LA PROCESIÓN DEL VIERNES SANTO EN ALBERIC. Sentada en su silla de enea medita y reza la cieguecita; y sin ver, a Cristo ve, aunque nadie se lo crea. Estas líneas de mi poesía “Viernes Santo” están inspiradas por un instante imborrable, a finales de los años ochenta, en el que vi pasar la procesión del Viernes Santo, con mis tías Natalia y Eliseta. En nuestras vidas no recordamos los días, recordamos los instantes. Cuando Velázquez pintó “Las Meninas”, capturó en su lienzo un instante familiar en la vida del Palacio Real de Madrid. Esta instantánea, homenaje a la Infanta Margarita, considerada ahora como una obra magistral de la pintura universal, tiene la misma fuerza y vitalidad del mismísimo instante en que fue pintada. Recuerdo que aquel año todavía hacía frío. Me veo caminando por la calle, llevando una silla de enea en la mano y a mi tía Eliseta, detrás de mí, con mi tía Natalia cogida de su brazo. Al llegar, vimos que la gente ya se había congregado en las cuatro esquinas. Puse la silla delante de la pared del horno y sentamos a nuestra tía Natalia en ella. Recuerdo que ella y mi tía Eliseta llevaban sendas toquillas de lana negra, para resguardarse del fresco de la tarde. Una señora le ofreció a mi tía Eliseta una silla que ella aceptó con su innata gentileza. En el libro de Antoine de Saint-Exupèry, “El Principito”, el zorro, al descubrir su secreto, dice al Principito: “No se ve bien, sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos…” Desde que leí este libro, aprendí el significado de lo que dice el zorro, y por eso ahora entiendo que, debido a su profunda fe, mi querida tía Natalia, a pesar de ser ciega, viera a Cristo mejor que yo que tenía ojos. Como homenaje a ella, voy a volver a ese pasado instante de la procesión del Viernes Santo e intentar verla, tal como ella la vio, con el corazón. Pronto empiezo a oír el sonar de las cornetas y el tan-tan de los tambores. En las lagunas del recuerdo, los sonidos se agudizan: el charlar de la gente a mi alrededor, alguien tosiendo, la banda de tambores y cornetas ya muy cerca… ‘Jesús en el Huerto’ es el primer paso en llegar; Jesús orando, los tres discípulos durmiendo y el ángel con el cáliz en la mano. Los teólogos han especulado sobre la naturaleza de la agonía de Jesús. Está claro que la presciencia de los horrores y las torturas que le esperaban fue, posiblemente, el elemento más doloroso; aunque Jesús debió sentir también la culpa de los que lo iban a crucificar. De acuerdo con San Lucas, (22, 44): “Lleno de angustia, oraba con más instancia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra”. Existe un lienzo de Mantegna, “Agonía en el Huerto”, en La Galería Nacional de Londres, en el que este gran pintor introduce la iconografía insólita de cinco angelitos; cuatro de ellos llevando los instrumentos de la Pasión: la columna, la cruz, la esponja y la lanza, en lugar del ángel con el cáliz. Mantegna visualiza con los cinco ángeles lo que Jesús está viendo en su corazón. Después de los encapuchados verdes, los encapuchados rojos nos anuncian la llegada de ‘El Cristo de la Columna’. “Tomó entonces Pilato a Jesús y mandó azotarle”, escribe San Juan en (19, 1). La orden de Pilatos de azotar a Jesús, aunque fuera muy cruel, era para buscar la piedad de los judíos y evitar que Jesús muriera en la cruz. Con mi corazón puedo ver a los soldados con los látigos en las manos, la expresión de abandono y tristeza en el rostro de Jesús, escuchar la mofa, los insultos, los latigazos abriendo surcos en la espalda de Jesús, los salivazos, la corona de espinas clavándose en su cabeza y la sangre que brota de su frente… Alguien me acaba de dar dos caramelos, que doy a mi tía Natalia. Una mujer, con un niño en brazos, dice: - ¡Mira, El Eccehomo! En su voz hay un sentimiento de respeto religioso. El paso muestra a Jesús ante Pilatos y a éste lavándose las manos. A Pilatos, de acuerdo con los cuatro evangelios, le costaba creer que Jesús fuera culpable. Él no podía entender el significado que tenía para los judíos la palabra blasfemia, como tampoco veía pruebas para acusar a Jesús de insurrección. Al lavarse las manos dijo: “Yo soy inocente de esta sangre; vosotros veáis”, San Mateo (27, 24). SEÑOR, a mi lado pasas y yo largo te contemplo. Vas mudo, triste. La Cruz en tus hombros va creciendo. Estas líneas de una poesía de Carlos Bousoño nos introducen la llegada del paso de ‘El Jesús Nazareno’. En mi opinión, una de las más conmovedoras imágenes de la Semana Santa de Alberic. “Al salir encontraron a un hombre de Cirene, de nombre Simón, al cual requirieron para que llevase la cruz”, San Mateo, (27,32). Aunque la costumbre era que el reo llevara la cruz, Jesús no podía hacerlo debido, sin duda, a la crudeza de la flagelación. Tiziano plasmó ese instante de la vida de Jesús en su lienzo, en el Museo del Prado, “Cristo y el Cirineo”. La tierna expresión en el rostro de Jesús y la nobleza en el de Simón son conmovedoras. Hay un gran contraste entre las delicadas manos de Jesús y la robusta mano izquierda del Cirineo, agarrando la cruz. Tiziano ha capturado el instante en que Jesús está tratando de ponerse de pie, con gran dificultad. De acuerdo con la tradición, cuando Cristo y La Virgen se vieron, no se dijeron nada, fue suficiente compartir, con la mirada, la profundidad de la desgarradora pena que ambos sentían. Se ha escrito mucho y encontrado significados simbólicos a ‘Las Estaciones de la Cruz’; pienso que representan un abismo muy profundo de la humillación y el dolor humanos. Todos, más tarde o más temprano, tenemos que llevar nuestra ‘cruz’ mientras caminamos por nuestra senda en la vida. Por la calle de San Antonio se acerca el paso de ‘El Cristo de la Fe’. Jóvenes cofrades, con guantes blancos, lo llevan sobre sus hombros. Cristo muerto y escarnecido, su cuerpo clavado en el crudo madero, con los brazos abiertos, esperando darnos un abrazo. En un costado, la abierta herida de la lanzada que todavía rezuma sangre y agua, su cabeza abatida… Velázquez en su “Cristo Crucificado”, en el Museo del Prado de Madrid, plasmó el instante de la muerte de Jesús de modo magistral. Cristo está pintado aquí contra un cielo ennegrecido que transmite un efecto dramático y emocional. Esta poderosa imagen de desolación y soledad completas fue captada también por Unamuno en su poema “El Cristo de Velázquez”: ¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío? ¿Por qué ese velo de cerrada noche de tu abundosa cabellera negra de nazareno cae sobre tu frente? Miras dentro de Ti, donde está el reino de Dios; dentro de Ti, donde alborea el sol eterno de las almas vivas. “Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte: Eli, Eli lama sabachtani! Que quiere decir: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, San Mateo, (27,46). Para un humano el sentirse abandonado por Dios es algo terrible; pero debió ser mucho peor para un Ser Divino, sobrecogedora soledad divina. Los cuatro evangelistas cuentan que José de Arimatea, consejero del Sanedrín, consiguió que Pilatos le diera permiso para enterrar a Cristo en una tumba nueva, cavada en la roca. El enterramiento se tuvo que apresurar por la inminente fiesta del ‘Sabbat’, fiesta judía del sábado. ‘El Santo Sepulcro’, flanqueado por cuatro guardias civiles, empieza a bajar por la calle de Rafael Comenge de camino a la plaza. Esta guardia nos recuerda a los guardianes de la tumba de Cristo, puestos allí por orden de Pilatos a petición de los jefes judíos. En la Galería Brera de Milán hay un lienzo de Mantegna, “Cristo Muerto”, que, a pesar de su realismo, es una idealización del cuerpo de Cristo. Se nos presenta a un Cristo yacente, reposando pacíficamente. Su rostro tiene la azulada palidez de la muerte, con las heridas de los clavos abiertas y el sudario cubriendo la parte inferior de su cuerpo. La impresionante presencia de la Virgen y de San Juan, llorando, dan al ambiente un patetismo conmovedor. Triste angustia, dura es la pena, La Soledad busca a su Hijo: palio de plata y mantillas, corazón roto bajo el manto. Estas nuevas líneas, de mi poesía “Viernes Santo”, anuncian la llegada de la cofradía de ‘La Virgen de la Soledad’. La cofradía de una madre que siente un corazón hecho pedazos por la pena. Miro el rostro de mi tía Natalia y veo en él una expresión de inmensa ternura y de profundo amor maternal. Ella podía ver, más allá del palio, las velas, las mantillas, las Autoridades del Ayuntamiento y el sonido de la Banda de Música de Alberic, a una madre afligida por la injusta y terrible muerte de su hijo; peor en esta ocasión, ya que el Hijo era Cristo. Mientras la procesión entra en la plaza, todos los que habíamos ido a verla a las cuatro esquinas, empezamos a desfilar de vuelta a nuestras casas. El aire traía el perfume del azahar de los campos y el aroma de la mona cociéndose en la tahona. Salvador Ortiz-Carboneres Honorary Fellow Universidad de Warwick