Humedad Cuando los arreboles mañaneros se ordenan en el jardín de la Doña, mientras riega agua libada en su jardín, erguida paliando sus huesos con querellas abismales que pretenden hacerse sacramentales. Ella sabe que pronto sin enigmas de tiempo contiguo a sus plantas que brotan olores fráguales de crónicas vates, pasa el niño de camisa chorreada de café. Es la única cuestión con la que le identifica, a sabiendas, lo sigue recibiendo porque además de ser de los pocos que la escucha, se queda absorto ante sus palabras. Y la Doña quiere saber por qué siempre lleva la camisa chorreada de café. Al desfilar por la calle a través de las bardas se alcanza a ver esquivamente a un viejo imanado en el suelo tocando guitarra y tratando de cantar algunas letras. Que esgrima junto a cada arrebol la absorción del niño. - ¡Ve mijito! Hoy llegaste más temprano, y, ¿eso por qué? - Buen día Doña, es que ayer no me dijiste cómo era que se estaban muriendo los niños, allá, donde tú vivías. Te decía que… ¡muchacho! y otra vez con esa camisa chorreada de café. Doña que pasó, por qué se morían. La Doña retomó los sucesos recónditos sin evadir ninguna pincelada, hogaño el niño querría saber el incisivo de aquellas cosas acaecidas donde vivió la Doña antes de llegar a este pueblo. Dice que en el 1948 mataron un político, que eso obligó a su familia a buscar otro lugar para vivir y llegó aquí, antaño los lugareños eran campesinos cañeros y ganaderos y unos que eran de los indígenas de la frontera. En los recuerdos pueriles de la Doña, ya empolvados, subsistían unas palabras que todos los que llegaron del norte decían. – Este valle es un remanso de paz- . La Doña continuó el relato, esperanzada en saber lo acontecido con la camisa del mijito. Sus palabras parián una clarividencia en el rostro del niño. Así decíosle que a causa de un tifo que una noche fue traído por el viento cuando todos dormitaban bajo la mirada de la luna; cayó en una cancha de tierra donde los niños jugaban futbol. La cuita se tomó la casa de su abuelo, una mañana de agosto. Su abuelo de sombrero tejido y tabaco casero llegaba de la huerta para el desayuno, y sobre la mesa encontró a uno de sus pipetas tieso y frio como el agua de caño. La voz corrió en toda la región y vinieron amigos y familiares al velorio del niño. Entre guarapo de caña y humo de tabaco y café regado por todas partes despedían a quien fuese el primer muerto por tifo. Pero a éste le siguieron once. El abuelo de la Doña llegaba de enterrar a su hijo y ya su mujer lo esperaba con otro muerto, la casa se tornó ambarina y las parrandas no tuvieron lugar. Y como a su abuelo a todos en la región se les murieron de doce y diecisiete hijos. Las hierbas expletivas no cesaron la muerte de tanto niño. Aquellas epifanías y revelaciones le inflaron lo cardiaco al niño. Pero él seguía fulgente por lo que escuchaba. El agua de la manguera menguaba cada vez más rápido y se añilaba. En el fondo el viejo decía con su guitarra.- Y te vi en mi sueño, a ti mujer te vi en mi sueño, ibas al rio a lavar mi sueño-. Empero que la Doña ya inquiría sus últimos días su voz seguía ataraxia y sin ninguna intermisión, con su bonhomía contaba al niño una tras otra las historias de su vida. Un domingo por la tarde bajaba el niño de camisa chorrada y de soslayo captó al viejo tocando en el suelo, se acercó, adherido a las bardas queriendo oír lo que el viejo tocaba, fue sorprendido por un chorro de agua fría. La Doña en un ritual penumbroso embebía el jardín. Sin percatarse de que alguien desde la calle hurgaba su jardín. El niño le manifestó su propósito, la Doña sin ninguna admonición permitíosle oír al viejo y su guitarra. De manera que el niño se instó venir todas las mañanas a las bardas para escuchar aquellas églogas. Pero después que la Doña le contó que siendo ella una niña, aun cuando las mujeres iban a los ríos a lavar sus trapos con cebo y herbajes, estando sentada en unas piedras índigos del río, equidistante al estiaje de la corriente del río una culebra roja se despojaba del ínfimo oleaje, tan imperativa como la canícula a la mitad del día, flameando tiraba de los pucheros atestados de trapos. Su fenotipo férula no lograba espantarle, quedase sentada hasta que las señoras atisbaban lo ocurrido con su lavandería. La elucubración estarcida en el niño por las cosas que le decía la Doña le aisló del viejo. No en absoluto. La dinámica escalda por la guitarra y la relatoría fraguaba un rescoldo creativo en su imaginación y pensamientos. Estatuando una relación nefelibata de una Doña decrepita pero con historias atractivas con ese niño melifluo de camisa chorreada de café.