro estábamos vivos ¡Qué suerte para nosotros! En aquellos días en que fueron pocas las familias conocidas de Lima que no tuvieron su muerte en la guerra”. Los limeños siempre sintieron lejanos los conflictos bélicos dado que las confrontaciones tenían como escenario las diversas fronteras geográficas, excepto la guerra del Pacífico por ser el lugar donde se construye la historia oficial. La ciudad capital se convirtió en el punto donde se concentrarían lo más importantes acontecimientos políticos y en 1881 fue el espacio donde la población sintió los horrores de la sangrienta guerra. Recordemos que la historia del Perú no es su historia como tal, es la historia de Lima, sus políticos y sus militares. Después de las desastrosas batallas por la defensa de la capital (San Juan y Miraflores), el ejército de resistencia quedó desperdigado por toda la capital, especialmente aquellos que no ingresaron a pelear en el campo de batalla. Estos batallones sin líderes ni disciplina militar alguna provocarían disturbios en la capital. Esto generó que Rufino Torrico, alcalde de Lima con un conjunto de extranjeros solicite el ingreso pacífico a Lima y monopolizar la violencia que el Estado Peruano no se encontraba en capacidad de controlar. La respuesta de los pelotones fue dirigirse al Callao y destruir toda herramienta militar que sirviera al enemigo: “las grandes bandas del deshecho ejército peruano, que como hemos dicho, habían pasado toda la noche precedente embarazando las plazas y las calles principales de la ciudad, esperando algún jefe que se tomase la molestia de reorganizarlas y llevarlas contra el enemigo; y mientras estas vagaban furibundas por las calles, manifestando su malcontento por la acordada capitulación, llegaron a Lima más de 1500 soldados armados de la guarnición del Callao, malcontentos también por la ocurrida capitulación, y con el propósito de oponerse a su ejecución: marchaban éstos a las órdenes del prefecto del Callao, el cual había salido exprofeso de allí, después de haber hecho destruir las baterías de la plaza y los buques y pontones de guerra peruanos que se encontraban en el puerto, para que no cayesen en poder del enemigo”. (Caivano: 1969: 420) La situación en la capital fue difícil tal como lo testimonia Zoila Cáceres, quien en su libro La Campaña de la Breña rememora lo que se vivió en esos tiempos cuando ella era una niña: “noches siniestras fueron las del 15 y 16, sin luz aumentaba la tristeza de sus habitantes, las moradas estaban cerradas por el común duelo de la patria, todos los espíritus unidos en un gran sentimiento de consternación las mujeres lloraban a los pies de las imágenes santas que alumbraban cirios y lámparas en alcobas abigarradas; los hombres impotentes se rebelaban contra el destino adverso como en las grandes catástrofes, reconociendo que ya habría librado la última partida y que todo estaban perdido, algunos crédulos no se daban por vencidos” (Cáceres: 1921: 122) El 18 de enero de 1881 y tal como nos sigue narrando Zoila Aurora la amarga sensación al escuchar el sonido del redoble de tambores y el paso marcial del vencedor: “la desolación que abrumaba la capital peruana, el dolor de sus moradores, así como la humillación de los hombres, debió ser inmensa después del desastre de Miraflores. Ellos acostumbrados a la vida de riqueza, orgullosos de poseer la soberanía, la cultura el refinamiento de la milenaria civilización de los Incas, dominadores de toda la América del Sur y más tarde, tras las penalidades inevitables en una conquista” (Cáceres: 1921: 129) Frente a esta situación en Lima se había fomentado un miedo total generando el abandono por parte de los ciudadanos que tenían la capacidad para hacerlo, el resto debía quedarse para afrontar el cruel destino: “una sexta parte de la población, entonces de cien mil habitantes, había huido con numerosos días de anticipación a Chancay, Ancón, Huacho a los buques de guerra y mercantes del Callao, habiéndose alejado algunas familias hasta Tarma y Jauja. En la ciudad, los conventos y hasta los templos habíase convertido en campamento de refugiados” (Dávalos y Lissón: 1947: 181) Por aquellos días se podía vislumbrar por todos lados el luto de las familias ante la pérdida de hijos, padres, amigos e incluso algún conocido; el desconcierto en la población podía sentirse en la atmósfera emocional, generando no solo la pérdida bélica, sino la orfandad familiar, a ello debemos sumarle el exponencial aumento de alimentos producto de sus escasez, generando saqueos en los puestos de venta; se vivía un estado de anarquía en la capital, mientras esperaban el ingreso de las tropas enemigas: “millares de ciudadanos que perecieron en las batallas de San Juan y Miraflores, en los días 13 y 15 de enero, dejaron en la orfandad a centenares de familias que no sabían quién ni cómo les daría el pan aquellos padres, esposos o amigos les proporcionaban con su trabajo. Para aumentar sus angustias, el precio de los principales artículos de alimento, como el trigo, el arroz, la carne, etc. había subido a precios fabulosos, tanto por la depreciación del billete fiscal, cuanto por la escasez consiguiente de un largo bloqueo (…) Familias que vivían con comodidad y desahogo, con el alquiler de las casa de aquellos tres pueblos incendiados, se encontraron en tres días, reducidas a la miseria, sin tener medios de subsistencia, ni casa en qué vivir”(Paz Soldán: 1979: 111) Por tanto podemos señalar que existe una situación difícil en los primeros días de la ocupación, porque los horrores de la guerra fueron sentidos por la población civil. El comportamiento era evidente, cómo comportarse frente a una nueva administración, cuáles serían sus actitudes frente a esta población que unos años atrás celebraba una victoria contundente, era ese tipo de sensaciones las que provocaría un cambio de actitud en las tradiciones, comportamientos e incluso interrelación durante la ocupación de la capital, pero que se convertirá en parte de otro estudio. Conclusión Temerosos, expectantes y curiosos fueron las actitudes que adoptó la población limeña al ser testigo de las primeras semanas de ocupación donde observaban por las calles de Lima como cientos de carruajes trasladaban la inmobiliaria técnica de la Universidad San Marcos, la Escuela Bellas Artes entre otros lugares donde se adiestraba al cuerpo profesional de nuestro país, provocando una ira frustrante, al sentirse incapacitados de realiza algún tipo de reacción contundente, más que llorar o simplemente vociferar tímidamente alguna queja oral. “como el propósito era destruir y saquear, convirtieron en cuarteles el colegio de San Carlos, en donde funcionaba la célebre universidad de San Marcos, con las distintas facultades que la componen, y la nueva escuela de minas, la escuela de medicina, llamada antes colegio de San Fernando; la escuela de Artes y oficios, el colegio militar, todos establecimiento destinados al estudio de las ciencias y de las artes, los primeros en sud América por sus espaciosos locales, ricas bibliotecas, preciosos surtidos de máquinas, instrumentos, aparato y de cuantos elementos puedan necesitarse para la más alta instrucción en los diversos ramos del saber, y de un mobiliario magnífico”(Paz Soldán: 1979: 115) Patricio Lynch, designado gobernador interino por parte del gobierno chileno, garantizó la neutralidad de los extranjeros por ende su integridad física será respetado. La “normalización” de la vida cotidiana generó que muchas personas regresen a su actividad cómo el caso de Adriana de Verneuil quien estudiaba en un convento exclusivo para señoritas, pero ella denotó los cambios provocados por la ocupación capitalina al señalar la poca asistencia de las estudiantes porque muchas de sus familias decidieron huir de Lima o no tenían los medios para mantener su asistencia: “Muy pocas niñas vinieron ese año al colegio no solo de provincias sino del mismo Lima sin quererse separar de los seres queridos, en el momento del peligro que todos presagiaban (…) solo tres alumnas éramos las de la segunda división ese año: Estefanía Gonzales, Ester Bielich y yo. Todo el clan chileno había desaparecido: las Irrarázabal y sus primas hermanas las Casanuevas, la Godoy y unas cuantas chicas más. Era un gran bien, pues resultaba muy difícil disimular ante ellas nuestras impresiones de a cada rato buenas o adversas, según las circunstancias” (Vernuil de Gonzales Prada: 1947: 83) Si bien conforme pasaron los meses la necesidad obligó a generar una convivencia entre peruanos y chilenos e incluso con extranjeros la situación no fue la mejor, durante el primer año de ocupación, tuvieron que recrearse distintas leyes para regular la vida de la capital, se tuvo que transformar el sistema administrativo e incluso fue la oportunidad para que las tradiciones “burguesas” sean cuestionadas y las costumbres populares puedan ser practicadas sin restricciones o cuestionamientos. Bibliografía -Alayza y Paz Soldán. Historia y romance del viejo Miraflores. Lima s/e -Cáceres, Zoila Aurora (1921). La campaña de la Breña. Lima. Americana - Caivano, Tomás (1969) Historia de la guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. Lima. Museo Naval -Certeau, Micheal de (1996) La invención de lo cotidiano. 1 Artes de hacer. Ciudad de México. Universidad Iberoamericana. -Dávalos y Lissón (1947). ¿Por qué hice fortuna? Relato inspirado en el recuerdo de una vida dedicada a conseguir la independencia y la tranquilidad de espíritu que da la posesión del dinero adquirido y guardado no con avaricia. Años de 1883 y 1885. Lima. Imprenta y librería Gil. -Fuentes, Manuel Atanasio (1881). Ramillete o repertorio de los más piramidales documentos oficiales del gobierno dictatorial. Lima. Universo -Paz Soldán, Mariano Felipe (1979). Narración histórica de la guerra de Chile contra el Perú y Bolivia. Lima. Milla Batres. Tomos I y III -Rosario, Emilio (2013). Parlamentos en conflicto. La guerra del Pacífico y el Congreso de la República (1879-1881). Lima. Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos/Seminario de Historia Rural Andina. -Verneuil de Gonzales Prada, Adriana (1947). Mi Manuel. Lima. Editorial Antártica -Wu Brading, Celia (1986) Testimonios británicos d la ocupación chilena de Lima. Lima. Editorial Milla Batres