El acueducto que cayó sin hacer ruido Poco quedaba en pie de Lorenzo Martínez de la Hidalga, el ilustre arquitecto del sXIX que levantó el Teatro Nacional, el mercado del Volador o el Zócalo de Ciudad de México. Lejos de los focos, el terremoto del 19S tiró una de sus últimas obras, un acueducto colosal en un valle remoto cercano al epicentro. En Matlala, más de mil campesinos quedaron sin agua y sin el símbolo de una identidad postcolonial que habían hecho suya. ¿La reencontrarán, a cambio, en un tubo de pvc? Tags: Hidalga, Lahidalga, Matlala, Zócalo, acueducto, sismo, Puebla, Maestu, Maeztu, Álava, Arraia Por Pablo Zulaica Fuera de Matlala, el 19 de septiembre de 2017 nadie notó un poco más de piedra y polvo sobre la memoria de Lorenzo Martínez de La Hidalga, arquitecto antaño ilustre en México. Ese día, un gran terremoto asoló el centro de México y las urgencias fueron otras. Pero hoy, Rutilio Figueroa —72 años, labrador, sombrero blanco de ala ancha— aparece frente a la iglesia acordonada de la exhacienda de Matlala, Puebla, y se aferra al portafolio translúcido que trae en una mano. Dentro se entrevé, impreso en blanco y negro, el reportaje que una web comarcal había dedicado al acueducto de Matlala años atrás: la misma tipografía, el mismo título y, ante todo, la misma pintura del XIX con la familia La Hidalga distraída, achicada por el acueducto, descomunal al fondo. De ese reportaje, y de su cuadro, el temblor hizo un obituario. Pero ahora, aunque no lleva sus lentes, Rutilio saca las hojas y lee con tesón, solemne por la pérdida, pero con orgullo de anfitrión intacto. “Andaba yo ayer buscando el lugar donde se paró el pintor”, dice Rutilio, aferrado a su carpeta. “Y lo encontré. ¿Tiene tiempo?” Las cimas volcánicas del Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, en el centro del país y a 18 kilómetros entre sí, forman una barrera entre los valles de México y Puebla. Si tirásemos una línea entre ambas y la prolongáramos dos veces hacia el sur, caeríamos con precisión esotérica sobre Matlala. Pero, desde la capital, 165 kilómetros en un bus y dos combis significan cinco horas. A otra media hora de allá, entre sembradíos, Lorenzo Martínez de la Hidalga (Maeztu, Álava, España 1810 – Ciudad de México, 1872) trazó en su hacienda familiar un acueducto de 50 metros de alto y unos 250 de largo. Gracias a esa gran arcada, el agua, tomada arroyo arriba, libraba la barranca sobre el cauce del Ahuehueyo, mantenía la cota necesaria para irrigar por gravedad la caña de los campos altos y, ya en el casco de la hacienda, activaba el trapiche azucarero al caer sobre una noria. El cuadro Vista de la hacienda de Matlala (1857) lo encargó el propio La Hidalga al italiano Eugenio Landesio, a quien conocía de la Academia de San Carlos, en la Ciudad de México. En él, durante un día de campo, la familia La Hidalga se sitúa entre el pintor y un cactus descomunal de muchos brazos, como los que crecen en la zona. Al fondo se ve el Popo. Pero, al mismo tiempo, todo en el cuadro enmarca al acueducto. La pintura fue una de las primeras del paisajismo nacional y la mejor embajadora del acueducto, que, tan a desmano, era desconocido para muchos. Ya en 1908, el escritor y biógrafo Manuel G. Revilla denunciaba que muchas de las obras de La Hidalga habían sido demolidas o alteradas y “nada remoto sería que de su labor artística no quedara a la postre vestigio ni memoria”. En la capital ya no existen el Teatro Nacional, su obra maestra, ni el Mercado del Volador, ni el Zócalo como él lo diseñó. Que fuera precursor del funcionalismo en el país no afectó el ritmo con que la ciudad cambiaba. El boletín número 19 del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) trataba al acueducto como “uno de los más interesantes de México”. Los investigadores Antonio de las Casas e Isabel García lo habían comparado con el Pont du Gard romano, que inspiró el billete actual de 5 euros. Y aún traía agua cuando los sismógrafos, el día 19, marcaron 7,1. Las coordenadas, que no entienden de curvas ni de terracería, situaron Matlala a 30 kilómetros en línea recta del lugar del epicentro. El acueducto tenía algo más de siglo y medio, pero ahora pertenece al tiempo previo al sismo. Y en cuanto a Rutilio, ni siquiera en aquel otro 19 de septiembre negro, el de 1985, su mundo se había resentido tanto. Agua que cae A poco de salir por un camino de tierra, Rutilio remonta una loma hacia el jagüey, una balsa de dos hectáreas que acaba de llenarse de golondrinas migratorias. Rutilio es, aun sin lentes, quien leerá el paisaje. Primero muestra un “1880” grabado en la compuerta para el agua. Luego, alrededor descubre jacarandas, mezquites y guamúchiles, huizaches y cubatas, tecolhuistles y tlachichinoles. Y colaguas, guajes, los zapotes de su huerto. Dice que el jagüey es, también, donde mejor se habla con Nueva York. Desde aquí llaman a quienes, como su hijo mayor —y casi uno por familia, según cuentan—, buscaron prosperar allá y, a diferencia de las golondrinas, no regresan año con año. Pero en Matlala, hogar de 700 habitantes y marginalidad alta según datos oficiales, toda familia es labradora. Y ahora llega la estación seca y en el jagüey cubre sólo metro y poco, la mitad de lo que debería. “Esto es un plantío de cebolla”, dice Rutilio al reanudar. “Quiere agüita y se está secando”. La red de acequias y canales de la zona ya había asombrado al propio Hernán Cortés. Hoy, una torre extrae agua de pozo para las casas, pero no es opción para la jícama y la cebolla, los cultivos esenciales. Y a 600 pesos la pipa de agua, usarían diez camiones para regar una sola hectárea. A lo lejos, entre el follaje de la cañada, se entrevén ya unas columnas de piedra. Fueron el eslabón más débil: el canal debería seguir sobre ellas, pero algunas, desmochadas, ya no sostienen nada. Tras unos portones de palo y alambre, las hileras azuladas del último cebollar tienen una cruz hincada en medio. Al lado, el canal, un lecho ahora seco y lleno de hojas, dibuja una curva progresiva que pronto se encarama sobre el valle con estribos de piedra y patas de ladrillo. Luego, ya en la altura, se pierde entre las copas de árboles que lo alcanzan, pero más allá sólo emergen dos secciones cercenadas. Debido a la humedad, algunas raíces furtivas cuelgan de los extremos. Había llegado a Rutilio por Anahí Vázquez, la intendente de Matlala, de apenas 22 años. “Aquí todos se dedican al campo”, insistía ella. “Algunos estaban trabajando, se asustaron y corrieron a avisar”. Víctor, el hijo menor de Rutilio, rescató un video en que un labrador relata un gran estruendo. El hombre cuenta que donde estaban los arcos quedó una gran nube de humo. Ahora, Rutilio desciende el valle entre florecillas amarillas y se va haciendo pequeño bajo los pilares huérfanos. Abajo, alrededor, ya sólo hay montones brillantes de escombro que el paisaje aún no ha asumido, pero allá es más fácil recrear lo que mostraba el video: un chorro de agua que formaba un arco y se precipitaba grotesco hacia el vacío. Hoy, 180 hectáreas de San Lucas Matlala, Morelos Matlala y San Felipe Tepemaxalco tienen un futuro incierto, y con ellos cerca de mil vecinos. San Lucas Entre datos oficiales y estimaciones se suman alrededor de 1600 edificios históricos afectados por los sismos del 7 y del 19 de septiembre. Y hasta ahora, el mayor daño en la zona se veía en las iglesias. En Tlapanalá y Tilapa estaban acordonadas y aún había escombros; en la exhacienda de Rijo o en la de Colón, la misa del domingo se ofrecía afuera. Eso también abría el campo a lo subjetivo: en Atzala, la cúpula cayó sobre una familia entera y alguien insinuaba, sin querer queriendo, que fue por bautizar en martes. En Matlala, en cambio, no hubo muertos, pero sí casas afectadas porque muchos muros ruinosos de la hacienda forman parte de ellas; también la iglesia del complejo, la única del pueblo. Anahí Vázquez, menuda y de voz fuerte, a su cargo desde los 19, decía que había oído de todo por su edad, sexo y estatura. Pero nada, dice, había sido como el sismo. Son una población de 98 por ciento católicos y no pueden ir a rezar. La iglesia, físicamente entera, es como un enfermo en coma. “Está de lado y los muros a punto de colapsar”, dice Anahí, que no permite el acceso. Pero, cuando tembló, los vecinos corrieron a rescatar las tallas. Sobre todo a San Lucas, que se salvó por medio palmo. Rutilio dice que esa imagen no es como otras de la zona y que fue el propio Vicente, sobrino de Lorenzo y muy devoto, quien mandó hacerla de su tamaño. El INAH estimó que las reparaciones se prolongarán hasta 2020. Pero su dictamen particular y el de otros entes tienen al pueblo en vilo. “No ven por dónde sostenerla, pero no nos hacemos a la idea de que se tenga que demoler”, dice Anahí. Las lápidas de al menos tres La Hidalgas permanecen dentro entre el escombro. Anahí dice que eso es mucha historia. Mientras tanto, parece tiempo de atender una urgencia que se antoja principal: Matlala se seca. “No es sólo el agua”, dice al fin Anahí. ”La hacienda nos representa, claro. Pero, en sí, en sí, Matlala era su acueducto”. Identidad La mitad del acueducto está ahora a los pies de Rutilio, junto a una excavadora erguida, un insecto mínimo de color naranja entre el escombro húmedo. Cuando regrese, su operario cavará la zanja que suavizará las dos laderas y alojará un tubo de pvc. Desde Huaquechula, la cabecera del municipio de Matlala, dicen que eso devolverá el agua. En cambio, Rutilio abre su portafolio, alza el cuadro y busca el Popo en blanco y negro. “Ya encontré dónde se puso el pintor”, insiste, y señala una zona boscosa. “Es por ahí, ¿vamos?” Lorenzo Martínez de La Hidalga había llegado a México en 1838 reclamado por su tío para administrar la hacienda adquirida por sus antepasados. Pero tomó las riendas Vicente, su sobrino, y él, que había estudiado arquitectura en Madrid y París, prefirió la capital. Allí, Lorenzo se casó con Ana García Icazbalceta —hermana de Joaquín, el ilustre historiador—, y comenzó a ganar proyectos. Levantó el ciprés que un día tuvo la Catedral y, justo enfrente, un zócalo que debía acoger la columna de la Independencia. Y como la columna no llegaba, los capitalinos hicieron de esa palabra, que sólo significaba “base”, la plaza mayor de cualquier pueblo de México. Lorenzo, eso sí, también levantó la nueva cúpula del museo hoy llamado Ex-Teresa después que a la antigua la derribara otro temblor. Hasta el 19 de septiembre, el paisaje de Landesio podía conectar con el paisaje actual. Pero el nuevo recuerda a los de otro maestro, Claudio de Lorena: del verdor asoma una Arcadia clásica, casi celestial, idílica y campestre, llena de imponentes ruinas. Hoy la neblina no deja ver el Popo, pero importa poco, la pérdida es atroz de cualquier forma. Sin embargo, Rutilio no para: quita matas, saca los papeles una y otra vez y estira los brazos como si fotografiara con una tablet a dos manos, tratando de recomponer su cuadro. “¿Tú crees que la familia de Lorenzo... no quisiera ayudar para que los arcos queden como antes?” Habría que ver si allá existe tal familia. En Maeztu, su pueblo natal, sí consta que hubo remesas desde México, pero el apellido quedó relegado. Según Rufino López de Alda, historiador local, los Martínez de La Hidalga eran molineros. Cambiaban de pueblo si les concedían otro molino, y sólo alguno era constructor rural. Para Jesús Ruiz de Gordejuela, autor de Vivir y morir en México, “no migraba quien quería, sino quien podía”. Dos de los cinco hijos de Lorenzo, Eusebio e Ignacio, levantaron el primer Palacio de Hierro, y a él lo enterraron en México, en el mismísimo Tepeyac. Por su parte, Matlala terminó partido en dos. La carretera topa con los muros de la hacienda y allí forma una T. A la izquierda, legalmente Morelos Matlala, donde ocurre esta historia, perdió el nombre de San Lucas Matlala, su escisión, que hoy queda a la derecha. Ahora, el temblor los dejó sin acueducto y quizás demolerán la iglesia. “Solamente, no nos mande otro para tirarnos lo poco que nos queda”, dice otra vecina, quizás para que le oiga Dios, los técnicos o quien sea que llegue. De regreso, un caballo recorre un campo y jala el arado más sencillo imaginable, y tras él, el hombre que presiona para hundirlo da fe del adelanto que representaba un acueducto. Rutilio muestra otras huellas de la hacienda. En un cruce, comido por las enredaderas, destapa los extremos de una vagoneta usada para mover caña; en la escuela señala los últimos rieles que él mismo desenterró, fundidos en 1912, y que hoy forman la valla; al fin, en el patio de Cenobio Domínguez, una tolva que antes de ser trastero recibía el caldo del azúcar. Pero todo esto, piensa uno, son retazos de un sistema productivo colonial que mutó a una legalidad muy cuestionable: los obreros se endeudaban en las tiendas de raya y los ingenios, poseedores de la tierra, acaparaban el agua. Cenobio responde en parte a la cuestión. Dice que los zapatistas —unos 1400 en Matlala, según cálculos—, vertieron gasolina al acueducto y que, tras la Revolución, el trabajo duro se volvió necesidad. Los dos concluyen que no hubo empleo y fueron años de pistoleros. Lo cierto es que, en 1924, la viuda de Vicente, Herlinda Llera, terminó vendiendo Matlala a William Jenkins, uno de los personajes más favorecidos por la política posrevolucionaria y que en poco tiempo monopolizó el negocio del azúcar. Rutilio dice que Vicente fue un buen hacendado, que pedía a los peones que fueran a rezar. Que los malos, los maltratadores, eran los capataces. “Quieras o no”, dirá finalmente Anahí, “es el espacio donde vivieron nuestros abuelos”. Mito o realidad, así es hoy Matlala, que tiene algo de pueblo ferrocarrilero al que le han quitado el tren. Pero ahora, cuando la tierra es de lo poco que se posee, el piso tiembla y se lleva el agua, y hay que confiar en que un tubo enterrado va a devolver el riego. Anahí, que dice que sí funcionará, insiste: “Pero, ¿y la historia? O sea, ¿cómo vamos a volver a levantar el acueducto?” Los acueductos, desde luego, no son de pvc. Y si bien habrá que esperar a 2020, rehacer la obra de La Hidalga sería como tratar de pintar hoy Vista de la hacienda de Matlala, de 1857, obra de Eugenio Landesio. * Al cierre de estas líneas, el tubo de pvc ha sido instalado y el jagüey vuelve a recibir agua. Respecto al acueducto, no se tienen más noticias. Publicado en el nº 228 de la revista Tierra Adentro y en https://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/elacueducto-que-cayo-sin-hacer-ruido/. Para ver las fotografías, haga clic en esta web. Pablo Zulaica Parra (Vitoria-Gasteiz, País Vasco, España, 1982) es escritor y cronista, autor de Los acentos perdidos (Lumen, 2010), Un fin de semana en la coladera (Montena, 2014) y Paisajeros. Veinte viajes en tren y sus protagonistas (Libros.com, 2019).