Subido por Aledo Doale

El general derribo a un angel - Howard Fast

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EL GENERAL
DERRIBÓ A UN
ÁNGEL
Howard Fast
Howard Fast
Título original: The general zapped an angel
Traducción: Manuel Barberá
© 1969 by Howard Fast
© 1975 Intersea SAIC, colección Azimut
Edición digital: urijenny
ÍNDICE
El general derribo a un ángel (The general zapped an angel) © 1970.
El ratón (The mouse) © 1969.
Milty Boil, un visionario (The vision of Milty Boil) © 1970.
El mohawk (The mohawk) © 1970.
La herida (The wound) © 1970.
El Wall Street Journal de mañana (Tomorrow´s Wall Street Journal) © 1970.
El intervalo (The interval) © 1970.
El cine (The movie house) © 1970.
Los insectos (The insects) © 1970.
A las historias de Howard Fast se las puede considerar algo trilladas y repetitivas en sus
temáticas, pero son valiosísimas por su faceta moralizante. En la literatura narrativa de
otras épocas supo ser habitual, como parte de una historia, una especie de valor
agregado moralizante, costumbre que lamentablemente está bastante perdida en estos
tiempos (y buena falta que haría que las narraciones tuvieran un perfil ético o
educativo). Los relatos de Fast tienen así mismo otra cualidad importante para cualquier
forma de arte y con más razón para la ciencia ficción: por más que sean narraciones
sencillas, directas, sin mayores complejidades, uno se queda pensando y dándole vueltas
a la historia, a su sentido, y a la “moraleja”. Creo que no se puede pedir más de un
conjunto de cuentos que nos hagan usar un rato las neuronas, que para algo las tenemos.
Van aquí algunos comentarios a título de orientación previos a la lectura de los relatos
de este libro digital.
“La herida” de Howard Fast es una inquietante visión sobre nuestro querido planeta
Tierra. A lo mejor yo soy un pelotudo por pensar así, pero tanta gente webea con un
concepto bastante ilusorio como el de dios (nótese con minúscula), en tanto que no le
damos ni bola (o contribuimos a joderlo) a nuestro querido planeta Tierra (siempre con
mayúscula), que tenemos día y noche bajo nuestros pies desde que no éramos más que
unas míseras macromoléculas en el mar primigenio.
“Los insectos” es un relato inquietante y apocalíptico sobre estos compañeros de ruta
sobre nuestra amada Tierra.
“El ratón” es un relato emparentado con los de “Mitkey, el ratón estelar” de Fredric
Brown, aunque bastante más patético.
“Milty Boil, un visionario” es, dentro de su ironía, una espeluznante visión del futuro de
la humanidad.
“El intervalo” es una muestra más de que Fast es un maestro de la ironía
“El general derribó a un ángel”, “El Wall Street Journal de mañana”, y “El cine” son a
mi juicio relatos algo débiles, ejercicios irónicos sobre la patética realidad de todos los
días.
Respecto a “El mohawk”, tal vez no he sabido captar su mensaje, porque me parece
bastante insulso.
urijenny ([email protected])
El general derribó a un ángel
Cuando desde Vietnam se divulgó la noticia de que Mackenzie, a quien casi
todos llamaban el Viejo Galleta Dura, había derribado de un disparo un ángel,
todos los diarios del mundo rebuscaron en sus archivos los antecedentes y la
biografía de este guerrero aguerrido.
No se trata de que el general Clayborne Mackenzie fuese tan viejo. Apenas
había cumplido sus cincuenta años y tenía mucho vigor y pimienta en sus
venas cuando fue a Vietnam para hacerse cargo del 55º Regimiento de
Caballería y sus doscientos helicópteros; y el sólo verlo sentado en la
portezuela abierta de una cañonera, manejando una ametralladora ligera como
el profesional que él era, y matando cualquier cosa que se movía por debajo
(porque nada que se moviese podía nunca ser bastante para Charlie) había
inspirado más de un hermoso relato colorido.
Los corresponsales se deleitaban destacando el hecho de que Mackenzie era
"un guerrero natural", poseedor, tal como ellos lo expresaban, del "instinto para
matar". En esto tenían mucha razón, pues el material de varios archivos de
diarios lo demostraba. Cuando Mackenzie tenía apenas seis años, jugando en
el fondo de su humilde casa de Carolina del Norte, se ingenió para matar a un
cachorrito golpeándolo hasta quitarle la vida con una piedra, un extraordinario
acto de coraje y perseverancia. Tiempo después pudo hacerse de dinero para
sus gastos menudos matando cachorros y gatitos no deseados, a razón de
cinco centavos cada uno. Tenía una intensa facultad creadora, una de las
cosas que contribuyó a sus posteriores cualidades de conductor de hombres, y
no contento con ahogar los animales, ideó otros cinco métodos para aniquilar
cachorritos que la gente no quería. A los nueve años estaba cazando conejos y
ratas con trampas y había inventado una ratonera portentosa, pero al mismo
tiempo sencilla, especial para topos, que le permitía atraparlos vivos. Disfrutaba
entregando topos y ratones vivos a los gatos de la vecindad, y a menudo
invitaba a sus pequeños compañeros de juego a observar los resultados. A la
edad de doce años el padre le regaló su primer fusil, y desde entonces nadie
que conociese al joven Clayborne Mackenzie dudaba de su carrera futura ni de
su éxito. Luego de su llegada a Vietnam, no hubo misión importante del 55º
Regimiento que el Viejo Galleta Dura no dirigiese en persona. Sólo verlo
disparando continuamente desde su cañonera pasó a ser un símbolo de la
“nueva guerra", y los soldados de tierra lo contemplaban, lo admiraban y lo
aplaudían cuando aparecía. (A veces los aplausos venían con mezcla de otras
cosas, pero todo puede esperarse en la guerra.) Nada de amaba más
Mackenzie que una aldea llena de guerrilleros ocultos y traicioneros de Vietnam
y cuando pasaba por una de estas aldeas, de ella quedaba muy poco. Un joven
corresponsal periodístico lo comparó con un "ángel vengador”, y a veces
cuando se solicitaba la presencia de sus helicópteros para ayudar a un grupo
de infantería en penosa situación, ésta era la forma en que él pensaba en sí
mismo. Fue en una de estas oportunidades, en ocasión en que la compañía de
infantes de marina retenía el puesto de avanzada de Queen-to, que se hallaba
en grave aprieto, cuando el hecho ocurrió.
El general Clayborne Mackenzie había encabezado el ataque, disparando a
diestra y siniestra y cayó el ángel, directamente en el campamento de los
infantes de marina. Pasó un rato antes de que ellos comprendieran qué era
aquello y Mackenzie ya había vuelto a la base cuando se recibió la llamada del
capitán Joe Kelly, quien estaba al frente de la unidad de infantes de marina.
-General. señor -dijo el capitán Kelly cuando Mackenzie levantó el auricular del
teléfono y preguntó qué demonios querían-, general Mackenzie. señor; me
parecería que usted ha matado un ángel.
-Repítalo. capitán.
-Un ángel señor.
-¿Un qué?
-Un ángel señor.
-¿Y qué demonios es exactamente un ángel?
-Bueno -respondió Kelly-, yo no sé exactamente cómo contestar su pregunta,
señor. Un ángel. Uno de los ángeles de Dios, señor.
-¡No se habrá vuelto loco usted, capitán? -rugió Mackenzie-. ¿O se le ha dado
otra vez por fumar marihuana? Que Dios me perdone, pero yo previne a todos
los fumadores de esa porquería que si no abandonaban ese vicio los
despacharía a todos al infierno.
-No, señor -dijo Kelly serena y obstinadamente-. Aquí no tenemos marihuana.
-Buello, deme con el teniente García -gritó Mackenrie.
-Habla el teniente García -dijo débilmente la voz de éste.
-Teniente, ¿qué diablos es esto del ángel?
-Sí, general.
-¿Sí. qué?
-Es un ángel. Cuando usted estaba allá matando individuos del Viet Cong...
bien, señor, usted sencillamente mató un ángel.
-¡Que Dios se apiade de mí! -exclamó Mackenzie-. voy a apalear a todos
ustedes, los fumadores de marihuana, por esto que dicen. ¡Pedazo de canalla!
Usted tiene mucha osadía para poner en ridículo a todo un general pero nadie
me pone en ridículo a mí y se libra de un castigo. Recuérdelo bien.
Un hecho acerca del Viejo Galleta Dura era que cuando quería que algo se
hiciese, no pedía voluntarios. Lo hacía él mismo, y así fue como se dirigió a
donde estaba su helicóptero y le dijo al capitán Jerry Gates, el piloto:
-Lléveme a aquel campamento de infantes de marina de Oueen-to y póngame
directamente a mitad del campamento.
-Es empresa arriesgada, general.
-Su obligación es manejar ese cachivache y no darme consejos.
Veinte minutos después el helicóptero descendía en el campamento de Oueento y, todo un general de rostro pétreo, se puso frente al capitán Kelly y le dijo:
-Ahora supongo que me llevará a ver ese maldito ángel y que Dios se
compadezca de usted si no lo es.
Pero lo era; más de seis metros de largo y todo un ángel hecho y derecho, de
la cabeza a los pies. Los infantes de marina lo habían tapado con dos pedazos
de papel alquitranado, y era una suerte para ellos que los guerrilleros del Viet
Cong hubiesen desistido de tirarse contra Oueen-to, o simplemente decidido no
luchar por un tiempo, pues tenían poca lucha entre manos y todo lo que los
jóvenes podían hacer era echarse boca arriba en sus trincheras y tratar de no
mirar el enorme cadáver que yacía bajo los papeles alquitranados ni hablar de
eso tampoco: pero a pesar de todo el esfuerzo que hicieron, no dejaban de
dirigir miraditas al bulto y dos de ellos, que descorrieron el papel de manera
que Mackenzie pudiera verlo, lloriquearon un poco. Ello no le agradó al general;
si había una cosa que no Ie gustaba, era soldados que llorasen y vivazmente
dijo a Kelly:
-Sáqueme de aquí a esos dos maricas en el acto y cuando me mande gente,
quiero que sean hombres y no chicos que se hacen pis encima.
Después inspeccionó al ángel y hasta quedó impresionado.
-Es un gran hijo de perra, ¿no es cierto?
-Sí, señor. De la cabeza a los pies tiene seis metros con sesenta centímetros.
Lo hemos medido.
-¿A qué se debe que crea usted que es un ángel?
-Bueno, eso es lo que es -dijo Kelly-. En un ángel. ¿Qué otra cosa puede ser?
El general Mackenzie dio una vuelta en torno del cadáver yaciente y tuvo que
admitir la lógica del pensamiento expresado por el capitán Kelly. Aquel objeto
era blanco, no del blanco de la carne sino del blanco de la nieve, tenía forma
de hombre y estaba desnudo y tendido sobre un lado, con dos grandes alas de
plumas plegadas debajo. Su cabello era de oro hilado y lucía un rostro
demasiado bello para ser humano.
-De manera que es un ángel -dijo finalmente Mackenzie.
-Sí, señor.
-¡Un rábano es! -replicó Mackenzie-. Lo que yo veo es blanco. Un caucasiano,
muerto a causa de heridas recibidas en el campo de combate. A todo esto,
¿dónde le pegué?
-No podemos encontrar las heridas, señor.
-¿Qué es exactamente lo que ustedes quieren decir con eso de que no
encuentran las heridas? Yo no yerro nunca. Si tiro, pego.
-Sí, señor. Pero no podemos encontrar las heridas. Tal vez su piel sea muy
dura. Pudo haber sido el golpe contra el suelo lo que lo mató.
Acostumbrado a buscar por sí mismo la verdad de las cosas, Mackenzie
recorrió en todo sentido el cadáver, revisándolo cuidadosamente. No había
ninguna herida visible.
-Den vuelta al ángel -ordenó Mackenzie.
Kelly, que era un buen católico, titubeó al principio; pero entre un general vivo y
un ángel muerto. la elección no era difícil. Llamó a un pequeño grupo de
infantes de marina, y estos, sin entusiasmo, consiguieron dar vuelta el cuerpo
gigantesco. Cuando Mackenzie se quejó de que unas manchas de barro
dificultaban su inspección, ellos limpiaron perfectamente al ángel. Tampoco de
ese lado había heridas.
-Esta es una situación endemoniada -musitó Mackenzie, y si el capitán Kelly y
el teniente García hubiesen estado más familiarizados con el humor del Viejo
Galleta Dura, habrían percibido en su voz un temblor que revelaba
incertidumbre. La verdad es que Mackenzie estaba un poco desconcertado. De
todas maneras -decidió-, está muerto, así que envuélvanlo y métanlo en el
barco.
-¿Señor?
-¡Maldita sea, Kelly! ¿.Cuántas veces tengo que darle una orden? Dije que lo
envuelvan y lo pongan en el barco.
Los marinos de Queen-to se sintieron aliviados cuando vieron que la cañonera
de Mackenzie desaparecía en la distancia, prefiriendo la compañía de
individuos vivos del Viet Cong a la de un ángel muerto, pero el piloto del
helicóptero se llevó en su vuelo todas las preocupaciones propias de un
fundamentalista del Sur.
-¿Está suficientemente demostrado que es un ángel, señor? -interrogó mirando
al general.
-Usted cuídese del camino y siga manejando el helicóptero, muchacho -le
replicó el general. Una hora antes habría dicho al piloto que no metiese su nariz
llena de mocos en cosas que no le incumbían, pero el ángel tuvo un efecto
idiotizante en e! idioma del general. Lo deprimió, y cuando el general de tres
estrellas le dijo en el cuartel general: “¿Pretende decirme, Mackenzie, que
usted mató de un disparo a un ángel?”, Mackenzie pudo solamente afirmar con
la cabeza y sentirse abatido.
-Bueno, señor, eso quiere decir que usted está loco.
-El cadáver se encuentra junto a la puerta del hangar F -dijo Mackenzie-. Dejé
un guardia para que lo cuide. señor.
El general de dos estrellas siguió al general de tres estrellas en su andar
majestuoso hacia el hangar F, donde el general de tres estrellas contempló el
cadáver, lo empujó con un pie, lo palpó con un dedo, tocó las plumas, tocó el
cabello y después dijo:
-¡Dios lo condene al infierno. Mackenzie! ¿Sabe usted qué es lo que tiene ahí?
-Sí. señor.
-Tiene un ángel; eso es lo que el infierno te ha proporcionado.
-Sí. señor. parecería que así es.
-Que Dios lo maldiga, Mackenzie. Yo siempre tuve la sensación de que debía
ponerme firme de una vez por todas, en vez de permitir que usted vaya dando
vueltas por ahí con esas cañoneras, matando gente del Viet Cong. ¡Dios
todopoderoso! Usted debería ser un hombre verdadero con sentido común en
lugar de un niño idiota que quiere marcar tantos tirando al blanco y si no
hubiese andado por ahí con esa cañonera, esto no habría ocurrido jamás.
¿Ahora qué diablos tengo yo que hacer? Los periodistas que nos vigilan
durante la guerra son de lo más cretino que hay. ¿Cómo voy a explicarles que
tenemos un ángel muerto?
-Tal vez no lo expliquemos, señor. Quiero decir que está ahí. Ha ocurrido. Esa
maldita cosa está muerta, ¿no es verdad? Enterrémoslo. Eso es lo que hacen
los soldados; entierran a sus muertos, se ajustan el cinturón y siguen adelante.
-De modo que, bueno. lo enterramos. ¿No Mackenzie?
-Sí, señor. Lo enterramos.
-Usted es un asno, Mackenzie. ¿Cuánto tiempo ha pasado sin que alguien le
diga eso mismo? Eso es lo malo que tiene ser general en este maldito ejército,
nadie le dice a nadie lo asno que es. Usted tiene dignidad.
-No, señor. Usted no es justo. señor -protestó Mackenzie-. Estoy tratando de
ayudar. Procuro tener iniciativa en esta difícil situación.
-Por tener iniciativa, Mackenzie, le dan una estrella de oro. Sí señor, general,
eso es lo que le dan. Todos los infantes de marina en Queen-to saben que
usted tiró contra un ángel, lo mató y el ángel cayó. Lo saben el piloto de su
helicóptero y la tripulación, lo cual quiere decir que en este momento lo sabe
todo el mundo en esta base. porque cualquier cosa que aquí ocurre, el último
que se entera soy yo; y esos babiecas de reporteros que están en la base ya lo
saben. para no mencionar a los malditos capellanes. ¡Y usted quiere enterrarlo!
¡Que Dios le conserve la inocencia!
El general de tres estrellas se llamaba Drummond, y cuando volvió a su oficina
su ayudante le dijo nervioso:
-General Drummond: hay una comisión de capellanes, señor, que insisten en
verlo y están muy interesados en no sé qué cosa, y sé lo que usted siente por
los capellanes: pero esto parece ser un caso especial y creo que debería
verlos.
-Los atenderé -dijo suspirando el general Drummond.
Eran cuatro capellanes, un cura católico, un rabino, un episcopaliano y un
luterano. Los capellanes metodista, bautista y presbiteriano habían querido
participar de la delegación, pero el cura, que era paulista, dijo que si iban a
tomar parte cinco protestantes, él quería como refuerzo un jesuita, mientras
que el rabino, que era reformista, convino que contra cuatro protestantes el
rabino ortodoxo debería hacer causa común con el jesuita. Consecuencia de
ello fue una transacción, y se pusieron de acuerdo en permitir que el cura,
padre Peter O'Malley, hablase en nombre de todos. El padre O'Malley fue
directamente al asunto:
-Según nuestros datos, general, el general Mackenzie ha derribado a uno de
los sagrados ángeles de Dios. ¿Es así o no?
-Me temo que es así -admitió Drummond.
Siguió un largo silencio mientras el clero acopiaba su ingenio, su fe, su coraje y
su asombro y entonces el padre O'Malley preguntó con voz lenta y siniestra:
-¿Y qué ha hecho usted con el cadáver de ese ser sagrado si en realidad tiene
cadáver?
-Tiene cadáver, un cadáver muy sólido. Más aún. es tan grande como un
elefante joven: seis metros con sesenta centímetros de alto. Está bajo custodia,
tendido en el hangar F.
El padre O'Malley movió horrorizado de lado a lado la cabeza, miró a sus
colegas protestantes y luego pasó junto a ellos hacia el rabino para
preguntarle:
-¿Cuál es su idea, rabino Bernstein?
Dado que el rabino Bernstein representaba la fe más antigua que se ocupaba
de ángeles, los demás se avinieron a respetar su idea.
-Creo que debemos verlo inmediatamente -dijo el rabino.
-Estoy de acuerdo -dijo el padre O'Malley.
Los demás clérigos se manifestaron conformes y todos se dirigieron al hangar
F, viaje que no dejó de tener su dificultad, pues a esta altura los periodistas
habían concentrado su atención en el suceso y el general y los sacerdotes
tuvieron que soportar una especie de reto de preguntas implorantes mientras
avanzaban a pie en dirección al hangar. Allí los guardias prohibieron la entrada
a los periodistas y los clérigos penetraron junto con el general Drummond y el
general Mackenzie y otra media docena de oficiales del Estado Mayor. El ángel
estaba destapado y los hombres formaron un círculo alrededor de aquel objeto
grande y bello y luego. durante cinco minutos, guardaron silencio.
Este. silencio fue interrumpido por el padre O'Malley:
-Que Dios nos perdone -dijo.
Dijeron a coro “amén” todos ellos y siguió más silencio, hasta que finalmente
Whitcomb, el episcopaliano. dijo:
-Puede concebirse que sea un fenómeno natural.
El padre O'Malley lo contempló sin decir palabra y el rabino Bernstein suavizó
el impacto formulando la observación de que aun Dios y sus ángeles sagrados
podía considerarse que no son independientes de la Naturaleza. Al oír esto, el
pastor Yager, el luterano, se opuso a un punto de vista tan ateístico en un
momento como aquél, y el padre O'Malley replicó:
-¡Ya está el demonio con sus insensateces teológicas! El hecho sencillo de
todo esto es que nos hallamos frente a uno de los ángeles sagrados de Dios,
que nosotros, en nuestra manera animaloide de pecar, hemos asesinado.
¡Cuánta penitencia deberemos cumplir es lo que ahora interesa saber!
-Penitencia es su especialidad, caballeros -dijo el general Drummond-. Yo
tengo aquí un problema de guerra, de periodismo y de cadáver.
-El cadáver, como usted lo llama -replicó el padre O'Malley- debe
evidentemente ser enviado al Vaticano... inmediatamente, si quiere que le dé
mi opinión.
-¡Oh, oh! -dijo riéndose fuertemente Whitcomb-. ¡El Vaticano! No hay discusión,
no hay intercambio de opiniones... Ah, no, embarcarlo directamente al
Vaticano, donde lo escondan en algún calabozo secreto junto con otras
evidencias del divino favor de Dios...
-¡Vamos, vamos! -dijo queriendo aplacarlos el rabino Bernstein-. Somos
testigos de algo inmenso y sacrosanto, y no deberíamos discutir el sitio que le
conviene a esta criatura de Dios. Yo creo evidente que su lugar es Jerusalén.
Mientras se desenvolvía enconadamente esta discusión teológica, se le ocurrió
al general Clayborne Mackemie que sus propios puentes necesitaban
reparación y se detuvo afuera en el lugar en que la prensa (acrecentada ahora
por casi todos los periodistas del Vietnam) esperaba, y, por supuesto, todos lo
asaltaron.
-¿Es verdad, general?
-¿Qué cosa es verdad?
-¿Derribó usted a un ángel de un disparo?
-Sí, lo derribé -manifestó sin dilación el viejo guerrero.
-Por amor de Dios, ¿por qué lo hizo? -preguntó una fotógrafa.
-Fue un error -dijo modestamente el Viejo Galleta Dura.
-¿Quiere usted decir que no lo vio? -preguntó otra voz.
-No, señor. Periférico, si usted entiende lo que quiero decir.
-Estaba en la cañonera ametrallando vietnamitas y... ¡pum! Allí apareció.
Los periodistas eran escépticos. Siguió una docena de preguntas, todas en
cuanto a la forma en que se dio cuenta de que era un ángel.
-Usted no pregunta a un río por qué es un río ni a un burro por qué es un burro
-dijo Mackenzie-. De todas maneras, interiormente tenemos nuestra opinión
profesional.
Interiormente, la opinión profesional estaba dividida e indignada. Todos
convenían en que el ángel era una señal, pero saber qué clase de señal era
asunto muy distinto. El pastor Yager sostenía que era señal de paz y exigía un
inmediato cese del fuego. Sin embargo, Whitcomb, el episcopaliano, sostenía
que era simplemente una condenación por la matanza indiscriminada, mientras
el rabino y el cura decían que era una señal... y punto aparte. Drummond dijo
que más temprano o más tarde debería permitirse que los periodistas entrasen
y que no se podía prohibir al personal de los canales que transmitiesen por
televisión al ángel muerto. Whitcomb y el rabino se manifestaron conformes.
O'Malley y Yager pusieron objeciones. El general Robert L. Robert. del Cuerpo
de Ingenieros, llegó con información secreta, en el sentido de que todo aquello
era un ardid de los rusos y que el ángel era un robot; pero cuando trataron de
cortar la carne para ver si el ángel sangraba o no, la piel resultó impenetrable.
En aquel instante el ángel se agitó, apenas una insignificancia, pero lo bastante
para que los clérigos y los uniformados reunidos en torno retrocediesen de un
salto para dejarle mas lugar, pues aquella forma gigantesca de seis metros con
sesenta centímetros y un peso mayor de media tonelada era una cosa estando
muerta y otra enteramente diferente viva. Los bíceps del ángel eran tan
gruesos como un cuerpo de hombre, y su enorme y bella cabeza estaba
montada en un cuello de casi un metro de diámetro. Aun los propios clérigos
tenían tan confusos sus conocimientos de angelología que de ninguna manera
podían precisar si un ángel se ofendería de que lo matasen a tiros. Al agitarse
por segunda vez, los hombres que lo rodeaban se corrieron más atrás aún y
algunos de los uniformados aflojaron sus armas, que llevaban al costado.
-Si esta criatura sagrada está viva -opinó valientemente el rabino Bernstein-,
entonces no sentirá ni odio ni rabia hacia nosotros. Es un ser de amor y
perdón. ¿No está usted de acuerdo conmigo, padre O'Malley?
Así fuese tan sólo porque los ministros protestantes se sentían visiblemente
indecisos, el padre O'Malley se declaró de acuerdo:
-Sin duda. Oh, sí.
-¿Cómo cuernos lo sabe? -preguntó el general Drummond, aflojándose su
arma-. Esa cosa que ve ahí tiene la fuerza de una topadora.
Temeroso de que lo venciera una combinación formada por el católico y el
judío, Whitcomb avanzó decididamente y se plantó frente a Drummond,
diciendo:
-Esa "cosa", como usted lo llama, señor, es un ángel bendito del Todopoderoso
y usted debería cuidar más su alma inmortal que el arma.
A lo cual. Drummond contestó gritando:
-¿A quién cuernos cree usted que está hablando, señor... tan sólo...
En aquel momento el ángel se incorporó y los hombres que lo rodeaban se
retiraron de otro salto para ensanchar el círculo. Varios extrajeron las armas;
otros susurraron las plegarias que acertaron a recordar. El ángel, cuyos ojos
eran tan azules como el cielo en Vietnam cuando no sopla el monzón y brilla el
sol a través del aire limpio, no les prestó mayor atención al principio. Desplegó
un ala y luego la otra, y sus grandes alas casi llenaron por completo el hangar.
Hizo flexión con un brazo y luego con el otro y se irguió.
De pie, miró fugazmente en su torno, llevando la vista de sus ojos azules de
uno a otro y, al no encontrar lo que buscaba, caminó hacia las grandes puertas
deslizantes del hangar F y las abrió con un solo movimiento. Con chasquido de
reguladores de acero y rechinar de engranajes, las hojas de la puerta se
abrieron, mostrando a la muchedumbre de periodistas, oficiales, soldados y
civiles allí congregados, la potente y brillante figura del ángel con sus seis
metros sesenta centímetros de alto.
Ninguno se movió. El espectáculo del ángel, agachado levemente hacia
adelante, sus espléndidas alas desplegadas a medias, no para el vuelo, sino
equilibrándose, los mantuvo hipnóticamente fijos, y el ángel movió sus ojos,
paseando su vista de rostro en rostro, hasta finalmente encontrar lo que
buscaba, que no era otro que el Viejo Galleta Dura.
Al igual que en las películas del Western, cuando llega lo de que suelen llamar
el. momento "de la verdad" en que el sheriff y el bandolero están cara a cara,
con las manos nerviosamente apoyadas en los revólveres, mientras la
muchedumbre se va alejando silenciosamente de los dos hombres marcados
de esas películas, así los presentes fueron alejándose de Mackenzie hasta que
éste se halló solo... tan solo como puede estarlo cualquier hombre en la Tierra.
El ángel miró detenidamente y con dureza a Mackenzie y después suspiró y
meneó de lado a lado la cabeza. La muchedumbre se retiró para dejar más
lugar al ángel en el momento en que éste pasaba junto a Mackenzie y
empezaba a recorrer el campo, donde, directamente en mitad de la aeropista
número 1, extendió sus alas poderosas y despegó, en la forma en que un
águila salta del sitio en que está encaramada para volar hacia el cielo, o, tal
como algunos reporteros lo expresaron, de la manera en que una paloma vuela
dulcemente.
El ratón
Sólo el ratón observó el plato volador que descendía hacia la Tierra. El ratón
estaba acurrucado recelosamente en un escondite, crispando nerviosamente
su nariz diminuta, mientras le temblaban todos los nervios por el miedo y la
atención al hacer su aterrizaje el hermoso objeto dorado.
El plato volador (o nave espacial circular, cuya forma era más o menos la de un
sombrero achatado y de ala ancha) pasó rozando el techo de la casa
suburbana de dos plantas, planeó por encima del fondo de la casa y se
acomodó en una maraña de rosales trepadores, escondiéndose entre las
ramas y las hojas de manera que quedaba cubierto por completo. Y dado que
el plato volador tenía tan sólo setenta y cinco centímetros de diámetro y apenas
diecisiete centímetros de altura, el ocultamiento se lograba con bastante
facilidad.
Era apenas un poco después de las tres de la madrugada. Los habitantes de
esta casa y todos los de las otras viviendas de aquel barrio nuevo suburbano
dormían o se agitaban en sus camas luchando con el insomnio. El paso del
plato volador no provocó ruido ni olor alguno y ningún perro ladró; sólo el ratón
observaba -y observaba sin comprender, tal como siempre observaba, tal como
su existencia era- sin comprensión.
Lo que ocurrió un momento antes se convirtió en la memoria del ratón en algo
vago y carente de sentido, pues casi no tenía memoria en realidad. Lo mismo
podría decirse que jamás había sucedido. Transcurrió el tiempo, segundos,
minutos, casi una hora, y luego apareció una luz en la maraña de ramas y
hojas donde el plato volador estaba acomodado. El ratón clavó la vista en la luz
y de pronto vio aparecer dos hombres saliendo de la luz -que era una abertura
del plato-, y que caminaban por el suelo.
O por lo menos parecían, de un modo vago, algo así como seres que el ratón
había visto, que en realidad eran hombres, con la salvedad de que su estatura
era sólo de siete centímetros y medio y estaban vestidos con trajes espaciales.
Si el ratón hubiese podido distinguir entre el traje y lo que contenía y si su
visión hubiese sido selectiva, habría observado que bajo la envoltura
transparente los hombres salidos del platito diferían tan sólo en tamaño de los
hombres de la Tierra, por lo menos en su aspecto general. Sin embargo. en
otros sentidos diferían muchísimo. No hablaban en forma oral ni sus trajes
contenían ninguna clase de equipo de radio: eran telépatas, y luego de haber
permanecido en silencio más de cinco minutos, intercambiaron pensamientos.
-Lo que debe tenerse en cuenta -dijo el primer hombre- es que mientras
nuestro peso es mucho menor aquí que en nuestra patria, todavía seguimos
siendo muy, pero muy pesados, y esta Tierra no es muy densa.
-No, no lo es, ¿verdad? ¿Están todos dormidos?
El primero alargó una mano. Su cerebro se convirtió en una su red electrónica
que tocaba los cerebros de todo ser viviente en un radio de una milla más o
menos.
-Casi todas las personas están dormidas. La mayoría de el los animales
parecen ser nocturnos.
-¡Qué curioso!
-No, en realidad, no. La mayoría de los animales no está domesticada y son
seres pequeños y salvajes. Mucho miedo, hambre y miedo.
-¡Pobrecitos!
-Sí, pobrecitos, y sin embargo consiguen sobrevivir. Eso es toda una proeza, a
la vista de la gente. Gente interesante. Explora un poco.
El segundo hombre proyectó su cerebro y exploró. Su reacción podría
traducirse como: “¡Uh!”
-Sí... sí, realmente. Sus ideas son horribles, ¿no es cierto? Lo siento, pero
prefiero los animales. Hay uno justo aquí, delante de nosotros. Completamente
despierto y sin nada más que miedo en su cerebro diminuto. En realidad, el
miedo y el hambre parecen formar todo su bagaje mental. Nada de odio ni
agresión.
-Él es también tan pequeño como las cosas de este planeta -observó el
segundo hombre: espacial-. No es mayor que nosotros. ¿Sabes una cosa? Nos
podría servir perfectamente bien.
-Podría -corroboró el primero.
Dicho esto, los dos hombres diminutos se aproximaron al ratón, que seguía
acurrucado y a la defensiva en su escondite, sin que se le viese más que la
punta de sU nariz poblada de bigotes. Los dos hombres avanzaron despacio y
cuidadosamente, eligiendo sus pasos detenidamente. De pronto uno de ellos
se hincó casi de rodillas en un terroncito e intentaron después hacer pie en
piedras, grava, trocitos de madera. Evidentemente su gran peso hacía que la
dura y seca tierra les resultase demasiado suave pura ofrecerles seguridad.
Mientras tanto el ratón los observaba y cuando fue claro el rumbo en que
venían, el animalito intentó convulsivamente escapar.
Pero sus músculos no respondían y en virtud de que el pánico se incrustaba en
su pequeño cerebro, e! primer hombre espacial proyectó su mente, buscando
el centro del miedo, bloqueándolo con sus propios pensamientos y alterando
luego electrónicamente las sendas de neuronas del ratón conforme a los
centros de placer del diminuto cerebro del animal. Todo esto hizo sin esfuerzo y
casi instantáneamente el hombre espacial, y el ratón se relajó, profirió chillidos
de gozo y desistió de todo esfuerzo por huir. Entonces el segundo hombre
espacial roturó la tierra y la apartó de la boca del túnel, levantó al ratón con
cuidado, sosteniéndolo en sus brazos, y lo llevó de regreso al plato. Y allí
quedó tendido el ratón, relajado y estremeciéndose de deleite.
Otros dos seres, ambos mujeres, esperaban en el platito mientras los hombres
penetraban por la esclusa pneumática, llevando al ratón. Las mujeres,
evidentemente en concordancia con los pensamientos de los hombres, no
necesitaron que se les dijese lo que había sucedido. Prepararon de antemano
lo que sólo podía ser una mesa de operaciones, un tablero liso con luz brillante
encima y una tabla de instrumentos a lo largo. La luz formaba un cuadrado de
brillo en el obscuro interior de la nave espacial.
-Yo estoy esterilizada -informó a los hombres la primera mujer, levantando las
manos cubiertas con guantes delgados y transparentes- de modo que podemos
trabajar inmediatamente.
Al igual que la de los hombres, la piel de las mujeres era amarilla, no cetrina,
sino un amarillo claro y vivo, del color del limón, y el cabello era anaranjado.
Despojados de los trajes espaciales, todos aparecían vestidos más o menos
igual; descalzos y con pantaloncitos cortos en el caliente interior de la nave; las
mujeres ni siquiera cubrían sus pechos bien formados.
-Yo establecí contacto -les dijo la segunda mujer-. Todos están dormidos, salvo
sus cerebros.
-Ya lo sabemos -convinieron los hombres.
-He explorado como quien hace un viaje por una alcantarilla. Pero he reunido
muchos datos. El animal se llama ratón. Simbólicamente es el más pequeño y
más inofensivo de los seres, vegetariano y perseguido por casi todos los
demás en este curioso planeta. Sólo su tamaño explica su supervivencia y su
extraordinaria destreza para ocultarse.
Mientras tanto los dos hombres habían depositado el ratón en la mesa de
operaciones, donde estaba extendido, relajado y chillando de satisfacción.
Mientras los hombres fueron a quitarse los trajes espaciales, la segunda mujer
llenó un instrumento hipodérmico, insertó la aguja cerca de la base de la cola
del ratón y suavemente impulsó el líquido para que entrase. El ratón se relajó y
quedó inconsciente. Entonces las dos mujeres cambiaron la postura del ratón,
manejando el animal -que para ellas era enorme- con facilidad y eficiencia,
como si no tuviese casi peso; y en realidad, en términos de la gravitación con la
cual estaban conformadas para luchar, carecía de peso en absoluto.
Cuando volvieron los dos hombres, estaban vestidos igual que las mujeres, con
pantaloncitos cortos y descalzos, con los mismos guantes transparentes.
Entonces los cuatro se pusieron a trabajar con rapidez y destreza, formando
evidentemente un equipo que habría realizado esta labor muchas veces en el
pasado. El ratón estaba tendido sobre el vientre, con las patas abiertas. Un
hombre puso una máscara cónica sobre la cabeza del ratón y comenzó a
insuflarle oxígeno. El otro hombre le afeitó la parte superior de la cabeza con
una rasuradora eléctrica, mientras las dos mujeres iniciaban una operación que
levantaría la tapa entera del cráneo del ratón. Trabajando con gran velocidad y
pericia, hicieron una incisión. en la piel y después, utilizando trépanos provistos
de una especie de rayo láser en lugar de sierra, abrieron la parte superior del
cráneo, la extrajeron y la entregaron a uno de los hombres, que la colocó en
una sartén llena de una solución reluciente. El cerebro del ratón quedó de este
modo al descubierto.
Luego las dos mujeres acarrearon una máquina que tenía una torrecita encima
de una junta universal, bajaron la parte superior hasta situarla cerca del cerebro
expuesto y apretaron un botón. Salió de la torrecita más o menos un centenar
de alambres diminutos y con mucha rapidez las mujeres empezaron a unir esos
alambres a partes del cerebro del ratón. El. hombre que había estado
gobernando el caudal de oxígeno acercó en ese momento otra máquina, sacó
de ella tubos e inició un proceso de suministro de fluido al sistema circulatorio
del ratón, mientras el segundo hombre se dedicó a trabajar en la sección del
cráneo que estaba dentro de la solución brillante.
Los cuatro realizaban su labor en forma serena y al parecer sin fatiga. Afuera,
llegó a su fin la noche y salió el sol y todavía los cuatro seres espaciales
seguían trabajando. Más o menos al mediodía terminaron la primera parte de
su tarea y se retiraron, retrocediendo de la mesa para observar y admirar lo
que habían hecho. El diminuto cerebro del ratón había quintuplicado su
tamaño, y por la forma y los repliegues parecía un cerebro humano en
miniatura. Cada uno de los cuatro compartió un sentimiento de gran
realización, entremezclaron sus pensamientos, se alabaron mutuamente y se
dedicaron entonces a terminar la operación. La forma de la sección del cráneo
que había sido extirpada estaba ahora de acuerdo con el tamaño del cerebro
alterado y cuando ellos la volvieron a colocar en la cabeza del ratón, la única
diferencia en el aspecto del pequeño ser era un extraño y alto bulto encima de
los ojos. Cerraron las roturas, unieron la carne con una especie de substancia
plástica, quitaron los tubos, insertaron tubos nuevos y modificaron la
inconsciencia del ratón, convirtiéndola en un sueño profundo.
Durante los cinco días siguientes el ratón durmió; pero de un sueño inmóvil, su
estado cambió paulatinamente hasta que al quinto día comenzó a agitarse y
moverse inquieto; al sexto día se despertó. En estos cinco días se le suministró
el. alimento por vía endovenosa, se lo masajeó constantemente y se lo sondeó
también constantemente y telepáticamente. Los cuatro seres espaciales se
turnaron en la tarea de penetrar en el cerebro y darle información, y neurón por
neurón, sección por sección, programaron su nuevo cerebro agrandado.
Realizaban esta tarea con mucha habilidad. Proveyeron al ratón de
conocimiento, entendimiento, habla y autocomprensión. Le impusieron una
gran cantidad de datos, equilibraron la información con una comprensión
filosófica del universo y su sentido y lo dejaron como había estado
emocionalmente, sin agresión ni hostilidad, pero también sin miedo. Cuando
por último se despertó el ratón supo qué era y cómo se había convertido en lo
que era. Todavía continuaba siendo ratón, pero en el asombro y la majestad
encantadora de su mente fue como no había sido ningún otro ratón que jamás
hubiese vivido en el planeta Tierra.
Los cuatro seres espaciales permanecieron junto a él cuando se despertaba y
lo observaron. Se sintieron complacidos, y dado que mucho de su naturaleza,
especialmente sus reacciones emotivas, eran infantiles y directas, no pudieron
menos que mostrar regocijo y sonreír frente al ratón. Sus pensamientos
participaban del género de una bienvenida y todo lo que la mente del ratón
pudo expresar fue gratitud. El ratón se puso de pie, se mantuvo sobre la
superficie donde había estado tendido, miró a cada uno de ellos
alternativamente y lloró interiormente ante el. hecho de su existencia. Entonces
el ratón sintió hambre y le dieron comida. Después de ello el ratón formuló la
pregunta básica e inevitable:
-¿Por qué?
-Porque necesitamos tu ayuda.
-¿Cómo puedo yo ayudarlos cuando vuestra propia sabiduría y vuestro propio
poder no tienen al parecer medida?
El primer hombre espacial explicó. Eran exploradores, cartógrafos,
agrimensores, y detrás de ellos, a años de luz de distancia, estaba el planeta
en el que tenían su hogar, una bola gigantesca del tamaño de nuestro planeta
Júpiter. De ahí su tamaño pequeño, su densidad increíble. Pesando en la
Tierra sólo una fracción de lo que pesaban en su planeta, pesaban no obstante
más que cualquier ser de su tamaño, con tanta más razón cuanto que
caminaban en la Tierra con horrible peligro de hundirse y desaparecer de la
vista. Era muy cierto que podrían ir a cualquier lugar en su nave espacial, pero
para obtener toda la información que necesitaban tendrían que dejarla, tendrían
que aventurarse a realizar el recorrido a pie. De ahí que el ratón podía servirles
de ojos y de pies.
-¡Y para esto un ratón! -exclamó el ratón-. ¿Por qué? Yo soy el más pequeño y
más indefenso de todos los seres.
-Ya no lo eres -le aseguraron-. Nosotros, por nuestra parte, no llevamos armas,
porque tenemos nuestras mentes, y de esa misma manera tu mente es ahora
igual que las nuestras. Puedes entrar en el cerebro de cualquier criatura, un
gato. Un perro -hasta un hombre-, ocluir las sendas de los neurones a sus
centros de odio y agresión, y hacerlo con la velocidad del pensamiento. Tienes
la más poderosa de todas las armas: la capacidad de hacer que cualquier ser
viviente te ame, y teniendo eso, ya no necesitas nada más.
Así fue como el ratón se convirtió en parte del pequeño grupo de gente
espacial que medía, relevaba planos y examinaba el planeta Tierra. El. ratón
corrió vertiginosamente por las calles de un centenar de ciudades, se introdujo
en centenares de edificios y salió de ellos, se acurrucó en rincones y pudo
captar las discusiones de. personas dotadas de poder que gobernaban esta o
aquella parte del. planeta Tierra y los seres espaciales escuchaban con sus
oídos, olían con sus sensitivas fosas nasales y veían con sus suaves ojos
pardos. El ratón recorrió miles de millas, atravesando mares y continentes cuya
existencia jamás había sospechado ni en sueños. Escuchó a profesores que
pronunciaban conferencias ante públicos de estudiantes universitarios y
escuchó las grandes orquestas sinfónicas, los exquisitos pianistas y violinistas.
Observó a madres que daban hijos a luz y oyó hablar de guerras que se
proyectaban y crímenes que se pensaban cometer. Vio deudos llorones que
miraban cómo se sepultaban los muertos en la tierra y tembló a los sones
estrepitosos de grandes líneas de montaje en fábricas monstruosas. Se abrazó
a la tierra mientras pasaban por encima balas silbantes y vio que los hombres
se destrozaban unos a otros por razones tan obscuras que en sus propios
cerebros no había más que odio y temor. En la misma medida que la gente
espacial, fue un extraño para los hábitos curiosos de la humanidad y oyó a los
seres humanos especulando sobre la mezcla casual y carente de cerebro, de
gozo y horror, que era la civilización de la humanidad en el planeta Tierra.
Luego, cuando su misión estuvo terminada casi por completo se le ocurrió al
ratón preguntarles acerca del lugar en que ellos vivían. De esta manera pudo
sopesar hechos, medir posibilidades y especular a tientas con las
incertidumbres, creando sus propias abstracciones; y de este modo, una de
aquellas noches en que el calor de los cinco seres llenaba la nave espacial,
cuando se encontraban sentados y entremezclaban pensamientos y reacciones
en un intercambio de cuerpo y mente del cual el ratón era una parte, pensó en
el sitio en que ellos habían nacido.
-¿Es muy bello? -preguntó el ratón.
-Es un buen lugar. Bello y lleno de música.
-¿No tenéis guerras?
-No.
-¿Y nadie mata por el placer de matar?
-No.
-Y vuestros animales... ¿son como yo?
-Existen en su propia ecología. Nosotros no la alteramos y no los matamos.
Cultivamos y producimos el alimento que comemos.
-¿Hay crímenes como aquí, homicidios, asaltos y robos?
-Casi nunca.
Y de este modo fueron sucediéndose preguntas y respuestas mientras el ratón
extendía delante de ellos su cabeza de extraña conformación entre las patas,
con los ojos fijos en los dos hombres y las dos mujeres, admirándolos y
amándolos; y llegó el momento en que les preguntó:
-¿Me será permitido vivir con vosotros, con vosotros cuatro? ¿Tal vez cumplir
junto a vosotros otras misiones? ¡Vosotros jamás sois crueles! No me
colocaréis junto con los animales. Me dejaréis estar con la gente, ¿no es
verdad?
No le respondieron. El ratón trató de leer sus mentes, pero todavía era como un
niño pequeño cuando llegó al juego de la telepatía y los cerebros de los otros
estaban bien protegidos.
-¿Por qué?
Siguieron.sin contestarle.
Entonces, de una de las mujeres, oyó:
-Vamos a decírtelo. No esta noche, pero pronto. Ahora debemos decirte otra
cosa. No puedes venir con nosotros.
-¿Por qué?
-Por la más sencilla de todas las razones, querido amigo. Nos volvemos a
nuestra patria.
-Entonces permitidme ir con vosotros. Es mi patria también. El principio de
todos mis pensamientos, sueños y esperanzas.
-No podemos.
-¿Por qué? -suplicó el ratón-. ¿Por qué?
-¿No comprendes? Nuestro planeta es del tamaño de vuestro planeta Júpiter,
aquí, en el sistema solar. Esa es la razón por la cual somos tan pequeños en
términos terrestres, porque nuestra misma estructura atómica es diferente de la
vuestra. De acuerdo con la medida de peso que usan aquí en la Tierra, mi peso
es casi cien kilogramos, y tú pesas menos de un octavo de kilogramo, y sin
embargo nuestros tamaños son casi iguales. Si debiésemos llevarte a nuestro
planeta. morirías apenas llegáramos a su campo gravitacional. Quedarías
aplastado tan absolutamente que toda apariencia de forma desaparecería de ti.
No puedes pedirnos que te aniquilemos.
-Pero sois tan sabios -protestó el ratón-. Podéis hacer casi cualquier cosa.
Cambiadme. Haced que sea como vosotros.
-De acuerdo con tus cánones somos sabios... -dijeron los seres espaciales,
plenos de tristeza. Esta se infiltraba por todo el ámbito y el ratón sintió su
desolación-. De acuerdo con nuestros cánones tenemos muy escasa sabiduría.
No podemos hacer que vosotros seáis como nosotros. Eso está más allá de
todo poder que queramos o podamos soñar. No podemos ni siquiera deshacer
lo que hemos hecho, y ahora comprendemos qué es lo que hemos hecho.
-¿Y qué es lo que haréis de mí?
-Lo único que podemos hacer. Dejarte aquí.
-¡Ah, no! -y el pensamiento fue un grito de agonía.
-¿Qué otra cosa podemos hacer?
-No me dejéis aquí -les imploró el ratón-. Cualquier cosa, pero aquí no me
dejéis. Dejad que haga el viaje con vosotros, y si entonces tengo que morir,
moriré.
-No hay ningún viaje tal como tú lo ves -le explicaron-. El espacio no es para
nosotros un área. No podemos hacer que resulte comprensible para ti, sólo
podemos decirte que es una ilusión. Cuando nosotros nos elevamos y salimos
de la atmósfera terrestre, nos deslizamos en un pliegue del espacio y
aparecemos en nuestro propio sistema planetario. De manera que no sería un
viaje que tú pudieras realizar con nosotros, sólo un paso hacia tu muerte.
-Dejadme morir con vosotros -rogó el ratón.
-No, nos pides que te matemos. No podemos.
-Sin embargo, me habéis hecho.
-Te hemos cambiado. Hemos hecho que crecieses en un cierto sentido.
-¿Yo lo pedí? ¿Me preguntasteis si yo quería ser así?
-Que Dios nos perdone, no te lo preguntamos.
-¿Entonces qué tengo yo que hacer?
-Vivir. Es lo único que podemos decir. Debes vivir.
-¿Cómo? ¿Cómo puedo vivir? Un ratón se esconde entre la hierba y no conoce
más que dos cosas: miedo y hambre. Ni siquiera sabe lo que es él y todo lo
ignora acerca del enorme las mundo lunático que lo rodea; no sabe nada. Pero
vosotros me de disteis el conocimiento.
-Y también te dimos los medios para defenderte, de manera que puedas vivir
sin miedo.
-¿Por qué? ¿Por qué tengo que vivir? ¿No entendéis eso?
-Porque la vida es buena y bella, y en sí misma es la respuesta a todas las
cosas.
-¿Para mí? -y, dicho esto, el ratón los miró y les imploró que lo mirasen-. ¿Qué
veis? Yo soy un ratón. En todo este han mundo no hay otro ser como yo.
¿Debo volver junto a los ratones?
-Tal vez.
-¿Y hablar de filosofía con ellos? ¿Y abrirles mi mente? ¿O debería tener
intercambio de ideas con esas pobres y necias criaturas condenadas? ¿Deberé
ser el garañón del mundo de los ratones? ¿Almacenaré riquezas en raíces y
bulbos? Decidme, decidme -suplicó.
-Hablaremos de eso en otra ocasión -dijeron los seres espaciales-. Quédate
contigo mismo por un tiempo y no temas de nada.
Entonces el ratón se acostó con la cabeza entre las patas y pensó en el
capricho de las cosas. Y cuando los seres espaciales le preguntaron dónde
quería estar, les contestó:
-Donde me encontrasteis.
De modo que nuevamente el plato volador descendió por la noche en el patio
de los fondos de la casa suburbana de dos plantas. Una vez más la esclusa
neumática se abrió y en esta ocasión salió un ratón. El ratón permaneció allí y
el plato se elevó por entre las hojas muertas que se arremolinaban y se alejó
como una mancha dorada que se perdió en la noche. Y el ratón quedó allí, ante
su propia eternidad.
Un gato. despertado por el movimiento que se produjo entre las hojas, se
acercó al ratón y se detuvo a unas pocas pulgadas de distancia cuando
observó que el pequeño animal no escapaba. El gato alargó una pata y la pata
se detuvo. Luchó por dominar su propio cuerpo y escapó. Y el ratón siguió
inmóvil, olfateó luego el aire, se orientó, y se dirigió a la boca del túnel de un
antiguo escondite. Desde abajo, de las profundidades de la cavidad, llegó el
cálido y almizclado olor de los ratones. Bajó por el túnel hacia el nido, donde
estaban acurrucados un macho y una hembra, sondeó sus mentes y encontró
miedo y hambre.
Corrió fuera del túnel a buscar el aire del exterior y allí se quedó sollozando y
jadeando. Volvió la cabeza hacia arriba, hacia el cielo y extendió su mente,
pero lo que trató de alcanzar estaba a cientos de años luz.
-¿Por qué? ¿Por qué? -dijo el ratón llorando para sus adentros-. Son tan
buenos, tan sabios... ¿Por qué me lo han hecho a mí?
Caminó luego hacia la casa. Se había acostumbrado tanto a entrar en casas, y
sólo una bóveda de acero lo habría hecho desistir. Encontró el lugar de entrada
y se deslizó hacia el sótano. Su visión nocturna era buena, y se combinó con
su agudo sentido del olfato, permitiéndole avanzar velozmente y a voluntad.
Desplazándose a través de la cambiante trama de olores fuertes que
caracterizaban todo lugar donde habitasen personas. separó el olor penetrante
del queso viejo y atravesó el piso, llegando por debajo de una escalera hasta el
lugar en que habían colocado una trampa ratonera. Era un objeto primitivo, una
herradura de alambre doblada hacia atrás contra la tensión de un resorte y
retenida con un cierre minúsculo. El trozo de queso estaba en el cierre y el más
ligero contacto con el queso habría hecho funcionar la trampa.
Lleno de compasión por su propia especie, por su dulzura, su impotencia, su
mente insensata que los guiaba a una trampa tan sencilla y tan poco
disimulada, el ratón experimentó una súbita sensación de triunfo, de
conocimiento definitivo. Sabía ahora lo que la gente espacial había sabido
desde el mismo principio, que ellos le habían concedido el último don del
universo -la conciencia de su propio ser- y con el destello de esta sabiduría el
ratón conoció todas las cosas y supo que todas las cosas estaban incluidas en
la conciencia. Vio la totalidad y unidad del mundo y de todos los mundos que
han existido alguna vez o que existirían, dejó de sentirse atemorizado y solo.
Por la mañana, el hombre de la casa suburbana de dos plantas bajó al sótano y
exhaló un alarido de alegría.
-¡Lo tengo! -gritó en dirección a su familia, que estaba arriba-. Ya he atrapado
al pequeño canalla.
Pero el hombre en realidad en ningún momento miró nada, ni a su esposa, ni a
sus hijos, ni a su mundo; y al tiempo en que sabía que la trampa contenía un
ratón muerto, jamás notó que ese ratón era algo diferente de los demás
ratones. Se dirigió en cambio al fondo de la casa, tomándolo por la cola
balanceó en el aire al ratón muerto y lo arrojó a los fondos de su vecino.
-Eso le dará algo en qué pensar -dijo el hombre, sonriendo burlonamente.
Milty Boil, un visionario
Napoleón, Stalin, Hitler, y Mussolini tenían todos algo en común con Milton Boil:
eran de baja estatura. Pero los momentos más trascendentes de la historia
humana han sido a menudo consecuencia de la falta de quince o veinte
centímetros de altura, y aunque sería difícilmente provechoso, es sin duda
interesante especular sobre lo que pudo haber sido el destino del hombre de
haber tenido Milton Boil más de un metro con ochenta de estatura, en vez de
un metro con cincuenta y dos centímetros, y un apellido como Smith, Jones, o
Goldberg en lugar de Boil.
Pero. en la época de su madurez. su estatura era de un metro con cincuenta y
dos centímetros y su nombre ya le había ocasionado tanto sufrimiento que
ninguna fuerza en el mundo lo hubiese persuadido de cambiarlo. [Boil significa
“grano”, “forúnculo” en inglés (N. del T.)].
Toda su vida había sido zaherido, perseguido y burlado a causa de su apellido
y de su estatura; no debe, pues, sorprendernos que fuese millonario antes de
haber llegado a los treinta años.
Nació en 1940 y se crió y educó en los días de la prosperidad. Su padre era
constructor de casas de pequeños departamentos. Milton (o Milty, tal como
llegó a llamarlo el mundo entero) dejó la universidad, pasó un año aprendiendo
más acerca del negocio del padre de lo que el viejo llegó a saber en algún
momento y después se separó de él y construyó su primer gran edificio de
departamentos. Milty era un genio. Más o menos por 1970 se había convertido
en el constructor más importante de casas de departamentos de la ciudad de
New York. Se casó con Joan Pebbleman, cuyo padre había sido uno de los
mayores constructores de edificios para oficinas del país y tuvieron tres hijos
encantadores. Joan se ocupaba de actividades benéficas. Su nombre figuraba
en The New York Times por lo menos una vez por semana. Ella sólo medía un
metro con treinta y dos centímetros, de manera que desde una distancia
razonable formaban una pareja realmente encantadora.
Milty respetaba el dinero, el cerebro, el impulso de organización, la gente rica,
el gobierno, la iglesia y los millonarios. Durante una entrevista, se le preguntó
cuál consideraba la condición primordial indispensable en un joven que
desease llegar a millonario.
-La ambición -replicó rápidamente. Respetaba la ambición.
-¿Y además de eso?
-La influencia -contestó-. Amistades convenientes.
Y Milty se hizo de amistades y acumuló influencia. Al llegar el año 1975, a los
treinta y cinco años de edad, era considerado el hombre más influyente de la
ciudad de New York. Su influencia era tal que consiguió que se introdujese en
el código de la edificación una cantidad de cambios importantes, entre lo ellos
que se disminuyese la altura mínima exigida a los cielos de rasos, llevándola a
sólo dos metros con diez centímetros.
Logrado esto, construyó la primera casa de departamentos de cien pisos de
New York. En 1980, en el auge de la conmoción creada por la explosión
demográfica, Milty Boil pudo conseguir que el concejo municipal aprobase una
ordenanza que permitía cielos rasos de un metro con ochenta en todos los
edificios de departamentos que tuviesen más de cincuenta pisos. Los
constructores rivales se reían de la nueva casa de Milty, asegurando que nadie
sería tan absolutamente idiota como para alquilar un departamento cuyos
techos estuviesen a un metro ochenta del piso. pero fue tal la escasez de
viviendas por aquel entonces que todo el edificio, con sus setecientos
departamentos, quedó completamente alquilado en sólo sesenta días.
A esta altura era tan grande la cantidad de dinero que pasaba por las dignas
manos de Milty que en todo el comercio se lo conocía como el "niño de oro" o,
más a menudo, el "grano de oro"; pero Milton estaba más allá de las pullas
originadas por su apellido. Su visión y su imaginación lo habían elevado a
alturas que no tenían precedente y una vez más hizo que su influencia
gravitase sobre los legisladores. En 1982 sus obreros iniciaron la excavación
para un edificio nuevo de cien pisos, donde los cielos rasos estarían a un metro
cincuenta del suelo. Los biógrafos recuerdan este momento como época de
una crisis enorme en la vida de Milty Boil y los historiadores la evocan como un
instante crucial en el destino del hombre. De pronto todas las fuerzas del
conservadorismo se concentraron sobre Milty; se lo llamó de todo, desde
usurero depravado hasta enemigo público número uno; la insultaron en el
periodismo, en el Congreso y en la radio y la televisión. Por supuesto, hubo un
puñado de personas de magnífica visión que aplaudió el coraje y la creatividad
de Milty; pero fueron ultrajes lo que más recibió. Y a ellos, en su hoy histórica
conferencia de prensa, Milty replicó sencillamente y con dignidad:
"Ofrezco a la gente un lugar en donde vivir mediante un alquiler razonable.
Especialmente los jóvenes, que tan desesperadamente desean vivir en la
ciudad, tienen gracias a mí un lugar en donde hacerlo pagando un alquiler que
pueden permitirse.”
-¿Es verdad, señor? -interrogó el representante de The New York Times, audaz
y cáustico como correspondía a su posición, iniciando el ataque contra Milty-.
¿Cómo puede usted decir eso siendo que nosotros, los norteamericanos,
somos la gente más alta del mundo, sobre todo nuestra juventud?
-Estoy de acuerdo -contestó Milty-. Esta altura es un tributo a la forma de vivir
norteamericana. Toda mi vida he defendido nuestra forma de vivir.
-Eso difícilmente contesta la pregunta -dijo un corresponsal de la CBS.
-Les voy a contestar -les aseguró Milty-. Nunca he sido otra cosa que claro y
directo en cuanto a mis planes. He sometido este problema a un plantel de
cuarenta y dos médicos. Todos ellos están conformes en que doblarse,
acurrucarse y arrastrarse ocasionalmente sólo puede ser beneficioso para la
salud humana. De acuerdo con eso, toda una serie de músculos, antes
postergados, entran en juego, y de ese modo mis esfuerzos coinciden con el
plan del presidente para la salud física. En cuanto a la defensa de la
democracia en una escala internacional, nada desarrolla mejor a un hombre
para combates en la selva que la actividad producida por la vida en un
departamento cuyo techo está sólo a metro y medio. Tengo aquí una
manifestación del secretario de Defensa -de la cual hay coplas mimeográficas
disponibles-, que en parte dice: "Las preocupaciones constantes por el
bienestar de este país, que predominan en el pensamiento de Milton Boil
merecen atención y recomendación especiales". También tengo aquí.
declaraciones de los generales Bosch y Kopulant, expertos uno y otro...
-Señor Boil -le interrumpieron-, ¿está usted procurando decirnos que estos
techos bajos constituyen una característica positiva y progresista de la
construcción de departamentos?
-Por supuesto. Además, un departamento no es un sitio en el que se vive
verticalmente. Hemos realizado una encuesta acerca de los hábitos de más de
diez mil personas que habitan en departamentos y el resultado demuestra que
el 92,8 % de sus horas pasadas en el departamento transcurren mientras están
sentados. reclinados o acostados. Con los jóvenes recién casados el
porcentaje es un poquito mayor...
De este modo se defendió Milty Boil, un hombre que estaba solo en su lucha
contra las fuerzas de la reacción y siempre contempló el beneficio gigantesco
producido por un edificio de departamentos de un metro y medio de altura.
Pero un día después, en su acostumbrada reunión de directorio, Milton
descubrió que hasta los mismos que compartían las ganancias tenían sus
dudas.
-No dará resultado.
-Milty, no se puede aceptar esa idea. Tengo entendido que Washington piensa
tomar cartas en este asunto.
-¿Has oído ya lo que a este respecto dice Pravda? Aquí tengo la traducción: "El
paso final en la decadencia de los Estados Unidos". Bueno, esto obliga a
pensar.
-Yo no digo que no sea una medida inteligente, Milty. Simplemente pregunto:
¿Dará resultado? ¿Es posible que sea práctico? Life no es Pravda, pero
escucha este editorial: "¿Ha errado por fin Milty? Nosotros no estamos del lado
de quienes lo consideran un loco o un enemigo público. Reconocemos que el
máximo constructor de la moderna América del Norte no toma sus decisiones a
la ligera. Pero si Milton Boil no está loco, tampoco nosotros los
norteamericanos tenemos noventa centímetros de alto. Si..."
-¡No, no! -exclamó Milty, reaccionando finalmente en su puesto de la cabecera
de la mesa-. Basta con eso de momento.
Lee nuevamente la última frase.
-¿Qué última frase?
-Tú lo sabes, eso sobre los noventa centímetros de estatura.
-¿Quieres decir esto?: "Pero si Milton Boil no está loco, tampoco nosotros los
norteamericanos tenemos noventa centímetros de estatura...
-¡Justo! ¡Tienes razón! Ahí está.
-¿Está qué? -preguntó uno de los directores más antiguos, menos capaz a
causa de su edad de seguir la pirotecnia del pensamiento de Milty.
-Todo. Toda la respuesta. La clave de todo -y todos comenzaron a contagiarse
de la emoción de Milty.
-¿Qué clave, Milty? No seas tan condenadamente misterioso.
-Está bien. Pero decidme esto. ¿Cuál es el problema número uno de nuestro
mundo actual?
-El comunismo -dijo ansiosamente una media docena de miembros del
directorio.
-¡Un cuerno! El comunismo es una palabra. Los hemos derrotado en el espacio
y los derrotaremos en todo lo demás aquí abajo. Nuestras casas y nuestros
caminos son mejores y son mejores también nuestras fábricas.
-Las enfermedades -dijo alguno confiado en acertar.
-¿No has oído hablar de los antibióticos? No, las enfermedades, no.
-¿La guerra, Milty?
-¿Desde cuándo la guerra es un problema?
-¿La inflación?
-Tú tan luego hablas de eso! tú que has hecho millones con la inflación. Vamos,
vamos, usen el cerebro: hay un solo problema número uno en el mundo actual
y si lo vencemos, nos vence, si lo destruimos, nos destruye... hasta ahora,
hasta este preciso instante en que tu tío Milty Boil acaba de resolverlo y ya no
nos vencerá ni nos destruirá.
Alargaron las manos esperanzados. Miraron a Milty con sensación de derrota,
sabiendo cómo le gustaba a él ganar las discusiones.
-Milty, confíanos el secreto, dinos cuál es el curso de acción -imploró su primer
vicepresidente.
-Está bien -dijo Milty Boíl inclinándose hacia delante.
El rostro se le había endurecido y su voz se volvió precisa y tajante. En este
momento era todo cerebro, una iría y hermosa máquina calculadora de duro
corazón. Todos conocían esa expresión de Milty; sabían que significaba victoria
contra los inconvenientes, acción, acción y más acción. El. silencio en tomo de
la mesa del directorio se convirtió en algo tangible.
-Muy bien. El problema número uno del. mundo es el exceso de población, es
decir, la explosión demográfica. Después de esto, ¿dónde está nuestro
mercado para cualquier mercadería? Ese mercado es la gente. ¿Y cómo se
aumenta el mercado? Teniendo más gente. Pero con más gente se produce la
explosión demográfica. La humanidad está atrapada. Terminada. Liquidada. La
Tierra muere de hambre.
-Tienes razón. Milty -murmuró el directorio.
-Pero hay una manera.
El directorio esperó.
Despacio, midiendo palabra por palabra. Milty dijo:
-Duplicar el tamaño de la Tierra. Esa es la solución. Con eso se resuelven los
próximos cien años.
Los miembros del directorio se miraron, aliviados, sonrieron entre dientes y
luego prorrumpieron en carcajadas. El único que no rió fue Milty. Su cara se
mantuvo pétrea y fría como el hielo y los contempló sin complacencia alguna,
esperando. Por fin advirtieron su expresión y desapareció la risa. Milty apuntó
con un dedo índice a su segundo vicepresidente que estaba a cargo de las
compras, y le preguntó monótonamente:
-¿Qué encuentran tan divertido?
-El chiste, Milty. reímos contigo.
-¿Por qué?
-Porque es un gusto, Milty, un don, por así decir. Tienes más sentido del humor
que nadie en el mundo.
-Yo no creo que sea gracioso -dijo Milty.
-¿No? Sin embargo, es forzoso que estés bromeando. La Tierra es lo que es.
Tiene cuarenta mil kilómetros de circunferencia. Lo saben los niños de cuarto
grado.
-Y tú tienes un cerebro de cuarto grado.
-Milty, Milty -dijo el componente más. antiguo con tono paternal-. Milty, tienes
un cerebro extraordinario, pero nadie puede hacer que la Tierra sea más
grande.
-¿No?
-No, Milty. Me temo que no.
-Muy bien -dijo Milty, sin dejarse perturbar por el veterano del directorio y
sonriendo levemente-. Nadie puede agrandar la Tierra. Pero dime una cosa:
supongamos, únicamente a los fines de la discusión, que el promedio de los
hombres midiese un metro y medio. Ahora bien, si adoptase la misma escala
con relación a él mismo. todo se reduciría a la mitad. Cinco centímetros serían
diez centímetros y un kilómetro se convertiría en dos kilómetros. Dicho con
otras palabras. si el tamaño del hombre se reduce a la mitad, también se
reducen todas sus medidas. Repentinamente el mundo deja de tener cuarenta
mil kilómetros de circunferencia y empieza a tener ochenta mil. Hemos
duplicado el tamaño de la Tierra.
-Milty, Milty -dijo el director veterano, siempre paternalmente-. Milty, tienes el
cerebro como una trampa de acero. Pero todo lo que en realidad estás
haciendo es sostener un argumento imposible detrás de otro. No hay manera
de hacer que los hombres sean de noventa centímetros de alto.
-Y esto es tan imposible como hacer que la Tierra tenga cuarenta mil kilómetros
de circunferencia.
-¿Quién ha dicho eso?
-Yo lo digo, Milty. Fui amigo de tu padre, que Dios lo tenga en su gloria, de
modo que me asiste un derecho.
-Bueno -dijo Milty-. Tienes derecho. Pero ahora te callas –y a continuación,
dirigiéndose a los demás del directorio, agregó:
-Yo aseguro que puedo producir hombres de noventa centímetros de estatura.
-¿De qué manera, Milty? -preguntó el miembro más joven de la junta. Éste
coincidía en todo con Milty.
-¿Cómo? Ante todo yo pregunto esto: ¿Qué cuernos de importancia tiene la
estatura? Alto, alto, alto... eso es lo único que se oye. ¿Por qué? ¿Era alto
Adolf Hitler? ¿Era alto Napoleón? ¿Era alto Onassis? ¿Era alto Willie
Schoemaker? ¿Y saben cuánto ganó en premios? Más de treinta millones de
dólares sencillamente. Y si hablamos de arte, ¿fue alto Toulouse-Lautrec?
¿Saben qué estatura tenía Shakespeare? Un metro con sesenta centímetros.
La estatura es para los jugadores de básquetball.
-Pero la gente, Milty, piensa en la estatura.
-Entonces modifícales la manera de pensar. Piensan en estatura porque por
todas partes la propaganda dice que la altura es buena. Nosotros
modificaremos eso. Les demostraremos que la gran altura sirve para los
gaznápidos. Los hombres que hacen girar al mundo son bajos. Los hombres
que prefieren las mujeres son bajos. Los hombres que se encaraman en las
altas posiciones son bajos. Estamos eh un mundo de hombres bajos. Eso es lo
que yo demostraré al mundo, que es un mundo de hombres pequeños y cuanto
más pequeños, mejor.
-Pero Milty... -dijo pacientemente el miembro veterano del directorio-,
supongamos que demuestres todo eso. Seguiremos sin conseguir que los
hombres sean más pequeños.
-¿No? -dijo Milty sonriendo. Años después recordando aquella sonrisa, algunos
de los miembros jóvenes del directorio hablaron de una cualidad que recordaba
a "La Gioconda" pero esto fue retrospectivamente, después de que Milty se
había ido a cobrar las recompensas que el otro mundo pueda conceder a
genios como él. Por el momento, entonces estábamos en 1982, la sonrisa de
Milty fue una sonrisa de quien está seguro de saber más que los otros.
-No... no, no podemos hacer que los hombres sean más bajos, pero ellos
pueden conseguirlo, ¿no es así?
-¿De qué manera, Milty?
-Deseándolo. Los hombres han aumentado sus estaturas en más de un pie
durante los últimos dos siglos. Supongamos que empiecen a disminuirla.
Un mes después, en la misma sala donde se reunía el directorio, frente a
representantes de las doce mayores agencias de publicidad del mundo y las
diecisiete más importantes firmas de relaciones públicas, Milton Boil situó su
proyecto en su debido nivel.
-Henos aquí, señoras y señores -dijo- para servir a la humanidad. En nombre
del género humano, su finalidad y su supervivencia, reclamo la atención de
esta asamblea. Nuestra meta, amigos míos, es duplicar el tamaño de la Tierra.
Luego, ante la admiración silenciosa (es decir, silenciosa hasta que terminó de
hablar) de los allí reunidos, Milty expresó su plan; y cuando finalizó aquellos
irreductibles y cínicos representantes del único negocio que hace girar la Tierra
estallaron en aclamaciones y aplausos, Milty se levantó y recibió la
demostración con la cabeza gacha, modestamente: no era egoísta, pero
tampoco era de esos que esconden su emoción.
-Gracias -dijo serenamente-. Y ahora la tribuna queda disponible para ideas y
preguntas.
No constituían ningún fangoso grupo de directores aquellos veintinueve
representantes de la propaganda y las relaciones públicas. Sus cerebros eran
tan duros y brillantes como el cuarzo. El primero en levantarse fue Jack
Aberdeen, el asombro de la firma Carrol, Carrol, Carrol and Quince. Desde el
instante mismo en que hizo chasquear sus dedos, Milty comprendió que su
cerebro crujía y crepitaba.
-¡Ya lo tengo, señor Boil! Primera vuelta. Usted conoce la forma en que la
compañía Kellogg impulsa la venta de sus copos de maíz como el alimento que
hace crecer a los niños. Union MilIs es un cliente nuestro. Estoy vislumbrando
un producto competidor, Tinies. Ya tengo el lema: "Pequeña y dura". Todas las
compañías tendrán que seguir la nueva corriente. "¿Tienes miedo al estómago
abultado? Tinies reducirá tus músculos convirtiéndolos en nudos de acero.
Tinies nudos de acero, Pequeña y dura." Ya tengo hasta una tonada: "Pequeña
y dura, pequeña y dura, ¿quién demonios precisa la estatura? Si sólo yo soy
pequeña y dura". Por supuesto tenemos que encontrar algo como una
antivitamina, pero también representamos a Laboratorios Asociados y
conseguiré que ellos trabajen para lograrla.
Milty hubiera sido capaz de abrazar al chico, pero ya Steve Johnson, de Kelly,
Cohen and Clark, estaba de pie y hablaba. Representaba a una de las
principales aerolíneas del orbe.
-Milty -dijo-. ¿Podemos llamarte Milty?
-Llámame Milty, Steve. Por supuesto.
-Dos cosas. Milty, acabas de abrir las puertas al cambio más importante en la
historia de las líneas aéreas. Número uno: Ya tengo la frase: "Pesa menos,
paga menos". ¿Por qué no? El hombre pequeño pesa menos y paga menos.
La pequeñez tiene premio.
Milty advirtió que Johnson no era más alto que él.
-Segundo: Los vuelos a la Luna y a Marte. Todas las líneas aéreas han estado
hablando de la perspectiva de ofrecer estos vuelos a turistas. Pero el costo es
aterrador. Nosotros lo convertimos en un don del cielo: "¿Quiere ver la Luna?
Si es alto, no podrá. Pero sus hijos pueden. Manténgalos bajos. Deles de
comer antivitaminas. Para que ellos disfruten de lo que usted nunca soñó
disfrutar, un vuelo a la Luna o a Marte, entre en el mañana, dé un vistazo al
futuro glorioso del hombre. Ningún turista que tenga más de un metro cincuenta
puede viajar al espacio exterior". ¿Qué les parece esto? ¿Verdad que es
hermoso?
Cathey Brodie, encargada de relaciones públicas en la compañía Jones y
Keppleman, el fabricante más importante de drogas éticas del mundo, se puso
en pie de un salto y exclamó:
-¡Píldoras pura ir a la Luna! ¡Cómo me entusiasma esa idea! Quiere decir que
los chicos del laboratorio tendrán que empeñarse realmente en encontrar algo
que regule la estatura, pero si han encontrado todo lo demás... ¿Por qué no?
Píldoras para ir a la Luna.
-Píldoras para ir a la Luna -repitió Milty sonriendo.
Tab Henderson, que era gerente de promoción de más de ochocientos grandes
hospitales y sanatorios, para no mencionar a tres de las más poderosas
compañías de seguro, saltó inmediatamente a la brecha que Cathey Brodie
había abierto.
-Podríamos sencillamente pasar por alto los enormes pequeños estimulantes
de todo este proyecto espléndido. Me refiero a la salud. A la larga vida. A los
años agregados. Tenemos gráficos estadísticos demostrativos de que a más
de un metro con ochenta y siete centímetros las perspectivas de larga vida
empiezan a disminuir. Miremos eso mismo en el otro sentido. Sea bajo y
consérvese sano.
Hubo algunas caras agrias, las de unos cuantos qué todo lo estropean, pero la
mayoría de las personas congregadas tiraron, como quien dice, sus sombreros
al ruedo y se formularon proyectos rápida y densamente.
-Alto, obscuro y bello... Eso debe andar. Pequeño para ser alto. "Pequeño,
obscuro y hermoso”
-Bello.
-Fíjense en el aspecto sensual. "El sexo es mejor con un hombre pequeño o
una mujer pequeña".
-“Haga la prueba con ambos, decida por su cuenta”. Eso les da la sensación de
cosas que. uno hace por sí mismo.
-¿Qué les parece esto? “Cierre el abismo de las generaciones!” Durante las
últimas tres o cuatro generaciones los chicos han sido todos más altos que sus
padres. Con razón los padres no pueden imponer la ley. Ahora nosotros
invertimos las cosas, cada generación será más pequeña que la precedente.
Restableceremos la autoridad de los padres. El hogar vuelve a ser el santuario
que fue en épocas antiguas.
Una tras otra, aparecieron luminosas ideas, hasta que empezaron a brillar los
comienzos de un nuevo programa mundial, allí, en la sala del directorio de
Empresas Boil.
Roma no se construyó en un día, ni tampoco el estilo de la psicología mundial
que redujo casi toda la raza humana a la mitad de su tamaño; pero ahí están
los cimientos, y así Milton Boil se convirtió en Milton Boil el benefactor, que
subscribió el esfuerzo inicial con una desinteresada entrega de veinte millones
de dólares de su propio pecunio.
Durante el resto de su vida Milty tuvo una orientación, una razón y un sentido
para el tremendo esfuerzo que produjo una de las grandes fortunas de nuestro
tiempo. Los cínicos dicen que los primeros cinco años del programa crearon la
condición por la que Milty Boil pudo empezar a construir sus gigantescas
estructuras -cien pisos con cielos rasos a sólo un metro y veintiséis centímetros
y medio de altura-, sin tropezar con ninguna oposición. Otros, los llamados
reformadores, mantuvieron que era indigno para el hombre pasar su vida
entera en un lugar en que jamás podría confiar en erguirse bien recto, pero
Milty rebatió esa acusación con su fantástica Declaración de Propósitos, un
documento que en la historia de los Estados Unidos ha ocupado su lugar junto
a la Declaración de la Independencia y el Discurso de Gettysburg. Transcribo
tan sólo el primer párrafo de la Declaración de Milty, pues estoy seguro de que
la mayoría de mis lectores la conocen de memoria:
“La vida sin finalidad" escribió Milty (o algún desconocido escritor a sueldo que
tomó su inspiración en la dinámica conducción de Milton Boil), no es ni vida ni
muerte, sino tan sólo una existencia torpe y miserable, indigna del hombre. El
hombre debe tener una meta, un propósito, un destino, una finalidad reluciente
por la cual luchar. Vimos en la juventud desventurada de las décadas del
sesenta y del setenta lo que significa carecer de propósito en la vida; pero
jamás volverá el mundo a encontrarse en esa situación. La gente, la gente
desvergonzada me ha acusado de construir con fines de lucro. Aseguran que
reduzco al hombre con mis cielos rasos bajos, que lo despojo de su dignidad.
Pero la verdad es lo contrario. Mediante mis casas espléndidas, el hombre ha
hallado a la vez dignidad y propósito -el propósito de ser pequeño y de criar
hijos pequeños, para que el mundo pueda aumentar de tamaño, y la dignidad
de los hombres que siempre deben luchar contra su ambiente, que no pueden
erguirse de pie en confort decadente, que deben luchar y crecer luchando-“.
En el año 2010, cuando Milty tenía setenta años de edad, realizó su último
propósito. Mediante su influencia cada vez mayor, convenció al Concejo de la
Ciudad de New York para que aprobase una ley que redujese a la mitad el
Parque Central, concediendo el sector que está al norte de la calle 82 y al sur
de la 98 a Milton Boil, para que con ello pudiese cumplir el sueño de toda su
vida construyendo una casa de departamentos que tuviese doscientos pisos y
cuyos cielos rasos estuviesen a sólo un metro cinco centímetros del piso. Más
de cien personas murieron en los tumultos que siguieron a esta medida del
Concejo de la ciudad, pero el progreso no se realiza jamás sin pagar un precio,
y Milty se preocupo de que viudas e hijos de quienes perecieron no padeciesen
hambre. Además garantizo espacio vital en su nuevo edificio a todos los que
los alborotos dejaron huérfanos, cobrándoles tan sólo la mitad del alquiler que
pagaban los inquilinos comunes.
Después de eso, sólo fanáticos y hippies podían negar que Milty fuese el
propietario más bueno y gentil de toda la historia del latifundismo. En realidad,
después de su muerte, el Papa instituyó procedimientos que darían por
consecuencia el que Milty pasase a ser el santo patrono de todos los
propietarios; pero esto todavía es cosa del futuro, y en el camino que conduce
a su santidad se han sembrado muchas espinas, para no hacer mención de
una cierta confusión acerca de la religión de Milty, es decir, suponiendo que
profesase alguna religión.
Milty murió a los ochenta y siete años, y podemos sentirnos satisfechos de que
haya vivido el tiempo necesario para ver que su sueño se convertía en realidad.
Su ataúd fue transportado por ocho jóvenes, ninguno de los cuales medía más
de un metro y treinta y dos centímetros de estatura, y el público que llenaba
aquí y allá la capilla estaba formado por hombres y mujeres no mayores de un
metro con veinte. Por supuesto, éstos constituían excepciones, y hasta medio
siglo después no existió la primera generación de adultos que midiesen menos
de noventa centímetros.
Pero no debemos dejar de destacar que cuando se leyó el testamento de Milty,
se vio que sólo disponía de unos pocos miles de dólares y un puñado de cosas
de las que él amó. Tal era el carácter de aquel hombre que ganó millones sólo
para darlos. Naturalmente, no faltan quienes aseguran que desde que leyó un
libro en los primeros años de su juventud titulado Cómo eludir el tribunal de
testamenterías, Milty jamás dejó de tenerlo consigo, o sea, que no permitió que
le faltase ese precioso volumen, y que finalmente llegó a retener de memoria
todo su contenido y a poder citar capítulos y partes del libro a voluntad.
¿Pero dónde está el gran hombre que no haya sufrido los dardos de la envidia
y el odio? La calumnia es la carga que los grandes deben sobrellevar. y Milton
Boil la sobrelleva tan silenciosa y pacientemente como el que más.
Sobre la modesta lápida que imparte dignidad al lugar en que reposan sus
restos. puede leerse un epitafio esculpido que él mismo escribió:
"Los encontré altos y los dejé bajos."
A lo cual nuestra generación, erguida y ufana bajo nuestros cielos rasos a
noventa centímetros del suelo, puede únicamente agregar su agradecido
amén.
El mohawk
Cuando Clyde Lightfeather subió la escalinata de la catedral de San Patricio en
la Quinta Avenida. llevaba un viejo impermeable de mala calidad, que luego se
quitó, sentándose con las piernas cruzadas delante de los portales. Por debajo
vestía como los indios que aporrean los tambores en las danzas rituales; es
decir, que llevaba blandas polainas de piel de gamo, mocasines de bosque y
nada en absoluto de la cintura para arriba. Tenía el cabello cortado al estilo de
mechón en el medio y el resto de la cabeza afeitado, con una única pluma que
le atravesaba la trenza que caía en la nuca. Era en general un joven indio de
pura sangre mohawk, robusto y simpático.
Una multitud se agolpó, puesto que no hace falta gran cosa para congregar
gente en New York, y el padre Michacl O´Conner salió de la catedral y el policía
Patrick Muldoon se acercó desde la calle, y los rayos del plácido sol de junio se
posaron sobre todos.
-¿Ahora qué demonios es lo que estás buscando? -preguntó a Clyde
Lightfeather el oficial Muldoon. Había en su voz una nota quejumbrosa, pues
estaba harto de tipos extravagantes, voraces consumidores de ácido lisérgico,
hippies comunes, hippies que sólo hablan de amor, hippies de esos que
reparten flores, fumadores de marihuana, representantes del poder negro,
miembros de Estudiantes para una Sociedad Democrática; ocupaciones de
fábricas y demostraciones callejeras; y aunque le gustaba decir que había visto
todo, era la primera vez que veía un indio mohawk sentado a la entrada de la
catedral de San Patricio.
-Dios y la gracia de Dios, supongo -respondió Clyde Lightfeather.
-¿No sabes -le dijo Muldoon, cuya voz emprendía ese fatigoso sendero de
paciencia y amenaza velada-, que esto es propiedad privada y que no tiene
ningún derecho a clavarte una pluma en el pelo y venir a sentarte aquí y
congregar una multitud, creando dificultades a los fieles honestos?
-¿Por qué no? Esto no es propiedad privada, es propiedad de Dios y ya que tú
no trabajas a las órdenes de Dios, ¿por qué no te vas de aquí con tu traste
grande y gordo y me dejas en paz?
El oficial Muldoon se disponía a responder adecuadamente a esas palabras,
sin prestar atención al hecho de que se tratase de un indio mohawk -con una
muchedumbre que reía entre dientes y estaba a medias inclinada a favor del
indio-, en el momento en que el padre O´Conner intervino y le hizo notar que el
indio tenía toda la razón del mundo. Aquello no era propiedad privada, sino
propiedad de Dios.
-¡Pero qué diablos está usted diciendo! -exclamó el oficial Muldoon-. ¿Va a
permitir que ese hereje siga ahí sentado?
Hasta aquel momento la intención del padre O´Conner había sido decir unas
cuantas palabras razonables que fuesen lo bastante persuasivas para que el
indio se marchase. Pero ahora cambió de idea súbitamente.
-Quizá lo haga -declaró.
-Gracias -le dijo Lightfeather.
-Siempre que me dé una buena razón para hacerlo.
-La de que yo he venido aquí a meditar.
-¿Y usted considera que éste es un lugar apropiado para la meditación,
señor...?
-Lightfeather.
-El mejor del mundo. ¿Lo niega? -preguntó él belicosamente.
-¿Qué es para usted meditación, señor Lightfeather?
-La oración... Dios... el ser.
-¿Entonces cómo podría yo negarlo? -inquirió el sacerdote.
-¿Y le permitirá que siga ahí? -preguntó Muldoon.
-Creo que sí.
-Mire -dijo Muldoon-. Yo me crié como católico y tal vez no sepa mucho. pero
de una cosa estoy seguro: las catedrales son lugares hechos para practicar
adoración adentro, no afuera de ellas.
No obstante, el indio siguió allí y en el transcurso de unas horas llegaron las
cámaras de la televisión y la prensa y el padre O´Conner se vio nada menos
que frente al propio cardenal. Los medios de indagación de los grandes
canales se concentraron en la letra m -m de meditación y de mohawk-. Chet
Huntley informó a millones de seres, no sólo que la meditación era un
importante ejercicio espiritual de significación interior, una íntima concentración
en uno u otro pensamiento de honda trascendencia religiosa, sino que los
indios mohawk fueron grandes en su tiempo, la fuerza organizadora de las
poderosas Seis Naciones de la Confederación Iroquesa. La paz de los bosques
era la paz mohawk, hasta la ley era la ley mohawk, codificada en tiempos
antiguos por aquel apacible y sabio Hiawatha. Desde el río San Lorenzo, en el
norte, al Hudson, en el sur, la paz mohawk y la ley mohawk imperaron antes de
que llegasen los blancos.
Menos apoyados en la historia, los comentaristas de la CBS se preguntaban si
aquello no era simplemente otro poco de truhanería de que la juventud
universitaria hacía víctima a un público paciente. Habían indagado los
antecedentes del propio Lightfeather, y descubrieron que, después de cursar
estudios en Harvard, se doctoró en Filosofía en la Universidad de CoIumbia -su
tesis doctoral era un estudio sobre el uso de varias plantas alucinógenas en las
religiones de los indios norteamericanos-. “Desalienta”, dijo Walter Cronkite,
“encontrar a un joven indio norteamericano de inteligencia tan brillante
dedicado a esa clase de bufonadas aburridas".
Su Eminencia el Cardenal adoptó un método de ataque completamente
distinto: No se propuso descifrar lo que era un indio mohawk. En cambio,
preguntó fríamente al padre O´Conner qué era exactamente lo que aconsejaba.
-Bueno, Eminencia, yo quiero decir que no hace mal a nadie, ¿verdad?
-En realidad, está absorto en el concepto de que Dios es el dueño de esta
propiedad, ¿no es así, Padre?
-Bueno, eso lo expresó de un modo muy natural y directo, Eminencia.
-¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que los derechos de propiedad de Dios
van más allá de la catedral de San Patricio? Usted sube que él es propietario
de Wall Street, de la Casa Blanca, de las iglesias protestantes, de un buen
número de sinagogas, de la Unión Soviética y de China Roja, para no
mencionar una o dos galaxias allá lejos. De modo que yo, en su lugar, padre
O´Conner, aconsejaría para la meditación algún sitio más adecuado que el
pórtico de la catedral de San Patricio. A mi juicio, usted debería inducirlo a que
se vaya mañana a la mañana.
-Sí, Eminencia.
-Pacíficamente.
-Sí, Eminencia.
-Hasta ahora nunca habíamos tenido una huelga de brazos caídos en San
Patricio.
-Entiendo perfectamente, Eminencia.
Pero al plan de acción del padre O´Conner algo le faltaba para ser perfecto.
Eran ya más o menos las cinco de la tarde y las calles se habían llenado de
gente que iba presurosa a sus hogares. Pese a lo poco que se necesitaba para
formar una multitud en New York, es menos lo que hace falla para dispersarla;
y en aquel momento el indio era como si formase parte del edificio. El padre
O´Conner permaneció un rato de pie al lado de Lightfeather, cavilando todo lo
creativamente que podía, y luego preguntó cortésmente al indio si lo había
oído.
-¿Por qué no? La meditación es un estado de cerebro alerta, no de sueño.
-Estaba muy quieto.
-Por dentro, Padre, sigo estándolo.
-¿Por qué vino aquí? -quiso saber el padre O´Conner.
-Ya se lo dije. Quería meditar.
-¿Pero por qué aquí?
-Porque aquí son buenas...
-¿Buenas qué?
-Las vibraciones.
-¡Ah!
-Es una cuestión de creencia. Este lugar está lleno de creencia. Por eso lo
elegí. Necesito creencia.
-¿Para qué? -preguntó con curiosidad el padre O´Conner.
-Para poder yo creer.
-¿Qué es lo que quiere creer?
-Que Dios es cuerdo.
-Yo le aseguro... que lo es -le dijo muy convencido el padre O´Conner.
-¿Cómo demonios lo sabe?
-Es una cuestión de creencia propia mía.
-No lo sería si usted fuese un indio mohawk.
-Eso no lo sé. Nunca he sido mohawk.
-Yo sí.
El padre O´Conner recapacitó en ello un minuto o dos, y con toda justicia no
podía haber negado que un indio mohawk podía tener un punto de vista muy
diferente.
-Su Eminencia, el Cardenal, está enojado conmigo -confesó por último-. Quiere
que lo induzca a irse.
-Así, volverá a traer a la policía.
-No, pacíficamente.
-Antes estaba conmigo en que Dios era el amo de esto. ¿Lo ha convencido de
lo contrario su Eminencia?
-Puso de relieve que el Todopoderoso tiene igual derecho a la Unión Soviética.
Supongo que dondequiera que sea, los residentes dictan los reglamentos.
-Está bien. Hable entonces.
-Detesto fingirme sargento primero para esto -dijo el padre O´Conner-. ¿Cuánto
tiempo proyecta quedarse?
-Hasta que Dios me responda.
-Bueno, puede pasar mucho tiempo -dijo entristecido el padre O´Conner.
-O un instante. Yo estoy meditando en el tiempo.
-¿En el tiempo?
-Siempre pienso en el tiempo cuando pienso en Dios -reconoció el indio-. Él
tiene Su tiempo. Nosotros tenemos el nuestro. Yo quiero que Él me abra Su
tiempo. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí en la 5ª Avenida? Soy un indio
mohawk. ¿No es así?
El padre O´Conner contestó que sí con la cabeza.
-No sé -expresó el indio-. Haremos la antigua prueba escolar y luego podrá
llamar a la policía. ¿Qué le parece? ¿Hasta la mañana?
-Hasta la mañana -dijo el padre O´Conner.
-Alguna vez haré otro tanto por usted -dijo el indio, y éstas fueron las últimas
palabras que se le oyó pronunciar. Los periodistas llegaron y los de la televisión
hicieron una segunda visita, pero el indio no dijo nada más.
El indio meditaba. Dejó que su pensamiento abandonase su mente y observó
cómo su aliento entraba y salía y se convirtió en una especie de universo en sí
mismo. Consideró el tiempo de Dios y el tiempo del hombre; pero sin
pensamiento. El hombre no conoce pensamientos capaces de ocuparse ni
siquiera del tiempo del hombre y cuanto menos del tiempo de Dios; pero el
indio no estaba tan distante de sus antepasados como para dejarse atrapar por
el pensamiento. Sus antepasados habían conocido el secreto del tiempo
grande, que todos los blancos han olvidado.
El indio fue fotografiado y televisado hasta que las propias cadenas estuvieron
saturadas de él y el padre O´Conner se quedó allí para cuidar que la
meditación del indio no fuese interrumpida. El sacerdote se sintió muy
hermanado con el indio, pero, siendo sacerdote, también él sabía que muchos
preguntaron pero pocos tuvieron respuesta.
Al llegar la medianoche los de la prensa se habían ido y aun los contados
transeúntes hicieron caso omiso del indio. El. padre O´Conner estaba
sorprendido de su larga permanencia allí, inmóvil, en lo que se denomina la
posición de loto; pero había oído siempre decir que los indios son estoicos y
soportan el dolor y el deseo, y suponía que aquel indio no sería distinto. Y se
sintió complacido de que la noche de junio fuese tan cálida y agradable; por lo
menos, el indio no sufriría frío.
Antes de quedarse dormido aquella noche, el sacerdote rezó pidiendo que al
indio fuese concedida una u otra especie de gracia. De cuál clase de gracia no
estaba en absoluto seguro, ni tampoco estaba dispuesto a implorar que se
concediese al indio el privilegio de tomar el sabor al tiempo de Dios. La idea del
tiempo de Dios aterraba justamente un poco al padre O´Conner.
Durmió bien, pero no mucho tiempo, y ya estaba levantado y vestido cuando se
filtraron los primeros rayos grises del alba.
El sacerdote caminó al pórtico de la catedral, y allí encontró al indio tal como él
lo había dejado. Tan erguido y con el cuerpo tan inmóvil, que de no ser por el
leve movimiento de su vientre desnudo, hubiese podido creer que estaba
muerto.
En cuanto al indio Clyde Lightfeather, estaba alerta y dentro de sí mismo, con
su mente clara y receptiva. Con sus ojos cerrados, sintió en sus mejillas las
brisas del amanecer y el aroma de la mañana en sus fosas nasales. No tuvo
necesidad de orar; todo su ser era un dulce recuerdo, y así fue como oyó
cantar a un ave.
Dejó que el sonido lo atravesara; lo sintió pero no lo retuvo. Y luego oyó el paso
saltarino y rumoroso de un arroyo. Lo oyó también sin retenerlo. Y entonces
aspiró el perfume de la tierra de junio, el maravilloso olor húmedo, dulzón y
denso de la vida que viene y de la vida que va y a este aroma se aferró, pues
sabía que su meditación había terminado y que le había sido concedido un
momento del tiempo de Dios.
Abrió los ojos y, en lugar de las grandes masas del Centro Rockefeller, vio una
antigua formación de tuliperos, todos ellos de cuatro metros y medio de
diámetro en la base y tan altos que sólo las aves sabían dónde terminaban.
Finos dedos del alba trazaron un encaje por entre los tuliperos y por el gran
conocimiento que se proviene del gran tiempo, el indio supo que en la orilla del
Hudson había canoas de corteza de abedul, puestas al abrigo de las
inclemencias a la espera del día en que se las necesitase, y que el Hudson era
el camino al valle Mohawk, donde estaban las lejanas viviendas iroquesas. Ya
no esperó más, sino que se puso de pie de un salto y echó a correr entre los
tuliperos. El sacerdote se había vuelto un momento para contemplar la
imponente majestad de la catedral de San Patricio; cuando volvió a mirar, el
indio había desaparecido. En lugar de sentirse complacido por haber logrado lo
que deseaba el Cardenal, experimentó una sensación de pérdida.
Horas después el Cardenal mandó llamar al padre O´Conner y éste le dijo que
el indio había partido muy temprano a la mañana.
-Confío en que no habrá habido ningún incidente desagradable.
-No, Eminencia.
-¿No intervino la policía?
-No, Eminencia. Sólo intervine yo -dijo vacilante el padre O´Conner, y en lugar
de irse, tosió.
-¿Sí? -preguntó el Cardenal.
-¿Me permite hacerle una pregunta, Eminencia?
-Hágala.
-¿Qué es el tiempo de Dios, Eminencia?
El Cardenal sonrió, pero no divertido. La sonrisa era un giro hacia adentro,
como si recordase cosas que habían sucedido mucho, pero mucho tiempo
antes.
-¿Eso era un concepto del indio?
Turbado, el padre O'Conner contestó afirmativamente con una inclinación de
cabeza.
-¿Se lo preguntó a él?
-No, no se lo pregunté.
-Entonces -dijo el Cardenal-, cuando vuelva, le aconsejo que se lo pregunte.
La herida
Max Gaffey insistía siempre en que, esencialmente, la industria del petróleo se
podía resumir en una simple expresión: lo que debe hacerse, pero no dónde
debe hacerse. Mi esposa, Martha, no sentía ningún aprecio por Max y afirmaba
que era un destructor. Supongo que lo era, pero ¿en qué difería, por ese
motivo, de cualquiera de nosotros? Todos somos destructores, y si en realidad
no practicamos directamente la destrucción, invertimos para que otros lo hagan
y nos sirva para enriquecernos. Por mi parte, yo había invertido los escasos
ahorros a que puede aspirar un profesor universitario en unas acciones que
Max Gaffey me proporcionó. Pertenecían a una empresa llamada Trueno S. A.,
y la misión de la compañía era utilizar bombas atómicas para extraer gas
natural y petróleo aprisionados en los enormes depósitos de esquisto que
tenemos aquí en los Estados Unidos.
El esquisto petrolífero no es una fuente de petróleo muy económica. Este está
encerrado en el esquisto y alrededor del 60 por ciento del costo total está
representado por los laboriosos métodos de extracción del esquisto de las
minas, la trituración para liberar el petróleo y luego la separación del esquisto
agotado.
Gaffey vendió a Trueno S. A. un método enteramente nuevo, con el cual se
empleaban bombas atómicas sobrantes para la extracción del petróleo
esquistoso. Expresado en términos muy simples, se practica una perforación
muy profunda en depósitos de petróleo esquistoso. Luego, se introduce una
bomba atómica, haciéndola descender hasta que se posa en el fondo de esa
perforación, después de lo cual se obtura la perforación y la bomba es
detonada. Teóricamente, el calor y la fuerza desarrollados por la explosión
atómica trituran el esquisto y ponen en libertad el petróleo, llenándose la
caverna subterránea formada por la fuerza gigantesca de la bomba. El petróleo
no arde debido a que la perforación está cerrada herméticamente y, de ese
modo, con un costo comparativamente pequeño, pueden extraerse cantidades
infinitas de petróleo -suficiente quizá para que dure hasta la época en que se
produzca la conversión total de la energía atómica-, tan vastos son los
depósitos de esquisto.
Tal, por de pronto, fue la forma en que Max Gaffey me explicó su idea, en una
especie de acicateamiento mental mutuo. Sentía él la máxima admiración por
mi conocimiento de la corteza terrestre y yo, a mi vez, sentía una admiración
igualmente profunda por su capacidad para hacer que apareciesen dos, cinco o
diez dólares donde antes sólo había uno.
Mi esposa no era tan complaciente con él ni con sus conceptos, y, por sobre
todas las cosas, con el proyecto de introducir bombas atómicas en la corteza
de la Tierra.
-Es un error -dijo lisa y llanamente-. No sé por qué ni cómo, pero lo que sé es
que todo lo relacionado con la maldita bomba está mal.
-¿Pero no podrías mirar este asunto como una especie de salvación? -argüí-.
Nos encontramos aquí en los Estados Unidos con bombas atómicas en
cantidad suficiente como para aniquilar la vida en diez Tierras del tamaño de la
nuestra; y cada una de ellas representa una inversión de millones de dólares.
No podría estar más de acuerdo contigo cuando sostienes que son los objetos
más aborrecibles y espantosos que ha concebido la mente humana.
-¿Entonces cómo puedes hablar de salvación?
-Porque mientras esas bombas están aquí inactivas, representan una amenaza
constante, día y noche, la amenaza de que a algún general cabeza de chorlito
o a un político sin cerebro se le dé por arrojarlas contra nuestros vecinos. Pero
ya ves que Gaffey ha venido con la posibilidad de un uso pacífico para esas
bombas. ¿No te das cuenta de lo que eso significa?
-Lo siento, pero no -reconoció Martha.
-Significa que podemos usar las malditas bombas para algo que no es suicidio,
porque si eso se pone en marcha, será el fin del. género humano. Peto hay
depósitos de esquisto petrolífero y gasógeno en lodo el planeta, y si podemos
emplear la bomba para abastecer al hombre de combustible durante un siglo. y
eso sin tomar en cuenta los subproductos químicos, podemos sencillamente
encontrar una manera de emplear provechosamente esas bombas inmundas.
-¡Ah! No es posible ni por un momento que lo creas -replicó burlona Martha.
-Lo creo. Sin duda alguna, lo creo.
Y sospecho que lo creía. Revisé los planes elaborados por Gaffey y sus
asociados y no pude descubrir ninguna falla. Si la perforación se hacía
debidamente, no habría desprendimientos nocivos. Sabíamos eso y poseíamos
los conocimientos necesarios para hacer la perforación; se había demostrado
por lo menos en veinte explosiones subterráneas. El temblor de la Tierra
carecería de importancia a pesar del calor, no se produciría ignición de
petróleo. y no obstante el costo de las bombas atómicas, la economía sería
monumental. Más aún, Gaffey insinuó que alguna componenda entre el
gobierno y Trueno S. A. estaba en estudio y que si resultaba tal como se había
proyectado, las bombas atómicas no costarían a Trueno S. A. nada en
absoluto, pues todo el asunto sería aceptado como un experimento de la
sociedad.
Después de todo, Trueno S. A. no poseía ningún yacimiento de esquisto
petrolífero y no actuaba en la industria petrolera. Era sencillamente una
organización de servicio dotada del conocimiento requerido y que a cambio de
una remuneración, si el procedimiento daba resultado, produciría petróleo para
otros. No se había mencionado cuales serían los honorarios, pero Max Gaffey,
contestando a mi pregunta, sugirió que yo podría adquirir algunas acciones, no
sólo de Trueno S. A., sino también de General Shale Holdings, una compañía
financiera.
Yo tenía en total unos diez mil dólares de ahorro disponibles y otros diez mil en
títulos de American Telephone y del gobierno. Martha poseía también un poco
de dinero suyo, pero eso lo dejé aparte y, sin decirle nada, vendí mis acciones
y títulos de Telephone y del gobierno. Las acciones de Trueno S. A, se vendían
a cinco dólares cada una, y yo compré dos mil. Las de General Shale se
vendían a dos dólares y de éstas compré cuatro mil. No vi nada inmoral -tal
como se considera la inmoralidad en el comercio- en los procedimientos
adoptados por Trueno S. A.. Su relación con el gobierno no era distinta de las
relaciones de varias otras compañías y mi propio proceso de inversión era
perfectamente serio y honorable. Ni siquiera recibía información secreta, pues
la idea de usar la bomba atómica para extraer petróleo de esquistos ha tenido
amplia publicidad, aunque poco se la ha creído.
Aun antes de que se llevase a cabo la primera explosión de prueba, las
acciones de Trueno S. A. subieron de cinco a sesenta y cinco dólares cada
una. Mis diez mil dólares se convirtieron en ciento treinta mil y un año después
este valor se duplicó a su vez. Las cuatro mil acciones de General Shale
subieron a dieciocho dólares, y del profesor modestamente pobre que yo era
pase a ser un profesor modestamente rico. Cuando por fin, casi dos años
después de que Max Gaffey me vino con la idea, realizaron la primera
explosión de bomba atómica en un pozo horadado en un yacimiento de
esquistos petrolíferos, yo había dejado atrás las simples ansiedades de los
pobres, y había desarrollado un modo de vida enteramente propio de la clase
media alta. Nos convertimos en una familia de dos automóviles, y mi Martha,
que tan enemiga había sido de la idea, me acompañó a comprar una casa más
grande. Ya en la casa nueva, Gaffey y su esposa vinieron a cenar y Martha
misma se despachó dos martinis puros. Luego fue muy cortés hasta que Gaffey
se puso a hablar del bienestar social. Pintó con palabras un cuadro venturoso
de lo que podría rendir el petróleo esquistoso y lo ricos que podríamos ser.
-¡Ah, sí, sí! -convino Martha-. Contaminar la atmósfera, matar más gente con
más automóviles, aumentar la velocidad con la que podemos dar vueltas
zumbando sin llegar precisamente a ningún sitio.
-¡Oh, eres una pesimista! -opinó la esposa de Gaffey, que era joven y bonita,
pero no un gigante mental.
-Claro que el asunto tiene dos aspectos -admitió Gaffey-. No es posible detener
el progreso, pero me parece que es posible orientarlo.
-De la misma forma en que venimos orientándolo, para que nuestros ríos
apesten, nuestros lagos sean cloacas llenas de peces muertos, nuestras aves
se envenenen con DDT y nuestros recursos naturales queden destruidos.
Todos somos destructores, ¿no es cierto?
-¡Vamos, vamos! -protesté-. Las cosas son así. y todos estamos indignados,
Martha.
-¿De veras lo están?
-Creo que sí.
-Los hombres siempre han excavado la tierra -dijo Gaffey-. Si así no fuese.
estaríamos todavía en la edad de piedra.
-Y tal vez seríamos algo más felices.
-No, no, no -dije yo-. La edad de piedra, Martha, fue una época muy
desagradable. No puedes desear que volvamos a ella.
-¿Recuerdan -dijo Martha despacio- que hubo una época en que los hombres
hablaban de la Tierra como de una madre? Era la Madre Tierra y lo creían. Era
la fuente de la vida y de la existencia.
-Lo sigue siendo.
-La han secado -dijo Martha-. Cuando se seca a una mujer, sus hijos perecen.
Era una extraña y poética afirmación y,.tal como yo lo pensé, de mal gusto.
Para castigar a Martha dejé a la señora Gaffey con ella, so pretexto de que
Max y yo teníamos que conversar de ciertas cosas comerciales, lo cual en
realidad hicimos. Entramos en el estudio nuevo de la nueva casa, encendimos
cigarrillos de cincuenta céntimos de dólar cada uno y Max me describió
minuciosamente lo que habían bautizado con mucho acierto el “Proyecto
Hades".
-La cuestión es -dijo Max- que yo puedo conseguir que entres en esto desde el
principio mismo. Desde abajo. Están en el asunto once compañías, empresas
muy sólidas y de buena reputación -y las nombró, lo cual me impresionó
debidamente- y esas empresas aportan capital para lo que será una subsidiaria
de Trueno S. A.. A cambio de su dinero se les da un veinticinco por ciento de
interés. Hay además un diez por ciento en forma de certificados de opción para
compra de acciones, puesto a un lado para consultas y consejos, y tú
entenderás el motivo. Yo puedo acomodarte con un uno y medio por ciento alrededor de tres cuartos de millón-simplemente a cambio de. unas semanas
que dediques y te pagaremos todos los gastos, además de otras
compensaciones.
-Da la impresión de ser interesante.
-Tiene que ser más que una impresión. Si el "Proyecto Hades" resulta, el valor
de tu parte aumentará diez veces dentro de cuestión de cinco años. No
conozco manera mas rápida de llegar a millonario.
-Está bien. Estoy más que interesado. Sigue.
Gaffey sacó de un bolsillo un mapa de Arizona, lo desdobló y con un dedo
señaló una parte recuadrada.
-Esto -dijo- es lo que, según nuestros conocimientos geológicos, debe ser una
de: las regiones más ricas en producción petrolera de todo el país. ¿Coincides
conmigo?
-Sí, conozco la región -respondí-. La he recorrido. Su potencial en petróleo es
puramente teórico. Jamás nadie ha sacado algo de allí, ni siquiera agua salada.
Es seco y muerto.
-¿Por qué?
-Es así -agregué encogiéndome de hombros-. Si pudiéramos encontrar
petróleo guiándonos por presunciones y teorías, tú y yo seríamos más ricos
que Creso. Como bien sabes, el hecho es que a veces hay y a veces no hay.
Esto último con más frecuencia.
-¿Por qué? Nosotros conocemos nuestro trabajo. Perforamos donde debe
perforarse.
-¿Adónde quieres llegar, Max?
-A una especulación, especialmente en esta área. Hace meses que hablamos
de esta especulación. La hemos puesto a prueba lo mejor posible. La hemos
examinado desde todos los puntos de vista concebibles, y ahora estamos
dispuestos a quemar más o menos cinco millones de dólares para comprobar
nuestra hipótesis... siempre que...
-¿Siempre que... qué?
-Que tu experta opinión concuerde con la nuestra. Dicho con otras palabras,
tiramos los dados junto contigo. Estudia la situación y si nos dices que sigamos
adelante, seguiremos adelante. Y si nos dices que es un castillo de naipes,
bueno... plegamos nuestras tiendas, como los árabes, y nos alejamos
sigilosamente.
-¿Sólo por lo que yo diga?
-Sólo porque tienes conocimiento y sabes hacer las cosas.
-Max, ¿no estás tomando el rábano por las hojas? Yo soy apenas un profesor
de Geología de una universidad del Oeste sin importancia, y hay por lo menos
veinte hombres que pueden enseñarme mucho...
-A nuestro juicio, no. No en lo relativo al sitio donde encontrar lo que buscamos.
Sabemos quiénes están en actividad y conocemos sus antecedentes en este
aspecto. Eres modesto, pero nosotros sabemos qué es lo que necesitamos. De
manera que no discutas. O es un trato hecho o no lo es. ¿No?
-¿Cómo diablos puedo yo contestar cuando ni siquiera sé de qué me estás
hablando?
-Está bien... te lo explicaré en forma rápida y sencilla. Allí en un tiempo hubo
petróleo, justo donde debe estar ahora. Después una convulsión natural
ocasionó una falla muy profunda. La tierra se quebró y el petróleo descendió a
una gran profundidad; en este momento hay bolsones gigantescos de petróleo
enterrados donde ningún trépano los puede alcanzar.
-¿A qué profundidad?
-¡Vaya uno a saber! A veinte o treinta kilómetros.
-Eso es muy profundo.
-Tal vez sea más. Cuando piensas en esa medida por debajo de la superficie,
te encuentras. con un misterio más obscuro que el de Marte o Venus... todo lo
cual conoces.
-Todo lo cual conozco -le dije y experimenté una sensación desagradable e
incómoda, y sin duda en algún grado se me vio en el rostro.
-No lo sé. ¿Por qué no dejas este asunto en paz, Max?
-¿Qué motivo hay para que lo deje?
-Vamos, Max... no estamos hablando de perforar para buscar petróleo. Veinte,
treinta kilómetros... Hay un equipo cerca de Pecos, en Texas, y acaban de
pasar el nivel de los veinticinco mil pies, y eso es lo que ocurre. O, tal vez otro
millar, pero estás hablando de petróleo enterrado a cien mil pies por debajo de
la superficie. No es posible hacer perforación para llegar ahí, lo único que
podrán hacer es...
-¿Qué?
-Dinamitarlo.
-Por supuesto... ¿Y qué encuentras de malo en esa idea? ¿En qué está
equivocada? Sabemos, o por la menos tenemos una buena razón para creerlo,
que hay una fisura que se abrió y se cerró. El petróleo debe estar sometido a
una presión enorme. Introducimos una bomba atómica, una bomba mayor de
las que hasta ahora hemos usado, y logramos que la fisura se abra. ¡Dios
Todopoderoso! Sería el pozo más grande de toda la historia de la explotación
petrolera.
-Ya han hecho la perforación, ¿no es verdad Max?
-Así es.
-¿Hasta qué profundidad?
-Veintidós mil pies.
-¿Y tienen la bomba?
Max asintió con una inclinación de cabeza.
-Tenemos la bomba. Venimos trabajando en esto desde hace cinco años y
hace siete meses los muchachos de Washington lograron que la bomba esté a
su disposición. Está allá afuera, en Arizona, esperando...
-¿Esperando qué?
-Que tú revises todo y nos digas si podemos continuar.
-¿Por qué? Ya tenemos suficiente petróleo...
-¡Un demonio! Sabes perfectamente bien por qué... ¿Y supones que podemos
dejar el asunto en suspenso, ahora, después de todo el dinero y el tiempo que
en esto hemos invertido?
-Aseguraste que desistirían si yo les decía que lo hiciesen.
-Como geólogo a quien pagamos, te conozco lo suficiente como para darme
cuenta de lo que ello significa en relación con tu habilidad y orgullo
profesionales.
Yo permanecí despierto la mitad de la noche hablando con Martha acerca de
este asunto y tratando de colocar la cuestión dentro de un cierto marco moral.
Pero lo único que pude conseguir fue la seguridad de que habría una bomba
atómica menos con qué matar gente y destruir la vida en la Tierra y de que yo
no podía discutir eso. Un día después estaba en el campo de la exploración, en
Arizona.
El lugar estaba bien elegido. Desde todos los puntos de vista, aquello era el
sueño de un buscador de petróleo, y supongo que era conocido desde hacía
medio siglo, pues se veían restos de un centenar de instalaciones inútiles,
metal y madera podrida hasta donde la vista alcanzaba, cobertizos
abandonados, remolques dejados junto con esperanzas perdidas, testimonios
todo ello de la confianza que brota eternamente en el pecho de un atolondrado
buscador de petróleo.
Trueno s. A. era algo diferente, una gran instalación en mitad del hondo valle,
un equipo de sondeo mayor y más completo que cualquiera de los que yo
había visto, una pared para contener el petróleo en el caso de que brotase
inmediatamente, un taller de maquinarias, un pequeño grupo electrógeno, por
lo menos un centenar de vehículos de diversas clases y tal vez cincuenta casas
rodantes. Bastaba con advertir la extensión y la vastedad de lo hecho allí en
medio de aquellas tierras improductivas para sentirse atónito; y dejé que Max
supiese lo que pensaba de su afirmación de que todo aquello se abandonaría
si decía que la idea era descabellada.
-Tal vez si... tal vez no. ¿Qué dices?
-Dame tiempo.
-Por supuesto, todo el tiempo que quieras.
Jamás se me había tratado con tanto respeto. Anduve rondando por allí y, en
un Jeep, recorrí el terreno y más o menos en un sentido y otro subí las laderas
y volví a bajarlas; pero por mucho que revisaba el lugar, que husmeaba y
calculaba, lo mío no sería más que una acostumbrada conjetura. Me convencí
también de que ellos no abandonarían el proyecto aunque yo me opusiera y
dijese que iba a ser un fracaso. Creían en mí como una especie de
rabdomante, sobre todo si les decía que podían seguir adelante. Lo que en
realidad buscaban era la corroboración por un experto de su propia fe. Y eso se
advertía al solo ver que ya habían realizado una costosa perforación de
veintidós mil pies, y que habían instalado todo aquel equipo. Si les decía que
estaban equivocados disminuiría tal vez un poco su confianza, pero se
recobrarían y encontrarían otro rabdomante.
Cuando le hablé por teléfono a Martha se lo conté.
-¿Bueno qué piensas tú honestamente?
-Es comarca petrolera. Pero yo no soy el primero que hace esta observación
brillante. La cuestión es si ello puede tomarse como indicio de que hay
petróleo.
-¿Lo hay?
-No lo sé, no lo sabe nadie. Y delante de mis narices están agitando la
esperanza de un millón de dólares.
-Yo no puedo ayudarte -dijo Martha-. Tienes que resolver tú solo este conflicto.
Claro que no podía ayudarme. Nadie podría haberme ayudado. El enigma
estaba muy hondo, demasiado oculto. Sabemos cuál es el aspecto de la cara
que la luna no nos enseña y sabemos algo acerca de Marte y de otros
planetas, ¿pero qué hemos averiguado acerca de nosotros y del lugar en que
vivimos?
Al día siguiente de que hablé con Martha. me reuní con Max y su directorio.
-Estoy de acuerdo -declaré-. El petróleo debe estar allí. Mi opinión es que
ustedes tienen que continuar el plan y probar con la explosión.
Me hicieron preguntas durante más o menos una hora, pero cuando uno está
representando el papel de rabdomante, las preguntas y las respuestas pasan a
convertirse en una especie de ritual mágico. El hecho en sí es que ninguno
había hecho detonar una bomba de ese poder a semejante profundidad, y
hasta que se hiciese, nadie sabría lo que podía suceder.
Yo observé con gran interés los preparativos de la explosión. La bomba, con su
revestimiento implosivo, fue hecha especialmente para esta tarea –rehecha,
sería mejor expresarlo-, muy larga, casi siete metros, y muy delgada. Fue
armada una vez que estuvo en la torre, y entonces la junta de directores,
ingenieros, técnicos, periodistas, Max y yo nos retiramos al refugio y estación
de control de hormigón, que había sido edificado a más de un kilómetro y
medio del pozo. Un circuito cerrado de televisión nos comunicaba con la
perforación; y aunque nadie esperaba que la explosión hiciese otra cosa que
quebrar la Tierra en la superficie, la Comisión de Energía Atómica especificó
las precauciones que debimos adoptar.
Permanecimos en el refugio durante cinco horas mientras la bomba hacía su
largo descenso, hasta que por fin nuestros instrumentos nos dijeron que estaba
apoyada en el fondo de la perforación. Realizamos entonces una sencilla
cuenta regresiva y el presidente del directorio oprimió el botón rojo. Los
botones rojos y blancos son la gloria del hombre. Apriétese un botón blanco y
una campanilla suena o se enciende una luz eléctrica; apriétese. un botón rojo
y la fuerza infernal del sol entra en actividad, esta vez a cinco millas por debajo
de la superficie terrestre.
Tal vez fuese esta parte y este lugar de la superficie terrestre; tal vez no
hubiese ningún otro lugar donde esto mismo exactamente hubiese ocurrido. Tal
vez la falla que desviaba el petróleo estuviese a mayor profundidad de lo que
habíamos imaginado. La realidad no se conocerá jamás; nosotros sólo vimos lo
que vimos. observándolo a través del circuito cerrado de televisión. Vimos que
la Tierra se dilataba. La dilatación aumentaba, como una burbuja -una burbuja
de alrededor de doscientos metros de diámetro-, y entonces la superficie de la
burbuja se disipó en una columna de polvo o de humo que se elevó tal vez a
quinientos pies del fondo del valle, permaneció allí un momento con el sol
amenazante detrás de ella, tal como la misma columna de fuego del Monte
Sinaí, y finalmente se elevó íntegra y se deshizo repentinamente en el viento.
Hasta en nuestro refugio oímos el retumbar ensordecedor, y, al quedar
despejada la superficie del enorme orificio que el polvo había abandonado, una
columna de petróleo que quizá tuviese treinta y cinco metros de diámetro se
elevó borboteando. ¿Pero sería petróleo?
En el instante en que lo vimos, los que estábamos juntos en aquel lugar
lanzamos tremendos gritos de entusiasmo, pero de pronto las exclamaciones
se interrumpieron por obra y gracia de su propio eco. Nuestro sistema de
circuito cerrado de televisión era en colores, y la columna de petróleo tenía un
color rojo vivo.
-¡Petróleo rojo! -murmuró uno.
Siguió el silencio.
-¿Cuando podremos salir -preguntó otro.
-Dentro de diez minutos.
El polvo seguía en la altura y se alejaba en dirección contraria; y durante diez
minutos seguimos de pie observando la burbuja de brillante petróleo rojo que
salía del orificio y que formaba un gran estanque dentro de las paredes de
contención, llenando el espacio disponible con rapidez sorprendente y
rebasándolo, pues la erupción debió ser de cien mil galones por segundo o tal
vez más, y luego, fuera de las paredes y en una masa que se extendía por todo
el. valle, su nivel. subió tan rápidamente que desde la altura en que nosotros
nos encontrábamos vimos que quedaríamos aislados por completo de la
instalación. En este momento ya no esperamos, sino que nos arriesgamos a
sufrir las consecuencias de la radiación.y echamos a correr por la colina del
desierto hacia la perforación, las casas rodantes y los camiones, pero no con
rapidez suficiente. En el borde de un gran lago de petróleo rojo tuvimos que
detenernos.
-No es petróleo rojo -dijo alguien.
-¡Maldición, no es petróleo!
-¿Qué saben ustedes? ¡Es petróleo!
Estábamos retrocediendo al tiempo en que aquella masa líquida se extendía y
subía y cubría los camiones y las casas, y llegaba a una depresión del valle y
pasaba por ella descendiendo al desierto, y se internaba en las sombras que
proyectaban las grandes rocas, lanzando reflejos rojos a la luz del sol poniente,
y más tarde reflejos negros en la obscuridad.
Alguien tocó el líquido viscoso y se llevó la mano a la boca.
-¡Es sangre!
Max estaba a mi lado y dijo:
-Está loco.
Algún otro dijo también que era sangre.
Yo metí un dedo en el líquido rojo y lo llevé a mi nariz. Era cálido, casi muy
caliente, y no cabía error alguno en cuanto al olor de la sangre caliente y
fresca. Tomé el gusto con la punta de la lengua.
-¿Qué es? -me dijo en voz baja Max.
Los demás se congregaron en torno, silenciosos, con el sol rojo poniéndose del
otro lado del lago rojo y el rojo reflejado en nuestras facciones, destellando en
nuestros ojos.
-¡Dios Santo! ¿Qué es? -inquirió Max.
-Es sangre -contesté.
-¿De dónde?
Todos guardamos silencio.
Pasamos la noche en un lado del montecillo en el cual se había edificado el
refugio, y por la mañana, hasta donde nuestra vista alcanzaba, estábamos
rodeados por un mar de sangre roja caliente y humeante, cuyo olor era tan
penetrante y denso que todos nos sentíamos asqueados; y todos vomitamos
unas seis veces antes de que viniesen helicópteros a rescatarnos.
Al día siguiente de mi regreso a casa, Martha y yo estábamos sentados en la
sala de estar, ella con un libro en las manos y yo con el diario, en el cual había
leído sobre los intentos para contener la afluencia de líquido, y que ni siquiera
con trajes de buzo podían descender al lugar de donde surgía; Martha levantó
la vista de su libro para decirme:
-¿Recuerdas aquello que Se contaba de una madre?
-¿Qué?
-Algo muy antiguo. Creo que oí decir una vez que databa de tiempo
inmemorial, o tal vez fuese una fábula griega..o algo similar, pero de todas
maneras, la madre tenía un hijo que era el deleite de su corazón y todo cuanto
puede ser un hijo, para una madre, y de pronto el hijo se enamoró de una mujer
bella y perversa y cayó bajo su hechizo; una mujer perversa y muy bella. Y él
deseó complacerla, oh, lo hizo realmente, y le dijo: "Lo que desees, te lo
traeré..."
-Lo cual es como no decir nada a una mujer, pero de cualquier manera... intervine yo.
-No voy a discutirte eso -dijo suavemente Martha-. porque cuando él se lo dijo,
ella contestó que lo que deseaba más que nada en el mundo era el corazón
viviente de su madre, arrancado de su pecho. ¿Y qué supondrás que hizo este
indigno y homicida idiota, sino correr a su hogar, donde estaba la madre, y con
un cuchillo abrirle el pecho y arrancarle el corazón viviente de su cuerpo...?
-No me gusta tu cuento.
-...y con el corazón en la mano, corrió veloz y alegremente a juntarse con la
mujer amada. Pero en el. Camino, atravesando el bosque, se le enredó un
dedo del pie en una raíz, vaciló y cayó cuan largo era, y de resultas del golpe el
corazón de la madre se le escapó de la mano. Al levantarse y acercarse al
corazón, éste le dijo: “¿Te lastimaste al caer, hijo mío?"
-Un relato encantador. ¿Pero qué es lo que demuestra?
-Supongo que nada. ¿Cesará en algún momento esta sangría? ¿Cerrarán la
herida?
-No lo creo.
-¿Entonces tu madre seguirá sangrando hasta que su vida se extinga?
-¿Mi madre?
-Sí.
-¡Oh!
-Mi madre -dijo Martha-. ¿Sangrará hasta morir?
-Supongo que sí.
-¿Eso es lo único que sabes decir, que supones que sí?
-¿Qué otra cosa?
-Supongamos que les hubieses dicho que no siguieran con su idea.
-Martha, eso me lo pediste veinte veces. Ya te dije. Hubiesen buscado otro
rabdomante.
-¿Y otro? ¿Y otro?
-Sí.
-¿Por qué? -dijo ella gritando-. ¿Por amor de Dios, por qué?
-No lo sé.
-Pero ustedes, hombres despreciables, saben todo lo demás.
-Casi lo único que sabemos es matar. Eso no es todo lo demás. Nunca hemos
aprendido a dar vida a nada.
-Y ahora es demasiado tarde -dijo Martha.
-Sí, es demasiado tarde -aprobé, y volví a la lectura de mi diario. Pero Martha
siguió sencillamente allí sentada, con el libro abierto en su regazo,
contemplándome: y luego, después de un rato, cerró el libro y subió a
acostarse.
El Wall Street Journal de mañana
Exactamente a las 8:45 de la mañana, llevando un ejemplar del Wall Street
Journal del día siguiente bajo su brazo, el diablo llamó a la puerta del
departamento de Martin Chesell. El diablo era un comerciante de relativa edad
y bastante apuesto, vestido con un traje de piel de tiburón color gris de
doscientos dólares, zapatos de cuarenta y cinco dólares, una camisa hecha a
medida y una corbata de seda italiana color gris metálico de veinticinco dólares.
Usaba un sombrero de cuarenta dólares, que se quitó ceremoniosamente al
abrirse la puerta.
Martin Chesell, que vivía en el piso undécimo de uno de esos altos edificios de
departamentos que aparecían como hongos en la Segunda Avenida durante
las décadas del setenta y del ochenta, vestía pantalones y una camisa, ninguno
de los cuales mostraba ser de linaje o de precio. Su esposa, Doris, acababa de
decirle:
-¿Qué clase de loco puede ser a esta hora? Será mejor que observes por la
mirilla.
-Te vas a llevar una gran sorpresa -contestó mientras miraba por la mirilla.
Era hombre que conocía cuándo una corbata y una camisa eran buenas con
sólo verlas. Martin Chesell abrió la puerta y preguntó al diablo qué deseaba.
-Yo soy el diablo -contestó éste cortésmente-. Y vengo aquí a hacer un trato
por el Wall Street Journal de mañana.
-Lárguese de aquí, farsante -dijo Martin disgustado-. El hospital está del otro
lado del río, a seis cuadras de aquí. Vaya a pedir que lo internen.
-Yo soy el diablo -insistió el diablo-. Soy realmente el diablo, lo juro por mi
honor.
Luego empujó a Martin a un lado y entró en el departamento, pues tenía algo
más de fuerza que el común de la gente.
-¿Quién es, Martin? -gritó su esposa, y acudió para ver. Estaba vestida para
salir a su empleo en la casa Bonwit, donde vendía vestidos hasta que los pies
se le cansaban -todos los días cerca de las cuatro y veinte- y en el curso de
una jornada veía tantas caras como para reconocer por el olor simplemente al
diablo cuando lo tuvo cerca.
-Pregúntele a su esposa -dijo el diablo afablemente.
-No me extrañaría -dijo Doris-. ¿Qué viene usted a ofrecer, señor?
-El Wall Street Journal de mañana -repitió amablemente el diablo-. Lo que
desean y sueñan todos.
-Es una frase remanida -dijo Mattin Chesell-. Se la ha usado hasta el
cansancio. No sólo se ha escrito una docena de malas historias acerca de eso,
sino que el New Yorker publicó un dibujo sobre el mismo tema. Un vagabundo
viejo y cansado baja la vista y junto a sus pies tiene el Wall Street Journal del
día siguiente.
-De ahí saqué yo la idea -asintió muy decididamente el diablo.
Fundamentalmente, soy conservador, pero no es posible seguir eternamente
con lo mismo de siempre, ¿sabe? Penetró con paso ágil. en la sala de estar,
mirando fugazmente al dormitorio con su cama deshecha. y midiendo con otra
mirada los muebles baratos y de mal gusto, después de lo cual extendió el
diario en la mesa. Martin y Doris lo siguieron y miraron la fecha.
-En la calle cuarenta y ocho hay una imprenta donde hacen esos titulares -dijo
Doris dándoselas de sabihonda.
-¡Ah! ¿Y las páginas interiores también? -el diablo pasaba hojas.
-¿Podría usted dejarme que mire la última página? -dijo Martin.
-¡Ah! Eso cuesta dinero.
-Señor, váyase. El diablo no existe y usted no es más que un loco. Mi esposa
tiene que ir a trabajar.
-¿Pero usted no? Usted no tiene empleo. Son felices, pero ¿qué puede hacer
un demonio para demostrar su identidad? ¿Enseñar mi registro de conductor?
¿O esto?
Puntos azules de fuego danzaban en sus uñas.
-¿O esto? -y en la frente del diablo aparecieron dos cuernos, que brillaron
durante un momento y se desvanecieron después.
-¿O esto?
Alargó un dedo índice y un pulgar y entre ellos apareció súbitamente una
antigua moneda de oro de veinte dólares. Se la tiró a Martin, quien la tomó en
el aire y la examinó cuidadosamente.
-No me venga con esos ardides -dijo el diablo-. Mire dentro de su propio
corazón si duda de mí, muchacho. ¿Hacemos trato? Yo vendo -usted compraun ejemplar del Wall Street Journal de mañana. ¿De acuerdo?
-¿Cuál es el precio? -interrogó Doris, con comercial precisión, yendo
directamente al asunto, mientras su marido, pasmado, seguía mirando la
moneda.
-El precio corriente. Es un precio que no cambia nunca. Un alma humana.
-¿Por qué? -dijo vivazmente Martin, alargando la moneda.
-Guárdela, hijo mío -le dijo el diablo.
-¿Por qué un alma humana? ¿Qué hace usted con ellas? ¿Las colecciona?
¿Les pone marco?
-Tienen sus aplicaciones, oh sí. realmente. Sería larga y complicada la
explicación. pero nosotros les concedemos gran valor.
-Yo no creo tener alma -dijo bruscamente Martin.
-¿Entonces qué pierde usted al vendérmela? Vender lo que no tiene sin estafar
al comprador es un excelente negocio, Martin... todo ganancias y nada de
pérdidas.
-Yo le venderé la mía -dijo Doris.
-¡Oh! ¿Me la vendería? Pero no sirve.
-¿Por qué no?
-Sencillamente porque no sirve -dijo él y miró la hora en su reloj, un hermoso
reloj de bolsillo de oro y con unos pequeños duendecillos que se arrastraban
por toda la superficie-. ¿Sabe una cosa? No dispongo de todo el tiempo en el
mundo. Debe usted decidirse.
-¡Por amor de Dios! -dijo Doris-. Véndele tu maldita alma. ¿O hemos de pasar
el resto de nuestras vidas en esta inmunda ratonera de tres habitaciones?
Porque si eso es lo que va a ocurrir, tú vivirás solo, querido Martin. Estoy harta
de verte sentado en un lado u otro mientras yo me mato trabajando. Tesoro
mío, tú eres quien pierde y es posible que ésta sea tu última oportunidad.
-¡Una mujer extraordinaria! -dijo el diablo encantado Tiene bien puesta la
cabeza, Martin.
-¿Como puedo saber...?
-Martin, Martin, ¿qué es lo que tienes que perder?
-Mi alma.
-De cuya existencia dudas con motivo. Vamos. Martin...
-¿Cómo?
-Es anticuado, pero sencillo. Aquí tengo el contrato, todo muy explícito y legal.
Léalo. Un pinchacito, una gota de sangre sobre su firma y el Wall Street Journal
de mañana será suyo.
Martin Chesell leyó el contrato. Como por magia, en la mano del diablo
apareció un alfiler. Un pinchazo en un pulgar y de él salió una gota de sangre
que cayó sobre la firma.
-Todo lo cual hace que sea muy legal y que deba cumplirse -agregó el diablo,
sonriendo y entregando el papel a Martin. Doris se olvidó de su empleo y Martin
se olvidó de su alma, y abrieron el diario con manos temblorosas, pasando a la
penúltima página, donde aparecen las cotizaciones de la bolsa de Nueva York
y examinaron la lista. El diablo observó todo plácidamente divertido, hasta que
de pronto Martin giró sobre sus talones y exclamó:
-¡Cretino! Este es un día fatal. Todos los valores están en baja.
-No tanto, Martin, no tanto -replicó el diablo tratando de apaciguarlo-. Nunca
está todo bajo. Algunas acciones están altas, otras están bajas. Reconozco
que no es el día más inspirado, pero hay una o dos sorpresas. Mire las de la
antigua "Mother Bell".
-¿Cuál?
-American Telephone -dijo el diablo-. Mírela, Martin.
Martin miró.
-Ha subido cuatro puntos -dijo con voz baja-. Esto no tiene sentido en absoluto.
American Telephone no ha subido cuatro puntos en un día desde que
Alexander Graham Bell inventó el teléfono.
-Sí, ha subido, Martin. En realidad, sí. Puede ver que hasta las dos del día de
hoy oscilará más o menos en la misma forma de siempre, y que entonces, a las
dos en punto, la gerencia anunciará la entrega de dos acciones por cada una
de las actuales. Sí, Martin, sí, dos por una. Lea nuevamente esos precios y
verá que alcanzan un máximo de cinco dólares con setenta y cinco centavos
por encima del precio de las dos en punto, aun cuando al cerrar sólo estén con
cuatro puntos de ventaja. De manera, Martin, que ya ve; si vende al máximo,
puede ganar limpios cinco dólares o algo más, la cual es un beneficio
espléndido para un negocio tan rápido. No hay ninguna razón por la cual no
sea muy rico antes de que termine el día. NInguna razón en absoluto.
-¡Martin! -gritó Doris-. Vamos a hacer el negocio. Lo haremos, Martin. Esto es
enorme, la gran manzana roja que hemos esperado tanto tiempo. ¡Oh, Martin!
¡Te amo, te amo, te amo!
El demonio miró complacido, se puso el sombrero de cuarenta y cinco dólares
y se fue. Apenas si notaron ellos que había desaparecido, tan ansiosamente
pensaban en la forma adecuada de vestirse para ganar un millón. Doris hizo el
nudo de la corbata de Martin, cosa que no hacIa desde mucho tiempo atrás.
Martin expresó su admiración por el vestido que ella se puso y con toda calma
se declaró de acuerdo cuando ella le dijo vivazmente:
-Guarda ese diario en un bolsillo interior. Que nadie lo vea... y fíjate bien que
digo nadie.
-Tienes mucha razón, tesoro.
-Martin, ¿qué vamos a ganar? Cinco dólares por acción, ¿no es eso?
-Eso es, mi vida. Podríamos comprar veinticinco mil acciones... o sea
cuatrocientos mil dólares, mi amor. Cien mil dólares, cien mil verdes dólares.
-Martin, ¿te has vuelto loco? Esta es la única, la única y verdadera oportunidad,
y tú hablas de cien mil dólares. No, compramos doscientas mil acciones y de
esa manera ganamos medio millón. Medio millón de dólares, Martin. Limpios y
hermosos dólares.
-Está bien, nena. Pero no estoy seguro de que se puedan comprar cien mil
acciones de una compañía como American Telephone and Telegraph sin influir
en el precio. Si nosotros hacemos que suba...
-Martin, nosotros no podemos hacer que el precio suba.
-¿Cómo lo sabes? ¿A qué se debe que te consideres un genio tan grande en
cuestiones financieras?
-Martin, es posible que yo no sepa una sola palabra acerca de la bolsa, pero sé
a cuánto van a cerrar hoy. Querido, ¿no lo ves? Tenemos el WaIl Street
JournaI de mañana. Lo sabemos. Por muchas acciones que compres de esa
compañía, la cotización se mantendrá fija hasta eso de las dos y entonces
subirá cinco dólares con setenta y cinco centavos. ¿No fue eso lo que.dijo?
Martin abrió el diario y se concentró en su lectura.
-¡Exacto! -exclamó triunfalmente-. Aquí dice justamente eso: no hubo variación
ninguna hasta las dos de la tarde y desde ese momento ¡arriba!
-De manera que podríamos comprar doscientas mil acciones tranquilamente y
ganar un millón.
-¡Tienes razón, muchacha! ¡Tienes mucha razón!
-Doscientas mil acciones, pues... ¿Es así, Martin?
-Sí, niña, te oigo bien.
Tomaron un taxi para ir al centro, a la oficina de corredores de bolsa de Smith,
Haley y Penderson, sita en la calle 53. Cuando se tiene, se gasta.
-¿Almorzaremos hoy en el Cuatro Estaciones? -le preguntó Doris.
-Muy bien pensado, querida. Muy bien pensado.
Los ricos son felices. Cuando él y Doris se acercaban al escritorio de Frank
Gibson, su aplomo y su placer eran contagiosos. Frank Gibson había sido
condiscípulo de facultad de Martin y había ejercido la supervisión de algunas
desdichadas operaciones de bolsa, y aunque no consideraba a Martin uno de
sus clientes más importantes, los recibió sonriendo y diciéndoles que era una
alegría verlos.
-A los dos -agregó-. ¿Tienes el día libre, Doris?
Doris dio a entender que los días libres eran lo que menos le preocupaba en
ese momento, y Martin esbozó su propósito con aquel sentido seguro, y
superior que tiene siempre quien compra acciones en cantidad. Pero en vez de
saltar de alegría, Gibson lo contempló preocupado.
-Siéntense, por favor -dijo.
Se sentaron.
-Si te he entendido bien, Martin. quieres comprar doscientas mil acciones de
American Telephone. Te estás burlando de mí.
-No, hablamos completamente en serio.
-Aunque hables en serio, te burlas de mí, Martin. Esa clase de bromas... bueno,
no gustan a algunos. Hay quienes se enojan.
-Mira, Frank -dijo Martin-, tú eres corredor de bolsa. Eres un hombre que
atiende clientes. Yo soy un cliente. Vengo a comprar y tu me dices cortésmente
que me vaya de paseo.
-Martin -contestó Gibson pacientemente-, esa cantidad de acciones de
American Telephone equivale a más de diez millones de dólares. Esto
significaría que tú debes tener por lo menos seis millones, un poco más o un
poco menos, como respaldo. ¿.De qué serviría seguir hablando? De modo que
puedes ir con tu chiste a cualquier otro lugar.
-¿Quieres decir que no aceptas mi pedido?
-¡Martin, Martin! Ninguno aceptará tu pedido. Porque debes estar mal de la
cabeza para hablar siquiera de esa manera siendo así que yo sé que entre tú y
Doris pueden tener quizá... veinte centavos.
-¡Es muy feo lo que dices!
-¡Pero es verdad!
-¡Por amor de Dios, Martin! -lo interrumpió Doris-. Háblale con claridad y haz el
negocio de una vez. Te explicaré lo que pasa, Frank. Tenemos información
confidencial de que las acciones de Telephone van a subir cinco puntos esta
tarde.
-A las dos anunciarán un aumento del caudal accionario, lo cual se cumplirá.
-¿Cómo lo saben?
-Lo sabemos.
-No lo sabe nadie. Hace meses que circula ese rumor. Las acciones de
Telephone constituyen el grupo más rebelde a las infiltraciones que hay en el
mercado. Tú estás pidiendo lo que puede ser la venta total de un día, y esta
firma no podría sostener esa operación ni por un momento. Está fuera de toda
razón.
-¿Quieres decir que no me vas a vender las acciones?
-Cien acciones de Telephone... sí, por supuesto. Tienes cuenta en esta casa.
Compra cien acciones. No seas avaro.
Salieron airosamente de la oficina sin esperar a que Gibson terminase de
hablar. El paso siguiente fue visitar al hermano de Doris, que era abogado y
vivía espléndidamente bien con su profesión y podría haber seguido viviendo
así de no haber visto nuevamente a Martin Chesell.
-¿Me pides que te salga de garante por un crédito de seis millones de dólares?
Estás bromeando.
-No estoy bromeando. Hablo muy en serio -replicó Martin, pensando para sus
adentros que aquel hombre era un hijo de mala madre y no conocería placer
mayor que despedirlo con caras destempladas el día en que viniese a pedirle
algo. Sería nada más que cuestión de tiempo.
-¿Puedo preguntar para qué? -dijo el cuñado.
-Para hacer una inversión en la bolsa -contestó Martin-. Estoy desesperado.
Son las once. Esta es la primera gran oportunidad que tengo en mi vida.
Hazme ese favor -suplicó-, ¿o es que quieres que te lo pida de rodillas?
-Sería una posición interesante para un ganso como tú -dijo.el cuñado-. Yo te
saldría de garante con todo placer por setenta y cinco centavos, Martin. Por un
dólar entero te digo desde ya que no.
-Es posible que seas mi hermano -dijo Doris-, pero para mí eres una porquería.
Eran las once y media cuando llegaron a la sucursal del Chase Manhattan en la
parte superior de la avenida Madison. Martin había sido compañero de estudios
del hijo del gerente, y luego de haberse presentado a sí mismo y presentado a
Doris, el hombre escuchó atentamente.
-Por supuesto, sería para nosotros una satisfacción facilitarle el dinero manifestó-. La cantidad que desee, siempre que ofrezca una garantía
aceptable.
-¿Serían garantía suficiente las acciones de American Telephone? -preguntó
ansiosamente Doris.
-De lo mejor que existe. Y creo que hasta podríamos llegar a facilitarles el
ochenta por ciento del valor de bolsa.
-¡Ya ves, Martin! -exclamó Doris-. Yo sabía que haríamos el negocio.
¿Podemos conseguir el dinero inmediatamente?
-Me parece que sí, por lo menos en quince minutos. ¿Tienen las acciones en
su poder?
Doris se sintió decepcionada, mientras Martin explicaba que ellos pensaban
usar ese dinero para comprar las acciones.
-Bueno, eso es algo diferente, ¿no le parece? Yo me temo que en esa
condición el préstamo sea imposible... a menos que ya tengan en su poder
acciones en cantidad suficiente. No hace falta que sean de American
Telephone. Cualquiera que se cotice en la bolsa...
-Usted no me entiende -insistió Martin, mirando el reloj de la pared-. Tenemos
que comprar esas acciones antes de las dos.
-Supongo que tienen buen motivo para ello. Pero no podemos ayudarlos.
-¡Piojo repelente! -dijo Martin cuando estuvieron en la calle-. Apesta. Todo el
Chase Manhattan apesta. Tienes un amigo en el Chase Manhattan y es como
si tuvieses un enemigo. ¿Sabes qué es lo que me gustaría hacer? Subir allá a
esa ventana y asaltarlos, eso es lo que me gustaría.
Tampoco el First National City ni el Chemical New York se mostraron más
generosos y de igual manera Merrill Lynch se negó a abrir una cuenta con una
compra de esa importancia el primer día. A la una y cuarenta y cinco estaban
de vuelta en la oficina de Smith, Haley y Penderson insistiendo otra vez ante
Frank Gibson.
-Tengo una tarea que cumplir -les dijo Gibson-. Quizá no me crean. pero estar
encargado de atender clientes es un trabajo como cualquier otro. No me
dificulten las cosas, déjenme cumplir mi tarea.
-Son las dos menos cuarto -le dijo Martin.
-¡Oh, Jesús! Enséñale el maldito Wall Street Journal -exclamó Doris.
-¿Porqué no te mueres?
-¿Por qué no tienes un poco de talento? Son las dos menos diez. Enséñale el
diario.
Martin sacó el diario y lo empujó hacia Gibson.
-Ahí tienes el Wall Street Journal de mañana. Todas las cotizaciones de bolsa...
completas, con los cierres de hoy.
-Ustedes dos están locos. ¿Qué pretenden que haga? ¿Que arme un
escándalo? ¿Que llame a la policía?
-Mira la fecha sencillamente. ¿Estoy pidiendo demasiado? ¡Dios Santo! Si yo
me estuviese ahogando, ¿alargarías una mano. para ayudarme? Lo que te pido
es que mires la fecha.
-Está bien, miro la fecha -Gibson tomó el diario y se fijó. Después clavó la vista
en el dato. Volvió la página y finalmente miró la fecha de la última página.
Entonces abrió el diario.
-Martin, ¿de dónde has sacado esto?
-Ahora me crees. Ahora Martin no es un piojoso inmundo. Ahora Martin vuelve
a ser tu ex compañero de clase. ¿Comprarás las malditas acciones?
-Martin, no puedo. Aun cuando creyera que este diario no fuese una
superchería...
-¡Superchería! ¿Sabes que...?
Su voz se perdió. Gibson estaba mirando las noticias de la pantalla del frente
de la oficina, donde de pronto vio que los directores de American Telephone
habían decidido entregar dos acciones por cada una de las existentes, una vez
que fuese aprobado por los accionistas.
-¿Comprarás las acciones? -preguntó plañidero Martin-. ¡Oh, Dios mío! ¿Harás
el favor de comprar las acciones?
-No puedo, Martin.
-Ya han subido dos puntos -dijo Doris-. ¿Por qué no me mato? No, podría
haberme tirado bajo un tren subterráneo o hacer una cosa parecida. No, señor.
Tuve que casarme con Chesell.
A las dos, cuando cerró la bolsa, American Telephone estaba cuatro puntos por
encima de su precio de apertura. A las cuatro y cuarto, los Chesell tuvieron una
de sus pequeñas peleas. Si no hubiera sido por lo agotados que se sentían
después de tanto trajín, podría haber sido una pelea mayúscula. Tal como
ocurrieron las cosas, no hubo nada físico, apenas unas cuantas
recriminaciones: una discusión en que una palabra llevaba a otra. Doris inició el
altercado diciendo:
-Cáete muerto... y nada más.
-Con tal de que entiendas que el sentimiento es mutuo.
-¡Estupendo! Y yo también he sentido eso, precioso. Las palabras no pueden
reflejar lo que siento hacia ti. Me asqueas. Además me revuelves el estómago.
También apestas... y ahora he decidido hacer una siesta. De manera que
puedes irte de aquí.
Martin se fue al living room y ella cerró con un portazo. En ese momento
golpearon suavemente a la puerta del departamento. Martin abrió y era el
diablo.
-Saludos, amigo -dijo haciendo gala de buen carácter.
-¡Sí que tiene usted una desfachatez! -exclamó Martin-. ¡Miserable hijo de
perra! Después de lo que me ha hecho. se atreve a volver...
-¿Qué es lo que he hecho? Martin, Martin, entiendo que esté enojado, pero esa
manera impulsiva de hablar no viene a cuento.
-Usted me enredó.
-Muchacho, Martin -dijo el diablo benévolamente-, ¿hicimos o no hicimos un
trato honesto, una especie de trueque, mercadería dada, mercadería
entregada? ¿No fue así?
-Usted sabía lo que iba a pasar.
-¿Y qué fue sencillamente lo que pasó. Martin? ¡Por qué se enoja de ese
modo? Yo le di el Wall Street Journal de mañana y usted de pronto, pero no
inesperadamente, descubrió que no tenía dinero. Lección número uno: el
dinero llama al dinero. Se aprende con gran facilidad... y se queja.
-Porque he perdido mi única inmunda oportunidad -dijo Martin-. La única
inmunda oportunidad de mi vida y la he echado a perder. La única oportunidad
de colocarme directamente y la he malgastado.
-¡Martin!
-No, a usted no le importa. Bueno... en cuanto a mí, puedo decir que estoy
harto y cansado de usted, de manera que váyase. ¡Salga inmediatamente!
-Martin -dijo el demonio, procurando calmarlo.
-¡Fuera!
-¡Caramba, Martin!
-¿Y usted pretende decirme que no sabía lo que iba a ocurrir?
-Martin, claro que yo sabía lo que iba a ocurrir. Hace mucho tiempo que
practico este juego. Y la gente es tan desdichadamente predecible. Pero lo que
pasó hoy carece de importancia.
-¿Carece de importancia?
-No tiene ninguna absolutamente. Lo verdaderamente importante es que me
vendió su alma. Eso es lo que en realidad ha sucedido. ¿Riquezas? No hay
problema. Riqueza, poder, éxito... ningún problema, Martin. Todo sigue. Una
vez que me ha vendido su alma, todo lo demás es suyo... todo, Martin. Querido
muchacho, se pone triste, se pone tan mórbido... Anímese. El Wall Street
Journal, ¿a quién le hace falta? ¿Quiere un dato secreto para mañana Cimeron
Lead... cuatro dólares por acción. Cerrará en siete. Compre unas pocas
acciones, dinero pequeño, pero compre algo.
-¿Con qué? -preguntó amargado Martin.
-Con dinero, mi querido Martin. Dinero hay donde quiera que dirija su mirada.
Por ejemplo, tiene una póliza de seguro de vida sobre su mujer, ¿no es así?
-Los dos nos hemos asegurado, uno a favor del otro, por veinte mil dólares.
-Una linda suma para empezar, Martin. Con menos se han iniciado fortunas. Y
a usted, además, no le gusta ella en absoluto, ¿no es verdad?
-¿Por qué no quiso hacer trato por el alma de ella esta mañana? -preguntó
Martin de pronto.
-Querido Martin, el alma de Doris no vale nada. En los cinco años de
matrimonio, usted se la ha estropeado tanto que ya nada vale. Usted tiene un
talento extraordinario para la destrucción, Martin. El alma de su mujer es como
si no existiese, y no resulta muy agradable vivir a su lado, ¿no es verdad,
Martin?
Martin asintió con un movimiento de cabeza.
-Y hoy está tan decaída... Debe resultar comprensible que sea capaz de tirarse
por la ventana de un piso undécimo. ¡Pobre mujer! Pero algunas ganan y otras
pierden, Martin.
-Yo no cobraría el seguro hasta dentro de diez días -dijo Martin.
-Ha pensado muy bien. Eso me gusta. Ahora está usando la cabeza,
muchacho. Tranquilícese. Tengo un dato mejor para la semana que viene.
Datos, oportunidades, licor bueno, comida sabrosa, mujeres que no se quejan,
y dinero, mucho dinero. Querido Martin, ¿por qué titubeas?
Martin entró en el dormitorio, cerrando la puerta detrás de él. Se percibieron
ruidos de una breve reyerta, y luego un chillido prolongado y espantoso.
Cuando Martin salió del dormitorio, el diablo lanzó un suspiro y dijo:
-¡Pobre muchacho!
Va a sentirse muy decaído esta noche. Tenemos que cenar juntos. Yo lo invito,
por supuesto. Y para consolarlo...
Sacó de un bolsillo interior un ejemplar muy bien doblado del Wall Street
Journal.
-El del miércoles que viene. De hoy en diez días -le dijo.
El intervalo
Pocos quieren ver las cosas como son, pero hay un principio y un fin; así
ocurre, y después que uno ha pasado los cincuenta años, esta realidad lo mira
de lleno al rostro. Uno lee las páginas necrológicas y descubre que personas
de su propia edad e incluso más jóvenes están muriendo y entonces esta
realidad se cierra sobre uno y llega a sentirse solo, tal como yo me sentía.
Cuando hace mucho, pero mucho tiempo que uno está decentemente casado,
es una suerte si le toca irse primero; pero si uno se queda, entonces no tiene
más remedio que mirarse a sí mismo y preguntarse qué está esperando.
Yo me dirigí al norte de Connecticut, a las montañas de los Berkshires, para
estudiar la posibilidad de poner en venta nuestra casa de veraneo; pero sólo al
hablar con el agente inmobiliario del lugar, me encontré con que yo carecía de
idea alguna sobre la propiedad. Yo era indiferente a precios y condiciones, y en
vista de que resulté un cliente tan fácil de complacer, el hombre me dedicó
unas cuantas humoradas y luego dijo en forma indirecta, tal como acostumbran
los de Nueva Inglaterra:
-¿Qué me dice de esos que están allá en la Luna?
Estos yanquis cambian el tema cuando les conviene: yo estaba hablando de la
casa, pero él quería hablar de la Luna, dando con ello a entender que
respetaba mi persona y que quería corresponder al favor que le hacía con mi
fácil complacencia, en su estilo peculiar de Connecticut. Lo tenía sin cuidado lo
que yo pensase o sintiese acerca de la Luna; él mismo se sentía fastidiado y
me pregunté si el mundo entero no sentiría un poco de fastidio también.
-Linda Luna llena tenemos esta noche -dijo el hombre, en vista de que yo no le
contestaba.
Asentí con la cabeza y lo dejé; con el automóvil anduve por la calle principal
hasta e! camino del Viejo Turco Glotón. y luego recorrí las tres millas que me
separaban de la casa. Ésta se hallaba edificada sobre una loma y tenía unos
doscientos años; durante ese tiempo una docena de propietarios la había
embellecido, modificando esto o agregando aquello y nosotros la habíamos
embellecido también en los diecinueve años que la teníamos.
Durante todo ese tiempo la había contemplado en el pasado; fue siempre una
casa interiormente cálida, viva, llena de recuerdos y de las vidas y el espíritu de
los niños que habían jugado y crecido allí y del aroma de las buenas cosas que
se habían cocinado en ella, y la pasión del sexo y del amor, el odio que se
había engendrado allí, los apetitos satisfechos y no satisfechos, los anhelos,
las realizaciones, los desengaños, los temores, y los recelos. Así fue cuantas
veces la vi en el pasado. Pero ahora estaba en silencio y exenta de pasión. Era
tan sólo una caja, muy fría por dentro, pues el principio del invierno ya la había
alcanzado, y en Nueva Inglaterra el invierno viene rápido e inclemente en los
Berkshires. Pero este invierno era de un frío de hielo, más bien furtivo que
literal. Uno lo sentía calándole los huesos y antes de que el hielo le quemara la
piel, uno lo sentía en el filo de su propio corazón. Yo había comenzado a
temblar y quería un fuego desesperadamente, de manera que fui al depósito de
madera que había llenado con buena leña seca el verano anterior. Encendí el
fuego y quemé unos cuantos papeles para que empezase a tirar la chimenea,
agregué leña menuda y coloqué encima tres gruesos y viejos troncos de abedul
gris, o abedul plateado, como algunos lo llaman, y entonces verdadero calor
salió de la gran chimenea de piedra. Pero el cuarto seguía estando frío.
Eran las últimas horas de la tarde y comenzaba a obscurecer. Rondé por la
vieja casa vacía, buscando esto o aquello para llevar de vuelta a la ciudad;
pero no había nada que desease particularmente, ni siquiera los primeros
manuscritos de mis más tempranas obras de teatro ni libros. La aporreada vieja
máquina de escribir era una buena y cara Underwood de la década del 30, pero
yo tenía otra en New York. Tal vez algún día enviara los cuadros y los libros,
pero no en ese momento. Algún día en que las cosas me preocupasen mas.
La Luna salió, tan fuerte y plateada que el día parecía no marchitarse ni morir,
sino sólo cambiar de color, y la luz lunar torno brillante la faz de las montanas
al norte de mí.
Aquí y allá se veía una leve capa de nieve en las laderas, y donde había nieve
se podían ver con detalle las distintas vertientes.
Encendí la pipa, fumé y contemplé las llamas saltarinas del fuego, y creo que
en cierto modo intuí lo que iba a ocurrir. Porque para mí no fue gran sorpresa
mirar por la ventana y ver lo que vi. Yo había golpeado la pipa en la chimenea,
me levanté y caminé hasta el ventanal que daba al norte. Vi que ello había
terminado y que estaban recogiendo el decorado enrollándolo, fuese para
siempre o para utilizarlo en cualquiera de las formas en que tales cosas se
utilizan, o para emplearlo nuevamente en otro lugar.
He mencionado ya que era una noche sorprendentemente clara, como si
pudieran fabricar luz lunar blanca e incandescente para sus propias
necesidades, y supongo que mi vista alcanzó una gran distancia hacia el norte.
De todas maneras, vi claramente cómo las laderas boscosas eran enrolladas,
de la misma manera en que se enrolla una alfombra gruesa y rara dejando por
debajo el material gris y marchito que los hombres que caminan por la luna
habían visto y descripto con tanta repugnancia. Retiraban en grandes piezas el
campo verde, en un ancho de varias millas, y en todos cuantos lugares se
enrollaba y levantaba el decorado, quedaba la materia gris y muerta.
No miré largo tiempo, porque casi inmediatamente tuve la sensación de que no
debía presenciar a solas el final de aquello. Tenía que estar con otros. Tenía
que conversar. Tenía que comentar, que especular, que lamentar quizá, que
dudar de mis propios ojos, que suplicar por alguna explicación que no fuese el
simple y obvio hecho de que la comedia había terminado y de que el telón
había descendido, y por ello salí rápidamente de la casa y me introduje en el
automóvil.
El vehículo arrancó sin dificultad y con él me dirigí velozmente por el camino de
tierra hacia la ruta 22, utilizando la vía más corta, que me uniría por el puente
Wankhaus, a otro camino de tierra y de ahí a un codo que unía el camino del
Viejo Turco Glotón con el camino de peaje del sur, y de ahí con la ruta 22. Pero
levantaron el puente Wankhaus; tenían sentido del humor y se tomaban el
trabajo de practicar pequeños ardides, pero yo supongo que no lo hicieron por
venganza. Me dejaron, pues, solo allí, y permanecí sentado en mi auto,
mirando a través del parabrisas la áspera superficie que quedaba luego de
levantar el camino y los árboles y las rocas, que enrollaban, se llevaban y luego
dejaban en algún lugar en los vuelos. Quiero decir que me dejaron retroceder,
lo cual no era ninguna venganza, mientras el viento soplaba el polvo gris por
encima de mi automóvil y llenaba mis fosas nasales con el olor seco y muerto
que despedía. Tuve que retroceder más de sesenta metros antes de poder
girar para tomar nuevamente el camino de peaje del sur, pero con un recorrido
de tres millas más de lo que habría hecho en la otra forma, y finalmente me
permitieron encontrar mi camino hacia la ruta 22. Estaban activos en el norte y
en el oeste, y allí vi toda una ciudad, con fábricas, con garajes, con su calle
principal, su monumento a los muertos en la guerra civil, las nuevas
instalaciones industriales, los vendedores de automóviles, que enrollaban y se
llevaban. Pero en silencio. Bueno, mis ventanas.estaban levantadas y me
hallaba demasiado lejos para oír gritos de gente, si es que gritaron; yo no lo
sabía, claro, porque no había emitido ningún sonido, ni protestado, ni rezado, ni
implorado.
Mientras proseguía mi camino por la ruta 22 y de ahí al bulevar Saw Mill River,
me sorprendió no ver otros automóviles. ¿Sería más tarde de lo que pude
haber imaginado? Toqué para ver si tenía el reloj, pero descubrí que lo había
olvidado en la casa, de modo que no pude saber en absoluto qué hora era.
Me impresionó lo bien que conducía, la velocidad que llevaba y mi sereno
control -teniendo en cuenta todas las circunstancias- sin emoción ni pánico
excesivos. El bulevar Saw Mill River era una de las viejas carreteras de
Westchester, dos caminos más bien estrechos en una y otra dirección,
construidos no para desarrollar velocidades, sino más bien, serpenteando
sobre las montañas, como para el paseo de un antiguo coche de caballos; sin
embargo, pude alcanzar una buena velocidad y pasar de ciento diez kilómetros
por hora, y todavía en mi espejo podía ver a mis espaldas hileras de casas que
iban enrollando y arrojando a un lado, laderas de montañas desnudas, y aun el
camino que dejaba detrás era levantado en cuanto yo pasaba. Pero no a ciento
diez kilómetros por hora, y en el momento en que llegué al Hawthorne Circle ya
no pude ver dónde estaban recogiendo el decorado y retirándolo.
Ni siquiera en el Circle había automóviles. y una vez que lo dejé atrás, corté por
el atajo Tappan Zee y, cruzándolo, entré en la autopista. Hasta aquel momento
nunca había visto el atajo Tappan Zee sin tráfico, sin el torrente interminable de
camiones pesados que lo recorrían con ruido ensordecedor y que salían de él,
pero esta noche ése camino estaba vacío... y sentí el súbito temor de que
también se hubiesen llevado la autopista como se habían llevado el camino de
unión allá al pie de las montañas. Si pensaba en ello imaginaba tramoyistas de
teatro dotados de un burdo y grosero sentido del humor, tramoyistas a quienes
nada deleitaba tanto como el azoramiento de este o aquel actor; pues por muy
buen concepto que tengamos del oficio, los tramoyistas no crean nada ni
representan parte alguna de la obra, sino que solamente contemplan la función
a sabiendas de que su único timbre de superioridad está en el hecho de que
seguirán allí durante la función siguiente y la que siga a ésta.
Pero la autopista sé encontraba en su lugar, sola, vacía, como si esta noche
hubiera siete horas extrañas en que todo el mundo dormía; y mi auto era el
único que la recorría velozmente, a ciento diez, ciento veinte o más kilómetros
por hora, mientras las anchas vías de acceso y los cruces estaban vacíos y
brillaban a la luz de la Luna.
Clavé los frenos, que chirriaron al detenerse el auto, donde se había
encontrado la barrera de peaje, pero sin objeto. Las casillas estaban vacías y
no había nadie a quien pagar ni pedir autorización para seguir camino. Más
allá, en el lugar en que estuvo el gran complejo del centro comercial del
condado, vi la piedra seca como la de la Luna, castigada por el viento; una
larga franja había sido levantada, enrollada y llevada, una larga franja curvada
alrededor del hipódromo, y que lo incluía. Pero al llegar a la población, vi que
nada se había alterado ni retirado, salvo que casi toda la ciudad estaba a
obscuras. En uno u otro lugar, en esta casa de departamentos o en aquélla,
había una ventana que tenía luz; pero casi toda la ciudad se hallaba sumida en
la obscuridad y la supercarretera Intendente Deegan estaba vacía en todo el
trayecto hasta el puente Triborough, donde había luz, pero no automóviles ni
nadie que cobrase peaje. Llegué al camino del Este y me dirigí a la parte
céntrica de la ciudad, no corriendo ya desesperadamente, sino despacio y
completamente solo, y entonces abandoné la autopista y recorrí calles de la
ciudad, donde vi un coche policial, pero ninguna otra señal de vida o
movimiento. Sentí un impulso de ponerme a la par del coche policial y decirles
lo que pasaba o pedirles que me lo explicasen, pero comprendí que hubiera
sido un error hacerlo.
Fui a donde sabía que iría, al teatro de la agrupación "La Máscara", de la cual
yo fui socio durante treinta y tres años. Con el auto recorrí la avenida Lexington
hasta el Gramercy Park, donde había una playa de estacionamiento
directamente delante del club. Me sentía ansioso por el temor de que estuviese
a obscuras, como estaban todos los demás edificios; pero no, nada de eso. Lo
encontré perfectamente iluminado, y me abrió la puerta el viejo Simón, el
portero, quien me saludó con gravedad, tomó mi sombrero y mi saco como si
aquélla fuera una noche que en nada se diferenciara de cualquier otra y dijo
con serenidad:
-Hay unos cuantos socios aquí, señor, casi todos ellos en el bar. Todavía están
sirviendo en el comedor, pero nada extraordinario, tan sólo sandwichs y sopa
caliente.
-Es curioso eso -advertí-. Comedor a esta hora.
-Bueno, señor, es una noche extraordinaria. Sin duda usted lo reconocerá.
-Muy extraordinaria, sí, realmente.
Bajé al bar, que estaba bastante lleno de gente y junto a la mesa del billar una
media docena de socios bebían cerveza y observaban con mucha gravedad un
grave partido de ese juego. Ignoro por qué, pero siempre se bebía cerveza
cuando se miraban partidas de billar, aunque hasta entonces no lo había
notado. Ahora lo noté, y pensé qué ambiente excelente para un primer acto
sería aquél. No recuerdo que alguien haya hecho que la acción de un primer
acto de comedia transcurriese en el sótano de la agrupación "La Máscara",
pero sin embargo no había nadie en el teatro, es decir, ninguna persona de
sexo masculino, que por lo menos no hubiese pasado una velada allí. El partido
se desarrollaba entre Jerry Goldman y Steve Cunningham, tanto uno como el
otro buscavidas bastante eficaces, como para ganarse el sustento si tenían
necesidad de hacerlo. Los observé un rato, saludando con inclinaciones de
cabeza a viejos amigos; y paulatinamente me corrí hacia el interior del bar,
entre Jack Finney y Bert Avery, el escenógrafo, y pedí a Robert, el barman, un
whisky de centeno doble con hielo.
-¿Overhalt Añejo? -preguntó Robert.
-Me parece muy bien.
Finney estaba borracho, pero calmo. Me saludó gentil y cortésmente; era un
gran caballero irlandés, por cuyas venas corría sangre de reyes, como todos
los irlandeses que uno aprecia, y un actor de espléndido carácter. Bert Avery
me preguntó si acababa de llegar de Connecticut.
-Sí. Gracias al cielo que estoy aquí. Allá arriba estaba frío y solitario.
-¿Estaban levantando todo?
-Sí, desde las laderas, ¿sabe? y detrás de mí por el bulevar Saw MilI River. Ya
habían levantado la mayor parte de New Rochelle, desde el centro comercial
directamente hacia atrás.
-lrv Goldstein vino en avión desde Miami -dijo Finney entristecido-. Fue su
último vuelo. Habían levantado la mayor parte de Florida. Yo he pasado
momentos deliciosos en Miami; a muchos no les gusta, pero a mí siempre me
agradó, pues es un sitio excelente en el que vive gente disipada y
despreocupada. Pero es monótono, ¿sabe? oh, endemoniadamente monótono,
y Goldstein dice que estaban enrollándolo desde el norte, con perversidad y sin
prestar atención a nada, a todo lo largo del estado, como si fuese un viejo
pedazo de alfombra.
-Goldstein dijo que parecía la Luna por debajo -agregó Bert Avery-, con
cráteres y cosas similares que habían estado cubiertas; pienso. en la forma en
que uno tiene un piso piojoso en un escenario y lo disimula con alfombras y
¡qué demonios! son total unos cuantos cientos de dólares más, lo cual no
determinará que deba terminarse la temporada la noche de estreno o que se
aguante una función más.
-Usted es un gerente extraordinario -dijo Finney-. Desempeña el puesto como
un caballero. Es un honor trabajar a sus órdenes.
Vino Robert trayendo otro whisky agrio para Bert Avery, escuchó el finar de
nuestra conversación y preguntó si no pensábamos que guardarían las cosas
para otra función.
-¿En algún otro sitio? -yo pensé en esto durante unos instantes-. Eso significa
que cambiarían el elenco, ¿no es verdad?
-Es muy triste, señor.
-Los chicos acuden al teatro con alegría -observó Finney-, pero en rigor de
verdad es una profesión triste. Un día uno levanta la vista para contemplar el
decorado y ve todo tan desalineado y sucio como el propio Infierno y
¡maldición! se dice para sus adentros: "¿Siempre ha sido así o se está
volviendo miserable o todo ocurre dentro de mi cabeza dolorida?"
-Todo ello -asintió Avery.
Terminé mi vaso y me acerqué a la mesa de billar, donde Steve Cunningham
intentaba una de esas carambolas con baranda y más de uno contenía el
aliento.
Por supuesto, la gente no se comporta nunca en la forma en que uno espera
que lo hagan, y éstas eran todas personas que conocían el asunto, y, a todo
esto, estaba Goldstein de pie muy cerca de Cunningham, con los ojos fijos en
la bola, cual si nada en el mundo fuese tan importante como calcular con
precisión el ángulo entre bola y baranda y baranda y bolsillo lateral; y sin
embargo, todos tenían parientes, hijos, esposas, hermanos, hermanas,
madres, padres; pero a pesar de todo, el mismo motivo los había
aparentemente traído aquí, como me había traído a mí.
Cunningham hizo el tiro con toda perfección, la bola contra la baranda y luego
al bolsillo, y se suscitó un murmullo de aprobación, pero sin aplausos. Toqué
con el codo a Goldstein.
-¿Tiene apetito?
Él inclinó la cabeza afirmativamente.
-Tengo entendido que arriba sirven sopa y sandwichs.
-Bien.
Subimos la escalera hasta el comedor, y elegimos una mesa tranquila en un
rincón. El salón no estaba vacío, pero tampoco atiborrado de gente... ¡oh! tal
vez una docena de socios que comían o se dedicaban simplemente a
descansar y charlar.
Uno de ellos había encendido un cigarro y vi que Goldstein fruncía el ceño con
muestras de desaprobación. Yo estaba de acuerdo con él. Existía una
disposición no escrita de: que, así como un cigarrillo o la pipa estaban bien en
la mesa, los cigarros debían llevarse al salón contiguo, donde uno podía tomar
café o cognac o lo que desease. No veía motivo para quebrantar esta noche la
costumbre y se me ocurre que ambos nos sentimos complacidos cuando uno
de los camareros se acercó y dijo algo en voz baja al socio transgresor, quien
entonces movió la cabeza y apagó el cigarro. El mozo que nos atendía nos dijo:
-Me temo que ya queda muy poco que elegir a esta hora.
La sopa es de latas. Tenemos sandwichs de jamón o de jamón y queso, pero
sólo pan blanco, que se puede tostar. También tenemos queso Cheddar
canadiense y bizcochos Bath. El café es muy bueno, señor. Podemos hacerles
café fresco.
-Sírvame queso y bizcochos -dije.
-¿Y a usted, señor Goldstein?
-Lo mismo... sí. ¿Tienen algo de café a la italiana?
-Me temo que no, señor Goldstein. Sólo lo preparamos para la cena.
Se marchó a buscar lo pedido y Goldstein, sonriendo suavemente, dijo:
-¿Sabes una cosa? Somos buenos actores. Todos. Naturalmente, hay
diferencia entre el dilettante y el profesional, pero nosotros somos bastante
buenos, ¿no te parece?
-Nunca se me había ocurrido pensarlo de ese modo.
-No, por supuesto que no. Pero esto del café a la italiana sólo para la cena...
¡Bueno, vamos!
-Sí, oh, sí -convine-. Tengo entendido que viniste en avión desde Miami.
-Sí. Un vuelo excelente. Muy sereno. No me gusta viajar en avión, pero este
vuelo fue estupendo.
-¿Estuviste de vacaciones?
-No, en realidad, no. Tú sabes, se me ocurrió que podía hacer una de esas
tragicomedias judías acerca de un hotel de Miami Beach. Tú sabes qué clase
de asunto es, schmaltz y chistes malos sobre todo, y tal vez un dos por ciento
de algo válido, para que el público derrame alguna lagrimita si es que tiene
ganas de hacerlo. Ésa es bastante mi especialidad, y después de haber
representado una de ellas en un restaurante de la Segunda Avenida y dos en el
Garment District, encontré menos escabrosa la senda. Claro que eso no es
escribir comedias en la forma en que tú lo haces, pero sólo requiere un poco de
habilidad y saber algo de puesta en escena, y en Miami jamás ha habido una
que valiera algo. Encontré un material excelente... -y su voz se fue perdiendo.
-¿Y cuando regresaste estaban recogiendo Florida?
-Sí.
-Debe haber sido un espectáculo extraño. Quiero decir desde el aire.
-¡Horriblemente extraño! ¡Ah, si! Es decir, era como una alfombra vieja. ¿Me
entiendes? Desde siete mil quinientos metros de altura, toda la escala cambia.
-¿Qué harán con New York?
-Supongo que ya se ha hecho en algunos lugares; me refiero a Roma, Londres
o hasta Boston. Tú viniste desde Nueva Inglaterra, según mis noticias. ¿De
Boston?
Yo moví de lado a lado la cabeza.
-Podemos llamar a alguien...
-Nadie lo hace. En un día activo no hay manera de conseguir un teléfono
disponible. Los cuatro están a tu disposición para que elijas entre ellos.
-No me gusta pensar que van a enrollarlo también.
.-No. Lo veo.
-Podrían correrlo hacia un lado u otro.
-Me gustaría pensar que así es. Tú naciste en Maine. ¿no es verdad?
Contesté afirmativamente con la cabeza.
-Bueno, soy de una tercera generación, nacido justo aquí en esta ciudad.
Detesto pensar que todo deba ser destrozado.
-Nos estamos simplemente poniendo sentimentales. No sirve de nada.
¿verdad?
-No sirve de nada.
El mozo nos trajo el pedido. El queso era bueno y siempre me gustaron los
bizcochos Bath, aparte de que tenía apetito; pero Goldstein apenas si tocó su
comida. Permaneció un rato sentado en silencio y después dijo:
-Me indigna un poco todo esto, y entonces me acuerdo dc nuestra profesión.
No tenemos derecho a indignarnos por eso, ¿no es cierto?
-¿Sabes una cosa? He leído algo de historia -contesté-, y la gente de teatro
gozó siempre de una posición muy especial. Un lugar de privilegio, podríamos
decir. No quiero decir que no hubiera épocas en que se la miró con desprecio,
y que la respetabilidad nunca haya sido verdaderamente una parte del trato;
pero siempre hubo un algo de privilegio. Fueron una especie de clase aparte de
todas las demás clases y se rozaron con reyes, duques y toda esa gente. Ello
les dio una visión bastante distorsionada de sí mismos -oh, todos ellos,
escritores, escenógrafos, tramoyistas, actores- y se produjo confusión.
Entiendes lo que quiero decir, cuál es la ficción y cuál es la realidad. ¿Estoy
durmiendo y soñando que estoy despierto o es justamente lo contrario?
-Sí -convino Goldstein-, yo he tenido esa misma sensación.
-¿Has trabajado en teatro?
-El café es delicioso -dijo Goldstein, probándolo-. Sí. de niño. Hice tres años de
teatro de verano y representaciones en gira. Sé exactamente lo que quieres
decir. Miras las candilejas y allí no hay nada más que esa confusión de luces,
hasta que tus ojos se acomodan, y los ves allí afuera, y he ahí ese momento de
confusión en cuanto al lugar y la parte.
Cerró los ojos un momento y después continuó:
-¿No tienes inconveniente en que me vuelva abajo? Pienso realmente que
Cunningham le va a ganar a Jerry. Nunca ha ocurrido hasta ahora y apostar a
Cunninghatn es muy atrayente. ¿Me acompañas?.
Meneé la cabeza de lado alado. Goldstein firmó la cuenta de los dos y se
marchó después, y yo, después de permanecer sentado un rato, decidí subir a
la biblioteca. "La Máscara" es muy antigua y la biblioteca está llena de sillas
tapizadas con cuero y retratos del siglo diecinueve. Había allí cinco socios, de
los más viejos y, por lo tanto, muy similares a mí. Dos de ellos me saludaron
con la cabeza y los otros en ningún momento levantaron la vista de lo que
estaban leyendo. Me dejé caer en una de aquellas grandes sillas procurando
pensar en algo que desease mucho leer, pero mi interés se había desvanecido
y tan larga era la noche que finalmente me sentí cansado e incapaz de
mantener abiertos los ojos. Estaba dormitando cuando oí esa especie de
estrépito distante que puede provenir de un edificio alto sacudido
violentamente, de manera tal que su enladrillado y su albañilería de piedra
saltan desprendidos; pero en aquel momento impreciso entre sueño y vigilia
podría ser que yo hubiese estado soñando.
Abrí entonces los ojos. Los demás socios seguían absortos en su lectura.
Me eché hacia atrás y volví a dormitar sin oponer resistencia. ¡Qué fastidiado
me hubiese sentido si alguien hubiese hecho eso durante una escena de una
de mis obras! Sin embargo yo siempre tuve una demostración de simpatía,
moviendo la cabeza. para los que me aventajaban en edad. muchos de ellos
inveterados devotos del teatro, que de todas maneras cabecean durante los
intervalos, mientras se cambia el decorado.
El cine
Hubo un intervalo para comer rosetas de maíz y vitaminas y el operador
cinematográfico bajó de su altura. Esto no ocurría a menudo, y a veces
pasaban días sin que lo viésemos. Se llamaba Matthew Ragen y tenía un metro
ochenta y cinco centímetros de altura, siendo impresionante en extremo su
figura con aquella cabellera canosa y sus brillantes ojos azules. Se rumoreaba
que tenía más de ochenta años de edad, pero me resulta difícil creerlo, pues se
erguía muy recto y caminaba con la misma firmeza y facilidad con que puede
caminar un hombre más joven. Sin embargo, ninguno había que recordase una
época en que él no fuese el operador.
Nos agrupamos alrededor de él, encantados de tenerlo con nosotros. Los niños
procuraron tocarlo, y estoy seguro de que en su fantasiosa imaginación lo
confundían con Dios. Era un gran placer y un gran privilegio ser visto por él,
saludado por él, o hasta ser destinatario de su sonrisa; y podéis imaginaros lo
sorprendido que me sentí cuando vino directamente hacia mí, separándose la
gente para que pudiera pasar; y me saludó personalmente.
Tuve que sosegarme para poder hablar, y cuando lo hice, dije sencillamente:
-Me siento muy honrado, operador.
-No digas eso, Dorey. Quien se siente honrado soy yo.
-¿Lo he halagado de alguna manera, operador?
-Creo que nos has halagado a todos, Dorey.
Los que estaban escuchando aprobaron con sus cabezas y sonrieron y yo creo
que adiviné lo que vendría. ¿Me sentí sorprendido? Por supuesto, pues nadie
está nunca seguro, pero tal vez no tan sorprendido como pude sentirme.
-Una atención especial, Dorey -dijo el operador-. Un western titulado Pleno
mediodía. Estoy seguro de que lo recuerdas.
Asentí encantado y los que nos rodeaban sonrieron complacientes.
-Supongo que han pasado diez años desde que la proyecté -dijo el operador-.
Es digna de una ocasión especial. No es una de esas películas que se
proyectan en cualquier momento.
Pues bien, vamos a pasarla, Dorey, y después haremos un intervalo para
ofrecer anuncios.
-Gracias, operador -dije plácidamente y con toda la modestia que pude-.
Gracias de todo corazón.
Era una distinción especial ser objeto de atención por parte del operador; la
gente me miró de manera distinta. No sólo daba a uno proyección social, sino
que agregaba a esa situación una sensación deliciosa de autoimportancia que
lo inducía a uno a resplandecer con satisfacción. Jane, Clarey, Lisa, Mona...
éstas fueron chicas que estuvieron sentadas conmigo en años anteriores; de
pronto toda su actitud hacia mí fue diferente, y Jane procuró tomar posesión.
Era una mujer de empuje, y en este momento me daba cuenta de que así
había ocurrido y también de lo fácilmente que hubiera podido quitármela de
encima. Pero más que eso, yo quería estar sentado a solas. Quería estar
conmigo mismo y dentro de mí mismo mientras viera Pleno mediodía. Estaba
seguro de que el operador tuvo un buen motivo para elegirla y yo deseaba
concentrarme y comprender. Busqué lugar en un rincón de atrás de la platea,
sitio frecuentado principalmente por la gente mayor, y aunque los espectadores
que me rodeaban me conocían no se preocuparían por mí ni me molestarían
en mi aislamiento.
Me arrellané en la butaca y entré en el mundo del bien y del mal -que era la
suma y substancia de nuestra propia dignidad-. Gary Cooper era bueno y
mataba cuando fuese malo, lo cual estaba muy bien. No era fácil. Era un líder
que se mantenía solo, porque su condición era el liderazgo, y de esta manera
comprendí por qué el operador había elegido aquella película. El líder debe
distinguir claramente entre el bien y el mal, y si la muerte es la única solución,
debe apelar a la muerte como Dios querría. Mi corazón clamó interiormente por
Gary Cooper. Lo conocía. Era hermano mío.
Terminó la película y la voz grave y sonora del operador llegó a través del
sistema de amplificación.
-Unámonos en muda oración. Recemos pidiendo que Dios nos conceda
sabiduría en nuestras decisiones.
Recé y luego se encendieron las luces. Todos estaban atentos y anhelantes. y
los ancianos que me rodeaban me miraron sonriendo. La hermana Evelyn, en
su carácter de directora de la Junta de Elecciones, se presentó en el escenario,
y allí de pie delante de la enorme pantalla plateada -tan pequeña delante de
ella- esperó que cesase el murmullo. Entonces se aclaró la garganta, golpeó
sus manos una o dos veces reclamando atención y dijo:
-Los resultados figuran en una tabla.
La gente sonrió, se volvieron las cabezas, torciéndose y dirigiéndose hacia
arriba. hacia la cabina de proyección. Querían que el operador lo supiese.
Debéis comprender que nosotros muy a menudo y con calma hablábamos del
operador. Si la Divinidad hacía la película, seguramente el que la proyectaba
tenía algo que ver con Dios. Ninguno en realidad lo declaraba como una firme
proposición; pero, al mismo tiempo nadie jamás había conocido la fecha de
nacimiento del operador. La hermana Evelyn volvió a golpear las manos.
-¿Puede Dorey hacer el favor de levantarse? -dijo.
Me levanté. Había elegido un rincón obscuro, de manera que al principio la
gente me buscó con la mirada durante un momento. Luego los murmullos
demostraron que me habían ubicado y yo me mantuve de pie, mientras todos
en el cinematógrafo estaban vueltos hacia mí.
-¿Quieres hacer el favor de acercarte, Dorey? -dijo la hermana Evelyn.
Fui al pasillo y caminé hacia el escenario. Mientras tanto, la hermana Evelyn
contaba a la gente cuántos votos me habían permitido ganar la elección. Una
mayoría muy satisfactoria. Bueno, durante diez años yo había soñado ser
presidente y en mis rezos pedí ese honor. El momento acababa de llegar. Me
paré en el escenario y Al Hoppner, el presidente que dejaba el cargo se unió a
nosotros y se quitó su larga cinta y la medalla de honor, colocándolas en torno
de mi cuello. La ancha cinta azul pasaba por mis hombros y la brillante
medalla, más bien un medallón, brillaba posada en mi pecho.
Luego el público me dedicó, de pie, una ovación, aclamándome y aplaudiendo
durante cuatro largos minutos. Yo tomé el tiempo subrepticiamente y levanté la
mano en una especie de reconocimiento, mientras me fijaba en la hora en mi
reloj pulsera. Sabía que la ovación de Al Hoppner había durado en total dos
minutos y medio, de manera que esto era algo así como aprobación de un
cambio y afirmación de confianza en mi propio sentido de responsabilidad.
Yo tendría que elegir dos asistentes. y los tres juntos constituiríamos la
comisión; la verdad lisa y llana era que había meditado en mis posibles
candidatos desde hacía más de una semana, es decir, desde que la posibilidad
de la votación y de mi elección se me aparecieron como una realidad. Nombré
a Schecter y a Kiley. Schecter tenía cerca de cuarenta años y era un hombre
serio y de confianza que antes había ocupado este mismo puesto. No era líder,
sino un hombre nacido para ser miembro de comisiones, y seguiría formando
parte de comisiones el resto de su vida. En cierta medida, Kiley era otra cosa.
Tenía solamente veintiún años y éste era el primer cargo de responsabilidad
que le tocaba en suerte. Había manifestado condiciones de conductor y poseía
ingenio e imaginación. Yo me sentí orgulloso de mí mismo por haberlo elegido
y por estar de pie a su lado, aun cuando las aclamaciones del público eran un
poco parcas. Naturalmente, desconfiaban de la juventud.
Por último abandonamos la plataforma, y el operador inició uno de aquellos
espléndidos espectáculos de color -creo que se llamaba La túnica-, con lo cual
la gente se sintió en el acto atraída hacia esa parte del mundo que se conoce
como Roma Antigua.
En cuanto a mí, Schecter y Kiley, teníamos trabajo que hacer y, por lo tanto,
pasaríamos por alto aquel descubrimiento. (Debo mencionar aquí que el
operador no soportaba la palabra "película" para describir lo que transcurría en
la gran pantalla plateada. Prefería llamarla "descubrimiento" por la visión o
descubrimiento de otra parte del gran mundo que habitamos que implicaba).
Nosotros, en cambio, iniciaríamos inmediatamente un inventario de nuestras
provisiones y las verificaríamos, ya que era ésta una de las primeras
obligaciones del presidente. Al asumir el gobierno, tenía acceso al estado del
lugar y de las cosas; y luego presentaría mi informe a la gente.
Naturalmente, lo primero que verificamos fue la existencia de rosetas de maíz y
luego la cantidad de manteca y su frescura. Sadie, Lackaday y Milty se
encargaban de las rosetas de maíz y la manteca, pero abandonaban su
ocupación cada vez que se iniciaba uno de aquellos grandes espectáculos. Se
sintieron un poco molestos al tener que quedarse a mirar mientras vigilábamos
el cumplimiento de sus obligaciones, además de responder a las preguntas que
les hacíamos; pero yo había decidido imponer la ley inmediatamente. Haría
gala de una mano férrea y dejaría firmemente establecida mi actitud a favor de
la legalidad y el orden, con lo cual dejarían de pensar que, ya que era tan
radical y novedosa mi elección de Kiley, podría ser blando y complaciente. En
esta ocasión retuve a Kiley a mi lado, trabajando firme y decididamente en
forma organizada, de manera que él también tuviese una idea de la que sería
mi gobierno. Mientras tanto, mandé a Schecter para que buscase a los
acomodadores y los hiciese formar fila en el vestíbulo.
Los acomodadores eran muy propensos a tirarse a la bartola y ubicarse en una
de las últimas filas cada vez que un descubrimiento les interesaba y aquello era
una de las muchas fallas que yo me había propuesto corregir. Dejé que Kiley
terminase el inventario de las rosetas de maíz y la manteca y yo me encontraba
haciendo mi primera inspección de rutina de los dulces y caramelos cuando
divisé que los acomodadores marchaban por el vestíbulo.
Mi elección de Schecter no había estado equivocada. Cuando entré en el
vestíbulo, los acomodadores estaban formados militarmente y verlos habría
sido un placer aun en West Point. Me acerqué a la fila, recorriéndola y
observándolos meticulosamente, y debo confesar que sus uniformes eran algo
menos admirables que la formación y la postura, pues había botones
desabrochados, cuellos abiertos, pantalones que tiempo atrás habían perdido
las rayas y algunos que ni siquiera llevaban gorra. Les hablé, destacando en
primer término lo complacido que me sentía con su formación y postura
militares e informándoles de mi elevada opinión de Schecter, quien, entre sus
muchas obligaciones, tendría el cargo de oficial comandante de los
acomodadores.
-Sin embargo -dije-, que ninguno imagine que toleraré desaliño ni desorden. Un
uniforme desarreglado denota una mente desordenada, y no permitiré tal cosa
en una organización de la cual depende nuestra existencia misma. No
imaginen que pueden engañar ni confundir a Schecter ni a mí. Haremos un
nuevo desfile mañana a la mañana y quiero verlos aparecer tal como los
verdaderos acomodadores deben aparecer.
Durante los tres días siguientes continuamos revisando y corrigiendo los
inventarios de rosetas de maíz, manteca, dulces, bebidas gaseosas y
cigarrillos. Mi elección de Kiley parecía ya a esa altura haber sido inteligente;
pues mientras Schecter se ocupaba de poner en forma a los acomodadores,
Kiley había trabajado con tres máquinas de bebida caliente, helados y
cigarrillos que desde meses atrás no funcionaban. Kiley tenía un sentido
extraordinario de la mecánica y encontró un cuarto anexo al vestíbulo que
estaba desocupado y allí decidió establecer una especie de taller mecánico. El
cuarto tenía otra puerta -una puerta cerrada con llave-. Kiley era muy joven y
nunca se había percatado de que existiesen puertas cerradas con llave.
Me llamó para que viésemos el cuarto y le diese permiso de usarlo, y me
recibió a la entrada del vestíbulo, acompañándome al interior.
-¡Ah. sí! -le dije-. Conozco ese cuarto, Kiley. Solían llamarlo la oficina, aunque
no se lo ha usado desde hace años para ningún propósito.
-Por algún motivo que no puedo precisar me parece emocionante.
-¡Oh!
-¿Sabes? Hace días que no miro la pantalla, Dorey. Me resulta muy extraño no
participar en los descubrimientos. Esto me provoca una sensación rara.
¿Entiendes lo que quiero decir?
-No, en realidad, no.
-Una idea sencillamente estúpida -aclaró Kiley bastante turbado y señalando
hacia el otro lado del cuarto-. ¿Has notado aquella puerta? ¿Adónde lleva?
-Es una puerta cerrada con llave.
-¿Quieres decir... una puerta realmente cerrada con llave?
-Eso exactamente.
-Bueno, ¿qué me cuentas? -exclamó, visiblemente deleitado-. Una puerta
realmente cerrada con llave. ¿Sabes que yo nunca creí que existiesen?
-¿Nunca creíste que existiesen?
-No, siempre creí que fuese una especie de estupidez metafísica.
-Bueno, ahí la tienes -dijo. Había muchas puertas cerradas con llave, y me
resultó bastante extraño que alguien dudase de su existencia. Sin embargo,
Kiley era muy joven y cualquiera tiende a perder contacto con lo que los muy
jóvenes saben o no saben.
Kiley caminó hasta la puerta, la observó, probó la falleba, y luego se volvió
hacia mí, diciéndome ansiosamente, con aquellos ojos azules anchos y
emocionados:
-¿Por qué no la abrimos, Dorey?
-¿Qué?
-Dije que por qué no abrimos la puerta cerrada.
-Kiley, Kiley -le repliqué pacientemente-. La puerta está cerrada con llave.
-Ya sé, pero podríamos abrirla.
-¿Cómo?
-Con una llave.
-¿Una qué?
-Una llave, Dorey... ¡una llave!
-¡Que Dios bendiga tu ignorancia, Kiley! Eso que tú llamas llave no existe.
-Tiene que existir.
-No, Kiley, no existe. Una puerta cerrada es una puerta cerrada y no hay nada
que pueda impedir que esté cerrada.
-Una llave sí.
-Kiley, ya te he dicho que no existe eso que llamas llave. Sé que existe la
palabra, pero es sólo un símbolo metafísico. Es posible, Kiley, que yo no sea
un hombre singularmente devoto, pero siempre he sentido un gran respeto por
la religión y no creo que nadie dude de mi dedicación a lo religioso. No
obstante, debo reconocer que la metafísica es una cosa y la realidad es algo
enteramente distinto. Te aseguro lisa y llanamente que una llave es como un
milagro. Hablamos de ellas; hasta hay quienes creen en ellas; pero yo jamás
he encontrado ninguno que haya visto una. ¿Me entiendes?
Kiley afirmó con un lento movimiento de cabeza.
-De manera que sugiero que olvidemos lo de las llaves y nos dediquemos a
convertir este cuarto en un taller mecánico adecuado, y si lo hacemos, hemos
de poner en perfectas condiciones esas máquinas vendedoras. ¿Estás de
acuerdo conmigo, Kiley?
-Sí, por supuesto que sí.
-Y hay una cantidad de otras cosas que necesitan reparación. Algunas butacas
del cine son absolutamente inadecuadas para sentarse en ellas.
-Sí, señor -dijo Kiley.
El operador había anunciado para esa noche una película sexual sueca y yo
dije a Schecter y a Kiley que podían disponer de la velada para ese
descubrimiento, ya que habían trabajado intensamente y no era frecuente que
el operador proyectase una película de esa clase. Schecter se humedeció los
labios complacido -un viejo verde si alguna vez lo hubo-, pero Kiley dijo que
prefería trabajar en el taller mecánico, si yo no me oponía. Nadie puede
encontrar defecto en el exceso de preocupación por las obligaciones y, por
supuesto, respondí que yo estaba de acuerdo. Ya tenía hechos mis arreglos
con una deliciosa rubiecita llamada Baba, y antes de que apagaran las luces
nos encontramos. Siempre que se proyectaba una película sexual, el operador
insistía en que la sala estuviese completamente a obscuras. Esto tenía cierto
sentido, pues las personas de más edad se turban si tienen cerca gente más
joven durante una película semejante y ciertamente los jóvenes se inquietan
por la presencia de sus padres. De manera que se obscureció la sala y los
acomodadores, empleando diminutas linternas de mano. nos condujeron a
nuestros asientos.
Ha habido gran discusión sobre la cuestión sexual en la pantalla; y aunque los
elementos puritanos ejercen influencia considerable, siempre se decidió
continuar con descubrimientos sexuales. Yo tenía la sensación de que esto se
debía a que los puritanos disfrutaban más que los otros con esas películas; y
también podría agregar que las películas sexuales cumplen una misión
importante en las actividades de reproducción que sirven para perpetuar
nuestra sociedad. No cabe duda de que disfruto con esas raras veladas, y esta
vez sentí pena por Kiley.
Debo decir que fui bastante bondadoso con él al día siguiente. Extremé mis
recursos para felicitarlo por sus inventarios de dulce, y él, a su vez me llevó al
taller mecánico, que yo alabé sobremanera. Estaba haciendo una especie de
torno que, según me explicó, le permitiría fabricar piezas para las máquinas
vendedoras.
-Y debe saber una cosa, señor presidente -dijo ansiosamente-; yo creo que
podría utilizar la misma máquina para hacer una llave.
-¡Kiley! -le dije.
-Sí, señor... Conozco lo que usted piensa acerca de las llaves.
-No lo que yo pienso, Kiley. Es lo que piensa el mundo.
-Sí -dijo Kiley muy seriamente-. Lo sé. Estoy dispuesto a aceptar lo que el
mundo piensa. Quiero decir que no deseo que usted tenga la sensación de que
soy izquierdista ni nada parecido...
-No tengo esa sensación, Kiley. Puedes estar tranquilo de que si pensase tal
cosa, jamás te habría nombrado para integrar la comisión. Eres muy joven para
ser miembro de ella, Kiley.
-Ya lo sé. señor.
-Pero tuve confianza en ti.
-Sí, señor.
-Tuve confianza en tu serenidad, en tu juicio.
-Gracias, Dorey. Me lisonjea mucho que se halla tomado tanto interés por mí.
-Pero por encima de todo, quiero que me consideres amigo.
-¡Oh! Lo considero -dijo fervientemente Kiley.
-Entonces, Kiley, como amigo, debo pedirte que abandones esa ilusión al
respecto de las llaves.
-¿Considera que es perjudicial, señor? Quiero decir el pensar en llaves o
proyectar hacer una.
-¿Hacer algo que no existe?
-Pero existe la gente. Es decir, la gente hace cosas que no existen.
-Llaves, no, Kiley.
-¡Señor!
-¿Por qué tienes ese empeño en discutir conmigo, Kiley? Algunos de los
hombres más sabios de nuestra sociedad se han interesado por esa cuestión
de las llaves. No existen llaves. Nunca han existido. Nunca existirán.
Kiley me contempló fijamente, con aquellos ojos sinceros e infantiles abiertos
de par en par.
-Sí, Kiley. Quiero que me prometas una cosa.
-...¿Señor?
-Que nunca volverás a mencionar este asunto de las llaves. No pienses más en
eso. Despreocúpate. Las llaves no existen. No existieron jamás. Jamás
existirán.
-Sí. señor.
-Así me gusta.
Yo le estreché los hombros afectuosamente para demostrarle que no le
guardaba ningún rencor.
-Ahora quiero que te pongas a trabajar en esas máquinas vendedoras. No
tienes idea de lo mucho que la gente echa de menos el chocolate caliente.
Especialmente los ancianos. Parece ser uno de los pocos consuelos que tiene
la vejez.
-Lo haré.
-¿Cuándo podrías tenerlas?
-En dos semanas... a lo sumo tres.
-¡Bueno! ¡Excelente! Pero dedicarse por completo al trabajo y no jugar embota
a la gente y yo quiero que te tomes libre esta noche. El operador va a proyectar
una película denominada Pequeño César, que data de la época en que las
bandas organizadas de pillos tenían en jaque al gobierno de!a ciudad. La
concurrencia está!imitada a los que forman parte del gobierno actualmente o
han formado parte en otras épocas.
-Gracias -respondió Kiley entusiastamente.
Las exaltaciones y los entusiasmos de Kiley me sacaban de quicio. Era difícil
concebir que una persona poseedora de esa espontaneidad fuese capaz de
engaños y dobleces, pero no cabe otra manera de rotular sus actos
subsiguientes; y cinco días después todo el asunto explotó en mis narices.
Schecter vino a hablarme de eso.
-Dorey -dijo torvamente- el demonio está haciendo de las suyas.
-¡Oh!
-Sabes que yo no soy propenso a las exageraciones.
-Ya lo sé.
-Bueno, vi hoy a Kiley entrando en su taller.
-¡Qué tiene eso de extraordinario?
-Yo quería cambiar con él unas palabras.
-¿Y qué?
-Lo seguí, abrí la puerta que da a su cuarto y entré. No estaba allí.
-Tal vez se fue antes de que tú llegaras.
-Te he dicho que lo vi entrar. Observé la puerta de su taller, la que da al
vestíbulo. Lo vi entrar. En ningún momento retiré mi vista de esa puerta hasta
que la abrí. No salió nadie de su taller. Nadie en absoluto.
-Entonces quiere decir que estaba allí -dije con toda calma.
-¡Maldición, Dorey! ¿Soy yo un idiota? El cuarto estaba vacío.
-¿Cómo pudo estar vacío? Has dicho que no quitaste la vista de la puerta.
-Exactamente. Pero estaba vacío.
-Muy bien -dije yo suspirando-. Supongamos que los dos miramos ahí adentro.
Allí no hay demonios, ni llaves, ni milagros. Procuré que Kiley entendiera
perfectamente todo esto, así que supongo que podemos ver.
-Bien -convino Schecter, con la mandíbula muy apretada-. Bien.
Tomó la delantera hacia el vestíbulo, y en el instante en que llegamos allí,
indicó por señas a un grupo de acomodadores que nos siguieran. Cuando
llegamos a la puerta del taller de Kiley, yo dije a Schecter:
-¿En realidad, los necesitamos?
-La primera regla de la práctica militar es mantenerse alerta. Son
acomodadores, Dorey. Éste es su lugar, su deber. Hombre por hombre, con
ellos tengo para hacer frente a cualquier inmundo subversivo que viva o haya
vivido alguna vez.
-¡Oh! Bueno, entonces, Schecter... no vamos a llamar subversivo a Kiley.
-Si el calificativo le sienta bien...
-No hay indicio alguno de le siente bien ni de que Kiley haga algo que esté mal.
Miremos un poco.
Abrí la puerta del taller. Hacía días que yo no entraba allí, pero el torno de Kiley
se encontraba terminado, y en su banco de trabajo se veían algunas brillantes
piezas nuevas para las máquinas vendedoras. Pero Kiley no estaba allí.
-¿Y ahora? -interrogó Schecter.
Salí al vestíbulo y dije a los acomodadores:
-¿Ha pasado Kiley por este vestíbulo durante la última hora?
Todos contestaron que no con la cabeza.
Yo volví al taller y cerré luego de haber entrado. De pie allí en ese momento,
solo con Schecter, dejé que mi vista recorriese nuevamente el lugar y luego
otra vez más. Era un cuarto pequeño y no había sitio donde ocultar nada, ni
escondrijos, ni rincones, ni grietas.
-¿Bien, señor, está satisfecho? -inquirió Schecter.
-Cuando esté satisfecho, Schecter, te lo haré saber.
Esbozó una leve sonrisa de satisfacción y yo me dirigí a la otra puerta e hice el
intento de abrir.
-Esa puerta está cerrada con llave, Dorey -me informó Schecter.
-Sé perfectamente bien que ésa es una puerta cerrada con llave.
-Bien, pensé tan sólo...
-No me interesa lo que hayas pensado, Schecter. Salgamos de aquí.
Schecter salió al vestíbulo, donde los acomodadores esperaban, y yo lo seguí,
cerrando detrás de mí. En ese momento oí un ruido dentro del taller y dije a
Schecter:
-Espérame aquí afuera. Quiero volver a entrar.
Me volví y nuevamente abrí la puerta del taller de Kiley, me deslicé hacia el
interior y cerré antes de que Schecter pudiera volverse y ver lo que yo me
proponía hacer. En ese momento Kiley estaba dentro del taller sonriendo entre
dientes gozoso y excitado, y sosteniendo en una mano un trozo brillante de
metal.
-¡Kiley! -grité-. ¿Dónde demonios estabas?
-Afuera.
-¿Qué quieres decir con eso de afuera?
-Afuera de esa puerta -contestó señalando la puerta cerrada con llave.
-¿Qué? ¿Estás joco? Esa puerta está cerrada con llave. Ninguno puede pasar
por una puerta cerrada de ese modo.
-Yo pasé.
Levanté una mano y apunté hacia él con un dedo tembloroso:
-Kiley, ¿te has enloquecido? ¿Estás mal de la cabeza? Dices insensateces.
Hablas de una forma tan odiosamente alocada, que yo no podré protegerte.
Dices que has atravesado una puerta cerrada con llave. Las puertas cerradas
con llave están cerradas con llave. Nadie puede pasar por ellas.
-Yo abrí -dijo Kiley, casi gritando de alegría.
-¡Tú abriste! -dije con sarcasmo frío y deliberado-. Sólo las más grandes
mentes de nuestro tiempo se han ocupado de las puertas cerradas y han
demostrado que nunca se las puede abrir, pero tú la has abierto, sin ayuda.
-¡Con una llave! -gritó Kíley-. Dijiste que no podría hacer una llave, pero la hice.
Aquí está.
Alargó la pequeña pieza, acercándose a mí y ofreciéndomela.
-¡No te me acerques! Aleja de mí ese objeto maldito. Te dije que lo que se
llama llave no existe.
-Pero aquí está, Dorey, aquí está. Créamelo, yo abrí la puerta y entré...
Se volvió y señaló la puerta cerrada.
-Ahí afuera, atravesando esa puerta cerrada con llave -agregó-. ¡Dios
Todopoderoso! Ahí afuera el Sol brilla con un esplendor tan grande de gloria
dorada que la mente no puede concebirlo, y hay musgo verde y árboles verdes
y edificios altos y gente... miles y miles de personas, personas reales que
visten ropas de colores brillantes y sobre cuyas ropas cae el sol como un baño,
y las chicas tienen piernas largas y desnudas, cabello castaño, rubio o negro, y
son reales. ¡Reales, Dorey! No como esas sombras que el operador nos
proyecta en la pantalla grande. ¿Cree que sus descubrimientos son reales o
que siquiera son descubrimientos? No lo son. Son sombras, mentiras,
ilusiones... Pero fuera de esa puerta el mundo es real...
-¡Basta! -le grité-. ¡Maldición, basta ya!
Abrí de par en par la puerta que comunicaba con el vestíbulo y grité:
-¡Schecter! ¡Schecter! ¡Schecter! Ven aquí inmediatamente con tus malditos
acomodadores.
Schecter y los acomodadores penetraron en el pequeño cuarto, tomando a
Kiley y apresándolo. Kiley no luchó, simplemente me contempló asombrado y
con tanto dolor, dentro de su sorpresa, que yo dije:
-¡Oh! Por amor de Dios, Schecter, suéltalo.
-¿Qué?
-He dicho que lo dejes en paz y que saques de aquí tus malditos
acomodadores... ahora mismo.
-¿No me llamaste hace un momento?
-Me das fiebre, Schecter. Sal de aquí y llévate tus acomodadores contigo.
Afligido y poniendo mal ceño, mirándonos a Kiley y a mí, Schecter sacó a los
acomodadores del cuarto, y luego yo, fatigado, me volví hacia Kiley y le dije:
-No hay duda de que sabes echar a perder cosas, ¿no es cierto? Yo me
deshago para conseguir que seas miembro de la comisión, a pesar de que
nunca hubo otro tan joven, ¿y qué consigo en recompensa? Un loco furioso,
eso es lo que consigo.
-Dorey, yo no soy un loco furioso.
-¿Entonces qué demonios eres?
-Yo salí y vi...
-¡Cállate!
Kiley apretó los labios y yo le dije:
-Kiley, permite que deje bien establecido esto: nadie abre una puerta cerrada
con llave.
No hay llaves, y tú no saliste.
-¿Entonces esto qué es? -preguntó, sosteniendo en alto el trozo de metal que
tenía en la mano.
-Un trozo de metal. Nada. No hay llaves. No hay nada que sea afuera.
-¡Oh, Dorey! Yo salí. Fui afuera.
-¿Sabes una cosa? -le pregunté-. Yo te lo voy a explicar, Kiley. No saliste. No
fuiste a ningún sitio. Ahora, si puedes meterte esa idea en la cabeza, si puedes
tan sólo reconocer que todo este asunto tuyo es una mentira y un infundio,
bueno, entonces es posible que podamos llegar a algo. Quizá no. Pero quizá
sí.
-Dios mío, Dorey... ¿Sabe qué es lo que me está pidiendo?
-Que dejes de mentir.
-¿Estuvo usted antes en esté cuarto? -preguntó Kiley.
-Sí.
-¿Schecter también?
-¡Sí, maldición! ¿Y qué hay con eso?
-¿Yo estaba aquí? A eso es a lo que quiero llegar, Dorey. ¿Yo estaba aquí?
-¡No! -contesté yo, casi gritando.
-¿Entonces yo dónde estaba?
-¿Cómo demonios puedo yo saber dónde estabas?
-Está bien -dijo Kiley-. Está bien, Dorey. Entonces deme una oportunidad. Es lo
único que pido. Déjeme abrir esa puerta cerrada con llave. Yo lo inventé todo y
yo hice esta llave. La tengo aquí en la mano -y la sostuvo para que yo la viese-.
Déjeme usarla, Dorey. Permítame abrir la puerta. Permítame llevarlo allá
afuera.
-¡No!
-¿Por qué?
-Porque eso que llamas llave no existe y porque no puedes abrir una puerta
cerrada con llave.
-Entonces yo...
Y, luego de decir esto, giró sobre los talones y se dirigió hacia la puerta
cerrada.
-¡Kiley! -y mi voz lo golpeó como si fuese un latigazo, lo cual era mi intención.
Kiley vaciló y yo le dije bruscamente-: Kiley, da un solo paso más y llamo a
Schecter y sus acomodadores.
Se volvió hacia mí, implorante:
-¿Por qué? ¿Por qué?
-Porque no hay afuera, Kiley. Porque tienes una personalidad retorcida,
patológica. Ahora, por última vez, Kiley... ¿quieres reconocer que has estado
fantaseando?
-No.
-Entonces tendrás que venir conmigo a ver al operador, Kiley. ¿Vendrás de
buen grado o debo llamar a Schecter?
-¡Oh, Dios mío, Dorey! ¿No me quiere permitir que abra esa puerta, apenas
una rendija, para que vea el resplandor de la luz solar?
-No.
-Por favor... ¿tengo que pedírselo de rodillas, Dorey?
-No. ¿Llamo a los acomodadores o vienes pacíficamente?
-Iré con usted, Dorey -dijo Kiley, derrotado, con los hombros caídos, y sin la luz
que tenía en los ojos.
Como quiera que sea, alguien contó lo que sucedía y en el vestíbulo había
gente que observaba silenciosamente cómo salíamos. Kiley gozaba de gran
aprecio y los únicos odiados eran Schecter y sus acomodadores. Yo llevé a
Kiley hasta la sala y a través de la sala hasta la escalera. Era la hora de la
función para niños y aquel día se proyectaría una.serie de doce dibujos
animados de Bugs Bunny. Mientras pasábamos junto a la última fila, Kiley dijo:
-¿Por qué no puede usted pensar lo que afuera sería para ellos, Dorey?
-Sigues insistiendo. ¿Qué piensas decir al operador?
-La verdad.
-Sí, él te lo agradecerá.
En esté momento, nos encontrábamos junto a la salida de la cabina del
operador, muy por encima de la segunda fila de pullman. Nadie había entrado
jamás en la cabina. En cambio, lo que se hacía era apretar un botón y hablar
mediante un tubo.
-Estoy muy ocupado ahora, Dorey... reuniendo películas de una nueva parte
del mundo ¿sabes? Los travelogues de Fitzgerald. De manera que no tenemos
descubrimientos, sino exploraciones. Si pudieras esperar...
-Me temo que no, operador.
-¿Es urgente?
-Sí, operador.
-¿No podrías insinuarme el carácter de la emergencia, Dorey...?
-Se trata del joven Kitey.
-¿Tu protegido de la comisión?
-Sí, operador. Asegura haber abierto una puerta cerrada con llave.
-Por supuesto, le habrás dicho que las puertas cerradas con llave jamás
pueden abrirse... y que ésa es la forma en que Dios hizo el mundo...
-Se lo dije.
-¡Caramba! Bueno, ve a mi oficina. ¿Lo tienes contigo?
-Sí.
-¿Es dócil?
-No va a crear ningún inconveniente, operador.
-Muy bien. Ve a mi oficina y espérame allí, Dorey.
-Sí, operador.
Llevé entonces a Kiley a su oficina. Ésta se encontraba situada en el mismo
piso que la cabina de proyección pero en el extremo más alejado del cine.
Penetramos y nos sentamos en los sillones de cuero, y mientras esperábamos
llegó un acomodador que trajo rosetas de maíz, helados y café caliente. Era el
momento en que debía traer al operador su cena, y el operador había pedido
algo más para Kiley y para mí.
Así era el operador, educado y considerado para todas las necesidades de los
otros.
-¿Tienes miedo? -pregunté a Kiley. Después de todo, Kiley era apenas un
chico y podía suponerse que tuviese miedo.
-No. Bueno, tal vez un poco.
-No debes tener miedo. El asunto está ahora en manos del operador.
-¿Qué me hará, Dorey?
-No lo sé, pero cualquier cosa que haga, será de toda justicia. Con el operador
puedes estar seguro de que así ha de ser. Es muy sabio. Cuando toma una
decisión, es una decisión justa, por supuesto.
-Sí. creo que sí.
-No se trata de creer, Kiley. Puedes estar tranquilo. Con sólo que te quites de la
cabeza esas fantasías.
Entonces entró el operador, y ambos nos pusimos de pie con respeto. Él
agachó plácidamente la cabeza y nos pidió que nos sentásemos. Caminó hacia
atrás de su enorme escritorio y se sentó en un gran sillón giratorio de la clase
que usan los jueces en sus estrados.
-De modo que éste es el joven Kiley -dijo amablemente-. Un joven muy
simpático. Yo conocí a tu padre, Kiley. Un hombre excelente. Sí, en realidad. Y
a tu abuelo. Buenas personas, buena familia.
Después, dirigiéndose a mí, preguntó:
-¿Cuál es el problema, Dorey?
-Yo preferiría que el propio Kiley lo explicase.
-Explícalo, Kiley -dijo el operador.
-Sí, operador.
La voz de Kiley tembló ligeramente, pero eso no tenía nada de extraño cuando
alguien hablaba por primera vez con aquel hombre.
-Quiero explicarle que Dorey me permitió montar un pequeño taller en ese
cuarto que no se usa y que comunica con el vestíbulo. Yo hice un torno para
cortar algunas piezas nuevas destinadas a las máquinas vendedoras. En el
cuarto había una puerta cerrada con llave, y me pareció que se podría hacer en
el torno una llave y abrir esa puerta.
-Estoy seguro de que no lo habrás pensado en serio -dijo el operador,
interrumpiéndolo-. Tú sabes que las puertas cerradas nunca pueden abrirse.
Así es el mundo, así es como Dios lo hizo.
-Me pareció que si hacía una llave, operador...
-¿Una llave? ¡Pobre Kiley! No hay llaves, no hay dragones, no hay unicornios y
no hay magos. Dios ha ordenado su mundo de la mejor forma posible. Los
mitos son para los niños.
-Yo hice la llave, abrí la puerta y salí al mundo, operador.
-¡No te excites, Kiley!
-Pero usted debe escucharme y creerme.
-¡Ah, sí! Te creemos, Kiley. Por supuesto que te creemos.
-¡Entonces usted me cree! Usted me cree.
-¡Oh, sí!
-Y usted sabe que todo lo que está aquí son sombras, sin sentido ni
substancia, y todo lo que es real y bello está afuera.
-Sí, Kiley.
-¿Y qué haremos? -preguntó Kiley con gran emoción-. ¿Saldremos de aquí?
¿Hemos estado sólo esperando un tiempo, un momento... como si Dios
hubiese de alargar una mano hacia abajo, tocarnos y abrir nuestros ojos?
Entonces habría algún sentido para nuestra vida, ¿no es verdad? ¿En mi vida?
¡Oh! Nunca imaginé semejante instrumento. Gracias, operador, gracias,
gracias.
-De nada, Kiley -dijo suavemente el operador, al que yo observaba con
asombro-. Mereces muchas cosas, y te serán concedidas. Ahora espera aquí
un momento. Dorey y yo tenemos que salir y hablar unas palabras en privado
al respecto de este suceso trascendental. ¿Entiendes?
Con lágrimas en los ojos, Kiley agachó la cabeza y luego me dijo:
-Créame, Dorey, yo no tengo nada contra usted. ¿Cómo podría saber? ¿Cómo
podría alguien saber sin ver con sus propios ojos? Quiero decir, alguien que no
sea el. operador. Él sabía, el lo supo inmediatamente. ¿No es así, señor?
-Inmediatamente -convino el operador.
-¡Que Dios lo bendiga! -exclamó Kiley-. Yo no se lo diría a alguien tan superior
a mí, como lo es usted, pero lo debo decir. ¡Que Dios lo bendiga, operador!
-Gracias, muchacho. Ahora espera aquí tranquilo. Dorey, venga conmigo.
Todavía mudo y asombrado, seguí al operador al vestíbulo, adonde con un
susurro vivaz, me dijo:
-Quítate de la cara esa expresión estúpida; tú eres el. presidente.
-Pero yo pensé, operador...
-Ya sé lo que pensaste. Simplemente disimulé delante del pobre chico. Se ha
trastornado y su mal es grave y contagioso. Como comprenderás, debe ser
aislado.
-¿Aislado?
-Sí, Dorey... aislado.
-¿Dónde?
-En el subsótano, Dorey. AIlá abajo, en la carbonera.
-¿Para siempre?
-Supongo que sí.
-¿No es posible curarlo?
-Tratándose de esta manía en particular, no,.Dorey. Es como un hombre que
cree que ha visto la cara de Dios. La visión pasa a ser más que el hombre.
-Yo detesto hacerlo.
-¿Supones que a mí me gusta?
-¡Operador, no hay otra manera?
-Ninguna otra.
El operador volvió a su cabina y yo bajé a encontrarme con Schecter para
contarle lo que debíamos hacer. Schecter sonrió y se lamió los labios con
placer, y pueden creerme que yo habría sido capaz de matarlo allí mismo y en
aquel mismo momento; pero el ser presidente entraña ciertas obligaciones que
no hay manera de eludir. De modo que dejé a Schecter en paz y miré cara a
cara a Kiley cuando penetramos en la oficina del operador, y lo arresté,
atándole las manos a la espalda.
-¡Dorey, no es posible que haga esto! -dijo gritando-. Ya oyó lo que me dijo el
operador.
-Esto lo hago por orden suya -repliqué estúpidamente.
-No. No, miente.
-No miento, Kiley. Que Dios me perdone, pero no miento.
-¿Cómo es posible que se desdiga de sus propias palabras?
-Estaba siguiéndote la corriente.
Kiley echó a llorar. Lo bajamos, de tertulia alta a tertulia intermedia y luego a
platea y al sótano. Fue una suerte para todos nosotros que el operador hubiese
iniciado ya los travelogues de Fitzgerald, pues todo el mundo estaba en la sala.
Así es la gente en este mundo. ¿Cómo puede un hombre vivir y no sentir
curiosidad por el mundo en que vive? Con todo y con sentirme tan afligido por
el destino de Kiley, también me irritaba algo que por culpa suya tuviera que
perder el principio de la proyección. Sin embargo, el deber es el deber.
La carbonera ocupaba el cuarto nivel debajo de la platea, una parte del
subsuelo obscura y de techo bajo. Fue necesario levantar una gran palanca de
hierro con bisagras, después de lo cual desatamos las manos de Kiley, le
anudamos una cuerda en torno de la cintura y lo bajamos a la carbonera.
-¡Está allí! -me gritó-. Dorey, está allí. ¿Cree que podrá destruir esa verdad
destruyéndome a mí?
Y la palanca bajó con un fuerte sonido metálico. ¡Pobre Kiley!
Los insectos
La gente se enteró de la primera transmisión por varios medios. Aunque las
llamadas no identificadas por radio son bastante frecuentes y por lo común no
se sujetan a una divulgación general de noticias -ya que son más o menos
excentricidades y a menudo obra de maniáticos-, no se las atiende
celosamente. Lo interesante de esta señal era que había sido repetida por lo
menos dos docenas de veces y había sido captada en varias partes del mundo
en diferentes idiomas: en ruso en Moscú, en chino en Pekín, en inglés en New
York y en Londres, en sueco en Estocolmo. En todos estos lugares aparecía en
la banda de alta frecuencia, en algo menos de veinticinco megaciclos.
Nosotros nos enteramos por Fred Goldman, jefe del salón de monitores de la
National Broadcasting Company, cuando él y su esposa cenaron con nosotros
a principios de mayo. Él presta atención a estas llamadas; escucha
transmisiones del mundo entero en media docena de idiomas, y le gusta
comentarlas: un barco que pide auxilio y luego silencio y ni una palabra en la
prensa, o una combinación de New Orleans tocando el último rock violento -si
tal cosa fuera posible- en Yarensk, en algún lugar de la tundra del norte de
Siberia, o cualquier otro suceso de entre una docena de incongruentes
acontecimientos diarios transmitidos por las ondas de radio de la Tierra. Pero
esa noche estaba algo sofocado y pensativo, y cuando lo dio a conocer, estaba
menos extraño que razonable.
-¿Sabén? -dijo-. Hoy ha habido una especie de lamento universal y no
logramos identificarlo.
-¡Oh!
Mi esposa sirvió bebidas. Su propia esposa lo miró incisivamente, como si ésta
fuera la primera vez que oía hablar del asunto y le supiera mal verse colocada
a la par nuestra.
-Una buena señal, muy clara -dijo-. Alta frecuencia. Sin embargo, la voz es
extraña... ¿Saben qué dijo?
Había allí otra pareja, los Dennison; él era un cirujano bastante bien
conceptuado y ella hizo un intento más bien torpe por tomar el asunto con buen
humor. Yo trato de recordar cómo se llamaba esta mujer, pero su nombre no
acude a mi memoria. Era rubia, bella y delgada, pero no muy inteligente; ella se
ingenió, sin embargo, para hacer volver a Fred al asunto, mas él se retrajo.
Procuramos persuadirlo, pero cambió de tema y se convirtió en oyente. Hasta
mucho después de la cena no logré obligarlo a seguir hablando de ello.
-¿Acerca de la señal?
-¡Ah, sí!
-Te has vuelto muy sensible.
-No lo sé. Nada muy especial ni misterioso. La voz dijo: "Deben dejar de
matamos".
-¿Eso únicamente?
-¿No te sorprende? -preguntó Fred.
-Ah, no... difícilmente. Tal como dijiste, es una especie de imploración
universal. Yo podría mencionar por lo menos siete lugares del planeta donde
esas mismas palabras serían las más importantes que pudieran transmitirse.
-Supongo que así es. Pero no se originaban en ninguno de esos lugares.
-¿No? ¿Dónde, entonces?
-Esa es la cuestión -manifestó Fred Goldman-. Justamente ésa.
Así fue como yo me enteré del asunto. Me despreocupé, tal como supongo que
hicieron muchos otros, y la verdad es que lo olvidé por completo. Dos semanas
después pronuncié mi segunda conferencia de la serie Goddard Free, de
Harvard. y durante el período destinado a consultas, un estudiante me
preguntó:
-¿Qué piensa usted, doctor Cornwall, de la cortina de silencio que el
establishment ha tendido sobre los mensajes de radio?
Cometí la ingenuidad de preguntar a qué mensajes se refería y una ristra de
carcajadas me dio a entender que yo estaba fuera de la situación.
-"Deben dejar de matarnos" ¿No es eso, doctor Cornwall? -gritó el muchacho y
sus palabras fueron saludadas con una ovación mayor que la que celebró las
mías-. ¿No es eso? "Deben dejar de matarnos". ¿Es eso?
Bebí después un coñac con el doctor Fleming, el decano, delante del hogar de
su cómodo y acogedor estudio y me contó que la universidad hacía una
especie de vigilancia del éter.
-Los muchachos no han causado mucha molestia, ¿verdad? -me preguntó.
Le aseguré que yo estaba de acuerdo con ellos.
-De una u otra manera, nosotros dos representamos al establishment, de
manera que no quiero eludir el tema. ¿Pero no es ésa la señal que llega por
radio? Un amigo mío me contó algo al respecto. ¿Se ha vuelto a captar?
-Actualmente, todos los días -dijo el decano-. Los muchachos lo han tomado
como una especie de grito de combate.
-Pero no he visto nada en los diarios.
-¿Es curioso, no es cierto? -dijo Fleming-. Supongo que de una manera o de
otra, Washington se ocupa de acallarlo, aunque no sospecho cuál sea la razón.
-El primer día no pudieron identificar el origen.
-Hemos hecho pruebas por nuestra cuenta, y hasta se han realizado mayores
esfuerzos en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Es bastante
quejumbroso, ignoro cuál pueda ser el sentido. El estudiantado está muy
enardecido con esta cuestión.
-Ya lo he advertido -convine.
Unos días después, en el almuerzo, mi esposa me informó que el día anterior
había comido con Rhoda Goldman. Este detalle cayó como una especie de
pequeña bomba lanzada con cuidado.
-Sigue -dije muy interesado.
-Vas a burlarte.
-Haz la prueba.
-Poseen algunos antecedentes acerca de esas señales allá en la estación
receptora. O creen tenerlos.
-¡Oh!
-Suponen conocer quién las está enviando.
-¡Gracias a Dios! Tal vez podamos impedir que sigan matándolos o contener a
quien realiza la matanza. Es la queja más triste de que yo tengo noticia.
-No.
-¿No?
-Dije que no, que no podemos evitarlo -aclaró mi esposa muy en serio-, porque
son los insectos.
-¿Qué?
-Eso es lo que me ha dicho Rodha Goldman, los insectos.
Los insectos transmiten los mensajes.
-No tengo más remedio que reír -dije yo a mi vez.
-Sabía que lo harías -opinó mi mujer.
Yo he formado parte de cuatro de las comisiones especiales del alcalde, y al
día siguiente su asistente me llamó para preguntarme si estaría conforme en
integrar otra. Sin embargo, se.negó a aclararme el propósito, pero me dijo que
tenía alguna relación con los mensajes de alta frecuencia.
-Sin duda usted ha oído hablar de ello -dijo el hombre.
Le aseguré que había oído hablar de ello y agregué que integraría la comisión
sólo por curiosidad. El día en que fui al centro de la ciudad para la reunión de la
nueva comisión era el mismo en que el generar Carl de Hargod, el nuevo jefe
de estado, había llegado a New York para hablar durante un banquete en el
Waldorf; y en aquel momento era recibido por el alcalde y un millar de
manifestantes. Estos constituían un conglomerado de pacifistas y de hippies, y
marchaban de un lado a otro al frente del municipio, en silencio y portando
letreros que decían: "Usted debe impedir que nos sigan matando".
Llegué lo bastante temprano como para entrar antes de que empezasen las
ceremonias de bienvenida, y cuando me uní a los demás integrantes de la
flamante comisión, escuché un pedido de disculpas por la ausencia del alcalde
y la promesa de que estaría con nosotros antes de media hora. Formaban
parte de la comisión otras cinco personas, tres hombres y dos mujeres. Yo
conocía a estas últimas, Kate Gordon, que era comisionada de salud pública y
Alice Kinderman, que estaba vinculada con el museo de Historia Natural y
acababa de ser nombrada asesora de la Dirección de Parques, y conocía
también a uno de los hombres, Frank Meyers, abogado que tenía vinculaciones
importantes en Washington. Meyers me presentó a los demás, a Basehart, que
era jefe del Departamento de Entomología en la enorme universidad de la
ciudad y a Krummer, del Departamento de Agricultura de Washington.
La presencia del entomólogo incentivó mi incredulidad, y cuando Meyers me
preguntó si conocía el motivo de aquella reunión, contesté que sabía
únicamente que tenía algo que ver con las señales de radio.
-Lo curioso es que sabemos quiénes las transmiten.
-Qué es lo que las transmite -corrigió Alice Kinderman-. La idea de quiénes es
un poco inquietante.
-Yo no lo creo -dije-. Me inclino hacia los comunistas.
-Hemos estado matando muchos comunistas -convino Basehart con aquella
curiosa indiferencia propia de un sabio-. Puedo asegurar que no me gusta el
asunto. Bueno, a nadie le hace gracia que lo maten, ¿verdad? Esta vez, sin
embargo, son los insectos.
-¡Cuentos! -exclamó Kate Gordon.
Conversamos luego en calma, tal como debía esperarse de seis hombres y
mujeres civilizados y de mediana edad, como éramos, y si entre nosotros hubo
quienes dudaron, Basehart se encargó de convencerlos. Me convenció a mí.
Era un hombre pequeño, de nariz larga, dotado de unos ojos de color azul
eléctrico, y cuya sonrisa emocionaba. Cualquiera podía advertir que lo ocurrido,
en cuanto a él concernía. era lo más maravilloso y excitante sucedido alguna
vez, y, tal como lo explicaba, lo absurdo desaparecía y se afirmaba lo
inevitable. Nos convenció de que en todo momento había sido inevitable. Lo
único que no pudo conseguir era que compartiésemos su entusiasmo.
-¡Es tan lógico! -aseguró-. El insecto no es una realidad en sí mismo. sino un
fragmento. La realidad es la colmena. Los insectos no piensan en los términos
nuestros; no tienen cerebros. En el mejor de los casos, tienen algo que podría
considerarse como uno de esos circuitos impresos que hacemos para las
radios fabricadas en serie. Son células, no órganos. ¿Pero piensa la colmena?
¿Piensa el enjambre? ¿Piensa la ciudad de los insectos? Ése es el interrogante
al que nunca hemos podido responder satisfactoriamente. ¿Y qué puede
decirse del superenjambre? Siempre hemos sabido que se comunican entre
sí.y con el enjambre o con la colmena, ¿Pero cómo? ¿Por radio? Ciertamente
alguna especie de onda, ¿y por qué no de alta frecuencia?
-¿Energía? -preguntó alguien.
-Energía. ¡Dios mío! ¿Alguien tiene una noción de cuántos existen? Sólo de
especies hay más de medio millón. En cuanto a los individuos, está fuera de
nuestro alcance calcularlo. Podrían generar cualquier energía requerida.
Cumplir cualquier tarea... si, por supuesto, se juntan en una supercolmena o un
superenjambre teórico y adquieren conciencia de sí mismos. Y parece que así
ha ocurrido. ¿Saben? Nosotros siempre los hemos matado, pero tal vez ahora
sean ellos demasiados. Tienen un enorme instinto de supervivencia.
-Y al parecer nosotros, en algún lugar del camino, hemos perdido el nuestro,
¿no es así? -pregunté.
El alcalde tenía demasiadas obligaciones, demasiados problemas en una
ciudad a la cual le faltaba poco para ser ingobernable, y resultó difícil precisar
la seriedad con que tomó el ruego de los insectos. Quienes militan en la vida
pública tienden a mantenerse a la defensiva en cuestiones de esta clase.
Tantas veces había pronunciado yo conferencias sobre cuestiones de ecología
social, que por fuerza debía conocer lo difícil que es inducir a los dirigentes
políticos a meditar en la posibilidad de que, sencillamente, lo que hacemos
todos sea cerrarnos el paso hacia un futuro viable.
-Hemos tenido que detener a más de un centenar de pacifistas -dijo el alcalde
con cansancio- la mayoría de ellos pertenecientes a buenas familias, lo cual
significa que no podré dormir esta noche y dado que sólo dispuse de una o dos
horas anoche, creo que ustedes comprenderán mi resistencia, señoras y
caballeros, a acalorarme por mensajes enviados por insectos. Lo admito sólo
porque el Departamento de Agricultura insiste en que así haga, y por lo tanto
pido a ustedes que se avengan a servir en este comité especial y a redactar un
informe al respecto. Estamos destinando cinco mil dólares para trabajos de
oficina y la Fundación Ford nos ha prometido cooperación plena.
El alcalde no pudo seguir acompañándonos, pero dedicamos otra media hora a
comentar el asunto y ponernos de acuerdo para una nueva reunión, luego de lo
cual salimos separadamente.
La creencia en lo absurdo no es muy tenaz, y pienso que más o menos en el
momento en que se terminó la reunión, habíamos arrojado sobre los insectos
una cubierta muy sólida de duda. Dadas las muchas premuras, al llegar la hora
de la cena yo me había olvidado del asunto; mi mujer me preguntó entonces
con expresión petulante:
-Bien, Alan, ¿qué te propones hacer acerca de los insectos?
Como yo no le contesté inmediatamente, ella me informó que en la tarde había
mantenido una conversación con su hermana, Dorothy, de Upper Montclair, y
que ellas tomaban el asunto muy en serio. Más aún, el hijo de Dorothy, un
estudiante aventajado del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que se
especializaba en física, había trabajado en la electrónica -o la física, ella no
estaba muy segura- que sustentaba la cuestión de las señales de alta
frecuencia.
-Es un joven inteligente -dije.
-Y el tuyo es un comentarlo muy esclarecedor.
-Bien, el alcalde ha formado una comisión. Yo tengo el honor de pertenecer a
ella.
-Eso es lo que más me gusta de nuestro apuesto alcalde -dijo Jane-. Nombra
comisiones para cualquier cosa, ¿no es cierto? Estoy segura de que ahora
tiene la conciencia tranquila...
-¡Cielo Santo! -dije yo-. ¿También de esto tiene que tener conciencia?
Nunca terminé mi defensa de! pobre hombre acosado. Sonó el teléfono. Era
Bert Clogmann, uno de los directores del New York Times, a quien algo
conocía y quien me informó que habían decidido publicar la noticia en la
edición de la mañana, dado que ya había aparecido en Londres y en Roma, y
me preguntaba si podría explicarle algo respecto de la comisión.
Le expliqué lo relativo a ella, y luego le pregunté qué pensaba.
-¿Si lo creo? -dijo Clogmann-. Bueno, gracias al cielo no necesito incluir mi
opinión en el artículo. Al parecer existen antecedentes suficientes para que
podamos citar juicios de personas eminentes, y los rusos lo están tomando tan
en serio como para promover la cuestión en la UN. La semana que viene.
Además, los pequeños canallas se han devorado mil setecientas hectáreas de
trigo en la parte oriental de Nebraska. Como quien silva en una caña. Tal vez
eso sea una simple coincidencia.
-¿Qué pequeños canallas?
-Las langostas.
-Bueno, ¿acaso no se trata de un asunto muy antiguo, es decir, que siempre
han devorado algo en un sitio u otro?
Pero no conseguí que Clogmann comprometiese opinión al respecto. Siempre
tuvo la sensación de que la suya era la opinión del Times, por así decir, y fue
muy reticente, pero sin que eso lo diferenciase de casi todos sus colegas. Ello
era demasiado grande para esforzarse en creerlo.
-Si estás en una comisión -dijo mi esposa-, entonces tienes que creerlo.
-Yo creo que parte de la labor de esa comisión es comprobar la validez del
asunto en sí.
-¿Lo cree alguno de los.miembros?
-Tal vez Basehart. Es entomólogo.
-Yo me siento tonta -dijo mi mujer, sonriendo-, pero he observado insectos
acuáticos. Son tan enormes y tan espantosos de todas maneras... quiero decir
que ni siquiera se resienten de que los maten. ¡Pero qué idea más horrible!
Nosotros damos por sentado que cuanto no sea humano no protesta si se lo
mata.
En nuestra primera reunión oficial de la comisión, Krummer, el hombre del
Departamento de Agricultura. habló sobre el mismo tema, pero se expresó en
forma un tanto ofensiva acerca de los humanistas. Luego de esbozar el nuevo
programa que habían preparado en Washington, una campaña de tres puntas,
como él dijo, los insecticidas, el gas venenoso y las radiaciones, se ocupó de la
posición de aquellas personas sensibles que aseguraban que nosotros tal vez
matamos con excesiva facilidad.
-¿Puede alguien imaginar el desastre que sufriría la humanidad si se permitiese
libre acción a los insectos? Hambre mundial, para no mencionar enfermedades,
y la desazón consiguiente.
De aquí pasó a trazar un cuadro bastante terrible, a lo cual solamente se opuso
Basehart, y aun éste en forma suave. Basehart destacó que el hombre había
existido antes que los insecticidas y se alimentó perfectamente bien.
-Hay un equilibrio natural en esta clase de cosas, una totalidad ecológica. Los
insectos se comen unos a otros, las aves comen insectos y ciertos animales
contribuyen a su vez, y hasta la naturaleza de un modo misterioso restringe lo
que se exceda en un sentido u otro. Pero hemos matado a las aves sin
misericordia y ahora estamos tratando de matar a los insectos, y seguimos
quitando partes de ese ciclo ecológico, y quién sabe adónde nos conducirá.
Pero el hecho principal presentado a la comisión fue que los mensajes de alta
frecuencia habían cesado, y una vez que se detenía esa manifestación visible
de un deseo tan natural como el de la supervivencia, los partidarios de la duda
comenzaron a ejercer su dominio y se dedicaron a demostrar que el público
había sido burlado. Dado que fuera del simple hecho aislado de la devastación
en Nebraska, no se había advertido cambio alguno en la conducta de los
insectos en ningún lugar del planeta, la idea de que se trataba de una burla
encontró asidero muy fácilmente. Nombramos a Frank Meyers, para que
formase una especie de comisión de un único integrante para que investigara
los pros y los contras del asunto y dentro de las dos semanas presentara un
informe.
-Esto -expliqué a mi esposa- es la forma normal de proceder en las comisiones;
no encontrar, sino perder. Perderemos de vista esta crisis muy pronto.
-Dentro de dos semanas tenemos que partir para Vermont -me hizo notar mi
esposa.
-Nos quedaremos aquí todo el verano -le aseguré-. También ésa es la forma
normal en que operan las comisiones.
Cuando nos reunimos nuevamente dos semanas después, tanto Krummer
como Meyers se expresaron de modo tranquilizador.
Con gran deleite, Krummer nos contó que el Pentágono había unido sus
fuerzas con las del Departamento de Agricultura para fabricar un insecticida tan
mortífero que un solo cuarto de galón de ese producto, en forma de llovizna
fina, mataría cualquier insecto en la superficie de una milla cuadrada. Sin
embargo, era tan mortífero para animales como para seres humanos,
inconveniente que ellos esperaban salvar muy pronto. Pero Meyers opinó que
la cuestión no debía preocupar mayormente.
-Los de la C.I.A. -explicó- están más o menos conformes en que los rusos son
los responsables de las transmisiones. Tienen por doquier aparatos secretos y
es parte de su plan general sembrar el temor y la discordia en el mundo libre.
Más aún, sabedores de que ellos mismos lo han hecho público, Pravda publicó
ayer un largo artículo en el cual nos culpan a nosotros. También me he
entrevistado con veintitrés de los principales naturalistas, y todos, excepto uno,
están de acuerdo en que el concepto de una inteligencia colectiva de los
insectos al nivel de la inteligencia del hombre es absurdo.
-Por supuesto; nuestra labor no será un desperdicio -dijo Krummer-. Me refiero
a que un nuevo insecticida valdrá la que pese en oro, y dado que en su forma
presente mata hombres con la misma facilidad que insectos, supone agregar
armas secretas a nuestro arsenal. Es un ejemplo excelente de la forma en que
las diversas ciencias tienden a superponerse, y creo que podemos darle la
bienvenida como parte vital de la forma norteamericana de vivir.
-¿Quién fue el hombre de ciencia que no estuvo de acuerdo? -pregunté.
-Basehart -dijo Meyers.
Basehart sonrió modestamente y respondió:
-Yo no creo que deba tomárseme en cuenta, ya que soy miembro de la
comisión. Lo cual hace que la opinión científica sea unánime. O por la menos,
creo que así es como debe consignarse este asunto.
-¿Todavía cree que eran los insectos? -preguntó la señora Kinderman.
-¡Ah, sí! Ciertamente, sí.
-¿Por qué?
-Sólo porque es lógico y emocionante -dijo Basehart-, y ustedes saben que los
rusos son tan desesperadamente melancólicos y faltos de imaginación, que
jamás se les ocurriría pensar semejante cosa, ni aunque pasase un millón de
años.
-¡Pero una inteligencia colectiva! -objeté yo-. Me desagrada la palabra absurdo,
pero podría decir que esto es bastante increíble.
-Nada de eso -replicó Basehart, casi como si pidiera perdón-. Es un concepto
muy familiar entre los entomólogos, y desde hace varias generaciones se viene
hablando de ello. Reconoceré que lo utilizamos pragmáticamente cuando nos
faltan explicaciones más aceptables, ¡pero es tanto lo relativo a insectos de
hábitos sociales que no concuerda con ninguna otra explicación! Naturalmente,
aquí tratamos de.una inteligencia mucho más desarrollada y compleja; pero
¿quién dirá que ésta no sea una línea de evolución absolutamente legítima?
Somos como niños en nuestro entendimiento de la forma en que procede la
evolución, y en cuanto a su propósito, bueno... ni siquiera hemos empezado a
investigar.
-¡Oh, vamos! -dijo Kate Gordon, o tal vez, para describirlo mejor, debería decir
que lo bufó-, está poniéndose decididamente teleológico, doctor Basehart, y
entre hombres de ciencia creo que esto no tiene defensa.
-¡Oh! -pero por lo visto, Basehart no deseaba discutir-. Tal vez. Sin embargo,
algunos de nosotros no podemos menos que ser siquiera un poco teleológicos.
No siempre nos sobreponemos a la educación religiosa de nuestra niñez.
-Intelectualmente, se la debe superar -dijo muy relamida Kate Gordon.
-Basehart -dije yo-, supongamos que debamos aceptar esa inteligencia, no
como una realidad, sino como un tema de discusión. ¿Deberíamos tener
motivo para temerla? ¿Tendría que ser maligna?
-¿Maligna? ¡Ah! No... absolutamente, no. Nunca ha sido ése el concepto que
yo tengo de la inteligencia. El mal es mediocre y más bien estúpido. No, la
sabiduría no es maligna, todo lo contrario. Pero, tengamos o no que temerlos...
bueno, me refiero a que no hemos aportado ninguna explicación satisfactoria.
Yo no quiero decir nosotros, los de esta comisión. Hablo de la humanidad. La
humanidad sólo avanzó en dos direcciones, en la de convencerse de que una
inteligencia de insectos no existía y en la de fabricar un nuevo insecticida. Pero
lo que ellos nos piden es que no sigamos matándolos. ¿Qué van a hacer ellos?
-Vamos, vamos -dijo Meyers riendo- ¿no estamos jugando demasiado bien
este juego? Hemos formado una comisión de ciudadanos sinceros e
interesados, y no me parece que hayamos solucionado el problema. Yo
propongo que pasemos a cuarto intermedio hasta el mes de septiembre.
La moción fue aprobada y puesta en práctica.
Mientras nos dirigíamos a nuestra propiedad veraniega de Vermont, mi mujer,
Jane, me dijo un tanto entristecida:
-Si nuestro hijo estuviese vivo, yo no dormiría demasiado bien. ¿Sabes una
cosa? Hace tres años que murió, y me parece que hubiera sido ayer.
-Vamos a iniciar unas vacaciones para descansar -le dije-, y no soporto esta
clase de humor.
-Se trata sencillamente de que a veces dejo de preocuparme. ¿Eso será parte
del envejecimiento?
-Nos seguimos preocupando -respondí vivazmente. Pero entendía
perfectamente lo que ella quería decir.
Nuestra propiedad de veraneo está situada en un valle aislado y maravilloso de
tierra adentro, al igual que tantos otros valles de tierras altas en Vermont, llenos
de días soleados y noches frescas, y con un cielo estrellado sobre los verdes
pliegues del terreno. Es un lugar donde las horas avanzan de diferente manera
y luego de estar allí un tiempo nosotros avanzamos con el ritmo del lugar.
De cuando en cuando teníamos compañía, pero no con demasiada frecuencia
ni demasiado numerosa y sobre todo los fines de semana. El pueblo estaba a
diez kilómetros, por un camino de tierra, y a algo más de treinta kilómetros de
allí se encontraba una colonia de artistas de magnitud bastante respetable,
donde funcionaban una orquesta sinfónica y un teatro, ambos de verano, y
siempre había muchos con quienes hablar si nos sentíamos solos en nuestra
casa. Pero íbamos poco, dos o tres veces por verano y raramente nos
sentíamos tristes o solitarios en la forma en que suele entenderse la soledad.
Siguiendo nuestro mismo camino, a más o menos un kilómetro y medio, vivía
nuestro vecino más cercano, un hombre viudo llamado Glenn Olson, que en el
verano preparaba miel y en el invierno jarabe de arce. Ambos eran deliciosos.
Los arces que tenía en su casa eran viejos y fuertes y las abejas trabajaban
entre las flores silvestres del terreno de pastoreo abandonado.
Tenía intención de visitarlo tanto por la miel como por el jarabe, pero venía
difiriendo la visita de día en día. Hasta entonces, nada fue muy diferente,
únicamente los días calurosos del verano, y las aves y los insectos que
zumbaban indolentemente en el aire cálido. Podríamos haber olvidado todo
aquello con sólo que hubiésemos sido poco crédulos, pero de alguna manera
había en ambos un pequeño esbozo de creencia. Recibimos una tarjeta postal
de Basehart, que se encontraba en las islas Virgenes, donde estaba
catalogando especies y tipos de insectos. La tarjeta terminaba con una
despedida un tanto sentimental. Ni mi esposa ni yo lo notamos, porque como
he dicho, poseíamos una pequeña facultad capaz de creer.
Por supuesto, entonces, hacia el principio del verano, las ciudades morían.
Ha habido muchas especulaciones acerca de insectos y lo que podrían hacer si
fuesen como algunos pensaban. Se escribieron artículos, se imprimieron libros
apresuradamente y hasta se proyectaron películas. Hubo pesadillas acerca de
superinsectos, ejércitos de hormigas, demonios alados; pero nadie aceptaba la
simple sencillez del hecho. Los insectos, ante todo, se desplazaban
simplemente contra las ciudades. Al parecer, una inteligencia única regía todos
los movimientos de los insectos, y que millones de personas perecieran no
significó nada que alterase la supervivencia de la inteligencia. Llenaron los
acueductos y detuvieron la circulación del agua. Pusieron en corto circuito los
cables y cesó el fluir de la electricidad. Consumieron la comida que había en
las ciudades y millones de ellos se lanzaron sobre las provisiones que llegaban.
Obstruyeron las cloacas y diseminaron enfermedades y las ciudades murieron.
Los insectos murieron en millares de millones, pero esta vez ya no fue
necesario matarlos. Ellos mismos se impusieron la muerte, y las ciudades
ulcerosas, atacadas de malarias y acosadas por plagas murieron junto con
ellos.
Primero vimos en!a televisión cómo esto sucedía, pero la televisión
desapareció muy pronto. Poseemos una torre retransmisora. pero ésta dejó de
funcionar a los tres días de iniciarse el ataque contra las ciudades; el cuadro
fue luego tan terrible como para perder el sentido y unos pocos días después
desapareció. Entonces escuchamos radio hasta que la radio también se acalló.
Quedaba el valle como si jamás hubiera existido, el silencio y los insectos
pendientes en el aire caluroso, a la luz del sol, y en la obscuridad de las
noches.
Mi propia idea fue ir en el auto a la ciudad, y día a día tuve la sensación de que
debía hacerlo, pero mi esposa me lo impidió. Su temor de abandonar nuestra
casa para ir a la ciudad era tan grande que hasta que el alimento comenzó a
escasear, no estuvo de acuerdo en que yo fuese, ni aun acompañado por ella.
Nuestro teléfono había dejado de funcionar mucho tiempo atrás, y después de
días de no ver un avión por el cielo me di cuenta de que los aviones ya no
volaban. Finalmente, yendo en el auto a la ciudad, nos detuvimos en la casa de
Glenn Olson para preguntarle si él sabía cómo estaba el pueblo, y para
comprar tal vez algo de miel y jarabe. Lo encontramos muerto en su dormitorio;
no muerto desde mucho antes, tal vez sólo desde el día anterior. Había sido
picado en un antebrazo tres veces mientras dormía. Mi mujer, que en un
tiempo fue enfermera. explicó el proceso mediante el cual tres pinchazos
consecutivos de abeja bastarían para matar a un hombre. El aire estaba lleno
de abejas que zumbaban, trabajaban y volaban.
-Creo que volveremos a casa -dije.
-No podemos dejarlo así.
-Podemos -dije, pensando. que millones de otros seres estaban igual que él.
Olson tenía una alacena bien provista. Llené algunas bolsas con mercaderías
en lata, harina, habas, miel en tarros y jarabe de arce, y llevé todo al auto,
mientras Jane se quedaba en la casa. Luego cubrí el cadáver de Olson con
una frazada y tomé a Jane de un brazo.
-No quiero ir allí -dijo.
-Bueno, debes saber que no tenemos otra solución. Aquí no podemos
quedarnos.
-Tengo miedo.
-Pero no podemos quedarnos aquí.
Finalmente la convencí y fuimos al auto. Tenía los brazos cubiertos y sostenía
una toalla sobre la cara, pero las abejas no hicieron caso de nosotros. En el
auto levantamos las ventanillas y volvimos a nuestra casa de verano, a la cual
entramos casi corriendo.
Sin embargo, me sobrepuse al pánico y resistí la tentación de cubrirme con
telas de mosquitero. Hablé con Jane y finalmente la convencí de que aquello
no era algo que pudiera evitarse o contra lo cual fuera posible tomar medidas.
Era como el viento, la lluvia, la salida y la puesta del sol. Sucedía y nada que
hiciésemos lo alteraría.
-Alan, ¿le ocurrirá a todo el mundo? -me preguntó-. ¿Será así en el mundo
entero?
-No sé.
-¿Qué beneficio aportaría a ellos el que esto alcance a todo el mundo?
-No querría vivir si le sucediese a todos.
-No es cuestión de la que nosotros queramos. Es la forma en que las cosas se
presentan. Sólo podemos vivir con esto tal como es.
Sin embargo, cuando volví al automóvil para recoger las provisiones que
habíamos tomado de la casa de Olson, tuve que apelar a cuanto coraje y
fuerza poseía.
Las cosas fueron algo mejor al día siguiente, y al tercer día pude inducir a Jane
a que saliese de la casa conmigo para caminar un rato.. Al principio se negó,
pero al cabo de poco su temor comenzó a desaparecer y entonces,
paulatinamente, aquello se convirtió en algo con lo cual se vive, como supongo
que todo puede convertirse. La semana siguiente yo me senté a escribir este
relato. He estado trabajando en él tres días. Ayer una abeja se posó en el
dorso de mi mano, una abeja obrera zumbadora, escandalosa y grande.
Sostuve la mano con firmeza. miré a la abeja y la abeja me devolvió la mirada.
Entonces se alejó volando, y tuve una sensación de que todo había sucedido y
de que lo pasado no se repetiría. Pero cómo lo recibiríamos y cómo
volveríamos a acomodarnos a la vida, yo no lo sé. Anoche hablé de ello con mi
esposa.
-¡Ojalá que Basehart esté vivo y bien! -dijo-. Me gustaría volver a verlo.
Lo cual resultó bastante curioso, dado que lo único que ella sabía al respecto
de Basehart era lo que yo le había contado.
Después se echó a llorar. No era mujer que llorase mucho y pronto se enjugó
las lágrimas y se dedicó a coser no sé qué cosa que había dejado abandonada
semanas antes. Encendí la pipa. Fue lo último que hice aquel día. Estábamos
sentados y en silencio cuando obscureció.
Encendí nuestra pequeña lámpara de kerosene y ella me djjo:
-Más pronto o más tarde tendremos que ir al pueblo, ¿no es verdad?
-Más pronto o más tarde -le dije.
FIN
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