EL GENERAL DERRIBÓ A UN ÁNGEL Howard Fast Howard Fast Título original: The general zapped an angel Traducción: Manuel Barberá © 1969 by Howard Fast © 1975 Intersea SAIC, colección Azimut Edición digital: urijenny ÍNDICE El general derribo a un ángel (The general zapped an angel) © 1970. El ratón (The mouse) © 1969. Milty Boil, un visionario (The vision of Milty Boil) © 1970. El mohawk (The mohawk) © 1970. La herida (The wound) © 1970. El Wall Street Journal de mañana (Tomorrow´s Wall Street Journal) © 1970. El intervalo (The interval) © 1970. El cine (The movie house) © 1970. Los insectos (The insects) © 1970. A las historias de Howard Fast se las puede considerar algo trilladas y repetitivas en sus temáticas, pero son valiosísimas por su faceta moralizante. En la literatura narrativa de otras épocas supo ser habitual, como parte de una historia, una especie de valor agregado moralizante, costumbre que lamentablemente está bastante perdida en estos tiempos (y buena falta que haría que las narraciones tuvieran un perfil ético o educativo). Los relatos de Fast tienen así mismo otra cualidad importante para cualquier forma de arte y con más razón para la ciencia ficción: por más que sean narraciones sencillas, directas, sin mayores complejidades, uno se queda pensando y dándole vueltas a la historia, a su sentido, y a la “moraleja”. Creo que no se puede pedir más de un conjunto de cuentos que nos hagan usar un rato las neuronas, que para algo las tenemos. Van aquí algunos comentarios a título de orientación previos a la lectura de los relatos de este libro digital. “La herida” de Howard Fast es una inquietante visión sobre nuestro querido planeta Tierra. A lo mejor yo soy un pelotudo por pensar así, pero tanta gente webea con un concepto bastante ilusorio como el de dios (nótese con minúscula), en tanto que no le damos ni bola (o contribuimos a joderlo) a nuestro querido planeta Tierra (siempre con mayúscula), que tenemos día y noche bajo nuestros pies desde que no éramos más que unas míseras macromoléculas en el mar primigenio. “Los insectos” es un relato inquietante y apocalíptico sobre estos compañeros de ruta sobre nuestra amada Tierra. “El ratón” es un relato emparentado con los de “Mitkey, el ratón estelar” de Fredric Brown, aunque bastante más patético. “Milty Boil, un visionario” es, dentro de su ironía, una espeluznante visión del futuro de la humanidad. “El intervalo” es una muestra más de que Fast es un maestro de la ironía “El general derribó a un ángel”, “El Wall Street Journal de mañana”, y “El cine” son a mi juicio relatos algo débiles, ejercicios irónicos sobre la patética realidad de todos los días. Respecto a “El mohawk”, tal vez no he sabido captar su mensaje, porque me parece bastante insulso. urijenny ([email protected]) El general derribó a un ángel Cuando desde Vietnam se divulgó la noticia de que Mackenzie, a quien casi todos llamaban el Viejo Galleta Dura, había derribado de un disparo un ángel, todos los diarios del mundo rebuscaron en sus archivos los antecedentes y la biografía de este guerrero aguerrido. No se trata de que el general Clayborne Mackenzie fuese tan viejo. Apenas había cumplido sus cincuenta años y tenía mucho vigor y pimienta en sus venas cuando fue a Vietnam para hacerse cargo del 55º Regimiento de Caballería y sus doscientos helicópteros; y el sólo verlo sentado en la portezuela abierta de una cañonera, manejando una ametralladora ligera como el profesional que él era, y matando cualquier cosa que se movía por debajo (porque nada que se moviese podía nunca ser bastante para Charlie) había inspirado más de un hermoso relato colorido. Los corresponsales se deleitaban destacando el hecho de que Mackenzie era "un guerrero natural", poseedor, tal como ellos lo expresaban, del "instinto para matar". En esto tenían mucha razón, pues el material de varios archivos de diarios lo demostraba. Cuando Mackenzie tenía apenas seis años, jugando en el fondo de su humilde casa de Carolina del Norte, se ingenió para matar a un cachorrito golpeándolo hasta quitarle la vida con una piedra, un extraordinario acto de coraje y perseverancia. Tiempo después pudo hacerse de dinero para sus gastos menudos matando cachorros y gatitos no deseados, a razón de cinco centavos cada uno. Tenía una intensa facultad creadora, una de las cosas que contribuyó a sus posteriores cualidades de conductor de hombres, y no contento con ahogar los animales, ideó otros cinco métodos para aniquilar cachorritos que la gente no quería. A los nueve años estaba cazando conejos y ratas con trampas y había inventado una ratonera portentosa, pero al mismo tiempo sencilla, especial para topos, que le permitía atraparlos vivos. Disfrutaba entregando topos y ratones vivos a los gatos de la vecindad, y a menudo invitaba a sus pequeños compañeros de juego a observar los resultados. A la edad de doce años el padre le regaló su primer fusil, y desde entonces nadie que conociese al joven Clayborne Mackenzie dudaba de su carrera futura ni de su éxito. Luego de su llegada a Vietnam, no hubo misión importante del 55º Regimiento que el Viejo Galleta Dura no dirigiese en persona. Sólo verlo disparando continuamente desde su cañonera pasó a ser un símbolo de la “nueva guerra", y los soldados de tierra lo contemplaban, lo admiraban y lo aplaudían cuando aparecía. (A veces los aplausos venían con mezcla de otras cosas, pero todo puede esperarse en la guerra.) Nada de amaba más Mackenzie que una aldea llena de guerrilleros ocultos y traicioneros de Vietnam y cuando pasaba por una de estas aldeas, de ella quedaba muy poco. Un joven corresponsal periodístico lo comparó con un "ángel vengador”, y a veces cuando se solicitaba la presencia de sus helicópteros para ayudar a un grupo de infantería en penosa situación, ésta era la forma en que él pensaba en sí mismo. Fue en una de estas oportunidades, en ocasión en que la compañía de infantes de marina retenía el puesto de avanzada de Queen-to, que se hallaba en grave aprieto, cuando el hecho ocurrió. El general Clayborne Mackenzie había encabezado el ataque, disparando a diestra y siniestra y cayó el ángel, directamente en el campamento de los infantes de marina. Pasó un rato antes de que ellos comprendieran qué era aquello y Mackenzie ya había vuelto a la base cuando se recibió la llamada del capitán Joe Kelly, quien estaba al frente de la unidad de infantes de marina. -General. señor -dijo el capitán Kelly cuando Mackenzie levantó el auricular del teléfono y preguntó qué demonios querían-, general Mackenzie. señor; me parecería que usted ha matado un ángel. -Repítalo. capitán. -Un ángel señor. -¿Un qué? -Un ángel señor. -¿Y qué demonios es exactamente un ángel? -Bueno -respondió Kelly-, yo no sé exactamente cómo contestar su pregunta, señor. Un ángel. Uno de los ángeles de Dios, señor. -¡No se habrá vuelto loco usted, capitán? -rugió Mackenzie-. ¿O se le ha dado otra vez por fumar marihuana? Que Dios me perdone, pero yo previne a todos los fumadores de esa porquería que si no abandonaban ese vicio los despacharía a todos al infierno. -No, señor -dijo Kelly serena y obstinadamente-. Aquí no tenemos marihuana. -Buello, deme con el teniente García -gritó Mackenrie. -Habla el teniente García -dijo débilmente la voz de éste. -Teniente, ¿qué diablos es esto del ángel? -Sí, general. -¿Sí. qué? -Es un ángel. Cuando usted estaba allá matando individuos del Viet Cong... bien, señor, usted sencillamente mató un ángel. -¡Que Dios se apiade de mí! -exclamó Mackenzie-. voy a apalear a todos ustedes, los fumadores de marihuana, por esto que dicen. ¡Pedazo de canalla! Usted tiene mucha osadía para poner en ridículo a todo un general pero nadie me pone en ridículo a mí y se libra de un castigo. Recuérdelo bien. Un hecho acerca del Viejo Galleta Dura era que cuando quería que algo se hiciese, no pedía voluntarios. Lo hacía él mismo, y así fue como se dirigió a donde estaba su helicóptero y le dijo al capitán Jerry Gates, el piloto: -Lléveme a aquel campamento de infantes de marina de Oueen-to y póngame directamente a mitad del campamento. -Es empresa arriesgada, general. -Su obligación es manejar ese cachivache y no darme consejos. Veinte minutos después el helicóptero descendía en el campamento de Oueento y, todo un general de rostro pétreo, se puso frente al capitán Kelly y le dijo: -Ahora supongo que me llevará a ver ese maldito ángel y que Dios se compadezca de usted si no lo es. Pero lo era; más de seis metros de largo y todo un ángel hecho y derecho, de la cabeza a los pies. Los infantes de marina lo habían tapado con dos pedazos de papel alquitranado, y era una suerte para ellos que los guerrilleros del Viet Cong hubiesen desistido de tirarse contra Oueen-to, o simplemente decidido no luchar por un tiempo, pues tenían poca lucha entre manos y todo lo que los jóvenes podían hacer era echarse boca arriba en sus trincheras y tratar de no mirar el enorme cadáver que yacía bajo los papeles alquitranados ni hablar de eso tampoco: pero a pesar de todo el esfuerzo que hicieron, no dejaban de dirigir miraditas al bulto y dos de ellos, que descorrieron el papel de manera que Mackenzie pudiera verlo, lloriquearon un poco. Ello no le agradó al general; si había una cosa que no Ie gustaba, era soldados que llorasen y vivazmente dijo a Kelly: -Sáqueme de aquí a esos dos maricas en el acto y cuando me mande gente, quiero que sean hombres y no chicos que se hacen pis encima. Después inspeccionó al ángel y hasta quedó impresionado. -Es un gran hijo de perra, ¿no es cierto? -Sí, señor. De la cabeza a los pies tiene seis metros con sesenta centímetros. Lo hemos medido. -¿A qué se debe que crea usted que es un ángel? -Bueno, eso es lo que es -dijo Kelly-. En un ángel. ¿Qué otra cosa puede ser? El general Mackenzie dio una vuelta en torno del cadáver yaciente y tuvo que admitir la lógica del pensamiento expresado por el capitán Kelly. Aquel objeto era blanco, no del blanco de la carne sino del blanco de la nieve, tenía forma de hombre y estaba desnudo y tendido sobre un lado, con dos grandes alas de plumas plegadas debajo. Su cabello era de oro hilado y lucía un rostro demasiado bello para ser humano. -De manera que es un ángel -dijo finalmente Mackenzie. -Sí, señor. -¡Un rábano es! -replicó Mackenzie-. Lo que yo veo es blanco. Un caucasiano, muerto a causa de heridas recibidas en el campo de combate. A todo esto, ¿dónde le pegué? -No podemos encontrar las heridas, señor. -¿Qué es exactamente lo que ustedes quieren decir con eso de que no encuentran las heridas? Yo no yerro nunca. Si tiro, pego. -Sí, señor. Pero no podemos encontrar las heridas. Tal vez su piel sea muy dura. Pudo haber sido el golpe contra el suelo lo que lo mató. Acostumbrado a buscar por sí mismo la verdad de las cosas, Mackenzie recorrió en todo sentido el cadáver, revisándolo cuidadosamente. No había ninguna herida visible. -Den vuelta al ángel -ordenó Mackenzie. Kelly, que era un buen católico, titubeó al principio; pero entre un general vivo y un ángel muerto. la elección no era difícil. Llamó a un pequeño grupo de infantes de marina, y estos, sin entusiasmo, consiguieron dar vuelta el cuerpo gigantesco. Cuando Mackenzie se quejó de que unas manchas de barro dificultaban su inspección, ellos limpiaron perfectamente al ángel. Tampoco de ese lado había heridas. -Esta es una situación endemoniada -musitó Mackenzie, y si el capitán Kelly y el teniente García hubiesen estado más familiarizados con el humor del Viejo Galleta Dura, habrían percibido en su voz un temblor que revelaba incertidumbre. La verdad es que Mackenzie estaba un poco desconcertado. De todas maneras -decidió-, está muerto, así que envuélvanlo y métanlo en el barco. -¿Señor? -¡Maldita sea, Kelly! ¿.Cuántas veces tengo que darle una orden? Dije que lo envuelvan y lo pongan en el barco. Los marinos de Queen-to se sintieron aliviados cuando vieron que la cañonera de Mackenzie desaparecía en la distancia, prefiriendo la compañía de individuos vivos del Viet Cong a la de un ángel muerto, pero el piloto del helicóptero se llevó en su vuelo todas las preocupaciones propias de un fundamentalista del Sur. -¿Está suficientemente demostrado que es un ángel, señor? -interrogó mirando al general. -Usted cuídese del camino y siga manejando el helicóptero, muchacho -le replicó el general. Una hora antes habría dicho al piloto que no metiese su nariz llena de mocos en cosas que no le incumbían, pero el ángel tuvo un efecto idiotizante en e! idioma del general. Lo deprimió, y cuando el general de tres estrellas le dijo en el cuartel general: “¿Pretende decirme, Mackenzie, que usted mató de un disparo a un ángel?”, Mackenzie pudo solamente afirmar con la cabeza y sentirse abatido. -Bueno, señor, eso quiere decir que usted está loco. -El cadáver se encuentra junto a la puerta del hangar F -dijo Mackenzie-. Dejé un guardia para que lo cuide. señor. El general de dos estrellas siguió al general de tres estrellas en su andar majestuoso hacia el hangar F, donde el general de tres estrellas contempló el cadáver, lo empujó con un pie, lo palpó con un dedo, tocó las plumas, tocó el cabello y después dijo: -¡Dios lo condene al infierno. Mackenzie! ¿Sabe usted qué es lo que tiene ahí? -Sí. señor. -Tiene un ángel; eso es lo que el infierno te ha proporcionado. -Sí. señor. parecería que así es. -Que Dios lo maldiga, Mackenzie. Yo siempre tuve la sensación de que debía ponerme firme de una vez por todas, en vez de permitir que usted vaya dando vueltas por ahí con esas cañoneras, matando gente del Viet Cong. ¡Dios todopoderoso! Usted debería ser un hombre verdadero con sentido común en lugar de un niño idiota que quiere marcar tantos tirando al blanco y si no hubiese andado por ahí con esa cañonera, esto no habría ocurrido jamás. ¿Ahora qué diablos tengo yo que hacer? Los periodistas que nos vigilan durante la guerra son de lo más cretino que hay. ¿Cómo voy a explicarles que tenemos un ángel muerto? -Tal vez no lo expliquemos, señor. Quiero decir que está ahí. Ha ocurrido. Esa maldita cosa está muerta, ¿no es verdad? Enterrémoslo. Eso es lo que hacen los soldados; entierran a sus muertos, se ajustan el cinturón y siguen adelante. -De modo que, bueno. lo enterramos. ¿No Mackenzie? -Sí, señor. Lo enterramos. -Usted es un asno, Mackenzie. ¿Cuánto tiempo ha pasado sin que alguien le diga eso mismo? Eso es lo malo que tiene ser general en este maldito ejército, nadie le dice a nadie lo asno que es. Usted tiene dignidad. -No, señor. Usted no es justo. señor -protestó Mackenzie-. Estoy tratando de ayudar. Procuro tener iniciativa en esta difícil situación. -Por tener iniciativa, Mackenzie, le dan una estrella de oro. Sí señor, general, eso es lo que le dan. Todos los infantes de marina en Queen-to saben que usted tiró contra un ángel, lo mató y el ángel cayó. Lo saben el piloto de su helicóptero y la tripulación, lo cual quiere decir que en este momento lo sabe todo el mundo en esta base. porque cualquier cosa que aquí ocurre, el último que se entera soy yo; y esos babiecas de reporteros que están en la base ya lo saben. para no mencionar a los malditos capellanes. ¡Y usted quiere enterrarlo! ¡Que Dios le conserve la inocencia! El general de tres estrellas se llamaba Drummond, y cuando volvió a su oficina su ayudante le dijo nervioso: -General Drummond: hay una comisión de capellanes, señor, que insisten en verlo y están muy interesados en no sé qué cosa, y sé lo que usted siente por los capellanes: pero esto parece ser un caso especial y creo que debería verlos. -Los atenderé -dijo suspirando el general Drummond. Eran cuatro capellanes, un cura católico, un rabino, un episcopaliano y un luterano. Los capellanes metodista, bautista y presbiteriano habían querido participar de la delegación, pero el cura, que era paulista, dijo que si iban a tomar parte cinco protestantes, él quería como refuerzo un jesuita, mientras que el rabino, que era reformista, convino que contra cuatro protestantes el rabino ortodoxo debería hacer causa común con el jesuita. Consecuencia de ello fue una transacción, y se pusieron de acuerdo en permitir que el cura, padre Peter O'Malley, hablase en nombre de todos. El padre O'Malley fue directamente al asunto: -Según nuestros datos, general, el general Mackenzie ha derribado a uno de los sagrados ángeles de Dios. ¿Es así o no? -Me temo que es así -admitió Drummond. Siguió un largo silencio mientras el clero acopiaba su ingenio, su fe, su coraje y su asombro y entonces el padre O'Malley preguntó con voz lenta y siniestra: -¿Y qué ha hecho usted con el cadáver de ese ser sagrado si en realidad tiene cadáver? -Tiene cadáver, un cadáver muy sólido. Más aún. es tan grande como un elefante joven: seis metros con sesenta centímetros de alto. Está bajo custodia, tendido en el hangar F. El padre O'Malley movió horrorizado de lado a lado la cabeza, miró a sus colegas protestantes y luego pasó junto a ellos hacia el rabino para preguntarle: -¿Cuál es su idea, rabino Bernstein? Dado que el rabino Bernstein representaba la fe más antigua que se ocupaba de ángeles, los demás se avinieron a respetar su idea. -Creo que debemos verlo inmediatamente -dijo el rabino. -Estoy de acuerdo -dijo el padre O'Malley. Los demás clérigos se manifestaron conformes y todos se dirigieron al hangar F, viaje que no dejó de tener su dificultad, pues a esta altura los periodistas habían concentrado su atención en el suceso y el general y los sacerdotes tuvieron que soportar una especie de reto de preguntas implorantes mientras avanzaban a pie en dirección al hangar. Allí los guardias prohibieron la entrada a los periodistas y los clérigos penetraron junto con el general Drummond y el general Mackenzie y otra media docena de oficiales del Estado Mayor. El ángel estaba destapado y los hombres formaron un círculo alrededor de aquel objeto grande y bello y luego. durante cinco minutos, guardaron silencio. Este. silencio fue interrumpido por el padre O'Malley: -Que Dios nos perdone -dijo. Dijeron a coro “amén” todos ellos y siguió más silencio, hasta que finalmente Whitcomb, el episcopaliano. dijo: -Puede concebirse que sea un fenómeno natural. El padre O'Malley lo contempló sin decir palabra y el rabino Bernstein suavizó el impacto formulando la observación de que aun Dios y sus ángeles sagrados podía considerarse que no son independientes de la Naturaleza. Al oír esto, el pastor Yager, el luterano, se opuso a un punto de vista tan ateístico en un momento como aquél, y el padre O'Malley replicó: -¡Ya está el demonio con sus insensateces teológicas! El hecho sencillo de todo esto es que nos hallamos frente a uno de los ángeles sagrados de Dios, que nosotros, en nuestra manera animaloide de pecar, hemos asesinado. ¡Cuánta penitencia deberemos cumplir es lo que ahora interesa saber! -Penitencia es su especialidad, caballeros -dijo el general Drummond-. Yo tengo aquí un problema de guerra, de periodismo y de cadáver. -El cadáver, como usted lo llama -replicó el padre O'Malley- debe evidentemente ser enviado al Vaticano... inmediatamente, si quiere que le dé mi opinión. -¡Oh, oh! -dijo riéndose fuertemente Whitcomb-. ¡El Vaticano! No hay discusión, no hay intercambio de opiniones... Ah, no, embarcarlo directamente al Vaticano, donde lo escondan en algún calabozo secreto junto con otras evidencias del divino favor de Dios... -¡Vamos, vamos! -dijo queriendo aplacarlos el rabino Bernstein-. Somos testigos de algo inmenso y sacrosanto, y no deberíamos discutir el sitio que le conviene a esta criatura de Dios. Yo creo evidente que su lugar es Jerusalén. Mientras se desenvolvía enconadamente esta discusión teológica, se le ocurrió al general Clayborne Mackemie que sus propios puentes necesitaban reparación y se detuvo afuera en el lugar en que la prensa (acrecentada ahora por casi todos los periodistas del Vietnam) esperaba, y, por supuesto, todos lo asaltaron. -¿Es verdad, general? -¿Qué cosa es verdad? -¿Derribó usted a un ángel de un disparo? -Sí, lo derribé -manifestó sin dilación el viejo guerrero. -Por amor de Dios, ¿por qué lo hizo? -preguntó una fotógrafa. -Fue un error -dijo modestamente el Viejo Galleta Dura. -¿Quiere usted decir que no lo vio? -preguntó otra voz. -No, señor. Periférico, si usted entiende lo que quiero decir. -Estaba en la cañonera ametrallando vietnamitas y... ¡pum! Allí apareció. Los periodistas eran escépticos. Siguió una docena de preguntas, todas en cuanto a la forma en que se dio cuenta de que era un ángel. -Usted no pregunta a un río por qué es un río ni a un burro por qué es un burro -dijo Mackenzie-. De todas maneras, interiormente tenemos nuestra opinión profesional. Interiormente, la opinión profesional estaba dividida e indignada. Todos convenían en que el ángel era una señal, pero saber qué clase de señal era asunto muy distinto. El pastor Yager sostenía que era señal de paz y exigía un inmediato cese del fuego. Sin embargo, Whitcomb, el episcopaliano, sostenía que era simplemente una condenación por la matanza indiscriminada, mientras el rabino y el cura decían que era una señal... y punto aparte. Drummond dijo que más temprano o más tarde debería permitirse que los periodistas entrasen y que no se podía prohibir al personal de los canales que transmitiesen por televisión al ángel muerto. Whitcomb y el rabino se manifestaron conformes. O'Malley y Yager pusieron objeciones. El general Robert L. Robert. del Cuerpo de Ingenieros, llegó con información secreta, en el sentido de que todo aquello era un ardid de los rusos y que el ángel era un robot; pero cuando trataron de cortar la carne para ver si el ángel sangraba o no, la piel resultó impenetrable. En aquel instante el ángel se agitó, apenas una insignificancia, pero lo bastante para que los clérigos y los uniformados reunidos en torno retrocediesen de un salto para dejarle mas lugar, pues aquella forma gigantesca de seis metros con sesenta centímetros y un peso mayor de media tonelada era una cosa estando muerta y otra enteramente diferente viva. Los bíceps del ángel eran tan gruesos como un cuerpo de hombre, y su enorme y bella cabeza estaba montada en un cuello de casi un metro de diámetro. Aun los propios clérigos tenían tan confusos sus conocimientos de angelología que de ninguna manera podían precisar si un ángel se ofendería de que lo matasen a tiros. Al agitarse por segunda vez, los hombres que lo rodeaban se corrieron más atrás aún y algunos de los uniformados aflojaron sus armas, que llevaban al costado. -Si esta criatura sagrada está viva -opinó valientemente el rabino Bernstein-, entonces no sentirá ni odio ni rabia hacia nosotros. Es un ser de amor y perdón. ¿No está usted de acuerdo conmigo, padre O'Malley? Así fuese tan sólo porque los ministros protestantes se sentían visiblemente indecisos, el padre O'Malley se declaró de acuerdo: -Sin duda. Oh, sí. -¿Cómo cuernos lo sabe? -preguntó el general Drummond, aflojándose su arma-. Esa cosa que ve ahí tiene la fuerza de una topadora. Temeroso de que lo venciera una combinación formada por el católico y el judío, Whitcomb avanzó decididamente y se plantó frente a Drummond, diciendo: -Esa "cosa", como usted lo llama, señor, es un ángel bendito del Todopoderoso y usted debería cuidar más su alma inmortal que el arma. A lo cual. Drummond contestó gritando: -¿A quién cuernos cree usted que está hablando, señor... tan sólo... En aquel momento el ángel se incorporó y los hombres que lo rodeaban se retiraron de otro salto para ensanchar el círculo. Varios extrajeron las armas; otros susurraron las plegarias que acertaron a recordar. El ángel, cuyos ojos eran tan azules como el cielo en Vietnam cuando no sopla el monzón y brilla el sol a través del aire limpio, no les prestó mayor atención al principio. Desplegó un ala y luego la otra, y sus grandes alas casi llenaron por completo el hangar. Hizo flexión con un brazo y luego con el otro y se irguió. De pie, miró fugazmente en su torno, llevando la vista de sus ojos azules de uno a otro y, al no encontrar lo que buscaba, caminó hacia las grandes puertas deslizantes del hangar F y las abrió con un solo movimiento. Con chasquido de reguladores de acero y rechinar de engranajes, las hojas de la puerta se abrieron, mostrando a la muchedumbre de periodistas, oficiales, soldados y civiles allí congregados, la potente y brillante figura del ángel con sus seis metros sesenta centímetros de alto. Ninguno se movió. El espectáculo del ángel, agachado levemente hacia adelante, sus espléndidas alas desplegadas a medias, no para el vuelo, sino equilibrándose, los mantuvo hipnóticamente fijos, y el ángel movió sus ojos, paseando su vista de rostro en rostro, hasta finalmente encontrar lo que buscaba, que no era otro que el Viejo Galleta Dura. Al igual que en las películas del Western, cuando llega lo de que suelen llamar el. momento "de la verdad" en que el sheriff y el bandolero están cara a cara, con las manos nerviosamente apoyadas en los revólveres, mientras la muchedumbre se va alejando silenciosamente de los dos hombres marcados de esas películas, así los presentes fueron alejándose de Mackenzie hasta que éste se halló solo... tan solo como puede estarlo cualquier hombre en la Tierra. El ángel miró detenidamente y con dureza a Mackenzie y después suspiró y meneó de lado a lado la cabeza. La muchedumbre se retiró para dejar más lugar al ángel en el momento en que éste pasaba junto a Mackenzie y empezaba a recorrer el campo, donde, directamente en mitad de la aeropista número 1, extendió sus alas poderosas y despegó, en la forma en que un águila salta del sitio en que está encaramada para volar hacia el cielo, o, tal como algunos reporteros lo expresaron, de la manera en que una paloma vuela dulcemente. El ratón Sólo el ratón observó el plato volador que descendía hacia la Tierra. El ratón estaba acurrucado recelosamente en un escondite, crispando nerviosamente su nariz diminuta, mientras le temblaban todos los nervios por el miedo y la atención al hacer su aterrizaje el hermoso objeto dorado. El plato volador (o nave espacial circular, cuya forma era más o menos la de un sombrero achatado y de ala ancha) pasó rozando el techo de la casa suburbana de dos plantas, planeó por encima del fondo de la casa y se acomodó en una maraña de rosales trepadores, escondiéndose entre las ramas y las hojas de manera que quedaba cubierto por completo. Y dado que el plato volador tenía tan sólo setenta y cinco centímetros de diámetro y apenas diecisiete centímetros de altura, el ocultamiento se lograba con bastante facilidad. Era apenas un poco después de las tres de la madrugada. Los habitantes de esta casa y todos los de las otras viviendas de aquel barrio nuevo suburbano dormían o se agitaban en sus camas luchando con el insomnio. El paso del plato volador no provocó ruido ni olor alguno y ningún perro ladró; sólo el ratón observaba -y observaba sin comprender, tal como siempre observaba, tal como su existencia era- sin comprensión. Lo que ocurrió un momento antes se convirtió en la memoria del ratón en algo vago y carente de sentido, pues casi no tenía memoria en realidad. Lo mismo podría decirse que jamás había sucedido. Transcurrió el tiempo, segundos, minutos, casi una hora, y luego apareció una luz en la maraña de ramas y hojas donde el plato volador estaba acomodado. El ratón clavó la vista en la luz y de pronto vio aparecer dos hombres saliendo de la luz -que era una abertura del plato-, y que caminaban por el suelo. O por lo menos parecían, de un modo vago, algo así como seres que el ratón había visto, que en realidad eran hombres, con la salvedad de que su estatura era sólo de siete centímetros y medio y estaban vestidos con trajes espaciales. Si el ratón hubiese podido distinguir entre el traje y lo que contenía y si su visión hubiese sido selectiva, habría observado que bajo la envoltura transparente los hombres salidos del platito diferían tan sólo en tamaño de los hombres de la Tierra, por lo menos en su aspecto general. Sin embargo. en otros sentidos diferían muchísimo. No hablaban en forma oral ni sus trajes contenían ninguna clase de equipo de radio: eran telépatas, y luego de haber permanecido en silencio más de cinco minutos, intercambiaron pensamientos. -Lo que debe tenerse en cuenta -dijo el primer hombre- es que mientras nuestro peso es mucho menor aquí que en nuestra patria, todavía seguimos siendo muy, pero muy pesados, y esta Tierra no es muy densa. -No, no lo es, ¿verdad? ¿Están todos dormidos? El primero alargó una mano. Su cerebro se convirtió en una su red electrónica que tocaba los cerebros de todo ser viviente en un radio de una milla más o menos. -Casi todas las personas están dormidas. La mayoría de el los animales parecen ser nocturnos. -¡Qué curioso! -No, en realidad, no. La mayoría de los animales no está domesticada y son seres pequeños y salvajes. Mucho miedo, hambre y miedo. -¡Pobrecitos! -Sí, pobrecitos, y sin embargo consiguen sobrevivir. Eso es toda una proeza, a la vista de la gente. Gente interesante. Explora un poco. El segundo hombre proyectó su cerebro y exploró. Su reacción podría traducirse como: “¡Uh!” -Sí... sí, realmente. Sus ideas son horribles, ¿no es cierto? Lo siento, pero prefiero los animales. Hay uno justo aquí, delante de nosotros. Completamente despierto y sin nada más que miedo en su cerebro diminuto. En realidad, el miedo y el hambre parecen formar todo su bagaje mental. Nada de odio ni agresión. -Él es también tan pequeño como las cosas de este planeta -observó el segundo hombre: espacial-. No es mayor que nosotros. ¿Sabes una cosa? Nos podría servir perfectamente bien. -Podría -corroboró el primero. Dicho esto, los dos hombres diminutos se aproximaron al ratón, que seguía acurrucado y a la defensiva en su escondite, sin que se le viese más que la punta de sU nariz poblada de bigotes. Los dos hombres avanzaron despacio y cuidadosamente, eligiendo sus pasos detenidamente. De pronto uno de ellos se hincó casi de rodillas en un terroncito e intentaron después hacer pie en piedras, grava, trocitos de madera. Evidentemente su gran peso hacía que la dura y seca tierra les resultase demasiado suave pura ofrecerles seguridad. Mientras tanto el ratón los observaba y cuando fue claro el rumbo en que venían, el animalito intentó convulsivamente escapar. Pero sus músculos no respondían y en virtud de que el pánico se incrustaba en su pequeño cerebro, e! primer hombre espacial proyectó su mente, buscando el centro del miedo, bloqueándolo con sus propios pensamientos y alterando luego electrónicamente las sendas de neuronas del ratón conforme a los centros de placer del diminuto cerebro del animal. Todo esto hizo sin esfuerzo y casi instantáneamente el hombre espacial, y el ratón se relajó, profirió chillidos de gozo y desistió de todo esfuerzo por huir. Entonces el segundo hombre espacial roturó la tierra y la apartó de la boca del túnel, levantó al ratón con cuidado, sosteniéndolo en sus brazos, y lo llevó de regreso al plato. Y allí quedó tendido el ratón, relajado y estremeciéndose de deleite. Otros dos seres, ambos mujeres, esperaban en el platito mientras los hombres penetraban por la esclusa pneumática, llevando al ratón. Las mujeres, evidentemente en concordancia con los pensamientos de los hombres, no necesitaron que se les dijese lo que había sucedido. Prepararon de antemano lo que sólo podía ser una mesa de operaciones, un tablero liso con luz brillante encima y una tabla de instrumentos a lo largo. La luz formaba un cuadrado de brillo en el obscuro interior de la nave espacial. -Yo estoy esterilizada -informó a los hombres la primera mujer, levantando las manos cubiertas con guantes delgados y transparentes- de modo que podemos trabajar inmediatamente. Al igual que la de los hombres, la piel de las mujeres era amarilla, no cetrina, sino un amarillo claro y vivo, del color del limón, y el cabello era anaranjado. Despojados de los trajes espaciales, todos aparecían vestidos más o menos igual; descalzos y con pantaloncitos cortos en el caliente interior de la nave; las mujeres ni siquiera cubrían sus pechos bien formados. -Yo establecí contacto -les dijo la segunda mujer-. Todos están dormidos, salvo sus cerebros. -Ya lo sabemos -convinieron los hombres. -He explorado como quien hace un viaje por una alcantarilla. Pero he reunido muchos datos. El animal se llama ratón. Simbólicamente es el más pequeño y más inofensivo de los seres, vegetariano y perseguido por casi todos los demás en este curioso planeta. Sólo su tamaño explica su supervivencia y su extraordinaria destreza para ocultarse. Mientras tanto los dos hombres habían depositado el ratón en la mesa de operaciones, donde estaba extendido, relajado y chillando de satisfacción. Mientras los hombres fueron a quitarse los trajes espaciales, la segunda mujer llenó un instrumento hipodérmico, insertó la aguja cerca de la base de la cola del ratón y suavemente impulsó el líquido para que entrase. El ratón se relajó y quedó inconsciente. Entonces las dos mujeres cambiaron la postura del ratón, manejando el animal -que para ellas era enorme- con facilidad y eficiencia, como si no tuviese casi peso; y en realidad, en términos de la gravitación con la cual estaban conformadas para luchar, carecía de peso en absoluto. Cuando volvieron los dos hombres, estaban vestidos igual que las mujeres, con pantaloncitos cortos y descalzos, con los mismos guantes transparentes. Entonces los cuatro se pusieron a trabajar con rapidez y destreza, formando evidentemente un equipo que habría realizado esta labor muchas veces en el pasado. El ratón estaba tendido sobre el vientre, con las patas abiertas. Un hombre puso una máscara cónica sobre la cabeza del ratón y comenzó a insuflarle oxígeno. El otro hombre le afeitó la parte superior de la cabeza con una rasuradora eléctrica, mientras las dos mujeres iniciaban una operación que levantaría la tapa entera del cráneo del ratón. Trabajando con gran velocidad y pericia, hicieron una incisión. en la piel y después, utilizando trépanos provistos de una especie de rayo láser en lugar de sierra, abrieron la parte superior del cráneo, la extrajeron y la entregaron a uno de los hombres, que la colocó en una sartén llena de una solución reluciente. El cerebro del ratón quedó de este modo al descubierto. Luego las dos mujeres acarrearon una máquina que tenía una torrecita encima de una junta universal, bajaron la parte superior hasta situarla cerca del cerebro expuesto y apretaron un botón. Salió de la torrecita más o menos un centenar de alambres diminutos y con mucha rapidez las mujeres empezaron a unir esos alambres a partes del cerebro del ratón. El. hombre que había estado gobernando el caudal de oxígeno acercó en ese momento otra máquina, sacó de ella tubos e inició un proceso de suministro de fluido al sistema circulatorio del ratón, mientras el segundo hombre se dedicó a trabajar en la sección del cráneo que estaba dentro de la solución brillante. Los cuatro realizaban su labor en forma serena y al parecer sin fatiga. Afuera, llegó a su fin la noche y salió el sol y todavía los cuatro seres espaciales seguían trabajando. Más o menos al mediodía terminaron la primera parte de su tarea y se retiraron, retrocediendo de la mesa para observar y admirar lo que habían hecho. El diminuto cerebro del ratón había quintuplicado su tamaño, y por la forma y los repliegues parecía un cerebro humano en miniatura. Cada uno de los cuatro compartió un sentimiento de gran realización, entremezclaron sus pensamientos, se alabaron mutuamente y se dedicaron entonces a terminar la operación. La forma de la sección del cráneo que había sido extirpada estaba ahora de acuerdo con el tamaño del cerebro alterado y cuando ellos la volvieron a colocar en la cabeza del ratón, la única diferencia en el aspecto del pequeño ser era un extraño y alto bulto encima de los ojos. Cerraron las roturas, unieron la carne con una especie de substancia plástica, quitaron los tubos, insertaron tubos nuevos y modificaron la inconsciencia del ratón, convirtiéndola en un sueño profundo. Durante los cinco días siguientes el ratón durmió; pero de un sueño inmóvil, su estado cambió paulatinamente hasta que al quinto día comenzó a agitarse y moverse inquieto; al sexto día se despertó. En estos cinco días se le suministró el. alimento por vía endovenosa, se lo masajeó constantemente y se lo sondeó también constantemente y telepáticamente. Los cuatro seres espaciales se turnaron en la tarea de penetrar en el cerebro y darle información, y neurón por neurón, sección por sección, programaron su nuevo cerebro agrandado. Realizaban esta tarea con mucha habilidad. Proveyeron al ratón de conocimiento, entendimiento, habla y autocomprensión. Le impusieron una gran cantidad de datos, equilibraron la información con una comprensión filosófica del universo y su sentido y lo dejaron como había estado emocionalmente, sin agresión ni hostilidad, pero también sin miedo. Cuando por último se despertó el ratón supo qué era y cómo se había convertido en lo que era. Todavía continuaba siendo ratón, pero en el asombro y la majestad encantadora de su mente fue como no había sido ningún otro ratón que jamás hubiese vivido en el planeta Tierra. Los cuatro seres espaciales permanecieron junto a él cuando se despertaba y lo observaron. Se sintieron complacidos, y dado que mucho de su naturaleza, especialmente sus reacciones emotivas, eran infantiles y directas, no pudieron menos que mostrar regocijo y sonreír frente al ratón. Sus pensamientos participaban del género de una bienvenida y todo lo que la mente del ratón pudo expresar fue gratitud. El ratón se puso de pie, se mantuvo sobre la superficie donde había estado tendido, miró a cada uno de ellos alternativamente y lloró interiormente ante el. hecho de su existencia. Entonces el ratón sintió hambre y le dieron comida. Después de ello el ratón formuló la pregunta básica e inevitable: -¿Por qué? -Porque necesitamos tu ayuda. -¿Cómo puedo yo ayudarlos cuando vuestra propia sabiduría y vuestro propio poder no tienen al parecer medida? El primer hombre espacial explicó. Eran exploradores, cartógrafos, agrimensores, y detrás de ellos, a años de luz de distancia, estaba el planeta en el que tenían su hogar, una bola gigantesca del tamaño de nuestro planeta Júpiter. De ahí su tamaño pequeño, su densidad increíble. Pesando en la Tierra sólo una fracción de lo que pesaban en su planeta, pesaban no obstante más que cualquier ser de su tamaño, con tanta más razón cuanto que caminaban en la Tierra con horrible peligro de hundirse y desaparecer de la vista. Era muy cierto que podrían ir a cualquier lugar en su nave espacial, pero para obtener toda la información que necesitaban tendrían que dejarla, tendrían que aventurarse a realizar el recorrido a pie. De ahí que el ratón podía servirles de ojos y de pies. -¡Y para esto un ratón! -exclamó el ratón-. ¿Por qué? Yo soy el más pequeño y más indefenso de todos los seres. -Ya no lo eres -le aseguraron-. Nosotros, por nuestra parte, no llevamos armas, porque tenemos nuestras mentes, y de esa misma manera tu mente es ahora igual que las nuestras. Puedes entrar en el cerebro de cualquier criatura, un gato. Un perro -hasta un hombre-, ocluir las sendas de los neurones a sus centros de odio y agresión, y hacerlo con la velocidad del pensamiento. Tienes la más poderosa de todas las armas: la capacidad de hacer que cualquier ser viviente te ame, y teniendo eso, ya no necesitas nada más. Así fue como el ratón se convirtió en parte del pequeño grupo de gente espacial que medía, relevaba planos y examinaba el planeta Tierra. El. ratón corrió vertiginosamente por las calles de un centenar de ciudades, se introdujo en centenares de edificios y salió de ellos, se acurrucó en rincones y pudo captar las discusiones de. personas dotadas de poder que gobernaban esta o aquella parte del. planeta Tierra y los seres espaciales escuchaban con sus oídos, olían con sus sensitivas fosas nasales y veían con sus suaves ojos pardos. El ratón recorrió miles de millas, atravesando mares y continentes cuya existencia jamás había sospechado ni en sueños. Escuchó a profesores que pronunciaban conferencias ante públicos de estudiantes universitarios y escuchó las grandes orquestas sinfónicas, los exquisitos pianistas y violinistas. Observó a madres que daban hijos a luz y oyó hablar de guerras que se proyectaban y crímenes que se pensaban cometer. Vio deudos llorones que miraban cómo se sepultaban los muertos en la tierra y tembló a los sones estrepitosos de grandes líneas de montaje en fábricas monstruosas. Se abrazó a la tierra mientras pasaban por encima balas silbantes y vio que los hombres se destrozaban unos a otros por razones tan obscuras que en sus propios cerebros no había más que odio y temor. En la misma medida que la gente espacial, fue un extraño para los hábitos curiosos de la humanidad y oyó a los seres humanos especulando sobre la mezcla casual y carente de cerebro, de gozo y horror, que era la civilización de la humanidad en el planeta Tierra. Luego, cuando su misión estuvo terminada casi por completo se le ocurrió al ratón preguntarles acerca del lugar en que ellos vivían. De esta manera pudo sopesar hechos, medir posibilidades y especular a tientas con las incertidumbres, creando sus propias abstracciones; y de este modo, una de aquellas noches en que el calor de los cinco seres llenaba la nave espacial, cuando se encontraban sentados y entremezclaban pensamientos y reacciones en un intercambio de cuerpo y mente del cual el ratón era una parte, pensó en el sitio en que ellos habían nacido. -¿Es muy bello? -preguntó el ratón. -Es un buen lugar. Bello y lleno de música. -¿No tenéis guerras? -No. -¿Y nadie mata por el placer de matar? -No. -Y vuestros animales... ¿son como yo? -Existen en su propia ecología. Nosotros no la alteramos y no los matamos. Cultivamos y producimos el alimento que comemos. -¿Hay crímenes como aquí, homicidios, asaltos y robos? -Casi nunca. Y de este modo fueron sucediéndose preguntas y respuestas mientras el ratón extendía delante de ellos su cabeza de extraña conformación entre las patas, con los ojos fijos en los dos hombres y las dos mujeres, admirándolos y amándolos; y llegó el momento en que les preguntó: -¿Me será permitido vivir con vosotros, con vosotros cuatro? ¿Tal vez cumplir junto a vosotros otras misiones? ¡Vosotros jamás sois crueles! No me colocaréis junto con los animales. Me dejaréis estar con la gente, ¿no es verdad? No le respondieron. El ratón trató de leer sus mentes, pero todavía era como un niño pequeño cuando llegó al juego de la telepatía y los cerebros de los otros estaban bien protegidos. -¿Por qué? Siguieron.sin contestarle. Entonces, de una de las mujeres, oyó: -Vamos a decírtelo. No esta noche, pero pronto. Ahora debemos decirte otra cosa. No puedes venir con nosotros. -¿Por qué? -Por la más sencilla de todas las razones, querido amigo. Nos volvemos a nuestra patria. -Entonces permitidme ir con vosotros. Es mi patria también. El principio de todos mis pensamientos, sueños y esperanzas. -No podemos. -¿Por qué? -suplicó el ratón-. ¿Por qué? -¿No comprendes? Nuestro planeta es del tamaño de vuestro planeta Júpiter, aquí, en el sistema solar. Esa es la razón por la cual somos tan pequeños en términos terrestres, porque nuestra misma estructura atómica es diferente de la vuestra. De acuerdo con la medida de peso que usan aquí en la Tierra, mi peso es casi cien kilogramos, y tú pesas menos de un octavo de kilogramo, y sin embargo nuestros tamaños son casi iguales. Si debiésemos llevarte a nuestro planeta. morirías apenas llegáramos a su campo gravitacional. Quedarías aplastado tan absolutamente que toda apariencia de forma desaparecería de ti. No puedes pedirnos que te aniquilemos. -Pero sois tan sabios -protestó el ratón-. Podéis hacer casi cualquier cosa. Cambiadme. Haced que sea como vosotros. -De acuerdo con tus cánones somos sabios... -dijeron los seres espaciales, plenos de tristeza. Esta se infiltraba por todo el ámbito y el ratón sintió su desolación-. De acuerdo con nuestros cánones tenemos muy escasa sabiduría. No podemos hacer que vosotros seáis como nosotros. Eso está más allá de todo poder que queramos o podamos soñar. No podemos ni siquiera deshacer lo que hemos hecho, y ahora comprendemos qué es lo que hemos hecho. -¿Y qué es lo que haréis de mí? -Lo único que podemos hacer. Dejarte aquí. -¡Ah, no! -y el pensamiento fue un grito de agonía. -¿Qué otra cosa podemos hacer? -No me dejéis aquí -les imploró el ratón-. Cualquier cosa, pero aquí no me dejéis. Dejad que haga el viaje con vosotros, y si entonces tengo que morir, moriré. -No hay ningún viaje tal como tú lo ves -le explicaron-. El espacio no es para nosotros un área. No podemos hacer que resulte comprensible para ti, sólo podemos decirte que es una ilusión. Cuando nosotros nos elevamos y salimos de la atmósfera terrestre, nos deslizamos en un pliegue del espacio y aparecemos en nuestro propio sistema planetario. De manera que no sería un viaje que tú pudieras realizar con nosotros, sólo un paso hacia tu muerte. -Dejadme morir con vosotros -rogó el ratón. -No, nos pides que te matemos. No podemos. -Sin embargo, me habéis hecho. -Te hemos cambiado. Hemos hecho que crecieses en un cierto sentido. -¿Yo lo pedí? ¿Me preguntasteis si yo quería ser así? -Que Dios nos perdone, no te lo preguntamos. -¿Entonces qué tengo yo que hacer? -Vivir. Es lo único que podemos decir. Debes vivir. -¿Cómo? ¿Cómo puedo vivir? Un ratón se esconde entre la hierba y no conoce más que dos cosas: miedo y hambre. Ni siquiera sabe lo que es él y todo lo ignora acerca del enorme las mundo lunático que lo rodea; no sabe nada. Pero vosotros me de disteis el conocimiento. -Y también te dimos los medios para defenderte, de manera que puedas vivir sin miedo. -¿Por qué? ¿Por qué tengo que vivir? ¿No entendéis eso? -Porque la vida es buena y bella, y en sí misma es la respuesta a todas las cosas. -¿Para mí? -y, dicho esto, el ratón los miró y les imploró que lo mirasen-. ¿Qué veis? Yo soy un ratón. En todo este han mundo no hay otro ser como yo. ¿Debo volver junto a los ratones? -Tal vez. -¿Y hablar de filosofía con ellos? ¿Y abrirles mi mente? ¿O debería tener intercambio de ideas con esas pobres y necias criaturas condenadas? ¿Deberé ser el garañón del mundo de los ratones? ¿Almacenaré riquezas en raíces y bulbos? Decidme, decidme -suplicó. -Hablaremos de eso en otra ocasión -dijeron los seres espaciales-. Quédate contigo mismo por un tiempo y no temas de nada. Entonces el ratón se acostó con la cabeza entre las patas y pensó en el capricho de las cosas. Y cuando los seres espaciales le preguntaron dónde quería estar, les contestó: -Donde me encontrasteis. De modo que nuevamente el plato volador descendió por la noche en el patio de los fondos de la casa suburbana de dos plantas. Una vez más la esclusa neumática se abrió y en esta ocasión salió un ratón. El ratón permaneció allí y el plato se elevó por entre las hojas muertas que se arremolinaban y se alejó como una mancha dorada que se perdió en la noche. Y el ratón quedó allí, ante su propia eternidad. Un gato. despertado por el movimiento que se produjo entre las hojas, se acercó al ratón y se detuvo a unas pocas pulgadas de distancia cuando observó que el pequeño animal no escapaba. El gato alargó una pata y la pata se detuvo. Luchó por dominar su propio cuerpo y escapó. Y el ratón siguió inmóvil, olfateó luego el aire, se orientó, y se dirigió a la boca del túnel de un antiguo escondite. Desde abajo, de las profundidades de la cavidad, llegó el cálido y almizclado olor de los ratones. Bajó por el túnel hacia el nido, donde estaban acurrucados un macho y una hembra, sondeó sus mentes y encontró miedo y hambre. Corrió fuera del túnel a buscar el aire del exterior y allí se quedó sollozando y jadeando. Volvió la cabeza hacia arriba, hacia el cielo y extendió su mente, pero lo que trató de alcanzar estaba a cientos de años luz. -¿Por qué? ¿Por qué? -dijo el ratón llorando para sus adentros-. Son tan buenos, tan sabios... ¿Por qué me lo han hecho a mí? Caminó luego hacia la casa. Se había acostumbrado tanto a entrar en casas, y sólo una bóveda de acero lo habría hecho desistir. Encontró el lugar de entrada y se deslizó hacia el sótano. Su visión nocturna era buena, y se combinó con su agudo sentido del olfato, permitiéndole avanzar velozmente y a voluntad. Desplazándose a través de la cambiante trama de olores fuertes que caracterizaban todo lugar donde habitasen personas. separó el olor penetrante del queso viejo y atravesó el piso, llegando por debajo de una escalera hasta el lugar en que habían colocado una trampa ratonera. Era un objeto primitivo, una herradura de alambre doblada hacia atrás contra la tensión de un resorte y retenida con un cierre minúsculo. El trozo de queso estaba en el cierre y el más ligero contacto con el queso habría hecho funcionar la trampa. Lleno de compasión por su propia especie, por su dulzura, su impotencia, su mente insensata que los guiaba a una trampa tan sencilla y tan poco disimulada, el ratón experimentó una súbita sensación de triunfo, de conocimiento definitivo. Sabía ahora lo que la gente espacial había sabido desde el mismo principio, que ellos le habían concedido el último don del universo -la conciencia de su propio ser- y con el destello de esta sabiduría el ratón conoció todas las cosas y supo que todas las cosas estaban incluidas en la conciencia. Vio la totalidad y unidad del mundo y de todos los mundos que han existido alguna vez o que existirían, dejó de sentirse atemorizado y solo. Por la mañana, el hombre de la casa suburbana de dos plantas bajó al sótano y exhaló un alarido de alegría. -¡Lo tengo! -gritó en dirección a su familia, que estaba arriba-. Ya he atrapado al pequeño canalla. Pero el hombre en realidad en ningún momento miró nada, ni a su esposa, ni a sus hijos, ni a su mundo; y al tiempo en que sabía que la trampa contenía un ratón muerto, jamás notó que ese ratón era algo diferente de los demás ratones. Se dirigió en cambio al fondo de la casa, tomándolo por la cola balanceó en el aire al ratón muerto y lo arrojó a los fondos de su vecino. -Eso le dará algo en qué pensar -dijo el hombre, sonriendo burlonamente. Milty Boil, un visionario Napoleón, Stalin, Hitler, y Mussolini tenían todos algo en común con Milton Boil: eran de baja estatura. Pero los momentos más trascendentes de la historia humana han sido a menudo consecuencia de la falta de quince o veinte centímetros de altura, y aunque sería difícilmente provechoso, es sin duda interesante especular sobre lo que pudo haber sido el destino del hombre de haber tenido Milton Boil más de un metro con ochenta de estatura, en vez de un metro con cincuenta y dos centímetros, y un apellido como Smith, Jones, o Goldberg en lugar de Boil. Pero. en la época de su madurez. su estatura era de un metro con cincuenta y dos centímetros y su nombre ya le había ocasionado tanto sufrimiento que ninguna fuerza en el mundo lo hubiese persuadido de cambiarlo. [Boil significa “grano”, “forúnculo” en inglés (N. del T.)]. Toda su vida había sido zaherido, perseguido y burlado a causa de su apellido y de su estatura; no debe, pues, sorprendernos que fuese millonario antes de haber llegado a los treinta años. Nació en 1940 y se crió y educó en los días de la prosperidad. Su padre era constructor de casas de pequeños departamentos. Milton (o Milty, tal como llegó a llamarlo el mundo entero) dejó la universidad, pasó un año aprendiendo más acerca del negocio del padre de lo que el viejo llegó a saber en algún momento y después se separó de él y construyó su primer gran edificio de departamentos. Milty era un genio. Más o menos por 1970 se había convertido en el constructor más importante de casas de departamentos de la ciudad de New York. Se casó con Joan Pebbleman, cuyo padre había sido uno de los mayores constructores de edificios para oficinas del país y tuvieron tres hijos encantadores. Joan se ocupaba de actividades benéficas. Su nombre figuraba en The New York Times por lo menos una vez por semana. Ella sólo medía un metro con treinta y dos centímetros, de manera que desde una distancia razonable formaban una pareja realmente encantadora. Milty respetaba el dinero, el cerebro, el impulso de organización, la gente rica, el gobierno, la iglesia y los millonarios. Durante una entrevista, se le preguntó cuál consideraba la condición primordial indispensable en un joven que desease llegar a millonario. -La ambición -replicó rápidamente. Respetaba la ambición. -¿Y además de eso? -La influencia -contestó-. Amistades convenientes. Y Milty se hizo de amistades y acumuló influencia. Al llegar el año 1975, a los treinta y cinco años de edad, era considerado el hombre más influyente de la ciudad de New York. Su influencia era tal que consiguió que se introdujese en el código de la edificación una cantidad de cambios importantes, entre lo ellos que se disminuyese la altura mínima exigida a los cielos de rasos, llevándola a sólo dos metros con diez centímetros. Logrado esto, construyó la primera casa de departamentos de cien pisos de New York. En 1980, en el auge de la conmoción creada por la explosión demográfica, Milty Boil pudo conseguir que el concejo municipal aprobase una ordenanza que permitía cielos rasos de un metro con ochenta en todos los edificios de departamentos que tuviesen más de cincuenta pisos. Los constructores rivales se reían de la nueva casa de Milty, asegurando que nadie sería tan absolutamente idiota como para alquilar un departamento cuyos techos estuviesen a un metro ochenta del piso. pero fue tal la escasez de viviendas por aquel entonces que todo el edificio, con sus setecientos departamentos, quedó completamente alquilado en sólo sesenta días. A esta altura era tan grande la cantidad de dinero que pasaba por las dignas manos de Milty que en todo el comercio se lo conocía como el "niño de oro" o, más a menudo, el "grano de oro"; pero Milton estaba más allá de las pullas originadas por su apellido. Su visión y su imaginación lo habían elevado a alturas que no tenían precedente y una vez más hizo que su influencia gravitase sobre los legisladores. En 1982 sus obreros iniciaron la excavación para un edificio nuevo de cien pisos, donde los cielos rasos estarían a un metro cincuenta del suelo. Los biógrafos recuerdan este momento como época de una crisis enorme en la vida de Milty Boil y los historiadores la evocan como un instante crucial en el destino del hombre. De pronto todas las fuerzas del conservadorismo se concentraron sobre Milty; se lo llamó de todo, desde usurero depravado hasta enemigo público número uno; la insultaron en el periodismo, en el Congreso y en la radio y la televisión. Por supuesto, hubo un puñado de personas de magnífica visión que aplaudió el coraje y la creatividad de Milty; pero fueron ultrajes lo que más recibió. Y a ellos, en su hoy histórica conferencia de prensa, Milty replicó sencillamente y con dignidad: "Ofrezco a la gente un lugar en donde vivir mediante un alquiler razonable. Especialmente los jóvenes, que tan desesperadamente desean vivir en la ciudad, tienen gracias a mí un lugar en donde hacerlo pagando un alquiler que pueden permitirse.” -¿Es verdad, señor? -interrogó el representante de The New York Times, audaz y cáustico como correspondía a su posición, iniciando el ataque contra Milty-. ¿Cómo puede usted decir eso siendo que nosotros, los norteamericanos, somos la gente más alta del mundo, sobre todo nuestra juventud? -Estoy de acuerdo -contestó Milty-. Esta altura es un tributo a la forma de vivir norteamericana. Toda mi vida he defendido nuestra forma de vivir. -Eso difícilmente contesta la pregunta -dijo un corresponsal de la CBS. -Les voy a contestar -les aseguró Milty-. Nunca he sido otra cosa que claro y directo en cuanto a mis planes. He sometido este problema a un plantel de cuarenta y dos médicos. Todos ellos están conformes en que doblarse, acurrucarse y arrastrarse ocasionalmente sólo puede ser beneficioso para la salud humana. De acuerdo con eso, toda una serie de músculos, antes postergados, entran en juego, y de ese modo mis esfuerzos coinciden con el plan del presidente para la salud física. En cuanto a la defensa de la democracia en una escala internacional, nada desarrolla mejor a un hombre para combates en la selva que la actividad producida por la vida en un departamento cuyo techo está sólo a metro y medio. Tengo aquí una manifestación del secretario de Defensa -de la cual hay coplas mimeográficas disponibles-, que en parte dice: "Las preocupaciones constantes por el bienestar de este país, que predominan en el pensamiento de Milton Boil merecen atención y recomendación especiales". También tengo aquí. declaraciones de los generales Bosch y Kopulant, expertos uno y otro... -Señor Boil -le interrumpieron-, ¿está usted procurando decirnos que estos techos bajos constituyen una característica positiva y progresista de la construcción de departamentos? -Por supuesto. Además, un departamento no es un sitio en el que se vive verticalmente. Hemos realizado una encuesta acerca de los hábitos de más de diez mil personas que habitan en departamentos y el resultado demuestra que el 92,8 % de sus horas pasadas en el departamento transcurren mientras están sentados. reclinados o acostados. Con los jóvenes recién casados el porcentaje es un poquito mayor... De este modo se defendió Milty Boil, un hombre que estaba solo en su lucha contra las fuerzas de la reacción y siempre contempló el beneficio gigantesco producido por un edificio de departamentos de un metro y medio de altura. Pero un día después, en su acostumbrada reunión de directorio, Milton descubrió que hasta los mismos que compartían las ganancias tenían sus dudas. -No dará resultado. -Milty, no se puede aceptar esa idea. Tengo entendido que Washington piensa tomar cartas en este asunto. -¿Has oído ya lo que a este respecto dice Pravda? Aquí tengo la traducción: "El paso final en la decadencia de los Estados Unidos". Bueno, esto obliga a pensar. -Yo no digo que no sea una medida inteligente, Milty. Simplemente pregunto: ¿Dará resultado? ¿Es posible que sea práctico? Life no es Pravda, pero escucha este editorial: "¿Ha errado por fin Milty? Nosotros no estamos del lado de quienes lo consideran un loco o un enemigo público. Reconocemos que el máximo constructor de la moderna América del Norte no toma sus decisiones a la ligera. Pero si Milton Boil no está loco, tampoco nosotros los norteamericanos tenemos noventa centímetros de alto. Si..." -¡No, no! -exclamó Milty, reaccionando finalmente en su puesto de la cabecera de la mesa-. Basta con eso de momento. Lee nuevamente la última frase. -¿Qué última frase? -Tú lo sabes, eso sobre los noventa centímetros de estatura. -¿Quieres decir esto?: "Pero si Milton Boil no está loco, tampoco nosotros los norteamericanos tenemos noventa centímetros de estatura... -¡Justo! ¡Tienes razón! Ahí está. -¿Está qué? -preguntó uno de los directores más antiguos, menos capaz a causa de su edad de seguir la pirotecnia del pensamiento de Milty. -Todo. Toda la respuesta. La clave de todo -y todos comenzaron a contagiarse de la emoción de Milty. -¿Qué clave, Milty? No seas tan condenadamente misterioso. -Está bien. Pero decidme esto. ¿Cuál es el problema número uno de nuestro mundo actual? -El comunismo -dijo ansiosamente una media docena de miembros del directorio. -¡Un cuerno! El comunismo es una palabra. Los hemos derrotado en el espacio y los derrotaremos en todo lo demás aquí abajo. Nuestras casas y nuestros caminos son mejores y son mejores también nuestras fábricas. -Las enfermedades -dijo alguno confiado en acertar. -¿No has oído hablar de los antibióticos? No, las enfermedades, no. -¿La guerra, Milty? -¿Desde cuándo la guerra es un problema? -¿La inflación? -Tú tan luego hablas de eso! tú que has hecho millones con la inflación. Vamos, vamos, usen el cerebro: hay un solo problema número uno en el mundo actual y si lo vencemos, nos vence, si lo destruimos, nos destruye... hasta ahora, hasta este preciso instante en que tu tío Milty Boil acaba de resolverlo y ya no nos vencerá ni nos destruirá. Alargaron las manos esperanzados. Miraron a Milty con sensación de derrota, sabiendo cómo le gustaba a él ganar las discusiones. -Milty, confíanos el secreto, dinos cuál es el curso de acción -imploró su primer vicepresidente. -Está bien -dijo Milty Boíl inclinándose hacia delante. El rostro se le había endurecido y su voz se volvió precisa y tajante. En este momento era todo cerebro, una iría y hermosa máquina calculadora de duro corazón. Todos conocían esa expresión de Milty; sabían que significaba victoria contra los inconvenientes, acción, acción y más acción. El. silencio en tomo de la mesa del directorio se convirtió en algo tangible. -Muy bien. El problema número uno del. mundo es el exceso de población, es decir, la explosión demográfica. Después de esto, ¿dónde está nuestro mercado para cualquier mercadería? Ese mercado es la gente. ¿Y cómo se aumenta el mercado? Teniendo más gente. Pero con más gente se produce la explosión demográfica. La humanidad está atrapada. Terminada. Liquidada. La Tierra muere de hambre. -Tienes razón. Milty -murmuró el directorio. -Pero hay una manera. El directorio esperó. Despacio, midiendo palabra por palabra. Milty dijo: -Duplicar el tamaño de la Tierra. Esa es la solución. Con eso se resuelven los próximos cien años. Los miembros del directorio se miraron, aliviados, sonrieron entre dientes y luego prorrumpieron en carcajadas. El único que no rió fue Milty. Su cara se mantuvo pétrea y fría como el hielo y los contempló sin complacencia alguna, esperando. Por fin advirtieron su expresión y desapareció la risa. Milty apuntó con un dedo índice a su segundo vicepresidente que estaba a cargo de las compras, y le preguntó monótonamente: -¿Qué encuentran tan divertido? -El chiste, Milty. reímos contigo. -¿Por qué? -Porque es un gusto, Milty, un don, por así decir. Tienes más sentido del humor que nadie en el mundo. -Yo no creo que sea gracioso -dijo Milty. -¿No? Sin embargo, es forzoso que estés bromeando. La Tierra es lo que es. Tiene cuarenta mil kilómetros de circunferencia. Lo saben los niños de cuarto grado. -Y tú tienes un cerebro de cuarto grado. -Milty, Milty -dijo el componente más. antiguo con tono paternal-. Milty, tienes un cerebro extraordinario, pero nadie puede hacer que la Tierra sea más grande. -¿No? -No, Milty. Me temo que no. -Muy bien -dijo Milty, sin dejarse perturbar por el veterano del directorio y sonriendo levemente-. Nadie puede agrandar la Tierra. Pero dime una cosa: supongamos, únicamente a los fines de la discusión, que el promedio de los hombres midiese un metro y medio. Ahora bien, si adoptase la misma escala con relación a él mismo. todo se reduciría a la mitad. Cinco centímetros serían diez centímetros y un kilómetro se convertiría en dos kilómetros. Dicho con otras palabras. si el tamaño del hombre se reduce a la mitad, también se reducen todas sus medidas. Repentinamente el mundo deja de tener cuarenta mil kilómetros de circunferencia y empieza a tener ochenta mil. Hemos duplicado el tamaño de la Tierra. -Milty, Milty -dijo el director veterano, siempre paternalmente-. Milty, tienes el cerebro como una trampa de acero. Pero todo lo que en realidad estás haciendo es sostener un argumento imposible detrás de otro. No hay manera de hacer que los hombres sean de noventa centímetros de alto. -Y esto es tan imposible como hacer que la Tierra tenga cuarenta mil kilómetros de circunferencia. -¿Quién ha dicho eso? -Yo lo digo, Milty. Fui amigo de tu padre, que Dios lo tenga en su gloria, de modo que me asiste un derecho. -Bueno -dijo Milty-. Tienes derecho. Pero ahora te callas –y a continuación, dirigiéndose a los demás del directorio, agregó: -Yo aseguro que puedo producir hombres de noventa centímetros de estatura. -¿De qué manera, Milty? -preguntó el miembro más joven de la junta. Éste coincidía en todo con Milty. -¿Cómo? Ante todo yo pregunto esto: ¿Qué cuernos de importancia tiene la estatura? Alto, alto, alto... eso es lo único que se oye. ¿Por qué? ¿Era alto Adolf Hitler? ¿Era alto Napoleón? ¿Era alto Onassis? ¿Era alto Willie Schoemaker? ¿Y saben cuánto ganó en premios? Más de treinta millones de dólares sencillamente. Y si hablamos de arte, ¿fue alto Toulouse-Lautrec? ¿Saben qué estatura tenía Shakespeare? Un metro con sesenta centímetros. La estatura es para los jugadores de básquetball. -Pero la gente, Milty, piensa en la estatura. -Entonces modifícales la manera de pensar. Piensan en estatura porque por todas partes la propaganda dice que la altura es buena. Nosotros modificaremos eso. Les demostraremos que la gran altura sirve para los gaznápidos. Los hombres que hacen girar al mundo son bajos. Los hombres que prefieren las mujeres son bajos. Los hombres que se encaraman en las altas posiciones son bajos. Estamos eh un mundo de hombres bajos. Eso es lo que yo demostraré al mundo, que es un mundo de hombres pequeños y cuanto más pequeños, mejor. -Pero Milty... -dijo pacientemente el miembro veterano del directorio-, supongamos que demuestres todo eso. Seguiremos sin conseguir que los hombres sean más pequeños. -¿No? -dijo Milty sonriendo. Años después recordando aquella sonrisa, algunos de los miembros jóvenes del directorio hablaron de una cualidad que recordaba a "La Gioconda" pero esto fue retrospectivamente, después de que Milty se había ido a cobrar las recompensas que el otro mundo pueda conceder a genios como él. Por el momento, entonces estábamos en 1982, la sonrisa de Milty fue una sonrisa de quien está seguro de saber más que los otros. -No... no, no podemos hacer que los hombres sean más bajos, pero ellos pueden conseguirlo, ¿no es así? -¿De qué manera, Milty? -Deseándolo. Los hombres han aumentado sus estaturas en más de un pie durante los últimos dos siglos. Supongamos que empiecen a disminuirla. Un mes después, en la misma sala donde se reunía el directorio, frente a representantes de las doce mayores agencias de publicidad del mundo y las diecisiete más importantes firmas de relaciones públicas, Milton Boil situó su proyecto en su debido nivel. -Henos aquí, señoras y señores -dijo- para servir a la humanidad. En nombre del género humano, su finalidad y su supervivencia, reclamo la atención de esta asamblea. Nuestra meta, amigos míos, es duplicar el tamaño de la Tierra. Luego, ante la admiración silenciosa (es decir, silenciosa hasta que terminó de hablar) de los allí reunidos, Milty expresó su plan; y cuando finalizó aquellos irreductibles y cínicos representantes del único negocio que hace girar la Tierra estallaron en aclamaciones y aplausos, Milty se levantó y recibió la demostración con la cabeza gacha, modestamente: no era egoísta, pero tampoco era de esos que esconden su emoción. -Gracias -dijo serenamente-. Y ahora la tribuna queda disponible para ideas y preguntas. No constituían ningún fangoso grupo de directores aquellos veintinueve representantes de la propaganda y las relaciones públicas. Sus cerebros eran tan duros y brillantes como el cuarzo. El primero en levantarse fue Jack Aberdeen, el asombro de la firma Carrol, Carrol, Carrol and Quince. Desde el instante mismo en que hizo chasquear sus dedos, Milty comprendió que su cerebro crujía y crepitaba. -¡Ya lo tengo, señor Boil! Primera vuelta. Usted conoce la forma en que la compañía Kellogg impulsa la venta de sus copos de maíz como el alimento que hace crecer a los niños. Union MilIs es un cliente nuestro. Estoy vislumbrando un producto competidor, Tinies. Ya tengo el lema: "Pequeña y dura". Todas las compañías tendrán que seguir la nueva corriente. "¿Tienes miedo al estómago abultado? Tinies reducirá tus músculos convirtiéndolos en nudos de acero. Tinies nudos de acero, Pequeña y dura." Ya tengo hasta una tonada: "Pequeña y dura, pequeña y dura, ¿quién demonios precisa la estatura? Si sólo yo soy pequeña y dura". Por supuesto tenemos que encontrar algo como una antivitamina, pero también representamos a Laboratorios Asociados y conseguiré que ellos trabajen para lograrla. Milty hubiera sido capaz de abrazar al chico, pero ya Steve Johnson, de Kelly, Cohen and Clark, estaba de pie y hablaba. Representaba a una de las principales aerolíneas del orbe. -Milty -dijo-. ¿Podemos llamarte Milty? -Llámame Milty, Steve. Por supuesto. -Dos cosas. Milty, acabas de abrir las puertas al cambio más importante en la historia de las líneas aéreas. Número uno: Ya tengo la frase: "Pesa menos, paga menos". ¿Por qué no? El hombre pequeño pesa menos y paga menos. La pequeñez tiene premio. Milty advirtió que Johnson no era más alto que él. -Segundo: Los vuelos a la Luna y a Marte. Todas las líneas aéreas han estado hablando de la perspectiva de ofrecer estos vuelos a turistas. Pero el costo es aterrador. Nosotros lo convertimos en un don del cielo: "¿Quiere ver la Luna? Si es alto, no podrá. Pero sus hijos pueden. Manténgalos bajos. Deles de comer antivitaminas. Para que ellos disfruten de lo que usted nunca soñó disfrutar, un vuelo a la Luna o a Marte, entre en el mañana, dé un vistazo al futuro glorioso del hombre. Ningún turista que tenga más de un metro cincuenta puede viajar al espacio exterior". ¿Qué les parece esto? ¿Verdad que es hermoso? Cathey Brodie, encargada de relaciones públicas en la compañía Jones y Keppleman, el fabricante más importante de drogas éticas del mundo, se puso en pie de un salto y exclamó: -¡Píldoras pura ir a la Luna! ¡Cómo me entusiasma esa idea! Quiere decir que los chicos del laboratorio tendrán que empeñarse realmente en encontrar algo que regule la estatura, pero si han encontrado todo lo demás... ¿Por qué no? Píldoras para ir a la Luna. -Píldoras para ir a la Luna -repitió Milty sonriendo. Tab Henderson, que era gerente de promoción de más de ochocientos grandes hospitales y sanatorios, para no mencionar a tres de las más poderosas compañías de seguro, saltó inmediatamente a la brecha que Cathey Brodie había abierto. -Podríamos sencillamente pasar por alto los enormes pequeños estimulantes de todo este proyecto espléndido. Me refiero a la salud. A la larga vida. A los años agregados. Tenemos gráficos estadísticos demostrativos de que a más de un metro con ochenta y siete centímetros las perspectivas de larga vida empiezan a disminuir. Miremos eso mismo en el otro sentido. Sea bajo y consérvese sano. Hubo algunas caras agrias, las de unos cuantos qué todo lo estropean, pero la mayoría de las personas congregadas tiraron, como quien dice, sus sombreros al ruedo y se formularon proyectos rápida y densamente. -Alto, obscuro y bello... Eso debe andar. Pequeño para ser alto. "Pequeño, obscuro y hermoso” -Bello. -Fíjense en el aspecto sensual. "El sexo es mejor con un hombre pequeño o una mujer pequeña". -“Haga la prueba con ambos, decida por su cuenta”. Eso les da la sensación de cosas que. uno hace por sí mismo. -¿Qué les parece esto? “Cierre el abismo de las generaciones!” Durante las últimas tres o cuatro generaciones los chicos han sido todos más altos que sus padres. Con razón los padres no pueden imponer la ley. Ahora nosotros invertimos las cosas, cada generación será más pequeña que la precedente. Restableceremos la autoridad de los padres. El hogar vuelve a ser el santuario que fue en épocas antiguas. Una tras otra, aparecieron luminosas ideas, hasta que empezaron a brillar los comienzos de un nuevo programa mundial, allí, en la sala del directorio de Empresas Boil. Roma no se construyó en un día, ni tampoco el estilo de la psicología mundial que redujo casi toda la raza humana a la mitad de su tamaño; pero ahí están los cimientos, y así Milton Boil se convirtió en Milton Boil el benefactor, que subscribió el esfuerzo inicial con una desinteresada entrega de veinte millones de dólares de su propio pecunio. Durante el resto de su vida Milty tuvo una orientación, una razón y un sentido para el tremendo esfuerzo que produjo una de las grandes fortunas de nuestro tiempo. Los cínicos dicen que los primeros cinco años del programa crearon la condición por la que Milty Boil pudo empezar a construir sus gigantescas estructuras -cien pisos con cielos rasos a sólo un metro y veintiséis centímetros y medio de altura-, sin tropezar con ninguna oposición. Otros, los llamados reformadores, mantuvieron que era indigno para el hombre pasar su vida entera en un lugar en que jamás podría confiar en erguirse bien recto, pero Milty rebatió esa acusación con su fantástica Declaración de Propósitos, un documento que en la historia de los Estados Unidos ha ocupado su lugar junto a la Declaración de la Independencia y el Discurso de Gettysburg. Transcribo tan sólo el primer párrafo de la Declaración de Milty, pues estoy seguro de que la mayoría de mis lectores la conocen de memoria: “La vida sin finalidad" escribió Milty (o algún desconocido escritor a sueldo que tomó su inspiración en la dinámica conducción de Milton Boil), no es ni vida ni muerte, sino tan sólo una existencia torpe y miserable, indigna del hombre. El hombre debe tener una meta, un propósito, un destino, una finalidad reluciente por la cual luchar. Vimos en la juventud desventurada de las décadas del sesenta y del setenta lo que significa carecer de propósito en la vida; pero jamás volverá el mundo a encontrarse en esa situación. La gente, la gente desvergonzada me ha acusado de construir con fines de lucro. Aseguran que reduzco al hombre con mis cielos rasos bajos, que lo despojo de su dignidad. Pero la verdad es lo contrario. Mediante mis casas espléndidas, el hombre ha hallado a la vez dignidad y propósito -el propósito de ser pequeño y de criar hijos pequeños, para que el mundo pueda aumentar de tamaño, y la dignidad de los hombres que siempre deben luchar contra su ambiente, que no pueden erguirse de pie en confort decadente, que deben luchar y crecer luchando-“. En el año 2010, cuando Milty tenía setenta años de edad, realizó su último propósito. Mediante su influencia cada vez mayor, convenció al Concejo de la Ciudad de New York para que aprobase una ley que redujese a la mitad el Parque Central, concediendo el sector que está al norte de la calle 82 y al sur de la 98 a Milton Boil, para que con ello pudiese cumplir el sueño de toda su vida construyendo una casa de departamentos que tuviese doscientos pisos y cuyos cielos rasos estuviesen a sólo un metro cinco centímetros del piso. Más de cien personas murieron en los tumultos que siguieron a esta medida del Concejo de la ciudad, pero el progreso no se realiza jamás sin pagar un precio, y Milty se preocupo de que viudas e hijos de quienes perecieron no padeciesen hambre. Además garantizo espacio vital en su nuevo edificio a todos los que los alborotos dejaron huérfanos, cobrándoles tan sólo la mitad del alquiler que pagaban los inquilinos comunes. Después de eso, sólo fanáticos y hippies podían negar que Milty fuese el propietario más bueno y gentil de toda la historia del latifundismo. En realidad, después de su muerte, el Papa instituyó procedimientos que darían por consecuencia el que Milty pasase a ser el santo patrono de todos los propietarios; pero esto todavía es cosa del futuro, y en el camino que conduce a su santidad se han sembrado muchas espinas, para no hacer mención de una cierta confusión acerca de la religión de Milty, es decir, suponiendo que profesase alguna religión. Milty murió a los ochenta y siete años, y podemos sentirnos satisfechos de que haya vivido el tiempo necesario para ver que su sueño se convertía en realidad. Su ataúd fue transportado por ocho jóvenes, ninguno de los cuales medía más de un metro y treinta y dos centímetros de estatura, y el público que llenaba aquí y allá la capilla estaba formado por hombres y mujeres no mayores de un metro con veinte. Por supuesto, éstos constituían excepciones, y hasta medio siglo después no existió la primera generación de adultos que midiesen menos de noventa centímetros. Pero no debemos dejar de destacar que cuando se leyó el testamento de Milty, se vio que sólo disponía de unos pocos miles de dólares y un puñado de cosas de las que él amó. Tal era el carácter de aquel hombre que ganó millones sólo para darlos. Naturalmente, no faltan quienes aseguran que desde que leyó un libro en los primeros años de su juventud titulado Cómo eludir el tribunal de testamenterías, Milty jamás dejó de tenerlo consigo, o sea, que no permitió que le faltase ese precioso volumen, y que finalmente llegó a retener de memoria todo su contenido y a poder citar capítulos y partes del libro a voluntad. ¿Pero dónde está el gran hombre que no haya sufrido los dardos de la envidia y el odio? La calumnia es la carga que los grandes deben sobrellevar. y Milton Boil la sobrelleva tan silenciosa y pacientemente como el que más. Sobre la modesta lápida que imparte dignidad al lugar en que reposan sus restos. puede leerse un epitafio esculpido que él mismo escribió: "Los encontré altos y los dejé bajos." A lo cual nuestra generación, erguida y ufana bajo nuestros cielos rasos a noventa centímetros del suelo, puede únicamente agregar su agradecido amén. El mohawk Cuando Clyde Lightfeather subió la escalinata de la catedral de San Patricio en la Quinta Avenida. llevaba un viejo impermeable de mala calidad, que luego se quitó, sentándose con las piernas cruzadas delante de los portales. Por debajo vestía como los indios que aporrean los tambores en las danzas rituales; es decir, que llevaba blandas polainas de piel de gamo, mocasines de bosque y nada en absoluto de la cintura para arriba. Tenía el cabello cortado al estilo de mechón en el medio y el resto de la cabeza afeitado, con una única pluma que le atravesaba la trenza que caía en la nuca. Era en general un joven indio de pura sangre mohawk, robusto y simpático. Una multitud se agolpó, puesto que no hace falta gran cosa para congregar gente en New York, y el padre Michacl O´Conner salió de la catedral y el policía Patrick Muldoon se acercó desde la calle, y los rayos del plácido sol de junio se posaron sobre todos. -¿Ahora qué demonios es lo que estás buscando? -preguntó a Clyde Lightfeather el oficial Muldoon. Había en su voz una nota quejumbrosa, pues estaba harto de tipos extravagantes, voraces consumidores de ácido lisérgico, hippies comunes, hippies que sólo hablan de amor, hippies de esos que reparten flores, fumadores de marihuana, representantes del poder negro, miembros de Estudiantes para una Sociedad Democrática; ocupaciones de fábricas y demostraciones callejeras; y aunque le gustaba decir que había visto todo, era la primera vez que veía un indio mohawk sentado a la entrada de la catedral de San Patricio. -Dios y la gracia de Dios, supongo -respondió Clyde Lightfeather. -¿No sabes -le dijo Muldoon, cuya voz emprendía ese fatigoso sendero de paciencia y amenaza velada-, que esto es propiedad privada y que no tiene ningún derecho a clavarte una pluma en el pelo y venir a sentarte aquí y congregar una multitud, creando dificultades a los fieles honestos? -¿Por qué no? Esto no es propiedad privada, es propiedad de Dios y ya que tú no trabajas a las órdenes de Dios, ¿por qué no te vas de aquí con tu traste grande y gordo y me dejas en paz? El oficial Muldoon se disponía a responder adecuadamente a esas palabras, sin prestar atención al hecho de que se tratase de un indio mohawk -con una muchedumbre que reía entre dientes y estaba a medias inclinada a favor del indio-, en el momento en que el padre O´Conner intervino y le hizo notar que el indio tenía toda la razón del mundo. Aquello no era propiedad privada, sino propiedad de Dios. -¡Pero qué diablos está usted diciendo! -exclamó el oficial Muldoon-. ¿Va a permitir que ese hereje siga ahí sentado? Hasta aquel momento la intención del padre O´Conner había sido decir unas cuantas palabras razonables que fuesen lo bastante persuasivas para que el indio se marchase. Pero ahora cambió de idea súbitamente. -Quizá lo haga -declaró. -Gracias -le dijo Lightfeather. -Siempre que me dé una buena razón para hacerlo. -La de que yo he venido aquí a meditar. -¿Y usted considera que éste es un lugar apropiado para la meditación, señor...? -Lightfeather. -El mejor del mundo. ¿Lo niega? -preguntó él belicosamente. -¿Qué es para usted meditación, señor Lightfeather? -La oración... Dios... el ser. -¿Entonces cómo podría yo negarlo? -inquirió el sacerdote. -¿Y le permitirá que siga ahí? -preguntó Muldoon. -Creo que sí. -Mire -dijo Muldoon-. Yo me crié como católico y tal vez no sepa mucho. pero de una cosa estoy seguro: las catedrales son lugares hechos para practicar adoración adentro, no afuera de ellas. No obstante, el indio siguió allí y en el transcurso de unas horas llegaron las cámaras de la televisión y la prensa y el padre O´Conner se vio nada menos que frente al propio cardenal. Los medios de indagación de los grandes canales se concentraron en la letra m -m de meditación y de mohawk-. Chet Huntley informó a millones de seres, no sólo que la meditación era un importante ejercicio espiritual de significación interior, una íntima concentración en uno u otro pensamiento de honda trascendencia religiosa, sino que los indios mohawk fueron grandes en su tiempo, la fuerza organizadora de las poderosas Seis Naciones de la Confederación Iroquesa. La paz de los bosques era la paz mohawk, hasta la ley era la ley mohawk, codificada en tiempos antiguos por aquel apacible y sabio Hiawatha. Desde el río San Lorenzo, en el norte, al Hudson, en el sur, la paz mohawk y la ley mohawk imperaron antes de que llegasen los blancos. Menos apoyados en la historia, los comentaristas de la CBS se preguntaban si aquello no era simplemente otro poco de truhanería de que la juventud universitaria hacía víctima a un público paciente. Habían indagado los antecedentes del propio Lightfeather, y descubrieron que, después de cursar estudios en Harvard, se doctoró en Filosofía en la Universidad de CoIumbia -su tesis doctoral era un estudio sobre el uso de varias plantas alucinógenas en las religiones de los indios norteamericanos-. “Desalienta”, dijo Walter Cronkite, “encontrar a un joven indio norteamericano de inteligencia tan brillante dedicado a esa clase de bufonadas aburridas". Su Eminencia el Cardenal adoptó un método de ataque completamente distinto: No se propuso descifrar lo que era un indio mohawk. En cambio, preguntó fríamente al padre O´Conner qué era exactamente lo que aconsejaba. -Bueno, Eminencia, yo quiero decir que no hace mal a nadie, ¿verdad? -En realidad, está absorto en el concepto de que Dios es el dueño de esta propiedad, ¿no es así, Padre? -Bueno, eso lo expresó de un modo muy natural y directo, Eminencia. -¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que los derechos de propiedad de Dios van más allá de la catedral de San Patricio? Usted sube que él es propietario de Wall Street, de la Casa Blanca, de las iglesias protestantes, de un buen número de sinagogas, de la Unión Soviética y de China Roja, para no mencionar una o dos galaxias allá lejos. De modo que yo, en su lugar, padre O´Conner, aconsejaría para la meditación algún sitio más adecuado que el pórtico de la catedral de San Patricio. A mi juicio, usted debería inducirlo a que se vaya mañana a la mañana. -Sí, Eminencia. -Pacíficamente. -Sí, Eminencia. -Hasta ahora nunca habíamos tenido una huelga de brazos caídos en San Patricio. -Entiendo perfectamente, Eminencia. Pero al plan de acción del padre O´Conner algo le faltaba para ser perfecto. Eran ya más o menos las cinco de la tarde y las calles se habían llenado de gente que iba presurosa a sus hogares. Pese a lo poco que se necesitaba para formar una multitud en New York, es menos lo que hace falla para dispersarla; y en aquel momento el indio era como si formase parte del edificio. El padre O´Conner permaneció un rato de pie al lado de Lightfeather, cavilando todo lo creativamente que podía, y luego preguntó cortésmente al indio si lo había oído. -¿Por qué no? La meditación es un estado de cerebro alerta, no de sueño. -Estaba muy quieto. -Por dentro, Padre, sigo estándolo. -¿Por qué vino aquí? -quiso saber el padre O´Conner. -Ya se lo dije. Quería meditar. -¿Pero por qué aquí? -Porque aquí son buenas... -¿Buenas qué? -Las vibraciones. -¡Ah! -Es una cuestión de creencia. Este lugar está lleno de creencia. Por eso lo elegí. Necesito creencia. -¿Para qué? -preguntó con curiosidad el padre O´Conner. -Para poder yo creer. -¿Qué es lo que quiere creer? -Que Dios es cuerdo. -Yo le aseguro... que lo es -le dijo muy convencido el padre O´Conner. -¿Cómo demonios lo sabe? -Es una cuestión de creencia propia mía. -No lo sería si usted fuese un indio mohawk. -Eso no lo sé. Nunca he sido mohawk. -Yo sí. El padre O´Conner recapacitó en ello un minuto o dos, y con toda justicia no podía haber negado que un indio mohawk podía tener un punto de vista muy diferente. -Su Eminencia, el Cardenal, está enojado conmigo -confesó por último-. Quiere que lo induzca a irse. -Así, volverá a traer a la policía. -No, pacíficamente. -Antes estaba conmigo en que Dios era el amo de esto. ¿Lo ha convencido de lo contrario su Eminencia? -Puso de relieve que el Todopoderoso tiene igual derecho a la Unión Soviética. Supongo que dondequiera que sea, los residentes dictan los reglamentos. -Está bien. Hable entonces. -Detesto fingirme sargento primero para esto -dijo el padre O´Conner-. ¿Cuánto tiempo proyecta quedarse? -Hasta que Dios me responda. -Bueno, puede pasar mucho tiempo -dijo entristecido el padre O´Conner. -O un instante. Yo estoy meditando en el tiempo. -¿En el tiempo? -Siempre pienso en el tiempo cuando pienso en Dios -reconoció el indio-. Él tiene Su tiempo. Nosotros tenemos el nuestro. Yo quiero que Él me abra Su tiempo. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí en la 5ª Avenida? Soy un indio mohawk. ¿No es así? El padre O´Conner contestó que sí con la cabeza. -No sé -expresó el indio-. Haremos la antigua prueba escolar y luego podrá llamar a la policía. ¿Qué le parece? ¿Hasta la mañana? -Hasta la mañana -dijo el padre O´Conner. -Alguna vez haré otro tanto por usted -dijo el indio, y éstas fueron las últimas palabras que se le oyó pronunciar. Los periodistas llegaron y los de la televisión hicieron una segunda visita, pero el indio no dijo nada más. El indio meditaba. Dejó que su pensamiento abandonase su mente y observó cómo su aliento entraba y salía y se convirtió en una especie de universo en sí mismo. Consideró el tiempo de Dios y el tiempo del hombre; pero sin pensamiento. El hombre no conoce pensamientos capaces de ocuparse ni siquiera del tiempo del hombre y cuanto menos del tiempo de Dios; pero el indio no estaba tan distante de sus antepasados como para dejarse atrapar por el pensamiento. Sus antepasados habían conocido el secreto del tiempo grande, que todos los blancos han olvidado. El indio fue fotografiado y televisado hasta que las propias cadenas estuvieron saturadas de él y el padre O´Conner se quedó allí para cuidar que la meditación del indio no fuese interrumpida. El sacerdote se sintió muy hermanado con el indio, pero, siendo sacerdote, también él sabía que muchos preguntaron pero pocos tuvieron respuesta. Al llegar la medianoche los de la prensa se habían ido y aun los contados transeúntes hicieron caso omiso del indio. El. padre O´Conner estaba sorprendido de su larga permanencia allí, inmóvil, en lo que se denomina la posición de loto; pero había oído siempre decir que los indios son estoicos y soportan el dolor y el deseo, y suponía que aquel indio no sería distinto. Y se sintió complacido de que la noche de junio fuese tan cálida y agradable; por lo menos, el indio no sufriría frío. Antes de quedarse dormido aquella noche, el sacerdote rezó pidiendo que al indio fuese concedida una u otra especie de gracia. De cuál clase de gracia no estaba en absoluto seguro, ni tampoco estaba dispuesto a implorar que se concediese al indio el privilegio de tomar el sabor al tiempo de Dios. La idea del tiempo de Dios aterraba justamente un poco al padre O´Conner. Durmió bien, pero no mucho tiempo, y ya estaba levantado y vestido cuando se filtraron los primeros rayos grises del alba. El sacerdote caminó al pórtico de la catedral, y allí encontró al indio tal como él lo había dejado. Tan erguido y con el cuerpo tan inmóvil, que de no ser por el leve movimiento de su vientre desnudo, hubiese podido creer que estaba muerto. En cuanto al indio Clyde Lightfeather, estaba alerta y dentro de sí mismo, con su mente clara y receptiva. Con sus ojos cerrados, sintió en sus mejillas las brisas del amanecer y el aroma de la mañana en sus fosas nasales. No tuvo necesidad de orar; todo su ser era un dulce recuerdo, y así fue como oyó cantar a un ave. Dejó que el sonido lo atravesara; lo sintió pero no lo retuvo. Y luego oyó el paso saltarino y rumoroso de un arroyo. Lo oyó también sin retenerlo. Y entonces aspiró el perfume de la tierra de junio, el maravilloso olor húmedo, dulzón y denso de la vida que viene y de la vida que va y a este aroma se aferró, pues sabía que su meditación había terminado y que le había sido concedido un momento del tiempo de Dios. Abrió los ojos y, en lugar de las grandes masas del Centro Rockefeller, vio una antigua formación de tuliperos, todos ellos de cuatro metros y medio de diámetro en la base y tan altos que sólo las aves sabían dónde terminaban. Finos dedos del alba trazaron un encaje por entre los tuliperos y por el gran conocimiento que se proviene del gran tiempo, el indio supo que en la orilla del Hudson había canoas de corteza de abedul, puestas al abrigo de las inclemencias a la espera del día en que se las necesitase, y que el Hudson era el camino al valle Mohawk, donde estaban las lejanas viviendas iroquesas. Ya no esperó más, sino que se puso de pie de un salto y echó a correr entre los tuliperos. El sacerdote se había vuelto un momento para contemplar la imponente majestad de la catedral de San Patricio; cuando volvió a mirar, el indio había desaparecido. En lugar de sentirse complacido por haber logrado lo que deseaba el Cardenal, experimentó una sensación de pérdida. Horas después el Cardenal mandó llamar al padre O´Conner y éste le dijo que el indio había partido muy temprano a la mañana. -Confío en que no habrá habido ningún incidente desagradable. -No, Eminencia. -¿No intervino la policía? -No, Eminencia. Sólo intervine yo -dijo vacilante el padre O´Conner, y en lugar de irse, tosió. -¿Sí? -preguntó el Cardenal. -¿Me permite hacerle una pregunta, Eminencia? -Hágala. -¿Qué es el tiempo de Dios, Eminencia? El Cardenal sonrió, pero no divertido. La sonrisa era un giro hacia adentro, como si recordase cosas que habían sucedido mucho, pero mucho tiempo antes. -¿Eso era un concepto del indio? Turbado, el padre O'Conner contestó afirmativamente con una inclinación de cabeza. -¿Se lo preguntó a él? -No, no se lo pregunté. -Entonces -dijo el Cardenal-, cuando vuelva, le aconsejo que se lo pregunte. La herida Max Gaffey insistía siempre en que, esencialmente, la industria del petróleo se podía resumir en una simple expresión: lo que debe hacerse, pero no dónde debe hacerse. Mi esposa, Martha, no sentía ningún aprecio por Max y afirmaba que era un destructor. Supongo que lo era, pero ¿en qué difería, por ese motivo, de cualquiera de nosotros? Todos somos destructores, y si en realidad no practicamos directamente la destrucción, invertimos para que otros lo hagan y nos sirva para enriquecernos. Por mi parte, yo había invertido los escasos ahorros a que puede aspirar un profesor universitario en unas acciones que Max Gaffey me proporcionó. Pertenecían a una empresa llamada Trueno S. A., y la misión de la compañía era utilizar bombas atómicas para extraer gas natural y petróleo aprisionados en los enormes depósitos de esquisto que tenemos aquí en los Estados Unidos. El esquisto petrolífero no es una fuente de petróleo muy económica. Este está encerrado en el esquisto y alrededor del 60 por ciento del costo total está representado por los laboriosos métodos de extracción del esquisto de las minas, la trituración para liberar el petróleo y luego la separación del esquisto agotado. Gaffey vendió a Trueno S. A. un método enteramente nuevo, con el cual se empleaban bombas atómicas sobrantes para la extracción del petróleo esquistoso. Expresado en términos muy simples, se practica una perforación muy profunda en depósitos de petróleo esquistoso. Luego, se introduce una bomba atómica, haciéndola descender hasta que se posa en el fondo de esa perforación, después de lo cual se obtura la perforación y la bomba es detonada. Teóricamente, el calor y la fuerza desarrollados por la explosión atómica trituran el esquisto y ponen en libertad el petróleo, llenándose la caverna subterránea formada por la fuerza gigantesca de la bomba. El petróleo no arde debido a que la perforación está cerrada herméticamente y, de ese modo, con un costo comparativamente pequeño, pueden extraerse cantidades infinitas de petróleo -suficiente quizá para que dure hasta la época en que se produzca la conversión total de la energía atómica-, tan vastos son los depósitos de esquisto. Tal, por de pronto, fue la forma en que Max Gaffey me explicó su idea, en una especie de acicateamiento mental mutuo. Sentía él la máxima admiración por mi conocimiento de la corteza terrestre y yo, a mi vez, sentía una admiración igualmente profunda por su capacidad para hacer que apareciesen dos, cinco o diez dólares donde antes sólo había uno. Mi esposa no era tan complaciente con él ni con sus conceptos, y, por sobre todas las cosas, con el proyecto de introducir bombas atómicas en la corteza de la Tierra. -Es un error -dijo lisa y llanamente-. No sé por qué ni cómo, pero lo que sé es que todo lo relacionado con la maldita bomba está mal. -¿Pero no podrías mirar este asunto como una especie de salvación? -argüí-. Nos encontramos aquí en los Estados Unidos con bombas atómicas en cantidad suficiente como para aniquilar la vida en diez Tierras del tamaño de la nuestra; y cada una de ellas representa una inversión de millones de dólares. No podría estar más de acuerdo contigo cuando sostienes que son los objetos más aborrecibles y espantosos que ha concebido la mente humana. -¿Entonces cómo puedes hablar de salvación? -Porque mientras esas bombas están aquí inactivas, representan una amenaza constante, día y noche, la amenaza de que a algún general cabeza de chorlito o a un político sin cerebro se le dé por arrojarlas contra nuestros vecinos. Pero ya ves que Gaffey ha venido con la posibilidad de un uso pacífico para esas bombas. ¿No te das cuenta de lo que eso significa? -Lo siento, pero no -reconoció Martha. -Significa que podemos usar las malditas bombas para algo que no es suicidio, porque si eso se pone en marcha, será el fin del. género humano. Peto hay depósitos de esquisto petrolífero y gasógeno en lodo el planeta, y si podemos emplear la bomba para abastecer al hombre de combustible durante un siglo. y eso sin tomar en cuenta los subproductos químicos, podemos sencillamente encontrar una manera de emplear provechosamente esas bombas inmundas. -¡Ah! No es posible ni por un momento que lo creas -replicó burlona Martha. -Lo creo. Sin duda alguna, lo creo. Y sospecho que lo creía. Revisé los planes elaborados por Gaffey y sus asociados y no pude descubrir ninguna falla. Si la perforación se hacía debidamente, no habría desprendimientos nocivos. Sabíamos eso y poseíamos los conocimientos necesarios para hacer la perforación; se había demostrado por lo menos en veinte explosiones subterráneas. El temblor de la Tierra carecería de importancia a pesar del calor, no se produciría ignición de petróleo. y no obstante el costo de las bombas atómicas, la economía sería monumental. Más aún, Gaffey insinuó que alguna componenda entre el gobierno y Trueno S. A. estaba en estudio y que si resultaba tal como se había proyectado, las bombas atómicas no costarían a Trueno S. A. nada en absoluto, pues todo el asunto sería aceptado como un experimento de la sociedad. Después de todo, Trueno S. A. no poseía ningún yacimiento de esquisto petrolífero y no actuaba en la industria petrolera. Era sencillamente una organización de servicio dotada del conocimiento requerido y que a cambio de una remuneración, si el procedimiento daba resultado, produciría petróleo para otros. No se había mencionado cuales serían los honorarios, pero Max Gaffey, contestando a mi pregunta, sugirió que yo podría adquirir algunas acciones, no sólo de Trueno S. A., sino también de General Shale Holdings, una compañía financiera. Yo tenía en total unos diez mil dólares de ahorro disponibles y otros diez mil en títulos de American Telephone y del gobierno. Martha poseía también un poco de dinero suyo, pero eso lo dejé aparte y, sin decirle nada, vendí mis acciones y títulos de Telephone y del gobierno. Las acciones de Trueno S. A, se vendían a cinco dólares cada una, y yo compré dos mil. Las de General Shale se vendían a dos dólares y de éstas compré cuatro mil. No vi nada inmoral -tal como se considera la inmoralidad en el comercio- en los procedimientos adoptados por Trueno S. A.. Su relación con el gobierno no era distinta de las relaciones de varias otras compañías y mi propio proceso de inversión era perfectamente serio y honorable. Ni siquiera recibía información secreta, pues la idea de usar la bomba atómica para extraer petróleo de esquistos ha tenido amplia publicidad, aunque poco se la ha creído. Aun antes de que se llevase a cabo la primera explosión de prueba, las acciones de Trueno S. A. subieron de cinco a sesenta y cinco dólares cada una. Mis diez mil dólares se convirtieron en ciento treinta mil y un año después este valor se duplicó a su vez. Las cuatro mil acciones de General Shale subieron a dieciocho dólares, y del profesor modestamente pobre que yo era pase a ser un profesor modestamente rico. Cuando por fin, casi dos años después de que Max Gaffey me vino con la idea, realizaron la primera explosión de bomba atómica en un pozo horadado en un yacimiento de esquistos petrolíferos, yo había dejado atrás las simples ansiedades de los pobres, y había desarrollado un modo de vida enteramente propio de la clase media alta. Nos convertimos en una familia de dos automóviles, y mi Martha, que tan enemiga había sido de la idea, me acompañó a comprar una casa más grande. Ya en la casa nueva, Gaffey y su esposa vinieron a cenar y Martha misma se despachó dos martinis puros. Luego fue muy cortés hasta que Gaffey se puso a hablar del bienestar social. Pintó con palabras un cuadro venturoso de lo que podría rendir el petróleo esquistoso y lo ricos que podríamos ser. -¡Ah, sí, sí! -convino Martha-. Contaminar la atmósfera, matar más gente con más automóviles, aumentar la velocidad con la que podemos dar vueltas zumbando sin llegar precisamente a ningún sitio. -¡Oh, eres una pesimista! -opinó la esposa de Gaffey, que era joven y bonita, pero no un gigante mental. -Claro que el asunto tiene dos aspectos -admitió Gaffey-. No es posible detener el progreso, pero me parece que es posible orientarlo. -De la misma forma en que venimos orientándolo, para que nuestros ríos apesten, nuestros lagos sean cloacas llenas de peces muertos, nuestras aves se envenenen con DDT y nuestros recursos naturales queden destruidos. Todos somos destructores, ¿no es cierto? -¡Vamos, vamos! -protesté-. Las cosas son así. y todos estamos indignados, Martha. -¿De veras lo están? -Creo que sí. -Los hombres siempre han excavado la tierra -dijo Gaffey-. Si así no fuese. estaríamos todavía en la edad de piedra. -Y tal vez seríamos algo más felices. -No, no, no -dije yo-. La edad de piedra, Martha, fue una época muy desagradable. No puedes desear que volvamos a ella. -¿Recuerdan -dijo Martha despacio- que hubo una época en que los hombres hablaban de la Tierra como de una madre? Era la Madre Tierra y lo creían. Era la fuente de la vida y de la existencia. -Lo sigue siendo. -La han secado -dijo Martha-. Cuando se seca a una mujer, sus hijos perecen. Era una extraña y poética afirmación y,.tal como yo lo pensé, de mal gusto. Para castigar a Martha dejé a la señora Gaffey con ella, so pretexto de que Max y yo teníamos que conversar de ciertas cosas comerciales, lo cual en realidad hicimos. Entramos en el estudio nuevo de la nueva casa, encendimos cigarrillos de cincuenta céntimos de dólar cada uno y Max me describió minuciosamente lo que habían bautizado con mucho acierto el “Proyecto Hades". -La cuestión es -dijo Max- que yo puedo conseguir que entres en esto desde el principio mismo. Desde abajo. Están en el asunto once compañías, empresas muy sólidas y de buena reputación -y las nombró, lo cual me impresionó debidamente- y esas empresas aportan capital para lo que será una subsidiaria de Trueno S. A.. A cambio de su dinero se les da un veinticinco por ciento de interés. Hay además un diez por ciento en forma de certificados de opción para compra de acciones, puesto a un lado para consultas y consejos, y tú entenderás el motivo. Yo puedo acomodarte con un uno y medio por ciento alrededor de tres cuartos de millón-simplemente a cambio de. unas semanas que dediques y te pagaremos todos los gastos, además de otras compensaciones. -Da la impresión de ser interesante. -Tiene que ser más que una impresión. Si el "Proyecto Hades" resulta, el valor de tu parte aumentará diez veces dentro de cuestión de cinco años. No conozco manera mas rápida de llegar a millonario. -Está bien. Estoy más que interesado. Sigue. Gaffey sacó de un bolsillo un mapa de Arizona, lo desdobló y con un dedo señaló una parte recuadrada. -Esto -dijo- es lo que, según nuestros conocimientos geológicos, debe ser una de: las regiones más ricas en producción petrolera de todo el país. ¿Coincides conmigo? -Sí, conozco la región -respondí-. La he recorrido. Su potencial en petróleo es puramente teórico. Jamás nadie ha sacado algo de allí, ni siquiera agua salada. Es seco y muerto. -¿Por qué? -Es así -agregué encogiéndome de hombros-. Si pudiéramos encontrar petróleo guiándonos por presunciones y teorías, tú y yo seríamos más ricos que Creso. Como bien sabes, el hecho es que a veces hay y a veces no hay. Esto último con más frecuencia. -¿Por qué? Nosotros conocemos nuestro trabajo. Perforamos donde debe perforarse. -¿Adónde quieres llegar, Max? -A una especulación, especialmente en esta área. Hace meses que hablamos de esta especulación. La hemos puesto a prueba lo mejor posible. La hemos examinado desde todos los puntos de vista concebibles, y ahora estamos dispuestos a quemar más o menos cinco millones de dólares para comprobar nuestra hipótesis... siempre que... -¿Siempre que... qué? -Que tu experta opinión concuerde con la nuestra. Dicho con otras palabras, tiramos los dados junto contigo. Estudia la situación y si nos dices que sigamos adelante, seguiremos adelante. Y si nos dices que es un castillo de naipes, bueno... plegamos nuestras tiendas, como los árabes, y nos alejamos sigilosamente. -¿Sólo por lo que yo diga? -Sólo porque tienes conocimiento y sabes hacer las cosas. -Max, ¿no estás tomando el rábano por las hojas? Yo soy apenas un profesor de Geología de una universidad del Oeste sin importancia, y hay por lo menos veinte hombres que pueden enseñarme mucho... -A nuestro juicio, no. No en lo relativo al sitio donde encontrar lo que buscamos. Sabemos quiénes están en actividad y conocemos sus antecedentes en este aspecto. Eres modesto, pero nosotros sabemos qué es lo que necesitamos. De manera que no discutas. O es un trato hecho o no lo es. ¿No? -¿Cómo diablos puedo yo contestar cuando ni siquiera sé de qué me estás hablando? -Está bien... te lo explicaré en forma rápida y sencilla. Allí en un tiempo hubo petróleo, justo donde debe estar ahora. Después una convulsión natural ocasionó una falla muy profunda. La tierra se quebró y el petróleo descendió a una gran profundidad; en este momento hay bolsones gigantescos de petróleo enterrados donde ningún trépano los puede alcanzar. -¿A qué profundidad? -¡Vaya uno a saber! A veinte o treinta kilómetros. -Eso es muy profundo. -Tal vez sea más. Cuando piensas en esa medida por debajo de la superficie, te encuentras. con un misterio más obscuro que el de Marte o Venus... todo lo cual conoces. -Todo lo cual conozco -le dije y experimenté una sensación desagradable e incómoda, y sin duda en algún grado se me vio en el rostro. -No lo sé. ¿Por qué no dejas este asunto en paz, Max? -¿Qué motivo hay para que lo deje? -Vamos, Max... no estamos hablando de perforar para buscar petróleo. Veinte, treinta kilómetros... Hay un equipo cerca de Pecos, en Texas, y acaban de pasar el nivel de los veinticinco mil pies, y eso es lo que ocurre. O, tal vez otro millar, pero estás hablando de petróleo enterrado a cien mil pies por debajo de la superficie. No es posible hacer perforación para llegar ahí, lo único que podrán hacer es... -¿Qué? -Dinamitarlo. -Por supuesto... ¿Y qué encuentras de malo en esa idea? ¿En qué está equivocada? Sabemos, o por la menos tenemos una buena razón para creerlo, que hay una fisura que se abrió y se cerró. El petróleo debe estar sometido a una presión enorme. Introducimos una bomba atómica, una bomba mayor de las que hasta ahora hemos usado, y logramos que la fisura se abra. ¡Dios Todopoderoso! Sería el pozo más grande de toda la historia de la explotación petrolera. -Ya han hecho la perforación, ¿no es verdad Max? -Así es. -¿Hasta qué profundidad? -Veintidós mil pies. -¿Y tienen la bomba? Max asintió con una inclinación de cabeza. -Tenemos la bomba. Venimos trabajando en esto desde hace cinco años y hace siete meses los muchachos de Washington lograron que la bomba esté a su disposición. Está allá afuera, en Arizona, esperando... -¿Esperando qué? -Que tú revises todo y nos digas si podemos continuar. -¿Por qué? Ya tenemos suficiente petróleo... -¡Un demonio! Sabes perfectamente bien por qué... ¿Y supones que podemos dejar el asunto en suspenso, ahora, después de todo el dinero y el tiempo que en esto hemos invertido? -Aseguraste que desistirían si yo les decía que lo hiciesen. -Como geólogo a quien pagamos, te conozco lo suficiente como para darme cuenta de lo que ello significa en relación con tu habilidad y orgullo profesionales. Yo permanecí despierto la mitad de la noche hablando con Martha acerca de este asunto y tratando de colocar la cuestión dentro de un cierto marco moral. Pero lo único que pude conseguir fue la seguridad de que habría una bomba atómica menos con qué matar gente y destruir la vida en la Tierra y de que yo no podía discutir eso. Un día después estaba en el campo de la exploración, en Arizona. El lugar estaba bien elegido. Desde todos los puntos de vista, aquello era el sueño de un buscador de petróleo, y supongo que era conocido desde hacía medio siglo, pues se veían restos de un centenar de instalaciones inútiles, metal y madera podrida hasta donde la vista alcanzaba, cobertizos abandonados, remolques dejados junto con esperanzas perdidas, testimonios todo ello de la confianza que brota eternamente en el pecho de un atolondrado buscador de petróleo. Trueno s. A. era algo diferente, una gran instalación en mitad del hondo valle, un equipo de sondeo mayor y más completo que cualquiera de los que yo había visto, una pared para contener el petróleo en el caso de que brotase inmediatamente, un taller de maquinarias, un pequeño grupo electrógeno, por lo menos un centenar de vehículos de diversas clases y tal vez cincuenta casas rodantes. Bastaba con advertir la extensión y la vastedad de lo hecho allí en medio de aquellas tierras improductivas para sentirse atónito; y dejé que Max supiese lo que pensaba de su afirmación de que todo aquello se abandonaría si decía que la idea era descabellada. -Tal vez si... tal vez no. ¿Qué dices? -Dame tiempo. -Por supuesto, todo el tiempo que quieras. Jamás se me había tratado con tanto respeto. Anduve rondando por allí y, en un Jeep, recorrí el terreno y más o menos en un sentido y otro subí las laderas y volví a bajarlas; pero por mucho que revisaba el lugar, que husmeaba y calculaba, lo mío no sería más que una acostumbrada conjetura. Me convencí también de que ellos no abandonarían el proyecto aunque yo me opusiera y dijese que iba a ser un fracaso. Creían en mí como una especie de rabdomante, sobre todo si les decía que podían seguir adelante. Lo que en realidad buscaban era la corroboración por un experto de su propia fe. Y eso se advertía al solo ver que ya habían realizado una costosa perforación de veintidós mil pies, y que habían instalado todo aquel equipo. Si les decía que estaban equivocados disminuiría tal vez un poco su confianza, pero se recobrarían y encontrarían otro rabdomante. Cuando le hablé por teléfono a Martha se lo conté. -¿Bueno qué piensas tú honestamente? -Es comarca petrolera. Pero yo no soy el primero que hace esta observación brillante. La cuestión es si ello puede tomarse como indicio de que hay petróleo. -¿Lo hay? -No lo sé, no lo sabe nadie. Y delante de mis narices están agitando la esperanza de un millón de dólares. -Yo no puedo ayudarte -dijo Martha-. Tienes que resolver tú solo este conflicto. Claro que no podía ayudarme. Nadie podría haberme ayudado. El enigma estaba muy hondo, demasiado oculto. Sabemos cuál es el aspecto de la cara que la luna no nos enseña y sabemos algo acerca de Marte y de otros planetas, ¿pero qué hemos averiguado acerca de nosotros y del lugar en que vivimos? Al día siguiente de que hablé con Martha. me reuní con Max y su directorio. -Estoy de acuerdo -declaré-. El petróleo debe estar allí. Mi opinión es que ustedes tienen que continuar el plan y probar con la explosión. Me hicieron preguntas durante más o menos una hora, pero cuando uno está representando el papel de rabdomante, las preguntas y las respuestas pasan a convertirse en una especie de ritual mágico. El hecho en sí es que ninguno había hecho detonar una bomba de ese poder a semejante profundidad, y hasta que se hiciese, nadie sabría lo que podía suceder. Yo observé con gran interés los preparativos de la explosión. La bomba, con su revestimiento implosivo, fue hecha especialmente para esta tarea –rehecha, sería mejor expresarlo-, muy larga, casi siete metros, y muy delgada. Fue armada una vez que estuvo en la torre, y entonces la junta de directores, ingenieros, técnicos, periodistas, Max y yo nos retiramos al refugio y estación de control de hormigón, que había sido edificado a más de un kilómetro y medio del pozo. Un circuito cerrado de televisión nos comunicaba con la perforación; y aunque nadie esperaba que la explosión hiciese otra cosa que quebrar la Tierra en la superficie, la Comisión de Energía Atómica especificó las precauciones que debimos adoptar. Permanecimos en el refugio durante cinco horas mientras la bomba hacía su largo descenso, hasta que por fin nuestros instrumentos nos dijeron que estaba apoyada en el fondo de la perforación. Realizamos entonces una sencilla cuenta regresiva y el presidente del directorio oprimió el botón rojo. Los botones rojos y blancos son la gloria del hombre. Apriétese un botón blanco y una campanilla suena o se enciende una luz eléctrica; apriétese. un botón rojo y la fuerza infernal del sol entra en actividad, esta vez a cinco millas por debajo de la superficie terrestre. Tal vez fuese esta parte y este lugar de la superficie terrestre; tal vez no hubiese ningún otro lugar donde esto mismo exactamente hubiese ocurrido. Tal vez la falla que desviaba el petróleo estuviese a mayor profundidad de lo que habíamos imaginado. La realidad no se conocerá jamás; nosotros sólo vimos lo que vimos. observándolo a través del circuito cerrado de televisión. Vimos que la Tierra se dilataba. La dilatación aumentaba, como una burbuja -una burbuja de alrededor de doscientos metros de diámetro-, y entonces la superficie de la burbuja se disipó en una columna de polvo o de humo que se elevó tal vez a quinientos pies del fondo del valle, permaneció allí un momento con el sol amenazante detrás de ella, tal como la misma columna de fuego del Monte Sinaí, y finalmente se elevó íntegra y se deshizo repentinamente en el viento. Hasta en nuestro refugio oímos el retumbar ensordecedor, y, al quedar despejada la superficie del enorme orificio que el polvo había abandonado, una columna de petróleo que quizá tuviese treinta y cinco metros de diámetro se elevó borboteando. ¿Pero sería petróleo? En el instante en que lo vimos, los que estábamos juntos en aquel lugar lanzamos tremendos gritos de entusiasmo, pero de pronto las exclamaciones se interrumpieron por obra y gracia de su propio eco. Nuestro sistema de circuito cerrado de televisión era en colores, y la columna de petróleo tenía un color rojo vivo. -¡Petróleo rojo! -murmuró uno. Siguió el silencio. -¿Cuando podremos salir -preguntó otro. -Dentro de diez minutos. El polvo seguía en la altura y se alejaba en dirección contraria; y durante diez minutos seguimos de pie observando la burbuja de brillante petróleo rojo que salía del orificio y que formaba un gran estanque dentro de las paredes de contención, llenando el espacio disponible con rapidez sorprendente y rebasándolo, pues la erupción debió ser de cien mil galones por segundo o tal vez más, y luego, fuera de las paredes y en una masa que se extendía por todo el. valle, su nivel. subió tan rápidamente que desde la altura en que nosotros nos encontrábamos vimos que quedaríamos aislados por completo de la instalación. En este momento ya no esperamos, sino que nos arriesgamos a sufrir las consecuencias de la radiación.y echamos a correr por la colina del desierto hacia la perforación, las casas rodantes y los camiones, pero no con rapidez suficiente. En el borde de un gran lago de petróleo rojo tuvimos que detenernos. -No es petróleo rojo -dijo alguien. -¡Maldición, no es petróleo! -¿Qué saben ustedes? ¡Es petróleo! Estábamos retrocediendo al tiempo en que aquella masa líquida se extendía y subía y cubría los camiones y las casas, y llegaba a una depresión del valle y pasaba por ella descendiendo al desierto, y se internaba en las sombras que proyectaban las grandes rocas, lanzando reflejos rojos a la luz del sol poniente, y más tarde reflejos negros en la obscuridad. Alguien tocó el líquido viscoso y se llevó la mano a la boca. -¡Es sangre! Max estaba a mi lado y dijo: -Está loco. Algún otro dijo también que era sangre. Yo metí un dedo en el líquido rojo y lo llevé a mi nariz. Era cálido, casi muy caliente, y no cabía error alguno en cuanto al olor de la sangre caliente y fresca. Tomé el gusto con la punta de la lengua. -¿Qué es? -me dijo en voz baja Max. Los demás se congregaron en torno, silenciosos, con el sol rojo poniéndose del otro lado del lago rojo y el rojo reflejado en nuestras facciones, destellando en nuestros ojos. -¡Dios Santo! ¿Qué es? -inquirió Max. -Es sangre -contesté. -¿De dónde? Todos guardamos silencio. Pasamos la noche en un lado del montecillo en el cual se había edificado el refugio, y por la mañana, hasta donde nuestra vista alcanzaba, estábamos rodeados por un mar de sangre roja caliente y humeante, cuyo olor era tan penetrante y denso que todos nos sentíamos asqueados; y todos vomitamos unas seis veces antes de que viniesen helicópteros a rescatarnos. Al día siguiente de mi regreso a casa, Martha y yo estábamos sentados en la sala de estar, ella con un libro en las manos y yo con el diario, en el cual había leído sobre los intentos para contener la afluencia de líquido, y que ni siquiera con trajes de buzo podían descender al lugar de donde surgía; Martha levantó la vista de su libro para decirme: -¿Recuerdas aquello que Se contaba de una madre? -¿Qué? -Algo muy antiguo. Creo que oí decir una vez que databa de tiempo inmemorial, o tal vez fuese una fábula griega..o algo similar, pero de todas maneras, la madre tenía un hijo que era el deleite de su corazón y todo cuanto puede ser un hijo, para una madre, y de pronto el hijo se enamoró de una mujer bella y perversa y cayó bajo su hechizo; una mujer perversa y muy bella. Y él deseó complacerla, oh, lo hizo realmente, y le dijo: "Lo que desees, te lo traeré..." -Lo cual es como no decir nada a una mujer, pero de cualquier manera... intervine yo. -No voy a discutirte eso -dijo suavemente Martha-. porque cuando él se lo dijo, ella contestó que lo que deseaba más que nada en el mundo era el corazón viviente de su madre, arrancado de su pecho. ¿Y qué supondrás que hizo este indigno y homicida idiota, sino correr a su hogar, donde estaba la madre, y con un cuchillo abrirle el pecho y arrancarle el corazón viviente de su cuerpo...? -No me gusta tu cuento. -...y con el corazón en la mano, corrió veloz y alegremente a juntarse con la mujer amada. Pero en el. Camino, atravesando el bosque, se le enredó un dedo del pie en una raíz, vaciló y cayó cuan largo era, y de resultas del golpe el corazón de la madre se le escapó de la mano. Al levantarse y acercarse al corazón, éste le dijo: “¿Te lastimaste al caer, hijo mío?" -Un relato encantador. ¿Pero qué es lo que demuestra? -Supongo que nada. ¿Cesará en algún momento esta sangría? ¿Cerrarán la herida? -No lo creo. -¿Entonces tu madre seguirá sangrando hasta que su vida se extinga? -¿Mi madre? -Sí. -¡Oh! -Mi madre -dijo Martha-. ¿Sangrará hasta morir? -Supongo que sí. -¿Eso es lo único que sabes decir, que supones que sí? -¿Qué otra cosa? -Supongamos que les hubieses dicho que no siguieran con su idea. -Martha, eso me lo pediste veinte veces. Ya te dije. Hubiesen buscado otro rabdomante. -¿Y otro? ¿Y otro? -Sí. -¿Por qué? -dijo ella gritando-. ¿Por amor de Dios, por qué? -No lo sé. -Pero ustedes, hombres despreciables, saben todo lo demás. -Casi lo único que sabemos es matar. Eso no es todo lo demás. Nunca hemos aprendido a dar vida a nada. -Y ahora es demasiado tarde -dijo Martha. -Sí, es demasiado tarde -aprobé, y volví a la lectura de mi diario. Pero Martha siguió sencillamente allí sentada, con el libro abierto en su regazo, contemplándome: y luego, después de un rato, cerró el libro y subió a acostarse. El Wall Street Journal de mañana Exactamente a las 8:45 de la mañana, llevando un ejemplar del Wall Street Journal del día siguiente bajo su brazo, el diablo llamó a la puerta del departamento de Martin Chesell. El diablo era un comerciante de relativa edad y bastante apuesto, vestido con un traje de piel de tiburón color gris de doscientos dólares, zapatos de cuarenta y cinco dólares, una camisa hecha a medida y una corbata de seda italiana color gris metálico de veinticinco dólares. Usaba un sombrero de cuarenta dólares, que se quitó ceremoniosamente al abrirse la puerta. Martin Chesell, que vivía en el piso undécimo de uno de esos altos edificios de departamentos que aparecían como hongos en la Segunda Avenida durante las décadas del setenta y del ochenta, vestía pantalones y una camisa, ninguno de los cuales mostraba ser de linaje o de precio. Su esposa, Doris, acababa de decirle: -¿Qué clase de loco puede ser a esta hora? Será mejor que observes por la mirilla. -Te vas a llevar una gran sorpresa -contestó mientras miraba por la mirilla. Era hombre que conocía cuándo una corbata y una camisa eran buenas con sólo verlas. Martin Chesell abrió la puerta y preguntó al diablo qué deseaba. -Yo soy el diablo -contestó éste cortésmente-. Y vengo aquí a hacer un trato por el Wall Street Journal de mañana. -Lárguese de aquí, farsante -dijo Martin disgustado-. El hospital está del otro lado del río, a seis cuadras de aquí. Vaya a pedir que lo internen. -Yo soy el diablo -insistió el diablo-. Soy realmente el diablo, lo juro por mi honor. Luego empujó a Martin a un lado y entró en el departamento, pues tenía algo más de fuerza que el común de la gente. -¿Quién es, Martin? -gritó su esposa, y acudió para ver. Estaba vestida para salir a su empleo en la casa Bonwit, donde vendía vestidos hasta que los pies se le cansaban -todos los días cerca de las cuatro y veinte- y en el curso de una jornada veía tantas caras como para reconocer por el olor simplemente al diablo cuando lo tuvo cerca. -Pregúntele a su esposa -dijo el diablo afablemente. -No me extrañaría -dijo Doris-. ¿Qué viene usted a ofrecer, señor? -El Wall Street Journal de mañana -repitió amablemente el diablo-. Lo que desean y sueñan todos. -Es una frase remanida -dijo Mattin Chesell-. Se la ha usado hasta el cansancio. No sólo se ha escrito una docena de malas historias acerca de eso, sino que el New Yorker publicó un dibujo sobre el mismo tema. Un vagabundo viejo y cansado baja la vista y junto a sus pies tiene el Wall Street Journal del día siguiente. -De ahí saqué yo la idea -asintió muy decididamente el diablo. Fundamentalmente, soy conservador, pero no es posible seguir eternamente con lo mismo de siempre, ¿sabe? Penetró con paso ágil. en la sala de estar, mirando fugazmente al dormitorio con su cama deshecha. y midiendo con otra mirada los muebles baratos y de mal gusto, después de lo cual extendió el diario en la mesa. Martin y Doris lo siguieron y miraron la fecha. -En la calle cuarenta y ocho hay una imprenta donde hacen esos titulares -dijo Doris dándoselas de sabihonda. -¡Ah! ¿Y las páginas interiores también? -el diablo pasaba hojas. -¿Podría usted dejarme que mire la última página? -dijo Martin. -¡Ah! Eso cuesta dinero. -Señor, váyase. El diablo no existe y usted no es más que un loco. Mi esposa tiene que ir a trabajar. -¿Pero usted no? Usted no tiene empleo. Son felices, pero ¿qué puede hacer un demonio para demostrar su identidad? ¿Enseñar mi registro de conductor? ¿O esto? Puntos azules de fuego danzaban en sus uñas. -¿O esto? -y en la frente del diablo aparecieron dos cuernos, que brillaron durante un momento y se desvanecieron después. -¿O esto? Alargó un dedo índice y un pulgar y entre ellos apareció súbitamente una antigua moneda de oro de veinte dólares. Se la tiró a Martin, quien la tomó en el aire y la examinó cuidadosamente. -No me venga con esos ardides -dijo el diablo-. Mire dentro de su propio corazón si duda de mí, muchacho. ¿Hacemos trato? Yo vendo -usted compraun ejemplar del Wall Street Journal de mañana. ¿De acuerdo? -¿Cuál es el precio? -interrogó Doris, con comercial precisión, yendo directamente al asunto, mientras su marido, pasmado, seguía mirando la moneda. -El precio corriente. Es un precio que no cambia nunca. Un alma humana. -¿Por qué? -dijo vivazmente Martin, alargando la moneda. -Guárdela, hijo mío -le dijo el diablo. -¿Por qué un alma humana? ¿Qué hace usted con ellas? ¿Las colecciona? ¿Les pone marco? -Tienen sus aplicaciones, oh sí. realmente. Sería larga y complicada la explicación. pero nosotros les concedemos gran valor. -Yo no creo tener alma -dijo bruscamente Martin. -¿Entonces qué pierde usted al vendérmela? Vender lo que no tiene sin estafar al comprador es un excelente negocio, Martin... todo ganancias y nada de pérdidas. -Yo le venderé la mía -dijo Doris. -¡Oh! ¿Me la vendería? Pero no sirve. -¿Por qué no? -Sencillamente porque no sirve -dijo él y miró la hora en su reloj, un hermoso reloj de bolsillo de oro y con unos pequeños duendecillos que se arrastraban por toda la superficie-. ¿Sabe una cosa? No dispongo de todo el tiempo en el mundo. Debe usted decidirse. -¡Por amor de Dios! -dijo Doris-. Véndele tu maldita alma. ¿O hemos de pasar el resto de nuestras vidas en esta inmunda ratonera de tres habitaciones? Porque si eso es lo que va a ocurrir, tú vivirás solo, querido Martin. Estoy harta de verte sentado en un lado u otro mientras yo me mato trabajando. Tesoro mío, tú eres quien pierde y es posible que ésta sea tu última oportunidad. -¡Una mujer extraordinaria! -dijo el diablo encantado Tiene bien puesta la cabeza, Martin. -¿Como puedo saber...? -Martin, Martin, ¿qué es lo que tienes que perder? -Mi alma. -De cuya existencia dudas con motivo. Vamos. Martin... -¿Cómo? -Es anticuado, pero sencillo. Aquí tengo el contrato, todo muy explícito y legal. Léalo. Un pinchacito, una gota de sangre sobre su firma y el Wall Street Journal de mañana será suyo. Martin Chesell leyó el contrato. Como por magia, en la mano del diablo apareció un alfiler. Un pinchazo en un pulgar y de él salió una gota de sangre que cayó sobre la firma. -Todo lo cual hace que sea muy legal y que deba cumplirse -agregó el diablo, sonriendo y entregando el papel a Martin. Doris se olvidó de su empleo y Martin se olvidó de su alma, y abrieron el diario con manos temblorosas, pasando a la penúltima página, donde aparecen las cotizaciones de la bolsa de Nueva York y examinaron la lista. El diablo observó todo plácidamente divertido, hasta que de pronto Martin giró sobre sus talones y exclamó: -¡Cretino! Este es un día fatal. Todos los valores están en baja. -No tanto, Martin, no tanto -replicó el diablo tratando de apaciguarlo-. Nunca está todo bajo. Algunas acciones están altas, otras están bajas. Reconozco que no es el día más inspirado, pero hay una o dos sorpresas. Mire las de la antigua "Mother Bell". -¿Cuál? -American Telephone -dijo el diablo-. Mírela, Martin. Martin miró. -Ha subido cuatro puntos -dijo con voz baja-. Esto no tiene sentido en absoluto. American Telephone no ha subido cuatro puntos en un día desde que Alexander Graham Bell inventó el teléfono. -Sí, ha subido, Martin. En realidad, sí. Puede ver que hasta las dos del día de hoy oscilará más o menos en la misma forma de siempre, y que entonces, a las dos en punto, la gerencia anunciará la entrega de dos acciones por cada una de las actuales. Sí, Martin, sí, dos por una. Lea nuevamente esos precios y verá que alcanzan un máximo de cinco dólares con setenta y cinco centavos por encima del precio de las dos en punto, aun cuando al cerrar sólo estén con cuatro puntos de ventaja. De manera, Martin, que ya ve; si vende al máximo, puede ganar limpios cinco dólares o algo más, la cual es un beneficio espléndido para un negocio tan rápido. No hay ninguna razón por la cual no sea muy rico antes de que termine el día. NInguna razón en absoluto. -¡Martin! -gritó Doris-. Vamos a hacer el negocio. Lo haremos, Martin. Esto es enorme, la gran manzana roja que hemos esperado tanto tiempo. ¡Oh, Martin! ¡Te amo, te amo, te amo! El demonio miró complacido, se puso el sombrero de cuarenta y cinco dólares y se fue. Apenas si notaron ellos que había desaparecido, tan ansiosamente pensaban en la forma adecuada de vestirse para ganar un millón. Doris hizo el nudo de la corbata de Martin, cosa que no hacIa desde mucho tiempo atrás. Martin expresó su admiración por el vestido que ella se puso y con toda calma se declaró de acuerdo cuando ella le dijo vivazmente: -Guarda ese diario en un bolsillo interior. Que nadie lo vea... y fíjate bien que digo nadie. -Tienes mucha razón, tesoro. -Martin, ¿qué vamos a ganar? Cinco dólares por acción, ¿no es eso? -Eso es, mi vida. Podríamos comprar veinticinco mil acciones... o sea cuatrocientos mil dólares, mi amor. Cien mil dólares, cien mil verdes dólares. -Martin, ¿te has vuelto loco? Esta es la única, la única y verdadera oportunidad, y tú hablas de cien mil dólares. No, compramos doscientas mil acciones y de esa manera ganamos medio millón. Medio millón de dólares, Martin. Limpios y hermosos dólares. -Está bien, nena. Pero no estoy seguro de que se puedan comprar cien mil acciones de una compañía como American Telephone and Telegraph sin influir en el precio. Si nosotros hacemos que suba... -Martin, nosotros no podemos hacer que el precio suba. -¿Cómo lo sabes? ¿A qué se debe que te consideres un genio tan grande en cuestiones financieras? -Martin, es posible que yo no sepa una sola palabra acerca de la bolsa, pero sé a cuánto van a cerrar hoy. Querido, ¿no lo ves? Tenemos el WaIl Street JournaI de mañana. Lo sabemos. Por muchas acciones que compres de esa compañía, la cotización se mantendrá fija hasta eso de las dos y entonces subirá cinco dólares con setenta y cinco centavos. ¿No fue eso lo que.dijo? Martin abrió el diario y se concentró en su lectura. -¡Exacto! -exclamó triunfalmente-. Aquí dice justamente eso: no hubo variación ninguna hasta las dos de la tarde y desde ese momento ¡arriba! -De manera que podríamos comprar doscientas mil acciones tranquilamente y ganar un millón. -¡Tienes razón, muchacha! ¡Tienes mucha razón! -Doscientas mil acciones, pues... ¿Es así, Martin? -Sí, niña, te oigo bien. Tomaron un taxi para ir al centro, a la oficina de corredores de bolsa de Smith, Haley y Penderson, sita en la calle 53. Cuando se tiene, se gasta. -¿Almorzaremos hoy en el Cuatro Estaciones? -le preguntó Doris. -Muy bien pensado, querida. Muy bien pensado. Los ricos son felices. Cuando él y Doris se acercaban al escritorio de Frank Gibson, su aplomo y su placer eran contagiosos. Frank Gibson había sido condiscípulo de facultad de Martin y había ejercido la supervisión de algunas desdichadas operaciones de bolsa, y aunque no consideraba a Martin uno de sus clientes más importantes, los recibió sonriendo y diciéndoles que era una alegría verlos. -A los dos -agregó-. ¿Tienes el día libre, Doris? Doris dio a entender que los días libres eran lo que menos le preocupaba en ese momento, y Martin esbozó su propósito con aquel sentido seguro, y superior que tiene siempre quien compra acciones en cantidad. Pero en vez de saltar de alegría, Gibson lo contempló preocupado. -Siéntense, por favor -dijo. Se sentaron. -Si te he entendido bien, Martin. quieres comprar doscientas mil acciones de American Telephone. Te estás burlando de mí. -No, hablamos completamente en serio. -Aunque hables en serio, te burlas de mí, Martin. Esa clase de bromas... bueno, no gustan a algunos. Hay quienes se enojan. -Mira, Frank -dijo Martin-, tú eres corredor de bolsa. Eres un hombre que atiende clientes. Yo soy un cliente. Vengo a comprar y tu me dices cortésmente que me vaya de paseo. -Martin -contestó Gibson pacientemente-, esa cantidad de acciones de American Telephone equivale a más de diez millones de dólares. Esto significaría que tú debes tener por lo menos seis millones, un poco más o un poco menos, como respaldo. ¿.De qué serviría seguir hablando? De modo que puedes ir con tu chiste a cualquier otro lugar. -¿Quieres decir que no aceptas mi pedido? -¡Martin, Martin! Ninguno aceptará tu pedido. Porque debes estar mal de la cabeza para hablar siquiera de esa manera siendo así que yo sé que entre tú y Doris pueden tener quizá... veinte centavos. -¡Es muy feo lo que dices! -¡Pero es verdad! -¡Por amor de Dios, Martin! -lo interrumpió Doris-. Háblale con claridad y haz el negocio de una vez. Te explicaré lo que pasa, Frank. Tenemos información confidencial de que las acciones de Telephone van a subir cinco puntos esta tarde. -A las dos anunciarán un aumento del caudal accionario, lo cual se cumplirá. -¿Cómo lo saben? -Lo sabemos. -No lo sabe nadie. Hace meses que circula ese rumor. Las acciones de Telephone constituyen el grupo más rebelde a las infiltraciones que hay en el mercado. Tú estás pidiendo lo que puede ser la venta total de un día, y esta firma no podría sostener esa operación ni por un momento. Está fuera de toda razón. -¿Quieres decir que no me vas a vender las acciones? -Cien acciones de Telephone... sí, por supuesto. Tienes cuenta en esta casa. Compra cien acciones. No seas avaro. Salieron airosamente de la oficina sin esperar a que Gibson terminase de hablar. El paso siguiente fue visitar al hermano de Doris, que era abogado y vivía espléndidamente bien con su profesión y podría haber seguido viviendo así de no haber visto nuevamente a Martin Chesell. -¿Me pides que te salga de garante por un crédito de seis millones de dólares? Estás bromeando. -No estoy bromeando. Hablo muy en serio -replicó Martin, pensando para sus adentros que aquel hombre era un hijo de mala madre y no conocería placer mayor que despedirlo con caras destempladas el día en que viniese a pedirle algo. Sería nada más que cuestión de tiempo. -¿Puedo preguntar para qué? -dijo el cuñado. -Para hacer una inversión en la bolsa -contestó Martin-. Estoy desesperado. Son las once. Esta es la primera gran oportunidad que tengo en mi vida. Hazme ese favor -suplicó-, ¿o es que quieres que te lo pida de rodillas? -Sería una posición interesante para un ganso como tú -dijo.el cuñado-. Yo te saldría de garante con todo placer por setenta y cinco centavos, Martin. Por un dólar entero te digo desde ya que no. -Es posible que seas mi hermano -dijo Doris-, pero para mí eres una porquería. Eran las once y media cuando llegaron a la sucursal del Chase Manhattan en la parte superior de la avenida Madison. Martin había sido compañero de estudios del hijo del gerente, y luego de haberse presentado a sí mismo y presentado a Doris, el hombre escuchó atentamente. -Por supuesto, sería para nosotros una satisfacción facilitarle el dinero manifestó-. La cantidad que desee, siempre que ofrezca una garantía aceptable. -¿Serían garantía suficiente las acciones de American Telephone? -preguntó ansiosamente Doris. -De lo mejor que existe. Y creo que hasta podríamos llegar a facilitarles el ochenta por ciento del valor de bolsa. -¡Ya ves, Martin! -exclamó Doris-. Yo sabía que haríamos el negocio. ¿Podemos conseguir el dinero inmediatamente? -Me parece que sí, por lo menos en quince minutos. ¿Tienen las acciones en su poder? Doris se sintió decepcionada, mientras Martin explicaba que ellos pensaban usar ese dinero para comprar las acciones. -Bueno, eso es algo diferente, ¿no le parece? Yo me temo que en esa condición el préstamo sea imposible... a menos que ya tengan en su poder acciones en cantidad suficiente. No hace falta que sean de American Telephone. Cualquiera que se cotice en la bolsa... -Usted no me entiende -insistió Martin, mirando el reloj de la pared-. Tenemos que comprar esas acciones antes de las dos. -Supongo que tienen buen motivo para ello. Pero no podemos ayudarlos. -¡Piojo repelente! -dijo Martin cuando estuvieron en la calle-. Apesta. Todo el Chase Manhattan apesta. Tienes un amigo en el Chase Manhattan y es como si tuvieses un enemigo. ¿Sabes qué es lo que me gustaría hacer? Subir allá a esa ventana y asaltarlos, eso es lo que me gustaría. Tampoco el First National City ni el Chemical New York se mostraron más generosos y de igual manera Merrill Lynch se negó a abrir una cuenta con una compra de esa importancia el primer día. A la una y cuarenta y cinco estaban de vuelta en la oficina de Smith, Haley y Penderson insistiendo otra vez ante Frank Gibson. -Tengo una tarea que cumplir -les dijo Gibson-. Quizá no me crean. pero estar encargado de atender clientes es un trabajo como cualquier otro. No me dificulten las cosas, déjenme cumplir mi tarea. -Son las dos menos cuarto -le dijo Martin. -¡Oh, Jesús! Enséñale el maldito Wall Street Journal -exclamó Doris. -¿Porqué no te mueres? -¿Por qué no tienes un poco de talento? Son las dos menos diez. Enséñale el diario. Martin sacó el diario y lo empujó hacia Gibson. -Ahí tienes el Wall Street Journal de mañana. Todas las cotizaciones de bolsa... completas, con los cierres de hoy. -Ustedes dos están locos. ¿Qué pretenden que haga? ¿Que arme un escándalo? ¿Que llame a la policía? -Mira la fecha sencillamente. ¿Estoy pidiendo demasiado? ¡Dios Santo! Si yo me estuviese ahogando, ¿alargarías una mano. para ayudarme? Lo que te pido es que mires la fecha. -Está bien, miro la fecha -Gibson tomó el diario y se fijó. Después clavó la vista en el dato. Volvió la página y finalmente miró la fecha de la última página. Entonces abrió el diario. -Martin, ¿de dónde has sacado esto? -Ahora me crees. Ahora Martin no es un piojoso inmundo. Ahora Martin vuelve a ser tu ex compañero de clase. ¿Comprarás las malditas acciones? -Martin, no puedo. Aun cuando creyera que este diario no fuese una superchería... -¡Superchería! ¿Sabes que...? Su voz se perdió. Gibson estaba mirando las noticias de la pantalla del frente de la oficina, donde de pronto vio que los directores de American Telephone habían decidido entregar dos acciones por cada una de las existentes, una vez que fuese aprobado por los accionistas. -¿Comprarás las acciones? -preguntó plañidero Martin-. ¡Oh, Dios mío! ¿Harás el favor de comprar las acciones? -No puedo, Martin. -Ya han subido dos puntos -dijo Doris-. ¿Por qué no me mato? No, podría haberme tirado bajo un tren subterráneo o hacer una cosa parecida. No, señor. Tuve que casarme con Chesell. A las dos, cuando cerró la bolsa, American Telephone estaba cuatro puntos por encima de su precio de apertura. A las cuatro y cuarto, los Chesell tuvieron una de sus pequeñas peleas. Si no hubiera sido por lo agotados que se sentían después de tanto trajín, podría haber sido una pelea mayúscula. Tal como ocurrieron las cosas, no hubo nada físico, apenas unas cuantas recriminaciones: una discusión en que una palabra llevaba a otra. Doris inició el altercado diciendo: -Cáete muerto... y nada más. -Con tal de que entiendas que el sentimiento es mutuo. -¡Estupendo! Y yo también he sentido eso, precioso. Las palabras no pueden reflejar lo que siento hacia ti. Me asqueas. Además me revuelves el estómago. También apestas... y ahora he decidido hacer una siesta. De manera que puedes irte de aquí. Martin se fue al living room y ella cerró con un portazo. En ese momento golpearon suavemente a la puerta del departamento. Martin abrió y era el diablo. -Saludos, amigo -dijo haciendo gala de buen carácter. -¡Sí que tiene usted una desfachatez! -exclamó Martin-. ¡Miserable hijo de perra! Después de lo que me ha hecho. se atreve a volver... -¿Qué es lo que he hecho? Martin, Martin, entiendo que esté enojado, pero esa manera impulsiva de hablar no viene a cuento. -Usted me enredó. -Muchacho, Martin -dijo el diablo benévolamente-, ¿hicimos o no hicimos un trato honesto, una especie de trueque, mercadería dada, mercadería entregada? ¿No fue así? -Usted sabía lo que iba a pasar. -¿Y qué fue sencillamente lo que pasó. Martin? ¡Por qué se enoja de ese modo? Yo le di el Wall Street Journal de mañana y usted de pronto, pero no inesperadamente, descubrió que no tenía dinero. Lección número uno: el dinero llama al dinero. Se aprende con gran facilidad... y se queja. -Porque he perdido mi única inmunda oportunidad -dijo Martin-. La única inmunda oportunidad de mi vida y la he echado a perder. La única oportunidad de colocarme directamente y la he malgastado. -¡Martin! -No, a usted no le importa. Bueno... en cuanto a mí, puedo decir que estoy harto y cansado de usted, de manera que váyase. ¡Salga inmediatamente! -Martin -dijo el demonio, procurando calmarlo. -¡Fuera! -¡Caramba, Martin! -¿Y usted pretende decirme que no sabía lo que iba a ocurrir? -Martin, claro que yo sabía lo que iba a ocurrir. Hace mucho tiempo que practico este juego. Y la gente es tan desdichadamente predecible. Pero lo que pasó hoy carece de importancia. -¿Carece de importancia? -No tiene ninguna absolutamente. Lo verdaderamente importante es que me vendió su alma. Eso es lo que en realidad ha sucedido. ¿Riquezas? No hay problema. Riqueza, poder, éxito... ningún problema, Martin. Todo sigue. Una vez que me ha vendido su alma, todo lo demás es suyo... todo, Martin. Querido muchacho, se pone triste, se pone tan mórbido... Anímese. El Wall Street Journal, ¿a quién le hace falta? ¿Quiere un dato secreto para mañana Cimeron Lead... cuatro dólares por acción. Cerrará en siete. Compre unas pocas acciones, dinero pequeño, pero compre algo. -¿Con qué? -preguntó amargado Martin. -Con dinero, mi querido Martin. Dinero hay donde quiera que dirija su mirada. Por ejemplo, tiene una póliza de seguro de vida sobre su mujer, ¿no es así? -Los dos nos hemos asegurado, uno a favor del otro, por veinte mil dólares. -Una linda suma para empezar, Martin. Con menos se han iniciado fortunas. Y a usted, además, no le gusta ella en absoluto, ¿no es verdad? -¿Por qué no quiso hacer trato por el alma de ella esta mañana? -preguntó Martin de pronto. -Querido Martin, el alma de Doris no vale nada. En los cinco años de matrimonio, usted se la ha estropeado tanto que ya nada vale. Usted tiene un talento extraordinario para la destrucción, Martin. El alma de su mujer es como si no existiese, y no resulta muy agradable vivir a su lado, ¿no es verdad, Martin? Martin asintió con un movimiento de cabeza. -Y hoy está tan decaída... Debe resultar comprensible que sea capaz de tirarse por la ventana de un piso undécimo. ¡Pobre mujer! Pero algunas ganan y otras pierden, Martin. -Yo no cobraría el seguro hasta dentro de diez días -dijo Martin. -Ha pensado muy bien. Eso me gusta. Ahora está usando la cabeza, muchacho. Tranquilícese. Tengo un dato mejor para la semana que viene. Datos, oportunidades, licor bueno, comida sabrosa, mujeres que no se quejan, y dinero, mucho dinero. Querido Martin, ¿por qué titubeas? Martin entró en el dormitorio, cerrando la puerta detrás de él. Se percibieron ruidos de una breve reyerta, y luego un chillido prolongado y espantoso. Cuando Martin salió del dormitorio, el diablo lanzó un suspiro y dijo: -¡Pobre muchacho! Va a sentirse muy decaído esta noche. Tenemos que cenar juntos. Yo lo invito, por supuesto. Y para consolarlo... Sacó de un bolsillo interior un ejemplar muy bien doblado del Wall Street Journal. -El del miércoles que viene. De hoy en diez días -le dijo. El intervalo Pocos quieren ver las cosas como son, pero hay un principio y un fin; así ocurre, y después que uno ha pasado los cincuenta años, esta realidad lo mira de lleno al rostro. Uno lee las páginas necrológicas y descubre que personas de su propia edad e incluso más jóvenes están muriendo y entonces esta realidad se cierra sobre uno y llega a sentirse solo, tal como yo me sentía. Cuando hace mucho, pero mucho tiempo que uno está decentemente casado, es una suerte si le toca irse primero; pero si uno se queda, entonces no tiene más remedio que mirarse a sí mismo y preguntarse qué está esperando. Yo me dirigí al norte de Connecticut, a las montañas de los Berkshires, para estudiar la posibilidad de poner en venta nuestra casa de veraneo; pero sólo al hablar con el agente inmobiliario del lugar, me encontré con que yo carecía de idea alguna sobre la propiedad. Yo era indiferente a precios y condiciones, y en vista de que resulté un cliente tan fácil de complacer, el hombre me dedicó unas cuantas humoradas y luego dijo en forma indirecta, tal como acostumbran los de Nueva Inglaterra: -¿Qué me dice de esos que están allá en la Luna? Estos yanquis cambian el tema cuando les conviene: yo estaba hablando de la casa, pero él quería hablar de la Luna, dando con ello a entender que respetaba mi persona y que quería corresponder al favor que le hacía con mi fácil complacencia, en su estilo peculiar de Connecticut. Lo tenía sin cuidado lo que yo pensase o sintiese acerca de la Luna; él mismo se sentía fastidiado y me pregunté si el mundo entero no sentiría un poco de fastidio también. -Linda Luna llena tenemos esta noche -dijo el hombre, en vista de que yo no le contestaba. Asentí con la cabeza y lo dejé; con el automóvil anduve por la calle principal hasta e! camino del Viejo Turco Glotón. y luego recorrí las tres millas que me separaban de la casa. Ésta se hallaba edificada sobre una loma y tenía unos doscientos años; durante ese tiempo una docena de propietarios la había embellecido, modificando esto o agregando aquello y nosotros la habíamos embellecido también en los diecinueve años que la teníamos. Durante todo ese tiempo la había contemplado en el pasado; fue siempre una casa interiormente cálida, viva, llena de recuerdos y de las vidas y el espíritu de los niños que habían jugado y crecido allí y del aroma de las buenas cosas que se habían cocinado en ella, y la pasión del sexo y del amor, el odio que se había engendrado allí, los apetitos satisfechos y no satisfechos, los anhelos, las realizaciones, los desengaños, los temores, y los recelos. Así fue cuantas veces la vi en el pasado. Pero ahora estaba en silencio y exenta de pasión. Era tan sólo una caja, muy fría por dentro, pues el principio del invierno ya la había alcanzado, y en Nueva Inglaterra el invierno viene rápido e inclemente en los Berkshires. Pero este invierno era de un frío de hielo, más bien furtivo que literal. Uno lo sentía calándole los huesos y antes de que el hielo le quemara la piel, uno lo sentía en el filo de su propio corazón. Yo había comenzado a temblar y quería un fuego desesperadamente, de manera que fui al depósito de madera que había llenado con buena leña seca el verano anterior. Encendí el fuego y quemé unos cuantos papeles para que empezase a tirar la chimenea, agregué leña menuda y coloqué encima tres gruesos y viejos troncos de abedul gris, o abedul plateado, como algunos lo llaman, y entonces verdadero calor salió de la gran chimenea de piedra. Pero el cuarto seguía estando frío. Eran las últimas horas de la tarde y comenzaba a obscurecer. Rondé por la vieja casa vacía, buscando esto o aquello para llevar de vuelta a la ciudad; pero no había nada que desease particularmente, ni siquiera los primeros manuscritos de mis más tempranas obras de teatro ni libros. La aporreada vieja máquina de escribir era una buena y cara Underwood de la década del 30, pero yo tenía otra en New York. Tal vez algún día enviara los cuadros y los libros, pero no en ese momento. Algún día en que las cosas me preocupasen mas. La Luna salió, tan fuerte y plateada que el día parecía no marchitarse ni morir, sino sólo cambiar de color, y la luz lunar torno brillante la faz de las montanas al norte de mí. Aquí y allá se veía una leve capa de nieve en las laderas, y donde había nieve se podían ver con detalle las distintas vertientes. Encendí la pipa, fumé y contemplé las llamas saltarinas del fuego, y creo que en cierto modo intuí lo que iba a ocurrir. Porque para mí no fue gran sorpresa mirar por la ventana y ver lo que vi. Yo había golpeado la pipa en la chimenea, me levanté y caminé hasta el ventanal que daba al norte. Vi que ello había terminado y que estaban recogiendo el decorado enrollándolo, fuese para siempre o para utilizarlo en cualquiera de las formas en que tales cosas se utilizan, o para emplearlo nuevamente en otro lugar. He mencionado ya que era una noche sorprendentemente clara, como si pudieran fabricar luz lunar blanca e incandescente para sus propias necesidades, y supongo que mi vista alcanzó una gran distancia hacia el norte. De todas maneras, vi claramente cómo las laderas boscosas eran enrolladas, de la misma manera en que se enrolla una alfombra gruesa y rara dejando por debajo el material gris y marchito que los hombres que caminan por la luna habían visto y descripto con tanta repugnancia. Retiraban en grandes piezas el campo verde, en un ancho de varias millas, y en todos cuantos lugares se enrollaba y levantaba el decorado, quedaba la materia gris y muerta. No miré largo tiempo, porque casi inmediatamente tuve la sensación de que no debía presenciar a solas el final de aquello. Tenía que estar con otros. Tenía que conversar. Tenía que comentar, que especular, que lamentar quizá, que dudar de mis propios ojos, que suplicar por alguna explicación que no fuese el simple y obvio hecho de que la comedia había terminado y de que el telón había descendido, y por ello salí rápidamente de la casa y me introduje en el automóvil. El vehículo arrancó sin dificultad y con él me dirigí velozmente por el camino de tierra hacia la ruta 22, utilizando la vía más corta, que me uniría por el puente Wankhaus, a otro camino de tierra y de ahí a un codo que unía el camino del Viejo Turco Glotón con el camino de peaje del sur, y de ahí con la ruta 22. Pero levantaron el puente Wankhaus; tenían sentido del humor y se tomaban el trabajo de practicar pequeños ardides, pero yo supongo que no lo hicieron por venganza. Me dejaron, pues, solo allí, y permanecí sentado en mi auto, mirando a través del parabrisas la áspera superficie que quedaba luego de levantar el camino y los árboles y las rocas, que enrollaban, se llevaban y luego dejaban en algún lugar en los vuelos. Quiero decir que me dejaron retroceder, lo cual no era ninguna venganza, mientras el viento soplaba el polvo gris por encima de mi automóvil y llenaba mis fosas nasales con el olor seco y muerto que despedía. Tuve que retroceder más de sesenta metros antes de poder girar para tomar nuevamente el camino de peaje del sur, pero con un recorrido de tres millas más de lo que habría hecho en la otra forma, y finalmente me permitieron encontrar mi camino hacia la ruta 22. Estaban activos en el norte y en el oeste, y allí vi toda una ciudad, con fábricas, con garajes, con su calle principal, su monumento a los muertos en la guerra civil, las nuevas instalaciones industriales, los vendedores de automóviles, que enrollaban y se llevaban. Pero en silencio. Bueno, mis ventanas.estaban levantadas y me hallaba demasiado lejos para oír gritos de gente, si es que gritaron; yo no lo sabía, claro, porque no había emitido ningún sonido, ni protestado, ni rezado, ni implorado. Mientras proseguía mi camino por la ruta 22 y de ahí al bulevar Saw Mill River, me sorprendió no ver otros automóviles. ¿Sería más tarde de lo que pude haber imaginado? Toqué para ver si tenía el reloj, pero descubrí que lo había olvidado en la casa, de modo que no pude saber en absoluto qué hora era. Me impresionó lo bien que conducía, la velocidad que llevaba y mi sereno control -teniendo en cuenta todas las circunstancias- sin emoción ni pánico excesivos. El bulevar Saw Mill River era una de las viejas carreteras de Westchester, dos caminos más bien estrechos en una y otra dirección, construidos no para desarrollar velocidades, sino más bien, serpenteando sobre las montañas, como para el paseo de un antiguo coche de caballos; sin embargo, pude alcanzar una buena velocidad y pasar de ciento diez kilómetros por hora, y todavía en mi espejo podía ver a mis espaldas hileras de casas que iban enrollando y arrojando a un lado, laderas de montañas desnudas, y aun el camino que dejaba detrás era levantado en cuanto yo pasaba. Pero no a ciento diez kilómetros por hora, y en el momento en que llegué al Hawthorne Circle ya no pude ver dónde estaban recogiendo el decorado y retirándolo. Ni siquiera en el Circle había automóviles. y una vez que lo dejé atrás, corté por el atajo Tappan Zee y, cruzándolo, entré en la autopista. Hasta aquel momento nunca había visto el atajo Tappan Zee sin tráfico, sin el torrente interminable de camiones pesados que lo recorrían con ruido ensordecedor y que salían de él, pero esta noche ése camino estaba vacío... y sentí el súbito temor de que también se hubiesen llevado la autopista como se habían llevado el camino de unión allá al pie de las montañas. Si pensaba en ello imaginaba tramoyistas de teatro dotados de un burdo y grosero sentido del humor, tramoyistas a quienes nada deleitaba tanto como el azoramiento de este o aquel actor; pues por muy buen concepto que tengamos del oficio, los tramoyistas no crean nada ni representan parte alguna de la obra, sino que solamente contemplan la función a sabiendas de que su único timbre de superioridad está en el hecho de que seguirán allí durante la función siguiente y la que siga a ésta. Pero la autopista sé encontraba en su lugar, sola, vacía, como si esta noche hubiera siete horas extrañas en que todo el mundo dormía; y mi auto era el único que la recorría velozmente, a ciento diez, ciento veinte o más kilómetros por hora, mientras las anchas vías de acceso y los cruces estaban vacíos y brillaban a la luz de la Luna. Clavé los frenos, que chirriaron al detenerse el auto, donde se había encontrado la barrera de peaje, pero sin objeto. Las casillas estaban vacías y no había nadie a quien pagar ni pedir autorización para seguir camino. Más allá, en el lugar en que estuvo el gran complejo del centro comercial del condado, vi la piedra seca como la de la Luna, castigada por el viento; una larga franja había sido levantada, enrollada y llevada, una larga franja curvada alrededor del hipódromo, y que lo incluía. Pero al llegar a la población, vi que nada se había alterado ni retirado, salvo que casi toda la ciudad estaba a obscuras. En uno u otro lugar, en esta casa de departamentos o en aquélla, había una ventana que tenía luz; pero casi toda la ciudad se hallaba sumida en la obscuridad y la supercarretera Intendente Deegan estaba vacía en todo el trayecto hasta el puente Triborough, donde había luz, pero no automóviles ni nadie que cobrase peaje. Llegué al camino del Este y me dirigí a la parte céntrica de la ciudad, no corriendo ya desesperadamente, sino despacio y completamente solo, y entonces abandoné la autopista y recorrí calles de la ciudad, donde vi un coche policial, pero ninguna otra señal de vida o movimiento. Sentí un impulso de ponerme a la par del coche policial y decirles lo que pasaba o pedirles que me lo explicasen, pero comprendí que hubiera sido un error hacerlo. Fui a donde sabía que iría, al teatro de la agrupación "La Máscara", de la cual yo fui socio durante treinta y tres años. Con el auto recorrí la avenida Lexington hasta el Gramercy Park, donde había una playa de estacionamiento directamente delante del club. Me sentía ansioso por el temor de que estuviese a obscuras, como estaban todos los demás edificios; pero no, nada de eso. Lo encontré perfectamente iluminado, y me abrió la puerta el viejo Simón, el portero, quien me saludó con gravedad, tomó mi sombrero y mi saco como si aquélla fuera una noche que en nada se diferenciara de cualquier otra y dijo con serenidad: -Hay unos cuantos socios aquí, señor, casi todos ellos en el bar. Todavía están sirviendo en el comedor, pero nada extraordinario, tan sólo sandwichs y sopa caliente. -Es curioso eso -advertí-. Comedor a esta hora. -Bueno, señor, es una noche extraordinaria. Sin duda usted lo reconocerá. -Muy extraordinaria, sí, realmente. Bajé al bar, que estaba bastante lleno de gente y junto a la mesa del billar una media docena de socios bebían cerveza y observaban con mucha gravedad un grave partido de ese juego. Ignoro por qué, pero siempre se bebía cerveza cuando se miraban partidas de billar, aunque hasta entonces no lo había notado. Ahora lo noté, y pensé qué ambiente excelente para un primer acto sería aquél. No recuerdo que alguien haya hecho que la acción de un primer acto de comedia transcurriese en el sótano de la agrupación "La Máscara", pero sin embargo no había nadie en el teatro, es decir, ninguna persona de sexo masculino, que por lo menos no hubiese pasado una velada allí. El partido se desarrollaba entre Jerry Goldman y Steve Cunningham, tanto uno como el otro buscavidas bastante eficaces, como para ganarse el sustento si tenían necesidad de hacerlo. Los observé un rato, saludando con inclinaciones de cabeza a viejos amigos; y paulatinamente me corrí hacia el interior del bar, entre Jack Finney y Bert Avery, el escenógrafo, y pedí a Robert, el barman, un whisky de centeno doble con hielo. -¿Overhalt Añejo? -preguntó Robert. -Me parece muy bien. Finney estaba borracho, pero calmo. Me saludó gentil y cortésmente; era un gran caballero irlandés, por cuyas venas corría sangre de reyes, como todos los irlandeses que uno aprecia, y un actor de espléndido carácter. Bert Avery me preguntó si acababa de llegar de Connecticut. -Sí. Gracias al cielo que estoy aquí. Allá arriba estaba frío y solitario. -¿Estaban levantando todo? -Sí, desde las laderas, ¿sabe? y detrás de mí por el bulevar Saw MilI River. Ya habían levantado la mayor parte de New Rochelle, desde el centro comercial directamente hacia atrás. -lrv Goldstein vino en avión desde Miami -dijo Finney entristecido-. Fue su último vuelo. Habían levantado la mayor parte de Florida. Yo he pasado momentos deliciosos en Miami; a muchos no les gusta, pero a mí siempre me agradó, pues es un sitio excelente en el que vive gente disipada y despreocupada. Pero es monótono, ¿sabe? oh, endemoniadamente monótono, y Goldstein dice que estaban enrollándolo desde el norte, con perversidad y sin prestar atención a nada, a todo lo largo del estado, como si fuese un viejo pedazo de alfombra. -Goldstein dijo que parecía la Luna por debajo -agregó Bert Avery-, con cráteres y cosas similares que habían estado cubiertas; pienso. en la forma en que uno tiene un piso piojoso en un escenario y lo disimula con alfombras y ¡qué demonios! son total unos cuantos cientos de dólares más, lo cual no determinará que deba terminarse la temporada la noche de estreno o que se aguante una función más. -Usted es un gerente extraordinario -dijo Finney-. Desempeña el puesto como un caballero. Es un honor trabajar a sus órdenes. Vino Robert trayendo otro whisky agrio para Bert Avery, escuchó el finar de nuestra conversación y preguntó si no pensábamos que guardarían las cosas para otra función. -¿En algún otro sitio? -yo pensé en esto durante unos instantes-. Eso significa que cambiarían el elenco, ¿no es verdad? -Es muy triste, señor. -Los chicos acuden al teatro con alegría -observó Finney-, pero en rigor de verdad es una profesión triste. Un día uno levanta la vista para contemplar el decorado y ve todo tan desalineado y sucio como el propio Infierno y ¡maldición! se dice para sus adentros: "¿Siempre ha sido así o se está volviendo miserable o todo ocurre dentro de mi cabeza dolorida?" -Todo ello -asintió Avery. Terminé mi vaso y me acerqué a la mesa de billar, donde Steve Cunningham intentaba una de esas carambolas con baranda y más de uno contenía el aliento. Por supuesto, la gente no se comporta nunca en la forma en que uno espera que lo hagan, y éstas eran todas personas que conocían el asunto, y, a todo esto, estaba Goldstein de pie muy cerca de Cunningham, con los ojos fijos en la bola, cual si nada en el mundo fuese tan importante como calcular con precisión el ángulo entre bola y baranda y baranda y bolsillo lateral; y sin embargo, todos tenían parientes, hijos, esposas, hermanos, hermanas, madres, padres; pero a pesar de todo, el mismo motivo los había aparentemente traído aquí, como me había traído a mí. Cunningham hizo el tiro con toda perfección, la bola contra la baranda y luego al bolsillo, y se suscitó un murmullo de aprobación, pero sin aplausos. Toqué con el codo a Goldstein. -¿Tiene apetito? Él inclinó la cabeza afirmativamente. -Tengo entendido que arriba sirven sopa y sandwichs. -Bien. Subimos la escalera hasta el comedor, y elegimos una mesa tranquila en un rincón. El salón no estaba vacío, pero tampoco atiborrado de gente... ¡oh! tal vez una docena de socios que comían o se dedicaban simplemente a descansar y charlar. Uno de ellos había encendido un cigarro y vi que Goldstein fruncía el ceño con muestras de desaprobación. Yo estaba de acuerdo con él. Existía una disposición no escrita de: que, así como un cigarrillo o la pipa estaban bien en la mesa, los cigarros debían llevarse al salón contiguo, donde uno podía tomar café o cognac o lo que desease. No veía motivo para quebrantar esta noche la costumbre y se me ocurre que ambos nos sentimos complacidos cuando uno de los camareros se acercó y dijo algo en voz baja al socio transgresor, quien entonces movió la cabeza y apagó el cigarro. El mozo que nos atendía nos dijo: -Me temo que ya queda muy poco que elegir a esta hora. La sopa es de latas. Tenemos sandwichs de jamón o de jamón y queso, pero sólo pan blanco, que se puede tostar. También tenemos queso Cheddar canadiense y bizcochos Bath. El café es muy bueno, señor. Podemos hacerles café fresco. -Sírvame queso y bizcochos -dije. -¿Y a usted, señor Goldstein? -Lo mismo... sí. ¿Tienen algo de café a la italiana? -Me temo que no, señor Goldstein. Sólo lo preparamos para la cena. Se marchó a buscar lo pedido y Goldstein, sonriendo suavemente, dijo: -¿Sabes una cosa? Somos buenos actores. Todos. Naturalmente, hay diferencia entre el dilettante y el profesional, pero nosotros somos bastante buenos, ¿no te parece? -Nunca se me había ocurrido pensarlo de ese modo. -No, por supuesto que no. Pero esto del café a la italiana sólo para la cena... ¡Bueno, vamos! -Sí, oh, sí -convine-. Tengo entendido que viniste en avión desde Miami. -Sí. Un vuelo excelente. Muy sereno. No me gusta viajar en avión, pero este vuelo fue estupendo. -¿Estuviste de vacaciones? -No, en realidad, no. Tú sabes, se me ocurrió que podía hacer una de esas tragicomedias judías acerca de un hotel de Miami Beach. Tú sabes qué clase de asunto es, schmaltz y chistes malos sobre todo, y tal vez un dos por ciento de algo válido, para que el público derrame alguna lagrimita si es que tiene ganas de hacerlo. Ésa es bastante mi especialidad, y después de haber representado una de ellas en un restaurante de la Segunda Avenida y dos en el Garment District, encontré menos escabrosa la senda. Claro que eso no es escribir comedias en la forma en que tú lo haces, pero sólo requiere un poco de habilidad y saber algo de puesta en escena, y en Miami jamás ha habido una que valiera algo. Encontré un material excelente... -y su voz se fue perdiendo. -¿Y cuando regresaste estaban recogiendo Florida? -Sí. -Debe haber sido un espectáculo extraño. Quiero decir desde el aire. -¡Horriblemente extraño! ¡Ah, si! Es decir, era como una alfombra vieja. ¿Me entiendes? Desde siete mil quinientos metros de altura, toda la escala cambia. -¿Qué harán con New York? -Supongo que ya se ha hecho en algunos lugares; me refiero a Roma, Londres o hasta Boston. Tú viniste desde Nueva Inglaterra, según mis noticias. ¿De Boston? Yo moví de lado a lado la cabeza. -Podemos llamar a alguien... -Nadie lo hace. En un día activo no hay manera de conseguir un teléfono disponible. Los cuatro están a tu disposición para que elijas entre ellos. -No me gusta pensar que van a enrollarlo también. .-No. Lo veo. -Podrían correrlo hacia un lado u otro. -Me gustaría pensar que así es. Tú naciste en Maine. ¿no es verdad? Contesté afirmativamente con la cabeza. -Bueno, soy de una tercera generación, nacido justo aquí en esta ciudad. Detesto pensar que todo deba ser destrozado. -Nos estamos simplemente poniendo sentimentales. No sirve de nada. ¿verdad? -No sirve de nada. El mozo nos trajo el pedido. El queso era bueno y siempre me gustaron los bizcochos Bath, aparte de que tenía apetito; pero Goldstein apenas si tocó su comida. Permaneció un rato sentado en silencio y después dijo: -Me indigna un poco todo esto, y entonces me acuerdo dc nuestra profesión. No tenemos derecho a indignarnos por eso, ¿no es cierto? -¿Sabes una cosa? He leído algo de historia -contesté-, y la gente de teatro gozó siempre de una posición muy especial. Un lugar de privilegio, podríamos decir. No quiero decir que no hubiera épocas en que se la miró con desprecio, y que la respetabilidad nunca haya sido verdaderamente una parte del trato; pero siempre hubo un algo de privilegio. Fueron una especie de clase aparte de todas las demás clases y se rozaron con reyes, duques y toda esa gente. Ello les dio una visión bastante distorsionada de sí mismos -oh, todos ellos, escritores, escenógrafos, tramoyistas, actores- y se produjo confusión. Entiendes lo que quiero decir, cuál es la ficción y cuál es la realidad. ¿Estoy durmiendo y soñando que estoy despierto o es justamente lo contrario? -Sí -convino Goldstein-, yo he tenido esa misma sensación. -¿Has trabajado en teatro? -El café es delicioso -dijo Goldstein, probándolo-. Sí. de niño. Hice tres años de teatro de verano y representaciones en gira. Sé exactamente lo que quieres decir. Miras las candilejas y allí no hay nada más que esa confusión de luces, hasta que tus ojos se acomodan, y los ves allí afuera, y he ahí ese momento de confusión en cuanto al lugar y la parte. Cerró los ojos un momento y después continuó: -¿No tienes inconveniente en que me vuelva abajo? Pienso realmente que Cunningham le va a ganar a Jerry. Nunca ha ocurrido hasta ahora y apostar a Cunninghatn es muy atrayente. ¿Me acompañas?. Meneé la cabeza de lado alado. Goldstein firmó la cuenta de los dos y se marchó después, y yo, después de permanecer sentado un rato, decidí subir a la biblioteca. "La Máscara" es muy antigua y la biblioteca está llena de sillas tapizadas con cuero y retratos del siglo diecinueve. Había allí cinco socios, de los más viejos y, por lo tanto, muy similares a mí. Dos de ellos me saludaron con la cabeza y los otros en ningún momento levantaron la vista de lo que estaban leyendo. Me dejé caer en una de aquellas grandes sillas procurando pensar en algo que desease mucho leer, pero mi interés se había desvanecido y tan larga era la noche que finalmente me sentí cansado e incapaz de mantener abiertos los ojos. Estaba dormitando cuando oí esa especie de estrépito distante que puede provenir de un edificio alto sacudido violentamente, de manera tal que su enladrillado y su albañilería de piedra saltan desprendidos; pero en aquel momento impreciso entre sueño y vigilia podría ser que yo hubiese estado soñando. Abrí entonces los ojos. Los demás socios seguían absortos en su lectura. Me eché hacia atrás y volví a dormitar sin oponer resistencia. ¡Qué fastidiado me hubiese sentido si alguien hubiese hecho eso durante una escena de una de mis obras! Sin embargo yo siempre tuve una demostración de simpatía, moviendo la cabeza. para los que me aventajaban en edad. muchos de ellos inveterados devotos del teatro, que de todas maneras cabecean durante los intervalos, mientras se cambia el decorado. El cine Hubo un intervalo para comer rosetas de maíz y vitaminas y el operador cinematográfico bajó de su altura. Esto no ocurría a menudo, y a veces pasaban días sin que lo viésemos. Se llamaba Matthew Ragen y tenía un metro ochenta y cinco centímetros de altura, siendo impresionante en extremo su figura con aquella cabellera canosa y sus brillantes ojos azules. Se rumoreaba que tenía más de ochenta años de edad, pero me resulta difícil creerlo, pues se erguía muy recto y caminaba con la misma firmeza y facilidad con que puede caminar un hombre más joven. Sin embargo, ninguno había que recordase una época en que él no fuese el operador. Nos agrupamos alrededor de él, encantados de tenerlo con nosotros. Los niños procuraron tocarlo, y estoy seguro de que en su fantasiosa imaginación lo confundían con Dios. Era un gran placer y un gran privilegio ser visto por él, saludado por él, o hasta ser destinatario de su sonrisa; y podéis imaginaros lo sorprendido que me sentí cuando vino directamente hacia mí, separándose la gente para que pudiera pasar; y me saludó personalmente. Tuve que sosegarme para poder hablar, y cuando lo hice, dije sencillamente: -Me siento muy honrado, operador. -No digas eso, Dorey. Quien se siente honrado soy yo. -¿Lo he halagado de alguna manera, operador? -Creo que nos has halagado a todos, Dorey. Los que estaban escuchando aprobaron con sus cabezas y sonrieron y yo creo que adiviné lo que vendría. ¿Me sentí sorprendido? Por supuesto, pues nadie está nunca seguro, pero tal vez no tan sorprendido como pude sentirme. -Una atención especial, Dorey -dijo el operador-. Un western titulado Pleno mediodía. Estoy seguro de que lo recuerdas. Asentí encantado y los que nos rodeaban sonrieron complacientes. -Supongo que han pasado diez años desde que la proyecté -dijo el operador-. Es digna de una ocasión especial. No es una de esas películas que se proyectan en cualquier momento. Pues bien, vamos a pasarla, Dorey, y después haremos un intervalo para ofrecer anuncios. -Gracias, operador -dije plácidamente y con toda la modestia que pude-. Gracias de todo corazón. Era una distinción especial ser objeto de atención por parte del operador; la gente me miró de manera distinta. No sólo daba a uno proyección social, sino que agregaba a esa situación una sensación deliciosa de autoimportancia que lo inducía a uno a resplandecer con satisfacción. Jane, Clarey, Lisa, Mona... éstas fueron chicas que estuvieron sentadas conmigo en años anteriores; de pronto toda su actitud hacia mí fue diferente, y Jane procuró tomar posesión. Era una mujer de empuje, y en este momento me daba cuenta de que así había ocurrido y también de lo fácilmente que hubiera podido quitármela de encima. Pero más que eso, yo quería estar sentado a solas. Quería estar conmigo mismo y dentro de mí mismo mientras viera Pleno mediodía. Estaba seguro de que el operador tuvo un buen motivo para elegirla y yo deseaba concentrarme y comprender. Busqué lugar en un rincón de atrás de la platea, sitio frecuentado principalmente por la gente mayor, y aunque los espectadores que me rodeaban me conocían no se preocuparían por mí ni me molestarían en mi aislamiento. Me arrellané en la butaca y entré en el mundo del bien y del mal -que era la suma y substancia de nuestra propia dignidad-. Gary Cooper era bueno y mataba cuando fuese malo, lo cual estaba muy bien. No era fácil. Era un líder que se mantenía solo, porque su condición era el liderazgo, y de esta manera comprendí por qué el operador había elegido aquella película. El líder debe distinguir claramente entre el bien y el mal, y si la muerte es la única solución, debe apelar a la muerte como Dios querría. Mi corazón clamó interiormente por Gary Cooper. Lo conocía. Era hermano mío. Terminó la película y la voz grave y sonora del operador llegó a través del sistema de amplificación. -Unámonos en muda oración. Recemos pidiendo que Dios nos conceda sabiduría en nuestras decisiones. Recé y luego se encendieron las luces. Todos estaban atentos y anhelantes. y los ancianos que me rodeaban me miraron sonriendo. La hermana Evelyn, en su carácter de directora de la Junta de Elecciones, se presentó en el escenario, y allí de pie delante de la enorme pantalla plateada -tan pequeña delante de ella- esperó que cesase el murmullo. Entonces se aclaró la garganta, golpeó sus manos una o dos veces reclamando atención y dijo: -Los resultados figuran en una tabla. La gente sonrió, se volvieron las cabezas, torciéndose y dirigiéndose hacia arriba. hacia la cabina de proyección. Querían que el operador lo supiese. Debéis comprender que nosotros muy a menudo y con calma hablábamos del operador. Si la Divinidad hacía la película, seguramente el que la proyectaba tenía algo que ver con Dios. Ninguno en realidad lo declaraba como una firme proposición; pero, al mismo tiempo nadie jamás había conocido la fecha de nacimiento del operador. La hermana Evelyn volvió a golpear las manos. -¿Puede Dorey hacer el favor de levantarse? -dijo. Me levanté. Había elegido un rincón obscuro, de manera que al principio la gente me buscó con la mirada durante un momento. Luego los murmullos demostraron que me habían ubicado y yo me mantuve de pie, mientras todos en el cinematógrafo estaban vueltos hacia mí. -¿Quieres hacer el favor de acercarte, Dorey? -dijo la hermana Evelyn. Fui al pasillo y caminé hacia el escenario. Mientras tanto, la hermana Evelyn contaba a la gente cuántos votos me habían permitido ganar la elección. Una mayoría muy satisfactoria. Bueno, durante diez años yo había soñado ser presidente y en mis rezos pedí ese honor. El momento acababa de llegar. Me paré en el escenario y Al Hoppner, el presidente que dejaba el cargo se unió a nosotros y se quitó su larga cinta y la medalla de honor, colocándolas en torno de mi cuello. La ancha cinta azul pasaba por mis hombros y la brillante medalla, más bien un medallón, brillaba posada en mi pecho. Luego el público me dedicó, de pie, una ovación, aclamándome y aplaudiendo durante cuatro largos minutos. Yo tomé el tiempo subrepticiamente y levanté la mano en una especie de reconocimiento, mientras me fijaba en la hora en mi reloj pulsera. Sabía que la ovación de Al Hoppner había durado en total dos minutos y medio, de manera que esto era algo así como aprobación de un cambio y afirmación de confianza en mi propio sentido de responsabilidad. Yo tendría que elegir dos asistentes. y los tres juntos constituiríamos la comisión; la verdad lisa y llana era que había meditado en mis posibles candidatos desde hacía más de una semana, es decir, desde que la posibilidad de la votación y de mi elección se me aparecieron como una realidad. Nombré a Schecter y a Kiley. Schecter tenía cerca de cuarenta años y era un hombre serio y de confianza que antes había ocupado este mismo puesto. No era líder, sino un hombre nacido para ser miembro de comisiones, y seguiría formando parte de comisiones el resto de su vida. En cierta medida, Kiley era otra cosa. Tenía solamente veintiún años y éste era el primer cargo de responsabilidad que le tocaba en suerte. Había manifestado condiciones de conductor y poseía ingenio e imaginación. Yo me sentí orgulloso de mí mismo por haberlo elegido y por estar de pie a su lado, aun cuando las aclamaciones del público eran un poco parcas. Naturalmente, desconfiaban de la juventud. Por último abandonamos la plataforma, y el operador inició uno de aquellos espléndidos espectáculos de color -creo que se llamaba La túnica-, con lo cual la gente se sintió en el acto atraída hacia esa parte del mundo que se conoce como Roma Antigua. En cuanto a mí, Schecter y Kiley, teníamos trabajo que hacer y, por lo tanto, pasaríamos por alto aquel descubrimiento. (Debo mencionar aquí que el operador no soportaba la palabra "película" para describir lo que transcurría en la gran pantalla plateada. Prefería llamarla "descubrimiento" por la visión o descubrimiento de otra parte del gran mundo que habitamos que implicaba). Nosotros, en cambio, iniciaríamos inmediatamente un inventario de nuestras provisiones y las verificaríamos, ya que era ésta una de las primeras obligaciones del presidente. Al asumir el gobierno, tenía acceso al estado del lugar y de las cosas; y luego presentaría mi informe a la gente. Naturalmente, lo primero que verificamos fue la existencia de rosetas de maíz y luego la cantidad de manteca y su frescura. Sadie, Lackaday y Milty se encargaban de las rosetas de maíz y la manteca, pero abandonaban su ocupación cada vez que se iniciaba uno de aquellos grandes espectáculos. Se sintieron un poco molestos al tener que quedarse a mirar mientras vigilábamos el cumplimiento de sus obligaciones, además de responder a las preguntas que les hacíamos; pero yo había decidido imponer la ley inmediatamente. Haría gala de una mano férrea y dejaría firmemente establecida mi actitud a favor de la legalidad y el orden, con lo cual dejarían de pensar que, ya que era tan radical y novedosa mi elección de Kiley, podría ser blando y complaciente. En esta ocasión retuve a Kiley a mi lado, trabajando firme y decididamente en forma organizada, de manera que él también tuviese una idea de la que sería mi gobierno. Mientras tanto, mandé a Schecter para que buscase a los acomodadores y los hiciese formar fila en el vestíbulo. Los acomodadores eran muy propensos a tirarse a la bartola y ubicarse en una de las últimas filas cada vez que un descubrimiento les interesaba y aquello era una de las muchas fallas que yo me había propuesto corregir. Dejé que Kiley terminase el inventario de las rosetas de maíz y la manteca y yo me encontraba haciendo mi primera inspección de rutina de los dulces y caramelos cuando divisé que los acomodadores marchaban por el vestíbulo. Mi elección de Schecter no había estado equivocada. Cuando entré en el vestíbulo, los acomodadores estaban formados militarmente y verlos habría sido un placer aun en West Point. Me acerqué a la fila, recorriéndola y observándolos meticulosamente, y debo confesar que sus uniformes eran algo menos admirables que la formación y la postura, pues había botones desabrochados, cuellos abiertos, pantalones que tiempo atrás habían perdido las rayas y algunos que ni siquiera llevaban gorra. Les hablé, destacando en primer término lo complacido que me sentía con su formación y postura militares e informándoles de mi elevada opinión de Schecter, quien, entre sus muchas obligaciones, tendría el cargo de oficial comandante de los acomodadores. -Sin embargo -dije-, que ninguno imagine que toleraré desaliño ni desorden. Un uniforme desarreglado denota una mente desordenada, y no permitiré tal cosa en una organización de la cual depende nuestra existencia misma. No imaginen que pueden engañar ni confundir a Schecter ni a mí. Haremos un nuevo desfile mañana a la mañana y quiero verlos aparecer tal como los verdaderos acomodadores deben aparecer. Durante los tres días siguientes continuamos revisando y corrigiendo los inventarios de rosetas de maíz, manteca, dulces, bebidas gaseosas y cigarrillos. Mi elección de Kiley parecía ya a esa altura haber sido inteligente; pues mientras Schecter se ocupaba de poner en forma a los acomodadores, Kiley había trabajado con tres máquinas de bebida caliente, helados y cigarrillos que desde meses atrás no funcionaban. Kiley tenía un sentido extraordinario de la mecánica y encontró un cuarto anexo al vestíbulo que estaba desocupado y allí decidió establecer una especie de taller mecánico. El cuarto tenía otra puerta -una puerta cerrada con llave-. Kiley era muy joven y nunca se había percatado de que existiesen puertas cerradas con llave. Me llamó para que viésemos el cuarto y le diese permiso de usarlo, y me recibió a la entrada del vestíbulo, acompañándome al interior. -¡Ah. sí! -le dije-. Conozco ese cuarto, Kiley. Solían llamarlo la oficina, aunque no se lo ha usado desde hace años para ningún propósito. -Por algún motivo que no puedo precisar me parece emocionante. -¡Oh! -¿Sabes? Hace días que no miro la pantalla, Dorey. Me resulta muy extraño no participar en los descubrimientos. Esto me provoca una sensación rara. ¿Entiendes lo que quiero decir? -No, en realidad, no. -Una idea sencillamente estúpida -aclaró Kiley bastante turbado y señalando hacia el otro lado del cuarto-. ¿Has notado aquella puerta? ¿Adónde lleva? -Es una puerta cerrada con llave. -¿Quieres decir... una puerta realmente cerrada con llave? -Eso exactamente. -Bueno, ¿qué me cuentas? -exclamó, visiblemente deleitado-. Una puerta realmente cerrada con llave. ¿Sabes que yo nunca creí que existiesen? -¿Nunca creíste que existiesen? -No, siempre creí que fuese una especie de estupidez metafísica. -Bueno, ahí la tienes -dijo. Había muchas puertas cerradas con llave, y me resultó bastante extraño que alguien dudase de su existencia. Sin embargo, Kiley era muy joven y cualquiera tiende a perder contacto con lo que los muy jóvenes saben o no saben. Kiley caminó hasta la puerta, la observó, probó la falleba, y luego se volvió hacia mí, diciéndome ansiosamente, con aquellos ojos azules anchos y emocionados: -¿Por qué no la abrimos, Dorey? -¿Qué? -Dije que por qué no abrimos la puerta cerrada. -Kiley, Kiley -le repliqué pacientemente-. La puerta está cerrada con llave. -Ya sé, pero podríamos abrirla. -¿Cómo? -Con una llave. -¿Una qué? -Una llave, Dorey... ¡una llave! -¡Que Dios bendiga tu ignorancia, Kiley! Eso que tú llamas llave no existe. -Tiene que existir. -No, Kiley, no existe. Una puerta cerrada es una puerta cerrada y no hay nada que pueda impedir que esté cerrada. -Una llave sí. -Kiley, ya te he dicho que no existe eso que llamas llave. Sé que existe la palabra, pero es sólo un símbolo metafísico. Es posible, Kiley, que yo no sea un hombre singularmente devoto, pero siempre he sentido un gran respeto por la religión y no creo que nadie dude de mi dedicación a lo religioso. No obstante, debo reconocer que la metafísica es una cosa y la realidad es algo enteramente distinto. Te aseguro lisa y llanamente que una llave es como un milagro. Hablamos de ellas; hasta hay quienes creen en ellas; pero yo jamás he encontrado ninguno que haya visto una. ¿Me entiendes? Kiley afirmó con un lento movimiento de cabeza. -De manera que sugiero que olvidemos lo de las llaves y nos dediquemos a convertir este cuarto en un taller mecánico adecuado, y si lo hacemos, hemos de poner en perfectas condiciones esas máquinas vendedoras. ¿Estás de acuerdo conmigo, Kiley? -Sí, por supuesto que sí. -Y hay una cantidad de otras cosas que necesitan reparación. Algunas butacas del cine son absolutamente inadecuadas para sentarse en ellas. -Sí, señor -dijo Kiley. El operador había anunciado para esa noche una película sexual sueca y yo dije a Schecter y a Kiley que podían disponer de la velada para ese descubrimiento, ya que habían trabajado intensamente y no era frecuente que el operador proyectase una película de esa clase. Schecter se humedeció los labios complacido -un viejo verde si alguna vez lo hubo-, pero Kiley dijo que prefería trabajar en el taller mecánico, si yo no me oponía. Nadie puede encontrar defecto en el exceso de preocupación por las obligaciones y, por supuesto, respondí que yo estaba de acuerdo. Ya tenía hechos mis arreglos con una deliciosa rubiecita llamada Baba, y antes de que apagaran las luces nos encontramos. Siempre que se proyectaba una película sexual, el operador insistía en que la sala estuviese completamente a obscuras. Esto tenía cierto sentido, pues las personas de más edad se turban si tienen cerca gente más joven durante una película semejante y ciertamente los jóvenes se inquietan por la presencia de sus padres. De manera que se obscureció la sala y los acomodadores, empleando diminutas linternas de mano. nos condujeron a nuestros asientos. Ha habido gran discusión sobre la cuestión sexual en la pantalla; y aunque los elementos puritanos ejercen influencia considerable, siempre se decidió continuar con descubrimientos sexuales. Yo tenía la sensación de que esto se debía a que los puritanos disfrutaban más que los otros con esas películas; y también podría agregar que las películas sexuales cumplen una misión importante en las actividades de reproducción que sirven para perpetuar nuestra sociedad. No cabe duda de que disfruto con esas raras veladas, y esta vez sentí pena por Kiley. Debo decir que fui bastante bondadoso con él al día siguiente. Extremé mis recursos para felicitarlo por sus inventarios de dulce, y él, a su vez me llevó al taller mecánico, que yo alabé sobremanera. Estaba haciendo una especie de torno que, según me explicó, le permitiría fabricar piezas para las máquinas vendedoras. -Y debe saber una cosa, señor presidente -dijo ansiosamente-; yo creo que podría utilizar la misma máquina para hacer una llave. -¡Kiley! -le dije. -Sí, señor... Conozco lo que usted piensa acerca de las llaves. -No lo que yo pienso, Kiley. Es lo que piensa el mundo. -Sí -dijo Kiley muy seriamente-. Lo sé. Estoy dispuesto a aceptar lo que el mundo piensa. Quiero decir que no deseo que usted tenga la sensación de que soy izquierdista ni nada parecido... -No tengo esa sensación, Kiley. Puedes estar tranquilo de que si pensase tal cosa, jamás te habría nombrado para integrar la comisión. Eres muy joven para ser miembro de ella, Kiley. -Ya lo sé. señor. -Pero tuve confianza en ti. -Sí, señor. -Tuve confianza en tu serenidad, en tu juicio. -Gracias, Dorey. Me lisonjea mucho que se halla tomado tanto interés por mí. -Pero por encima de todo, quiero que me consideres amigo. -¡Oh! Lo considero -dijo fervientemente Kiley. -Entonces, Kiley, como amigo, debo pedirte que abandones esa ilusión al respecto de las llaves. -¿Considera que es perjudicial, señor? Quiero decir el pensar en llaves o proyectar hacer una. -¿Hacer algo que no existe? -Pero existe la gente. Es decir, la gente hace cosas que no existen. -Llaves, no, Kiley. -¡Señor! -¿Por qué tienes ese empeño en discutir conmigo, Kiley? Algunos de los hombres más sabios de nuestra sociedad se han interesado por esa cuestión de las llaves. No existen llaves. Nunca han existido. Nunca existirán. Kiley me contempló fijamente, con aquellos ojos sinceros e infantiles abiertos de par en par. -Sí, Kiley. Quiero que me prometas una cosa. -...¿Señor? -Que nunca volverás a mencionar este asunto de las llaves. No pienses más en eso. Despreocúpate. Las llaves no existen. No existieron jamás. Jamás existirán. -Sí. señor. -Así me gusta. Yo le estreché los hombros afectuosamente para demostrarle que no le guardaba ningún rencor. -Ahora quiero que te pongas a trabajar en esas máquinas vendedoras. No tienes idea de lo mucho que la gente echa de menos el chocolate caliente. Especialmente los ancianos. Parece ser uno de los pocos consuelos que tiene la vejez. -Lo haré. -¿Cuándo podrías tenerlas? -En dos semanas... a lo sumo tres. -¡Bueno! ¡Excelente! Pero dedicarse por completo al trabajo y no jugar embota a la gente y yo quiero que te tomes libre esta noche. El operador va a proyectar una película denominada Pequeño César, que data de la época en que las bandas organizadas de pillos tenían en jaque al gobierno de!a ciudad. La concurrencia está!imitada a los que forman parte del gobierno actualmente o han formado parte en otras épocas. -Gracias -respondió Kiley entusiastamente. Las exaltaciones y los entusiasmos de Kiley me sacaban de quicio. Era difícil concebir que una persona poseedora de esa espontaneidad fuese capaz de engaños y dobleces, pero no cabe otra manera de rotular sus actos subsiguientes; y cinco días después todo el asunto explotó en mis narices. Schecter vino a hablarme de eso. -Dorey -dijo torvamente- el demonio está haciendo de las suyas. -¡Oh! -Sabes que yo no soy propenso a las exageraciones. -Ya lo sé. -Bueno, vi hoy a Kiley entrando en su taller. -¡Qué tiene eso de extraordinario? -Yo quería cambiar con él unas palabras. -¿Y qué? -Lo seguí, abrí la puerta que da a su cuarto y entré. No estaba allí. -Tal vez se fue antes de que tú llegaras. -Te he dicho que lo vi entrar. Observé la puerta de su taller, la que da al vestíbulo. Lo vi entrar. En ningún momento retiré mi vista de esa puerta hasta que la abrí. No salió nadie de su taller. Nadie en absoluto. -Entonces quiere decir que estaba allí -dije con toda calma. -¡Maldición, Dorey! ¿Soy yo un idiota? El cuarto estaba vacío. -¿Cómo pudo estar vacío? Has dicho que no quitaste la vista de la puerta. -Exactamente. Pero estaba vacío. -Muy bien -dije yo suspirando-. Supongamos que los dos miramos ahí adentro. Allí no hay demonios, ni llaves, ni milagros. Procuré que Kiley entendiera perfectamente todo esto, así que supongo que podemos ver. -Bien -convino Schecter, con la mandíbula muy apretada-. Bien. Tomó la delantera hacia el vestíbulo, y en el instante en que llegamos allí, indicó por señas a un grupo de acomodadores que nos siguieran. Cuando llegamos a la puerta del taller de Kiley, yo dije a Schecter: -¿En realidad, los necesitamos? -La primera regla de la práctica militar es mantenerse alerta. Son acomodadores, Dorey. Éste es su lugar, su deber. Hombre por hombre, con ellos tengo para hacer frente a cualquier inmundo subversivo que viva o haya vivido alguna vez. -¡Oh! Bueno, entonces, Schecter... no vamos a llamar subversivo a Kiley. -Si el calificativo le sienta bien... -No hay indicio alguno de le siente bien ni de que Kiley haga algo que esté mal. Miremos un poco. Abrí la puerta del taller. Hacía días que yo no entraba allí, pero el torno de Kiley se encontraba terminado, y en su banco de trabajo se veían algunas brillantes piezas nuevas para las máquinas vendedoras. Pero Kiley no estaba allí. -¿Y ahora? -interrogó Schecter. Salí al vestíbulo y dije a los acomodadores: -¿Ha pasado Kiley por este vestíbulo durante la última hora? Todos contestaron que no con la cabeza. Yo volví al taller y cerré luego de haber entrado. De pie allí en ese momento, solo con Schecter, dejé que mi vista recorriese nuevamente el lugar y luego otra vez más. Era un cuarto pequeño y no había sitio donde ocultar nada, ni escondrijos, ni rincones, ni grietas. -¿Bien, señor, está satisfecho? -inquirió Schecter. -Cuando esté satisfecho, Schecter, te lo haré saber. Esbozó una leve sonrisa de satisfacción y yo me dirigí a la otra puerta e hice el intento de abrir. -Esa puerta está cerrada con llave, Dorey -me informó Schecter. -Sé perfectamente bien que ésa es una puerta cerrada con llave. -Bien, pensé tan sólo... -No me interesa lo que hayas pensado, Schecter. Salgamos de aquí. Schecter salió al vestíbulo, donde los acomodadores esperaban, y yo lo seguí, cerrando detrás de mí. En ese momento oí un ruido dentro del taller y dije a Schecter: -Espérame aquí afuera. Quiero volver a entrar. Me volví y nuevamente abrí la puerta del taller de Kiley, me deslicé hacia el interior y cerré antes de que Schecter pudiera volverse y ver lo que yo me proponía hacer. En ese momento Kiley estaba dentro del taller sonriendo entre dientes gozoso y excitado, y sosteniendo en una mano un trozo brillante de metal. -¡Kiley! -grité-. ¿Dónde demonios estabas? -Afuera. -¿Qué quieres decir con eso de afuera? -Afuera de esa puerta -contestó señalando la puerta cerrada con llave. -¿Qué? ¿Estás joco? Esa puerta está cerrada con llave. Ninguno puede pasar por una puerta cerrada de ese modo. -Yo pasé. Levanté una mano y apunté hacia él con un dedo tembloroso: -Kiley, ¿te has enloquecido? ¿Estás mal de la cabeza? Dices insensateces. Hablas de una forma tan odiosamente alocada, que yo no podré protegerte. Dices que has atravesado una puerta cerrada con llave. Las puertas cerradas con llave están cerradas con llave. Nadie puede pasar por ellas. -Yo abrí -dijo Kiley, casi gritando de alegría. -¡Tú abriste! -dije con sarcasmo frío y deliberado-. Sólo las más grandes mentes de nuestro tiempo se han ocupado de las puertas cerradas y han demostrado que nunca se las puede abrir, pero tú la has abierto, sin ayuda. -¡Con una llave! -gritó Kíley-. Dijiste que no podría hacer una llave, pero la hice. Aquí está. Alargó la pequeña pieza, acercándose a mí y ofreciéndomela. -¡No te me acerques! Aleja de mí ese objeto maldito. Te dije que lo que se llama llave no existe. -Pero aquí está, Dorey, aquí está. Créamelo, yo abrí la puerta y entré... Se volvió y señaló la puerta cerrada. -Ahí afuera, atravesando esa puerta cerrada con llave -agregó-. ¡Dios Todopoderoso! Ahí afuera el Sol brilla con un esplendor tan grande de gloria dorada que la mente no puede concebirlo, y hay musgo verde y árboles verdes y edificios altos y gente... miles y miles de personas, personas reales que visten ropas de colores brillantes y sobre cuyas ropas cae el sol como un baño, y las chicas tienen piernas largas y desnudas, cabello castaño, rubio o negro, y son reales. ¡Reales, Dorey! No como esas sombras que el operador nos proyecta en la pantalla grande. ¿Cree que sus descubrimientos son reales o que siquiera son descubrimientos? No lo son. Son sombras, mentiras, ilusiones... Pero fuera de esa puerta el mundo es real... -¡Basta! -le grité-. ¡Maldición, basta ya! Abrí de par en par la puerta que comunicaba con el vestíbulo y grité: -¡Schecter! ¡Schecter! ¡Schecter! Ven aquí inmediatamente con tus malditos acomodadores. Schecter y los acomodadores penetraron en el pequeño cuarto, tomando a Kiley y apresándolo. Kiley no luchó, simplemente me contempló asombrado y con tanto dolor, dentro de su sorpresa, que yo dije: -¡Oh! Por amor de Dios, Schecter, suéltalo. -¿Qué? -He dicho que lo dejes en paz y que saques de aquí tus malditos acomodadores... ahora mismo. -¿No me llamaste hace un momento? -Me das fiebre, Schecter. Sal de aquí y llévate tus acomodadores contigo. Afligido y poniendo mal ceño, mirándonos a Kiley y a mí, Schecter sacó a los acomodadores del cuarto, y luego yo, fatigado, me volví hacia Kiley y le dije: -No hay duda de que sabes echar a perder cosas, ¿no es cierto? Yo me deshago para conseguir que seas miembro de la comisión, a pesar de que nunca hubo otro tan joven, ¿y qué consigo en recompensa? Un loco furioso, eso es lo que consigo. -Dorey, yo no soy un loco furioso. -¿Entonces qué demonios eres? -Yo salí y vi... -¡Cállate! Kiley apretó los labios y yo le dije: -Kiley, permite que deje bien establecido esto: nadie abre una puerta cerrada con llave. No hay llaves, y tú no saliste. -¿Entonces esto qué es? -preguntó, sosteniendo en alto el trozo de metal que tenía en la mano. -Un trozo de metal. Nada. No hay llaves. No hay nada que sea afuera. -¡Oh, Dorey! Yo salí. Fui afuera. -¿Sabes una cosa? -le pregunté-. Yo te lo voy a explicar, Kiley. No saliste. No fuiste a ningún sitio. Ahora, si puedes meterte esa idea en la cabeza, si puedes tan sólo reconocer que todo este asunto tuyo es una mentira y un infundio, bueno, entonces es posible que podamos llegar a algo. Quizá no. Pero quizá sí. -Dios mío, Dorey... ¿Sabe qué es lo que me está pidiendo? -Que dejes de mentir. -¿Estuvo usted antes en esté cuarto? -preguntó Kiley. -Sí. -¿Schecter también? -¡Sí, maldición! ¿Y qué hay con eso? -¿Yo estaba aquí? A eso es a lo que quiero llegar, Dorey. ¿Yo estaba aquí? -¡No! -contesté yo, casi gritando. -¿Entonces yo dónde estaba? -¿Cómo demonios puedo yo saber dónde estabas? -Está bien -dijo Kiley-. Está bien, Dorey. Entonces deme una oportunidad. Es lo único que pido. Déjeme abrir esa puerta cerrada con llave. Yo lo inventé todo y yo hice esta llave. La tengo aquí en la mano -y la sostuvo para que yo la viese-. Déjeme usarla, Dorey. Permítame abrir la puerta. Permítame llevarlo allá afuera. -¡No! -¿Por qué? -Porque eso que llamas llave no existe y porque no puedes abrir una puerta cerrada con llave. -Entonces yo... Y, luego de decir esto, giró sobre los talones y se dirigió hacia la puerta cerrada. -¡Kiley! -y mi voz lo golpeó como si fuese un latigazo, lo cual era mi intención. Kiley vaciló y yo le dije bruscamente-: Kiley, da un solo paso más y llamo a Schecter y sus acomodadores. Se volvió hacia mí, implorante: -¿Por qué? ¿Por qué? -Porque no hay afuera, Kiley. Porque tienes una personalidad retorcida, patológica. Ahora, por última vez, Kiley... ¿quieres reconocer que has estado fantaseando? -No. -Entonces tendrás que venir conmigo a ver al operador, Kiley. ¿Vendrás de buen grado o debo llamar a Schecter? -¡Oh, Dios mío, Dorey! ¿No me quiere permitir que abra esa puerta, apenas una rendija, para que vea el resplandor de la luz solar? -No. -Por favor... ¿tengo que pedírselo de rodillas, Dorey? -No. ¿Llamo a los acomodadores o vienes pacíficamente? -Iré con usted, Dorey -dijo Kiley, derrotado, con los hombros caídos, y sin la luz que tenía en los ojos. Como quiera que sea, alguien contó lo que sucedía y en el vestíbulo había gente que observaba silenciosamente cómo salíamos. Kiley gozaba de gran aprecio y los únicos odiados eran Schecter y sus acomodadores. Yo llevé a Kiley hasta la sala y a través de la sala hasta la escalera. Era la hora de la función para niños y aquel día se proyectaría una.serie de doce dibujos animados de Bugs Bunny. Mientras pasábamos junto a la última fila, Kiley dijo: -¿Por qué no puede usted pensar lo que afuera sería para ellos, Dorey? -Sigues insistiendo. ¿Qué piensas decir al operador? -La verdad. -Sí, él te lo agradecerá. En esté momento, nos encontrábamos junto a la salida de la cabina del operador, muy por encima de la segunda fila de pullman. Nadie había entrado jamás en la cabina. En cambio, lo que se hacía era apretar un botón y hablar mediante un tubo. -Estoy muy ocupado ahora, Dorey... reuniendo películas de una nueva parte del mundo ¿sabes? Los travelogues de Fitzgerald. De manera que no tenemos descubrimientos, sino exploraciones. Si pudieras esperar... -Me temo que no, operador. -¿Es urgente? -Sí, operador. -¿No podrías insinuarme el carácter de la emergencia, Dorey...? -Se trata del joven Kitey. -¿Tu protegido de la comisión? -Sí, operador. Asegura haber abierto una puerta cerrada con llave. -Por supuesto, le habrás dicho que las puertas cerradas con llave jamás pueden abrirse... y que ésa es la forma en que Dios hizo el mundo... -Se lo dije. -¡Caramba! Bueno, ve a mi oficina. ¿Lo tienes contigo? -Sí. -¿Es dócil? -No va a crear ningún inconveniente, operador. -Muy bien. Ve a mi oficina y espérame allí, Dorey. -Sí, operador. Llevé entonces a Kiley a su oficina. Ésta se encontraba situada en el mismo piso que la cabina de proyección pero en el extremo más alejado del cine. Penetramos y nos sentamos en los sillones de cuero, y mientras esperábamos llegó un acomodador que trajo rosetas de maíz, helados y café caliente. Era el momento en que debía traer al operador su cena, y el operador había pedido algo más para Kiley y para mí. Así era el operador, educado y considerado para todas las necesidades de los otros. -¿Tienes miedo? -pregunté a Kiley. Después de todo, Kiley era apenas un chico y podía suponerse que tuviese miedo. -No. Bueno, tal vez un poco. -No debes tener miedo. El asunto está ahora en manos del operador. -¿Qué me hará, Dorey? -No lo sé, pero cualquier cosa que haga, será de toda justicia. Con el operador puedes estar seguro de que así ha de ser. Es muy sabio. Cuando toma una decisión, es una decisión justa, por supuesto. -Sí. creo que sí. -No se trata de creer, Kiley. Puedes estar tranquilo. Con sólo que te quites de la cabeza esas fantasías. Entonces entró el operador, y ambos nos pusimos de pie con respeto. Él agachó plácidamente la cabeza y nos pidió que nos sentásemos. Caminó hacia atrás de su enorme escritorio y se sentó en un gran sillón giratorio de la clase que usan los jueces en sus estrados. -De modo que éste es el joven Kiley -dijo amablemente-. Un joven muy simpático. Yo conocí a tu padre, Kiley. Un hombre excelente. Sí, en realidad. Y a tu abuelo. Buenas personas, buena familia. Después, dirigiéndose a mí, preguntó: -¿Cuál es el problema, Dorey? -Yo preferiría que el propio Kiley lo explicase. -Explícalo, Kiley -dijo el operador. -Sí, operador. La voz de Kiley tembló ligeramente, pero eso no tenía nada de extraño cuando alguien hablaba por primera vez con aquel hombre. -Quiero explicarle que Dorey me permitió montar un pequeño taller en ese cuarto que no se usa y que comunica con el vestíbulo. Yo hice un torno para cortar algunas piezas nuevas destinadas a las máquinas vendedoras. En el cuarto había una puerta cerrada con llave, y me pareció que se podría hacer en el torno una llave y abrir esa puerta. -Estoy seguro de que no lo habrás pensado en serio -dijo el operador, interrumpiéndolo-. Tú sabes que las puertas cerradas nunca pueden abrirse. Así es el mundo, así es como Dios lo hizo. -Me pareció que si hacía una llave, operador... -¿Una llave? ¡Pobre Kiley! No hay llaves, no hay dragones, no hay unicornios y no hay magos. Dios ha ordenado su mundo de la mejor forma posible. Los mitos son para los niños. -Yo hice la llave, abrí la puerta y salí al mundo, operador. -¡No te excites, Kiley! -Pero usted debe escucharme y creerme. -¡Ah, sí! Te creemos, Kiley. Por supuesto que te creemos. -¡Entonces usted me cree! Usted me cree. -¡Oh, sí! -Y usted sabe que todo lo que está aquí son sombras, sin sentido ni substancia, y todo lo que es real y bello está afuera. -Sí, Kiley. -¿Y qué haremos? -preguntó Kiley con gran emoción-. ¿Saldremos de aquí? ¿Hemos estado sólo esperando un tiempo, un momento... como si Dios hubiese de alargar una mano hacia abajo, tocarnos y abrir nuestros ojos? Entonces habría algún sentido para nuestra vida, ¿no es verdad? ¿En mi vida? ¡Oh! Nunca imaginé semejante instrumento. Gracias, operador, gracias, gracias. -De nada, Kiley -dijo suavemente el operador, al que yo observaba con asombro-. Mereces muchas cosas, y te serán concedidas. Ahora espera aquí un momento. Dorey y yo tenemos que salir y hablar unas palabras en privado al respecto de este suceso trascendental. ¿Entiendes? Con lágrimas en los ojos, Kiley agachó la cabeza y luego me dijo: -Créame, Dorey, yo no tengo nada contra usted. ¿Cómo podría saber? ¿Cómo podría alguien saber sin ver con sus propios ojos? Quiero decir, alguien que no sea el. operador. Él sabía, el lo supo inmediatamente. ¿No es así, señor? -Inmediatamente -convino el operador. -¡Que Dios lo bendiga! -exclamó Kiley-. Yo no se lo diría a alguien tan superior a mí, como lo es usted, pero lo debo decir. ¡Que Dios lo bendiga, operador! -Gracias, muchacho. Ahora espera aquí tranquilo. Dorey, venga conmigo. Todavía mudo y asombrado, seguí al operador al vestíbulo, adonde con un susurro vivaz, me dijo: -Quítate de la cara esa expresión estúpida; tú eres el. presidente. -Pero yo pensé, operador... -Ya sé lo que pensaste. Simplemente disimulé delante del pobre chico. Se ha trastornado y su mal es grave y contagioso. Como comprenderás, debe ser aislado. -¿Aislado? -Sí, Dorey... aislado. -¿Dónde? -En el subsótano, Dorey. AIlá abajo, en la carbonera. -¿Para siempre? -Supongo que sí. -¿No es posible curarlo? -Tratándose de esta manía en particular, no,.Dorey. Es como un hombre que cree que ha visto la cara de Dios. La visión pasa a ser más que el hombre. -Yo detesto hacerlo. -¿Supones que a mí me gusta? -¡Operador, no hay otra manera? -Ninguna otra. El operador volvió a su cabina y yo bajé a encontrarme con Schecter para contarle lo que debíamos hacer. Schecter sonrió y se lamió los labios con placer, y pueden creerme que yo habría sido capaz de matarlo allí mismo y en aquel mismo momento; pero el ser presidente entraña ciertas obligaciones que no hay manera de eludir. De modo que dejé a Schecter en paz y miré cara a cara a Kiley cuando penetramos en la oficina del operador, y lo arresté, atándole las manos a la espalda. -¡Dorey, no es posible que haga esto! -dijo gritando-. Ya oyó lo que me dijo el operador. -Esto lo hago por orden suya -repliqué estúpidamente. -No. No, miente. -No miento, Kiley. Que Dios me perdone, pero no miento. -¿Cómo es posible que se desdiga de sus propias palabras? -Estaba siguiéndote la corriente. Kiley echó a llorar. Lo bajamos, de tertulia alta a tertulia intermedia y luego a platea y al sótano. Fue una suerte para todos nosotros que el operador hubiese iniciado ya los travelogues de Fitzgerald, pues todo el mundo estaba en la sala. Así es la gente en este mundo. ¿Cómo puede un hombre vivir y no sentir curiosidad por el mundo en que vive? Con todo y con sentirme tan afligido por el destino de Kiley, también me irritaba algo que por culpa suya tuviera que perder el principio de la proyección. Sin embargo, el deber es el deber. La carbonera ocupaba el cuarto nivel debajo de la platea, una parte del subsuelo obscura y de techo bajo. Fue necesario levantar una gran palanca de hierro con bisagras, después de lo cual desatamos las manos de Kiley, le anudamos una cuerda en torno de la cintura y lo bajamos a la carbonera. -¡Está allí! -me gritó-. Dorey, está allí. ¿Cree que podrá destruir esa verdad destruyéndome a mí? Y la palanca bajó con un fuerte sonido metálico. ¡Pobre Kiley! Los insectos La gente se enteró de la primera transmisión por varios medios. Aunque las llamadas no identificadas por radio son bastante frecuentes y por lo común no se sujetan a una divulgación general de noticias -ya que son más o menos excentricidades y a menudo obra de maniáticos-, no se las atiende celosamente. Lo interesante de esta señal era que había sido repetida por lo menos dos docenas de veces y había sido captada en varias partes del mundo en diferentes idiomas: en ruso en Moscú, en chino en Pekín, en inglés en New York y en Londres, en sueco en Estocolmo. En todos estos lugares aparecía en la banda de alta frecuencia, en algo menos de veinticinco megaciclos. Nosotros nos enteramos por Fred Goldman, jefe del salón de monitores de la National Broadcasting Company, cuando él y su esposa cenaron con nosotros a principios de mayo. Él presta atención a estas llamadas; escucha transmisiones del mundo entero en media docena de idiomas, y le gusta comentarlas: un barco que pide auxilio y luego silencio y ni una palabra en la prensa, o una combinación de New Orleans tocando el último rock violento -si tal cosa fuera posible- en Yarensk, en algún lugar de la tundra del norte de Siberia, o cualquier otro suceso de entre una docena de incongruentes acontecimientos diarios transmitidos por las ondas de radio de la Tierra. Pero esa noche estaba algo sofocado y pensativo, y cuando lo dio a conocer, estaba menos extraño que razonable. -¿Sabén? -dijo-. Hoy ha habido una especie de lamento universal y no logramos identificarlo. -¡Oh! Mi esposa sirvió bebidas. Su propia esposa lo miró incisivamente, como si ésta fuera la primera vez que oía hablar del asunto y le supiera mal verse colocada a la par nuestra. -Una buena señal, muy clara -dijo-. Alta frecuencia. Sin embargo, la voz es extraña... ¿Saben qué dijo? Había allí otra pareja, los Dennison; él era un cirujano bastante bien conceptuado y ella hizo un intento más bien torpe por tomar el asunto con buen humor. Yo trato de recordar cómo se llamaba esta mujer, pero su nombre no acude a mi memoria. Era rubia, bella y delgada, pero no muy inteligente; ella se ingenió, sin embargo, para hacer volver a Fred al asunto, mas él se retrajo. Procuramos persuadirlo, pero cambió de tema y se convirtió en oyente. Hasta mucho después de la cena no logré obligarlo a seguir hablando de ello. -¿Acerca de la señal? -¡Ah, sí! -Te has vuelto muy sensible. -No lo sé. Nada muy especial ni misterioso. La voz dijo: "Deben dejar de matamos". -¿Eso únicamente? -¿No te sorprende? -preguntó Fred. -Ah, no... difícilmente. Tal como dijiste, es una especie de imploración universal. Yo podría mencionar por lo menos siete lugares del planeta donde esas mismas palabras serían las más importantes que pudieran transmitirse. -Supongo que así es. Pero no se originaban en ninguno de esos lugares. -¿No? ¿Dónde, entonces? -Esa es la cuestión -manifestó Fred Goldman-. Justamente ésa. Así fue como yo me enteré del asunto. Me despreocupé, tal como supongo que hicieron muchos otros, y la verdad es que lo olvidé por completo. Dos semanas después pronuncié mi segunda conferencia de la serie Goddard Free, de Harvard. y durante el período destinado a consultas, un estudiante me preguntó: -¿Qué piensa usted, doctor Cornwall, de la cortina de silencio que el establishment ha tendido sobre los mensajes de radio? Cometí la ingenuidad de preguntar a qué mensajes se refería y una ristra de carcajadas me dio a entender que yo estaba fuera de la situación. -"Deben dejar de matarnos" ¿No es eso, doctor Cornwall? -gritó el muchacho y sus palabras fueron saludadas con una ovación mayor que la que celebró las mías-. ¿No es eso? "Deben dejar de matarnos". ¿Es eso? Bebí después un coñac con el doctor Fleming, el decano, delante del hogar de su cómodo y acogedor estudio y me contó que la universidad hacía una especie de vigilancia del éter. -Los muchachos no han causado mucha molestia, ¿verdad? -me preguntó. Le aseguré que yo estaba de acuerdo con ellos. -De una u otra manera, nosotros dos representamos al establishment, de manera que no quiero eludir el tema. ¿Pero no es ésa la señal que llega por radio? Un amigo mío me contó algo al respecto. ¿Se ha vuelto a captar? -Actualmente, todos los días -dijo el decano-. Los muchachos lo han tomado como una especie de grito de combate. -Pero no he visto nada en los diarios. -¿Es curioso, no es cierto? -dijo Fleming-. Supongo que de una manera o de otra, Washington se ocupa de acallarlo, aunque no sospecho cuál sea la razón. -El primer día no pudieron identificar el origen. -Hemos hecho pruebas por nuestra cuenta, y hasta se han realizado mayores esfuerzos en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Es bastante quejumbroso, ignoro cuál pueda ser el sentido. El estudiantado está muy enardecido con esta cuestión. -Ya lo he advertido -convine. Unos días después, en el almuerzo, mi esposa me informó que el día anterior había comido con Rhoda Goldman. Este detalle cayó como una especie de pequeña bomba lanzada con cuidado. -Sigue -dije muy interesado. -Vas a burlarte. -Haz la prueba. -Poseen algunos antecedentes acerca de esas señales allá en la estación receptora. O creen tenerlos. -¡Oh! -Suponen conocer quién las está enviando. -¡Gracias a Dios! Tal vez podamos impedir que sigan matándolos o contener a quien realiza la matanza. Es la queja más triste de que yo tengo noticia. -No. -¿No? -Dije que no, que no podemos evitarlo -aclaró mi esposa muy en serio-, porque son los insectos. -¿Qué? -Eso es lo que me ha dicho Rodha Goldman, los insectos. Los insectos transmiten los mensajes. -No tengo más remedio que reír -dije yo a mi vez. -Sabía que lo harías -opinó mi mujer. Yo he formado parte de cuatro de las comisiones especiales del alcalde, y al día siguiente su asistente me llamó para preguntarme si estaría conforme en integrar otra. Sin embargo, se.negó a aclararme el propósito, pero me dijo que tenía alguna relación con los mensajes de alta frecuencia. -Sin duda usted ha oído hablar de ello -dijo el hombre. Le aseguré que había oído hablar de ello y agregué que integraría la comisión sólo por curiosidad. El día en que fui al centro de la ciudad para la reunión de la nueva comisión era el mismo en que el generar Carl de Hargod, el nuevo jefe de estado, había llegado a New York para hablar durante un banquete en el Waldorf; y en aquel momento era recibido por el alcalde y un millar de manifestantes. Estos constituían un conglomerado de pacifistas y de hippies, y marchaban de un lado a otro al frente del municipio, en silencio y portando letreros que decían: "Usted debe impedir que nos sigan matando". Llegué lo bastante temprano como para entrar antes de que empezasen las ceremonias de bienvenida, y cuando me uní a los demás integrantes de la flamante comisión, escuché un pedido de disculpas por la ausencia del alcalde y la promesa de que estaría con nosotros antes de media hora. Formaban parte de la comisión otras cinco personas, tres hombres y dos mujeres. Yo conocía a estas últimas, Kate Gordon, que era comisionada de salud pública y Alice Kinderman, que estaba vinculada con el museo de Historia Natural y acababa de ser nombrada asesora de la Dirección de Parques, y conocía también a uno de los hombres, Frank Meyers, abogado que tenía vinculaciones importantes en Washington. Meyers me presentó a los demás, a Basehart, que era jefe del Departamento de Entomología en la enorme universidad de la ciudad y a Krummer, del Departamento de Agricultura de Washington. La presencia del entomólogo incentivó mi incredulidad, y cuando Meyers me preguntó si conocía el motivo de aquella reunión, contesté que sabía únicamente que tenía algo que ver con las señales de radio. -Lo curioso es que sabemos quiénes las transmiten. -Qué es lo que las transmite -corrigió Alice Kinderman-. La idea de quiénes es un poco inquietante. -Yo no lo creo -dije-. Me inclino hacia los comunistas. -Hemos estado matando muchos comunistas -convino Basehart con aquella curiosa indiferencia propia de un sabio-. Puedo asegurar que no me gusta el asunto. Bueno, a nadie le hace gracia que lo maten, ¿verdad? Esta vez, sin embargo, son los insectos. -¡Cuentos! -exclamó Kate Gordon. Conversamos luego en calma, tal como debía esperarse de seis hombres y mujeres civilizados y de mediana edad, como éramos, y si entre nosotros hubo quienes dudaron, Basehart se encargó de convencerlos. Me convenció a mí. Era un hombre pequeño, de nariz larga, dotado de unos ojos de color azul eléctrico, y cuya sonrisa emocionaba. Cualquiera podía advertir que lo ocurrido, en cuanto a él concernía. era lo más maravilloso y excitante sucedido alguna vez, y, tal como lo explicaba, lo absurdo desaparecía y se afirmaba lo inevitable. Nos convenció de que en todo momento había sido inevitable. Lo único que no pudo conseguir era que compartiésemos su entusiasmo. -¡Es tan lógico! -aseguró-. El insecto no es una realidad en sí mismo. sino un fragmento. La realidad es la colmena. Los insectos no piensan en los términos nuestros; no tienen cerebros. En el mejor de los casos, tienen algo que podría considerarse como uno de esos circuitos impresos que hacemos para las radios fabricadas en serie. Son células, no órganos. ¿Pero piensa la colmena? ¿Piensa el enjambre? ¿Piensa la ciudad de los insectos? Ése es el interrogante al que nunca hemos podido responder satisfactoriamente. ¿Y qué puede decirse del superenjambre? Siempre hemos sabido que se comunican entre sí.y con el enjambre o con la colmena, ¿Pero cómo? ¿Por radio? Ciertamente alguna especie de onda, ¿y por qué no de alta frecuencia? -¿Energía? -preguntó alguien. -Energía. ¡Dios mío! ¿Alguien tiene una noción de cuántos existen? Sólo de especies hay más de medio millón. En cuanto a los individuos, está fuera de nuestro alcance calcularlo. Podrían generar cualquier energía requerida. Cumplir cualquier tarea... si, por supuesto, se juntan en una supercolmena o un superenjambre teórico y adquieren conciencia de sí mismos. Y parece que así ha ocurrido. ¿Saben? Nosotros siempre los hemos matado, pero tal vez ahora sean ellos demasiados. Tienen un enorme instinto de supervivencia. -Y al parecer nosotros, en algún lugar del camino, hemos perdido el nuestro, ¿no es así? -pregunté. El alcalde tenía demasiadas obligaciones, demasiados problemas en una ciudad a la cual le faltaba poco para ser ingobernable, y resultó difícil precisar la seriedad con que tomó el ruego de los insectos. Quienes militan en la vida pública tienden a mantenerse a la defensiva en cuestiones de esta clase. Tantas veces había pronunciado yo conferencias sobre cuestiones de ecología social, que por fuerza debía conocer lo difícil que es inducir a los dirigentes políticos a meditar en la posibilidad de que, sencillamente, lo que hacemos todos sea cerrarnos el paso hacia un futuro viable. -Hemos tenido que detener a más de un centenar de pacifistas -dijo el alcalde con cansancio- la mayoría de ellos pertenecientes a buenas familias, lo cual significa que no podré dormir esta noche y dado que sólo dispuse de una o dos horas anoche, creo que ustedes comprenderán mi resistencia, señoras y caballeros, a acalorarme por mensajes enviados por insectos. Lo admito sólo porque el Departamento de Agricultura insiste en que así haga, y por lo tanto pido a ustedes que se avengan a servir en este comité especial y a redactar un informe al respecto. Estamos destinando cinco mil dólares para trabajos de oficina y la Fundación Ford nos ha prometido cooperación plena. El alcalde no pudo seguir acompañándonos, pero dedicamos otra media hora a comentar el asunto y ponernos de acuerdo para una nueva reunión, luego de lo cual salimos separadamente. La creencia en lo absurdo no es muy tenaz, y pienso que más o menos en el momento en que se terminó la reunión, habíamos arrojado sobre los insectos una cubierta muy sólida de duda. Dadas las muchas premuras, al llegar la hora de la cena yo me había olvidado del asunto; mi mujer me preguntó entonces con expresión petulante: -Bien, Alan, ¿qué te propones hacer acerca de los insectos? Como yo no le contesté inmediatamente, ella me informó que en la tarde había mantenido una conversación con su hermana, Dorothy, de Upper Montclair, y que ellas tomaban el asunto muy en serio. Más aún, el hijo de Dorothy, un estudiante aventajado del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que se especializaba en física, había trabajado en la electrónica -o la física, ella no estaba muy segura- que sustentaba la cuestión de las señales de alta frecuencia. -Es un joven inteligente -dije. -Y el tuyo es un comentarlo muy esclarecedor. -Bien, el alcalde ha formado una comisión. Yo tengo el honor de pertenecer a ella. -Eso es lo que más me gusta de nuestro apuesto alcalde -dijo Jane-. Nombra comisiones para cualquier cosa, ¿no es cierto? Estoy segura de que ahora tiene la conciencia tranquila... -¡Cielo Santo! -dije yo-. ¿También de esto tiene que tener conciencia? Nunca terminé mi defensa de! pobre hombre acosado. Sonó el teléfono. Era Bert Clogmann, uno de los directores del New York Times, a quien algo conocía y quien me informó que habían decidido publicar la noticia en la edición de la mañana, dado que ya había aparecido en Londres y en Roma, y me preguntaba si podría explicarle algo respecto de la comisión. Le expliqué lo relativo a ella, y luego le pregunté qué pensaba. -¿Si lo creo? -dijo Clogmann-. Bueno, gracias al cielo no necesito incluir mi opinión en el artículo. Al parecer existen antecedentes suficientes para que podamos citar juicios de personas eminentes, y los rusos lo están tomando tan en serio como para promover la cuestión en la UN. La semana que viene. Además, los pequeños canallas se han devorado mil setecientas hectáreas de trigo en la parte oriental de Nebraska. Como quien silva en una caña. Tal vez eso sea una simple coincidencia. -¿Qué pequeños canallas? -Las langostas. -Bueno, ¿acaso no se trata de un asunto muy antiguo, es decir, que siempre han devorado algo en un sitio u otro? Pero no conseguí que Clogmann comprometiese opinión al respecto. Siempre tuvo la sensación de que la suya era la opinión del Times, por así decir, y fue muy reticente, pero sin que eso lo diferenciase de casi todos sus colegas. Ello era demasiado grande para esforzarse en creerlo. -Si estás en una comisión -dijo mi esposa-, entonces tienes que creerlo. -Yo creo que parte de la labor de esa comisión es comprobar la validez del asunto en sí. -¿Lo cree alguno de los.miembros? -Tal vez Basehart. Es entomólogo. -Yo me siento tonta -dijo mi mujer, sonriendo-, pero he observado insectos acuáticos. Son tan enormes y tan espantosos de todas maneras... quiero decir que ni siquiera se resienten de que los maten. ¡Pero qué idea más horrible! Nosotros damos por sentado que cuanto no sea humano no protesta si se lo mata. En nuestra primera reunión oficial de la comisión, Krummer, el hombre del Departamento de Agricultura. habló sobre el mismo tema, pero se expresó en forma un tanto ofensiva acerca de los humanistas. Luego de esbozar el nuevo programa que habían preparado en Washington, una campaña de tres puntas, como él dijo, los insecticidas, el gas venenoso y las radiaciones, se ocupó de la posición de aquellas personas sensibles que aseguraban que nosotros tal vez matamos con excesiva facilidad. -¿Puede alguien imaginar el desastre que sufriría la humanidad si se permitiese libre acción a los insectos? Hambre mundial, para no mencionar enfermedades, y la desazón consiguiente. De aquí pasó a trazar un cuadro bastante terrible, a lo cual solamente se opuso Basehart, y aun éste en forma suave. Basehart destacó que el hombre había existido antes que los insecticidas y se alimentó perfectamente bien. -Hay un equilibrio natural en esta clase de cosas, una totalidad ecológica. Los insectos se comen unos a otros, las aves comen insectos y ciertos animales contribuyen a su vez, y hasta la naturaleza de un modo misterioso restringe lo que se exceda en un sentido u otro. Pero hemos matado a las aves sin misericordia y ahora estamos tratando de matar a los insectos, y seguimos quitando partes de ese ciclo ecológico, y quién sabe adónde nos conducirá. Pero el hecho principal presentado a la comisión fue que los mensajes de alta frecuencia habían cesado, y una vez que se detenía esa manifestación visible de un deseo tan natural como el de la supervivencia, los partidarios de la duda comenzaron a ejercer su dominio y se dedicaron a demostrar que el público había sido burlado. Dado que fuera del simple hecho aislado de la devastación en Nebraska, no se había advertido cambio alguno en la conducta de los insectos en ningún lugar del planeta, la idea de que se trataba de una burla encontró asidero muy fácilmente. Nombramos a Frank Meyers, para que formase una especie de comisión de un único integrante para que investigara los pros y los contras del asunto y dentro de las dos semanas presentara un informe. -Esto -expliqué a mi esposa- es la forma normal de proceder en las comisiones; no encontrar, sino perder. Perderemos de vista esta crisis muy pronto. -Dentro de dos semanas tenemos que partir para Vermont -me hizo notar mi esposa. -Nos quedaremos aquí todo el verano -le aseguré-. También ésa es la forma normal en que operan las comisiones. Cuando nos reunimos nuevamente dos semanas después, tanto Krummer como Meyers se expresaron de modo tranquilizador. Con gran deleite, Krummer nos contó que el Pentágono había unido sus fuerzas con las del Departamento de Agricultura para fabricar un insecticida tan mortífero que un solo cuarto de galón de ese producto, en forma de llovizna fina, mataría cualquier insecto en la superficie de una milla cuadrada. Sin embargo, era tan mortífero para animales como para seres humanos, inconveniente que ellos esperaban salvar muy pronto. Pero Meyers opinó que la cuestión no debía preocupar mayormente. -Los de la C.I.A. -explicó- están más o menos conformes en que los rusos son los responsables de las transmisiones. Tienen por doquier aparatos secretos y es parte de su plan general sembrar el temor y la discordia en el mundo libre. Más aún, sabedores de que ellos mismos lo han hecho público, Pravda publicó ayer un largo artículo en el cual nos culpan a nosotros. También me he entrevistado con veintitrés de los principales naturalistas, y todos, excepto uno, están de acuerdo en que el concepto de una inteligencia colectiva de los insectos al nivel de la inteligencia del hombre es absurdo. -Por supuesto; nuestra labor no será un desperdicio -dijo Krummer-. Me refiero a que un nuevo insecticida valdrá la que pese en oro, y dado que en su forma presente mata hombres con la misma facilidad que insectos, supone agregar armas secretas a nuestro arsenal. Es un ejemplo excelente de la forma en que las diversas ciencias tienden a superponerse, y creo que podemos darle la bienvenida como parte vital de la forma norteamericana de vivir. -¿Quién fue el hombre de ciencia que no estuvo de acuerdo? -pregunté. -Basehart -dijo Meyers. Basehart sonrió modestamente y respondió: -Yo no creo que deba tomárseme en cuenta, ya que soy miembro de la comisión. Lo cual hace que la opinión científica sea unánime. O por la menos, creo que así es como debe consignarse este asunto. -¿Todavía cree que eran los insectos? -preguntó la señora Kinderman. -¡Ah, sí! Ciertamente, sí. -¿Por qué? -Sólo porque es lógico y emocionante -dijo Basehart-, y ustedes saben que los rusos son tan desesperadamente melancólicos y faltos de imaginación, que jamás se les ocurriría pensar semejante cosa, ni aunque pasase un millón de años. -¡Pero una inteligencia colectiva! -objeté yo-. Me desagrada la palabra absurdo, pero podría decir que esto es bastante increíble. -Nada de eso -replicó Basehart, casi como si pidiera perdón-. Es un concepto muy familiar entre los entomólogos, y desde hace varias generaciones se viene hablando de ello. Reconoceré que lo utilizamos pragmáticamente cuando nos faltan explicaciones más aceptables, ¡pero es tanto lo relativo a insectos de hábitos sociales que no concuerda con ninguna otra explicación! Naturalmente, aquí tratamos de.una inteligencia mucho más desarrollada y compleja; pero ¿quién dirá que ésta no sea una línea de evolución absolutamente legítima? Somos como niños en nuestro entendimiento de la forma en que procede la evolución, y en cuanto a su propósito, bueno... ni siquiera hemos empezado a investigar. -¡Oh, vamos! -dijo Kate Gordon, o tal vez, para describirlo mejor, debería decir que lo bufó-, está poniéndose decididamente teleológico, doctor Basehart, y entre hombres de ciencia creo que esto no tiene defensa. -¡Oh! -pero por lo visto, Basehart no deseaba discutir-. Tal vez. Sin embargo, algunos de nosotros no podemos menos que ser siquiera un poco teleológicos. No siempre nos sobreponemos a la educación religiosa de nuestra niñez. -Intelectualmente, se la debe superar -dijo muy relamida Kate Gordon. -Basehart -dije yo-, supongamos que debamos aceptar esa inteligencia, no como una realidad, sino como un tema de discusión. ¿Deberíamos tener motivo para temerla? ¿Tendría que ser maligna? -¿Maligna? ¡Ah! No... absolutamente, no. Nunca ha sido ése el concepto que yo tengo de la inteligencia. El mal es mediocre y más bien estúpido. No, la sabiduría no es maligna, todo lo contrario. Pero, tengamos o no que temerlos... bueno, me refiero a que no hemos aportado ninguna explicación satisfactoria. Yo no quiero decir nosotros, los de esta comisión. Hablo de la humanidad. La humanidad sólo avanzó en dos direcciones, en la de convencerse de que una inteligencia de insectos no existía y en la de fabricar un nuevo insecticida. Pero lo que ellos nos piden es que no sigamos matándolos. ¿Qué van a hacer ellos? -Vamos, vamos -dijo Meyers riendo- ¿no estamos jugando demasiado bien este juego? Hemos formado una comisión de ciudadanos sinceros e interesados, y no me parece que hayamos solucionado el problema. Yo propongo que pasemos a cuarto intermedio hasta el mes de septiembre. La moción fue aprobada y puesta en práctica. Mientras nos dirigíamos a nuestra propiedad veraniega de Vermont, mi mujer, Jane, me dijo un tanto entristecida: -Si nuestro hijo estuviese vivo, yo no dormiría demasiado bien. ¿Sabes una cosa? Hace tres años que murió, y me parece que hubiera sido ayer. -Vamos a iniciar unas vacaciones para descansar -le dije-, y no soporto esta clase de humor. -Se trata sencillamente de que a veces dejo de preocuparme. ¿Eso será parte del envejecimiento? -Nos seguimos preocupando -respondí vivazmente. Pero entendía perfectamente lo que ella quería decir. Nuestra propiedad de veraneo está situada en un valle aislado y maravilloso de tierra adentro, al igual que tantos otros valles de tierras altas en Vermont, llenos de días soleados y noches frescas, y con un cielo estrellado sobre los verdes pliegues del terreno. Es un lugar donde las horas avanzan de diferente manera y luego de estar allí un tiempo nosotros avanzamos con el ritmo del lugar. De cuando en cuando teníamos compañía, pero no con demasiada frecuencia ni demasiado numerosa y sobre todo los fines de semana. El pueblo estaba a diez kilómetros, por un camino de tierra, y a algo más de treinta kilómetros de allí se encontraba una colonia de artistas de magnitud bastante respetable, donde funcionaban una orquesta sinfónica y un teatro, ambos de verano, y siempre había muchos con quienes hablar si nos sentíamos solos en nuestra casa. Pero íbamos poco, dos o tres veces por verano y raramente nos sentíamos tristes o solitarios en la forma en que suele entenderse la soledad. Siguiendo nuestro mismo camino, a más o menos un kilómetro y medio, vivía nuestro vecino más cercano, un hombre viudo llamado Glenn Olson, que en el verano preparaba miel y en el invierno jarabe de arce. Ambos eran deliciosos. Los arces que tenía en su casa eran viejos y fuertes y las abejas trabajaban entre las flores silvestres del terreno de pastoreo abandonado. Tenía intención de visitarlo tanto por la miel como por el jarabe, pero venía difiriendo la visita de día en día. Hasta entonces, nada fue muy diferente, únicamente los días calurosos del verano, y las aves y los insectos que zumbaban indolentemente en el aire cálido. Podríamos haber olvidado todo aquello con sólo que hubiésemos sido poco crédulos, pero de alguna manera había en ambos un pequeño esbozo de creencia. Recibimos una tarjeta postal de Basehart, que se encontraba en las islas Virgenes, donde estaba catalogando especies y tipos de insectos. La tarjeta terminaba con una despedida un tanto sentimental. Ni mi esposa ni yo lo notamos, porque como he dicho, poseíamos una pequeña facultad capaz de creer. Por supuesto, entonces, hacia el principio del verano, las ciudades morían. Ha habido muchas especulaciones acerca de insectos y lo que podrían hacer si fuesen como algunos pensaban. Se escribieron artículos, se imprimieron libros apresuradamente y hasta se proyectaron películas. Hubo pesadillas acerca de superinsectos, ejércitos de hormigas, demonios alados; pero nadie aceptaba la simple sencillez del hecho. Los insectos, ante todo, se desplazaban simplemente contra las ciudades. Al parecer, una inteligencia única regía todos los movimientos de los insectos, y que millones de personas perecieran no significó nada que alterase la supervivencia de la inteligencia. Llenaron los acueductos y detuvieron la circulación del agua. Pusieron en corto circuito los cables y cesó el fluir de la electricidad. Consumieron la comida que había en las ciudades y millones de ellos se lanzaron sobre las provisiones que llegaban. Obstruyeron las cloacas y diseminaron enfermedades y las ciudades murieron. Los insectos murieron en millares de millones, pero esta vez ya no fue necesario matarlos. Ellos mismos se impusieron la muerte, y las ciudades ulcerosas, atacadas de malarias y acosadas por plagas murieron junto con ellos. Primero vimos en!a televisión cómo esto sucedía, pero la televisión desapareció muy pronto. Poseemos una torre retransmisora. pero ésta dejó de funcionar a los tres días de iniciarse el ataque contra las ciudades; el cuadro fue luego tan terrible como para perder el sentido y unos pocos días después desapareció. Entonces escuchamos radio hasta que la radio también se acalló. Quedaba el valle como si jamás hubiera existido, el silencio y los insectos pendientes en el aire caluroso, a la luz del sol, y en la obscuridad de las noches. Mi propia idea fue ir en el auto a la ciudad, y día a día tuve la sensación de que debía hacerlo, pero mi esposa me lo impidió. Su temor de abandonar nuestra casa para ir a la ciudad era tan grande que hasta que el alimento comenzó a escasear, no estuvo de acuerdo en que yo fuese, ni aun acompañado por ella. Nuestro teléfono había dejado de funcionar mucho tiempo atrás, y después de días de no ver un avión por el cielo me di cuenta de que los aviones ya no volaban. Finalmente, yendo en el auto a la ciudad, nos detuvimos en la casa de Glenn Olson para preguntarle si él sabía cómo estaba el pueblo, y para comprar tal vez algo de miel y jarabe. Lo encontramos muerto en su dormitorio; no muerto desde mucho antes, tal vez sólo desde el día anterior. Había sido picado en un antebrazo tres veces mientras dormía. Mi mujer, que en un tiempo fue enfermera. explicó el proceso mediante el cual tres pinchazos consecutivos de abeja bastarían para matar a un hombre. El aire estaba lleno de abejas que zumbaban, trabajaban y volaban. -Creo que volveremos a casa -dije. -No podemos dejarlo así. -Podemos -dije, pensando. que millones de otros seres estaban igual que él. Olson tenía una alacena bien provista. Llené algunas bolsas con mercaderías en lata, harina, habas, miel en tarros y jarabe de arce, y llevé todo al auto, mientras Jane se quedaba en la casa. Luego cubrí el cadáver de Olson con una frazada y tomé a Jane de un brazo. -No quiero ir allí -dijo. -Bueno, debes saber que no tenemos otra solución. Aquí no podemos quedarnos. -Tengo miedo. -Pero no podemos quedarnos aquí. Finalmente la convencí y fuimos al auto. Tenía los brazos cubiertos y sostenía una toalla sobre la cara, pero las abejas no hicieron caso de nosotros. En el auto levantamos las ventanillas y volvimos a nuestra casa de verano, a la cual entramos casi corriendo. Sin embargo, me sobrepuse al pánico y resistí la tentación de cubrirme con telas de mosquitero. Hablé con Jane y finalmente la convencí de que aquello no era algo que pudiera evitarse o contra lo cual fuera posible tomar medidas. Era como el viento, la lluvia, la salida y la puesta del sol. Sucedía y nada que hiciésemos lo alteraría. -Alan, ¿le ocurrirá a todo el mundo? -me preguntó-. ¿Será así en el mundo entero? -No sé. -¿Qué beneficio aportaría a ellos el que esto alcance a todo el mundo? -No querría vivir si le sucediese a todos. -No es cuestión de la que nosotros queramos. Es la forma en que las cosas se presentan. Sólo podemos vivir con esto tal como es. Sin embargo, cuando volví al automóvil para recoger las provisiones que habíamos tomado de la casa de Olson, tuve que apelar a cuanto coraje y fuerza poseía. Las cosas fueron algo mejor al día siguiente, y al tercer día pude inducir a Jane a que saliese de la casa conmigo para caminar un rato.. Al principio se negó, pero al cabo de poco su temor comenzó a desaparecer y entonces, paulatinamente, aquello se convirtió en algo con lo cual se vive, como supongo que todo puede convertirse. La semana siguiente yo me senté a escribir este relato. He estado trabajando en él tres días. Ayer una abeja se posó en el dorso de mi mano, una abeja obrera zumbadora, escandalosa y grande. Sostuve la mano con firmeza. miré a la abeja y la abeja me devolvió la mirada. Entonces se alejó volando, y tuve una sensación de que todo había sucedido y de que lo pasado no se repetiría. Pero cómo lo recibiríamos y cómo volveríamos a acomodarnos a la vida, yo no lo sé. Anoche hablé de ello con mi esposa. -¡Ojalá que Basehart esté vivo y bien! -dijo-. Me gustaría volver a verlo. Lo cual resultó bastante curioso, dado que lo único que ella sabía al respecto de Basehart era lo que yo le había contado. Después se echó a llorar. No era mujer que llorase mucho y pronto se enjugó las lágrimas y se dedicó a coser no sé qué cosa que había dejado abandonada semanas antes. Encendí la pipa. Fue lo último que hice aquel día. Estábamos sentados y en silencio cuando obscureció. Encendí nuestra pequeña lámpara de kerosene y ella me djjo: -Más pronto o más tarde tendremos que ir al pueblo, ¿no es verdad? -Más pronto o más tarde -le dije. FIN