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Artículos y edictoriales LA NACION

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Historia Argentina II 2020. Trabajos prácticos
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ARTÍCULOS Y EDITORIALES DEL DIARIO LA NACIÓN
(SELECCIÓN)
Roca y el mito del genocidio
Por Juan José Cresto Para LA NACION
23 de noviembre de 2004
Hace poco más de un siglo, el 12 de octubre de 1904, el general Roca entregó al
doctor Manuel Quintana los atributos de la presidencia de la República. Había
cumplido su segundo mandato, pero su influencia política desde 1880 había
transformado el país. La Argentina era una potencia respetada. El general Mitre,
ya anciano y verdadero patriarca de la argentinidad, fue a su casa ese mismo día
para felicitarlo por su gestión: "Ha cumplido", le dijo parcamente, porque el
juramento de su asunción, en 1898 lo había hecho ante el patricio.
Diez años después, el 19 de octubre de 1914, Roca moría en Buenos Aires. Los
últimos años los dedicó a organizar su estancia La Larga, levantando casas para
su personal, cultivando arboledas y caminos y mejorando su hacienda. Se
cumple este año el centenario de su alejamiento del poder y noventa años de su
fallecimiento. El país no lo ha recordado suficientemente.
En los últimos tiempos una historiografía carente de toda documentación
sostiene que la expedición de Roca de 1879 contra los indios, fue un genocidio.
Ello revela supina ignorancia u oculta intereses de reivindicaciones territoriales.
El tema indígena es complejo, porque abarca regiones muy diferentes, desde los
paisajes andinos atípicos hasta la cuña boscosa del Chaco, con razas que no eran
ni son comparables, como los diaguitas, los abipones o los mapuches. En el Sur,
los pueblos araucanos procedían de Chile e ingresaron al hoy territorio nacional
hacia principios del siglo XVIII, según lo refieren numerosos historiadores de
ese país, algunos con carácter reivindicatorio.
La pampa agreste estaba totalmente desierta, con algunos bolsones de
pobladores aislados. En la provincia de Buenos Aires se denominaba "poblador
del Salado" a quien se instalaba más allá de ese importante río. Sin alambrados,
sin títulos de propiedad, salvo antiguas mercedes realengas, o con títulos
imprecisos basados en la simple ocupación, el llamado "estanciero" era el
ganadero que cuidaba vacas criollas, que no tenían parecido con las de nuestra
época, vivía con el cuchillo en la faja y dormía en un rancho que él mismo
construía. Su beneficio empresario consistía solamente en la explotación del
cuero del vacuno, que canjeaba en la pulpería o en "las casas", o poblado más
próximo. Compartía, sí el temor al malón indígena.
Al caer la tarde, hacía recostar a su caballo en el suelo para ver la reacción del
animal, cuya sensibilidad le permitía saber si la tierra se movía. En ese caso,
sabía que, a lo lejos, los indios galopaban y él debía huir, abandonando todo.
El horror del malón se ha descripto repetidas veces, pero hay que recordar que
el indio fue temible cuando aprendió a montar el caballo que trajo el europeo,
para robar las vacas que también vinieron con los españoles y venderlas en
Chile. También cuando aprendió a usar la cuchilla de hierro, que también
obtuvo de la industria del hombre blanco. Los aduares indígenas estaban llenos
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de cautivas, mujeres blancas a las que se les hacía un tajo profundo en la planta
de los pies para impedirles la fuga. Ellas tenían que soportar la indignación y el
odio de las mujeres indias de la tribu.
La historia argentina está llena de historias de pequeños y de muy grandes
malones a lo largo de los siglos XVIII y XIX, hasta la decisiva ocupación de
desierto por Roca. La política de ocupación no se inicia con este exitoso militar,
sino que continúa desde los primeros gobiernos patrios. Rosas hizo una
expedición contundente, pero después de Caseros las tribus se alinearon, unas
con el gobierno de la provincia de Buenos Aires y otras con el de la
Confederación, participando en la política partidista.
Mitre quiso erradicar el delito en las pampas y no lo pudo lograr por tener que
dedicar sus esfuerzos a la guerra del Paraguay. Sarmiento sufrió grandes
malones y la batalla de San Carlos es un verdadero hito de la historia.
Avellaneda, que soportó una grave crisis financiera internacional, tuvo una
política de ocupación a través de su ministro Adolfo Alsina, quien hizo construir
una larga zanja de más de cuatrocientos kilómetros para evitar los malones, en
una guerra defensiva sin mayores resultados. Finalmente, Roca, que conocía el
desierto, organizó una expedición ocupacional decisiva. Este joven general había
ganado todos sus ascensos, uno tras otro, en los campos de batalla.
¿Estaba Roca ocupando tierras de indios? La respuesta es categóricamente
negativa. Esas tierras desiertas comienzan a ser ocupadas con las expediciones
pobladoras de la España colonizadora del siglo XVI que, repetimos, trajeron el
caballo y la vaca. Los indios iniciaron su ocupación 180 años después.
Los indígenas americanos precolombinos estaban radicados en mínimas
parcelas de territorio y aprovecharon los descubrimientos, invenciones, ingreso
de animales antes desconocidos y la tecnología del blanco para su expansión
territorial. De suponer válida la peregrina teoría del primer poblador, tal vez
debiéramos remontarnos al homínido y considerar al propio hombre de
Neanderthal como un usurpador.
Pero existen algunas consideraciones que hay que sopesar: la expedición debe
adjudicarse al gobierno del presidente Avellaneda, quien designó para
comandarla a su ministro de guerra, el general Julio Argentino Roca, en estricto
cumplimiento de la ley del 25 de agosto de 1867, demorada doce años por las
dificultades políticas y económicas del país. "La presencia del indio -decía la leyimpide el acceso al inmigrante que quiere trabajar." Para financiar la expedición
se cuadriculó la pampa en parcelas de 10.000 hectáreas y se emitieron títulos
por la suma de 400 pesos fuertes cada uno, que se vendieron en la Bolsa de
Comercio. Aunque prohibieron la adquisición de dos o más parcelas contiguas,
esta venta fue la base de muchas de las fortunas argentinas.
La ley, la expedición y la organización fueron discutidas en el Congreso y
votadas democráticamente. Todo el país, toda la población de la Nación, quería
terminar con este oprobio, desde el Congreso y los gobiernos provinciales hasta
los periódicos, sin excepción.
Roca organizó la expedición y a ella se incorporaron no solamente cuerpos
militares, sino también periodistas, hombres de ciencia y funcionarios. El
periodista Remigio Lupo la integró como corresponsal del diario La Prensa y
remitió sus crónicas. Monseñor Antonio Espinosa publicó su diario, con noticias
muy valiosas de todo lo mucho que vio, pero también escribieron hombres de
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ciencia, como los doctores Adolfo Doering y Pablo Lorenz, y naturalistas, como
Niederlein y Schultz, que estudiaron la flora, la fauna y las condiciones del
suelo.
Acompañaron también enfermeros y auxiliares. Los indios prisioneros y los
niños, mujeres y ancianos fueron examinados por sus dolencias, vacunados y
muchos de ellos remitidos a diversos hospitales de la muy precaria Buenos Aires
de esos días.
Ahora bien: ¿puede creerse que toda estas personas y otras que siguieron paso a
paso la expedición pueden ser cómplices de silencio en caso de genocidio? ¿Se
concibe un secreto de cinco mil personas? ¿Lo hubiera permitido un humanista
como el presidente Avellaneda? La única realidad es que la llanura pampeana
quedó libre de malones y que a los indígenas se les asignaron grandes reservas,
si bien es cierto que individuos inescrupulosos les cercenaron posteriormente
muchas de sus parcelas con supuestos derechos, actitud reprobable, sin duda,
que forma parte de litigios del derecho civil.
Por otra parte, mencionar al indio como tal es un insulto. ¿Por qué indio? El es,
simplemente, un argentino entre treinta y siete millones de habitantes, con los
mismos derechos y obligaciones que todos. No merece ningún tratamiento
especial ni más derechos que otros, pero tampoco ninguna tacha que lo invalide,
que lo relegue o que lo menoscabe, porque tiene también todas las prerrogativas
constitucionales. Es nuestro conciudadano y, por lo tanto, nuestro hermano.
Merece y tiene todo nuestro fraterno afecto. No más, no menos. Lo contrario es
indigno y discriminatorio.
Lo que se quiso hacer y efectivamente se hizo fue concluir con los asaltos a
pueblos indefensos y poner la tierra fértil a disposición de la población para ser
trabajada. En efecto, en menos de 25 años a la Argentina se la llamaba "la
canasta de pan del mundo".
El 12 de octubre de 1880, Roca juró como presidente de la República, por haber
vencido a Tejedor en las elecciones. Hizo un gobierno histórico: concluyó el
tratado de límites con Chile, en 1881; desarrolló la instrucción pública;
construyó escuelas; extendió los ferrocarriles. Los inmigrantes agricultores
comenzaron a agruparse en colonias. Se estibaron miles de bolsas de trigo en las
estaciones.
El pedestal de la gloria de Roca está en sus dos gobiernos y en su orientación
política, mucho más que en la ocupación del desierto, pero ésta es un timbre de
honor de su biografía. Con el tiempo, a través de personas que no han leído
específicamente sobre el tema o que tienen otros intereses, se ha creado una
fábula que gente de buena fe la ha creído, porque así se elaboran los mitos que
después parecen "verdades reveladas" de valor teológico. Felizmente, cualquier
serio investigador de historia, cualquier estudioso del pasado que se documente,
se preguntará azorado: ¿qué genocidio?
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La demonización de Roca y el olvido de Sarmiento
Mariano Grondona
La Nación
2 de octubre de 2011
Para el "kirchnerismo duro", la historia no es algo real lo que en verdad ocurrió,
que sólo puede conocerse mediante serias investigaciones, sino algo imaginario,
el relato , esa visión del pasado que impone hacia atrás el grupo dominante. La
llamada batalla cultural en que la que están empeñados los ultrakirchneristas
consiste en sustituir la visión hasta ahora predominante de nuestro pasado, lo
que ellos llaman "el relato liberal", por "otro relato", en el cual los próceres de
antaño pasan a ser los villanos y las figuras emblemáticas del proceso nacido en
2003, particularmente Néstor Kirchner, pasan a ser los nuevos próceres. La
batalla cultural que ha emprendido el ultrakirchnerismo apunta a dos objetivos
centrales: de un lado,beatificar a Kirchner; del otro, demonizar a los
representantes de la que ellos llaman "la Argentina liberal" y, particularmente, a
Julio Argentino Roca, que presidió nuestro país de 1880 a 1886, y de 1898 a
1904.
La demonización de Roca es un proyecto que discurre a través de tres vías
convergentes cuya intención común es destronarlo de la consideración de los
argentinos de hoy y, particularmente, de los jóvenes que, a la inversa de los
ciudadanos de edad madura, no pueden refutar a los promotores de la "batalla
cultural" desde sus propios recuerdos. La primera de estas vías es la publicación
de supuestos libros de historia que, en realidad, no son otra cosa que piezas de
propaganda para el consumo de los menos informados. La segunda vía tiende a
manchar, destruir o mutilar los monumentos que, desde la Patagonia hasta
Buenos Aires, han venido exaltando a Roca desde hace un siglo. La tercera vía es
borrar su imagen hasta de los billetes de cien pesos.
Bastan algunos ejemplos para ilustrar esta campaña. El escritor Osvaldo Bayer
ha propuesto retirar la estatua de Roca de la ciudad de Buenos Aires porque, en
su opinión, "fue el Hitler argentino". La diputada Cecilia Merchán propuso
reemplazar la figura de Roca de los billetes de cien pesos por la imagen de Juana
Azurduy, una heroína indudable de nuestra independencia. Otro diputado, esta
vez agrario y radical, Ulises Forte, quiere sustituir a Roca en los billetes de cien
pesos por estampas del famoso Grito de Alcorta de 1912, que dio nacimiento a la
pujante Federación Agraria. Los diputados del Frente para la Victoria han
anunciado que impulsarán el reemplazo de Roca en los billetes por la figura, sin
duda elogiable, de Hipólito Yrigoyen. En el imponente Centro Cívico de San
Carlos de Bariloche, el monumento a Roca que todavía lo preside ha sido un
blanco incesante de pintadas agresivas que anuncian la intención de removerlo.
Ataque y defensa
El principal argumento que se utiliza para denostar a Roca es que en la
Campaña del Desierto de 1877, que condujo como ministro de Guerra, incurrió
en genocidio para aniquilar a los "pueblos originarios" que poblaban la
Patagonia. Bastaría recurrir a verdaderos historiadores como Félix Luna en su
espléndida biografía, que lleva por título Soy Roca , o a otros estudiosos, como
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Luis Alberto Romero, para desenmascarar esta falacia. En primer lugar, porque
los mapuches a los que derrotó Roca no eran "pueblos originarios" de la
Patagonía sino pueblos "invasores", ya que eran araucanos que provenían de
Chile y que habían aniquilado a los verdaderos pueblos originarios, los
tehuelches, antes de que llegara Roca. En segundo lugar, porque habría que
anotar que muchos mapuches, aunque no todos, sin ser por cierto los idílicos
"buenos salvajes" de Rousseau, desataron los malones que mataban a nuestros
pioneros rurales, y raptaban a sus mujeres, llevándose el producto de sus
sangrientas correrías al otro lado de la cordillera. En tercer lugar, porque Roca,
lejos de ser un despiadado "genocida", pactó la paz con casi todas las tribus
invasoras.
La calificación de "genocida" mediante la cual se lo pretende demonizar incurre
en un pecado que el propio Max Weber denunció cuando sostuvo que el
verdadero historiador no es quien retroproyecta sus propios valores al pasado,
sino quien describe a los protagonistas del pasado desde los valores que ellos
mismos poseían. En la Argentina de 1877 había un consenso prácticamente
unánime por librar a los colonos del flagelo del malón, y Roca lo instrumentó no
sólo con solvencia militar, sino también con mesura política, reduciendo su
acción militar a batir en combate a los pocos miles de lanzas que, pese a sus
ofertas de paz, lo desafiaban.
Debe reconocerse también que Roca no consiguió que Chile admitiera nuestra
soberanía sobre la Patagonia mediante una guerra que supo evitar, sino que,
haciendo gala de su insuperada astucia, justamente cuando Chile libraba contra
Perú y Bolivia la Guerra del Pacífico de 1879-1883, con sólo insinuar al gobierno
trasandino que, a menos que aceptara nuestros reclamos en el Sur, entraríamos
en esa guerra del lado de sus enemigos, obtuvo lo que pretendía sin disparar un
tiro. Fue gracias a esta incruenta estratagema como consolidó el dominio
argentino de la Patagonia, y logró que millones de pobladores ulteriores, entre
ellos el propio Kirchner, pudieran sentir más tarde el aguijón de la argentinidad.
Roca nos dio la Patagonia sin derramamiento de sangre. ¿Decretar su
demonización agregándole la beatificación simultánea, fulminante y antagónica
de Kirchner no es llevar la ideología demasiado lejos?
De Roca a Sarmiento
A Sarmiento no se lo ha demonizado como a Roca. Aún hoy, se lo sigue
honrando desde todos los rincones del arco ideológico. Pero ¿estamos
prolongando en verdad su legado, que no fue otro que asentar el futuro
argentino sobre el pilar de la educación? Sarmiento nos puso a la cabeza de
América latina a partir de un acontecimiento sin parangón: la irrupción
revolucionaria de la educación pública y gratuita. Fue gracias a su
extraordinaria visión como los niños y los jóvenes, sea cual fuere su origen
económico, recibieron el don de la igualdad de oportunidades. Una igualdad que
estaba fundada, eso sí, sobre la disciplina y el esfuerzo. Hoy, hasta las familias
más pobres pugnan por ingresar en la educación privada y pagan lo que no
tienen para escapar del derrumbe de la educación pública.
¿A Sarmiento aún lo honramos, entonces, sólo de la boca para afuera? Su obra
revolucionaria fue posible porque giró en torno de la exaltación de la figura
del maestro, por todos venerada. ¿Qué padre se atrevía a contradecir al
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maestro, supuestamente en nombre de sus niños? Hoy, hay padres que agreden
a los maestros en representación de esos hijos a quienes consienten, si los
maestros osan aplicarles una mala nota. ¿Dónde ha quedado el exigente ideal de
"mi hijo el doctor"? Llama la atención que los propios docentes hayan sido los
primeros en rebajarse a sí mismos al renunciar a su título egregio de "maestros"
para autodenominarse modestamente "trabajadores de la educación", como si la
dependencia laboral fuera su única condición. Pero ¿no hay acaso entre
nosotros miles de docentes que querrían volver a ser considerados maestros y se
sienten asfixiados por sus ligaduras sindicales? Con Sarmiento, nuestra tabla de
valores ponía en la cumbre al maestro por encima hasta de los propios padres,
mientras la misión principal de los niños era, por lo pronto, aprender. A
Sarmiento, es verdad, no lo hemos atacado como algunos a Roca. Simplemente,
lo hemos olvidado, lo cual es aún más grave porque, en tanto que ya nadie
podría quitarnos la Patagonia que Roca nos legó, el olvido de Sarmiento nos está
privando de su legado sin que ni siquiera nos demos cuenta.
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Roca, el constructor del Estado moderno en la Argentina
Miguel Ángel De Marco
La Nación. 15 de octubre de 2014
Hace casi 100 años, el 19 de octubre de 1914, moría en Buenos Aires Julio
Argentino Roca. El "gobernante de cuño alberdiano" -como lo definió Carlos
Ibarguren-, el constructor del Estado moderno en la Argentina, contaba 71 años,
pues había nacido en San Miguel de Tucumán el 17 de julio de 1843.
La base de su educación había estado en el Colegio del Uruguay, fundado por
Justo José de Urquiza, donde aquel adolescente, hijo del guerrero de la
independencia José Segundo Roca y de Agustina Paz, había adquirido los
rudimentos de la profesión militar y la pasión por la lectura. Acrecentó su
devoción por los libros en medio de los combates del Paraguay. Ni sus nuevas
obligaciones como jefe del batallón Salta, ni sus comandos posteriores, entre los
que se destaca el de la Frontera Oeste, ni en su rápida y triunfal campaña contra
el general Arredondo, que culminó en la acción de Santa Rosa, donde recibió a
los 31 años los despachos de general sobre el campo de batalla, le hicieron
perder ese hábito. Tampoco las responsabilidades del Ministerio de Guerra, tras
la muerte de Adolfo Alsina.
Alsina había llevado una decidida acción para concluir con los malones indios y
garantizar el desarrollo económico de la provincia de Buenos Aires. Lo
sorprendió la muerte y su joven sucesor quiso hacer más: afirmar la soberanía
argentina en la Patagonia con el fin de poblarla y desalentar los propósitos de
dominio por parte de Chile. Emprendió una rápida campaña militar que
sometió a las tribus que la ocupaban y permitió enarbolar por primera vez la
bandera celeste y blanca en las márgenes del río Negro, el 25 de mayo de 1879.
Fue el primer paso con el objeto de ocupar aquellas por entonces remotas
regiones.
Acallados los fragores del alzamiento militar de la provincia de Buenos Aires,
Roca asumió la Presidencia de la República el 12 de octubre de 1880, luego de
preparar con sagacidad y vínculos establecidos en casi todo el país el terreno
para obtener los votos. El lema "paz y administración", expresado en su primer
discurso ante el Congreso, exteriorizó la voluntad de construir en un clima de
orden y concordia. Pese al ostensible desarrollo material alcanzado por el país
durante esos seis años, varios de sus actos de gobierno provocaron divergencias
profundas y generaron enfrentamientos tan traumáticos como el que mantuvo
con la Iglesia, hasta provocar una ruptura de relaciones que duró 16 años. No
faltaron los problemas sociales ni los conflictos internacionales, aunque su
tenacidad permitió firmar el tratado de límites argentino-chileno de 1881. En su
último mensaje ante el Congreso le expresó al nuevo primer mandatario, Miguel
Juárez Celman: "Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más
vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños
horizontes que cuando la recibí yo". Era cierto.
Pasó a una especie de ostracismo del que lo sacó el marasmo político y
económico que provocó la revolución del 26 de julio de 1890, luego de la cual
asumió la primera magistratura el vicepresidente Carlos Pellegrini. Juntos, a
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veces muy próximos, otras más o menos distanciados, fueron los árbitros de la
política argentina. Nada pudieron las revoluciones radicales, ni la prédica de la
prensa antagónica, ni los acuerdos entre los hombres de la oposición. El Partido
Autonomista Nacional estaba en todas partes, y fue esa imbatible estructura la
que lo colocó por segunda vez en el poder en 1898, luego de haber sido senador
por Tucumán.
En 1901, con motivo de su intento de unificación de la deuda externa de la
Nación, distribuida en más de treinta empréstitos, puso en evidencia una vez
más su realismo político y flexibilidad. Si bien había avanzado en esa idea a
través de gestiones que encomendó realizar en Europa a Carlos Pellegrini, al
hallar una cerrada oposición en el Parlamento, la prensa y la opinión pública,
tuvo la sensatez de dar marcha atrás con el proyecto. Eso le ganó la enemistad
implacable de su antiguo amigo y partidario, quien se sintió traicionado.
Tres años más tarde, hizo el balance de su gestión al finalizar su mandato. Más
allá de los conflictos políticos, sociales y aun económicos, abrigaba fundadas
esperanzas en un promisorio porvenir. Roca había cerrado a través de un abrazo
con el presidente de Chile, Federico Errázuriz, y mediante una coherente acción
diplomática, la posibilidad de una triste guerra entre dos naciones hermanas;
había acentuado las buenas relaciones con Perú y resuelto los problemas
pendientes con Brasil. También había enunciado, en la voz de su canciller Luis
María Drago, el principio del cobro no compulsivo de la deuda pública, a raíz de
la belicosa actitud de tres naciones europeas que se basaban en la demora de
Venezuela para pagarlas. Por otro lado, el presidente había abierto, en forma
visionaria, las relaciones diplomáticas con la nueva potencia de Oriente, Japón,
y velado por la creciente profesionalización del servicio exterior de la República.
En aquella segunda presidencia que concluía (1898-1904), había promovido la
explotación de vastas regiones desiertas de los territorios nacionales, los
estudios de tierras y aguas para explotarlas y colonizarlas, la investigación de
cultivos adaptables a cada zona, el examen zootécnico de los ganados, la
realización de perforaciones en Comodoro Rivadavia, que dieron por resultado
el descubrimiento de petróleo; el desarrollo de la industria pesquera mediante la
importación de especies de Estados Unidos; la instalación de observatorios
meteorológicos, entre ellos el más austral del mundo en las Orcadas del Sur, con
lo que se tomó posesión de la Antártida Argentina. Su clara concepción sobre la
necesidad de favorecer la educación se tradujo en la construcción de edificios
equipados con todos los adelantos de su tiempo. Cuando entregó el bastón
presidencial a Manuel Quintana, estaban trazadas las bases de la nación
próspera y pujante del Centenario, además de marcar el rumbo del país durante
varias décadas.
Sin embargo, al dejar el mando, Roca no contaba ya con su partido. Su
influencia se había desgranado, y el golpe final lo había dado la ruptura con
Pellegrini. Se marchó a Europa y al volver, en 1907, tuvo la convicción de que su
momento había pasado. En 1910 volvió a marcharse al Viejo Mundo. Cuando
regresó, vio transcurrir etapas prolongadas en su establecimiento de La Larga.
Fuerte y voluntarioso, se entregó a las tareas rurales y dedicó largo tiempo a la
lectura, hasta su repentina muerte. Fue sepultado en medio de grandes honras
el 20 de octubre de 1914, muy justas para quien había sido uno de los
organizadores de la Nación.
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La Nación. Editorial del 5 de enero de 2014
Militancia e ignorancia
La absurda e interesada campaña en contra del general Roca no hace más que
tergiversar los hechos para instalar otro discurso fruto de la intolerancia.
Reiteradamente hemos señalado desde estas columnas que distintas figuras
históricas han sido demonizadas, presas de la lamentable intolerancia reinante
en los últimos tiempos. Entre ellas, la de Julio Argentino Roca, fundador del
Estado argentino moderno y a quien le debemos que la Patagonia sea argentina.
El monumento en su honor, emplazado desde 1940 en el Centro Cívico
municipal de la ciudad de San Carlos de Bariloche, constituye un ícono de la
ciudad que agitó en los últimos años distintas posturas políticas y sentimientos
encontrados. Militantes de la Cooperativa 1° de Mayo, en su mayoría mapuches,
quisieron derribarlo en 2012 por considerarlo "el responsable del genocidio más
grande de la historia". Este año, el artista Tomás Espina lo intervino
cubriéndolo con un puente de madera y reactivó los enfrentamientos, dejando
en evidencia la fractura de una sociedad en torno a esta señera figura que fue
dos veces presidente de la República. En las últimas semanas, se levantó un
árbol de Navidad gigante justo encima de la estatua ecuestre, aun cuando el
espacio de la plaza es suficientemente amplio como para haber dado cabida a
ambas expresiones, en claro símbolo de la paz que propone el espíritu navideño.
Retomando el hilo de la historia, una mirada a un mapa antiguo que
reproducimos en esta página, confeccionado en 1860 por un conocido
cartógrafo de Filadelfia, permite observar que, para los Estados Unidos de
América, la Confederación Argentina no comprendía a la Patagonia, pues fijaba
claramente el límite meridional de nuestro país en el Río Negro. Más al Sur,
comprendido el territorio de la Tierra del Fuego, se lee "Patagonia" y, en
tipografía menor, las palabras "New Chili", Nuevo Chile. Evidentemente, no
consideraba que la extensa región en cuestión -que comprendería las actuales
provincias de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego- fuera
una superficie "sin dueño" en aquella época.
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La Nación. Editorial 21 de agosto de 2016
La utilización populista de los pueblos originarios
Con el fin de expandir en forma totalitaria su poder, los populismos de la región
invocan gestas emancipadoras y luchas revolucionarias para sus falsas batallas
En aquella mañana fría del 25 de mayo de 1879, cuando se celebraba la misa de
campaña en Choele Choel, frente al río Negro, el joven general Julio A. Roca, de
37 años, no hubiese podido imaginar que ese emocionante tedeum, muchos
años después, iba a ser interpretado como la culminación de una campaña
genocida para exterminar a los pueblos originarios de la Patagonia, con
objetivos subalternos.
El populismo kirchnerista ha utilizado todos los medios, incluyendo la historia,
para dividir a los argentinos e imponer su falso relato con el solo objetivo de
acumular poder para acaparar dinero.
Mientras la ex presidenta sostiene que El Calafate es su lugar en el mundo, que
YPF debía ser estatizada, que el futuro está en Vaca Muerta y que las Malvinas
son argentinas, sus seguidores parecen haber olvidado que El Calafate, YPF,
Vaca Muerta y las Malvinas son todos íconos de la argentinidad gracias a que, en
aquella fría mañana, el general Roca consolidó hacia el Sur las fronteras de la
República, evitando que toda la Patagonia fuera chilena. Lo mismo vale para
tantos otros lugares que se incorporaron al "ser nacional" en virtud de esa
patriótica campaña: desde La Pampa hasta la Antártida, pasando por el cerro
Catedral, el glaciar Perito Moreno, la ruta 40, los chocolates de Bariloche, las
manzanas de Río Negro, las frambuesas de El Bolsón, las tortas galesas, las
merluzas de Puerto Madryn, las ballenas de la península Valdés, el faro del fin
del mundo y Ushuaia, la ciudad más austral del planeta.
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La Nación. Editorial del 13 de agosto de 2013
¿Kirchner por Roca?
La intención de sustituir, en Río Gallegos, la estatua del dos veces presidente
argentino por la de Néstor Kirchner no es sino otra muestra de intolerancia
La costumbre argentina de emprenderla con los muertos en una suerte de
necrofilia sin mirada hacia el futuro parece tan arraigada que hace temer con
respecto a nuestra capacidad de construir sin necesidad de demoler.
Una vez más, la figura histórica del general Julio Argentino Roca es presa de la
intolerancia. En Santa Cruz, donde su nombre fue erradicado ya de una de las
avenidas principales de Río Gallegos para ser sustituido por el de Néstor
Kirchner, se quiere quitar ahora su estatua con el fin de poner en su lugar la de
un mandatario provincial y nacional muerto hace menos de tres años, lapso
sumamente breve para rendir un homenaje que hubiese requerido el paso de un
tiempo mayor para permitir una ponderación desinteresada y serena.
Roca es, sin lugar a dudas, el fundador del Estado moderno argentino, que
integró territorialmente a la Nación y consolidó cada una de las instituciones de
la República, por lo que cabe preguntarse por qué se lo ha constituido en una
especie de "bestia negra" de la historia oficial actual. Se lo llama genocida,
porque para el "relato" eliminó pueblos originarios enteros; se lo señala como el
representante más cabal de una oligarquía que gobernó a espaldas del pueblo, y
se lo considera el arquetipo del militar prepotente y del gobernante sin límites
en su acción.
Sin embargo, el hombre que ocupó dos veces la presidencia de la República
respetando celosamente los mandatos de la Constitución, sin insinuar siquiera
la posibilidad de una reelección, estuvo muy lejos de sostener, como afirmó una
concejala del Frente para la Victoria de Río Gallegos, "una política racista".
Dentro de los parámetros de la época, buscó integrar a las tribus que dejaron de
dominar vastas extensiones ocupadas casi sin víctimas al resto de la comunidad,
y fue el mandatario que tuvo la visión de abrir las puertas del país a la
inmigración de los pueblos de Asia.
Supo respetar la división de poderes, subordinarse a las decisiones del Poder
Judicial y discrepar civilizadamente con los adversarios; encarriló
definitivamente a las Fuerzas Armadas en su papel específico, dotándolas de
reglamentos y doctrinas adecuados, y erradicó en los militares su papel de
caudillos, para convertirlos en soldados subordinados a las autoridades de la
Constitución. Realizó por fin una ingente labor educativa, siguiendo la línea que
colocó a la Argentina entre las naciones más avanzadas del mundo, lugar que se
ha perdido, y mantuvo una política exterior cuyo único norte fue la soberanía
nacional.
Parece que este deseo de destruir lo mejor del pasado no se detiene en una
figura señera como la de Roca, porque, semanas atrás, también el busto del
intendente Torcuato de Alvear, en la porteña plaza Intendente Alvear, de la
Recoleta, fue objeto de vandalismo: derribado por desconocidos de su
emplazamiento, a unos cuatro metros de altura, se rompió en pedazos al caer.
No sabemos cuál habrá sido la razón para una acción tan despreciable, sobre
todo cuando al primer intendente porteño la ciudad de Buenos Aires le debe
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Historia Argentina II 2020. Trabajos prácticos
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innumerables obras; entre otras, la apertura de la Avenida de Mayo, la
pavimentación de la ciudad y la parquización de la Recoleta.
Decisiones desafortunadas ha habido ya en otros momentos de la historia
argentina, de cambio de nombres de calles o monumentos aun levantados en
vida de sus destinatarios, pero eso no justifica perseverar en ellas. Lo enunciado
anteriormente debería resultar suficiente para mantener en el extremo sur
argentino gracias a la política sostenida por Roca– ese nombre en la avenida
principal de Río Gallegos y aventar la idea de cambiar su estatua por la de un
mandatario a quien, si se lo quiere honrar cuando todavía falta tiempo para
obtener un juicio imparcial de la historia, se le pueden dedicar otros espacios
públicos.
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