Subido por Samuel Aparicio

la-escritura: De la pronunciacion a la travesia

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La escritura.
De la pronunciación
a la travesía
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14 / Carlos Skliar
Carlos Skliar
(Buenos Aires, 1960) ha escrito diferentes ensayos
educativos y filosóficos, entre ellos: ¿Y si el otro no
estuviera ahí? (2001, Miño y Dávila); Habitantes de
Babel. Política y poética de la diferencia (2001,
Editorial Laertes, con Jorge Larrosa); Derrida &
Educación (2005, Editorial Auténtica); Pedagogía improbable- de la diferencia (2006, DP&A); Huellas
de Derrida. Ensayos pedagógicos no solicitados (2006,
Ediciones del Estante, con Graciela Frigerio); La
educación -que es- del otro (2007, Noveduc); Entre
pedagogía y literatura (2007, Miño y Dávila, con
Jorge Larrosa); Conmover la educación (2008,
Noveduc, con Magaldy Téllez); Experiencia y
alteridad en educación (2009, Homo Sapiens, con
Jorge Larrosa); y Lo dicho, lo escrito, lo ignorado
(2011, Miño y Dávila). Es investigador del
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Tecnológicas de la Argentina, Investigador del
Área de Educación de la Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales y docente
invitado en la Maestría en Comunicación y
Cultura de la Universidad de Buenos Aires. Ha
publicado, además, los libros de poemas Primera
Conjunción (1981, Ediciones Eidan), Hilos después
(2009, Mármol-Izquierdo) y Voz apenas (2011,
Ediciones del Dock) y el libro de aforismos y
ensayos La intimidad y la alteridad. Experiencias
con la palabra (2006, Miño y Dávila). Conduce
desde 2005, junto a Diego Skliar, el programa de
radio “Preferiría no hacerlo”, por FM La Tribu, de
Buenos Aires, Argentina.
La escritura.
De la pronunciación a la travesía
Carlos Skliar
La escritura.
De la pronunciación a la travesía
Asolectura / Primero el lector / 14
© Carlos Skliar, 2012
© 2012, Babel Libros
Calle 39A Nº 20-55
Tel. 2458495
[email protected]
www.babellibros.com.co
Bogotá D.C., Colombia
Colección Asolectura Primero el lector
Dirección de la colección: Silvia Castrillón
ISBN 978-958-8445-43-4
Diseño y edición: Babel Libros
Impreso en Colombia por Panamericana Formas e Impresos S.A.
Contenido
7 . . . . . . . . Presentación
12 . . . . . . . . 1. del anónimo
19 . . . . . . . . 2. del escribir
24 . . . . . . . . 3. del lector
29 . . . . . . . . 4. del leer
39 . . . . . . . . 5. del lenguaje
44 . . . . . . . . 6. del poema
50 . . . . . . . . 7. del poeta
56 . . . . . . . . 8. del presente
60 . . . . . . . . 9. del robar
67 . . . . . . . . 10. del traducir
72 . . . . . . . . 11. de la travesía
78 . . . . . . . . Referencias bibliográficas
La escritura.
De la pronunciación a la travesía
¡Ah!, déjeme hablar. Olvídese por un momento de todo ese
saber de ciencias infectas, jurídicas, con las cuales intenta
hundir su cabeza bajo lecturas de época que usted tiene y
que no domina.
Pascal Quignard. El lector
Presentación
Por lo general éste es un lugar reservado al prologuista, esa figura emblemática del mundo de los libros que
comenta desde cierta exterioridad la interioridad del
contenido a seguir. Quise reservar para mí, esta vez, ese
raro privilegio.
Presentar un libro propio crea una cierta sensación
de extrañeza: pareciera que el autor deberá expresar
todo aquello que este texto no pudo contener y que aún
desborda, aún rebalsa. Pareciera que se escribirá aquí lo
que no se pudo escribir más allá. Que se explicará lo
8
inexplicable para que el lector pueda comprender lo incomprensible. Que le ofrecerá algún atajo o trampa o un
guiño, aunque: Lo que el lector también puede, déjaselo a él,
escribió Wittgenstein1.
En vez de apostar al prólogo como prolegómeno,
como una suerte de ‘defensa’ de lo ya escrito, comienzo
este libro por el más concreto de los principios que lo
guiaron: el desafío de sentir y pensar lo que nos pasa
cuando ciertas palabras son pronunciadas, cuando somos
nosotros quienes pronunciamos esas palabras, cuando
intentamos asumir los sonidos de ciertas palabras que
habitan especialmente nuestra existencia. Así lo escribe
Edmond Jabès: [...] por mi parte, he intentado, al margen de
la tradición y a través de los vocablos, recobrar los caminos de
mis fuentes. Para existir se necesita primero ser nombrado;
pero para entrar en el universo de la escritura, es necesario
asumir, con el propio nombre, la suerte de cada sonido, de
cada signo que lo perpetúan 2.
Decir una palabra es ponerle voz, darle voz. Hacerla
escuchar. Y la voz está en el cuerpo, está encarnada. Decir una palabra y hurgar por dentro de lo dicho es el único
1
2
Ludwig Wittgenstein. Aforismos. Cultura y Valor. Madrid: Espasa-Calpe, colección
Austral,381, 1995, p. 142.
Edmond Jabès. El libro de las preguntas. Madrid: Siruela, 2006, p. 27.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
modo que disponemos para impedir que una palabra se
nos imponga como lo que ‘debería ser’, se volatilice en el
frenesí voraz de estos tiempos y se pierda, irremediablemente, pues ya nadie puede o desea pronunciarlas.
Hay muchas palabras que se han caído al suelo. Las
palabras que he elegido para este libro están claramente
caídas. Y las pisoteamos o disimulamos que no están allí o
las escondemos impunemente debajo de la alfombra de
la voracidad del ‘progreso’ hasta abandonarlas, polvorientas, en nombre de la ‘razón creciente’. Tal vez no hemos
advertido que somos nosotros mismos quienes estamos
caídos, quienes nos escondemos detrás de las palabras
caídas, quienes nos abandonamos en la pronunciación
demasiado fugaz o quienes formamos parte de ese lenguaje que no conversa, un lenguaje deshabitado, despoblado como dice José Luis Pardo: un lenguaje sin voz.
Tiene razón el poeta Roberto Juarroz: las palabras
están por el suelo y habría que hacer un lenguaje con las
palabras caídas: “También las palabras caen al suelo / Como
pájaros repentinamente enloquecidos / Por sus propios movimientos […] Entonces desde el suelo / Las propias palabras
construyen una escala / Para ascender de nuevo al discurso
del hombre / A su balbuceo / O a su frase final. / Pero hay algu-
9
10
nas que permanecen caídas / Y a veces uno las encuentra / En
un casi larvado mimetismo. / Como si supieran que alguien
va a ir a recogerlas / Para construir con ellas un nuevo lenguaje / Un lenguaje hecho solamente con palabras caídas”3.
Lo que intento aquí es el progresivo desvanecimiento de un posible sentido único de una u otra palabra.
Pronunciar la palabra bajo la múltiple posibilidad de su
punto de partida, sin ningún anclaje de llegada, en una
encrucijada trazada por el encuentro y el desencuentro
entre la pedagogía, la filosofía y la literatura.
Tengo, como otras personas, algunas palabras preferidas; palabras a las cuales quiero particularmente y por eso
tiendo a soltarlas a su libre albedrío para no apresarlas o
amarrarlas en definiciones toscas o torpes, para no limitarlas a la soberbia y la altura del saber, para no someterlas a la
hostilidad moralizante del saber. Pero también hay palabras que no me gustan tanto, palabras que por lo general se
presentan como máscaras de la retórica, que confunden su
semblante con el rostro limpio que pretenden para sí.
Sé, como dice Nietzsche, que las palabras dependen
de las bocas que las pronuncian, pero hay algunas pala3
Roberto Juarroz. Octava Poesía Vertical. Buenos Aires: Emecé, 2005, p. 401
(fragmento).
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
bras recubiertas de una suerte de pronunciación unánime algo sospechosa, voces impostadas y demasiado enfáticas, altisonantes; palabras que se dicen sin un cuerpo
que las enuncie y sin que se hagan presentes a la hora de
su anunciación, en fin, una anegación de las palabras:
Hoy estamos anegados en palabras inútiles, en cantidades ingentes de palabras y de imágenes. […] El problema no consiste
en conseguir que la gente se exprese, sino en poner a su disposición vacuolas de soledad y de silencio a partir de las cuales podrían llegar a tener algo que decir. Las fuerzas represivas no
impiden expresarse a nadie, al contrario, nos fuerzan a expresarnos […] Lo desolador de nuestro tiempo no son las interferencias, sino la inflación de preposiciones sin interés alguno4.
Por ello, este libro es un profundo e incierto intento
de enunciación de lo que ‘hay’ en las palabras, en algunas
palabras. No de aquello que las palabras ‘son’. Y ese ‘hay’
no debe pronunciarse como el ‘es lo que hay’, como si no
hubiera otra cosa, con los hombros encogidos en señal de
lo que parece ser irremediable, infértil, de pérdida del
deseo y de pura insatisfacción. Eso que ‘hay’ en las palabras, lo que allí existe, no es otra cosa que el tiempo y el
ritmo de la vida. La vida que está entre el deseo y la per4
.
Gilles Deleuze. Conversaciones Valencia: Pre-textos, 1996, p. 206.
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plejidad. Entre el pronunciamiento y la renuncia. Entre
la renuncia y el silencio. Entre la experiencia y el silencio. Entre el deseo y la memoria. La vida, en fin, que está
entre el recuerdo, el olvido y un hilo minúsculo de voz
que quizá, todavía, sea capaz de pronunciar lo que aún
nos es imprescindible decir, sabiéndolo casi indecible: el
infinito y ambiguo fuego de lo que sentimos cuando decimos, escribimos, leemos: Amigo mío, a propósito de las
palabras. No sé de palabras que puedan perdernos: ¿Qué es
una palabra para poder destruir un sentimiento? No le adjudico una fuerza así. Para mí todas las palabras son minúsculas.
Y la inmensidad de mis palabras no es sino una tenue sombra
de la inmensidad de mis sentimientos5.
Escritura, entonces, lectura también; la existencia, la
conmoción y el temblor de las palabras en su múltiple
pronunciación, en sus diferentes entonaciones, en sus
imprecisas tonalidades.
5
Marina Tsvietáeiva. Confesiones. Vivir en el fuego. Barcelona: Galaxia Gutenberg,
2008, p. 219.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
1. del anónimo
La palabra ‘anónimo’ existe porque hay quienes desconocen cómo nombrar su identidad. Encuentro ocasional con alguien que no dice de dónde procede ni qué posee, aunque diga muchísimas otras cosas. A veces se pronuncia en nombre de las innúmeras víctimas que no pueden ser reconocidas porque han sido desfigurados su rostro y su intimidad; otras veces es el nombre de un disfraz
que un nombre sobrepone a su propio nombre. En las
grandes ciudades: número casi equivalente a sus habitantes. En pequeñas ciudades: la corta duración del nombre
del recién llegado. Millones de frases recordadas por gentes con nombre fueron escritas con ese nombre sin nombre. Modo en que algunos prefieren no ser vistos ni escuchados. Ni escuchar.
La exuberancia y el desborde de cada identidad. El
deber de decir ‘yo soy esto o aquello’ o el ‘aquí estoy
yo’. Tener que sobreactuar la presencia y la existencia.
Deber ser algo en la vida. Anunciarse y enunciarse. Tener que representarse y narrarse a cada minuto. Decir
presente. Dar el presente. Presentarse. Imperativos de
una época en la que nadie puede permitirse abandonar
el centro, quitarse, replegarse, en fin, anonimarse. Nada
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ni nadie puede asumir para sí invisibilidad, pasar a ser
desapercibido, arrogarse algún ignoto derecho de no
pertenecer. Todos y todas juntos en la celebración del
nombre propio, a partir del cual todo puede decirse,
desdecirse y contradecirse. La imperiosa necesidad de
ser autores inclusive del silencio anterior a la palabra, o
del silencio que permanece. No poder soportar el anonimato del origen y del destino del discurso: Todos los discursos, fueran cuales fueren su condición, su forma, su valor o
el tratamiento a que se les sometiera, se desarrollarían en el
anonimato del murmullo6.
Razón de la época: si no se es nombre y apellido se es
ninguno, se es nadie. Si no hay profesión, actividad, dominio del lenguaje jurídico, posición, decisión, ascensión, se comienzan con la impaciencia, la exigencia, la
reclamación. Ley de la época: no dejar a nadie en paz,
hacer de lo común un sendero abismado por el vacío y
las serpientes y los muchos consejos de cómo pertenecer y las brutales alimañas del progreso. Espíritu de la
época: mostrarse, hacerse ver, publicar, producir, proceder, notarse, hablar.
6
Giorgio Agamben. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III.
Valencia: Pre-textos, 2000, p. 37.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
Anónimo no es apenas la literalidad del ser sin nombre. También quiere decir secreto de algo o alguien. Lo
secreto que no desea, no puede o no quiere confesarse.
Quizá aquel que no desea opinar cuando se le exige, el
que no quiere estar sumergido en el aquí y ahora voraz
como un relámpago. Ni mediocre ni perezoso ni tímido.
Es otra cosa. Ser anónimo habla de un pedido de silencio hacia uno mismo y sin comentarios después. Habla
de una posición indescifrable para los que sólo perciben
el mundo como arriba-abajo-medio, o dentro o fuera, o
centro-periferia. Habla, tal vez, de un deseo persistente
de no ser molestado, de no ser convocado, de no ser llamado, de no ser involucrado, de no ser partícipe ni
participante, de no ser incluido y no por ello quedarse
con el mote de excluido.
Bartleby, el escribiente, aquel personaje de la novela
de Melville7, también podría ser una ajustada expresión
del carácter anónimo. En su única expresión: “I would
prefer not to” (“preferiría no hacerlo”), no sólo habita lo
cómico, lo literal, la indisposición, el ceder a otro, el
abandono de la conversación, la sospecha de demencia
y lo incomprensible de la frase para todos los demás,
7
Herman Melville. Bartleby, el escribiente. Madrid: Nórdica libros, 2007.
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sino también un deseo de retirarse, de no tener que hacer todo lo que le piden, de no responder siempre con
un sí, de no someterse a la repetición de una tarea
determinada ya reconocible y, por lo tanto, ya exigible.
¿Habrá un lugar, un tiempo, una percepción justa para
lo anónimo, una ética y una política del ‘anonimazgo’?
Santiago López-Petit escribe: […] no sabemos qué puede el
hombre anónimo. Este hombre anónimo que somos todos y cada
uno de nosotros, ese hombre que se rebela y que, a la vez, negocia
con la realidad, que huye de sí mismo porque tiene miedo de su
fuerza del anonimato8.
El anónimo es, literalmente, ser sin identidad. Pero
con vida. Viviente. Por ejemplo: Michael K., aquel personaje de labio leporino9 que construyó el escritor John
Maxwell Coetzee, haciéndolo atravesar toda una Sudáfrica en guerras con la única voluntad de esparcir las cenizas de su madre y, enseguida, iniciar un ansiado viaje
8
9
Entrevista a Santiago López-Petit por el Colectivo Situaciones, a ser publicada en
Impasse. Buenos Aires: Tinta Limón Ediciones (en prensa).
Lo primero que advirtió la comadrona en Michael K cuando lo ayudó a salir del vientre
de su madre y entrar en el mundo fue su labio leporino. El labio se enroscaba como un
caracol, la aleta izquierda de la nariz estaba entreabierta. Le ocultó el niño a la madre
durante un instante, abrió la boca diminuta con la punta de los dedos, y dio gracias al
ver el paladar completo. A la madre le dijo: —Debería alegrarse, traen suerte al hogar.
(John Maxwell Coetzee. Vida y época de Michael K. Barcelona: Literatura Mondadori,
2006, p. 9).
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
de inadvertencias. Michael K. se esconde una y mil veces y no logra cumplir con el deseo de no ser perturbado; prefiere no conversar con nadie, pero es interrumpido por infinitas preguntas, interrogaciones, informaciones, internaciones, inquisiciones. Prefiere la soledad,
pero siempre hay alguien que insiste en hablar con él,
en saber de él. Es la metáfora de la imposibilidad del
quitarse, del preferir no estar y no poderlo, una pesadilla
interminable donde nadie parece querer dejarlo en paz.
Es un anónimo acribillado por las incógnitas que otros
no pueden soportar para sí mismos; es un sin nombre al
que nadie dejará de etiquetar insistentemente: […]
Quiero conocer tu historia —escribirá el médico de un internado—. Quiero saber por qué precisamente tú te has visto envuelto
en la guerra, una guerra en la que no tienes sitio. No eres un soldado, Michael, eres una figura cómica, un payaso, un monigote
[…] No podemos hacer nada aquí para reeducarte […] ¿Y para
qué te vamos a reeducar? ¿Para trenzar cestas? ¿Para cortar
césped? Eres un insecto palo […] ¿Por qué abandonaste los matorrales, Michael? Ese era tu sitio. Deberías haberte quedado
toda la vida colgado de un arbusto insignificante, en un rincón
tranquilo de un jardín oscuro.10
10
Ibídem, pp. 155-156.
17
18
El desprecio por el anonimato de Michael K. es evidente. Como si el ser anónimo fuera sinónimo de última
fragilidad, de desperdicio, de estiércol. Como si el anónimo no pudiera vivir entre los nombres y debiera quitarse de la vista del mundo. Como si fuera imposible enseñarle algo al anónimo. Anónimo que ya es considerado muerto y, a la vez, un testigo insoportable de ese sentido ya naturalizado y trágico de la normalidad de ciertos
otros modos de lenguaje, de comportamiento, de vida.
Pero será ese mismo médico del internado quien encontrará la posición ética desde la cual describir a Michael K., de apreciarlo tal como es aún sin parecer ser
para los demás. Una manera de hacer justicia con quien
se sabe y se quiere nada ni nadie y no pretende cambiar
ni transformarse ni ser mejor ni ser peor: Soy el único que
ve en ti el alma singular que eres […] Te veo como un alma
humana imposible de clasificar, un alma que ha tenido la bendición de no ser contaminada por doctrinas ni por la historia,
un alma que mueve las alas en ese sarcófago rígido […] Eres
el último de tu especie, un resto de épocas pasadas. 11
Quizá Michael K. sea como muchos otros de esos seres singulares que desean apenas susurrar, no estar apri11
Ibídem, p. 158.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
sionados en el estrecho presidio de su tiempo. Seres singulares que, tal vez, no tengan nada para transmitir o
para contar. O, simplemente, seres que como Michael
K. ya no desean sino ser anónimos, dejados en paz, fuera
de las cosas innecesariamente necesarias del mundo que
les toca en suerte o en desgracia vivir: Por eso está bien que
yo, que no tengo nada para transmitir, pase mi vida aquí, apartado de todo12, es el modo en que finalmente Michael K.
concluye el relato de su travesía de anonimato.
Hay en el mundo quienes quieren apartarse, retirarse,
no tener nada que decir y nada para hacer. De eso se trata
la virtud del anonimato; de quererse anónimo. Y no el de
ser ‘anonimado’ por el vértigo insufrible de una permanente e inexpresiva necesidad de acción, necesidad de
enunciación, necesidad de estar, siempre, presente en el
presente. De querer confrontar, incluso sin quererlo, al barullo reinante con el suave murmullo que nunca se sabrá
dónde nació.
2. del escribir
Philippe Soupault, Louis Aragón y André Bretón, directores de la revista Littérature, enviaron en 1911 una
12
Ibídem, pp. 111-112.
19
20
carta a más de cien escritores, con la pregunta: ¿Usted,
porqué escribe? De las respuestas recibidas, dos en particular han llamado la atención, quizá por haber sido las únicas honestas; la primera de Paul Válery: Por debilidad; la
segunda, de Blaise Cendrars: Porque. Resulta sencillo
adivinar la razón por la cual los directores de Littérature
nunca hayan querido contestar éstas y tantas otras respuestas, ni que tampoco: […] quisieran prolongar lo absurdo de aquella pregunta y de aquella situación proponiendo una
encuesta cuyas ‘contestaciones lamentables’, según André Breton, aparecieron en la revista en orden de mediocridad13.
Pero la pregunta sobre el porqué escribir, ya sea dicha en el vacío o interrogando a algún autor en particular, o como tema recurrente de investigación, banal o no,
inquietante o no, perduró con el paso del tiempo y regresa a cada instante con despiadada insistencia. Se podría pensar que la escritura de Vila-Matas, por ejemplo,
no es sino un conjunto de respuestas universales a la
exagerada y exacerbada pretensión del saber porqué se
escribe o se deja de escribir o no se escribe jamás: Ahora,
cuando me hacen la inefable pregunta, explico que me hice escritor porque 1) quería ser libre, no deseaba ir a una oficina
13
Cecilia Yepes. Prólogo a ¿Por qué escribe usted? Madrid: Ediciones Fuentetaja, 2001.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
cada mañana, 2) porque vi a Mastroianni en ‘La noche’ de
Antonioni; en esa película […] Mastroianni era escritor y tenía una mujer (nada menos que Jeanne Moreau) estupenda:
las dos cosas que yo más anhelaba ser y tener 14.
Habría que explorar el lado más tenue de esa relación extraña y más compleja entre escribir y ser escritor: no ya lo que habría que hacer para escribir, es decir,
las prescripciones, los mandatos, las fórmulas de superficie, las reglas y principios, sino todo aquello que habría que dejar de hacer para escribir, lo que se sustrae
de la escritura para que la escritura pueda ser, en fin, de
todo lo que habría que olvidarse de una buena vez para
escribir.
Hay algo, en ese sentido, que comparten las pedagogías de la escritura más escolares y las enseñanzas de la
escritura más extra-escolares o más recreativas: se afirma
la escritura pero se oculta quizá lo más interesante, esto
es, que no hay ninguna razón para escribir. Me refiero a
que quizá haya que liberar a la escritura de sus razones,
de esas razones que no tienen ninguna presencia ni esencia a la hora de escribir, ni modifican en nada la posibili14
Enrique Vila-Matas. "Escribir es dejar de ser escritor". En: Revista de Libros, El
Mercurio. 18 de marzo de 2005.
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22
dad o la imposibilidad de la escritura. Y lo mismo, ya se
sabe, vale para la lectura.
Tal vez el principal ejercicio de la escritura sea el de
escribir. Y punto. Sin tener razones para hacerlo, ni de antemano ni a posteriori. Ni razones mayúsculas ni razones
minúsculas. Ni escribir para ser alguien en el mundo, ni
para pretender ser nadie; ni para el futuro, ni para el presente; ni para asumir una posición desde la cual ver el
mundo, ni para autorizar a que otros tomen ésas u otras
posiciones. Ni para avanzar en la vida, ni para retroceder.
Ni para ser mejor o peor persona; mejor o peor alumno.
No está demás decir que se escribe no para algo, sino
para alguien, no en nombre de algo, sino en nombre de
alguien. Y que en ese alguien hay una mezcla de presencia con nombre propio y ausencia, quizá, sin nombre alguno. Que se escribe para uno y para otro, como bien dice
Jorge Larrosa: […] Desde luego, escribimos, en primer lugar,
para nosotros, para aclararnos, para tratar de elaborar el sentido o el sinsentido de lo que nos pasa. Pero hay que escribir,
también, para compartir, para decirle algo a alguien, aunque
no lo conozcamos, aunque quizá nunca nos lea15. Y a la vez
15
Jorge Larrosa. “Palabras para una educación otra”. En Carlos Skliar & Jorge Larrosa:
Experiencia y Alteridad en Educación. Rosario: Homo Sapiens, 2009, p. 202.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
que se afirma aquí el ‘para qué se escribe’, ése para uno y
para otro de la escritura, se expone también toda su debilidad y toda su fragilidad. Debilidad y fragilidad que no
es, sino, su mayor virtud. Porque ese ‘para’ tiene que ver
con el después de la escritura, con ese instante en que la
escritura, quizá, ya ha dejado de ser ‘escribir’.
Para ser escritor hay que escribir, dice una y mil veces
Enrique Vila-Matas, a lo que se podría añadir: para escribir hay un cierto grado de renuncia, de dejar de ser, de
darse de bruces con la imposibilidad de hacerlo, de estar
del lado de la desazón, del hastío, del tener paciencia, del
quedarse en medio del peligro de la escritura, del quitarse de la cabeza que es posible aprender a escribir.
Entonces sí, escribir.
Escribir, entonces, no es. Escribir, hay.
O, dicho en otro sentido: la escritura no es. En la escritura, hay: Y ya que hay que escribir, que al menos no aplastemos con palabras las entrelíneas 16.
Y es en este punto donde se encuentran quizá las dos
respuestas más inspiradoras de esta época. Escrituras
que, al escribir, muestran —no demuestran— porqué
escriben. Una está en el texto La llegada a la escritura de
16
Clarice Lispector. Para no olvidar. Crónicas y otros textos. Madrid: Siruela, 2007, p. 27.
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24
Hélène Cixous: Escribir: para no dejarle el lugar al muerto, para hacer retroceder al olvido, para no dejarse sorprender jamás por el abismo. Para no resignarse ni consolarse
nunca, para no volverse nunca hacia la pared en la cama y
dormirse como si nada hubiera pasado […]17.
La otra respuesta al porqué escribir está en el conocido y extenso poema ‘Escribir’ de Chantal Maillard. En
la culminación del poema, hay una frase final que impide cualquier intento de explicación o elaboración posterior, a la vez que inaugura una potencia infinita para la
murmuración de sentidos: Escribo, para que el agua envenenada pueda beberse18.
Y punto.
Punto aparte.
3. del lector
Palabra nacida en voz alta y luego silenciosamente silenciada. Voz que habla de todo lo que el yo no está
siendo. Hábito de tiempo y de espacio. Ignorancia extrema inicial que luego poco a poco va tornándose ignorancia de toda especie. Disposición corporal. Momento
17
18
Hélène Cixous. La llegada a la escritura. Buenos Aires: Amorrortu, 2006, p. 11.
Chantal Maillard. Matar a Platón. Barcelona: Tusquets Editores, 2007, p. 89.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
en que alguien olvida su nombre y avanza en todas direcciones. En su origen, pecado indisimulable; terror y
temblor. Con el paso del tiempo, modo de estar en otro
sitio, con otras palabras.
Pero: ¿Hace falta que se diga que está demás decir
que sería deseable que haya lectores para la lectura, que
no leer tal o cual libro es una de las penas más grandes;
que es cierto que se puede vivir sin leer, sí, pero que
también puede uno desvivirse leyendo; que la lectura
no se reemplaza con nada ni con nadie?
Duele que la lectura se haya vuelto la falta de lectura, el olvido de la lectura, el nunca más de la lectura. Provoca un cierto malestar cuando la lectura se hace sólo
obligatoria y ya no es más lectura. Se retuerce el alma al
percibir que la lectura se haya vuelto estudio a secas, ir
al punto, ir al grano, ir al concepto.
En mucho han participado las instituciones educativas, desde el inicio de la escolarización hasta la universidad, para que la lectura se vaya disecando cada vez más
y, así, secando casi definitivamente. En vez de lectores
se han buscado decodificadores; en vez de lectores se
han valorado gestos de ventrílocuos; en vez de lectores
se han obtenido reductores de textos.
25
26
Es iluso el pensamiento del mañana, aunque la pregunta por el lector del futuro no es ingenua sino necesaria
y en parte incómoda además de estremecedora. Entonces:
¿Qué lector será el que venga al mundo, si es que viene?
Ésa es la pregunta que se hiciera Nietzsche hace ya
mucho tiempo en El origen de la tragedia, publicado por
vez primera hacia 1871. Allí escribe el filósofo: El lector
del cual yo tengo derecho a esperar algo, ha de reunir tres condiciones: debe leer con tranquilidad y sin prisa; no ha de tener exclusivamente presente su ilustración, ni su propio yo; no debe
buscar como resultado de esta lectura una nueva legislación19.
Leer con tranquilidad, detenido, sin apuro; quitarse
de ese ‘yo’ que lee y de lo que ya sabe; eludir la búsqueda de la ley en el texto. ¿Cómo hacer, en medio de las
tempestades de esta época, para resaltar la tranquilidad
ante la lectura? ¿Cómo hacer, entonces, para olvidar el
‘yo’ en un mundo en que el ‘yo’ se ha vuelto la única posición de privilegio? ¿Y cómo hacer, entonces, para leer
sin buscar reglas, sin buscar leyes, sin buscar eso que
algunos llaman de Verdad o Concepto?
Quien lee suspende por un momento la aparente y
débil belleza del universo, la tortuosa noticia del fin del
19
Friedrich Nietzsche. El origen de la tragedia. Madrid: Espasa-Calpe, 2000, p. 173.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
mundo, deja de lado lo que ya está trazado de antemano, carga su cuerpo con palabras que aún no ha dicho y
muerde el olor de la tierra, acaricia una boca que no
existe, se acerca más que imprudentemente a la muerte
y sonríe porque es de día en plena noche, porque llueve
sin nubes, camina sin calles, ama lo que nunca fue amado, acompaña al desterrado hacia su exilio y se despide,
sin más, de todo que lo no ha leído todavía.
Por eso no se puede otra cosa que invitar a la lectura,
dar la lectura, mostrar la lectura, donar la lectura. Todo
intento de hacer leer a la fuerza acaba por quitarle fuerzas al que lee. Todo intento de obligar a la lectura, obliga al lector a pensar en todo aquello que quisiera hacer
dejando de lado, inmediatamente, la lectura. Al lector,
hay que dejarlo leer en paz, como lo sugiere el título de
un texto de Jorge Larrosa en La experiencia de la lectura:
[...] para que nos dejen en paz cuando se trata de leer 20.
Y es que se da a leer, obligando a leer. En el método
obstinado, en la concentración y contracción violentas,
en el subrayado dócil y disciplinado, en la búsqueda frenética de la legibilidad o de la hiper-interpretación, en
20
Jorge Larrosa. La experiencia de la lectura. México: Fondo de Cultura Económica,
2007.
27
28
la pérdida de la narración en nombre del Método, es allí
mismo, donde desaparece la lectura dada y es allí, también, donde desaparece el lector y se cierra el libro.
Pero también hay que decir que la figura del lector se
ha revistado de una cierta arrogancia, de un cierto privilegio: es el lector que sabe de antemano lo que leerá, el
que no se deja ni se quiere sorprender, el que quiere seguir siendo el mismo antes y después de leer, el que ‘ya
parece haber leído lo que escribe’. Como sugiere Blanchot: [...] lo que más amenaza la lectura: la realidad del lector, su personalidad, su inmodestia, su manera encarnizada
de querer seguir siendo él mismo frente a lo que lee, de querer
ser un hombre que sabe leer en general 21.
Pero: ¿Quién sería ese lector sin realidad, sin personalidad, sin presencia, dispuesto a abandonarse en la lectura, leyendo sin saber leer?, como se pregunta Jorge Larrosa22.
Un lector despojado de sí mismo, quizá para nada arrogante y, sobre todo, un ser ignorante de la lectura que
vendrá. De la lectura que, ahora, está siendo.
21
22
Maurice Blanchot. “El espacio literario”, citado por Jorge Larrosa en Entre las lenguas.
Lenguaje y educación después de Babel. Barcelona: Editorial Laertes, 2005, p. 57.
Jorge Larrosa. “Leer sin saber leer”. En: Entre las lenguas. Lenguaje y educación
después de Babel. Ob. Cit., p. 58.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
4. del leer
Pasar y posar la vista y pasar y reposar el alma, si es
que ella existe. Distraerse, en el sentido de abandonarse,
perderse, en una travesía que no tiene punto de partida
ni destino aparente. El cuerpo lee. Por obligación: acto
de injusticia contra cierto tipo de escritura, la más honesta, la más sentida. Por deseo: laberinto, encrucijada, océano entre dos o más mares. Dicho como orden, en tono imperativo: habrá un lector menos. Por decisión: buscar lo
inhallable, encontrando lo inestimable. Como el viajar:
irse lo más lejos del uno y lo más próximo del otro.
Por eso, un gesto, apenas un gesto: abrir un libro, es
decir, posar la mirada sobre algo que no es tuyo y que,
quizá, alguien te ha dado. Te lo ha dado, y es mejor no
ver su mano, que la mano no se muestre, que la mano
haya sí dejado, dejado más o menos cerca, amorosamente, una lectura, un libro.
Alguien te ha dado la posibilidad de abrir un libro. Y
no se quedará allí para preguntarte, para indagarte, para
someterte al juicio de lo que deberías leer, de lo que deberías ser. Alguien, cuya mano está dispuesta a un convite secular: dar a leer, porque alguien ha escrito antes.
Porque alguien ha leído antes.
29
30
Siempre alguien ha escrito antes. ¿Antes de qué? De tu
nacimiento, de tu cuerpo que todavía no es pero ya existe.
Antes que pudieses abrir los ojos, para sonrojarte o para
desolarte, ya hay alguien que escribió algo. Alguien escribió algo y, quizá, sin otro motivo que el de leer, comenzará tu recorrido de encuentros y de desencuentros.
Alguien es una mano que ha escrito y que otra mano,
tal vez, te dará, para que tu propia mano haga el gesto de
abrir un libro, abrirte a la lectura, provocarte una hendidura por donde pasarán, como lentas conversaciones,
palabras que no son tuyas, pero que podrían serlo.
¿Qué mano? Cualquier mano. Toda mano es capaz
de dar, sin siquiera decir ‘dar’, sin siquiera pronunciar su
nombre, ni el nombre de nadie, a no ser el nombre de
quien ha escrito antes, si quisieras saberlo. La mano que
es anterior a la primera palabra que estás por pronunciar.
Cualquier mano que, inclusive, ni siquiera ha puesto
su mirada en lo que te dio. Porque pensó, sintió, hizo,
que eso que te ha dado no necesite de su autoría, no sea
de su propiedad, no tenga autoridad.
Quitar la autoridad de lo dado, sí. Para que lo dado
sea heredado, sin que se advierta la gravedad o la impureza del dar. Para que dar, dar como sustantivo, no como
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
verbo, sea desmesurado e ínfimo a la vez.
Dar es dejar, no abandonar. No se abandona lo que
se deja. Lo que se deja es una curiosa sensación de dar.
Y la conjugación está en la punta de la lengua: dar lo dejado, Nunca debería decir: dejar de dar. Dejar de dar es
ya estar tieso, ser incapaz de gesto alguno, incapacidad
de donar. Muerte que no se da ni se deja.
Pero qué te dejó ¿qué es lo que se te puede dejar?
Una letra, una palabra, una frase o cientos de frases, que
convierten la lengua en una sensación del mundo. No,
no dejes que te dejen una concepción del mundo. No
dejes que te obliguen a una concepción del mundo.
Pide, eso sí, que te den una sensación del mundo. Una
sensación que es decir un infinito de sensaciones. Porque leer es una sensación del mundo que se dejó escribir en un gesto indescifrable. No descifres ese gesto, no.
Más vale abandonarlo y abandonarse en su misterio. La
sensación no es una cifra, es un movimiento: saltos, tropezones, virajes, encrucijadas, verdades a prueba de
milagros, milagros que se cuecen sin verdades a la vista.
Leer, primero, torpemente, es decir, sin saber muy
bien si lo que hay que hacer es reconocer la letra o la palabra o la voz que antecede. Luego, audazmente, como si la
31
32
lectura tuviera que ver con la voracidad, con estar hambriento, como quien busca a su presa, o como quien se
siente en plena animalidad. Lector, esperaba los libros. En
espera del libro, lo buscaba como […] un animal que tiene
hambre23. Más tarde, al final, serenamente. Porque de algún modo la serenidad te dará un lugar en la lectura.
Te deja algo que te indica, que te sugiere, que allí
mismo, en ese gesto de abrir un libro tal vez habrá algo,
algo que no es ni tuyo ni de esa mano, un libro, cualquier libro, que pudiera desnudarte o, al menos, darte a
ver la misteriosa desnudez de lo humano.
Ese gesto te deja, también, solo, a solas. En algún
momento tendrás que estar solo. No siempre habrá que
estar sostenido por la mano del doble gesto de escribir y
de leer. En algún momento, habrás de ser ojos-letra, mirada-búho, callejón sin entrada, aire de aridez, gesto
sólo. Lector sólo. Escritor sólo.
Porque: Como lector se abre, es abierto, el abierto, como su
libro está abierto, se abre como una herida está abierta, abre y
se abre, se abre del todo sobre lo que la desborda del todo, y la
abre24.
23
24
Pascal Quignard. El lector. Valladolid: Cuatro Ediciones, 2008, p. 58.
Ibídem, pp. 53-54.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
Pero: ¿Cualquier libro? Sí, cualquiera.
Un libro es otra vida en otro tiempo en cada lugar.
Ese libro es cualquiera, porque cualquiera es el tiempo,
cualquiera el lugar, cualquiera puede ser la vida de cualquiera. Sí, cualquier libro. Por ejemplo los muy subrayados, los muy arrugados, los muy abiertos. O los nunca
abiertos, porque alguien cree que ese gesto debería ser
apenas tuyo. O los libros que se esconden y hay que salir
a buscarlos. O los que insisten en ser única lectura. O los
que te confinan a una hora que no comienza ni termina,
porque te ofrece la inexplicable sensación del durante,
de la duración sin hora.
No, cualquier libro, no. Es que no todo puede ser libro, aún cuando vista ese ropaje. Puede haber letras,
puede también haber precisión de orfebre, pero no haber gesto. Puede comenzar con un gesto sí, pero enseguida acabarse, diluirse en una trampa mortal de quien
ha escrito no para que leas, sino para que quedes rehén
sin voz. Puede que no toda palabra quede impresa en
tus oídos. Puede que ese libro no sea sino un fuego de
artificio. Que te prometa felicidad, destino, conquista,
la absurda negación de la muerte que no es, sino, la
imposibilidad de afirmar la vida.
33
34
Hay libros que no, que no son gesto sino condena; libros que sólo quieren dejarte allí donde estás, preso de
tu prisión, huérfano de otras vidas. Libros escritos, sí,
pero sosos, indigentes.
Leer es un gesto que algún día sabrá reconocer porqué hay libros que sí, porqué hay libros que no. Igual
que con las palabras sueltas: si te gusta ‘amor’, no te gusta ‘infamia’, si te gusta ‘rosa’, no te gusta ‘industria’, si te
gusta ‘viento’, no te gusta ‘ambición’.
¿Gustar? ¿Qué quiere decir gustar en ese gesto de
abrir un libro? La lectura reconoce sus sabores. De a
poco. Despaciosamente. Al principio, no sabe: pero huele. Huele la nariz dentro del libro, huele el movimiento
de las páginas, huele ese olor misterioso de lo que se
comprende y no se comprende a la vez. Y se aspira el vendaval de la escritura. Se huele, se sabe reconocer ese olor
como un olor desconocido, entonces se aspira la ternura
de una bienvenida y la aspereza del adiós.
Después, entre la humedad de los ojos y la vigilia del
tiempo, comienza a probarse, a palparse, a recorrerse el
libro. Algunas palabras saben a memoria de amistad;
otras, al ahogo de la promesa recién pronunciada. En
otras palabras hay sabor a abuelas y a patios y a amores
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
que sí y que no, se huele a gotas de lluvia fría y a dolores
casi siempre extranjeros.
El gesto es: abrir un libro. No hay segundo gesto. En
principio, no hay segundo gesto, no. Lo segundo no es
gesto, es sabor. Pero aún hay que quedarse en el primer
gesto. Porque no se ve demasiado. Porque insistimos en
que otro lea y no hacemos el gesto nosotros mismos. No
lo hacemos.
Sin primer gesto, sin dejar de dar, no hay escritura,
no hay lectura. Porque el primer gesto es abertura y detención, pausa, pausa, muchas pausas. ¿Pausas de qué?
Del vértigo que es un gesto de la desesperación por
precipitarnos a la muerte.
De la celeridad que es un gesto cansado de sí mismo.
Del torbellino que es un gesto que no reconoce ni su
pasado, ni su porvenir.
Del atolondramiento que es un gesto inexacto en un
camino imposible.
De la prisa que es un gesto que ni viene ni va, que ha
perdido no el rumbo, sino sus pies.
Y del barullo, del tumulto, del griterío, que no son
gestos sino ademanes absurdos, irreconocibles.
El gesto es, siempre: abrir un libro. Ese gesto es: la
35
36
caricia, sí; la memoria, sí; el deslizamiento ni hacia demasiado fuera, ni hacia demasiado dentro; el sonido, sí;
el ritmo, sí; la voz, sobre todo, la voz. La voz que cada
uno habrá de ser.
Es un gesto que abre un espacio algo más tibio y más
hondo que la pronunciación; más suave y más largo que
la presencia del silencio; más alto y más indisciplinado
que la puntuación.
Es, un gesto, sí, un gesto. Se hace con la mano, pero
sobre todo con el rostro. Y una vez que allí está, en el
rostro, todo ocurre descompasadamente: tal vez, llorar,
porque algo-alguien se ha muerto allí donde la mirada
no puede dejar de ver; quizá, reír, porque algo-alguien
se ha disfrazado o caído en el abismo del absurdo; callar,
porque algo-alguien habla; escapar, porque el laberinto
no te da respiro y porque es demasiada la noche de lo
que allí está escrito.
El gesto seguirá siendo, siempre, abrir un libro.
Quizá para cerrarlo. Quizá para guardarlo. Quizá para
volver a darlo. Quizá para releerlo. Quizá para perderlo.
Quizá para no encontrarse.
Es un gesto porque está en la mano, está en el rostro,
pero más aún en los ojos. Y son los ojos los que traducen,
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
los que conducen las historias hacia la interioridad del
cuerpo. Y por que no hay ojos iguales, es que hay cuerpos distintos.
Y el gesto, el primero, el de abrir un libro es, antes
que nada, un gesto sensorial: se abre un libro y a la vez
se abren los párpados, sí, los párpados. Y luego se abre la
boca sorprendida o amenazada. Una mano te ha dado un
libro y ahora tu cuerpo es la sensación de leer, no es otra
cosa, no, sino la sensación de leer que está en el cuerpo.
Y el cuerpo comienza en los ojos. En los ojos que miran. ¿Los ojos miran qué?
Ojos mirados por niños prodigios, mensajeros sin
rumbo, débiles hombres enamorados de mujeres huidizas, abuelos que ya no se recuerdan pero aman, muchachas en pie de guerra y en pie de amor, escribientes, ciegos de bastón y ciegos de furia, la persistencia de la
infancia.
Ojos mirados por poblados de nombres imposibles,
por páramos, acantilados, edificios en ruinas, océanos
que no van ni vuelven, palacios, laberintos, encrucijadas, lugares próximos que al cerrar el libro se vuelven
inalcanzables.
Ojos mirados por la guerra, la decrepitud, el asombro
37
38
del abrazo, el abandono, los celos, la amargura, el infinito, la lluvia que nunca dejará de replegarse, el tiempo
inventado en otro tiempo.
Y entonces sí.
Ahora que el universo ha entrado por tus ojos —¿de
qué otro modo más bello podrías ser mirado?— ahora sí,
los ojos miran su propio tiempo, su propio espacio. No
cotejan, miran. No se desilusionan, miran. No conceptualizan, miran.
Pero: ¿habrá que decidir entre el libro y el mundo?
¿Habrá que dejar el libro para estar en el mundo? ¿Habrá que abandonar cualquier pretensión de mundo para
quedarse en el libro?: Pues el libro es un mundo en falta.
Quien lee a libro abierto lee a mundo cerrado 25.
Antes, mucho antes de hacer el gesto, de dar a leer,
de dejar un libro, escucho la temible y terrible afirmación. El niño no entiende, es inútil el gesto. Ser niño supone no entender. ¿Los niños no entienden lo que hay
en un libro? ¿Que es mejor que lean después, más tarde,
más adelante, nunca?: Pienso en los libros. ¡Cómo entiendo
ahora a los ‘estúpidos adultos’ que no dan a leer a los niños
sus libros de adultos! Hasta hace muy poco me indignaba su
25
Ibídem, p. 78.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
suficiencia: ‘los niños no lo entienden’, ‘es pronto para los niños’, ‘cuando crezcan lo descubrirán’. ¿Los niños no lo entienden? ¡Los niños entienden demasiado! 26.
Leer es un gesto que apenas supone, a duras penas
quisiera resucitar a los vivos.
¿El gesto para qué? Para no olvidarse de lo humano.
Para que lo humano no se niegue a lo humano. Para no
olvidar que estamos vivos.
5. del lenguaje
De pronto es como si tomara el cuerpo. O buena parte de él. No es que venga de algún sitio exterior, extranjero, como por ejemplo: una promesa, un ruego, una intención ya manifiesta, un deseo postergado oído como
secreto al interior de uno mismo. Llega, toma, comienza. Llega desde un lugar del interior, hecho de cavidades y letargos. Proviene, quizá, de un mito. Sin embargo, deviene rito cotidiano, bienvenidas y despedidas, la
medianía del dolor y el amor. Llega de fuera y de lejos,
es forastero y se reconoce en conversaciones, palabras escuchadas, deseos siempre anteriores. No es un nacimiento ni un renacimiento. Hay como un balbuceo que está
26
Peter Handke. El peso del mundo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2003, p. 9.
39
40
entre lo escuchado y lo dicho, pero no es ninguno de los
dos: no replica ni imita lo escuchado, no acaba nunca por
ser lo que intenta ser. Está situado un poco debajo de una
respiración ya entrecortada; incluso más abajo que el suspiro, que el bostezo, que el llanto aún naciente; antes que
el primer beso, que la primera soledad. Se retuerce en la
penumbra del tiempo y parece no ocupar más que un espacio mínimo. Tiene forma de acertijo y sin embargo no
desespera con las falsas respuestas. Cuando suena, resuena. Parece un paisaje desconocido que comienza a
habitarse con imperfecciones e interjecciones. Sube,
siempre sube, porque necesita huir de la trampa de la
identidad hecha a medida. Empalidece con la piel, se
sonroja con la risa, permanece con la huida. Está en una
intimidad más torpe que el nombre que nos dan y con el
que nos presentamos al mundo. No es el mundo, ni el
dibujo de una parte de él, ni el perfil de un rostro conocido, ni se dirige a una fisonomía recordada, ni elige domicilios donde residir sino al azar. Tiene hambre, está
sediento, suda, blasfema, pide, dona, corre muy de prisa. Y se detiene. Camina pero no sabe hacia dónde. Está
desacompasado con la realidad. No sabe qué es lo real, o
en todo caso cree que es un código ya hecho, ya prepara-
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
do, al que mira de reojo. Tampoco está a gusto con la
verdad, al menos no con la verdad a la que le sigue la risa
de lado, burlona, insatisfecha por haber parido ese gesto
fatal, a medias entre el espejo ínfimo y saturado y el vozarrón infundado. Hace las veces de uno, pero siempre
es un impostor. Nunca es impostura. Jamás le concede
razón a la verificación. No se verifica, se entumece o se
libera o se esparce como el tiempo por venir, inasible.
Es viento antes que árbol. Es árbol antes que botánica.
Es todo el gris del claroscuro. Pregunta porque está inclinado desde su origen. Y no sabe decir que no. No
puede negarse a la libertad que el cuerpo le concede.
Pronuncia diferentes sonidos y no se decide por ninguno, porque nada le satisface más que ser pronunciado
tanto por la lluvia como por el azul de un rostro, tanto
por la brisa detenida y tartamuda como por el temblor
de un ave. Se hace hondo en el niño y en el anciano, porque le gusta la vitalidad del juego y el acodarse en la memoria. Y no envejece, a veces se envilece. No declina
porque se continúa a los lados. Pero sí envejece cuando
se ve acechado por sus pretendidos dueños, los que avizoran en su danza un desvío, una malformación. A veces
enronquece, olvida su raíz, se desprende del cuerpo
41
42
como un fantasma desconocido. Cobra vida propia y responde por vidas ajenas. Es lo contrario del hábito. Batalla
contra el extremo rencor y enmudece frente al extremo
amor. Reina en la nación de los olvidados y los demasiados memoriosos. Se bifurca en la punta de la lengua y
hace rodeos, merodeos, circunloquios, desatinos, trompos, tropos, fuegos, aves rapaces. Y no se confunde con la
historia. Mucho menos con la ley. Distrae a la norma. La
seduce con el verso y el reverso. No se fatiga. A veces nos
fatiga. Muchas veces lo fatigamos, provocamos el hartazgo de su nombre. Es hija mujer de un vientre femenino,
que sabe hospedar el rudimento de la voz. Es mujer hasta
que es cazada y domesticada por un severo guardián masculino. Siempre es así. Puede invocar lo más bello, puede
denostar hasta matar. Y todo lo hace pasar como un suicidio. Se mueve como encrucijada entre cada uno y cualquiera. Nadie sabe quién dijo lo que dijo. Nadie sabrá si
lo dicho fue dicho. Mucho menos si lo dicho, dicho está.
Y tiene alas, hojas, bordes, repliegues, orificios, curvas
que no llevan a ninguna parte. Tiene, también, edificios,
academias, representantes legales. Se siente incómodo
con las esdrújulas. Quisiera ser escrito y ser leído, porque allí reposa. No le gusta que lo enceguezcan, que lo
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
aprisionen, que lo condenen a trabajo forzado: Me ejercité
para reaccionar súbitamente por medio del lenguaje ante todo
lo que se topaba conmigo y me di cuenta de cómo, durante la
vivencia, también la lengua cobraba vida en esa inmediatez y
se volvía transmisible; un momento después ya habría sido la
lengua cotidiana, que de tan familiar no dice nada, la desamparada lengua del ‘ya sabes lo que opino’, la lengua de la era
comunicacional27. Aún recuerda su pasado, leve, de pie,
frente al abismo de su disolución. Nació en una torre
que dios no quiso. Nació de ese desamor. De esa nostalgia coja. Y tuvo hijos cuando comprendió que cada cosa
nunca es cada cosa. Que una cosa como la materia puede
disolverse en el agua del paladar que prepara su adjetivo. Que una cosa como el amor puede impronunciarse.
Que la infancia no es su falta, sino la distancia que el
tiempo ejerce para no atiborrarse de reglas, de acentuaciones que no provienen de un salto o de un asombro o
de una distracción, de sustantivos y verbos que nunca
estallan de pasión. Que una cosa como la muerte sólo
puede ser dicha en voz baja. Y que una cosa como la vida
debe ser sostenida con el resuello del corazón. Pronuncia lo que acaba de haber. Dice lo que acaba de inexistir.
27
Peter Handke. El peso del mundo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2003, p. 9.
43
44
Está delante de ti. Detrás de ti. Enfrente tuyo. Dentro
tuyo. Fuera. Llega. Toma. Comienza. El lenguaje.
6. del poema
Palabra que Jacques Derrida pronuncia y define como
el demonio del corazón28 y que parece como un ovillo
que rápidamente se transforma en erizo y vuelve a la posición ovillada. ‘Poema’ no sólo designa un texto diferente a otros textos, sino una disposición distinta de la
memoria, la perplejidad, la experiencia y el deseo. A veces es único testimonio de lo que ocurrió. Otras veces
crea la sensación de lo inaudito. Hecho con las mismas
palabras que proceden de la misma lengua, su pronunciación se desliza desde un cuerpo hacia otro cuerpo. Se
advierte, a menudo, una falsa pronunciación. Prescindir
del poema es prescindir de la existencia humana: podrá
hablarse en sentido riguroso de una existencia poética, si por existencia entendemos aquello que abre brecha en la vida y la desgarra, por momentos, poniéndonos fuera de nosotros mismos29.
Un poema comienza en cualquier parte y acaba en
cualquier lugar. Por ejemplo, puede comenzar en la pa28
29
Jacques Derrida. Che cos’è la poesia? Poesia I, 11, November 1988.
Philippe Lacoue-Labarthe. La poesía como experiencia. Madrid: Arena Libros, 2006,
p. 30.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
labra “Irse”30 y acabar, enseguida, con “la página anterior”. O iniciarse en “Vivir acuclillada” y concluir con
“los rayos de sol no regeneran a los muertos”. Inclusive
nace y muere a independencia de la hora del día. Está
hecho de cualquier palabra y con cualquier forma. Asume cualquier movimiento gramatical, permite varios dibujos posibles, es permeable a la invención, a perforar el
límite anticipado de la creación. No tiene tema preciso,
su materia es, quizá, una vasta y deseada imprecisión
del tema. No hay extensión indicada para el poema, ni
hacia los lados ni hacia abajo, en su descenso hacia lo último posible de ser escrito, de ser dicho. Hay una escritura hecha con la voz: por ejemplo “Dime lo que he de
hacer”. Hay una voz revelada en la escritura: “Dime qué
fue de mí”. Se escribe y se lee con el silencio o con la tonalidad o con una inusitada gestualidad. Se completa en
esa extraña reunión entre dos ausencias y dos presencias: el poema y el lector. Se hace el poema entre lector
y poeta. Conlleva padecimiento, peligro, riesgo. Toca el
umbral de lo imposible. El poema, al ser traducido, se
duplica en otro poema. Pero no se deja multiplicar al in30
Todos los textos entrecomillados fueron extraídos del libro de poemas Hilos de
Chantal Maillard. Barcelona: Tusquets, 2005.
45
46
finito. No se deja travestir por otro poema. Hay pájaros
y hay cables de alta tensión. Hay manos y hay bordes.
Hay agua envenenada y hojas de otoño que no están en
los árboles y que aún no tocaron con su perfil la suave
mañana de su suelo. Hay niños y hay dientes que están
cerrándose. El poema tiene hambre, olvido, nubarrones, párpado, pierna, aliento, nada. “Está bajo la sangre
que tapiza la superficie de mi mente”, con “las rodillas
pegadas al mentón”, “de pie para no enredarse con la
sombra”. El poema tiene sus destinatarios ocultos y,
menos ellos, que si lo saben prefieren no haberlo sabido, todos creen ser los destinatarios nombrados en el
poema. Hay un poema o varios poemas para cada uno de
nosotros. No era nuestro y se ha hecho nuestro. La escritura del poema sugiere una conversación, no cualquier
conversación, una conversación que pide atención y escucha; quizá para no decirle nada a nadie; tal vez para
hacer sucumbir a todos los que leen: “Querer sobrevivir
ha de ser la costumbre”; el poema puede invitar a una
acción; a hacerla y a deshacerla: “Decidir irse. O mejor,
quedarse. Porque es demasiado largo, decidir”. El poema es una pregunta curvada hacia dentro y hacia fuera, no
es una pregunta de uno hacia otro, ni una pregunta que
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
viene del otro hacia uno; es una pregunta que permanece
como eco, eco obstinado y repetido: “¿Quién disuelve”?,
“¿Yo?”, “¿Dónde entonces la calma?”, “¿Qué haremos
del poema sin metáfora?”. El poema pregunta y se pregunta. Y se niega a la respuesta, a la conclusión de las
“cosas impacientes”, del “Hay demasiado Aún para perderse del todo”. El poema tiene una musicalidad que
apenas si puede apreciarse entre dos lágrimas, dos cierres de ojos, dos silencios. Su música es de voz ronca, de
voz difusa, de una voz que dice y se arrepiente, de una
voz que dice y arrolla, de una voz que dice su contrario,
su afirmativo no, su yo encadenado a la fragilidad de un
barco que aún no ha zarpado, que dice que ya no dirá
más, que dice todo y dice basta al mismo tiempo, que
dice: “la voluntad ausente”, que dice: “Sin implicarse.
Imposible no implicarse”, que dice: “decir yo” y que
dice “la podredumbre instándose en el dentro”. El poema es el doble testimonio de un silencio interrumpido
por la escritura y la lectura del poema. El poema se envuelve en silencio, porque tiene la propiedad de la interrupción, de lo imprevisible, de lo inesperado. Es el silencio de la adivinación, de la pronunciación tartamuda,
balbuceante, babélica. El poema es el secreto silencioso
47
48
que no sabías: El secreto es una cosa que no sabías. El verso:
un secreto que acaba de explicitarse. No es un hecho que no conocías, no es un momento. Es una cosa concreta, una cosa que
existe, como una piedra. Una cosa que no sabías que existía, al
final existe en el mundo, está aquí. Éste es el mapa de su ubicación, éste es el verso. El secreto es una piedra que no sabías31.
Silencio del poema que no está sino en una soledad
suprema, no superior, suprema. Soledad necesaria para
que algo, alguien, diga que se ha hecho del sí mismo, o
de cualquiera; porque uno es cualquiera en el poema; es
uno, sí, porque el yo obliga a ser formulado y borrado,
apagado, quitado del medio; es otro, también, porque se
trata de quien no está, de quien no estuvo, de quien se
quisiera que esté, pero no ahora, sino antes o después,
es decir, durante: ¿Corté el hilo o simplemente lo solté? / ¡Se
sueltan tantas cosas! / Y ¡hace tanto tiempo! El aire se entumeció. / ¿O fue la mano? Quedó en suspenso, creo, suspendida.
/ No sé si lo recuerdo. ¡Inventamos tantas cosas! Se le habla a
él, a ella, tienen nombre, aunque se hayan olvidado,
aunque quizá se hayan ido, aunque dejen de poder ser
pronunciados por otros medios a no ser el poema. El
31
Gonçalo Tavares. Breves notas sobre las conexiones. Buenos Aires: Letrasnómadas,
2009, p. 52.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
poema es el único medio de decir el nombre de a quien
ya se ha olvidado. Se le dice a él a ella, con las palabras
que resultan de mirarse en un espejo vacío, en un espejo no apenas roto sino además desierto. Se le dice a él a
ella, porque es necesario “lo indispensable acompañando”. El poema se retuerce porque le es imprescindible
la escritura. El poema se escribe con la escritura que se
está escribiendo. Se escribe el poema y hay una multitud que ignora que asiste a la escritura del poema. La
escritura del poema es una abstracción y una concreción, pero quién sabe cuál es cuál, dónde está dicho que:
“no hay mente, sólo imágenes o temas que se ofrecen
para serlo”; quién puede así responder al “Cuéntame
una historia que no tenga final”. El final está allí, en el
“cuéntame”. El principio también lo está. Por eso no
hay calma en el poema, ni siquiera en su penúltima
versión, no hay satisfacción, no hay mérito, no hay, otra
vez, nunca, la calma en el poema: “Pero no aconteció.
La calma, digo. No aconteció la calma”.
7. del poeta
Alrededor de la figura del poeta hubo, hay y habrá una
ambigüedad manifiesta, una duplicidad extrema. No se
49
50
trata aquí de dos escuelas de poesía o de dos estirpes de
poetas o de dos formas materiales de hacer la poesía, sino
el de revelar la existencia de una dualidad al interior de
una escritura que no cesa de conmover y de sembrar inquietud. A esa figura se la asocia, por un lado, con la luminosidad o los destellos de luz que se mueven en medio
de lo inconfesable; con aquella que aún tiene palabras
para ir más allá de lo que se ha acabado; con aquella que
reina en un territorio híbrido entre lo comprensible y lo
incomprensible. Pero también se la relaciona con la oscuridad, con asumir la expresión de un misterio que nunca
dejará de serlo, con el desconsuelo y el desasosiego que
asumen para sí lo trágico, aquello que ya no está ni nunca
estuvo, en fin, con la muerte. Posición, entonces, de luminosidad —la escritura para, en cierto modo, aclarar, comunicar algo a alguien— y posición de tiniebla —la escritura para, enturbiar, hacer padecer—.
Hay quienes han visto esta dualidad como la expresión de una batalla del sonido sobre el silencio y/o del sonido sobre el sentido. Otros como la lucha entre lo dicho y
lo indecible. También podría verse como la impresión de
una marca, de un trazo, de un signo que interrumpe lo
blanco, una suerte de perturbación de la aparente calma.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
¿Qué cualidades asumiría para sí el poeta y qué lección podría darnos su posición de escritura? La primera
de ellas tiene que ver con el carácter ostensiblemente sensible y perceptivo del poeta. Es bien conocida aquella afirmación de Heidegger a propósito de que la: poesía es la
mayor parte del tiempo escucha32. La disposición a escuchar
del poeta es particular en el sentido que atiende no sólo
a lo que se dice a su alrededor sino, también, a esa relación tan huidiza entre sonido y sentido o, mejor dicho,
esa atención sobre cómo suena ‘éso’ que se pronuncia.
El poeta, la poesía, es una voz que escucha. Pero no sólo:
también asume una disposición peculiar para el mirar. Se
trata de una mirada que no elude el detalle, lo insignificante, lo banal, y que al mismo tiempo no puede dejar de detenerse en lo excesivo, lo trascendente, lo extraordinario.
Y esa disposición de escucha y de mirada del poeta es
inédita cada vez. Un evento, un tiempo, una cosa, no
pueden ser incorporados sino son escuchados —detención, pausa— y mirados —abertura, apertura—. Ése es
el carácter perceptivo del poeta, el que le hace disponer
de una percepción pero no de una teoría del mundo: Yo
no tengo una concepción del mundo. Yo tengo una sensación
32
Martin Heidegger. A caminho da linguagem. Petrópolis: Vozes, 2003, p. 126.
51
52
del mundo33, escribió Marina Tsvietáeiva. Por eso el poeta
no enseña a escuchar sino que comparte, sin ánimo de establecer una ley, lo escuchado; por eso el poeta no enseña a mirar sino que intenta ofrecer, desesperadamente, la
posibilidad de mirar siempre de modos diferentes.
Al carácter ostensiblemente sensible y perceptible,
habría que sumarle algo tal vez más evidente como lo es
la particular relación del poeta con la lengua y que posibilitará pensar en qué tipo de ‘lección’ es la que quiere dar
el poeta, a diferencia de dos de sus contemporáneos, el
retórico y el gramático.
El retórico muestra una lengua elevada que borra de
una vez toda posibilidad de otras voces; no deja que ninguna voz sea más alta ni más precisa ni más interesante
ni más esbelta que la propia; aniquila la voluntad del
otro de oír y decir, con su fúnebre estertor, a través de
una violenta imposición de su qué decir, su porqué decir, su para qué decir. Se oculta en la lengua que presupone única para escudarse y agredir su propia palabra
poética: la retórica es una palabra de revuelta contra la condición poética del ser hablante34, afirma Jacques Rancière.
33
34
Marina Tsvietáieva. Vivir en el fuego. Ob. cit., p. 437.
Jacques Rancière. O mestre ignorante. Belo Horizonte: Editorial Autêntica, 2002, p. 39.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
Al retórico le es imposible ver su voz, su lengua, por fuera de la retórica. Más aún: es la retórica la insistencia por
creer que la lengua es sinónimo del funcionamiento del
lenguaje. Mejor dicho: sólo sabe de la lengua, de su lengua: Los anteojos de la retórica son sus ojos —y al mismo
tiempo el espectáculo que miran—. Así la retórica no ve y no
muestra jamás otra cosa que no sea retórica, en todas partes.
Sólo se ve a sí misma35.
A su vez, el gramático insiste en subrayar la importancia de la estructura de la lengua y quiere que los otros
no escapen de la telaraña de sujetos y predicados ya establecidos de antemano; busca ardorosamente el método de la lengua allí donde ese método tal vez no exista y
quizá nunca haya existido; explica con palabras de otros
el orden de las palabras de lo mismo. También cree que
no hay otra cosa que gramática, que todo es gramática,
que hay gramática incluso en el silencio que precede a
lo que no se sabe si podrá decirse. Y no duda en advertir a
quienes respondan de la inconveniencia de unas frases
no del todo bien comenzadas, no del todo bien acabadas.
La lección del poeta está en el modo en que se relacio35
Henri Meschonnic. La poética como crítica del sentido. Buenos Aires:
Mármol-Izquierdo Editores, 2007, p. 112.
53
54
na con la lengua, la forma en que quisiera ser escuchado: a
través del padecimiento y el gozo, la rebeldía de unas palabras que nunca permanecen inmóviles, ni apresadas en
el sistema, en el método y en la razón de lo que vendrá o
no a ser dicho alguna vez. Una lección que se preocupa
por cómo entender sensiblemente, no por cómo las cosas
deban ser puestas en la lengua: Para entender tenemos dos
caminos: el de la sensibilidad, que es el entendimiento del cuerpo; y el de la inteligencia, que es el entendimiento del espíritu. Yo
escribo con el cuerpo. Poesía no es para comprender, sino para
incorporar36, escribió Manoel de Barros.
Sobreviene aquí la tercera particularidad del poeta:
una incapacidad manifiesta pero voluntaria para la explicación. Incapacidad voluntaria para explicar el poema, claro está, como lo escribe Marina Tsvietáieva: ¿Explicar
los poemas? ¡Diluir (sacrificar) la fórmula, atribuir a la
propia palabra sencilla una fuerza mayor la que tiene el cantor! […] Como en la escuela; ‘con tus propias palabras’ el
Ángel de Lérmontov, pero tenía que ser precisamente con palabras propias, sin una sola palabra de Lérmontov ¡Y qué resultado, Dios! […] ¿Qué quería decir el poeta con estos ver36
Manoel de Barros. Todo lo que no invento es falso. Málaga: maRemoto, 2002, p. 12.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
sos? Pues justamente lo que dijo37. Pero sobre todas las cosas
el rechazo del poeta a la explicación como única lógica
para codificar el universo en los términos de “legislación” y “conceptualización”.
El poeta no explica en su poesía: deja un trazo que podrá ser leído por otro. El poeta no obliga a un tipo específico de lectura de ese trazo, sino que su palabra culmina al
filo del tiempo en que otro podrá leerlo, reconocerlo. Habrá aquí que sostener esta idea: la del poeta que ofrece,
que entrega signos que otros deberán descifrar en su
tiempo y a su modo. Y esto confiere a ese particular ofrecimiento una vinculación mayúscula con el acto de enseñar: Signum, el elemento principal de insignare remite al sentido de ‘signo’, ‘señal’, ‘marca’ que se sigue para alcanzar
algo. El ‘signo’ es ‘lo que se sigue’. De modo que lo que se da en
el enseñar es un signo, una señal a ser descifrada 38.
A diferencia del poeta, el pedagogo insiste con demasiada frecuencia en encarnar aquella posición que
niega el mirar y el dar a mirar, que niega el escuchar y el
dar a escuchar. Explica, eso sí, qué es mirar, pero con
37
38
Marina Tsvietáieva. Una dedicatoria. México: Editorial Universidad Iberoamericana,
1998, p. 14.
Walter Kohan. Infancia entre Educación y Filosofía. Barcelona: Laertes, 2007, p. 131.
55
56
ojos ajenos, distantes, autoritarios. Explica, eso sí, cuáles son las miradas disponibles, pero con ojos apenas escudriñadores y evaluadores. Explica lo que es escuchar,
pero sin escuchar, ignorando qué podría ser el escuchar
del otro.
El poeta no explica. Percibe en el claroscuro y con su
peculiar pronunciación de la lengua aquello que, quizá,
escucha cuando escribe. Y desea que, si otro quisiera,
pudiese ser escuchado.
8. del presente
El tiempo no sale del presente, pero el presente no deja de
moverse, mediante saltos que tropiezan unos con otros. Tal es
la paradoja del presente: constituir el tiempo, pero pasar a ese
tiempo constituido39. La cuestión es que poco más puede
decirse del presente más allá de su movimiento y su imposibilidad de salida, más acá de los saltos y los tropiezos. O, en todo caso, sí que puede explicarse el presente.
Pero es incomprensible. En el presente. Presente, no en
el sentido de lo contemporáneo o de la época, o del
tiempo que nos toca vivir. Presente, como el signo de lo
que acaba de pasar y no es pasado. Presente, bajo la in39
Gilles Deleuze. Diferencia y repetición. Barcelona: Júcar Universidad, 1988, p. 151.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
quieta sensación de lo que vendrá y que no es futuro.
Presente como la palabra dicha y ya ineficaz, ya yaciente. La actualidad es una de las caras visibles del presente, pero los medios la han secuestrado haciéndola pasar
como actual asesinato, actual político, actual sismo, actual tragedia, actual tránsito, actual tiempo y temperatura. Pero actualidad no es presente. No está presente.
Está impuesta, es su impostora. En el presente recibimos con pasividad la actualidad, no es lo actualizado
nuestro porque aún no lo sabemos. Tampoco el presente es lo vigente. La vigencia de lo que se hace, lo que se
dice, lo que se piensa, lo que se cree, lo que se escucha,
tiene más que ver con cómo alguien se hace presente y
no tanto con su presente. Hay formas de hacerse presente que, inclusive, nada tienen que ver con el presente. Ficciones de identidad, por ejemplo. O ejercicios de
desplazamiento. ¿Acaso se piensa el presente, en el presente? ¿O es pura maquinaria de sensación y percepción, aún no pensamiento? El presente mira, sobre todo.
Y escucha, además. Los ojos y los oídos están en el presente. Y la piel, no la envoltura, no la epidermis recelosa, la piel de porosidad sin límites. ‘Cuerpo presente’, la
única expresión verosímil; mucho más que ‘estar pre-
57
58
sente’ o ‘presentarse’ o ‘hacerse uno presente’ o decir:
‘presente’. Corrijo: ‘cuerpo presente’ es frase fatídica:
mejor sería ‘con el cuerpo presente’. El cuerpo: los ojos
miran y es el único momento en que mirar no quiere decir juzgar, interpretar, inferir, dictaminar, interpelar, entender. Los oídos escuchan y es la única vez en que escuchar quiere decir dejar pasar, dar paso uno a uno los
sonidos cuya llegada es irrefrenable. Y la piel recibe, no
ejecuta, no elabora, no transforma sensación en sentimiento, ni pasión en paisaje, ni padecimiento en sufrimiento: No quiero ya posarme / Volar a la velocidad del
tiempo / Creer así un instante / Que mi espera es inmóvil40. Sin
embargo, enseguida, súbitamente, se hacen presentes
las palabras. Y toman cuenta de los ojos, los oídos y la
piel. Las palabras alrededor y dentro de la mirada. Las
palabras en medio del escuchar. Las palabras que deciden cómo sentir lo sentido, cómo percibir lo percibido.
Las palabras están antes o después del presente. Se conjugan en dos tiempos: uno cada vez más remoto, otro
cada vez más intangible. Ambos tiempos están fuera del
cuerpo. El único tiempo que asiste al presente, el gerundio, es el más efímero de los tiempos verbales: estar
40
Philippe Jaccottet. Aries. Badajoz: Fundación Ortega Muñoz, 2010, p. 59.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
pensando, estar sintiendo, estar percibiendo, en fin: estar siendo. Y dejar de serlo. Por que el presente es un
murmullo ininteligible, el más huidizo de los tiempos,
un sonido que parece nombrar al mundo, pero que se repliega hacia la intimidad en busca de sosiego y respiración. Todo lo hace en un segundo aunque no admita
que el segundo ya no es, ya no está. Ya no se es ése sujeto que habitaba en ese segundo. Por eso el presente
masculla, balbucea, tartamudea y gime destemplado.
No hay silencio en el presente. Pero tampoco hay lengua
constituida. Es intraducible el presente y está antes que
la traducción de la lengua que lo pronuncia. Aún cuando
todas las palabras del universo quieran ocuparse del presente para tornarlo actual, vigente, existente, pura y negligente novedad. Pero no hacen más que volverlo sordo,
ciego, insensible. Incapaz de toda pretensión de quietud,
de sosiego, de anonimato. Se desfigura el presente hasta
hacerse, fatalmente, omnipresente.
9 . d e l ro b a r
En muchos sitios de habla hispana, sobre todo en bibliotecas personales, oficinas de universidad, librerías y
en algunas tiendas que insisten en modernizar lo antiguo,
59
60
suelen mostrarse como adorno reproducciones de un letrero que alerta, religiosamente, lo siguiente: Hai excomunión reservada a su santidad contra qualesquiera personas que
quitaren, distraxeren, o de otro qualquier modo enagenaren algun libro, pergamino, o papel de esta bibliotheca, sin que puedan ser absueltas hasta que esta esté perfectamente reintegrada.
Se sabe que esta cédula se encuentra ubicada sobre
cada una de las cuatro esquinas de la ‘Antigua librería’
de Salamanca y que ha pasado a ser un ícono contra la
tentación del robo de libros; una suerte de conjuro hacia
esa naciente legión de biblio-cleptómanos que, ya por
entonces, iniciaba su conturbado derrotero. El origen de
ese texto amenazador aparece en las Constituciones del
Estudio Salmantino del año 141141donde, bajo la forma
de recomendación, se decretaba que: […] y estos libros y
pecias no puedan ser empeñados, destruidos o en cualquier
caso vendidos. A los que obraren en contrario o lo permitieren
los incluimos en excomunión, de la que no puedan ser absueltos hasta que lo destruido, empeñado o en otros casos vendido
o robado fuere devuelto a su estado original.
Desde 1749 se hizo obligatorio fijar esta cédula a las
41
Véase Julián Álvarez Mayor. La Universidad de Salamanca. Arte y tradiciones.
Ediciones Universidad de Salamanca, 1993.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
puertas de las bibliotecas, tal como figura en el Reglamento aprobado por el Consejo de Castilla en 1766: La
experienzia ha demostrado que no estan de mas, y que antes
bien son utilissimas todas las precauziones que se toman para
la mas segura custodia de los libros, y siendo una dellas la de
fijar Zensura en las puertas principales de la Bibliotheca. Se
tomará esta probidenzia para que ninguna persona de qualesquiera condizion, o calidad que sea pueda, sin espreso mandato de la Universidad, o de alguna de sus junctas de facultades, o librería, extraher libro alguno de la Bibliotheca, papel
ni alajas della, sin incurrir en excomunion Maior. Se publicara dicha Zensura todos los años al prinzipio del curso, para
que ninguno pueda alegar ignoranzia.
Durante la Edad Media el robo de libros de las bibliotecas eclesiásticas llegó a ser tan frecuente que los
monjes franciscanos no tuvieron más remedio que solicitar al Sumo Pontífice que tomara medidas contra los
cada vez más numerosos robadores de libros. Haciéndose eco de las quejas de los monjes, Pío V formulará en
1568 un decreto que catalogó a los ladrones como enfermos, avaros y desvergonzados: Según fuimos informados,
algunos espléndidos con su conciencia y enfermos de avaricia,
no se avergüenzan de sacar por gusto los libros de las bibliote-
61
62
cas de algunos monasterios y casas de la orden de los Hermanos de San Francisco, y retener en sus manos para su uso, en
peligro de sus almas y de las mismas bibliotecas, y no poca sospecha de los hermanos de la misma orden; nos, sobre esto, en la
medida que interesa a nuestro oficio, deseoso de poner remedio
oportuno, voluntariamente y nuestro conocimiento decidido,
ordenamos por el tenor de la presente, a todas y cada una de
las personas eclesiásticas seculares y regulares de cualquier estado, grado, orden o condición que sean, aun cuando brillen
con la dignidad episcopal, no sustraer por hurto o de cualquier modo que presuman de las mencionadas bibliotecas o de
algunas de ellas, algún libro o cuaderno, pues nos queremos
sujetar a cualquiera de los sustrayentes a la sentencia de
excomunión, y determinamos que en el acto, nadie, fuera del
romano pontífice, pueda recibir la absolución, sino solamente
en la hora de la muerte.
Todas las bibliotecas exhibían una copia de este decreto en lugar visible, para que los posibles ladrones sintieran remordimiento antes de llevarse algún libro y
evaluar el riesgo de la excomunión hasta un poco antes
de morir.
En Historia de la lectura Alberto Manguel retrata la
biografía de quien fuera y es aún hoy, quizá, el más céle-
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
bre y conspicuo de los aficionados al robo de libros: el
Conde Guglielmo Libri Carucci, un profesor de matemáticas que vivió entre los años 1803 y1869. Fue durante su residencia en París, siendo profesor de la Sorbona y
editor del renombrado Journal des Savants, que su nombre estuvo vinculado a uno de los episodios delictivos
más resonantes de la época: L’affaire Libri. El Conde Libri fue nombrado en 1841 secretario de la comisión encargada de la catalogación de una gran cantidad de manuscritos históricos depositados en las bibliotecas públicas de Francia. En vez de pensar en la manera más rigurosa de catalogar aquellos tesoros, Libri tramó la mejor
forma de sustraerlos: Pero jamás sabremos si fue el espectáculo de tantos volúmenes maravillosos lo que tentó de pronto al culto bibliófilo, o si fue la concupiscencia lo que lo llevó en
primer lugar a solicitar el puesto de secretario. Provisto de sus
credenciales de funcionario público, vestido con una amplia
capa bajo la cual ocultaba sus tesoros, Libri se introdujo en
bibliotecas de toda Francia, donde sus conocimientos especializados le permitían sacar de sus escondites los bocados más
apetitosos42. Y así lo hizo durante largos siete años. Se
adueñó de una gigantesca colección que luego, por pura
42
Alberto Manguel. La historia de la lectura.Buenos Aires: Emecé, 2005, p. 253.
63
64
codicia, acabaría vendiendo en distintas pujas y subastas. El final del affaire es conocido: la policía comenzó a
cobrar conciencia de las dimensiones del inmenso robo
y siguió la pista al Conde hasta Inglaterra, donde había
ya vendido casi 2.000 manuscritos antiguos. Libri nunca
fue apresado por largas temporadas, ni excomulgado jamás.
Hoy el robo de libros se ha vuelto una tendencia más
o menos generalizada. Grupos de anarquistas suelen enseñar, aprender, evaluar y poner en práctica numerosas
técnicas en el robo de libros. Jóvenes demasiado abrigados entran a las librerías para ejercitar este antiguo rito.
Señoras y señores de buenos principios, reconocida moral y excelente reputación, no dudan en contar en voz
alta sus hazañas, no exentas de riesgo, como eximios robadores de libros. La figura moderna del robador de libros, en estos tiempos, podría estar corporizada en el escritor Roberto Bolaño, a quien se le atribuye la siguiente
frase: Lo bueno de robar libros (y no cajas fuertes) es que uno
puede examinar con detenimiento su contenido antes de perpetrar el delito. En su relato ‘¿Quién es el valiente?’ escribe: Los libros que más recuerdo son los que robé en México
DF, entre los dieciséis y los diecinueve años […] A partir de
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
entonces de aquella sustracción y de aquella lectura, pasé de
ser un lector prudente a ser un lector voraz, y de ladrón de libros me convertí en atracador de libros 43.
Sin ningún tipo de estadísticas en mano habrá que
decir que este tipo de robos no es apenas una cuestión
de coleccionismo, o una patología que no puede inhibirse y que debería ser tratada. También expresa un deseo
irrefrenable de lectura. De poseer la lectura, de tener la
lectura para sí, consigo, aunque más no sea por un instante. Y por si aún no quedara del todo expuesta la perspectiva con la que quisiera pronunciar la palabra ‘robar’
—en su vínculo con los libros, pero también en su relación con los pensamientos, conceptos, fragmentos, citas
de otros autores, etcétera— habrá que decir que en esto
acordamos con Miguel Morey44 cuando sugiere que una
vez lanzada una idea ella ya no le corresponde a nadie,
es anónima y a la vez múltiple; no importa su origen ni
tampoco su destino; no hay dueño ni hay esclavo; ni real
propietario, ni burdo ladrón. O, como dice irónicamente
Enrique Vila-Matas: La vida es demasiado breve como
43
44
Roberto Bolaño. “¿Quién es el valiente?” En: Entre paréntesis.Barcelona:
Anagrama, 2004, p. 71
Miguel Morey. Decálogo de la conversación. En: Pequeñas doctrinas de la soledad.
México: Editorial Sexto Piso, 2007, pp. 413-440.
.
65
66
para vivir el número suficiente de experiencias; es necesario
robarlas45.
Pero en este caso ‘robar’ se recubre de una cierta ingenuidad, una dosis de ternura e inclusive una sonrojada simpatía. Está claro que no deberían robarse estas cosas para hacer nuestra una propiedad del otro. No se trata de un mero cambio de propietarios. Además, una cosa
es robar una idea, un libro, un concepto, y otra muy diferente es desear a la mujer del prójimo. Es que en lo que
a la danza de las palabras se refiere, nadie puede arrogarse el derecho de haber sido el primero. Ni Adán, en su
increíble e inconcebible capacidad por nombrar las cosas por vez primera, ni el Santo Padre, con su afán por
excomulgarnos de un Paraíso que ya no existe y que,
quizá, nunca existió.
De todos modos es posible que el mensaje exhibido
en el Monasterio de San Pedro, en Barcelona, sea el texto más temible y terrible para los robadores de libros del
que se tiene conocimiento. Y del cual, todavía, habría
que tener precaución, exista o no exista el Paraíso: Para
aquel que robara, cogiera prestado o no retornara un libro a
su legítimo propietario, que se transforme en una serpiente en
45
Enrique Vila-Matas. Extraña forma de vida. Barcelona: Anagrama, 1997, pág. 127.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
su mano y se la desgarre. Que quede paralizado o todos sus
miembros malditos. Que sufra el dolor pidiendo en voz alta
clemencia, y que no se le permita recuperarse de su agonía hasta que se descomponga. Permítase a los gusanos de los libros
que roan sus entrañas […] y cuando vaya a alcanzar su castigo final, permítase que se consuma eternamente en las llamas
del infierno46.
Habrá que ver, entonces, qué es lo preferible o, mejor dicho aún, qué sería razonable: si un buen libro entre
las manos o una serpiente analfabeta que nos desgarre el
deseo de robar. Y de leer. Y de robar de la lectura palabras y fragmentos que luego habitarán nuestra lengua.
Esa lengua propia que no es de uno, sino de muchos.
10. del traducir
Palabra que transluce una imagen donde alguien
mira dos o más cosas, dos o más textos, dos o más sujetos
y, por profesión o por vocación, decide que sólo debe
quedar uno de ellos. Pero nada ha nacido ni subsistido si
no fuera por la ‘traducción’. Cuando se obstina en ser literal, mucho texto o mucho sujeto se van en busca de
otra traducción. La traición la acecha. La demasiada cla46
Alberto Manguel. Historia de la lectura. Ob. Cit., p. 256.
67
68
ridad también. A su favor y por su gracia, hay que decir
que de otro modo seríamos ignorantes de casi todo. Y,
también, que allí están, aunque los ignoramos, infinitos
textos y sujetos que bien podríamos leer o conocer. Pero
ése no es un problema de traducción.
Había una vez en que hubo un tiempo en que el dolor
originado por la confusión entre las lenguas podía resolverse con la aparente y por demás sorprendente claridad
de la traducción. Si no había universalidad del lenguaje
había, eso sí, una sociedad secreta universal en la que todos, absolutamente todos —y vencidas, claro está, algunas disimulables dificultades— nos comprenderíamos
perfectamente, amorosamente, con toda empatía.
La traducción resolvería el desorden, se decía. La
traducción resuelve el desorden, se nos decía. Ordena
para siempre el orden. Todo es cuestión sólo de creer
que, más allá de todas nuestras torpes diferencias, hemos
de decir siempre las mismas cosas. A la misma hora. En
el mismo lugar. En el Paraíso del Lenguaje Traducido.
Pero también: que las mismas cosas ya estaban dichas
desde siempre. Que nuestra confusión es inocua, inoperante, olvidable. Que nuestra confusión es teológica,
solamente teológica.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
En ese tiempo no había otras cosas, no eran dichas
otras cosas, que no fueran fácilmente traducibles. La
traducción traducía lo mismo, sin siquiera perder su
compostura. Todo lo otro era ignorado, desheredado,
destituido de ser parte de las lenguas. Todo era Universal: los nombres, los hombres y los traductores. La diferencia era como un vago anecdotario de sobremesa. Habíamos logrado dejar hacia atrás todas nuestras confusiones babélicas. Nuestro espíritu era unitario gracias a
la traducibilidad genética de nuestro Lenguaje.
Pero había una vez un tiempo donde también hubo
un tiempo presente —ya no lineal, ya no cíclico, sino infinito— en el cual la certeza de la traducibilidad, la arrogancia de la traducibilidad, fue invadida por una gigantesca ambigüedad de las lenguas y, así, destruida. Y ya
no había traducción sino imposibilidad de traducción.
Ya no había destino de traducción, sino un porvenir de
confusión. El castigo, se nos dice, fue desear demasiada
unanimidad, demasiada traducibilidad.
Pero en vez de sentirnos castigados, nos sentimos intensa e inmensamente babélicos. Nuestra condición,
nuestro porvenir, era entonces confundirnos. Sólo así,
posiblemente, seríamos humanos. Humanos cuyas dife-
69
70
rencias fueran sólo diferencias, nada más que diferencias, ninguna otra cosa que diferencias, sobre todo diferencias.
La intraducibilidad acabó siendo la irreductibilidad
de aquello que, nos parece, estamos siendo. Si traducir
puede ser reducir al otro y a lo otro, traducir sabiendo de
la intraducibilidad puede ser restituir al otro su irreductibilidad.
Por ello la paradoja de la traducción es, más una vez,
inevitablemente babélica: si la traducción quiere disimular las diferencias, no hace otra cosa que revelarlas
cada vez más, que hacerlas cada vez más diferencias. Si
traducimos no es para saber que pensamos lo mismo
porque pensamos lo mismo, para reducirnos a lo mismo,
sino para adivinar la diferencia del pensamiento y el
pensamiento de la diferencia.
El universo puede ser un continuo de traducciones de
traducciones de traducciones. Cada texto, cada ser existente, cada otro es un texto único y, a la vez, la traducción
de otro texto, de otro ser, de otro (que es) siempre otro.
Si antes no había Lenguaje, ahora puede que haya
lenguas que ya son, en su esencia, traducciones de traducciones de traducciones. Pero también: cada texto,
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
cada ser, cada otro, nos revela una cierta originalidad,
algo inédito, pues cada traducción es diferencia.
Y hay una traducción del otro y de lo otro demasiado
equilibrada y demasiado equivalente. Como si hubiese
un Texto Original a partir del cual todo otro texto se hace
posible. Y, enseguida, miles y miles de fórmulas linguísticas, antropológicas y pedagógicas de traducción tan ingenuas como pedantes. Pero allí no se traduce, se reduce.
Allí no se traduce, se revela un rostro despojado de su rostro, un rostro yerto, un rostro que repite siempre la misma
palabra absurda.
Y hay una traducción del otro y de lo otro que es demasiado servil, por demás literal. En vez de traducciones de traducciones de traducciones, se hace una copia
de antemano, una copia más que quieta, del todo inanimada, y entonces alienada por la ausencia del otro, por la
ausencia de lo otro.
Y no es que tales máscaras de traducciones no puedan ser hechas. Por el contrario: se hacen a cada minuto,
a cada paso. Pero la cuestión es que la traducción servil,
la traducción ingenua, la traducción que se instala como
Diosa de la Lengua, no es traducción. Como sugiere
Octavio Paz: Es un dispositivo, generalmente compuesto por
71
72
una hilera de palabras, para ayudarnos a leer el texto en su
lengua original […] Es una cosa más próxima del diccionario que de la traducción 47.
Otra vez el diccionario con sus cementerios: hileras
de palabras, hileras de cadáveres, hileras de la Nada.
Cuando la traducción se acerca tanto al diccionario, la
palabra se reduce a su más burda anatomía, al orden y al
silencio de los cementerios, a un burdel clausurado.
11. de la travesía
Alguien está en un sitio y algo, alguien, alguno, lo
convida a pasar. A salir. A realizar una travesía. A realizar
un pasaje. A pasear. El sitio donde se está es cualquiera.
O puede no haber sitio. No haber punto de partida, origen, nítido comienzo. Puede ser una casa y la invitación
es a salir hacia fuera. Puede ser el refugio de la intimidad y el convite es a la alteridad. Puede ser el silencio y
la invitación es a conversar. Puede inclusive ser soledad
indeseada y el gesto le hace compañía. También la invitación puede ser cualquiera: la mirada, la memoria, una
palabra como ‘bienvenida’ o una pregunta, una mano
extendida, una sensación, la ternura.
47
Octavio Paz. Traducción, literatura y literalidad, Barcelona: Tusquets, 1971, p. 17.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
En la travesía no se pasa de una detención a un movimiento. De una posición decaída a otra erguida. No hay
pasaje del malestar al bienestar. No se va de lo incompleto a lo completo. No se trata de una salvación, de algo
que se recupera y que regresa a casa pisando su misma
huella. Pasar como pasear. Aunque resulte modesta la
expresión: Es posible que el paseo sea la forma más pobre de
viaje, el más modesto de los viajes. Y sin embargo, es uno de
los que más decididamente implica las potencias de la atención
y la memoria, así como las ensoñaciones de la imaginación y
ello hasta el punto de que podríamos decir que no puede cumplirse auténticamente como tal sin que ellas acudan a la cita.
Pasado, presente y futuro entremezclan siempre sus presencias
en la experiencia del presente que acompaña al Paseante y le
constituye en cuanto tal 48.
Es la diferencia entre el tiempo que pasa y lo que pasa
en el tiempo. O, quizá, la múltiple diferencia que hay al
interior del tiempo que pasa. Diferencia como intensidad. Tiempo como hondura. Los griegos lo llamaban
aión. Podríamos traicionar el nombre y llamar de travesía
a esos segundos que no quieren pasar, aún pasando. La
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Miguel Morey. "Kantspromenade. Invitación a la lectura de Walter Benjamin". En:
Revista Creación, Madrid,año 1, núm. 1, abril de 1990.
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percepción los congela, los retiene, los recuerda. El pensamiento dedica sus mejores horas, siempre nuevas, a
esos segundos que están pasando. El viaje. No, mejor dicho: el viajar, así, en infinitivo. No es el sitio, es el estar
atravesando en los segundos de la travesía. No se trata del
‘yo paseo’, sino del paseo sin ‘yo’. Se atraviesan los segundos y lo que permanece es una esforzada paciencia
por no desistir de todo lo que es capaz de atesorar la mirada. Por ejemplo: quien mira sobre todo a los costados. O
quien balbucea, no porque no puede decir, sino porque
quiere el suspenso de lo que dirá. O quien busca incesantemente una carta y se detiene en decenas de cartas anteriores. O quien quiere esa fotografía, pero no duda en demorarse siempre en la imagen posiblemente anterior. O
quien recorre un parque siguiendo de cerca las escenas
de la infancia. La travesía pierde su destino porque no
tiene meta. No es finalidad. La travesía es la duración del
durante. La habitan cientos de desvíos anunciados con la
palabra quizá. Se recuerda remotamente el punto de partida: a veces es la infancia. Y nunca se sale de allí, porque
la infancia está desacompasada con el destino. A veces es
un modo de pensar que el pasar, el pasaje, lo desviste, lo
desnuda, lo desarropa. Otras veces es una palabra fijada a
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
los labios que, en la travesía, parece de otra lengua, de
otra época. Y las demás de las veces es una ilusión ahora
desatinada, desatenta consigo misma: Pues existe la trayectoria, y la trayectoria no es sólo un modo de ir. La trayectoria
somos nosotros mismos. En lo referente a vivir, nunca se puede
llegar antes. El vía crucis no es un desvío, es el paso único, no se
llega sino a través de él y con él. La insistencia es nuestro esfuerzo, la renuncia es el premio. A éste sólo se llega cuando se ha experimentado el poder de construir y, pese al sabor del poder, se
prefiere la renuncia49.
El niño viaja. Atraviesa. Pasa entre travesuras. Se detiene sin saber que está detenido. Abre el tiempo como
abre el juguete. Desarma el tiempo como desarma el
lenguaje. Los primeros pasos no son los primeros pasos.
Ya caminó varias veces, pasando a través de tinieblas y
enredaderas. No se cae, se queda allí y no conoce mejor
modo de quedarse que caerse. No se dirige hacia nada,
sino hacia alguien, hacia algún fragmento de alguien. El
niño desconoce, por inoportuna, la diferencia entre caminar, pasar, pasear, atravesar, viajar, hacer travesía: en
el niño cada segundo lleva el nombre del pasaje.
El poeta viaja. Atraviesa. Pasa. De una palabra a otra.
49
Clarice Lispector. La pasión según GH. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2009, p. 72.
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De una palabra a la voz. De la voz al cuerpo. Del cuerpo
a la escritura. De la escritura a la palabra, a la voz, al
cuerpo de quien lee. El poema, algunos poemas, atraviesan y permanecen. Hacen la travesía entre dos y, luego, ya nunca se sabrá del límite. El poeta hace una excursión: […] proseguí muy contento mi viaje y, mientras caminaba, tenía la impresión de que el mundo entero y redondo
avanzaba junto conmigo50. El poeta atraviesa mientras camina. La travesía es mientras. El poema es ese mientras
que dura su espacio en la página. El pasaje olvida el
principio y el final. Habita en medio. Entre.
El escritor viaja. Atraviesa. Pasa. De una escritura a
otra. También la voz pasa y se escribe. Se escribe y pasa.
El escritor sale, pero vuelve a entrar porque una palabra
le toca la espalda y lo hace regresar: Antes de llegar a la
puerta del jardín, súbitamente, el escritor dio media vuelta.
Fue a la casa, subió corriendo a su cuarto a sustituir una palabra por otra51. Para salir, para quitarse de sí, el escritor
necesita la palabra, la palabra que deja y la palabra que
se lleva a pasear. Es un atravesador de palabras; su
cuerpo, el sitio donde las palabras pasan.
50
51
Robert Walser. Vida de poeta. Madrid: Ediciones Siruela, 2010, p. 11.
Peter Handke. La tarde de un escritor. Madrid: Alfaguara, 2006, p. 19.
L a e s c r i tu r a. D e l a pr o n u n c i ac i ó n a l a tr ave s í a
El maestro debería viajar. E invitar a viajar. Dejar pasar lo que ya sabe. Atravesar lo que no sabe. Pasar un signo, una palabra, que pueda atravesar a quien lo reciba.
Salirse de sí. Irse de excursión al mundo. Dar un signo de
ese mundo. Pasarlo. Pasearlo. Construir la travesía del
educar. Que el tiempo no pase como pasa el tiempo.
Educar es el tiempo de la detención, de lo que se detiene
para escuchar, para mirar, para escribir, para leer, para
pensar. Donde unos y otros salen a conocer y desconocer
qué es lo que les pasa.
Más allá de desde dónde venimos. Más allá de hacia
dónde vamos. n
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Colección Austral, 1995.
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Bogotá, 2012
Títulos de la colección
1 Michèle Petit Dos o tres pasos hacia el mundo de lo escrito
2 Marina Colasanti Como si hiciese un caballo
3 Antonio Muñoz Molina La disciplina de la imaginación
4 Jorge Larrosa Agamenón y su porquero
5 María Teresa Andruetto Los valores y El valor se muerden la cola
6 Cecilia Bajour Oír entre líneas
7 Hugo Von Hofmannsthal Una carta
8 Javier Marías Lo que no sucede y sucede
Antonio Ventura Recuperar la palabra para aproximarnos al origen
9 Silvia Castrillón Una mirada
10 Luiz Percival Leme Britto Inquietudes y desacuerdos
11 Fernando Bárcena El alma del lector. La educación como gesto literario
12 Jorge Larrosa Fin de partida
13 Ana Maria Machado Independencia, ciudadanía, literatura infantil
14 Carlos Skliar La escritura. De la pronunciación a la travesía
Colección Asolectura Primero el lector
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