Subido por Ignacio Cabello

El retorno de los dioses fuertes – Francisco José Contreras

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El retorno de los dioses fuertes – Francisco José Contreras (07/04/2020)
La celebración de la diversidad y el librepensamiento ha cristalizado paradójicamente en
una ortodoxia asfixiante, con sus propios dogmas y su martillo de herejes. Lo que vivimos
no es una crisis de la democracia y el liberalismo, sino de su degeneración libertariaantifascista de 1945/1968.
2020 será el fin de muchas cosas. Dejará una huella aún mayor que la de 1989 o 1968.
Hay que remontarse a 1945 para encontrar una encrucijada tan relevante.
Sin sospechar que en algún laboratorio o mercado de animales de Wuhan velaba ya armas
el virus que cerraría una era, R.R. Reno -editor de First Things– publicó en 2019 Return
of the Strong Gods. El libro trata sobre el agotamiento del ciclo histórico que se abrió en
1945 y se extiende a las dos primeras décadas del tercer milenio. La “larga segunda mitad
del siglo XX” habrá durado, pues, 75 años.
1945-2020 sería la era del antifascismo (dudo, con Reno, si situar el final en 2016, el año
de Trump y del Brexit). El trauma de la Segunda Guerra Mundial -colofón de la treintena
infernal que se abre en 1914- genera un Zeitgeist basado en la demonización de las ideas
que se cree condujeron al desastre. Desde 1945, el imperativo que ha presidido la
evolución de Occidente fue “¡nunca más el fascismo!”. El comunismo escapó de rositas
-pese a su alianza con Hitler en 1939-41- al figurar finalmente en la foto de Yalta, y el
resultado fue un imaginario social basado en el rechazo de lo que Reno llama “dioses
fuertes” (verdades rotundas, ideales de jerarquía, orden y autoridad, etc.) asociables a “la
derecha”.
El periodo ha tenido, pues, un espíritu penitencial y preventivo, transido de precauciones
“anti-“: antifascismo, antidogmatismo, antinacionalismo, antibelicismo, antidiscriminación… Se interpretó la esencia del fascismo -olvidando su faceta nihilistacomo un exceso de asertividad: demasiada convicción, demasiada voluntad, demasiada
potencia, demasiada uniformidad, demasiada identidad… Se construyó, por reacción, una
cosmovisión que asociaba el progreso y la paz con los valores antitéticos: debilidad,
permisividad, diversidad, apertura, (auto)crítica, duda, transgresión, innovación… Si el
periodo 1914-45 había sido Yang (masculino, asertivo), la etapa 1945-2020 ha sido, por
reacción, el reinado del Ying (principio femenino-pasivo-permisivo).
La aportación novedosa de Reno es que el “prohibido prohibir” no se inventó en 1968:
según él, estaba ya implícito en la mentalidad de 1945, que abre, en nombre del
antifascismo, el ciclo anti-autoritario cuya agonía vivimos ahora. “El antifascismo inspiró
una teoría general de la sociedad caracterizada por un dogma básico: todo lo que es fuerte
-lealtades fuertes y verdades fuertes- conduce a la opresión; la libertad y la prosperidad,
en cambio, requieren el reinado de las lealtades y verdades débiles” (Return of the Strong
Gods, p. xiii).
Según Reno, tanto el liberalismo progresista (en el que incluye a Popper, Hayek o
Friedman) como el neomarxismo de la Escuela de Francfort o la nueva izquierda de la
identity politics (feminismo, multiculturalismo, etc.) participan de este “espíritu de 1945”
signado por la obsesión anti-autoritaria. Una de sus obras fundacionales es La sociedad
abierta y sus enemigos (1945), de Karl Popper (significativamente, el think tank de
George Soros -epígono del cuarentaycinquismo- se llama Open Society Institute). El mal
es la cerrazón, sea político-territorial (nacionalismo), sea intelectual (“epistemologías
autoritarias”); el antídoto, la apertura de fronteras y de mentes. Popper remonta las raíces
del totalitarismo nada menos que a Platón y su ambición metafísica (reacción al
relativismo de los sofistas); si, como dijera Whitehead -un tanto exageradamente- “la
filosofía occidental es una nota a pie de página en los diálogos platónicos”, entonces
Occidente llevaría el totalitarismo en su ADN histórico-filosófico. Como alternativa,
Popper propone una “epistemología crítica” basada en la falsabilidad: solo son racionales
las afirmaciones falsables (refutables mediante hechos). Pero poner el acento sobre la
falsabilidad -y no sobre la verificabilidad- es enfatizar la vulnerabilidad del conocimiento:
todas nuestras certezas son precarias, solo provisionalmente válidas, a la esfera de la
próxima falsación. No podemos estar definitivamente seguros de nada. Es una
epistemología que, dice Reno, “descarta todo lo que Occidente había siempre considerado
como sus fundamentos religiosos, culturales y morales”. Y no, el falsacionismo
popperiano -como el ironismo antimetafísico de Rorty o el “pensamiento débil” de
Vattimo- no es el equivalente moderno de la mayéutica socrática: Sócrates deconstruía
los prejuicios irracionales para después buscar la verdad metafísica desde bases sólidas;
los escépticos del siglo XX-XXI se recrean en la deconstrucción por la deconstrucción.
(Me ocupé de estas cuestiones en el capítulo 3 del libro Nueva izquierda y cristianismo,
escrito en colaboración con Diego Poole).
Otro de los puntales del cuarentaycinquismo sería John Rawls, quizás el filósofo
académico más influyente del último medio siglo (en temas de razón práctica). En Teoría
de la justicia (1971) y, sobre todo, en El liberalismo político (1993), Rawls construyó una
teoría de la razón pública basada en la neutralidad cosmovisional: no se deben usar en la
esfera jurídico-política argumentos basados en “doctrinas omnicomprensivas”
(metafísicas, religiosas…: concepciones completas del mundo), sino solo constataciones
aceptables por cualesquiera ciudadanos, con independencia de su cosmovisión. Sí, es, por
ejemplo, lo de “no abortes tú si no quieres, pero no pretendas imponer tu religión a los
demás” (los que dicen esto no son conscientes de que la tesis “el feto es mero material
biológico” también se basa en una doctrina omnicomprensiva, en una “religión”
materialista). Volvemos a topar con el minimalismo post-1945: una democracia debe
suspender el juicio en las cuestiones últimas, dejando así espacio para la diversidad
cosmovisional y moral entre sus ciudadanos.
La faceta libertaria del cuarentaycinquismo -al disolver familias, comunidades religiosas
y otras células sociales tradicionales- conduce a una sociedad de individuos atomizados,
egoístas, incapaces del mínimo de cooperación para la conservación de la especie
Esta evolución del liberalismo (Popper y Rawls son liberales progresistas) converge con
la del marxismo humanista-revisionista de la Escuela de Francfort: el Fromm de El miedo
a la libertad, el Marcuse de Eros y civilización o los Adorno y Horkheimer de La
personalidad autoritaria. En esta última obra, publicada en 1950, los autores advierten
sobre el peligro fascista en su EE.UU. de adopción (donde se habían refugiado del
verdadero fascismo). Los estadounidenses pre-fascistas son los que tienen “personalidad
autoritaria”, “educados en una familia jerárquica, con concepciones estrictas sobre lo
bueno y lo malo”, sin grises intermedios. Son “rígidos y convencionales”, creyentes en
un orden natural. Para prevenir el fascismo, la sociedad debe promover otro tipo de
personalidad, “una pauta caracterológica definida por relaciones interpersonales
afectuosas, básicamente igualitarias y permisivas”. Habría, pues, una continuidad entre
1950 y 1968, entre las pedanterías francfortianas de La personalidad autoritaria y el
¿En qué se basa Reno para afirmar que nos aproximamos al final del cuarentaycinquismo?
De un lado, en la agudización de sus contradicciones internas. La celebración de la
diversidad y el librepensamiento ha cristalizado paradójicamente en una ortodoxia
asfixiante, con sus propios dogmas y su martillo de herejes. Quien piense que el
matrimonio debe ser entre hombre y mujer -pues es una institución al servicio de la
reproducción de la especie- está ofendiendo a los homosexuales; quien defienda el control
de fronteras es un xenófobo, etc. Y se les castiga como tales.
De otro lado, cuando el liberalismo de 1945 se combinó a partir de los 60-70 con los
“nuevos movimientos sociales” (feminismo, homosexualismo, antirracismo, etc.) resultó
una identity politics neotribal: pertenecer a esta o aquella raza, sexo u orientación sexual
predetermina tu sensibilidad, intereses y convicciones. Pero esto entra en pugna con la
inspiración individualista del cuarentaycinquismo original, que recelaba de todas las
tribus (Popper: “sociedades cerradas”) e insistía en la libertad del individuo para definir
sus creencias y forma de vida al margen de presiones grupales.
Esas dos tendencias no dejan de exhibir una perversa coherencia. La faceta libertaria del
cuarentaycinquismo -al disolver familias, comunidades religiosas y otras células sociales
tradicionales- conduce a una sociedad de individuos atomizados, egoístas, incapaces del
mínimo de cooperación para la conservación de la especie (nacen en los países
desarrollados un 40% menos de niños de los necesarios para el recambio generacional).
Pero, como la soledad ultraindividualista no es soportable, se produce una resocialización
simbólica a través de las nuevas tribus de la identity politics. El sexo, la orientación sexual
y la raza sustituyen a la familia, la iglesia y la nación como “comunidades” en las que
guarecerse de la intemperie existencial. Es algo que ha analizado también Mary Eberstadt
en su libro Primal Screams: no pudiendo ya llenar su vida con el rol de padre o madre, o
el de ciudadano orgulloso de una nación (el patriotismo es pre-fascista), o el de hijo de
Dios, el postmoderno busca calor humano en el colectivo abstracto de las mujeres, o el
de las minorías sexuales o raciales.
Hay, sin embargo, una diferencia entre la pertenencia a las que Russell Hittinger ha
llamado “comunidades necesarias” (familia, nación e iglesia) y la pertenencia a las nuevas
tribus racial-sexuales de la identity politics. La primera es activa y constructiva: construir
una familia, una nación o una iglesia (o bien, ganarse la salvación, en perspectiva
religiosa) requiere virtud y esfuerzo. La segunda es pasiva-querulante: no impone deberes
ni llama a la autoexigencia o el sacrificio, sino a la autocompasión y la reivindicación. En
la pertenencia familiar-nacional-religiosa, el sujeto es convocado a una misión, a
sacrificarse y mirar más allá de sí mismo (Kennedy: “No pienses en lo que tu país puede
hacer por ti, sino en lo que tú puedes hacer por tu país”; hoy, Pablo Iglesias invierte esto
diciendo que “la patria es el derecho a educación y sanidad gratuitas”); en la pertenencia
racial-sexual, es instigado a la queja y el victimismo. Un tipo de socialización se traduce
en débitos hacia la sociedad; la otra, en créditos. Una sociedad en la que la identidad
familiar, nacional y religiosa es potente tendrá futuro; una en la que las “comunidades
necesarias” -sospechosas a fuer de “fascistas”- se caen a pedazos y los individuos se
refugian en “colectivos de agraviados” se encamina a la insostenibilidad.
El gran problema actual es que una élite político-cultural troquelada por el
cuarentaycinquismo sigue enfocando los problemas del siglo XXI con categorías de
mediados del XX y se aferra al poder al grito de “¡o nosotros, o Hitler!”. Una élite que,
cuando ve cuestionados sus dogmas, solo sabe reaccionar agitando el espectro del
“fascismo” o despreciando como “populista” al crítico. Quien opine que no es posible
tener fronteras abiertas en un mundo con miles de millones de inmigrantes potenciales
será “xenófobo”. Quien considere que la clase media y baja de los países ricos -penalizada
por el outsourcing, las deslocalizaciones y la competencia de trabajadores extranjerosparece ser la gran perdedora de la globalización (o, también, que convertir a China en “la
fábrica del mundo” puede plantear ciertos problemas en crisis como la del coronavirus)
será un indecente autarquista y enemigo del libre comercio. Y quien diga “hagamos a
América grande otra vez” es un racista que en realidad quiere decir “hagamos a América
blanca otra vez”.
El mensaje final de Reno viene a ser: liberémonos de una vez por todas del antifascismo.
Lo que vivimos no es una crisis de la democracia y el liberalismo, sino de su degeneración
libertaria-antifascista de 1945/1968. Superar la obsesión de la raza y el sexo no significa
querer volver a la discriminación racial o a la inferioridad legal de las mujeres. Buscar
formas de recuperar la familia, el patriotismo y la religión -no va a ser fácil- no es lo
mismo que votar una Allmächtigungsgesetz (“todo el poder para el Führer”). Recuperar
las fronteras no es construir cámaras de gas. 75 años después, es hora de enterrar
definitivamente a Hitler.
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