Subido por Jose Guadalupe Ramirez Treviño

HERODOTO

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Más libros de historia sobre la Antigua Grecia:
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LA GÜERA RODRÍGUEZ Y LOS TESTÍCULOS DEL CABALLITO.
En 1803, la Güera Rodríguez asistió con el barón Humboldt a la develación de la estatua de Carlos IV,
conocida como El Caballito. El sabio prusiano se desvivió en elogios y la comparó con las mejores estatuas
ecuestres de Europa. El maestro Manuel Tolsá, autor del monumento, agradecía las alabanzas; el virrey
Iturrigaray y su esposa sonreían deleitados. Todos pregonaban gloriosas alabanzas hasta que la Güera
Rodríguez tomó la palabra.
—Los elogios del barón Humboldt me parecen acertados, sin embargo descubro un error…
La concurrencia dejó de respirar: ¡cómo se atrevía a censurar la obra maestra de Nueva España el mismo día de su
develación! La Güera no apartaba la vista de la pata trasera del caballo, la cual pisoteaba un carcaj de flechas y un
águila azteca: la escultura simbolizaba el eterno dominio de España sobre México.
Así que, sin empacho alguno, apuntó con el índice a los genitales del corcel.
—El error estriba en que ambos testículos están al mismo nivel —continuó—, y por naturaleza, tanto en hombres
como en animales, uno de ellos debe posar ligeramente debajo del otro.
El asombro fue mayúsculo, las damas cubrieron sus sonrojados rostros con abanicos y varios hombres
prorrumpieron en soberbias carcajadas.
La Güera nunca profería palabra sin motivo. ¿Cuál fue su intención? ¿Inferir que el monarca no tenía huevos para
pisotear a México? ¿Mostrar a Humboldt su erudición en anatomía? ¿Hacer patente su odio al dominio español? ¿O
simplemente divertirse y escandalizar a la sociedad virreinal?
Guillermo Barba, autor de La Conspiradora:
IFERENCIA ES
la historia desconocida de la Güera Rodríguez
IMPORTANTE)
ALTERCULVIVIMOS
EN LA SOCIEDAD DE
LA OPINIÓN Y NO EN LA SOCIEDAD DEL
CONOCIMIENTO (Y LA DIFERENCIA ES
IMPORTANTE)
TURA
Hace unos años era popular el mote "la sociedad del conocimiento" para describir a la
sociedad que supuestamente surgiría con el Internet y las tecnologías de la información. Hoy
esta aseveración resulta casi ridícula. Y parece más apropiado, si no el "sociedad de la
ignorancia" (que hemos discutido aquí antes), al menos sí el intermedio "sociedad de la
opinión".
Antes de morir, Umberto Eco criticó severamente el surgimiento de lo que llamó la invasión
de los necios:
Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero
hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos
eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio
Nobel. Es la invasión de los necios.
En la era de lo políticamente correcto, todos debemos ser "iguales", y al parecer esto incluye
también igualdad intelectual. Todos tienen el derecho de opinar y más aún de ser oídos,
aunque esto llene los canales de ruido y de información chatarra. Quizá Aldous Huxley no
se equivocaba cuando sugirió que en el futuro el problema sería no ya la censura y la
represión, sino la inundación de lo inane: una sociedad ahogada en la distracción, en un mar
de insignificancia.
Manuel Gil Antón, profesor del COLMEX, dijo en el contexto de la discusión sobre la
reforma educativa en julio del año pasado: "Menos parloteo y más silencio para oír a los que
saben". Aunque para algunos parezca paradójico, en la búsqueda de la justicia, el orden y el
bienestar colectivo es necesario jerarquizar y dar el lugar que corresponde a aquellas personas
que tienen mayores conocimientos. Hacer silencio, como notó Kierkegaard, es la cura al
problema moderno, tanto en un sentido individual (y espiritual) como social (y político).
Hacer silencio aquí significa primero escuchar, poner atención, no distraerse, profundizar en
el pensamiento. No opinar, abrirse al conocimiento.
Seguramente resultará enriquecedor remitirse a la distinción clásica entre opinión y
conocimiento que hace Platón en La república, en el contexto de una sociedad o ciudad justa.
Para Platón, aquellos que se deleitan solamente en las experiencias de los sentidos, en los
colores, en las figuras y en todos los objetos que las artes producen (lo que hoy llamaríamos el
consumismo), no acceden realmente al conocimiento. Suyo es solamente el mundo del
cambio, del devenir, de lo impermanente. El hombre que sabe es, en cambio, aquel que es
capaz de observar tanto la cosa como aquello en lo que participa la cosa. Es decir, aquel que
contempla la forma, idea o arquetipo que se manifiesta en una imagen particular, pero que
persiste en su unidad inmutable. Por ejemplo, aquel que no sólo contempla los cuerpos bellos,
sino que contempla y estudia racionalmente la idea de la belleza en sí; aquel que contempla
el ideal de la justicia o del bien, y se rige por esta idea trascendente y no de manera cambiante
según la veleidad momentánea. El que sabe es aquel que contempla lo universal, lo que
siempre es bueno, bello y verdadero y no es contingente a la circunstancia y los apetitos y
deseos mutables. Y Platón hace otras tres importantes distinciones: el conocimiento es de
aquello que es, mientras que lo propio de la opinión no es el ser como tal sino el devenir, lo
que cambia y por lo tanto no tiene la misma cualidad ontológica, de la misma manera que no
se puede confiar mucho en el humor de una turba; el conocimiento es de aquello que es uno,
mientras que la opinión es de lo múltiple; el conocimiento es aquello que se busca en sí
mismo, es lo propio del filósofo que ama el conocimiento en sí, en cambio la opinión es lo
que tiene una relación utilitaria o instrumental con las cosas. De una manera más moderna,
diríamos que el que conoce es el que sabe ver el patrón que subyace y no se deja llevar por el
calor del momento y las manifestaciones superficiales de un fenómeno, pues tiene una
educación que le permite ver la fuente u origen del cual surge lo particular. Una de las
cualidades que Platón siempre enaltece es la memoria. La tiranía de la opinión es justamente
la tiranía de lo nuevo, de lo que no está supeditado a una tradición o a una escuela de
pensamiento, de lo que no se acuerda del origen y evolución de una idea.
No entraremos aquí en la compleja discusión filosófica que conlleva el pasaje anterior -si
existen los universales, si las ideas son trascendentes, si el cambio es ilusorio, etc.-; sólo nos
concentraremos en lo que es más relevante para nuestra época y argumento. Y eso es la
visión de que existen valores que no son relativos. Esto es sobre todo relevante en nuestra
época de las noticias falsas o de la posverdad: la noción de que la verdad existe, de que la
realidad puede ser conocida y comunicada y no es meramente una convención. La sociedad
de la opinión se predica, en gran medida, bajo la creencia de que la verdad es totalmente
relativa y de que no existen valores que trasciendan un contexto o una época. La filosofía
clásica nos diría que existen cosas como lo bello, lo bueno y lo verdadero independientemente de si estas ideas existan más allá del mundo sensible- y que estas ideas
o ideales son aplicables siempre de manera positiva, para el mejoramiento de una persona o
alma. Igualmente, hay personas que por sus méritos filosóficos o científicos conocen lo
verdadero, bello y bueno, y estas personas, si nos regimos racionalmente, deberían tener un
papel de liderazgo y por ello mismo su conocimiento debería imponerse y privilegiarse a las
opiniones de la masa.
Platón utiliza la alegoría de un barco en el que se presenta un motín. El dueño del barco no
tiene realmente conocimientos de navegación y está sordo y casi ciego y los marineros
empiezan a agitarse y lo encadenan. Entonces se hace bulla para ver quien va a capitanear la
nave y todos tienen opiniones, pero finalmente empiezan a alabar no a aquel que muestra
conocimientos, sino a aquel que parece ser más astuto en idear cómo podrá tomar el control
de la nave. Los marineros no saben que para realmente llevar a buen puerto un barco hay que
tener conocimientos del arte de la navegación, de meteorología, astronomía y demás. Incluso,
cuenta Sócrates, empiezan a dudar de que tal cosa como tener el auténtico conocimiento de
piloto es posible. Así entonces, el verdadero piloto pasa desapercibido y sólo podemos
imaginar el destino desastroso de tal navegación. Todo lo más porque el que sabe no suele
enfrascarse en el bullicio, pues "no es natural para un piloto rogarle a marineros para que le
cedan el timón, ni tampoco que el sabio vaya a las puertas del rico". En realidad, nos dice
Platón, lo contrario es lo correcto: el hombre enfermo debe ir en busca del doctor.
Esta historia ilustra muy bien la condición actual de la sociedad de la opinión. Al considerar
que la verdad es relativa, devaluamos el conocimiento y nos ponemos en manos de la tiranía
de la opinión, arriesgándonos a naufragar como sociedad por defender el valor de la
autoexpresión por sobre todos los demás. Curiosamente, este "valor" de autoexpresión es el
mejor combustible para el capitalismo digital en el que que el nuevo combustible de la
economía son justamente los datos que producen las personas en línea, opinando y
consumiendo entretenimiento.
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