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LIBERTAD DE LIBERTADES

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Universidad UDEO
Maestrante Licda. Isabel Franco
Resumen: LOS FUNDAMENTOS DE LA LIBERTAD FRIEDRICH HAYEK
CAPÍTULO IV—LIBERTAD, RAZÓN Y TRADICIÓN
1. Las dos tradiciones de la libertad
El sentido de la libertad no es intencional, es una creación de la civilización, se creó una institución de la
libertad no porque comprendieran los beneficios que proporcionaría. Pero una vez reconocieron las
ventajas han realizado un reino de libertad perfeccionando una sociedad libre.
La teoría de la libertad data en el siglo XVIII y se inició en dos países uno de los cuales conocía lo que
libertad, es, y el otro carecía de ese conocimiento.
Como resultado de ello, se han producido dos tradiciones diferentes de
la teoría de la libertad.
Una, empírica y carente de sistema; la otra especulativa y
racionalista
. La primera, basada en una interpretación de la tradición y las
instituciones que habían crecido de modo espontáneo y que sólo imperfectamente
eran comprendidas. La segunda, tendiendo a la construcción de una utopía que ha
sido ensayada en numerosas ocasiones, pero sin conseguir jamás el éxito. El
argumento racionalista, especioso y aparentemente lógico, de la tradición francesa,
con su halagadora presunción sobre los poderes ilimitados de la razón humana, fue,
sin embargo, el que ganó progresiva influencia, mientras decaía la menos articulada y
menos explícita tradición de libertad inglesa.
Esta distinción se oscurece porque la denominada tradición francesa de
libertad surge en gran parte del intento de interpretar las instituciones inglesas y
porque, asimismo, las concepciones que de las instituciones británicas tuvieron otros
países se basaron principalmente en las descripciones hechas por los escritores
franceses. Finalmente, ambas tradiciones llegaron a hacerse confusas cuando
surgieron en el movimiento liberal del siglo XIX y cuando incluso los principios
liberales ingleses se apoyaron tanto en la tradición francesa como en la inglesa Como colofón, la victoria
de los filósofos radicales benthamitas sobre los whigs, en
Inglaterra, sirvió para ocultar la fundamental diferencia que en años más recientes ha
reaparecido como conflicto entre democracia liberal y «democracia social» o totalitaria.
2. Concepción evolutiva
Aunque, generalmente, estos dos grupos se toman hoy en bloque como
antepasados del moderno liberalismo, difícilmente se imaginará mayor contraste que
el existente entre sus respectivas concepciones sobre la evolución y funcionamiento
del orden social y el papel que en dicho orden desempeña la libertad. La diferencia se
vislumbra directamente en el predominio de la concepción inglesa del mundo,
esencialmente empírica, y en la postura racionalista francesa. El principal contraste en
las conclusiones prácticas a que dichas posturas conducen ha sido bien expresado
recientemente como sigue: «la una encuentra la esencia de la libertad en la
espontaneidad y en la ausencia de coacción; la otra, sólo en la persecución y
consecución de un propósito colectivo absoluto» 10; «la una mantiene un desarrollo
orgánico lento y semiconsciente; la otra cree en un deliberado doctrinarismo; la una
está a favor del método de la prueba y el error y la otra en pro de un patrón obligatorio
válido para todos»11. El segundo punto de vista, que J. S. Talmon expone en una
importante obra de la que se toma tal descripción ha llegado a ser el origen de la
democracia totalitaria.
El éxito arrollador de las doctrinas políticas que se apoyan en la tradición
francesa se debe, probablemente, a su apelación al orgullo y ambición humana; sin
embargo, no debemos olvidar que las conclusiones políticas de las dos escuelas
derivan de diferentes concepciones de la forma de funcionar la sociedad, y a este
respecto, los filósofos ingleses colocaron los cimientos de una profunda y
esencialmente válida teoría, mientras que la escuela racionalista estaba pura,
completa y simplemente equivocada.
Los filósofos ingleses nos han dado una interpretación del desarrollo de la
civilización que constituye todavía el basamento indispensable de toda defensa de la
libertad. Tales filósofos no encontraron el origen de las instituciones en planificación o
invenciones, sino en la sobrevivencia de lo que tiene éxito. Su punto de vista se
expresa así: «Las naciones tropiezan con instituciones que ciertamente son el
resultado de la acción humana, pero no la ejecución del designio humano» 12.
Subraya esto último que el denominado orden político es producto de nuestra
inteligencia ordenadora en mucha menor cuantía de lo que comúnmente se imagina.
Como sus inmediatos sucesores comprendieron, Adam Smith y sus contemporáneos
«explican casi todo lo que ha sido adscrito a instituciones positivas dentro de un
espontáneo e irresistible desarrollo de ciertos principios obvios, y demostraron que
con pequeñas ideas o sabiduría política pueden construirse los más complicados y
aparentemente artificiales esquemas de política.
3. La aparición del orden social
Partiendo de dichas concepciones se desarrolló gradualmente un cuerpo de teoría social demostrativa de que en
las relaciones entre hombres y en sus instituciones, complejas, metódicas y, en sentido muy definido,
encaminadas hacia determinadas miras, podía prosperar lo que se debía poco a un plan, lo que no se
inventaba, sino que surgía de las separadas acciones de numerosos individuos que ignoraban lo que estaban
haciendo. Tal demostración de que algo más grande que los designios de los individuos podía surgir de los
chapuceros esfuerzos de los seres humanos representó en cierto aspecto incluso un mayor desafío a todos los
dogmas planificadores que la última teoría de la evolución biológica. Por primera vez se demostró la existencia
de un orden evidente que no era resultado del plan de la inteligencia humana ni se adscribía a la invención de
ninguna mente sobrenatural y eminente, sino que provenía de una tercera posibilidad: la evolución adaptable.
4. Supuestos contradictorios
Mientras la tradición racionalista presupone que el hombre originariamente estaba dotado de atributos morales e
intelectuales que le facilitaban la transformación deliberada de la civilización, la evolucionista ad ara que
la civilización fue el resultado acumulativo costosamente logrado tras ensayos y errores; que la civilización fue la
suma de experiencias, en parte transmitidas de generación en generación, como conocimiento explícito, pero en
gran medida incorporada a instrumentos e instituciones que habían probado su superioridad. Instituciones cuya
significación podríamos descubrir mediante el análisis, pero que igualmente sirven a los fines humanos sin que la
humanidad las comprenda. Los teorizantes escoceses supieron perfectamente lo delicada que es esta estructura
artificial de la civilización, puesto que descansa en los más primitivos y ferocesinstintos del hombre amansados y
controlados por instituciones que ni él había ideado ni podía controlar. Estuvieron muy lejos de mantener los
inocentes puntos de vista, más tarde injustamente colgados en la puerta de su liberalismo, sobre la “natural
bondad del hombre”, la existencia de “una natural armonía de intereses» o los benéficos efectos de la «libertad
natural” (aunque a veces utilizaran esta última frase). Sabían que para reconciliar los conflictos de intereses se
requieren los artificios de las instituciones y tradiciones. Su problema estribó en la manera de «dirigir ese motor
universal de la naturaleza humana que es el egoísmo, tanto en este caso como en los restantes, a fin de promover
el interés público mediante los esfuerzos que haga tras la prosecución de su propio interés. No fue la “libertad
natural” en cualquier sentido literal, sino las instituciones desarrolladas para asegurar “vida, libertad y
prosperidad”, las que hicieron beneficiosos esos esfuerzos individuales
5. Costumbres y tradición
La mayor diferencia entre los dos puntos de vista radica, sin embargo, en sus respectivas ideas acerca del
papel de la tradición y el valor de los restantes productos del desarrollo inconsciente arrastrados a través
de las edades. Apenas sería injusto afirmar que aquí la postura racionalista se opone a casi todo lo que es
producto definido de la libertad o concede a esta última su valor. Quienes creen que todas las
instituciones útiles son deliberadamente ideadas y que no se puede concebir nada eficaz para los
propósitos humanos sin ir precedido de una consciente planificación son, casi por necesidad, enemigos de
la libertad. Para ellos la libertad significa caos.
Por el contrario, para la tradición evolucionista empírica el valor de la libertad
consiste principalmente en la oportunidad que proporciona p ara el desarrollo de lo no ideado. A su vez,
el beneficioso funcionamiento de la sociedad libre descansa, sobre todo, en la existencia de instituciones
que han crecido libremente. Es probable que nunca haya habido ningún intento de hacer funcionar una
sociedad libre con éxito sin una genuina reverencia por las instituciones que se desarrollan, por las
costumbres y los hábitos y por “todas esas seguridades de la libertad que surgen de la regulación de
antiguos preceptos y costumbres”. Aunque parezca paradójico, es probable que una próspera sociedad
libre sea en gran medida una sociedad de ligaduras
tradicionales.
La estima de la tradición y las costumbres, de las instituciones desarrolladas y
las reglas cuyo origen y exposición razonada desconocemos, no significa, desde
luego -como Thomas Jefferson creía con una falsa concepción característica de los
racionalistas-, que nosotros “adscribamos a los hombres de las edades precedentes
una sabiduría mayor que la humana y... supongamos que lo hecho por ellos está por
encima de toda enmienda” Lejos de presumir que los creadores de las instituciones eran más sabios que
nosotros, el punto de vista evolucionista se basa en percibir que el resultado de los ensayos de muchas
generaciones puede encarnar más experiencias que la poseída por cualquier hombre.
6. El imperio de la moral
Hemos considerado ya las varias instituciones, hábitos, instrumentos y métodos de hacer cosas que
han surgido de este proceso y constituyen nuestra civilización heredada. Sin embargo, todavía tenemos
que examinar las reglas de conducta que han madurado como parte de dicha civilización y que
constituyen a la vez el producto y la condición de la libertad. De todas esas convenciones y costumbres
del intercambio humano, las normas morales son las más importantes, aunque no en absoluto las
únicas significativas. Nos comprendemos mutuamente, convivimos y somos capaces de actuar con
éxito para llevar a cabo nuestros planes porque la mayor parte del tiempo los miembros de. nuestra
civilización se conforman con los inconscientes patrones de conducta, muestran una regularidad en sus
acciones que no es el resultado de mandatos o coacción y a menudo ni siquiera de una adhesión
consciente a reglas conocidas, sino producto de hábitos y tradiciones firmemente establecidas. La
observancia general de dichas convenciones es una condición necesaria para el orden del mundo en que
vivimos, para la capacidad de
encontrar nuestro propio camino, aunque desconozcamos su significado y no seamos
tan siquiera conscientes de su existencia. En algunos casos, siempre que las
convenciones o normas no sean observadas con la frecuencia suficiente para que la
sociedad funcione sin estridencias, es necesario asegurar una uniformidad similar
mediante la coacción. A veces la coacción puede evitarse porque existe un alto grado
de conformidad voluntaria, lo que significa que esta última puede ser una condición
del funcionamiento beneficioso de la libertad. Hay una gran verdad que jamás se han
cansado de subrayar todos los grandes apóstoles de la libertad con excepción de la
escuela racionalista: la libertad no ha funcionado nunca sin la existencia de hondas
creencias morales, y la coacción sólo puede reducirse a un mínimo cuando se espera
que los individuos, en general, se ajusten voluntariamente a ciertos principios.
7. Supersticiones en torno a la superstición
La actitud racionalista frente a estos problemas se percibe mejor en lo tocante
a sus puntos de vista sobre lo que denomina superstición. No pretendo infravalorar
el mérito de la persistente e infatigable lucha de los siglos XVIII y XIX contra creencias
cuya falsedad puede demostrarse39, pero debemos pensar que extender el concepto
de superstición a todas las creencias que no son verdaderamente demostrables
carece de justificación y a menudo puede resultar dañoso. El que no debamos creer
en nada cuya falsedad se haya demostrado, no significa que debamos tan sólo creer
aquello cuya verdad se ha evidenciado. Hay buenas razones para que cualquier
persona que desee vivir y actuar con éxito en sociedad acepte muchas creencias
comunes, aunque el valor de esos argumentos tenga poco que ver con su verdad
demostrable. Tales creencias pueden basarse también en experiencias pasadas
sobre las que resulta imposible hallar una evidencia. Asimismo, está claro que cuando
se invita a los científicos a aceptar una generalización en el campo que dominan
tienen derecho a preguntar la evidencia en que se basa. Muchas de las creencias que
en el pasado expresaban la experiencia acumulada sobre la raza han sido
desaprobadas de la anterior manera. Esto no significa, sin embargo, que debamos
situamos en un nivel que menosprecie todas las creencias faltas de evidencia
científica. La experiencia le llega al hombre por muchas más vías de las que
comúnmente reconocen los experimentadores profesionales o los que investigan en
búsqueda de conocimientos explícitos. Destruiríamos los cimientos de muchas
acciones conducentes al éxito si desdeñásemos la utilización de formas de hacer las
cosas desarrolladas mediante el proceso de la prueba y el error, simplemente porque
no nos había sido dada la razón para adherirnos al sistema el que nuestra conducta no resulte apropiada
no depende necesariamente de que sepamos por qué lo es. La
comprensión es una manera de hacer que nuestra conducta sea apropiada, pero no la
única. U n mundo esterilizado de creencias, purgado de todos los elementos cuyos
valores no pueden demostrarse positivamente, probablemente no sería menos mortal
que su equivalente estado en la esfera biológica.
8. La moral y «lo social»
Un interesante síntoma del aumento de influencia de la concepción racionalista
es la creciente sustitución, en todos los idiomas que conozco, de la palabra «moral», o
simplemente «el bien», por la palabra «social». Es instructivo considerar brevemente
la significación del fenómeno.44. Cuando la gente habla de «conciencia social» en
contraposición a la mera «conciencia» se refiere presumiblemente a un conocimiento
de los particulares efectos de nuestras acciones sobre otras gentes, a un esfuerzo
para no guiarse meramente en su conducta por reglas tradicionales, sino por una
consideración explícita de las especiales consecuencias de la acción en cuestión. En
efecto, están diciendo que nuestras acciones tendrían que guiarse por un completo
entendimiento del funcionamiento del proceso social y que nuestro objetivo debiera
ser la obtención de un resultado previsible que describen como «bien social»,
mediante la utilización de una valoración consciente de los hechos concretos de la
situación.
Lo curioso del caso es que esta apelación a lo «social» entraña realmente una
petición de que la inteligencia individual, más bien que las reglas desarrolladas por la
sociedad, guíe las acciones individuales; que los hombres renuncien al uso de lo que verdaderamente
podría llamarse social (en el sentido de ser un producto del proceso
impersonal de la sociedad) y descansen en el juicio individual sobre cada caso
particular. La preferencia por «las consideraciones sociales» sobre la adhesión a las
normas morales es, I por tanto, en última instancia, el resultado de un desprecio por lo
que realmente constituye el fenómeno social y una creencia en los poderes superiores
de la razón humana individual. A tales pretensiones racionalistas cabe responder que
requieren un conocimiento superior a la capacidad de la mente humana, y que, en el
intento de acomodarse a ellas, la mayoría de los hombres llegarían a ser menos útiles
a la sociedad de lo que lo son cuando persiguen sus propios objetivos dentro de los
límites impuestos por las reglas de la moral y del derecho.
9. La libertad como principio moral
Desde luego, las consideraciones precedentes no prueban que todas las creencias morales que se han
desarrollado en la sociedad sean beneficiosas. Un
determinado grupo de individuos puede deber su encumbramiento a las reglas de
conducta que sus miembros obedecen. Cabe, en consecuencia, que sus valores sean
a la postre adoptados por toda la nación a la que dicho grupo triunfador llegara a
dirigir. Por tanto, una nación o grupo son capaces de destruirse a sí mismos en razón
de las creencias éticas a que se adhieran. Sólo los resultados pueden demostrar si los
ideales que guían a un grupo son beneficiosos o destructivos. El hecho de que una
sociedad considere las enseñanzas de ciertos hombres como la encarnación de toda
verdad no significa que tales enseñanzas no puedan constituir la ruina de esa
sociedad en el caso de que los preceptos que entrañan se respeten con carácter de
generalidad. Pudiera muy bien ocurrir que una nación se destruyese a sí misma por
seguir las enseñanzas de los que considera sus mejores hombres, figuras casi
santificadas, incuestionablemente guiadas por un ideal sin la menor concesión al
egoísmo. En una sociedad cuyos miembros fueran libres para escoger su forma de
vida práctica existiría poco peligro de que ocurriera lo anteriormente apuntado, porque
en tal sociedad las tendencias se corregirían a sí mismas. Sólo decaerían los grupos
guiados por ideales” impracticable”, mientras que los restantes, menos virtuosos de
acuerdo con los niveles morales en uso, ocuparían el lugar de los primeros. Sin
embargo, este fenómeno solamente puede tener lugar dentro de una sociedad libre,
donde tales ideales no son obligatorios en absoluto. Cuando todos han de servir a los
mismos ideales, no permitiéndose a los disidentes adoptar otros distintos, solamente
se evidencia lo improcedente de estas normas cuando sobreviene la decadencia del
país por ellas regido.
La cuestión importante que surge aquí es si el acuerdo mayoritario sobre una
norma de conducta es suficiente justificación para obligar a los disidentes minoritarios
al cumplimiento forzoso o si tal poder no debería condicionarse también mediante
normas más generales. En otras palabras: si la legislación ordinaria debería limitarse
por principios generales, de la misma forma que las reglas morales de conducta
individual excluyen ciertas clases de acciones por muy buenos que puedan ser sus
propósitos. Tanto en política como en las acciones individuales existe gran necesidad
de reglas morales de conducta y tanto las consecuencias de sucesivas decisiones
colectivas como las de decisiones individuales serán beneficiosas únicamente si están
de acuerdo con principios comunes.
10 El auténtico cometido de la razón
Probablemente, a estas alturas, el lector se preguntará qué función le queda a
la razón en la ordenación de los negocios si la política de libertad exige tanta
abstención del control deliberado, tanta aceptación del desarrollo no planificado y
espontáneo. En primer lugar, responderemos que, si fue necesario buscar límites
apropiados al uso de la razón en el dominio que nos ocupa, el hallazgo de tales
límites constituye en sí el más importante y difícil ejercicio de la razón. Más aún: si
necesariamente hemos hecho hincapié sobre esos límites, ciertamente no quisimos
implicar con ello que la razón no tenga una tarea positiva e importante. La razón,
indudablemente, es la más preciosa posesión del hombre. Nuestros argumentos
tratan de mostrar meramente que no es todopoderosa y que la creencia de que es
posible dominarla y controlar su desarrollo puede incluso destruirla. Intentamos la
defensa de la razón contra su abuso por aquellos que no entienden las condiciones de
su funcionamiento efectivo y su crecimiento continuo. Es un llamamiento a los
hombres para que comprendan el deber de utilizar la razón inteligentemente de forma
que se preserve esa indispensable matriz de lo incontrolado y lo no racional, único
entorno en que la razón puede crecer y operar efectivamente.
La postura antirracionalista aquí adoptada no debe confundirse con el
irracionalismo o cualquier invocación al misticismo 48. Lo que aquí se propugna no es
una abdicación de la razón, sino un examen racional del campo donde la razón se
controla apropiadamente. Parte de esta argumentación afirma que el uso inteligente
de la razón no significa el uso de la razón deliberada en el mayor número posible de
ocasiones. En oposición al inocente racionalismo que trata a la razón como absoluta,
debemos continuar los esfuerzos que inició David Hume cuando “volvió sus propias
armas contra los ilustrados» y emprendió el trabajo “de cercenar las pretensiones de
la razón mediante el uso del análisis racional
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