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Amar a Dios con San Agustín - José Antonio Galindo Rodrigo

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JOSÉ ANTONIO GALINDO RODRIGO, OAR
AMAR A DIOS
CON SAN AGUSTÍN
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
2
© 2015 by JOSÉ ANTONIO GALINDO RODRIGO, OAR
© 2015 by EDICIONES RIALP, S. A.
Alcalá 290 - 28027 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-4503-2
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la
transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por
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CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o
escanear algún fragmento de esta obra.
3
Excepto algunas pequeñas variantes, en la traducción de los textos de san Agustín se ha utilizado la versión de
Obras Completas de San Agustín de la BAC.
4
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
ABREVIATURAS
INTRODUCCIÓN:LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL DE SAN AGUSTÍN
1.PRIMER GRADO DE ASCESIS: LA LUCHA CONTRA EL MAL
El pecado contra la creación de Dios
Qué es el mal moral o pecado
Malas consecuencias del pecado
El pecado no es un medio válido para alcanzar la felicidad
La lucha contra el pecado
Formas y duración de esta lucha
La falsa paz
La ayuda del Espíritu Santo
Resultado de esta lucha en el tiempo y en la eternidad
2. SEGUNDO GRADO DE ASCESIS: DESDE LA DISPERSIÓN Y DIVISIÓN DEL
CORAZÓN A LA INTERIORIDAD Y UNIFICACIÓN INTERIOR
La dispersión
La división del propio ser
El peligro de la tibieza en la vida cristiana
La llamada de Dios
La interioridad
La sinceridad
El desorden y el orden en el amor
3. TERCER GRADO DE ASCESIS: LA VIRTUD DE LA HUMILDAD
El trabajo ascético con nosotros mismos
En qué consiste la virtud de la humildad
La maldad de la soberbia
5
La bondad de la humildad
La humildad de Cristo en su encarnación
La humildad de Cristo en su vida mortal
Aplicación de la virtud de la humildad a la vida cristiana
4. CUARTO GRADO DE ASCESIS: INTENCIONES Y MOTIVACIONES EN LA
VIDA CRISTIANA
Ascesis corporal y ascesis espiritual-personal
Las intenciones y las motivaciones
Las diferentes calidades de las intenciones y motivaciones
Derivaciones y consecuencias
Dios nos pide sobre todo el corazón
5. LA GRACIA DE DIOS: I. GRACIA ACTUAL
El Dios de la gracia como luz para la inteligencia humana
La fe como luz y confianza debidas a Cristo
El Dios de la gracia como bien para el ser humano
La vuelta a la casa del Padre con la ayuda de la gracia
La verdadera libertad, un precioso regalo de la gracia de Dios
La auténtica finalidad de la libertad es hacer libremente el bien
6. LA GRACIA DE DIOS: II. GRACIA INCREADA O ESTADO DE GRACIA
El Dios de la gracia diviniza al ser humano
Divinización del hombre y humanización de Dios
El Dios de la gracia, presente personalmente en el justo
Relaciones personales de las divinas personas y el ser humano en gracia
7. LA ORACIÓN
Lo que es la oración
Cristo presente en la oración
Necesidad de la oración
Las condiciones de la oración bien hecha
El modo de hacer la oración
Lo que hemos de pedir en la oración
Las formas de la oración
Acción de gracias
Oración de alabanza
Oración de júbilo
Otra forma de oración: la meditación
La contemplación
8. EL AMOR CRISTIANO. I: CARIDAD TEOLOGAL O PARA CON DIOS
Lo que es el amor
6
Importancia del amor cristiano o caridad
El amor a Dios
Del temor al amor
Amor desinteresado al bien, a Dios
El amor a Dios y a las criaturas
Por qué hemos de amar a Dios
Amar a Dios con san Agustín
9. EL AMOR CRISTIANO. II: CARIDAD FRATERNA O PARA CON EL PRÓJIMO
Las pautas del amor al prójimo
El máximo exponente del amor
Unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo
El amor fraterno, camino para llegar al amor de Dios
El amor a los enemigos
El cristianismo no es un masoquismo. El verdadero amor a los enemigos
Solidaridad con el necesitado
La convivencia humana y cristiana
La vida religiosa en comunidad
10. LA UNIÓN CON DIOS
El largo proceso hasta la unión con Dios. Primer paso: descubrir la desemejanza con
Dios
Las bases para llegar a la unión con Dios
La purificación y ordenación del amor
San Agustín, un enamorado de Dios. La unión con Dios
La unión con Dios y la vida de gracia
Otra descripción de la unión con Dios en el amor
11. LOS TÍTULOS SALVÍFICOS DE CRISTO: MEDIADOR, REDENTOR,
MAESTRO, CAMINO Y MÉDICO
Cristo, Mediador
Cómo es Cristo Mediador
Cristo, Redentor
Victoria de Cristo sobre el diablo y contra todos los pecados de la humanidad
Cristo, Maestro interior
Cristo, Maestro universal de toda la humanidad
Cristo, Camino
Cristo, Médico espiritual
12. SEGUIMIENTO E IMITACIÓN DE CRISTO
Imitación de Cristo en la virtud de la humildad
El seguimiento de Cristo en la Pasión
La imitación de Cristo en la lucha contra los vicios y pecados
7
Cómo ha de ser el seguimiento e imitación de Cristo por medio de la caridad
Las virtudes naturales
13. EL CRISTO TOTAL. LA IGLESIA
Qué es y cuáles son las características del Cristo total
Las condiciones para ser miembros del Cristo total y participar en la vida del Espíritu
Santo
Consecuencias de la realidad del Cristo total
El Cristo total hace oración a Dios durante todos los tiempos
El Cristo total está ya en la gloria
Identificación de Cristo con los miembros de su Cuerpo
Oración de la Iglesia por sí misma
14. LA EUCARISTÍA
La presencia real de Cristo en la eucaristía
La eucaristía como sacrificio
La eucaristía, alimento del cristiano que peregrina hacia la patria, hacia Dios
Íntima unión entre Cristo eucaristía y Cristo místico que es la Iglesia
La eucaristía, suma y culminación de la vida y valores cristianos
Actitudes en la recepción del Sacramento
En la eucaristía se manifiestan el poder y el amor divinos en toda su grandeza
La inconmensurable hermosura espiritual de Cristo
15. LA SANTA VIRGEN MARÍA, MADRE DE CRISTO, MADRE DE LA IGLESIA
Y MODELO DE SANTIDAD
Al lado de Cristo, nuestro único Redentor, está su Madre, la Virgen María
La elección de María como Madre del Salvador
Hasta dónde llega la santidad de María
La virginidad de María
Maternidad divina
María y la Iglesia
La santidad de María en relación con su maternidad divina
María fue Madre de Cristo al aceptar la voluntad de Dios. Los fieles, imitando a
María, también pueden ser madres espirituales de Cristo
María, en todo su ser, es una obra admirable en grado sumo de la gracia de Dios
16. LOS PEREGRINOS HACIA LA PATRIA: LA VIDA ETERNA
El amor a las criaturas y el amor al Creador
Qué es el cielo. Por el deseo podemos anticipar nuestra estancia en el cielo
La esperanza de la vida eterna, componente de la vida cristiana
Las contrariedades de la vida
La virtud de la esperanza
La seguridad de la esperanza cristiana
8
Actitud ante la muerte
Cómo será la felicidad en la vida eterna
En qué consistirá la vida eterna
Esperanza de la vida eterna y compromiso cristiano
9
ABREVIATURAS
Conf.
Confessiones (Confesiones)
C. ep. pelag.
Contra duas epistulas pelagionorum (Réplica a las dos cartas de los pelagianos)
C. Faustum
Contra Faustum manichaeum (Réplica a Fausto, el maniqueo)
C. Iul. o.
imp.
Contra Iulianum opus imperfectum (Réplica a Juliano, obra inacabada)
C. Max.
Contra Maximinum arianum (Réplica a Maximino, arriano)
C. ser. ar.
Contra sermonem arianorum (Réplica al sermón de los arrianos)
De an. orig.
De anima et eius origine (Naturaleza y origen del alma)
De bono
con.
De bono coniugali (La bondad del matrimonio)
De b. vid.
De bono viduitatis (La bondad de la viudez)
De civ. Dei
De civitate Dei (La ciudad de Dios)
De cor. et
gr.
De correptione et gratia (La corrección y la gracia)
De d. anim.
De duabus animabus contra manichaeos (Las dos almas, contra los maniqueos)
De div.
quaest.
De diversis quaestionibus 83 (Ochenta y tres cuestiones diversas)
De doc.
christ.
De doctrina christiana (La doctrina cristiana)
De g. ad lit.
De genesi ad litteram (Comentario literal al Génesis)
10
De gr. Chr.
De gratia Christi (La gracia de Cristo)
De g. c.
man.
De genesi contra manichaeos (Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos)
De gr. et lib.
arb.
De gratia et libero arbitrio (La gracia y el libre albedrío)
De g. Pel.
De gestis Pelagii (Las actas del proceso a Pelagio)
De lib. arb.
De libero arbitrio (El libre albedrío)
De mor.
eccl. cat.
De moribus ecclesiae catholicae et de moribus manichaeoron (Las costumbres de la Iglesia
católica y las de los maniqueos)
De nat. et
gr.
De natura et gratia (La naturaleza y la gracia)
De op. mon.
De opere monachorom (El trabajo de los monjes)
De ord.
De ordine (El orden)
De pec. mer.
De peccatorum meritis et remissione (Los méritos y el perdón de los pecados)
De quant.
an.
De quantitate animae (La dimensión del alma)
De quaest.
Simpl.
De diversis questionibus ad Simplicianum (Cuestiones diversas a Simpliciano)
De s. virg.
De sancta virginitate (La santa virginidad)
De s. Dom.
De sermone Domini in monte (El sermón de la montaña)
De sp. et lit.
De spiritu et littera (El espíritu y la letra)
De Trin.
De Trinitate (La Trinidad)
De ut. cred.
De utilitate credendi (La utilidad de creer)
De ut. ieiun.
De utilitate ieiunii (La utilidad del ayuno)
De v. rel.
De vera religione (La verdadera religión)
Enchir.
Enchiridion sive de fide, spe et caritate (Manual de la fe, la esperanza y la caridad)
En. in ps.
Enarrationes in psalmos (Comentarios espirituales a los salmos)
11
Ep.
Epistula (Carta)
In Io. ep.
Epistulam ad parthos Iohannis tractatus (Tratado sobre la primera Carta de san Juan)
In Io. ev.
In Iohannis evangelium tractatus (Tratados sobre el Evangelio de san Juan)
Reg.
Regula ad servos Dei (Regla a los siervos de Dios)
S.
Sermo (Sermón)
Ss.
Sermones (Sermones)
Sol.
Soliloquia (Soliloquios)
* Las abreviaturas listadas son de las obras de san Agustín citadas en este libro
Nota bene. Todas las citas de los textos agustinianos de este libro han sido debidamente verificadas con la ayuda
del agustinólogo José Anoz Gutiérrez, oar.
12
INTRODUCCIÓN: LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL DE SAN
AGUSTÍN
I
Se ha dicho con razón que san Agustín es un autor de todos los tiempos, pero a mí me
parece que es sobre todo para nuestros tiempos. En efecto, los férreos sistemas de
exponer y probar propios de la Escolástica y aun de la Neoescolástica han desaparecido.
Desde el existencialismo, el acercamiento de los intelectuales a la realidad misma del ser
humano ha sido mayor que nunca, hasta que ha aparecido esa especie de estertor agónico
filosófico llamado neopositivismo, que es un sistema de pensar amputado en sí mismo.
San Agustín, con su modo de pensar situado en la realidad existencial del ser humano,
comprometido con la vida y los problemas más hondos de la humanidad, se nos muestra
especialmente atractivo para el hombre de hoy. Al Obispo de Hipona, no solo le encanta
analizar las cuestiones que más implican e interesan al ser humano, sino es que, además,
lo hace de la manera más directa, sin ningún sistema básico o auxiliar previos. Por eso,
su lenguaje es lo menos técnico posible y lo más directo posible respecto de la realidad
misma. Lo que a él le importa es la verdad, sobre todo acerca de los temas que afectan y
no pueden menos de afectar de la manera más profunda a la humanidad de todos los
tiempos, esto es, el tema de Dios y el tema del hombre. Y es por todo eso que san
Agustín, ha sido denominado por Harnack como «el primer hombre moderno».
Pero, curiosamente, este pensador y escritor tan mínimamente técnico desde el punto
de visto filosófico y aun teológico, utiliza, en alguna medida, una cierta técnica
relacionada con la retórica, pues no en vano él era un retórico. Sirviéndose de la misma y
gracias sobre todo a su inventiva inagotable, revela y magnifica la importancia de las
realidades de la vida cristiana, con tales giros y contrastes de palabras e ideas, que nos
ayudan a descubrir la inigualable belleza del cristianismo, que está siempre unida a su
esplendorosa verdad. Y esto, lejos de hacer sus escritos más difíciles, los hace más
luminosos y, por consiguiente, más captables en su verdad para el lector. Lo cual es así
por la conexión misteriosa existente entre la verdad y la belleza, por un lado, y la que se
da también entre todas las dimensiones interiores del ser humano, por otro. Añadido y
unido a esto, se ha de observar que en las obras de san Agustín, además de filosofía y
teología, suele haber también plasmada una intensa poesía espiritual, que recoge mejor
que nada su rica personalidad al servicio de la admirable hondura y la sublime elevación
del cristianismo. Por eso dice F. Van Der Meer que, «san Agustín, sin haber escrito un
13
solo verso, es el más grande poeta de la Antigüedad cristiana».
San Agustín es el Padre de la Iglesia más influyente, desde los tiempos en que se
escribió su obra hasta hoy. En ocasiones, se han organizado debates en derredor de su
figura, puesto que, a lo largo de los tiempos, muchos herejes lo quisieron tener de su
parte, apoyándose en sus obras más polémicas, las dedicadas a rebatir los errores de su
tiempo. Quizá por eso, muy probablemente, lo mejor de san Agustín sean sus obras no
tan polémicas, las plenamente expositivas del pensamiento cristiano. En todo caso,
conviene recordar que san Agustín, por ser obispo y porque vivió alrededor del siglo V,
no escribe con orden académico, lo cual, siendo autor de una inmensa obra, hace
notablemente dificultoso el encontrar y organizar sus textos. Pero, a pesar de todo, es el
autor más citado por el Concilio Vaticano II y por el Catecismo de la Iglesia Católica.
Eso es algo definitivo respecto de su valía y de su actualidad.
II
Este libro está escrito para todos los cristianos —religiosos, laicos, sacerdotes— que
tengan un mínimo de interés por las cosas de Dios y un mínimo de formación religiosa.
Y es un libro de espiritualidad. No es de filosofía ni de teología dogmática, sino de
teología espiritual. Es precisamente en nuestros tiempos cuando, después de haber citado
a san Agustín hasta la saciedad como filósofo y, sobre todo, como teólogo dogmático, se
le está citando cada vez más como un admirable exponente de la espiritualidad cristiana.
Ya santa Teresa obtuvo, según dice ella misma, grandes bienes con la lectura de las
Confesiones; pero esto, obviamente, no fue por la filosofía y teología que en esta obra
agustiniana se contienen, sino por sus grandes valores espirituales; por la acertada y
profunda descripción de las rutas que conducen a Dios, contenidas en esta obra. Y quizá
al lector esto no le sorprenda demasiado, pero pienso que sí se podrá sorprender si le
digo que en cierta medida se podría decir lo mismo del tratado De Trinitate y De civitate
Dei, pues en estas obras también hay espiritualidad. Pero mucho más se debe decir, en
este sentido, de los Comentarios al Evangelio y a la Primera Carta de san Juan, de las
Enarraciones a los salmos y de sus Sermones, además de algunas de sus cartas, entre
otras, 109, 118, 130, 210, y 211. De esas obras, sobre todo, pero también de otras muchas,
como puede ver el lector en la larga lista de las abreviaturas de sus libros citados, se han
obtenido los numerosos textos (más de quinientos) en que se basa este libro.
Lo que destaca en la espiritualidad de san Agustín es la centralidad cristiana de sus
temas: la caridad en sus dos dimensiones como inseparables (hacia Dios y hacia el
prójimo), lo cual justifica el título de nuestro libro, la oración y la gracia. Pero,
¡atención!, todo ello sobre la base de la humildad y desde una actitud en la vida marcada
por la interioridad. Por eso, san Agustín es un autor de teología espiritual, que es válido
para todos los tiempos. También para el nuestro, pero, hablando con sinceridad, por
amor a la verdad, sus escritos contienen serias advertencias a la mentalidad de los
cristianos de hoy. En efecto, me atrevo a llamar la atención diciendo que en la pastoral y
en la espiritualidad de nuestro tiempo se le presta mucha atención a la caridad, y
también, bastante, a la oración; pero no se le da a la humildad la importancia básica para
14
la vida cristiana que san Agustín le otorga con abundantes y sólidos apoyos bíblicos.
Esta virtud es en gran medida ignorada por la mentalidad de los cristianos de nuestro
tiempo; tanto por parte de los agentes de pastoral, como por los propiamente dedicados a
la espiritualidad. Veamos, por ejemplo, lo que dice Agustín, después de haber
contemplado con admiración las grandes construcciones arquitectónicas romanas de
Cartago, de Roma y de otros sitios: «La humildad es el único cimiento con suficiente
profundidad como para sostener el alto edificio de la caridad» (S. 69, 4). ¿De qué nos
sirve intentar tantas y tantas veces elevar dentro de nosotros el más alto edificio de la
vida cristiana, que es la caridad, si nos olvidamos de su único cimiento válido y
consistente que es la humildad? No puedo menos de recordar que esta insistencia de san
Agustín en la humildad coincide con numerosas advertencias del papa Francisco a los
fieles en general y, sobre todo, a los eclesiásticos.
Otra advertencia: Para el Doctor de la gracia, es esta del todo necesaria para iniciar,
proseguir y acabar todas y cada una de nuestras acciones buenas por pequeñas que sean.
Pero, ¿se recuerda a los fieles con la debida pertinencia y frecuencia esta verdad
fundamental de la vida cristiana? Pienso que no. Pienso que, aunque la doctrina católica
(de los concilios, doctrina pontificia y de la teología) es irreprochable, como no puede
ser de otra manera, sin embargo, en la pastoral y en la espiritualidad de nuestro tiempo,
me atrevo a afirmar que se da un cierto pelagianismo práctico, porque no se menciona la
gracia cuando se la debería mencionar. No se la niega, ¡faltaría más!, pero se la nombra
muy pocas veces, y se proponen los sistemas, medios y modos adecuados para vivir la
vida cristiana sin contar, sino solo de un modo eventual, con la gracia. Se propone y
explica la vivencia y práctica de la vida cristiana como si dependiesen solamente del ser
humano. San Agustín opina frontalmente lo contrario: «Luego, sea poco, sea mucho, no
se puede hacer sin Aquel sin el cual no se puede hacer nada» (In Io. ev. 81, 3). Y añade el
Doctor de la gracia: «Si no me mantengo en Él (en Dios), tampoco podré mantenerme en
mí» (Conf. 7, 11, 17).
Otra enmienda que en la vida y doctrina de san Agustín se contrapone a la mentalidad
y a la manera de vivir la propia humanidad por parte de los hombres de hoy es un valor
muy propio de san Agustín, esto es, la interioridad. Los cristianos de nuestro mundo, de
nuestro tiempo, en general, también conocen y viven poco la interioridad. Porque el
hombre posmoderno está volcado más que nunca hacia todo lo exterior, en múltiples
formas y en todas las vertientes de su vida, cualquiera que sea. El hombre actual, incluso
el cristiano, es, en notable medida, un ignorante de sí mismo. Ojalá que todos los
hombres y mujeres de nuestro tiempo pudieran leer, sobre todo los cristianos, con
atención y provecho este precioso texto y otros muchos del teólogo, poeta y psicólogo
que es san Agustín: «Volved al corazón. ¿Qué es eso de ir lejos de vosotros y
desaparecer de vuestra vista? ¿Qué es eso de ir por caminos de soledad y vida errante y
vagabunda? Volved. ¿Adónde? Al Señor, dices. Es pronto todavía. Vuelve primero a tu
corazón: como en un destierro andas errante fuera de ti. ¿Te ignoras a ti mismo y vas en
busca de quien te creó? Vuelve, vuelve al corazón» (In Io. ev. 18, 10).
Para terminar, no puedo menos de mencionar el contraste tan fuerte que se observa
15
entre san Agustín y los cristianos de nuestro tiempo respecto a la escatología.
Tenemos, por ejemplo, estos dos breves textos, en los que con su acostumbrada forma
poética nos dice san Agustín: «Usamos de este mundo como si no usáramos, para llegar
a quien hizo el mundo y permanecer en Él gozando de su eternidad» (S. 157, 5). Porque lo
razonable es, «poner en la tierra lo terreno y arriba el corazón» (In Io. ev. 18, 6).
El Concilio Vaticano II nos dice: «Los cristianos, en su peregrinación hacia la ciudad
celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba (cf. Col 3, 1-2); esto no disminuye, sino
que más bien aumenta la importancia de su tarea de trabajar juntamente con todos los
hombres en la edificación de un mundo más humano» (Gaudium et spes 57).
Hasta se podría admitir que el Obispo de Hipona valora demasiado poco los bienes de
este mundo y su edificación cristiana, como nos recomendó el Vaticano II, y se vuelca
con todo su corazón en el amor y espera de los bienes eternos más allá de esta vida. Pero
quizá, nosotros, volcándonos en sentido contrario, nos olvidamos de la otra vida y nos
centramos casi únicamente en esta con el motivo o la excusa de seguir la mencionada
doctrina del concilio, cayendo en una posición opuesta a la de esos textos de san
Agustín, pero mucho menos evangélico-cristiana que la suya, por ser debida, al menos
en parte, a nuestro apego exagerado y desordenado a los bienes de este mundo[1].
Querido lector, espero que sientas curiosidad, mejor, un fuerte y sano deseo de leer lo
que a lo largo de varias páginas dice san Agustín sobre la vida eterna, en las que
equilibra en parte lo dicho en esos breves textos. Te aseguro que son páginas preciosas;
es el tema más hermoso del libro. Pero, más o menos, del mismo nivel son todos los
otros temas, transidos y apoyados por textos del más grande de los Padres de la Iglesia,
de quien dice Benedicto XVI en su Carta Apostólica Porta fidei: «Sus numerosos
escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún
hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que
buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la “puerta de la fe”» (nº 7).
Permítame el lector aplicar también esta calificación del Papa emérito a los escritos
espirituales del mismo san Agustín.
[1] Sobre este tema cf. José Antonio Galindo Rodrigo, La secularización y la escatología, en Vida Nueva, 2014,
nº 2. 888, 23-30.
16
1.
PRIMER GRADO DE ASCESIS: LA LUCHA CONTRA
EL MAL
El pecado contra la creación de Dios
Dios, que nos ha creado, ha querido que le tengamos a Él como fin. No ha querido que
sea nuestro fin cualquier otra cosa por valiosa que sea; sino que nada menos que Él
mismo ha querido ser el fin hacia el cual tienda todo nuestro ser. Esto es debido a que
Dios nos ha creado a nosotros que somos seres finitos, para Él que es un ser infinito. Lo
cual lleva consigo que no estamos en este mundo para gozar de los bienes de este
mundo, aunque tampoco para meramente sufrir. De una y otra cosa tendremos, sin duda,
experiencia, pero la verdad es que hemos venido a esta vida mortal para hacer libremente
el bien[1], parecernos así a Dios, que es el sumo bien, compendio de todos los bienes en
sumo grado[2], y merecer estar algún día con Él para poseerle eternamente en la vida
bienaventurada. De esa manera se cumplirá el designio o plan de Dios respecto de
nosotros, esto es, tenerle a Él como fin[3].
Como consecuencia de todo lo anterior, el ser humano no podrá alcanzar la felicidad
plena si no es con la posesión de Dios. Hasta que a Él no le poseamos no seremos
plenamente felices. Todo este se condensa en la célebre sentencia de san Agustín: «Nos
hiciste, Señor, para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti»[4].
El plan de Dios es que las cosas de este mundo, que, en un grado u otro son todas
buenas, sirvieran al ser humano como de recuerdo de su poder, bondad y belleza, todo
ello en un grado infinito. Asimismo, Dios quería también que nos sirviéramos de las
criaturas para satisfacer nuestras necesidades.
Pero el ser humano, en vez de darle gracias a Dios por esta predilección que ha tenido
para con él, cometió y sigue cometiendo la locura y la ingratitud de dejar al Creador, a
quien le debe todo y que contiene todos los más grandes y duraderos bienes, y de
entregar su corazón a los pequeños y pasajeros bienes que tienen las criaturas, a las que
además no les debe nada o muy poco en comparación de lo que le debe a Dios. Esta
locura, esta ingratitud, esta maldad es el pecado.
Qué es el mal moral o pecado
17
1. ¿Qué es el mal moral? Últimamente hay entre los autores cierta resistencia a definir
el mal moral. La definición clásica de san Agustín (factum vel dictum vel concupitum
aliquid contra aeternam legem: «Todo dicho, hecho o deseo contra la ley eterna»[5])
parece que, aun siendo verdadera y precisa, no es ya punto de partida de las
explicaciones de lo que es el mal moral o pecado para los creyentes. Pienso que otra
definición agustiniana, con menos apariencia jurídica y menos fondo naturalista, más
personalista y radical en cuanto que nos descubre la entraña vital del mal moral, podría
ser más aceptable teniendo en cuenta las orientaciones de la ética y de la moral actuales.
El mal moral o pecado se podría definir, según eso, como aversio a Deo et conversio ad
creaturas («Apartarse —con la voluntad— de Dios y convertirse —entregarse— a las
criaturas»[6]).
Dentro de nuestra tradición religiosa, y la mentalidad sociocultural en gran parte
derivada de ella, me parece que es una definición del mal moral bastante acertada, válida
incluso para nuestro tiempo. Cuando Pablo dice que la avaricia es una idolatría (cf. Col
3, 5; Ef 5, 5) me parece que nos está indicando lo que en un sentido radical es ese pecado
y cualquier otro pecado: una orientación, una opción y un amor desproporcionados y
desordenados hacia los bienes creados, que entran en conflicto con lo que a Dios se
debe, e implican una conversión hacia las criaturas con desprecio del Creador. Esto en el
fondo es sustituir a Dios, a quien únicamente hemos de adorar, por la adoración de los
bienes creados[7]; eso nos hace ver que estaría dentro de la noción del mal, también
agustiniana, como privación de un bien debido[8], puesto que los humanos hemos de
adorar al Creador y no a las criaturas. Seguramente que en el hecho pecaminoso se da
con más fuerza la conversio a las criaturas que la aversio respecto de Dios; aquella se da
explícitamente y esta solo implícitamente. Salvo muy raras ocasiones, esto es uno de los
atenuantes del mal cometido por el ser humano.
El pecado, por consiguiente, supone introducir el desorden en la creación que Dios nos
regaló. Poner arriba en nuestro corazón las criaturas, que deben estar abajo, esto es, a
nuestros pies, para que nos sirvamos de ellas conforme al orden establecido por el
Creador; y, al contrario, poner abajo, lejos del corazón, a Dios, que debe estar en lo más
alto de nuestro aprecio y amor[9]. Este es el tremendo desorden, disparate y desbarajuste
que contiene el pecado.
Malas consecuencias del pecado
Todos los pecados le disgustan a Dios, no solo porque van en contra de su santidad,
sino también porque causan perjuicio al ser humano. Dios nos quiere tanto que le
disgusta que nos hagamos daño. Y el pecado siempre nos hace daño. Más o menos, de
una manera u otra, el pecado siempre es nocivo para cualquiera que lo comete[10]. El
pecado aleja a la persona de Dios y de todo bien[11]. Y, por todo eso, Dios nos ha
prohibido ciertas acciones y actitudes, porque son nocivas para nosotros.
El pecado deteriora, estropea, descompone nuestro ser haciéndolo débil para resistir al
mal, y lo priva de las fuerzas interiores que necesita para hacer el bien[12]. Los vicios
18
hacen al pecador un esclavo. Por eso dice el Hiponense: «Un hombre bueno, incluso
cuando es esclavo, es libre. Un hombre malo, incluso aunque sea rey, es esclavo; no de
los hombres, sino, lo que es peor, de tantos dueños cuantos vicios tiene»[13]. El vicio lo
lleva a una determinada manera de conducta en contra de lo que más le conviene.
Cuando el pecado llega a ser vicio, este se apodera de la voluntad de la persona de tal
modo que no hace lo que él quiere, sino lo que le manda e impone su vicio. Aunque
presuma de ser un hombre libre, por más que viva en democracia y diga que en su vida
hace lo que le da la gana, es en realidad un pobre y miserable esclavo de su vicio.
El pecador no vive en paz consigo mismo[14]. Nunca faltará en su interior el
desasosiego, cierta amargura, cierta intranquilidad de ánimo, así como una división en su
corazón, a causa de haberse apartado de Dios, que es la perfecta unidad[15]. Estas
personas, que quizá se crean grandes y que aparentan serlo, por dentro son unos pobres
hombres; el pecado los empequeñece bajo la perspectiva moral y psicológica; lejos de la
auténtica realización de su persona, por dentro son como un compendio y suma de la
infelicidad[16].
Muchos más males nos trae el pecado. Para ver que esto es así no hace falta sino
asomarnos a lo que ocurre en todo el mundo, y veremos la enorme cantidad de males y
sufrimientos que vienen a los humanos a causa de los pecados de otros seres humanos:
«Y de este desacierto del libre albedrío, se originó una serie de desventuras que, desde
un principio viciado, como corrompido de raíz, el género humano arrastraría a todos en
concatenación de miserias hasta el abismo de la muerte segunda»[17], esto es, la
condenación eterna.
En efecto: El pecado mortal enemista a la persona con Dios[18], y si no se arrepiente
puede acabar alejada de Él para siempre, en espantosa soledad y en el más absoluto
desamor, deseando con todo su ser y durante toda la eternidad al mismo Dios del que se
sentirá rechazado a causa de su maldad. Es lo que llamamos el infierno[19]. Todo ello
nos lleva a la conclusión de que el pecado es el mayor mal del ser humano porque le
priva, entre otros, del mayor bien que es Dios[20]. Pero, además, al ser humano le va
mal lejos de Dios[21], como se puede comprobar constantemente a nivel individual y
social.
El pecado no es un medio válido para alcanzar la felicidad
Lo extraño, lo absurdo es que todos los pecados cometidos por los humanos se
cometen con el fin de alcanzar la felicidad. Y hay que reconocer que incurrir en un
pecado, satisfacer una pasión, provoca un cierto placer; pero es un placer pasajero y,
sobre todo, que deja un cierto poso de amargura, de tristeza en el corazón al ir «en busca
de semillas de dolores a cual más estériles»[22]. El ser humano jamás alcanzará por ese
camino la felicidad, que es algo más consistente y que tiene más contenido que un mero
placer.
La felicidad, escribe san Agustín es «tener todo lo que se desea y no desear nada
malo»[23]. Aunque tengamos todo lo que deseamos si esto es algo malo, no seremos
felices. Y esta afirmación está muy clara, porque, como ya hemos dicho antes, Dios nos
19
ha creado para Él. Por consiguiente, si entregamos nuestro corazón a algo malo,
contrario, por tanto, a Dios, no nos dará la felicidad por mucho que lo hayamos deseado
e intentado, por mucho que satisfaga nuestras pasiones. La felicidad plena solo la puede
dar Dios[24], que es el sumo bien[25].
Lo peor que se puede señalar sobre esta pretendida felicidad es que no puede ser
duradera: no hay verdadera felicidad si no es para siempre, dice san Agustín[26]. Ningún
placer por grande que sea nos puede hacer felices sabiendo —como sabemos— que se va
a acabar. La muerte termina con todo. La muerte, esa terrible realidad, que la sociedad
actual intenta convertir en un tema tabú, del que nunca se debería hablar, está ahí, nos
guste o no[27]. Esta vida es una carrera hacia la muerte, que puede ser más o menos
temprana, o que ha de pasar antes por la penosa vejez. Los años cumplidos no son una
suma sino una resta; no se añaden a los anteriores, sino que, desaparecidos, nos van
restando de lo que nos queda antes de llegar al final[28].
La lucha contra el pecado
Por tanto, este mal tan grande que es el pecado hay que combatirlo con todas nuestras
fuerzas. Para ser buen cristiano, se necesita una lucha fuerte y continua contra el pecado;
y esta es una lucha dura, a veces, muy dura. Pero no es una lucha contra otros, y tampoco
es una mera lucha contra el diablo, sino más bien contra nosotros mismos, contra el mal
que hay en nosotros mismos[29]. Porque la tragedia del hombre es la de una continua
guerra en su corazón, «de sí mismo contra sí mismo»[30]; de las tendencias malas que
hay en nosotros contra las buenas.
Formas y duración de esta lucha
«Ahora que la carne codicia contra el espíritu y el espíritu contra la carne[31], lucha
en nosotros la muerte, y no hacemos lo que queremos. ¿Por qué? Porque nosotros
quisiéramos que no hubiera en absoluto apetencias desordenadas, y no podemos lograrlo.
Queramos o no, las tenemos; nos provocan blanda y amorosamente, nos halagan, nos
aguijonean, nos malean, se rebelan. Se las reprime, mas sin extinguirlas. ¿Hasta cuándo
durará esta codicia de la carne contra el espíritu y del espíritu contra la carne?»[32].
Mientras vivimos, así tiene que ser. ¿Qué queréis?, ¿que no haya ni sombra de malas
tendencias en vosotros? Pero esto no se puede conseguir. Continuad, pues, la guerra y
esperad el triunfo: «Es el de ahora tiempo de luchar»[33].
Como se ve en estos textos tan significativos, son diversas las pasiones o malas
inclinaciones que nos tientan. Hay algunas pasiones que nos provocan blanda y
amorosamente, como la pereza, que nos inclina siempre a querer dejar para después lo
que tenemos obligación de hacer ahora, y la sensualidad, que nos apega excesivamente a
todo lo que nos agrada, como la comida, la bebida y el plácido descanso, y que nos
pueden llevar a apartarnos del amor que le debemos a Dios, a nosotros y al prójimo;
otras nos halagan, como la vanidad, que busca el aplauso de los demás; o nos
aguijonean, como la lujuria, que solicita nuestra colaboración para conseguir el placer
20
sexual; otras, contienen una cierta rebeldía, como la soberbia, el orgullo, que hace de
cada uno de nosotros un ídolo al que todo el mundo tiene que adorar, o la ira que a nadie
deja en paz en nuestro entorno familiar o social.
También hay un tipo de maldad muy especial, que consiste en la tendencia que
tenemos a acomodar nuestra manera de pensar a nuestra conducta, acallando la voz de la
conciencia para evitar así sus acusaciones. Es hoy en día muy frecuente en temas como
el de los negocios sucios a causa de la codicia, el aborto o la violación del pacto
conyugal, etc. En todos estos casos puede suceder que cuando no se vive como se piensa
se acaba pensando según se vive. Poco a poco, la persona, que antes estaba convencida
de que alguna de esas conductas era mala, va acomodando su manera de pensar a su
manera de actuar; a fuerza de practicar el mal, se llega a ver lo que es pecaminoso,
primero como no tan malo, después como no malo, hasta llegar a verlo incluso como
bueno. Las protestas de la conciencia, que siguen resonando en el fondo del alma, se las
procura acallar con diversas excusas: todo el mundo lo hace, no es para tanto, la Iglesia
está anticuada y muy atrasada, etc. Esto es muy peligroso, porque entonces no hay
ninguna o poca oposición dentro del sujeto frente al mal o un determinado mal. Debido a
ello se cometen los pecados en una serie frecuente y continua, que solo Dios sabe hasta
dónde puede llegar.
Ninguna de estas pasiones se puede dominar sin controlar los sentidos y la
imaginación, que son como puertas a través de las cuales entran los estímulos que
excitan las malas inclinaciones. Ese control es un trabajo ascético del todo necesario, sin
el cual todos los otros medios empleados en la lucha contra el mal resultan inútiles e
ineficaces.
Respecto de la duración de esta lucha, el Doctor de la gracia no puede ser más claro:
mientras dura esta vida terrena ha de durar la lucha contra el mal[34].
La falsa paz
Cada ser humano es un mundo distinto, y, mientras hay algunos metidos en esa lucha
hasta el cuello, quizá alguno piense que no hay ninguna guerra dentro de sí. Pero si en
nosotros nada hay que resista a los malos deseos, si no hay guerra en el ser humano,
puede ser debido a que se ha pactado una paz vergonzosa con las malas inclinaciones.
Entonces hay paz en el ser humano, pero es una paz falsa. Hay paz porque se cede a todo
o casi todo lo que piden las malas tendencias, porque se ha producido una entrega con
armas y bagajes al enemigo[35]. Pero «mejor es la guerra, nos advierte san Agustín, con
la esperanza de la vida eterna, que el cautiverio sin libertad. (…). Mas, aunque —o que
Dios no permita— no esperáramos tan gran bien, deberíamos siempre preferir el
combate, aunque sea duro, a ceder al dominio de los vicios sin resistencia»[36].
La ayuda del Espíritu Santo
Lo primero que se ha de advertir es que la misericordia de Dios no consistirá en que
no tengamos tentaciones, sino en que, porque Él es fiel, no permitirá que seamos
21
tentados por encima de nuestras fuerzas (1 Cor 10, 13)[37]. Pero ante la dureza y
persistencia con que a veces se vive esta lucha interior puede producirse la tentación del
desaliento. San Agustín nos dice que no estamos solos en esa lucha, pues tenemos una
gran ayuda: «Es el Espíritu de Dios quien pelea en ti contra ti, contra lo que hay en ti
contrario a ti. Porque tú no quisiste sostenerte firme junto al Señor, y caíste y te
rompiste; te rompiste como vaso cuando desde la mano se nos cae al suelo. Y como estás
hecho pedazos, tú mismo eres contrario a ti mismo; estás enfrentado contigo mismo. No
haya en ti nada contrario a ti, y te mantendrás entero. (...). Fue tu Redentor el que te dio
el Espíritu con que has de mortificar los siniestros de la carne. (…). No son hijos de Dios
si no son conducidos por el Espíritu de Dios. Pero si son conducidos por el Espíritu de
Dios, luchan, porque tienen en Él un refuerzo soberano. Dios, en efecto, no está de mirón
cuando luchamos»[38].
Resultado de esta lucha en el tiempo y en la eternidad
En esta vida hemos de tratar de conseguir la mayor santidad posible, que nunca será
perfecta, con nuestro esfuerzo y con la gracia de Dios: «Aquí (en este mundo) la justicia
consiste en que Dios mande al hombre obediente; el alma, al cuerpo, y la razón, a los
vicios, aunque se rebelen, o venciéndolos o resistiéndolos; y la justicia también consiste
en que se pida a Dios la gracia del mérito, el perdón de los pecados y se le den gracias
por los bienes recibidos»[39].
Para al final se vislumbra, a la luz de la fe, la paz plena y perfecta: «Cuando hayamos
ya andado el camino y arribado a la patria misma, ¿qué cosa podrá haber más alegre para
nosotros y qué cosa podrá haber más feliz? No habrá paz ni tranquilidad mayores; no
experimentará jamás ya el hombre rebeldía alguna»[40].
Concluyamos diciendo que la lucha contra el mal que hay en nosotros es el primer
grado de ascesis; es decir, el primer medio o instrumento que se ha de poner en práctica
para ser buenos cristianos. Es duro, trabajoso y poco atractivo, pero es del todo
necesario. Es el primer peldaño de la escalera con la que se asciende hasta la santidad.
[1] Cf. De gr. et lib. arb. 1, 1-2, 4; De lib. arb. 2, 1-8.
[2] Cf. Conf. 1, 3, 3-4; 12, 16, 23; De nat. boni 1; 12-13.
[3] Cf. De civ. Dei 22, 30, 1; En. in ps. 85, 24.
[4] Conf. 1, 1, 1.
[5] C. Faustum 22, 27.
22
[6] Cf. De lib. arb. 2, 19, 53; De div. q. ad Simp. 1, 2, 18.
[7] Se cite o no a san Agustín, esta visión sigue estando de actualidad, por ejemplo, cf. D. LAFRANCONI,
«Pecado», en F. COMPAGNONI, G. PIANA, S. PRIVITERA, M. VIDAL (Dirs.), Nuevo Diccionario de Teología Moral,
Madrid 1992, 1353-1361.
[8] Cf. Conf. 3, 7, 12; En. in ps. 11, 13.
[9] Cf. De lib. arb. 2, 19, 53; De div. quaest. 30.
[10] Cf. De civ. Dei 14, 13, 1.
[11] Cf. Conf. 13, 8, 9.
[12] Cf. De civ. Dei 14, 15, 2.
[13] Id. 4, 3.
[14] Cf. Conf. 1, 12, 19.
[15] Id. 2, 1, 1.
[16] Id. 2, 2, 2-4; 11, 29, 39.
[17] De civ. Dei 14, 13, 1.
[18] Cf. Ss. 47, 7; 71, 19.
[19] Cf. S. 29 A, 3.
[20] Cf. De div. quaet. Simpl. 1, 2, 18; S. 293, 7.
[21] Cf. Conf. 13, 8, 9.
[22] Id. 2, 2, 2.
[23] De Trin. 13, 5, 8.
[24] Cf. De civ. Dei 4, 25; 9, 17.
[25] Cf. De mor. eccl. cat. 1, 8, 13.
[26] Cf. De Trin. 13, 8, 11; 20, 25.
[27] Cf. S. 97, 2.
[28] Cf. De civ. Dei 13, 10.
[29] En. in ps. 143, 5.
[30] Conf. 8, 11, 27.
[31] La carne y el espíritu, según la terminología paulina, significan las tendencias malas y las buenas,
respectivamente. Unas y otras pueden ser espirituales y corporales.
[32] S. 128, 11.
[33] Id.
[34] Cf. S. 128, 11.
[35] Cf. S. 30, 4.
[36] De civ. Dei 21, 15.
[37] Cf. S. 46, 12.
[38] S. 128, 9.
[39] De civ. Dei 19, 27.
[40] In Io. ev. 34, 10.
23
2.
SEGUNDO GRADO DE ASCESIS: DESDE LA
DISPERSIÓN Y DIVISIÓN DEL CORAZÓN A LA
INTERIORIDAD Y UNIFICACIÓN INTERIOR
La dispersión
Las malas consecuencias que acarrea el pecado no acaban en lo que hemos dicho
antes. Es útil que consideremos algunas otras, como la dispersión del alma y la división
del corazón, que san Agustín juzga como muy negativas. La persona que no ama a Dios
ni a los hermanos, suele ser también una persona volcada totalmente hacia las cosas y
acontecimientos exteriores. Ni quiere ni apenas puede entrar dentro de sí mismo para
reflexionar sobre la orientación moral y religiosa de su vida. No quiere, porque le da
miedo, encontrarse consigo mismo y ver cómo tiene su casa interior, toda desmoronada,
sin orden ni concierto, esclavo su corazón de los vicios y sin los valores morales que dan
sentido a la existencia y realizan a la persona. Casi no puede volverse sobre sí mismo
porque, absorbido por las cosas materiales, externas a él, ha perdido casi la capacidad de
hacerlo porque nunca lo ha hecho, porque sus facultades están oxidadas, inhábiles, por
falta de ejercicio en este campo de la vida interior.
Hay tantos grados de dispersión o disipación como grados en el alejamiento de Dios.
El más extremo y grave es el que describe san Agustín refiriéndose a la situación que él
mismo padeció antes de su conversión: (...) «me agitaba, y derramaba, y esparcía, y
hervía con mis fornicaciones, y Tú callabas, oh tardo gozo mío»[1]. Y en otro pasaje
dice: «De esa manera llega el hombre a verse disipado en los asuntos y negocios
temporales; sus pensamientos, que son las entrañas íntimas del alma, se ven
despedazados por tumultuosos y tensos conflictos de encontrados afectos, y toda su vida
interior convertida en un espantoso desorden y destrucción»[2]. La causa de todo esto
viene de los afectos desordenados; se debe a que el corazón está apegado demasiado a
las cosas materiales y temporales. Ya que estas cosas mundanas tan ambicionadas,
resultan ser una sombra fugitiva, una vanidad, un mundo que fluye con la arrebatadora
corriente del tiempo, y engañan al ser humano, cautivándole con sus miserias y sus
falaces deleites, porque ni satisfacen ni permanecen, sino que atormentan; el mismo
amor con que se las ha amado se convierte en suplicio para el amante[3].
24
Hay otro grado de dispersión no tan grave; es el que padece la mayor parte de los seres
humanos, aunque no sean malos; incluso los santos padecen este grado de dispersión en
ocasiones, aunque ellos procuran centrarse en Dios todo lo más que se puede en esta vida
mortal. En efecto, «la existencia cotidiana se ve aturdida por todos lados con el ruido de
muchas cosas. Cosas, de ordinario, insignificantes y despreciables, con las que es tentada
todos los días nuestra curiosidad y en las que caemos de continuo»[4]. «Por los sentidos,
se filtra la variedad multiforme de las hermosuras corporales y con un tumulto de afectos
efímeros arrancan a la persona humana de la unidad de Dios. Con un tumulto de afectos
efímeros: de aquí se origina una abundancia trabajosa y, por así decirlo, una copiosa
penuria, ya que son muchas las cosas que atraen nuestra atención, pero que nos
empobrecen en los valores morales; y esto sucede mientras la persona corre en pos de
esto y de lo otro y de lo de más allá, y todo se le escurre de las manos»[5].
La dispersión incapacita o hace difícil al ser humano la consideración y valoración de
las cosas espirituales, de las cosas de Dios. Debilita o anula la percepción de los grandes
valores de la vida; disminuye la sensibilidad para advertir la gravedad del pecado como
ofensa a Dios, así como para valorar la grandeza y belleza de la vida de gracia en
amistad con Él. En las personas corrientemente religiosas y aun piadosas, la dispersión,
que no será tan grave, impide o dificulta el crecimiento de la vida cristiana, que se debe
obtener por los medios que se utilizan en el trabajo de alcanzar ese crecimiento, tales
como la eucaristía, la oración, la meditación, la lectura espiritual y recepción de los otros
sacramentos, etc. En los consagrados a Dios, además de estas malas consecuencias, la
dispersión suele provocar un defecto muy pernicioso y bastante frecuente, esto es, el
activismo, que consiste en desarrollar una gran actividad, en hacer muchas cosas,
mayormente buenas, pero no por Dios, lo cual provoca la sequedad del alma y el
empobrecimiento paulatino de la vida cristiana y religiosa.
La división del propio ser
Otra perspectiva, causa y a la vez compañera de la dispersión, es la división del propio
ser. Esta división proviene de los múltiples y encontrados afectos desordenados que
padece el pecador por sus graves pecados, y aun la persona que no es mala, pero que está
muy lejos de una auténtica vida cristiana. Por eso escribe san Agustín, refiriéndose a sí
mismo: «Que Tú, Señor, me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y
me recojas de la dispersión en que anduve dividido en fragmentos cuando, alejado de ti,
uno, me desvanecí en el mundo de la multiplicidad»[6]. Esto es debido a que los afectos
tiran de la persona en diferentes direcciones, que son las distintas tendencias o apetitos
que la dominan. Esto hace que esté fragmentada por dentro, que no goce de armonía y
tranquilidad en su interior; su corazón dividido sufre una penosa situación que, además,
supone un alejamiento o desemejanza con Dios, que tiene y es la perfecta armonía, el
orden mismo y la consumada unidad[7].
El peligro de la tibieza en la vida cristiana
25
Es necesaria la lucha contra esta dispersión del alma y división del corazón, que tanto
daño nos hace, que son efecto del pecado y caldo de cultivo del pecado. Pero hay otro
enemigo de la vida cristiana, que pasa más desapercibido, y es la tibieza o, lo que es
peor, el abandono progresivo de la vida cristiana en algunos casos o de la vida espiritual
en otros. San Agustín nos alerta contra este insidioso enemigo de nosotros mismos:
«Avanzad, hermanos míos; examinaos continuamente sin engañaros, sin adularos ni
pasaros la mano. Nadie hay contigo en tu interior ante el que te avergüences o te jactes.
Allí hay alguien, pero a ese le agrada la humildad; sea Él quien te ponga a prueba. Pero
hazlo también tú mismo. Que te desagrade siempre lo que eres si quieres llegar a lo que
aún no eres, pues donde encontraste agrado, allí te detuviste. Cuando digas: “es
suficiente”, entonces pereciste. Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin
parar; no te detengas en el camino, no retrocedas, no te desvíes. En resumen: quien no
avanza, está detenido; quien vuelve al lugar de donde había partido, retrocede»[8].
La llamada de Dios
Desde la situación de pecado, de dispersión del alma y de división del propio ser, de la
informidad de la tibieza, Dios te llama a la conversión, a la interioridad, al encuentro
contigo mismo, a la unificación de tu ser, de tu persona, a un mayor fervor en tu vida
cristiana. Es un segundo grado de ascesis en continuidad con el anterior.
La llamada consiste en una invitación de Dios al ser humano para la realización de la
santidad en su propio ser; santidad que es la conformidad con la imagen divina que Dios
nos imprimió en nuestro interior al crearnos. No es el hombre quien se llama a sí mismo,
por más que sienta dentro de sí un deseo de volver a Dios; no es suficiente cualquier
estímulo exterior: unas palabras, un libro, un acontecimiento; aunque a veces todo esto
juegue un papel muy importante, y sea, a su vez, gracia divina. Es Dios quien llama con
una voz que ilumina, mueve y atrae[9]. Esta voz ha sonado constantemente en el corazón
del ser humano durante la dispersión y división del corazón, pero no ha podido ser
escuchada, porque el oído íntimo del alma no estaba en condiciones de escucharla[10]. Y
es que esa voz de Dios no puede captarse cuando se escucha el estruendo de las cosas
proveniente del exterior. Por eso, es preciso crear dentro de nosotros una zona de
silencio controlando los sentidos y la imaginación.
La interioridad
«Tú eres, Señor, tú que estás presente en nosotros, y nos has creado, tú eres el que
llamas»[11]. Pero «el ruido de las imágenes corporales aturdía con frecuencia los oídos
de mi corazón, que procuraba yo aplicar, oh dulce verdad, a tu interior melodía,
deseando oír tu voz y estar en ti (...); pero, no podía, porque las voces de mi error me
arrebataban hacia fuera y con el peso de mi soberbia caía de nuevo en el abismo»[12].
Nuestras malas tendencias o nuestros errores nos arrebatan hacia fuera de nosotros
mismos y, con el peso de nuestros afectos desordenados, caemos de nuevo en la
dispersión del alma y en la división del corazón.
26
Pero una y otra vez oímos la voz de Dios que nos llama: «Volved al corazón. ¿Qué es
eso de ir lejos de vosotros y desaparecer de vuestra vista? ¿Qué es eso de ir por caminos
de soledad y vida errante y vagabunda? Volved. ¿Adónde? Al Señor, dices. Es pronto
todavía. Vuelve primero a tu corazón: como en un destierro andas errante fuera de ti. ¿Te
ignoras a ti mismo y vas en busca de quien te creó? Vuelve, vuelve al corazón»[13].
Seguramente que nos habrá sorprendido en esta llamada de Dios que el itinerario hacia
Él tenga antes que pasar por el corazón. Este aparente rodeo es una característica de la
espiritualidad de san Agustín: hay que buscar y encontrarse con Dios dentro del hombre
interior. Son tres los pasos fundamentales que hay que dar para llegar hasta Dios: 1º)
superar la dispersión padecida a causa de las cosas exteriores y mudables; 2º) por la vía
de la interioridad encontrarse consigo mismo; 3º) desde la interioridad a la trascendencia,
al Dios inmutable: «No quieras, pues, derramarte fuera, entra dentro de ti, porque en el
interior del hombre habita la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, sube con
el pensamiento más allá de ti mismo, hasta el Dios inmutable»[14].
Examinemos con más detenimiento el camino de la interioridad partiendo del hecho
de que el corazón humano ama continuamente unas cosas y otras, como abeja de flor en
flor, tratando de encontrar la dulzura, la felicidad de la vida, que, en definitiva, nada ni
nadie puede darle sino Dios. Para ser de veras feliz hay que encontrar a Dios. Pero, ¿cuál
es el camino correcto que nos ha de llevar hasta Él?
Si se reflexiona un poco, enseguida se advierte que las cosas exteriores, aunque
muchas de ellas sean bellas, son deleznables; al ser materiales, su semejanza con Dios,
que es espíritu puro, es muy reducida, y la presencia de Dios en ellas, aunque es
innegable, no será tan intensa como la que se da en otros seres superiores, por ejemplo,
en el alma humana, que sí es espiritual. Aunque las cosas que componen la creación sean
reflejo de las perfecciones de Dios y sirven, según san Agustín[15], para llegar Él, no
son sin embargo el mejor camino, según afirma el mismo san Agustín[16]. El salto
directo hasta Dios es entonces demasiado alto, por eso enseña que, dejando de lado las
cosas exteriores y materiales, hay que entrar primero en el interior de uno mismo, desde
el cual, como si fuera una escalera, se puede más fácilmente subir hasta el Señor. El
encuentro consigo mismo facilita el encuentro con Dios. Nuestra alma, creada a imagen
y semejanza de Dios, posee un parecido mucho mayor con Él que el que tienen las cosas
materiales, por hermosas y buenas que sean. La presencia de Dios en nosotros es mucho
más intensa, aunque a la vez esté velada y escondida a los ojos orgullosos y frívolos.
Pero, por eso, hay que apercibirse de esa presencia, hay que saber encontrarla y no hacer
de nosotros el final del recorrido. Muchos, como algunos pensadores y filósofos, se
quedaron ahí, no pasaron de su interior y no encontraron a Dios, quizá porque ni siquiera
lo buscaban, deseosos como estaban de su propia gloria y no de la del Señor. Por tanto,
para llegar a Dios has de ir también más allá de ti mismo. Se ha de intentar, con la mente
impulsada por el deseo de Dios, pasar sobre uno mismo. ¿Hacia dónde? ¿Hacia arriba,
hacia abajo? ¿Hacia dónde? La respuesta nos la da san Agustín: «Tú, Señor, estás dentro
de mí, más interior que lo más íntimo de mí mismo, y más elevado que lo más alto de mí
mismo»[17].
27
La sinceridad
No hay que apresurarse demasiado, y antes de pasar adelante y hacia arriba, hacia la
unión con Dios, hay que detenerse para ver antes si en el alma, si en el corazón, están las
cosas como deben estar, porque, de lo contrario, habrá grandes dificultades para
encontrarnos con Él. Y esto lo hemos de hacer con toda sinceridad. No con el fin
masoquista de fustigarse inútil y cruelmente, sino con el afán de sanear las más
profundas disposiciones y deseos para encontrarse con Dios dentro del propio ser. No es
bueno el masoquismo, pero tampoco lo es engañarse a sí mismo no reconociendo los
propios fallos y defectos. A Dios nada se le puede ocultar. Pero nada hemos de temer de
Él si acudimos a Él con humildad y confianza:
«Si tratamos de cambiar nuestro corazón hagámoslo delante de Él. (...) Escondes tu
corazón a los hombres; escóndeselo a Dios, si puedes. ¿Cómo se lo esconderás a Aquel
de quien dijo el salmista: ¿Adónde iré lejos de tu espíritu y adónde huiré de tu rostro?
(Sal 139 [138], 7). Buscaba a donde huir para evadirse del juicio de Dios y no lo
encontraba. ¿Dónde no está Dios? Si subo al cielo, allí está; si desciendo al infierno,
está presente (Sal 139 [138], 8). ¿Adónde has de ir, adónde huirás si intentas escapar de
Él? ¿Quieres oír un consejo? Si quieres huir de Él vete a Él. Vete hacia Él confesando,
no ocultándote de Él. No puedes ocultarte, pero sí confesar. Dile: Tú eres mi refugio (Sal
32 [31], 7); así fortalecerá en ti el amor, que es lo único que conduce a la vida»[18].
El reconocimiento, pues, de los propios pecados, grandes o pequeños, es el primer
paso que se ha de dar para que la persona sea saneada de ellos y se disponga a la unión
con Dios. Como nos enseña el Evangelio, «Cristo está dispuesto a perdonar, pero a
quienes reconocen sus pecados, no a los que se defienden y se excusan a sí mismos y se
jactan de su virtud y se creen algo, siendo nada. Y el que anda en su amor y en su
misericordia, libre ya de aquellos pecados graves y mortales, como crímenes, hurtos,
adulterios, fornicaciones, robos, odios y venganzas graves, no por eso deja de reconocer
con sinceridad los pecados pequeños, como son los de la lengua, las impaciencias, los
enfados, las envidias o la falta de moderación en cosas lícitas, ya que muchos pecados
pequeños, cuando se descuidan, matan»[19].
El desorden y el orden en el amor
Los afectos desordenados, que son la causa de muchos pecados graves y leves, y que
tiran de nuestro corazón en distintas direcciones, hacen que en él no haya armonía,
unidad y paz. Tu corazón estará ordenado y pacificado si todos sus afectos están
unificados alrededor de un centro de amor que debe ser Dios. Dice san Agustín: «Menos
te ama, Señor, aquel que ama muchas cosas y no las ama por ti»[20].
No es, pues, malo que se amen muchas cosas con tal de que se amen por Dios. A las
personas (también a las cosas), hay que amarlas como un regalo de Dios. Se las ama por
Dios queriendo para ellas lo que la voluntad divina quiere, deseando para ellas el mayor
bien que se les puede desear: el bien sumo que es Dios. No precisamente los bienes de
este mundo, sino Dios.
28
Una situación muy mala es el de la persona que tiene grandes afectos desordenados
que luchan entre sí para ocupar el centro de su corazón; en esta persona no puede haber
unidad sino desgarro y división en su interior. Uno de ellos es el del libertino del sexo,
que se entrega a los placeres carnales en cualquier ocasión que se le presenta. Este vive
vacío porque en esa conducta no hay ni puede haber amor, y el ser humano sin amor vive
vacío por dentro. Otro caso es el del que tiene un gran afecto desordenado a su propia
imagen social, a su fama; a este tal le será muy difícil el amor a Dios. Otro caso,
frecuente por desgracia, es el del casado que ¿quiere? a su cónyuge y más aún a sus
hijos, pero tiene amores con otra persona. Desde el punto de vista psicológico,
posiblemente sea este el caso que más hondamente puede lacerar al alma y corazón
humanos.
Pero, cristianamente hablando, ¿no será peor que todos esos casos el de aquel que
tiene el corazón, lleno de egoísmo, conquistado y ocupado por el afán de las riquezas?
¿Y no será el más malo de todos el corazón en el que anida el rencor, el odio, la fría
decisión de hacer daño, quién sabe si de matar?
Por amar exageradamente los bienes temporales vienen los grandes traumas cuando
esos bienes nos son arrebatados. Cuando aquellas cosas, en que se había puesto un afecto
tan grande y desproporcionado para su escaso valor desaparecen, vienen las crisis
personales, las decepciones llenas de amargura.
Todas estas cosas que hemos mencionado, unas más, otras menos, dificultan el
encuentro con Dios en el interior del ser humano. Se necesita un gran trabajo ascético,
esto es, decir que no a muchas cosas apetecibles, para que no se amen más de lo que se
merecen, para que no se ame más lo que debe ser amado menos, para que no se amen
más que a Dios. Se necesita, pues, un gran esfuerzo ascético, de purificación de todos los
amores, para que no se desordenen, y así se puedan centrar en Dios directa o
indirectamente amando por Dios todo lo que se ama. Porque «estamos invitados a no
amar lo que no puede amarse sin malas consecuencias ni turbación. Así lograremos un
maravilloso dominio sobre las cosas. Así ya no seremos unos posesos de las cosas, sino
poseedores de ellas. Mi yugo, dice el Señor, es suave (Mt 11, 30). Quien se somete a Él,
tiene sumisas todas las cosas»[21].
Es el señorío que ejercen los santos sobre los bienes de este mundo, incluso sobre los
acontecimientos, buenos o malos: todo lo tienen bajo sus pies, nada les subyuga, lo
dominan todo, si bien ellos se someten gustosamente al señorío de Dios.
Si se está liberado de todas esas esclavitudes, entonces el corazón habrá alcanzado un
cierto grado de unificación. Si se aman las cosas según la voluntad de Dios, que se
refleja en el valor que a cada una de ellas les ha dado y, sobre todo, en sus
mandamientos, entonces, no solo agrada a Dios, sino que, además, la vida interior estará
unificada, centrada en Él. En cuyo caso, la unificación de la interioridad sintonizará
fácilmente con Dios, que es la perfectísima unidad[22]. En una sublime oración san
Agustín suplica a Dios: «Porque Tú eres el único, el sumo y verdadero bien. Que no me
aparte más de ti hasta que, recogiéndome, cuanto soy, de esta dispersión y deformidad,
me conformes y me confirmes eternamente, ¡oh Dios mío, misericordia mía!»[23].
29
Esa unificación del interior es un camino regio, volvemos a insistir, el que mejor
conduce a la unión con el Creador. Aunque quizá pueda parecer extraño, para llegar a la
unión con Dios el camino más recto es el que hace el rodeo de pasar de la manera debida
por el interior de uno mismo. Allí, más interior que lo más íntimo del ser humano, está el
Señor. Pero, para descubrirlo y encontrarse con Él, es necesario tener dominadas las
pasiones, purificar el corazón de los amores desordenados y centrar todo el amor en Él.
La lucha para cambiar la dispersión del alma por la actitud de la interioridad, la tibieza
por el fervor, y la división del corazón por su unificación, es el segundo grado de
ascesis, el cual es necesario para vencer el mal, para adelantar en la vida cristiana, en la
vida espiritual hacia la unión con Dios, hacia la santidad.
[1] Conf. 2, 2, 2.
[2] Id. 11, 29, 39.
[3] Cf. De v. rel. 20, 40.
[4] Conf. 10, 35, 57.
[5] De v. rel. 21, 41.
[6] Conf. 2, 1, 1.
[7] Cf. De v. rel. 55, 113.
[8] S. 169, 18.
[9] Cf. Conf. 12, 11, 11-13.
[10] Id. 4, 15, 27.
[11] Id. 9, 8, 18.
[12] Id. 4, 15, 27.
[13] In Io. ev. 18, 10.
[14] De v. rel. 39, 72.
[15] «Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas (los sentidos) de mi carne: ¡Decidme algo de
mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de Él! Y exclamaron todas con grande voz: ¡Él nos ha hecho!
Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su belleza» (Conf. 10, 6, 9).
[16] Cf. De v. rel. 39, 72.
[17] Conf. 3, 6, 11.
[18] In Io. ep. 6, 3.
[19] Cf. In Io. ev. 12, 14.
[20] Conf. 10, 29, 40.
[21] De v. rel. 35, 65.
[22] Cf. De v. rel. 55, 113.
[23] Conf. 12, 16, 23.
30
3.
TERCER GRADO DE ASCESIS: LA VIRTUD DE LA
HUMILDAD
El trabajo ascético con nosotros mismos
La ascesis que hasta este momento hemos puesto en práctica ha intentado despegar el
corazón, el alma, de los afectos desordenados a las cosas, para llegar al recogimiento
interior, al encuentro consigo mismo y a la unificación del corazón, preparando ya el
encuentro con Dios. Nuestra tarea consiste ahora en un trabajo ascético más delicado y
más difícil todavía: el de superar la egolatría, la adoración de nosotros mismos, y
despegarnos del afecto desordenado a nuestro propio yo para centrarlo únicamente en
Dios, mediante la humildad, en primer lugar, y, en segundo y definitivo lugar, mediante
la elevación de las intenciones de nuestras acciones en nuestra vida diaria.
En qué consiste la virtud de la humildad
El Hijo de Dios hecho hombre y nacido en un pesebre, dentro de una familia pobre,
que trabajó con sus manos, que llevó siempre una vida sencilla, que lavó los pies a sus
discípulos en la noche de su despedida, y que murió desnudo en una cruz, nos enseñó de
esa manera tan intensa una virtud desconocida hasta entonces por la humanidad, que no
se encuentra en ningún libro de los paganos; es la virtud de la humildad[1]. El mismo
Cristo nos mandó practicar esta virtud diciendo: Aprended de mí que soy manso y
humilde de corazón (Mt 11, 29).
No es, pues, extraño que san Agustín dé tanta importancia a la virtud de la humildad.
Y, sin embargo, esta virtud no está de actualidad en la pastoral actual. Rara vez se
predica de la misma y en muy raras ocasiones se escribe sobre la humildad en los libros
actuales de espiritualidad. Al contrario, san Agustín, con fortísimos apoyos bíblicos y
teológicos, dice que esta virtud es algo fundamental en la vida cristiana. En efecto, dice
que «si la humildad no precede, acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones,
poniéndola delante para que la miremos, y junto a nosotros para que nos unamos a ella, y
sobre nosotros para que nos sirva de freno, todo queda arruinado por obra de la
soberbia»[2]. ¿Qué es la humildad? Por lo menos es muy fácil saber quién no es
humilde: el que se cree más que los demás, el que se alaba a sí mismo, el que piensa ser
31
y quiere ser el primero en todo, sobresaliendo por encima de los demás. Entonces,
¿tenemos que creer de nosotros que somos muy malos cuando no lo somos tanto?;
¿tenemos que tener mala opinión de nosotros y despreciarnos? No. No se te manda que
seas menos de lo que eres, sino piensa de ti la verdad, lo que efectivamente eres; ni más
ni menos[3]. En consecuencia, dice san Agustín que «la humildad responde de la verdad,
y la verdad, de la humildad»[4]. Y, pasados unos siglos, nos dirá santa Teresa algo muy
parecido, esto es, que la «humildad consiste en andar en verdad»[5].
Dentro de la auténtica noción de la virtud cristiana de la humildad cabe perfectamente
la autoestima, que tanto pondera la psicología actual como valiosa y necesaria para
alcanzar el equilibrio y la madurez personales. Saber que eres persona te debe producir
una gran autoestima, puesto que debido a ello eres imagen y semejanza de Dios
Trinidad. La humildad solo está en contra de cualquier mentira sobre nosotros mismos.
La humildad, insisto, no se opone a la autoestima que te debes a ti mismo como a
imagen y semejanza de Dios que eres por ser persona, sino a la mentira que te lleva a
pensar y actuar como si el ser persona y demás cualidades no lo hubieras recibido todo
de Dios[6]. Eso es la soberbia. Todo lo que tenemos, originariamente, lo hemos recibido
de Dios. Lo mismo que el riachuelo en el que no fluiría su agua corriente si no la
recibiera de su fuente, así nosotros hemos de ser conscientes de que nuestro ser ni
siquiera existiría si no lo hubiéramos recibido de Dios.
Tampoco se opone la humildad al reconocimiento de los avances, realizaciones y
superaciones en la virtud o cualquier otra cosa valiosa que hayas conseguido con tu
esfuerzo y utilizando las facultades y cualidades que se contienen en tu naturaleza
humana. Sí se opone a la humildad la afirmación de ti mismo como la causa única o
principal de todo ello, y, sobre todo, las victorias sobre el mal y la consecución de las
virtudes con que obtenemos la salvación[7]. Eso, como dice el Doctor de la gracia, no
solo no sería humildad sino pura herejía pelagiana. Hemos de tener muy claro que todas
esas cosas buenas nos vienen, originaria y principalmente, de Dios.
La humildad también se opone al no reconocimiento de tus defectos, errores y
pecados. Eso de negarlos en tu fuero interno o en tu relación con los demás no es
humildad sino soberbia, vanidad, amor propio. La autoestima ha de tener un fundamento
verdadero y duradero, se debe apoyar en la verdad. Una autoestima constructiva y
realizadora de la persona reconoce las propias faltas y defectos como primer paso
necesario para corregirlos y fundamentar una auténtica y sólida autoestima, desde la
convicción que el cristiano debe tener de que sus fallos o sus aspectos negativos morales
solo se corrigen con la ayuda de la gracia de Dios, lo mismo que, según hemos dicho, la
adquisición de las virtudes, la perfección y la salvación[8].
Pero, aun reconociendo todo esto, nuestra autoestima ha de ser grande, muy grande, ya
que somos personas que, además de poseer todas las cualidades naturales regaladas por
Dios, poseemos también los dones sobrenaturales adquiridos por Cristo y recibidos por
medio del Espíritu Santo. Y estos dones son una propiedad nuestra tanto más segura
cuanto más confiamos en la fidelidad de Dios, que nunca se desdice de la donación de
los mismos. Más seguros están en sus manos de generoso y fiel dispensador que si lo
32
estuvieran en las mías de interesado poseedor[9]. De donde nace una autoestima de la
mejor calidad. Porque no hay mejor autoestima que la que nace de saberse amados de
Dios.
La maldad de la soberbia
La relación tan estrecha que tiene la humildad con la verdad, que es similar, aunque
contraria, a la que tiene la soberbia con la mentira sobre nosotros mismos, hace que estas
dos actitudes, la humildad y la soberbia, tengan efectos tan contrapuestos: «La humildad
es propia de los que de veras son grandes; la soberbia, en cambio, es la falsa grandeza de
los que en realidad son poca cosa; cuando la soberbia se adueña del alma, levantándola,
la derriba; inflándola, la vacía; y extendiéndola, la disipa y la hace desvanecerse. El
humilde no puede hacer daño a nadie; pero el soberbio no puede menos de estar
causando daño y haciendo sufrir a los demás»[10].
«La soberbia contiene una gran malicia, la primera de todas, el principio, el origen y la
causa de todos los pecados»[11]. Y añade profundamente: «La soberbia arrojó a los
ángeles del cielo e hizo al diablo»[12]. Es decir, que el diablo es un ángel pero con
soberbia; este pecado fue lo que le convirtió de ángel en diablo. De ahí le viene la
envidia a los seres humanos, que si son humildes permanecen junto a Dios y son amigos
de Dios[13]. Lo malo fue que el diablo transmitió la soberbia a los primeros seres
humanos y, después, a todos los hombres malos[14]. Todos los seres son buenos por
creación de Dios, pero a causa de la soberbia se instala el mal en el diablo y en los
hombres, constituyendo en ellos en cierto modo una segunda naturaleza, que ya no es tan
buena, que es amiga de la mentira, que no quiere reconocer lo que de verdad le debe a
Dios[15].
Comentando el texto bíblico, el principio de todo pecado es la soberbia (Eclo 10, 13),
dice san Agustín, la soberbia es la causa de la mala voluntad[16]; «es el manantial de
todas las enfermedades (del alma) porque la soberbia es el manantial de todos los
pecados»[17]; origen del odio y de la resistencia a la verdad[18], madre de todas las
herejías[19] y la primera apostasía[20]: «Cura la soberbia y ya no existirá iniquidad
alguna»[21]. La soberbia es el único pecado que tiene la capacidad perversa de
introducirse en las acciones buenas y privarlas de su rectitud y de su mérito[22]. Es lo
que ocurre cuando hacemos el bien por vanidad, para que nos vean. Por eso es la
enfermedad y muerte del bien[23]; de manera parecida a como un gusano pudre y malea
una manzana, así la vanidad deteriora y hace malas las buenas acciones. Por último y
como resumen, la soberbia es «el gran mal del alma humana»[24].
Dicho lo anterior, es obvio que la soberbia no le gusta nada a Dios, porque siendo Él
la misma verdad no puede menos que detestar la soberbia, que es un amasijo de
mentiras. Por eso, «es el obstáculo principal para la unión con Dios»[25], porque nos
aparta de Él[26]. En efecto, dice la Escritura: Dios resiste a los soberbios (Prov. 3, 34;
Sant. 4, 6; 1 Pe 5, 5). Especialmente es el Espíritu Santo el que, dicho con lenguaje
humano, se siente muy molesto ante los soberbios, y los rechaza[27]; lo cual tiene para
33
ellos unas consecuencias muy negativas, porque el Espíritu Santo es la persona de la
Santísima Trinidad que distribuye a los seres humanos todas las gracias y todos los
dones divinos provenientes de la redención realizada por Cristo[28]. Debido a ello, el
soberbio no recibe las gracias que necesita para ser bueno, y, por consiguiente, cada vez
se aparta más y más de Dios por las tinieblas de la maldad.
La bondad de la humildad
Nos ha dicho antes san Agustín que todos los pecados tienen su base en la soberbia;
pues bien, de manera semejante, pero opuesta, todas nuestras buenas acciones han de ser
precedidas, acompañadas y seguidas por la humildad para que sean auténticas[29]. La
humildad hace que el estado de la vida cristiana considerado por Agustín como inferior
(el matrimonio) sea valorado más que el conceptuado por él como superior (la virginidad
consagrada) si en esta anida la soberbia[30]. «Es mejor, dice en otro lugar, una casada
humilde que una virgen soberbia»[31]. Pero, sobre todo, es importante notar que la
virtud que tiene su apoyo y su cimiento en la humildad es la caridad, que, a su vez, es la
sustancia de la vida cristiana. En efecto, «la morada de la caridad es la humildad»[32], la
que le da cobijo, por lo que cuando falta la humildad la caridad se queda a la intemperie
y expuesta a todos los peligros[33]. Más todavía: la humildad es el único cimiento con
suficiente profundidad como para sostener el alto edificio de la caridad[34]. Debido a
ello, la humildad siempre va en compañía de la caridad, de tal manera que «no puede
faltar la humildad donde arde la caridad»[35]. Y esto lo sabemos por experiencia: el
soberbio está continuamente faltando a la caridad, haciendo sufrir a los demás con
diversas maneras de desprecios, inventándose o aumentado los defectos de los otros y
disimulando y/o justificando los propios, negando las virtudes ajenas e inventándose las
que serían propias. El humilde, sin embargo, aprecia a las personas, tiene en cuenta sus
méritos, no niega sus propios fallos, la da la razón al que la tiene y reconoce sus propios
errores; por eso el humilde, al contrario que el soberbio, siempre está en paz con todo el
mundo[36]. Las tensiones y la falta de paz que hay dentro de los grupos humanos,
comenzando por los matrimonios y las familias, se debe muchas veces a la soberbia o a
alguna derivación suya, como el exagerado amor propio, la vanidad o el orgullo. No hay
cosa que favorezca tanto la paz como la alabanza de los méritos de los otros o el
manifestar que es el otro el que tiene razón, así como el humilde reconocimiento de
nuestros fallos y de nuestros errores. La influencia benéfica de la humildad es muy
grande en todos los grupos humanos[37].
Así como la soberbia nos aleja de Dios, la humildad nos acerca a Él[38]. La
espiritualidad, el camino hacia la santidad, nos es imposible sin esta cercanía de Dios
que nos facilita y proporciona la humildad, debido a que nos abre el corazón para que
pueda entrar el Señor[39]. Por eso, Dios se vuelca hacia el humilde: ofrece su perdón de
una manera especial a quien no confía en sus méritos ni espera de su fortaleza la
salvación, sino que anhela la gracia de Cristo, el Salvador[40], tal y como nos enseñó
con la parábola del publicano en el Evangelio (cf. Lc 18, 10-14). Dicho de otra manera:
Dios aun «siendo tan alto se deja sin embargo alcanzar y tocar por los humildes»[41]. Y
34
así dice Jesús: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido
estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los humildes (Mt 11, 25).
No es ninguna sorpresa que el Espíritu Santo tenga alguna relación especialmente
positiva con la humildad. Desde luego que sí: al Espíritu Santo lo atraemos por la
humildad, así como lo alejamos por la soberbia: «Es como agua que busca un corazón
humilde, cual lugar cóncavo donde detenerse; en cambio, ante la altivez de la soberbia,
como altura de una colina, rechazada, cae en cascada. Por eso se dijo: Dios resiste a los
soberbios y, en cambio, a los humildes les da su gracia (Prov. 3, 34; Sant. 4, 6; 1 Pe 5, 5).
¿Qué significa les da su gracia? Les da el Espíritu Santo. Llena a los humildes, porque
en ellos encuentra capacidad para recibirlo»[42]. El agua, esto es, el Espíritu Santo, se
detiene en la hondonada del valle, en el humilde, y allí produce toda clase de flores y
frutos, esto es, actos buenos y virtudes.
La humildad de Cristo en su encarnación
Hemos visto que la soberbia es muy mala; lo preocupante pero correcto es que
debemos reconocer que la humildad se nos hace muy difícil. Es muy fuerte la tendencia
que tenemos a la soberbia, el orgullo, el amor propio y la vanidad. Pero Jesús, que trajo
la virtud de la humildad a este mundo, nos la enseñó de palabra y de obra. Los ejemplos
de humildad que nos dio el Señor nos dejan anonadados.
Lo primero que hay que considerar es que siendo Dios se hizo hombre: «Él, que era el
excelso, se hizo humilde para que los humildes se hicieran excelsos»[43]. Se debilitó por
nosotros tomando nuestra carne, la carne del género humano, (...) se hizo participante de
nuestra flaqueza (...) el que era igual al Padre, se hizo débil como tú, como yo, con todas
las servidumbres y limitaciones de cualquier ser humano[44]. «Cristo es, por eso mismo,
el autor de la humildad, cortador del tumor de la soberbia, Dios médico, que se hizo
hombre siendo Dios, para que el ser humano se reconociese lo que de verdad es:
hombre»[45]. Nada menos pero nada más. En el fondo, el motivo por el que Cristo se
hizo como uno de nosotros, es para restaurar el orden creado, destruido por los pecados
de los primeros seres humanos, incitados por el diablo desde su soberbia, y de todos sus
descendientes, los cuales todos tienen su raíz en esa misma soberbia. En efecto, todos los
pecados vienen a ser un intento por parte del hombre de ser como un dios (seréis como
dioses, Gn 3, 5), esto es, de vivir emancipado de cualquier poder y orden, como si fuera
totalmente autónomo y autosuficiente, y no tuviera que rendir cuentas a nadie, lo cual
vendría a ser una especie de soberbia ontológica. Pero esta tremenda soberbia es destruida por su antítesis, por su contrario, que es la humildad de Cristo en el misterio de su
encarnación, ya que Él, al revés, siendo Dios se hizo hombre («el inmortal asumió la
mortalidad»[46]), lo cual vendría a ser una humildad ontológica: «Tú siendo hombre,
quisiste hacerte Dios para tu perdición; Él siendo Dios, quiso ser hombre, para salvarte a
ti que habías perecido. Tanto te oprimía la soberbia humana que solo la humildad divina
te podía levantar»[47]. Y tenemos esta misma doctrina expuesta de un modo más
dramático: «Por la soberbia caímos llegando a esta mortalidad que padecemos; y aunque
35
la soberbia nos hirió, la humildad de Cristo nos salvó. Por eso vino humilde Dios, para
curar al ser humano de la inmensa herida de la soberbia. Vino porque el Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14)»[48].
Las consecuencias humillantes de la encarnación para el Hijo de Dios fueron un
motivo de escándalo para los judíos y una locura para los paganos de aquellos tiempos.
A nosotros nos deja asombrados que Dios naciera de una mujer, que tuviera hambre y
sed, que tuviera que comer, que se cansara y necesitara del descanso y del sueño, que Él,
siendo la Palabra, el Verbo eterno, hablara con palabras humanas, que fuera crucificado,
muriera y tuviera que ser sepultado. Tanta humildad, nos llena de admiración y nos deja
atónitos. Pero todo eso tiene un sentido, tiene como finalidad enseñarnos la virtud de la
humildad para que entremos por el camino de la salvación: «La grandeza invisible del
Señor Jesucristo se ha convertido en visible humildad. Su grandeza no tiene fecha
porque Él es eterno, pero su debilidad aceptó tenerla porque quiso como hombre nacer
en la historia que mide los tiempos. Donde hay humildad, allí hay debilidad; pero la
debilidad de Dios es fortaleza para los humildes. Su excelsitud creó el mundo y su
humilde debilidad venció al mundo. (...) Muchos despreciaron la humildad de Cristo,
pero por eso no llegaron hasta su divinidad. Quienes, en cambio, lo adoraron humilde, lo
encontraron excelso»[49] en su infinita y divina grandeza. San Agustín insiste mucho en
esta doctrina debido a que en su tiempo mucha gente culta, si bien llena de soberbia, no
creía en Cristo porque no aceptaba la idea de un Dios que se hace hombre, padece y
muere.
La humildad de Cristo en su vida mortal
Después de que el Hijo de Dios realizó ese grandísimo acto de humildad de hacerse
hombre, siguió también en su vida mortal dándonos ejemplos sublimes de esta virtud,
esto es, de la humildad como actitud moral, derivación y complemento de la ontológica.
San Agustín otorga a la humildad como virtud moral una importancia decisiva y
fundamental para la vida cristiana. Le dedica, además de innumerables pasajes, varios
sermones, algunas cartas y la segunda parte de su obra De sancta virginitate. En esta
obra, en un determinado capítulo, recorre los momentos más nítidos y sobresalientes en
que Jesús se muestra como ejemplo y modelo de esta virtud, y que culminan en el hecho
sorprendente del lavatorio de los pies a los discípulos en su última cena antes de padecer
por nosotros: «¡Cuán prácticamente nos recomendó la humildad!»[50]. El hecho de que
hiciera esto en el último momento de su vida fue «para que retuvieran los apóstoles en la
memoria con el mayor esmero lo que veían ser la última voluntad del Maestro
modelo»[51].
La frase de Jesús en que dice: No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del
que me ha enviado (Jn 6, 38), la traduce así san Agustín: «Yo he venido humilde, yo he
venido a enseñar la humildad, y yo soy el maestro de la humildad. El que se llega a mí,
se incorpora a mí; el que se llega a mí, se hace humilde, y el que se adhiere a mí, será
humilde, porque no hace su voluntad sino la de Dios»[52]. Y en otro lugar insiste en lo
36
mismo: «Maestro de humildad es Cristo, que se humilló, haciéndose obediente hasta la
muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8)»[53].
San Agustín tenía gran admiración por la virginidad consagrada al Señor. Según él,
ese estado, en cuanto tal, era el más perfecto que había en la Iglesia, pero no tiene ningún
inconveniente en decir, según ya anotamos, «que es mejor una casada humilde que una
virgen soberbia»[54]. Y es que le preocupaba el posible orgullo de los consagrados a
Dios suscitado por los muchos dones por ellos poseídos aunque fueran recibidos. Por eso
amonesta a las vírgenes poniendo al descubierto magistralmente las actitudes más sutiles
y recónditas del alma humana respecto de la virtud de la humildad y su vicio contrario
que es la soberbia, ambas en relación con la caridad y, más aún, con Cristo en su
humildad y con el poder de su gracia: «¡Oh vírgenes de Dios!, seguid al Cordero donde
quiera que vaya (cf. Ap 14, 4). Pero antes venid y aprended de Él que es manso y humilde
de corazón (Mt 11, 29). Si amáis, venid humildemente al humilde y no os apartéis de Él,
no sea que os hundáis. (...) Seguid adelante por el camino de la cumbre de vuestro
excelso estado con el pie seguro de la humildad. Él exalta a los que le siguen
humildemente, ya que no se desdeñó bajar hasta los que yacían en el abismo. Confiadle
la guarda de sus dones y guardad para Él vuestra fortaleza. El mal que no cometéis
porque Él os guarda, estimadlo como si os lo hubiera perdonado. Así no juzgaréis que os
ha perdonado poco para amarle poco, ni despreciaréis con ruinosa jactancia a los
publicanos que golpean sus pechos (cf. Lc 18, 9-14). Desconfiad de vuestras probadas
fuerzas para que no os envanezcáis porque habéis podido soportar algo. Y orad por las
que todavía no habéis experimentado, no sea que seáis tentadas por encima de lo que
podéis soportar. Pensad que algunos son ocultamente mejores que vosotras aunque
exteriormente por vuestro estado les seáis superiores. Cuando benignamente creéis en los
bienes de otros que tal vez os son desconocidos, no se amenguan en su comparación los
vuestros manifiestos, sino que se reafirman con el amor. Y las virtudes que todavía os
faltan, tanto más fácilmente os serán otorgadas cuanto con más humildad las hayáis
deseado»[55].
Esta humildad de Cristo como virtud moral, dice san Agustín, es increíble; tan difícil
de creer como los grandes misterios[56]. Y esa humildad tan grande está en proporción
del deseo tan intenso que tenía el Señor de que no fuéramos soberbios, de que
aprendiéramos a ser humildes. La motivación de la humildad como imitación de Cristo
no puede ser más y mejor encarecida que lo que hace san Agustín en este texto: «Aquel a
quien el Padre entregó todas las cosas, y a quien nadie conoce sino el Padre; aquel que es
el único que conoce al Padre junto con quien Él tenga a bien revelárselo (cf. Mt 11, 2527), no ha dicho “aprended de mí a construir el mundo y a resucitar a los muertos”, sino
que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). ¡Oh salvadora doctrina! ¡Oh Maestro y
Señor de los mortales a quienes la muerte ha sido aplicada y transfundida con el licor del
orgullo! No nos quisiste enseñar sino lo que eras Tú mismo, ni has querido mandarnos
sino lo que antes habías Tú practicado. Te veo, ¡Oh buen Jesús!, con los ojos de la fe que
me has abierto, clamando y diciendo, como en una oración, a todo el género humano:
Venid a mí y aprended de mí (Mt 1, 28-29). ¿Qué?, te suplico, ¡Oh Hijo de Dios!, por
37
quien han sido hechas todas las cosas, e Hijo del hombre, que has sido hecho entre todas
las cosas, ¿qué es lo que vamos a aprender de ti para venir a ti? Que soy manso y
humilde de corazón, dices. ¿A esto se han reducido los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia escondidos en Ti? (Col 2, 3). ¿A que vengamos a aprender como una cosa grande
de ti que eres manso y humilde de corazón? ¿Tan excelsa cosa es ser pequeño, que, si Tú
no nos la enseñaras, siendo tan excelso, no sería posible aprenderla? De seguro. No
podrá encontrar de otra suerte su paz el alma sino es reabsorbiendo esa inquieta
hinchazón, por la que se antojaba grande a sí misma mientras para ti estaba todavía
enferma»[57].
Aplicación de la virtud de la humildad a la vida cristiana
Por consiguiente, «Cristo nuestro Señor es puerta baja»[58], y el que en la vida vaya
con la cabeza demasiado alta no podrá entrar por esa puerta de salvación que es
Cristo[59]. Él es también «camino humilde»[60], y el que quiera seguir en la vida
caminos de grandeza, de lucimiento y de sobresalir por encima de todos, no encontrará
ese camino de salvación que es Cristo. Esto nos obliga, pues, a transitar en nuestra vida
por el camino de la humildad porque Cristo fue humilde en sumo grado, siendo así
medicina contra la enfermedad de nuestra soberbia[61].
Si somos pecadores hemos de ser humildes por nuestros pecados, y si somos santos
también debemos ser humildes, porque los santos «cuanto más elevados son, tanto más
se humillan en todas las cosas a fin de encontrar gracia delante de Dios»[62]. «No
confían en sus méritos ni esperan de su fortaleza la salvación, sino que anhelan la gracia
de su Salvador debido a su indigencia»[63]. Porque saben muy bien que todo lo han
recibido de Él; también saben que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los
humildes (Prov 3, 34; Sant 4, 6; 1 Pe 5, 5). ¿Y qué puede hacer de bueno un ser humano,
por muy santo que sea, si no recibe la gracia de Dios? Nada, absolutamente nada. El
modelo de humildad para los que se creen buenos, sea esto o no verdad, no son los
pecadores que no pueden menos de reconocer su indignidad y su miseria, sino el Rey del
cielo, el Creador de todas las cosas, «el más hermoso entre los hijos de los hombres; el
despreciado por los hijos de los hombres a favor de los hijos de los hombres; aquel que,
siendo dominador de los ángeles inmortales, no se ha desdeñado de venir a servir a los
hombres mortales. No lo hizo a Él humilde la miseria, sino la caridad»[64].
El que aparentemente tiene menos pecados tiene que estar más atento para no caer en
la soberbia. Porque la medida de la humildad le ha sido tasada a cada uno por la medida
de su santidad; cuanto más arriba se está, tanto más peligrosa es la soberbia[65]. Y los
santos, cuanto mayor elevación alcanzan, tanto más se humillan, para, siguiendo la
sentencia de la Escritura (Prov 3, 34; Sant 4, 6; 1 Pe 5, 5) hallar gracia delante de Dios[66],
y alcanzar así la santidad porque «nuestra perfección es la humildad»[67]. En
conclusión: la humildad es una virtud del todo imprescindible para la vida cristiana, esto
es, para evitar los pecados, practicar las virtudes y recibir la gracia de Dios, necesaria
para una y otra cosa, todo lo cual nos conduce a la salvación[68].
38
Si vivimos según la virtud de la humildad, habremos puesto en práctica el tercer grado
de ascesis, que nos permite superar la egolatría, la adoración de nosotros mismos, recibir
la gracia de Dios necesaria para toda virtud, como acabamos de decir, y poder así adorar
y amar a Dios como Él solo se merece y unirnos a Él como paso previo a la salvación
eterna en la otra vida.
[1] Cf. En. in ps. 31, 2, 18.
[2] Ep. 118, 3, 22.
[3] Cf. S. 137, 4.
[4] S. 183, 4.
[5] Moradas VI, 10, 7.
[6] Cf. Conf. 7, 11, 17.
[7] Cf. De sp. et lit. 6, 9.
[8] Cf. En. in ps. 130, 14; De sp. et lit. 16, 28.
[9] Cf. Conf. 1, 20, 31.
[10] S. 353, 1.
[11] S. 340 A, 1.
[12] Id.
[13] Cf. S. 230 A, 1-2.
[14] Id.
[15] Cf. De g. ad lit.11, 13, 17-16, 21.
[16] Cf. De civ. Dei 14, 13, 1.
[17] In Io. ev. 25, 16.
[18] Cf. En. in ps. 35, 10.
[19] Cf. S. 346 B, 3.
[20] Cf. En. in ps. 57, 18.
[21] In Io. ev. 25, 16.
[22] Cf. Ep. 118, 3, 22; Reg. 2; De nat. et gr. 32, 36.
[23] Cf. S. 340 A, 1; In Io. ev. 25, 16.
[24] S. 51, 4.
[25] De Trin. 13, 17, 22.
[26] Cf. Id. 4, 1, 2.
[27] Cf. Ss. 72 A, 2; 270, 6.
[28] Cf. De Trin. 15, 19, 34.
[29] Cf. Ep. 118, 3, 22.
[30] Cf. S. 354, 4.
[31] En. in ps. 75, 16.
[32] De s. virg. 51, 52.
[33] Cf. Id.
[34] Cf. S. 69, 4.
[35] De s. virg. 53, 54.
[36] Cf. S. 353, 1.
39
[37] Cf. En. in ps. 54, 11.
[38] Cf. Ss. 69, 2-3; 70 A, 1-3.
[39] Cf. En. in ps. 38, 18.
[40] Cf. Id. 71, 15.
[41] Id. 74, 2.
[42] S. 270, 6.
[43] In Io. ev. 21, 7; cf. Id. 25, 16.
[44] Cf. En. in ps. 58, 1, 10.
[45] S. 77, 11.
[46] S. 23 A, 3.
[47] S. 188, 3.
[48] En. in ps. 35, 17.
[49] S. 198 B.
[50] De s. virg. 32, 32.
[51] Id.
[52] In Io. ev. 25, 16.
[53] Id. 51, 3; cf. De civ. Dei 14, 13, 1.
[54] En. in ps. 75, 16.
[55] De s. virg. 52, 53.
[56] Cf. S. 341 A, 1.
[57] De s. virg. 35, 35.
[58] In Io. ev. 45, 5.
[59] Id.
[60] S. 142, 2.
[61] Cf. S. 123, 1.
[62] De s. virg. 50, 51.
[63] En. in ps. 71, 15.
[64] Id. 37, 38.
[65] Cf. Id. 50, 51.
[66] Cf. Id.
[67] En. in ps. 130, 14.
[68] Cf. S. 216, 4.
40
4.
CUARTO GRADO DE ASCESIS: INTENCIONES Y
MOTIVACIONES EN LA VIDA CRISTIANA
Orientar y elevar las intenciones y motivaciones de todo lo bueno que hacemos es
imprescindible para avanzar en la vida cristiana, en el cumplimiento de la voluntad de
Dios, en la santidad.
Ascesis corporal y ascesis espiritual-personal
Se puede observar que todos los grados de ascesis que estamos proponiendo tienen
carácter espiritual-personal. La ascesis corporal es secundaria. No es que esta sea mala,
sino que tiene un valor relativo: depende de los tiempos y de las personas. En nuestro
tiempo se hace menos penitencia corporal, por ejemplo, que en el siglo XVI, pero puede
haber ahora personas tan santas como las que hubo en aquel siglo. Y esto nos
sorprenderá menos si tenemos en cuenta que la misma santa Teresa relativiza las
penitencias corporales al someter su práctica a la salud como un bien superior[1]. Es de
notar que san Juan Bautista hizo más penitencia corporal que el Señor, lo cual es sin
duda significativo.
Si san Agustín hubiera hecho tantas penitencias corporales como san Pedro de
Alcántara no hubiera podido escribir tantos libros como escribió para el bien de la
Iglesia, ni tampoco hubiera sido un buen pastor solícito y atento a las necesidades que
como cristianos y seres humanos tenían sus fieles. Y, aunque había sido un gran pecador
y lloró mucho sus pecados, no fue un grandísimo penitente corporalmente hablando, sino
que llevó una vida moderada, aunque dentro de la austeridad y de la parquedad. Tenía
prohibida la murmuración en el refectorio bajo pena de expulsión del mismo con un
escrito que había mandado poner en la pared, pero no tenía prohibida la carne cuando
tenía huéspedes en la mesa, ni tampoco el vino. Ahí está retratada, al menos en parte, la
espiritualidad de san Agustín: la máxima importancia la tiene la caridad para con Dios y
para con el prójimo, así como los medios que hacen posible y nos facilitan esa caridad,
sobre todo la humildad. Todo lo demás es secundario.
Pues bien, entre los medios que ayudan directamente a vivir la caridad están los que
comprenden la ascesis espiritual-personal, según vimos al inicio de este libro. También
41
hemos meditado sobre la lucha contra el mal que hay dentro de nosotros, así como en el
esfuerzo para interiorizar y unificar nuestra vida interior y en la humildad que nos
desprende del idolillo que hacemos de nuestro yo. Ahora, siguiendo esta misma línea,
hemos de conseguir con la gracia divina que las intenciones y motivaciones de nuestra
conducta sean rectas y sobrenaturales, es decir, que todo lo bueno que hacemos lo
hagamos por Dios y para Dios. No solamente, pues, no hemos de adorar el ídolo de
nuestro propio yo, sino que en todo nuestro ser y vida, hemos de adorar y amar a Dios.
Esto supone el olvido completo de nosotros mismos, supone la muerte del egoísmo, que,
junto con la soberbia, es la raíz de todos los vicios, pecados y defectos.
Las intenciones y las motivaciones
Pero, ¿qué es eso de las intenciones y motivaciones? Intención es el fin inmediato de
una acción. Ejemplos: salgo de casa con el fin de pasear, o de ir a visitar a un amigo, o
de ir a la iglesia, o de ir al trabajo. La motivación es algo más hondo: es lo que nos
mueve a obrar con una determinada intención, lo que pretendo conseguir. Ejemplos:
salgo de casa para pasear; esta es mi intención; pero lo que me mueve a pasear y lo que
pretendo conseguir con el paseo puede ser la salud corporal, o el descanso mental, o la
curiosidad, etc.: estas son las motivaciones. Salgo de casa para visitar a un amigo: esta es
la intención; pero lo que me mueve a visitar a un amigo y lo que pretendo conseguir con
esa visita puede ser darle una alegría a ese amigo, o pasar yo un buen rato, u obtener de
él algún favor, etc.: estas son las motivaciones. Salgo de casa para ir a la iglesia: esta es
la intención; pero lo que me mueve a ir a la iglesia y lo que pretendo conseguir con esa
ida a la iglesia puede ser la participación en la eucaristía, o alabar y recordar a Cristo, o
participar en la vida de fe de la Iglesia, o fortalecer mi vida cristiana, o cumplir el
precepto dominical, o seguir mi costumbre de siempre, o que me vean otras personas, o
fingir que soy un buen cristiano, etc.: estas son las motivaciones. Salgo de casa para ir al
trabajo: esta es la intención; pero lo que me mueve a ir al trabajo y lo que pretendo
conseguir con ese trabajo es ganarme el sustento para mí y/o para mi familia, o glorificar
a Dios, o contribuir al desarrollo económico, o hacerme rico acumulando dinero: estas
son las motivaciones.
Las diferentes calidades de las intenciones y motivaciones
Hay intenciones y motivaciones malas, buenas-naturales y buenas-sobrenaturales. La
mala intención o motivación arruina la bondad objetiva de una acción, es decir, si tú
haces una cosa buena pero con mala intención o motivación, entonces, en definitiva,
obras mal; pero la buena intención y motivación que se pueda tener en una acción de por
sí mala, no la hace buena a esta. Todo esto quiere decir que para hacer el bien se necesita
más que para hacer el mal. Y es que hacer el bien es subir, crecer por dentro, mientras
que hacer el mal es ir hacia abajo, disminuir por dentro; ir hacia la nada[2]. Aquello
requiere más y esto requiere menos condiciones.
Espontáneamente los seres humanos hacemos muchas cosas buenas con intenciones y
42
motivaciones en las que nos buscamos a nosotros mismos; es decir, que hacemos el bien
(yendo de más inmoralidad a menos inmoralidad hasta la bondad natural), por vanidad,
para que nos admiren y alaben, por autosatisfacción personal, para que nos quieran, etc.
Otras veces hacemos el bien con intenciones y motivaciones meramente buenasnaturales, es decir, humanas, tales como ayudar a otras personas, por dar alegría o
remediar la tristeza de otros, para que las cosas vayan bien, para no quedar mal, por el
cumplimiento del deber, por evitar el disgusto de quien nos quiere, por solidaridad, por
filantropía, etc. Pero todo esto último, se puede hacer además por amor a Dios y al
prójimo con todas sus posibles variantes. Entonces se viven las motivaciones buenassobrenaturales apoyadas en la virtud teologal de la fe. San Agustín no hace esas
divisiones tal y como las hemos expuesto, pero veamos cómo en sus escritos está la
sustancia de esta doctrina expuesta de un modo magistral y con sus luminosos y
encendidos acentos que tanto impacto causan en el lector.
Dice el santo: «El motivo por el cual se hace una obra buena, no ha de ser el agradar a
los hombres; porque así también puede fingirse el bien ante ellos, los cuales, por cuanto
no pueden ver el corazón alaban también las acciones falsas. Los que hacen esto, es
decir, los que simulan bondad, son de corazón doble. No tiene, pues, corazón puro, esto
es, sencillo, sino aquel que pasando sobre las alabanzas humanas al vivir bien, busca
solamente agradar a Dios, que es único en penetrar la conciencia. Lo que procede de la
conciencia pura y sencilla es tanto más plausible cuanto el hombre menos apetece las
alabanzas humanas»[3].
Después de decir lo anterior sobre la motivación nos expone ahora su doctrina sobre la
intención pero mezclada, en cuanto al sentido, con lo que también concierne a la
motivación: «La intención recta, que es la luz del alma, consiste en el buen fin con que
se obra: la intención con que se obra es la luz de nuestra alma; porque ella nos revela que
hacemos con buen fin nuestras obras, pues la luz todo lo aclara (Ef 5, 13). (…) Mas si yo
obro con mala intención, la misma luz viene a ser tinieblas. En efecto, se llama luz
porque cada uno sabe con qué espíritu obra, incluso cuando obra con espíritu malo[4];
pero la luz viene a ser tinieblas cuando la intención no es simple ni dirigida a lo
sobrenatural, sino que se inclina a las cosas inferiores y con doblez de corazón produce
como una especie de oscuridad»[5]. Y desarrollando ese mismo pensamiento dice lo
siguiente: «¿Buscas en tu vida alabanzas? Si las de Dios, haces bien; si las tuyas, obras
mal; te detienes a mitad de camino[6]. Pero he aquí que eres amado, eres alabado; no te
congratules cuando eres alabado; gloríate en el Señor cantando: Mi alma se gloría en el
Señor (Sal 34 [33], 3; Lc 1, 47). ¿Predicas un buen sermón y es alabado tu sermón? No lo
sea como tuyo; en ti no está el fin. Si en ti pones el fin, terminaste; pero no terminarás
perfeccionándote, sino consumiéndote. Luego no sea alabado como originado de ti,
como tuyo. (…) Cuando todas tus cosas sean alabadas en Dios, no ha de temerse que
perezca tu alabanza, porque Dios no perece[7]. Luego pasa más allá de las alabanzas
humanas»[8].
El buen cristiano, sobre todo el santo, hace continuamente el bien con intenciones y
motivaciones buenas-sobrenaturales. Es decir, hace el bien por Dios y para Dios: por
43
amor o como acción de gracias a Él, para darle gloria, para cumplir su voluntad, para que
sea Dios más conocido y amado, para extender el Reino de Cristo, etc.
Esto nos pone de manifiesto que el ser humano en esta vida tiene que librar dos
grandes guerras, que se componen de muchas batallas: 1ª) hacer el bien contra el mal; 2ª)
hacer el bien por y para Dios contra nuestro egoísmo y contra esa derivación de la
soberbia que es la vanidad. Ganar la primera guerra lleva consigo el estar a buenas con
Dios, vivir en su gracia aun con muchos pecados veniales y defectos, sin llegar a una
intimidad con Él; en esta situación se pierden muchos posibles méritos. El ganar la
segunda guerra supone tener una gran amistad con Dios, practicar las virtudes en grado
muy notable, tener una gran intimidad con Él, hacer acopio de muchos méritos aun sin
intentarlo; así se llega a la otra vida con las manos llenas. Cuando esta segunda guerra se
gana de una manera completa se llega a la santidad.
Derivaciones y consecuencias
No se ha de tener en cuenta tanto lo que hacemos cuanto la intención y el motivo con
que lo hacemos. La intención y motivación de diferentes calidades es lo que valora a las
obras y hace también que tengan más o menos mérito delante de Dios[9]. Más todavía:
frecuentemente los buenos y los tibios, incluso los malos, hacen y padecen las mismas
cosas. De aquí se sigue que no sean tanto las acciones ni los sufrimientos los que valoran
y distinguen a unos y a otros, sino el motivo por el que obraron y sufrieron. Porque no
hace al mártir la muerte violenta que padece, sino el motivo por el que la padece, es
decir, por Cristo[10].
Puede haber dos señoras amas de casa, que han hecho en el conjunto de sus vidas más
o menos lo mismo. Pero cuánta y cuál será la diferencia de aceptación por parte de Dios
si una ha tenido malas intenciones y motivaciones y la otra las ha tenido buenas. Incluso
habrá mucha diferencia si una las ha tenido habitualmente solo buenas-naturales y la otra
ha llegado con frecuencia a las buenas-sobrenaturales. Pues, haciendo más o menos lo
mismo, puede haber entre ellas tanta diferencia como la que existe entre una mala
persona y otra buena; o bien, entre una persona corriente y normalita y una santa.
Idéntica observación se puede hacer con respecto a dos empresarios, dos sacerdotes, dos
religiosos, dos trabajadores, aun haciendo casi lo mismo unos son buenos, incluso
santos, y otros son tibios y hasta malos. Y exactamente igual cabría decir de dos
hombres que trabajan juntos en una misma fábrica o en una misma oficina, ganando el
mismo sueldo, y los dos casados y con el mismo número de hijos. ¡Cuánta distancia
moral y cristiana puede haber entre ellos según la apreciación de Dios! Y debido, sobre
todo, precisamente a la diferente calidad moral y cristiana de sus intenciones y de sus
motivaciones.
Tus obras, pues, sean puras y agradables a los ojos de Dios, y lo serán siempre que
procedan y vayan acompañadas de la sencillez de corazón. No te detengas, por tanto,
solamente en lo que haces, sino atiende muy de veras a la intención y motivo que
mueven tus acciones[11]. Sé sincero contigo mismo, no pienses en el relumbrón exterior
44
de tus acciones cuanto en la intención y motivaciones sobrenaturales que solo pueden
surgir del interior del corazón atraído por el amor y la gracia de Dios.
En consecuencia, «se nos invita a entrar en el interior dejando las exterioridades que
se ofrecen a las miradas humanas. Entra en tu conciencia y pregúntala. Tienes intención
de hacer el bien, pero, ¿qué es lo que te mueve a hacer ese bien? No atiendas a lo que se
manifiesta fuera, sino a la raíz que está dentro de la tierra. ¿Se halla enraizado el
egoísmo? Pueden tener tus acciones cara o apariencia de buenas obras, pero no pueden
agradar a Dios, porque por dentro no son en realidad buenas obras sino malas. ¿Se halla
enraizada la caridad? Entonces, estate seguro: de ahí no puede proceder nada malo sino
todo bueno»[12]. Hemos de intentar, por tanto, con la ayuda de la gracia divina, que
nuestras acciones tengan siempre como motivación la caridad, el amor a Dios y al
prójimo.
La caridad es la perfección de todas nuestras obras. Hacia esa alta cumbre hemos de
tender con la ayuda de la gracia de Dios, Allí está la culminación de nuestra vida
cristiana; nos hemos de esforzar continuamente por alcanzarla y cuando lleguemos a
ella, hasta ser en nosotros una realidad habitual, habremos alcanzado la santidad. No te
atasques en el camino, es decir, en las intenciones y motivaciones humanas y naturales;
trata de vivir siempre tu vida cristiana por amor, solo por amor, que hace posible tu
unión con Dios. Para mí unirme a Dios es bueno, dice el salmo (Sal 72, 28). Te uniste a
Dios, terminaste el camino, llegaste a la antesala de la Patria, o estás ya en la Patria, en la
vida bienaventurada, pues no harás allí otra cosa distinta de lo que es amar[13]. Por eso,
aquí, ya en esta vida, «ama, y haz lo que quieras[14]. Si callas, clamas, corriges,
perdonas; calla, clama, corrige, perdona movido por la caridad. Dentro está la raíz de la
caridad; no puede brotar de ella mal alguno»[15].
La caridad puede llegar a discernir, a distinguir, los hechos buenos de los malos
aunque sean muy parecidos y semejantes. Veamos el siguiente, luminoso y apasionado
texto de san Agustín: «Ved que el Padre entregó a Cristo; Judas también lo entregó.
¿Acaso no aparece ser un hecho semejante? Judas es traidor. ¿Luego también lo es el
Padre? Lejos, dices, de pensar tal cosa. Pero atiende, no lo digo yo, dice san Pablo que
no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Rm 8, 32). El Padre
lo entregó, y Él también se entregó, pues dice el mismo apóstol: El que me amó, se
entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20). Si el Padre entregó al Hijo, y el Hijo se entregó a
sí mismo, Judas ¿qué hizo? Se hizo entrega por el Padre, se hizo por el Hijo, por Judas
idéntica cosa se hizo; pero ¿qué distinción hay en que el Padre entrega al Hijo, el Hijo se
entrega a sí mismo, y Judas, el discípulo, entrega a su Maestro? Que el Padre y el Hijo
entregan por amor, y Judas por perfidia. Veis que no se ha de tener tanto en cuenta lo
que hace el ser humano, sino la intención y voluntad con que lo hace. El mismo hecho
ejecutan Dios Padre y Judas; al Padre le alabamos, a Judas le detestamos. ¿Por qué
alabamos al Padre y detestamos a Judas? Alabamos el amor, detestamos la iniquidad.
¡Cuánto bien reportó al género humano la entrega de Cristo! ¿Acaso pensó Judas en esto
al entregarle? Dios pensó en la salvación por la que fuimos redimidos. Judas atendió al
precio por el que vendió al Señor. El Hijo pensó en el precio que dio por nosotros; Judas
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en el que recibió al venderle. La intención diversa hizo diversos los actos. Siendo uno y
el mismo acto, al medirle por las intenciones, vemos que uno de ellos debe ser amado, el
otro condenado; uno ensalzado, el otro detestado. ¡Tanto vale la caridad! Ved que ella
sola discierne, que ella sola distingue los hechos buenos de los malos»[16].
Dios nos pide sobre todo el corazón
Querido hermano, querida hermana, enseña el obispo de Hipona, «Dios nos pide sobre
todo el corazón; no te pide tanto tus obras cuanto el corazón. Busca el corazón, mira el
corazón, es testigo en el interior; es amor que persuade, ayuda y corona; es suficiente
que le ofrezcas la voluntad»[17]. No te angusties con la preocupación de hacer muchas
buenas obras; porque con frecuencia no podrás; no te angusties tampoco con la obsesión
de hacer obras muy grandes y muy importantes, porque casi con toda seguridad que
tampoco podrás. Solamente has de tener un cuidado y una voluntad, esto es, la de
hacerlo todo por Dios y para Dios, por amor a Él, solo por amor a Él. Que los otros
amores no se interfieran en el amor a Dios, sino que sean ordenados y conducidos a este
amor: «Porque menos te ama, Señor, quien ama algo contigo y no lo ama por ti»[18].
Es tal la importancia que Dios da a la buena voluntad que ponemos en hacerlo todo
por Él, que ni siquiera le importa demasiado que nuestras obras sean perfectas o estén
del todo concluidas. Acaso no se llega a realizar lo que se intentaba con buena voluntad,
pero el Señor ve esa buena intención y nos anota esa obra en el libro de la vida como
completamente ejecutada y acabada[19]. Como buen Padre que es, nuestros garabatos
bien intencionados, hechos con amor a Él, los considera como si fueran obras maestras;
y así, como a tales, nos da el premio. Demasiado sabe Él de nuestra debilidad, de nuestra
frágil naturaleza; demasiado sabe el Señor que el ser humano es siempre en realidad un
niño, que siempre tiene que estar aprendiendo, por su incapacidad de hacer grandes
cosas y de hacerlas perfectamente bien. Un puente, una carretera, una comida, una
plática, un escrito, una celebración, una conversación, la asistencia a un enfermo, un acto
de solidaridad, una palabra de cariño, todo lo hacemos de un modo imperfecto, en el
mejor de los casos. Es típico lo que nos sucede con la oración o en la celebración de un
sacramento: la imaginación, la loca de la casa que decía santa Teresa[20], nos lleva a
pensar con facilidad en cualquier cosa menos en lo que estamos haciendo. Pero si hemos
puesto los medios y tenemos la buena intención de estar con Dios o encontrarnos con
Cristo, y procuramos con buena voluntad que así sea, el Señor nos la considera como
una oración bien hecha y como un sacramento bien celebrado.
Es esta precisamente la gran lección de santa Teresa de Lisieux, proclamada doctora
de la Iglesia en 1997: «Que el Señor quiere y espera de nosotros solo nuestro amor: Jesús,
dice la santa, no pide grandes obras, sino solamente abandono y confianza en Él,
agradecimiento y amor a Él. He aquí todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene
necesidad alguna de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor»[21].
Efectivamente, cualesquiera obras que podamos hacer, Él, si quiere, las podría llevar a
término sin nosotros; pero el amor, nuestro amor, solamente se lo podemos dar cada uno
46
de nosotros. El amor, como es algo tan personal, solamente cada uno se lo puede dar.
Cualesquiera obras buenas, de beneficencia en general, de ayuda a los necesitados, o a
los afectados por las más temidas enfermedades, cualesquiera obras de ilustración de la
fe o predicaciones o de asistencia en hospitales, orfanatos o asilos de ancianos, todo lo
puede hacer Dios por medio de otros y sin nosotros, pero lo que nadie le puede dar es mi
amor si yo no se lo doy. Otras personas le podrán dar su amor pero no el mío. Y no
pensemos que esto para Dios es igual, es decir, que un amor puede ser sustituido por
otro; no pensemos que a Él le da lo mismo, porque el amor de cada persona es único e
intransferible.
Preguntemos a una madre a ver si la ausencia o el desamor de un hijo puede ser
sustituida y ser compensada por la presencia o el amor de los otros hijos. Nos dirá que
no, que siempre tiene clavada en el corazón la ausencia o el desamor de aquel otro hijo.
Pues bien, Dios que es nuestro Padre siente lo mismo: el amor del hijo que no le ama ese
es el que echa en falta, y, ante Él, no puede ser sustituido por el amor de otro. ¿No es
verdad que una madre, o un padre, es eso precisamente lo que más aprecian de cada uno
de sus hijos, esto es, el amor? Pues lo mismo, pero más intensamente, hace Dios. Esto es
consolador, pues solo con querer, con buena voluntad, poniendo en nuestras obras de
cada día amor, hacemos continuamente algo que Dios aprecia como único y muy valioso
para su corazón de Padre. Esto quiere decir que puede llegar a ser más santa, más
agradable a Dios, una persona que no ha hecho en toda su vida sino cosas sencillas, sin
importancia, pero con mucho amor, que otra que ha hecho cosas muy importantes dentro
y para la Iglesia, como puede ser un gran predicador, pero que en ellas no ha puesto
tanto amor como la otra. La primera será una perfecta desconocida para la gente, pero no
para Dios, la segunda será muy famosa pero si no ha tenido tanto amor como la otra no
estará tan arriba en el reino de los cielos, porque al final, nos dice san Juan de la Cruz,
«seremos examinados sobre el amor»[22].
Esta actitud, esta manera de vivir la vida cristiana nos libera de ciertas tensiones
psicológicas que nos vienen de la obsesión de hacer muchas obras buenas, muy grandes
e importantes, y de hacerlas muy bien hechas, así como de ciertos escrúpulos que nos
pueden venir de la inquietante pregunta sobre si podríamos haber hecho más obras
buenas, de mirar nuestras relaciones con Dios como dependiendo de la calidad y
cantidad de nuestras buenas obras y no del amor que con la gracia de Dios hemos
puestos en ellas, y del amor con que Él siempre nos regala. En todo caso, nos
liberaremos de preocupaciones, escrúpulos y tensiones si, además de poner el mayor
amor a Dios en nuestras acciones, tenemos en cuenta que el Señor siempre nos ama; y
aunque nuestras buenas acciones fallan con facilidad porque están afectadas por nuestra
imperfección y debilidad, el amor de Dios no falla porque depende de su bondad
inagotable e infinita. Es muy importante que impregne todo nuestro ser la convicción de
la gratuidad del amor de Dios para con nosotros que san Agustín nos enseña, esto es, que
Dios no nos ama por nuestra bondad, sino por la suya. Si nos amara Dios por nuestra
pobre bondad estaríamos perdidos, pero como nos ama por la suya, estamos siempre
salvados, siempre que queramos: «Nosotros hemos llegado a amar porque hemos sido
47
amados. Don es enteramente de Dios el amarle. Él, que amó sin haber sido amado, lo
concedió para ser amado»[23].
Así es como el hacer todo por amor a Dios, sin preocuparnos demasiado de lo demás,
es fuente de alegría, de paz y de progreso en la vida espiritual. También de tranquilidad y
serenidad, puesto que aunque los resultados de nuestros trabajos no tengan, según la
opinión de los humanos, el resultado apetecido y esperado, estaremos satisfechos y en
paz si los hemos hecho por Dios. Los fracasos entonces no perturbarán nuestro ánimo,
puesto que nuestro deseo y voluntad se han cumplido, esto es, el haberlo hecho todo por
Dios y para Dios.
Así es como alcanzaremos el cuarto grado de ascesis, orientando, elevando y
centrando las intenciones y las motivaciones de las actividades diarias por amor hacia
Dios, hasta Dios y en Dios.
[1] Cf. Camino de perfección, 15, 3.
[2] Cf. De civ. Dei 14, 13, 1.
[3] De s. Dom. 2, 1, 1.
[4] Es la función de la conciencia moral.
[5] De s. Dom. 2, 13, 46. El último párrafo de este texto describe la intención moralmente mala.
[6] No llegas al fin que es tener a Dios como motivo y centro de tu vida.
[7] No pereciendo Dios, a quien en este caso van dirigidas las alabanzas, tampoco perecen estas, a diferencia de
las dirigidas al ser humano, que perecen con él.
[8] In Io. ep. 10, 5.
[9] Cf. Id. 7, 7.
[10] Cf. Ep. 93, 2, 6.
[11] Cf. De s. Dom. 2, 13, 45.
[12] In Io. ep. 8, 9.
[13] Cf. Id. 10, 5.
[14] Id. 7, 8. Esta célebre sentencia de san Agustín contiene el auténtico imperativo categórico moral cristiano,
que se diferencia del aristotélico, del estoico, del sartriano y, del más famoso de ellos, el kantiano: «Obra de tal
manera que tu conducta pueda servir de modelo a toda la humanidad». Este no deja de contener un cierto matiz de
soberbia.
[15] Id.
[16] Id. 7, 7.
[17] En. in ps. 134, 11.
[18] Conf. 10, 29, 40.
[19] Cf. S. 18, 5.
[20] Santa Teresa de Jesús, Vida, 17, 7.
[21] Santa Teresa de Lisieux, Carta del 13 de septiembre de 1896 a Sor María del Sagrado Corazón.
[22] San Juan de la Cruz, Dichos de Luz y Amor, 59.
[23] In Io. ev. 102, 5.
48
5.
LA GRACIA DE DIOS: I. GRACIA ACTUAL
Hasta ahora se han expuesto los elementos ascéticos de la vida espiritual, es decir, sus
cimientos, la base e instrumentos de la misma. Ahora vamos a exponer lo que es
propiamente esa vida espiritual, que estudia la teología espiritual, y siempre bajo la guía
de san Agustín.
Pues bien, ninguno de los medios ascéticos antes expuestos, así como tampoco los
valores cristianos que tienen que convertirse en vida en nosotros, se pueden poner en
práctica si no es con la ayuda de la gracia de Dios. San Agustín, el Doctor de la gracia,
abunda en este dato fundamental de la vida cristiana.
El Dios de la gracia como luz para la inteligencia humana
La gracia a que nos vamos a referir ahora es la gracia actual, es decir, la ayuda interior
que Dios nos da para superar el mal y hacer el bien. Tiene diversas variantes, según la
forma de esa ayuda y según las facultades humanas a las que positivamente afecta.
La gracia, en primer lugar, es como una luz que ilumina la inteligencia. A Dios nadie
le ha visto jamás (Jn 1, 18). Nadie puede ver a Dios sin morir (cf. Ex 33, 20), porque en
esta vida no se dan las condiciones necesarias para poder ver a Dios; por otro lado, la
inteligencia humana, ella sola, no es capaz de conocer directamente a Dios. Pero si no
conocemos a Dios más que de una manera tan escasa, difícil e indirecta como permite la
pequeña inteligencia humana, entonces estamos en una situación bastante desgraciada,
puesto que en el conocimiento y el amor del sumo bien que es Dios está nuestra felicidad
y salvación[1].
Pero Dios se compadeció de los humanos, y, además de profetas y grandes hombres
religiosos, envió, esto sí que es estupendo, a su mismo Hijo para enseñarnos cómo es Él.
Por eso el cristiano conoce a Dios por medio del Hijo, que nos ha contado con suficiente
claridad y con parábolas muy hermosas cómo es Dios. Los filósofos se habían estrujado
la cabeza para averiguar cosas de Dios; pocas son las que acertadamente averiguaron;
pero vino Jesús, el Hijo de Dios, que ha visto y que ve a Dios, y nos ha dicho cómo es
Dios. Así tenemos información sobre Dios que proviene de una fuente que no puede ser
más directa: el mismo Hijo de Dios que también es Dios. El contenido de sus enseñanzas
se transmiten por medio de la fe, que es un regalo que nos hace el Señor. Para darnos
49
este don, «la Verdad misma, Dios, el Hijo de Dios, tomando la naturaleza humana sin
perder nada de Dios, fundó y estableció la fe, a fin de que el ser humano tuviera en el
Hombre-Dios un camino hacia el Dios del hombre»[2]. ¡Cuánto debemos admirar esta
sabiduría del Señor y cuánto le debemos agradecer esta bondad!
Pero, ¡atención!, aún hay más dificultades que tienen su origen en la mala conducta
del ser humano: esta comunicación del Hijo de Dios no podrá llegar hasta nuestra mente
si no se superan los inconvenientes que provienen del debilitamiento del conocimiento
humano causado por el pecado[3]. El pecado ha hecho a la mente humana menos apta
para conocer las verdades referentes a Dios que para otras cosas. Cada ser humano es
muy complicado, pero no deja de llamar la atención el hecho de que algunas personas
muy inteligentes para las cosas y ciencias humanas sean bastante torpes para conocer las
referentes a Dios. Eso es efecto del pecado personal o de la mentalidad de la sociedad
que se ha ido enrareciendo por el ambiente generalizado de inmoralidad y por el
fenómeno de la secularización. Y es que el pecado entenebrece y debilita el ojo interior
humano que es la inteligencia, y entonces ve o conoce las verdades de Dios con más
dificultad y con más probabilidad de caer en el error. ¡Pobre humanidad!
Pero este problema también lo soluciona Cristo dándonos las gracias interiores, que,
como si fueran luces espirituales, iluminan nuestra mente para que, lo que Cristo nos ha
revelado sobre Dios por medio de la fe, llegue hasta dentro de nuestra inteligencia, y así
conozcamos a Dios, obtengamos las consecuencias convenientes en nuestra vida de
personas humanas, hagamos el bien y alcancemos la vida bienaventurada.
Para darnos estas gracias interiores iluminativas Cristo se hizo nuestro Maestro,
nuestro Maestro interior: «Los maestros humanos dan ciertas ayudas y amonestaciones
externas a los discípulos para que aprendan. Pero el que enseña dentro de los corazones
tiene su cátedra en el cielo. Por eso dice en el Evangelio: Pero vosotros no os dejéis
llamar maestros, porque uno es vuestro Maestro, Cristo (Mt 23, 8). Os hable Él
interiormente, ya que ningún hombre está allí; pues, aunque alguno esté a tu lado, nadie
está en tu corazón. Que no haya nadie en tu corazón, sino Cristo el Señor. Su unción esté
en el corazón para que no se halle sediento en la soledad y sin fuentes por las que sea
regado. Luego el Maestro interior es quien enseña, Cristo es el que instruye, su
inspiración enseña. Donde falta su instrucción y su unción inútilmente suenan las
palabras al exterior de cualquier predicador»[4].
Esta enseñanza de Cristo en forma de iluminación, que realiza en su nombre el
Espíritu Santo, se da continuamente. En cualquier momento del día nos viene un buen
pensamiento, una luz a la inteligencia, que nos hace ver lo razonable y conveniente que
es el bien, lo bueno que es Dios, la bondad y sabiduría de su Hijo y otras cosas referentes
a la verdad de la fe cristiana y a la bondad de Dios. Pues bien, eso es obra del Maestro
interior; a nosotros nos puede parecer que es cosa nuestra, pero no, es obra del Maestro
interior que es Cristo. También sucede que ciertas verdades de la fe, que las hemos oído
muchas veces, cobran de pronto en nuestra mente una fuerza de convicción, un brillo
especial, como si fuera un chispazo de luz espiritual, que hasta ese momento nunca
habíamos percibido; por eso, hasta entonces nunca nos habíamos dado cuenta de lo
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hermosa, buena y convincente que era y es una determinada verdad del cristianismo.
Pues bien, también eso es obra del Señor, que es nuestro Maestro interior. Son las
gracias en forma de iluminación de cada una de nuestras inteligencias, que nos regala
Cristo con mucha frecuencia; esto, si no hay demasiado ruido en nuestro interior, puede
ocurrir varias veces en un solo día. ¿Le damos gracias al Señor por tanta bondad y
generosidad para con nosotros?
¡Cuántos seres humanos están muy necesitados de estas iluminaciones!, pero sus ojos
interiores no están dispuestos para recibirlas. Y unos, mucho, y otros, mucho más, todos
estamos necesitados de las luces interiores que nos da la gracia de Dios. Todos estamos
acechados por ofuscaciones de la mente, que la oscurecen y que nos pueden llevar a
formar juicios y a tomar decisiones equivocadas y perjudiciales para nuestra vida
humana y cristiana. Más todavía: en bastantes ocasiones, en ciertas situaciones
complicadas, no sabemos qué es lo que nos conviene, cuál es la opción y el camino que
hemos de seguir para nuestro mayor bien. Otras veces, sí que lo sabemos, porque nos lo
dice la voz de la conciencia, pero obcecados por una seductora pasión, tomamos caminos
en la vida que nos alejan de Dios; a veces, hacemos daño a otras personas, y siempre nos
hacemos mucho daño a nosotros mismos. Por eso, querida hermana, querido hermano en
Cristo, te aconsejo que digas muchas veces conmigo esta hermosa oración de san
Agustín: «¡Oh Verdad, Cristo, luz de mi corazón, que no me hablen mis tinieblas!»[5]. Y
es que todos llevamos tinieblas dentro: el egoísmo, la soberbia, la vanidad, la envidia, la
lujuria, el rencor, la desmesurada valoración y el excesivo apego a los bienes de este
mundo, la poca estima y poco afecto a las cosas de Dios y a los bienes espirituales y
eternos, así como la incomprensión y torcida interpretación de las palabras y acciones
del prójimo, toman carta de naturaleza con facilidad en nuestra mente y en todo nuestro
ser, afectado por el pecado original y por nuestros pecados personales. Todo eso son
tinieblas, contra las cuales volvemos a decir: «¡Oh Verdad, Cristo, luz de mi corazón,
que no me hablen mis tinieblas!»
Conviene no olvidar nunca para no ser desagradecidos al Señor que, tanto la fe como
esas gracias iluminativas que disipan nuestras tinieblas, son un don gratuito de Dios, que
Él nos da única y exclusivamente por su bondad, por los méritos de nuestro Señor
Jesucristo: «Porque el ser humano es tierra, y a la tierra ha de volver (Gn 3, 19). El
hombre debe presumir de Dios, y esperar por tanto, ayuda de Él, no de sí mismo. Mas la
tierra no se llueve a sí misma ni se ilumina a sí misma. Como la tierra, pues, espera del
cielo la humedad y la luz, así el ser humano debe esperar del cielo la misericordia, la luz
y la verdad»[6].
La fe como luz y confianza debidas a Cristo
Cuando la persona humana acepta la luz de la verdad, que es Cristo, se produce en ella
la realidad sobrenatural de la fe. Y la fe se compone de afirmaciones que nuestra mente
acoge como verdades porque se consideran como provenientes de Dios. Tiene, pues, la
fe una dimensión cognoscitiva perteneciente a la inteligencia. Pero tiene otro aspecto
51
muy importante, que hemos olvidado bastante, y es el de la confianza en Cristo, que
surge de la voluntad y del corazón: «Importa mucho distinguir entre creer en la
existencia de Cristo y creer en Cristo. La existencia de Cristo también la creyeron los
demonios, y, con todo eso, los demonios no creyeron en Cristo. Cree, pues, en Cristo
quien espera en Cristo y ama a Cristo. Porque, si uno tiene fe sin esperanza y sin amor,
cree que hay Cristo, pero no cree en Cristo. Ahora bien, si alguien cree en Cristo, Cristo
viene a él y en cierto modo se une a él, y queda hecho miembro suyo, lo cual no es
posible si a la fe no se le unen la esperanza y la caridad»[7].
Así que, hermano, hermana, no solo has de creer todas las verdades que la fe te
enseña; hace falta algo más, y por cierto muy importante; hace falta que tengas una total
confianza en el Señor. No solo has de creer lo que Él nos ha revelado, sino que también
has de confiar en su bondad amorosa, en su salvación, en su providencia y cuidado,
esmerado y delicado, que tiene y tendrá para contigo a lo largo de toda tu vida: «Porque
la fe en Cristo consiste en creer que Él justifica al impío; es creer que Él es el Mediador,
sin el cual no nos reconciliamos con Dios; es creer que Él es el Salvador, que vino a
buscar y a salvar lo que había perecido (cf. Lc 19, 10); es creer en el que dijo: Sin Mí
nada podéis hacer (Jn 15, 5)»[8]. Todo lo que Dios nos ha revelado por Cristo es verdad;
pero la fe implica también una experiencia interior afectiva: «Hemos sido alabados
porque no vimos y creímos en Él sin haberlo visto[9]. Pues a Cristo también los judíos lo
vieron. No es gran cosa ver a Cristo con los ojos de la carne; lo grande es creer y confiar
en Cristo con los ojos del corazón»[10]. Pero, ¿es que el corazón tiene ojos? Los ojos del
corazón son la confianza plena en el Señor, que no solamente cree lo que nos revela sino
que también vive con la absoluta confianza de que nos ama. Tú confía en que el Señor
cuida de ti, porque te ama; y te ama, no con amor dividido y disminuido porque ama a
todos, no; te ama a ti como si solo a ti te amase, como si solo tú ocuparas el cariño de su
corazón de Padre. Fuera, pues, lejos de ti esos miedos, quizá angustias, sobre lo que será
de ti: si te verás abandonado y olvidado, si te sucederán malas cosas, tales como
enfermedades, accidentes, desgracias tuyas o de tu familia. Si tuvieras plena confianza
en el Señor, nada de todo esto te debería preocupar. Porque aunque llegaran a suceder,
con la ayuda de su gracia poderosa todo lo podrás superar y de todo podrás obtener
muchos bienes. No un tipo de bienes que son los que aprecia el mundo, sino otras clases
de bienes muy superiores, que son los que aprecia Dios.
Pobrecitos, los seres humanos, quisiéramos controlar los sucesos imprevistos para
evitar que nos acontezca algo malo; pero frente a lo pasado, que ya es irremediable, y lo
presente, que apenas lo podemos controlar, a lo que más miedo tenemos es al futuro,
porque nada o casi nada podemos hacer para prevenir los acontecimientos que nos
pueden hacer daño, mucho daño, incluso el tremendo daño de la muerte. Pero tú, no
temas, di con el salmo: En tus manos, (Señor) están mis azares (Sal 31[30], 16). Tú no
puedes controlar los acontecimientos futuros, que para ti suceden por azar y escapan a tu
previsión y control, pero Él, el Señor, sí los puede controlar. Para su inteligencia y poder
no existe el azar, ni el fatalismo, ni el hado; si confías en su bondad, en el amor que a ti
te tiene, tampoco deben existir para ti. Apartemos, pues, el azar y los oscuros y malos
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presagios de nuestra mente; fuera todo eso y confiemos en el poder, la inteligencia y el
amor de nuestro Padre, Dios.
El Dios de la gracia como bien para el ser humano
La persona humana es un permanente e insaciable hambriento del bien. En el bien
encontramos la felicidad, que es lo que más deseamos. Y para que esta felicidad sea
perfecta necesitamos la posesión de Dios, que es la suma y culminación de todos los
bienes. Si esto no lo conseguimos se produce en nuestro interior una soterrada, triste y
honda insatisfacción, según el célebre pensamiento de san Agustín: «Nos hiciste, Señor,
para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[11].
La energía con que el ser humano tiende hacia el bien, y que le acompaña siempre, lo
mismo que su deseo de felicidad, es el amor, que proviene de la voluntad y de los
sentimientos. Y es que el amor es a modo de la gravedad del alma. Cualquier opción que
tome la persona, siempre es llevada por un amor, sea bueno o malo: «Mi peso es mi
amor; él me lleva doquiera soy llevado»[12]. Así, pues, el amor puede ser moral o
inmoral, ordenado o desordenado. El santo vive las virtudes movido por el amor a Dios y
a los hermanos. Por el contrario, al codicioso lo arrastra el amor al dinero, a las riquezas;
al lujurioso lo arrastra el amor al placer sexual; al egoísta, el amor de sí mismo, etc. Así
que hay amores buenos y amores malos, o lo que es lo mismo, amores ordenados y
amores desordenados. Los malos se condensan en el egoísmo, y los buenos o rectos, en
el amor cristiano o caridad[13].
Pero, para amar ordenadamente se necesita que el alma, el corazón, donde radica el
amor, tenga salud espiritual, de la cual carece el ser humano abandonado a sus reducidas
fuerzas espirituales y malas inclinaciones. Si no recurrimos a Dios, ¡con cuánta facilidad
caemos en los pecados y en los vicios!; no tanto en los que son contrarios a nuestro
modo de ser, pero sí en los que nos son afines. Quiero decir, por ejemplo, que el de
temperamento colérico suele ser trabajador y responsable, pero cae fácilmente en la ira y
en la impaciencia; el flemático, al contrario, difícilmente se enfada, pero suele ser
perezoso y no demasiado responsable. El egoísta suele ser buen administrador de sus
bienes y hasta puede que ahorrador, pero es impasible y cruel ante las necesidades del
prójimo. Hay personas muy inclinadas al placer sexual y les es difícil mantenerse castos,
pero hay otras más frías en este aspecto a los que les cuesta menos; el rencoroso no suele
tomar la iniciativa ofendiendo a los demás, pero si recibe alguna ofensa tiene el corazón
muy duro para perdonar.
Pues bien, necesitamos la gracia de Dios, pero no mucha para portarnos bien frente a
los pecados y vicios que no van con nuestro temperamento y carácter; pero necesitamos
mucha gracia de Dios para vencer las tentaciones que nos impulsan a las actitudes y
acciones malas que sintonizan con nuestro modo de ser. Si entonces no estamos unidos a
Dios para que nos dé con su gracia una especial fuerza interior, nos desmoronamos, nos
caemos, nos hundimos; hasta como seres humanos nos vamos deteriorando, ya que «si
no me mantengo en Él (en Dios), tampoco podré mantenerme en mí»[14]. Por eso, en
toda la inmensa tarea de vencer los vicios y practicar las virtudes «no te manda Dios
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cosas imposibles, pero al imponer un precepto te manda que hagas lo que puedas y pidas
lo que no puedas»[15]. Es lo que todo cristiano debe hacer continuamente.
Siempre que sientas una fuerte tentación hacia el mal, siempre que te sientas sin
fuerzas para hacer el bien al que te urge tu conciencia, con la boca cerrada y el corazón
abierto, en seguida, dile a Jesús con total sinceridad y con todo tu ser: Señor, Jesús, Dios
mío, ayúdame, corre, corre, ven en mi auxilio (cf. Sal 70 [69], 2). Y de inmediato sentirás
la ayuda de su gracia, te lo garantizo; mejor, te lo garantiza Él. De inmediato sentirás que
el atractivo de la tentación ha disminuido, que, al contrario, el atractivo de la virtud ha
aumentado y que ahora te parece más hermosa, más digna de ser puesta en práctica.
Sentías la tentación como una fuerza invencible frente a la que nada podías hacer, pero
has invocado al Señor y, de pronto, así, rápidamente, la situación cambia por completo:
ya te sientes fuerte contra el mal, te sientes con fuerza para practicar la virtud, incluso,
por ejemplo, te sientes capaz de perdonar a tus enemigos, lo cual se te hacía un
imposible, o te sientes con ánimo para desechar una tentación contra la castidad, que
parecía como una ola gigantesca que te iba a tragar y arrastrar. La gracia de Cristo puede
más que cualquier tentación y más que nadie, incluyendo al diablo. San Agustín, que tan
intensamente lo había experimentado en su vida, nos dice que la gracia de Dios es
omnipotente. Prueba, y verás que es así.
Es curioso: nosotros solitos, con nuestra libertad, podemos hacer el mal, cometer toda
clase pecados y de caer en toda clase de vicios, pero para vencer el mal y las tentaciones,
para hacer el bien, para practicar las virtudes necesitamos de la ayuda de la gracia de
Dios. El mismo Cristo nos dice que sin Él nada podemos hacer (cf. Jn 15, 5).Y comenta
san Agustín: «Luego, sea poco, sea mucho, no se puede hacer sin Aquel sin el cual no se
puede hacer nada»[16]. Pues bien, esto es debido a que hacer el mal conlleva el ir la
persona hacia abajo, hacia su degradación, incluso hacia la nada[17]; por eso es tan fácil.
Pero hacer el bien es ir hacia arriba, es crecer por dentro, es crecer en nuestro ser
personal. Esto es muy difícil, imposible para nosotros, porque es como una creación
añadida a lo que éramos antes. Por tanto, necesitamos del que nos dio el ser, de Dios,
para crecer en el ser, en nuestro ser de personas cristianas[18].
La vuelta a la casa del Padre con la ayuda de la gracia
Para iniciar el camino de vuelta a Dios es preciso que se haga patente al hombre lo
monstruoso de su enfermedad cuando es pecador, cuando sus amores son desordenados,
que se dé cuenta de lo mal que le va lejos de Dios; que comprenda que tiene necesidad
de Cristo, no solo en cuanto Maestro, sino también como ayudador; para que no le
domine ya la iniquidad y sea sanado de ella acogiéndose al socorro de la divina
misericordia, para que así, donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia (Rom 5, 20),
no por los méritos del pecador, que no los tiene, sino por los auxilios del ayudador, de
Cristo, que sí tiene méritos infinitos[19].
Así, pues, la gracia ayuda a la voluntad humana para que quiera el bien; más aún:
cambia el corazón humano para que ame el bien que antes le repugnaba o se le hacía
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muy difícil de practicar[20]. La gracia de Cristo capacita a la persona para hacer el bien,
renovando su interior y grabando en él la justicia, la amistad con Dios, que había sido
destruida por el pecado[21]. En efecto, «por la gracia nos viene la curación del alma de
las heridas del pecado; por la curación del alma, la libertad del albedrío; por el libre
albedrío el amor de la justicia, y por el amor de la justicia, el cumplimiento de la ley de
Dios»[22].
Esta prodigiosa transformación la realiza el «Espíritu Santo por cuya gracia somos
justificados, y cuya fuerza espiritual hace que nos deleite la abstención del pecado, en lo
cual consiste la perfecta libertad frente al mal; del mismo modo que sin este Espíritu
Santo deleita el pecado, que engendra esclavitud»[23]. Así, pues, la gracia, entre otras
cosas, es un deleite que Dios pone en la voluntad y en el sentimiento para que el ser
humano pueda saborear la dulzura del bien, como dice san Agustín: «Luego la gracia es
una bendición de dulzura, que hace que nos deleite, deseemos y amemos lo que Dios nos
ha mandado»[24].
La gracia divina no nos obliga, no nos violenta desde fuera de nuestra libertad para
hacernos cumplir los mandamientos. Dios respeta siempre la libertad que Él nos dio.
Dios con su gracia actúa desde dentro de nuestro ser y en conformidad con las leyes
internas de la libre voluntad que ha sido creada por Él para la verdadera felicidad, que se
encuentra en el sumo bien que es Él, su Creador. Ese es el camino escondido y
misterioso que Dios sigue para poner alegría y atractivo en la misma acción y cosas que
en otra situación vital nos producían contrariedad y rechazo. He aquí la explicación
magistral que sobre este punto nos da el Obispo de Hipona: «Pues si al poeta le plugo
decir a cada cual le arrastra su propio deleite [25]; no la necesidad y la fuerza, sino el
deleite; no la obligación, sino el gusto, ¿con cuánta más razón debemos decir nosotros
que es atraído a Cristo el que se deleita con la verdad, el que se recrea con la verdadera
felicidad, el que se complace con la justicia, el que pone sus delicias en la vida eterna,
porque todo esto junto es Cristo?»[26].
La suave y fuerte influencia de la gracia cambia a las personas cambiando sus
corazones. Entonces es cuando se dan esos milagros asombrosos de la gracia que son las
conversiones de algunos grandes santos. Con pasión y hondura siente y describe la suya
san Agustín: «Oh qué dulce fue para mí carecer de las dulzuras de aquellas bagatelas, las
cuales cuanto más temía antes perderlas, tanto más gustaba ahora de dejarlas. Porque tú
las arrojabas de mí, ¡oh verdadera y suma dulzura!, tú las arrojabas, y en su lugar
entrabas tú, más dulce que todo deleite, aunque no a la carne ni a la sangre; más claro
que toda luz, pero al mismo tiempo más interior que todo secreto; más sublime que todos
los honores, aunque no para los que se subliman sobre sí. Libre estaba ya mi alma de los
devoradores cuidados del ambicionar, adquirir y revolcarse en el cieno de los placeres y
rascarse la sarna de sus apetitos carnales, mientras que ya me gozaba en conversar
contigo, ¡oh Dios y Señor mío!, mi claridad, mi riqueza y mi salvación»[27].
Cuando estamos apegados a un determinado vicio no nos imaginamos que pudiera
llegar un momento en que la gracia de Dios sustituya el gusto de esa mala afición por un
gozo muy superior encontrado en la virtud contraria a ese vicio. Esta es la prodigiosa y
55
admirable metamorfosis realizada por la gracia de Dios.
Déjate cambiar por la gracia de Dios, no resistas, no te opongas a su acción. En vez de
poner obstáculos a la misma, corresponde con generosidad a su benéfico influjo. Di que
sí al Señor en todo lo bueno que interiormente te sugiera; llevado por la gracia como por
una brisa suave pero fuerte, llegarás a ser el cristiano que el Señor quiere de ti,
alcanzarás la santidad. Por falta de gracia no dejarás de ser santo, sino por tu falta de
generosidad. Si es verdad que sin la gracia de Dios no podemos vencer el mal y hacer el
bien, también es cierto que es necesaria nuestra colaboración. Nos lo dice también san
Agustín: «Quien te hizo sin ti no te justificará sin ti; luego te hizo sin tú saberlo, pero no
te justifica sin tú quererlo»[28]. Porque «la justicia de Dios puede existir sin tu voluntad,
pero no puede existir en ti al margen de tu voluntad»[29].
La verdadera libertad, un precioso regalo de la gracia de Dios
Hay una dimensión del profundo cambio realizado por la gracia en el ser humano, que
san Agustín descubre, aprecia y describe para todos los tiempos, incluidos, y de un modo
especial, los nuestros. Me refiero a su visión sobre la auténtica libertad del ser humano,
de la cual tiene un concepto muy rico y muy profundo. En gran parte se contrapone a la
pobre idea de libertad que se tiene y que se vive por parte de la sociedad actual.
El hombre está dotado de una capacidad natural de elección, que los filósofos llaman
libertad física, y que san Agustín suele llamar libre albedrío. Muchas personas de
nuestro tiempo usan de esa natural capacidad de elección para vivir una libertad que
consiste casi exclusivamente en la ejercida en el ámbito político (¡estamos en
democracia!), en hacer lo que a uno le apetece, en actuar de un modo independiente y no
estar sujeto a nadie. Es la libertad común a todo ser humano, que, así vivida, es abusiva
en algún sentido y reducida a su mínima expresión en otro[30]. A esta libertad, cuando
no se ejerce conforme a los valores morales y la persona vive así dominada por el mal
moral o pecado, la llama san Agustín simple libertas minor (= libertad menor); como si
intentara hacer frente a la mentalidad actual que tanto magnifica esa forma de libertad.
Para el pensador africano hay otra clase o, mejor, otro grado superior de libertad, esto es,
la que él llama libertas maior (=libertad mayor), que es la verdadera libertad[31].
De esta dice que es la «gran libertad»[32] que, cuando llega a un notable desarrollo,
lleva consigo «la verdadera libertad consistente en la alegría del bien obrar»[33]; lo cual
es un don de la gracia de Dios[34]. No se da en el hombre cautivo por el pecado[35]. Es
una libertad no exterior, sino interior. Construye a la persona humana desde y por dentro.
Del libre albedrío o libertad física, dice que se basta para obrar el mal, pero que es
débil, incapaz e insuficiente para hacer el bien[36]; que «sus fuerzas fueron grandes en el
momento de la creación del hombre, mas se perdieron por el pecado»[37]; que, a pesar
de todo, es un don natural de Dios al hombre en virtud de su creación[38]; y que, aunque
se debilita, no se pierde por el mal uso que de ese libre albedrío se hace a causa del
pecado[39].
La libertas minor es la libertad meramente externa, que coincide con una esclavitud
56
interior respecto de las negatividades morales, esto es, el pecado; lo cual impide el
verdadero desarrollo del ser personal. En efecto, estas personas, que viven según «la
libertad menor», puede que sean grandes por fuera, en la opinión de las gentes, incluso
en algunas cosas de por sí valiosas, como la ciencia o el arte, pero son enanas por dentro
debido a su raquitismo moral: egoísmo, injusticia, soberbia, lujuria, etc. En resumen: es
una libertad meramente externa. Construye a la persona humana solo por fuera; le da
figura pero no ser.
Esto expuesto, podemos comprender las frases paradójicas, impactantes, que san
Agustín dice de la libertad, y que tienen, sin duda, un sentido profundo de verdad. Bien
entendido, habría que decir que, para el Obispo de Hipona, el que es esclavo (de Dios) es
libre, y el que es libre (de Dios) es esclavo. El que es meramente libre según la libertad
física, esto es, el que hace mal uso de la libertad en el ámbito moral y desemboca en la
«libertad menor», es esclavo del pecado y libre del bien[40]. A la inversa, si gozamos de
la libertad grande, que es la verdadera, seremos siervos del bien y libres de la esclavitud
del pecado[41]. Porque «junto al Señor es libertad la esclavitud. En donde no sirve la
necesidad, sino el amor, es libre la esclavitud»[42]. Por eso dirá en otro lugar que «la ley
de la libertad es la ley de la caridad»[43]. Eso es debido a que el amor de Dios al ser
humano y de este a Dios es el origen y fuente de esa maravillosa libertad[44].
En resumen: la primera era una libertad esclava; la segunda, es una esclavitud libre.
En consecuencia: «solo el justo, es decir, el hombre bueno, es libre»[45].
Ahora podemos entender bien a san Agustín cuando dice que «un hombre bueno,
incluso cuando es esclavo, es libre. Un hombre malo, incluso aunque sea rey, es esclavo;
no de los hombres, sino, lo que es peor, de tantos dueños cuantos vicios tiene»[46]. El
primero, padece una esclavitud exterior, periférica, pero goza de una libertad interior, en
cuanto que no es esclavo de las malas costumbres y vive según la verdad y la realidad de
una vida auténtica y como corresponde a su condición de criatura racional de Dios[47].
El segundo, goza de una libertad externa, pero es un pobre hombre. Porque, zarandeado
por sus pasiones, que lo llevan muchas veces a hacer lo que menos le conviene, y que lo
dominan hasta convertirlo en un guiñapo, vive instalado en la mentira de una vida que no
conduce sino a la amargura de su fracaso existencial: aquello a lo que ha entregado todas
sus energías, proyectos e ilusiones, se disipa, a causa de la voracidad del tiempo, en el
vacío de la nada.
La auténtica finalidad de la libertad es hacer libremente el bien
La verdadera libertad, pues, no consiste en hacer lo que nos apetece, sino en hacer lo
que tenemos que hacer porque libre y responsablemente lo queremos así[48]. Es la
responsabilidad en libertad, en la que con nuestros actos libres hacemos el bien, lo que
lleva consigo la realización de nuestro ser personal.
También podemos entender ahora este otro pensamiento del santo: «Una cosa es estar
en la ley (de Dios), y otra, bajo la ley; el que está en la ley, obra según ella; el que está
bajo la ley, es forzado a obrar por ella. Por tanto, aquel es libre, y este, un esclavo»[49].
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Cuando se asumen y viven los valores indicados (no contenidos) por las normas morales,
estas no pesan sobre la persona, sino que la liberan de sus negatividades, y le dan fuerza
para construir la realización personal propia y ajena. Es lo que llaman algunos
pensadores actuales, filósofos y teólogos, la libertad para [50]. Es la que capacita para la
entrega generosa a los demás, llevando a cabo ciertos ideales, valores y bienes en favor
de las otras personas, así como de la sociedad. Una persona así es auténticamente
persona, es persona genuinamente adulta, es una persona que ha alcanzado su madurez.
Siguiendo esta misma línea de pensamiento, también paradójicamente, nos dice el
Hiponense que «la libre voluntad será más libre cuanta más sana. Y tanto más sana
cuanto más subordinada a la misericordia y gracia divinas»[51].
Para el hombre actual es muy difícil de entender y, sobre todo, de aceptar esto. Pero la
lógica de san Agustín es inapelable: Dios ha dado al ser humano la voluntad para que
haga libremente el bien[52]; por tanto, cuanto más y con mayor facilidad hace el bien,
que es su finalidad natural, tanto más fuerte, más robusta, es decir, más sana, es la libre
voluntad[53]. Y en ese caso su libertad será más grande, puesto que estará libre de las
esclavitudes y obstáculos que le impiden o dificultan realizar su fin natural. Ahora bien,
esto es lo mismo que hacer la voluntad de Dios, esto es, subordinarse a Dios; por eso, al
aumentar su subordinación a la voluntad divina, más y mejor manifiesta su robusta
salud; ya que obtiene su objetivo de una manera cada vez más perfecta y eficaz; lo cual
es debido a que, a la vez que aumenta la suave y constructiva influencia de Dios en ella,
va disminuyendo la destructiva del mal moral o pecado en todas sus dimensiones y
consecuencias.
Podríamos decir esto mismo esquemáticamente: voluntad que hace el bien = voluntad
sana = voluntad libre = voluntad subordinada a Dios = verdadera libertad y felicidad.
Esto último, repetimos, es lo que más difícilmente acepta el hombre moderno. No se
advierte que la voluntad subordinada a Dios es precisamente lo único que permite la más
auténtica libertad, que conduce a la realización y madurez personal en la paz, la
serenidad, incluso, la alegría, la felicidad posible en este mundo. Viene a ser la quietud
del alma, siquiera relativa, es decir, la que se puede alcanzar en este mundo[54]. Puesto
que así se libera la persona de toda servidumbre ajena a sí misma; porque así se da una
identificación entre el plano del hacer [55] y lo que la persona humana es en el plano
más profundo de su ser: una criatura de Dios hecha para Él. Cuando se da esa
identificación entre su hacer y ese su ser más profundo, entonces la persona no se limita
a tener o hacer cosas, sino que alcanza a ser con su libertad lo que es por naturaleza:
persona. En esto consiste la madurez personal.
La otra alternativa que tenemos en la vida es vivir la mera «libertad menor», que viene
a ser el libertinaje, más o menos acentuado, que evita la servidumbre con respecto a
Dios; pero cae en la esclavitud del mal moral o pecado; que no conduce, en definitiva, a
nada, sino a la frustración personal en la amargura, la intranquilidad y el hastío. Viene a
ser la inquietud y vaciedad del alma, más o menos intensa.
Todo lo dicho en este apartado se condensa en la célebre sentencia agustiniana: «Nos
hiciste, Señor, para Ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti»[56].
58
Pero no seríamos fieles al pensamiento de san Agustín si no advirtiéramos
encarecidamente que la verdadera libertad (libertas maior), no está al alcance de las
solas fuerzas de la voluntad humana. Esta, como repite tantas veces el Doctor de la
Gracia, necesita de la ayuda de Dios para ser realmente libre, para alcanzar y vivir esa
magnífica libertad que nos ha descrito[57]. Lo resume en este texto, que cita un pasaje
de san Juan en el que se inspira toda la doctrina expuesta: «Lo que fue perdido por
propio vicio (la libertad) solo puede ser devuelto por aquel que pudo darlo. Por lo que
dice la Verdad: Si, pues el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres (Jn 8, 36). Es lo
mismo que decir que si os da la salvación entonces verdaderamente seréis salvados. Por
consiguiente, es Libertador en cuanto Salvador»[58].
[1] Cf. De civ. Dei 11, 2.
[2] Id. 11, 2.
[3] Cf. Id.
[4] In Io. ep. 3, 13.
[5] Conf. 12, 10, 10.
[6] En. in ps. 46, 13.
[7] S. 144, 2.
[8] In Io. ev. 53, 10.
[9] Le dice Jesús (a Tomás): Has creído porque me has visto. Dichosos los que aun no viendo crean (Jn 20, 29).
[10] S. 263, 3. Esta fe en Cristo difiere sustancialmente de «la justificación por la fe» propia de Lutero. Aquí no
ha de faltar la colaboración humana en la lucha contra el pecado y en el esfuerzo necesario para hacer el bien:
«Quien te hizo sin ti no te justificará sin ti; luego te hizo sin tú saberlo, pero no te justifica sin tú quererlo» (S. 169,
13). Si del ámbito teológico-dogmático pasamos al teológico-espiritual, que en san Agustín es perfectamente
procedente con mucha frecuencia, ese «creer y confiar en Cristo con los ojos del corazón» es en gran parte
equivalente a la conocida jaculatoria «Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío», o a las que se derivan de la
devoción actual a la Divina Misericordia del Salvador.
[11] Conf. 1, 1, 1.
[12] Id. 13, 9, 10.
[13] Ahí tenemos otra de las claves del misterio del hombre: su amor, bueno o malo es lo que da sentido a su
existencia, y la causa de su felicidad o infelicidad, aquí, en este mundo, y allá, en el otro.
[14] Conf. 7, 11, 17.
[15] De nat. et gr. 43, 50.
[16] Cf. In Io. ev. 81, 3.
[17] Cf. De civ. Dei 14, 13, 1.
[18] Cf. S. 26, 1-15.
[19] Cf. De sp. et lit. 6, 9.
[20] Cf. De pec. mer. 2, 19, 33.
[21] Cf. De sp. et lit. 27, 47.
[22] Id. 30, 52.
[23] Id. 16, 28.
59
[24] C. ep. pelag. 2, 9, 21.
[25] Virgilio, Égloga, 2.
[26] In Io. ev. 26, 4.
[27] Conf. 9, 1, 1.
[28] S. 169, 13.
[29] Id.
[30] Es abusiva porque la libertad, no es para hacer lo que nos apetece, sino para hacer el bien libremente (cf. De
gr. et lib. arb. 1, 1-2, 4; De lib. arb. 2, 1-8). Decimos que es reductiva en otro sentido, porque hay otros campos, el
moral y de la persona interior, en los que se debe realizar y vivir también la libertad.
[31] Advertimos que cuando san Agustín condensa su pensamiento, lo cual es frecuente, puede dar la impresión
engañosa de que identifica «libre albedrío» con «libertas minor». Por otro lado, también hay que notar que cuando
el Hiponense habla simplemente de «libertad» se refiere con más frecuencia a la «libertas maior», aunque, a veces,
el contexto nos puede indicar que está hablando de lo que suele llamar «libre albedrío».
[32] De cor. et gr. 12, 37.
[33] Ench. 30. Cf. también Id. 31-32; In Io. ev. 41, 10.
[34] Cf. De cor. et gr. 12, 35.
[35] Cf. In Io. ev. 41, 8.
[36] Cf. De cor. et gr. 11, 31; C. Iul. o. imp. 3, 108.
[37] S. 131, 6.
[38] Cf. C. Iul. o. imp. 5, 56; 5, 57; 6, 8; 6, 12.
[39] Cf. C. ep. pelag. 1, 2, 5.
[40] C. Iul. o. imp. 1, 82.
[41] Cf. In Io. ev. 41, 8.
[42] En. in ps. 99, 7.
[43] Ep. 167, 6, 19.
[44] Cf. En. in ps. 99, 7
[45] S. 161, 9.
[46] De civ. Dei 4, 3.
[47] Cf. De lib. arb. 2, 143.
[48] Cf. De gr. et lib. arb. 1, 1-2, 4; De lib. arb. 2, 1-8.
[49] En. in ps. 1, 2.
[50] Esta libertad para viene a ser la «libertas maior» de san Agustín, y se contrapone a la libertad de que viene
a consistir en el libre albedrío del mismo san Agustín. La primera es una capacidad, ya efectiva, para la entrega y
la solidaridad. La segunda es una mera exención de imposiciones exteriores; es solo un punto de partida, que
puede desembocar en la libertas maior o en la libertas minor.
[51] Ep. 157, 2, 8.
[52] Cf. De gr. et lib. arb. 1, 1-2, 4; De lib. arb. 2, 1-8.
[53] Es lo mismo que con razón decimos al hablar del cualquier órgano del cuerpo o de cualquier facultad
espiritual del hombre interior.
[54] Decimos «relativa» porque la libertad solamente alcanza su plenitud y perfección en la otra vida. Lo dice
muy bien san Agustín: «En este mundo se alcanza solamente en parte la libertad y en parte se padece todavía la
servidumbre. Aún no es total, aún no es pura, aún no es plena la libertad, porque todavía no es la eternidad. En
efecto, en parte padecemos la debilidad, en parte hemos recibido la libertad» (In Io. ev. 41, 10).
[55] Como nos ha enseñado Marcel, en el ser humano podemos distinguir tres dimensiones diferentes que, en
una graduación desde un área más periférica y de menor importancia hasta otra de mayor profundidad e
importancia son: el «tener», el «hacer» y el «ser». El «ser» de la persona es lo que otorga a esta su definitivo y
justo valor. Y si quisiéramos definir en esta misma área de los valores al ser de cada persona, diríamos con san
Agustín: «Lo que amas eres» (In Io. ev. 2, 14): el ser de la persona es definido y valorado por la clase y el grado
de su amor.
[56] Conf. 1, 1, 1. Descripción del que sigue el camino opuesto a Dios: «Tenemos diversas clases de felicidades
humanas, y cada uno se llama infeliz cuando se le quita lo que ama. Amando los hombres diversas cosas, cuando a
alguno le parece que posee lo que ama, se juzga feliz. Pero es verdaderamente feliz no porque tiene lo que ama,
sino porque ama lo que debe ser amado. Pues muchos son más miserables teniendo lo que aman que si careciesen
de ello. Amando cosas dañinas son desgraciados; poseyéndolas son todavía más desventurados» (En. in ps. 26, 2,
7).
[57] Cf. De civ. Dei 14, 2, 1; In. Io. ev. 41, 10, etc.
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[58] De civ. Dei 14, 11, 1.
61
6.
LA GRACIA DE DIOS: II. GRACIA INCREADA O
ESTADO DE GRACIA
Desde la presencia y por la acción de la gracia actual es ascendido el ser humano a esa
realidad cuasi-divina que es el estado de gracia .
San Agustín, obligado por las circunstancias históricas (herejías pelagiana y
semipelagiana) escribe muchísimo más sobre la gracia que ilumina, sana, libera,
fortalece y ayuda a los seres humanos para vencer el mal y hacer el bien, esto es, la
gracia actual. No obstante, los diferentes aspectos de la gracia increada, como hoy se
dice, o estado de gracia (divinización, inhabitación de la Trinidad, filiación divina…)
forman parte breve pero rica de su doctrina acerca de la gracia.
El Dios de la gracia diviniza al ser humano
Siguiendo a los Padres griegos, san Agustín enseña la divinización del ser humano por
Dios. Unas veces con fórmulas concisas aunque indicativas del origen y de la naturaleza
de esa divinización: «Los hombres no son dioses por naturaleza; pero se hacen dioses
participando del único que es verdadero Dios»[1]. Otras veces sus expresiones son
paradójicas, y nos muestran la íntima relación existente entre la encarnación del Verbo y
la divinización del ser humano: «Para hacer dioses a los que eran hombres, se hizo
hombre el que era Dios»[2].
La divinización de la naturaleza humana, en conjunto y en general, por la encarnación
del Hijo de Dios, no llega a ser y a realizarse de una manera viva en cada persona, si esta
no se transforma de algún modo misterioso en Dios por el amor: «Poseed más bien el
amor de Dios, para que, así como Dios es eterno, del mismo modo también vosotros
permanezcáis eternamente; porque cada uno es tal cual es su amor. ¿Amas la tierra?
Serás tierra. ¿Amas a Dios? ¿Diré que serás Dios? No me atrevo a decirlo como cosa
mía; oigamos a la Escritura: Yo dije: todos sois dioses e hijos del Altísimo (Sal 82 [81],
6)»[3]. De una manera parecida a como los afectos terrenos hacen al hombre tierra,
porque a la tierra se circunscribe y en alguna forma a ella se parece al entregarle lo más
hondo de su ser, así, pero más, cuando el ser humano ama a Dios se diviniza en el fondo
del corazón de su ser personal.
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En otras ocasiones pone de relieve la íntima unión entre los diversos aspectos de la
gracia increada: «Es manifiesto que llamó dioses a los hombres a los cuales elevó a tan
alta dignidad por medio de su gracia, no nacidos de su sustancia. Solo justifica Aquel
que es justo por sí mismo, no por otro; y diviniza Aquel que por sí mismo y no por
participación de otro es Dios. El que justifica es el mismo que deifica, porque
justificando constituye a los hombres en hijos de Dios, pues les dio poder para hacerse
hijos de Dios (Jn 1, 12). Fuimos hechos hijos de Dios y fuimos hechos dioses; pero esto
es por gracia del adoptante, no en virtud de la generación como el Hijo. Solo hay un
único Hijo de Dios y con el Padre un solo Dios, el Señor y Salvador nuestro
Jesucristo»[4].
Es admirable este texto por su riqueza teológico-espiritual. Incluye una toma de
posición contra el panteísmo de ciertos místicos, aunque enseña una deificación superior
a una mera semejanza de Dios por imitación moral; puesto que estamos ante una
participación de la naturaleza divina. Es de notar también la estructurada conexión que
en este pasaje se establece entre las tres dimensiones del estado de gracia: la
justificación, la divinización y la filiación divina. Es importante asimismo la precisa
designación de Dios como el único que puede justificar, divinizar y hacer hijos de Dios a
los hombres, lo cual es determinante para discernir la naturaleza divina de las personas
que intervienen en la historia de la salvación; por lo que se puede concluir la divinidad
de cualquier sujeto que aparezca en la Escritura justificando, divinizando o haciendo
hijos de Dios a los seres humanos: «Si por la palabra de Dios son dioses los hombres, si
son dioses por participación, ¿no será Dios aquel de quien participan?»[5].
Divinización del hombre y humanización de Dios
Para san Agustín, la divinización del hombre se hace posible por la humanización de
Dios. Este principio teológico es transformado por el Hiponense en un principio moral, o
mejor, espiritual: «El que era el excelso se hizo humilde para que los humildes se
hicieran excelsos»[6]. Es, con más concreción, el camino de la humildad: «Él nos enseñó
el camino de la humildad, bajando para ascender después; visitando a los que yacían en
el abismo y elevando a los que querían unirse a Él»[7]. La humillación del Hijo de Dios
al hacerse hombre por nuestro bien, es un ejemplo aleccionador que genera una actitud
espiritual fundamental para nuestra vida cristiana, y que nos permite elevarnos
espiritualmente hacia la perfección de Cristo: «¿Quieres alcanzar la grandeza de Dios?
Consigue primero la humildad de Dios. Procura ser humilde por tu provecho, porque
Dios se dignó humillarse por tu bien, no por el suyo. Comprende, pues, la humildad de
Cristo, aprende a ser humilde, no te engrías. Confiesa tu enfermedad espiritual, póstrate
con paciencia ante el médico. Cuando logras humillarte con Él, entonces te elevas con
Él»[8].
El Dios de la gracia, presente personalmente en el justo
Me refiero a la inhabitación de la divina Trinidad en la persona en estado de gracia. Es
63
una presencia personal de cada una de las divinas personas, que se constituyen así como
don sumamente precioso para el justo.
San Agustín tiene una manera de ver esta realidad, original y profunda. Es una teoría
transida de vida espiritual. La inhabitación implica una relación entre Dios y el hombre
justo. Esta relación no puede suponer cambio real en Dios, porque «Dios permanece en
sí mismo en su eterna estabilidad, íntegro en todas y cada una de las cosas»[9]. Además,
hay que distinguir entre la presencia natural de la divinidad que es universal de la
inhabitación sobrenatural de la Trinidad que se da solamente en algunos seres
humanos[10].
Si hemos, pues, de distinguir la singular presencia de la divina Trinidad en el hombre
justificado en virtud de la inhabitación de la misma Trinidad frente a la que se da en
todos los seres y en aquellos seres humanos que no están en gracia, hemos de admitir
una modificación en los justos que no se da en los demás. Esta modificación o
transformación es el amor: «Comienza a amar y serás perfeccionado. ¿Comenzaste a
amar? Dios comenzó a morar en ti, para que morando más perfectamente, te haga
perfecto»[11]. Y en otro pasaje: «Dirija (el hombre) la mirada a su conciencia, y allí verá
a Dios. Si no tiene caridad, Dios no mora allí, si mora en él la caridad, también habitará
Dios en él. Quiere quizá verle sentado en el cielo, tenga caridad y en él habitará como en
el cielo»[12].
Cuán lejos está san Agustín de una visión estática, espacial e inoperante de la
inhabitación trinitaria nos lo pone de relieve este precioso texto en el que la presencia de
la Trinidad en el justo se nos manifiesta dinámica e impregnada de vida personalespiritual: «En los justos tendrán su morada el Padre y el Hijo juntamente con el Espíritu
Santo; dentro de ellos morará Dios como en su templo. El Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo vienen a nosotros cuando nosotros vamos a ellos; vienen prestando ayuda, vamos
prestando obediencia; vienen iluminando, vamos contemplando (su bondad y grandeza);
vienen dando, vamos recibiendo; de modo que para nosotros su visión no sea externa,
sino interna, y su permanencia en nosotros no sea transitoria, sino eterna»[13].
La diferente capacidad que de Dios tienen los seres humanos hace diversa en
intensidad la inhabitación de la Trinidad en ellos: «Aquellos en quienes habita le
contienen unos más o menos según sus diferentes capacidades cuando Dios los ha
constituido su templo amadísimo por la gracia de su bondad»[14]. Lo cual no quiere
decir que el ser humano abarque a Dios, sino al revés: «Habitas en Dios para que seas
contenido»[15].
Es muy difícil hacernos una idea de cómo es la presencia de la divina Trinidad en el
ser humano en estado de gracia, como lo es también el estado de bienaventuranza en el
cielo, pero una y otra tienen su parecido, y la primera es el comienzo de la segunda. San
Agustín nos aconseja que cuando pensemos en la inhabitación de la Trinidad «pensemos
en la unidad y congregación de los santos, y principalmente en los cielos, donde se dice
que Dios habita de un modo especial porque allí se realiza a la perfección la divina
voluntad por la obediencia de aquellos en quienes habita»[16]. Hemos de dejar, pues, la
imaginación a un lado para intentar conocer una y otra presencia de Dios en nosotros. El
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cielo no es un lugar, es Dios plenamente manifestado. La presencia de la Trinidad no es
material-corporal sino espiritual, y consiste en el amor entre cada una de las tres divinas
personas y cada uno de nosotros.
Relaciones personales de las divinas personas y el ser humano en gracia
a) Hijos de Dios Padre
Son abundantes los pasajes agustinianos en que se nos habla, sin especificar más,
sobre nuestra condición de hijos de Dios. El amor de compasión y de misericordia es la
razón que le ha impulsado a hacernos hijos suyos: «Por vosotros se hizo el Verbo carne;
por vosotros, quien era el Hijo de Dios se hizo hijo del hombre a fin de que los hijos del
hombre fuéramos hechos hijos de Dios. ¡Lo que era Él y lo que se ha hecho! ¡Lo que
erais vosotros y lo que habéis sido hechos! Era Él el Hijo de Dios y se hizo hijo del
hombre. Erais vosotros hijos del hombre, y fuisteis hechos hijos de Dios. Tomó de
nosotros nuestros males para comunicarnos sus bienes»[17].
Con frecuencia, san Agustín personaliza más nuestra filiación divina considerándonos
hijos de Dios Padre. En un pensamiento impregnado de unción espiritual, aunque de una
manera implícita nos enseña esta filiación estrictamente personal: «No te extrañe, ¡oh
hombre!, ser hijo de Dios por la gracia, no te sorprenda tu nacimiento de Dios a
semejanza de su Verbo. Es el mismo Verbo quien consintió nacer primero del hombre
con el fin de cerciorarte más de tu divino nacimiento»[18].
¿A quién debemos ese don incomparable?: «El Hijo de Dios nos hizo hijos adoptivos
de su Padre y quiso que por gracia tuviésemos el mismo Padre que Él tenía por
naturaleza»[19].
Tenemos ahora un pasaje lleno de humanidad, de ternura y de inigualable bondad por
parte del Padre y del Hijo: «A su mismo Hijo único, por Él engendrado y por quien todo
lo creó, envió a este mundo, para que no fuese solo, sino que tuviera otros hermanos por
adopción. No nacemos nosotros de Dios como el Unigénito. Hemos sido adoptados por
su gracia. Vino el Unigénito a desligar los vínculos de los pecados, que nos tenían
aherrojados, que eran el obstáculo que impedía nuestra adopción. Es el mismo Unigénito
quien rompe las cadenas de quienes quiere que sean hermanos suyos y coherederos»[20].
Dios Padre ejerce amorosamente su paternidad respecto de cada uno de los seres
humanos, y tan grande y delicado es ese amor que, en la teología actual, para significar
mejor ese amor, se habla de Dios como nuestra Madre. Nos podríamos preguntar sobre
la finalidad que quería obtener el Espíritu Santo enviando a la Iglesia un papa, Juan
Pablo I, solamente para un mes. Hay quien piensa que fue con la finalidad de
desvelarnos que Dios es nuestra Madre lo mismo que es nuestro Padre, y resaltar de esa
manera la ternura y delicadeza del amor que Dios nos tiene y cuya imitación más
perfecta se da en las madres humanas. En efecto, el papa Juan Pablo I, en el Ángelus del
día 10 de septiembre de 1978, sorprendió a toda la cristiandad con estas palabras: «Dios es
Padre, más aún, es Madre. No quiere nuestro mal, solo quiere hacernos bien. Si, por
desgracia, uno está enfermo, posee título mayor para ser amado de la Madre»[21]. Y ante
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la interrogación posterior, casi recriminatoria, de los cardenales sobre dichas palabras en
que había dicho que Dios era Madre, Juan Pablo I les contestó de forma terminante e
inapelable: «Lo dice san Agustín». En efecto, el Obispo de Hipona, entre muchos textos
en que llama a Dios Padre, escribe uno que dice así: «Porque mi padre y mi madre me
abandonaron (Sal 27 [26], 10). Se hizo niño ante Dios, a quien consideró como su padre, a
quien consideró como su madre. Es Padre porque crea, llama, manda y gobierna; es
Madre porque abriga, alimenta, amamanta y conserva»[22].
Sin embargo, en ningún lugar de la Biblia se denomina a Dios como Madre. No nos ha
de sorprender, puesto que la Palabra de Dios, que tiene como autor principal al Espíritu
Santo, tiene también como autor a un ser humano, que está inmerso en sus coordenadas
culturales y humanas. Por eso, es impensable que a Dios se le pudiera llamar Madre en
aquellos tiempos en que se compuso la Biblia. No obstante, hay un pasaje en el Antiguo
Testamento en el que se contiene de una manera velada la verdad que contiene el llamar
a Dios también Madre. Dice el Señor por el profeta Isaías: ¿Puede una madre olvidar al
niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se
olvidara, yo no te olvidaré (Is 49, 15). Este texto sorprendente nos permite lo que, por
otro lado, nos dice un razonamiento no demasiado complicado, esto es, que
objetivamente, hay suficientes razones para llamar a Dios Madre, puesto que todo lo
bueno y admirable que se da en la maternidad humana tiene su origen en Dios.
b) Hermanos del Hijo
Nuestras relaciones personales de carácter familiar se extienden también al Hijo, que
se nos da como hermano, según san Agustín: «Quien llama al Padre de Cristo Padre
nuestro, ¿no llama precisamente por eso a Cristo nuestro hermano?»[23]. Y nos presenta
esta misma maravillosa realidad, fundamentada en la bondad de Cristo haciendo así
florecer la consiguiente confianza en el Padre y en el Hijo: «Quiso ser (Cristo) nuestro
hermano, y esto es lo que se declara en nosotros cuando decimos a Dios Padre nuestro.
El que llama Padre nuestro a Dios, llama a Cristo hermano. Luego quien tiene a Dios por
Padre y a Cristo por hermano, no tema cuando de cualquier manera nos viene la prueba
y/o el sufrimiento»[24].
De estas verdades teológicas (filiación y fraternidad divinas del justo) obtiene san
Agustín una magnífica aplicación a la convivencia humana y cristiana basadas en la
humildad y en la caridad: «Nuestra oración empieza diciendo Padre nuestro que estás en
el cielo. Hemos hallado un Padre en el cielo, veamos cuál ha de ser nuestra vida en la
tierra. El vivir de quien encuentra un Padre de tal excelencia ha de ser digno de llagar a
su herencia. Todos sin distinción decimos Padre nuestro. ¡Cuánta bondad! Lo dice el
emperador y lo dice el mendigo; lo dice el esclavo y lo dice su señor; todos dicen a la
vez: Padre nuestro, que estás en el cielo, reconociéndose como hermanos, pues tienen un
mismo Padre. No considere el señor indigno de su persona el tener como hermano a su
siervo, a quien ha querido tener por hermano Cristo el Señor»[25].
– Diversas relaciones del cristiano con Cristo
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Establecido queda cuál es la relación del cristiano con la segunda persona de la divina
Trinidad, con el Hijo: somos hermanos del Hijo de Dios. Pero nuestra relación con el
Hijo de Dios encarnado, con Cristo, es mucho más rica y variada. Con Cristo se dan
todas las relaciones personales positivas que podamos pensar: amigo, compañero de
tribulación, padre, hijo, esposo…y todos los títulos, que más adelante contemplaremos, y
que se refieren, de una manera u otra, a su función y puesto cumbre en la historia de la
salvación. Además, cada cristiano establece con Cristo la relación personal que
corresponde a su manera propia de vivir la vida cristiana, la vida de gracia. Partiendo del
dato de que en el Apocalipsis se denomina a Cristo como esposo de la Iglesia, es del
todo pertinente que, sobre todo las vírgenes consagradas a Dios con corazón indiviso,
establezcan y vivan con Cristo una relación esponsal. Los varones consagrados a Dios
también establecen con Cristo esa relación (así lo dice de sí mismo san Juan de la Cruz,
que considera a Cristo como su esposo), pero se da con más propiedad esa relación en
las vírgenes consagradas[26], dado que estas tienen psicología femenina y Cristo, en
cuanto hombre, la tiene masculina.
Todas estas relaciones personales con Cristo suscitan una diversidad y riqueza de
vivencias con relación al Señor que cada cual ha de vivir lo más intensamente posible
según su estado y condición. Algunas de ellas las consideraremos con detenimiento más
adelante con palabras del mismo san Agustín.
c) El Espíritu Santo y la persona humana en gracia
No es fácil perfilar las relaciones del ser humano en estado de gracia con el Espíritu
Santo. Tampoco lo fue para san Agustín. Sin embargo, una idea fundamental predomina
en el pensamiento agustiniano sobre el tema. Para el Hiponense, el Espíritu Santo es el
don por antonomasia de Dios a los hombres. «El don de Dios es el Espíritu Santo»[27].
Con más precisión y profundidad: «Don es el Espíritu Santo desde la eternidad;
donación en el tiempo»[28]. Esto es, don en la eternidad, sin tiempo, entre el Padre y el
Hijo, don que se activa con y en el tiempo (que se hace presente, que transcurre hacia el
pasado y que es expectante cuando todavía es futuro) a favor de la Iglesia, de los fieles y
de la humanidad[29].
El don es una realidad que implica amor, y por este es valorado el don; por eso, para
san Agustín, el Espíritu Santo viene a ser el amor personificado de Dios. El amor entre el
Padre y el Hijo es el Espíritu Santo: «Si entre los dones de Dios ninguno más excelente
que el amor, y el Espíritu Santo es el don más exquisito de Dios, ¿qué hay más
consecuente que el que procede de Dios y es Dios sea también amor? Y si el amor con
que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre es constitutivo de la comunión inefable
de ambos, ¿qué hay más conveniente que llamar propiamente amor al que es Espíritu
común de los dos?»[30].
Y situándose san Agustín en la vida real de la Iglesia y de los cristianos escribe:
«Nadie, pues, puede pronunciar con provecho el nombre del Señor Jesús con la mente,
con la palabra, con la obra, con el corazón, con la boca, con los hechos, sino por el
Espíritu Santo (Tit 1, 16)»[31]. Esto quiere decir que todas las gracias y dones vienen del
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Espíritu Santo: «Por eso, ambos, el Profeta y el Apóstol hablaron de dones, porque el
Don, que es el Espíritu Santo, distribuye en común a todos los miembros de Cristo
multitud de dones, que se hacen propios de cada uno. No es que cada uno los posea
todos, sino que unos reciben unos y otros reciben otros, aunque cada uno tiene el Don, es
decir, el Espíritu Santo, del que todos los bienes promanan»[32].
En efecto, el Espíritu Santo, además de ser el origen de todos los dones que reciben los
humanos en estado de gracia, es un don Él mismo muy singular para el justo. Lo dice así
san Agustín: «El Espíritu de Dios habita en el alma y, a través del alma, en el cuerpo,
para que también nuestros cuerpos sean templos del Espíritu Santo, don que nos otorga
Dios»[33]. Más aún: El Espíritu Santo establece la comunión entre nosotros y con las
otras dos divinas personas: «Así, lo que es común al Padre y al Hijo (el Espíritu Santo),
quisieron que estableciera la comunión entre nosotros y con ellos. Por ese Don nos
recogen en la unidad, pues ambos (el Padre y el Hijo) tienen esa unidad, esto es, el
Espíritu Santo, Dios y Don de Dios. Mediante el Espíritu Santo nos reconciliamos con la
divinidad y gozamos de ella»[34].
El Espíritu Santo está activamente presente en la vida de los cristianos porque es a
modo del alma de la Iglesia de la que estos son miembros: «Lo que es nuestro espíritu o
nuestra alma respecto a nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo respecto a los
miembros de Cristo, al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la
Iglesia lo mismo que el alma en todos los órganos del cuerpo»[35]. El Espíritu, por
tanto, hace que la Iglesia no muera, que no desaparezca en los avatares de la historia. El
Espíritu Santo evita que se quede reducida a un simple cuerpo jerárquico y jurídico, sino
que la convierte en un cuerpo viviente, dotado de un principio vital interno, que la hace
capaz de un ilimitado desarrollo por medio de dones, carismas y energía espiritual, según
una vida sobrenatural común a todos sus miembros, que están unidos a su Cabeza que es
Cristo.
El Espíritu Santo, recordamos, por fin, nos da al Padre y al Hijo y se nos da a sí
mismo. Nuestra gratitud y amor para Él debe ser continua e intensamente agradecida.
Con Él hemos de mantener un diálogo permanente, sobre todo de súplica fervorosa
cuando vamos a hacer o decir cualquier cosa que tenga incidencia, aunque sea la más
mínima, en la vida cristiana. Una oración frecuente al Espíritu Santo debería ser esta:
«Oh Espíritu Santo, ilumíname y ayúdame para hacer y decir lo que tú quieres que yo
haga y que yo diga a esta persona o a esta comunidad en este momento, complicado o
no, en esta situación difícil o no tanto, que se me presenta». Estemos seguros de que el
Espíritu Santo nos va a ayudar, nos va a iluminar, si queremos de verdad cumplir la
voluntad de Dios.
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[1] En. in ps. 118, 16, 1.
[2] S. 192, 1.
[3] In Io. ep. 2, 14.
[4] En. in ps. 49, 2:
[5] In Io. ev. 48, 9.
[6] In Io. ev. 21, 7.
[7] S. 340 A, 4.
[8] S. 117, 17.
[9] Ep. 187, 6, 19.
[10] Cf. Id. 187, 5, 16.
[11] In Io. ep. 8, 12.
[12] En. in ps. 149, 4.
[13] In Io. ev. 76, 4.
[14] Ep. 187, 6, 19.
[15] In Io. ep. 8, 14.
[16] Ep. 187, 13, 41.
[17] S. 121, 5.
[18] In Io. ev. 2, 15.
[19] Id. 75, 1.
[20] Id. 2, 13.
[21] Ecclesia, 1903 (1978), 6.
[22] En. in ps. 26, 2, 18.
[23] In Io. ev. 21, 3.
[24] En. in ps. 48, 1, 8.
[25] S. 58, 2.
[26] Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona 1994, 35; Vita consecrata, nº 34.
[27] In Io. ev. 15, 12.
[28] De Trin. 5, 16, 17.
[29] Para la noción metafísica de san Agustín sobre la duración que llamamos tiempo, cf. Conf. 11, 14, 17-3141.
[30] De Trin. 15, 19, 37.
[31] S. 74, 2.
[32] De Trin. 15, 19, 34.
[33] S. 161, 6.
[34] S. 71, 18.
[35] Ss. 267, 4; 268, 2.
69
7.
LA ORACIÓN
Lo que es la oración
La gracia necesaria para alcanzar todos los valores de la vida cristiana se obtiene por
medio de la oración y de los sacramentos, especialmente la eucaristía. San Agustín, que
enseñó a orar a todo el Occidente cristiano, nos pone de manifiesto la universal
necesidad de la oración: «Dios no manda cosas imposibles; pero al imponer un precepto
te amonesta que hagas lo que está a tu alcance y pidas lo que no puedes»[1]. Esta frase
del santo resume la relación entre gracia y oración. Ciertamente que Dios sabe muy bien
todo lo que necesitamos, pero sabiamente ha querido que muchas cosas, sobre todo las
referentes a la vida cristiana, se las pidamos para incentivar en nosotros el deseo de las
mismas y, una vez preparados para recibirlas, dárnoslas en el momento oportuno y con
mucho cariño. La necesidad de la oración de petición surge de nuestra condición de
criaturas y de hijos de Dios; y no porque Dios sabe lo que necesitamos va a quedar
anulada la conducta, el modo de proceder, que corresponde a una criatura y a un hijo de
Dios con respecto a Él, y es esto precisamente lo que pone en práctica la oración de
petición[2].
Pero, ¿qué es la oración? «Tu oración es tu conversación con Dios»[3]. Conversar con
Dios, del cual sabemos que es tan poderoso, que habita en nosotros y que nos ama tanto,
debe ser una ocupación frecuente y agradable para el cristiano. Servirnos de la Biblia
para la oración es un consejo que nos da san Agustín: «Cuando lees las Escrituras, Dios
te habla a ti; cuando tú oras, hablas con Dios»[4]. La lectura de la Biblia que nos
interpela e ilumina, es como si Dios nos estuviera hablando; nuestra respuesta ha de ser
por medio de la oración: meditando lo que Dios nos dice, aplicándolo a nuestra vida,
pidiéndole su ayuda, dándole gracias, alabándole, bendiciéndole con el amor y la
adoración, prometiéndole que con su gracia cumpliremos su voluntad y de ella
viviremos.
Cristo presente en la oración
Nosotros los cristianos nunca debemos olvidar a Cristo como necesario mediador ante
Dios en nuestra oración. Él, en efecto, intercede por nosotros como nuestro sacerdote
70
ante el Padre. Pero también ruega en nosotros; es decir, que como Él está unido a
nosotros por ser la Cabeza de la Iglesia, cuando nosotros rogamos a Dios, también Él lo
está haciendo con nosotros. Qué estupendo es esto; porque así nuestras oraciones se
potencian con la suya, sobre todo en la eucaristía. Por último, también es rogado por
nosotros como nuestro Dios que es en realidad, y esto nos es muy favorable porque el
mismo que está rogando por nosotros y con nosotros es el mismo que acoge y recibe
nuestras oraciones[5]. Esto es una consecuencia de que Dios, el Hijo de Dios, se haya
hecho hombre, de lo cual nunca le daremos gracias en la medida y grado debidos.
Necesidad de la oración
En tiempos pasados se discutió sobre si la oración era o no obligatoria; hoy en día
hemos de estar todos de acuerdo en que la oración es necesaria. Lo que ocurre es que el
ambiente de nuestros tiempos no es el más propicio para la oración. Es la falta o
debilidad de la fe; la preferencia que tenemos por mil asuntos y trabajos que
consideramos más urgentes o más apetecibles, que el hacer oración. La oración
ciertamente tiene sus dificultades: las distracciones, la sequedad, la pereza. Estas nos
pueden llevar a abandonar la oración. Pero toda la Escritura está llena de pasajes que nos
dicen que la oración es necesaria. Dice san Agustín: «Si no me mantengo en Él, en Dios,
tampoco podré mantenerme en mí»[6]. Si no nos apoyamos en el Señor, incluso como
seres humanos, fácilmente nos desmoronamos, nos deterioramos, sobre todo si nos
referimos a la vida espiritual y sobrenatural.
Es necesaria la oración para no hundirnos en nuestras pasiones o defectos, es necesaria
como vehículo de nuestras relaciones con Dios, que como a hijos suyos nos
corresponden, es necesaria para asimilar y transformar en vida los incontables e
inagotables valores del Evangelio, es necesaria para vivir la comunión de corazones con
nuestros hermanos los cristianos y todos los demás seres humanos.
Las condiciones de la oración bien hecha
Cuando pido algo a Dios y Él, al parecer, no me escucha, es que nuestra oración no ha
sido bien hecha. Cuando nuestra oración no es escuchada se debe a que somos malos, o a
que pedimos cosas malas o inconvenientes, o porque hacemos mal la oración.
Ciertamente que Dios siempre escucha nuestra oración; pero ocurre con cierta
frecuencia que después de pedirle a Dios que nos conceda la gracia de evitar un defecto
o la adquisición de alguna virtud, nos metemos en las ocasiones de caer en ese defecto o
no ponemos los medios necesarios para alcanzar esa virtud. Y eso es una contradicción.
Le podemos pedir a Dios, por ejemplo, que nos conceda el don de su amor, pero si
después fácilmente cometemos pecados, aunque no sean graves, y no ponemos esmero
en la caridad fraterna, una oración así, si bien Dios podría escucharla, normalmente no lo
hace, porque con la vida le decimos que no nos conceda lo que le pedimos con la boca; y
es que Él, siempre, para todo, tiene más en cuenta la vida que las palabras. Por eso se
puede decir que no nos escucha porque somos malos.
71
Otras veces ocurre que Dios no nos escucha porque le pedimos cosas que no son
buenas o que Él sabe que no nos convienen. Entonces tampoco hace lo que le pedimos
porque nos quiere demasiado. Es el ejemplo tan conocido del niño pequeño que le pide a
su madre un cuchillo; la madre, por supuesto, no se lo dará. Nosotros, con frecuencia,
somos como niños ante Dios: no sabemos lo que nos conviene y por eso le pedimos, a
veces porfiadamente, lo que Él nunca nos dará porque no nos conviene. Dios actúa como
una buena madre con su hijo. Pero san Agustín profundiza más: «Por amor niega lo que,
si faltase el amor, concedería. Por tanto, escucha a todos los suyos en cuanto se refiere a
la salvación eterna, y no los escucha en cuanto se relaciona con la ambición
personal»[7].
En ocasiones también sucede que no hacemos bien la oración. Sigamos en esto los
consejos que daba san Agustín a Proba, una dama de la alta nobleza del Imperio
Romano: «Ora con esperanza, ora con fe y amor, ora con perseverancia y paciencia, ora
como viuda de Cristo»[8]. Para que la oración esté bien hecha hacen falta las
condiciones que desde niños aprendimos en el catecismo: humildad, confianza y
perseverancia. La humildad: «Los que aprendieron de nuestro Señor Jesucristo a ser
mansos y humildes de corazón (cf. Mt 11, 29) más progresan meditando y orando que
leyendo y escuchando»[9]. «Casi no hay página en los libros santos en que no se muestre
que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Prov 3, 34; Sant 4, 6; 1 Pe
5, 5)»[10].
Confianza: La confianza debe ser la que se merece Dios, nuestro Padre. Porque
«sincero prometedor es Dios y fiel cumplidor de sus promesas: a ti solo se te pide que le
exijas piadosamente; aunque pequeñuelo, aunque débil, exige de Dios misericordia. ¿No
ves a los corderitos, cuando maman, cómo golpean con sus cabecitas las ubres de sus
madres para saciarse de leche?»[11]. Así debemos hacer nosotros con Dios: Exigirle con
toda confianza que cumpla su promesa de escucharnos cuando le pedimos en la oración:
«Antes de pedir nada, hemos recibido el don inmenso de poder decir a Dios: Padre
nuestro. ¿Qué podrá negar ya a los hijos habiéndoles otorgado antes el que fuesen
hijos?»[12].
«La perseverancia hace falta para obtener lo que pedimos, encontrar lo que buscamos
y hacer que nos abra el Señor cuando llamamos»[13]. «Si ya llamaste a su puerta y no
recibiste nada, sigue llamando, ya que está deseando dar. Difiere darte lo que quiere
darte para que más apetezcas lo diferido; que suele no apreciarse lo aprisa
concedido»[14]. «¿Pediste y no se te concedió lo que solicitabas? Cree que si te hubiera
convenido te lo hubiese dado el Padre»[15]. «No hemos de dudar lo más mínimo de que
lo más conveniente para nosotros es lo que acaece según la voluntad de Dios y no según
la nuestra»[16].
El modo de hacer la oración
No hace falta hablar mucho en la oración, porque esta se hace no con las palabras sino
con el corazón. «Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y
72
urgente con palabras superfluas. En cambio, orar prolongadamente, durante mucho
tiempo, es llamar con corazón perseverante y lleno de amor a la puerta de Aquel que nos
escucha. Porque, con frecuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y
gemidos que con palabras y expresiones verbales»[17]. Tanto dura nuestra oración
cuanto duran no las palabras sino los afectos.
Incluso podemos y debemos orar aun cuando estemos haciendo otras cosas. «No en
vano dijo el Apóstol: Orad sin cesar (1 Tes 5, 17). (…) ¿Acaso podemos estar
continuamente de rodillas o tener las manos levantadas? (…). Si decimos que oramos
así, creo que no podemos hacer esto sin interrupción. Hay una clase de oración interior y
continua, que es el deseo, el amor. Hicieres lo que hicieres, en cualquier clase de trabajo
en que estés ocupado, si permanece en ti el deseo y el amor de Dios, de la vida eterna,
sin interrupción oras. Si no quieres cortar tu oración, no interrumpas tu amor a Dios, no
interrumpas el deseo de la vida eterna. Tu continuo deseo, tu continuo amor es la voz
continua del alma. Callas si dejas de amar. (…) El frío de la caridad es el silencio del
corazón; el ardor de la caridad es el clamor del corazón. Si siempre permanece en ti la
caridad, siempre clamas, siempre oras»[18].
Pero para que el ardor de la caridad no se enfríe, en determinados momentos del día
nos hemos de olvidar de nuestras preocupaciones y quehaceres, que en cierto modo
entibian nuestro amor, y nos hemos de dedicar a la tarea de orar. De este modo con las
luces y el calor de la oración, nos animamos a nosotros mismos a tender hacia el bien
que deseamos y no se enfría el amor a Dios y a los hermanos.
Lo que hemos de pedir en la oración
A Dios le podemos pedir todo. Toda clase de bienes: temporales, eternos, materiales,
espirituales, referentes a nosotros, a nuestra familia, a toda la Iglesia, a todo el mundo.
Hacen bien los padres en pedir a Dios por sus hijos, o los abuelos por sus nietos: para
que realicen bien y con éxito los estudios, encuentren trabajo, un buen matrimonio, para
que, en definitiva, les vaya bien en esta vida temporal; pero no deben olvidar el pedir al
Señor con más empeño todavía su bien espiritual, es decir, que sean buenos cristianos y
que les vaya bien en la vida eterna.
San Agustín nos abre nuevas perspectivas: «Pidamos con seguridad a Dios, nos dice,
dos cosas: en este mundo la buena y recta conducta, y en el otro mundo, la vida eterna.
Las demás cosas no sabemos si nos convienen o no»[19]. «Aprended a pedir el bien
bonífico, por así decir, esto es, el bien que hace buenos. Si poseéis bienes de los que
usan bien los buenos, pedid el bien teniendo el cual seáis buenos. La buena voluntad os
hace buenos. Los bienes terrenos son ciertamente bienes, pero no precisamente hacen a
los hombres buenos»[20]. Por eso la bondad y sus derivaciones son el mayor bien que le
podemos pedir a Dios.
Por tanto, lo que más hemos de pedir a Dios es el don incomparable de su amor. El
amor de Dios y el amor del prójimo por Él. En ocasiones Dios acompaña el don de su
amor con una dulzura, con un deleite sobrehumanos, que pueden tener su culminación en
los estados místicos. Pero, aun sin esto, el amor de Dios puede ser tan grande, tan fuerte,
73
que nos capacite para despreciar por Él todos los otros deleites y estar en disposición de
soportar por Él toda clase de sufrimientos[21].
Si tuviéramos amor a Dios, si viviéramos intensamente el amor a Dios seríamos
santos. Por eso es que san Agustín vuelve a insistir una y otra vez que pidamos al Señor
ese valioso don, el más valioso de todos: «¿Qué cosa mejor que Dios se me puede dar?
Dios me ama. Te ama ciertamente Dios. … Y diciéndote Dios por boca de su Hijo: pide
lo que quieras (Mt 7, 7), ¿qué le vas a pedir? Agudiza tu mente, saca a relucir tu avaricia,
alarga y ensancha cuanto puedas tu deseo; no te lo dice cualquiera, sino Dios
omnipotente: pide lo que quieras. (…) Dilata tu deseo hasta el cielo: pide que sea tuyo el
sol, la luna y las estrellas. (...) Con todo, nada encontrarás más estimable, nada hallarás
más excelente que el Creador que hizo todas esas cosas. (...) Si pides otra cosa distinta de
Él, en cierto modo le desprecias y te perjudicas a ti mismo al anteponer a Él lo que hizo
Él, puesto que desea darse a sí mismo a ti el que todo lo creó»[22]. He aquí una bella
oración de san Agustín para pedir el amor de Dios: «Entrégate a mí, Dios mío,
restitúyete a mí. Mira, yo te amo. Si aún es poco, haz que te ame más intensamente»[23].
Las formas de la oración
Hasta ahora hemos hablado de la oración de petición, pero hay otras clases de oración.
Con frecuencia ocurre que los cristianos somos tan egoístas que constantemente estamos
pidiéndole cosas a Dios, no su amor —que esto siempre es bueno— sino aquellas cosas
en que se ceba nuestro egoísmo, es decir, los bienes temporales y materiales. Nuestra
conversación con Dios, que eso es la oración, ha de tener también otros contenidos.
Acción de gracias
Por ejemplo, debemos dar gracias a Dios; ya que hay muchos motivos para ello:
«¡Cuán grandiosas son tus obras, Señor; todas las cosas las hiciste con sabiduría (Sal
104 [103], 24). Son tuyas; tú las has creado. ¡Gracias te sean dadas! Pero sobre todas las
cosas nos hiciste a nosotros. ¡Gracias también! Somos tu imagen y tu semejanza.
¡Gracias! Hemos pecado y fuimos buscados por ti. ¡Gracias! Te hemos abandonado, pero
tú no nos abandonaste. ¡Gracias! Para que no nos olvidásemos de tu divinidad y en
consecuencia te perdiéramos, tú tomaste nuestra humanidad. ¡Gracias te sean dadas!
¿Cuándo, Señor, hemos de darte gracias? Siempre»[24]. La actitud de fervorosa acción
de gracias es frecuente en san Agustín: «Gracias a ti, dulzura mía, gloria mía, esperanza
mía y Dios mío. Gracias a ti por tus gracias y tus dones. Guárdamelos Tú para mí y, con
ellos, guárdame a mí. Así se perfeccionarán y aumentarán los dones que me diste. Y yo
estaré contigo, pues para que estuviera contigo me los diste»[25].
Oración de alabanza
También hemos de alabarle y bendecirle: «Me inundo de inefable dulzura cuando
oigo: Bueno es el Señor; y, considerando todas las cosas y examinando las que veo
74
fuera, puesto que de Él son todas, aunque me agraden, me vuelvo hacia Aquel por quien
existen para entender que el Señor es bueno, y por eso merece mi alabanza y bendición.
Y cuando me adentro en Él en cuanto puedo, le encuentro más dentro que yo, y superior
a mí, porque de tal modo es bueno el Señor, que no necesita de las cosas para ser bueno.
… ¡Cuán bueno es Aquel por el cual todas las cosas son buenas! No encontrarás en
absoluto ningún bien que no sea bien si no es por Él. Así como es propio del bien hacer
cosas buenas, así también le es propio ser bien. … Luego alabad y bendecid al Señor,
porque es bueno (Sal 135 [134], 3)»[26].Y prosigue san Agustín en su alabanza a Dios:
«Os exhorto, hermanos, a que alabéis a Dios. (...) Pero alabad íntegramente; es decir, no
solo alabe a Dios la lengua y la voz, sino también vuestra conciencia, vuestra vida y
vuestros hechos. En efecto, ahora alabamos cuando nos hallamos congregados en la
iglesia; pero, cuando cada uno va a su casa, parece que deja ya de alabar a Dios. No
dejes de vivir bien y siempre alabarás al Señor. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas
de la justicia y de aquello que a Él le agrada. Pero, si no te apartas de la vida recta,
aunque calle tu lengua, alaba tu vida, y el oído de Dios está atento a tu corazón»[27].
Y tenemos, por último, un texto de alabanza impregnado de gratitud: «Llénese mi
boca de alabanza cantando un himno a tu gloria, a tu magnificencia todo el día, dice el
salmo (Sal 71 [70], 8). ¿Qué significa todo el día? Sin interrupción. En la prosperidad,
porque me consuelas; en la adversidad, porque me corriges; antes de existir, porque me
creaste; después, porque me diste la salud espiritual. Cuando pequé, porque me
perdonaste; cuando me arrepentí, porque me ayudaste; habiendo perseverado, porque me
coronarás. Así, pues, llenaré mi boca de tu alabanza cantando un himno a tu gloria, a tu
magnificencia todo el día»[28].
Oración de júbilo
Debe sernos dulce en extremo y debe alegrarnos aquello del salmo: Aclamad justos al
Señor (Sal 33 [32], 1). Esta alegría y esta dulzura pueden llegar a tal intensidad, que ya no
sepamos decir con palabras lo que sentimos. Y esto también es oración, es la oración que
san Agustín llama de júbilo: «Júbilo es un grito que se lanza para significar que el
corazón se halla todo embargado por un sentimiento que no cabe en la expresión verbal.
¿Y a quién se ha de dirigir este júbilo sino a Dios que es el inefable? Es inefable aquel a
quien no puedes dar a conocer, y si no puedes darle a conocer y no debes callar, ¿qué
resta sino que te regocijes, para que se alegre el corazón sin palabras y no tenga límites
de sílabas la amplitud del gozo?»[29]. Esto es lo que hacemos en Pascua los cristianos
por la alegría de la resurrección del Señor con el canto del aleluya, que es una palabra
que no significa nada, pero que nos sirve para cantar con cada una de sus vocales la
alegría de las grandezas del Señor resucitado.
Otra forma de oración: la meditación
La meditación es una clase de oración moderna que también san Agustín, de una
forma general, nos recomienda. Porque el ser humano debe atesorar en su corazón las
75
palabras provechosas que lee u oye: la lectura de la Biblia o de algún santo, un sermón,
una conversación buena. Pero no se ha de conformar con oír esas palabras edificantes,
sino que no ha de ser perezoso para volver a pensar en ellas, y cuando las escucha sea
semejante al que se alimenta; y cuando vuelve a traer a la memoria lo que oyó y con
sabrosa consideración lo repiensa una y otra vez, se haga semejante a los rumiantes, que
vuelven a alimentarse varias veces después de haber comido[30]. Y lo dice de una
manera más gráfica todavía: «Cada uno recuerde como pueda lo que oyó. Ofreceos
mutuamente este alimento en la conversación; rumiad lo que comisteis no vaya a parar a
las vísceras de vuestro olvido»[31].
Lo que nos recomienda, pues, el santo, es la lectura meditada, sobre todo de la Biblia,
y que a lo largo del día no se olvide, sino que nuestra mente por medio de la memoria
vuelva a pensar una y otra vez en lo que leyó u oyó desde la mañana.
La contemplación
San Agustín ve simbolizada en María la hermana de Marta, la oración llamada de
contemplación, así como en esta ve el símbolo de la vida activa. Comentando la
conocida escena del Evangelio en que Marta se afanaba preparando un banquete al Señor
mientras su hermana sentada a sus pies le escuchaba, dice san Agustín: «¿Qué era, pues,
lo que deleitaba a María? ¿Qué comía, qué bebía con las fauces avidísimas de su
corazón? La justicia, la verdad. Escuchaba la verdad, y en ella se deleitaba y suspiraba
por la verdad. Sentía hambre de la verdad y la comía; sed de la verdad y la bebía; ella
reparaba sus fuerzas sin que disminuyera lo que la alimentaba»[32]. Eso es la
contemplación.
En ocasiones habla san Agustín de la oración contemplativa como vivencia suya
propia, la cual está impregnada de un sentimiento de amor a Dios en un grado tal que
vendría a ser ya una experiencia mística no traducible a las palabras:
a) «Contempla, mira, pregunta por el autor interrogando a las cosas que han sido
hechas. Si eres desemejante, serás rechazado; si semejante, te alegrarás. Cuando, siendo
semejante, comiences a acercarte y a percibir perfectamente a Dios tanto cuanto en ti
crezca la caridad, puesto que Dios es caridad, percibirás algo de lo que decías y no
decías[33]. Pues antes que percibieras, pensabas que dabas a conocer perfectamente a
Dios; pero comienzas a percibirle y adviertes que no puedes expresar lo que
sientes»[34].
b) «Algunas veces me introduces, Señor, en un afecto muy fuera de lo normal, dentro
de mí mismo, y me llevas a una dulzura que no sé definir, que si se completase en mí, no
sé ya qué será la otra vida»[35].
San Agustín nos describe una singular experiencia suya junto a su madre, santa
Mónica, en el conocido como éxtasis de Ostia, unos días antes de la muerte de esta.
Tenemos aquí como tema a Dios y la vida eterna, y en su relato y descripción, que nos
ha dejado en las Confesiones, se da una simbiosis de pensamiento filosófico-teológico, a
la vez que el recuerdo de una vivencia de oración contemplativa cercana al éxtasis, con
76
una ida al más allá existente en la eternidad, en el silencio lleno de gozo, sin tiempo ni
espacio, en plenitud de vida. (…) Sigamos sus palabras intentando vivirlas también
nosotros: «Conversábamos, pues, solos los dos, con gran dulzura. Olvidándonos de lo
pasado y proyectándonos hacia las realidades que teníamos delante (cf. Flp 3, 10),
buscábamos juntos, en presencia de la verdad que eres Tú, cuál sería la vida eterna de los
santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni nunca alcanzó a entender la mente del hombre
(1 Cor 2, 9). Abríamos con avidez la boca del corazón al elevado caudal de tu fuente, de
la fuente de la vida que hay en ti, para que, esponjados por ella según nuestra capacidad,
pudiéramos en cierto modo imaginarnos una realidad tan maravillosa.
Y cuando nuestra reflexión llegó a la conclusión de que, frente al gozo de aquella
vida, el placer de los sentidos carnales, por grande que sea y aunque esté revestido del
máximo brillo corporal, no tiene punto de comparación y ni siquiera es digno de que se
le mencione, tras elevarnos con el afecto amoroso más ardiente hacia Dios mismo (…).
Mientras hablábamos y suspirábamos por la vida eterna, llegamos a tocarla un poquito
con todo el ímpetu de nuestro corazón, y suspirando, dejamos allí cautivas las primicias
del espíritu. Y decíamos: si hubiera alguien para quien todo callara en su totalidad (...). Y
si, dicho esto, todas las cosas se quedaran calladas al aplicar el oído hacia aquel que las
creó, para que hable Él solo, no por conducto de ellas, sino por sí mismo, de modo que
oyésemos su palabra no articulada por lengua carnal, sino que le oyéramos a Él mismo
en directo y sin intermediarios. Si, por último, este estado se prolongase y fueran
difuminándose todas las otras visiones de rango inferior, y esta sola arrebatase,
absorbiese y zambullese a su contemplador en los gozos más íntimos, de modo que la
vida eterna se pareciera a aquel momento de intuición que nos hace suspirar, (…) ¿no
sería esto el entra en el gozo de tu Señor? (Mt 25, 21)»[36].
Terminamos ya resumiendo: con la oración de petición se obtiene la gracia, con las
otras clases de oración nos mantenemos cerca de Dios de quien nos vienen la salud
espiritual y la salvación, que conllevan continuas gracias. La oración es tan necesaria al
cristiano como al ser humano el aire que respira, porque no hay vida cristiana sin
oración.
[1] De nat. et gr. 43, 50.
[2] La oración de petición ha sido puesta en cuestión actualmente por algunos teólogos. Para refrendar la validez
y decisiva importancia en la vida cristiana de la oración de petición, cf. José Antonio Galindo Rodrigo, «Análisis
crítico de las razones descalificatorias de la oración de petición», en Revista Agustiniana, 54 (2013) 33-64.
[3] En. in ps. 85, 7.
77
[4] Id.
[5] Cf. Id. 85, 1.
[6] Conf. 7, 11, 17.
[7] S. 61 A, 4.
[8] Ep. 130, 16, 29.
[9] Id. 147, 1.
[10] De doc. christ. 3, 33.
[11] En. in ps. 39, 2.
[12] Cf. De s. Dom. 2, 4, 16.
[13] De s. Dom. 2, 21, 73.
[14] S. 105, 3.
[15] S. 80, 7.
[16] Ep. 130, 14, 26.
[17] Id. 10, 20. Es razonable pensar que al escribir estas palabras san Agustín tuviera presentes las oraciones y
lágrimas de su madre santa Mónica pidiendo a Dios su conversión.
[18] En. in ps. 37, 14; cf. S. 80, 7. Es total el predominio de la caridad en todas las dimensiones de la
espiritualidad agustiniana.
[19] S. 154, A, 6.
[20] S. 105 A, 2.
[21] Cf. En. in ps. 118, 17, 2.
[22] Id. 34, 1, 12.
[23] Conf. 13, 8, 9.
[24] S. 16 A, 6.
[25] Conf. 1, 20, 31.
[26] En. in ps. 134, 4.
[27] Id. 148, 2.
[28] Id. 70, 1, 10.
[29] Id. 32, 2, 1, 8. Cf. Id. 99, 4.
[30] Id. 46, 1.
[31] Id. 103, 4, 19.
[32] Cf. S. 179, 5.
[33] Decir o explicar lo que se siente en un encuentro místico con Dios no es posible; las palabras que se puedan
decir al respecto no dicen lo que es esa realidad inefable.
[34] En. in ps. 99, 6.
[35] Conf. 10, 40, 65.
[36] Id. 9, 10, 23-25.
78
8.
EL AMOR CRISTIANO. I: CARIDAD TEOLOGAL O
PARA CON DIOS
Lo que es el amor
El amor es algo connatural al ser humano; nadie puede vivir sin amar: lo que sea y de
la manera que sea, pero nadie puede vivir sin amar. Por eso nos dice san Agustín: «¿Os
digo acaso que no améis? ¡Dios me libre! Si no amáis nada, seréis perezosos, dignos de
ser aborrecidos, miserables, estaríais muertos. Amad, pues; pero ¡cuidad bien lo que
amáis!»[1]. Asimilada esta sabia advertencia del santo, entendemos su distinción entre
amor bueno y amor malo; o como dice él, amor ordenado que es la caridad, y amor
desordenado que es la codicia, el egoísmo[2]. El primero se atiene a la jerarquía de los
valores, y el segundo no; o dicho con más sencillez, el primero cumple y vive la
voluntad de Dios concretada en los diez mandamientos y el segundo hace precisamente
lo contrario. Definición filosófico-teológica de uno y otro: «Caridad es el movimiento
del alma que tiende a gozar de Dios por Él mismo, y de nosotros y del prójimo por Dios.
Y llamo egoísmo al movimiento del alma que arrastra al hombre al goce de sí mismo y
del prójimo y cualquier otra cosa corpórea no por Dios»[3].
Según san Agustín, el amor es «el peso del alma»; como su centro de gravedad hacia
donde se inclina toda la persona en su conducta: si el amor es malo, hacia el mal va todo
el ser humano; y si el amor es bueno, hacia el bien se inclina ese mismo ser humano[4].
Por eso nos dice el Obispo de Hipona que el amor define a las personas: «cada uno es tal
cual es su amor»[5], es decir, si amas algo malo o tienes cualquier pasión desordenada
como la avaricia, la lujuria, la soberbia, entonces eres mala persona ante Dios y con
alguna característica en alguna forma asimilable al vicio que causa esa maldad; si, por el
contrario, amas el bien, si amas a Dios, a los prójimos, sobre todo a los más débiles,
entonces eres buena persona y buen cristiano ante Dios, y en alguna forma quedas
definido ante Dios por ese amor.
Así, pues, donde haya amor verdadero habrá cristianismo; donde no lo haya, tampoco
existirá este. Lo cual quiere decir que si lo que nos mueve en la vida es el amor
ordenado, entonces somos cristianos; si no es así, vivimos como paganos.
Otra cosa muy propia del amor es que mitiga el trabajo de cualquier cosa que estemos
79
haciendo: «En lo que se ama, o no se trabaja o se ama el trabajo»[6]. Por tanto, cuanto
mayor es el amor, menor es el trabajo.
Importancia del amor cristiano o caridad
El mejor elogio del amor es este: Dios es amor (1 Jn 4, 8. 16): «Si nada se dijese en
alabanza del amor en todas las páginas de esta Epístola, si nada en absoluto se dijese en
toda la Escritura, y solamente oyésemos por boca del Espíritu de Dios: Dios es amor,
nada más deberíamos buscar»[7]. En efecto, el amor ordenado o caridad es la más
grande de todas las virtudes según nos lo enseña la Escritura, sobre todo san Juan, así
como san Pablo en su maravilloso cántico al amor de la Primera Carta a los Corintios.
San Agustín, inspirándose en esta doctrina bíblica, nos dice que la caridad distingue a los
hijos del reino eterno de los hijos de la perdición; tiene más peso que todas las virtudes,
carismas y milagros juntos. Quien posee la caridad lo posee todo; a quienes les falta,
todos los demás bienes, por grandes que sean, no les sirven de nada, porque en definitiva
a nadie pueden conducir a la vida eterna. Así se explica la sentencia extraña y difícil de
entender del mismo Cristo cuando al explicar la parábola de los talentos dice que al que
tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará (Mt 13,
12; 25, 14-30), porque, comenta san Agustín, que el que no tiene representa al que carece
de caridad, y por consiguiente lo que tiene de otro tipo de valores, se le quita, es decir,
no se le tiene en cuenta o como si no lo tuviera[8]. Por esa misma razón, el vestido de
bodas de que carecía aquel convidado al banquete que un gran Señor celebró por las
nupcias de su hijo, simboliza la caridad. Debido a ello, dice el Hiponense, es expulsado a
las tinieblas exteriores, esto es, no es admitido en el banquete de la vida eterna, el cielo,
y arrojado al estado de perdición, el infierno (cf. Mt 22, 1-14)[9].
Dice más san Agustín sobre el amor ordenado o caridad. Este amor, enseña, tiene la
cualidad admirable de disminuirse cuanto menos se da la persona y de aumentarse
cuanto más se da y a más personas se da[10]. Es la esterilidad del egoísmo y la
fecundidad del amor cristiano; el primero hace a las personas tristes, secas y duras; el
segundo da alegría, dulzura y comprensión hacia los demás, así como más belleza y
bondad de la propia persona ante Dios.
No ha de sorprender, pues, que el amor ordenado o caridad sea más valioso que el
conocimiento: «¡Gran hombre este! —dice alguien—; bueno y grande. —¿Por qué?,
pregunto. —Sabe muchas cosas. —Pregunto por lo que ama, no por lo que sabe»[11].
Este amor auténtico y verdadero que es la caridad tiene también otra cualidad de la
máxima importancia, esto es, la omnivalencia dentro de todo el ámbito de la conducta
cristiana: «Ama y haz lo que quieras; si callas, clamas, corriges, perdonas; calla, clama,
corrige, perdona movido por el amor. Dentro está la raíz del amor; no puede brotar del
amor mal alguno»[12]. Si de veras amas, todo lo que hagas movido por ese amor será
bueno, y todo lo que hagas de bueno estará movido por ese amor, lo adviertas o no. Esa
omnivalencia del amor auténtico consiste, pues, en que su presencia ordena y valora
cualquier manera de ser y de actuar del ser humano; lo cual es debido a su condición de
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sustancia de la vida, tanto humana como cristiana. Por eso, el amor debe impregnar
todas las actitudes y acciones del cristiano. Toda nuestra conducta de seres humanos y de
cristianos (trabajo, relaciones personales, diversiones, proyectos de vida, etc.) debe estar
motivada por el amor ordenado o caridad, y debe tender a modelar e instaurar en
nosotros con la gracia de Dios (por medio de la oración, los sacramentos, la asistencia a
la Iglesia, etc.) esta suma virtud, que es la sustancia de la vida cristiana: la caridad.
Y quizá quien me esté leyendo se pregunte: ¿Hasta dónde ha de llegar mi amor?
¿Dónde está el límite del amor? Es una pregunta interesante porque todas las virtudes
tienen un límite señalado por la prudencia para que no degeneren en vicios; por eso se
dice desde la filosofía más antigua que «en el medio está la virtud»: la justicia si no se
modera puede degenerar en venganza y/o crueldad hasta hacer de alguien un justiciero,
esto es, el que desea tener la ocasión de castigar porque goza castigando; la fortaleza sin
moderación desemboca en temeridad, la prudencia en cobardía, la templanza en el odio a
los bienes corporales, la humildad puede llegar a la pérdida de la autoestima que como
criaturas e hijos de Dios nos merecemos y debemos; en fin, con todas las virtudes pasa
esto. ¿Con todas? Sí, con todas, excepto con la caridad. Así nos lo enseña san Agustín:
«La medida del amor es no tener medida»[13]. Por mucho que amemos nunca será
demasiado; y siempre podremos amar más, del mismo modo que siempre podremos ser
más santos. No es fácil señalar el límite bajo el cual el amor ya no es suficiente para
mantenernos en la vida de gracia, en amistad con Dios; pero lo que nunca podremos es
señalar el límite a la caridad en la vida cristiana. O quizá sí habrá un límite, pero más allá
del cual ya no será esta vida sino la otra, la vida eterna, donde el grado de amor a Dios y
a los hermanos es imposible vivirlo en este mundo.
El amor a Dios
Jesús en el Evangelio nos dice que el amor a Dios es el mandamiento principal y
primero (Mt 22, 38). También nos dice cómo ha de ser nuestro amor a Dios: Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu
mente (Lc 10, 27). Lo primero que tenemos que hacer para llegar a ese amor es cumplir la
voluntad de Dios enseñada por Cristo: Si me amáis guardaréis mis mandamientos (Jn 14,
15). Y en otro lugar: No todo el que me diga «Señor, Señor», entrará en el Reino de los
Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial (Mt 7, 21).
Del temor al amor
Deberíamos preguntarnos con sinceridad sobre el puesto que ocupa Dios en nuestra
vida, en nuestro corazón. San Agustín se lo plantea de este modo: «Por tu ternura, Señor,
te pido me digas: ¿Qué eres Tú para mí? Dile a mi alma, yo soy tu salvación (Sal 34, 3).
(….) Correré tras esta voz y me asiré a Ti. No me ocultes tu rostro (Sal 143, 7). Muera yo
para que no muera, con tal de veros»[14].
Para san Agustín, está claro: Dios es el centro más hondo de su corazón, más valioso
para él que su propia vida y que su propio ser. Pero, lamentablemente, hay personas que
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todavía viven su cristianismo con temor, con temor a Dios. Por eso mismo, si no
cometen ciertos pecados es por temor a los castigos de Dios, bien sea en esta vida o en la
otra. La vida cristiana de estas personas no es que sea mala, pero es mediocre, de escasa
entidad, de poco agrado de Dios. San Agustín nos exhorta a que vayamos superando y
desalojando de nuestra alma el temor y dejemos que entre la caridad, el verdadero amor.
Porque «cuando la caridad entra, el temor comienza a salir. Cuanto más dentro esté ella,
tanto menor será el temor. Cuando ella esté totalmente dentro, no habrá temor alguno,
porque la caridad perfecta expulsa fuera el temor. Entra, pues, la caridad y expulsa el
temor. Pero no entra sola sin compañía; lleva consigo su propio temor; es ella quien lo
introduce; pero se trata de un temor que dura por siempre. Es servil el temor por el que
temes arder con el diablo; es filial aquel por el que temes desagradar a Dios. (...) El que
tiene el temor servil no ama la justicia ni cualquier otra virtud, sino que teme al castigo.
(…) En cambio, la persona buena, que es libre —pues solo el justo es libre de la
esclavitud del pecado—, se complace en la misma justicia, y aunque tenga oportunidad
de pecar sin testigos, teme a Dios que es siempre testigo. Pero aunque pudiera escuchar
que Dios le dice: “Si pecas te voy a ver, pero no te condenaré, aunque sí me
desagradarás”, él, no queriendo desagradar a su Padre, y no por miedo al juez, teme, pero
no el ser condenado, ni ser castigado o atormentado, sino poner triste a su Padre,
desagradar al Padre que le ama. Si él mismo ama y siente que el Señor le ama, no hace lo
que desagrada a quien le ama a él»[15]. Y en otro lugar completa san Agustín su
pensamiento explicando este amor verdadero: «Por tanto, si mi palabra ha encontrado en
vuestros corazones una chispa de amor desinteresado a Dios, alimentadla; para
agrandarla. Invocadle con la súplica, con la humildad, con el dolor de la penitencia, con
el amor de la justicia, con las buenas obras, el llanto sincero, la vida irreprochable.
Soplad sobre esa chispa de amor bueno que existe en vosotros y avivadla; cuando haya
crecido y se haya convertido en una llama grande y hermosa, consumirá el heno de todos
vuestros deseos desordenados»[16].
Amor desinteresado al bien, a Dios
Vivir con gozo y gustosamente en conformidad con los deseos de Dios supone la
liberación de la voluntad para el bien, y nos ayuda a ser buenos, no por interés o por
miedo, sino atraídos por la excelencia y dignidad del bien o de las virtudes. Escribe san
Agustín: «Suave eres, Señor, y en tu suavidad enséñame tu justicia (Sal 119 [118], 68);
esto es, de tal modo que no me vea forzado a estar servilmente bajo la ley por temor al
castigo, sino que me deleite de estar abrazado a la ley por la libre caridad. Pues
libremente cumple el precepto quien de grado lo cumple»[17].
San Agustín personaliza más esta relación liberadora y desinteresada con el mismo
Dios a quien se teme desagradar como a un Padre. En un texto ya antes registrado dice
que «si él mismo ama y siente que el Señor le ama, no hace lo que desagrada a quien le
ama a él»[18]. Pero, ¿podemos amar a Dios desinteresadamente, sin buscar el premio?
Es una cuestión muchas veces planteada entre los teólogos de la vida espiritual. El deseo
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de la vida eterna como premio, tan acendrado por cierto en san Agustín, sería un
desmentido a ese supuesto amor desinteresado. Sin embargo, en numerosos textos el
Obispo de Hipona nos exhorta a amar a Dios gratuitamente, no para recibir el
galardón[19]. La solución está en la identificación del premio (la vida eterna) con el ser
que se ama (Dios), no interesando lo primero cuanto amando lo segundo. Por eso dice
profundamente el santo: «De ninguna forma se buscaría recompensa del que se ama
gratis, si la recompensa no fuera el mismo a quien se ama»[20]. Entonces se dará en tu
persona esa transformación asombrosa operada por la gracia de Dios con tu
colaboración, en la que se da el gran cambio desde el pecado, desde un amor egoísta de
sí mismo contra Dios, hasta un amor desinteresado de Dios con olvido de sí mismo. Y en
esto precisamente consiste la belleza del alma: Porque «cuanto crece en ti el amor, tanto
aumenta la hermosura; porque la misma caridad es la hermosura del alma»[21].
El amor a Dios y a las criaturas
Lo que en este tema le interesa sobre todo a san Agustín es inculcar a sus fieles el
amor que se debe a Dios frente al que se ha de dar a las criaturas. El ser humano,
espontáneamente, ama a las criaturas, porque estas tienen cualidades de bondad, de
belleza y de utilidad que naturalmente nos atraen, y que nos inducen a gozar de ellas
intentando encontrar así la felicidad. Pero san Agustín nos dice que el amor en el que el
ser humano intenta encontrar el gozo y la felicidad es un querer muy valioso y hay que
reservarlo para Dios, y así dice, recordamos, que la caridad es «el movimiento del ánimo
que tiende a gozar de Dios por Él mismo y de nosotros y del prójimo por Dios»[22]. El
ser humano, pues, no puede menos de amar, la cuestión está en qué es lo que se ha de
amar. Supuesto que todo lo creado por Dios es bueno, el problema no está tanto,
matizando lo anterior, en qué hay que amar sino en el modo, orden y preferencia en que
se deben amar todas las cosas.
San Agustín distingue entre lo que se quiere por sí mismo y lo que se quiere como
medio utilizado para conseguir otra cosa. Lo primero se quiere de veras, lo segundo lo
queremos de otro modo muy inferior; únicamente como algo útil que sirve para alcanzar
lo primero, por lo que una vez conseguido esto, aquello ya no importa, se desecha.
Centramos nuestro amor en lo que queremos por sí mismo, y en esto mismo intentamos
encontrar la alegría, el gozo del corazón y la felicidad. Pues bien, las cosas las debemos
querer únicamente como medios para alcanzar otros bienes superiores; por eso las hemos
de utilizar[23], pero no gozarnos en ellas poniendo en las mismas el centro de nuestro
amor como si fueran lo más querido de nuestro corazón[24]. A Dios le debemos amar de
esta última manera. Él debe ser nuestra alegría, nuestro gozo y paz, en definitiva, nuestra
felicidad: «La criatura o es igual o inferior a nosotros. De la inferior se ha de usar para
Dios; de la igual[25] hemos de disfrutar, pero en Dios. No te complazcas en ti mismo,
sino en aquel que te hizo; y lo mismo has de practicar con aquel a quien amas como te
amas a ti. Gocemos, pues, de nosotros mismos y de los hermanos, pero en el Señor»[26].
Pero los seres humanos somos tan ingratos que, con cierta frecuencia, cuando las
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cosas nos van bien, nos olvidamos de Dios, de quien lo hemos recibido todo, y nos
entregamos, frenéticos, al goce de los bienes de este mundo. Pero, cuando las cosas nos
van mal, sobre todo en situaciones límite que nadie puede solucionar, entonces nos
acordamos de Dios, intentamos servirnos de Él para resolver nuestros problemas. Esta es
la postura de los que tienen su corazón puesto en las criaturas e intentan utilizar, más o
menos conscientemente, a Dios. Quizá no sea tan grave esto último cuanto lo anterior;
puesto que Dios, Padre bondadoso, siempre escucha nuestras súplicas y siempre se
compadece de nosotros cuando sufrimos, aunque esto no quiere decir que se vaya a dejar
utilizar y vaya a hacer precisamente lo que le pedimos si no es conveniente. Más grave
es, decimos, idolatrar las cosas según el dictado despótico que nos imponen nuestras
malas pasiones, tales como el egoísmo, la soberbia, la lujuria, la avaricia, etc.; o dicho de
otra manera, el dinero, nuestras posesiones como el piso, el chalet, el coche, alhajas o
joyas, el prestigio social, los placeres de la carne, etc.
Y he dicho idolatrar porque en esos casos ponemos a determinadas cosas un altar en
nuestro corazón en vez de Dios a quien únicamente se ha de adorar. Sabemos que nada
fuera de Dios nos puede dar la felicidad, sin embargo, una y otra vez incidimos en el
mismo engaño. Hemos de tomar, pues, la determinación de amar solamente al Señor, de
buscar solamente en él la alegría, la paz y la felicidad de todo nuestro ser. Si las cosas
nos van bien agradezcamos, alabemos y bendigamos al Señor y digámosle: ¡Oh Dios
mío, tú solo eres mi Dios! (Sal 63 [62], 2).Y si las cosas nos van mal, no le pidamos ante
todo que nos quite los sufrimientos, sino que nos ayude a sobrellevarlos con paciencia y
superar así las contrariedades del tipo que sean para que obtengamos el mayor provecho
para nuestra vida cristiana. Entonces es el momento de decirle: Yo te amo, Señor, tú eres
mi fortaleza (Sal 18 [17], 2). Siendo peregrinos que nos dirigimos a Dios en esta vida
mortal, si queremos llegar a la patria donde seremos bienaventurados, hemos de usar de
este mundo, mas sin gozarnos de él, a fin de que por medio de las cosas creadas
contemplemos las invisibles de Dios, y de esa manera, por medio de las cosas temporales
consigamos las espirituales y eternas.
Por qué hemos de amar a Dios
«El Señor es bueno (Sal 135 [134], 3). Pero es bueno no como son buenas todas las
cosas que hizo, pues Dios hizo todas las cosas sobremanera buenas (Gen 1, 31). No solo
buenas, sino muy buenas. Hizo el cielo, y la tierra, y todas las cosas buenas que en ellos
se contienen, y las hizo sobremanera buenas. Si creó buenas todas las cosas, ¿cuál será la
bondad del que las creó? Por tanto, no encontrarás nada mejor que puedas decir de Él
sino que el Señor es bueno. Todas las cosas buenas las hizo Él; pero Él es el bien no
hecho por nadie. Él es bueno por su propio bien, no por participación de otro bien. Él es
el bien porque de Él mismo mana el bien. (…) ¿Queréis saber cuán particularmente es
bueno? Al ser interrogado el Señor Jesús, dijo: Uno solo es el bueno, Dios (Mt 19, 17).
No quiero pasar aprisa y como por encima de tan singular bondad, pero no tengo
capacidad para ponderarla suficientemente. Temo que, si no lo intento, seré un ingrato;
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pero si intento explicarla temo que me abrume la fatiga de alabar esa inmensa bondad de
Dios. Soy, pues, hermanos, el que alaba y ama a Dios, pero no lo suficiente. (…) Me
apruebe Él el haberlo querido y me perdone Él el no haberlo conseguido»[27].
Alabad al Señor, porque es bueno; cantad salmos a su nombre porque es suave (Sal
135 [134], 3). Quizá sería bueno y no suave si no te diese el poder de gustarle, de
saborearle. Pero se ofreció de tal manera a los hombres, que para enviarles pan del cielo
entregó a su Hijo, igual a Él, que es lo mismo que Él, para hacerse hombre y ser llevado
a la muerte en provecho de todos los seres humanos, a fin de que por la humanidad que
tiene en común contigo gustes de la divinidad que no tiene en común contigo, que tú no
eres. Lejos de tus posibilidades estaba el gustar de la bondad y suavidad de Dios, porque
se hallaban distantes y demasiado altas, y tú demasiado bajo y yaciendo en el abismo.
Pero en medio de esta inmensa separación envió al Mediador. Tú, hombre, no podías
llegar a Dios; entonces Dios se hizo hombre, y de este modo se hizo el Mediador de los
hombres, el hombre Cristo Jesús, para que por ese hombre te acerques a Dios. (…) Él es
el Mediador; y así Dios se hizo suave. ¿Qué cosa más suave que el pan de los ángeles?
¿Cómo no ha de ser suave el Señor siendo así que el hombre come el pan de los ángeles?
Porque del mismo pan se alimentan los hombres que los ángeles. La verdad absoluta, la
bondad infinita, la belleza arrebatadora, la sabiduría y la fortaleza sin medida de Dios
constituyen el alimento de los ángeles y del espíritu de los hombres. (…) Para que el
hombre, pues, comiese el pan de los ángeles, el Creador de los ángeles se hizo hombre.
Luego, con amor alabad al Señor, porque es bueno; con amor cantad salmos a su
nombre porque es suave[28].
«Los que estáis en la casa del Señor, alabad el nombre del Señor (Sal 135, 1-2). Sed
agradecidos, amadle; estabais fuera, y ahora estáis dentro. ¿Os parece poco estar en
donde debe ser alabado el que os levantó de la postración y os hizo estar en su casa y
conocerle y amarle? ¿No se ha de pensar que fuimos creados? ¿No se ha de recordar en
dónde yacíamos y de dónde fuimos recogidos? Ningún pecador buscaba al Señor, y Él
buscó a los que no le buscaban, y hallándolos los levantó, y levantados los llamó, y
llamados los introdujo y los hizo estar en su casa. Todo el que piensa estas cosas y no es
desagradecido, se anonada por completo a sí mismo ante el amor de su Señor, por quien
le fueron dados tantos dones; y como no tiene nada con qué pagarle por tantos
beneficios, únicamente le resta, no recompensarle porque no puede, sino darle gracias y
amarle»[29].
Por consiguiente, «entraré en mi estancia secreta, en mi alma, donde pueda cantarte
canciones de amor mezcladas con gemidos inenarrables (...) hacia Ti (...) que eres el
único, verdadero y soberano Bien»[30].
Amar a Dios con san Agustín
Decíamos al principio del tema que la primera forma del amor cristiano consiste en
cumplir la voluntad de Dios manifestada en sus mandamientos. Y si la voluntad de Dios
se cumple perfectamente se llega a la santidad. No hace falta más. Pero con cierta
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frecuencia el amor a Dios se llega a sentir como una vivencia llena de dulzura que abarca
a toda la persona. Y aunque esto parece depender mucho del temperamento de cada uno,
se puede decir que estamos ante los regalos de Dios que a veces nos da para animarnos a
proseguir el duro camino de nuestra santificación, y que a veces nos quita, para
probarnos y centrar nuestro amor en Él y no en sus consuelos. En ocasiones así lo
vivieron muchos santos. Pero otros santos, como santa Teresa de Lisieux, sobre todo en
el último año de su vida, no gozaron de esas dulzuras y gozos espirituales, aunque
siempre cumplieron con perfección la voluntad de Dios, que es en lo que consiste la
santidad.
¡Qué gran don es el amor a Dios! ¡Qué grande, qué poderoso es el amor a Dios! Con
este amor como motor se ponen en práctica de la mejor manera las diversas clases de
ascesis, y se ora del modo más fervoroso para conseguir la gracia divina, con lo que se
llega rápidamente a la santidad. Pero el amor a Dios es algo tan grande que está
absolutamente por encima de nuestra capacidad. No se consigue mucho haciendo
propósito de amar a Dios, incluso el más firme. Esto no sirve de nada, si Dios no nos
hace ese gran regalo. Pero es un regalo que Dios lo da a quien quiere y cuando quiere.
Pero, según san Agustín, lo da con toda seguridad a quien ama al prójimo, a quien ama a
los hermanos. Primero, porque amando al prójimo te harás merecedor de que Él te regale
el don de su amor[31]. Segundo, porque el amor al prójimo limpia y potencia los ojos
interiores del alma para que puedas ver lo digno de ser amado que es Dios[32]. Pero otro
medio más hemos de poner para conseguir el amor de Dios. En efecto, cuando
hablábamos de la oración decíamos que hemos de pedírselo con mucha frecuencia. Si
amas a los hermanos y se lo pides a Dios continuamente, Él, con toda seguridad, te hará
el regalo más grande que es el de su amor. Y amándole intensamente, se transformará
por completo y en poco tiempo tu vida espiritual hasta llegar a una vida cristiana de alto
nivel. Bebamos, pues, hermanos míos, esta caridad en la abundante fuente misma de
donde brota; acerquémonos a ella, apaguemos nuestra sed en ella; que la caridad, pues,
te engendre, te nutra, te fortalezca, te lleve a la perfección.
Por eso acabamos este tema haciendo con san Agustín estas encendidas súplicas:
«Entrégate a mí, Dios mío, restitúyete a mí. Mira, yo te amo. Si aún es poco, haz que te
ame más intensamente»[33]. «¡Oh amor que siempre ardes y nunca te extingues!
¡Caridad, Dios mío, enciéndeme!»[34].
[1] En. in ps. 31, 2, 5.
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[2] Cf. Id. 9, 15.
[3] De doc. christ. 3, 10, 16.
[4] Cf. Conf. 13, 9, 10.
[5] In Io. ep. 2, 14.
[6] De b. vid. 21, 26; cf. In Io. ev. 48, 1; In Io. ep. 9, 1.
[7] In Io. ep. 7, 4; cf. Id. 9, 1.
[8] Cf. En. in ps. 146, 10.
[9] Cf. S. 90, 6.
[10] Cf. Ep. 192, 1.
[11] S. 313 A, 2.
[12] In Io. ep. 7, 8.
[13] S. Dolbeau, 11, 9.
[14] Conf. 1, 5, 5.
[15] S. 161, 9.
[16] S. 178, 11.
[17] De gr. Chr. 13, 14.
[18] S. 161, 9.
[19] Cf. En. in ps. 118, 11, 6; 134, 11; 72, 34; 55, 17; 53, 10; S. 334, 3; In Io. ep. 9, 10; etc.
[20] S. 340, 1.
[21] In Io. ep. 9, 9.
[22] De doc. christ. 3, 10, 16.
[23] En latín uti (hacer uso de).
[24] En latín frui (gozar de).
[25] Los otros seres humanos.
[26] De Trin. 9, 8, 13.
[27] En. in ps. 134, 3.
[28] Cf. Id. 134, 5.
[29] Id. 134, 2.
[30] Conf. 12, 16, 23.
[31] Cf. In Io. ev. 17, 8.
[32] Cf. Id.
[33] Conf. 13, 8, 9.
[34] Id. 10, 29, 40.
87
9.
EL AMOR CRISTIANO. II: CARIDAD FRATERNA O
PARA CON EL PRÓJIMO
Cuando le preguntaron a Jesús los fariseos sobre cuál es el mayor mandamiento de la
Ley, les contestó: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con
toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a
este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Le preguntaron por uno, por el mayor, y
Jesús les contestó con dos, es decir, que ese mandamiento mayor tiene, debe tener, a su
lado otro semejante: el amor al prójimo.
Las pautas del amor al prójimo
Sabedores de que no todo amor es ordenado o recto, ¿cómo hemos de amar a los
hermanos? Interrogado Jesús sobre los preceptos que han de regular la vida, no se limitó
a uno solo, sabiendo, como sabía, que una cosa es Dios y otra el hombre, y que la
diferencia entre ellos es tanta cuanta hay entre el Creador y la criatura, hecha a su
imagen. Por eso, proclama un segundo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Así, pues, la regla fundamental es amar al prójimo como a nosotros mismos, como nos
mandó el Señor. Pero, entonces hemos de preguntarnos aún: ¿cómo nos hemos de amar a
nosotros mismos? San Agustín nos lo aclara: «No es posible que quien ama a Dios no se
ame a sí mismo. Y diré más: solo sabe amarse saludablemente a sí mismo quien ama a
Dios más que a sí mismo. (…) Y lo que haces contigo lo has de hacer igualmente con el
prójimo, esto es, que también él ame con perfecto amor a Dios. Pues no le amarás como
a ti mismo si no te esfuerzas por llevarlo al mismo Bien al que tú aspiras. Porque Él es el
único Bien que no se reduce para los que juntamente contigo aspiran a poseerlo»[1].
De este segundo precepto surgen los deberes de la sociedad humana, en los que es
difícil no faltar. Lo primero que hemos de procurar es ser benevolentes, es decir, no
recurrir a la maldad o al engaño contra ninguna persona y hacer el mayor bien que
podamos. En efecto, ¿qué hay más cercano a un ser humano que otro ser humano? Y,
¿de qué otra cosa está Dios más cerca que del hombre que es imagen suya?[2].
A nadie debes excluir de este gozo común de Dios a que todos hemos sido
convocados. Cualquiera que sea tu relación o situación con una persona, esa debe ser tu
88
postura: has de amar con ese fin a los que te caen simpáticos y a los que no. Es
prácticamente imposible amar con el mismo afecto, con el mismo sentimiento, a todas
las personas que a nosotros mismos o que a nuestros familiares y amigos; pero, con la
ayuda de la gracia, que hemos de pedir para ello, sí que podemos desear sinceramente,
con la voluntad, los mismos bienes a los otros que a uno mismo. Nuestro amor a Dios,
nuestro deseo de una vida cristiana auténtica, nuestra esperanza de la vida eterna, debe
tener como consecuencia el deseo verdadero de que todos los demás seres humanos,
conocidos y desconocidos, amigos y enemigos, gocen de lo mismo. Y esto debe
concretarse en la oración, que puede y debe abarcar al mundo entero. Para con las
personas que se relacionan con nosotros o las que están a nuestro alcance de algún modo,
debe notarse el amor cristiano también con ayudas generosas, si están necesitadas de
cualquier forma que sea, y con el trato amable para con las que no tienen ninguna
necesidad. Pero, ¿quién no tiene necesidad de afecto y de un trato atento y cariñoso?
Pero todo esto únicamente lo podremos hacer con la ayuda de Dios[3].
Al final de su vida Jesús perfeccionó su doctrina sobre el amor fraterno con la fórmula
del mandamiento nuevo, en la que el modelo de nuestro amor al prójimo se eleva a
mucha más altura que el amarle como a uno mismo. El modelo que nos propone es de la
máxima altura posible, puesto que ese modelo que nos propone es el amor que Él mismo
nos tiene. Y así lo comenta san Agustín: «El amor cristiano es distinto del mundano y de
aquel amor con que se aman los humanos como humanos[4]. Para hacer notar esta
diferencia dijo el Señor: Amaos unos a otros como yo os he amado (Jn 15, 22). ¿Y para
qué nos ama Cristo a nosotros, sino para que podamos reinar con Él? Con este mismo fin
amémonos unos a otros, para que nuestro amor sea diferente del de aquellos que no se
aman con este fin, porque ni siquiera se aman»[5]. Y así, de ese modo, el mandamiento
nuevo nos hará criaturas nuevas ante Dios[6].
Así, pues, «hemos de amar a todos los hermanos: o porque son buenos o para que sean
buenos»[7]. ¿Qué cosa más procedente, fácil y agradable que amar a las personas que
son buenas? Pero a las que no lo son, también las debemos amar, no con indiferencia
respecto de su maldad, sino para que se hagan buenas. Siempre el amor cristiano busca
el verdadero bien del prójimo. Nuestro amor mutuo ha de ser tal, que procuremos por
todos los medios a nuestro alcance, siempre respetando la libertad de las personas, como
hace Dios, atraernos mutuamente por la solicitud del amor, para tener a Dios entre
nosotros, como el tesoro común de todos. «Es este un bien de tal naturaleza, que no
disminuye con el número de los que juntos contigo tiende a Él»[8].
El máximo exponente del amor
El máximo exponente del amor al prójimo es imitar el modelo del amor de Cristo, que
dio la vida por todos: «La plenitud del amor que nos debemos unos a otros, nos dice san
Agustín, la definió el Señor, diciendo: Nadie tiene amor más grande que el que da su
vida por sus amigos (Jn 15, 13). Y como antes había dicho: Este es mi mandamiento, que
os améis unos a otros como yo os he amado (Jn 15, 12), añadiendo ahora estas palabras
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que habéis escuchado: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos, se obtiene la conclusión que obtuvo el mismo evangelista san Juan en su
Primera Carta, diciendo que, así como Cristo dio su vida por nosotros, así nosotros
debemos dar la nuestra por los hermanos (1 Jn 3, 16), amándonos unos a otros como nos
amó Él, que llegó hasta dar su vida por nosotros»[9].
El dar la vida de una manera exacta como hizo el Señor muriendo de forma violenta y
cruel por toda la humanidad, está claro que Dios no lo espera de nosotros, ni tampoco
nos lo va a pedir porque no tenemos la capacidad de morir por todos. ¿Entonces, de
ninguna manera podemos dar la vida por los hermanos? Das la vida por los hermanos
cuando la entregas con generosidad, con cariño y al servicio de aquellas personas con las
que tienes una obligación especial; das la vida por los hermanos si das al necesitado una
parte del dinero que tú te has ganado honradamente con el trabajo que desgasta tu vida;
das tu vida por los hermanos si, aun exponiéndote a críticas y malquerencias, aportas tu
testimonio en favor del calumniado o injustamente tratado; das tu vida por los hermanos
cuando das tu tiempo para ocuparte de hacer el bien, de cualquier forma que sea, a los
demás; das tu vida por los hermanos si te das como persona, es decir, tu compañía, tu
aliento, tu consuelo, etc., en favor de quienes los necesitan; das tu vida por los hermanos
cuando gastas tu persona, esto es, tus capacidades, conocimientos, habilidades en favor
de los demás a través de la parroquia u organización eclesial a que perteneces; das tu
vida por los hermanos si perteneces a cualquier grupo de voluntarios, que emplean su
tiempo, esfuerzo y dedicación en remediar las necesidades de los más pobres o débiles.
Y seguramente que, si estás atento a las enseñanzas y a las inspiraciones del Maestro
interior, se te ocurrirá la manera particular que Él te pide de dar tu vida por los
hermanos[10].
Unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo
Los dos preceptos del amor que componen la única virtud de la caridad, aunque sean
distintos, no deben nunca separarse: «Nadie se excuse o exima de tener un amor porque
ya tiene el otro»[11]. El que intente amar a Dios sin amar al hermano, ni amará a Dios ni
amará al hermano; y el que intente amar al hermano sin amar a Dios, será un humanista,
un filántropo, pero no será un cristiano. Así como si intentamos excusarnos de amar al
prójimo, a cualquier prójimo, porque ya amamos a Dios, ponemos en práctica una farsa,
una comedia; del mismo modo, si pretendemos amar al prójimo desentendiéndonos de
Dios, caeremos en un mero humanismo, que priva al cristianismo de lo más genuino y
sustancial: Cristo Jesús y su salvación.
El amor que le debemos a Dios es absoluto, es decir, en cualquier situación y por
encima de todo; y este amor debe estar impregnado de adoración, acción de gracias,
bendición y alabanza hacia el Ser que nos ha creado y hacia la Trinidad divina que nos
ha creado y salvado por medio de Cristo. Al prójimo no se le puede amar así; al prójimo
le debes amar de otra manera, como a ti mismo y como nos amó el Señor. Pero no has de
olvidar que si odias al hermano no amas a Dios, por despreciar el mandamiento del
90
Señor. Y así como cuando amas a los miembros de Cristo amas a Cristo, si no amas a los
miembros de esa Cabeza, tampoco amas a esa Cabeza que es Cristo[12]. San Agustín,
siguiendo a san Juan, nos enseña que quien ama al hermano ama también a Dios y con el
mismo amor que es Dios; que el amor al hermano es una de las formas principales de
amar a Dios[13]. No cabe mayor exaltación del amor fraterno que su íntima unión con el
amor a Dios. Por eso, nos exhorta el santo: «Pensad siempre, absolutamente, que se debe
amar a Dios y al prójimo: a Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la
mente, y al prójimo como a sí mismo (Dt 6, 5; Mt 22, 37). Esto es lo que hay que pensar
siempre, y meditar siempre, y recordar siempre, y practicar siempre, y cumplir siempre.
El amor a Dios es lo primero que se manda, y el amor al prójimo lo primero que se debe
practicar»[14].
El amor fraterno, camino para llegar al amor de Dios
Esta última idea, muy propia de san Agustín, esto es, el amor fraterno como el mejor
camino para llegar al amor de Dios nos la expone así en otro pasaje: «Una sola es la
caridad y dos los preceptos; uno solo es el Espíritu Santo y dos sus donaciones. No fue
dada una cosa antes y después otra; porque no es una la caridad que ama al prójimo y
otra la que ama a Dios. No es pues otra caridad. Amamos a Dios con la misma caridad
con la que amamos al prójimo. Mas como una cosa es Dios y otra el prójimo, aunque
sean amados con una misma caridad, no por eso lo amado es una sola cosa. Aunque se
nos encarece en primer lugar el amor a Dios, por ser mayor, y luego el amor al prójimo,
se comienza por el segundo para llegar al primero»[15]. Debido a ello, no existe peldaño
más seguro para alcanzar el amor de Dios que el amor para con nuestros prójimos. Esto
es así porque amando al prójimo te harás merecedor de que Él te regale el don de su
amor. Además, el amor al prójimo limpia y potencia los ojos interiores del alma para que
puedas ver lo digno de ser amado que es Dios: Escribe san Agustín: «Porque el que te
impone el amor en estos dos preceptos, no te iba a recomendar primero el amor al
prójimo y después el amor a Dios, sino el amor de Dios primero y el amor del prójimo
después: mas tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo te harás merecedor de
verle a Él. El amor al prójimo limpia los ojos para ver a Dios, como lo dice claramente
Juan: Si no amas al prójimo, que estás viendo, ¿cómo vas a amar a Dios que no ves? (1
Jn 4, 20)»[16].
El amor a los enemigos
Parece, pues, que la clave de todo está en el amor fraterno. Pero en la práctica del
amor fraterno se da con cierta frecuencia una situación muy complicada, muy difícil; es
la que se presenta cuando, por mandato del Señor, debemos amar a los malos e, incluso,
a nuestros enemigos. Este mandamiento del amor fraterno se nos hace casi imposible;
parece que se nos manda amar el mal, lo cual no es posible para la naturaleza humana,
que está hecha para amar el bien, en última instancia, a Dios. Esta contradicción la
resuelve san Agustín distinguiendo entre la persona y su maldad, para decirnos que
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debemos amar al pecador y odiar su pecado.
El problema se agudiza cuando el malvado o cualquier otra persona perpetra algún
mal, alguna injusticia, contra nosotros. En este caso todas nuestras defensas negativas (el
amor propio, el egoísmo, la ira, etc.) se rebelan y nos inducen a tomar una postura
agresiva y vengativa contra el enemigo. Entonces ocurre lo que dice san Agustín con su
peculiar estilo directo y personal: «Se ofende a Dios, y te callas; se te ofende a ti, y, en
cambio, pones el grito en las nubes»[17]. Este contraste descubre el escaso amor a Dios
y el excesivo y desordenado con que nos idolatramos a nosotros mismos. Pero, aun
prescindiendo de esto último, es de notar la situación complicada de tener que amar a
una persona que odia a otra persona, que es la nuestra, a quien debemos amar pero a la
que, sobre todo, amamos con exceso y de un modo egoísta. Por todo ello se nos hace
muy difícil, por no decir imposible, el amar a los que nos ofenden o nos hacen daño,
sobre todo si es injustamente. Aquí tiene aplicación aquello del santo: «No manda Dios
cosas imposibles; pero al imponer un precepto te amonesta que hagas lo que puedas y
que pidas lo que no puedes»[18]. Cuando se te ofende, en vez de dejarte llevar de la ira y
de la sed de venganza, en vez de darle vueltas y vueltas a los detalles y agravantes de la
ofensa que te han hecho, pídele al Señor enseguida, de todo corazón, con toda tu alma,
que te ayude a vencer esas furiosas tentaciones de ira, esos incontrolables deseos de
venganza. La gracia de Dios es lo único que puede cambiar este nuestro corazón estrecho
y rencoroso en otro ancho y suave, parecido al de Cristo, que, clavado en la cruz,
exclamó: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). No solo perdona,
sino que también excusa a sus asesinos ante su Padre. Me perdona a mí, te perdona a ti,
nos perdona a todos, puesto que todos pusimos en Él nuestras manos pecadoras. Nos
perdona a todos para que también nosotros tengamos fuerza interior con su gracia para
perdonar.
Sin embargo, no sería tan difícil, si en vez de considerar al enemigo bajo la
perspectiva que alarma tanto a nuestro amor propio, lo viéramos bajo el aspecto de un
hermano enfermo que ha de ser curado de su maldad, para que no sea visto como
enemigo sino como hermano. Y así dice san Agustín: «Si al amar a tu enemigo le deseas
que sea tu hermano, amándole, amas a tu hermano. Pues no amas en él lo que es, sino lo
que quieres que sea»[19]. Si el médico amase al enfermo como enfermo, preferiría que
no se curase jamás. Pero como le ama como sano, se apresura a restablecerle la
salud[20]. Tú puedes ser como un médico para con tu enemigo rezando por él,
devolviéndole bien por mal, y en vez de alimentar tu rencor recordando los grandes
males que te ha hecho, ponte a pensar en la nueva situación cuando él, arrepentido de su
maldad, se porte bien contigo y se haga merecedor hasta de tu amistad. Me dices, «eso es
imposible». Te responde Jesús: Lo que es imposible para los hombres es posible para
Dios. Dios lo puede todo (Mc 10, 27).
El cristianismo no es un masoquismo. El verdadero amor a los enemigos
Pero el ser humano es muy complicado y cada uno de nosotros somos un mundo
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diferente. Hay personas, y entre ellas ha habido santos, que con la mejor voluntad
deseaban y pedían a Dios el ser odiados o el ser despreciados por Él. Esta actitud,
objetivamente virtuosa sin duda en estos santos, tiene el peligro de derivar hacia un
masoquismo, es decir, hacia una complacencia patológica en el propio sufrimiento y en
el desprecio por parte de los demás. San Agustín, gran santo pero también gran teólogo,
no estaría de acuerdo con esta postura, la cual implica el desentenderse del bien
auténtico del prójimo; puesto que si tú eres despreciado u odiado hay alguien entonces
que está ofendiendo a Dios en tu persona. «La caridad, dice el Obispo de Hipona,
procura, con todas sus fuerzas, recibir lo que da, aun de aquellos a quienes devolvió bien
por mal. Porque deseamos que se haga amigo aquel enemigo a quien con veracidad
amamos. No le amamos si no le queremos bueno, y no será bueno si no pierde el mal de
la enemistad»[21]. De ahí proviene la gran importancia que tiene el hacer oración de un
modo especial por nuestro enemigo, por el que nos hace mal, como nos enseña Jesús en
el Evangelio (cf. Mt 5, 43-48). Así le ayudamos a que sea bueno, e incluso que acabe
siendo nuestro amigo. El verdadero amor a Dios y a los hermanos suscita en nosotros el
deseo de que todos siempre sean buenos y le amen.
San Agustín abunda en esta doctrina y la expone con admirable ingenio y precisión.
Meditemos estos tres excelentes textos: a) «Sea para ti la Sagrada Escritura como un
espejo. Este espejo tiene un resplandor que ni miente, ni adula, ni ama a unas personas
con exclusión de otras. Eres hermoso, hermoso te ves allí; eres feo, feo te ves allí. Pero si
te acercas siendo feo, y como tal allí te ves, no acuses al espejo. Vuelve a tu interior; el
espejo no te engaña; no te engañes a ti mismo. Júzgate, entristécete de tu fealdad, para
que al marchar y alejarte triste, corregida la fealdad, puedas retornar hermoso. Pero,
aunque te juzgues a ti mismo sin adulación, juzga al prójimo con amor[22]. Para juzgar
tienes ahí lo que tú ves. Puede acontecer que veas algo malo con que te manches; puede
suceder que el mismo prójimo tuyo te confiese su mal y declare al amigo lo que había
encubierto al enemigo. Juzga lo que ves. Lo que no ves, déjalo a Dios. Cuando juzgas,
ama al hombre, odia al vicio[23]. No ames el vicio por el hombre ni odies al hombre por
el vicio»[24].
b) «Si escuchas a tu prójimo como te escuchas a ti mismo, de seguro que perseguirás
los pecados y no al pecador. Pero alguno, quizá apartado del temor de Dios, es contumaz
en no corregir sus pecados, entonces has de intentar perseguir, corregir y trabajar por
arrancar esa contumacia de su corazón para salvar al ser humano condenando al pecado.
Aquí aparecen dos nombres: hombre y pecador. Dios hizo al hombre, y el mismo
hombre se hizo a sí mismo pecador. Perezca aquello que hizo el hombre y sea salvado
aquello que hizo Dios»[25].
c) «Hemos de tener compasión del hombre, detestando su crimen o su torpeza: cuanto
más nos desagrada el vicio, tanto menos queremos que perezca el vicioso sin enmienda.
Cosa fácil e inclinación natural es odiar a los malos, porque son malos; raro es y piadoso
el amarlos porque son seres humanos; de modo que en un mismo ser humano has de
condenar la culpa y aprobar la naturaleza y, por eso, es justo que odies la culpa porque
afea a esa naturaleza que amas»[26].
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Como final de este tema tenemos este profundo texto del santo en que ingeniosamente
obtiene el sentido espiritual de un pasaje de los Salmos para explicar la doctrina
evangélica: «Los odiaba con odio perfecto (Sal 138, 22). ¿Qué quiere decir con odio
perfecto? Que odiaba en ellos sus iniquidades y que amaba tu criatura, Señor. El odiar
con odio perfecto consiste, profundizando más, en no odiar a los hombres por sus vicios
y en no amar a los vicios por los hombres»[27].
No odiar a los hombres por sus vicios, esto es, amar al pecador y odiar el pecado[28],
distinguiendo entre el hombre que como criatura de Dios es bueno, y el vicio que sí es
malo, para amar al primero y odiar al segundo.
No amar a los vicios por los hombres, es decir, no hacer el mal por la influencia
negativa de otros seres humanos. Cuando por simpatía o afecto a una persona se transige
o acepta el mal que esa persona hace, incluso, se le imita en sus malas acciones; cuando
por miedo a otras personas, que amenazan o hacen chantaje, se hace el mal que no se
debiera hacer, entonces se aman los vicios por los hombres. Esta conducta anticristiana
es muy frecuente en la sociedad actual, sobre todo entre los jóvenes, cuando con tanta
facilidad y tan poca personalidad, se imitan las malas acciones de los demás.
Solidaridad con el necesitado
Como fundamento necesario de la caridad fraterna está la justicia, a la que se opone,
como es obvio, la injusticia, que suele tener como causa la avaricia, que es una
«inmundicia del corazón»[29]. Este vicio es insaciable, por eso, es seguro que con ese
vicio nuestro corazón se apegará a las riquezas, y acabemos cometiendo injusticias o
desentendiéndonos de los que pasan necesidad.
Es sobremanera importante la actitud interior —positiva o negativa— respecto de los
bienes materiales. Por eso, el pobre que es avaricioso no está cerca del Reino de Dios;
sin embargo, sí lo está el rico generoso y de buen corazón[30]. A pesar de todo, san
Agustín tiene una concepción muy exigente de lo que hoy diríamos justicia social, y,
siguiendo a san Juan Crisóstomo, llega a decir que «las cosas superfluas de los ricos son
las necesarias de los pobres. Se poseen bienes ajenos cuando se poseen bienes
superfluos»[31]. Esto no es fácil de aplicar a una sociedad tan distinta como la nuestra
respecto de la suya. Pero algunas consecuencias importantes se deberían derivar, siendo
distintas según los casos. Sin duda que un cristiano rico deberá, además de pagar
religiosamente sus impuestos, atender a los pobres por lo menos a través de las
admirables instituciones que existen dentro de la Iglesia, tales como Caritas.
Siguiendo la exposición de la doctrina agustiniana sobre este tema nos dice que la
motivación sobrenatural de la caridad con todas sus exigencias está en la identificación
que el mismo Cristo hace de sí mismo con el necesitado (Mt 25, 31ss): Cristo está en los
pobres[32]. «Das a Cristo cuando das a un necesitado»[33]. Porque según el mencionado
texto evangélico, la caridad abre las puertas de la salvación y el egoísmo las cierra. Por
eso, escribe san Agustín: «Cuán grande merecimiento es haber alimentado a Cristo, y
qué gran crimen es el haberse desentendido de Cristo hambriento»[34]. Por eso, dice en
94
determinados sermones cuaresmales (207, 208, 209) que, sin la caridad para con el
necesitado, la misericordia y el amor fraterno, de nada sirven la oración, el ayuno y el
resto de las buenas obras.
La convivencia humana y cristiana
El fundamento de la convivencia humana es siempre el amor. El amor egoísta, con
base en la soberbia, en el caso de una convivencia conflictiva, y el amor auténtico, con
base en la humildad, en el caso de una convivencia buena, amistosa, cristiana. Aquí está
la explicación en la mayoría de los casos de por qué unos matrimonios se llevan mal y
otros se llevan bien; y lo mismo habría que decir de las comunidades religiosas.
La unidad entre las personas, que tiene su origen en el amor es, pues, el constitutivo de
la comunidad; de lo contrario, tendremos una turbamulta, es decir, una multitud turbada,
no una comunidad[35]. Cuando en la vida en común no se vive la caridad de Cristo suele
aparecer el odio, la envidia, el mal humor, trato áspero y sin comprensión ni amabilidad;
pero lo más frecuente es la murmuración. San Agustín era muy sensible e implacable
respecto de esta viciosa costumbre: «Los murmuradores, dice, se describen con exactitud
en cierto lugar de la Escritura: Las entrañas del fatuo son como la rueda de un carro
(Eclo 33, 5). (…) Quiere decir que aunque vaya cargado solo de paja, cruje. La rueda del
carro no puede menos de chirriar. Así hay algunos hermanos: haya o no haya motivo,
siempre andan protestando y murmurando de todo y de los demás; solo habitan en unión
en cuanto al cuerpo»[36].
A la unidad entre las personas no se opone la diversidad, que es armoniosa y
enriquecedora cuando no hay envidia, cuando existe el amor. Por eso, nos debemos
alegrar de los bienes y dones de los demás como si fueran nuestros. Rechazar a los otros
por no ser iguales que nosotros, en cualquier aspecto, por lo menos es señal de
inmadurez[37]. Nos propone san Agustín a continuación unas sabias normas de conducta
dirigidas a una comunidad femenina: «Rivalizad en las oraciones con una santa y
concorde emulación; puesto que no rivalizáis unas contra otras, sino todas contra el
diablo, enemigo natural de todos los santos… Cada una de vosotras haga lo que pudiere.
Lo que una no puede hacer lo hace por medio de la otra, si ama en esta lo que hace y ella
no puede hacerlo. Por lo tanto, la que menos puede no impida a la que puede más, ni esta
exija a la que puede menos. Porque todas debéis vuestra conciencia a Dios. En cambio, a
ninguna de vosotras os debéis nada, sino la mutua caridad (Rom 13, 8)»[38]. Y tenemos
otro texto: «Si amas, algo tienes; porque, si amas la unidad, cualquiera que tenga algo en
ella, lo tiene también para ti. Haz que se vaya de ti la envidia, y todo lo mío es tuyo.
Haga yo que desaparezca de mí la envidia, y es mío todo lo tuyo. La palidez (envidia)
divide, y la salud (la caridad) une»[39].
El agudo análisis que hace san Agustín del contraste entre la caridad y el egoísmo nos
puede servir de pauta de conducta. Dice, pues, el gran Padre de la Iglesia: «El primero de
estos amores es santo, el otro es inmundo; el uno social, el otro privado; uno busca la
utilidad común para conseguir la celestial compañía; el otro encauza, por el arrogante
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deseo de dominar, el bien común en propio provecho; el uno está sometido a Dios, el
otro en pugna con él; el uno tranquilo, el otro alborotado; el uno pacífico, el otro
sedicioso; el uno prefiere la verdad a las alabanzas de los que yerran, el otro está ávido
de cualquier clase de honores; el uno benevolente, el otro envidioso; el uno desea para el
prójimo lo que quiere para sí, el otro ansía someter al prójimo a sí; el uno gobierna para
utilidad del mismo prójimo, el otro lo gobierna para su propio provecho»[40] .
Uno de los deberes más necesarios y a la vez más difíciles de la vida de comunidad es
el de la corrección fraterna, que se ha de ejercer con caridad y humildad: «El amor que
obliga a reprender, continúa imperturbable aun cuando el reprendido pague con el odio.
Pero si el que corrige quiere devolver mal por mal y hace enfurecer al reprendido, el
reprensor no era digno de reprender sino de ser reprendido. Obrad de tal manera que no
haya entre vosotros indignaciones o, si las hay, se extingan al momento con una
inmediata paz. Tened mayor empeño en poneros de acuerdo que en corregiros[41].
Porque como el vinagre contamina el vaso si dura en él, así la cólera contamina el
corazón si dura hasta el día siguiente»[42].
La verdadera caridad soporta los defectos de los hermanos, lo cual no es nada fácil.
San Agustín argumenta al respecto: «Si porque progresas (en la virtud) no quieres
soportar a nadie, en esto mismo demuestras que no progresas. Atienda vuestra caridad:
Soportaos unos a otros, dice el Apóstol, con caridad, cuidando de conservar la unidad
del espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4, 1-3). ¿No tienes nada que tenga que soportarte
el otro? Me maravillo de que así sea. Pero, supongámoslo. Entonces eres más fuerte para
soportar a los demás, cuando nada tienes que te tengan que soportar. No tienes que ser
soportado, pues, soporta tú a ellos. “No puedo”, dices. Luego tienes algo en ti que te
soportan los demás: tu intolerancia»[43].
Una regla de oro que debería primar en toda comunidad es la de «anteponer las cosas
comunes a las propias, no las propias a las comunes»[44], frente al egoísmo que intenta
por encima de todo satisfacer los propios deseos e intereses[45]. Al egoísta le cuesta
mucho darse cuenta de que se enriquece a sí mismo al darse a los demás[46]. La paz, que
se define como «la tranquilidad del orden»[47], es un ideal muy anhelado, y es la
consecuencia de una sociedad en la que no se hace mal a nadie y se busca el bien de
todos[48].
La vida religiosa en comunidad
Lo que distingue a una comunidad religiosa de cualquier otra sociedad es el fin
inmediato, los medios y el bien supremo, esto es, Dios como fin último, que se pretende
conseguir para todas las personas que la componen. San Agustín indica esto con claridad
en su Regla: «Lo primero por lo que os habéis congregado en la comunidad es para que
habitéis unidos en la casa, y tengáis una sola alma y un solo corazón dirigidos hacia
Dios»[49]. Antes de ese pasaje ha señalado la motivación de esta comunidad tan
singular: el amor a Dios y al prójimo[50].
Acerca de esta comunidad religiosa tiene san Agustín luminosos pensamientos en
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todas sus obras. En una auténtica comunidad, gracias al amor, suceden cosas tan
hermosas como las siguientes:
«La caridad, que difundió Dios entre los hombres, hizo de muchos corazones uno y de
muchas almas una sola alma»[51].
«En realidad tu alma no es solo tuya, sino de todos los hermanos, como sus almas son
también tuyas; mejor dicho, sus almas juntamente con la tuya no son varias almas sino
una sola, la única de Cristo»[52].
Son perfectos aquellos que saben vivir en unión; cumplen la ley de Cristo los que
habitan unidos; por la concordia fraterna entra Cristo, que es nuestra Cabeza, en la
comunidad, a fin de que esta se una a Él[53].
«La sociedad religiosa (imitación de la celestial) es la que goza de Dios y sus
miembros gozan los unos de los otros en Dios»[54].
«Si queréis recibir la vida del Espíritu Santo, guardad la caridad, amad la verdad,
desead la unidad, para que lleguéis a la eternidad»[55].
Pero la comunidad, tal y como la concibe san Agustín, no se encierra en sí misma, no
termina en sí misma, sino que se proyecta al exterior, hacia toda la Iglesia y hacia toda la
humanidad. Es una comunidad esencialmente apostólica.
El amor, como no podía ser de otro modo, es la motivación del apostolado. El amor,
según el Obispo de Hipona, tiende por naturaleza a expandirse, a difundirse (amor
difusivo), es decir, a dar a los hermanos, a los demás, todos los bienes, principalmente el
máximo bien: Dios. El amor le llevó a san Agustín de la suavitas veritatis[56]
(=suavidad de la verdad) a la neccesitas caritatis [57](=necesidad de la caridad), esto es,
al apostolado, allí donde más útil fuera para el servicio de Dios, y, consiguientemente, de
la Iglesia[58]. Por eso, la comunidad, según san Agustín, tiene en cuenta las necesidades
de la Iglesia y está a su servicio.
[1] De mor. eccl. cat. 1, 26, 48-49.
[2] Cf. Id. 1, 26, 50, donde san Agustín enriquece lo que estamos comentando.
[3] Cf. Id. 1, 26, 51.
[4] Esto es lo que llamamos hoy en día filantropía.
[5] In Io. ev. 83, 3.
[6] Cf. S. 350, 1.
[7] De Trin. 8, 6, 9.
[8] De mor. eccl. cat. 1, 26, 49.
[9] In Io. ev. 84, 1.
[10] Cf. De mor. eccl. cat. 1, 27, 52-28, 55.
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[11] In Io. ep. 10, 3.
[12] Cf. Id.
[13] Cf. Id. 9, 10.
[14] In Io. ev. 17, 8.
[15] S. 265, 9.
[16] In Io. ev. 17, 8. Cf. De Trin. 8, 8, 12.
[17] S. 90, 9.
[18] De nat. et gr. 43, 50.
[19] In Io. ep. 8, 10.
[20] Cf. S. 49, 6.
[21] Ep. 192, 1.
[22] Juzgarse a sí mismo con verdad, sin excusas; pero juzgar siempre al prójimo con verdad pero con amor, sin
juzgar su interior, que no conocemos.
[23] Si es cierta la maldad del prójimo, ámale a él odiando a la vez su vicio.
[24] S. 49, 5.
[25] S. 13, 8.
[26] Ep. 153, 1, 3.
[27] En. in ps. 138, 28.
[28] Cf. Ss. 22, 7; 19, 1; 49, 7; 105 A, 2; 279, 11.
[29] S. 177, 3.
[30] Cf. S. 346 A, 6.
[31] En. in ps. 147, 12; cf. Ss. 39, 6; 61, 12.
[32] Cf. S. 113 B, 4.
[33] S. 113 B, 4
[34] S. 389, 6.
[35] Cf. S. 103, 4.
[36] En. in ps. 132, 12. Como ya dijimos antes, san Agustín mandó poner en la pared del comedor un letrero
contra la murmuración, que decía: El que es amigo de roer con sus palabras las vidas de los ausentes no es digno
de sentarse en esta mesa (Vita Augustini a Possidio scripta: Vida de Agustín escrita por Posidio, 22, 6).
[37] Cf. Ep. 54, 4, 5.
[38] Id. 130, 31. Es uno de esos textos agustinianos que valen por muchas pláticas. Analizando: la caridad,
contra la pereza, hace lo que puede en bien de la comunidad; la caridad, contra la envidia, se alegra de que el
hermano pueda y haga lo que uno no puede o no sabe hacer; la caridad, por fin, contra la soberbia, no exige al
hermano que haga lo que no puede o no sabe hacer aunque uno sí lo pueda o sepa hacerlo. Así es como reina la
caridad en la comunidad.
[39] In Io. ev. 32, 8.
[40] De g. ad lit. 11, 15, 20.
[41] Sabia sentencia de san Agustín contra el pernicioso espíritu de contradicción, hijo de la soberbia, que tiene
la mala costumbre de reprender y contradecir todo o casi todo de lo que los otros hermanos hacen o dicen, con lo
cual se crea una situación de continua tensión, perjudicial a la paz y a la concordia de la comunidad.
[42] Ep. 210, 2.
[43] En. in ps. 99, 9.
[44] Reg. 5, 2.
[45] Cf. De civ. Dei 18, 2, 1.
[46] Cf. De op. mon. 16, 17; S. 88, 16.
[47] De civ. Dei 19, 13, 1.
[48] Id. 19, 14.
[49] Reg. 1, 2.
[50] Cf. Reg. proem. ; cf. En. in ps. 132, 1-2.
[51] In Io. ev. 18, 4.
[52] Ep. 243, 4. El simbolismo del cuerpo que usa san Pablo lo cambia aquí san Agustín por el del alma, menos
patente, pero quizá más verdadero.
[53] Cf. En. in ps. 132, 9.
[54] De civ. Dei 19, 13, 1. La caridad, según san Agustín, ha de emanar de la voluntad racional, pero ha de ser
también humana y entrañable, con sentimiento, todo lo cual es lo que produce el gozo.
[55] S. 267, 4.
98
[56] Ep. 193, 4, 13.
[57] Id.
[58] Cf. De op. mon. 29, 37; De civ. Dei 19, 19. Lo más suave y agradable para san Agustín era la dedicación al
estudio de la verdad cristiana en las Escrituras. Pero el Señor le llamó, bajo el impulso de la caridad, a ocuparse de
las necesidades de los hermanos, de todos, de la Iglesia.
99
10.
LA UNIÓN CON DIOS
Se considera la unión con Dios como la cumbre de la vida espiritual en la vida
cristiana. Hacia ella tienden los anhelos y los esfuerzos de los cristianos verdaderamente
espirituales. Es lo más grande pero es también lo más difícil de conseguir. Es un don de
Dios, que en su más alto grado solo da a muy pocos.
La unión con Dios es un largo proceso que suele durar toda una vida. Es siempre una
historia llena de bondades de Dios y de infidelidades del ser humano que,
paulatinamente, va correspondiendo a la gracia con más y más fidelidad hasta llegar a la
entrega total al Señor. La unión con Dios abarca toda la vida cristiana y toda su
espiritualidad. No se refiere solo a un aspecto de estas sino a su totalidad.
El largo proceso hasta la unión con Dios. Primer paso: descubrir la desemejanza
con Dios
Este largo camino comienza desde muy lejos de Dios, al menos en el caso de Agustín.
Comienza en la región de la desemejanza, esto es, desde una vida moralmente negativa,
con sus actitudes egoístas, vicios, preocupación de las cosas mundanas y
despreocupación de Dios. Agustín en un momento dado de su vida, cuando va iniciando
los primeros pasos hacia su conversión, recibió la gracia que le hizo ver la inmensa
distancia que de la bondad y hermosura de Dios le separaba la maldad y fealdad de sus
pecados. Y eso le causó un estremecimiento compuesto del deseo de Dios y del horror
hacia sí mismo: «Me estremecí, dice, de amor y de horror, porque advertí que me hallaba
en la región de la desemejanza, y como si oyera tu voz en lo alto: “Manjar soy de
grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú
te mudarás en mí»[1].
Crecer y comer a Dios significa aquí progresar en la vida moral: la amabilidad, la
generosidad, el amor a la verdad, la honradez, la limpieza de corazón, la bondad; el amor
a Dios y al prójimo, en suma. Entonces nos acercamos a Dios en cuanto nos parecemos a
Él; entonces crecemos como personas, por dentro, y nos transformamos en Él; porque,
en vez de alimentar nuestra vida de pequeños valores, de cosas medio vacías y de poca
sustancia, nos alimentamos de Dios al vivir de su verdad, de su bondad y de su belleza,
cumpliendo su voluntad. Pero, ¡cuánto hace falta todavía para llegar a este maravilloso
100
estado que es la unión con Dios! Vamos a verlo.
Las bases para llegar a la unión con Dios
Para llegar a esa cumbre es preciso hacer acopio de todos los medios, de todos los
grados y aspectos de la vida cristiana. Por consiguiente, nos hemos de servir como
medios de todo lo que hasta ahora hemos dicho en las páginas anteriores, pero de una
manera especial de los cuatro grados de ascesis. Hace falta, por supuesto, la ascesis de la
lucha contra el mal que hay en nosotros y en la sociedad en que vivimos para cumplir la
voluntad de Dios. Se necesita también superar la dispersión del alma y la división del
corazón, intensificando la vida interior y su unificación, que nos permita conocer mejor a
Dios y amarle. Pero ese laborioso proceso necesita asimismo de la ascesis que lleva
consigo la humildad, que es del todo necesaria para amar a los hermanos y a Dios; y para
que el Espíritu Santo, que se lleva mal con la soberbia y muy bien con la humildad, nos
regale todos los dones constitutivos de la unión con Dios. También es imprescindible el
purificar las intenciones y elevar las motivaciones de nuestra vida cristiana para hacer
todo por Dios y para Dios. La oración es del todo necesaria, porque pone en función la
gracia divina, sin la cual no podemos dar ni un solo paso en la vida espiritual. Y aquí
estamos tocando el núcleo de la teología y de la espiritualidad agustinianas. Y si la
práctica del amor fraterno agrada tanto a Dios que nos premia con el mejor regalo que es
el de su amor, sucede lo mismo en cuanto a la unión con Él, que se realiza sin duda en el
amor. Este, entendido sobre todo como cumplimiento de la voluntad de Dios, incluso en
un grado heroico, también es algo fundamental sin lo cual la unión con Dios es
solamente una ficción elaborada por la imaginación o una necia autosugestión.
Para seguir un orden en el proceso de la vida espiritual hacia la santidad había que
hablar de algo tan básico como es la ascesis que intensifica la vida interior y la unidad
del corazón, pero no era suficiente para emprender la inmensa tarea de intentar llegar a la
unión con Dios, que necesita de todos los elementos de la vida cristiana. Por eso,
interrumpimos antes el proceso y lo retomamos ahora recordando sus secuencias y
vivencias más importantes con las variantes que la inagotable creatividad agustiniana
nos permite y nos regala.
La purificación y ordenación del amor
Está, pues, muy claro que para llegar a la unión con Dios hay que recorrer un largo
camino con varias etapas. Se comienza este dilatado recorrido lamentando la
desemejanza o lejanía respecto de Dios, a la que acompaña la vaciedad y fragmentación
interior, a lo que debe seguir el deseo de superar esa situación negativa para llegar a la
maravillosa unidad divina. Pero solo la ayuda de Dios, que se consigue como ya hemos
dicho en la oración, nos puede sacar de esta situación tan lastimosa: «Recógeme, Dios
mío, de la dispersión en que anduvo dividido mi corazón en tantos trozos como objetos
diferentes ha amado, mientras he estado separado de ti, que eres la eterna y soberana
unidad»[2].
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Si nos apartamos de Dios nos deformamos, nos hacemos feos. Si la caridad es la
belleza del alma, su ausencia deja el alma fea, es decir, sin armonía, sin unidad, en
desorden, con tendencias negativas y conflictivas frente a las positivas, y en continua
lucha y tensión entre sí. Pero Dios no quiere abandonarnos en la región de la
desemejanza, esto es, lejos de Él en la fealdad, sin forma, sin belleza. Ya que Él nos
quiere ayudar para llegar a Él, «que es el principio adonde hemos de retornar, el modelo
que hemos de seguir y la gracia que nos salva: el único Dios por quien fuimos creados, y
semejanza suya, que nos vuelve a la unidad, y paz que nos mantiene interiormente en
concordia»[3].
Estos pasos hacia la unidad y la paz en nuestro interior y hacia la unión con Dios, solo
se pueden dar con la fuerza del amor, que nos va regalando el Señor, en la medida que,
por la ascesis, eliminamos los obstáculos que se oponen a la acción de su gracia, al ritmo
de la oración con que se lo pedimos, según la generosidad con que amamos a los
hermanos, y nuestra fidelidad a Él en todos los aspectos de la vida. El amor a Dios es lo
que mueve toda nuestra vida cristiana y lo que hace desear intensamente la unión con Él:
«El amor santo eleva a las cosas superiores e inflama al alma con deseos de lo eterno, de
las cosas que no pasan ni mueren»[4]. Pero el amor, para que sea santo, necesita
purificarse y ordenarse. Veamos cómo.
«Por la continencia, dice san Agustín, somos recogidos y reducidos a la unidad de la
que nos habíamos apartado derramándonos en muchas cosas. Porque menos te ama,
Señor, quien ama algo contigo y no lo ama por ti»[5]. El corazón impuro, esto es,
entregado a la lujuria, está atrozmente descuartizado en tantos trozos cuantos amantes
tiene o desea tener, padeciendo el castigo de no conocer nunca el verdadero amor; sin
embargo, el corazón de una esposa y de un esposo cristianos está centrado y unificado en
el amor de Dios, del cónyuge y de los hijos, por eso es un corazón puro, es decir, simple,
no dividido o fragmentado, sino con capacidad de vivir el amor verdadero hacia Dios. En
esa misma línea, según el pensamiento de san Agustín, conectando con la doctrina de san
Pablo, el célibe por el reino de los cielos, tiene su corazón más centrado y unificado
todavía en el amor exclusivo de Dios y de todos los hermanos por Él. Pero la regla
universal que nos ayuda a discernir y valorar estas situaciones la ha formulado también
san Agustín: «Menos te ama, Señor, quien ama algo contigo y no lo ama por ti», nos ha
dicho. Hemos de amar todas las cosas que amamos por Dios, y a las personas hemos de
amarlas para que con nosotros amen también a Dios.
De nuestro corazón brota ahora espontáneamente la súplica al Señor con san Agustín:
«¡Oh amor, que siempre ardes y que nunca te apagas! ¡Caridad, Dios mío, enciéndeme!
Mandas la continencia, ¿no? Pues da lo que mandas y manda lo que quieras»[6]. El
verdadero amor es el que quema los vicios, purifica el corazón y nos capacita para vivir
la virtud de la castidad, aunque siempre, necesariamente, con la ayuda de la gracia de
Dios. Y en otro pasaje suplica nuestro santo a Dios: «No me apartes más de ti, hasta que
recogiendo todo mi ser de la dispersión y deformidad, me conformes y me confirmes
eternamente, ¡oh Dios mío, misericordia mía!»[7]. Le pedimos al Señor que nos
conforme, esto es, que nos dé forma o belleza espiritual, acompañada de la paz y unidad
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en nuestro ser interior, en virtud de la cual todos sus afectos han de tener un centro, el de
la caridad con sus dos dimensiones: el amor a Dios y el amor a los hermanos. Le
pedimos también que nos confirme, esto es, que nos capacite para superar nuestra
fragilidad e inestabilidad, que nos dé solidez y consistencia en el estado de gracia, que es
el más hermoso, positivo y valioso que cabe para nuestra persona, junto a Él, hasta llegar
a su eternidad.
Dios escucha esas oraciones y nos concede ese estado interior en que, además de lo
dicho antes, nos sentimos felices de haber abandonado por la gracia los amores
desordenados, que nos deterioran y destruyen, y de haber centrado el amor de nuestro
corazón en Él, según nos dice en este texto que ya hemos citado antes con más
extensión: «Oh qué dulce fue para mí carecer de las dulzuras de aquellas bagatelas de
mis malas pasiones, las cuales cuanto temía perderlas antes de mi conversión, tanto
gustaba ahora de haberlas dejado»[8].
San Agustín, un enamorado de Dios. La unión con Dios
Dios reparte sus dones según le place y sin dejar de pensar en el bien de cada uno y en
el bien de toda la Iglesia y de toda la humanidad. Dios le dio a san Agustín, como a
pocos santos, un amor apasionado, encendido a Él; mucho más vehemente que el de la
persona más enamorada. Hemos dicho antes, sin embargo, que el cumplimiento perfecto
de la voluntad de Dios por amor a Él, es la santidad, y aunque no haya ni éxtasis ni
fogosos y dulces sentimientos en el amor a Dios, se da entonces una unión perfecta con
Él. Pero, en ocasiones, el Señor quiere regalar a sus santos, que cumplen su voluntad, la
simultánea vivencia de las dulzuras inefables junto a esa unión con Él. Así lo hizo con
san Agustín; por eso la Iglesia lo representa con el corazón en la mano ardiendo en
llamas de amor a Dios. Nos atenemos, pues, a la descripción que el santo nos hace de
esta unión en el amor, de la cual ya nos ha dado preciosos adelantos, y que refleja sin
duda lo que él experimentó. Procuremos seguirle en la medida que podamos.
Capacitémonos con la gracia de Dios para ello, poniendo en práctica todos los medios
que ya hemos comentado.
Intentemos, pues, decir con san Agustín: «Entraré, Señor, en mi estancia secreta, en mi
alma, donde pueda cantarte canciones de amor mezcladas con gemidos inenarrables (...)
hacia ti (...) que eres el único, verdadero y soberano Bien»[9]. Esto solo lo puede decir
sintiéndolo un enamorado de Dios. San Agustín fue sin duda un enamorado de Dios. Lo
seguimos comprobando a continuación: «Algunas veces me introduces, Señor —
prosigue el santo—, en un afecto muy fuera de lo normal, dentro de mí mismo, y me
llevas a una dulzura que no sé definir, que si se completase en mí, no sé qué será ya la
otra vida»[10]. Esa dulzura tan extraordinaria, que más tarde se llamará éxtasis místico,
es inefable, no se puede describir con palabras; si se intensificara sacaría al alma del
cuerpo y de este mundo introduciéndola en la vida eterna. Ese gozo sublime, vinculado
al amor que es Dios, es, como decimos, inefable: hay posibilidad de referirse a él pero no
se sabe decir en qué consiste, se intenta pero no se acierta a explicarlo. Es una realidad
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sobrehumana, en cierto grado divina, porque en ella Dios quiere hacerse presente en el
ser humano de un modo especialmente intenso.
«Y tú, consuelo mío, Señor y Padre mío, eres eterno; en tanto que yo me he disipado
en los tiempos, cuyo orden ignoro, y mis pensamientos —las entrañas de mi alma— son
despedazados por las tumultuosas variedades de infinidad de cosas, hasta que, purificado
y derretido en el fuego de tu amor, sea fundido en ti»[11]. Es un texto que se podría
considerar como un resumen de todo el proceso que estamos describiendo, desde el
comienzo hasta el final, y que recorrió san Agustín en los caminos de su vida espiritual.
Desde una situación en que su alma y corazón estaban divididos y estragados, hasta su
purificación y ordenamiento armónico y en paz junto a Dios; desde la región de la
desemejanza y la lejanía de este mismo Dios, hasta una unión tan íntima y apasionada
con Él en el amor, que se asemeja a la unión de dos metales derretidos y fundidos en el
fuego.
Pero tenemos un pasaje más sublime todavía: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y
tan nueva, tarde te amé! Y ved que tú estabas dentro de mí, y yo por fuera te buscaba, y
deforme, feo, como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú
estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si
no estuviesen en ti, ni siquiera existirían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera;
brillaste, resplandeciste y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro
por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz»[12]. Es la
descripción magistral por antonomasia del encuentro del hombre con Dios; la más
hermosa y profunda explicación condensada de la propia vida de san Agustín, como
pecador y como santo, aplicable a las almas de todos los tiempos, que desde la lejanía y
región de la desemejanza buscaron y buscan a Dios con ardor, con pasión, y lo
encontraron y lo encuentran. Comienza con un sentido lamento que nos encarece al
máximo el amor de Agustín a Dios como belleza eterna. Esculpidos quedan como con
luminoso e indeleble fuego los contrastes entre Dios dentro y buscado fuera, entre la
fealdad propia y la belleza de la creación, entre Dios presente y Agustín ausente, entre la
inconsistencia de las cosas creadas y la consistencia y poder de su Creador. A
continuación nos hace la descripción más profunda y hermosa de la llamada de la gracia
de Dios y su respuesta en su conversión y transformación. Todos, tú y yo, nos sentimos
fuertemente interpelados por el mensaje resplandeciente que este sublime pasaje lleva
consigo: el absurdo y la ingratitud del pecado, que conlleva la lejanía de Dios, frente a lo
hermoso, justo, razonable, maravilloso, excelente y gozoso que es amar a Dios.
Estamos ante la unión con Dios tal y como se dio en san Agustín. Todos los medios,
grados, aspectos y elementos de la vida cristiana han hecho posible esta preciosa y
sublime realidad. Tiene como componente esencial el cumplimiento fácil y perfecto de
la voluntad de Dios por amor; y esto se complementa, por regalo del Señor, con la
vibración en sintonía de la dimensión emocional del ser humano. Ese mundo complejo,
casi indescifrable, de los sentimientos, que no está bajo el dominio de nuestro querer, es
puesto por Dios en la misma onda vivencial que la voluntad, que el núcleo de la persona,
que ama intensamente a Dios, y al entrar en contacto con Él, se siente el maravilloso
104
gozo que debe acompañar al hecho de experimentar, de alguna manera y en alguna
medida, a quien es el Bien sumo, la Verdad misma, la Belleza infinita, el Amor en
persona, que nos ama y que nos está amando. Esta experiencia es como una anticipación
de la plena y total felicidad de que gozaremos con la visión y posesión de Dios en la vida
eterna.
Pero el amor, menos aún el amor a Dios, nunca se cansa, nunca se sacia de amar. San
Agustín ama intensamente a Dios, pero todavía no le basta, sino que quiere amarle más
aún; siempre más y más: «¡Oh amor que siempre ardes y nunca te extingues! ¡Caridad,
Dios mío, enciéndeme!»[13]. «Entrégate a mí, Dios mío, restitúyete a mí»[14].«Mira, yo
te amo. Si aún es poco, haz que te ame más intensamente»[15].
La unión con Dios y la vida de gracia
Quizá nos parezca esta unión con Dios como algo del todo inalcanzable, solo para los
santos, no para nosotros. Ciertamente que esa forma, altura e intensidad de la unión con
Dios, tal como la vivió san Agustín, es para muy pocos. Sin embargo, hay otra forma de
unión con Dios, quizá de otro nivel, que no es ajena a la teología espiritual de san
Agustín. Me refiero a la unión que implica la relación con Dios del cristiano en gracia.
Así, por ejemplo, la participación de la naturaleza divina, que es una dimensión de la
gracia santificante, habitual o fundamental y de lo cual ya hablamos al hablar del estado
de gracia: amar a Dios es participar del ser de Dios.
También podemos considerar la relación interpersonal con las tres divinas personas,
que inhabitan en nosotros por la gracia, lo cual es también una forma de unión con Dios
y de lo cual ya también hablamos al hablar de ese mismo estado de gracia. Pregunto:
¿Conversamos a diario, con frecuencia, con las tres divinas personas que inhabitan en
nuestro ser? Esta sería otra forma de unión con Dios. Más aún: todos los títulos de Cristo
ofrecen, cada uno según el aspecto diferente de la historia de la salvación que significan,
un cauce de relación especial con Él, que pueden contener una fuerte vivencia personal.
Otra descripción de la unión con Dios en el amor
Pero san Agustín, como ya hemos visto, vivió, al menos en algunos momentos de su
vida, otra forma y otro grado de unión con Dios, quizá el mismo o parecido que el que
nos quiere dar el Señor a nosotros si ponemos los medios adecuados, mejor dicho, si
quitamos los obstáculos provenientes de nuestras deficiencias ascéticas, de la
impermeabilidad a la gracia acompañada de una oración deficiente, así como la falta de
generosidad en el amor a los hermanos. Todo esto pueden ser actitudes con las que no le
dejamos al Señor hacer la obra que había pensado para nosotros. Si nos pusiéramos
generosamente en sus manos quizá podríamos vivir y sentir con san Agustín lo que viene
a continuación. Exclama, pues, el santo:
«Te amo, Señor; tengo de ello conciencia no dudosa sino cierta y segura. Has herido
mi corazón con tu palabra, y te he amado. (…) Pero, ¿qué es lo que amo cuando yo te
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amo, Señor? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan
amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas, no
fragancia de flores, de ungüentos y de aromas; no manjares ni mieles, no miembros
gratos a los abrazos de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin
embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto manjar, y cierto abrazo
del hombre mío interior, donde resplandece ante mi alma lo que no cabe en el espacio, y
donde suena lo que no arrebata el tiempo, y donde huele lo que no esparce el viento, y
donde se saborea lo que la voracidad no consume, y se adhiere lo que la saciedad no
desecha. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios»[16].
El amor a Dios que vivió san Agustín es a modo de una experiencia sensible porque se
siente en el propio ser y con una intensidad muy grande; pero es suprasensible porque
tiene unas características que lo sitúan por encima de todo lo que conocemos o
experimentamos en este mundo; es algo que se coloca en la esfera de lo divino, por eso
es inefable, indescriptible.
Pero si san Agustín ha intentado describir tal realidad que no puede ser descrita del
todo, permita el lector que yo no intente en vano mejorar lo que él nos ha dicho.
Procuremos elevarnos con la ayuda de la gracia a tan alto e intenso amor; tratemos de
saborear, de paladear con toda el alma, con todo el corazón, lo que nos dice el santo
describiendo su experiencia de Dios.
[1] Conf. 7, 10, 16. Se puede aplicar este pasaje a la eucaristía, pero en realidad san Agustín piensa aquí en el
inicio y en el crecimiento interior de la vida cristiana, en el comienzo y en el progreso del conocimiento y del
amor de Dios.
[2] Id. 2, 1, 1.
[3] De v. rel. 55, 113.
[4] En. in ps. 121, 1.
[5] Conf. 10, 29, 40.
[6] Id. 10, 29, 40.
[7] Id. 12, 16, 23.
[8] Id. 9, 1, 1.
[9] Id. 12, 16, 23.
[10] Id. 10, 40, 65.
[11] Id. 11, 29, 39.
[12] Id. 10, 27, 38.
[13] Id. 10, 29, 40.
[14] El pecado, comenzando por el original, nos había robado el tesoro que es nuestro Dios. Ahora le pedimos a
este mismo Dios que con su gracia haga que nos sea restituido ese tesoro que es Él dándosenos por medio del
amor.
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[15] Conf. 13, 8, 9.
[16] Id. 10, 6, 8.
107
11.
LOS TÍTULOS SALVÍFICOS DE CRISTO: MEDIADOR,
REDENTOR, MAESTRO, CAMINO Y MÉDICO
Cristo, Mediador
Después de todo lo anterior, sea alto, mediano o bajo el nivel de nuestra vida cristiana,
siempre hemos de procurar vivirla, para evitar peligrosas desviaciones y falsos
espiritualismos, en relación con Cristo. Se puede dar una especie de falso espiritualismo
consistente en un misticismo cristianamente equivocado, que pretendiera vivir la vida
cristiana en y con Dios pero sin Cristo, en unas alturas místicas, que pretenciosamente
estarían por encima de la humanidad del Señor. Los grandes santos cristianos, entre otros
san Agustín y santa Teresa de Jesús, nunca dejaron de lado en su vida espiritual, aun la
más alta, a Cristo, el Hijo de Dios, hecho hombre en las entrañas purísimas de la Virgen
María.
La necesidad que tenemos de Cristo, Dios y hombre, la enseña así san Agustín: «Por ti
Dios se hizo hombre. Estarías muerto para la eternidad si él no hubiera nacido en el
tiempo. Nunca te podrías liberar de la carne de pecado si Él no hubiese tomado la
semejanza de la carne de pecado. Una miseria inacabable te dominaría si no hubiera
tenido lugar esta misericordia. No hubieses revivido si Él no se hubiese asociado a tu
muerte. Hubieses desfallecido si Él no te hubiese socorrido. Hubieses perecido si Él no
hubiese venido»[1]. Ciertos sabios no tuvieron esto en cuenta: buscaron en Cristo la
divinidad y desecharon su humanidad; pero al pasar por alto esta, como consecuencia, no
alcanzaron aquella. Son, ciertamente, sabios y prudentes, pero según este mundo, no
según el que hizo el mundo. Mientras tanto, los humildes poseen la humildad de Dios, su
humanidad, y llegan también así a su divinidad[2].
Cómo es Cristo Mediador
Veamos primero la dimensión ontológica de esta mediación. Para ser Mediador era
necesario que se hiciera el Hijo de Dios lo que no era, esto es, hombre; y para que nos
fuese dado llegar a Dios, era necesario que no dejase de ser lo que era, esto es, Dios.
«¿No veis cuán sobre nosotros está Dios y cuán debajo de Dios estamos nosotros, ya que
nos separa de Él una inmensidad y, sobre todo, la gran sima de la culpa? Dios continúa
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siendo lo que es; mas una naturaleza humana se une a Él de forma que no constituye con
Él sino una misma persona en Jesucristo. No es lo que podría decirse un semidiós, mitad
Dios y mitad hombre; es a la vez totalmente Dios y hombre totalmente; Dios libertador y
hombre Mediador; para que por Él en cuanto hombre vayamos a Él en cuanto Dios, y no
a otro ni por otro; antes, por medio de lo que somos en Él, su humanidad, vayamos al
autor de nuestro ser»[3].
Ahora nos describe san Agustín la dimensión moral de su mediación al ver en Jesús la
fortaleza, esto es, su divinidad, y ver también su flaqueza, su debilidad, es decir, su
humanidad: «La fortaleza de Cristo te creó y la flaqueza de Cristo te recreó cuando te
redimió. La fortaleza de Cristo hizo que lo que no existía existiese, y la flaqueza de
Cristo hizo que lo que existía no pereciese. Su fortaleza nos creó y por medio de su
debilidad nos buscó»[4].
Cristo puede hacer de Mediador porque no está meramente en el extremo de Dios ni
tampoco está meramente en el extremo de los hombres. «Mas era necesario que el
Mediador entre Dios y los hombres tuviese algo de común con Dios y algo de común
con los hombres. No fuese que, siendo semejante en ambos extremos a los hombres[5],
estuviese alejado de Dios, o, semejante en ambos a Dios, estuviese alejado de los
hombres, y así no pudiera ser Mediador»[6].
Cristo es Mediador porque es mortal con los hombres y justo con Dios: «Mas el
verdadero Mediador, a quien por tu secreta misericordia, Señor, revelaste a los humildes
y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen hasta la misma humildad; aquel
Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, apareció entre los pecadores
mortales, siendo Él justo e inmortal. Se hizo mortal con los hombres, era justo con Dios,
para que, pues el estipendio de la justicia es la vida y la paz, por medio de la justicia
unida a Dios, fuese destruida la muerte en los impíos justificados; muerte que se dignó
tener en común con ellos»[7].
Cristo, por último, es Mediador para nuestra naturaleza pecadora: «Éramos hombres,
pero no éramos justos. En su encarnación, Cristo tomó una naturaleza humana; pero era
justa, no pecadora: esta es la mediación que nos tendió la mano a los caídos y
prisioneros. Esta es la semilla dispuesta por los ángeles, en cuyos edictos se daba la Ley,
que mandaba rendir culto al Dios uno y prometía venidero este Mediador»[8].
Cristo, Redentor
Al hablar de Cristo Redentor, queremos exhortar al lector a que medite muchas veces
y detenidamente en la Pasión del Señor. No hay cosa tan saludable, dice san Agustín,
como pensar cada día lo que padeció por nosotros el Hijo de Dios. En ninguna cosa
hallé, dice el santo, tan eficaz remedio como en esto para vencer al pecado, progresar en
la virtud y aumentar la caridad[9]. Así condensa san Agustín su pensamiento al respecto:
«¡Oh Cristo, Hijo de Dios, que si no hubieses querido no hubieses padecido: muéstranos
el fruto de tu Pasión!»[10].
109
Victoria de Cristo sobre el diablo y contra todos los pecados de la humanidad
La sangre de Cristo ha sido dada en nuestro favor como precio, y así somos libres de
nuestros pecados. De este modo, el diablo ya no puede arrastrarnos, envueltos en las
redes del pecado, al abismo de la perdición, porque Cristo, exento de culpa, nos redimió
con su sangre voluntariamente derramada. En efecto, con su sangre fue redimido todo el
género humano; porque la sangre de Cristo tiene sobradamente peso para salvar al
mundo, porque Él es el Creador del mundo.
La preciosa muerte de los mártires, en la que siguieron a Cristo, fue comprada con el
precio de la muerte del Señor: «Nos hemos dirigido al Señor nuestro Dios con las
palabras del salmo: La muerte de sus santos es preciosa a los ojos del Señor (Sal 115, 15).
La muerte de los santos mártires es preciosa porque su precio es la sangre de su Señor.
Él, en efecto, sufrió su pasión pensando en quiénes la iban a sufrir después de Él. Cristo
fue delante, y le siguieron muchos. El camino era muy áspero, pero lo hizo suave Él al
pasar antes que los demás. Como Él fue delante, los otros no temieron seguirle. Murió
Él, y esto llenó de terror a sus discípulos. Resucitó, y les quitó el temor otorgándoles el
amor. Cuando Cristo murió, se asustaron los discípulos y pensaron que había perecido.
Ved la gracia de Dios en Él cuando le siguieron. El ladrón creyó en Él precisamente
cuando los discípulos temblaron de miedo. Mirad: estaba clavado con Él en la cruz un
ladrón, y de tal manera creyó en Él que llegó a decir: Señor, piensa en mí cuando llegues
a tu reino (Lc 23, 42). ¿Quién le instruía sino quien pendía a su lado? Estaba clavado a su
vera, pero habitaba en su corazón»[11].
La universalidad del perdón que nos obtiene Cristo se refiere a todos los pecados por
muy grandes que sean. Incluso perdonó a los que le habían llevado a la muerte y a
muchos de ellos los convirtió con su gracia, como se nos cuenta en los Hechos de los
Apóstoles. Me dirijo ahora, exclama el santo, a los que matasteis a Cristo, no para
condenaros, sino para deciros que incluso a vosotros, asesinos de Cristo, se os perdonan
los pecados: «También ese tan enorme de haber dado muerte a Cristo. ¿Pudisteis realizar
acción más criminal que dar muerte a vuestro Creador, hecho criatura por vosotros?
¿Qué cosa más grave puede hacer un enfermo que dar muerte al médico? Pues, también
este pecado se os perdona; todos se os perdonan. Llenos de crueldad, derramasteis la
sangre inocente de Cristo; creed y bebed ahora (en la eucaristía) la sangre que
cruelmente derramasteis»[12].
Solo Cristo ha llegado en su amor hasta dar la vida por los impíos: «No éramos
buenos; se compadeció de nosotros y envió a su único Hijo para que muriese, no por los
buenos, sino por los malos[13]; no por los justos, sino por los impíos. He aquí que Cristo
murió por los impíos. ¿Cómo sigue? Apenas hay quien muera por un justo: pero,
efectivamente, quizá alguien se atreva a morir por una persona de bien (Rom 5, 6-7). Tal
vez se encuentre alguien que esté dispuesto a morir por una persona buena. Mas por una
persona injusta, impía, inicua, ¿quién iba a querer morir, sino solamente Cristo, justo
hasta el punto de santificar a los injustos? Por lo tanto, hermanos, no poseíamos ninguna
obra buena; todas eran malas. Pero aun siendo tales las obras de los hombres, por su
misericordia no los abandonó y, siendo merecedores de pena, Él, en lugar del castigo que
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merecían, otorgó la gracia que desmerecían»[14].
En efecto, es asombroso, pero, aquellos judíos, si creían en quien habían matado,
podían recibir el perdón por tan grande crimen (…) Por ellos dijo Jesús: Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Ellos daban muerte al médico, y el
médico hacía de su sangre una medicina para curar a sus asesinos. ¡Grande misericordia
y gloria! ¿Qué no se les iba a perdonar, si se les perdonaba hasta el haber dado muerte a
Cristo? Por tanto, amadísimos, nadie debe dudar de que en el sacramento del bautismo y
en el sacramento de la penitencia se perdonan todos los pecados[15].
Nos gloriamos en la cruz de Cristo: «Quien nos amó tanto que, sin tener pecado, sufrió
lo que los pecadores habíamos merecido por el pecado, ¿cómo, una vez justos, no va a
darnos lo prometido el mismo que nos ha justificado? ¿Cómo no va a cumplir su
promesa de dar el galardón a los santos quien promete sinceramente, quien sin cometer
maldad alguna sufrió el castigo que merecían los malvados? Llenos de entusiasmo,
confesemos, o más bien profesemos, hermanos, que Cristo fue crucificado por nosotros;
digámoslo llenos de gozo, no de temor, gloriándonos, no avergonzándonos. Así lo vio el
apóstol Pablo, y lo recomendó como título de gloria. Muchas cosas grandiosas y divinas
tenía el Apóstol para mencionar a propósito de Cristo; no obstante, no dijo que se
gloriaba en las maravillas obradas por Él, que, siendo Dios junto al Padre, creó el
mundo, y, siendo hombre como nosotros, dio órdenes al mundo; sino: Lejos de mí el
gloriarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gal 6, 14)»[16].
Jesús, Hijo de Dios y de María, que has dado tu sangre, tu vida, por mí, compadécete
de mí y sálvame.
Cristo, Maestro interior
Único es el Maestro de todos y única es también la escuela de la que somos todos
condiscípulos. El único Maestro es Cristo y la única escuela es su Iglesia.
Ya al hablar de la gracia como luz para la inteligencia humana nos referíamos al
Maestro interior, que, por medio del Espíritu Santo, nos enseña para que conozcamos y
valoremos las cosas de Dios y la práctica de la vida cristiana. Es tan importante su
enseñanza, que si ella nos falta, de nada nos sirven ni predicaciones, ni lecturas, ni
meditaciones, ni ninguna clase de medios humanos que pudiéramos poner[17].
Por eso, san Agustín insiste a sus fieles: «Todos nosotros tenemos por Maestro interior
a Cristo. En todo lo que, por defecto de vuestra inteligencia o de mi palabra, no podáis
comprender, dirigid la mirada de vuestro corazón a Aquel que me enseña a mí lo que
digo y os lo distribuye a vosotros como Él se digna»[18]. Por tanto, no es el predicador
el protagonista de la predicación, sino el Señor: «Luego el Maestro interior es quien
enseña; Cristo enseña, su inspiración enseña. Donde no están su inspiración ni su unción,
vanamente suenan en el exterior las palabras»[19]. Puesto que Cristo enseña en el
silencio del corazón: «Volved a vuestro interior, y si sois fieles, allí encontraréis a
Cristo. Es Él quien os habla allí. Yo grito, pero Él enseña en el silencio más que yo
hablando. Yo hablo mediante el sonido de mi palabra; Él habla interiormente
infundiendo pensamientos de temor[20]. Grabe Él, pues, en vuestro interior las palabras
111
que me atreví a deciros: Vivid bien para no morir mal. Puesto que hay fe en vuestro
corazón y, en consecuencia, habita Cristo en él, Él os enseñará lo que yo deseo
proclamar»[21].
Este hecho lo tiene san Agustín tan claro que en el aniversario de su ordenación
episcopal solía decir a los fieles: «Lo que yo os doy en mi predicación no viene de mí;
viene de Aquel de quien lo recibo yo también. Si os diere de lo mío no recibiríais sino
mentiras»[22]. Nadie, ni siquiera san Agustín, es el maestro de los fieles en la verdad; el
único Maestro es Cristo, que enseña al que predica y que ilumina interiormente al que
escucha la predicación. Si alguno de los agentes humanos de la predicación se interfiere,
entonces esta no produce ningún fruto espiritual. Cuando todo va como debe ir,
entonces, dice el santo, Cristo, el Hijo de Dios y de María, ejerce su enseñanza por
medio del predicador humano. Por eso, no nos ha de sorprender que san Agustín pida a
sus fieles con frecuencia sus oraciones para cumplir ese ministerio tan importante que es
hablarles en nombre de Cristo. Es lo mismo que exige del predicador, el cual tiene que
ser, dice, «más hombre de oración que orador»[23]; antes que hablar a los hombres de
Dios, ha de hablar a Dios de él mismo y de los hombres[24]. Sin duda que las homilías
en nuestras iglesias mejorarían en contenido evangélico y en frutos de vida cristiana, si
tanto el celebrante como los fieles convirtieran la predicación ante todo en un asunto de
oración.
Cristo, Maestro universal de toda la humanidad
Cristo es Maestro desde su nacimiento eterno del Padre: «¿Cuál es, pues, la doctrina
del Padre, sino el Verbo del Padre? Cristo mismo es doctrina del Padre si es Verbo del
Padre. Es imposible que la palabra no sea de nadie, sino que tiene que ser de alguien, y
dijo que Él es su doctrina y que no es su doctrina[25], porque es el Verbo del Padre.
¿Qué cosa es tan tuya como tú mismo? ¿Y qué cosa tan no tuya como tú si lo que eres es
de alguien?»[26]. Ser el Verbo del Padre es lo mismo que ser la misma Verdad que
abarca todas las verdades.
Pues bien, siendo el Verbo eterno del Padre es también la doctrina verdadera y divina
para todas las inteligencias creadas —angélicas y humanas—; por consiguiente, es el
maestro universal para toda la humanidad: «El Verbo de Dios, Hijo de Dios y al mismo
tiempo Virtud y Sabiduría de Dios. (…) En el tiempo más oportuno y que ya había
dispuesto antes de los siglos, vino como Maestro y ayuda de los seres humanos, para que
alcanzasen la eterna salvación. Maestro para confirmar con su autoridad, en la carne con
que se presentaba, todas las verdades útiles que dijeron, no solo los profetas, que siempre
dijeron la verdad, sino también los filósofos y los mismos poetas y cualesquiera otros
letrados, que, como todos saben, mezclaron muchas cosas verdaderas con las falsas. Y
eso lo hizo en beneficio de aquellos que no las pueden ver y discernir en la verdad
interior. Él, antes de asumir al hombre, era la Verdad para todos los que pudieran
participar de ella. Pero se sirvió sobre todo del ejemplo y cercanía de su encarnación, a
fin de hacer más asequibles sus enseñanzas y mejor persuadirnos de ellas»[27].
112
Cuando escribe esto san Agustín, las enseñanzas de Cristo eran negadas por los
paganos cultos que todavía quedaban en el Imperio Romano. Pero hoy en día estas
mismas enseñanzas de Cristo son negadas por muchos neopaganos cultos de nuestro
tiempo. Con la enorme fuerza difusora de los medios actuales de comunicación, se
propagan consignas y normas de conducta cuyos valores son contrarios a los del
Evangelio de Cristo. La condición de este como Maestro es más discutida que nunca;
pero las teorías, los valores y los proyectos de sociedad humana, que los neopaganos nos
proponen, lastrados además por el relativismo, hace tiempo que está demostrada su
falsedad, su vaciedad y su inoperancia para conseguir la auténtica felicidad humana, de
cada persona y de la humanidad en su conjunto, sobre todo a medio y a largo plazo. Si
nos ponemos a pensar en las doctrinas morales de Cristo vemos que son muy exigentes,
pero contribuyen grandemente a mejorar la persona humana y la sociedad; porque no
halagan los instintos y el egoísmo ni favorecen la frivolidad, sino que interpelan y hacen
aflorar lo mejor que cada ser humano lleva dentro, incluso sin él mismo conocerlo. Lo
que nos proponen los neopaganos es la satisfacción momentánea de los instintos, de la
soberbia o de la avaricia, una felicidad efímera a corto plazo, y la degradación, tristeza,
amargura y frustración de la vida durante la mayor parte de la duración de la misma y de
toda la eterna. Y una vez que se han extendido estas maléficas doctrinas y conductas, se
cumple aquella perspicaz, profunda pero doliente sentencia de san Agustín, que se ha de
aplicar a toda la humanidad aun en esta vida, en este mundo: «Solo sé, Señor, que me va
mal lejos de ti, y no solo fuera de mí, sino incluso en mí mismo. Y que toda abundancia
que no es mi Dios es miseria»[28].
En todo caso, y para terminar este apartado de Cristo Maestro, bueno será que nos
preguntemos si en nuestra vida, en la práctica, no solo en teoría, hacemos caso de las
enseñanzas de Cristo. O, si atendemos quizá a aquellas con que nos bombardea, por
medio de algunos medios de comunicación, la extrema secularización, que nos cierra la
visión hacia la trascendencia. Quizá estamos dejándonos arrastrar por el omnipresente
relativismo, que no nos permite tener ninguna verdad como segura. He aquí los viciados
fundamentos de gran parte de la sociedad en que vivimos. Cristo o el mundo paganizado.
¿Cuál es nuestra opción?
Cristo, Camino
A san Agustín le tocó conocer la ansiedad, incluso la angustia, con que algunos
paganos buscaban sin éxito el camino para llegar a Dios, es decir, los mediadores, las
creencias y la manera de comportarse para relacionarse positivamente con Dios.
De estos sentimientos se hace eco el santo, puesto que también él vivió como pagano
en esa dramática situación, con estas palabras: «No permitías ya que las olas de mi
razonamiento me apartasen de aquella fe por la cual creía que existes, que tu sustancia es
inconmutable, que tienes providencia de los hombres, que has de juzgarlos a todos, y que
has puesto el camino de la salud humana, en orden a aquella vida, que ha de sobrevenir
después de la muerte, en Cristo, tu Hijo y Señor nuestro, y en las Santas Escrituras, que
recomiendan la autoridad de tu Iglesia Católica»[29]. Las olas del razonamiento es el
113
simbolismo que utiliza san Agustín para señalar el terrible peligro que acechó a su
portentosa inteligencia, pero que es también el gran peligro de las personas muy
inteligentes que, conscientes de su capacidad, pueden caer en la pretensión de absolutizar
su propia inteligencia, siempre limitada. Todos debemos aprender, también los muy
inteligentes, que el camino es Cristo humilde. Andando sobre las huellas de Cristo
humilde, llegaremos a la cumbre; si no tenemos en menos sus humillaciones, llegaremos
a la cima, donde seremos inexpugnables frente a las tentaciones de la soberbia, y así
permaneceremos siempre en el verdadero camino, que es Cristo[30].
Pero el temor a caer en la soberbia no nos ha de hacer abandonar la búsqueda y el
abrazo de la verdad. Con ilusión y constancia pero sin egolatría busquemos la verdad.
Cristo nos propone un camino entre esos dos extremos aunque con un matiz diferente,
pues es el camino medio entre los extremos de la desesperación y de la presunción:
«Estas divinas lecciones nos levantan el corazón, para que la desesperanza no nos
deprima, pero al mismo tiempo nos advierten con severidad para que no nos lleve el
viento de la soberbia. Dificultoso, por demás, había de sernos seguir el camino medio,
verdadero y derecho, como si dijéramos entre la izquierda de la desesperación y la
derecha de la presunción, si Cristo no dijese: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,
6). O en palabras semejantes: “¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino. ¿Adónde
quieres ir? Yo soy la verdad. ¿Dónde quieres quedarte? Yo soy la vida”. Vayamos, pues,
tranquilamente por este camino; mas ¡cuidado con las asechanzas a la vera del
camino!»[31].
En nuestros tiempos ocurre no solo que hay muchas personas que ignoran el camino
que conduce a Dios, sino que a bastantes seres humanos les es indiferente, no les importa
nada o muy poco. Tratan de encontrar otras alternativas, que, curiosamente, coinciden
con las que los paganos del tiempo de san Agustín fueron viendo poco a poco que no
conducían a ninguna parte. Hoy en día, también en este tema, se da un cierto
neopaganismo, que nos propone como alternativas al cristianismo la increencia o la
indiferencia con respecto a Dios y la negación de Cristo como Hijo de Dios y hombre.
Pero, ¿a dónde conduce todo esto? Al sinsentido de la vida, a la desesperanza, al
hundimiento de los pilares que sostienen la conducta recta; porque para muchos, aunque
no debiera ser así, «si Dios no existe entonces todo está permitido». Probablemente no
haya en el mundo una sociedad tan inmoral, tan degradada humanamente, como la de
Rusia, que ha sido estragada por 70 años de ateísmo oficial impuesto desde un poder
dictatorial. Pero, por otros caminos, las sociedades occidentales, capitalistas,
coincidiendo con las comunistas del pasado en la negación de Dios y de Cristo,
confundiendo la libertad con el libertinaje, están llegando a la misma degradación, como
lo han denunciando varias veces Juan Pablo II, Benedicto XVI y el Papa Francisco. Pase
lo que pase, cambiemos lo que cambiemos, aunque progresemos hasta lo nunca
imaginado ni soñado, siempre se mantendrá la verdad de la célebre sentencia de san
Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que
descanse en ti»[32]. O bien, resumiendo una sentencia ya antes citada: «Nos va mal lejos
de Dios»[33].
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Mientras tanto, y me gusta ponerlo de relieve, somos muchos los seres humanos que
agradecemos a Dios el que haya enviado a su Hijo, no solo para enseñarnos el camino,
sino, más todavía, para ser Él mismo nuestro camino. Cristo, el mismo que se hizo
hombre, quiso hacerse nuestro camino en cuanto hombre para que tengamos por dónde ir
hasta llegar a Él, que es nuestra herencia, en cuanto Dios[34].
No obstante, se puede conocer a Cristo-Camino y, sin embargo, no caminar por Él, ya
que se trata de andar por un camino no de piedra o de asfalto, sino hecho de afectos, y en
nosotros mismos tenemos los obstáculos en forma precisamente de afectos desordenados
que nos impiden ese caminar. Pero Cristo nos ayuda a eliminarlos con su gracia obtenida
a costa de su sangre, haciéndose así camino por donde transitáramos con toda comodidad
hacia la salvación. ¿Qué cosa pudo hacer con más generosidad, bondad y diligencia?
[35].
Pero, precisamente la falta de ánimo y de opción por Cristo en nosotros, que eliminen
las actitudes desordenadas, es lo que san Agustín intenta remediar con este luminoso
texto: «Yo soy, dice Jesús, el camino. ¿A dónde lleva este camino? Yo soy también la
verdad y la vida. Dice primero por dónde has de ir y luego a dónde has de ir. Yo soy el
camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). En el seno del Padre está la verdad y la vida:
vestido de nuestra carne, se hace camino. No se te dice: suda trabajando en la búsqueda
del camino por el que llegues a la verdad y a la vida; no se te dice eso. Levántate,
perezoso: el camino mismo ha venido a tu encuentro y te despertó del sueño a ti que
estabas dormido: levántate y anda»[36].
Cristo, Médico espiritual
La verdad de nuestra condición de ser unos enfermos y heridos por nuestros pecados
nos ha de llevar a decir con san Agustín: «No escondo mis heridas; tú Jesús, eres el
médico, yo, el enfermo; tú eres misericordioso, y yo, necesitado de misericordia»[37].Y
esto no es nada sorprendente puesto que la humanidad es un gran enfermo espiritual:
«Yace en todo el orbe de la tierra el gran enfermo. Para sanarlo vino el médico
omnipotente. Se humilló hasta tomar carne mortal; como quien dice, bajó al lecho del
enfermo, da los preceptos que procuran la salud, y es despreciado; pero quienes le
escuchan son liberados»[38].
San Agustín pone de relieve, ante todo, la misericordia de Dios, que se personifica en
Cristo, y que, por medio de Él, actúa en forma y grados que jamás pudiera sospechar la
mente humana. Son muy hermosos los textos agustinianos referidos a la adúltera
sorprendida en flagrante adulterio, que nos narra el Evangelio de Juan (Jn 8, 3-11):
«Habiéndose alejado los fariseos, quedó solamente la mujer pecadora frente al Salvador.
Quedó la enferma con el Médico. Quedó la miseria con la misericordia[39]. Y mirando a
la mujer dijo: ¿Nadie te ha condenado? Nadie, Señor, respondió ella. Pero continuaba
preocupada. Los pecadores no se atrevieron a condenarla; no se atrevieron a lapidar a la
pecadora aquellos que se encontraron a sí mismos pecadores. Pero la mujer seguía
estando en peligro grave, ya que permanecía aquel juez que estaba sin pecado. ¿Nadie te
115
condenó?, dijo. Y ella respondió: Nadie, Señor, y si tú no me condenas, estaré ya segura.
Ante esta preocupación de la mujer, responde el Señor con voz conmovedora: Ni yo te
condenaré (Jn 8, 3-11). Ni yo, aunque esté sin pecado, te condenaré: A ellos les impidió
su propia conciencia el condenarte; a mí me mueve la misericordia a perdonarte»[40].
Y tenemos también este otro pasaje que compite en hermosura espiritual con el
anterior: «Mas ellos se miran a sí mismos y, con su fuga, confesándose reos, dejan sola a
aquella mujer con su gran pecado en presencia de aquel que no tenía pecado. Y como le
había oído ella decir: El que esté sin pecado, que tire contra ella la piedra el primero,
temía ser castigada por aquel que no tenía pecado[41]. Mas el que había alejado de sí a
sus enemigos con las palabras de la justicia, clava en ella los ojos de la misericordia, y le
pregunta: ¿Nadie te ha condenado? Contesta ella: Nadie, Señor. Y él: Ni yo te
condenaré; yo mismo, de quien tal vez temiste ser castigada, porque no hallaste en mí
pecado alguno, ni yo mismo te condenaré. Señor, ¿qué es esto? ¿Favoreces tú los
pecados? Es claro que no es así. Mira lo que sigue: Vete, y en adelante no peques más
(Jn 8, 10-11). Luego el Señor dio sentencia de condenación, pero no contra el ser humano,
sino contra el pecado»[42].
La causa de la venida de Cristo a este mundo fue nuestra debilidad frente al pecado y
la enfermedad espiritual que es su consecuencia: «En efecto, tu flaqueza espiritual te
asediaba rigurosa y sin remedio, y esto hizo que viniese a ti un Médico tan excelente.
Porque, si tu enfermedad fuese tal que, a lo menos, pudieras ir por tus pies al médico,
aún se podría decir que no era tan grave; mas como tú no pudiste ir a Él, vino Él a ti y a
todos; y vino enseñándonos la humildad, por donde volvamos a la vida, porque la
soberbia era obstáculo invencible para ello; ya que ella había sido la causa de haberse
apartado de la verdadera vida el corazón humano levantado contra Dios. (...) Porque
ahora la propia miseria tiene amaestrada al alma sobre una verdad, que los placeres de
este mundo le habían hecho olvidar, esto es, de cuán malo, ¡ay!, es alejarse de Dios,
presumiendo de sí, y cuán bueno es adherirse al Señor, sintiendo humildemente de
sí»[43].
Ahora, en la etapa actual de la historia de la salvación, Jesús, el Salvador, te atrajo a su
Iglesia donde se te proporcionan los medios para caminar hacia Dios y llegar hasta Él:
«Porque todos nosotros yacíamos heridos en el camino, y pasando el buen Samaritano
por allí, se compadeció, nos curó las heridas, nos levantó y sentó en su humanidad para
curarnos; y después nos llevó al mesón de su Iglesia, poniéndonos al cuidado del
hostelero, es decir, de los apóstoles, entregando dos denarios —el amor de Dios y el
amor al prójimo— porque en ellos se resume la doctrina de la Ley y de los
Profetas»[44].
Pero quizá me digas que llevas mucho tiempo siendo cristiano y perteneciendo a la
Iglesia y, aun con todo, sigues con tus defectos, pecados y debilidades de siempre. Sin
embargo, san Agustín te argumenta: sanarás de todas tus enfermedades espirituales. —
Pero es que son muy grandes y pertinaces, le dices. —Pues mayor y más fuerte es el
médico. Para el médico omnipotente no hay enfermedad incurable; únicamente hace
falta que te pongas en sus manos; déjate curar por Él. Por eso, con toda sinceridad hemos
116
de decir al Señor: No escondo mis heridas; tú, Jesús, eres el médico, yo, el enfermo; tú
eres misericordioso, y yo, necesitado de misericordia[45].
[1] S. 185, 1.
[2] Cf. S. 184, 1.
[3] S. 293, 7; cf. De civ. Dei 11, 2.
[4] In Io. ev. 15, 6.
[5] Los extremos que considera san Agustín son, por un lado, el de la mortalidad y el pecado; por otro, el de la
inmortalidad y ausencia de pecado. Cristo es Mediador porque es mortal pero sin pecado.
[6] Conf. 10, 42, 67.
[7] Id. 10, 43, 68.
[8] De civ. Dei 10, 24.
[9] Cf. En. in ps. 21, 2, 1-2, 23.
[10] Id. 21, 2, 23.
[11] S. 328, 1.
[12] S. 229 E, 2.
[13] Se sobreentiende que, debido al pecado original, todos los humanos eran pecadores.
[14] S. 23 A, 2.
[15] Cf. S. 229 E, 2.
[16] S. 218 C, 2.
[17] Cf. In Io. ep. 3, 13.
[18] In Io. ev. 20, 3.
[19] In Io. ep. 3, 13; cf. De doc. crhist. 4, 15, 32.
[20] El tema de este pasaje es el temor de Dios, lo que no es óbice para que en otros textos nos hable del amor, y
del amor que expulsa el temor, como ya hemos visto antes.
[21] S. 102, 2.
[22] S. 101, 4.
[23] De doc. christ. 4, 15, 32.
[24] Cf. De cat. rud. 13, 18.
[25] Se refiere al texto: Mi doctrina no es doctrina mía, sino de aquel que me envió (Jn 7, 16).
[26] In Io. ev. 29, 3.
[27] Ep. 137, 3, 12.
[28] Conf. 13, 8, 9.
[29] Id. 7, 7, 11.
[30] Cf. S. 142, 2.
[31] S. 142, 1.
[32] Conf. 1, 1, 1.
[33] Id. 13, 8, 9.
[34] Cf. De doc christ. 1, 34, 38; In Io. ev. 34, 9.
[35] Cf. De doc. christ. 1, 17, 16.
[36] In Io. ev. 34, 9.
[37] Conf. 10, 28, 39. Y entonces la humildad, en el reconocimiento de nuestros pecados, suscita la acción
curativa del Médico misericordioso.
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[38] S. 87, 13; cf. Ss. 346 A, 8; 80, 4. Ha habido algunos teólogos que han acusado a san Agustín de ser
pesimista por textos como este, que profusamente se encuentran en sus escritos. Sin embargo, no hace falta ser
teólogo para que, con un juicio imparcial, percatarse de que el mal, en todas sus variantes y en un grado muy
profundo y muy severo, está extendido por toda la humanidad a lo largo y ancho de todo el planeta. Por otro lado,
hay que evitar el dar una visión parcial del pensamiento agustiniano, puesto que al lado de los enfermos morales
en los que él insiste tanto está siempre el Médico omnipotente, que hace tornarse en positiva la visión que parecía
negativa.
[39] Tanto «miseria» como «misericordia» provienen de la misma raíz lingüística, lo que sirve a san Agustín
para enfatizar el encuentro de la pecadora con el Señor, de donde proviene el perdón de su pecado.
[40] S. 13, 5.
[41] De su interpelación el que esté libre de pecado, que tire contra ella la piedra el primero, se puede deducir
que el que así hablaba no tenía pecado, porque, de lo contrario, neciamente, quedaría acusado por su propia
interpelación.
[42] In Io. ev. 33, 6.
[43] S. 142, 2.
[44] En. in ps. 125, 15.
[45] Cf. Id. 102, 5.
118
12.
SEGUIMIENTO E IMITACIÓN DE CRISTO
La imitación y seguimiento de Cristo es la respuesta nuestra al amor suyo que nos
interpela, manifestado en su condición de Mediador, Redentor, Maestro, Camino y
Médico espiritual. Nuestra respuesta consiste en aceptar sus enseñanzas de Maestro,
seguirle como Camino, confiar en Él como Médico espiritual y amarle como nuestro
Mediador y Redentor. Para nosotros Cristo ha de ser principio, fin y centro de nuestra
vida de cristianos.
Para san Agustín, no hay distinción entre el seguimiento de Cristo y su imitación:
«Sigue al Señor. ¿Qué significa esto? Imita al Señor»[1]. Hemos de seguirle en la
entrega a los demás por la caridad, y hemos de imitarle en la perfección de sus virtudes
en la santidad. De tal manera han de ir ambas actitudes juntas que hemos de seguir a
Cristo imitándole, y hemos de imitarle siguiéndole. Así es como piensa san Agustín,
como vemos a continuación: «Mas puesto que este Dios se dignó ser también hombre, lo
que hizo en cuanto Dios escúchalo para recrearte, y lo que hizo en cuanto hombre, óyelo
para imitarle»[2].
Imitación de Cristo en la virtud de la humildad
Nuestro Señor Jesucristo, según san Agustín, quiere de un modo especial que le
sigamos, que le imitemos en la práctica de una determinada virtud que es la humildad.
Escribe el Obispo de Hipona: «¿Qué dijo el Señor? Yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre
vosotros y aprended de mí (Mt 11, 28-29). ¿Qué, Señor, qué hemos de aprender de ti?
Sabemos que eres el Verbo en el principio, Verbo en Dios y Dios Verbo. Sabemos que
fueron creadas por ti todas las cosas, visibles e invisibles. ¿Qué aprendemos de ti? ¿A
suspender el cielo, a consolidar la tierra, a extender el mar, a difundir el aire, a distribuir
todos los elementos apropiados a los animales, a ordenar los siglos, a gobernar los
tiempos? ¿Qué aprendemos de ti? ¿Acaso quieres que aprendamos esas mismas cosas
que hiciste en la tierra? ¿Quieres enseñarnos eso? ¿Aprendemos de ti a curar a los
leprosos, a arrojar los demonios, a cortar la fiebre, a mandar en el mar y en sus olas, a
resucitar muertos? No es eso, dice. Entonces, ¿qué? Que soy manso y humilde de
corazón. ¡Avergüénzate ante Dios, soberbia humana! El Verbo de Dios dice; lo dice
Dios, lo dice el Unigénito, lo dice el Altísimo: Aprended de mí, que soy manso y humilde
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de corazón (Mt 11, 29)»[3].
El seguimiento de Cristo en la Pasión
«A decir verdad siempre tienes delante a quién seguir; el Señor, dándote el Evangelio,
te dio un modelo, y en el Evangelio está contigo»[4]. Y, sin embargo, se nos hace muy
duro seguir a Cristo. Nos ha precedido en las tribulaciones, en las angustias, en los
dolores, en todo. Esto mismo hubiera sido imposible de soportar sin otros horizontes.
Pero después de que Él pasó, ya no es tan difícil ese camino[5]. Cierto que no nos dio
una explicación de por qué sufre tanto la humanidad, de por qué padecen los inocentes,
pero nos enseñó cómo hay que sobrellevar el sufrimiento de un modo positivo, es decir,
constructivo de nuestro ser humano y cristiano, con la ayuda de su gracia.
Es consolador, en efecto, el que Cristo nos haya precedido en todos los padecimientos.
Por el contrario, «nada me hubiera servido de provecho, Señor, si tu Hijo lo hubiera
mandado de palabra y no hubiera ido delante con el ejemplo»[6].
En su Pasión Jesús sufrió incluso el abandono de Dios: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué
me has abandonado? (Mc 15, 34). Que esto lo dijera el Hijo de Dios es tan estremecedor
que san Agustín interpretó que debía referirse al abandono que en ocasiones sienten los
miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Sin embargo, hoy en día, bajo la influencia de
san Juan de la Cruz, los exegetas opinan que Jesús se sintió realmente abandonado de
Dios, quien lo permitió para que incluso en ciertas tremendas situaciones de la vida
consideremos que Jesús, nuestro Modelo, también pasó por ellas. En todo caso, pase lo
que pase, siempre hemos de confiar en Dios. Digamos, pues, con san Agustín:
«Pequeñuelo soy, mas vive siempre mi Padre y tengo en Él mi mejor protector. Él es el
mismo que me engendró[7] y me defiende, y Tú eres todos mis bienes, Tú, Omnipotente,
que estás conmigo aun desde antes de que yo estuviera contigo»[8].
La imitación de Cristo en la lucha contra los vicios y pecados
En el contraste entre las malas pasiones y la vida moralmente perfecta de Cristo
aprendemos cuál debe ser la conducta del cristiano. Lo explica así el Doctor de la gracia:
«Los pueblos apetecían con pernicioso afán las riquezas; eran como satélites de los
placeres: Él quiso ser pobre. Codiciaban los honores y mandos: Él no permitió que lo
hicieran rey. Apreciaban como un tesoro la descendencia carnal: Él no buscó ni
matrimonio ni hijos. Con grandísima soberbia esquivaban los ultrajes: Él soportó toda
clase de ellos. Tenían por insoportable el padecer injusticias; pues, ¿qué mayor injusticia
que ser condenado el justo, el inocente? Execraban de los dolores corporales: Él fue
flagelado y atormentado. Temían morir: Él fue condenado a muerte. Consideraban la
cruz como ignominioso género de muerte: Él fue crucificado. Con su desprendimiento
hizo relativo el valor de las cosas, cuya avidez es causa de nuestra mala vida. (...)
Ningún pecado puede cometerse sino por apetecer las cosas que él aborreció o evitar las
que Él sufrió»[9]. Por eso, Cristo es el perfecto modelo de nuestra vida de cristianos.
Consiguientemente, Cristo es el modelo perfecto en la victoria sobre las tentaciones:
120
«¿Atiendes a que Cristo fue tentado y no atiendes a que venció? Reconócete en Él
tentado y en Él también vencedor. Podía haber impedido que el diablo se le acercase,
pero si no hubiera sido tentado, tampoco hubiera podido enseñarte a vencer cuando lo
fueras tú»[10]. Recordemos siempre, constantemente: no podremos imitar a Cristo en la
lucha diaria contra el mal si no es con la ayuda de su gracia, que hemos de pedirle de
veras y desde el fondo de nuestro corazón, sobre todo en los momentos de la tentación.
Cómo ha de ser el seguimiento e imitación de Cristo por medio de la caridad
Duro y pesado parece el precepto del Señor, según el cual quien quiera seguirle ha de
negarse a sí mismo. En ciertas ocasiones el yugo de Cristo se nos hace muy áspero y su
carga muy pesada. Parece que el mal, a veces bajo capa de bien, nos engaña y nos atrae
con una fuerza irresistible. Y, sin embargo, Jesús dice: Mi yugo es suave y mi carga
ligera (Mt 11, 30): «¿Qué significa ligera? ¿Que pesa, pero menos que las demás? ¿Que
el peso de la avaricia, por ejemplo, es mayor que el de la justicia? No quiero ahora que lo
entiendas así. Esta carga no es un peso para quien está cargado, sino alas para quien va a
volar. En efecto, las aves llevan el peso de sus alas. ¿Qué decir? Lo llevan y son llevadas
por ese peso. Ellas lo llevan en la tierra, y son llevadas por sus alas en el aire. (...) Carga,
pues, con las plumas de la paz; recibe las alas de la caridad. Esta es la carga; así se
cumple la ley de Cristo»[11].
Poniendo en práctica los dos preceptos de la caridad, el amor a Dios y el amor al
prójimo, ese yugo ya no es tan áspero y esa carga ya no es tan pesada, y así es posible
seguir a Cristo porque la caridad nos eleva hacia Él. La situación mejora mucho si
nuestro amor a Dios, a Cristo, es intenso; si llegamos a estar enamorados del Señor,
entonces seguirle a Él no solo no es duro, sino que es suave y placentero: «Porque no
hay padecimiento, por cruel y atroz que sea, que no lo haga llevadero y casi nulo el
amor. Y si esto es así, ¿no ha de ser verdad mucho más cierta que la caridad, tratándose
de la felicidad verdadera, vuelve fácil lo que una pasión humana facilita en gran manera?
Ya ves por qué es suave aquel yugo y la carga ligera. Si es difícil para los pocos que la
eligen, es fácil para todos los que la aman. El salmista dice: Por amor a las palabras de
tus labios he seguido los caminos duros (Sal 16, 4). Pero estos caminos que son duros
para los esforzados, son suaves para los enamorados»[12].
Para cualquier persona, por fuerte que sea su voluntad, será muy difícil seguir a Cristo
si no le ama, pero será fácil para aquella que le ama aunque no tenga esa fuerza de
voluntad. El amor hace que sea ligero lo que los preceptos del Señor tienen de pesado.
Sabemos de lo que es capaz de hacer el amor, en consecuencia: «Si los hombres son
tales cuales son sus amores, de ninguna otra cosa debe uno preocuparse tanto en la vida
cuanto de elegir lo que ha de amar. Siendo esto así, ¿de qué te extrañas de que aquel que
ama a Cristo y quiere seguirlo, por fuerza del mismo amor se niegue a sí mismo?»[13].
Por eso dice san Agustín a Dios: «Haciendo tú lo que quieres, Señor, tú me das y me
darás el seguirte de buen grado»[14].
Pero no solo esto, sino que tú has de intentar que otros también sigan a Cristo; eso,
121
decíamos, es lo que procura la auténtica caridad fraterna. Con ese fin entre otros, te has
de proponer seguir e imitar a Cristo en todas las virtudes, en las naturales y en las
sobrenaturales. Las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad (con su dama de
compañía que es la humildad), la oración en todas sus formas y clases, la recepción de
los sacramentos, todo ello viene a constituir la culminación de la vida cristiana.
Las virtudes naturales
Sin embargo, todo ese maravilloso edificio espiritual y sobrenatural debe ir precedido
y acompañado por la vivencia y práctica de las llamadas virtudes naturales o humanas:
justicia, honradez, sinceridad, amabilidad, sencillez, lealtad, nobleza, rectitud moral,
amor a la verdad, etc. De estas virtudes también Jesucristo nuestro Señor fue un modelo
perfecto. Lo vemos en los evangelios; y hasta se podría decir que el practicarlas por su
parte fue una de las causas que lo llevaron a la muerte. Esas virtudes son necesarias
como base para que el edificio de la vida cristiana se sostenga y, además, sea un
testimonio creíble para los que no son cristianos o no son cristianos practicantes.
Y, en el caso de faltar esas virtudes, ese edificio no se puede sostener, porque los
pecados contra las mismas también disgustan a Dios, nos alejan de él y nos privan de sus
gracias. Y una vez que las gracias disminuyen, a corto o a medio plazo, todo el edificio
espiritual de esa persona acaba resquebrajándose y hundiéndose.
Y ese testimonio no puede ser creíble, porque las personas no creyentes lo único que
son capaces de valorar son las virtudes humanas o naturales. Precisamente los fallos
contra esas virtudes cometidos por personas cristianas y practicantes es para ellos un
antitestimonio, que los aleja más y más de Dios. Por eso nos ha enseñado el Concilio
Vaticano II que el mal ejemplo de los creyentes es una de las causas de que haya
aumentado el agnosticismo y el ateísmo[15].
Tú, cristiano practicante, tienes que conseguir con la ayuda de la gracia que tu
conducta sea intachable ante los demás, glorificando a Dios con tu vida; de tal manera
que la gente se pregunte: ¿a qué será debido que esa persona tiene una forma de actuar
siempre tan recta? ¿Por qué será que siempre está al lado de la justicia y de la verdad,
que siempre está dispuesta a colaborar y comprender, que siempre se comporta con
nobleza, amabilidad, sencillez, honradez y sinceridad? Algún día descubrirán que tú eres
cristiano, cristiano practicante, que, para ti, Dios y nuestro Señor Jesucristo son lo más
importante en tu vida. Ese es el mejor testimonio que puedes dar de Dios y de Cristo.
Así, no solo tú seguirás a Jesucristo, sino que otros lo harán también debido a tu
auténtico seguimiento y testimonio. ¿Piensas quizá que es demasiado? Cristo dio la vida
por ti. Dice san Agustín: «Poned atención y comparad estos tres testigos entre sí: uno
que cree en Cristo y tímidamente apenas susurra a Cristo; otro que cree en Cristo y lo
proclama públicamente; un tercero que cree en él y está dispuesto hasta a morir por
confesarlo. El primero es tan débil que lo vence la vergüenza, no ya el temor; el segundo
se atreve ya a dar la cara, pero no hasta derramar la sangre; el tercero lo da todo, de
forma que nada le queda ya. Cumple, pues, lo que está escrito: Lucha por la verdad
122
hasta la muerte (Eclo 4, 28)»[16]. Hagamos examen sobre hasta dónde estamos
dispuestos a dar testimonio de Cristo en la forma y grado que nos corresponde. En
cualquier caso, nunca hemos de olvidar que testimoniar a Cristo como se debe no es
posible sin la gracia de Dios, que recibimos en los sacramentos y en la oración, sobre
todo la de petición, para vencer el mal y obrar el bien.
[1] S. 142, 14.
[2] S. 164, 7.
[3] S. 70 A, 1.
[4] S. 142, 14.
[5] Cf. En. in ps. 59, 10.
[6] Conf. 10, 4, 6.
[7] Espiritualmente nos engendra el Padre por los méritos de Cristo y la acción del Espíritu Santo,
constituyéndonos hijos suyos, aunque adoptivos, en el ámbito de la gracia.
[8] Conf. 10, 4, 6.
[9] De v. rel. 16, 31.
[10] En. in ps. 60, 3.
[11] S. 164, 7. Los dos preceptos de la caridad, el amor a Dios y el amor al prójimo, son como alas que nos
permiten volar hacia Dios, esto es, nos capacitan para el cumplimiento sincero de la ley de Cristo.
[12] S. 70, 3. El amor suple y tiene más eficacia que la más fuerte determinación de cualquier voluntad, porque
hace suave y llevadero el esfuerzo o sacrificio por grande que sea en la consecución de su objetivo, que es cumplir
y vivir lo que Dios, desde su amor, quiere de nosotros.
[13] S. 96, 1.
[14] Conf. 10, 35, 56.
[15] Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 19.
[16] S. 286, 1.
123
13.
EL CRISTO TOTAL. LA IGLESIA
Qué es y cuáles son las características del Cristo total
La doctrina de san Agustín sobre el Cristo total ha merecido la atención y comentario
de muchos e importantes autores, y es de una riqueza teológico-espiritual que no
podemos dejar de recordar y aprovechar para edificar más y mejor nuestra vida cristiana.
¿Qué es el Cristo total?: «A su carne se une la Iglesia y se hace el Cristo total, la
Cabeza y el Cuerpo»[1]. Y «no está Cristo en la Cabeza y no en el Cuerpo, sino que
Cristo todo está en la Cabeza y en el Cuerpo»[2].
San Agustín nos descubre la tercera dimensión de Cristo: «La primera de ellas,
anterior a la asunción de la carne, la posee en cuanto Dios y en referencia a la divinidad,
igual y coeterna a la del Padre. La segunda se refiere al momento en que ha asumido ya
la carne, en cuanto se lee y se entiende que el mismo que es Dios es hombre y el mismo
que es hombre es Dios, según una cierta propiedad de su excelsitud, por la que no se
equipara a los restantes hombres, sino que es Mediador y Cabeza de la Iglesia. La
tercera dimensión es lo que en cierta manera denominamos Cristo total, en la plenitud
de su Iglesia, es decir, Cabeza y Cuerpo, según la plenitud de cierto varón perfecto, de
quien somos miembros cada uno en particular»[3].
Por consiguiente, Cristo y la Iglesia son un solo hombre en plenitud: «Haced
penitencia, porque se acercó el reino de los cielos (Mt 3, 2). Luego oigamos ya lo que
ora la Cabeza y el Cuerpo, el esposo y la esposa, Cristo y la Iglesia, ambos uno. El
Verbo y la carne no son uno en cuanto que son dos naturalezas; el Padre y el Verbo sí
son una unidad en su naturaleza; Cristo y la Iglesia son una unidad en cuanto son un
hombre perfecto en su plenitud»[4].
Y llegamos a lo más valioso y consolador, esto es, que somos Cristo mismo, porque
somos miembros de su Cuerpo: «¿Os dais cuenta, hermanos, comprendéis lo que Dios
nos ha hecho? Es para que os llenéis de admiración y de alegría. Se nos ha hecho llegar a
ser Cristo mismo[5]. Porque si Él es la Cabeza y nosotros somos los miembros, todo el
hombre es Él y nosotros (…) Luego la plenitud de Cristo o todo el Cristo es la Cabeza y
los miembros»[6].
Las condiciones para ser miembros del Cristo total y participar en la vida del
124
Espíritu Santo
1) El Espíritu Santo es el alma de este Cuerpo de Cristo que es la Iglesia: «Lo que
respecto al organismo humano es el alma, lo es el Espíritu Santo respecto al Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia. El Espíritu hace en toda la Iglesia lo que hace el alma en todos
los miembros de un mismo cuerpo. Mas ved de qué debéis guardaros, qué tenéis que
cumplir y qué habéis de temer. (...) El hombre cristiano es católico mientras vive en el
cuerpo; el hacerse hereje equivale a ser amputado, y el alma no sigue a un miembro
amputado. Por tanto, si queréis recibir la vida del Espíritu Santo, conservad la caridad,
amad la verdad y desead la unidad para llegar a la eternidad. Amén»[7].
2) Amamos al Espíritu Santo si amamos a la Iglesia, a sus miembros: «Poseemos, sin
duda, el Espíritu Santo si amamos a la Iglesia. Se la ama, si se permanece en su unidad y
caridad. El mismo Apóstol, después de hablar de los diferentes dones que se distribuyen
en los distintos seres humanos, como funciones de cada uno de los miembros, añade:
Voy a mostraros todavía un camino mucho más excelente, y comienza a hablar de la
caridad»[8].
3) La salud o salvación de los miembros del Cuerpo, insiste, está en la unidad y en la
caridad, lo que conduce a la gloria celeste: «Vuestra fe no ignora, carísimos hermanos, y
sabemos que lo habéis aprendido del Maestro, que desde el cielo nos enseña y en quien
habéis colocado vosotros la esperanza, cómo nuestro Señor Jesucristo, que ya padeció
por nosotros y resucitó, es Cabeza de la Iglesia, y la Iglesia, Cuerpo suyo; y que la salud
de este Cuerpo es la unión de sus miembros y la trabazón de la caridad. Si se resfría la
caridad, sobreviene, aun perteneciendo uno al Cuerpo de Cristo, la enfermedad. Cierto
es, sin embargo, que aquel que ha exaltado a nuestra Cabeza puede sanar a sus
miembros, siempre a condición de no llevar la impiedad a términos de haber de
amputarlos, sino de permanecer adheridos al Cuerpo hasta lograr la salud. Porque,
mientras permanece un miembro cualquiera en la unidad orgánica, queda la esperanza de
salvarle; una vez amputado, no hay remedio que lo sane. Siendo Él, pues, Cabeza de la
Iglesia y siendo la Iglesia su Cuerpo, el Cristo total es el conjunto de la Cabeza y del
Cuerpo. Él ya resucitó; por tanto, ya tenemos la Cabeza en el cielo, donde aboga por
nosotros. Esa nuestra Cabeza sin pecado y sin muerte está ya propiciando a Dios por
nuestros pecados, para que también nosotros, resucitados al fin y transformados, sigamos
a la Cabeza a la gloria celeste»[9].
Consecuencias de la realidad del Cristo total
El mismo amor que el Padre tiene al Hijo se extiende hasta nosotros: «Mas, ¿cómo la
dilección que el Padre tiene al Hijo está en nosotros, sino porque somos miembros suyos
y en Él somos amados cuando Él es amado totalmente, esto es, como Cabeza y
Cuerpo?»[10].
Por el mismo motivo, si amamos a los hermanos también amamos al Hijo y al Padre:
«Los hijos de Dios son el Cuerpo del único Hijo de Dios, y, siendo Él la Cabeza y
vosotros los miembros, solo hay un Hijo de Dios. Luego quien ama a los hijos de Dios
125
ama al Hijo de Dios, y quien ama al Hijo ama al Padre. Nadie puede amar al Padre si no
ama al Hijo, y el que ama al Hijo ama también a los hijos de Dios. ¿A qué hijos de Dios?
A los miembros del Hijo de Dios. Amando se hace él mismo miembro y entra por el
amor a formar parte de la trabazón del Cuerpo de Cristo, y será un Cristo amándose a sí
mismo. Cuando mutuamente se aman los miembros, el Cuerpo se ama a sí mismo»[11].
Y así tenemos un hermoso y espiritual motivo, además de una clara perspectiva, de cómo
el amor a los hermanos es también un amor a Cristo y a Dios.
E insiste san Agustín en la misma idea aunque de otra forma: «¿No amas a Cristo
amando al hermano? ¿Cómo no ha de ser así, si amas a los miembros de Cristo? Pues
mira, cuando amas a Cristo, amas al Hijo de Dios; cuando amas al Hijo de Dios, amas
también al Padre. El amor es indivisible»[12]. Y, en consecuencia, se da una maravillosa
comunicación de los bienes y méritos espirituales. Así escribe el obispo Agustín a los
religiosos que están en el monasterio: «Cuando pienso en ese sosiego que tenéis en
Cristo, también yo reposo en vuestra caridad, aunque me debato en duros y múltiples
trabajos. Somos un solo Cuerpo bajo una Cabeza, para que vosotros seáis activos en mí y
yo en vosotros contemplativo»[13].
El Cristo total hace oración a Dios durante todos los tiempos
Así lo enseña san Agustín en una grandiosa y conmovedora visión de la historia de la
Iglesia, Cuerpo de Cristo, en un texto transido de teología y de poesía espiritual: «Señor,
apiádate de mí porque todo el día clamé a ti (Sal 86 [85], 3), no un día solo. Por todo el
día entiende el salmista todo el tiempo, sin cesar. Desde que el Cuerpo de Cristo gime en
las angustias hasta el fin del mundo, en el cual dejarán de existir estas tribulaciones,
gime el hombre y clama a Dios; y cada uno de nosotros clama proporcionalmente en
todo este Cuerpo. Tú clamaste en tus días, los cuales ya pasaron; te sucede otro y
también clama en sus propios días; tú en los tuyos, este en los suyos, aquel en los de él.
El Cuerpo de Cristo clama en todo tiempo, ya en los miembros que van pasando como
en los que vienen sucediendo. Un solo hombre se extiende hasta el fin del mundo; pues
claman los idénticos miembros de Cristo: algunos ya descansan en Él; otros claman
actualmente, y otros clamarán cuando nosotros hayamos muerto; y después de ellos
seguirán otros clamando. Aquí atiende el salmista a la voz de todo el Cuerpo de Cristo
que dice: Clamé a ti todo el día. Nuestra Cabeza, estando ya a la derecha del Padre,
intercede por nosotros; recibe a unos miembros, a otros los castiga, a otros los purifica, a
otros los consuela, a otros los forma, a otros los llama, a otros los restablece, a otros los
corrige y, por fin, a otros los reintegra»[14].
El Cristo total está ya en la gloria
En alguna forma misteriosa estamos ya en la gloria gracias a Cristo: «El mismo Señor
nuestro Jesucristo afirmó: Nadie sube al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del
hombre que está en el cielo (Jn 3, 13). Esto parece como si solo lo hubiese dicho de sí
mismo. Puesto que solo sube el que únicamente descendió. ¿Los demás han de quedar
126
abajo? ¿Qué deben hacer los demás? Unirse a su Cuerpo para que haya un solo Cristo
que descendió y que subió. Descendió como Cabeza, como cuerpo subió en el Cuerpo,
pues se vistió de la Iglesia, que se presenta a sí misma sin mancha ni arruga (Ef 5, 27).
Luego Él solo subió. Pero también nosotros, cuando de tal modo estamos en Él, que
somos sus miembros en Él, pues entonces es uno con nosotros; y de tal manera es uno,
que siempre es uno. La unidad nos entrelaza al uno; y así únicamente no suben con Él
los que no quieren ser uno con Él»[15].
Identificación de Cristo con los miembros de su Cuerpo
Esta identificación se da especialmente con los más pobres, con los más necesitados
de una u otra forma: «Ponderad hermanos a dónde llega el amor de nuestra Cabeza.
Aunque ya en el cielo, sigue padeciendo aquí mientras padece la Iglesia. Aquí tiene
Cristo hambre, aquí tiene sed, y está desnudo, y carece de hogar, y está enfermo y
encarcelado. Cuanto padece su Cuerpo, Él mismo ha dicho que lo padece Él. Y, al fin,
apartando ese su Cuerpo a la derecha y poniendo a la izquierda a los que ahora lo
pisan[16], les dirá a los de la mano derecha: Venid benditos de mi Padre, a recibir el
reino que os está preparado desde el principio del mundo. Y esto, ¿por qué? Porque
tuve hambre, y me disteis de comer; y continuará así, cual si Él en persona hubiera
recibido la merced (Mt 25, 34-40)»[17].
Oración de la Iglesia por sí misma
Este es el tiempo de la plegaria. Tiempo en el que hay que trabajar por borrar esas
manchas que se dan necesariamente en el seno de la Iglesia. Este es el tiempo de la
corrección y del perdón. El tiempo de una continua purificación[18]. «La Iglesia reza
también: Perdona nuestras ofensas, y tiene, por consiguiente, manchas y arrugas (cf. Ef
5, 27). Mas esta confesión estira las arrugas y lava las manchas. La Iglesia persiste en la
oración, para obtener, confesándolas, la purificación de sus manchas. En tanto viva en
este mundo así hay que proceder»[19]. El contenido de este texto es lo que inspiró y
constituyó la consigna de san Juan XXIII cuando convocó el Concilio Vaticano II.
[1] In Io. ep. 1, 2.
[2] In Io. ev. 28, 1. Dice san Pablo: Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia (Col 1, 18). Pues del
mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante
127
su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo (1 Cor 12, 12-13). Lo que añade san Agustín
a san Pablo es que no solo es Cristo la Cabeza de este Cuerpo místico, sino que también el Cuerpo es Cristo, de lo
cual el Hiponense deduce el enaltecimiento de Cristo y de su Iglesia en grado máximo y las derivaciones más
positivas espiritualmente para la Iglesia que somos cada uno de nosotros.
[3] S. 341, 1.
[4] En. in ps. 101, 1, 2. Místicamente hablando Cristo y la Iglesia constituyen una unidad.
[5] Así se entiende que en el juicio final Jesucristo se identifica con los «hermanos más pequeños» (Mt 25, 40 y
45) cuando se identifica con los necesitados.
[6] In Io. ev. 21, 8.
[7] S. 267, 4. En todas las frases de este o parecido contenido, san Agustín está refiriéndose a los cismáticos de
su tiempo, que voluntariamente estaban fuera de la Iglesia cuando voluntariamente podrían estar dentro de ella.
No se refiere san Agustín a la complicada cuestión de cuál era la situación de los que, lejos del mundo romanocristiano, estaban fuera de la Iglesia sin conocer a la Iglesia. En esta cuestión, el Doctor de la gracia tiene algunas
intuiciones que adelantan la posición del Vaticano II y de la teología actual. Cf. J. RATZINGER, El nuevo Pueblo de
Dios, Barcelona 1972, 383.
[8] In Io. ev. 32, 8.
[9] S. 137, 1.
[10] In Io. ev. 111, 6.
[11] In Io. ep. 10, 3.
[12] Id.
[13] Ep. 48, 1.
[14] En. in ps. 85, 5. Todas estas últimas cosas las hace Cristo con los miembros de su Cuerpo que aún están en
el mundo. «Reintegra» a los que se habían apartado de la unidad de la Iglesia.
[15] Id. 122, 1.
[16] Los malos maltratan a Cristo en los necesitados de cualquier ayuda.
[17] S. 137, 2.
[18] Cf. De g. Pel. 12, 28.
[19] S. 181, 7. La Iglesia es santa, pero también es pecadora.
128
14.
LA EUCARISTÍA
La presencia real de Cristo en la eucaristía
Es reconfortante el registrar la presencia real de Cristo en la eucaristía en la doctrina
del teólogo más grande que ha tenido la Iglesia, al menos en los primeros siglos: «Ese
pan que veis en el altar, santificado por la palabra de Dios[1], es el cuerpo de Cristo. El
cáliz, o, mejor dicho, lo que él contiene, santificado por la palabra de Dios es la sangre
de Cristo. Con estas cosas quiso el Señor recomendarnos su cuerpo y su sangre, que
derramó para perdón de nuestros pecados. Si los recibís bien, vosotros sois lo mismo que
recibís»[2].
Y siguiendo la Tradición, nos dice san Agustín, de la manera más clara, que el
sacramento de la eucaristía se confecciona por medio de la palabra: «Y a partir de aquí
asistíais a lo que se realiza mediante las plegarias sagradas que vais a escuchar para que
se conviertan en el cuerpo y sangre de Cristo por efecto de la palabra. En efecto, si quitas
la palabra, no hay más que pan y vino; añade las palabras, y ya son otra cosa. ¿Y qué
cosa son? El cuerpo de Cristo y la sangre de Cristo; suprime la palabra, y solo es pan y
vino; añade la palabra y será hecho sacramento. Por eso decís amén. Decir amén es dar
asentimiento a lo que se dice. Amen quiere decir, en latín, es verdad»[3].
Como consecuencia, hemos de adorar la carne y la sangre de Cristo que se nos dan
como alimento en la eucaristía. El razonamiento de san Agustín, con apoyo bíblico, no
puede ser más ingenioso: «Adorad el escabel de sus pies (Sal 99 [98], 5). Investigo cuál
sea el escabel de sus pies, y me dice la Escritura: La tierra es el escabel de sus pies (Is
66, 1). Vacilando, me dirijo a Cristo, porque a Él lo busco aquí, y encuentro de qué modo
se adora sin impiedad la tierra, de qué modo se adora sin impiedad el escabel de sus pies.
Él tomó la tierra de la tierra al tomar la carne de la Virgen María; y como anduvo por el
mundo en aquella carne, y nos la dio a comer para nuestra salud, y nadie come esta carne
sin antes adorarla, se halló el modo de adorar el escabel de los pies del Señor, no solo sin
pecar adorándole, sino pecando no adorándole»[4].
La eucaristía como sacrificio
La eucaristía como sacrificio tiene su origen en la muerte de Cristo en la cruz: «Cristo
129
nuestro Señor, que ofreció en el sacrificio de su pasión lo que recibió de nosotros[5],
hecho príncipe de los sacerdotes para siempre, dio el mandato de sacrificar lo que veis,
su cuerpo y sangre. Pues, traspasado por la lanza su cuerpo derramó agua y sangre, con
que perdonó nuestros pecados. (...) Por eso acercaos con temor y temblor a la
participación de este altar. Reconoced en el pan lo mismo que estuvo pendiente en la
cruz, reconoced en el cáliz lo que brotó de su costado. Porque todos aquellos antiguos
sacrificios del pueblo de Dios con su múltiple variedad, solamente figuraban a este que
había de venir»[6].
Más todavía: La eucaristía es memorial del sacrificio de Cristo: «¿He dicho “ofrecer
sacrificios a los mártires”? No. He dicho “ofrecer sacrificios a Dios en las memorias de
los mártires”. Cosa que hacemos con la máxima frecuencia mediante aquel rito con el
que Él mandó que se los ofreciesen, en la revelación del Nuevo Testamento. Rito que
pertenece a aquel culto, llamado latría, que se debe al único Dios. (...) Este sacrificio de
carne y sangre lo prefiguraban antes de la venida de Cristo las víctimas que mantenían
una cierta semejanza; halló su cumplimiento en la misma verdad de la pasión de Cristo y
se celebra después de la ascensión de Cristo por el sacramento que es su memorial»[7].
Más aún: La eucaristía es el sacrificio en que damos gracias a Dios: «Ciertamente, si
el término “piedad” lo interpretamos conforme a la etimología latina, podría traducirse
por el culto de Dios, el cual consiste principalmente en que el alma no le sea
desagradecida. Por eso también en aquel que es sumamente verdadero y singular
sacrificio, el del altar, se nos exhorta a dar gracias a Dios nuestro Señor»[8].
La eucaristía, alimento del cristiano que peregrina hacia la patria, hacia Dios
En las Confesiones aparece Cristo, que es el rescate de la humanidad, siendo también
alimento y bebida para esa comunidad cristiana en que san Agustín vivía: «De no
haberse hecho carne tu Verbo y habitado entre nosotros (Jn 1, 14), Señor, con razón
hubiéramos podido juzgarle apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros.
(...) He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda considerar
las maravillas de tu ley (Sal 54, 23). Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y
sáname. Aquel, tu Unigénito en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia (Col 2, 3) me redimió con su sangre. No me calumnien los
soberbios (Sal 119 [118], 122), porque pienso en mi rescate[9], y lo como y bebo y
distribuyo, y, pobre, deseo saciarme de Él en compañía de aquellos que lo comen y son
saciados. Y alabarán al Señor los que le buscan (Sal 22 [21], 27)»[10].
Este alimento eucarístico da la vida eterna: «Pueden, sí, tener los hombres la vida
temporal sin este pan; mas es imposible que tengan la vida eterna. Luego quien no come
su carne ni bebe su sangre no tiene en sí mismo la vida; pero sí quien come su carne y
bebe su sangre tiene en sí mismo la vida, y a una y a otra les corresponde el calificativo
de eterna[11]. (...) Con este alimento y bebida, es decir, con el cuerpo y la sangre del
Señor, no sucede así[12]; pues quien no lo toma no tiene vida, y quien lo toma tiene
vida, y vida eterna. Este manjar y esta bebida significan la unidad social entre el cuerpo
130
y sus miembros, que es la Iglesia santa, con sus predestinados, y llamados, y justificados,
y santos ya glorificados, y con los fieles»[13].
Mientras llega la vida eterna este pan alimenta a los peregrinos: «Este pan vivo es el
que nos alimenta en el camino, en nuestra peregrinación, y que después nos saciará
plenamente cuando lleguemos a nuestra patria. Ahora somos alimentados con él para
conservarnos, para no desfallecer. Pero es necesario que tengamos hambre de él hasta
que seamos saciados»[14]. Cristo es vida para nosotros en la eucaristía: «Según hemos
oído al leérsenos el santo evangelio, nuestro Señor Jesucristo nos exhortó a comer su
carne y a beber su sangre, prometiéndonos la vida eterna»[15]. La eucaristía es el
alimento que satisface la piedad del alma, y es el mismo que alimenta a los ángeles:
«Hay ciertamente una comida terrena, natural, con la que alimentamos la flaqueza y
necesidad de nuestro cuerpo. Pero también hay otra comida celestial que satisface la
piedad del alma. El alimento terreno tiene su vida propia, y también el celestial tiene la
suya. El uno sostiene la vida de los hombres, el otro la de los ángeles»[16].
En la eucaristía se apaga el hambre y la sed de ser inmortales e incorruptibles:
«Porque mi carne, dice, es una verdadera comida, y mi sangre es una verdadera bebida
(Jn 6, 55). Lo que buscan los hombres con la comida y bebida es apagar su hambre y su
sed; mas esto no lo logra en realidad de verdad sino este alimento y esta bebida, que a
los que los toman hace inmortales e incorruptibles, que así componen la sociedad misma
de los santos, donde existe una paz y unidad plenas y perfectas. Por lo cual, ciertamente,
como lo vieron ya antes que nosotros algunos hombres de Dios, nos dejó nuestro Señor
Jesucristo su cuerpo y su sangre bajo realidades que de muchas se hace una sola. Porque,
en efecto, una de esas realidades se hace de muchos granos de trigo, y la otra, de muchos
granos de uva»[17].
Íntima unión entre Cristo eucaristía y Cristo místico que es la Iglesia
Clara y fundamental es la relación entre la eucaristía y el cuerpo místico: «Tal como lo
veis, es aún pan y vino; cuando llegue la santificación[18], el pan será el cuerpo de
Cristo, y el vino, su sangre. El nombre y la gracia de Cristo hacen que se siga viendo lo
mismo que se veía antes y que, sin embargo, no tenga el mismo valor que antes. Antes,
si se lo comía, saciaba el vientre; si se lo come ahora, edifica la mente[19]. (...) Sean los
que sean los panes que se colocan hoy en los altares de Cristo en todo el orbe de la tierra,
es un único pan. ¿Pero qué es este único pan? Lo expuso con la máxima brevedad el
Apóstol: Siendo muchos, formamos un único cuerpo (1 Cor 10, 17). Este pan es el cuerpo
de Cristo, del que dice san Pablo dirigiéndose a la Iglesia: Vosotros sois el cuerpo y los
miembros de Cristo (cf. 1 Cor 12, 27). Lo que recibís, eso sois por la gracia que os ha
redimido; cuando respondéis amén, lo rubricáis personalmente. Esto que veis es el
sacramento de la unidad»[20].
La eucaristía, suma y culminación de la vida y valores cristianos
He aquí lo más grande, lo mejor, lo más sublime que se puede decir de la eucaristía.
131
Lo tenemos en un texto que confirma lo dicho en el texto anterior: «Los fieles conocen el
cuerpo de Cristo si no desdeñan ser el cuerpo de Cristo. Que lleguen a ser el cuerpo de
Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Del Espíritu de Cristo solamente vive el
cuerpo de Cristo. (...) ¿Quieres, pues, tú recibir la vida del Espíritu de Cristo?
Incorpórate al cuerpo de Cristo. ¿Por ventura vive mi cuerpo de tu espíritu? Mi cuerpo
vive de mi espíritu, y tu cuerpo vive de tu espíritu. El mismo cuerpo de Cristo no puede
vivir sino del Espíritu de Cristo. De aquí que el apóstol Pablo nos hable de este pan,
diciendo: Somos muchos, un solo pan, un solo cuerpo (1 Cor 10, 17). ¡Oh sacramento de
piedad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad! El que quiera vivir ya sabe dónde
tiene su vida y de dónde le viene. Que se acerque, que crea, que se incorpore a este
cuerpo, para que tenga participación de su vida»[21].
Actitudes en la recepción del Sacramento
Pobreza espiritual y amor: a) «Vais a acercaros a la mesa del poderoso señor; bien
sabéis los fieles a qué mesa vais a acercaros; recordad lo que dice la Escritura: Cuando te
acerques a la mesa del poderoso, sábete que conviene que tú prepares otra igual (Prov
23, 1). ¿Cuál es la mesa del poderoso a la que os acercáis? Aquella en la que Él se ofrece
a sí mismo, no una mesa con alimentos preparados según el arte culinario; Cristo te
muestra su mesa, es decir, a sí mismo. Acércate a esa mesa y sáciate. Sé pobre, y
quedarás saciado»[22]. b) «Siendo pobre, te acercaste para saciarte tú. ¿Con qué
prepararás tú una mesa igual? Pide al mismo que te invitó para tener qué darle de comer.
Si él no te lo da, nada tendrás para ofrecerle. ¿Tienes ya siquiera un poco de amor? No
has de atribuírtelo a ti mismo: ¿Qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4, 7). ¿Tienes
ya un poco de amor? Pídele que te lo aumente, que te lo perfeccione hasta que llegues a
aquella mesa mayor que la cual no hay otra en esta vida: Nadie tiene mayor amor que
quien entrega su vida por sus amigos (Jn 15, 13). Te acercaste siendo pobre y vuelves
rico; mejor, no vuelves, pues solo serás rico permaneciendo en Él»[23].
2) Humildad y compromiso: «Cuando te acerques a la mesa del poderoso, observa
cuidadosamente los alimentos que te sirven y mete la mano en ellos, sábete que conviene
que tú prepares otros semejantes (Prov 32, 1. 2). Y ¿cuál es esta mesa del rico sino aquella
en que se toma el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros? Y ¿qué
significa sentarse a esta mesa sino acercarse con humildad? Y ¿qué se entiende por
observar y considerar los alimentos servidos sino pensar dignamente de tan alto favor? Y
¿qué otra cosa es meter la mano para darse cuenta de la obligación de preparar otros
semejantes, sino lo que ya dije antes: que así como Cristo dio su vida por nosotros, así
también nosotros debemos dar la nuestra por los hermanos? (cf. 1 Jn 3, 16)»[24].
3) Limpieza de corazón o estado de gracia: «Finalmente explica ya (Jesús) cómo se
hace esto que dice y qué es comer su cuerpo y beber su sangre. Quien come mi carne y
bebe mi sangre, está en mí y yo en él ( Jn 6, 56). Comer aquel manjar y beber aquella
bebida es lo mismo que permanecer en Cristo, y tener a Jesucristo, que permanece en sí
mismo. Y por eso, quien no permanece en Cristo y en quien Cristo no permanece es
1)
132
indudable que no come ni bebe espiritualmente su cuerpo y su sangre, aunque
materialmente y visiblemente toque con sus dientes el sacramento del cuerpo y de la
sangre de Cristo; sino antes, por el contrario, come y bebe para su perdición el
sacramento de realidad tan augusta, ya que, impuro y todo, se atreve a acercarse a los
sacramentos de Cristo, que nadie puede dignamente recibir sino los limpios, de quienes
dice: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8)»[25].
4) «Ya dijimos hermanos lo que nos recomienda el Señor, cuando comemos su carne y
bebemos su sangre, a saber: que permanezcamos en Él y que Él permanezca en nosotros
(cf. Jn 6, 56). Moramos en él cuando somos miembros suyos, y él mora en nosotros
cuando somos templo suyo. La unidad nos junta para que podamos ser sus miembros; y
la unidad es realizada por la caridad»[26].
5) Hambre de Cristo: «Este pan del hombre interior busca hambre, ciertamente; por
eso habla así en otro lugar: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia,
porque ellos serán saciados (Mt 5, 6). Y Pablo, el apóstol, dice que nuestra justicia es
Cristo (cf. 1 Cor 1, 30). Y por eso, el que tiene hambre de este pan tiene que tener hambre
también de la justicia, de la justicia que descendió del cielo, de la justicia que da Dios,
no de la justicia que se apropia el hombre como obra suya»[27].
6) Comer a Cristo con el corazón: «Este es, pues, el pan que descendió del cielo para
que, si alguien lo comiere, no muera (Jn 6, 50). Pero esto se dice de la virtud del
sacramento, no del sacramento visible; del que lo come interiormente, no solo
exteriormente; del que lo come con el corazón, no del que lo tritura con los dientes»[28].
En la eucaristía se manifiestan el poder y el amor divinos en toda su grandeza
Cristo conocía nuestra debilidad y nuestras grandes dificultades para vivir según la
esperanza cristiana; en gran parte por eso instituyó la eucaristía. El asombroso prodigio
de poder y de amor divinos en el que consiste este sacramento nos lo describe
magistralmente san Agustín, uniendo teología y poesía espiritual, de este modo: «Invitó
el Señor a sus siervos y se les dio a sí mismo en comida. ¿Quién se atreverá a comer a su
Señor? Y, sin embargo, dice: El que me come a Mí, vive por Mí (Jn 6, 57). Cuando se
come a Cristo se come la vida. Ni se le da muerte para ser comido, sino que Él da vida a
los muertos. Cuando es comido da fuerzas sin que Él desfallezca. Por tanto, hermanos,
no temamos comer este pan por miedo de que se acabe y no encontremos después qué
tomar. Sea comido Cristo; comido vive, puesto que muerto resucitó. Ni siquiera lo
partimos en trozos cuando lo comemos. Y, ciertamente, así acontece en el sacramento;
saben los fieles cómo comen la carne de Cristo: cada uno recibe su parte, razón por la
que a esa gracia llamamos “partes”. Se le come en porciones, y permanece todo entero;
en el sacramento se le come en porciones, y permanece todo entero en el cielo y todo
entero en tu corazón. En efecto, todo Él estaba junto al Padre cuando vino a la Virgen; la
llenó a esta y no se retiró de Él. Vino a tomar carne para que los hombres lo comiesen, y
continuaba íntegro junto al Padre para apacentar a los ángeles[29]. Porque debéis saber,
hermanos, que cuando Cristo se hizo hombre, pan de ángeles comió el hombre (Sal 78
133
[77], 25). ¿Cómo, de qué modo, por qué méritos, por qué dignidad había de comer el Pan
de los ángeles el hombre si el Creador de los ángeles no se hubiera hecho hombre?
Alimentémonos, pues, seguros: no se acaba nuestro alimento; alimentémonos para que
no acabemos por desfallecimiento»[30].
La inconmensurable hermosura espiritual de Cristo
Como final de todas estas meditaciones sobre Jesucristo nuestro Señor, hacemos notar
una cualidad suya que san Agustín señala y comenta con cierta frecuencia. Me refiero a
la hermosura, obviamente espiritual, de Cristo, el Hijo de Dios y de María.
En efecto, la vida del Hijo de Dios en este mundo nos pone de manifiesto su
hermosura espiritual, como si esta fuese un compendio de las acciones y actitudes de su
sacratísima humanidad, unida a su divinidad, a favor de todos nosotros. La revelación
bíblica, y sobre todo las Cartas de san Pablo, ponen de manifiesto esta hermosura. Y los
títulos, que hemos atribuido a Cristo, Mediador, Redentor, Maestro, Camino y Médico
espiritual de la humanidad, siguiendo la revelación del Nuevo Testamento, y que hemos
comentado sirviéndonos de las explicaciones teológicas de san Agustín, concretan esta
belleza espiritual inconmensurable. Esa belleza espiritual nos deslumbra al considerar su
cercanía tan grande con la humanidad que llega hasta identificarse con nosotros según la
doctrina agustiniana del Cristo total; y nos deja atónitos si consideramos que, para que
los humanos, en correspondencia, nos identifiquemos con Él, se nos da como alimento
en la eucaristía.
No es posible cantar tanta belleza en un solo texto; pero es reconfortante saborear lo
que el Doctor de la gracia dice sobre esa belleza en el siguiente pasaje: «Le vimos, y no
tenía forma ni hermosura (Is 53, 2). Si consideras en ello la piedad por la cual fue afeado
así, también verás que es hermoso. (…) Para nosotros los creyentes en todas partes se
presenta Cristo hermoso. Hermoso siendo Dios, Verbo en Dios, hermoso en el seno de la
Virgen, donde no perdió la divinidad y tomó la humanidad, hermoso nacido niño el
Verbo, porque, aun siendo pequeñito, mamando, siendo llevado en brazos, hablaron (de
Él) los cielos, le tributaron alabanzas los ángeles, la estrella dirigió a los Magos, fue
adorado en el pesebre y en todo tiempo fue alimento (espiritual) de los pacíficos (Mt 2, 1;
Lc 2, 8.14). Luego es hermoso en el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno,
hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en los milagros, hermoso en los azotes;
hermoso invitando a la vida, hermoso no preocupándose de la muerte; hermoso dando la
vida, hermoso tomándola; hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro y hermoso en el
cielo. Oíd entendiendo el cántico, y su flaqueza no aparte de vuestros ojos el esplendor
de su hermosura»[31].
134
[1] La celebración de la eucaristía era diaria en Hipona, como lo muestran claramente varios textos de los
sermones; por ejemplo, 56, 10; 57, 7; 112 A; 334, 3. Pero el mismo Agustín dice en la Carta 54, 2 que las
costumbres variaban de una iglesia a otra. (Nota tomada de Pío de Luis, Obras Completas de san Agustín, BAC,
Madrid MCMLXXXIII, XXIV, 285).
[2] S. 227. Pero san Agustín siempre es original. En efecto, enseña que somos cuerpo místico del Cristo total
(Cabeza y Cuerpo) y recibimos el Cuerpo sacramentado de Cristo, por lo que está clara una cierta identificación
entre uno y otro.
[3] S. 229, 3.
[4] En. in ps. 98, 9.
[5] La (su) humanidad.
[6] S. 228 B, 2.
[7] C. Faustum 20, 21.
[8] De sp. et lit. 11, 18.
[9] Cristo es mi rescate o mi redención. A continuación viene la descripción de lo que hace el sacerdote en la
celebración de la eucaristía.
[10] Conf. 10, 43, 70. Algunos conocedores superficiales de las Confesiones de san Agustín pensaban que no
había en esta obra tan representativa del santo nada referente a la eucaristía. Pues bien, he aquí un claro
desmentido en que se nos enseña en esta obra emblemática que Cristo eucaristía es quien daba vida a la
comunidad en que vivía san Agustín como cristiano, como monje y como obispo.
[11] La vida que da este alimento es eterna, en el caso de que sea recibido dignamente; y esa misma vida eterna
es la que deja de dar este alimento en el caso en que no se reciba o se reciba mal.
[12] No sucede como con el alimento material, el cual permite la muerte.
[13] In Io. ev. 26, 15. Característica de la doctrina eucarística de san Agustín es la vinculación que establece
entre Cristo en el sacramento y la Iglesia; en este texto, no solo con la Iglesia en este mundo, sino también con la
Iglesia gloriosa en el otro.
[14] En. in ps. 139, 17. La actitud en que más insiste san Agustín con que se ha de recibir a Cristo eucarístico es
el hambre, hambre de Él.
[15] S. 132, 1.
[16] De ut. ieiun. 2, 2.
[17] In Io. ev. 26, 17. Estaríamos ante la explicación de por qué se necesita esta comida celestial para tener vida
eterna: el hombre, de natural, no tiene capacidad de la vida eterna, de Dios; pues bien, esta comida celestial se la
da.
[18] Esto es, la consagración.
[19] Para san Agustín, en esta ocasión como en muchas otras, «mente» es igual a alma o espíritu.
[20] S. 229 A, 1. Según san Agustín, se da una identificación espiritual y misteriosa entre Cristo sacramentado y
Cristo místico, más precisamente con el Cuerpo del Cristo total, que es la Iglesia. Más aún: Cristo en la eucaristía
crea la Iglesia, creando su unidad. Después de muchos siglos de silencio, el Concilio Vaticano II ha venido a
enseñar esta misma doctrina: cfr. LG 3; 26. Algunas inteligencias, privadas de la amplia y profunda visión
agustiniana, han tomado de aquí pie para decir que san Agustín negaba la presencia real de Cristo en la eucaristía.
Hay que afirmar lo uno y lo otro: la presencia real de Cristo en el sacramento y la identificación espiritual de este
con el Cuerpo del Cristo total, realidad mística; una y otra están avaladas por numerosos textos. Y esa misma es la
doctrina de san Pablo, que también afirma ambas cosas. Esto lo vemos con claridad si nos fijamos en lo que dice
el versículo anterior de su texto citado en primer lugar: El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión
de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? (1 Cor 10, 16).
[21] In Io. ev. 26, 13.
[22] S. 332, 2.
[23] S. 332, 3.
[24] In Io. ev. 84, 1.
[25] Id. 26, 18. San Agustín describe el estado de gracia como la mutua permanencia entre Cristo y cada uno de
nosotros; pues bien, el que carece de ese estado de gracia, aunque se acerque a comulgar, no recibe para su
salvación a Cristo, sino para su condenación.
[26] Id. 27, 6.
[27] Id. 26, 1. El hambre de Cristo en la comunión ha de estar acompañado del hambre de santidad.
[28] Id. 26, 12. San Agustín enfatiza lo importante que es la preparación y las actitudes pertinentes para recibir a
Cristo en la eucaristía. No tanto vale el ex opere operato, sino el ex opere operantis, en conformidad con la
teología actual y un tanto en contra de la de siglos pasados.
135
[29] Los ángeles se alimentan con un inmenso gozo de la verdad absoluta, de la bondad total y suma, de la
belleza infinita, que es Dios. Decir que el hombre come pan de ángeles no es una hipérbole, ni una metáfora, sino
una realidad, puesto que en la eucaristía nos alimentamos del mismo alimento que los ángeles.
[30] S. 132 A, 1.
[31] En. in ps. 44, 3.
136
15.
LA SANTA VIRGEN MARÍA, MADRE DE CRISTO,
MADRE DE LA IGLESIA Y MODELO DE SANTIDAD
Al lado de Cristo, nuestro único Redentor, está su Madre, la Virgen María
«Cristo es nuestro único Salvador; pues nadie, fuera de él, es nuestro Salvador; y
nuestro único Redentor; pues, nadie, fuera de él, es nuestro Redentor; no a precio de oro
o plata, sino a costa de su sangre»[1]. Entonces, ¿cuál es el puesto de María en la historia
de la salvación? En resumen: María es Madre de Cristo y, como nos explica san Agustín,
es también Madre de la Iglesia. Esta es, no solo la doctrina agustiniana, sino también la
que enseña el Concilio Vaticano II y la encíclica Redemptoris Mater de Juan Pablo II,
que llama a María intercesora y mediadora. Como Madre de la Iglesia, intercede ante su
Hijo por nosotros y es mediadora entre Él y nosotros, obteniéndonos una multitud
inmensa de gracias. Solo Dios tiene poder para redimir a los humanos del pecado[2],
pero el poder de intercesión y de mediación de María ante su Hijo es tan grande que no
se le puede poner medida. Este es, en resumen, el puesto de María en la historia de la
salvación.
La elección de María como Madre del Salvador
La elección de la santa Virgen María[3]: «El Verbo, que desde siempre la había
conocido, la reconoce entonces como Madre suya, al predestinarla; y, antes de que Él
mismo como Dios crease a aquella de la cual sería creado Él como hombre, ya la conoce
como Madre suya. (…) El mismo Señor es Señor de María e Hijo de María»[4]. En
consecuencia, el plan para salvar a la humanidad preparado por el Hijo, junto con el
Padre y el Espíritu Santo, incluye a María: «Nuestro Señor Jesucristo, que existía junto
al Padre, antes de nacer la Madre, no solo eligió la virgen de quien había de nacer, sino
también el día en que había de hacerlo»[5].
Hasta dónde llega la santidad de María
Dentro del plan de la salvación de la humanidad está como parte principal la
santificación de la carne de María: «Pues lo que (el Hijo de Dios) de nosotros tomó, o lo
137
purificó antes de tomarlo, o lo purificó en el momento mismo de tomarlo. Para este fin
creó a la Virgen, a la que había de elegir para que le diese el ser en su seno, y ella no
concibió por la ley de la carne de pecado (cf. Rm 8, 3), o por la concupiscencia carnal,
sino mereciendo por su piedad y por su fe que el santo germen se formase en sus
entrañas»[6]. Consiguientemente, nada hay más limpio de pecado que el seno de María,
que concibió a Cristo al margen del pecado original: «¿Y qué hay más limpio de pecado
que el seno de María, cuya carne, aunque viene de la propagación del pecado, sin
embargo, no concibió de la propagación del pecado, de modo que aquella ley que,
implantada en los miembros del cuerpo de muerte, repugna a la ley del espíritu, no
contaminase el mismo cuerpo de Cristo?»[7]. Más aún: María es santa desde su
nacimiento. Por eso dirá el Doctor de la gracia: «Yo no entrego a María al diablo por la
condición de su nacimiento, precisamente por eso, porque la misma condición de su
nacimiento está resuelta por la gracia del renacimiento»[8].
Y como culminación de esta santidad de María tenemos el célebre texto en que con
bastante probabilidad se puede decir que san Agustín enseña la inmaculada concepción
de la Virgen María sin pecado original: «Exceptuando, por tanto, a la santa Virgen
María, sobre la cual, por el honor debido a nuestro Señor, no quiero tener ninguna
discusión cuando se trata de pecados; porque sabemos que para vencer al pecado por
todos sus flancos le fue dada más gracia a aquella que mereció concebir y alumbrar al
que consta que no tuvo pecado alguno; repito: exceptuando a esta Virgen, si pudiésemos
reunir y preguntar a todos aquellos santos y santas, cuando vivían aquí, si estaban sin
pecado, ¿qué pensamos que iban a responder? (...) Si decimos que no tenemos pecado,
nos engañamos, y la verdad no está en nosotros (1 Jn 1, 8-9)»[9]. Esta doctrina
agustiniana pone de relieve hasta qué punto odia Dios el pecado y, al contrario, cuánto
ama la bondad, la santidad de sus criaturas.
La virginidad de María
En las palabras con que María interpela al ángel Gabriel se sobrentiende que María ha
hecho voto de virginidad: «¿Cómo será eso, porque no conozco varón? (Lc 1, 14).
Ciertamente no lo habría dicho, si antes no hubiera consagrado a Dios su
virginidad»[10]. Es admirable el don que Dios otorgó a María: «La integridad virginal
tiene algo de participación angélica; es ascensión a la incorruptibilidad perpetua en la
carne corruptible»[11]. Y sigue san Agustín: «Reconoced el propósito de la Virgen, (...)
era consciente de su voto. (...) No puso en duda la omnipotencia de Dios. ¿Cómo
sucederá eso?, se refería al modo, sin que incluyese duda alguna sobre la omnipotencia
de Dios. (…) Dime pues el modo. (...) Eres virgen, María, eres santa, has hecho un voto;
pero es muy grande lo que has merecido; mejor, lo que has recibido»[12].
Y este voto de virginidad lo hizo María, no por obligación, sino por elección de amor
a Dios: «María consagró su virginidad a Dios aun antes de saber que había de concebir a
Cristo, para servir de ejemplo a las futuras santas vírgenes y para que no estimaran que
solo debía permanecer virgen la que hubiera merecido concebir sin el carnal concúbito.
138
Imitó así la vida celeste en el cuerpo mortal por medio del voto, sin estar obligada; lo
hizo por elección de amor y no por obligación de servidumbre. Por ello, Cristo al nacer
de una virgen prefirió aprobar a imponer la santa virginidad a una virgen que, aun antes
de saber quién había de nacer de ella, había ya determinado permanecer virgen. Y así
quiso que fuese libre la virginidad hasta en la mujer en la que Él tomó forma de
siervo»[13]. Desde su virginidad ya consagrada, María concibió virginalmente a Jesús
por obra del Espíritu Santo: «El Hijo único, que es igual al Padre, (...) nació del Espíritu
Santo y de la santa Virgen María, sobre la que actuó no un marido humano, sino el
Espíritu Santo, quien fecundó a la casta, y la dejó intacta. Así se revistió de carne Cristo,
el Señor; así se hizo hombre quien hizo al hombre, asumiendo lo que no era sin perder lo
que era. Porque el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Jn 1, 14)»[14].
San Agustín enseña con toda claridad que la Virgen María fue también siempre virgen
después de haber dado a luz a Jesús, y esto lo enseña apoyándose en la cultura y
costumbres propias de los personajes de la Biblia y en una ingeniosa alegoría espiritual:
«Los parientes de la Virgen María se llamaban hermanos del Señor. En efecto, era
costumbre en las Escrituras dar el nombre de hermanos a todos los que estaban unidos
entre sí por los vínculos de consanguinidad o de parentesco, contrariamente a nuestra
costumbre y a nuestra manera de hablar. Porque ¿quién llama hermanos al tío y al hijo
de la hermana? La Escritura, sin embargo, llama hermanos a los que tienen ese
parentesco. Y así Abrahán y Lot se llaman hermanos, siendo Abrahán tío de Lot; y
Labán y Jacob lo mismo, siendo Labán tío paterno de Jacob. Luego, cuando oís hablar de
los hermanos del Señor, pensad en los vínculos del parentesco que les une a María, no en
que tuviera algún nuevo hijo. Porque, como en el sepulcro donde fue colocado el cuerpo
del Señor, no fue ni antes ni después enterrado cuerpo alguno, así el vientre de la Virgen
ni antes ni después de la concepción del Señor concibió nada mortal»[15].
De esta virginidad de María deduce san Agustín la dignidad de las vírgenes
consagradas a Dios, que también pueden ser madres en el orden espiritual: «No tienen,
pues, motivo para contristarse las vírgenes de Dios porque al guardar la virginidad no
pueden ser madres según la carne. Solamente la virginidad ha podido dar a luz
dignamente a quien no tuvo igual en su nacimiento. Pero este alumbramiento de la santa
Virgen es el honor de todas las santas vírgenes. También ellas son, con María, madres de
Cristo si es que hacen la voluntad de su Padre»[16].
Maternidad divina
El envío del Hijo de Dios al mundo consiste en que nació de mujer en el tiempo el que
por su naturaleza era el eterno Hijo del Padre: «Si no se hizo hijo del hombre el que es
Hijo de Dios, ¿cómo envió Dios a su Hijo nacido de mujer? (Ga 4, 4). Término este con
el que en la lengua hebrea no se niega la honra virginal, sino que solo se indica el sexo
femenino. ¿Quién, pues, fue enviado por el Padre sino el Hijo unigénito de Dios? ¿Cómo
entonces nació de mujer, si no fue enviado, hecho hijo del hombre, el que era, junto al
Padre, Hijo de Dios? Nació del Padre sin tiempo; de la madre, en el día de hoy
139
(Navidad). Eligió para ser hecho este día que Él había creado, del mismo modo que
nació de la Madre que Él creó. Pues ese mismo día a partir del cual comienzan a crecer
los días, simboliza la obra de Cristo, por quien nuestro hombre interior se renueva de día
en día. Para el Creador eterno la fecha del nacimiento en el tiempo creado debía ser
aquella que se adecuase a la criatura temporal»[17].
El mismo (la misma persona) que es Hijo del Padre en cuanto a su divinidad lo es
también de María en su humanidad. Pues al poner de relieve san Agustín la unidad de
persona (la del Hijo) en Cristo, indirectamente afirma que esa misma persona, el Hijo,
tiene relación filial con respecto a María: «El mismo que es Dios es hombre y el mismo
que es hombre es Dios, sin que se confundan las naturalezas, pero en la unidad de una
sola persona. Finalmente, el que como Hijo de Dios es coeterno al que lo ha engendrado,
existiendo en el Padre desde siempre, Él mismo comenzó a ser hijo del hombre naciendo
de la Virgen. De esta manera, a la divinidad del Hijo se añadió la humanidad; a pesar de
lo cual no se ha formado una cuaternidad de personas, sino que se mantiene la trinidad
(divina)»[18].
Cristo, el Hijo de Dio y Dios, que no es hijo del Espíritu Santo, es, sin embargo, hijo
de María: «Cristo no es Hijo del Espíritu Santo. Cuando se dice esto y se afirma que
nació del Espíritu Santo y de la santa Virgen María, habiendo nacido del uno y de la
otra, es difícil explicarlo. No obstante, podemos afirmar, sin ningún género de duda, que
nació del Espíritu Santo, no como padre, pero sí de la Virgen como madre»[19].
Es el Hijo de Dios el nacido de esa madre humana que es María: «Llámese Hijo de
Dios a aquel santo que ha de nacer de madre humana, pero sin padre humano, puesto que
fue conveniente que se hiciese hijo del hombre el que de forma admirable nació de Dios
Padre sin madre alguna»[20].
María y la Iglesia
Cristo tomó la carne de María para ser Cabeza y Esposo de la Iglesia: «Él es el más
hermoso de los hijos de los hombres (Sal 45 (44), 3). Hijo de santa María, Esposo de la
santa Iglesia, a la que hizo semejante a su Madre. En efecto, para nosotros la hizo madre
y para sí la conservó virgen. A ella se refiere el Apóstol: Os he unido con un solo varón
para presentaros a Cristo como una virgen casta (2 Cor 11, 2). Refiriéndose a ella, dice
también que nuestra madre no es la esclava, sino la libre, la abandonada que tiene más
hijos que la casada (cf. Ga 4, 26-27). También la Iglesia, como María, goza de perenne
integridad virginal y de incorrupta fecundidad. Lo que María mereció tener en la carne,
la Iglesia lo conservó en el espíritu; pero con una diferencia: María dio a luz a uno solo;
la Iglesia alumbra a muchos, que han de ser congregados en la unidad por aquel único
(Jesús)»[21].
María es el miembro más eminente de la Iglesia: «María fue santa, María fue dichosa,
pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿En qué sentido? En
cuanto que María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un
miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del Cuerpo. Si es parte del
140
Cuerpo entero, más es el Cuerpo que uno de sus miembros. El Señor es Cabeza y el
Cristo total es Cabeza y Cuerpo. ¿Qué diré? Tenemos una Cabeza divina, tenemos a
Dios como Cabeza»[22].
Que la Virgen María es modelo y tipo de la Iglesia se nos enseña por medio de unas
admirables ideas de teología espiritual, dignas de ser meditadas detenidamente:
«Comenzamos, pues, nuestro trabajo. Ayúdenos Cristo, el Hijo de la Virgen, esposo de
las vírgenes, nacido corporalmente de un seno virginal y unido espiritualmente en
virginal desposorio. Siendo también la Iglesia universal virgen desposada con un solo
varón, que es Cristo, como dice el Apóstol (cf. 2 Co 11, 2), ¿cuán dignos de honor no han
de ser sus miembros, que guardan en su carne lo que toda ella guarda en su fe? La Iglesia
imita a la Madre de su Esposo y Señor; porque la Iglesia también es virgen y madre.
Pues, si no es virgen, ¿por qué celamos su virginidad? Y, si no es madre, ¿a qué hijos
hablamos? María dio a luz corporalmente a la Cabeza de este Cuerpo; la Iglesia da a luz
espiritualmente a los miembros de esa Cabeza. Ni en una ni en otra la virginidad ha
impedido la fecundidad; ni en una ni en otra la fecundidad ha ajado la virginidad»[23].
Santa María, colabora en la nueva generación de los fieles de los que por eso mismo
es Madre: «María, por tanto, haciendo la voluntad de Dios, es solo Madre de Cristo
corporalmente, pero espiritualmente es también madre y hermana. Por lo cual solamente
esta mujer es madre y virgen, no solo en el espíritu, sino también en el cuerpo. No es
madre según el espíritu de nuestra Cabeza, el Salvador, de quien más bien es
espiritualmente hija, porque también ella está entre los que creyeron en él y que son
llamados con razón hijos del Esposo; pero ciertamente María es Madre de sus miembros,
que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los
fieles, miembros de aquella Cabeza, de la que efectivamente es Madre según el
cuerpo»[24].
La santidad de María en relación con su maternidad divina
San Agustín ensalza tanto la santidad de María que llega a valorarla, en algún sentido,
incluso por encima de su maternidad divina: «Bienaventurado el vientre que te llevó (Lc
11, 27). Y el Señor, para que no se buscase la felicidad en la carne, ¿qué respondió?
Mejor: Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la cumplen (Lc 11, 28). Por
eso era bienaventurada María, porque oyó la palabra de Dios y la guardó. María guardó
mejor la verdad en la mente que la carne en su seno. Porque Cristo es la Verdad; Cristo
es carne. La Verdad-Cristo estaba en la mente de María; la carne-Cristo en el vientre de
María. Más es lo que está en la mente que lo que es llevado en el vientre»[25].
Hacer la voluntad de Dios es lo más valioso en el ser y hacer de toda criatura, y eso es
lo que en primer lugar ensalza san Agustín en María pero, en segundo lugar, afirma que
María es un excelso modelo en el cumplimiento de esa voluntad de Dios. Por eso,
aunque parezca que Jesús desdeña a su Madre, en realidad la ensalza:
a) «¿Quien es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo la mano a sus
discípulos dijo: Estos son mi madre y mis hermanos, y quien hiciere la voluntad de mi
141
Padre, que está en el cielo, es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mt 12, 48-50). (...)
Oigan las madres para que con su afecto carnal no impidan las buenas obras de sus hijos.
Y si pretenden impedirlo y presionan a los que obran de ese modo, para retrasar al
menos lo que no pueden impedir, sean desdeñadas por sus hijos; me atrevo a decir
desdeñadas, desdeñadas por piedad. Si fue desdeñada la Virgen María, ¿cómo pretenderá
encolerizarse la mujer, casada o viuda, con un hijo suyo que se apresta a realizar la
buena obra y por eso desdeña a su madre que se interpone? (...) Cristo el Señor no
condenó el afecto materno, sino que con su propio ejemplo magnífico mostró cómo se
deja a una madre por la obra de Dios. Era doctor hablando, pero también doctor
desdeñando; por eso se dignó desdeñar a la madre, para enseñarte que por la obra de
Dios has de desdeñar incluso a los padres»[26].
b) «¿Acaso no hacía la voluntad del Padre la Virgen María, que en la fe creyó, en la fe
concibió, elegida para que de ella nos naciera la salvación entre los hombres, creada por
Cristo antes de que Cristo fuese en ella creado? Hizo sin duda Santa María la voluntad
del Padre; por eso, más importante es para María ser discípula de Cristo que haber sido
Madre de Cristo»[27]. Aunque de un modo implícito, Jesús, en el pasaje antes
registrado, ensalza sobremanera a su Madre. Lo enseña así el gran Padre de la Iglesia:
«Esto es lo que ensalza el Señor: que hizo la voluntad de su Padre, no que su carne
engendró la carne del Hijo de Dios (...), que es como si dijera: Y mi Madre, a quien
proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la palabra de Dios, no
porque se haya hecho en ella carne el Verbo de Dios, y haya habitado entre nosotros,
sino más bien porque fue custodio del mismo Verbo de Dios, que la creó a ella, y en ella
se encarnó»[28].
Para san Agustín, María es ejemplo y modelo de una de las virtudes que él más
aprecia, esto es, la humildad: «Ante todo, hermanos, no hay que pasar por alto, pensando
en la instrucción de las mujeres, nuestras hermanas, la santa modestia de la Virgen
María. Había dado a luz a Cristo; un ángel se había acercado a ella y le había
comunicado: He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien llamarás
Jesús. Será grande y recibirá el sobrenombre de Hijo del Altísimo (Lc 1, 31-32). Aunque
había merecido alumbrar al Hijo del Altísimo, era muy humilde; ni siquiera se antepuso
al marido en el modo de hablar. No dice: “Yo y tu padre”, sino Tu padre y yo (Lc 2, 48).
No tuvo en cuenta la dignidad de su seno, sino la jerarquía conyugal»[29].
María fue Madre de Cristo al aceptar la voluntad de Dios. Los fieles, imitando a
María, también pueden ser madres espirituales de Cristo
Pero, María, a pesar de su humildad, aceptó la voluntad de Dios, lo cual es la suma de
todas las virtudes: «Creamos, pues, en Jesucristo, nuestro Señor, nacido del Espíritu
Santo y de la Virgen María. Pues también la misma bienaventurada María concibió
creyendo a quien alumbró creyendo. Después de habérsele prometido el hijo, preguntó
cómo podía suceder eso, puesto que no conocía varón. (…) El ángel le dio la respuesta:
El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
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eso, lo que nazca de ti será santo y será llamado Hijo de Dios (Lc 1, 35). Tras estas
palabras del ángel, ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su mente que
en su seno, dijo: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38).
Cúmplase, dijo, el que una virgen conciba sin semen de varón; nazca del Espíritu Santo
y de una mujer virgen aquel en quien renacerá del Espíritu Santo la Iglesia, virgen
también»[30].
En consecuencia, el Obispo de Hipona recomienda a sus fieles la imitación de María
en su vida cristiana, siendo madres de Cristo como lo fue ella: «Su Madre lo llevó en su
seno, llevémosle nosotros en el corazón; la Virgen quedó grávida por la encarnación de
Cristo, queden grávidos nuestros pechos por la fe en Cristo; ella alumbró al Salvador,
alumbremos nosotros alabanzas (a Dios). No seamos estériles, sean nuestras almas
fecundas para Dios»[31]. Y la recomendación de san Agustín a sus fieles en la imitación
de la santa Virgen María llega hasta el extremo de exhortarles a ser también madres de
Cristo de una forma espiritual, como fruto de su trabajo apostólico: «El que haga la
voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi
madre (Mt 12, 50). (…) Entiendo que somos hermanos de Cristo, que hermanas de Cristo
son las mujeres santas y fieles. ¿Pero cómo podremos entender eso de madres de Cristo?
Sí, me atrevo a decir que somos madres de Cristo. Si dije que vosotros eráis hermanos de
Cristo, ¿no me iba a atrever a decir que sois su madre? Ea, carísimos, mirad cómo la
Iglesia es esposa de Cristo, lo que es manifiesto. Y aunque sea más difícil de entender,
sin embargo, es verdad que es madre de Cristo. La virgen María se adelantó como tipo
de la Iglesia. (…) Por lo tanto, los miembros de Cristo den a luz en la mente, como
María dio a luz a Cristo en el vientre, sin dejar de ser virgen, y de ese modo seréis
madres de Cristo. No es para vosotros cosa extraña, no es cosa desproporcionada, ni cosa
que repugne: fuisteis hijos, sed también madres. Cuando fuisteis bautizados, entonces
nacisteis los hijos de la madre, miembros de Cristo. Traed ahora al lavatorio del
bautismo a los que podáis; de ese modo, como fuisteis hijos cuando nacisteis, así ahora,
conduciendo a los que van a nacer, podéis ser madres de Cristo»[32].
María, en todo su ser, es una obra admirable en grado sumo de la gracia de Dios
Pero todo lo bueno tiene su origen en Dios. En efecto la santidad de María en todas
sus virtudes tiene su causa principal en la inmensidad de gracia que Dios derramó sobre
ella. Lo pone de relieve el Doctor de la gracia de la forma más hermosa, original y
convincente: «¿Qué eres tú que vas a dar a luz? ¿Cómo lo has merecido? ¿De quién lo
recibiste? ¿Cómo va a formarse en ti quien te hizo a ti? ¿De dónde, repito, te ha llegado
tan gran bien? Eres virgen, eres santa, has hecho un voto; pero es muy grande lo que has
merecido; mejor, lo que has recibido. ¿Cómo lo has merecido? Se forma en ti quien te
hizo; se hace en ti aquel por quien fuiste hecha tú; más aún, aquel por quien fue hecho el
cielo y la tierra, por quien fueron hechas todas las cosas. En ti, el Verbo se hace carne
recibiendo la carne, pero sin perder la divinidad. E incluso el Verbo se junta y se une con
la carne, y tu seno es el tálamo de tan gran matrimonio, esto es, la unión del Verbo y de
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la carne; de él procede el mismo esposo como de su lecho nupcial (Sal 19 [18], 6). Al ser
concebido te encontró virgen, y, una vez nacido, te deja virgen. Te otorga la fecundidad
sin privarte de la integridad. ¿De dónde te ha venido? ¿Quizá parezca insolente al
interrogar así a la Virgen y pulsar casi inoportunamente con estas mis palabras a sus
castos oídos. Mas veo que la Virgen, llena de rubor, me responde y me alecciona: “¿Me
preguntas de dónde me ha venido todo esto? Me ruborizo al responderte acerca de mi
bien; escucha el saludo del ángel y reconoce en mí tu salvación. Cree a quien yo he
creído. Me preguntas de dónde me ha venido esto. Que el ángel te dé la respuesta”. Dime
ángel, ¿de dónde le ha venido tal gracia a María? “Ya lo dije cuando la saludé: Salve,
llena de gracia” (Lc 1, 28)»[33].
[1] S. 213, 3.
[2] El pecado es una ofensa a Dios, que solo Él puede perdonar. El sacerdote perdona en «el nombre del Padre, y
del Hijo y del Espíritu Santo».
[3] La santa Virgen María es el nombre con que san Agustín suele llamar a la Madre del Señor.
[4] In Io. ev. 8, 9.
[5] S. 190, 1.
[6] De pec. mer. 2, 24, 38.
[7] De g. ad lit. 10, 18, 32.
[8] C. Iul. o. imp. 4, 122. Ya en este texto consideran algunos autores que san Agustín insinúa la inmaculada
concepción de la Virgen María.
[9] De nat. et gr. 36, 42. ¿Enseñó san Agustín la inmaculada concepción de María? El problema está en si san
Agustín al decir «cuando se trata de pecados» se está refiriendo también al pecado original. A favor tenemos, entre
otras, esta razón: la causa de que entre los santos de los que habla después no haya ninguno libre de pecado
personal es, según san Agustín, la enfermedad contraída a causa del pecado original. Así, pues, si a María no se le
puede atribuir ningún pecado personal es debido a que no padece esta enfermedad, y eso es lo que parece que
quiere decir cuando habla de que «le fue dada más gracia». En todo caso, «el honor debido a nuestro Señor»,
¿quedaría a salvo si María hubiera contraído el pecado original? Según el modo de pensar de san Agustín, que le
atribuye a ese pecado una malicia incluso mayor de lo que la teología ha pensado en siglos posteriores, no parece
que ese honor del Señor hubiera quedado a salvo.
[10] De s. virg. 4, 4.
[11] Id. 13, 12.
[12] S. 291, 5-6.
[13] De s. virg. 4, 4.
[14] S. 213, 3.
[15] In Io. ev. 28, 3.
[16] De s. virg. 5, 5.
[17] S. 186, 3.
[18] S. 186, 1. María es madre de la humanidad de Jesús cuyo sujeto personal es el Hijo eterno de Dios Padre,
Dios como el Padre. María es, por tanto, Madre del Hijo de Dios, que es Dios; es decir, es Madre de Dios. Sobre
estas bases bíblicas y filosófico-teológicas de san Agustín se proclama la maternidad divina de María en el
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Concilio de Éfeso (a. 431). Un año antes había muerto san Agustín (Cf. In Io. ev. 27, 4; 78, 3; 99, 1).
[19] Enchir. 38, 12. Los conocimientos genéticos de hoy día nos permiten entender esto mejor: La aportación
genética masculina en la formación del cuerpo de Jesús es creación del Espíritu Santo, no es emanación de su ser,
como ocurre en los padres (varones) humanos. Lo que sí está claro para san Agustín es que, con términos
modernos, la aportación genética femenina de María en la formación de la humanidad de Jesús, cuya única
persona es divina, es igual a la de las madres humanas respecto de sus hijos.
[20] S. 215, 4.
[21] S. 195, 2. El modelo que toma san Agustín para ensalzar a la Iglesia es María, la que más alabanzas merece
de todos los seres meramente creados.
[22] S. 72 A, 7). San Agustín ve a María, igual que el Vaticano II, dependiente de su Hijo y dentro de la Iglesia
(cf. Lumen gentium 8, 52-69).
[23] De s. virg. 2, 2.
[24] Id. 5, 5-6, 6. Se habla aquí claramente de María como Madre de la Iglesia, como la proclamó Pablo VI al
acabar el Concilio Vaticano II, apoyándose, entre otros, en este texto de san Agustín. Después de la maternidad
divina es la mayor gloria de María.
[25] S. 72 A, 7.
[26] S. 72 A, 3.
[27] S. 72 A, 7. En la realidad, el ser discípula de Cristo y Madre de Cristo son dos cosas inseparables en María;
pero, conceptualmente, en el mismo contenido de ser discípula de su Hijo está incluida su salvación y plenitud de
su felicidad, acompañada de la correspondiente gloria de Dios, lo cual, conceptualmente, no se incluye en la
maternidad divina.
[28] In Io. ev. 10, 3.
[29] S. 51, 18.
[30] S. 215, 4.
[31] S. 189, 3.
[32] S. 72, A, 8. Estamos ante una hermosa concreción de la motivación del trabajo apostólico.
[33] S. 291, 6.
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16
LOS PEREGRINOS HACIA LA PATRIA: LA VIDA
ETERNA
El amor a las criaturas y el amor al Creador
Los seres humanos nos encontramos en este mundo, en esta vida, avanzando sin cesar
hacia el fin de la misma. Los cristianos conocemos por la fe y aguardamos por la
esperanza otra vida muy superior a esta con Dios para siempre; pero mientras tanto, los
bienes de este mundo solicitan el afecto de nuestro corazón a la vez que Dios nos pide
nuestro amor por encima de todas las cosas. Pues bien, «Dios no te prohíbe amar estas
cosas, sino amarlas poniendo en ellas tu felicidad; valóralas y alábalas de modo que
ames al Creador. Si un esposo hiciese a su esposa un anillo, y esta, recibido el anillo, le
amase más que al esposo, que le hizo el regalo, ¿acaso no sería considerada su alma
adúltera a causa de este don del esposo, aunque amase lo que le dio el esposo? (...) Si
amas estas cosas, aunque las hizo Dios, y abandonas al Creador, amando al mundo más
que a Él, ¿no habrá de considerarse tu amor como adulterino?»[1]. Lo razonable es,
«poner en la tierra lo terreno y arriba el corazón»[2].
Es aleccionadora la comparación, descrita por san Agustín, entre los humanos que
viven entregados a los bienes y placeres de este mundo y nosotros los cristianos que
usamos de este mundo teniendo el corazón en Dios y su eternidad: «Os burláis de
nosotros porque esperamos bienes eternos que no vemos, mientras vosotros, esclavos de
bienes aparentes y temporales, desconocéis qué os traerá el día de mañana. Con
frecuencia esperáis un día bueno, y se os presenta malo; y ni aun en el caso de que fuera
bueno podéis impedirle que huya. Os burláis de nosotros porque esperamos bienes
eternos, que cuando lleguen no pasarán, puesto que en realidad no vienen, sino que
permanecen por siempre; somos nosotros quienes llegamos a ellos si yendo por el
camino del Señor caminamos dejando al lado todas estas cosas pasajeras. Vosotros no
cesáis ni un momento de esperar los bienes temporales, a pesar de que tan
frecuentemente fallan vuestras esperanzas; continuamente os inflama el deseo de que
lleguen, cuando han llegado os corrompen y, cuando han pasado, os atormentan. ¿No
son estos los bienes que deseados enardecen, poseídos se envilecen y perdidos se
desvanecen? También nosotros nos servimos de ellos por necesidad de nuestra
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peregrinación, pero no ponemos en ellos nuestro gozo, para no ser arrasados cuando
ellos se desmoronen. Usamos de este mundo como si no usáramos, para llegar a quien
hizo el mundo y permanecer en Él gozando de su eternidad»[3].
Qué es el cielo. Por el deseo podemos anticipar nuestra estancia en el cielo
El cielo no es un lugar, sino que el cielo es Dios. También es correcto decir que el
cielo es el estado en que los bienaventurados gozan de Dios: «Hay cielos en los cuales
habita Dios por la visión, viéndole cara a cara. Estos son todos los santos, todos los
santos ángeles, todos los santos tronos, las virtudes, las potestades, las dominaciones, la
Jerusalén celeste hacia la cual peregrinando gemimos y deseándola oramos; en esta
habita Dios. A esta elevó la fe al justo, a esta subió deseándola con el afecto; y este
mismo deseo hace destilar al alma las inmundicias de los pecados y purificarla de toda
mancha para hacerse también ella misma cielo; porque elevó los ojos a aquel que habita
en el cielo (cf. Sal 123 [122], 1)»[4].
La esperanza de la vida eterna, componente de la vida cristiana
El deseo de Dios
La inmensa mayoría de los cristianos no tienen ninguna prisa ni mayor deseo de llegar
a estar con Dios en la vida eterna. Y esto no por su entrega al bien de los demás ni por el
afán de mejorar la sociedad en que vivimos, lo cual sería muy positivo cristianamente
hablando, sino porque están muy apegados a este mundo, a esta vida con todo lo que
contiene; y esto sin duda que es muy humano, pero no tan cristiano. Los santos, porque
aman mucho a Dios, piensan y sienten de un modo bastante distinto. San Agustín, cuya
entrega en favor de los hermanos necesitados en cualquier sentido, fue admirable y
heroica, sin embargo, por ser un enamorado de Dios, vive anhelante de gozar de su
presencia y sufre porque aún no se halla en aquella patria adonde siente prisa y deseo
vehemente de llegar. Y nos advierte que aquel que ama mucho esta vida señal es de que
ama poco la patria celestial. Nos dice: «El cuerpo peregrina por lugares, el alma por
afectos. Si amas la tierra, te alejas de Dios peregrinando; si amas a Dios, subes a Dios.
Nos ejercitamos en el amor de Dios y del prójimo para que volvamos al amor. Si caemos
en la tierra, nos marchitamos y pudrimos»[5]. Pero, según lo dicho, si amamos la patria,
nuestro corazón desea intensamente llegar a ella, porque ahí nos acontece lo más grande
que nos puede acontecer, esto es, la posesión de Dios[6]. En medio de la multiplicidad
de ocupaciones de este mundo, hay una sola cosa a la que debemos tender, y es al abrazo
eterno de nuestro Padre Dios. Digo tender, porque somos todavía peregrinos, no
residentes; estamos aún en camino, no en la patria definitiva; hacia ella tiende nuestro
deseo, pero no disfrutamos aún de su posesión. Sin embargo, dice san Agustín, no
cejemos en nuestro esfuerzo, no dejemos de tender hacia ella, porque solo así podremos
un día llegar a ese término.
Pero con frecuencia la tristeza inunda nuestro ser, sobre todo cuando estamos
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atribulados por el motivo que sea, o cuando sentimos, por motivos de enfermedad o
vejez, que se nos escapa la vida, la única vida que conocemos y a la que estamos tan
apegados. Pero esto no es cristiano, es contrario a la virtud teologal de la esperanza, y
también contra la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo, y al amor que les debemos. En esto
nos está contagiando el fenómeno de la secularización de que estamos rodeados.
Contra esta actitud negativa san Agustín da por descontado que los cristianos vivimos
cantando movidos por el amor y el deseo de Dios. «¿Qué cantan —dice— los miembros
del cuerpo de Cristo que es la Iglesia? Aman, y amando cantan; cantan deseando la vida
eterna. Algunas veces cantan en la tribulación, otras cantan con regocijo, cuando cantan
con esperanza. Nuestra tribulación tiene lugar en el mundo actual, nuestra esperanza se
encamina al siglo futuro: Si la esperanza del siglo futuro no nos consolase en la
tribulación del presente, pereceríamos. Luego todavía, hermanos, no poseemos nuestro
gozo en la realidad, pero sí ya en esperanza. Nuestra esperanza es tan firme como si ya
fuese realidad, pues, no cabe la duda porque el que la promete es la misma Verdad»[7].
La falta de fe robusta que fundamente la esperanza hace que con frecuencia la ruda
presencia del sufrimiento se imponga a la seguridad de la esperanza. Es cierto que
humanamente hablando tenemos muchos motivos para estar tristes, pero la esperanza de
la vida eterna nos consuela en la tribulación del presente; la bondad de Dios y el amor de
su Hijo, que nos esperan al final de esta vida, nos deben dar ánimo y alegría.
Las contrariedades de la vida
Se nos hace difícil de aceptar, pero las mismas contrariedades de la vida, que son
muchas y a veces muy fuertes, nos pueden ayudar a mejorar nuestra vida cristiana. Sobre
todo si vivimos de cara a Dios y de espaldas al mundo; aunque padezcamos alguna
aflicción, esta será entonces como un viento áspero, pero próspero. Con trabajo, es
verdad, pero nos conduce presto, presto nos lleva hacia Dios[8]. El deseo de Dios nos
ayuda a superar los sufrimientos de este mundo, y contribuye a mejorar nuestra vida
cristiana: «¡Oh si el corazón suspirase por aquella vida y gloria inefables! ¡Oh si
llorásemos con gemidos nuestra peregrinación, si no amásemos el mundo, si
continuamente con alma pura suspirásemos por Aquel que nos ha llamado! El deseo es el
seno del corazón; le poseeremos si dilatamos el deseo cuanto nos fuere posible»[9]. Así
habla y siente el enamorado de Dios.
La virtud de la esperanza
Pero para vivir así es indispensable la virtud de la esperanza. «La virtud teologal de la
esperanza es de necesidad al peregrino: ella endulza el caminar, pues el viajero que se
halla fatigado en el camino sobrelleva su fatiga en espera de llegar al término. Quítale al
caminante la esperanza de llegar, y al punto se quebrantan sus fuerzas para andar»[10].
Hemos, pues, de cultivar esta virtud teologal. Al Señor se la hemos de pedir con
insistencia. Y recordemos que la Iglesia invoca a María, Madre de Jesús y Madre
nuestra, con el título de Nuestra Señora de la Esperanza. Ella esperó amorosamente
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confiada a su Hijo cuando iba a venir a este mundo; ella quiere que al final de nuestras
vidas esperemos también con amor y confianza la venida de su Hijo que viene a nuestro
encuentro. Acudamos a la intercesión de María, nuestra Madre, para que su Hijo nos
aumente la virtud de la esperanza. Pensando en el aumento de la población de la llamada
tercera edad y el neopaganismo y/o la secularización que nos invaden, se podría decir
que es la virtud más necesaria en el siglo XXI. La más necesaria para los seres humanos
de nuestra sociedad desesperanzada.
Pero junto a la virtud de la esperanza tiene que estar como alma de la misma la virtud
de la caridad, que tiene hambre de Dios: «Que cada uno de vosotros, hermanos míos,
mire a su interior, se juzgue y examine sus obras, sus buenas obras; considere las que
hace por amor, no esperando retribución alguna temporal, sino la promesa y el rostro de
Dios. Nada de lo que Dios te prometió vale algo separado de Él mismo. ¿Qué es la tierra
entera? ¿Qué la inmensidad del mar? ¿Qué todo el cielo? ¿Qué son todos los astros, el
sol, la luna? ¿Qué el ejército de los ángeles? Yo tengo sed del Creador de todas las
cosas: tengo hambre de Él, y a Él solo digo: En ti está la fuente de la vida (Sal 36 (35),
10). Él me dice: Yo soy el pan que descendió del cielo (Jn 6, 32-33. 41). Que mi
peregrinación esté impregnada de hambre y sed de ti para que me sacie con tu
presencia»[11].
La seguridad de la esperanza cristiana
El problema está en que nuestra fe es débil. Quizá no estemos convencidos del todo de
que hay otra vida, no estamos seguros de que habrá resurrección de los muertos. Puede
ser una de las causas de que nos apeguemos a este mundo y a esta vida; y también puede
ser la causa de que le tengamos miedo a la muerte y al más allá. ¿Dónde está nuestra fe y
confianza en Cristo, el Señor? Y, sin embargo, Él nos ha dicho que después de esta vida
hay otra mucho mejor; nos ha prometido que después de esta vida nos acogerá en la casa
de su Padre (cf. Jn 14, 2), y nos ha garantizado la resurrección de nuestros cuerpos en su
momento (cf. Jn 5, 29; 11, 24-25), de modo parecido a como resucitó el suyo también en su
momento. Y esta enseñanza, y esta promesa, y esta garantía son palabra de Dios, no
palabra de un ser humano, un hombre o una mujer, sino palabra de un Dios, palabra de
Dios. ¿Qué más queremos? Nuestra esperanza, dice san Agustín, es tan firme como si ya
fuese realidad, puesto que nos lo ha prometido la misma Verdad, que ni puede engañarse
ni engañar[12].
Y añade otra razón clarividente para convencernos de que hay otra vida, la vida eterna:
«Nunca hubiera hecho Dios tantas y tales cosas por nosotros si con la muerte del cuerpo
se terminara también la vida del alma»[13]. Veamos: el Señor Jesús, el Hijo de Dios, dio
la vida libremente por nosotros y lo hizo por amor (cf. Jn 10, 17-18; 15, 13); y lo hizo
padeciendo toda clase de grandísimos males morales y físicos; incluso los terribles
tormentos que llegaron al paroxismo del dolor más agudo y espantoso en la crucifixión.
Lo revela y anticipa así el Señor: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto,
así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida
eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el
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que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 14-16). Pues bien, no tendría
sentido y sería el mayor disparate, la más estúpida e irracional necedad, el más grande de
los absurdos, si todo eso lo hizo y padeció para otorgarnos los efímeros, inestables e
inciertos bienes de esta breve vida, mezclados con tantos sufrimientos y males de todas
clases. Es, por tanto, razonable pensar que hay otra vida, la eterna, la que Él mismo nos
promete en ese pasaje, y en la cual sí podremos gozar de unos bienes que, por su
duración y calidad, estén en proporción con la inmensidad del amor que el Hijo de Dios
nos demostró al entregarse libremente a tan terrible muerte y con tanto amor por
nosotros.
Y sobre la resurrección nos enseña también san Agustín: «Cuando se dice que Dios ha
de resucitar a los muertos, no se dice, a mi juicio, ningún absurdo, porque se habla de
Dios, no del hombre. Será algo grandioso, realmente increíble; pero no dejes de creerlo;
mira quién lo realiza. La fe dice que te resucitará el mismo que te creó. No existías, y
existes. Ya hecho, ¿no volverás a la existencia? Lejos de ti el no creerlo. Portento mayor
hizo Dios cuando hizo lo que no existía; sin embargo, hizo lo que no existía. ¿Van, pues,
a no creer que restaure lo que ya existía los mismos a quienes hizo ser lo que no eran?
¿Así correspondemos a Dios los que no éramos y fuimos hechos? ¿Vamos a
corresponderle pensando que no puede resucitar lo que antes creó? ¿Este pago le da su
criatura? ¡Conque te hice hombre, te dice Dios; conque te hice hombre antes de que
tuvieras ser alguno, para que no me creas si te digo que volverás a ser lo que fuiste, tú
que pudiste ser lo que no eras!»[14]. ¡Cuánta incredulidad respecto del poder de Dios!
¡Cuánta desconfianza para con su bondad! Y, sin embargo, la omnipotencia, la bondad y
la fidelidad divinas constituyen en sí mismas una garantía plena, total.
Actitud ante la muerte
Todo lo dicho ha de tener como consecuencia una actitud positiva ante la muerte.
Atendiendo a todo lo que llevamos expuesto, la esperanza y la confianza en Dios, no el
miedo, ha de inundar todo nuestro ser ante la muerte. Se ha de considerar como un
piadoso engaño, pero engaño al fin, el ocultar a las personas muy enfermas o muy
ancianas el próximo final de su existencia terrena. Lo que hay que hacer es infundirles
ánimo, avivar su fe, robustecer su esperanza y encender su caridad, exhortándoles a
confiar en el cumplimiento de las grandes promesas que nos ha hecho el amor y el poder
de nuestro Señor Jesucristo.
A este propósito recordemos y tomemos como modelo las palabras que santa Mónica
dijo a sus hijos antes de morir lejos de su patria: «Enterrad mi cuerpo en cualquier parte,
ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar
del Señor dondequiera que estéis. (…) Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que
ignore al fin del mundo el lugar donde estoy para resucitarme»[15]. Tenemos aquí un
ejemplo de una fe y esperanza maduras y plenamente cristianas, de las que se obtienen,
en el momento cumbre de esta vida, todas las consecuencias y certidumbres acerca de la
otra vida, la eterna.
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Cómo será la felicidad en la vida eterna
Vamos ahora a describir, con la ayuda de san Agustín, la vida eterna. Y lo primero que
nos dice el Padre de la Iglesia, en la forma literaria más hermosa, es que pasaremos de
las obras de misericordia aquí practicadas a la plenitud del amor allí recibido: «Marta y
María eran dos hermanas, unidas no solo por su parentesco de sangre, sino también por
sus sentimientos de piedad; ambas estaban estrechamente unidas al Señor, ambas le
servían durante su vida mortal en este mundo. Marta le recibió en su casa como suele
recibirse a los peregrinos. La sierva recibe al Señor, la enferma al Salvador, la criatura al
Creador»[16]. Pero mientras Marta estaba ocupada para preparar el banquete material,
María ya estaba gozando del banquete espiritual escuchando, sentada a los pies del
Señor, su palabra: «Por lo demás, tú, Marta —dicho sea con tu venia, y bendita seas por
tus buenos servicios—, buscas el descanso como recompensa de tu trabajo. Ahora estás
ocupada en los mil detalles de tu servicio, quieres alimentar unos cuerpos que son
mortales, aunque ciertamente de santos; pero ¿por ventura, cuando llegues a la patria
celestial, hallarás peregrinos a quienes hospedar, hambrientos con quienes partir tu pan,
sedientos a quienes dar de beber, enfermos a quienes visitar, litigantes a quienes poner
en paz, muertos a quienes enterrar? Todo esto allí ya no existirá; allí solo habrá lo que
María ha elegido: allí seremos nosotros alimentados, no tendremos que alimentar a los
demás. Por esto, allí alcanzará su plenitud y perfección lo que aquí ha elegido María, la
que recogía las migajas de la mesa opulenta de la palabra del Señor. ¿Quieres saber lo
que allí ocurrirá? Dice el mismo Señor, refiriéndose a sus siervos: Os aseguro que los
hará sentar a la mesa y los irá sirviendo (Lc 12, 37)»[17].
Tenemos otro texto magnífico, similar al anterior pero con otros matices y más
completo: «Cuando desaparezca, dice el santo, nuestro llanto, todos a una, formando un
solo pueblo, una sola patria, seremos consolados, millares de millares con los ángeles,
que cantan a Dios, con los coros de las celestes potestades, que moran en la única ciudad
de los vivientes. ¿Quién gime allí, quién solloza, quién trabaja, quién siente necesidad,
quién muere, quién se apiada, quién parte el pan con el hambriento allí en donde todos se
sacian con el pan de la justicia? Allí nadie te dirá: “recibe al peregrino”, pues no habrá
ninguno, ya que todos viven en su patria; nadie dirá: “reconcilia a tus amigos reñidos
entre sí”, pues todos gozarán en paz eterna del rostro de Dios. Nadie te dirá: “visita al
enfermo”, porque la inmortalidad es la salud permanente. Nadie te dirá: “entierra a los
muertos”, pues todos gozarán de vida sempiterna. Desaparecerán las obras de
misericordia, porque allí no habrá miseria. ¿Qué haremos allí? ¿Qué haremos? Cesarán
estas obras de misericordia, repito, porque no habrá miseria. (…) ¿Por ventura tendrán
lugar allí las obras imprescindibles que se dan aquí de sembrar, de arar, de cocer, de
moler y de tejer? Ninguna de ellas, porque no existirá necesidad. Por tanto, no habrá
obras de misericordia, porque desapareció la miseria, y donde no hay necesidad tampoco
habrá los trabajos que ahora nos ocupan para mantener la vida corporal. ¿Qué habrá allí?
¿Qué ocupación será la nuestra? ¿Qué actividad ejerceremos? ¿Quizá ninguna, porque
habrá descanso? ¿Nos sentaremos, nos paralizaremos, no haremos nada? Si se enfría
nuestro amor, se entumece nuestra acción. El amor que descansa en el rostro de Dios, a
151
quien ahora deseamos y por quien ahora suspiramos, cuando lleguemos a Él ¿de qué
modo nos encenderá? ¿De qué modo nos iluminará cuando hayamos llegado a Él, por
quien ahora, no habiéndole visto, suspiramos? ¿Cómo nos cambiará? ¿Qué hará de
nosotros? ¿Qué haremos, hermanos? Nos lo diga el salmo: Bienaventurados los que
habitan en tu casa. ¿Por qué? Porque te alabarán por los siglos de los siglos (Sal 84 [83],
5)»[18].
Pero, y el cuerpo, ¿qué pasará con nuestro cuerpo? Una vez acontecida la resurrección,
nuestro cuerpo también tendrá su gozo a la vez que el alma. Y esto no tiene poca
importancia, puesto que san Agustín dice que el alma no se sentirá completa hasta que se
una a ella el cuerpo hacia el cual tiende por inclinación natural, ya que ambos
constituyen un solo ser humano[19]. Por tanto, «amadísimos, allí serán muchos los
miembros del cuerpo que carecerán de función, pero a ninguno ha de faltar su parte de
hermosura. Nada indecoroso habrá allí; la paz será total, nada habrá que desentone, nada
que cause horror, nada que ofenda a la vista; Dios será alabado en todo. En efecto, si aun
ahora, en medio de esta debilidad de la carne y el débil actuar de los miembros, es tan
grande la hermosura de los cuerpos que arrastra a los lujuriosos e incita a investigar a los
estudiosos e incluso a los curiosos, que hallan en el cuerpo su propio orden interior,
advirtiendo que no es uno el artífice de los mismos y otro el de los cielos, sino que es
uno solo el Creador de las cosas de aquí abajo y de las de arriba, ¡cuánto más allí, donde
no habrá pasión ninguna, ninguna corrupción, ninguna maldad deformadora, ninguna
necesidad que cause fatiga, sino una eternidad sin fin, la hermosa verdad y la suma
felicidad!»[20].
Teología y poesía espiritual se funden en estos textos agustinianos que nos dan
suficiente «material» para largas contemplaciones en las que hemos de avivar nuestro
deseo de ver a Dios, de la vida eterna.
En qué consistirá la vida eterna
«Pero mi dirás: “¿Qué voy a hacer allí? Si no voy a usar de los miembros de mi
cuerpo, ¿qué voy a hacer?” ¿Te parece que es poco el estar, ver, amar y alabar a
Dios?»[21]. «Esta será nuestra actividad: la alabanza de Dios. Amas y alabas. Dejarás de
alabar si dejares de amar. Pero no cesarás de amar, porque es tal Aquel a quien has de
ver, que no te causará cansancio. Te saciará y no te saciará. (…) ¿Qué diré? Lo que
puede decirse apenas puede pensarse. Que te sacia y no te sacia, porque ambas cosas
encuentro en la Escritura»[22].
E insiste en una idea similar para significar la plena felicidad: «Entonces, cuando
veamos aquel rostro que vence cualquier afecto desordenado, ya no pecaremos, ni de
obra ni de deseo. Es tan dulce, hermanos míos, tan hermoso, que, después de haberle
visto, ninguna otra cosa puede deleitar. Habrá una saciedad insaciable, pero sin molestia
alguna. Estaremos siempre hambrientos y siempre saciados»[23]. La paradójica
coincidencia entre un Dios que nos sacia completamente y del que constantemente
estaremos deseosos y hambrientos, es lo que corresponde a un Dios que es infinito, por
152
lo que nos llena sin consumirse nunca. Debido a ello el ser recipiente por ser finito estará
lleno pero sin poder agotar nunca al ser infinito que le otorga la plenitud. El ser infinito,
Dios, estará siempre suscitando en el bienaventurado una total saciedad a la vez que una
novedad gozosa.
En la vida bienaventurada tendremos, por consiguiente, todos los bienes juntos: «Allí
habrá verdadera paz, y nadie padecerá ninguna cosa adversa, ni de sí mismo ni de otro
alguno. El premio de la virtud será el Dador de esa misma virtud, y a los que la tuvieren
se prometió darse a sí mismo, sin que pueda haber cosa mejor ni mayor. Lo dijo por el
profeta: Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Lev 26, 12). Que es como decir: Yo seré
su hartura, yo seré todo lo que los hombres pueden honestamente desear: la vida y la
salud, el sustento y la riqueza, la gloria y la honra, la paz y todo bien. Y del mismo modo
se entiende lo que dice el Apóstol: Dios será todo en todas las cosas (1 Cor 15, 28). Él
será el fin de nuestros deseos, pues le veremos sin fin, le amaremos sin fastidio, y le
alabaremos sin cansancio. Este oficio, este afecto, este acto será, sin duda, la misma vida
eterna»[24]. «Allí desaparecerá el gemido y el dolor. Allí no hay oración de petición,
sino de alabanza; aleluya; amén; voz concorde con los ángeles; allí habrá contemplación
sin descanso, y amor sin tedio»[25].
En resumen, en síntesis: «Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y
amaremos, amaremos y alabaremos a Dios: en esto consistirá el fin sin fin»[26].
Esperanza de la vida eterna y compromiso cristiano
El compendio de este tema para el día de hoy, para esta vida temporal hacia la vida
eterna, podría significarse así: la mano en el arado y la mirada en el cielo; ni una ni otra
deben faltar en la vida cristiana. San Agustín nos lo enseña en una primera exhortación:
«Luego si esta dulzura ha de ser inefable y sempiterna, ahora, ¿qué pide Dios de
nosotros, hermanos? La fe no fingida, la firme esperanza y la ardiente caridad, y que
ande el ser humano por el camino que Dios le ordenó, y que soporte las tentaciones y
acepte su consuelo»[27].
Y, para terminar, tenemos el enlace magistral que hace san Agustín entre la vida del
cristiano bienaventurado en el otro mundo y la del cristiano que peregrina ejerciendo con
esfuerzo pero con esperanza las virtudes todavía en este mundo hacia la patria: «¡Feliz el
Aleluya que allí entonaremos! ¡En paz y sin enemigo alguno! Allí ni habrá enemigo ni
perecerá ningún amigo. Se alaba a Dios aquí y allí, pero aquí los que tienen
preocupaciones, allí los que están seguros; aquí quienes han de morir, allí quienes
vivirán por siempre; aquí en esperanza, allí en realidad; aquí los que están en camino,
allí los que están en la patria. Ahora, por tanto, hermanos míos, cantemos el Aleluya pero
como solaz en el trabajo, no como deleite del descanso. Canta como suelen cantar los
viandantes; canta, pero camina; consuela con el canto tu trabajo, no ames la pereza:
canta y camina. ¿Qué significa “camina”? Avanza, avanza en el bien. Según el Apóstol,
hay algunos que avanzan para peor. Tú, si avanzas, caminas, pero avanza en el bien, en
la recta fe, en las buenas costumbres: canta y camina. No te salgas del camino, no te
vuelvas atrás, no te quedes parado»[28], avanza en el seguimiento de Cristo.
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Después de estas prodigiosas descripciones bíblicas y filosófico-teológicas, transidas
de tan elevada espiritualidad cristiana, acerca de la vida bienaventurada, que el Señor nos
ha regalado por medio de san Agustín, y que le agradecemos con todo nuestro ser,
¡silencio ya! Sobran las palabras.
[1] In Io. ep. 2, 11.
[2] In Io. ev. 18, 6.
[3] S. 157, 5.
[4] En. in ps. 122, 4.
[5] Id. 119, 8.
[6] Cf. Id. 85, 11; 121, 3; 123, 2.
[7] Id. 123, 2.
[8] Cf. Id. 125, 2.
[9] In Io. ev. 40, 10.
[10] S. 158, 8.
[11] S. 158, 7. El hambre y sed de Dios se sacia de momento en la eucaristía; de un modo pleno en la vida
eterna, donde está la fuente de toda vida.
[12] Cf. En. in ps. 123, 2.
[13] Conf. 6, 11, 19.
[14] S. 127, 15.
[15] Conf. 9, 11, 27. 28.
[16] S. 103, 2.
[17] S. 103, 6.
[18] En. in ps. 85, 24.
[19] Cf. MATEO SECO, L. F.: «La Escatología», en OROZ RETA, J.; GALINDO RODRIGO, J. A. (Dirs.): El
pensamiento de san Agustín para el hombre de hoy, vol. II: Teología Dogmática, Valencia 2005, 974-983.
[20] S. 243, 7. De la manera más resuelta, en este y en otros pasajes, san Agustín incorpora plenamente al cuerpo
a la felicidad del ser humano en la vida eterna. Por varios detalles se puede colegir, en contra de lo que se suele
decir, la gran admiración que tenía san Agustín por el cuerpo humano, criatura maravillosa de Dios. En este punto
y en muchos otros, el platónico san Agustín es antiplatónico, por ser bíblico.
[21] S. 243, 8.
[22] En. in ps. 85, 24.
[23] S. 170, 9.
[24] De civ. Dei 22, 30, 1.
[25] En. in ps. 85, 11.
[26] De civ. Dei 22, 30, 5.
[27] En. in ps. 85, 24. El consuelo en este mundo siempre está precedido por un sufrimiento.
[28] S. 256, 3.
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Índice
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
ÍNDICE
ABREVIATURAS
INTRODUCCIÓN:LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL DE SAN
AGUSTÍN
1.PRIMER GRADO DE ASCESIS: LA LUCHA CONTRA EL
MAL
El pecado contra la creación de Dios
Qué es el mal moral o pecado
Malas consecuencias del pecado
El pecado no es un medio válido para alcanzar la felicidad
La lucha contra el pecado
Formas y duración de esta lucha
La falsa paz
La ayuda del Espíritu Santo
Resultado de esta lucha en el tiempo y en la eternidad
2. SEGUNDO GRADO DE ASCESIS: DESDE LA DISPERSIÓN
Y DIVISIÓN DEL CORAZÓN A LA INTERIORIDAD Y
UNIFICACIÓN INTERIOR
La dispersión
La división del propio ser
El peligro de la tibieza en la vida cristiana
La llamada de Dios
La interioridad
La sinceridad
El desorden y el orden en el amor
3. TERCER GRADO DE ASCESIS: LA VIRTUD DE LA
HUMILDAD
El trabajo ascético con nosotros mismos
En qué consiste la virtud de la humildad
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26
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28
31
31
31
La maldad de la soberbia
La bondad de la humildad
La humildad de Cristo en su encarnación
La humildad de Cristo en su vida mortal
Aplicación de la virtud de la humildad a la vida cristiana
4. CUARTO GRADO DE ASCESIS: INTENCIONES Y
MOTIVACIONES EN LA VIDA CRISTIANA
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36
38
41
Ascesis corporal y ascesis espiritual-personal
Las intenciones y las motivaciones
Las diferentes calidades de las intenciones y motivaciones
Derivaciones y consecuencias
Dios nos pide sobre todo el corazón
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42
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5. LA GRACIA DE DIOS: I. GRACIA ACTUAL
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El Dios de la gracia como luz para la inteligencia humana
La fe como luz y confianza debidas a Cristo
El Dios de la gracia como bien para el ser humano
La vuelta a la casa del Padre con la ayuda de la gracia
La verdadera libertad, un precioso regalo de la gracia de Dios
La auténtica finalidad de la libertad es hacer libremente el bien
6. LA GRACIA DE DIOS: II. GRACIA INCREADA O ESTADO
DE GRACIA
El Dios de la gracia diviniza al ser humano
Divinización del hombre y humanización de Dios
El Dios de la gracia, presente personalmente en el justo
Relaciones personales de las divinas personas y el ser humano en gracia
7. LA ORACIÓN
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54
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62
63
63
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70
Lo que es la oración
Cristo presente en la oración
Necesidad de la oración
Las condiciones de la oración bien hecha
El modo de hacer la oración
Lo que hemos de pedir en la oración
Las formas de la oración
Acción de gracias
Oración de alabanza
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70
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71
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74
74
Oración de júbilo
Otra forma de oración: la meditación
La contemplación
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75
76
8. EL AMOR CRISTIANO. I: CARIDAD TEOLOGAL O PARA
CON DIOS
Lo que es el amor
Importancia del amor cristiano o caridad
El amor a Dios
Del temor al amor
Amor desinteresado al bien, a Dios
El amor a Dios y a las criaturas
Por qué hemos de amar a Dios
Amar a Dios con san Agustín
9. EL AMOR CRISTIANO. II: CARIDAD FRATERNA O PARA
CON EL PRÓJIMO
Las pautas del amor al prójimo
El máximo exponente del amor
Unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo
El amor fraterno, camino para llegar al amor de Dios
El amor a los enemigos
El cristianismo no es un masoquismo. El verdadero amor a los enemigos
Solidaridad con el necesitado
La convivencia humana y cristiana
La vida religiosa en comunidad
10. LA UNIÓN CON DIOS
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El largo proceso hasta la unión con Dios. Primer paso: descubrir la desemejanza
con Dios
Las bases para llegar a la unión con Dios
La purificación y ordenación del amor
San Agustín, un enamorado de Dios. La unión con Dios
La unión con Dios y la vida de gracia
Otra descripción de la unión con Dios en el amor
11. LOS TÍTULOS SALVÍFICOS DE CRISTO: MEDIADOR,
REDENTOR, MAESTRO, CAMINO Y MÉDICO
Cristo, Mediador
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101
103
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105
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Cómo es Cristo Mediador
Cristo, Redentor
Victoria de Cristo sobre el diablo y contra todos los pecados de la humanidad
Cristo, Maestro interior
Cristo, Maestro universal de toda la humanidad
Cristo, Camino
Cristo, Médico espiritual
12. SEGUIMIENTO E IMITACIÓN DE CRISTO
Imitación de Cristo en la virtud de la humildad
El seguimiento de Cristo en la Pasión
La imitación de Cristo en la lucha contra los vicios y pecados
Cómo ha de ser el seguimiento e imitación de Cristo por medio de la caridad
Las virtudes naturales
13. EL CRISTO TOTAL. LA IGLESIA
Qué es y cuáles son las características del Cristo total
Las condiciones para ser miembros del Cristo total y participar en la vida del
Espíritu Santo
Consecuencias de la realidad del Cristo total
El Cristo total hace oración a Dios durante todos los tiempos
El Cristo total está ya en la gloria
Identificación de Cristo con los miembros de su Cuerpo
Oración de la Iglesia por sí misma
14. LA EUCARISTÍA
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La presencia real de Cristo en la eucaristía
La eucaristía como sacrificio
La eucaristía, alimento del cristiano que peregrina hacia la patria, hacia Dios
Íntima unión entre Cristo eucaristía y Cristo místico que es la Iglesia
La eucaristía, suma y culminación de la vida y valores cristianos
Actitudes en la recepción del Sacramento
En la eucaristía se manifiestan el poder y el amor divinos en toda su grandeza
La inconmensurable hermosura espiritual de Cristo
15. LA SANTA VIRGEN MARÍA, MADRE DE CRISTO,
MADRE DE LA IGLESIA Y MODELO DE SANTIDAD
Al lado de Cristo, nuestro único Redentor, está su Madre, la Virgen María
La elección de María como Madre del Salvador
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137
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Hasta dónde llega la santidad de María
La virginidad de María
Maternidad divina
María y la Iglesia
La santidad de María en relación con su maternidad divina
María fue Madre de Cristo al aceptar la voluntad de Dios. Los fieles, imitando a
María, también pueden ser madres espirituales de Cristo
María, en todo su ser, es una obra admirable en grado sumo de la gracia de Dios
16. LOS PEREGRINOS HACIA LA PATRIA: LA VIDA
ETERNA
El amor a las criaturas y el amor al Creador
Qué es el cielo. Por el deseo podemos anticipar nuestra estancia en el cielo
La esperanza de la vida eterna, componente de la vida cristiana
Las contrariedades de la vida
La virtud de la esperanza
La seguridad de la esperanza cristiana
Actitud ante la muerte
Cómo será la felicidad en la vida eterna
En qué consistirá la vida eterna
Esperanza de la vida eterna y compromiso cristiano
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Descargar