Subido por Miquel Àngel Navarro Garcia

LAS ACTAS DE LOS MÁRTIRES

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LAS ACTAS DE LOS MÁRTIRES
Martirio de san Esteban
(en Jerusalén, año 36)
El diácono Esteban fue el primer mártir o protomártir, y murió
apedreado.
Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios
y signos en el pueblo. Algunos miembros de la sinagoga
llamada "de los Libertos", como también otros, originarios de
Cirene, de Alejandría, de Cilicia y de la provincia de Asia, se
presentaron para discutir con él. Pero como no encontraban
argumentos, frente a la sabiduría y al espíritu que se
manifestaba en su palabra, sobornaron a unos hombres para
que dijeran que le habían oído blasfemar contra Moisés y
contra Dios. Así consiguieron excitar al pueblo, a los ancianos
y a los escribas, y llegando de improviso, lo arrestaron y lo
llevaron ante el Sanedrín. Entonces presentaron falsos
testigos, que declararon: "Este hombre no hace otra cosa que
hablar contra el lugar santo y contra la ley. Nosotros le hemos
oído decir que Jesús de Nazaret destruirá este lugar y
cambiará las costumbres que nos ha transmitido Moisés". En
ese momento, los que estaban sentados en el Sanedrín
tenían los ojos clavados en él y vieron que el rostro de
Esteban parecía el de un ángel. El sumo sacerdote preguntó
a Esteban: "¿Es verdad lo que éstos dicen?".
Esteban, lleno del Espíritu Santo y con los ojos fijos en el
cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús, que estaba de pie a la
derecha de Dios. Entonces exclamó: "Veo el cielo abierto y al
Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios". Ellos
comenzaron a vociferar, y tapándose los oídos, se
precipitaron sobre él como un solo hombre, y arrastrándolo
fuera de la ciudad, lo apedrearon. Los testigos se quitaron los
mantos, confiándolos a un joven llamado Saulo. Mientras lo
apedreaban, Esteban oraba, diciendo: "Señor Jesús, recibe
mi espíritu". Después, poniéndose de rodillas, exclamó en alta
voz: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado". Y al decir
esto, expiró.
Saulo aprobó la muerte de Esteban. Ese mismo día, se
desencadenó una violenta persecución contra la Iglesia de
Jerusalén. Todos, excepto los Apóstoles, se dispersaron por
las regiones de Judea y Samaría. Unos hombres piadosos
enterraron a Esteban y lo lloraron con gran pesar. Saulo, por
su parte, perseguía a la Iglesia; iba de casa en casa y
arrastraba a hombres y mujeres, llevándolos a la cárcel (Hech
6, 8—7, 1; 7, 54—8, 3).
Martirio de san Policarpo
(en Esmirna, 23 de febrero del año 155)
Policarpo, discípulo del apóstol Juan, amigo de san Ignacio
de Antioquía, maestro de san Ireneo de Lyón (Francia), en
plena juventud es nombrado obispo de Esmirna (Turquía). Es
una de las figuras más prestigiosas del cristianismo. Su
martirio fue requerido por el furor del populacho y el relato
nos llegó a través de un texto griego, en forma de carta.
Tema de la carta
1. La Iglesia de Dios, peregrina en Esmirna, a la Iglesia de
Dios peregrina en Filoñielio y a todas las santas Iglesias
católicas peregrinas en todo el mundo.
Que la misericordia, la paz y la caridad de Dios Padre y de
nuestro Señor Jesucristo les sean concedidas en abundancia.
Les escribimos para relatarles el martirio de nuestros
hermanos y, en especial, del bienaventurado Policarpo quien,
con el sello de su fe, puso fin a la persecución del enemigo.
Todo lo sucedido fue anunciado por el Señor en el evangelio,
en el cual se halla la regla de conducta que debemos seguir.
El Señor consintió en ser entregado y clavado en la cruz, por
la que había de salvarnos; y quiso que fuéramos sus
imitadores. El fue el primer justo que con la fuerza del cielo se
puso en manos de los malvados. De esta manera señaló el
camino a sus seguidores, para que el piadoso Señor,
dándose como ejemplo a sus siervos, no fuera tenido por
maestro exigente. Él sufrió primeramente lo que mandó
soportar a los otros. Así, él nos educó y nos enseñó a todos
que no sólo busquemos salvarnos a nosotros mismos, sino
que también procuremos salvar a cada uno de nuestros
hermanos.
2. Los dichosos martirios procuran a los que los sufren, la
gloria celestial; y, después de haber despreciado las riquezas,
los honores, la familia, el martirio es la plena consumación de
la corona. ¿Qué obsequio digno de tan piadoso Señor
pueden rendirle sus siervos, cuando consta que el Señor
sufrió más por sus siervos que éstos por él?
De ahí surge la conveniencia de que, una vez bien enterados
de todo, relatemos con reverencia los fíeles y devotos
laureles de cada uno de los soldados de Cristo, como consta
que se alcanzaron: su gran amor a Dios y su paciencia en
soportar los tormentos.
Pues, ¿quién no se llenará de admiración al considerar cuán
dulces les fueron los azotes de los crueles látigos, gratas las
llamas del caballete, amable la espada del verdugo y suaves
los tormentos de hogueras crepitantes? La sangre les corría
por ambos costados. Las entrañas esta-ban tan desgarradas
que todos los miembros internos parecían expuestos a la
vista. El populacho mismo que los rodeaba, lloraba ante el
horror de tanta crueldad y no podía contemplar sin lágrimas el
suplicio que él mismo había querido que se hiciera.
Sin embargo, los sufridos mártires no exhalaban un gemido,
ni la fuerza del dolor lograba arrancarle un quejido. Ya que
cada tormento era aceptado de buena gana, todo era
soportado con paciencia.
El Señor los asistía. Después de aceptar tan fiel oblación de
sus siervos, no sólo encendía en ellos el amor de la vida
eterna y les daba los consuelos que suele brindar a sus
devotos, sino que también moderaba la violencia de aquellos
dolores para que el sufrimiento del cuerpo no que-brantara la
resistencia del alma.
El Señor conversaba con ellos, veía sus padecimientos y
reconfortaba sus ánimos. Con su presencia templaba los
sufrimientos y les prometía, si perseveraban, los imperios de
la corona celeste. De ahí nacían su desdén por los jueces y
su gloriosa paciencia. Anhelaban despojarse de esta luz
terrenal y pasar, por mandato del Señor, a las luminosas y
eternas moradas de la salvación. Anteponían la verdad a la
mentira, lo celestial a lo terreno, lo sempiterno a lo caduco.
Por una hora de sufrimientos, se preparaban un gozo que no
vendría menos por ninguna vejez.
El coraje de Germánico
3. El diablo desplegó innumerables maquinaciones; pero la
gracia de nuestro Señor Jesucristo, como defensora fiel de
sus siervos, los asistió contra todas ellas.
Germánico, varón fortísimo y totalmente consagrado a Dios,
apagó con el poder de su virtud los ánimos de los incrédulos.
Él fue condenado a las fieras; pero el procónsul, movido a
compasión, lo exhortaba a pensar al menos en su joven edad,
si le parecía que los demás bienes no merecían ser tenidos
en consideración. Pero él desdeñó la compasión de su
enemigo y rechazó el perdón que le ofrecía el juez injusto.
Por eso, él mismo azuzaba contra sí a la fiera, pues tenía
prisa por desnudarse de la mancha de este mundo y liberarse
de toda iniquidad.
Ante este espectáculo, todo el pueblo quedó sorprendido y
admiró con más intensidad el valor de los cristianos. Luego,
se oyeron gritos: "¡Torturas a los culpables! ¡Que se busque a
Policarpo!".
Apostasía de Quinto
4. Entonces un frigio de nombre Quinto, que casualmente
había venido de su patria, apresuradamente y por su propia
voluntad, se presentó muy confiado al sanguinario juez, para
sufrir el martirio. Pero la flaqueza fue mayor que el buen
deseo.
Apenas le soltaron las fieras, aterrado a su sola vista, empezó
a no querer lo que había querido. Se pasó al bando del diablo
y aceptó lo que había venido a combatir. El procónsul con
muchos halagos logró persuadirle a sacrificar.
En vista de eso, no debemos alabar a aquellos hermanos que
se ofrecen espontáneamente, sino, más bien, a los que,
hallados en sus escondrijos, perseveran en el martirio. Así y
nos lo aconseja la palabra evangélica y nos escarmienta este
ejemplo, en el que vemos que el que se presentó cedió,
mientras Policarpo, que fue constreñido, triunfó.
Visión de llamas
5. Al conocer estas cosas, Policarpo, varón de eximia
prudencia y sólido consejo, buscó un escondite. No rehuía el
sufrimiento por cobardía de alma, sino que lo difería. Recorrió
varias ciudades; pero no hacía caso de los que le exhortaban
a partir más de prisa para burlar de algún modo a los que le
buscaban; sino que, más bien, se detenía aún más tiempo.
Finalmente se consiguió que se escondiera en una granja
próxima a la ciudad. Allí se entregaba día y noche, sin
interrupción, a la oración e imploraba el auxilio de Dios para
ser más valiente en el suplicio.
Allí, tres días antes del arresto, recibió la revelación de un
signo. Veía la almohada de su cabeza rodeada por todas
partes de llamas. Al despertarse, el santísimo viejo, después
de haber sacado del lecho sus pesados miembros, dijo a los
que estaban con él: "¡Tengo que ser quemado vivo!".
Arresto de Policarpo
6. Casualmente se había trasladado a otra granja, cuando de
pronto se presentaron sus perseguidores. Al no encontrarle,
prendieron a dos jóvenes esclavos, azotaron a uno de ellos y
por su confesión se descubrió el escondite. Por cierto, no
podía ya ocultarse aquel a quien estaba llamando el martirio
mismo. Sus traidores domésticos, Irenarca y Herodes, tenían
prisa por llevarle cuanto antes al anfiteatro, para que él
consumara el martirio y fuera así compañero de Cristo, y sus
traidores, a ejemplo de Judas, recibieran la pena merecida.
Era viernes, a la hora de la cena. Guiados por el joven
esclavo, salieron los esbirros con un numeroso escuadrón de
caballería armado, como si fueran a prender no a un siervo
de Cristo, sino a un bandolero. Ya de noche, lo hallaron
escondido en la buhardilla. Hubiera podido pasar a otra
granja; pero, cansado ya, prefirió presentarse a seguir oculto
y dijo: "¡Hágase la voluntad de Dios! Cuando él quiso, yo
diferí; ahora que él lo dispone, lo deseo yo también". Al ver a
sus perseguidores, bajó y conversó con ellos, según se lo
permitía su edad y la gracia celeste del Espíritu le inspiraba.
Los soldados admiraron ver en él, a sus años, tanta agilidad
de pies y tan buen estado de salud, pues apenas con gran
rapidez le hubieran podido dar alcance; pero él no dio
importancia a su asombro, sino que en seguida mandó que
sé les sirviera de comer y se les preparara la mesa. Al
hacerlo, cumplía el precepto del divino Maestro, pues está
escrito que hemos de dar de comer y de beber a nuestros
enemigos. Entonces les suplicó que le concedieran una hora
para orar y cumplir sus obligaciones para con Dios.
Concedido el permiso, fervorosamente pedía que se
realizaran el don y el precepto de Dios. Por casi dos horas
continuas, siguió orando, ante el estupor de los que lo oían y,
lo que es mayor victoria, de sus propios enemigos.
Pulseada a fondo
8. Terminada la oración, en la que hizo mención de todos,
conocidos y desconocidos, buenos y malos, y, especialmente,
de todos los católicos que se reúnen en los distintos lugares
de la Iglesia, llegaron la hora y el tiempo de recibir la corona
de la justicia que le estaba reservada. Fue montado en un
asno y, al acercarse a la ciudad -era un sábado mayor-, se
encontró con Irenarca y Herodes y su padre Nicetas, que le
invitaron a subir a su carruaje, para vencer al menos con el
obsequio al que no podía ser vencido por el dolor de ningún
castigo.
Sentados a su lado, con taimado e insistente diálogo,
trataban de arrancarle alguna palabra impía, y así le decían:
"¿Qué mal puede haber en llamar señor al César y
sacrificar?", y todo lo demás que se suele sugerir por
instigación del diablo.
Policarpo, por un poco de tiempo, refrenó la lengua y escuchó
pacientemente todo lo que se le decía; por fin, indignado,
prorrumpió en estas palabras: "Ninguna cosa podría
arrastrarme a semejante blasfemia, ni el fuego, ni la espada,
ni el dolor de apretadas cadenas, ni el hambre, ni el destierro,
ni los azotes".
Irritados ellos con esta respuesta, mientras el carruaje corría
a toda velocidad, echaron abajo a Policarpo, cuyas
pantorrillas quedaron parcialmente dañadas. Sin embargo, él
corría con tal presteza por el camino, que no parecía
experimentar ningún dolor del cuerpo.
Delante del procónsul
9. Al entrar en el anfiteatro, se oyó una voz del cielo que
decía: "¡Policarpo, ten valor!". Sólo los cristianos presentes en
el anfiteatro oyeron esta voz; de los paganos, nadie la oyó.
Presentado ante el procónsul, Policarpo despreció los
sanguinarios mandatos del juez y confesó a Dios de todo
corazón. El procónsul trataba de hacerle apostatar y le decía:
"Piensa al menos en tu edad, si es que desprecias todo lo
demás que hay en ti. ¿Cómo podrá resistir tu vejez los
tormentos que espantan a los jóvenes? Debes jurar por el
César y por la fortuna del César. Además, debes arrepentirte
y gritar: ¡Mueran los impíos!".
Entonces Policarpo, con la boca semicerrada y como si
hablara no con su palabra sino con una ajena, casi con la
garganta cerrada, echó una mirada a todo el pueblo presente
en el anfiteatro, impío o profano, y, arrancándose de lo íntimo
del pecho un suspiro, contempló la majestad del cielo y dijo:
"¡Mueran los impíos!". El procónsul, animado, insistió: "Jura
por la fortuna del César, desprecia a Cristo, y puedes quedar
en libertad".
Policarpo contestó: "Voy a entrar en el año ochenta y seis de
mi edad; siempre serví a Cristo y alabé su nombre, jamás
recibí daño de él; más bien, siempre me salvó. ¿Cómo puedo
odiar a quien he adorado y alabado, a mi bienhechor, a mi
emperador, al salvador de quien espero la salvación y la
gloria, al perseguidor de los malos y vengador de los
buenos?".
Saltaré de gozo en mis llagas
10. Como el procónsul insistiera en que debía jurar por la
fortuna del César, Policarpo respondió: "¿Por qué me fuerzas
a jurar por el César? ¿No conoces acaso mi religión?
Públicamente me proclamo cristiano; y por más que te irrites,
yo soy feliz. Si quieres conocer la razón de esta religión,
dame un día de plazo para escucharme y aprender".
Repuso el procónsul: "Da explicaciones al pueblo y no a mí".
Respondió Policarpo: "Creo que es cosa muy digna darte
satisfacción a ti y demostrarte que aprobamos y obedecemos
lo que mandes, con tal que no mandes nada injusto. Nuestra
religión nos enseña a tributar el honor debido a las
autoridades que dimanan de la de Dios y obedecer sus
órdenes. En cuanto al pueblo, pienso qué es indigno de
juzgar y no es apto para una explicación. Lo recto es
obedecer al juez, no al pueblo".
Dijo el procónsul: "Tengo fieras terribles a las que te voy a
arrojar y que te van a despedazar, si te obstinas en no
cambiar de opinión". Repuso Policarpo: "Que se cebe en mí
el sangriento
furor de los leones o lo que, como juez cruel, puedas hallar de
más doloroso. Me gloriaré en mis sufrimientos, saltaré de
gozo en mis llagas y mediré mis méritos por la intensidad de
mis dolores. Cuanto mayores tormentos sufriere, mayor
premio he de recibir. Tengo el ánimo preparado para lo más
bajo, ya que de lo más bajo nos remontamos a lo más alto".
Dijo el procónsul: "Si con renovada insolencia desprecias las
dentelladas de las fieras, te abrasaré en una hoguera".
Repuso Policarpo: "Me amenazas con un fuego que arde por
el espacio de una hora y después se apaga; y no conoces los
tormentos del juicio venidero y del fuego eterno contra los
impíos. Pero, ¿para qué entretener tu atención con un largo
discurso? Haz conmigo lo que piensas; y, si la casualidad te
ofrece cualquier otro tipo de castigo, vételo a buscar".
La condenación
11. Mientras Policarpo hablaba, un resplandor de gracia
celeste penetró su rostro y su sentido, tanto que el mismo
procónsul estaba espantado. Entonces la voz del pregonero
proclamó por tres veces en medio del anfiteatro: "Policarpo
confesó que siempre fue cristiano".
Todo el pueblo, de judíos y paganos que habitaban en
Esmirna, vociferó enfurecido: "Este es el maestro de Asia, el
padre de los cristianos, el fanático destructor de nuestros
dioses y violador de nuestros templos, el que enseñaba que
no se debía sacrificar ni adorar las imágenes de los dioses.
Por fin alcanzó lo que deseaba".
Todos pedían al asiarca Felipe que le soltara un león furioso;
pero él se excusó diciendo que no le estaba permitido, porque
el tiempo del espectáculo había terminado. Entonces una
gritería común y unánime decidió que Policarpo fuera
quemado vivo. Así se iba a cumplir lo que él antes había
predicho. Oró al Dios omnipotente y luego, dirigiendo su
rostro venerable a los suyos, dijo: "Ya ven ustedes que es el
mismo martirio que yo había profetizado".
12. Entonces el pueblo y, sobre todo, los judíos volaron a los
baños y talleres en busca de leña y sarmientos. Una vez
preparada la hoguera con estos trabajos, Policarpo se desató
el ceñidor y se quitó el vestido. Se disponía también a
desatarse las sandalias, cosa que no solía hacer él, pues los
fieles varones deseaban tocar su cuerpo y besar sus
miembros. Ya antes dé llegar al combate del martirio,
irradiaba la plenitud de su buena conciencia.
Oración sacerdotal
Terminados los preparativos acostumbrados para quemar a
un reo, querían también atarle al hierro, conforme a su
costumbre y ley; pero él les suplicó: "Permítanme quedar
como estoy. Él que me dio el querer, me dará también el
poder y hará tolerable a mi voluntad el fuego ardiente". Así
nadie le ató al hierro, sino que le ataron las manos a la
espalda; y él, como consagrado a los altares, se preparó para
traspasar los umbrales del martirio. Entonces levantó los ojos
hacia los astros del cielo y dijo: "Dios de los ángeles, Dios de
los arcángeles, resurrección nuestra, perdón del pecado,
rector de todos los elementos del universo, protector de todo
el linaje de los justos que viven en tu presencia: yo te bendigo
por servirte y haberme tenido digno de estos sufrimientos,
para que, por medio de Jesucristo y en la unidad del Espíritu
Santo, reciba mi parte y corona del martirio, principio del cáliz.
Así, cumplido el sacrificio de este día, alcanzaré las promesas
de tu verdad. Por esto te bendigo en todas las cosas y me
glorío por medio de Jesucristo, pontífice eterno y
omnipotente; por el cual, con el cual y con el Espíritu Santo te
sea a ti toda gloria ahora y en el futuro, por los siglos de los
siglos. Amén".
Muerte de Policarpo
13. Terminada la oración y encendida la hoguera, mientras
las llamas se levantaban hasta el cielo, repentinamente se
produjo la novedad de un milagro, del que fueron testigos
aquellos a los que la providencia había escogido para que lo
divulgaran por todas partes. Apareció un arco curvado en sus
extremidades, con ambas puntas un tanto dilatadas, imitando
las velas de una
nave. El arco cubría con suave abrazo el cuerpo del mártir, a
fin de que las llamas no estropearan ningún santo miembro.
En cuanto al cuerpo mismo, como grato pan cociéndose o
como fundición de oro y plata que brilla con hermoso color,
recreaba la vista de todos. Además, un perfume de incienso o
de mirra o de algún perfume precioso, alejaba todo el mal olor
de la hoguera.
Los mismos pecadores vieron el prodigio, de suerte que
comenzaron a pensar que el cuerpo era incombustible. Por
eso pidieron al atizador del fuego que preparara un puñal y lo
hundiera en el bendito cuerpo que había demostrado, aun
para ellos, ser santo. (Hecho esto, he aquí que de repente,
entre oleadas de sangre que brotaban, salió una paloma del
cuerpo y al punto la sangre apagó el incendio. Este detalle
falta en códices importantes, y por esto se lo considera una
interpolación).
Entonces todo el pueblo quedó estupefacto y todos tuvieron
la prueba de la diferencia entre los justos y los injustos y de lo
que era lo mejor, si bien el vulgo no quiso seguir lo que, sin
duda, conoció ser lo mejor.
Tal fue el combate del martirio cumplido por Policarpo, obispo
de Esmirna. Todas las cosas que le fueron reveladas,
siempre se cumplieron.
Veneración de las reliquias
14. El diablo, eterno enemigo de los justos, al ver la fuerza del
martirio y la grandeza de la pasión, su entera vida
irreprensible y el mérito mayor de su muerte, excogitó la
manera para que los nuestros no pudieran retirar su cuerpo,
por más que había muchos que deseaban tener parte en sus
santos despojos. Sugirió a Niceta, padre de Herodes y
hermano de Alce, que hablara al procónsul, para que no
entregara las reliquias a ningún cristiano, asegurándole que lo
abandonarían todo para dirigir sus oraciones a éste solo. Así
hablaban por sugestión de los judíos, cuando lo querían sacar
de la hoguera. Ignoraban que los cristianos jamás podemos
abandonar a Cristo, que tanto se dignó padecer por nuestros
pecados, ni dirigir a ningún oteo nuestras plegarias.
A Cristo lo adoramos y damos culto como a Hijo de Dios, y a
sus mártires los abrazamos con honor y de buena gana como
a discípulos fieles y abnegados soldados. Al mismo tiempo
oramos para que nosotros también seamos sus compañeros
y condiscípulos.
Al ver la disputa entre nosotros y los judíos, el centurión
mandó poner el cuerpo en medio (y lo hizo quemar). Nosotros
recogimos sus huesos como oro y perlas preciosas, y les
dimos sepultura. Y allí nos reunimos alegremente, como
mandó el Señor, para celebrar el día natalicio de su martirio.
Conclusión
15. Así se desarrollaron los hechos con respecto al
bienaventurado Policarpo, que sufrió el martirio en Esmirna
junto con otros doce cristianos de Filadelfia; sin embargo, él
entre todos mereció un culto más solemne, ya que sufrió un
martirio excelso y todavía es llamado maestro por el pueblo.
Todos hemos de desear seguirle, según el ejemplo del Señor,
quien venció la persecución de un gobernante injusto y,
después de haber ahuyentado la muerte de nuestros
pecados, recibió la corona de la incorrupción.
Con los apóstoles y todos los justos, alegremente
bendigamos a Dios Padre omnipotente y a nuestro Señor
Jesucristo, salvador de nuestras almas, gobernador de
nuestros cuerpos y pastor de toda la Iglesia católica, y al
Espíritu Santo, por quien lo conocemos todo.
Repetidas veces ustedes nos habían pedido que les
comunicáramos las circunstancias del martirio del glorioso
Policarpo. Hoy les transmitimos el informe completo por
medio de nuestro hermano Marciano. Una vez que ustedes
estén bien enterados de todo, comuníquenselo a todos los
demás por cartas, a fin de que en todas partes sea bendecido
el
Señor por la elección de sus siervos. El es poderoso para
salvarnos también a nosotros por nuestro salvador y Señor
Jesucristo. Por el cual y con el cual sean a él gloria, honor,
poder, grandeza, por los siglos de los siglos. Amén. Saluden
a todos los santos. Todos los que están con nosotros, los
saludan. Evaristo, el escribiente, los saluda con toda su
familia.
16. El martirio de san Policarpo fue en el mes de abril, siete
días antes de las calendas de mayo, un sábado mayor, a la
hora octava. Fue prendido por Herodes, siendo pontífice
Felipe de Trales y procónsul Estacio Cuadrato.
Gracias a nuestro Señor Jesucristo, a quien sean la gloria, el
honor, la grandeza, el trono sempiterno, de generación en
generación. Amén.
Transcripción de manuscritos
El autor de esta copia fue Gayo, quien vivió con Ireneo,
discípulo de Policarpo, y la sacó de las mismas obras de
Ireneo.
Yo, Sócrates, la transcribir de los manuscritos de Gayo. Yo,
Pionio, busqué y copié los citados manuscritos, por revelación
que me hizo el bienaventurado Policarpo, como lo anuncié a
los demás desde el tiempo en que trabajó con los elegidos,
para que también a mí me recoja el Señor Jesucristo en el
reino de los cielos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por
los siglos de los siglos. Amén.
Martirio de los santos Tolomeo y Lucio
(en Roma, año 160)
Un matrimonio vive en plena disolución. Gracias a la
catequesis de Tolomeo, la mujer se convierte a Cristo y
procura convertir al marido, que reacciona vengándose
(Apología de san Justino, II, 2).
Vivía en Roma un matrimonio conocido por la vida licenciosa
que llevaban ambos cónyuges.
Apenas conoció las enseñanzas de Cristo, la mujer comenzó
a llevar una vida casta y trataba de persuadir al marido por
medio de la catequesis y de la amenaza del castigo eterno si
no se convertía.
El hombre, obstinado por sus costumbres, se distanciaba
cada vez más de su esposa, la cual ya consideraba una cosa
impía convivir con este hombre y decidió separarse. Sin
embargo, los suyos la convencieron de que tuviera paciencia
con la esperanza de que algún día, el hombre cambiara.
Pero, en un viaje que el marido realizó hasta Alejandría, se
entregó a mayores excesos todavía y cuando su mujer lo
supo, pidió el libelo de repudio y lo abandonó.
Contrariamente a lo esperado por la mujer, que el marido la
imitara convirtiéndose, éste, vengándose de ella porque se
habla divorciado, la denunció ante los tribunales acusándola
de ser cristiana.
Como su denuncia no fue escuchada, entonces el hombre
dirigió su ataque contra Tolomeo que fue quien llevó a la
mujer a la conversión. El marido era amigo de un centurión y
le costó muy poco persuadirlo para que lo detuviera,
simplemente preguntándole si era cristiano. Además Tolomeo
ya había sido detenido anteriormente por Urbico (jefe del
tribunal) por la misma causa. Tolomeo que era amante de la
verdad e incapaz de decir mentiras, inmediatamente se
confesó cristiano.
Esto solo bastó al centurión para cargarlo de cadenas,
llevarlo a la cárcel y atormentarlo.
Cuando Tolomeo fue conducido ante el tribunal de Urbico, la
única pregunta que se le hizo fue si era cristiano. Y
nuevamente el santo, consciente de los bienes que había
recibido de Cristo, confesó su fe.
Urbico sentenció que fuera conducido al suplicio.
Otro cristiano -llamado Lucio- al ver que el juicio se había
hecho contra toda razón, y toda justicia, cuestionó la actitud
de Urbico diciendo:
-¿Por qué mandaste castigar con la muerte a un hombre a
quien no se le ha probado ser ni adúltero, ni fornicador, ni
asesino, ni ladrón, ni asaltante, ni reo de ningún otro crimen,
sino que sólo ha confesado llevar el nombre de cristiano?
Urbico, no juzgas de la manera que conviene al emperador
Pío ni al hijo del César -amigo del saber-, ni al sacro senado.
Pero Urbico, sin demora, se dirigió a Lucio diciéndole:
-Me parece que tú también eres cristiano. -A mucha honra respondió Lucio. Sin más, el prefecto dio orden de que
también él fuera llevado al suplicio. Lucio agradeció la
decisión, porque así se vería libre de tan perversos déspotas
e iría a ver al Padre y rey de los cielos.
Martirio de san Justino y compañeros
(en Roma, año 163)
San Justino, oriundo de Naplusa (Samaría), cultivó
intensamente la filosofía platónica. Subyugado por la
intrepidez y la serenidad de los mártires, se convirtió a la fe
en Éfeso. Llegó a Roma donde fundó una escuela de
teología. Defendió valientemente, con la pluma, la fe de los
cristianos a través de la APOLOGIA. Cuatro códices nos
relatan su martirio.
Búsqueda de la verdad
Martirio de los santos mártires Justino, Caritón, Caridad,
Evelpisto, Hierax, Peón y Liberiano.
En tiempos de los inicuos defensores de la idolatría, por todas
las regiones y ciudades del imperio se publicaron edictos
impíos contra los piadosos cristianos, con el objeto de
obligarlos a sacrificar a los ídolos vanos.
Los santos arriba citados fueron detenidos y presentados al
prefecto de Roma de nombre Rústico.
Una vez llegados ante el tribunal, el prefecto Rústico dijo a
Justino: "Ante todo, cree en los dioses y obedece a los
emperadores".
Justino respondió: "Lo santo y lo irreprochable es obedecer
los mandatos de nuestro Señor Jesucristo".
El prefecto: "¿Qué doctrina profesas?".
Justino: "He procurado aprender todo género de doctrinas;
pero sólo he abrazado la doctrina de los cristianos, que es la
verdadera, aunque no agrade a los que siguen falsas
opiniones".
El prefecto: "¡Qué miserable! ¿Te pueden agradar semejantes
doctrinas?".
Justino: "Sin duda, pues me hacen caminar según el dogma
recto".
El prefecto: "¿Qué dogma es ése?".
Justino: "El dogma que nos enseña a dar culto al Dios de los
cristianos. A él lo tenemos por Dios único, quien desde el
principio es hacedor y artífice de toda la creación visible e
invisible; y al Señor Jesucristo, Hijo de Dios, quien, como
predicaron de antemano los profetas, había de venir al
género humano, como pregonero de salvación y maestro de
bellas enseñanzas. Yo,
como hombre rudo, pienso que digo muy poca cosa para lo
que merece la divinidad infinita. Confieso que, para hablar
bien de ella, es menester una virtud profética, pues
proféticamente fue predicho acerca de este de quien te hablo,
que es Hijo de Dios. Has de saber que los profetas,
divinamente inspirados, hablaron anticipadamente de su
venida entre los hombres".
El prefecto: "¿Dónde se reúnen ustedes?".
Justino: "Donde cada uno prefiere o puede. ¿Te imaginas tal
vez que todos nosotros nos reunamos en un mismo lugar?
Sin embargo, no es así. El Dios de los cristianos no está
sujeto a lugar alguno, pues es invisible, y llena el cielo y la
tierra, y puede ser adorado y glorificado por los fieles en
todas partes".
El prefecto: "Dime dónde se reúnen, es decir, en qué lugar
juntas a tus discípulos".
Justino: "Yo, desde el tiempo de mi segunda estadía en
Roma, vivo junto a un tal Martín, cerca de los baños de
Timiotino. No conozco otro lugar de reuniones sino ése. Allí,
si alguno venía a verme, yo le comunicaba las palabras de la
verdad".
El prefecto: "Luego, ¿eres cristiano?".
Justino: "Sí, soy cristiano".
Los Padres, maestros de la fe
El prefecto Rústico preguntó a Caritón: "Di ahora, Caritón,
¿eres tú también cristiano?".
Caritón: "Sí, soy cristiano por la gracia de Dios".
El prefecto Rústico preguntó a Caridad: "Tú, Caridad, ¿qué
dices?".
Caridad: "Soy cristiana por la gracia de Dios".
El prefecto Rústico preguntó a Evelpisto: "Y tú, Evelpisto,
¿quién eres?".
Evelpisto, esclavo del César, respondió: "También yo soy
cristiano, libertado por Cristo; y, por la gracia de Cristo,
participo de la misma esperanza que éstos".
El prefecto Rústico preguntó a Hierax: "¿Eres tú también
cristiano?".
Hierax: "Sí, también yo soy cristiano y doy culto y adoro al
mismo Dios que éstos".
El prefecto: "¿Los ha hecho cristianos Justino?".
Hierax: "Desde antiguo yo soy cristiano y quiero serlo".
Peón se puso de pie y exclamó: "También yo soy cristiano".
El prefecto: "¿Quién te lo ha enseñado?".
Peón: "Esta buena doctrina la recibimos de nuestros padres".
Evelpisto: "Yo escuchaba con placer las conversaciones de
Justino; pero el ser cristiano también a mi me viene de mis
padres".
El prefecto: "¿Dónde están tus padres?".
Evelpisto: "En Capadocia".
El prefecto Rústico preguntó a Hierax: "¿Dónde están tus
padres?".
Hierax: "Nuestro verdadero padre es Cristo y nuestra madre
la fe en él; en cuanto a mis padres terrenos, han muerto. Por
lo demás, soy originario de Iconio de Frigia, y de allá me han
traído aquí".
El prefecto Rústico preguntó a Liberiano: "Y tú, ¿qué dices?
¿Eres también cristiano? ¿No adoras a los dioses?".
Liberiano: "También yo soy cristiano; pero venero y adoro al
Dios único y verdadero".
Sufrir por Cristo, ¡qué dicha!
El prefecto dijo a Justino: "Oye, tú que pasas por hombre
culto y crees conocer las verdaderas doctrinas. Si mando que
te azoten y, después, te decapiten, ¿estarías seguro de entrar
en el cielo?".
Justino: "Si sufriera lo que dices, espero alcanzar el premio
prometido. Además, sé que la gracia divina está reservada,
mientras dure el mundo, para todos los que vivan
rectamente".
El prefecto: "En breve, ¿piensas subir al cielo y recibir allí
alguna buena recompensa?".
Justino: "No lo pienso, sino que lo sé con seguridad y de ello
tengo plena certeza".
El prefecto: "Dejemos eso, y vengamos a la cuestión
necesaria y urgente. Pónganse todos juntos y sacrifiquen a
los dioses".
Justino: "Nadie que esté en su cabal juicio, se pasa de la
piedad a la impiedad".
El prefecto: "Si no quieren obedecer, serán castigados sin
piedad".
Justino: "Nuestro más vivo deseo es padecer por amor de
nuestro Señor Jesucristo para salvarnos. Este sufrimiento
será motivo de confianza y salvación ante el terrible y
universal tribunal de nuestro Señor y salvador".
Lo mismo repitieron los demás mártires: "Haz lo que quieras.
Nosotros somos cristianos y no sacrificamos a los ídolos".
El prefecto Rústico pronunció la sentencia, diciendo: "Mando
que los que no han querido sacrificar a los dioses, ni
obedecer las órdenes del emperador, sean azotados y,
después, llevados al lugar del suplicio y degollados, conforme
a las leyes".
Los santos mártires, glorificando a Dios, salieron al lugar del
suplicio, donde se les cortó la cabeza; y así, confesando al
salvador, consumaron su martirio.
Algunos fíeles recogieron a escondidas sus cuerpos y los
sepultaron en lugar conveniente, cooperando con ellos la
gracia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria por
los siglos de los siglos. Amén.
Los mártires de Lyon
(año 177)
Lyon, capital de la Galia, era una populosa metrópoli y gran
centro cultural, comercial y religioso. La Iglesia era de
fundación reciente, pero ya sólidamente arraigada en todas
las clases sociales y de vida espiritual muy intensa. Sin
embargo, existía contra los cristianos un amenazador
ambiente de hostilidad que no tardó en transformarse en
motín, y casi en "pogróm ". Entre los mártires se destaca
Blandina, esclava pero a la vez enaltecida heroína y animoso
adalid. En el documento ya apunta una luminosa teología del
martirio. Esta carta es una joya de la epopeya de los mártires
y "una de las piezas más extraordinarias de la literatura
universal" (Renán).
Atropellos y heroica respuesta
Los siervos de Cristo que como forasteros habitan en Lyon y
Viena de la Galia, a sus hermanos de Asia y Frigia que
comparten nuestra fe y nuestra esperanza en la redención.
Paz, gracia y gloria de parte de Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo.
La persecución que sufrimos fue tan violenta, y tan grande la
rabia de los paganos contra los santos, y tanto sufrieron
nuestros mártires, que no podríamos hallar palabras para
explicarlo ni para consignarlo por escrito. Nuestro enemigo se
lanzó contra nosotros como un rayo, preludiando su futura
venida en que ha de imperar sin trabas, y utilizó todos los
medios para entrenar y ejercitar a sus satélites contra los
santos. No se toleraba nuestra presencia en los lugares
públicos, ni en los baños, ni en el foro. Peor todavía, nos
estaba prohibido mostrarnos en público.
Pero también la gracia de Dios, estratégicamente, nos asistió,
sacando del combate a los débiles y poniendo en primera fila
a las firmes columnas, capaces de resistir a todos los
empujes del enemigo. Ellos corrieron a su encuentro en haz
apretado, soportando todo género de oprobios y tormentos,
que a otros hubieran parecido largos y dolorosos, pero que a
ellos les parecían ligeros y suaves. Tenían prisa por llegar a
Cristo y con sus ejemplos mostraban que los padecimientos
del tiempo presente no son comparables con la futura gloria
que se manifestará en nosotros (Rom 8, 18).
Ante todo, soportaron con ánimo generoso innumerables
atropellos que la plebe en masa les prodigó: gritos, golpes,
detenciones, pillajes, lapidaciones y, por fin, la cárcel; en
suma, todo lo que una chusma enfurecida suele infligir a sus
víctimas odiosas. Más adelante, los arrestados fueron
conducidos al foro por el tribuno de la corte y los magistrados
de la ciudad y fueron interrogados en presencia de todo el
pueblo. Todos confesaron su fe y fueron encarcelados hasta
el regreso del gobernador Llegado éste, fueron llevados ante
su tribunal y tratados con la más refinada crueldad.
Rebosante de la plenitud de la caridad
Entre los hermanos había uno de nombre Vecio Epágato,
hombre lleno hasta rebosar de la plenitud de la caridad hacia
Dios y el prójimo. Su conducta era tan recta que, aun siendo
joven, mereció el testimonio de alabanza que se tributa al
viejo Zacarías (Lc 1, 67). Había caminado de manera
intachable según todos los mandamientos y preceptos del
Señor y estaba siempre dispuesto a todo servicio al prójimo.
Poseía el celo de Dios y hervía del Espíritu. Hombre de tal
temple no pudo soportar en silencio tan irrazonable proceder
contra nosotros e, indignado sobremanera, pidió tomar sobre
sí la defensa de los hermanos y probar que no merecían la
acusación de ateísmo e impiedad.
Los que rodeaban el tribunal, profirieron alaridos contra él porque era persona distinguida-, y el gobernador no quiso
acceder a la demanda, por más justificada que fuera. Sólo se
limitó a preguntarle si también él era cristiano, y Epágato lo
afirmó con voz sonora; y fue agregado al número de los
mártires con el apodo de "paráclito o abogado de los
cristianos". Él tenía dentro de sí al verdadero Paráclito, el
mismo Espíritu de Zacarías, como lo demostró por la plenitud
de su caridad, jugándose la vida en defensa de sus
hermanos. Epágato fue, y ahora lo es para siempre, legítimo
discípulo de Cristo y sigue al Cordero adonde va (Apoc 14, 4).
Dolorosa apostasía
Desde aquel momento se produjo una desunión entre los
cristianos. Los unos se manifestaron totalmente dispuestos
para el martirio, en el que serían los primeros, y llenos de
ardor, confesaron su fe hasta el fin. Pero aparecieron otros
que no estaban preparados ni ejercitados; eran débiles
todavía e incapaces de sostener el esfuerzo de un fuerte
combate. De ellos, unos diez salieron como abortados del
seno de la Iglesia, produciendo en nosotros gran pena y
tristeza y atemorizando el ánimo de los otros que todavía no
habían sido detenidos. Estos, aun a costa de innumerables
sacrificios, asistían a los mártires y no se alejaban de ellos.
Todos fuimos acometidos por una viva angustia ante la
incertidumbre del desenlace en la confesión de la fe. No nos
espantaban los tormentos que nos infligían; sino que, mirando
al último
momento, nos sobrecogía el temor de que alguno pudiera
apostatar. Sin embargo, día tras día eran detenidos los que
eran dignos de esta gracia, llenando los vacíos de los
apóstatas, de suerte que pronto se juntaron en la cárcel los
miembros más preclaros de las dos Iglesias de Lyon y Viena,
especialmente sus fundadores y sus columnas.
Fueron también detenidos algunos esclavos paganos que
servían en nuestras casas, pues el gobernador por público
edicto había ordenado una batida general contra nosotros.
Estos esclavos cayeron en la trampa de Satanás.
Aterrorizados por las torturas que veían infligir a los santos e
intimados por los oficiales del tribunal, nos acusaron
calumniosamente de festines de Tiestes, incestos de Edipo y
otras abominaciones que no es lícito nombrar, ni pensar, ni
creer que cosas semejantes se cometan entre hombres.
Estas calumnias se propalaron y todos se enfurecieron como
fieras contra nosotros, tanto que los que, por parentesco o
amistad, se habían mostrado moderados hasta aquel
momento, desde entonces se indignaron grandemente y
rechinaban los dientes contra nosotros. Con ello se cumplía la
palabra del Señor: Llegará un día en que todo el que los
mate, crea que hace un servicio y ofrenda a Dios (Jn 16, 2).
Blandina, la heroína
Desde aquel día, los santos mártires tuvieron que soportar
tormentos indescriptibles, pues Satanás se encarnizaba
contra ellos para arrancarles alguna palabra de blasfemia. El
furor de la chusma, del gobernador y de los soldados se
desató especialmente contra Santo, el diácono de Viena;
contra Maturo, recientemente bautizado pero que era ya un
generoso atleta; contra Atalo de Pérgamo, que había sido
siempre columna y sostén de nuestra Iglesia y, finalmente,
contra Blandina.
En Blandina, Cristo demostró que lo que entre los hombres
parece vil, feo y despreciable, alcanza delante de Dios gran
gloria, gracias a aquel amor que se manifiesta en las obras y
no se satisface de vanas apariencias.
Todos nosotros temíamos -y particularmente su ama según la
carne, que era también ella una luchadora más en las filas de
los mártires- que por la debilidad de su cuerpo Blandina no
tendría fuerzas para confesar libremente la fe. Pero ella se
manifestó tan valiente que sus verdugos, aun relevándose
unos a otros y atormentándola con toda suerte de suplicios
desde la mañana a la tarde, llegaron a fatigarse y rendirse.
Ellos mismos se confesaron vencidos sin tener a mano tortura
que aplicarle, y se maravillaban de que aún permaneciera con
aliento, tan desgarrado y traspasado estaba su cuerpo. Ellos
afirmaron que uno solo de aquellos tormentos hubiera
bastado para quitarle la vida; con mayor razón, ¡tales y
tantos! En cambio, la bienaventurada esclava, como un
valiente atleta, recobraba nuevo vigor al confesar su fe; y era
para ella alivio, refrigerio y descanso en las torturas, repetir:
"Soy cristiana y nada malo se hace entre nosotros".
El hombre de una sola respuesta
También Santo, con valor sobre toda ponderación y sobre las
fuerzas humanas, soportó todos los suplicios que le
infligieron. Los verdugos esperaban que tormentos
prolongados y crueles le arrancarían alguna palabra
blasfema; pero él los resistió con tal intrepidez que no declaró
ni su nombre propio, ni su nación, ni la ciudad de su origen, ni
su condición de libre o esclavo. A todas las preguntas él
respondía en latín: "¡Soy cristiano!". Esto confesaba en lugar
del nombre, de la ciudad y nación y de todo lo demás. Los
paganos no pudieron arrancarle ninguna otra respuesta.
El gobernador y los verdugos rivalizaron en crueldad contra él
tanto que, al no saber qué más hacerle, finalmente le
aplicaron láminas de bronce candentes sobre las partes más
sensibles del cuerpo. Sus miembros se abrasaban, pero él
seguía invicto, inflexible y firme en la confesión de la fe,
porque estaba rociado y fortalecido por la fuente celeste de
agua viva que brota de las entrañas
de Cristo. Su pobre cuerpo era prueba de los tormentos
soportados: era todo una llaga y tumefacción, dislocado y sin
forma humana.
Cristo sufría en él y lograba hechos gloriosos, aniquilando al
adversario y demostrando, para ejemplo de los demás, que
no hay nada que temer donde reina el amor del Padre, ni
doloroso donde brilla la gloria de Cristo.
Días después, volvieron a torturar a Santo con el potro. El
mártir tenía las carnes hinchadas e inflamadas, tanto que no
soportaban ni el roce de las manos, y los verdugos pensaban
vencerle aplicándole los mismos tormentos. Y si hubiera
sucumbido en los suplicios, su muerte hubiera infundido terror
a los demás. No sólo no sucedió nada; sino que, a despecho
de lo que se esperaba, su pobre cuerpo se repuso y se
enderezó en los nuevos tormentos; y el atleta recuperó su
forma normal y el uso de los miembros. Esta segunda vez, el
potro no fue para él tortura, sino, por la gracia de Cristo,
curación.
Arrepentimiento de una apóstata
Biblis era una de las mujeres que habían apostatado. El
diablo ya creía haberla definitivamente conquistado, pero
quiso asegurar aún más su condenación a través de la
blasfemia. Por eso la hizo someter a los tormentos, para
forzarla a confirmar las impiedades que se nos imputaba, ya
que hasta ahora se había mostrado débil y cobarde.
Pero, puesta en la tortura, recapacitó y despertó, por así
decir, de un profundo sueño. Esa pena temporal le recordó el
castigo eterno del infierno. Entonces desmintió los rumores
calumniosos, diciendo: "¿Cómo podrían comer niños esos
hombres, que ni siquiera pueden alimentarse con la sangre
de los animales irracionales?". Desde ese momento se
confesó cristiana y fue añadida al número de los mártires.
En las fétidas mazmorras
Gracias a Cristo y a la resistencia de los mártires, esos
tiránicos tormentos no surtieron efecto. Entonces el diablo
excogitó otras torturas. Se los encerró juntos en un oscuro
calabozo con los pies metidos en el cepo hasta el quinto
agujero y se les infligió muchos otros malos tratos que
carceleros crueles y llenos del diablo suelen aplicar a los
prisioneros.
Muchos perecieron asfixiados en las mazmorras. Fueron
aquellos a los que el Señor quiso que salieran así de este
mundo, para mostrar su gloria. En cambio, otros que habían
sido tan atrozmente martirizados que parecía no pudieran
sobrevivir, aunque se les hubieran aplicado todos los
remedios, resistieron la cárcel. Estaban destituidos de todo
humano auxilio; pero, consolados y confortados en cuerpo y
alma por el Señor, alentaban y consolaban a sus
compañeros. En fin, los últimos detenidos, cuyos cuerpos no
habían sido endurecidos por la tortura, no soportaron el
horroroso amontonamiento de la mazmorra y murieron
dentro.
Conocerás a Dios, si fueres digno
El bienaventurado Potino, que como obispo gobernaba a la
Iglesia de Lyon, tenía más de noventa años y estaba muy
enfermo. Aquejado por la enfermedad corporal, respiraba con
dificultad; pero, reconfortado por el ardor del Espíritu, ansiaba
el martirio. Él también fue arrastrado ante el tribunal. Su
cuerpo estaba quebrantado por la vejez y la enfermedad,
pero su alma estaba intacta para que en ella Cristo triunfara.
Fue conducido al tribunal por los soldados y escoltado por las
autoridades y un inmenso gentío que lanzaba gritos contra él,
como si fuera el mismo Cristo; y allí dio su estupendo
testimonio.
Preguntado por el gobernador quién era el Dios de los
cristianos, respondió: "Sí fueres digno, lo conocerás".
Entonces, lo arrastraron brutalmente y descargaron sobre él
una lluvia de golpes. Los que estaban más cerca, lo
acometieron con todo género de bofetadas y puntapiés, sin
ningún respeto por su edad; los que estaban más lejos, le
arrojaron todo lo que estaba al alcance de sus manos; y todos
hubieran creído cometer gran pecado de impiedad, si se
hubieran abstenido de ultrajarle. De esta manera pensaban
ellos vengar a sus dioses. El obispo, casi sin aliento, fue
nuevamente arrojado a la cárcel, donde dos días después
murió.
Ominoso desenlace para los apóstatas
En esta ocasión brilló de modo peculiar la providencia divina y
se manifestó la infinita misericordia de Jesús. El hecho rara
vez sucedió en nuestra comunidad, pero no es extraño a la
sabiduría de Cristo.
Los hermanos que en la primera detención negaron la fe,
fueron encarcelados al igual que los confesores y sufrieron
los mismos tormentos. Para nada les sirvió su apostasía. Los
confesores de la fe estaban en la cárcel como cristianos y
ningún otro crimen se les imputaba; mientras los apóstatas
eran acusados de homicidio y de otras infamias y sufrían dos
veces más que los otros.
Los confesores eran reconfortados por la alegría del martirio,
la esperanza de las divinas promesas, el amor a Cristo, el
espíritu del Padre; en cambio, los apóstatas eran torturados
por terribles remordimientos de conciencia hasta tal punto
que, cuando pasaban, se los podía reconocer, entre todos,
con sólo mirarles la cara.
Los mártires caminaban alegres, con rostros resplandecientes
de gloria y de gracia. Sus mismas cadenas parecían un
aderezo magnífico, como los flecos bordados de oro en el
traje de una novia. Exhalaban a su paso el buen olor de
Cristo, hasta tal punto que algunos creían que se habían
perfumado con ungüentos profanos. Los renegados, en
cambio, iban tristes, cabizbajos y cubiertos de todo tipo de
ignominias. Los mismos paganos los abrumaban con insultos,
tachándolos de miserables y cobardes, y acusándolos de
asesinos. Habían perdido el nombre honroso, glorioso y
vivificante de cristianos. Los otros, al considerar este hecho,
se sentían fortalecidos; y los que eran arrestados,
confesaban, sin vacilar, la fe, no admitiendo ni con el
pensamiento las argucias diabólicas.
Corona de flores polícromas
Después de tantos sufrimientos, los confesores salieron de
este mundo a través de diversas formas de martirio. Con
flores de toda especie y de todo color, tejieron una corona
única que ofrendaron al Padre. Era justo que aquellos
valerosos atletas, después de tantos combates y brillantes
triunfos alcanzaran la gloriosa corona de la inmortalidad.
Maturo, Santo, Blandina y Atalo fueron expuestos a las fieras
para público espectáculo y solaz de los desalmados paganos,
ya que se dio un día de combate a costa de los nuestros.
Maturo y Santo, como si nada hubieran sufrido antes,
soportaron en el anfiteatro toda suerte de torturas; o, más
bien, después de vencer al adversario en combates parciales,
libraban ahora el último por la corona misma.
De nuevo debieron padecer los mismos suplicios: los
latigazos, las mordeduras de las fieras que los arrastraban
por el suelo y todo lo que el vulgo enfurecido pedía a gritos.
El último tormento fue la parrilla al rojo vivo sobre la que se
achicharraban los cuerpos despidiendo olor de carne
quemada.
Sin embargo, ni aun así se saciaba aquella chusma; más
bien, se enfurecía más y más. Ellos querían vencer la
resistencia de los mártires. Pero no pudieron arrancar a Santo
sino la confesión de fe que repetía desde el principio: ¡soy
cristiano! Estos dos, a pesar del largo combate sostenido, aún
seguían con vida, y finalmente fueron degollados. Aquel día,
ellos solos reemplazaron los variados juegos de los
gladiadores y sirvieron de espectáculo al mundo.
Blandiría, la animadora
Blandina, durante ese tiempo, estaba colgada de un poste,
para ser presa de las fieras lanzadas contra ella. Al verla
colgada en forma de cruz y en fervorosas oraciones, los
ánimos de los combatientes se reconfortaban mucho, ya que,
en medio del combate, contemplaban en su hermana, aun
con los ojos del cuerpo, a Cristo que murió crucificado por su
salvación y para asegurar a los creyentes que todo el que
padeciera por la gloria de Cristo, tendrá eterna comunión con
el Dios viviente.
Ninguna fiera tocó por entonces a Blandina; por eso fue
bajada del poste, conducida nuevamente a la cárcel y
reservada para otro combate. La victoria, lograda en muchas
escaramuzas, debía hacer definitiva la derrota de la pérfida
serpiente y reforzar a sus hermanos. Ella, la pequeña, la débil
y la despreciable, estaba revestida de la fortaleza del gran e
invencible atleta, Cristo; venció en numerosos combates al
enemigo y se coronó por último con la corona de la
inmortalidad.
Atleta entrenado
Atalo, muy conocido en toda la ciudad, fue reclamado a
grandes gritos por el populacho y entró en el anfiteatro
adiestrado y sostenido por el testimonio de su conciencia. Se
había ejercitado en la práctica de la disciplina cristiana y
había sido siempre para nosotros un testigo de la verdad.
Debió dar la vuelta al anfiteatro con un letrero por delante
escrito en latín: "Este es Atalo, el cristiano".
Mientras el pueblo lanzaba gritos furiosos contra él, el
gobernador, al saber que Atalo era ciudadano romano,
ordenó que se le condujera a la cárcel con los demás, mandó
un informe al César y aguardó su respuesta.
El gran seno de la madre Iglesia
Este intervalo no fue inútil ni sin fruto para los prisioneros;
sino que, por el mérito de su resistencia, se puso de
manifiesto la infinita misericordia de Cristo. Los vivos
comunicaron su vida a los muertos y los confesores
comunicaron su gracia a los no confesores. Para la Iglesia,
virgen y madre, fue motivo de gran gozo recibir otra vez vivos
a los que había abortado como muertos. Gracias a los
confesores, los apóstatas, en su mayor parte, retornaron a la
fe, fueron otra vez concebidos (en el seno de la Iglesia),
retomaron el calor vital, aprendieron a confesar su fe y, llenos
de vida y vigor, se dirigieron al tribunal. Dios, que no quiere la
muerte del pecador sino su conversión, los sostenía mientras
de nuevo eran llevados delante del gobernador para ser
interrogados.
Por fin, el emperador había contestado con un rescripto
ordenando que los obstinados en la confesión sufrieran el
suplicio final, y los renegados fueran puestos en libertad.
Mientras tanto, habían comenzado las grandes fiestas, a las
que acude una muchedumbre enorme de todas las naciones.
El gobernador quiso que la presentación de los
bienaventurados mártires a su tribunal fuera organizada como
una función teatral para servir de espectáculo para la gente.
Hubo, pues, nuevo interrogatorio y se dio sentencia de
decapitar a los ciudadanos romanos y arrojar a los demás a
las fieras.
Entonces la gloria de Cristo brilló de manera singular en los
que antes habían negado la fe y que ahora, en contra de las
suposiciones de los paganos, la confesaron. Los habían
interrogado aparte, prometiéndoles la libertad; pero ellos
confesaron la fe y fueron agregados al destino de los
mártires.
Sólo quedaron excluidos los que no habían conocido ni rastro
de fe, ni respeto por su vestidura nupcial (el bautismo), ni idea
del temor de Dios. Estos hijos de la perdición, con su
conducta, habían maldecido el Camino. En cambio, todos los
otros fueron incorporados a la Iglesia.
Dios no tiene nombre...
Durante el interrogatorio, estaba presente un tal Alejandro,
frigio de origen y médico de profesión. Ya se había
establecido desde hacía muchos años en las Galias y era
conocido por casi todo el mundo por su amor a Dios y su celo
por predicar la fe, ya que tenía el carisma del apostolado.
Estando cerca del tribunal, animaba por señas a los mártires
a confesar la fe, dando la impresión a los que rodeaban el
tribunal, de estar sufriendo dolores de parto.
La chusma, que ya estaba irritada porque los que antes
habían renegado ahora habían confesado, protestó a gritos
contra Alejandro haciéndole responsable de esas
retractaciones. El gobernador le hizo comparecer y le
preguntó quién era. Alejandro contestó: "Un cristiano".
Arrebatado por la ira, el gobernador lo condenó a las fieras.
Al día siguiente, Alejandro entraba en el anfiteatro junto con
Atalo, pues el gobernador, para complacer al gentío, entregó
de nuevo a Atalo a las fieras. Los dos sufrieron toda suerte de
suplicios y, después de sostener durísimo combate, fueron
degollados.
Alejandro no soltó un gemido ni una palabra de queja, sino
que, recogido en su corazón, conversaba con Dios. Atalo fue
puesto sobre una parrilla al rojo vivo. Al achicharrarse y al
despedir su cuerpo olor de grasa quemada, habló así al
pueblo: "Verdaderamente, lo que están haciendo ustedes,
eso sí que es comer hombres. Nosotros no comemos a nadie
ni hacemos mal alguno". Le preguntaron el nombre de su
Dios y el mártir contestó: "Dios no tiene nombre, como lo
tiene el hombre".
Jubilosa y exultante ante la muerte
Después de todas estas ejecuciones, el último día de los
combates de los gladiadores, Blandina fue llevada otra vez al
anfiteatro junto con Póntico, un muchacho de quince años.
Los dos, en los días anteriores, habían sido conducidos allí
para que vieran los suplicios de sus compañeros. Querían
obligarlos a jurar por los ídolos. Como ellos permanecían
firmes y despreciaban semejantes simulacros, la turba se
enfureció contra ellos y, sin consideración alguna por la edad
del muchacho ni por la debilidad propia de la mujer, los
sometieron a toda clase de torturas y los hicieron pasar por
todo el ciclo de suplicios. Trataban de arrancarles el
juramento, pero sin lograrlo jamás.
Póntico, animado por su hermana -los mismos paganos se
dieron cuenta de que ella le incitaba y alentaba- después de
sufrir valientemente las torturas, exhaló el espíritu.
La bienaventurada Blandina quedó como la última de todos.
Como noble madre que ha exhortado a sus hijos y, delante de
si, los ha enviado vencedores al rey, sufrió ella también las
mismas torturas que sus hijos, ansiosa por seguirlos, jubilosa
y exultante ante la muerte, como si fuera convidada a un
festín de bodas y no condenada a las fieras.
Después de los azotes, de las dentelladas de las fieras y de
la parrilla candente, fue encerrada en una red y expuesta a un
toro que la lanzó varias veces al aire. Pero ella no advertía lo
que se le hacía: seguía su diálogo con Cristo, viviendo la
esperanza y el anticipo de los bienes prometidos. Finalmente
fue degollada. Los mismos paganos tuvieron que confesar
que entre ellos jamás mujer alguna había soportado tan
numerosos y crueles suplicios.
La última infamia
Tampoco esto bastó para saciar su saña y crueldad contra los
santos. Excitadas por la bestia feroz,
estas tribus salvajes y bárbaras difícilmente se calmaban.
Esta vez su furor se cebó en los cuerpos de los mártires. La
vergüenza de la derrota no los desarmó de ninguna mañera,
ya que parecían incapaces de sentimientos humanos; antes
bien, crecía su furor como el de una fiera. Gobernador y
populacho rivalizaban en odio injusto contra nosotros, para
que se cumpliera la Escritura: El inicuo sea más inicuo y el
justo más justo (Apoc 22, 11).
Arrojaron a los perros los cadáveres de los que habían
muerto asfixiados en la cárcel, montando noche y día guardia
para impedirnos que los sepultáramos. Igualmente
expusieron al aire libre lo que el fuego y las fieras habían
dejado: aquí pedazos desgarrados, allí huesos carbonizados.
De los decapitados, fueron dejados sin sepultura las cabezas
y los troncos, bajo la vigilancia de los soldados, durante
varios días.
A su vista, los unos rugían de rabia y rechinaban los dientes
contra los mártires y hubieran querido que se les aplicara
castigos aún más terribles. Los otros se mofaban y
chanceaban, mientras glorificaban a sus ídolos, a los que
atribuían el castigo de los confesores. También había gente
más moderada que parecía tenernos compasión, aunque nos
agraviaran grandemente, pues decían: "¿Dónde está su
Dios? ¿Para qué les sirvió esta religión que ellos prefirieron a
su propia vida?". Tal era el abanico de opiniones y actitudes
de parte de los paganos.
En odio a la resurrección
Nosotros estábamos sumidos en el mayor dolor por no poder
sepultar los cadáveres. No pudimos aprovechar de la noche
ni sobornar a los guardias con dinero, ni conmoverlos con
nuestras súplicas. Ellos tomaban sus precauciones, como si
tuvieran gran interés en dejarlos sin sepultura.
Los cuerpos de los mártires fueron objeto de toda suerte de
ultrajes y durante seis días estuvieron al aire libre. Luego,
fueron quemados y reducidos a cenizas que los desalmados
arrojaron al río Ródano, que corre cerca de allí, para cancelar
incluso sus rastros sobre la tierra.
Los paganos creían triunfar contra Dios y privar a los mártires
de la resurrección. Es menester, decían, quitarles aun la
esperanza de la resurrección. A causa de esta creencia,
introducen entre nosotros una religión nueva y extranjera,
desprecian las torturas y afrontan gozosamente la muerte.
Vamos a ver ahora si resucitan y si su Dios puede auxiliarlos
y librarlos de nuestras manos.
El "mártir" fiel y verdadero
Todos estos confesores se esforzaron por imitar a Cristo,
quien, siendo de condición divina, no tuvo por rapiña ser igual
a Dios y, sin embargo, se anonadó a sí mismo (Flp 2, 6). Ellos
alcanzaron una gloria muy alta no sufriendo uno o dos
martirios, sino muchos. Pasaron de las fieras a la cárcel y
llevaron en su cuerpo las quemaduras, las mordeduras y las
llagas. No obstante eso, no osaban proclamarse mártires ni
nos permitían darles ese título. Si por escrito o de palabra nos
atrevíamos a llamarlos mártires, nos lo reprendían
severamente.
De buena gana ellos reservaban el título de mártir de Cristo,
el testigo fiel y verdadero, el primogénito entre los muertos y
autor de la vida divina. Hacían también memoria de los
confesores salidos ya de este mundo y decían: "Aquellos sí
que son mártires, pues Cristo se dignó llevarlos de la
confesión al cielo y selló su testimonio con la muerte.
Nosotros no somos más que pobres y humildes confesores".
Al mismo tiempo, suplicaban con lágrimas a los hermanos
para que oraran fervorosamente por su perseverancia final.
Ellos mostraron por las obras la fuerza del martirio,
manifestando a los paganos gran libertad de palabra y
testificando su nobleza de alma mediante la paciencia, la
valentía y la intrepidez. Pero ante sus hermanos rechazaban
el título de mártires, ya que estaban llenos del temor de Dios.
Ellos se humillaban bajo la poderosa mano de Dios, que
ahora los ha exaltado. Excusaban a todos y no condenaban a
nadie, a todos desataban y a nadie ataban. Ellos oraban por
sus verdugos, como
Esteban, el primer mártir o mártir perfecto: Señor, no les
imputes este pecado (Hech 7,60). Si así oraba por los que lo
apedreaban, ¡cuánto más por sus hermanos!
El más recio combate que tuvieron que sostener, fue contra el
diablo, movidos por su auténtica caridad, pisando el cuello de
la antigua serpiente, la obligaron a restituir la presa que se
disponía a devorar. Respecto de los caídos, no obraron con
altanería ni desdén; sino que con entrañas de madre
distribuyeron a los necesitados lo que ellos tenían en
abundancia. Derramando copiosas lágrimas al Padre,
pidieron la vida y el Padre se la dio. Ellos la repartieron entre
sus prójimos y marcharon a Dios con una victoria sin tacha.
Amaron siempre la paz y nos la recomendaron, y en paz se
encaminaron a la presencia de Dios. No fueron causa de
dolor para la madre, ni de discordia para los hermanos, sino
que dejaron como herencia la alegría, la concordia y el amor.
Hemos consignado aquí, no sin provecho, los testimonios del
afecto de aquellos bienaventurados mártires hacia sus
hermanos caídos, para enseñanza de los que posteriormente
adoptaron una actitud inhumana y cruel, portándose sin
consideración alguna con los miembros de Cristo.
Noble libertad de espíritu
Alcibíades, uno de los mártires, llevaba una vida dura y
mortificada, viviendo sólo de pan y agua. Como en la cárcel
quisiera seguir el mismo régimen, después de su primer
combate en el anfiteatro, le fue revelado a Atalo que
Alcibíades no obraba bien al no querer usar de las criaturas
de Dios y era ocasión de escándalo para los demás. Al punto
obedeció Alcibíades, y en adelante usó sin distinción de todos
los alimentos, dando gracias al Señor. Ellos no se cerraban a
la visita de la gracia de Dios, sino que en todo seguían las
mociones del Espíritu Santo.
Martirio de los santos escilitanos
(En Scillium, pequeña localidad de África, año 180)
Siendo cónsules Presente, por segunda vez, y Claudiano,
dieciséis días antes de las calendas de agosto, en Cartago,
llevados al despacho oficial del procónsul Esperato, Nartzalo
y Citino, Donata, Segunda y Vestia, el procónsul Saturnino les
dijo:
—Podéis alcanzar el perdón de nuestro señor, el emperador,
con solo que volváis a buen discurso.
Esperato dijo:
—Jamás hemos hecho mal a nadie; jamás hemos cometido
una iniquidad, jamás hablamos mal de nadie, sino que hemos
dado gracias del mal recibido; por lo cual obedecemos a
nuestro Emperador.
El procónsul Saturnino dijo:
—También nosotros somos religiosos y nuestra religión es
sencilla. Juramos por el genio de nuestro señor, el
emperador, y hacemos oración por su salud, cosas que
también debéis hacer vosotros.
Esperato dijo:
—Si quisieras prestarme tranquilamente oído, yo te explicaría
el misterio de la sencillez.
Saturnino dijo:
—En esa iniciación que consiste en vilipendiar nuestra
religión, yo no te puedo prestar oídos; más bien, jurad por el
genio de nuestro señor, el emperador.
Esperato dijo:
—Yo no conozco el Imperio de este mundo, sino que sirvo a
aquel Dios a quien ningún hombre vio ni puede ver con estos
ojos de carne. Por lo demás, yo no he hurtado jamás: si algún
comercio ejercito, pago puntualmente los impuestos, pues
conozco a mi Señor, Rey de reyes y Emperador de todas las
naciones.
El procónsul Saturnino dijo a los demás:
—Dejaos de semejante persuasión.
Esperato dijo:
Mala persuasión es la de cometer un homicidio y la de
levantar un falso testimonio.
El procónsul Saturnino dijo:
—No queráis tener parte en esta locura.
Citino dijo:
Nosotros no tenemos a quien temer, sino a nuestro Señor
que está en los cielos.
Donata dijo:
—Nosotros tributamos honor al César como a César; mas
temer, sólo tememos a Dios.
Vestia dijo:
Soy cristiana.
Segunda dijo:
Lo que soy, eso quiero ser.
Saturnino procónsul dijo a Esperato:
—¿Sigues siendo cristiano?
Esperato dijo:
Soy cristiano.
Y todos lo repitieron a una con él.
El procónsul Saturnino dijo:
—¿No queréis un plazo para deliberar?
Esperato dijo:
En cosa tan justa, huelga toda deliberación.
El procónsul Saturnino dijo:
—¿Qué lleváis en esa caja?
Esperato dijo:
Unos libros y las cartas de Pablo, varón justo.
El procónsul Saturnino dijo:
—Os concedo un plazo de treinta días, para que reflexionéis.
Esperato dijo de nuevo:
—Soy cristiano.
Y todos asintieron con él.
El procónsul Saturnino leyó de la tablilla la sentencia:
Esperato, Nartzalo, Citino, Donata, Vestia, Segunda y los
demás que han declarado vivir conforme a la religión
cristiana, puesto que habiéndoseles ofrecido facilidad de
volver a la costumbre romana se han negado
obstinadamente, sentencio que sean pasados a espada.
Esperato dijo:
—Damos gracias a Dios.
Nartzalo dijo:
—Hoy estaremos como mártires en el cielo. ¡Gracias a Dios!
El procónsul Saturnino dio orden al heraldo que pregonara: —
Esperato, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio ,
Jenaro, Generosa, Vestia, Donata, Segunda, están
condenados al último suplico.
Todos, a una voz, dijeron:
¡Gracias a Dios!
Y en seguida fueron degollados por el nombre de Cristo.
Martirio de san Apolonio
(en Roma, 21 de abril del año 183)
Apolonio era un hombre de gran cultura y había asimilado
profundamente las enseñanzas del divino Maestro. Su
martirio es, más bien, un relato doctrinal en el que brilla su
APOLOGÍA. Es una disputa esclarecedora de alto nivel, que
debía terminar en la libertad del acusado; pero, como el juez
tenía el cuchillo por el mango, el desenlace será trágico,
aunque muy honroso para el mártir. Poseemos cuatro
recensiones con algunas divergencias, pero de poco peso.
Primer interrogatorio
Apolonio fue llevado ante el tribunal y Perenne lo interrogó:
"Apolonio, ¿eres cristianó?".
Apolonio: "Sí, soy cristiano. Por eso honro y temo al Dios que
hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos".
Perenne: "Créeme, Apolonio, rectifícate y jura por la fortuna
de nuestro señor, el emperador Cómodo".
Apolonio: "Escúchame serenamente, Perenne. Quisiera hacer
delante de ti mi defensa de manera seria y según las leyes. El
que cambia de idea acerca de los justos, santos y admirables
mandamientos de Dios, es un hombre culpable, criminal y con
razón puede ser llamado ateo. En cambio, el que se aparta
de toda injusticia y maldad, de la idolatría y de todo mal
pensamiento, y evita las ocasiones de pecado y de ninguna
manera se vuelve hacia ellas, ése es un hombre justo.
Créeme, Perenne, y fíate de mi defensa. Estos hermosos y
magníficos mandamientos nosotros los hemos aprendido del
Verbo de Dios, que escudriña todos los pensamientos de los
hombres.
Además, él nos ha mandado no jurar en absoluto, sino decir
siempre la verdad. Afirmar la verdad en un solo 'sí' es un gran
juramento. Por eso, jurar es vergonzoso para un cristiano. De
la mentira nace la desconfianza y de la desconfianza nace el
juramento. De todas maneras, ¿quieres que jure que
honramos al emperador y oramos por su imperio? Con mucho
gusto lo juraría en el nombre del Dios verdadero, el que es, el
eterno, y no fabricado por manos de hombres, ya que fue él
quien constituyó a un hombre para reinar sobre los demás
hombres de la tierra".
Perenne: "Haz lo que te digo, Apolonio, y rectifícate. Sacrifica
a los dioses y a la imagen del emperador Cómodo".
Apolonio, sonriendo: "Ya me he explicado, Perenne, sobre
dos puntos: el cambio de ideas y el
juramento. Escúchame ahora sobre el sacrificio. Tanto yo
como todos los cristianos ofrecemos un sacrificio incruento e
inmaculado al Dios omnipotente que reina en el cielo, en la
tierra y en todo lo que respira. Este sacrificio de oraciones lo
ofrecemos, en particular, por los hombres, creados a imagen
espiritual y racional de Dios y constituidos por su providencia
para reinar sobre la tierra. Por esto, conformándonos a un
justo mandamiento, oramos a diario al Dios que habita en los
cielos por el emperador Cómodo, que reina en este mundo.
Nosotros sabemos muy bien que el emperador reina sobre la
tierra, no por voluntad humana, sino únicamente por designio
del Dios invencible, cuyo poder abarca el universo".
Perenne: "Te doy un día de plazo, Apolonio, para reflexionar
sobre ti mismo y tu destino".
Segundo interrogatorio
Tres días después, Perenne ordenó que Apolonio fuera
nuevamente conducido ante el tribunal. Estaban presentes
muchos senadores, consejeros y grandes sabios. Después de
haber dado orden de que se le llamara, dijo: "Léanse las
actas de Apolonio".
Terminada la lectura, Perenne preguntó: "¿Qué decisión
tomaste, Apolonio?".
Apolonio: "Permanecer fiel a Dios, como lo has previsto y
hecho constar en las actas".
Perenne: "En atención al decreto del senado, te aconsejo que
cambies de idea y veneres y adores a los mismos dioses que
todos nosotros veneramos y adoramos, y vivas con nosotros".
Apolonio: "Conozco el decreto del senado, Perenne, pero,
justamente, venero a Dios para no venerar a ídolos labrados
por manos humanas. Por eso jamás adoraré ni oro, ni plata,
ni bronce, ni hierro, ni dioses de madera ni de piedra, que son
dioses de falso nombre, ya que ni ven ni oyen. Ellos son
obras de obreros, orfebres y torneros; esculturas de mano
humana, que no pueden moverse por sí mismas.
En cambio, Perenne, yo sirvo al Dios del cielo, que infundió
en todos los hombres un alma viva y, a diario, mantiene a
todos en vida.
Jamás me rebajaré, Perenne, ni me postraré a los pies de
estas miserias, porque es vergonzoso adorar lo que es igual
al hombre, e, incluso, es inferior a los demonios.
Los hombres desgraciados pecan cuando adoran lo que es
materia: un ídolo tallado en una piedra fría, un leño seco, un
metal inerte o huesos muertos. ¡Qué locura en tal extravío! La
misma locura la cometen los egipcios adorando, entre
muchas cosas abominables, la palangana de los pies (del rey
Amasis). ¡Qué ridiculez en esta falta de educación! Los
atenienses, hasta el día de hoy, veneran el cráneo de un
buey de bronce y lo denominan "fortuna de los atenienses"; y
así no les queda lugar para orar a sus propios dioses. Sin
duda, todas estas cosas acarrean daño a las almas que creen
en ello.
"¿Qué diferencia pasa entre esos ídolos y algún pedazo de
cerámica o de teja seca? Dirigen sus oraciones a imágenes
de demonios que no entienden nada, como si entendieran, y
que no pueden reclamar nada ni acordarse de nada. Su
apariencia es un engaño. Tienen oídos y no oyen, ojos y no
ven, manos y no palpan, pies y no caminan. Su apariencia no
altera la realidad. Me parece que Sócrates se burlaba de los
atenienses, cuando juraba por el plátano, árbol de los
campos.
En segundo lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando
adoran vegetales: la cebolla y el ajo -los dioses de los
habitantes de Peluso-. Todo ello va al vientre y pasa a la
letrina.
En tercer lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando
adoran animales, como el pez y la paloma; y, entre los
egipcios, el perro y el mono cabeza de perro, el cocodrilo y el
buey, el áspid y el lobo, que son otros tantos símbolos de sus
costumbres.
En cuarto lugar, los hombres pecan contra el cielo, cuando
adoran a seres dotados de razón, es
decir, hombres transformados en demonios maléficos.
Llaman dioses a los que fueron antes hombres, como lo
atestigua su misma mitología. Dicen que Dióniso fue
despedazado, Hércules quemado vivo, Zeus sepultado en
Creta. Procuran explicar los nombres de los dioses a través
de fábulas, y éstas a través de los nombres. De toda esta
impiedad, yo no quiero saber nada".
Perenne: "Apolonio, el decreto del senado dice tajantemente:
'Que no haya cristiano'".
Apolonio: "Ciertamente, pero el decreto de Dios no puede ser
invalidado por un decreto de los hombres. Por esto, cuando
más matan ustedes injustamente y sin verdadero juicio a
hombres inocentes que creen en él, tanto más Dios
acrecentará su número. Quiero que sepas una cosa,
Perenne: para emperadores, senadores y poderosos de la
tierra, para ricos y pobres, para libres y esclavos, para
grandes y pequeños, para sabios e ignorantes, Dios ha
establecido una sola muerte y, después de la muerte, para
todos llegará el juicio.
Pero los modos de morir son diferentes. Por esto, entre
nosotros, los discípulos del Verbo mueren diariamente a los
placeres, mortificando sus concupiscencias con la austeridad
y viviendo según los mandamientos de Dios. Créenos de
veras, Perenne, pues no mentimos. En nuestra vida, no se da
el más mínimo desenfreno sin que sea castigado.
Desterramos de nuestros ojos toda vista lúbrica y de nuestros
oídos toda palabra impúdica para conservar puros nuestros
corazones.
Habiendo elegido tal tenor de vida, no tenemos por cosa
difícil morir por el Dios verdadero. Lo que somos, por Dios lo
somos. Por esto, lo soportamos todo con paciencia, para no
morir de mala muerte. En fin, ora vivamos, ora muramos,
somos del Señor (Rom 14, 8). Por otra parte, una disentería o
una fiebre pueden a menudo quitar la vida. Si yo muero,
pensaré que una de estas enfermedades me ha atacado.
El Verbo de Dios, Maestro de vida
Perenne: "Con estas ideas, Apolonio, ¿sientes gusto en
morir?".
Apolonio: "Amo la vida, Perenne; y, sin embargo, el amor a la
vida no me hace temer la muerte. Ciertamente, no hay nada
más precioso que la vida; pero yo hablo de la vida eterna, que
es la inmortalidad del alma que vivió santamente en esta
vida".
Perenne: "No comprendo lo que dices, ni entiendo de qué ley
(= religión) quieres darme noticia".
Apolonio: "¿Cómo podrían comunicarse nuestras almas? ¡Tú
comprendes tan poco de las maravillas de la gracia! La
verdad del Señor llega solamente al alma que ve, como la luz
a los ojos sanos. Es inútil hablar a los que no pueden
comprender, como es inútil la luz para los ciegos".
Entonces un filósofo cínico intervino: "Apolonio, búrlate de ti
mismo, pues estás desvariando, aunque te creas muy
instruido".
Apolonio: "Yo aprendí a orar, no a burlarme de nadie. Tu
intervención delata la ceguera de tu corazón, a pesar de los
vanos discursos que nos podrías hacer. Cuando uno ve en la
verdad una burla, quiere decir que no comprende nada".
Perenne: "Nosotros también sabemos que el Verbo de Dios
es el creador tanto del alma como del cuerpo de los justos y
que es el maestro que habló y enseñó cómo agradar a Dios".
Apolonio: "Ese Verbo es nuestro salvador Jesucristo, nacido
como hombre en Judea. Era justo en todas las cosas y
colmado de sabiduría divina. Por amor a los hombres, nos
hizo conocer al Dios del universo y nos señaló el ideal de
virtud conveniente a nuestras almas para una vida santa. Por
su pasión, puso fin a la tiranía del pecado.
Nos enseñó a domar nuestras pasiones, moderar las
apetencias, disciplinar los placeres, cortar de raíz nuestras
tristezas, poner en común con los demás, fomentar la
caridad, evitar la vanagloria, no buscar la venganza por las
injurias; por respeto a la justicia, no temer la muerte; no
perjudicar a
nadie, sino soportar a los que nos perjudican; obedecer su
ley, honrar al emperador, adorar al Dios único e inmortal,
creer en la inmortalidad del alma, aguardar el juicio después
de la muerte y, después de la resurrección, esperar la
recompensa de la virtud que Dios prometió a los que vivan
piadosamente.
Estas son las terminantes enseñanzas de Cristo, quien nos
dio grandes pruebas demostrativas. Con ello adquirió gran
fama de virtud, pero se atrajo también el odio de los
ignorantes, como aconteció a los justos y filósofos antes de
él. En efecto, los justos son molestos a los injustos. Según la
Escritura, los insensatos claman injustamente: Arrojemos a la
cárcel al justo, porque nos es molesto (Is 3, 10).
Igualmente, entre los griegos, se citan estas palabras del
filósofo Platón: 'El justo será azotado, torturado, encarcelado;
le quemarán los ojos; y, después de todos estos tormentos, lo
clavarán en un palo' (Rep. 11, 361).
Como los sicofantes atenienses hicieron condenar
injustamente a Sócrates, engañando al pueblo, así entre
nosotros algunos hombres malvados, después de haberlo
detenido, hicieron condenar a muerte a nuestro maestro y
salvador.
Lo mismo sucedió a los profetas que predijeron muchas
maravillas acerca de él: que vendría un hombre muy justo y
santo, que haría el bien a todos los hombres para llevarlos a
la virtud y los persuadiría a dar culto al Dios del universo. A
este Dios nosotros lo honramos con fervor, porque de él
hemos aprendido santos mandamientos que ignorábamos y
así ya no estamos en el error.
Con todo, como ustedes dicen, aunque fuere errónea nuestra
fe en la inmortalidad del alma, en el juicio después de la
muerte, en la recompensa de la virtud el día de la
resurrección y en un Dios juez; con gozo sobrellevaríamos
esta ilusión, porque de ella hemos aprendido a vivir bien y
esperar en los bienes venideros, a pesar de los males
presentes que sufrimos".
Perenne: "Pensaba, Apolonio, que en adelante ibas a cambiar
de idea y dar culto a nuestros dioses".
Apolonio: "Y yo esperaba que ibas a tener pensamientos
religiosos y que los ojos de tu alma serían iluminados por mi
apología y que tu espíritu daría frutos y que adorarías al Dios
creador del universo y que a él, diariamente, elevarías tus
oraciones con limosnas y actos de caridad, como sacrificio
incruento y puro".
Perenne: "Quisiera ponerte en libertad, Apolonio, pero me lo
impide el decreto del emperador Cómodo. Sin embargo,
quiero tratarte humanamente en el suplicio". Y dio orden de
que se le decapitara.
Apolonio, de sobrenombre Saqueas, dijo: "Doy gracias a mi
Dios, oh procónsul Perenne, junto con todos los que
confiesan al Dios omnipotente y a su unigénito hijo Jesucristo
y al Espíritu Santo, por esta sentencia tuya que para mi es
salvadora".
Este fue el glorioso remate del martirio que tuvo, con alma
sobria y corazón fervoroso, este luchador santísimo, llamado
también Saqueas. Hoy brilló el día señalado en que, después
de combatir con el maligno, recibió el premio de la victoria.
¡Ea, pues, hermanos! Fortifiquemos nuestras almas para la fe
a través de sus gloriosas hazañas y constituyámonos
amadores de tanta gracia, por la misericordia y gracia de
nuestro Señor Jesucristo, con el cual y con el Espíritu Santo
sean a Dios Padre la gloria y el poder por los siglos de los
siglos. Amén.
El beatísimo Apolonio, apodado Saqueas, sufrió el martirio
once días antes de las calendas de mayo, según los
romanos; según los asiáticos, el mes octavo; según nosotros,
bajo el reinado de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la
gloria por los siglos.
Martirio de santa Potamiana y san Basílide
(en Alejandría, hacia el año 202)
El ilustre historiador Eusebio de Cesarea, en un viaje a
Alejandría de Egipto, pudo admirar la agesta de san
Leónidas, el genio de Orígenes y el fervor de esa Iglesia, y
con pluma galana destacó esas glorias. Entre sus relatos
sobresale el martirio de santa Potamiana, esclava, tan bella
de cuerpo como de alma, cuyos ejemplos y oraciones
lograron la conversión del pagano Basílide.
Flor de hermosura
Basílide fue el séptimo de los discípulos de Orígenes que
murió mártir. Era soldado y condujo al suplicio a la
celebérrima Potamiana, sobre la que los naturales de la
comarca cantan largos relatos hasta el presente.
Potamiana resplandecía, junto con el esplendor del alma, por
la hermosura del cuerpo en la flor de la juventud. Para
conservar su pureza y virginidad en que se distinguía, tuvo
que sostener innumerables combates contra pretendientes
locamente enamorados. Soportó torturas espantosas y
espeluznantes y, finalmente, murió quemada viva junto con
su madre Marcela.
He aquí los detalles del martirio.
El juez Aquilas la sometió en todo su cuerpo a terribles
torturas; luego, la amenazó con entregarla a los gladiadores
para que la deshonrasen.
La joven se recogió interiormente por breve rato y, luego, le
preguntaron qué resolución tomaba. Ella, según se dice, dio
tal respuesta que los paganos juzgaron que había hablado
impíamente. A su respuesta siguió inmediatamente la
sentencia.
Basílide, uno de los soldados encargados de los condenados,
la tomó y la llevó al lugar del suplicio. El populacho trataba de
molestar a la virgen cristiana, insultándola con dichos
obscenos. Pero Basílide lo impedía, rechazando a los
contumeliosos y manifestando a Potamiana gran piedad y
humanidad.
Conmovida por esa simpatía, la joven exhortó al alguacil a
tener buen ánimo y le prometía que, apenas saliera de este
mundo, le alcanzaría gracia de su Señor y no tardaría en
pagarle lo que por ella había hecho. Dicho esto, le
derramaron pez derretida en todo el cuerpo, lentamente y en
pequeñas dosis. Ella sufrió noblemente el suplicio al que la
sometieron.
Tal fue el combate sostenido por la celebérrima virgen.
Una corona sobre la cabeza
Basílide no tuvo que aguardar mucho tiempo su recompensa.
Sus compañeros de armas le pidieron que prestara juramento
en un proceso; pero él afirmó que de ninguna manera le
estaba permitido jurar, pues era cristiano y públicamente lo
confesaba. Ellos creyeron que hablaba en broma; pero, al
persistir en ello, fue conducido ante el juez, delante del cual
repitió su negativa a jurar y su confesión de fe. Por esto fue
arrojado a la cárcel.
Sus hermanos en Dios lo visitaban y le preguntaban el motivo
de tan súbita y maravillosa conversión. El respondió que
Potamiana se le había aparecido tres días después del
martirio y le había colocado una corona sobre la cabeza. Le
dijo que había pedido gracia por él al Señor y que éste se la
había otorgado, y que, en fin, vendría pronto a buscarlo.
Poco más tarde, los hermanos le dieron parte en el sello del
Señor, o sea, el bautismo. Al día siguiente, fue decapitado
como un glorioso mártir del Señor.
Martirio de las santas Perpetua y Felicidad
(7 de marzo del año 203)
El relato de este martirio es uno de los más estremecedores
de la historia y uno de los testimonios más admirables y más
puros que nos haya legado la antigüedad cristiana. La joven
Perpetua sobresale por sus altas prendas, por su patética
actuación frente a su padre pagano, por su empuje y por su
grandeza moral. Las visiones y los sueños dan un matiz
bíblico y profético al drama. El valor del relato es excepcional,
ya que en parte ha sido redactado por los mismos
protagonistas y, más adelante, recopilado por un testigo
ocular. Todo el drama se desarrolló en la ignorada aldea
africana de Teburba, a treinta kilómetros de Cartago.
Prólogo
Los antiguos ejemplos de fe, que manifiestan la gracia de
Dios y fomentan la edificación del hombre, se pusieron por
escrito para que su lectura, al evocarlos, sirva para honra de
Dios y consuelo del hombre. Pues bien, ¿por qué no poner
por escrito también las nuevas hazañas que presentan las
mismas ventajas?
Un día, también estos hechos llegarán a ser antiguos y
necesarios a la posteridad, aunque al presente gocen de
menor autoridad a causa de la veneración que favorece lo
antiguo.
El poder del único Espíritu Santo es siempre idéntico. Por
esto, ¡que abran bien los ojos los que valoran ese poder
según la cantidad de años! Más bien, habría que tener en
más alta estima los nuevos hechos como pertenecientes a los
últimos tiempos, para los cuales está decretada una
superabundancia de gracia. En los últimos días, dice el
Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres y
profetizarán sus hijos y sus hijas; los jóvenes verán visiones y
los ancianos tendrán sueños proféticos (Hech 2,17).
Por eso nosotros, que aceptamos y honramos como
igualmente prometidas las profecías y las nuevas visiones,
ponemos también las otras manifestaciones del Espíritu
Santo entre los documentos de la Iglesia, a la que el mismo
Espíritu fue enviado para distribuir todos sus carismas, en la
medida en que el Señor los distribuye a cada uno de
nosotros.
Es, pues, necesario poner por escrito todas estas maravillas y
difundir su lectura para gloria de Dios. De ese modo nuestra
fe, débil y desalentada, no debe creer que sólo los antiguos
han recibido la divina gracia, tanto en el carisma del martirio
como de las revelaciones. Dios cumple siempre sus
promesas, para confundir a los incrédulos y sostener a los
creyentes.
Por esto, queridos hermanos e hijitos, cuanto hemos oído y
tocado con la mano, se lo anunciamos para que ustedes, que
asistieron a los sucesos, recuerden la gloria del Señor; y los
que los conocen de oídas, entren en comunión con los santos
mártires y, por ellos, con el Señor Jesucristo, a quien sean la
gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.
El arresto
Fueron arrestados los jóvenes catecúmenos Revocato y
Felicidad, su compañera de esclavitud, Saturnino y
Secúndulo. Entre ellos se hallaba también Vibia Perpetua, de
noble nacimiento, esmeradamente educada y brillantemente
casada. Perpetua tenía padre y madre y dos hermanos (uno,
catecúmeno como ella) y un hijo de pocos meses de vida.
A partir de aquí, ella misma relató toda la historia de su
martirio, como lo dejó escrito de su mano y según sus
impresiones.
Relato de Perpetua
"Cuando nos hallábamos todavía con los guardias, mi padre,
impulsado por su cariño, deseaba ardientemente alejarme de
la fe con sus discursos y persistía en su empeño de
conmoverme. Yo le dije:
-Padre, ¿ves, por ejemplo, ese cántaro que está en el suelo,
esa taza u otra cosa?
-Lo veo -me respondió.
-¿Acaso se les puede dar un nombre diverso del que tienen?
-¡No!-me respondió.
-Yo tampoco puedo llamarme con nombre distinto de lo que
soy: ¡CRISTIANA!
Entonces mi padre, exasperado, se arrojó sobre mí para
sacarme los ojos, pero sólo me maltrató. Después, vencido,
se retiró con sus argumentos diabólicos.
Durante unos pocos días no vi más a mi padre. Por eso di
gracias a Dios y sentí alivio por su ausencia. Precisamente en
el intervalo de esos días fuimos bautizados y el Espíritu me
inspiró, estando dentro del agua, que no pidiera otra cosa que
el poder resistir el amor paternal.
A los pocos días fuimos encarcelados. Yo experimenté pavor,
porque jamás me había hallado en tinieblas tan horrorosas.
¡Qué día terrible! El calor era insoportable por el
amontonamiento de tanta gente; los soldados nos trataban
brutalmente; y, sobre todo, yo estaba agobiada por la
preocupación por mi hijo.
Tercio y Pomponio, benditos diáconos que nos asistían,
consiguieron con dinero que se nos permitiera recrearnos por
unas horas en un lugar más confortable de la cárcel. Saliendo
entonces del calabozo, cada uno podía hacer lo que quería.
Yo amamantaba a mi hijo, casi muerto de hambre.
Preocupada por su suerte, hablaba a mi madre, confortaba a
mi hermano y les recomendaba mi hijo.
Yo me consumía de dolor al verlos a ellos consumirse por
causa mía. Durante muchos días me sentí abrumada por
tales angustias. Finalmente logré que el niño se quedará
conmigo en la cárcel. Al punto me sentí con nuevas fuerzas y
aliviada de la pena y preocupación por el niño. Desde aquel
momento, la cárcel me pareció un palacio y prefería estar en
ella a cualquier otro lugar.
Visión de la escalera de bronce
Un día mi hermano me dijo: 'Señora hermana, ahora estás
elevada a una gran dignidad ante Dios, tanta que puedes
pedir una visión y qué se te manifieste si la prisión ha de
terminar en martirio o en libertad'. Yo sabía bien que podía
hablar familiarmente con el Señor, del que había recibido
muchos favores; y por eso confiadamente se lo prometí:
'Mañana te daré la respuesta'.
Me puse en oración y tuve la siguiente visión: Vi una escalera
de bronce tan maravillosamente alta que parecía tocar el
cielo, pero tan estrecha que sólo se podía subir de a uno. En
los brazos de la escalera estaban clavados toda clase de
instrumentos de hierro: espadas, lanzas, arpones, puñales
cuchillos... Si uno subía descuidadamente y sin mirar a lo
alto, quedaba atravesado y hubiera dejado jirones de carne
enganchados en los hierros. Y al pie de la escalera estaba
echado un dragón, de extraordinaria grandeza, que tendía
acechanzas a los que subían y los asustaba para que no
subieran.
Sáturo subió primero. Él nos había edificado en la fe y, al no
hallarse presente cuando fuimos arrestados, se entregó
después voluntario por el amor que nos profesaba. Al llegar a
la cumbre de la escalera, se volvió hacia mí y me dijo:
'Perpetua, te espero aquí; pero ten cuidado para que ese
dragón no te muerda'. Yo le contesté: 'No me hará daño en el
nombre de Cristo'.
El dragón, como si me tuviera miedo, sacó lentamente la
cabeza de debajo de la escalera; y yo, como si subiera el
primer peldaño, le pisé la cabeza y subí.
Vi un inmenso prado, en medio del cual estaba sentado un
venerable anciano, alto, completamente cano y en traje de
pastor, ocupado en ordeñar a sus ovejas. Muchos miles de
personas, vestidas de blancos hábitos, lo rodeaban. Levantó
la cabeza, me miró y me dijo: '¡Seas bienvenida, hija!'. Me
llamó y me dio un bocado del queso que estaba preparando.
Yo lo recibí con las manos juntas y lo comí. Todos los
circunstantes dijeron: '¡Amén!'. Sus voces me despertaron,
mientras seguía saboreando no sé qué de dulce.
En seguida conté a mi hermano la visión y los dos
comprendimos que nos esperaba el martirio. Desde aquel
momento empezamos a perder toda esperanza en las cosas
de esta tierra.
Lágrimas del padre. Condenación
Días después, corrió la voz de que seríamos interrogados. Mi
padre, consumido de pena, llegó de prisa de la ciudad, se me
acercó con intención de conmoverme y me dijo: 'Hija mía,
apiádate de mis canas; apiádate de tu padre, si es que
merezco que me llames padre. Con estas manos te he criado
hasta la flor de la edad y te he preferido a todos tus
hermanos. ¡No me hagas ser la vergüenza de los hombres!
Piensa en tus hermanos, piensa en tu madre y en tu tía
materna, piensa en tu hijito, que no podrá sobrevivir sin ti!
¡Cambia tu decisión y no nos arruines a todos! ¡Ninguno de
nosotros osaría presentarse en público, si tú fueras
condenada!'.
Así hablaba mi padre movido por su cariño. Me besaba las
manos, se echaba a mis pies y, con lágrimas en los ojos, no
me llamaba su hija, sino su señora. ¡Cuánta compasión me
inspiraba mi padre, que iba a ser el único de mi familia que no
había de alegrarse de mi martirio! Traté de consolarle,
diciendo: 'Allá, en el tribunal, sucederá lo que Dios quiera.
Has de saber que no somos dueños de nosotros mismos,
sino que pertenecemos a Dios'. Y se retiró de mí,
desconsolado.
Otro día, mientras estábamos almorzando, nos sacaron de
repente para ser interrogados, y llegamos a la plaza pública.
En seguida se corrió la noticia por los alrededores de la plaza
y se juntó un gentío inmenso. Subimos al estrado. Mis
compañeros fueron interrogados y confesaron su fe. Por fin
llegó mi turno. Bruscamente apareció mi padre con mi hijo en
los brazos y me arrastró fuera de la escalinata, suplicándome:
'¡Compadécete del pequeño!'.
El procurador Hilariano, que a la sazón sustituía a Minucio
Timiniano, procónsul difunto, y tenía el ius gladii o poder de
vida y muerte, insistió: 'Apiádate de las canas de tu padre y
apiádate de la tierna edad del niño. Sacrifica por la salud de
los emperadores'.
Yo respondí: '¡No sacrifico!'.
Hilariano preguntó: '¿Eres cristiana?'.
Yo respondí: 'Sí, soy cristiana'.
Mi padre se mantenía firme en su intento de conmoverme.
Por eso Hilariano dio orden de que lo echaran de allí y hasta
le pegaron con una vara. Sentí los golpes a mi padre, como si
me hubieran apaleado a mí. ¡Cuánta compasión me daba su
infortunada vejez!
Entonces Hilariano pronunció sentencia contra todos
nosotros, condenándonos a las fieras. Y volvimos a la cárcel
muy contentos.
Como el niño estaba acostumbrado a tomarme el pecho y
permanecer conmigo en la cárcel, en seguida envié al
diácono Pomponio a reclamarlo a mi padre. Pero mi padre no
se lo quiso entregar. Entonces, gracias al querer divino, ni mi
niño echó de menos los pechos, ni estos me causaron ardor.
De esta manera cesaron mis preocupaciones por la criatura y
el dolor de mis pechos.
Dos visiones de la piscina de agua
A los pocos días, mientras todos estábamos en oración,
súbitamente se me escapó la voz y nombré a Dinócrates. Me
quedé pasmada porque nunca me había venido a la mente,
sino en ese entonces; y sentí compasión al recordar como
había muerto. También comprendí que yo era digna y que
debía orar por él. Empecé a hacer mucha oración por él y a
gemir delante del Señor. Seguidamente, aquella misma
noche tuve esta visión.
Vi a Dinócrates salir de un lugar tenebroso, donde también
había muchos otros. Venía sofocado por el calor y sediento,
con vestido sucio y rostro pálido. Llevaba en la cara la herida
que tenía cuando murió. Este Dinócrates era mi hermano
carnal, de siete años de edad, que murió de un cáncer tan
terrible en la cara que daba asco a todo el mundo.
Yo hice oración por él; pero entre él y yo había una gran
distancia, de tal manera que era imposible acercarnos el uno
al otro. Además, en el mismo lugar donde estaba Dinócrates,
había una piscina llena de agua, pero con el borde más alto
que la estatura del niño. Dinócrates se estiraba, como si
quisiera beber. Yo me afligía al ver la piscina llena de agua,
pero con el borde demasiado alto para que pudiera beber.
Entonces me desperté y comprendí que mi hermano estaba
sufriendo, pero confiaba en que podía aliviar sus sufrimientos.
Por esto oraba por él todos los días, hasta que fuimos
trasladados a la cárcel castrense, porque debíamos combatir
en los juegos militares en ocasión del cumpleaños del César
Geta. Y continué orando por él, día y noche, con gemidos y
lágrimas, para alcanzar la gracia.
El día que estuvimos en el cepo, tuve una nueva visión. Vi el
lugar que había visto antes y a Dinócrates limpio de cuerpo,
bien vestido y lleno de alegría. Donde antes tuvo la llaga, vi
sólo una cicatriz. El borde de la piscina de que antes hablé,
era más bajo y llegaba hasta el ombligo del niño. Sobre el
borde había una copa de oro llena de agua. Dinócrates se le
acercó, bebió, pero la copa no se agotaba nunca. Saciada su
sed, se retiró del agua y se puso a jugar gozoso, como lo
suelen hacer los niños. En esto me desperté y comprendí que
mi hermano ya no sufría.
Congojas del padrí
Pocos días después, Pudente, encargado ayudante de la
cárcel, empezó a tenernos gran consideración por
comprender que el Señor nos favorecía con su gracia, y
permitía que mucha gente nos visitara para confortarnos
mutuamente.
Mientras tanto, se aproximaba el día del espectáculo. Mi
padre, consumido de pena, vino á verme, y empezó a
arrancarse la barba, a arrojarse al suelo y pegar su faz en el
polvo. Maldecía sus años y decía tales palabras que hubiesen
podido conmover a toda criatura. ¡Qué compasión me daba
su infortunada vejez!
Visión del inminente combate
El día antes de nuestro combate, vi una última visión. El
diácono Pomponio venía a la puerta de la cárcel y llamaba
con fuerza. Yo salí y le abrí. Venía vestido con túnica blanca,
sin cinturón y llevaba chinelas de variadas labores, y me dijo:
'Perpetua, te estamos esperando; ven'.
Me tomó de la mano y echamos a andar por lugares ásperos
y tortuosos. Por fin llegamos jadeantes al anfiteatro y
Pomponio me llevó al medio de la arena y me dijo: 'No tengas
miedo. Yo estaré contigo y combatiré a tu lado'. Y se marchó.
Entonces vi un gentío inmenso, pasmado. Yo sabía que había
sido condenada a las fieras; por eso, me sorprendía que no
las soltaran contra mí. Entonces avanzó contra mí un egipcio
de repugnante aspecto, acompañado por sus ayudantes, con
ánimo de luchar conmigo. Al mismo tiempo se me acercaron
unos jóvenes hermosos, mis ayudantes y partidarios. Me
desnudaron y quedé convertida
en varón. Mis ayudantes empezaron a frotarme con aceite,
como se acostumbra en los combates; y, frente a mí, vi al
egipcio que se revolcaba en la arena.
Entonces sobrevino un hombre de extraordinaria grandeza
tanto que sobrepasaba la cumbre del anfiteatro. Llevaba una
túnica flotante, con un manto de púrpura abrochado por dos
hebillas en el medio del pecho y calzado con chinelas
recamadas de oro y plata. Tenía una vara de lanista o
entrenador de gladiadores, y un ramo verde, del que
colgaban manzanas de oro. Pidió silencio y dijo: 'Si el egipcio
vence a la mujer, la pasará a filo de espada; pero si ella
vence al egipcio, recibirá este ramo'. Y se alejó.
Nos acercamos el uno al otro y empezamos un combate de
pugilato. Él trataba de agarrarme de los pies, y yo golpeaba
su cara a puntapiés. Entonces fui levantada en el aire y
comencé a castigarle sin pisar la tierra. Cuando tuve un
momento de respiro, junté las manos trenzando los dedos y
aferré su cabeza. Cayó de bruces y yo le aplasté la cabeza.
El pueblo me vitoreó y mis partidarios entonaron un canto. Yo
me acerqué al lanista y recibí el ramo. Él me besó y me dijo:
'¡Hija, la paz sea contigo!'.
Radiante de gloria, me dirigía a la Puerta de los vivos.
Entonces me desperté y comprendí que yo debía combatir no
contra las fieras, sino contra el diablo; pero estaba segura de
la victoria. Hasta aquí relaté lo que nos sucedió hasta la
víspera del combate. Si alguno quiere describir el mismo
combate, ¡que lo haga!".
Visión de Sáturo
También el bendito Sáturo tuvo una visión que consignó de
su mano por escrito.
"Ya habíamos sufrido el martirio y habíamos salido de nuestro
cuerpo. Cuatro ángeles nos transportaban hacia el oriente,
pero sus manos no nos tocaban. No íbamos boca arriba y
vueltos hacia el cielo, sino como trepando por una pendiente
suave. Pasado el primer mundo, vimos una luz inmensa y le
dije a Perpetua, que venía a mi lado: 'He aquí lo que el Señor
nos prometía y ya recibimos la recompensa'. Mientras éramos
llevados por los cuatro ángeles, se abrió ante nuestros ojos
una gran llanura, que era como un vergel, poblado de rosales
y de toda clase de flores. La altura de los rosales era como la
de un ciprés y sus hojas caían incesantemente.
En el vergel había otros cuatro ángeles más resplandecientes
que los demás. Al vernos, nos acogieron con grandes
honores y dijeron a los otros ángeles, con admiración: '¡Son
ellos! ¡Son ellos!'. Atemorizados, los cuatro ángeles que nos
transportaban, nos dejaron en el suelo y nosotros caminamos
la distancia de un estadio por una ancha avenida. Allí
encontramos a Jocundo, Saturnino y Artaxio, que habían sido
quemados vivos en la misma persecución, y a Quinto que
había muerto, mártir también, en la misma cárcel. Les
preguntamos dónde estaban los demás; pero los ángeles nos
dijeron: 'Vengan antes, entren y saluden al Señor'.
Llegamos a un palacio, cuyas paredes parecían edificadas de
pura luz. Delante de la puerta había cuatro ángeles que,
antes de entrar, nos vistieron con vestiduras blancas.
Entramos y oímos un coro que repetía sin cesar: 'Agios,
Agios, Agios = Santo, Santo, Santo'.
En la sala vimos sentado a un anciano canoso, con cabellos
de nieve pero con rostro juvenil. No vimos sus pies. A su
derecha y a su izquierda había cuatro ancianos y, detrás,
estaban de pie otros innumerables ancianos. Avanzamos
asombrados y nos detuvimos ante el trono. Cuatro ángeles
nos levantaron en vilo, besamos al Señor y él nos acarició la
cara con la mano. Los demás ancianos dijeron: '¡De pie!'. Y
de pie nos dimos el beso de la paz. Después los ancianos
nos dijeron: 'Vayan y jueguen'. Yo dije a Perpetua: 'Ya tienes
lo que anhelabas'. Ella contestó: '¡Gracias a Dios! Fui dichosa
en el mundo, pero aquí seré más dichosa todavía'.
Desinteligencias y perdón
Al salir del palacio, delante de la puerta encontramos al
obispo Optato a la derecha y a Aspasió, presbítero y
catequista, a la izquierda, separados y tristes. Se arrojaron a
nuestros pies y nos dijeron: 'Establezcan la paz entre
nosotros. Ustedes salieron del mundo y nos dejaron en este
estado'. Nosotros les dijimos: '¿No eres tú nuestro padre y tú
nuestro sacerdote? ¿Por qué se postraron a nuestros pies?'.
Y nos conmovimos y los abrazamos.
Perpetua se puso a hablar con ellos en griego y los llevamos
al jardín, bajo un rosal. Mientras estábamos hablando, los
ángeles les dijeron: 'Déjenlos que se solacen; y, si tienen
disensiones entre ustedes, perdónense mutuamente'. Esto los
llenó de turbación. Y dijeron a Optato: 'Corrige a tu pueblo.
Tus asambleas se parecen a las salidas del circo donde
disputan las distintas facciones'.
Nos pareció que los ángeles quisieron cerrar las puertas. Allí
reconocimos a muchos hermanos, en especial, a los mártires.
Todos nos sentimos alimentados y saciados por una
fragancia inefable. Entonces me desperté lleno de gozo".
Acotaciones del recopilador
Estas fueron las visiones más insignes que tuvieron los
beatísimos mártires Sáturo y Perpetua y que los mismos
consignaron por escrito.
Respecto a Secúndulo, Dios lo llamó a sí con muerte
prematura, mientras estaba en la cárcel. La gracia divina lo
sustrajo a los dientes de las fieras. Sin embargo, si su cuerpo
no conoció la espada, ciertamente la conoció su alma
deseosa del martirio.
El parto de Felicidad
También Felicidad halló gracia ante el Señor, de la siguiente
manera. Se hallaba en el octavo mes del embarazo, pues fue
detenida encinta. Al aproximarse el día del espectáculo, sufría
mucha tristeza temiendo que su martirio fuera postergado a
causa de su estado, ya que la ley prohíbe que las mujeres
encintas sean expuestas al suplicio, y que, más adelante,
tuviera que derramar su sangre santa e inocente entre los
demás criminales.
Igualmente, sus compañeros de martirio estaban
profundamente afligidos al pensar que dejarían atrás a tan
excelente compañera y que ella iba a quedar sola en el
camino de la común esperanza.
Tres días antes de los juegos, unidos en un común gemido,
dirigieron su oración al Señor. Apenas terminaron la oración,
en seguida sobrevinieron a Felicidad los dolores del parto. En
razón de las naturales dificultades de un parto en el octavo
mes, ella sufría y gemía. Entonces un carcelero le dijo: "Si
tanto te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a las
fieras, de las que te burlaste, al no querer sacrificar?". Ella
respondió: "Ahora soy yo la que sufro lo que sufro; pero allí
habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues yo también
padeceré por él". Felicidad dio a luz una niña, que una
cristiana adoptó como hija.
Cena de fraternidad
El Espíritu Santo permitió, y permitiéndolo manifestó su
voluntad, que se pusiera por escrito todo el desarrollo del
combate. A pesar de nuestra indignidad, vamos a completar
la historia de un martirio tan glorioso. Con ello cumplimos no
sólo el deseo de la santísima mujer Perpetua, sino también su
explícita recomendación. Ante todo, relatamos una prueba de
su constancia y sublimidad de ánimo.
El tribuno trataba muy duramente a los detenidos, pues, por
habladurías de algunos insensatos, temía que se fugaran de
la cárcel por arte de algún mágico encantamiento. Perpetua
se lo echó en
cara: "¿Por qué no nos concedes ningún alivio a nosotros que
somos presos tan distinguidos, ¡nada menos que del César! y
hemos de combatir en su natalicio? ¿No aumentaría tu gloria,
si nos presentáramos ante él más gordos y saludables?".
El tribuno se sintió desconcertado y enrojeció de vergüenza.
Ordenó que se los tratara más humanamente. Permitió a los
hermanos de Perpetua y a los demás que entraran en la
cárcel y se reconfortaran mutuamente. Por otra parte, el
lugarteniente de la cárcel había abrazado la fe.
La víspera de los juegos, tuvo lugar la última cena que llaman
"cena de la libertad"; pero que ellos convirtieron en ágape o
cena de la fraternidad. Interpelaban al pueblo con la
acostumbrada intrepidez y lo conminaban con el juicio de
Dios; proclamaban la dicha de su martirio y se reían de la
curiosidad de los badulaques. Sáturo les decía: "¿No les
basta el día de mañana, para contemplar a los que detestan?
¿Hoy amigos, mañana enemigos? Fíjense cuidadosamente
en nuestros rostros, para que nos puedan reconocer en el día
del juicio". Todos se retiraban de allí confundidos, y muchos
de ellos se convirtieron.
El martirio
Finalmente brilló el día de su victoria. Caminaron de la cárcel
al anfiteatro, como si fueran al cielo, radiantes de alegría y
hermosos de rostro; emocionados sí, pero no de miedo, sino
de gozo. Perpetua marchaba última con rostro iluminado y
paso tranquilo, como una gran dama de Cristo y una preferida
de Dios. El esplendor de su mirada obligaba a todos a bajar
los ojos.
También iba Felicidad, gozosa de que su afortunado parto le
permitiera luchar con las fieras, pasando de la sangre a la
sangre, de la partera al gladiador, para purificarse después
del parto con el segundo bautismo.
Cuando llegaron a la puerta del anfiteatro, quisieron obligarles
a disfrazarse: los hombres, de sacerdotes de Saturno; las
mujeres, de sacerdotisas de Ceres. Pero la generosa
Perpetua resistió con invencible tenacidad. Y alegaba esta
razón: "Hemos venido hasta aquí voluntariamente, para
defender nuestra libertad. Sacrificamos nuestra vida, para no
tener que hacer cosa semejante. Tal era nuestro pacto con
ustedes". La injusticia debió ceder ante la justicia. El tribuno
autorizó que entraran tal como venían.
Perpetua cantaba, pisando ya la cabeza del egipcio.
Revocato, Saturnino y Sáturo increpaban a los espectadores.
Al llegar ante la tribuna de Hilariano, con gestos y señas le
dijeron: "Tú nos juzgas a nosotros; pero a ti te juzgará Dios".
El pueblo, enfurecido, pidió que fuesen azotados desfilando
ante los domadores. Los mártires se alegraron de ello, por
compartir así los sufrimientos del Señor.
El Señor que dijo: Pidan y recibirán (Mt 7, 7), dio a cada uno,
por haberlo pedido, el género de muerte deseado.
Conversando entre sí del martirio que cada uno deseaba,
Saturnino afirmó estar dispuesto a ser arrojado a todas las
fieras, para merecer una corona más gloriosa. Ahora bien, al
comienzo del espectáculo, experimentaron las garras de un
leopardo y, después, sobre el estrado, fueron despedazados
por un oso.
En cambio, a Sáturo lo horrorizaban los osos; pero ya de
antemano presumía que terminaría con una dentellada de
leopardo. Ahora bien, se soltó contra él un jabalí que no lo
despanzurró a él, sino al cazador que se lo había echado y
murió pocos días después de los juegos. Sáturo fue sólo
arrastrado por la arena. Entonces fue ligado en el tablado
para que le atacara un oso, pero éste no quiso salir de su
jaula. Así, por segunda vez, Sáturo fue retirado ileso.
Para las jóvenes mujeres el diablo había reservado una vaca
bravísima. La elección era insólita, como para hacer, con la
bestia, mayor injuria a su sexo. Fueron presentadas en el
anfiteatro, desnudas y envueltas en redes. El pueblo sintió
horror al contemplar a la una, tan joven y delicada, y a la otra,
madre primeriza con los pechos destilando leche. Fueron,
pues, retiradas y revestidas con túnicas sin cinturón.
La primera en ser lanzada al aire fue Perpetua y cayó de
espaldas. Apenas se incorporó, recogió la túnica desgarrada
y se cubrió el muslo, más preocupada del pudor que del
dolor. Luego, requirió una hebilla, para atarse los cabellos. No
era conveniente que una mártir sufriera con los cabellos
desgreñados, para no dar apariencia de luto en su gloria. Así
compuesta, se levantó y, al ver a Felicidad golpeada y
tendida en el suelo, se le acercó, le dio la mano y la levantó.
Ambas mujeres se pusieron de pie y, vencida la crueldad del
pueblo, fueron llevadas a la Puerta de los vivos. Allí Perpetua
fue acogida por el catecúmeno Rústico que le era aficionado.
Como despertándose de un profundo sueño, ¡tan largo
tiempo había durado el éxtasis en el Espíritu!, empezó a mirar
en torno suyo y, con estupor de todos, preguntó: "¿Cuándo
nos echarán esa vaca que dicen?". Como le dijeron que ya se
la habían echado, no quiso creerlo hasta que vio en su
cuerpo y en su vestido las señales de la embestida. Luego
mandó llamar a su hermano, y al catecúmeno, y les dijo:
"Permanezcan firmes en la fe, ámense los unos a los otros y
no se escandalicen por nuestros sufrimientos".
Prenda de sangre
Sáturo, junto a otra puerta, exhortaba así al soldado Pudente:
"En síntesis, ciertamente, como yo presumí y predije, ninguna
fiera me ha tocado hasta el presente. Cree, pues, con todo tu
corazón. Ahora avanzaré en la arena y un leopardo me
matará de una sola dentellada. Y en seguida, casi hacia el fin
del espectáculo, se soltó contra él un leopardo que de un
mordisco lo sumergió en su sangre. El pueblo, como para
atestiguar su segundo bautismo, proclamó a gritos: "¡Bien
lavado, bien salvado; bien lavado, bien salvado!".
Seguramente había logrado la salvación el que de este modo
se había lavado.
Entonces Saturo dijo al soldado Pudente: "¡Adiós! Acuérdate
de la fe y de mí. Que estos sufrimientos no te turben, sino que
te fortalezcan". Al mismo tiempo, le pidió el anillo del dedo, lo
empapó en su herida y se lo devolvió para dejarle en herencia
un recuerdo y una prenda de su sangre. Luego, desvanecido,
cayó a tierra para ser degollado junto con los demás en el
lugar acostumbrado.
El pueblo reclamó que los heridos fueran conducidos al
centro del anfiteatro para saborear con sus ojos homicidas el
espectáculo de la espada que penetra en los cuerpos. Los
mártires espontáneamente se levantaron y se trasladaron
adonde el pueblo quería; pero, antes, se besaron unos a
otros para consumar el martirio con el rito solemne de la paz.
Todos permanecieron inmóviles y recibieron en silencio el
golpe mortal. Sáturo, que en la visión de la escalera subía
primero y en su cúspide debía esperar a Perpetua, fue
también el primero en rendir su espíritu. Por su parte,
Perpetua, para gustar algo de dolor, al ser punzada entre las
costillas, profirió un gran grito; después, ella misma tomó la
torpe mano del gladiador novicio y dirigió la espada a su
garganta.
Sin duda, una mujer tan excelsa no podía morir de otra
manera sino de su propia voluntad, hasta tal punto el
demonio le temía.
Testigos del Espíritu
¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! De veras, han sido
llamados y elegidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo.
Quien lo exalta, honra y adora, debe leer también estos
ejemplos para edificación de la Iglesia, ya que no son menos
bellos que los antiguos. También las nuevas gestas dan
testimonio al mismo y único Espíritu Santo que obra aún hoy,
y a Dios Padre omnipotente y a su Hijo Jesucristo, Señor
nuestro, a quien pertenecen la gloria y el poder infinito por los
siglos de los siglos. Amén.
Martirio de san Pionio
(en Esamima, 12 de marzo del año 250)
Pionio era un sacerdote de cultura y de experiencias, gracias
a sus viajes. Utilizó el mismo tribunal, para hablar con
elocuencia de su fe. Ante las avalanchas de su oratoria, no
pocos lectores se preguntarán si había un grabador... Sin
duda, el antiguo relator muestra una gran maestría en juntar y
embellecer las actas de los mártires, de por sí sobrias, con la
riqueza doctrinal.
Prólogo
Recordar y relatar los merecimientos de los santos es muy
provechoso, como nos lo manda el apóstol san Pablo (Rom
12, 13). La memoria de los hechos gloriosos acrecienta la
llama en el pecho de los egregios varones, especialmente de
los que rivalizan con los hombres del pasado y se esfuerzan
por imitar sus ejemplos.
El martirio de Pionio, más que cualquier otro, debe ser
recordado, porque, durante su vida terrena, disipó en muchos
hermanos la ignorancia y el error; y luego, coronado mártir, a
los que infundió en vida su doctrina, les mostró en su muerte
un ejemplo.
Sogas al cuello
El día segundo del sexto mes que es el 12 de marzo, un
sábado mayor, mientras Pionio, Sabina, Asclepíades,
Macedonia y Lemno, presbítero de la Iglesia católica,
celebraban el aniversario del mártir Policarpo, se descargó
contra ellos la furia de la persecución. Como el Señor lo
manifiesta todo a los de buena fe, Pionio, que no temía los
suplicios que ya eran inminentes, los vio anticipadamente
antes de que llegaran.
Un día antes del natalicio del mártir Policarpo, Pionio con
Sabina y Asclepíades se entregó devotamente al ayuno y vio
en sueños que al día siguiente sería prendido. Tuvo tan clara
e indubitable certeza de ello, ya que lo había contemplado
todo muy lúcidamente en la visión, que se echó una soga al
cuello e igualmente otras dos sogas al cuello de Sabina y
Asclepíades. Con ese gesto quería hacer comprender a los
que vendrían para atarlo que, al hallarlos ya atados, se dieran
cuenta de que no venían a hacer nada nuevo y entendieran
que ellos no debían ser conducidos, como los otros, a comer
carnes sacrificadas a los ídolos. Esas ataduras, que se
habían puesto antes de todo mandato, eran testimonio de su
fe y señal de su voluntad.
Obedecemos al Dios verdadero
Era sábado, y ellos hicieron su solemne oración y gustaron el
pan consagrado y el agua. Al final se presentó Polemón,
guardián del templo, acompañado de una gran turba de
esbirros que los jueces mayores le habían asociado para
prender a los cristianos. Apenas Polemón vio a Pionio,
pronunció con boca profana estas palabras: "¿No saben que
hay un público decreto del emperador, que les manda
sacrificar a los dioses?". Pionio respondió: "Conocemos,
ciertamente, el decreto; pero nosotros sólo obedecemos el
mandamiento de adorar a Dios". Insistió Polemón: "Vengan a
la plaza y así se enterarán bien que es verdad lo que os dije".
Sabina y Asclepíades contestaron con voz clara: "Nosotros
obedecemos al Dios verdadero".
Entonces fueron conducidos al foro, pero sin violencia. Las
cuerdas que llevaban al cuello llamaron la atención del vulgo;
y como la curiosidad de la gente sin razón ansia ver todo lo
que pasa, de tal modo se estrujaban para verlos, que los
unos empujaban a los otros y eran a la vez
empujados.
Por fin llegaron a la plaza que se colmó de una inmensa
muchedumbre tanto que no sólo cubría el centro, sino que
también se encaramaba por los techos de los templos de los
paganos. Estaban también presentes innumerables catervas
de mujeres, sobre todo judías, ya que, por ser sábado,
estaban de fiesta. Gente de toda edad se agolpaba y se
desparramaba por todas partes, llevada de la curiosidad. Si la
talla baja les impedía ver bien, se ponían encima de escaños
o se subían a los cajones, para no verse privados del
espectáculo. Lograban con el ingenio lo que la naturaleza les
negaba.
No te alegres de la caída de tu enemigo
Los mártires estaban en el centro de la plaza. Y Polemón les
dirigió así la palabra: "Es un bien para ti, Pionio, que
obedezcas como lo hacen los demás. Si cumples lo
mandado, no serás castigado". El bienaventurado mártir,
después de escuchar la recomendación, extendió la mano y,
con rostro alegre y risueño, comenzó su defensa:
"Habitantes de Esmirna, que están orgullosos de la
hermosura dé su ciudad y de la belleza de sus murallas y se
glorían de ser los compatriotas del poeta Homero; y ustedes,
judíos, presentes entre la multitud, escúchenme brevemente,
ya que me dirijo a todos.
Oigo decir que se burlan de los apóstatas que corren
espontáneamente a sacrificar o no resisten si se los obliga; y
en unos condenan la debilidad del corazón y en otros el error
espontáneo.
Sin embargo, sería preciso que obedecieran a su doctor y
maestro Homero, quien afirma que es una impiedad burlarse
de los muertos, entrar en lucha con los ciegos o pelear con
los muertos (Od. 12, 412). Y ustedes, judíos, deberían
obedecer las enseñanzas de Moisés, que les dice: Si la bestia
de tu enemigo cayere, no pases sin ayudarle a levantarla
(Deut 22, 4). Símilmente Salomón exhorta: No te alegres de
la caída de tu enemigo, ni te jactes de la desgracia ajena
(Prov 24, 17).
Por mi parte, prefiero morir, sufrir todos los suplicios, ser
arrastrado a todo tipo de desgracias, soportar torturas sin
medida, antes que traicionar lo que he aprendido o lo que he
enseñado".
Polémica antijudía
"¿Con qué derecho los judíos revientan a carcajadas,
burlándose de los que espontánea o forzadamente sacrifican,
y no moderan ni aun sobre nosotros su risa, proclamando con
voz insultante que por demasiado tiempo hemos gozado de
libertad? Aunque seamos sus enemigos, sin embargo,
¡somos hombres! ¿Qué daño han sufrido de parte nuestra?
¿Qué suplicios experimentaron por causa nuestra? ¿A quién
de ellos hemos ofendido de palabra? ¿A quién hemos tenido
odio injusto? ¿A quién le hemos forzado a sacrificar,
ensañándonos con crueldad ferina? Sus pecados no son
semejantes a los que ahora se cometen por medio a los
hombres. Hay mucha distancia entre quien peca forzado y
quien peca porque quiere. La diferencia entre quien es
compelido y quien obra libremente, estriba en que aquí es el
alma que tiene la culpa, mientras que allí la tienen las
circunstancias.
¿Quién forzó a los judíos a iniciarse en los misterios de
Beelfegor, o asistir a los banquetes fúnebres y gustar los
sacrificios de los muertos? ¿Quién a tener tratos torpes con
las mujeres de los extranjeros y a darse a los placeres de
rameras? ¿Quién a quemar a sus hijos, a murmurar contra
Dios o hablar mal de Moisés, a sus espaldas? ¿Quién les
hizo olvidar tantos beneficios y los volvió ingratos? ¿Quién los
obligó a volver en su corazón a Egipto o a decirle a Aarón,
cuando Moisés subió para recibir la ley: 'Haznos dioses y
fabrícanos un becerro', y todo lo demás que hicieron? A
ustedes, paganos, tal vez los puedan engañar, burlando sus
oídos con algún enredo; pero a nosotros ninguno de ellos nos
hará tragar sus embustes. Que les lean los libros de los
jueces, los Reyes y el Éxodo y les muestren los demás libros,
y van a quedar convictos".
Amonestación á los paganos
"Ustedes preguntan por qué muchos bajan espontáneamente
a sacrificar, y por unos pocos se burlan de los demás.
Imaginen una era, colmada por una buena trilla. ¿Qué
montón será mayor: el de la paja o el del trigo? Viene el
labrador y con horca bicorne o con pala avienta el montón. El
viento se lleva la paja leve; pero el grano, pesado y sólido,
permanece en el lugar donde estaba. Cuando se echan las
redes en el mar, ¿acaso todo lo que se saca, es de buena
calidad? Pues bien, sepan que tales son los que ustedes ven.
Es natural que lo malo se mezcle con lo bueno, y lo bueno
con lo pésimo. Pero, si tratas de compararlos, salta la
discrepancia; y, al comparar lo uno con lo otro, se ve lo que
es mejor.
Cuando ustedes nos someten a los suplicios, ¿cómo quieren
que los suframos: como inocentes o culpables? Si como
culpables, con esa obra ustedes cometen culpa mayor, dado
que no existe causa alguna para perseguirnos. Si como
inocentes, ¿qué esperanza les queda a ustedes, cuando así
sufren los inocentes? Si el justo se salva con dificultad, ¿cuál
será la suerte del pecador y del impío? Pues, es inminente el
juicio del mundo y muchas señales nos lo advierten".
Señales del juicio futuro
"Durante mis viajes, recorrí toda la tierra de los judíos y, me
enteré de todo. Pasé el Jordán y vi aquella tierra que, con su
estrago, es testigo de la ira de Dios. Su crimen fue doble:
olvidados de toda humanidad, mataban a los forasteros; y,
traspasando la ley de naturaleza, obligaban a los varones a
sufrir trato de mujeres, con gravísimo atentado al derecho de
hospitalidad.
Yo vi aquella tierra calcinada por la violencia del fuego divino,
convertida en ceniza y pavesas y privada de toda humedad y
fertilidad. Vi el Mar Muerto y cómo allí, por temor a Dios, se
había cambiado la naturaleza del elemento hirviente. Esa
agua no sirve para alimentar ni recibir a los animales, y arroja
de sí al mismo hombre apenas le recibe, por miedo de incurrir
nuevamente, por culpa del hombre, en culpa o en castigo.
¿Para qué citar estos ejemplos de tierras lejanas y de
tiempos remotos? Ustedes mismos, oh paganos, conocen y
hablan de aquel incendio y de aquella llama que brotan de
entre las rocas. Consideren también el fuego de Licia y de las
diversas islas, que mana de las recónditas entrañas de la
tierra. Si no han podido reconocer estos fuegos, consideren el
uso del agua caliente, no de la que se hace, sino de la que
nace. Miren las fuentes termales y vaporosas, allí donde
suelen extinguirse las llamas.
¿De dónde piensan ustedes que procede este fuego, sino de
que se junta con el fuego del infierno? Ustedes dicen que
bajo Deucalión una parte del pueblo sufrió por fuego y otra
parte por inundaciones, y nosotros lo decimos bajo Noé. De
esa manera, a través de indicios, se reconoce la enseñanza
católica.
En fuerza de ello, les anunciamos con anticipación el juicio
que ha de llevar a cabo el Verbo de Dios, Jesucristo, quien ha
de venir por el fuego. Por esto no adoramos a los dioses de
ustedes ni veneramos sus imágenes de oro, porque en ellas
no se mira al culto de la religión, sino que se aprecia la
cantidad de metal".
Pionio rehúsa sacrificar
Pionio pronunció así este discurso y añadió muchas otras
cosas. A pesar de que no daba muestras de callar, Polemón y
todo el pueblo prestaban tanta atención que nadie osaba
interrumpirle; pero, al remachar nuevamente Pionio: ''¡Jamás
adoraremos a los dioses de ustedes ni brindaremos
celestial veneración a sus imágenes de oro!", fueron llevados
a la residencia oficial. Allí tanto la gente que rodeaba a Pionio
como Polemón, trataban insistentemente de convencerlo con
estas palabras: "Pionio, haznos caso. Tienes muchos motivos
por los que te conviene vivir y gozar de buena salud. Tú
mereces vivir tanto por los méritos de tus costumbres como
por la mansedumbre de tu carácter. Bueno es vivir y beber
este hálito de la luz". Y le apremiaban con muchas otras
razones.
Pionio respondió: "Sí, lo sé, es bueno vivir y gozar de la luz;
pero nosotros anhelamos una vida mucho mejor. La luz es
hermosa, pero nosotros aspiramos a una luz más hermosa.
No desdeñamos ingratamente estos dones terrestres de Dios;
y, sin embargo, los dejamos deseando bienes mayores y por
esos bienes mejores despreciamos los de aquí abajo. Por mi
parte, les agradezco que me tengan digno de su amor y
honor. Sin embargo, sospecho en ustedes una acechanza, ya
que siempre dañaron menos los odios declarados que las
caricias arteras".
Más vale arder vivos que muertos
Al oír a Pionio, un tal Alejandro, hombre tosco y maligno, le
espetó: "También tú tendrías que escuchar nuestros
razonamientos". Pionio respondió: "Sacarías más provecho
escuchándome. Lo que sabes, lo sé yo también. En cambio,
tú no sabes lo que yo sé".
Entonces Alejandro, burlándose de las sogas del
bienaventurado mártir, le preguntó: "¿Qué significan estas
sogas?". Pionio respondió: "Significan que no queremos que
nadie crea, al vernos pasar por la ciudad, que nos dirigimos a
ofrecer sacrificios ni que nos llevan, como a los demás, a los
templos de los dioses. También llevamos estas cadenas, para
que entiendan que no es necesario que se nos interrogue en
el tribunal, sino que de nuestra espontánea voluntad nos
apresuramos a ir a la cárcel".
El mártir calló; pero, al persistir el pueblo en sus ruegos y
exhortaciones, de nuevo tomó la palabra: "Ya hemos tomado
nuestra decisión, y cierto es que vamos a mantener lo que
hemos dicho".
Pionio siguió discutiendo con los que le rodeaban; más aún,
analizando lo pasado, les predecía lo por venir. Por eso
Alejandro lo interrumpió: "¿Para qué tanto hablar, si no
merecen vivir; más aún, si de absoluta necesidad tienen que
perecer?".
El pueblo quería ir al anfiteatro para sentarse en las graderías
y escuchar mejor las palabras del bienaventurado mártir. Sin
embargo, algunas personas se acercaron a Polemón y le
dijeron en tono intimidatorio que, si autorizaba a Pionio a
hablar, se originaría algún motín en el pueblo.
Recibido él aviso, Polemón trató de obligar a Pionio con estas
palabras: "Si no quieres sacrificar, ven por lo menos al
templo". Pionio repuso: "No conviene a sus ídolos que
nosotros entremos en los templos". Polemón insistió: "Tienes
una cabeza tan terca que no hay manera de hacerte cambiar
de opinión". Pionio respondió: "¡Ojalá pudiera yo moverlos y
persuadirlos a que se hagan cristianos!".
Algunos, burlándose de estas palabras, dijeron a gritos:
"¡Dios nos libre! ¡Para que nos quemen vivos!".
Pionio replicó: "Peor es arder después de la muerte".
Sabina sonreía en medio de este altercado de palabras. Al
verla, la amenazaron con voz espantosa y le dijeron: "¿Por
que te ríes?".
Sabina respondió: "Me río, así lo quiere Dios, porque somos
cristianos".
Ellos le replicaron: "Tendrás que sufrir lo que sabes. Las que
no quieren sacrificar, se las destina a los lupanares, donde
hacen compañía a las meretrices y ganancia para los
rufianes".
Ella respondió: "¡Sea lo que Dios quiera!".
Vibrante interrogatorio
Pionio nuevamente a Polemón: "Si tienes órdenes de
convencer o de castigar, es preciso que castigues, ya que no
puedes convencer".
Polemón, picado de la aspereza de estas palabras:
"¡Sacrifica!".
Pionio: "No quiero sacrificar".
Polemón, de nuevo: "¿Por qué no?".
Pionio: "Porque soy cristiano".
Polemón: "¿A qué Dios adoras?".
Pionio: "Al Dios omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el
mar, y cuanto en ellos se contiene, y también a todos
nosotros. Él nos colma de beneficios. Su Verbo, Jesucristo,
nos lo hizo conocer".
Polemón: "Al menos, sacrifica al emperador".
Pionio: "Yo no ofrezco sacrificios a un hombre".
Después de esto, en presencia de un escribano que anotaba
en sus tablillas de cera las respuestas, Polemón siguió
interrogando a Pionio: "¿Cómo te llamas?".
Pionio: "Cristiano".
Polemón: "¿De qué Iglesia?".
Pionio: "De la católica".
Dejando a Pionio, Polemón se dirigió a Sabina. Pionio
anteriormente le había recomendado que cambiara su
nombre de Sabina por el de Teódota, para no caer
nuevamente en manos de su cruel ama Politta (quien en los
tiempos del emperador Gordiano quería obligarla a renegar
de su fe y la había encerrado en un calabozo montañoso, de
donde la liberaron los hermanos en la fe).
Polemón: "¿Cómo te llamas?".
Sabina: "Teódota y cristiana".
Polemón: "Si eres cristiana, ¿de qué Iglesia?".
Sabina: "De la católica".
Polemón: "¿A qué Dios das culto?".
Sabina: "Al Dios omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el
mar, y cuanto en ellos se contiene. Su Verbo, Jesucristo, nos
lo hizo conocer".
Polemón, a Asclepíades que estaba cerca: "¿Cómo te
llamas?".
Asclepíades: "Cristiano".
Polemón: "¿De qué Iglesia?".
Asclepíades: "De la católica".
Polemón: "¿A qué Dios das culto?".
Asclepíades: "A Cristo".
Polemón: "¿Cómo? ¿Es otro Dios?".
Asclepíades: "No; es el mismo Dios a quien estos acaban de
confesar".
De todo el interrogatorio se levantó un acta. Después, los
mártires fueron conducidos a la cárcel. Los seguía una
inmensa muchedumbre de vulgo curioso que llenaba de
manera tan compacta el foro que sus salidas, cerradas por el
tropel de gente, apenas podían "vomitar" tan enorme "riada"
de hombres. Algunos, al notar el rostro inflamado del mártir,
con gran admiración comentaban:
"¿Cómo es que este, que antes tenía el rostro blanco y
pálido, ahora cambió la palidez en rubor?".
Sabina, temiendo ser atropellada por la turba, y atada como
estaban, se pegaba al lado de Pionio. Por eso alguien le
espetó: "Te agarras a su túnica, como si temieses verte
privada de su leche".
Otro gritó a voz en cuello: "Si se niegan a sacrificar, ¡sean
castigados con la muerte!".
Polemón: "No nos pertenecen los haces y las varas; ni
tenemos poder de vida o muerte".
Otro, entre burlas: "¡Mira qué hombrecillo se encamina a
sacrificar!". Esto se decía de Asclepíades, que estaba con
Pionio.
Pionio: "Eso no lo hará él jamás. Otro, con voz clara: Fulano y
Mengano sacrificarán".
Pionio: "Cada uno sabe lo que hace. Yo me llamo Pionio.
Nada tengo que ver con quien quiera sacrificar. Con el que lo
hiciere, muestre su nombre".
Entre tantos y tan abigarrados comentarios, uno del pueblo le
dijo a Pionio: "Tú eres un hombre de mucho estudio y de gran
doctrina; ¿por qué te precipitas tan obstinadamente a la
muerte?".
Pionio respondió con estas razones: "Han de pensar que mi
muerte es más bien una gracia que debo guardar, pues ya la
tengo en mi mano. También ustedes han conocido los
inmensos desastres, la terrible hambre y otras innumerables
calamidades...".
Uno del pueblo le replicó: "También tú sufriste la escasez con
nosotros".
Pionio: "La sufrí, pero con la esperanza puesta en el Señor".
Cantando en las mazmorras
Era tanta la aglomeración de gente ante la cárcel, que apenas
si los guardianes podían entrar por la puerta. Una vez
introducidos, Pionio y sus compañeros hallaron allí a Lemno,
presbítero de la Iglesia católica, y a una mujer de nombre
Macedonia, del pueblo de Karina y de la secta de los frigios.
Estaban todos juntos. Los devotos siervos de Dios los iban a
visitar llevándoles dones; pero Pionio y los suyos, con firme
voluntad los rehusaban diciendo: "Jamás en toda mi pobreza
fui gravoso a nadie; ¿cómo puede ser que ahora se me
fuerce a recibir?". Los guardias de la cárcel se dieron cuenta
del hecho e, irritados, no obstante haberlos recibido antes con
generosa humanidad, los encerraron en la parte más oscura y
fétida de la prisión, a fin de que, privados de toda comodidad
y de toda luz, tuvieran que soportar todo género de molestias.
En aquel lugar parecían como absortos, bendecían a Dios y
cantaban muchos himnos en su honor. Durante mucho
tiempo perseveraron en esta alabanza del Señor; después
callaron unos momentos, para atender a sus acostumbradas
necesidades. Los guardias, que antes habían obrado movidos
por la ira, se sintieron condenados por el castigo infligido a los
prisioneros y quisieron trasladarlos a otro lugar; pero estos
permanecieron en el mismo lugar y con voz clara decían:
"Señor, te debemos dar gloria sin interrupción; lo que nos ha
sucedido, terminó en mayor bien".
Más tarde, recibieron libre facultad de hacer lo que quisieran
y día y noche se ocupaban en lecturas y oración. Alternaban
las disputas sobre religión con los pertinaces, las enseñanzas
de la fe y la preparación para el suplicio.
Al prolongarse su prisión, muchos paganos entraban en la
cárcel con intención de convencer a Pionio; pero, al oír a
varón tan elocuente, quedaban atónitos y no escuchaban en
vano, después de haber venido con mala intención. Los
apóstatas arrepentidos, al visitarlos, regaban con copioso
llanto las puertas de la cárcel, derramaban lágrimas como
lluvia, en sus gemidos apenas si tenían un momento de
respiro y con repetidos sollozos surgía otra vez casi un nuevo
duelo, sobre todo en los que habían sido siempre muy
estimados por su conducta intachable. Cuando Pionio los vio
sumidos en un llanto continuo y dolor extremo, pronunció,
entre lágrimas también, estas palabras.
Apasionante alocución
"Estoy sufriendo un nuevo género de suplicios, y siento como
si se me desgarraran las entrañas y se me descoyuntaran los
miembros, al contemplar las perlas preciosas de la Iglesia
pisoteadas por los puercos, las estrellas del cielo arrastradas
hasta la tierra por la cola del dragón, y la viña que la mano del
Señor había plantado, destrozada por los jabalíes y saqueada
por los viandantes, según les da la gana.
Los hijitos, por los que siento nuevamente los dolores de
parto hasta que Cristo se forme en ellos, a pesar de ser muy
débiles, han atravesado caminos fragosos. Ahora Susana
otra vez es puesta en medio de los malvados y asaltada por
viejos impíos, que, para gozar de sus encantos, desnudan a
la dulce y hermosa esposa y con corrompida puja acumulan
sobre ella falsos testimonios. Ahora Amán hace el mandón y
banquetea, mientras Ester y toda la ciudad están
estremecidas. Ahora hay hambre y sed, no por escasez de
pan ni de agua, sino por la persecución. Ahora, como todas
las vírgenes se han dormido, se han cumplido las palabras
del Señor Jesús: Cuando venga el Hijo del hombre, ¿en qué
lugar de la tierra podrá hallar la fe? Oigo decir que cada uno
traiciona a su compañero y así se cumple lo que fue dicho: El
hermano entregará a su hermano (Mt l0, 21).
Acaso porque Satanás nos sacude y con pala de fuego limpia
la era, ¿creen ustedes que la sal haya perdido su sabor y
esté ya bajo las pisadas de la gente? Ninguno de ustedes,
hijos, piense que Dios se haya debilitado, sino que nosotros
nos hemos debilitado. Está escrito: No se ha cansado mi
mano para librar, ni se han endurecido mis oídos para oír (Is
50, 2).
Nuestros pecados son los que nos apartan de Dios; y, si no
nos escucha, no se debe a la falta de misericordia de Cristo,
sino a nuestra falta de fe. En efecto, ¿qué mal no hemos
hecho? Nosotros hemos descuidado a Dios; otros lo han
despreciado; otros han pecado ávida y ligeramente; y otros,
traicionándose y acusándose unos a otros, han perecido por
mutuas heridas. ¡Y pensar que nosotros deberíamos tener
algo más de justicia que los escribas y fariseos!
Oigo decir que los judíos inducen a algunos de ustedes a
pasarse a la sinagoga. ¡Tengan cuidado! ¡No caigan en ese
pecado de malicia, en ese pecado que es mayor que todos
los demás! ¡Que nadie cometa ese crimen imperdonable que
es la blasfemia contra el Espíritu Santo! ¡No deben llegar a
ser como ellos, príncipes de Sodoma y jueces de Gomorra,
cuyas manos se humedecieron con la sangre de inocentes.
¡No fuimos nosotros los que matamos a los profetas ni
entregamos al Salvador!
Pero, ¿para qué insistir tanto? Recuerden lo que han oído.
Sabemos que los judíos profieren con boca sacrílega
palabras criminales. Con odiosa liviandad propalan por
doquiera la idea de que Cristo no era más que un hombre y
murió de muerte violenta. Díganme, por favor: ¿Cuándo los
discípulos de un hombre muerto a la fuerza han estado
durante tantos años expulsando a los demonios y seguirán
expulsándolos? ¿En nombre de qué maestro, muerto a la
fuerza, han sufrido suplicios, con ánimo alegre, discípulos tan
numerosos y de toda clase social? ¿Para qué recordar todas
las otras maravillas acontecidas en la Iglesia católica?... Ellos
dicen que murió malamente y a la fuerza, y no saben que
salió de este mundo entregándose libremente a la muerte.
Tampoco basta esto a tan sacrílegas mentes..., pues añaden
que Cristo remontó de la cruz al cielo por evocación de los
muertos. Y lo que la Escritura, que admiten ellos como
nosotros, dice del Señor Jesús, lo cambian en blasfemia. Al
hablar así, ¿no son acaso pecadores, pérfidos e inicuos?
Voy a repetir ahora lo que discutían los judíos cuando yo era
niño y cuya falsedad voy a demostrar en el discurso siguiente.
Está escrito: Saúl interrogó a la pitonisa y le dijo: Evócame al
profeta Samuel. Y la mujer vio a un varón que subía vestido
de un manto (I Rey 28, 8-20). Saúl creyó que era Samuel y le
preguntó acerca de lo que quería oír. Ahora bien, ¿aquella
pitonisa tenía poder de evocar a Samuel? Si dicen que lo
tenía, habrán confesado que la iniquidad tiene más poder que
la justicia; si niegan que la mujer evocara a Saúl, es
necesario que se convenzan que tampoco el Señor Jesús
volvió de esa manera a la vida. En conclusión, en esta
disputa o han de salir condenados o han de ceder".
"La explicación del hecho es la siguiente. ¿Cómo podía el
demonio de una mujer adivina evocar el alma del santo
profeta que desde largo tiempo estaba en el seno de
Abraham y descansaba en el paraíso, siendo así que
siempre, lo que tiene menos fuerzas, es vencido por el más
fuerte? ¿Luego Samuel, según se cree, volvió a ver la luz?
De ninguna manera. Pues bien, ¿qué hay que pensar de todo
ello? Como los ángeles se apresuran a asistir a los que con
mente pura miran a Dios, así los demonios atienden a los
magos, encantadores, adivinos y a los que venden sus
locuras so capa de adivinación por esos campos extraviados.
Ya lo dijo el apóstol: "Si Satanás se transfigura en ángel de
luz, no es de maravillar que se transfiguren también sus
ministros" (2Cor 11, 14). De ahí que el Anticristo es una
especie de Cristo.
"Pues bien, Samuel no fue evocado, sino que los demonios
se mostraron a aquella mujer y al prevaricador Saúl en la
forma de la persona del profeta. La misma Escritura nos lo da
a entender, al decir Samuel a Saúl: Y tú estarás hoy conmigo.
¿Cómo podía estar con Samuel el adorador de dioses y de
demonios? ¿No saben todos que Samuel no estaba con los
injustos? Luego, si no fue posible que nadie evocara el alma
del profeta, ¿cómo puede creerse que el Señor Jesús salió de
la tierra y del sepulcro por arte de encantamiento, cuando sus
discípulos lo vieron entrar en el cielo y, por no negar esta
verdad, sufrieron de buena gana la muerte? Y si esto no
basta para prueba, apréndanlo por lo menos de los que de
prevaricadores y adoradores de los demonios se han pasado
espontáneamente a una vida perfecta y mejor".
Arrastrados y a puntapiés
Después de este largo discurso, Pionio dio orden a los
visitantes de que salieran inmediatamente de la cárcel.
Después, acompañado de una turba de seguidores, llegó
Polemón gritando con voz terrible: "Euctemón, el jefe de
ustedes, ha sacrificado ya, y el magistrado les manda que
vayan a toda prisa al templo".
Pionio le contestó: "Los encarcelados deben esperar la
llegada del procónsul. ¿Por qué se atribuyen, con ilegítima
temeridad, un derecho que no les corresponde? Ante esta
repulsa, se retiraron; pero, luego, regresaron con mayor
caterva de gente. Entonces el comandante de caballería
apremió a Pionio con estas arteras y fingidas palabras: "El
procónsul nos ha enviado y dado órdenes para que los
conduzcamos a Éfeso".
Pionio replicó: "Venga el que ha recibido la orden e
inmediatamente saldremos".
El comandante o, como entonces se llamaban los verdugos,
"turmario", hombre de dignidad, le repuso: "Si te niegas a
obedecer mis órdenes, pronto te darás cuenta del poder que
tiene un turmario".
Mientras hablaba, le echó una soga al cuello, y con tanta
fuerza le cerró la garganta que apenas podía respirar; lo
entregó a los alguaciles para que lo condujeran al templo.
Estos también lo apretaron de tal modo que no podía recibir
ni exhalar el aliento.
Fueron arrastrados al foro Pionio, Sabina y los demás,
mientras a grandes voces proclamaban: "¡Somos cristianos!".
Y, como sucede con los que son llevados a la fuerza, se
tiraban al suelo para retardar la marcha y así retrasar la
entrada al templo.
Seis alguaciles llevaban y a la vez arrastraban a Pionio. Al
cansárseles los hombros a uno y otro lado, lo castigaron a
puntapiés, a fin de que o no se hiciera tan pesado o, vencido
por el dolor, siguiera por sí mismo. Sin embargo, nada
lograron con sus apremios ni tuvieron efecto los malos tratos.
Él se mantuvo tan inmóvil, como si los puntapiés de los
alguaciles añadieran peso a su cuerpo. Al verlo tan inmóvil,
pidieron ayuda, esperando vencerlo por el número ya que por
la fuerza no lo lograron.
Levantaron en vilo a Pionio y, transportándolo entre cantos y
algazara, lo colocaron como una víctima junto al altar, en el
mismo lugar en que estaba el que poco antes, según decían,
había
sacrificado. Entonces los jueces con voz severa le
preguntaron: "¿Por qué no sacrifican ustedes?". Ellos
respondieron: "Porque somos cristianos".
Los jueces preguntaron de nuevo: "¿A qué Dios adoran?".
Respondió Pionio: "Adoramos al Dios que hizo el cielo y lo
tachonó de estrellas; creó la tierra y la adornó con flores y
árboles; formó los mares que rodean con sus corrientes la
tierra y los selló con ley fija de sus términos u orillas".
Los jueces insistieron: "¿Te refieres al que fue crucificado?; y
Pionio replicó: "Me refiero a aquel al que el Padre envió para
la salvación del mundo".
Los jueces estallaron en risas sarcásticas. Pero Pionio les
espetó: "Respeten la religión, observen la justicia y
obedezcan sus leyes. ¿Por qué violan sus propias leyes, no
cumpliendo lo ordenado? Pues tienen órdenes de castigar, no
de violentar las conciencias de los que se oponen al edicto
imperial".
Disputas y bofetadas
Un tal Rufino, hombre elocuente, de fácil palabra y prestigioso
orador, gritó; "¡Basta, Pionio! ¿Por qué buscas una gloria
vana con pomposa jactancia?".
Pionio respondió: "¿Esto te lo enseñan tus historias? ¿Esto te
lo muestran tus libros? ¿No sufrió esto mismo de parte de los
atenienses el sapientísimo Sócrates? ¿Acaso eran necios y
nacidos para la necedad militar y para las guerras antes que
para las leyes el mismo Sócrates, Aristides y Anaxarco, en los
que cuanto mayor fue la doctrina, mayor fue la elocuencia?
Ellos no se jactaron ni de discursos pomposos ni de
elocuencia, mientras por medio de la doctrina filosófica
llegaban a la fundamentación de la justicia, a la moderación y
a la templanza. En materia de la propia alabanza, hay una
moderación laudable como hay una jactancia odiosa".
Rufino, como herido por un rayo con el discurso del
bienaventurado mártir, no habló más.
Otro hombre, de muy distinguida categoría social, le dijo: "¡No
grites tanto, Pionio!". Y Pionio respondió: "¡No seas tú
impulsivo, construye una hoguera y espontáneamente nos
arrojaremos a las llamas!".
Otro hombre intervino para denunciar: "Sepan ustedes que,
por las palabras y los ejemplos de Pionio, otros toman fuerza
para no sacrificar".
Después, intentaron poner en la cabeza de Pionio las coronas
que los sacrílegos acostumbran llevar. Pero él las deshizo y
arrojó sus pedazos ante los mismos altares a los que solían
adornar.
Un sacerdote iba llevando las entrañas calientes de los
asadores, con intención de ofrecérselas a Pionio; pero no se
atrevió a acercarse a ninguno de los mártires y tuvo que
tragárselas él solo frente a todos en su vientre execrable.
(Eran carnes ofrecidas a los ídolos).
Ellos, en cambio, con voz fuerte repetían: "¡SOMOS
CRISTIANOS!". Como los jueces no sabían qué hacer con
ellos, los hicieron volver a la cárcel, mientras la gente les
propinaba bofetadas. Al ser conducidos a la cárcel, fueron
colmados de insultos y sarcasmos de parte de los sacrílegos.
Uno, por ejemplo, dijo a Sabina: "¿No podías morir en tu
patria?". Sabina contestó: "¿Cuál es mi patria? Yo soy
hermana de Pionio".
El organizador de los espectáculos dijo a Asclepíades: "Una
vez que te condenen, yo te reclamaré para los combates de
los gladiadores".
Al entrar en la cárcel, un alguacil descargó tal puñetazo sobre
la cabeza de Pionio, que por el mismo ímpetu se hirió a sí
mismo y se le hincharon las manos y los costados. Una vez
encerrados en la cárcel, entonaron un himno de acción de
gracias a Dios, pues en su nombre se habían mantenido en la
fe y en la religión católica.
No sacrifico
Días después, según era costumbre, el procónsul regresó a
Esmirna. Le presentaron a Pionio y así comenzó el
interrogatorio:
-¿Cómo te llamas?
-Pionio.
-Sacrifica.
-¡De ninguna manera!
-¿A qué secta perteneces?
-A la católica.
-¿De qué católica?
-Sacerdote de la Iglesia católica.
-¿Eres tú maestro de ellos?
-Enseñaba.
-Enseñabas la necedad.
-La piedad.
-¿Qué piedad?
-La piedad que se debe al Dios que hizo el cielo, la tierra y el
mar.
-Sacrifica.
-Yo he aprendido a adorar al Dios vivo.
-Nosotros adoramos a todos los dioses, al cielo y a los que
están en él. ¿Por qué miras al aire? Sacrifica.
-Yo no miro al aire, sino a aquel que hizo el aire.
-Dime quién lo hizo.
-Es imposible decir algo acerca de él.
-Debes decir que fue Júpiter que está en el cielo y con el cual
están todos los dioses y diosas. Sacrifica, pues, al rey del
cielo y de todos los dioses.
Como Pionio nada respondiese, el procónsul mandó que le
colgaran del potro para arrancarle con los tormentos lo que
no podía con las palabras. Después de haberlo sometido al
suplicio, el procónsul le dijo:
-Sacrifica.
-¡De ninguna manera!
-Muchos sacrificaron, evitaron los tormentos y ahora gozan
de la luz. Sacrifica."
-¡Jamás!
-¿En absoluto?
- ¡En absoluto!
¿Por qué tan presumidamente corres hacia la muerte, por no
sé qué idea loca? ¡Haz lo que se te manda!
-Yo no soy presumido, sino que temo al Dios eterno.
-¿Qué dices? ¡Sacrifica!
-Ya oíste que temo al Dios vivo.
-Sacrifica a los dioses.
-No puedo.
Ante esta firme y resuelta actitud del bienaventurado mártir, el
procónsul deliberó largamente con su asesor y, luego, se
dirigió nuevamente a Pionio:
-¿Perseveras en tu propósito y no te arrepientes siquiera
tarde?
-¡De ninguna manera!
-Tienes plena libertad para pensar con mejor consejo y larga
deliberación lo que te convenga.
-Ya manifesté mi decisión.
-Ya que tienes prisa por morir, serás quemado vivo.
Y mandó leer la sentencia de la tablilla: "Mando que Pionio,
hombre de mente sacrílega y que ha confesado ser cristiano,
sea abrasado por las llamas vengadoras, para que infunda
terror a los hombres y satisfaga a la venganza de los dioses".
Señor, recibe mi, alma
Aquel gran varón se puso en marcha para servir de ejemplo a
los cristianos y de solaz a los sacrílegos. No vacilaba su
paso, ni le temblaban las rodillas, ni se entorpecían sus
miembros, como suele suceder a los que caminan a la
muerte. No se turbaba su alma al ver llegar el mal, ni
retardaba su marcha con vacilantes pagos la proximidad de la
muerte, sino que iba a su encuentro con pie ligero, cuerpo
ágil, mente segura y alma libre.
Llegado al estadio, antes de que el secretario de prisiones le
diera la orden, él mismo quitó sus vestidos. Mirando entonces
sus miembros que habían conservado puros y castos, levantó
sus ojos al cielo y dio gracias a Dios, cuya bondad lo
conservó así.
Puesto encima de la hoguera levantada por el furor pagano,
él mismo dispuso sus miembros para que fueran atravesados
por gruesos clavos de vigas. Al verle clavado, el pueblo, fuera
por compasión o por interés, gritó: "Cambia de idea, Pionio, y
te quitarán los clavos, si prometes hacer lo que se te mande".
Pionio respondió: "Ya siento sus heridas, y me doy cuenta de
que estoy clavado". Momentos más tarde, añadió: "La causa
principal que me lleva a la muerte, es que quiero que todo el
pueblo comprenda que hay una resurrección después de la
muerte".
Después, levantaron a Pionio y al presbítero Metrodoro junto
con los troncos en los que estaban clavados; y sucedió que
Pionio estaba a la derecha y Metrodoro a la izquierda,
mientras sus ojos y sus almas estaban dirigidos al oriente.
En fin, pegaron fuego a la pira. Al echarle más leña, la llama
cobró fuerzas y crepitó devastadora por entre los ardientes
troncos.
Pionio, con los ojos cerrados y tácita oración, pedía a su Dios
el último descanso. Poco después, abrió los ojos, miró con
rostro radiante el gran fuego y dijo: ¡Señor, recibe mi alma!
¡Amén! Como si eructara, vomitó su alma y encomendó su
espíritu a aquel que había de recompensarle con el premio
debido y que había prometido pedir cuenta de las almas
injustamente condenadas.
Tal fue la muerte del bienaventurado Pionio. Tal fue el
martirio de un varón cuya vida fue siempre sin tacha, sin
mancha y libre. Su sencillez fue pura, su fe tenaz, su
inocencia constante. Su pecho excluyó todo vicio, porque
estaba siempre abierto a Dios. Así él por las tinieblas llegó a
la luz y, entrando por la puerta estrecha, salió a lugares llanos
y espaciosos.
Dios omnipotente mostró también una señal de su triunfo.
Apenas se extinguió el fuego, los que se habían reunido allí o
por compasión o por curiosidad, hallaron tan íntegro el cuerpo
de Pionio que parecía se le hubieran añadido miembros.
Tenia las orejas levantadas, los cabellos mejores, la barba
florida y tal compostura en todos sus miembros que parecía
haberse vuelto joven. Así el cuerpo, reducido a menor edad
por el fuego, mostraba la gloria del mártir y era un ejemplo de
la futura resurrección.
Su rostro resplandecía de maravillosa gracia y brillaron
muchos otros signos de gloria angélica. Todo ello aumentó la
confianza en los cristianos y el temor en los paganos.
Estas cosas sucedieron bajo el procónsul Julio Procio
Quintiliano; siendo cónsules el emperador Cayo Mesio Quinto
Trajano Decio y Vitio Grato; cuatro días antes de los idus de
marzo, según el cálculo romano, y el mes sexto, según el
asiático; era un sábado, a la hora décima. Así sucedieron tal
como lo hemos escrito, bajo el reinado de nuestro Señor
Jesucristo, a quien sean el honor y la gloria por los siglos de
los siglos. Amén.
Actas de san Acacio, obispo
(en Antioquía de Pisidia, año 250)
Estas Actas contienen una vivísima disputa entre el consular
Marciano y el obispo san Acacio. No hay golpes bajos, sino
un amplio despliegue de retórica. Más tarde, las Actas fueron
enviadas al emperador Decio que, al leerlas, se dejó escapar
una sonrisa y dejó libre al prisionero. Este proceso es notable
porque termina con la absolución del mártir.
Oraciones por la justicia y la paz
Cada vez que recordamos los hechos gloriosos de los siervos
de Dios, damos gracias a aquel que protege al paciente en el
tormento y corona al vencedor con la gloria.
Marciano, consular, nombrado prefecto por el emperador
Decio y enemigo de la ley cristiana, mandó que le fuera
presentado Acacio, del que había oído decir que era el
escudo y el refugio de los cristianos de aquella región.
Introducido ante el tribunal, Marciano le dijo: "Puesto que
vives bajo las leyes de Roma, debes amar a nuestros
príncipes".
Acacio respondió: "¿Quién tiene más respeto y amor al
emperador que los cristianos? Continuamente hacemos
oración por él, para que alcance larga vida, gobierne con
justo poder a los pueblos y goce de la paz durante su reinado.
También oramos por la salud de los soldados y por la
conservación de todo el orbe".
Marciano: "Te felicito; pero, para que el emperador conozca
mejor tu homenaje, ofrécele un sacrificio en nuestra
compañía".
Acacio: "Yo ruego a mi Dios, que es verdadero y grande, por
la salud del emperador; pero en cuanto al sacrificio, ni él nos
lo puede exigir ni nosotros ofrecérselo. ¿Quién se atrevería a
ofrecer un sacrificio a un hombre?".
Marciano: "¿A qué Dios diriges tu oración, para que nosotros
también le ofrezcamos sacrificios?".
Acacio: "Anhelo que conozcas lo que te es de provecho y,
sobre todo, conozcas al verdadero Dios".
Marciano: "Dime su nombre".
Acacio: "Dios de Abraham y Dios de Isaac y Dios de Jacob".
Marciano: "¿Son estos nombres de dioses?".
Acacio: "No son dioses; sino aquel que les habló, ése es el
Dios verdadero y a él hemos de temer".
Marciano: "¿Qué Dios es ése?".
Acacio: "Adonai, el Altísimo, el que se sienta sobre los
querubines y los serafines".
Marciano: "¿Qué son esos querubines y serafines?".
Acacio: "Son ministros del Dios altísimo y asisten a su
excelso trono".
Sarcasmos y burlas
Marciano: "Esta es una inútil disputa filosófica. No te dejes
atrapar. Más bien, desdeña las cosas invisibles y reconoce a
los dioses que tienes delante de los ojos".
Acacio: "¿Cuáles son los dioses a los que me mandas
sacrificar?".
Marciano: "Apolo, nuestro salvador. El ahuyenta el hambre y
la peste y rige y conserva a todos".
Acacio: "Ese Apolo ¿es el mismo al que ustedes tienen por
intérprete del futuro? ¡Buen adivino! El infeliz corría loco de
amor por una muchachita, ignorando que iba a perder su
presa suspirada. Es evidente que ni fue adivino el que esto
ignoraba, ni Dios el que se dejó burlar por una joven. No fue
ésta su única desgracia, ya que la suerte le deparó un golpe
más cruel. Como estaba poseído por un torpe amor a los
adolescentes, se prendó de la hermosura de Jacinto y se
enamoró de él, como bien saben ustedes; pero, ignorante del
futuro, mató con un tiro de disco a aquel a quien más
deseaba que viviera. Ese Apolo, ¿es el mismo que fue
jornalero de Neptuno y que guardó rebaños ajenos? ¿A ése
me mandas que sacrifique?
¿O prefieres que sacrifique a Esculapio muerto por un rayo, o
a la adúltera Venus, o a los demás monstruos? ¿Por miedo
de perder esta vida, habrá de sacrificarles? ¿Habría de
adorar a los que me avergüenzo de imitar, a los que
desprecio, a los que condeno, a los que aborrezco? Si
alguien quisiera ahora imitar sus ejemplos, no escaparía al
severo castigo de las leyes de ustedes. ¿Cómo, pues, puede
ser que adoren en los dioses lo que castigarían en los
hombres?".
Marciano: "Muy frecuentemente los cristianos vomitan mil
injurias contra nuestros dioses. Por eso te ordeno que vengas
conmigo al templo de Júpiter y Juno, celebremos juntos un
grato banquete y rindamos a las divinidades el culto que se
les debe".
Acacio: "¿Cómo puedo yo sacrificar aquí a alguien que, como
todos saben, está sepultado en Creta? ¿Acaso, resucitó de
entre los muertos?".
O la bolsa o la vida
Marciano: "O sacrificas o mueres".
Acacio: "Tu amenaza se asemeja á la que dirigen los
bandoleros de Dalmacia, maestros en el arte de robar. Se
apostan en los desfiladeros y lugares escondidos y están al
acecho de los viandantes. Apenas aparece un pobre viajero,
lo conminan con este dilema: 'O la bolsa o la vida'. Allí no
admiten razones. La única razón es la fuerza del que intimida.
Tu ultimátum es similar, ya que me mandas cumplir una
acción injusta o me amenazas con la muerte. Nada me
asusta, nada temo. Las leyes castigan al libertino, al adúltero,
al ladrón, al corruptor sexual, al malhechor y al homicida. Si
fuera reo de estos crímenes, yo mismo me condenaría, sin
aguardar tu sentencia. En cambio, si fuera condenado al
suplicio por adorar al Dios verdadero, no sería condenado por
la ley, sino por la arbitrariedad del juez".
Uno de nuestros profetas clama sin cesar: No hay quien
busque a Dios; todos se han extraviado, todos a una se han
vuelto inútiles (Sal 52, 3-4). No tienes excusas, pues está
escrito: Como uno juzga, será juzgado. Y otra vez: Como
juzgas, serás juzgado; y como obras, así obrarán contigo
(Mt 7, 2; y Lc 6, 37).
Marciano: "A mí no se me manda juzgar, sino obligar. Si
desprecias mi intimidación, puedes estar seguro del castigo".
Acacio: "También a mí se me ha mandado no negar jamás a
mi Dios. Si tú obedeces a un hombre frágil y de carne, que
muy pronto abandonará este mundo y, como se sabe, será
pasto de los gusanos, ¡con cuánta mayor razón he de
obedecer yo a un Dios potentísimo, cuyo poder consolidó
todo lo que existe! Él dijo: Si uno me niega delante de los
hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre celestial,
cuando venga en mi gloria y poder a juzgar a los vivos y a los
muertos (Mt 10, 33)".
Guiarse por la voluntad de Dios
Marciano: "Justamente lo que tanto deseaba saber, lo acabas
de confesar ahora: el error capital de las creencias y de la ley
de ustedes. Según dices, ¿tiene Dios un hijo?".
Acacio: "Lo tiene".
Marciano: "¿Y quién es ese hijo de Dios?".
Acacio: "El Verbo de gracia y de verdad".
Marciano: "¿Es ése su nombre?".
Acacio: "No me habías preguntado por el nombre, sino por el
poder del Hijo.
Marciano: "Dime su nombre".
Acacio: "Su nombre es Jesucristo".
Marciano: "¿Qué diosa lo concibió?".
Acacio: "Dios no engendró a su Hijo al modo humano con una
mujer, sería absurdo afirmar que la majestad divina pudiera
tener contacto con una doncella. Dios, cuando con su mano
derecha formó a Adán, compuso con el barro los miembros
de aquel primer hombre y, después de haber completado
toda la figura, le infundió alma y aliento; pero el segundo
Adán, el Hijo de Dios, el Verbo de la verdad, procedió del
corazón de Dios. Por eso está escrito: Mi corazón produjo
una palabra santa (Sal 44, 1)".
Marciano: "¿Luego Dios tiene cuerpo?".
Acacio: "El sólo lo sabe. Nosotros no conocemos la forma
invisible, sino que veneramos su virtud y poder".
Marciano: "Si no tiene cuerpo, no conocerá ni el corazón ni
los sentidos, dado que los sentidos no se manifiestan sin
miembros".
Acacio: "La sabiduría no nace en esos miembros, sino que es
don de Dios. ¿Qué tiene que ver el cuerpo con el sentido?".
Marciano: "Mira a los frigios, hombres de religión antigua.
Ellos abandonaron su religión, se convirtieron a mis dioses y
les ofrecen sacrificios junto con nosotros. Apresúrate a
imitarlos. Reúne a todos los cristianos de la ley católica y con
ellos abraza la religión de nuestro emperador. Trae contigo a
todo el pueblo que está bajo tu jurisdicción".
Acacio: "Todos ellos no se rigen por mi voluntad, sino por los
mandamientos de Dios. Me escucharán si les enseño cosas
justas; pero si les enseño cosas malas y nocivas, me
despreciarían".
Sonrisas y ascensos en el palacio imperial
Marciano: "Entrégame los nombres de todos los cristianos".
Acacio: "Sus nombres están escritos en las páginas divinas
del libro del cielo. ¿Cómo pueden ver ojos mortales lo que
registró el poder inmortal e invisible de Dios?".
Marciano: "¿Dónde están los otros magos, compañeros de tu
arte y maestros de este artificioso embuste?".
Acacio: "Todo lo que tenemos, lo recibimos de Dios, y
aborrecemos toda secta de arte mágica".
Marciano: "Ustedes son magos, porque han introducido no sé
qué nueva modalidad religiosa".
Acacio: "Nosotros despreciamos a esos dioses que ustedes
antes fabrican y luego veneran. Sin duda, si al artista le
faltara el mármol o el mármol no encontrara artista, ustedes
se quedarían sin dioses. En cambio, nosotros no veneramos
a aquel a quien hemos fabricado, sino a aquel que nos formó.
El nos creó como señor, nos amó como padre y como buen
defensor nos libró de la muerte eterna.
Marciano: "Dame los nombres o serás condenado".
Acacio: "Estoy ante tu tribunal y me preguntas nombres.
¿Esperas vencer a muchos cuando yo solo te estoy
derrotando? Si gustas saber mi nombre propio, me llamo
Acacio; si quieres saber aún más, mi sobrenombre es
Agatángel. Te puedo dar otros dos nombres: Pisan, obispo de
Troya, y Menandro, presbítero. Ahora haz lo que te plazca".
Marciano: Irás a la cárcel hasta que el emperador conozca las
actas del proceso y, luego, según su voluntad decida lo que
haya que hacer contigo.
El emperador Decio leyó el informe completo; admiró Las
agudas respuestas de la disputa y no pudo contener una
sonrisa. Sin pérdida de tiempo, premió a Marciano con el
gobierno de Panfilia. Con respecto a Acacio, expresó su
sincera admiración por él, le tuvo en gran estima y le
concedió la libertad.
Todo esto tuvo lugar durante el consulado de Marciano, bajo
el emperador Decio, cuatro días antes de las calendas de
abril (29 de marzo).
Martirio de san Máximo
(en Éfeso, año 250)
Máximo, hombre del pueblo, mientras atendía su pequeño
negocio, anhelaba el martirio. Su entrega espontánea es
admirable, pero no aconsejable como camino ordinario.
El emperador Decio, queriendo oprimir y vencer la religión
cristiana, promulgó edictos, en los que intimaba a todos los
cristianos a renunciar al Dios vivo y verdadero y a sacrificar a
los demonios. Los que se negaran, serían sometidos a los
tormentos.
Por aquel tiempo, Máximo, siervo de Dios y varón santo, se
declaró espontáneamente cristiano. Máximo era un hombre
del pueblo y atendía su pequeño negocio. Fue, pues,
detenido y presentado ante el procónsul Óptimo, en Asia.
El procónsul le preguntó: "¿Cómo te llamas?".
-Máximo.
-¿De qué condición eres?
-Libre de nacimiento, pero esclavo de Cristo.
-¿Qué oficio ejerces?
-Soy un hombre del pueblo y vivo de mi negocio.
-¿Eres cristiano?
-Aunque pecador, soy cristiano.
-¿No conoces los decretos de nuestros invictísimos príncipes,
que acaban de ser promulgados?
-¿Cuáles?
-Los decretos que ordenan que todos los cristianos
abandonen su vana superstición, reconozcan al verdadero
príncipe al que todo está sujeto y adoren a los dioses de éste.
-Si, conozco el injusto decreto pronunciado por el emperador
de este mundo, y por esto públicamente me he manifestado
cristiano.
-Sacrifica, pues, a los dioses.
-Yo no sacrifico sino al solo Dios, al que he sacrificado desde
mi primera edad y me alegro de ello.
-Sacrifica para salvarte; si lo rehúsas, te haré morir en medio
de los suplicios.
-Desde siempre lo he deseado. Me he manifestado cristiano,
precisamente para salir de esta vida miserable y temporal y
alcanzar la vida eterna.
Entonces el procónsul ordenó que se lo azotara con varas.
Mientras se lo azotaba, le decía: "Sacrifica, Máximo, para
liberarte de estos suplicios".
Máximo respondió: "Estas torturas que se sufren por el
nombre de nuestro Señor Jesucristo, no son torturas, sino
unciones. Si me apartara de los mandamientos de mi Señor,
que conozco por su evangelio, entonces sí que me
esperarían tormentos verdaderos y eternos".
Entonces el procónsul mandó que se le colgara del potro.
Mientras se lo torturaba, le decía: "Toma conciencia,
miserable, de tu necedad y sacrifica para salvar tu vida".
Máximo respondió: "Sí, salvaré mi vida si no sacrifico; pero, si
sacrificara, la perdería. Ni las varas, ni los garfios, ni el fuego
me producen dolor alguno. Permanece en mí la gracia de
Cristo que me salvará para siempre, por las oraciones de
todos los santos. Ellos, luchando en este género de combate,
vencieron todos vuestros furores y nos dejaron ejemplos de
valor".
Entonces el procónsul dictó sentencia contra él, diciendo: "Ya
que Máximo rehusó obedecer las sagradas leyes que
ordenaban sacrificar a la gran diosa Diana, la divina
clemencia mandó que sea apedreado, para temible
escarmiento de los demás cristianos".
Así el atleta de Cristo fue arrebatado por los ministros del
diablo, mientras daba gracias a Dios Padre por Jesucristo,
Hijo suyo que le juzgó digno de luchar contra el diablo y de
vencerlo. Fue llevado fuera de las murallas y apedreado y así
rindió su espíritu.
Máximo, siervo de Dios, padeció en la provincia de Asia, el
segundo día de los idus de mayo (14 de mayo), bajo el
emperador Decio y el procónsul Óptimo, y bajo el reinado de
nuestro Señor Jesucristo, a quien es la gloria por los siglos de
los siglos. Amén.
Martirio de los santos Carpo, Papilo y Agatonice
(en Pérgamo, hacia el año 250)
Maravilloso es este relato, fundado en los protocolos
judiciales. La peculiar originalidad, la sencillez de la
expresión, tan viva y conmovedora, y la concisión de la
descripción garantizan el más alto grado posible de fidelidad
histórica (Hugo Rahner). Lamentablemente el texto parece
alterado por lagunas, ya que falta el acta del juicio y condena
de Agatonice. Por eso algunos autores pretenden suplir el
acta con aportes de las actas anteriores.
Como es su amor, así es el hombre
Morando el procónsul en Pérgamo, fueron llevados a su
tribunal los bienaventurados Carpo y Papilo, mártires de
Cristo. El procónsul tomó asiento y preguntó: "¿Cómo te
llamas?".
El bienaventurado contestó: "Mi primero y principal nombre es
cristiano; pero si me preguntas el nombre en el mundo, me
llamo Carpo".
El procónsul dijo: "Sin duda, ustedes conocen los decretos de
los augustos que les obligan a adorar a los dioses, dueños
del universo. Por eso les aconsejo que se acerquen a los
altares y sacrifiquen".
Carpo dijo: "Soy cristiano. Adoro a Cristo, el Hijo de Dios, que
no hace mucho tiempo, vino a la tierra para salvarnos y
arrebatarnos de los extravíos del diablo. Por eso no ofreceré
sacrificios a tales ídolos. Haz conmigo lo que quieras. A mí
me es imposible sacrificar a estas sacrílegas apariencias de
los demonios, ya que los que a ellos sacrifican, se hacen
semejantes a ellos. Como los verdaderos adoradores, los que
adoran a Dios en espíritu y verdad, según nos lo recuerda
divinamente el Señor, se asemejan a la gloria de Dios, se
hacen con él inmortales, y participan de la vida eterna por
obra del Verbo; así los que rinden culto a estos ídolos, se
hacen semejantes a la vanidad de los demonios y con ellos
perecen en el infierno. Es, pues, justa sentencia que con el
diablo que extravió al hombre, principal criatura de Dios, y por
su propia maldad envidió" (Existe una laguna en el texto
original).
Los vivos no ofrecen sacrificios a los muertos
El procónsul, irritado: Sacrifica a los dioses y no digas
disparates.
Carpo, sonriendo: ¡Mueran los dioses que no han hecho ni el
cielo ni la tierra!
El procónsul: Es necesario que sacrifiques, porque así lo
ordena el emperador.
Carpo: Los vivos no sacrifican a los muertos.
El procónsul: ¿Te parece que los dioses están muertos?
Carpo: ¿Quieres escucharme? Esos dioses no fueron ni
hombres que vivieran un tiempo para poder morir. ¿Quieres
saber cómo esto es verdad? Quítales el honor que tú,
aparentemente, les tributas y conocerás que no son nada.
Son materia terrena que con el tiempo se corrompe. En
cambio, nuestro Dios, que es intemporal y hacedor de los
tiempos, permanece incorruptible y eterno, siempre él mismo,
sin sufrir aumento ni mengua, mientras los ídolos son
fabricados por los hombres y, como dije, se destruyen con el
tiempo, Ahora bien, si emiten oráculos y engañan a los
hombres, no te asombres. El diablo, que desde el principio
cayó de su propio orden, por maldad que le es familiar,
procura anular el amor que Dios tiene al hombre y, apremiado
por los santos, se declara su adversario, les prepara guerras
y anticipadamente anuncia lo que quiere a los suyos. De
manera semejante, como es más viejo de días que nosotros,
por lo que nos conjetura lo que nos ha de pasar y lo anuncia:
justamente los males que él ha de perpetrar. Pues bien, por
sentencia de Dios puede conocer la maldad, y por permisión
de Dios tienta a los hombres, buscando apartarlos de la
religión. Créeme, pues, oh procónsul, que ustedes están en
una no pequeña vanidad.
El procónsul: Dijiste muchas tonterías y terminaste
maldiciendo a los dioses y a los augustos. Para que la cosa
no siga adelante, ¿sacrificas o qué dices?
Carpo: Imposible que yo sacrifique. Jamás sacrifiqué a ídolos.
Inmediatamente, lo hizo suspender del potro y desgarrar con
garfios. Mientras lo torturaban, él gritaba: "Soy cristiano". Lo
desgarraron por tanto tiempo que desfalleció y ya no pudo
hablar.
Lo más bello y lo más grande
El procónsul dejó a Carpo y, dirigiéndose a Papilo, le
preguntó: "¿Formas parte del Consejo de la ciudad?".
Papilo: Soy un simple ciudadano.
El procónsul: ¿De qué ciudad?
Papilo: De Tiatira.
El procónsul: ¿Tienes hijos?
Papilo: Sí, muchos, gracias a Dios.
Uno del pueblo gritó: "El declara tener hijos en el sentido de la
fe de los cristianos".
El procónsul: ¿Por qué mientes diciendo que tienes hijos?
Papilo: ¿Quieres comprobar que no miento, sino que digo la
verdad? En toda la provincia y en toda la ciudad tengo hijos
según Dios.
El procónsul: ¿Sacrificas o qué dices?
Papilo: Desde mi juventud sirvo a Dios y jamás ofrecí
sacrificios a los ídolos. Soy cristiano. Y nada más escucharás
de mi boca, porque tampoco es posible decir nada más
grande ni más bello.
También a éste lo hizo suspender del potro, donde fue
desgarrado por tres parejas de verdugos que se alternaron.
No se dejó escapar ni una queja y, como valiente atleta,
soportó la rabia del enemigo.
El procónsul, al ver la constancia extraordinaria de los
mártires, los condenó a ser quemados vivos. Bajando del
potro, ambos caminaban presurosos hacia el anfiteatro,
deseosos de verse cuanto antes libres del mundo, Clavaron
primero a Papilo en el poste, lo levantaron en alto y
encendieron la hoguera, en la que el mártir, tranquilamente
recogido en oración, entregó su espíritu.
Sonrisa divina
A continuación, Carpo fue clavado en el poste. Los
espectadores más próximos lo vieron sonreír y, sorprendidos,
le preguntaron: "¿Qué te pasa, que ríes?".
El bienaventurado contestó: "He visto la gloria del Señor y me
regocijé. También porque me voy a ver libre de ustedes y no
tendré parte en sus maldades".
Un soldado amontonaba haces de leña. Cuando les prendió
fuego, el santo desde lo alto del patíbulo dijo: "También
nosotros somos hijos de la misma madre y tenemos la misma
carne; pero todo lo soportamos, con la mirada fija en el
tribunal de la verdad".
Mientras decía esto, aplicaron el fuego. Y él se puso a orar:
"Bendito seas, Señor Jesucristo, Hijo de Dios, por haberme
juzgado digno a mí también, pecador, de tener parte en tus
sufrimientos".
Al decir esto, entregó su alma.
El llamado del martirio
Estaba presente una mujer, de nombre Agatonice. Ella
también vio la gloria del Señor que Carpo declaraba haber
contemplado. Comprendió que era un llamado del cielo y al
instante exclamó: "Este banquete está preparado también
para mí. Tengo que tomar parte y comer de este banquete
glorioso".
El pueblo le gritaba: "Ten lástima de tu hijo".
La bienaventurada Agatonice contestó: "Mi hijo tiene a Dios.
Como Dios vela por todos, así tendrá compasión de él. Yo,
¿para qué me quedo aquí?".
Se despojó de su manto y, henchida de júbilo, se fue a clavar
en el poste.
Los espectadores, en lágrimas, protestaban: "¡Qué sentencia
inicua y qué decretos injustos!".
Levantada ya en el poste y alcanzada por el fuego, Agatonice
gritó por tres veces: "¡Señor, Señor, Señor, ayúdame, porque
en ti me refugio!".
De esta manera entregó su espíritu y consumó el martirio con
los santos.
Los cristianos recogieron en secreto las reliquias de todos y
las guardaron para gloria de Cristo y alabanza de sus
mártires. A él deben la gloria y el poder, junto con el Padre y
el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los
siglos. Amén.
Martirio de santa Apolonia y otros
(en Alejandría de Egipto, hacia el año 250)
Este relato es de valor excepcional, ya que los hechos se
desarrollan en Alejandría de Egipto y el relator es el mismo
obispo del lugar, san Dionisio, en una carta a Fabio, obispo
de Antioquía.
Salvación a contrapelo
Yo y los que nos acompañaban caímos hacia la puesta del
sol en poder de los soldados y fuimos conducidos a Taposiris
(Abusir). La divina providencia quiso que Timoteo,
afortunadamente, no estuviera en casa, y no fue prendido. Al
llegar, la encontró vacía, custodiada por oficiales del prefecto,
y se enteró de que se nos había capturado.
¿Y quién dirá los planes maravillosos de la divina
dispensación? Pues quiero decir la pura verdad.
Timoteo, al huir lleno de turbación, se topó con un campesino
que le preguntó la causa de aquella precipitación, y él le dijo
la verdad. El campesino, que se dirigía a celebrar un
banquete de bodas, fue y se lo contó a todos los comensales.
Estos, por impulso unánime y como a señal convenida, se
levantaron todos y, lanzándose a carrera tendida, llegaron en
seguida y se echaron sobre nosotros entre alaridos.
Los soldados de nuestra escolta se dieron a la fuga sin más
averiguar, y nuestros asaltantes se nos pusieron delante, tal
como estábamos, tendidos sobre nuestros petates.
Por mi parte -Dios me es testigo- creí de pronto que se
trataba de una tropa de bandidos que venían a robarnos y a
saquearnos y, desnudo sobre mi camastro, sin más ropa
encima que una camisa de lino, les iba a tender los demás
vestidos que tenía allí al lado. Pero ellos dieron órdenes de
que inmediatamente nos levantáramos y emprendiéramos a
toda prisa la marcha.
Entonces caí en la cuenta del porqué de su venida, y empecé
a dar gritos, rogándoles y suplicándoles que se fueran y nos
dejaran en paz; o, si querían hacernos un favor, yo les pedía
que fueran en busca de nuestros guardias y les llevaran mi
propia cabeza cortada por sus manos.
Mientras yo decía todo esto a gritos, ellos me levantaron a
viva fuerza. Yo me arrojé al suelo boca arriba, y ellos,
tomándome de pies y manos, me sacaron a rastras. Me
acompañaban en aquel momento Cayo, Fausto, Pedro y
Pablo, a los que pongo por testigos de todo y los que me
sacaron a escondidas de aquel pueblito y, montándome sobre
un asno a pelo, me pusieron a salvo.
Fechorías y crímenes
La persecución entre nosotros no comenzó por el edicto
imperial, sino que se le adelantó un año entero.
Un adivino y hacedor de maldades de esta ciudad tomó la
delantera, azuzando contra nosotros a las turbas paganas y
encendiendo su ingénita superstición. Excitados por él y con
las riendas sueltas para cometer toda clase de atrocidades,
no hallaban otra manera de mostrar su piedad para con sus
dioses sino asesinándonos a nosotros.
El primero, al que arrebataron, fue un viejo de nombre
Metras, a quien a todo trance quisieron obligar a blasfemar. Al
no lograrlo, le molieron a palos todo el cuerpo, y atravesaron
su cara y sus ojos con cañas puntiagudas hasta que,
arrastrándole al arrabal, allí le apedrearon.
Después, prendieron a una mujer cristiana de nombre Quinta,
la llevaron ante el altar del ídolo y trataban de forzarla a que
lo adorara. Como ella se negaba y abominaba de aquel
simulacro, la ataron por los pies y la arrastraron por toda la
ciudad por entre áspero empedrado, chocando con enormes
piedras, a la par que la azotaban. Por fin, dando la vuelta al
mismo sitio, allí la apedrearon.
Después de estas hazañas, toda aquella chusma, en tropel
cerrado, se lanzó sobre las casas de los cristianos, e
invadiendo las que cada uno conocía como vecinas, allí se
entregaban a la destrucción, al saqueo y al pillaje. Ponían
aparte para sí los objetos y enseres más preciosos y
lanzaban a la callé los más viles y fabricados de madera, para
prenderles fuego. Aquello ofrecía el espectáculo de una
ciudad tomada al asalto por el enemigo.
Los hermanos lograron escapar y retirarse a escondidas, y
aceptaron con gozo la rapiña de sus bienes, de modo
semejante a aquellos de los que habla la Carta a los Hebreos
(10, 34). Y no tengo noticias de qué nadie, si no fue tal vez
uno, caído en sus manos, renegara del Señor en aquella
ocasión.
Sañas y mas sañas
Prendieron a la admirable virgen, anciana ya, Apolonia, a la
que le rompieron a golpes todos los dientes y le destrozaron
las mejillas.
Encendieron una hoguera a la entrada de la ciudad y la
amenazaron con abrasarla viva, si no repetía a coro con ellos
las impías blasfemias lanzadas a gritos. Ella rogó
humildemente que le dieran un breve espacio de tiempo.
Apenas se vio suelta, saltó precipitadamente sobre el fuego y
quedó totalmente abrasada.
Serapión fue sorprendido en su casa. Después de someterle
a duros tormentos y descoyuntarle todos los miembros, lo
arrojaron de cabeza del piso superior a la calle.
No había camino, ni calle, ni sendero por donde nos fuera
posible dar un paso, sin que se oyeran los gritos
amenazadores de la muchedumbre, que, quien no
blasfemare, sería arrastrado y quemado vivo. Este estado de
violencia duró mucho tiempo hasta que, sucediendo a la
revuelta la sedición y guerra civil, aquellos desgraciados
volvieron contra sí mismos la crueldad que habían usado
contra nosotros. Entonces respiramos por un momento, con
la tregua que se impusieron a su furor contra nosotros.
Pánico y desbande
Súbitamente tuvimos conocimiento del cambio sufrido por
aquel imperio, antes tan benévolo a nosotros; y el pánico de
las amenazas que se cernían sobre nosotros, cundió por
todas partes.
Se promulgó el edicto, casi tan terrible como el profetizado
por nuestro Señor, tal que los mismos elegidos, de ser
posible, iban a sufrir escándalo. Lo cierto es que todos
quedaron aterrados. De entre las gentes de más lustre, unos
se presentaron inmediatamente, muertos de miedo; los que
desempeñaban cargos públicos, se veían arrastrados por sus
mismas funciones; otros, en fin, eran forzados por sus
familiares.
Nominalmente llamados, se acercaban a los impuros y
sacrílegos sacrificios: unos, pálidos y temblando, como si no
fueran a sacrificar, sino a ser ellos mismos las víctimas
sacrificadas e inmoladas a los ídolos. La numerosa chusma
pagana que rodeaba los altares se burlaba de ellos, pues
daban muestras de ser cobardes para todo: para morir por su
fe y para sacrificar contra ella.
Otros, en cambio, pocos en número, corrían más decididos a
los altares, protestando que ni entonces ni antes habían sido
cristianos. Sobre ellos pesa la predicción, bien verdadera, del
Señor, de que difícilmente se salvarán. De los demás, unos
siguieron a un grupo de éstos, otros a otro, y el resto huyó.
De los que fueron prendidos, unos resistieron hasta las
cadenas y la cárcel, en las que se mantuvieron muchos días;
pero luego, aun antes de presentarse ante el tribunal,
abjuraron la fe; otros, tras soportar hasta cierta medida los
tormentos, por fin también apostataron.
Columnas del Señor y testigos del reino
Hubo hombres firmes como bienaventuradas columnas del
Señor, fortalecidos por él y dando pruebas de una fortaleza y
constancia cual decía y convenía a la robusta fe" que los
animaba. Ellos se convirtieron en testigos admirables de su
reino.
De entre estos el primero fue Juliano, enfermo de gota,
incapaz de tenerse en pie ni de andar, que fue llevado ante el
tribunal a hombros de otros dos cristianos. Uno de estos
renegó de su fe sin más tardar. Pero el otro, de nombre
Cronión y de sobrenombre Eunous o Inteligente, y el mismo
viejo Juliano confesaron al Señor. Después de haber sido
paseados por toda la gran ciudad en camellos, mientras eran
azotados sobre las mismas bestias, por fin rodeados por todo
el pueblo, fueron quemados con cal viva.
Mientras los llevaban al suplicio, un soldado de nombre
Besas que los acompañaba, se enfrentó con la chusma que
los insultaba. Todos gritaron contra él, lo condujeron ante el
tribunal y, tras cubrirse de gloria en esta gran guerra por la
religión, le cortaron la cabeza al valerosísimo combatiente de
Dios.
Otro, libio de nación y de nombre Macario (=Bendito), fue
instado largamente por el juez para que renegara de la fe;
pero, al rehusarse hasta el fin, fue quemado Vivo. También
Epímaco y Alejandro, después de haber pasado largo tiempo
en la cárcel y haber soportado infinitos tormentos de garfios y
azotes, fueron enterrados en cal viva.
Con ellos murieron cuatro mujeres. A Ammonaria, santa
virgen, la mandó atormentar el juez muy a porfía, ya que ella
había declarado que no pronunciaría palabra que él le
mandase. Como hizo verdadero su dicho, fue conducida al
suplicio. Las demás: la muy venerable anciana Mercuria y
Dionisia, madre de muchos hijos a los que, sin embargo, no
amó por encima del Señor -por sentir el juez vergüenza de
seguir atormentando sin objeto alguno y ser vencido por
mujeres- murieron a filo de espada, sin pasar por los
tormentos, pues los había sufrido por todas su abanderada
Ammonaria.
También fueron entregados al prefecto, Herón, Ater e Isidoro,
egipcios y, con ellos, un muchacho de quince años, de
nombre Dióscoro. Antes que a nadie, el juez trató de seducir
con palabra a Dióscoro, por suponerlo fácilmente seducible;
y, luego, lo sometió a los tormentos, creyendo que cedería
fácilmente a ellos; pero Dióscoro ni se dejó persuadir por
razones ni se rindió a los tormentos. A los otros, después de
desgarrarlos ferocísimamente, como se mostraron firmes en
la fe, los mandó quemar vivos. A Dióscoro, en cambio, que se
había públicamente cubierto de gloria y había respondido con
la mayor cordura a las preguntas del interrogatorio, lo puso en
libertad, lleno de admiración, alegando que le daba un plazo
de tiempo para cambiar su modo de pensar. Al presente, el
piadosísimo Dióscoro está con nosotros, reservado para más
largo combate y más alto premio.
Nemesión, también egipcio, fue calumniosamente delatado
de formar parte de una banda de salteadores. La calumnia
era absurdísima y por eso el tribuno lo absolvió. Luego, fue
denunciado como cristiano y llevado entre cadenas a
presencia del prefecto. Este, con iniquidad extrema, lo
sometió a dobles tormentos y azotes, más que a los
bandoleros, y, por fin, lo mandó quemar vivo con éstos,
después de honrar al bienaventurado con castigo semejante
al de Cristo.
¡Valientes los soldados!
Todo un destacamento de soldados formado por Ammón,
Zenón, Tolomeo, Ingenes y el viejo Teófilo, se hallaba ante el
tribunal. Se estaba viendo la causa de un cristiano, el cual
estaba a punto de renegar de su fe.
Estos soldados, que rodeaban el tribunal, empezaron a
rechinar los dientes, hacían señas con él rostro, levantaban la
mano y gesticulaban con todo el cuerpo. Muy pronto llamaron
la atención de todos los asistentes al juicio. Pero ellos, antes
de que alguno por otro motivo les echara mano, se
adelantaron a subir corriendo al estrado, proclamándose
cristianos.
Los jueces y los asesores temblaron de miedo. Allí se dio el
caso de mostrarse los reos animosísimos para los tormentos
que habían de sufrir y cobardes los jueces que habían de
pronunciar sentencia. Los soldados salieron en triunfo del
tribunal, jubilosos por haber dado testimonio de su fe; y era
así que Dios triunfaba gloriosamente en ellos.
Sangre de mártires, semilla de cristianos
Muchísimos otros, por ciudades y aldeas, fueron hechos
pedazos por los paganos. Haré mención de un solo caso,
como ejemplo.
Isquirión administraba a sueldo los bienes de un magistrado,
que le dio orden de sacrificar. Ante la negativa del criado, el
amo lo injurió. El criado persistió en su actitud y el amo se
propasó en malos tratos. Como todo lo soportaba Isquirión, el
amo tomó un enorme palo con el que atravesó los intestinos y
las entrañas del criado y así le quitó la vida.
¿A qué hablar de la muchedumbre de los que, errantes por
montes y despoblados, perecieron de hambre y sed, de frío y
enfermedades, o cayeron en poder de los salteadores o
fueron pastos de las fieras? Los sobrevivientes son testigos
de la elección y victoria de los demás. Como ilustración de
muchos otros, quiero referir un solo caso.
Queremón, que había llegado a una edad muy provecta, era
obispo de la ciudad llamada Nilópolis. Habiendo huido, junto
con su mujer, a la montaña de Arabia, no volvió más; y, por
más indagaciones que practicaron los hermanos, no pudieron
dar con ellos ni con sus cadáveres.
Muchos fueron también los que en esa misma montaña de
Arabia fueron hechos esclavos por los bárbaros sarracenos.
Algunos de ellos, con grandes dificultades y a precio de oro,
fueron rescatados; otros, todavía no.
Todos estos sucesos, hermano, te he referido para que
conozcas cuántas y cuán graves calamidades nos
sobrevinieron. Y los que más sufrieron, podrían contarlas
mayores.
Los bienaventurados mártires habidos entre nosotros, que
ahora son asesores de Cristo y partícipes de su reino y de su
poder de juicio y con él pronuncian sentencia, recibieron a
algunos de los hermanos caídos, culpables de haber
sacrificado los dioses. Viendo su conversión y penitencia y
juzgando que podía ser aceptada por aquel que no quiere
absolutamente la muerte del pecador, sino su conversión, los
admitieron en su compañía, los congregaron y recomendaron
y consintieron que participaran de sus oraciones y comidas.
Martirio de los santos Luciano y Marciano
(en Nicomedia, año 250 ó 251)
Estamos frente a un caso de excepción. La historia de su
conversión parece inventada. Los dos eran hechiceros y los
dos se enamoraron de una doncella consagrada a Dios.
Querían conquistarla con sus artes mágicas. Al no lograrlo, se
dijeron: "Ya que Jesucristo el crucificado es por demás
poderoso y vence a los demonios y a nuestras artes mágicas,
debemos convertirnos a él
y honrarlo, porque así ganaremos mucho más ". Una vez
convertidos, comenzaron a predicara los demás, a los que
convencían con esta sólida razón personal: "Créannos,
hermanos. Sino conociéramos que esto es lo mejor, jamás
nos habríamos convertido a él. Conviértanse también
ustedes, para que puedan salvarse "(Sacado del prólogo, que
precede a las Actas).
De perseguidores a apóstoles
El procónsul Sabino preguntó a Luciano: "¿Cómo te llamas?".
-Luciano.
-¿De qué condición eres?
-Tiempo atrás fui perseguidor de la ley sagrada; ahora,
aunque indigno, soy predicador de ella.
-¿Qué oficio desempeñas para ser predicador?
-Todo hombre tiene poder de sacar a su hermano del error.
Así adquiere para sí gracia y a él lo libra de los lazos
diabólicos.
El procónsul preguntó a Marciano: ¿Cómo te llamas?
-Marciano.
-¿De qué condición eres?
-Soy libre y adorador de los misterios de Dios.
Procónsul: ¿Quién los persuadió a ustedes a abandonar a los
venerandos y verdaderos dioses, de los que han obtenido
muchos beneficios y por los que gozaban de tanto favor en
medio del pueblo, y a pasarse a un hombre muerto y
crucificado, que no pudo salvarse a sí mismo?
Marciano: Todo es obra de aquel que por su gracia hizo de
Pablo, perseguidor de la Iglesia, un predicador de Jesucristo.
Procónsul; Miren por ustedes y vuelcan a lo pasado, para
ganar los favores de nuestros venerandos, dioses y de
nuestros invictísimos príncipes; y así lograrán salvar la vida.
Marciano; Hablas como hablaría un necio. Por nuestra parte,
jamás daremos bastantes gracias a Dios, que se dignó
sacarnos de las tinieblas y sombras de muerte y traernos a
esta gloria.
Procónsul: ¿Cómo los defiende, cuando ahora los ha
entregado a mis manos? ¿Por qué no está aquí presente,
para librarlos de la muerte? Además, sé muy bien que cuando
ustedes tenían su buen sentido, han prestado grandes
beneficios a mucha gente.
Marciano: Los cristianos consideramos una gloria perder esta
que tú tienes por vida, para alcanzar, perseverando hasta el
fin, la vida verdadera y eterna. Además, deseamos que Dios
te conceda esta gracia y esta luz, para que conozcas su
naturaleza, su grandeza y su generosidad en favor de los que
creen en él.
Procónsul: Los beneficios que les hace son muy patentes, ya
que ahora, como les dije, los ha entregado a mis manos.
Luciano: También nosotros te hemos dicho que es gloria de
los cristianos y promesa del Señor que, quien fielmente lucha
con el diablo y desprecia las amenazas del mundo y las
cosas caducas del momento, alcanzará la vida eterna que
está por venir.
Procónsul: Todo lo que dicen, son cuentos de viejas.
Háganme caso y sacrifiquen a los dioses. Cumplan los
edictos imperiales y no provoquen mi furor. Diversamente, los
voy a someter a nuevos y refinados tormentos.
Marciano: Estamos dispuestos a soportar todos los tormentos
que quieran antes que negar al Dios vivo y verdadero y ser
arrojados a las tinieblas exteriores y al fuego inextinguible,
que preparó
Dios para el diablo y sus ministros.
Entonces el procónsul Sabino, viendo su constancia,
pronunció contra ellos esta sentencia: "Visto que Luciano y
Marciano, transgresores de nuestras divinas leyes, se
pasaron a la vanísima ley de los cristianos; y, exhortados y
apercibidos por nosotros para que cumplieran las órdenes de
nuestros invictísimos príncipes y sacrificaran y así se
salvaran, rechazaron con desprecio nuestras intimaciones,
mando que sean entregados a las llamas".
Conducidos al lugar del suplicio, a una voz dieron gracias a
Dios, diciendo: "Insuficientemente, Señor Jesucristo, te
alabamos, porque a nosotros, miserables e indignos, nos
arrancaste de los errores del paganismo, y a causa de tu
nombre te dignaste traernos a esta pasión suprema y augusta
y hacernos partícipes de la gloria de todos tus santos. ¡A ti la
alabanza, a ti la gloria! A ti también encomendamos nuestra
alma y nuestro espíritu".
Al terminar la oración, los verdugos prendieron
inmediatamente fuego a la hoguera. Y así los venerables
mártires terminaron su combate y merecieron participar de la
pasión del Señor.
Los beatísimos mártires Luciano y Marciano fueron
martirizados siete días antes de las calendas de noviembre
(25 de octubre), bajo el emperador Decio y el procónsul
Sabino, y bajo el reinado de nuestro Señor Jesucristo, a quien
sean el honor y la gloria, la fuerza y el poder, por los siglos de
los siglos. Amén.
Martirio de San Cipriano
(En Cartago; destierro, año 257; muerte, año 258)
Siendo el emperador Valeriano por cuarta vez cónsul y por
tercera Galieno, tres días antes de las calendas de
septiembre (el 30 de agosto), en Cartago, dentro de su
despacho, el procónsul Paterno dijo al obispo Cipriano:
—Los sacratísimos emperadores Valeriano y Galieno se han
dignado mandarme letras por las que han ordenado que
quienes no practican el culto de la religión romana deben
reconocer los ritos romanos. Por eso te he mandado llamar
nominalmente. ¿Qué me respondes?
El obispo Cipriano dijo:
—Yo soy cristiano y obispo, y no conozco otros dioses sino al
solo y verdadero Dios, que hizo el cielo y la tierra y cuanto en
ellos se contiene. A este Dios servimos nosotros los
cristianos; a éste dirigimos día y noche nuestras súplicas por
nosotros mismos, por todos los hombres y, señaladamente,
por la salud de los mismos emperadores.
El procónsul Paterno dijo:
Luego ¿perseveras en esa voluntad?
El obispo Cipriano contestó:
Una voluntad buena que conoce a Dios, no puede cambiarse.
EL PROCÓNSUL.— ¿Podrás, pues, marchar desterrado a la
ciudad de Curubis, conforme al mandato de Valeriano y
Galieno?
CIPRIANO.— Marcharé.
EL PROCÓNSUL.— Los emperadores no se han dignado
sólo escribirme acerca de los obispos, sino también sobre los
presbíteros. Quiero, pues saber de ti quiénes son los
presbíteros que residen en esta ciudad.
CIPRIANO.—Con buen acuerdo y en común utilidad habéis
prohibido en vuestras leyes la delación; por lo tanto, yo no
puedo descubrirlos ni delatarlos. Sin embargo, cada uno
estará en su propia ciudad.
PATERNO.— Yo los busco hoy en esta ciudad.
CIPRIANO.— Como nuestra disciplina prohíbe presentarse
espontáneamente y ello desagrada a tu misma ordenación, ni
aun ellos pueden presentarse; mas por ti buscados, serán
descubiertos.
PATERNO.— Sí, yo los descubriré.
Y añadió: — Han mandado también los emperadores que no
se tengan en ninguna parte reuniones ni entre nadie en los
cementerios. Ahora, si alguno no observare este tan
saludable mandato, sufrirá pena capital.
CIPRIANO.— Haz lo que se te ha mandado.
Entonces el procónsul Paterno mandó que el bienaventurado
Cipriano obispo fuera llevado al destierro. Y habiendo pasado
allí largo tiempo, al procónsul Aspasio Paterno le sucedió el
procónsul Galerio Máximo, quien mandó llamar del destierro
al santo obispo Cipriano y que le fuera a él presentado.
Volvió, pues, San Cipriano, mártir electo de Dios, de la ciudad
de Curubis, donde, por mandato de Aspasio Paterno, a la
sazón cónsul, había estado desterrado, y se le mandó por
sacro mandato habitar sus propias posesiones, donde
diariamente estaba esperando que vinieran por él para el
martirio, según le había sido revelado.
Morando, pues, allí, de pronto, en los idus de septiembre (el
13), siendo cónsules Tusco y Baso, vinieron dos oficiales, uno
escudero o alguacil del officium o audiencia de Galerio
Máximo, sucesor de Aspasio Paterno, y otro sobreintendente
de la guardia de la misma audiencia. Los dos oficiales
montaron a Cipriano en un coche y le pusieron en medio y le
condujeron a la Villa de Sexto, donde el procónsul Galerio
Máximo se había retirado por motivo de salud. El procónsul
Galerio Máximo mandó que se le guardara a Cipriano hasta el
día siguiente. Entre tanto, el bienaventurado Cipriano fue
conducido a la casa del alguacil del varón clarísimo Galerio
Máximo, procónsul, y en ella estuvo hospedado, en la calle de
Saturno, situada entre la de Venus y la de la Salud. Allí afluyó
toda la muchedumbre de los hermanos, lo que sabido por
San Cipriano, mandó que las vírgenes fueran puestas a buen
recaudo, pues todos se habían quedado en la calle, ante la
puerta del oficial, donde el obispo se hospedaba.
Al día siguiente, decimoctavo de las calendas de octubre (14
de septiembre), una enorme muchedumbre se reunió en la
Villa Sexti, conforme al mandato del procónsul Galerio
Máximo. Y sentado en su tribunal en el atrio llamado
Sauciolo, el procónsul Galerio Máximo dio orden, aquel
mismo día, de que le presentaran a Cipriano.
Habiéndole sido presentado, el procónsul Galerio Máximo dijo
al obispo Cipriano:
—¿Eres tú Tascio Cipriano?
El obispo Cipriano respondió: —Yo lo soy.
GALERIO MÁXIMO.— ¿Tú te has hecho padre de los
hombres sacrílegos?
CIPRIANO OBISPO.— Sí.
GALERIO MÁXIMO.— Los sacratísimos emperadores han
mandado que sacrifiques.
CIPRIANO OBISPO.— No sacrifico.
GALERIO MÁXIMO.— Reflexiona y mira por ti.
CIPRIANO OBISPO.— Haz lo que se te ha mandado. En
cosa tan justa no hace falta reflexión alguna.
Galerio Máximo, después de deliberar con su consejo, a
duras penas y de mala gana, pronunció la sentencia con
estos considerandos:
—Durante mucho tiempo has vivido sacrílegamente y has
juntado contigo en criminal conspiración a muchísima gente,
constituyéndote enemigo de los dioses romanos y de sus
sacros ritos, sin que los piadosos y sacratísimos príncipes
Valeriano y Galieno, Augustos, y Valeriano, nobilísimo César,
hayan logrado hacerte volver a su religión. Por tanto, convicto
de haber sido cabeza y abanderado de hombres reos de los
más abominables crímenes, tú servirás de escarmiento a
quienes juntaste para tu maldad, y con tu sangre quedará
sancionada la ley.
Y dicho esto, leyó en alta voz la sentencia en la tablilla: —
Mandamos que Tascio Cipriano sea pasado a filo de espada.
El obispo Cipriano dijo: —Gracias a Dios.
Oída esta sentencia, la muchedumbre de los hermanos decía:
—También nosotros queremos ser degollados con él.
Con ello se levantó un alboroto entre los hermanos, y mucha
turba de gentes le siguió hasta el lugar del suplicio. Fue,
pues, conducido Cipriano al campo o Villa de Sexto y, llegado
allí, se quitó su sobreveste y capa, dobló sus rodillas en tierra
y se prosternó rostro en el polvo para hacer oración al Señor.
Luego se despojó de la dalmática y la entregó a los diáconos
y, quedándose en su túnica interior de lino, estaba esperando
al verdugo. Venido éste, el obispo dio orden a los suyos que
le entregaran veinticinco monedas de oro. Los hermanos, por
su parte, tendían delante de él lienzos y pañuelos.
Seguidamente, el bienaventurado Cipriano se vendó con su
propia mano los ojos; mas como no pudiera atarse las puntas
del pañuelo, se las ataron el presbítero Juliano y el
subdiácono del mismo nombre.
Así sufrió el martirio el bienaventurado Cipriano. Su cuerpo,
para evitar la curiosidad de los gentiles, fue retirado a un
lugar próximo. Luego, por la noche, sacado de allí, fue
conducido entre cirios y antorchas, con gran veneración y
triunfalmente, al cementerio del procurador Macrobio
Candidiano, sito en el camino de Mapala, junto a los
depósitos de agua de Cartago. Después de pocos días murió
el procónsul Galerio Máximo.
El beatísimo mártir Cipriano sufrió el martirio el día
decimoctavo de las calendas de octubre (el 14 de
septiembre), siendo emperadores Valeriano y Galieno y
reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien es honor y gloria
por los siglos de los siglos. Amén.
Martirio de San Fructuoso, obispo, y de Augurio y Eulogio,
diáconos
En Tarragona, año 259
Siendo emperadores Valeriano y Galieno, y Emiliano y Baso
cónsules, el diecisiete de las calendas de febrero (el 16 de
enero), un domingo, fueron prendidos Fructuoso, obispo,
Augurio y Eulogio, diáconos. Cuando el obispo Fructuoso
estaba ya acostado, se dirigieron a su casa un pelotón de
soldados de los llamados beneficiarios, cuyos nombres son:
Aurelio, Festucio, Elio, Polencio, Donato y Máximo. Cuando el
obispo oyó sus pisadas, se levantó apresuradamente y salió a
su encuentro en chinelas. Los soldados le dijeron:
—Ven con nosotros, pues el presidente te manda llamar junto
con tus diáconos.
Respondióles el obispo Fructuoso:
—Vamos, pues; o si me lo permitís, me calzaré antes.
Replicaron los soldados:
—Cálzate tranquilamente.
Apenas llegaron, los metieron en la cárcel. Allí, Fructuoso,
cierto y alegre de la corona del Señor a que era llamado,
oraba sin interrupción. La comunidad de hermanos estaba
también con él, asistiéndole y rogándole que se acordara de
ellos.
Otro día bautizó en la cárcel a un hermano nuestro, por
nombre Rogaciano.
En la cárcel pasaron seis días, y el viernes, el doce de las
calendas de febrero (21 de enero), fueron llevados ante el
tribunal y se celebró el juicio.
El presidente Emiliano dijo:
—Que pasen Fructuoso, obispo, Augurio y Eulogio. Los
oficiales del tribunal contestaron:
—Aquí están.
El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:
—¿Te has enterado de lo que han mandado los
emperadores?
FRUCTUOSO.— Ignoro qué hayan mandado; pero, en todo
caso, yo soy cristiano.
EMILIANO.— Han mandado que se adore a los dioses.
FRUCTUOSO.— Yo adoro a un solo Dios, el que hizo el cielo
y la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene.
EMILIANO.— ¿Es que no sabes que hay dioses?
FRUCTUOSO.— No lo sé.
EMILIANO.— Pues pronto lo vas a saber.
El obispo Fructuoso recogió su mirada en el Señor y se puso
a orar dentro de sí.
El presidente Emiliano concluyó:
—¿Quiénes son obedecidos, quiénes temidos, quiénes
adorados, si no se da culto a los dioses ni se adoran las
estatuas de los emperadores?
El presidente Emiliano se volvió al diácono Augurio y le dijo:
—No hagas caso de las palabras de Fructuoso.
Augurio, diácono repuso:
—Yo doy culto al Dios omnipotente.
El presidente Emiliano dijo al diácono Eulogio:
—¿También tú adoras a Fructuoso?
Eulogio, diácono, dijo:
—Yo no adoro a Fructuoso, sino que adoro al mismo a quien
adora Fructuoso.
El presidente Emiliano dijo al obispo Fructuoso:
—¿Eres obispo?
FRUCTUOSO.— Lo soy.
EMILIANO.— Pues has terminado de serlo.
Y dio sentencia de que fueran quemados vivos.
Cuando el obispo Fructuoso, acompañado de sus diáconos,
era conducido al anfiteatro, el pueblo se condolía del obispo
Fructuoso, pues se había captado el cariño, no sólo de parte
de los hermanos, sino hasta de los gentiles. En efecto, él era
tal como el Espíritu Santo declaró debe ser el obispo por boca
de aquel vaso de elección, el bienaventurado Pablo, doctor
de las naciones. De ahí que los hermanos que sabían
caminaba su obispo a tan grande gloria, más
bien se alegraban que se dolían.
De camino, muchos, movidos de fraterna caridad, ofrecían a
los mártires que tomaran un vaso de una mixtura
expresamente preparada; mas el obispo lo rechazó, diciendo:
Todavía no es hora de romper el ayuno. Era, en efecto, la
hora cuarta del día; es decir, las diez de la mañana. Por cierto
que ya el miércoles, en la cárcel, habían solemnemente
celebrado la estación. Y ahora, el viernes, se apresuraba,
alegre y seguro, a romper el ayuno con los mártires y profetas
en el paraíso, que el Señor tiene preparado para los que le
aman.
Llegados que fueron al anfiteatro, acercósele al obispo un
lector suyo, por nombre Augustal, y, entre lágrimas, le suplicó
le permitiera descalzarle. El bienaventurado mártir contestó:
Déjalo, hijo; yo me descalzaré por mí mismo, pues me siento
fuerte y me inunda la alegría por la certeza de la promesa del
Señor.
Apenas se hubo descalzado, un camarada de milicia,
hermano nuestro, por nombre Félix, se le acercó también y,
tomándole la mano derecha, le rogó que se acordara de él. El
santo varón Fructuoso, con clara voz que todos oyeron, le
contestó:
Yo tengo que acordarme de la Iglesia católica, extendida de
Oriente a Occidente.
Puesto, pues, en el centro del anfiteatro, como se llegara ya
el momento, digamos más bien de alcanzar la corona
inmarcesible que de sufrir la pena, a pesar de que le estaban
observando los soldados beneficiarios de la guardia del
pretorio, cuyos nombres antes recordamos, el obispo
Fructuoso, por aviso juntamente e inspiración del Espíritu
Santo, dijo de manera que lo pudieron oír nuestros hermanos:
No os ha de faltar pastor ni es posible falte la caridad y
promesa del Señor, aquí lo mismo que en lo por venir. Esto
que estáis viendo, no es sino sufrimiento de un momento.
Habiendo así consolado a los hermanos, entraron en su
salvación, dignos y dichosos en su mismo martirio, pues
merecieron sentir, según la promesa, el fruto de las Santas
Escrituras. Y, en efecto, fueron semejantes a Ananías,
Azarías y Misael, a fin de que también en ellos se pudiera
contemplar una imagen de la Trinidad divina. Y fue así que,
puestos los tres en medio de la hoguera, no les faltó la
asistencia del Padre ni la ayuda del Hijo ni la compañía del
Espíritu Santo, que andaba en medio del fuego.
Apenas las llamas quemaron los lazos con que les habían
atado las manos, acordándose ellos de la oración divina y de
su ordinaria costumbre, llenos de gozo, dobladas las rodillas,
seguros de la resurrección, puestos en la figura del trofeo del
Señor, estuvieron suplicando al Señor hasta el momento en
que juntos exhalaron sus almas.
Después de esto, no faltaron los acostumbrados prodigios del
Señor, y dos de nuestros hermanos, Babilán y Migdonio, que
pertenecían a la casa del presidente Emiliano, vieron cómo se
abría el cielo y mostraron a la propia hija de Emiliano cómo
subían coronados al cielo Fructuoso y sus diáconos, cuando
aún estaban clavadas en tierra las estacas a que los habían
atado. Llamaron también a Emiliano diciéndole:
—Ven y ve a los que hoy condenaste, cómo son restituidos a
su cielo y a su esperanza.
Acudió, efectivamente, Emiliano, pero no fue digno de verlos.
Los hermanos, por su parte, abandonados como ovejas sin
pastor, se sentían angustiados, no porque hicieran duelo de
Fructuoso, sino porque le echaban de menos, recordando la
fe y combate de cada uno de los mártires.
Venida la noche, se apresuraron a volver al anfiteatro,
llevando vino consigo para apagar los huesos medio
encendidos. Después de esto, reuniendo las cenizas de los
mártires, cada cual tomaba para sí lo que podía haber a las
manos.
Mas ni aun en esto faltaron los prodigios del Señor y Salvador
nuestro, a fin de aumentar la fe de los creyentes y mostrar un
ejemplo a los débiles. Convenía, en efecto, que lo que
enseñando en el mundo había, por la misericordia de Dios,
prometido en el Señor y Salvador nuestro el mártir Fructuoso,
lo comprobara luego en su martirio y en la resurrección de la
carne.
Así, pues, después de su martirio se apareció a los hermanos
y les avisó restituyeran sin tardanza lo que cada uno, llevado
de su caridad, había recogido de entre las cenizas, y cuidaran
de que todo se pusiera en lugar conveniente.
También a Emiliano, que los había condenado a muerte, se
apareció Fructuoso, acompañado de sus diáconos, vestidos
de ornamentos del cielo, increpándole y echándole en cara
que de nada le había servido su crueldad, pues en vano creía
que estaban en la tierra despojados de su cuerpo los que
veía gloriosos en el cielo.
¡Oh bienaventurados mártires, que fueron probados por el
fuego, como oro precioso, vestidos de la loriga de la fe y del
yelmo de la salvación; que fueron coronados con diadema y
corona inmarcesible, porque pisotearon la cabeza del diablo!
¡Oh bienaventurados mártires, que merecieron morada digna
en el cielo, de pie a la derecha de Cristo, bendiciendo a Dios
Padre omnipotente y a nuestro Señor Jesucristo, hijo suyo!
Recibió el Señor a sus mártires en paz por su buena
confesión, a quien es honor y gloria por los siglos de los
siglos. Amén.
Martirio de los santos Mariano, Santiago y otros muchos
(en Cirta, Numidia, año 260)
Desde el martirio de san Cipriano apenas había pasado poco
más de un año; pero las doctrinas y los ejemplos del ilustre
obispo seguían iluminando y acicateando. Al desencadenarse
la persecución, muchos cristianos murieron por Cristo. El
autor de las Actas es un compañero y amigo de los mártires
y, probablemente, un discípulo de san Cipriano. Está dotado
de una rica sensibilidad y sus suspiros se dirigen con
nostalgia al martirio. Su pluma parece mojada en sangre.
Saña insaciable
Cuando los bienaventurados mártires del Dios omnipotente y
de su Cristo están ansiosos por conseguir las promesas del
reino de los cielos, confían a veces una misión especial a sus
amigos íntimos. Su pedido es muy discreto, pues saben que
la humildad es la base de la grandeza en la fe. Cuanto más
humildemente piden, con tanta mayor eficacia lo consiguen.
Los ilustres mártires Mariano y Santiago nos dejaron a
nosotros el encargo de proclamar su gloria. Mariano y
Santiago fueron dos hermanos muy queridos con los que
estábamos unidos no sólo por el desempeño de las mismas
funciones en la Iglesia, sino también por la comunidad de vida
y los afectos de familia.
Los dos, cuando se disponían a librar su sublime combate
contra los ataques del mundo furioso y contra los asaltos de
los paganos, nos rogaron que hiciéramos conocer a los
hermanos el relato de la lucha que ellos emprendieron por
impulso del Espíritu celeste. Deseaban sí que la gloria de su
triunfo fuera conocida en todas partes, pero no por vanidad,
sino para que sus pruebas confirmaran la fe del pueblo y
sirvieran de aliento para los futuros creyentes.
La amistosa confianza con que me encargaron el relato de su
martirio estaba fundada en motivos sólidos. Como todos
saben, en tiempos de paz, antes de que nos sorprendiera la
persecución, vivíamos una vida de comunidad estrechada por
los vínculos de una gran amistad.
Estábamos haciendo un viaje por Numidia todos juntos, como
era nuestra costumbre, caminando
en buena e inseparable compañía. Este viaje me llevó a mí a
prestar un suspirado servicio a la fe y a la religión; en cambio,
a ellos los llevó al cielo.
Llegamos así a un lugar llamado Muguas, en las afueras de
Cirta. En esta ciudad se desencadenaba entonces el ciego
furor de los paganos, y por ser ciudad de fuerte guarnición los
asaltos de la persecución eran más crueles y reventaban
como olas agitadas por la maldad del mundo. La rabia del
enemigo, el diablo, acechaba a los justos con fauces
hambrientas, para poner a prueba su fe.
Mariano y Santiago, gloriosos mártires, vieron en ello las
señales ciertas y tan deseadas del favor divino, al llevarlos en
el momento oportuno a una región donde la tempestad de la
persecución había llegado al paroxismo, y comprendieron que
fue Cristo mismo quien había guiado sus pasos hacia el lugar
de su triunfo.
El gobernador, en su ciego y sanguinario furor, empleaba la
fuerza militar para apresar a los predilectos de Cristo. Su
insana crueldad no se cebaba sólo en los que habían pasado
incólumes las persecuciones anteriores y vivían libremente
para Dios, sino que la mano insaciable del diablo se extendía
también a los que desde hacía mucho tiempo se hallaban
desterrados y que eran ya mártires no por la sangre, sino por
el deseo. A ellos la desenfrenada ferocidad del gobernador
les daría la corona de la gloria.
El rocío de saludables conversaciones
Entre otros, fueron traídos del destierro y presentados al
gobernador los obispos Agapio y Secundino, ambos dignos
de encomio por su amor espiritual, el segundo también por la
santidad de su pureza carnal. Fueron conducidos no de un
castigo a otro, como creían los paganos, sino de una gloria a
otra gloria, de un combate a otro combate, para que así como
en el destierro habían despreciado las pompas seculares por
seguir a Cristo, así también triunfaran de los aguijones de la
muerte, gracias a la firmeza de una fe consumada. No era
posible que se atrasaran en lograr la victoria en la lucha
terrena aquellos a quienes el Señor ya se apresuraba por
llevarlos consigo. Ahora bien, hermanos, sucedió que Agapio
y Secundino, que de obispos ilustres se transformaron en
mártires gloriosos, al dirigirse al campo de batalla de su
bienaventurada pasión -aparentemente por orden del
gobernador, pero realmente por voluntad de Cristo- se
detuvieron en Muguas y se sirvieron aceptar nuestra
hospitalidad.
Esos testigos de Dios eran tan santos y preclaros y estaban
tan animados por el espíritu de vivificación y de gracia que les
parecía demasiado poco derramar su preciosa sangre en el
martirio e, impulsados por su fe, querían conducir a otros al
mismo honor.
Su caridad y su bondad para con los hermanos eran
extremadas. No era necesario que hablaran para confirmar la
fe en los hermanos: bastaban los ejemplos de su valor tan
generoso y fuerte. Sin embargo, para asegurar más
sólidamente nuestra perseverancia, derramaron en nuestras
almas el rocío de sus conversaciones saludables.
Por otra parte, no hubieran podido callar, porque
contemplaban la palabra de Dios. Nada tiene de extraño que
su beneficiosa conversación, en tan pocos días, haya
animado tan poderosamente nuestros corazones, ya que en
ellos brillaba la gracia de Cristo en virtud de su próximo
martirio.
Invasión deseada y miedo dichoso
En su partida, Agapio y Secundino dejaron tan
entusiasmados a Mariano y a Santiago con su palabra y su
ejemplo y les dejaron tan gloriosas huellas que muy pronto
éstos habrían de seguirlos.
Apenas transcurrieron dos días, y ya la palma del martirio
venía a buscar a nuestros queridos Mariano y Santiago. Y,
para otros casos, sino todo un batallón de cien hombres, que
como tropa furiosa y facinerosa irrumpió en la casa en que
estábamos, como si fuera una formidable ciudadela de la fe.
¡Oh invasión deseada! ¡Oh miedo feliz y consolador!
Efectivamente, el único motivo de invadirnos fue para que
Mariano y Santiago derramaran su sangre pura para honra de
Dios.
Al escribir estas líneas, hermanos, apenas si podemos
contener el exceso de nuestra alegría. Dos días antes se
habían separado de nuestros brazos dos hermanos para
marchar a su pasión. Hoy tenemos entre nosotros otros dos
futuros mártires. La hora de la divina gracia había llegado
para ellos y su llamado se hacía más urgente; pero también
para nosotros fue un hermoso día, pues pudimos compartir la
gloria de nuestros hermanos.
Fuimos conducidos de Muguas a la colonia de Cirta. Nos
seguían nuestros queridos hermanos, ya elegidos para la
palma del martirio. Los arrastraban su amor hacia nosotros y
la misericordia ya segura de Cristo. La cosa merece nuestra
atención, ya que hubo un trastrocamiento en el orden de la
marcha: llegaron antes los que caminaban atrás.
No tuvieron que esperar mucho tiempo. Nos exhortaban con
tanto entusiasmo que su alegría los traicionó. Era evidente
que eran cristianos. Más tarde, al ser interrogados,
perseveraron en la valiente confesión de la fe. Por esto fueron
llevados a la cárcel.
¡Horror! ¡Colgado de los pulgares!
Entonces fueron sometidos a numerosas y crueles torturas
por mano de uno de los soldados de la guarnición, que tenía
oficio de verdugo de los cristianos. Le ayudaban en su cruel
tarea los magistrados de los centuriones y de Cirta, o mejor,
sacerdotes del diablo, como si, al desgarrarles los miembros,
se pudiera quebrar la fe de los santos, para los que el cuerpo
nada es.
Santiago, uno de los más tenaces en la fe y que ya una vez
había salido vencedor en los combates bajo la persecución
de Decio, no sólo tuvo a gloria declararse cristiano, sino
también diácono.
Mariano fue torturado porque afirmaba ser únicamente lector.
¡Y era cierto! ¡Cuántos suplicios soportó, y qué refinados!
Inventaron también otros nuevos, sugeridos por el genio
depravado de Satanás, maestro en las artes de hacer
flaquear un hombre.
Para desgarrarlo mejor, lo colgaron; pero fue tal la gracia que
asistió al mártir mientras lo desgarraban que, aun
atormentado, el sufrimiento lo exaltaba. Las cuerdas que lo
mantenían colgado, no estaban atadas a las muñecas, sino a
las extremidades de los pulgares, para que, cargando todo el
peso sobre partes tan débiles, fuera mayor el dolor. Además
le ataron a los pies pesas muy grandes, a fin de que, con el
cuerpo estirado y las entrañas deshechas por la convulsión,
todo el peso fuera sostenido por unos tendones.
Sin embargo, ¡en vano trabajaste contra el templo de Dios y
coheredero de Cristo! ¡oh crueldad pagana! Pueden ustedes
colgar sus miembros, golpear sus costados y arrancarle las
entrañas; pero nuestro Mariano confiaba en Dios. Cuanto
más crecían los tormentos, tanto más se dilataba su alma.
Finalmente, después de vencer la brutalidad de los verdugos,
el mártir, sobremanera alegre por su triunfo, fue de nuevo
encerrado en la cárcel. Allí, juntamente con Santiago y los
demás hermanos, celebró con oraciones el gozo de la victoria
divina.
Visión de vergeles y fuentes
¿Qué dicen ustedes, paganos? ¿Creen aún que los cristianos
sienten las penalidades de la cárcel y se espantan de las
tinieblas temporales, cuando en ellos mora el gozo de la luz
eterna? Un alma, sostenida por la esperanza segura de la
gracia próxima y que vive en el cielo con el pensamiento, no
siente ya sus propios tormentos. Pueden ustedes elegir, para
atormentarnos, un lugar aislado y secreto, un antro sumido en
horrorosa lobreguez o la misma casa de las tinieblas; para los
que confían en Dios, no hay lugares abyectos ni días tristes.
Estos hombres, consagrados a Dios Padre, reciben el socorro
de Cristo cómo hermano.
Así, después de toda aquella tortura de su cuerpo, Mariano
se durmió profunda y apaciblemente y Dios, en su bondad, le
envió un sueño para sostener su confianza de salvación. Al
despertar, he aquí lo que él mismo nos refirió:
"He visto, hermanos, la plataforma muy elevada de un tribunal
excelso y blanco, donde había sentado un hombre que hacía
el oficio de juez. Había allí un estrado, no a modo de tribuna
baja, a la que se subiera por un solo escalón, sino ordenada
por una serie de escalones y de subida muy alta. Allí llevaban
a confesores que desfilaban por grupos y el juez condenaba a
todos a morir por la espada.
Entonces oí una voz clara y retumbante, que decía: '¡Que se
presente Mariano!'. Yo iba subiendo a aquel estrado, cuando
de repente se me apareció Cipriano, sentado a la derecha del
juez. Él me tendió la mano, me ayudó a subir hasta la parte
más alta del estrado, y sonriendo me dijo: 'Ven y siéntate a mi
lado'. Mientras yo estaba sentado, fueron interrogados otros
grupos de confesores.
Finalmente, se levantó el juez y nosotros lo acompañamos
hasta el pretorio. Nuestro camino atravesaba amenas
praderas y verdes bosques vestidos de alegre follaje. Altos
cipreses y elevados pinos que parecían rozar el cielo,
derramaban su sombra y todo el lugar parecía rodeado de
una corona de verdor. En el medio, un ancho estanque,
alimentado por una fuente cristalina, que manaba a
borbotones, derramaba sus aguas a manera de arroyos.
De improviso desapareció de nuestra vista el juez. Entonces
Cipriano tomó una copa que se hallaba sobre el borde de la
fuente, la llenó con el agua del manantial y la tomó. Luego
volvió a llenarla y me la alargó, y bebí con placer. Quise dar
gracias a Dios; pero mi misma voz me despertó y me
levanté".
Dos cinturones rojos, símbolos del martirio
Santiago recordó entonces que la divina bondad le había
revelado a través de una visión la corona del martirio. Días
antes, Mariano, Santiago y yo viajábamos juntos en el mismo
carruaje. Hacia el mediodía, a pesar de las fragosidades del
camino, Santiago cayó en un sueño profundo y asombroso.
Nosotros lo sacudimos y despertamos con nuestras voces.
Vuelto completamente en sí, nos dijo: "Me siento muy
conmovido, pero de alegría; y ustedes también deben
alegrarse conmigo. Acabo de ver a un joven muy hermoso y
de gran talla. Llevaba una túnica de tan deslumbrante
blancura que no se podía fijar los ojos en ella. Sus pies no
tocaban la tierra y su rostro se perdía entre las nubes. Corría
y al pasar, nos arrojó dos cinturones de púrpura, uno para ti,
Mariano, y otro para mí, y nos dijo: 'Síganme pronto'".
¡Oh sueño, más hermoso que todas las veladas! ¡Oh sueño,
en el que felizmente duerme el que está despierto por la fe!
¡Oh sueño, que sólo adormece los miembros corporales,
mientras el alma puede contemplar a Dios! De qué júbilo y de
qué sublime exaltación estarían embargadas las almas de los
mártires que, antes de sufrir por la confesión del Nombre
santo, tuvieron la suerte de oír la voz de Cristo y de ver que
se les manifestaba, cualesquiera fuesen el tiempo y el lugar.
No fueron ningún obstáculo ni el traqueteo del vehículo en
plena marcha, ni el mediodía cuando el sol hacía sentir su
calor. No quiso aguardar el Señor el silencio de la noche; sino
que, como gracia muy especial, eligió esa hora insólita para
aparecerse al mártir.
La palabra de Dios, luz en las tinieblas
Estos favores no fueron privilegios de unos pocos. Emiliano,
que entre los paganos pertenecía al orden ecuestre, era uno
de nuestros hermanos presos. Había llegado casi a los
cincuenta años en estado de castidad perfecta. En la cárcel
multiplicaba sus ayunos y se daba a la continua oración. Ellos
alimentaban su alma y la preparaban para recibir al día
siguiente el sacramento del Señor. También él se durmió al
mediodía. Se despertó poco después y nos comunicó los
secretos de una
visión que acababa de tener.
"Me habían sacado de la cárcel, cuando se me presentó un
pagano, que era mi hermano según la carne. Era muy curioso
acerca de nuestras cosas y en tono de burla me preguntó si
nos sentaban bien el régimen de hambre y las tinieblas de la
cárcel. Yo le respondí: 'Los soldados de Cristo tienen en la
palabra de Dios una luz clarísima en las tinieblas y un manjar
confortante en el ayuno'.
Al oír estas palabras, me replicó: 'Has de saber que todos los
que están en la cárcel, si perseveran en su terquedad,
sufrirán la pena capital. Entonces, temiendo que me engañara
con una mentira y deseoso de que confirmara mis
aspiraciones, le pregunté: '¿De veras, vamos todos a sufrir el
martirio?'. Él ratificó lo dicho y dijo: 'La espada y la sangre
estarán para ustedes muy cerca. Pero una cosa despierta mi
curiosidad. Todos ustedes, que desprecian esta vida,
¿recibirán en el reparto celeste premios distintos o iguales?'.
Yo le respondí: 'El problema es muy importante y no me
siento capaz de dar una respuesta. Sin embargo, levanta un
instante los ojos al cielo y verás una inmensidad de brillantes
estrellas. ¿Brillan todas con igual fulgor de luz? Y, sin
embargo, todas tienen luz'.
Esta respuesta picó su curiosidad e insistió en preguntar: 'Si
hay alguna diferencia, ¿quiénes de entre ustedes serán
preferidos con los beneficios del Señor?'.
Yo le contesté: 'Dos ciertamente aventajarán a los demás.
Sus nombres no te los diré, pero Dios los sabe muy bien'.
Pero el otro siguió insistiendo y preguntándome de manera
inoportuna, y yo le dije: 'Tendrán en el cielo la más hermosa
corona los que hayan peleado más bravía y valientemente.
Por ellos está escrito: Es más fácil que un camello entre por
el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos
(Mt 19, 24)"'.
El llamado del martirio
Después de estas visiones, permanecieron aún algunos días
en la cárcel. Luego, fueron sacados y presentados de nuevo
en público, delante del magistrado de Cirta, para que éste los
remitiera ya honrados con la confesión de la fe y ya medio
condenados a muerte, al gobernador.
Súbitamente, uno de nuestros hermanos atrajo sobre sí las
miradas de todos los paganos. Su rostro parecía ya
transfigurado por la gracia del martirio que le esperaba y
Cristo ya brillaba en él.
Los paganos, agitados y furiosos, le preguntaron si profesaba
la misma religión de los acusados y si tenía el mismo nombre.
Su inmediata confesión lo asoció a su dulce compañía. De
esta manera los bienaventurados mártires con sus respuestas
ante el tribunal, mientras se preparaban para su propio
martirio, ganaban para Dios a nuevos confesores.
Por fin, fueron enviados al gobernador y, a pesar del camino
difícil y áspero, lo recorrieron de prisa y alegremente. Al llegar
a Lambesis, fueron presentados al gobernador y como antes
habían sido encarcelados, así lo fueron nuevamente. Era la
única hospitalidad que los paganos reservaban a los justos.
Artera crueldad
Durante muchos días, innumerables hermanos nuestros
derramaron su sangre y así llegaron junto al Señor. El odio
furioso del gobernador estaba tan absorto en la enorme
carnicería de los laicos, que parecía no poder llegar a
sacrificar a Mariano, a Santiago y a los demás clérigos. La
artera crueldad le había aconsejado que separase a los laicos
de los clérigos, pues pensaba que los laicos, separados de
los clérigos, fácilmente cederían a las tentaciones del siglo o
ante sus amenazas.
Por eso, nuestros amigos y fieles soldados de Cristo junto
con los demás miembros del clero,
comenzaron a entristecerse al ver que los laicos conseguían
la palma del combate, mientras su victoria tardaba mucho en
llegar.
El verdugo sirve a las promesas de Dios
Agapio hacía ya tiempo que había consumado, mediante el
martirio, el testimonio sagrado de la fe, juntamente con dos
jóvenes, Tértula y Antonia, a las que profesaba un gran amor
paternal. Mientras vivía, pedía insistentemente al Señor que
se dignara concederles con él la gracia del martirio. La
excelencia de sus méritos le había merecido esta alentadora
respuesta: "¿Por qué pides tan asiduamente lo que ya con
una sola oración mereciste?".
Una noche, Agapio se apareció a Santiago que estaba en la
cárcel. Pues bien, en vísperas de ser herido por la espada,
mientras esperaba la llegada del verdugo, dijo Santiago: "Soy
feliz porque voy al encuentro de Agapio y voy a tomar parte
en el banquete de los otros bienaventurados mártires. Anoche
mismo he visto a nuestro querido Agapio. Estaba junto con
todos nuestros compañeros de la cárcel de Cirta y, alegre
cual ningún otro, celebraba un solemne festín. Era la fiesta de
la alegría. Mariano y yo fuimos arrebatados por el espíritu de
amor y caridad e íbamos a ese banquete como a un ágape.
Salió a nuestro encuentro un niño de los mellizos, muertos
mártires junto con su madre, tres días antes. Llevaba al cuello
una guirnalda de rosas y en la mano derecha una palma muy
verde. Nos dijo: '¿Para qué se dan ustedes tanta prisa?
Alégrense y regocíjense. Mañana estarán también ustedes en
el banquete junto con nosotros'".
¡Oh infinita y magnífica bondad de Dios para con los suyos!
¡Oh ternura verdaderamente paternal de Cristo nuestro
Señor, que concede a sus amigos tan espléndidos beneficios,
pero antes les revela los dones con que los va a colmar!
Al día siguiente de la visión, la sentencia del gobernador
cumplió sin demora las promesas de Dios. Esa condena a
muerte libraría a Mariano, Santiago y a los demás clérigos de
las miserias de esta vida y los reuniría con los patriarcas en la
gloria.
Fueron, por fin, conducidos al lugar de su triunfo, enclavado
en el medio del valle de un río. Sus márgenes se levantaban
suavemente por los dos costados, y en ambos lados había
altas terrazas para los espectadores. La sangre de los
mártires se mezcló con las aguas del río. Todo tenía un
misterioso simbolismo, ya que al mismo tiempo se bautizaban
en su sangre y se lavaban en el río.
En filas para e1 martirio
Aquello fue un espectáculo horroroso de refinada crueldad. El
número de los fieles que había que degollar era tan elevado
que el verdugo temía cansar su mano y hasta su espada; por
eso, con sabia crueldad, los colocó a todos en varias filas,
para que, en sus arrebatos furiosos, recorriera con sus golpes
sacrílegos los santos cuellos. Excogitó esa solución para
quitar algo de su horror a aquel sangriento y bárbaro
espectáculo. Si todos hubieran sido ejecutados en un mismo
lugar, el amontonamiento de cadáveres hubiera sido enorme
y hubiera obstruido el curso del río, colmado por tan grande
matanza.
Según costumbre, se vendaron los ojos a las víctimas antes
de darles el último golpe; pero ninguna tiniebla podía
oscurecer la vista de su alma libre, que ya estaba iluminada
por los inestimables resplandores de la luz infinita.
Muchos de ellos, aun con los ojos vendados, contaban a los
parientes y amigos que los rodeaban, que estaban gozando
de maravillosas visiones: caballos que bajaban del cielo
deslumbrantes de nívea blancura, montados por jóvenes
vestidos de blanco. Algunos de los mártires corroboraron lo
que decían sus compañeros, afirmando que oían los relinchos
y las pisadas de los caballos.
Mariano, lleno de espíritu profético, confiada y valientemente,
proclamaba la pronta venganza de la sangre inocente; y,
como si se hallara ya en la cumbre del cielo, anunciaba las
varias plagas con
que el mundo sería azotado: peste, cautiverio, hambre,
terremotos, invasiones de mosquitos infecciosos... Con estas
predicciones, la fe del mártir no sólo desafiaba a los paganos,
sino que resonaba como un clarín de victoria y excitaba el
valor de los hermanos a luchar con el mayor denuedo, para
que, entre tantas calamidades, los justos de Dios no
perdieran la ocasión de morir tan gloriosa y santamente.
La madre de Mariano canta su júbilo
Terminadas las ejecuciones, la madre de Mariano, alegre
como la madre de los Macabeos, segura ya de que su hijo
acababa de sufrir el martirio, se alegraba por él y por sí
misma por ser madre de tal prenda. Abrazaba en el cadáver
la gloria de su propia carne y con religioso amor cubría de
besos las mismas heridas de su cuello.
¡Oh de veras feliz de ti, María! ¡Oh madre dichosa por tal hijo
y tal nombre! ¿No merecía acaso el honor de tan hermoso
nombre aquella mujer, cubierta de gloria por el hijo de sus
entrañas?
¡Oh admirable misericordia del Dios omnipotente y de su
Cristo para los que confían en su nombre! No sólo los
conforta con su gracia, sino que les da nueva vida al precio
mismo de su sangre.
¿Quién podrá comprender, como conviene, la grandeza de
sus dones? Su ternura de padre obra siempre en nosotros y
nos prodiga los dones que la fe nos muestra como precio de
la sangre de nuestro Dios. ¡A él sean la gloria y el imperio por
los siglos de los siglos? Amén.
Martirio de san Marino, centurión
(en Cesarea de Palestina, año 262)
A pesar del período de paz durante el imperio de Galieno, no
faltaron episodios de persecución, como el siguiente relatado
por Eusebio de Cesarea. Seguramente semejantes casos de
conciencia no debieron ser raros entre los muchos soldados
cristianos.
Elección entre la espada y el evangelio
Había paz general para todas las Iglesias.
Ahora bien, en Cesarea de Palestina, Marino, oficial del
ejército y distinguido por su nacimiento y por sus riquezas, fue
decapitado por haber confesado a Cristo.
Este fue el motivo.
El sarmiento es entre los romanos la insignia que distingue a
los centuriones. Como se hallaba vacante un puesto de
centurión, le hubiera correspondido a Marino obtener el
ascenso por razón de las promociones.
Ya estaba por recibir el cargo, cuando un rival se presentó
ante el tribunal y acusó a Marino de ser cristiano y de negarse
a sacrificar a los emperadores; y por esto, según las antiguas
leyes, no podía ser promovido a ninguna dignidad romana y,
en cambio, aquel puesto le correspondía a él.
El juez Aqueo se sintió sorprendido por el caso y, ante todo,
preguntó a Marino por su religión. Marino confesó
constantemente que era cristiano. Entonces el juez le
concedió un plazo de. tres horas para reflexionar.
Al salir del tribunal, Marino se encontró con Teotecno, obispo
de la ciudad, y entró en conversación con él. El obispo lo
tomó de la mano y lo condujo a la iglesia. Ya en el interior del
templo, se detuvieron ante el altar. Allí el obispo entreabrió la
capa del oficial, le indicó la espada que llevaba colgada y al
mismo tiempo le presentó el libro de los santos evangelios,
mandándole
escoger entre los dos según su decisión. Sin titubear, Marino
extendió la mano y tomó el libro divino.
Entonces Teotecno lo exhortó así: "Mantente unido, muy
unido a Dios; que él te conforte con su gracia y que alcances
lo que has elegido. ¡Vete en paz!".
Al salir de la iglesia, el pregonero lo llamó nuevamente ante el
tribunal, pues había expirado el plazo concedido. Se presentó
ante el juez y confesó su fe con mayor fervor que antes. Sin
más trámites, fue conducido al suplicio y consumó su martirio.
Aprovechamos la ocasión para recordar el religioso valor de
Astirio. Era senador romano, amigo de los emperadores y
célebre por su nobleza y sus riquezas. Asistió al martirio de
Marino, cargó sobre sus hombros el cadáver y, después de
envolverlo en una preciosa tela blanca, le dio honrosa
sepultura.
Los familiares y los conocidos de Astirio cuentan de él mil
otros ejemplos maravillosos.
Martirio de san Maximiliano
(cerca de Cartago, año 295)
Son innegables la fe y el heroísmo de Maximiliano; pero no
faltan autores que, más que mártir, lo proclaman "objetor de
conciencia ", ya que, siguiendo algunas teorías extremas,
creía que existía incompatibilidad entre la milicia y la vida
cristiana.
Yo no puedo ser soldado
Siendo por cuarta vez cónsules Tusco y Anulino, el cuatro de
los idus de marzo, en Teveste, Fabio Víctor se presentó al
tribunal con Maximiliano. Después, entró el abogado
Pompeyano, que dijo: "Está ante tu presencia Fabio Víctor,
agente fiscal, con Valeriano Quinciano, comisario imperial, y
con el buen recluta Maximiliano, hijo de Víctor. A mí me
parece apto para el servicio; por eso, ruego se lo mida".
El procónsul Dion preguntó: "¿Cómo te llamas?".
Maximiliano: "¿Para qué quieres saber mi nombre? A mí no
me es licito ser soldado, porque soy cristiano".
Procónsul: "Tómenle las medidas".
Mientras se lo medía, Maximiliano insistió: "Yo no puedo ser
soldado; yo no puedo hacer el mal, porque soy cristiano".
Procónsul: "Que, sea medido".
Una vez medido, los empleados del tribunal dijeron en voz
alta: "Tiene cinco pies y diez pulgadas".
Procónsul: "Que sea marcado".
Maximiliano se resistía, diciendo: "Yo no quiero; yo no puedo
ser soldado".
Procónsul: "O servir o morir".
Maximiliano: "Yo no quiero ser soldado. Córtame la cabeza;
pero yo no voy a servir en las armas de este mundo. Yo soy
soldado de mi Dios".
Procónsul: "¿Quién te ha metido estas ideas en la cabeza?".
Maximiliano: "Mi conciencia y Dios que me llamó".
Dion se dirigió a Víctor, padre del joven, y le dijo: "Aconseja a
tu hijo".
Víctor: "Él sabe y puede tomar la resolución que más le
convenga".
Procónsul a Maximiliano: "Sé soldado y recibe la marca".
Maximiliano: "Yo no acepto marca alguna; ya llevo sobre mí la
señal de Cristo, mi Dios".
Procónsul: "Inmediatamente te voy a mandar a tu Cristo".
Maximiliano: "¡Ojalá sea ahora mismo, porque ésa es mi
gloria!".
Procónsul a los empleados: "Que se le marque".
Maximiliano se resistió, diciendo: "Yo no recibo la marca del
mundo; y, si me la impone, la haré pedazos, porque nada
vale. Yo soy cristiano, y no me es lícito llevar colgado del
cuello un pedazo de plomo, después que llevo la señal
salvadora de mi Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo. Tú no lo
conoces: él sufrió por nuestra salvación y Dios lo entregó por
nuestros pecados. A él todos los cristianos le servimos, y a él
seguimos como príncipe de la vida y autor de la salvación".
Al verdugo el traje nuevo
Procónsul: "Sé soldado y acepta la marca, si no quieres
perecer miserablemente".
Maximiliano: "Yo no moriré. Mi nombre ya está consagrado a
mi Señor. No puedo ser soldado".
Procónsul: "Piensa en tu juventud y alístate, pues esto
conviene a un joven".
Maximiliano: "Mi milicia es la de mi Señor. Yo no puedo ser
soldado del mundo. Ya te lo he dicho: soy cristiano".
Procónsul: "En la sacra comitiva de nuestros señores
Diocleciano y Maximiano, Constancio y Máximo, hay
soldados cristianos y sirven en la milicia".
Maximiliano: "Ellos sabrán lo que les conviene. Yo soy
cristiano y no puedo hacer mal alguno".
Procónsul: "Los que militan, ¿qué mal hacen?".
Maximiliano: "Tú sabes muy bien lo que hacen".
Procónsul: "Alístate, no sea que, al despreciar la milicia,
comiences a perderte de mala manera".
Maximiliano: "No moriré; y, si saliera de este siglo, mi alma
viviría con Cristo, mi Señor".
Procónsul: "Borra su nombre".
Borrado el nombre, Dion dijo: "Puesto que con ánimo desleal
has rehusado la milicia, recibirás la sentencia que te
conviene, para escarmiento de los demás".
Y de su tablilla leyó la sentencia: "Mando que Maximiliano,
quien, con ánimo desleal, ha rehusado el juramento de
soldado, sea pasado a filo de la espada".
Maximiliano respondió: "¡Deo gratias! = ¡Gracias a Dios!".
El joven tenía veintiún años, tres meses y dieciocho días.
Mientras lo conducían al lugar del suplicio, dijo: "Hermanos
amadísimos, con todas sus fuerzas y con ávido anhelo,
apresúrense a alcanzar la dicha de ver al Señor, y que él les
conceda también a ustedes una corona semejante".
Con rostro alegre dijo a su padre: "Dale al verdugo el traje
nuevo que me habías preparado para la milicia. Así te recibiré
en el cielo con una recompensa centuplicada, y juntos
cantaremos las glorias del Señor".
Inmediatamente sufrió el martirio.
La matrona Pompeyana obtuvo del juez el cuerpo, lo colocó
en su litera, lo llevó a Cartago y lo sepultó al pie del
montículo, junto al mártir Cipriano, cerca del palacio. ¡Trece
días después murió
la misma matrona y fue también enterrada allí.
Víctor, el padre de Maximiliano, regresó a su casa, henchido
de gozo y dando gracias a Dios, por haber enviado al Señor,
delante de sí, tal obsequio; y él no tardó mucho en seguirlo.
¡Gracias a Dios! Amén.
Martirio de san Marcelo
(en Tánger, año 298)
Marcelo era centurión. Rehusó participar, por su sabor
idolátrico, en una fiesta en honor del emperador. Más aún,
arrojó de sí sus insignias de soldado (cinto y espada) y las de
su grado (el ramo de vid o sarmiento). Su gran fe y la
objeción de conciencia se mancomunan bellamente en su
trayectoria.
Actos de indisciplina
Siendo cónsules Fausto y Galo, el día cinco antes de las
calendas de agosto (28 de julio), el centurión Marcelo fue
introducido ante el tribunal. El presidente Astayano Fortunato
le preguntó:
"¿Qué te ha pasado por la cabeza para que, contra la
disciplina militar, te quitaras el cinto y la espada y arrojaras el
sarmiento (=insignia de centurión)?".
Marcelo: "Ya el doce de las calendas de agosto (21 de julio),
cuando ustedes celebraron la fiesta de su emperador, te
respondí en voz alta que soy cristiano y no puedo seguir en la
profesión de esta milicia, sino en la de Jesucristo, Hijo de
Dios omnipotente".
Fortunato: "No puedo disimular tu temeridad y, por tanto, haré
llegar tu caso a conocimiento de nuestros señores, los
Augustos Césares. Tú, sin fallo, pasarás a la audiencia de mi
señor Agricolano. He aquí el informe:
'Manilio Fortunato a su amigo Agricolano, salud:
Estábamos celebrando el día felicísimo y para todo el orbe
faustísimo del natalicio de nuestros señores y Augustos
Césares, oh señor Aurelio Agricolano, cuando Marcelo,
centurión regular, arrebatado por no sé qué locura, se quitó
espontáneamente el cinto y la espada, y se atrevió a arrojar el
sarmiento que llevaba, ante los mismos estandartes de
nuestros señores. He juzgado necesario poner en tu
conocimiento este hecho y al mismo tiempo remitirle al
culpable'".
No hay locura alguna en el que teme a Dios
Siendo Fausto y Galo cónsules, el tres antes de las calendas
dé noviembre (30 de octubre), en Tánger, fue introducido en
el tribunal Marcelo, uno de los centuriones de Astayano, y el
oficial dijo:
"El presidente Fortunato ha sometido a tu poder a Marcelo.
Está aquí presente. Sea, pues, traído ante tu grandeza,
juntamente con una carta firmada por el presidente y a ti
dirigida, la que, sí lo mandas, será públicamente leída".
Agricolano ordenó: "Que sea leída".
Leído el informe, Agricolano preguntó a Marcelo: "¿Has dicho
lo que está insertado en esas actas?".
Marcelo: "Lo he dicho".
Agricolano: "¿Todas y cada una de esas palabras has
dicho?".
Marcelo: "Las he dicho".
Agricolano: "¿Militabas como centurión regular?".
Marcelo: "Militaba".
Agricolano: "¿Qué locura te picó para pisotear tus juramentos
y perpetrar tales actos?".
Marcelo: "No hay locura alguna en el que teme a Dios".
Agricolano: "¿De veras, has dicho todo lo que está
consignado en el informe del presidente?".
Marcelo: "Todo".
Agricolano: "¿Arrojaste las armas?".
Marcelo: "Las arrojé. No conviene que un cristiano, que teme
a Cristo, milite en los afanes de este siglo".
Agricolano: "Estando así las cosas, al violar Marcelo las leyes
de la disciplina militar, debe ser castigado con una sanción".
Y sentenció:
"Marcelo, siendo centurión regular, quebrantó y deshonró
públicamente el juramento militar y, según el informe del
presidente, pronunció palabras llenas de locura. Por eso lo
condenamos a que sea pasado a filo de la espada".
Al ser conducido al suplicio, el santo varón Marcelo dijo a
Agricolano: "¡Que el Señor te colme de bendiciones!".
Tras estas palabras, fue muerto por la espada y alcanzó la
corona del martirio que deseaba, bajo el reinado de nuestro
Señor Jesucristo, que recibió a su mártir en paz. A él sean el
honor y la gloria, la fuerza y el poder por los siglos de los
siglos. Amén.
Martirio de san Julio
La Misia inferior (Bulgaria), sobre el Danubio, era en la
antigüedad un gran cuartel militar contra las invasiones
orientales. Julio era soldado y las actas están cargadas del
más noble patetismo. No se conoce la fecha de su martirio,
probablemente el año 302.
Yo cargo con tu pecado
Era tiempo de persecución, y los fíeles estaban en espera de
los gloriosos combates que les merecerían la recompensa
eterna.
Entonces, Julio fue detenido por los agentes de policía y
presentado al presidente Máximo.
El presidente preguntó: "¿Quién es este hombre?".
Los oficiales respondieron: "Es un cristiano y no quiere
obedecer los edictos imperiales".
Presidente: "¿Cómo te llamas?".
Julio: "Julio".
Presidente: "¿Qué dices, Julio? ¿Es verdad lo que se dice
acerca de ti?".
Julio: "Así es; soy cristiano y no puedo negar lo que soy".
Presidente: "¿Acaso ignoras los mandatos de los
emperadores, que ordenan sacrificar a los dioses?".
Julio: "No los ignoro, ciertamente; pero soy cristiano y no
puedo hacer lo que quieres y mucho menos, olvidarme del
Dios vivo y verdadero".
Presidente: "¿Qué mal hay en echar unos granos de incienso
y marcharse?".
Julio: "Yo no puedo despreciar los mandamientos divinos y
ser infiel a mi Dios, ¡ni aun en apariencia! Cuando yo seguía
el error de la vana milicia, en veintisiete años, jamás
comparecí ante el tribunal por criminal o pendenciero. Siete
veces participé en campañas bélicas, jamás me oculté en la
retaguardia. He peleado como ningún otro. El comandante
jamás me vio cometer alguna perfidia. ¿Y ahora quieres tú
que, después de mostrarme leal en lo menos, pueda yo ser
traidor en lo más?".
Presidente: "¿Qué milicia seguiste?".
Julio: "Seguí las armas y a mi debido tiempo me licencié
como veterano. Siempre temí a Dios que hizo el cielo y la
tierra, le rendí culto y ahora le sigo ofreciendo mi
servidumbre".
Presidente: "Julio, veo que eres un hombre prudente y
razonable. Hazme caso e inmola a los dioses. Así
conseguirás una gran remuneración".
Julio: "No puedo hacer lo que me pides; yo no quiero incurrir
en la pena eterna".
Presidente: "Si piensas que ello sea pecado, yo cargo con él.
Soy yo el que te hace fuerza, así no parece que tú cedas
voluntariamente. Luego, te vas tranquilo a tu casa, recibes el
dinero de las fiestas decenales y, en adelante, nadie te va a
molestar".
Julio: "Ni ese dinero de Satanás ni tus consejos capciosos
podrán privarme de la luz eterna. No puedo renegar de mi
Dios. Dicta, pues, sentencia contra mí, como contra un
cristiano".
Date prisa, hermano, en venir
Presidente: "Si no acatas los mandatos imperiales y no
sacrificas, te haré cortar la cabeza".
Julio: "Muy bien lo pensaste. Por eso te ruego, oh piadoso
presidente, por la salud de tus emperadores, que lleves a
cabo tu pensamiento y dictes sentencia contra mí. Así se
cumplirán mis deseos".
Presidente: "Si no te arrepientes y no sacrificas, tus deseos
se cumplirán cabalmente".
Julio: "Si mereciere sufrir esto, me esperaría una gloria
eterna".
Presidente: "¡Te están embaucando! En cambio, lograrías
una gloría eterna, si sufrieras por la patria y por sus leyes".
Julio: "Sin duda, sufro por las leyes, pero por las leyes
divinas".
Presidente: "¿Esas leyes que les enseñó uno que murió
crucificado? ¡Qué imbécil eres! Temes más a un muerto que
a los emperadores vivos".
Julio: "Él murió por nuestros pecados, para darnos vida
eterna; pero, siendo Dios, el mismo Cristo permanece por los
siglos de los siglos. El que lo confesare, tendrá vida eterna; el
que lo negare, sufrirá castigo eterno".
Presidente: "Me das lástima. Por eso te aconsejo que
sacrifiques y vivas con nosotros".
Julio: "El vivir con ustedes sería para mí la muerte; en
cambio, el morir en presencia de Dios sería para mí la vida
eterna".
Presidente: "Escúchame y sacrifica. Así no me veo obligado,
como te lo prometí, a quitarte la vida.
Julio: "Escogí morir temporalmente, para vivir con los santos
eternamente".
Finalmente el presidente Máximo dictó esta sentencia: "Julio,
por negarse a obedecer los edictos imperiales, sufrirá la pena
capital".
Mientras era conducido al lugar del suplicio, todos lo
besaban. Entonces el bienaventurado Julio les dijo: "Que
cada uno vea la intención con que me besa".
Había entre los asistentes un tal Isiquio, soldado cristiano,
también preso, que le dijo al santo mártir:
"Yo te ruego, Julio: cumple con gozo tu entrega y recibe la
corona que el Señor prometió dar a los que lo confiesan.
Acuérdate de mí, que te he de seguir muy pronto. Saluda
también de mi parte, con todo afecto, te ruego, a nuestro
hermano Valentión, siervo de Dios, quien por su buena
confesión se nos anticipó hacia el Señor".
Julio, por su parte, besó a Isiquio y le dijo:
"Date prisa, hermano, en venir. Mientras tanto, ofreceré tus
deseos y saludos a Valentión".
Julio tomó la venda, se la ató a los ojos, tendió el cuello y dijo:
"Señor Jesucristo, por tu nombre sufro la muerte y te suplico
que te dignes recibir mi espíritu con tus santos mártires".
Después, el ministro del diablo descargó el golpe de la
espada y puso fin a la vida del beatísimo mártir en nuestro
Señor Jesucristo. A él sean el honor y la gloria por los siglos
de los siglos. Amén.
Martirio de san Félix
(en Tibiuca, el 15 de julio del año 303)
En vísperas de la gran persecución de Diocleciano, la Iglesia
africana estaba atravesando momentos muy dolorosos:
indisciplina eclesiástica, relajación de las costumbres,
apostasías ante los primeros amagos de persecución, cisma
donatista... Pero los luminosos ejemplos del pasado reviven
en san Félix, obispo de Tibiuca, al sudoeste de Cartago, y
preparan los esplendores meridianos de san Agustín.
Requisas de los libros cristianos
Siendo cónsules augustos Diocleciano por octava vez y
Maximiano por séptima, fue proclamado en todo el imperio un
edicto de los emperadores y césares. Se ordenó que los
gobernadores y los magistrados de las colonias y ciudades,
cada uno en su respectivo territorio, arrancaran los libros
divinos de las manos de los obispos y presbíteros.
El decreto se publicó en la ciudad de Tibiuca el día de las
nonas de junio. En consecuencia, Magniliano, administrador
de la ciudad, mandó que se presentaran ante él los ancianos
del pueblo cristiano, ya que el mismo día el obispo Félix había
marchado a Cartago. En particular, mandó traer a Apro,
presbítero, y a Cirilo y Vidal, lectores.
El administrador Magniliano les preguntó: "¿Tienen los libros
divinos?".
Apro: "Los tenemos".
Magniliano: "Entréguenlos para que sean quemados".
Apro: "Los tiene nuestro obispo en su casa".
Magniliano: "¿Dónde está el obispo?".
Apro: "No lo sé".
Magniliano: "Quedarán arrestados, hasta que comparezcan
ante el procónsul Anulino". Al día siguiente, el obispo Félix regresó de Cartago a Tibiuca.
Entonces el administrador Magniliano dio orden al oficial que
le trajera al obispo Félix. El administrador Magniliano le
preguntó: "¿Eres tú el obispo Félix?".
Félix: "Soy yo".
Magniliano: "Entrega los libros o códices que tengas".
Félix: "Los tengo, pero no los voy a entregar".
Magniliano: "Entrega los libros para que sean quemados".
Félix: "Preferiría que me quemaran a mí antes que a las
Escrituras divinas. Más vale obedecer a Dios que a los
hombres".
Magniliano: "Las órdenes de los emperadores tienen prioridad
sobre lo que tú dices".
Félix: "El mandato del Señor tiene prioridad sobre los
mandatos de los hombres".
Magniliano: "Te doy tres días de plazo para que reflexiones.
Si en esta misma ciudad te niegas a cumplir las órdenes, irás
al procónsul y ante su tribunal proseguirás el juicio sobre lo
qué tú dices".
Al cabo de tres días, el administrador Magniliano mandó que
le fuera presentado el obispo Félix, y le preguntó:
"¿Reflexionaste ya?".
Félix: "Lo que dije antes, lo repito ahora y lo mismo diré ante
el procónsul".
Magniliano: "Irás, pues, al procónsul y allí té explicarás".
Para conducirlo a Cartago, designó a Vicente Celsino,
decurión de la ciudad de Tibiuca.
He predicado la fe y la verdad
Félix partió de Tibiuca para Cartago el 18 de las calendas de
julio (14 de junio). Apenas llegó, fue puesto a disposición del
legado, quien dio orden de que lo metieran en la cárcel.
Al día siguiente, antes de amanecer, el obispo Félix
compareció ante el legado, quien le preguntó: "¿Por qué no
entregas las inútiles Escrituras?".
Félix: "Las tengo, pero no las voy a entregar".
Entonces el legado ordenó que se le arrojara a lo más
profundo de la cárcel.
Después de dieciséis días, el obispo Félix, encadenado, fue
sacado de la cárcel, a la hora cuarta de la noche (diez de la
noche), y llevado ante el procónsul Anulino, quien de nuevo le
preguntó: "¿Por qué no entregas las inútiles Escrituras?".
El obispo Félix respondió: "No tengo intención de
entregarlas".
Entonces el procónsul Anulino sentenció que fuera pasado a
espada, en los idus de julio (13 de julio).
El obispo Félix elevó los ojos al cielo y en alta voz oró: "Dios
mío, te doy gracias. He vivido en este mundo cincuenta y seis
años. He guardado la virginidad, he observado el evangelio,
he predicado la fe y la verdad. Oh Señor, Dios del cielo y de
la tierra, Jesucristo, a ti que permaneces para siempre, de
rodillas te ofrezco mi cuello como sacrificio".
Apenas terminó la oración, los soldados lo llevaron al lugar
del suplicio y allí lo degollaron. Fue enterrado en el
cementerio de Fausto, en el camino llamado de los
escilitanos.
Martirio de san Procopio
(en Cesarea de Palestina, año 303)
El ilustre historiador Eusebio de Cesarea, como testigo ocular
de la gran persecución de Diocleciano, nos brinda en su
Historia eclesiástica un amplio informe sobre los principales
sucesos y los martirios más gloriosos. Por amor a la
brevedad, nos contentamos con recoger el relato de los
martirios de Procopio, de los hermanos Afiano y Edesio, de
Teodosiay de Pánfilo,
que iremos escalonando según la cronología del martirio.
Procopio era oriundo de Jerusalén, pero ejercía los oficios de
lector y exorcista en Escitópolis, también llamada Beisán,
metrópolis de la Palestina. Pero el oficio de lector no era sólo
un cargo, sino una pasión devoradora. Día y noche se
entregaba a la meditación de las divinas Escrituras.
Pasión por la Biblia
Procopio fue el primer mártir de la Palestina.
Era un varón colmado de gracia celeste y ya antes del
martirio, desde su más tierna edad, predispuso de tal modo
su vida que pudiera guardar la castidad y entregarse a la
práctica de todas las virtudes. Su cuerpo estaba tan
consumido que parecía no tener vida; pero su alma estaba
tan alimentada y fortalecida con la palabra de Dios, que
infundía vigor al mismo cuerpo. Su comida y bebida eran pan
y agua. No tomaba otro alimento, y esto cada dos o tres días,
y a veces al cabo de una semana.
Su mente se entregaba con tal ardor a la meditación de las
sagradas Escrituras, que día y noche permanecía incansable
en ella. Se consideraba inferior a los demás y se mostraba
con todos manso y bondadoso. De ello daba testimonio la
abundancia de su palabra. El se había consagrado
únicamente al estudio de la palabra de Dios; en cambio, muy
poco se aplicó al estudio de los conocimientos profanos. Por
su nacimiento era oriundo de Elia; pero su vida la pasó en
Escitópolis. En esa Iglesia ejercía tres ministerios: era lector,
traductor griego de los textos siríacos y exorcista mediante la
imposición de las manos.
Junto con sus compañeros de Escitópolis fue enviado a
Cesarea. Desde las mismas puertas de la ciudad fue
conducido delante del presidente; y antes de experimentar las
molestias de la cárcel y de las cadenas, en su entrada misma
fue conminado por el juez Flaviano a sacrificar a los dioses.
Procopio, en voz alta, le replicó: "No hay muchos dioses, sino
uno solo, hacedor y artífice de todas las cosas".
El juez, atacado por el azote de su palabra y herido en su
conciencia, pareció estar de acuerdo con él; pero, cambiando
argumento, pidió a Procopio que, al menos sacrificara a los
emperadores, que eran cuatro. Pero el santo mártir de Dios
desechó esa insinuación y citó el verso de Homero: No es
bueno el mando de muchos. Uno solo ha de ser el rey, uno
solo el soberano (Ilíada 2, 204-5).
Al escuchar este verso, que parecía un desacato contra los
emperadores, el juez lo condenó a muerte. En seguida el
bienaventurado Procopio fue decapitado y entró como por
atajo en la vida celeste. Era el siete del mes de julio, o las
nonas del mismo julio según el calendario latino, el primer
año de la persecución contra nosotros, bajo el reinado de
nuestro Señor Jesucristo, al cual sean el honor y la gloria por
los siglos de los siglos. Amén.
Martirio de san Saturnino y compañeros
(en Cartago, año 304)
De la celebración eucarística a la cárcel, al martirio y al cielo:
he ahí la corta y santa trayectoria de estos fervorosos
cristianos. El relato de las torturas es espeluznante. ¡Qué
luminosos y heroicos ejemplos en todo!
Escuadrones de confesores
En tiempos de Diocleciano y Maximiano, el diablo declaró la
guerra a los cristianos del siguiente modo: exigió la entrega
de los sacrosantos Testamentos del Señor y las Escrituras
divinas para quemarlos, mandó destruir los templos
consagrados al Señor y prohibió las celebraciones
litúrgicas y las reuniones devotas.
El ejército del Señor Dios no pudo soportar tan feroz mandato
y se horrorizó ante órdenes tan sacrílegas. En seguida,
empuñó las armas de la fe y salió a la batalla para luchar, no
tanto contra los hombres sino contra el diablo.
Lamentablemente, algunos entregaron a los paganos las
Escrituras del Señor y quemaron en sacrílegas hogueras los
Testamentos divinos y, por eso, se separaron del quicio de la
fe. En cambio, muchísimos otros guardaron las sagradas
Escrituras y de buena gana derramaron por ellas su sangre y
por esto tuvieron un fin valiente. Estos hombres, llenos de
Dios, derrotaron y aplastaron al diablo y llevaron la palma
victoriosa de su martirio. Todos estos mártires firmaron con
su propia sangre la sentencia contra los traidores y sus
cómplices, sentencia que los había arrojado de la comunión
de la Iglesia. No era lícito que en la Iglesia de Dios estuvieran
juntos los mártires y los traidores.
Innumerables escuadrones de confesores volaban de todas
partes al campo de batalla; y, dondequiera hallaba cada uno
al enemigo, allí establecía los cuarteles del Señor.
En la ciudad de Abitinas (África), al resonar el clarín de guerra
en casa de Octavio Félix, los gloriosos mártires levantaron las
banderas del Señor. Allí celebraron, según costumbre, los
misterios del Señor, y allí fueron detenidos por los
magistrados de la colonia y los soldados de la guarnición. He
aquí la lista:
Saturnino, presbítero, con sus cuatro hijos: Saturnino, el
joven, y Félix, lectores, María, virgen consagrada, y el niño
Hilarión; Dativo, senador; dos Félix, Emérito, Ampelio,
Rogaciano, Quinto, Maximiano, Tecla, Rogaciano, Rogato,
Jenaro, Casiano, Victoriano, Vicente, Ceciliano, Restituta,
Prima, Eva, otro Rogaciano, Givalio, Rogata, Pomponia,
Secunda, Jenara, Saturnina, Martín, Dante, Félix, Margarita,
Mayor, Honorata, Regiola, Victorino, Pelusio, Daciano,
Matrona, Cecilia, Victoria, Herectina, Secunda, otra Matrona y
otra Jenara. Todos ellos fueron detenidos y con su júbilo
conducidos al foro.
Camino de este primer campo de batalla, abría la marcha
Dativo, a quien sus santos padres engendraron para que
vistiera la blanca túnica de senador en la corte celestial. Lo
seguía Saturnino, escoltado por su numerosa prole. Dos de
sus hijos habían de compartir su martirio; los otros dos
quedarían como prenda de su nombre en la Iglesia. Después,
seguía todo el escuadrón del Señor, en el que centelleaba el
esplendor de las armas celestiales: el escudo de la fe, la
coraza de la justicia, el casco de la salvación y la espada de
dos filos de la palabra de Dios. Confiados en la protección de
esas armas, prometían a los hermanos la esperanza de la
victoria.
Finalmente, llegaron a la plaza pública de la ciudad. Allí
dieron la primera batalla y, por el informe elogioso de los
magisterios, ganaron la palma de la confesión de la fe.
En la misma plaza, ya antes, el cielo había combatido en
favor de las Escrituras del Señor. Fundano, en otro tiempo
obispo de la ciudad, había entregado las Escrituras del Señor,
para ser quemadas. El sacrílego magistrado ya estaba por
prenderles fuego, cuando, súbitamente, con el cielo sereno,
cayó un chaparrón que apagó el fuego aplicado a las
Sagradas Escrituras, mientras una granizada y una
tempestad se desencadenaron con furia en defensa de las
Escrituras, asolando toda la región.
Así, pues, en Abitinas los mártires de Cristo recibieron las
primeras ansiadas cadenas y después fueron enviados a
Cartago. En todo el trayecto se mostraron alegres y jubilosos
y entonaron himnos y cánticos al Señor.
Finalmente, llegaron al tribunal del procónsul Anulino. Allí,
firmes y valientes, en cerrado escuadrón y gracias a la
constancia recibida del Señor, rechazaron los asaltos del
diablo enfurecido. Sin embargo, al ver que no podía
prevalecer contra todos los soldados de Cristo juntos, la rabia
diabólica pidió que los sacaran de a uno para el combate.
Esos combates no los voy a relatar con palabras mías sino
con las de los mismos mártires. Esas palabras manifiestan la
impudencia del furioso enemigo al infligir sacrílegas invectivas
y torturas, y glorifican la todopoderosa fuerza de Cristo el
Señor en la paciencia de los mártires y en su misma
confesión de la fe.
¡Infelices, están obrando injustamente!
El oficial presentó los mártires al procónsul y le informó que
se trataba de un grupo de cristianos remitidos por los
magistrados de Abitinas, que habían sido sorprendidos
celebrando, contra la prohibición de los emperadores y
césares, asambleas litúrgicas y cultos dominicales.
El procónsul, ante todo, interrogó a Dativo acerca de su
condición y de su participación en las asambleas, y él confesó
ser cristiano y haber tomado parte en ellas. También lo
interrogó acerca del organizador de aquellas santísimas
reuniones.
Inmediatamente, el procónsul ordenó a los oficiales que lo
levantaran y tendieran sobre el potro y lo desgarraran con
uñas de hierro. Los verdugos cumplieron con atroz velocidad
la cruel orden; y, en medio de grandes escarnios, desnudaron
los costados del mártir y ya tenían en alto los garfios para
herirlos, cuando Télica, mártir fortísimo, se ofreció a las
torturas, gritando: "Somos cristianos; sí, hemos tenido,
asambleas".
Al punto se encendió el furor del procónsul, el cual, mascando
rabia y gravemente herido por la espada del espíritu, hizo
moler a durísimos palos al mártir de Cristo, mandó que lo
extendieran en el potro y lo desgarraran con rechinantes
garfios. Por su parte, el gloriosísimo mártir Télica, en medio
del furor de los verdugos, dirigía a Dios sus súplicas y sus
acciones de gracias: "¡Gracias a ti, oh Dios! ¡Por tu nombre,
oh Cristo, Hijo de Dios, libra a tus siervos!".
Mientras oraba, el procónsul le preguntó: "Junto contigo,
¿quién es el responsable de las reuniones de ustedes?".
Mientras el verdugo se ensañaba más cruelmente, el mártir
respondió en voz alta: "El presbítero Saturnino y todos
nosotros".
¡Oh generoso mártir, que da a todos la primacía! No prefirió el
presbítero a los hermanos, sino que asoció a los hermanos al
presbítero en la confesión de la fe.
El procónsul buscó a Saturnino y Télica se lo señaló. De
ninguna manera lo traicionó, ya que lo veía consigo
combatiendo juntos contra el diablo; sino que quería hacer
patente al procónsul que la reunión era auténticamente
litúrgica, ya que se hallaba con ellos un sacerdote. Mientras
derramaba su sangre, unía sus súplicas al Señor y,
acordándose de los preceptos del evangelio, el mártir, entre
las desgarraduras de su cuerpo, pedía perdón por sus
enemigos. En medio de las gravísimas torturas de los
suplicios, increpaba tanto a los verdugos como al procónsul
con estas palabras:
"¡Infelices, están obrando injustamente! ¡Están obrando
contra Dios! ¡Oh Dios altísimo, no les imputes estos pecados!
¡Están pecando, infelices; están obrando contra Dios!
Guarden los mandamientos del Dios altísimo. ¡Están obrando
injustamente, infelices! ¡Están desgarrando a inocentes!
Nosotros no somos homicidas ni hemos defraudado a nadie.
¡Dios mío, ten compasión de mí; te doy gracias, Señor; pero
por tu nombre, dame fuerza para sufrir! Libra a tus siervos del
cautiverio de este siglo. Te doy gracias, y jamás podría
dártelas bastante".
Por los golpes de los garfios los costados del mártir se
abrieron como surcos, y por las violentas desgarraduras
manaba una ola de sangre. El procónsul le dijo: "Ahora
comenzarás a sentir los sufrimientos que te esperan". Télica
respondió:
"¡Para gloria! Doy gracias al Dios de los reinos. Ya se me
aparece el reino eterno, el reino indestructible. Señor Jesús,
somos cristianos y a ti servimos. Tú eres nuestra esperanzar
la esperanza de los cristianos. ¡Oh Dios santísimo, oh Dios
altísimo, oh Dios omnipotente! Nosotros te alabamos por tu
nombre, Señor Dios omnipotente".
Mientras así oraba, el diablo, por boca del juez, le dijo:
"Debías haber obedecido las órdenes de los emperadores y
Césares".
Su cuerpo estaba rendido por el esfuerzo, pero su alma era
fuerte y constante; por eso seguía proclamando con palabra
invencible:
"Yo aprendí la ley de Dios y sólo por ella me desvelo. Procuro
guardarla, por ella voy a morir, en ella quiero consumar mi
vida, ya que, fuera de ella, no existe ninguna otra".
Tales respuestas del glorioso mártir constituían otras tantas
torturas para el propio Anulino, el cual, después de haber
saciado su ferocidad, ordenó a los verdugos: ¡Basta! Y lo
envió a la cárcel, para destinarlo a un martirio digno de él.
Calumnias de rapto
Después, Dativo fue levantado por el Señor para el combate.
Antes, extendido en el caballete, había contemplado de cerca
la lucha denodada de Télica. Al llegar su turno, proclamó
repetidas veces y fuertemente, que era cristiano y que había
tomado parte en las asambleas.
Entonces, se irguió Fortunaciano, hermano de la santísima
mártir Victoria y personaje de relevancia social, pero ajeno
por entonces al culto de la religión cristiana, y comenzó a
incriminar al mártir suspendido en el potro: "Este es, señor, el
hombre que, en ausencia de mi padre, cuando yo estudiaba
aquí, sedujo a mi hermana Victoria y de esta espléndida
ciudad de Cartago, se la llevó, juntamente con Secunda y
Restituta, a la colonia de Abitinas. Jamás entró en nuestra
casa sino cuando quería atraerse, con sus engatusamientos,
los ánimos de las niñas".
Pero Victoria, mártir clarísima del Señor, se indignó por esos
falsos testimonios contra un senador y compañero de
martirio, y al punto irrumpió con cristiana libertad
proclamando:
"Nadie influyó en mi partida, ni vine con él a Abitinas. Lo
puedo demostrar con testigos. Todo lo hice espontánea y
libremente. Sí, tomé parte en la reunión y celebré los
misterios del Señor, porque soy cristiana".
Entonces, el insolente abogado amontonaba invectivas contra
el mártir, el cual, desde el caballete, se las rebatía una a una
con respuestas verdaderas. Por su parte, Anulino ordenó que
clavaran fuertemente los garfios en el mártir. Muy pronto los
verdugos pusieron al desnudo los costados y los prepararon
para los sangrientos golpes. Las manos crueles volaban más
ligeras que los veloces mandatos: rompieron la piel,
desgarraron las entrañas y con salvajismo mostraron a las
criminales miradas de los profanos, las partes internas del
mártir. Entre tantas torturas, el alma de Dativo permanecía
inconmovible. Aunque le rompieran los miembros,
desgarraran las entrañas y descalabraran sus costados, su
espíritu seguía firme e inalterable. Él se acordó de su
dignidad de senador y, mientras el verdugo se ensañaba,
dirigió al Señor su súplica:
"¡Oh Cristo Señor, no quede yo confundido!".
Con esta oración, lo que pidió del Señor, lo obtuvo tan
fácilmente como brevemente lo suplicó.
Finalmente, el procónsul, con alma alterada, ordenó el cese
de los tormentos. Y los verdugos suspendieron. No era justo
que el mártir de Cristo fuera atormentado con una causa que
atañía a su compañera de martirio, Victoria.
También Pompeyano se hizo cruel acusador de sospechas
indignas y añadió sus calumnias contra Dativo; pero éste lo
refutó con desprecio: "¿Qué haces aquí, oh diablo? ¿Por qué
te ensañas todavía contra los mártires de Cristo?".
Igualmente Dativo, senador y mártir de Cristo, derrotó el
poder y la rabia forense. El también debía ser torturado por
Cristo. A la pregunta del procónsul si había asistido a la
reunión litúrgica, contestó que había llegado durante la
reunión y había celebrado, en unión con los hermanos y con
la debida devoción, los misterios del Señor; pero que el
organizador de aquella santísima junta no era uno solo.
Estas declaraciones excitaron nuevamente y con más furor al
procónsul contra Dativo. Su rabia se
descargó de nuevo contra la doble dignidad del mártir que fue
profundamente herido por los surcos de los garfios. Pero el
mártir, entre los durísimos tormentos de sus llagas, repetía su
primera oración:
"¡Te ruego, oh Cristo, no quede yo confundido! ¿Qué he
hecho? Saturnino es nuestro sacerdote".
Sí, hemos celebrado los divinos misterios
Mientras los duros y feroces verdugos, mostrando gran
crueldad, rayaban con corvas uñas los costados de Dativo, se
hizo venir a Saturnino. Este, antes, absorto en la
contemplación del reino celestial, reputaba menudos y muy
leves los sufrimientos de sus compañeros; ahora, él también
empezó a sentir en sí la dureza de tales combates. El
procónsul le acusó así:
"Al reunir a todos estos, tú has obrado contra el mandato de
los emperadores y césares".
Saturnino, por inspiración del Espíritu del Señor: "Hemos
celebrado pacíficamente el día del Señor".
Procónsul: "¿Por qué?".
Saturnino: "Porque la celebración del día del Señor no puede
suspenderse".
Al oír esto, el procónsul dio orden de que Saturnino fuera
atado para la tortura frente a Dativo. Este, más que sentía,
contemplaba la carnicería de su propio cuerpo; y, teniendo su
alma y su corazón absortos en el Señor, no daba importancia
a los dolores del cuerpo. Únicamente oraba al Señor,
diciendo:
"¡Socórreme, te suplico, oh Cristo! ¡Ten piedad de mí! ¡Salva
mi alma, guarda mi espíritu, para que no quede yo
confundido! ¡Te suplico, oh Cristo: dame fuerza para sufrir!".
El procónsul insistió: "Tu deber era, desde esta espléndida
ciudad, hacer entrar en razón a los otros y no obrar contra el
mandato de los emperadores y césares".
El mártir con más fuerza y constancia gritaba:
"¡Soy cristiano!".
El diablo, vencido por estas palabras, ordenó el cese de las
torturas y arrojó a Dativo a la cárcel, reservándolo para un
martirio más digno.
Admirable y divina respuesta
Saturnino, el presbítero, suspendido sobre el caballete y
empapado en la sangre reciente de los mártires, se Sentía
exhortado a perseverar en la fe de aquellos sobre cuya
sangre estaba tendido. Interrogado si había sido promotor de
la asamblea y si los había reunido a todos ellos, respondió:
"Sí, yo asistí a la reunión".
En ese momento saltó al combate y se asoció al presbítero el
lector Emérito, mientras declaraba:
"Yo soy el responsable, y las reuniones se celebraron en mi
casa".
El procónsul, que tantas veces había sido derrotado, tuvo
horror a los asaltos de Emérito; y siguió dirigiéndose al
presbítero:
"¿Por qué obraste contra lo mandado, Saturnino?".
Saturnino: No se puede suspender la celebración dominical.
Lo manda la ley.
Procónsul: "Sin embargo, no debías despreciar la prohibición
de los emperadores, sino observarla y no obrar contra su
mandato".
Y con voz ya muy ejercitada contra los mártires, dio orden a
los atormentadores de que redoblaran su furia; y fue con
presteza obedecido. Los verdugos se lanzaron contra el
cuerpo del anciano y,
con rabia atroz, rompieron la trabazón de los nervios y
desgarraron al sacerdote de Dios con suplicios atroces y con
tormentos de nuevo género.
Se podía ver cómo los verdugos se ensañaban con hambre
rabiosa, como si trataran de saciarla en las llagas del mártir; y
cómo -para horror de los presentes- entre el rojo de la sangre,
se veían amarillear los desnudos huesos.
Mientras tanto, el sacerdote suplicaba al Señor que no dejara
que su alma abandonara el cuerpo durante las pausas de los
atormentadores, cuando aún le esperaba el último suplicio:
"¡Te ruego, oh Cristo: óyeme! ¡Te doy gracias, Dios mío;
manda que yo sea degollado! ¡Te ruego, oh Cristo: ten
compasión de mí! ¡Oh Hijo de Dios, socórreme!".
El procónsul volvió a repetir: "¿Por qué obraste contra lo
mandado?".
El sacerdote reafirmó: "La ley así lo manda, la ley así lo
enseña".
¡Qué respuesta admirable, elocuente y divina del sacerdotemaestro! Aun entre los tormentos, el sacerdote predicaba la
ley santísima, por la que de buena gana estaba soportando
los. suplicios.
Espantado por la palabra de la ley, Anulino dijo: "¡Basta! y lo
entregó a los guardias de la cárcel, destinándolo para el
deseado suplicio.
No podemos vivir sin misa
Emérito fue puesto ante el tribunal y el procónsul le preguntó:
"¿En tu casa se han celebrado reuniones de culto contra las
órdenes de los emperadores?".
Emérito, inundado de Espíritu Santo: "Sí, en mi casa hemos
celebrado el día del Señor".
Procónsul: "¿Por qué les permitiste entrar?".
Emérito: "Porque son mis hermanos y no podía impedírselo".
Procónsul: "Tu deber era impedírselo".
Emérito: "No lo podía hacer, porque no podemos vivir sin
celebrar los misterios del Señor".
El procónsul dio orden de que también Emérito,
inmediatamente, fuera extendido en el caballete y torturado.
Los verdugos se alternaban en propinarle terribles castigos.
El mártir oraba así:
"¡Te ruego, oh Cristo, socórreme! ¡Están obrando contra el
mandato de Dios, oh infelices!".
Procónsul: "No debías haberlos recibido".
Emérito: "Yo no podía menos de recibir a mis hermanos". :
El sacrilego procónsul: "Antes debía prevalecer la orden de
los emperadores y césares".
El religioso mártir: "Dios es el más grande, no los
emperadores... ¡Te suplico, oh Cristo! ¡A ti te doy alabanzas!
¡Cristo Señor, dame fuerzas para sufrir!".
Mientras así oraba, el procónsul lo interrumpió:
"¿Tienes algunas Escrituras en tu casa?".
Emérito: "Las tengo, pero en mi corazón".
Procónsul: "¿Las tienes en tu casa, sí o no".
Emérito: "Las tengo en mi corazón. ¡Te suplico, oh Cristo! ¡A
ti toda alabanza! ¡Líbrame, oh Cristo: sufro por tu nombre!
¡Por breve tiempo sufro, de buena gana sufro! ¡Oh Cristo
Señor, que no sea yo confundido!".
¡Oh mártir, quien, a semejanza del Apóstol, tuvo la ley del
Señor escrita no con tinta, sino por el
Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas
de carne del corazón! (2Cor 3, 3). ¡Oh mártir, experto de la
ley sagrada y su solícito custodio, que sintió horror por el
crimen de los entregadores y, para no perder las Escrituras
del Señor, las escondió en el secreto de su pecho!
El procónsul, dándose cuenta, ordenó: "¡Basta!"; mandó que
se levantara un acta de su declaración, así como de las de
todos los demás y añadió:
"Según lo que ustedes se merecen y de acuerdo con su
misma confesión, todos sufrirán el debido castigo".
Nos reunimos para leer las Escrituras
Parecía ya mitigarse la ferina rabia del procónsul, saciada con
boca ensangrentada en los tormentos de los mártires. Pero
en aquel punto Félix se adelantó a la batalla, y con él todo el
ejército del Señor, que seguía compacto e invicto.
El tirano, aterrado, con el cuerpo y el espíritu deshechos y en
voz baja, se dirigió al grupo y les dijo:
"Espero que elijan el mejor partido: conservar la vida
obedeciendo las órdenes".
Los confesores del Señor e invictos mártires de Cristo
unánimemente contestaron:
"Somos cristianos, y no podemos guardar otra ley que la ley
santa del Señor, hasta el derramamiento de nuestra sangre".
El enemigo, herido por estas palabras, dijo a Félix: "No te
pregunto si eres cristiano, sino si participaste en reuniones o
tienes Escrituras en tu poder".
¡Qué necia y ridícula la pregunta del juez! "Si eres cristiano, le
dice, callátelo; pero dime, añade, si asististe a la reunión";
como si se pudiera, ser cristiano sin celebraciones
eucarísticas, o tomar parte en las reuniones sin ser cristiano.
¿No te das cuenta, Satanás, de que el cristiano está
asentado en la celebración eucarística y la celebración
eucarística en el cristiano, de suerte que no es posible el uno
sin el otro? Cuando oigas el nombre, reconoce la reunión
ante el Señor; y, cuando oigas la reunión, reconoce el
nombre. En fin el mártir te conoce y se burla de ti. Con la
siguiente respuesta te confunde:
"Sí, nos reunimos para celebrar los gloriosos misterios del
Señor; y cada vez que nos reunimos, leemos las Escrituras
del Señor".
Anulino, gravemente confundido por esta confesión, le mandó
azotar con varas tan horrorosamente que murió y, terminado
su martirio, corrió presuroso a asociarse al coro celeste de los
mártires en los estrados de las estrellas.
A este Félix le siguió otro Félix. Combatió con valor
semejante, fue machacado por la andanada de palos, murió
en la cárcel de resultas de los tormentos y se unió al martirio
del primer Félix.
La eucaristía, esperanza y salvación
Después, entró en la liza Ampelio, cumplidor de la ley y
fidelísimo custodio de las divinas Escrituras. A la pregunta del
procónsul de si había asistido a las reuniones, Ampelio
respondió risueño, aplomado y con voz alegre:
"Sí, yo me reuní con mis hermanos, celebré los misterios del
Señor, tengo conmigo las Escrituras, pero escritas en mi
corazón. ¡Oh Cristo, yo te alabo! ¡Escúchame, oh Cristo!".
Habiendo dicho esto, fue golpeado en la nuca y enviado a la
cárcel, donde entró gozoso al lado de sus hermanos, como si
entrara ya en el tabernáculo del Señor.
A éste siguió Rogaciano, quien confesó el nombre de Señor y
fue llevado a la cárcel junto a los
demás, pero sin sufrir tortura alguna.
Quinto fue arrimado, confesó de modo egregio y magnífico el
nombre del Señor, fue azotado con varas y arrojado a la
cárcel, reservado para un martirio digno de él.
A éste siguió Maximiano, par en la confesión de la fe
semejante en la lucha, igual en los triunfos de la victoria.
Después, Félix el joven proclamó que la celebración de los
misterios del Señor son la esperanza y la salvación de los
cristianos, fue igualmente azotado con varas y dijo:
"Sí, yo celebré con devoción el día del Señor y me reuní con
mis hermanos, porque soy cristiano".
Por esta confesión mereció ser también él asociado a los
susodichos hermanos.
De tal palo, tal astilla
Saturnino el joven, santa descendencia del presbítero y mártir
Saturnino, se acercó presuroso al deseoso combate, como si
tuviera prisa por emular las gloriosas virtudes del padre.
El procónsul, furibundo, por instigación del diablo, le
preguntó: "¿También tú, Saturnino, asististe a las
reuniones?".
Saturnino: "Yo soy cristiano".
Procónsul: "No te pregunto eso, sino si celebraste el día del
Señor".
Saturnino: "Sí, lo celebré, porque Cristo es el Salvador".
Al escuchar el nombre de "Salvador", Anulino se enfureció y
mandó que prepararan el potro del padre para el hijo. Una
vez que Saturnino estuvo tendido, el procónsul le dijo:
"¿Qué declaras, Saturnino? ¿Ves dónde estás puesto?
¿Tienes alguna Escritura?".
Saturnino: "Yo soy cristiano".
Procónsul "Yo te pregunto si tomaste parte en las reuniones y
si tienes Escrituras",
Saturnino: "Yo soy cristiano; y no hay otro nombre que,
después del de Cristo, debamos venerar como santo".
El diablo, inflamado por esta confesión, sentenció: "Ya que
persistes en tú obstinación, es preciso someterte a ti también
a los tormentos. Declara si tienes alguna Escritura". Después,
ordenó al verdugo: "¡Tortúralo!".
Los verdugos, que se cansaron antes por herir al padre,
descargaron sus golpes sobre los costados del hijo y
mezclaron la sangre paterna, húmeda aún en los garfios, con
la sangre del hijo. ¡Qué horror! La sangre, por entre los
surcos de las heridas abiertas, fluía de los costados del hijo,
como antes de los del padre; y los garfios chorreantes
mezclaban la sangre de uno y otro.
Pero el joven, cobrando vigor con la mezcla de su legítima
sangre, sentía más aliento que tormento y, creciendo su
fortaleza en medio de las torturas, con fortísimas voces
gritaba:
"Sí, tengo las Escrituras del Señor, pero en mi corazón. ¡Te
suplico, oh Cristo: dame fuerzas para sufrir! ¡En ti está la
esperanza!".
Anulino: "¿Por qué obraste contra lo mandado?".
Saturnino: "Porque soy cristiano".
Anulino: "¡Basta!". El tormento cesó inmediatamente y el
joven fue enviado a la compañía de su padre.
Hirvientes del Espíritu Santo
Mientras tanto, las horas resbalaban, el día se sumergía en la
noche y los tormentos terminaban con el sol. La negra rabia
de los atormentadores se calmó y parecía languidecer
juntamente con la crueldad del juez. En cambio, las legiones
del Señor, en las que Cristo, luz eterna, refulgía con el
esplendor deslumbrante de los años celestiales, se lanzaban
al combate con nueva valentía y constancia.
El enemigo del Señor, derrotado en tantas gloriosas batallas
de los mártires y en tan grandes encuentros, abandonado por
el día, sorprendido por la noche y desbaratado por el
cansancio de los mismos verdugos, ya no tenía ganas para
seguir combatiendo con ellos uno a uno. Por eso trató de
sondear en masa los ánimos de todo el ejército del Señor y
compulsó las mentes devotas de los confesores con este
interrogatorio:
"Ustedes han visto lo que sufrieron los que han perseverado y
lo que tendrán que sufrir todavía los que persistan en su
confesión. Por tanto, el que de entre ustedes quiera alcanzar
el perdón y salvar la vida, no tiene más que declarar".
Los confesores del Señor, los gloriosos mártires de Cristo,
alegres y triunfantes, no por las palabras del procónsul sino
por la victoria del martirio, hirvientes del Espíritu Santo, con
voz más fuerte y más clara, unánimemente contestaron:
"¡Somos cristianos!".
Con estas palabras el diablo quedó derrotado y Anulino,
aplastado y confundido, los arrojó a todos a la cárcel,
destinando a aquellos santos para el martirio.
Las dos coronas: La virginidad y el martirio
El florido coro de las sagradas vírgenes no podía verse
privado de la gloria de tan gran combate. Todas ellas, gracias
a la ayuda del Señor, lucharon con Victoria y, con ella, fueron
coronadas.
Victoria, la más santa de las mujeres, la flor de las vírgenes,
el honor y la gloria de los confesores, era noble de
nacimiento, muy devota y de gran pureza de costumbres. Los
encantos de la naturaleza brillaban más por el candor de su
honestidad, y a la belleza de su cuerpo correspondían la fe
más bella de su alma y la integridad de su castidad. Se
alegraba sobremanera, al considerarse destinada para la
segunda palma a través del martirio del Señor.
Desde su infancia resplandecían en ella los claros signos de
la pureza, y desde sus tiernos años sé destacaban en ella un
casto rigor de alma y una como dignidad de su futuro martirio.
Al llegar a ser mayor de edad, sus padres quisieron forzarla,
contra su voluntad y sin mirar a su repugnancia, a que se
casase, y estaban ya por entregarla contra su gusto al
esposo; pero ella, para huir al raptor, a escondidas, se
precipitó por una ventana abajo y, sostenida por aires
serviciales, se recostó ilesa en el regazo de la tierra. Si en
aquel trance hubiera muerto por la sola virginidad, no habría
podido más tarde sufrir también por Cristo el Señor.
Después de haberse liberado de las antorchas nupciales, de
burlar justamente a padres y novio, y de haber saltado casi de
entre los que concurrieron a su boda, como virgen intacta, se
refugió en la morada del pudor y puerto de la castidad que es
la Iglesia. Allí, con inmaculado pudor, conservó la sagrada
cabellera de su cabeza y se consagró a Dios en virginidad
perpetua. Así, cuando Victoria corría presurosa al martirio,
llevaba ya triunfalmente con su mano derecha la palma y la
flor de la pureza.
El procónsul le preguntó qué fe profesaba y ella, en voz alta,
contestó: "Yo soy cristiana".
Su hermano Fortunaciano, personaje importante y su
abogado, con una sarta de argumentos ensayó hacerla pasar
por loca. Pero ella replicó: "Esta es mi convicción y jamás he
cambiado".
Procónsul: "¿Quieres irte con tu hermano Fortunaciano?".
Victoria: "No quiero, porque soy cristiana; y mis hermanos son
los que guardan los mandamientos de Dios".
¡Oh niña, fundada en la autoridad de la ley de Dios! ¡Oh
virgen gloriosa, con razón consagrada al Rey eterno! ¡Oh
mártir beatísima, ilustre por la profesión evangélica! Con las
palabras del Señor, ella dijo: "Mis hermanos son los que
guardan los mandamientos de Dios" (Mt 12,48-50).
Al oírla, Anulino puso aparte su autoridad de juez y se rebajó
a suplicarle a la niña: "Mira lo que haces; Ya ves a tu
hermano cómo desea lograr tu salvación".
La mártir de Cristo respondió: "Es una resolución ya tomada y
jamás he cambiado. Estuve presente en la reunión y celebré
con mis hermanos el día del Señor, porque soy cristiana".
Al oírla, Anulino, presa de la furia, se inflamó y mandó a la
cárcel a la joven y santa mártir de Cristo junto con los demás,
reservándolos a todos para la pasión del Señor.
Te voy a cortar el pelo, la nariz y las orejas
Quedaba todavía Hilariano, uno de los hijos del presbítero y
mártir Saturnino. Era niño todavía, pero sobrepujaba su tierna
edad con la grandeza de su devoción.
Él aspiraba a compartir los triunfos de su padre y hermanos y
no se atemorizó por las feroces amenazas del tirano si no que
las redujo a nada. A la pregunta del procónsul de si había
seguido al padre y a los hermanos, con presteza se oyó la
voz juvenil salida de un pequeño cuerpo, y el estrecho pecho
del niño se abrió entero para confesar al Señor:
"Yo soy cristiano, y libre y espontáneamente asistí a la
reunión, junto con mi padre y mis hermanos".
Parecía que la voz del padre saliera por la boca del dulce hijo,
y que la lengua que confesaba a Cristo se afianzara con los
ejemplos del hermano. Pero el necio procónsul no
comprendía que no eran los hombres, sino Dios mismo quien
combatía contra él en los mártires, ni que en años de niño
pudiera haber ánimo de hombre; por eso creía poder
espantar al niño con tormentos que espantan a la niñez y lo
amenazó.
"Te voy a cortar el pelo, la nariz y las orejas; y así te soltaré".
Hilariano, orgulloso de las hazañas de su padre y hermanos y
que ya había aprendido de sus mayores a despreciar los
tormentos, con voz clara respondió:
"Haz lo que quieras; yo soy cristiano".
Inmediatamente por orden del juez fue puesto en la cárcel; y
con gran alborozo se oyó la voz de Hilariano: "¡Deo gratias =
Gracias a Dios!".
Así se termina la lucha del gran combate. Así el diablo es
derrotado y vencido. Así los mártires de Cristo se alegran y se
felicitan eternamente por la gloria de su martirio.
Martirio de san Ireneo
(2 5 de marzo del año 304)
Ireneo era obispo de Sirmio (= la moderna Mitrowitza), entre
Hungría y Yugoslavia. El relato tiene por fuente principal las
actas judiciales. Todos destacan el doble martirio de Ireneo:
el del cuerpo y, sobre todo, el del corazón por su radical
desprendimiento de esposa e hijos "por el reino de los cielos".
Los tormentos antes que negar a Dios
Durante la persecución de los emperadores Diocleciano y
Maximiano, los cristianos lucharon en todo género de
combates y, abrazando con alma entregada a Dios los
suplicios infligidos por los tiranos, se hacían merecedores de
los premios eternos.
Este fue el caso del siervo de Dios, Ireneo, obispo de Sirmio,
cuyo combate les voy a narrar y cuya corona les voy a
mostrar. Ireneo (= Pacífico), por su natural modestia y por el
temor de Dios, al que servía con buenas obras, fue hallado
digno de su propio nombre.
Ireneo fue arrestado y presentado a Probo, gobernador de
Panonia.
Gobernador: "Obedece los divinos preceptos y sacrifica a los
dioses".
Ireneo, obispo: "El que sacrifica a los dioses y no a Dios, será
exterminado".
Gobernador: "Nuestros clementísimos príncipes han
mandado lo siguiente: o sacrificar o morir en los tormentos".
Ireneo: "A mí se me ha mandado aceptar los tormentos antes
que renegar de Dios, sacrificando a los demonios".
Gobernador: "O sacrificas o te hago torturar".
Ireneo: "Si lo haces, me alegraré, ya que así compartiré los
sufrimientos de mi Señor".
El gobernador Probo dio orden de que se le aplicara la
tortura. Mientras se le atormentaba con extremada violencia,
el gobernador lo interpeló: "¿Qué dices, Ireneo? Sacrifica".
Ireneo respondió: "Proclamando con altivez mi fe, estoy
sacrificando a mi Dios, a quien siempre he sacrificado".
Gemidos, lágrimas, llantos
Mientras tanto, llegaron sus familiares y, al verle torturado, le
suplicaban (que cediera). Los niños se abrazaban a sus pies
y le decían: "¡Oh padre, ten compasión de ti y de nosotros!".
Las mujeres le suplicaban llorando por su rostro y su edad.
Sobre él sollozaban y se dolían sus parientes, gemían los
criados, gritaban los vecinos y se lamentaban los amigos.
Todos ellos clamaban diciendo: "Ten compasión de tu
juventud".
Pero Ireneo estaba poseído por una pasión más noble. Él
tenía delante de sus ojos la palabra del Señor: Si alguno me
niega delante de los hombres, yo también lo negaré delante
de mi Padre que está en los cielos (Mt 10, 33). Por eso,
desdeñándolo todo, no contestó a nadie, ya que tenía prisa
por llegar a la esperanza de su vocación celestial.
El gobernador Probo le preguntó: "¿Qué dices a todo esto?
¡Que tantas lágrimas dobleguen tu locura! Piensa en tu joven
edad y sacrifica".
Ireneo respondió: "Pienso en mi eternidad; por eso no
sacrifico".
Probo dio orden de que se lo llevara a la cárcel, donde estuvo
encerrado por muchos días y sometido a diversos castigos.
Por la muerte la vida
Más adelante, a medianoche, el gobernador Probo se ubicó
en su tribunal y de nuevo hizo comparecer al beatísimo mártir
Ireneo.
Gobernador: "Sacrifica, pues, y te ahorrarás castigos".
Ireneo: "Haz lo que se te ha mandado; pero no esperes de mí
tal cosa".
Probo se enfadó y lo hizo azotar con varas.
Ireneo: "Tengo a Dios, y desde mi primera edad aprendí a
darle culto. Yo lo adoro a él, que me fortalece en todas las
cosas. A él también sacrifico; en cambio, a los dioses, hechos
a mano, yo no los puedo adorar".
Gobernador: "Ahórrate al menos la muerte: ¡ya sufriste
demasiadas torturas!".
Ireneo: "Me ahorro la muerte cuando por las penas que me
infliges, pero que yo por Dios no siento, reciba la vida eterna".
Gobernador: "¿Tienes mujer?".
Ireneo: "No tengo".
Gobernador: "¿Tienes hijos?".
Ireneo: "No tengo".
Gobernador: "¿Tienes parientes?".
Ireneo: "No tengo".
Gobernador: "Pues ¿quiénes eran los que lloraban durante la
audiencia anterior?".
Ireneo: "Hay un precepto de mi Señor Jesucristo, que dice: El
que ama a su padre ó a su madre, a su esposa o a sus hijos,
a sus hermanos o a sus parientes más que a mí, no es digno
de mí (Lc 14, 26)".
Miró hacia el cielo, a Dios, y puso su mente en sus promesas;
por eso todo lo desestimó y declaró no conocer ni tener
pariente alguno fuera de Dios.
Gobernador: "Siquiera por ellos sacrifica".
Ireneo: "Mis hijos tienen al mismo Dios que yo y él puede
salvarlos. Pero tú haz lo que te han mandado".
Gobernador: "Mira por ti, joven. Sacrifica. No me obligues a
hacerte perecer en los suplicios".
Ireneo: "Haz lo que quieras. Ya podrás ver la constancia que
el Señor Jesucristo me dará contra tus acechanzas".
Gobernador: "Voy a dictar sentencia contra ti".
Ireneo: "Si lo haces, te felicito".
El gobernador dictó sentencia así: "Mando que Ireneo, por
desobedecer los mandatos imperiales, sea arrojado al río".
Ireneo respondió: "Después de tan variadas amenazas y de
tan multiformes tormentos, creía que me pasarías a cuchillo;
pero nada de esto has hecho. Yo te ruego que lo hagas, para
que veas cómo los cristianos, por su fe en Dios, saben
despreciar la muerte".
¡Gracias, Señor, por compartir tu gloria!
Probo, exasperado por el desafío del bienaventurado varón,
dio Orden también de que fuera pasado a filo de la espada. El
santo mártir de Dios, como si recibiera una segunda palma,
dio gracias a Dios diciendo:
"Te doy gracias, Señor Jesucristo, por darme paciencia en
medio de tan innumerables penas y tormentos y por dignarte
hacerme partícipe de la gloria eterna".
Al llegar al puente que se llama Básente, él mismo se despojó
de sus vestidos, levantó las manos al cielo y oró así:
"Señor Jesucristo, que te dignaste sufrir por la salvación del
mundo, abre tus cielos y envía a tus
ángeles, para que reciban el espíritu de tu siervo Ireneo, que
sufre esto por tu nombre y por tu pueblo de la Iglesia católica
de Sirmio y por su progreso. Te ruego y suplico tu
misericordia, que te dignes recibirme a mí y confirmar en la fe
a los demás".
Así Ireneo fue pasado a filo de espada y los verdugos
arrojaron su cuerpo al río Sava.
El siervo de Dios, Ireneo, obispo de la ciudad de Sirmio, fue
martirizado el ocho antes de los idus de abril, bajo
Diocleciano emperador y Probo gobernador, y bajo el reinado
de nuestro Señor Jesucristo, a quien es la gloria por los siglos
de los siglos. Amén.
Martirio de las santas Ágape, Quionia e Irene
(en Tesalónica, año 304)
La ciudad de Tesalónica es doblemente ilustre: por las dos
cartas de san Pablo y por sus gloriosos mártires. Las tres
hermanas transformaron su casa en un escondite de Biblias y
otros libros litúrgicos y hagiográficos y, para evitar el arresto,
Se refugiaron en los montes. El autor del relato reunió los tres
procesos y los encuadró con un prólogo y un epílogo.
Tres nombres, tres símbolos
Cuanto mayor que antes fue la gracia concedida al género
humano por el advenimiento y la presencia de nuestro Señor
y salvador Jesucristo, tanto mayor fue la victoria de los
hombres santos.
Ellos, en lugar de aquellos enemigos que se ven con ojos
corporales, comenzaron a vencer a los que no caen bajo el
sentido de los ojos. Los mismos demonios, cuya naturaleza
no es visible, fueron vencidos por mujeres puras, honestas y
llenas del Espíritu Santo, y fueron entregados al fuego.
Tales fueron aquellas tres santas mujeres, oriundas de
Tesalónica, ciudad que celebró el sapientísimo Pablo, cuando
en alabanza de su fe y caridad dice: A TODO LUGAR HA LLEGADO
LA NOTICIA DE SU FE EN DIOS. Y también: ACERCA DE LA CARIDAD
FRATERNA NO ES NECESARIO QUE LES ESCRIBA, PUES USTEDES
MISMOS HAN APRENDIDO DE DIOS A AMARSE LOS UNOS A LOS OTROS (I
Tes 1, 4-9).
Al estallar la persecución del emperador Maximiano contra los
cristianos, aquellas mujeres, adornadas con todo género de
virtudes, quisieron obedecer las leyes evangélicas. Por su
sumo amor a Dios y la esperanza de los bienes celestiales,
imitaron el ejemplo del patriarca Abraham y abandonaron
patria, parientes y todos sus bienes. Para huir de los
perseguidores, como lo enseñó Cristo, se dirigieron a un alto
monte y allí se entregaban a la oración. Así su cuerpo se
elevó a la altura de un monte; pero su alma ya vivía en las
alturas del cielo mismo.
Fueron prendidas en el monte mismo y conducidas al
magistrado, autor de la persecución, a fin de que, después de
haber cumplido los demás preceptos de Dios, mantuvieran su
amor a Cristo hasta la muerte y así alcanzaran la corona de la
inmortalidad.
Una de las tres poseía la perfección del mandamiento, pues
amaba a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí misma,
según dice el Apóstol; El fin del mandamiento es la caridad (I
Tim 1, 5); por esto se llamaba con toda razón Ágape, nombre
griego que quiere decir caridad.
La segunda guardó pura y brillante la blancura del bautismo,
tanto que se le podía aplicar el dicho profético: Me lavarás y
quedaré más blanco que la nieve (Sal 51, 9); y por eso recibió
su nombre de la nieve. Quionia viene de "nieve".
La tercera tenía el don de la paz recibido de nuestro salvador
y Dios y lo ejercía para con todos, según el dicho del Señor:
Mi paz les doy; por esto fue llamada Irene que en griego
significa "paz".
Estas tres mujeres fueron llevadas a presencia del
magistrado, quien, al ver que no estaban dispuestas a ofrecer
sacrificios a los dioses, sentenció que fueran quemadas
vivas. De esta manera a través del fuego de unos momentos
vencieron al diablo y a toda la caterva de demonios que,
doquiera estén, forman su ejército y que están condenados al
fuego eterno; alcanzaron la corona incorruptible de la gloria y
con los ángeles alaban eternamente a Dios, que tantas
gracias les otorgó. Cómo se desarrollaron los sucesos de su
martirio, vamos a narrarlo brevemente.
Antes morir que pecar
Dulcecio presidía el tribunal y el escribano Artemisio le habló
así: "Si lo mandas, leeré el informe remitido por el oficial de
policía acerca de los presentes".
Dulcecio: "Te ordeno que lo leas".
Escribano: "Por tu orden voy a leerte, mi señor, el informe
completo: Casandro, soldado beneficiario, escribe así: 'Has
de saber, señor, que Agatón, Ágape, Quionia, Irene, Casia,
Felipa y Eutiquia se niegan a comer de los sacrificios
ofrecidos a los dioses. Por eso procuré remitirlos a tu
excelencia'".
Presidente: "¿Qué locura tan grande es la de ustedes, para
no querer obedecer los religiosísimos mandatos de nuestros
emperadores y Césares?".
Luego se dirigió a Agatón: "¿Por qué, yendo a los sacrificios,
no has usado de ellos como acostumbran los que están
consagrados a los dioses?".
Agatón: "Porque yo soy cristiano".
Presidente: "¿Hoy también persistes en la misma
determinación?".
Agatón: "¡Mucho más firmemente".
Presidente: "Y tú, Ágape, ¿qué dices?".
Ágape: "Yo creo en el Dios vivo, y no quiero perder la
conciencia de mi buena actuación".
Presidente: "Y tú, Quionia, ¿qué dices?".
Quionia: "Yo creo en el Dios vivo, y por eso no he querido
hacer lo que dices".
Presidente a Irene: "Y tú, ¿qué dices? ¿Por qué no has
obedecido el piísimo mandato de nuestros emperadores y
Césares?".
Irene: "Porque temo a Dios".
Presidente: "Y tú, Casia, ¿qué dices?".
Casia: "Yo quiero salvar mi alma".
Presidente: "¿No quieres tomar parte en los sacrificios?".
Casia: "¡De ninguna manera!".
Presidente: "Y tú, Felipa, ¿qué dices?".
Felipa: "Yo digo lo mismo".
Presidente: "¿Qué es eso mismo que dices?".
Felipa: "Prefiero morir a comer de los sacrificios de ustedes".
Presidente: "Y tú, Eutiquia, ¿qué dices?".
Eutiquia: "Yo digo lo mismo; también yo prefiero morir a hacer
lo que mandas".
Presidente: "¿Tienes marido?".
Eutiquia: "Ha muerto".
Presidente: "¿Cuánto hace?".
Eutiquia: "Unos siete meses".
Presidente: "¿De quién estás encinta?".
Eutiquia: "Del marido que Dios me dio".
Presidente: "Te aconsejo, Eutiquia, a abandonar esta locura y
a volver a pensamientos más humanos. ¿Qué dices?
¿Quieres obedecer el edicto imperial?".
Eutiquia: "De ninguna manera quiero obedecer. Yo soy
cristiana y sierva del Dios omnipotente".
Presidente: "Ya que Eutiquia está encinta, será por ahora
custodiada en la cárcel".
Mando que sean quemadas vivas
Presidente: "Tú, Ágape, ¿qué dices? ¿Quieres hacer como
nosotros, que somos fieles servidores de nuestros soberanos,
los emperadores y Césares?".
Ágape: "¡De ninguna manera! Yo no serviré a Satanás. Mi
alma no puede ser engañada por tus palabras, pues es
inexpugnable".
Presidente: "Y tú, Quionia, ¿qué dices a esto?".
Quionia: "Nadie puede desviar nuestra determinación".
Presidente: "¿Tienen tal vez en su casa escritos, códices o
libros de los impíos cristianos?".
Quionia: "No nos queda ninguno; los actuales emperadores
nos los han quitado todos".
Presidente: "¿Quién les ha dado esta determinación?".
Quionia: "El Dios omnipotente".
Presidente: "¿Quiénes fueron los maestros que las llevaron a
esa necedad?".
Quionia: "El Dios omnipotente y su Hijo unigénito, nuestro
Señor Jesucristo".
Presidente: "Es evidente que todos ustedes debían
someterse a la obediencia de nuestros poderosos
emperadores y Césares. Sin embargo, a pesar de tanto
tiempo, tantas advertencias, tantos edictos promulgados y
tantas amenazas que se han lanzado, ustedes permanecen
insolentes y altaneras, desprecian los justos mandatos de los
emperadores y Césares y adhieren al impío nombre de
cristianos. Los agentes de policía y los primeros soldados les
han ordenado redactar por escrito una negación de Cristo;
pero ustedes se han rehusado a hacerlo. Por todo ello
recibirán el castigo que merecen".
Después, leyó el texto de la sentencia: "Ágape y Quionia,
engreídas por malas ideas y falsos principios, han resistido a
los divinos edictos de nuestros soberanos, los augustos y los
Césares, y hasta el presente practican la religión cristiana que
es temeraria, vana y odiosa para todos los hombres piadosos;
por eso mando que sean quemadas vivas". Y añadió:
"Agatón, Casia, Felipa e Irene (por su joven edad), serán
guardadas en la cárcel, hasta que a mí me parezca".
Trayectoria de heroísmos
Una vez que aquellas santísimas mujeres fueron consumidas
por el fuego, el presidente mandó que le trajeran a santa
Irene y le habló así:
"Por lo que haces, pones de manifiesto un propósito
descabellado, pues has querido conservar hasta hoy tantos
pergaminos, libros, tablillas, volúmenes y páginas de las
Escrituras que
pertenecieron a los impíos cristianos. Te los hemos
presentado y tú los reconociste, a pesar de que diariamente
negabas que poseían tales escritos. No te contuvo el castigo
de tus hermanas, ni te importó nada el miedo a la muerte. Por
lo tanto, es necesario que te apliquemos el castigo. Sin
embargo, no me parece inoportuno ofrecerte, aún ahora, una
parte de mi benignidad. Si, al menos ahora, quieres
reconocer a nuestros dioses, saldrás impune de todo suplicio
y libre de todo peligro. ¿Qué dices? ¿Te sometes a los
mandatos de nuestros emperadores y Césares? ¿Estás
dispuesta a comer de las carnes inmoladas y a sacrificar a los
dioses?".
Irene: "¡De ninguna manera! ¡De ninguna manera, por el Dios
omnipotente que creó el cielo y la tierra, el mar y cuanto en
ellos hay. A los que negaren a Jesús, el Verbo de Dios, les
está reservada la suprema pena del fuego sempiterno".
Presidente: "¿Quién te impulsó a guardar hasta hoy todos
estos pergaminos y escrituras?".
Irene: "Aquel Dios omnipotente, que nos mandó amarle hasta
la muerte. Por eso no nos hemos atrevido a traicionarlo, sino
que hemos preferido ser quemadas vivas, o sufrir cualquier
otra calamidad que pudiera sobrevenirnos, a entregar tales
escritos".
Presidente: "¿Qué otra persona sabía que en tu casa se
guardaban tales escritos?".
Irene: "Nadie; sólo lo sabía Dios omnipotente que todo lo ve.
Por el miedo de que nos delataran, considerábamos a
nuestros hombres como nuestros peores enemigos. Así,
pues, a nadie se los mostramos".
Presidente: "El año pasado, cuando por vez primera se
promulgó aquel piadoso edicto de nuestros señores, los
emperadores, y césares, ¿dónde se escondieron?".
Irene: "Donde Dios quiso. En los montes, bien lo sabe Dios,
vivimos al aire libre".
Presidente: "¿En casa de quién vivieron?".
Irene: "Al raso, estando unas veces en un monte, y otras en
otro".
Presidente: "¿Quiénes les daban de comer?".
Irene: "Dios, que da a todos el alimento".
Presidente: "¿El padre de ustedes era cómplice de todo
esto?".
Irene: "¡De ninguna manera, por el Dios omnipotente, podía
ser cómplice! Él ignoraba todo esto en absoluto".
Presidente: "Entre sus vecinos, ¿quién lo sabía?".
Irene: "Pregúntaselo a los vecinos y haz pesquisas en los
parajes o entre los que saben dónde estuvimos".
Presidente: "Una vez de regreso de los montes, ¿leían esos
escritos en presencia de alguno?".
Irene: "Los teníamos en casa, pero no nos atrevíamos a
sacarlos. Por eso sufríamos sobremanera por no dedicarnos
día y noche a su meditación, como estábamos
acostumbradas hasta el año pasado, en que los ocultamos".
Presidente: "Tus hermanas ya han sufrido el castigo que
decreté; pero tú, ya antes de escaparte, por ocultar estos
pergaminos y escritos, mereciste la pena de muerte. Sin
embargo, no quiero que salgas súbitamente de la vida como
les sucedió a ellas; sino que mando que mis esbirros y
Zózimo, el verdugo público, te expongan desnuda en el
lupanar. Cada día recibirás, del palacio, un pan; y mis
esbirros no te dejarán salir".
Obstinada en su arrogancia
Cuando se presentaron los esbirros y Zózimo, el verdugo
público, el presidente les dijo:
"Les advierto que, si se me dice que esta mujer, aunque fuere
por un instante, abandonó el lugar que le asigné, estarán
sometidos a la pena de muerte. Acerca de los escritos, me los
traerán de los cofres y armarios de Irene".
Según la orden del presidente, Irene fue llevada al lupanar
público. Pero la gracia del Espíritu Santo la protegió y la
guardó pura e intacta para el Señor y Dios del universo.
Nadie se atrevió a acercársele, ni a cometer acción o decir
palabra torpe contra ella.
Finalmente, el presidente Dulcecio volvió a llamar a aquella
santísima mujer que compareció ante su tribunal, y le habló
así:
"¿Persistes todavía en tu misma locura?".
Irene: "De ninguna manera es locura, sino piedad para con
Dios, aquello en lo que yo persisto".
Presidente: "Desde tus primeras respuestas pusiste en
evidencia que no estabas dispuesta a obedecer de buena
gana el mandato de los emperadores, y ahora veo que te
obstinas en la misma arrogancia. Por lo tanto, pagarás la
pena que mereces".
Pidió una tablilla y sobre ella escribió la sentencia:
"Puesto que Irene se negó a obedecer el edicto de los
emperadores y a sacrificar a los dioses, y aún ahora
persevera en la disciplina y religión de los cristianos, mando
que, como sus hermanas, sea quemada viva".
Después que el presidente hubo pronunciado la sentencia,
los soldados condujeron a Irene a un lugar elevado, donde
sus hermanas habían sufrido el martirio. Prepararon una gran
hoguera, y le mandaron que subiera por si misma a ella. La
santa se arrojó en la hoguera entonando himnos y celebrando
la gloria de Dios.
Todo esto sucedió durante el consulado noveno de
Diocleciano Augusto y octavo de Maximiano Augusto, día de
las calendas de abril, bajo el reinado de nuestro Señor
Jesucristo por los siglos. A él, al Padre y al Espíritu Santo sea
gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Martirio de san Polión
(28 de abril del año 304)
Polión era lector de la Iglesia de Cíbalis (=actual Vicovci),
Yugoslavia; y, a pesar de los edictos imperiales, seguía
cumpliendo su misión de luz. Fue condenado por el mismo
gobernador que condenó a Ireneo. El relato fue redactado
hacia el último cuarto del siglo IV.
Fe luminosa y misionera
Desde que comenzó la persecución, Diocleciano y Maximiano
decretaron que todos los cristianos o debían ser
exterminados o debían apostatar de su fe. Al llegar el edicto a
la ciudad de Sirmio, el gobernador Probo recibió órdenes de
perseguir y empezó ensañándose con los clérigos. Prendió al
santo hombre Montano, presbítero de la Iglesia de Singiduno,
quien por largo tiempo se había ejercitado en las virtudes de
la fe cristiana, y mandó que fuera ejecutado.
Por similar sentencia, forzó a llegar a la palma celeste a
Ireneo, obispo de Sirmio, quien luchó valerosamente por la fe
y por el pueblo que le fuera encomendado. Ireneo rechazó los
ídolos y despreció los impíos edictos; por eso fue cruelmente
torturado y entregado a momentánea muerte, pero para vivir
por toda la eternidad.
Sin embargo, la crueldad de Probo no se sació con esas
víctimas, sino que lo impulsó a recorrer las ciudades vecinas.
So capa de pública utilidad, llegó a Cíbalis, en la que, como
se sabe, nació el cristianísimo emperador Valentiniano. En
una anterior persecución, el venerable obispo de esta
misma ciudad, Eusebio, muriendo por el nombre de
Jesucristo, triunfó contra el diablo y contra la muerte.
El mismo día de la llegada del gobernador, el primero de los
lectores, Polión, gracias a la misericordiosa providencia del
Señor, fue prendido por los esbirros de la crueldad y
presentado al tribunal. Polión era muy conocido por el ardor
de su fe y fue denunciado con esta acusación: "Este se ha
desatado en tal insolencia, que no cesa de blasfemar contra
los dioses y los príncipes".
Pilares de civilización y camino de salvación
Gobernador: "¿Cómo te llamas?".
Polión: "Polión".
Gobernador: "¿Eres cristiano?".
Polión: "Sí, soy cristiano".
Gobernador: "¿Qué oficio ejerces?".
Polión: "Soy el primero de los lectores".
Gobernador: "¿De qué lectores?".
Polión: "De los que tienen el cargo de leer a los pueblos la
palabra de Dios".
Gobernador: "¿Esos que, como se dice, pervierten a las
mujercillas ligeras, les prohíben casarse y las exhortan a una
vana castidad?".
Polión: "Hoy mismo tú podrás conocer si somos ligeros y
vanos.
Gobernador: "¿De qué manera?".
Polión: "Ligeros y vanos son los que abandonan a su Creador
para seguir las supersticiones de ustedes. En cambio, los
leales y constantes ponen de manifiesto su fidelidad al Rey
eterno en que, a pesar de los tormentos con que se pretende
doblegarlos, ellos se esfuerzan por cumplir los mandamientos
que leyeron".
Gobernador: "¿Qué mandamientos leen o de qué rey?".
Polión: "Los piadosos y santos mandamientos de Cristo rey".
Gobernador: "¿Cuáles?".
Polión: "Los que enseñan que hay un solo Dios que truena en
los cielos; los que afirman con santa amonestación que no
pueden ser llamados dioses los fabricados de madera o
piedra; los que corrigen y enmiendan los delitos; los que
fortalecen a los justos a guardar su propósito y perseverar en
él; los que enseñan a las vírgenes a alcanzar las cimas de su
pureza y a la honesta cónyuge a guardar la continencia en la
procreación de los hijos; los que exhortan a los amos a
mandar sobre sus esclavos más por piedad que por ira,
señalándoles que la condición humana es común a todos, y a
los esclavos a cumplir sus obligaciones más por amor que por
temor; los que nos enseñan a obedecer a los reyes, si
ordenan cosas justas, y a las autoridades superiores, cuando
mandan el bien; los que prescriben que se dé honor a los
padres, reciprocidad a los amigos, perdón a los enemigos,
afecto a los ciudadanos, humanidad a los huéspedes,
misericordia a los pobres, caridad a todos y daño a nadie; los
que nos animan a recibir pacientemente las injurias y no
hacerlas a nadie, ceder de los propios bienes y no codiciar los
ajenos ni con el deleite de los ojos; los que anuncian que
vivirá para siempre el que despreciare por la fe la muerte
momentánea que ustedes pueden infligir. Si estos
mandamientos te desagradan, al menos conócelos bien;
después seguirás tu conciencia".
No es sabio preferir lo caduco a lo eterno
Gobernador: "¿Que le aprovechará al hombre si, una vez
muerto, está privado de esta luz y pierde todos los bienes del
cuerpo?".
Polión: "La luz eterna es más bella que la terrenal; y los
bienes permanentes más dulces que los pasajeros; y no es
sabio preferir lo caduco a lo eterno".
Gobernador: "¡Flor de tonterías! Haz lo que han mandado los
emperadores".
Polión: "¿Qué han mandado?".
Gobernador: "Que sacrifiques".
Polión: "Haz lo que se te ha mandado. Yo no lo haré, porque
está escrito: El que sacrifica a los demonios y no a Dios, será
exterminado (alusión a Mt 10, 33).
Gobernador: "Si no sacrificas, serás pasado a filo de espada"
Polión: "Haz lo que se te ha mandado. Yo quiero seguir con
toda verdad las huellas de los obispos, sacerdotes y padres
todos, en cuyas doctrinas he sido imbuido. Por eso, recibiré
con sumo júbilo todo lo que quieras hacerme".
El gobernador Probo dio sentencia de que fuera quemado
vito. Inmediatamente fue arrebatado por los ministros del
diablo y conducido a una milla de la ciudad. Allí el mártir
intrépido consumó su martirio alabando, bendiciendo y
glorificando a Dios, que de antemano conoció su venerable
pasión, como también, muchos años antes, había conocido el
martirio para la gloria celeste el santo obispo Eusebio, de la
misma ciudad y muerto el mismo día.
El martirio tuvo lugar en la ciudad de Cíbalis, cinco días antes
de las calendas de mayo, siendo emperadores Diocleciano y
Maximiano y reinando nuestro Señor Jesucristo por los siglos
de los siglos. Amén.
Martirio de san Euplo
(en Catania, año 304)
Catania (Sicilia) es ilustre por los martirios de santa Águeda y
de san Euplo, De los dos poseemos las actas del martirio;
pero las de santa Águeda son más tardías, en cambio, las de
san Euplo más genuinas y auténticas. Todos los mártires
murieron con el evangelio en el corazón; san Euplo fue
ejecutado con el evangelio que le colgaba sobre el pecho.
Hermosa acusación
Siendo cónsules Diocleciano por novena vez y Maximiano por
octava, el día antes de los idus de agosto (12 del mismo
mes), en la ciudad de Catania, el diácono Euplo, hallándose
delante de la puerta del despacho del gobernador, gritó en
voz alta: "Yo soy cristiano, y deseo morir por el nombre de
Cristo".
Euplo entró en el despacho del juez llevando consigo los
evangelios; pero Máximo, un amigo de Calvísiano, le observó:
"No le está permitido retener tales libros contra el mandato,
imperial".
El gobernador Calvisiano preguntó a Euplo: "¿De dónde
proceden estos libros? ¿Han salido de tu casa?".
Euplo: "No tengo casa. Lo sabe bien mi Señor Jesucristo".
Calvísiano: "¿Los has traído tú aquí?".
Euplo: "Personalmente los he traído, como tú mismo estás
viendo. Me sorprendieron con ellos".
Calvísiano: "Léelos".
Euplo abrió el evangelio y leyó: ¡Bienaventurados los que
padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el
reino de los cielos!, y en otro lugar: El que quiera venir en pos
de mí, tome su cruz y sígame (Mt 5, 10; 16, 24).
Después de haber escuchado estos y otros pasajes, el
gobernador Calvísiano preguntó: "¿Qué significa todo eso?".
Euplo: "Es la ley de mi Señor, como me fue entregada".
Calvísiano: "¿Quién te la entregó?".
Euplo: "Jesucristo, el Hijo de Dios vivo".
El gobernador Calvísiano se dirigió a su consejo y declaró:
"Su confesión es muy clara. Que pase ahora a manos de los
torturadores y sea interrogado bajo la tortura".
En los evangelios está la vida eterna
Siendo Diocleciano cónsul por novena vez y Maximiano por
octava, el día antes de los idus de agosto, el gobernador
Calvísiano volvió a interrogar a Euplo puesto en el tormento:
"¿Qué opinas ahora acerca de lo que manifestaste en tu
anterior confesión?".
Euplo, con la mano que le quedaba libre, hizo la señal de la
cruz sobre su frente y contestó: "Lo que dije antes, ahora
nuevamente lo confieso: soy cristiano y leo las divinas
Escrituras".
Calvisiano: "¿Por qué guardaste en tu casa y no entregaste
estos libros? Los emperadores los habían prohibido".
Euplo: "Porque soy cristiano y no me está permitido
entregarlos. Prefiero morir antes que entregarlos. En ellos
está la vida eterna. El que los entrega, pierde la vida eterna.
Para no perderla, doy mi vida".
Calvisiano se dirigió a sus esbirros y les dijo: "Ya que Euplo
no entregó las Escrituras, según el edicto de los
emperadores, sino que las lee al pueblo, sea torturado".
Euplo, mientras era atormentado, oraba así: "Te doy gracias,
oh Cristo, y guárdame, ya que sufro por ti".
Calvísiano: "Renuncia, oh Euplo, a semejante locura. Adora a
los dioses y quedarás libre".
Euplo: "Yo adoro a Cristo y detesto a los demonios. Haz lo
que quieras. Yo soy cristiano. Hace mucho que ansié estas
cosas. Haz lo que quieras. Añade otros tormentos. Yo soy
cristiano".
Después de haberlo largamente atormentado, los verdugos
recibieron órdenes de detenerse.
Calvísiano: "¡Desgraciado de ti! Adora a los dioses. Da culto a
Marte, Apolo y Esculapio".
Euplo: "Yo adoro al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Yo
adoro a la Santa Trinidad, fuera de la cual no hay Dios
alguno. Que perezcan los dioses que no hicieron el cielo y la
tierra y cuanto en ellos existe. Yo soy cristiano".
Calvísiano: "Sacrifica, si quieres quedar libre".
Euplo: "Ahora me estoy ofreciendo a mí mismo en sacrificio a
Cristo Dios. Más no puedo hacer. Tus esfuerzos son vanos.
Yo soy cristiano".
Calvísiano dio orden de que fuera torturado más cruelmente.
En medio de los tormentos, Euplo oraba: "¡Te doy gracias, oh
Cristo! ¡Socórreme, oh Cristo! ¡Por ti estoy sufriendo, oh
Cristo!".
Y repetía a menudo estas invocaciones. Al fin le faltaron las
fuerzas; y ya sólo con los labios, sin exhalar la voz, decía
estas o semejantes súplicas.
¡Gracias a ti, oh Cristo!
Calvísiano se retiró a su despacho detrás de la cortina y dictó
la sentencia. Luego salió con la tablilla y leyó: "Puesto que el
cristiano Euplo desprecia los edictos de los príncipes,
blasfema contra los dioses y no se arrepiente, mando que sea
pasado a filo de la espada. ¡Que lo lleven al suplicio!".
Entonces colgaron al cuello de Euplo el evangelio con el que
había sido prendido. Delante de él el pregonero gritaba: "El
cristiano Euplo es enemigo de los dioses y de los
emperadores".
Euplo, lleno de júbilo, repetía sin cesar: "¡TE DOY GRACIAS,
OH CRISTO DIOS!".
Llegado al lugar del suplicio, se puso de rodillas y oró largo
rato. Mientras daba gracias, tendió su cuello y el verdugo lo
degolló. Más tarde, su cuerpo fue recogido por los cristianos
que lo embalsamaron y sepultaron.
Martirio de santa Crispina
(en Theveste, cerca de Cartago, año 304)
Crispina, nacida en Tagore, pero martirizada en Theveste, fue
muy venerada en la antigüedad. Las actas actuales parecen
una redacción más corta y, más bien, un epílogo, mientras
san Agustín, que la ensalzó en varias oportunidades, poseía
un texto más extenso. Entre otras cosas san Agustín nos dice
que "Crispina era mujer rica y delicada, clarísima y de noble
familia; y era madre y por su fe abandonó a sus hijos". Era
mujer de altas prendas y con gozo se entregó al Señor: "Se
alegró al ser detenida y llevada ante el juez, cuando la metían
en la cárcel y la presentaban ante el tribunal, cuando era,
oída y cuando era condenada. En todo se alegraba, y los
miserables tenían por mísera a la que se gozaba con los
ángeles ".
Yo sólo adoro al Dios vivo
Siendo cónsules Diocleciano por novena vez y Maximiano por
octava, el día de las nonas de diciembre (5 de diciembre), en
la colonia de Theveste, el procónsul Anulino tomó asiento en
su despacho en el tribunal y el secretario de la audiencia se
dirigió al procónsul en estos términos: "Si lo ordenas,
Crispina, natural de Tagore, que despreció la ley de nuestros
señores y emperadores, pasará a ser oída".
Procónsul: "Que la hagan entrar".
Crispina entró y Anulino le preguntó: "¿Conoces, Crispina, el
texto del mandato sagrado?".
Crispina: "Ignoro de qué mandato se trata".
Procónsul: "Que sacrifiques a todos los dioses por la salud de
los príncipes. Tal es el mandato de nuestros señores, los
piadosos emperadores Diocleciano y Maximiano y los muy
nobles césares Constancio y Máximo".
Crispina: "Yo no sacrifiqué jamás ni sacrifico, sino al único y
verdadero Dios y a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que
nació y padeció".
Procónsul: "Abandona esa superstición e inclina tu cabeza al
culto de los dioses de Roma".
Crispina: "Todos los días adoro a mi Dios omnipotente; fuera
de él, no conozco a ningún otro dios".
Procónsul: "Eres una mujer obstinada e insolente; pero,
pronto y contra tu voluntad, vas a sentir la fuerza de las
leyes".
Crispina: "Todo lo que pudiera sucederme, lo sufriré con
gusto por la fe que profeso".
Procónsul: "Es muy grande tu locura, al no querer abandonar
tu superstición ni venerar a las santas divinidades".
Crispina: "Diariamente adoro al Dios vivo y verdadero, que es
mi Señor, y fuera del cual no conozco a ningún otro".
Procónsul: "Yo te presenté el sagrado mandato, para que lo
guardes".
Crispina: "Yo observo los mandatos, pero los de mi Señor
Jesucristo".
Procónsul: "Dictaré sentencia de que se te corte la cabeza, si
no obedeces los mandatos de nuestros emperadores y
señores. Tú serás compelida a ceder y doblar tu cuello. Por
otra parte, toda el África ya sacrifico, tú lo sabes bien".
Crispina: "Jamás se alegrarán ellos de hacerme sacrificar a
los demonios. Yo sólo sacrificó al Señor que hizo el cielo y la
tierra, el mar, y cuanto hay en ellos".
Antes la tortura que manchar mi alma
Procónsul: "¿Entonces no son de tu agrado estos dioses? Sin
embargo, si quieres salvar tu vida y mostrar tu religión, estás
obligada a rendirles pleitesía".
Crispina: "No hay religión si es violenta y oprime a los que no
quieren".
Procónsul: "¡Pero no! Para mostrarte religiosa, basta que
entres en los sagrados templos, inclines tu cabeza delante de
los dioses de los romanos y les ofrezcas incienso".
Crispina; "Jamás lo hice desde que nací, ni sé lo que es, ni
pienso hacerlo mientras viva".
Procónsul: "Pues, tendrás que hacerlo, si quieres escapar a la
severidad de las leyes".
Crispina: "No me asustan tus amenazas. Todas ellas nada
son. En cambio, si cometiere algún sacrilegio, el Dios que
está en los cielos, me abandonaría y me rechazaría, el último
día".
Procónsul: "¡No cometerías sacrilegios si obedeces los
sagrados mandatos!".
Crispina: "¡Perezcan los dioses que no hicieron el cielo y la
tierra! Yo sacrifico al Dios eterno que permanece por los
siglos de los siglos y es el Dios verdadero y temible que hizo
el mar, la hierba verde y la tierra seca. Los hombres, creados
por él, ¿qué me pueden hacer?".
Procónsul: "Observa la religión romana, que practican
nuestros señores los césares invictos y nosotros mismos
guardamos".
Crispina: "Ya te lo dije y repetí, que estoy dispuesta a
soportar todos los tormentos a los que quieras someterme;
pero yo no mancharé mi alma adorando esos ídolos, que son
de piedra y son obras de manos humanas".
Procónsul: "Tú estás blasfemando; y, en lugar de salvarte, te
estás acarreando la condenación".
¿Que se me corte la cabeza? ¡Qué dicha!
Anulino dio a los oficiales del tribunal estas órdenes: "A esta
mujer hay que afearla completamente. Rápenle la cabeza y
así la fealdad aparecerá en su rostro".
Crispina: "Que hablen los dioses mismos, y yo creeré. Si yo
no buscara la salvación de mi alma, no estaría ahora delante
de tu tribunal".
Procónsul: "¿Deseas prolongar tu vida o morir entre
tormentos, como tus otras compañeras Máxima, Donatila y
Segunda?".
Crispina: "De veras moriría y perdería mi alma en el fuego
eterno, si aceptara adorar a tus demonios".
Procónsul: "Mandaré que se te corte la cabeza, si rehúsas
adorar a dioses tan venerables".
Crispina: "Si logro ese honor, daré gracias a mi Dios. Mi
mayor anhelo y delicia es perder la cabeza por mi Dios, jamás
sacrificaré a tus ridículos ídolos, mudos y sordos".
Procónsul: "¿Entonces, te obstinas del todo en un propósito
tan loco?".
Crispina: "Mi Dios, que existe y permanece para siempre, él
me mandó nacer, él me dio la salvación por la santa agua del
bautismo, él está en mí y me ayuda y conforta a mí su
esclava, a fin de que no cometa ningún sacrilegio".
Procónsul: "¿Para qué aguantar por más tiempo las
impiedades de esta cristiana? Que se lean de nuevo las actas
del proceso".
Terminada la lectura, el procónsul Anulino leyó la sentencia
de la tablilla: "Puesto que Crispina se obstina en una indigna
superstición y no quiere sacrificar a nuestros dioses, según
los celestiales mandatos de la ley de los augustos, mando
que sea pasada a filo de espada".
Crispina: "Bendigo a Dios que se digna librarme de tus
manos. ¡Gracias a Dios!".
Crispina hizo la señal de la cruz y fue degollada por el
nombre de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea el honor por
los siglos de los siglos. Amén.
Martirio de los santos Claudio, Asterio y compañeros
(en Cilicia, aproximadamente en el año 306)
En el mundo romano, tras la asunción al poder del emperador
Constantino en el año 306, los acontecimientos estaban
tomando rápidamente un vuelco inesperado y ya se perfilaba
en el horizonte el famoso edicto de libertad (Milán). Pero en
las provincias los gobernadores seguían procediendo como
tiranuelos. Lisias era uno de ellos, de poco poder pero de
excesiva crueldad. Ante el desenfreno de la violencia, la
paciencia de esos humildes cristianos llega a lo sublime. Lo
que vamos a leer, son actas proconsulares, es decir, sacadas
de los documentos notariales, donde se trasladan las
palabras del juez y de los acusados tal como fueron
pronunciadas. Nada hay más auténtico y más cierto que esta
clase de actas (Tillemont).
Morir por Cristo es la mayor riqueza
Lisias, gobernador de la provincia de Licia, presidía el tribunal
en la ciudad de Egea; y ordenó: "Que comparezcan para
recibir mi sentencia los cristianos entregados por la policía a
los curiales de esta ciudad".
El secretario Eutalio: "Señor, según tu mandato, los curiales
de esta ciudad hacen comparecer a los cristianos que han
podido arrestar: tres jóvenes hermanos, dos mujeres y un
niño pequeño. De ellos, uno ya está ante los ojos de tu
Excelencia. ¿Qué manda sobre él tu Nobleza?".
El gobernador Lisias: "¿Cómo te llamas?".
El acusado: "Claudio".
El gobernador: "No arruines tu juventud con tu locura.
Acércate ya y sacrifica a los dioses, según el mandato de
nuestro señor el Augusto. De este modo podrás librarte de las
torturas que te están reservadas".
Claudio: "Mi Dios no necesita tales sacrificios. La limosna y
una vida santa le agradan más. Los dioses de ustedes son
demonios inmundos y por eso se complacen en tales
sacrificios, pues así pierden para siempre a las almas, pero
sólo las almas de los que los honran. Por eso, no lograrás
convencerme de que yo los honre".
Entonces el gobernador lo hizo atar y azotar, mientras decía:
"No tengo otros recursos para
doblegar su locura".
Claudio: "Puedes aplicarme tormentos más duros, pero no me
perjudicarás. En cambio, estás preparando para tu alma
tormentos eternos".
El gobernador: "Nuestros señores los emperadores han
ordenado que ustedes, los cristianos, sacrifiquen a los dioses.
Los que se resisten, serán castigados con la muerte; en
cambio, les prometen honores y recompensas a los que
obedecen".
Claudio: "Las recompensas de los emperadores son
temporales; en cambio, la confesión de Cristo es salvación
eterna".
Entonces el gobernador dio orden de que Claudio fuera
colgado del potro y que se aplicara una llama a sus pies.
Después le arrancaron pedazos de carne de los talones y se
los presentaron.
Claudio: "Los que temen a Dios, no pueden ser perjudicados
ni por el fuego ni por los tormentos. Los suplicios les resultan
una ganancia para la vida eterna, ya que los sufren por
Cristo".
Entonces el gobernador le hizo desgarrar con garfios de
hierro.
Claudio: "Mi intento es demostrarte que tú defiendes la causa
de los demonios. No podrás perjudicarme con tus suplicios;
en cambio, estás preparando para tu alma un fuego que
jamás se apaga".
El gobernador ordenó a los verdugos: "Tomen un trozo de
teja cortante, rasquen con él sus costados y luego apliquen
antorchas encendidas".
Cumplida la orden, Claudio replicó; "Tu fuego y tus torturas
salvan mi alma. Sufrir por Dios es una gran ganancia y morir
por Cristo es la mayor riqueza".
Lisias, hecho una furia, lo hizo bajar del potro y llevar a la
cárcel.
Pedagogía santa
El secretario Eutalio: "Según el mandato de tu Excelencia,
señor gobernador, comparece Asterio, el segundo de los
hermanos".
El gobernador: "Tú, al menos, hazme caso y sacrifica a los
dioses, ya que tienes ante tus ojos las torturas reservadas a
los empecinados.
Asterio: "No hay sino un solo Dios, el Único que ha de venir.
Él habita en el cielo y, en su gran poder, no desdeña mirar a
los humildes. Mis padres me enseñaron a adorarle y amarle.
Yo desconozco a los que ustedes adoran y llaman dioses.
Esta invención no es la verdad, sino un embuste que causará
la perdición de todos los que te hacen caso".
Entonces el gobernador lo hizo colgar del potro y ordenó:
"Desgarren sus costados y, mientras tanto, repítanle: Cree,
pues, ahora y sacrifica a los dioses".
Asterio: "Yo soy hermano del que poco ha contestó a tus
preguntas. Tenemos una sola alma y una sola fe. Haz lo que
puedes. Mi cuerpo está en tus manos, mi alma no".
El gobernador a los verdugos: "Aten sus pies, agarren garfios
de hierro y castíguenlo cruelmente para que sienta las
torturas tanto en su cuerpo como en su alma".
Asterio: "Loco insensato, ¿por qué me atormentas de ese
modo? ¿Por qué no te pones ante los ojos la rendición de
cuentas que te pedirá el Señor?".
El gobernador a los verdugos: "Coloquen carbones ardientes
bajo sus pies, agarren varas y nervios durísimos y azoten sin
piedad su vientre y sus espaldas".
Así se hizo. Luego replicó Asterio: "Estás ciego del todo. Sin
embargo, no te pido sino una cosa: no dejes ninguna parte de
mi cuerpo sin torturar".
El gobernador: "Que lo arrojen a la cárcel junto con los
demás".
Con la verdad no ofendo ni temo
El secretario Eutalio: "Ahora comparece Neón, el tercero de
los hermanos".
El gobernador: "Hijo, por lo menos tú, acércate y sacrifica a
los dioses. Así te librarás de las torturas".
Neón: "Si tus dioses tienen algún poder, que no reclamen tu
ayuda y que se defiendan ellos mismos de quienes los
niegan. Pero si te haces compañero de su maldad, no
escuchándolos, soy mucho mejor que tú y que tus dioses. Mi
Dios es el verdadero Dios que hizo el cielo y la tierra".
El gobernador a los verdugos: "Destrócenle la cabeza y
díganle: 'No blasfemes contra los dioses'".
Neón: "¿Te parece que blasfemo, al decir la verdad?".
El gobernador a los verdugos: "Estiren sus pies, arrojen
carbones encendidos sobre su cuerpo y desgarren con
nervios sus espaldas".
Así se hizo. Luego Neón dijo: "Sé lo que me resulta bueno y
provechoso para mi alma. Eso haré y no voy a cambiar de
parecer".
El gobernador: "Ordeno que, bajo los cuidados del escribano
Eutalio y del verdugo Arquelao, éstos tres hermanos sean
llevados fuera de la ciudad y allí sean crucificados, como se
lo merecen, y que las aves de rapiña despedacen sus
cadáveres".
Yo temo el fuego eterno
El secretario Eutalio: "Señor, según el mandato de tu
Excelencia, comparece Domnina".
El gobernador: "Mujer, toma nota de las torturas y del fuego
que te están esperando. Si quieres librarte de ellos, acércate
y sacrifica a los dioses".
Domnina: "Para no caer en el fuego eterno y en los tormentos
sin fin, adoro a Dios y a su Cristo, que hizo el cielo y la tierra y
cuanto contienen. Los dioses de ustedes son de piedra y de
madera, tallados por manos humanas".
El gobernador: "Quítenle sus vestidos, estírenla desnuda y
péguenle con varas por todo el cuerpo".
Arquelao, el verdugo: "Por tu Alteza, Domnina ya expiró".
El gobernador: "Arrojen su cadáver a lo más profundo del río".
El secretario Eutalio: "Comparece Teonila".
El gobernador: "Ya has visto, mujer, el fuego y los suplicios
preparados para los que se atreven a resistir. Por eso,
acércate, honra a los dioses y sacrifícales. Así podrás librarte
de las torturas".
Teonila: "Yo temo el fuego eterno que puede perder el cuerpo
y el alma, especialmente el alma de los impíos que
abandonaron a Dios y adoraron ídolos y demonios".
El gobernador: "Rómpanle la cara a bofetones, tírenla al
suelo, átenle los pies y tortúrenla violentamente".
Así se hizo. Luego replicó Teonila: "Tú sabrás si está bien
atormentar así a una mujer libre y extranjera. Dios ve lo que
estás haciendo".
El gobernador: "Cuélguenla de los cabellos y acribillen su
rostro a bofetones".
Teonila: "¿No te parece suficiente haberme expuesto
desnuda? No me deshonraste a mí sola, sino también en mi
persona a tu madre y a tu esposa. Todas tenemos la misma
naturaleza de mujeres".
El gobernador: "¿Eres casada o viuda?".
Teonila: "Veintitrés años ha, justamente el día de hoy, quedé
viuda; y desde que conocí a mi Dios y me aparté de los ídolos
inmundos, por amor a mi Dios, permanecí en ese estado y
me consagré al ayuno, a las vigilias y a la oración".
El gobernador: "Rasuren su cabeza con una navaja afilada,
cíñanla con una corona de zarzas silvestres, estírenla en
cuatro estacas y con una dura correa desgarren no sólo sus
espaldas, sino el cuerpo entero. Arrojen brasas encima del
vientre y que así muera".
El secretario Eutalio y el verdugo Arquelao dieron su informe:
"Señor, acaba de expirar".
El gobernador: "Busquen una bolsa, coloquen dentro el
cuerpo, ciérrenla bien y arrójenla al mar".
El secretario y el verdugo: "Señor, según el mandato de tu
Eminencia, se han cumplido tus órdenes con los cadáveres
de los cristianos".
Este martirio tuvo lugar en la ciudad de Egea, bajo el
gobernador Lisias, diez días antes de las calendas de
setiembre, siendo cónsules Augusto y Aristóbulo.
¡Por el martirio de estos santos, honor y gloria a Dios!
Martirio de los santos Afiano y Edesio
(en Cesarea, año 306)
Los hermanos Afiano y Edesio eran oriundos de la Licia
(Turquía) e hijos de rica familia. Eran jóvenes muy cultos en
toda ciencia y estudiaron la Sagrada Escritura bajo la
dirección del célebre maestro y mártir san Pánfilo. El relato es
de gran impacto y se lo debemos a la pluma del historiador
Eusebio de Cesarea, contemporáneo y testigo de los hechos.
Estupendas prendas morales e intelectuales
Afiano aún no había cumplido los diecisiete años de edad y
pertenecía a familia rica, según el mundo. Para formarse en
la cultura profana de los griegos, pasó largo tiempo en Beyrut.
Hemos de admirar cómo, en semejante ciudad, haciéndose
superior a sus juveniles pasiones y no dejándose corromper
ni por los impulsos de la edad ni por el trato de sus
compañeros, abrazó la castidad y llevó una conducta
templada, grave y piadosa, conforme a las enseñanzas del
cristianismo.
Después de terminar los estudios, regresó a su ciudad natal
donde su padre le abría camino para los primeros puestos de
su patria. Mas no pudo adaptarse al género de vida de su
familia, demasiado diferente de sus costumbres puras.
Arrebatado como por un espíritu divino y llevado por una
sobrenatural y verdadera filosofía, aspirando a cosas más
nobles que la gloria de la vida y despreciando los placeres del
cuerpo, huyó secretamente de los suyos, sin preocuparse por
los gastos diarios. Poniendo en Dios su esperanza y su fe, y
como llevado de la mano por el Espíritu Santo, se dirigió a la
ciudad de Cesarea, donde le estaba reservada la corona del
martirio por la fe.
Vino a vivir a nuestro lado; y era de ver cómo sacaba, con el
máximo fervor, de las divinas palabras la perfección de su
conducta y cómo con los ejercicios se preparaba para el fin
que tuvo.
Por otra parte, ¿quién no se hubiera asombrado al verle; y
quién, al escucharle, no hubiera admirado su valor, su
firmeza, su dominio de sí, su audacia y su intrepidez, que
proclamaban su celo por la religión y su espíritu en verdad
sobrehumano?
No te está permitido
Cuando Maximino desencadenó su segundo ataque contra
nosotros en el año tercero de la persecución general (años
305-306), llegó un edicto del propio tirano que ordenaba que
todos, en masa, debían sacrificar sin remedio a los dioses y
confiaba el cumplimiento de lo mandado al cuidado y al celo
de los magistrados de cada ciudad. En seguida, los
pregoneros públicos proclamaron por toda la ciudad de
Cesarea que hombres, mujeres y niños, por orden del
gobernador, debían ir a los templos de los ídolos.
Además, como si ello fuera poco, los tribunos iban llamando
uno a uno, por su nombre, según constaba en el censo. De
esta manera se abatió por doquiera una indescriptible
tormenta de calamidades, llenándolo todo de confusión.
Entonces Afiano, intrépidamente, sin dar parte a nadie de lo
que iba a hacer, se escabulló de entre nosotros que
convivíamos con él, y, sobre todo, burlando la compacta
guardia de soldados que rodeaban al gobernador, se acercó
a Urbano mientras estaba haciendo una libación. Lo tomó
serenamente de la mano derecha, haciéndole dejar al punto
el sacrificio, y en tono del más amigable consejo, no exento
de divina firmeza, se puso a exhortarle que abandonara su
extravío: "No te está permitido abandonar al Dios único y
verdadero y sacrificar a los ídolos y demonios".
Como era de esperar ante semejante atrevimiento, la guardia
del gobernador se lanzó sobre él como fieras,
despedazándolo y descargando sobre todo su cuerpo una
tempestad de golpes que él soportó valerosísimamente.
Después, lo llevaron a la cárcel donde pasó un día y una
noche con ambos pies en el cepo del tormento.
Al día siguiente fue conducido a la presencia del juez, que
quiso forzarle a sacrificar; pero él mostró invicta paciencia en
todos los suplicios y horripilantes dolores. Le desgarraron
repetidas veces los costados, hasta descubrírsele los huesos
y las mismas entrañas, y recibió sobre rostro y cuello tal
cantidad de golpes y tanto se le hinchó la cara que no
pudieron reconocerlo los que de antiguo lo conocían
perfectamente.
Como Afiano no se rendía, el juez dio orden a los verdugos
de que empaparan unos paños de lino en aceite, le
envolvieran con ellos los pies y les prendieran fuego. Qué
dolores experimentó en semejante trance el bienaventurado
mártir, me parece algo que sobrepasa todo discurso. El fuego
penetró sus carnes y derritió la médula de sus huesos, hasta
el punto de verterse y derramarse, como cera, el humor de su
cuerpo.
A pesar de tan crueles torturas, el mártir no cedió; por eso,
los verdugos, vencidos ya y poco menos que fatigados ante
su sobrehumana resistencia, lo encerraron otra vez en la
cárcel.
A los tres días apareció nuevamente ante el juez; confesó
que se mantenía en la misma decisión y, medio muerto ya,
fue sentenciado a ser arrojado a lo profundo del mar.
Estruendo del mar
Lo que inmediatamente siguió, probablemente no será creído
por los que no fueron testigos de vista; mas, créase o no,
conscientes de lo extraordinario del caso, no por eso
dejaremos de transmitir a la historia el hecho que tuvo por
testigos, para decirlo en una palabra, a todos los habitantes
de Cesarea, pues no hubo edad alguna que no presenciara
este maravilloso espectáculo.
Apenas el cuerpo del mártir, santo a la verdad y tres veces
bienaventurado, comenzó a descender a los abismos,
repentinamente una agitación y una sacudida extraordinarias
conmovieron de tal suerte el mar y toda la región costera que
la tierra misma y la ciudad fueron estremecidas. Además,
mientras se producía este prodigioso y repentino terremoto, el
mar, como si no fuera capaz de retener el cadáver del mártir,
lo arrojó a las puertas de la ciudad.
Tales fueron los acontecimientos relacionados con el
admirable Afiano. Era el dos de abril, un viernes.
Vilipendio al juez
Poco tiempo después, Edesio, hermano de Afiano, sufrió
tormentos semejantes a los de su hermano.
Edesio confesó varias veces la fe, soportó largo tiempo la
cárcel y fue condenado por el gobernador a las minas de
Palestina.
Por fin, tras una vida de filósofo y vestido de su manto, ya que
poseía una cultura superior a la de su hermano y se había
formado en las escuelas de filosofía, se encontró en
Alejandría.
Allí, viendo cómo el juez que entendía en las causas contra
los cristianos, pasaba en ultrajarlos toda medida conveniente,
ora insultando de mil modos a hombres venerables, ora
entregando a los lupanares, para ser vilmente deshonradas,
mujeres de purísima castidad y vírgenes consagradas a Dios,
acometió una hazaña similar a la de su hermano.
Pareciéndole que aquello ya no era soportable, se acercó con
intrépida firmeza al juez y le cubrió, con palabras y obras, de
vergüenza y vilipendio. Luego, fue sometido a varios
tormentos que sufrió valerosamente y al fin alcanzó un
remate semejante al de su hermano: fue arrojado como él al
mar.
Martirio de los santos Fileas y Filoromo
(en Tmuis, Egipto, año 307)
Fileas, de familia poderosa y de grandes riquezas, era obispo
de Tmuis, en el bajo Egipto, y versado en filosofía. Filoromo
entra bruscamente en escena, como admirador y apoyo de
Fileas. "Las actas parecen sacadas, evidentemente, de los
registros de la notaría pagana ". Este relato tiene
particularidades muy significativas: la asistencia de abogados,
la utilización de argucias legales y de plazos, la apelación a la
suspensión del proceso... Fileas deshace las argucias y
mentiras de los abogados, rechaza los plazos, rehúsa la
apelación. En el derecho romano existía la apelación, que
aprovecha el mismo san Pablo. ¿Por qué los mártires no
apelan? No era porque se les negara; sino que renunciaban a
ella por el júbilo de seguir al Señor hasta la muerte y hasta el
cielo.
Daños al alma y al cuerpo
Fileas compareció ante el tribunal y el presidente, Culciano, le
dijo: "¿Puedes, en fin, entrar en razón?".
Fileas respondió: "Yo siempre estoy en mi cabal juicio y vivo
razonablemente".
Presidente: "Sacrifica a los dioses".
Fileas: "No sacrifico".
Presidente: "¿Por qué?".
Fileas: "Porque las sagradas y divinas Escrituras dicen: El
que sacrifica a los dioses, fuera del único Dios, será
exterminado (Ex 22, 19)".
Presidente: "Sacrifica, pues, al único Dios".
Fileas: "No sacrifico, pues Dios no desea tales sacrificios. Las
sagradas y divinas Escrituras dicen: ¿Para qué me ofrecen
ustedes esa multitud de víctimas?, dice el Señor. Estoy harto
de ellas. Yo no quiero los holocaustos de los carneros, ni la
grasa de los corderos, ni la sangre de los machos cabríos.
Tampoco quiero que me ofrezcan la flor de harina (Is 1, 11)".
Un abogado lo interrumpió: "¿Para qué hablas de flor de
harina, cuando te estás jugando la vida?".
Presidente: "¿Cuáles sacrificios son gratos a tu Dios?".
Fileas: "Un corazón puro, una conducta digna y una lengua
sincera: he aquí los sacrificios que agradan a Dios".
Presidente: "¡Vamos! ¡Sacrifica!".
Fileas: "Yo no sacrifico; ni siquiera lo aprendí".
Presidente: "¿No sacrificó Pablo?".
Fileas: "No, ciertamente".
Presidente: "Y Moisés ¿no sacrificó?".
Fileas: "En otros tiempos se mandó a los judíos que
ofrecieran sacrificios al Dios único en Jerusalén. Ahora los
judíos, al celebrar sus fiestas en otras partes, cometen
pecado".
Presidente: "Basta de palabras inútiles y sacrifica, al menos
ahora".
Fileas: "Yo no mancharé mi alma".
Presidente: "¿Al alma se le hace daño?".
Fileas: "Al alma y al cuerpo".
Presidente: "¿A este mismo cuerpo?".
Fileas: "A este mismo".
Presidente: "¿Resucitará esta carne?".
Fileas: "Indudablemente".
Presidente: "¿No negó Pablo a Cristo?".
Fileas: "No, hombre; ¡ni en sueños!".
Presidente: "Yo juré; jura tú también".
Fileas: "A nosotros no nos está permitido jurar. Dice la
sagrada Escritura: Que su hablar sea: si, sí; no, no (Mt 5,
37)".
Presidente: "¿No era Pablo un hombre ignorante? ¿No era
sirio? ¿No disputaba en siríaco?".
Fileas: "No; era hebreo y disputaba en griego, y en sabiduría
sobrepujaba a todo el mundo".
Presidente: "¿Te atreverás a decir que también sobrepasaba
a Platón?".
Fileas: "En sabiduría sobrepasó no sólo a Platón, sino
también a todos los filósofos. Él supo convencer a los sabios.
Si quieres, te repetiré sus palabras".
Presidente: "Lo que tienes que hacer, es sacrificar".
Fileas: "Yo no sacrifico".
Presidente: "¿Es un problema de conciencia?".
Fileas: "Así es".
Presidente: "¿Por qué no guardas la misma inquietud de
conciencia para con tu mujer y tus hijos?".
Fileas: "Los deberes para con Dios están por encima de todos
los demás. La sagrada y divina Escritura dice: Amarás a tu
Dios que te creó (Deut 11,1)".
Presidente: "¿Qué Dios es ese?".
Fileas elevó sus manos al cielo y dijo: "El Dios que hizo el
cielo y la tierra, el mar, y todo lo que hay en ellos. Él es el
creador y hacedor de todo lo visible y lo invisible. Él es el Dios
inefable, él solo que existe y permanece por los siglos de los
siglos. Amén".
¿Puede un Dios ser crucificado?
Los abogados trataban de impedir que Fileas hablara tanto
con el presidente, y le dijeron: "¿Por qué resistes al
presidente?".
Fileas: "Yo no hago sino responder a lo que se me pregunta".
Presidente: "Cállate la boca y sacrifica".
Fileas: "Yo no sacrifico, porque no quiero perder mi alma. Y
no sólo los cristianos nos cuidan de ella, sino también los
paganos: ahí tienes el ejemplo de Sócrates. Al ser conducido
a la muerte, estaban presentes su esposa y sus hijos; pero él
no retrocedió, sino que, con ánimo prontísimo, a pesar de su
edad, recibió la muerte".
Presidente: "¿Cristo era Dios?".
Fileas: "Indudablemente".
Presidente: "¿Cómo pruebas que era Dios?".
Fileas: "Él hizo ver a los ciegos, oír a los sordos, limpió a los
leprosos, resucitó a los muertos, restituyó el habla a los
mudos y sanó muchas otras enfermedades. Una mujer que
sufría flujo de sangre, tocó la orla de su vestido y fue curada.
Muerto, se resucitó a sí mismo; y obró muchos otros
prodigios".
Presidente: "¿Cómo un Dios pudo ser crucificado?".
Fileas: "Fue crucificado por nuestra salvación. Él sabía por
cierto que había de ser crucificado y sufrir ultrajes, y se
entregó a todo sufrimiento por nosotros. Su pasión había sido
predicha por las Sagradas Escrituras que los judíos creen
comprender pero no comprenden. El que es de buena
voluntad, se acerque y vea si todo esto no es así".
Presidente; "Recuerda que te traté con todo respeto. Podía
humillarte en tu misma ciudad; sin embargo, por el deseo de
honrarte, no lo hice".
Fileas: "Te doy las gracias, y ahora concédeme el favor
supremo".
Presidente: "¿Qué deseas?".
Fileas: "Usa de tu poder, y haz lo que se te mandó".
Presidente: "¿Así, sin motivo alguno, quieres morir?".
Fileas: "Motivos no faltan. Muero por Dios y por la verdad".
Presidente: "¿Pablo era Dios?".
Fileas: "No".
Presidente: "¿Qué era?".
Fileas: "Un hombre semejante a nosotros, pero lleno del
Espíritu de Dios; y en ese Espíritu obraba milagros, señales y
prodigios".
El Señor me llamó a su herencia gloriosa
Presidente: "Te perdono, gracias a tu hermano".
Fileas: "Más bien, concédeme este favor supremo: usa de tu
poder y haz lo que se te mandó".
Presidente: "Si supiera que estabas en la miseria y que por
esto llegaste a semejante locura, no te perdonaría. Pero
tienes una fortuna tan grande que no sólo puedes alimentarte
a ti mismo, sino aún a casi toda la provincia; por eso te
perdono y te exhorto a sacrificar".
Fileas: "Yo no sacrifico y en esto miro por mí mismo".
Los abogados dijeron al presidente: "Ya sacrificó
privadamente en el salón de deliberaciones".
Fileas: "Es totalmente falso que yo haya sacrificado".
Presidente: "Tu pobre mujer te está mirando".
Fileas: "El Señor Jesús es el salvador de todos nosotros.
Aunque encadenado, yo le sirvo. Él me llamó a compartir la
herencia de su gloria. Él es bastante poderoso para llamarla a
ella también".
Los abogados intervinieron, diciendo: "Fileas pide un plazo".
Presidente: "Te doy un plazo, para que reflexiones".
Fileas: "Ya reflexioné mucho y escogí padecer por Cristo".
En aquel punto, los abogados, los miembros del tribunal, el
procurador y todos sus parientes se arrojaron a sus pies y,
abrazándolos, le suplicaron que tomara en consideración a su
esposa y mirara por el cuidado de sus hijos.
El mártir permaneció inmóvil como peñón azotado por las
oías. Desechó todo lo que le gritaban en aquella algarabía y
proclamó que su alma ya se encaminaba al cielo, que tenía a
Dios ante los ojos y que sus parientes y allegados eran los
santos mártires y los apóstoles.
Ahora comenzamos a ser discípulos de Jesús
Había allí un hombre que mandaba un escuadrón de
soldados romanos, y se llamaba Filoromo. Él vio cómo los
parientes inundaban de lágrimas a Fileas, y el presidente le
abrumaba con argucias, y que permanecía inflexible e
inconmovible, a pesar de todo; e intervino diciendo en voz
alta:
"¿Por qué atentan ustedes, aunque vana e inútilmente, contra
la constancia de este hombre? ¿Por qué quieren convertir en
infiel al que es fiel a Dios? ¿Por qué quieren forzarlo a que
reniegue de Dios, para que complazca a los hombres? ¿No
se dan cuenta de que sus ojos ya no ven las lágrimas de
ustedes, y sus oídos ya no entienden sus palabras? ¿Cómo
va a doblegarse por lágrimas terrenas aquel cuyos ojos
contemplan la gloria celestial?".
Entonces, la cólera de todos recayó contra Filoromo, y todos
pidieron al juez que le aplicara la misma sentencia que a
Fileas. El juez con mucho gusto cedió a esa demanda y
ordenó que ambos fueran pasados a filo de espada.
Ya estaban encaminados al lugar del suplicio, cuando un
hermano de Fileas, que era uno de los abogados, dijo a
gritos: "Fileas pide la apelación".
El presidente lo volvió a llamar y le preguntó: "¿Vas a
apelar?".
Fileas respondió: "Yo no he apelado ni me pasa por las
mientes tal cosa. No hagas caso de mi pobre hermano. Por
mi parte, doy grandes gracias a los emperadores y al
presidente, porque así comparto la herencia de Jesucristo".
Después, Fileas partió de nuevo. Cuando llegaron al lugar del
suplicio, Fileas extendió sus manos hacia el Oriente y
exclamó:
"Hijitos muy amados y todos ustedes que buscan a Dios,
vigilen sobre sus corazones. Nuestro enemigo, como león
rugiente, merodea buscando a quién arrebatar (I Pe 5, 8).
Todavía no sufrimos nada. Ahora empezamos a sufrir, ahora
empezamos a ser discípulos de nuestro Señor Jesucristo.
Queridos, observen los mandamientos de nuestro Señor
Jesucristo. Invoquemos al Dios puro, al inefable, al que se
sienta sobre los querubines, al creador de todo el universo, al
que es el principio y fin. A él la gloria por los siglos de los
siglos. Amén".
Dicho esto, los verdugos, cumpliendo las órdenes del juez,
atravesaron a filo de espada los cuellos de ambos e hicieron
huir de sus cuerpos a los valientes espíritus, con la gracia de
nuestro Señor
Jesucristo que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina,
Dios, por los siglos de los siglos. Amén.
Martirio de san Sereno, jardinero
(hacia el año 307)
Provocación y venganza
En la ciudad de Sirmio, Sereno, peregrino de origen griego y
venido de tierras extrañas, se puso a cultivar un huerto, para
ganarse la vida, ya que no conocía otro oficio.
Al estallar la persecución, sintió terror a los tormentos y se
escondió durante algún tiempo, es decir, unos cuantos
meses. Luego, siguió trabajando libremente en su huerto. Un
día, entró en el huerto una mujer con dos doncellas y empezó
a pasearse por allí. El anciano hortelano la vio y le preguntó:
"¿Qué buscas por aquí, mujer?".
La mujer contestó: "Me gusta pasear por este jardín".
Pero él le replicó: "¡Qué rara matrona es esta que se viene a
pasear a horas intempestivas! Ya es la hora de la siesta. Me
parece que no has entrado aquí con ganas de pasear, sino
por desorden y lascivia. Por eso, ¡sal de aquí y ten un poco
de decoro, como conviene a las matronas honradas!".
La mujer se retiró llena de confusión y rugía dentro de sí, no
por la vergüenza de ser expulsada, sino por la frustración de
su concupiscencia. Eso no obstante, escribió a su marido,
que pertenecía a la guardia personal del emperador
Maximiano, insinuándole la injuria padecida.
El marido, al recibir la carta, inmediatamente se quejó al
emperador y le dijo: "Mientras nosotros estamos a tu lado,
nuestras esposas, dejadas lejos, sufren injurias".
El emperador le autorizó a regresar a Sirmio y tomar
venganza por medio del gobernador de la provincia, como
mejor le pluguiera. Con esta autorización se dio prisa en
volver para vengar, no por cierto a una matrona, sino a una
mala mujer.
Llegado a Sirmio, fue sin tardanza a ver al presidente, le
mostró las cartas imperiales y le intimó: "Venga la injuria que
en mi ausencia sufrió mi esposa".
El presidente quedó atónito y exclamó: "¿Quién se atrevió a
ultrajar a la esposa de un oficial de la guardia personal del
emperador?".
El otro le respondió: "Un tal Sereno, hombre de la plebe,
jardinero".
El presidente, al saber el nombre del acusado, mandó que
compareciera inmediatamente, y Sereno compareció.
Presidente: "¿Cómo te llamas?".
Sereno: "Sereno".
Presidente: "¿Qué oficio tienes?".
Sereno: "Soy jardinero".
Presidente: "¿Por qué injuriaste a la esposa de un hombre de
tan alto cargo?".
Sereno: "Jamás injurié a matrona alguna".
Presidente, furioso: "Que se le atormente, para que confiese
por cuál razón ultrajó a la matrona, mientras ésta se disponía
a pasear por su huerto".
Sereno, sin turbación alguna: "Ahora recuerdo. Hace unos
días entró en mi jardín una matrona para pasear a hora
inconveniente. Yo la reprendí y le dije que no estaba bien que
una mujer a tales horas
saliera de la casa de su marido".
Al oír tales cosas, el marido enrojeció de vergüenza por la
conducta impura y desordenada de su mujer, y enmudeció y
nunca más se acercó al presidente para pedir venganza por
la injuria, pues el hombre estaba sobremanera abochornado.
Suspicacia de un juez. Desenlace
El presidente, al oír la respuesta de aquel santo hombre, se
puso a pensar dentro de sí sobre la libertad con que dirigiera
la reprensión, y se dijo: "Este hombre, a quien no pareció bien
que una mujer entrara en su huerto a hora inconveniente,
tiene que ser un cristiano".
Llamó a Sereno y le preguntó: "Tú, ¿a qué religión
perteneces?".
Sereno, sin demora alguna, contestó: "Yo soy cristiano".
Presidente: "Hasta ahora, ¿dónde estuviste escondido y
cómo eludiste sacrificar a los dioses?".
Sereno: "Donde y como le agradó a Dios reservarme
corporalmente hasta este momento. Yo era como una piedra
que se desecha al construir; pero ahora Dios me recoge para
su edificio. Ahora que quiso que me mostrara públicamente,
estoy dispuesto a padecer por su nombre. Así tendré parte
con los otros santos en su reino".
El presidente, al oír esa respuesta, se irritó sobremanera y
sentenció: "Ya que hasta ahora te escondiste, y así
despreciaste los edictos imperiales y te negaste a sacrificar a
los dioses, mando que sufras la pena capital".
En seguida, Sereno fue arrebatado y conducido al lugar del
suplicio, donde fue degollado por los ministros del diablo,
ocho días antes de las calendas de marzo, reinando nuestro
Señor Jesucristo, a quien sean el honor y la gloria por los
siglos de los siglos. Amén.
Martirio de santa Teodosia
(en Cesarea, año 307)
Es emocionante la risueña muerte de esta joven cristiana,
culpable de un hermoso gesto de fraternidad hacia los presos
y de haber desafiado a un brutal gobernador. Es domingo. Así
Teodosia asocia su martirio y su victoria a la celebración de la
muerte y la resurrección del Señor. También este relato
pertenece a Eusebio de Cesarea.
Con la sonrisa, hacia el martirio
Era el dos de abril del quinto año de persecución, el domingo
mismo de la redención de nuestro Salvador.
Teodosia, virgen de Tiro, joven fiel y modestísima, que no
había aún cumplido los dieciocho años, se acercó a un grupo
de prisioneros que confesaban el reino de Cristo y estaban
sentados delante del tribunal, para darles una prueba de su
cariño y, juntamente, como es natural, para rogarles que se
acordaran de ella cuando estuvieran en presencia del Señor.
Después de haber hecho esto, como si acabara de cometer
una acción sacrílega e impía, los soldados la detuvieron y la
condujeron delante del gobernador. Este, como loco furioso y
encendido en ira más que una fiera, la sometió a terribles
torturas que hacen estremecer y que desgarraron sus
costados y pechos hasta los huesos. Como aún respiraba y
mantenía un rostro risueño y radiante, dispuesta para todo, el
juez la mandó arrojar a las olas del mar.
Luego, el gobernador pasó de ella a los demás confesores y
los condenó a todos a las minas de cobre de Feno, en
Palestina.I
Martirio de san Pánfilo y compañeros
(en Cesarea, año 310)
Pánfilo era un sacerdote de altas prendas intelectuales y de
gran santidad de vida, y dirigía la escuela y la rica biblioteca,
fundadas por el gran Orígenes. El historiador Eusebio de
Cesarea fue su discípulo y colaborador y era tan elevada la
admiración que sentía por su maestro que no sólo escribió
tres libros en su elogio, sino que también asumió el nombre.
Pánfilo, en griego, significa tanto amado de Dios y de los
hombres como amigo de todos; y Pánfilo lo fue de nombre y
de hecho. Al describir el martirio, Eusebio usa un lenguaje
grandilocuente, donde no faltan latigazos a los abominables
verdugos que persiguieron a los cristianos.
Gloria de la Iglesia
Pánfilo fue el más querido de mis amigos y, por su excelencia
en toda virtud, el más glorioso de los mártires de nuestro
tiempo. Doce consumaron el martirio y su número
corresponde al número de los profetas y apóstoles; y por
cierto sus almas estaban adornadas con gracias de profetas y
apóstoles.
Pánfilo era el abanderado de todos y el único entre ellos
ornado de la dignidad sacerdotal en Cesarea. Era un varón
cuya vida brillaba por todo género de virtudes: renuncia y
menosprecio del mundo, su generosidad en repartir con los
pobres su hacienda, su olvido de las esperanzas terrenas, su
conducta y ascética de auténtico filósofo. Sobre todo,
descolló entre todos nuestros contemporáneos por su
fervoroso estudio de las divinas Escrituras, por su
perseverancia indomable en toda obra emprendida y por su
generosa asistencia a parientes y allegados. Sus otros
méritos y virtudes, que requerirían larga explicación, los
hemos descrito en los tres libros de su biografía.
Porfirio, un criado piadoso y valiente
Un grupo de cinco cristianos egipcios fueron sorpresivamente
detenidos, interrogados, sometidos a muchos suplicios y
finalmente condenados a muerte.
El juez, cansado de los suplicios infligidos y con la ira ya
aplacada, se dirigió a los compañeros de Pánfilo. Estos
hombres ya antes le habían dado pruebas de que los
tormentos no lograrían hacerles cambiar el propósito de su fe;
por esto se contentó con preguntarles si al menos estaban
dispuestos a obedecer. Su única respuesta fue una confesión
de fe, que los había de llevar al martirio. Y los con-denó a ser
decapitados, como lo fueron los cinco egipcios.
Una vez cumplida la sentencia, un muchacho gritó de en
medio de la muchedumbre, pidiendo que los cuerpos de los
mártires recibieran sepultura. Era Porfirio, de la servidumbre
de Pánfilo y formado y educado en la escuela de tan
eminente personaje.
Pero el juez, ya no hombre sino fiera y, si cabe, más feroz
que una fiera, no atendió a la justa petición ni tomó en
consideración la edad del joven; sino que, al saber que había
confesado ser cristiano, arrebatado por la ira como si fuera
herido por un dardo, ordenó a los verdugos que desplegaran
contra él toda su violencia. Le intimó a que sacrificara a los
ídolos; pero, al rehusarse el joven, ordenó que lo desgarraran
sin tregua, no tratándolo como carne humana, sino como
piedra, madera u otro objeto insensible, penetrándole hasta
los huesos y las más recónditas entrañas.
El suplicio fue largo y el juez debió reconocer que trabajaba
en vano. El mártir ya estaba sin voz e insensible y casi
exánime y el cuerpo destrozado por las torturas; sin embargo,
el juez, tenaz en su crueldad e inhumanidad, le condenó a ser
arrojado a una gran hoguera. De este modo, antes de que
Pánfilo, su amo según la carne, consumara su martirio,
Porfirio, que llegó por último al combate, precedió en la
muerte corporal a los que se habían apresurado a ser los
primeros.
¡Ojalá hubieran podido ustedes contemplar a Porfirio! Como
un atleta vencedor en los combates de los juegos sagrados,
con el cuerpo cubierto de polvo y el rostro resplandeciente,
marchaba hacia la muerte después de tamañas torturas sin
temblar, altivo y decidido, verdaderamente lleno del Espíritu
de Dios. Su atuendo era el manto del filósofo, terciado al
hombro a modo de clámide. Durante el trayecto daba, con
mente serena, encargos e indicaciones a sus amigos y hasta
en el mismo patíbulo conservó el brillo de su cara.
La hoguera flameaba en torno a él a cierta distancia y él
aspiraba con la boca las llamaradas. Al alcanzarle el fuego,
dio un grito invocando la ayuda de Jesús, Hijo de Dios; pero,
fuera de este nombre adorable, perseveró generosamente en
silencio hasta exhalar el último suspiro.
Del beso de paz al martirio
Seleuco fue el mensajero que llevó la noticia del martirio de
Porfirio a Pánfilo y, como ministro de tal mensaje, fue juzgado
digno de compartir la suerte de los otros mártires.
Efectivamente, apenas terminó de dar la noticia del fin de
Porfirio y de besar a uno de los mártires con el beso de la
paz, cuando los soldados lo arrestaron y lo llevaron a la
presencia del gobernador. Este, como si tuviera prisa por
darlo como compañero de viaje de Porfirio que le precedía en
el camino del cielo, ordenó que le cortaran inmediatamente la
cabeza.
Seleuco era capadocio, desde joven se alistó en el servicio
militar y entre los romanos alcanzó elevados cargos.
Aventajaba muchísimo a todos sus camaradas por su
estatura y fuerza, tenía un porte distinguido y por su gallardía
y buena gracia inspiraba admiración.
Desde los comienzos de la persecución había brillado en los
combates de la confesión de la fe por su paciencia en
soportar los azotes. Después se retiró de la milicia y se
consagró a los ejercicios piadosos emulando a los ascetas.
Cuidó con solicitud y amor de padre a los huérfanos
abandonados, a las viudas desvalidas y a los que sufrían
pobreza o enfermedad, como lo hubiesen hecho un obispo o
un atento protector.
Sin duda sería por este motivo que Dios, quien se complace
más en las obras de misericordia que en la sangre y humo de
los sacrificios, lo juzgó digno de llamarlo al martirio.
Este fue el décimo combatiente que, junto con los
nombrados, murió el mismo día que el bienaventurado
Pánfilo. Se hubiera dicho que el martirio de Pánfilo había
abierto de par en par la puerta del cielo y que, gracias a los
méritos de tan santo varón, la entrada en el reino de Dios se
había vuelto fácil y cómoda para todos en su compañía.
Testamento-mensaje de los cuarenta mártires
(en Sebaste, Armenia, año 320)
No es un relato del martirio, sino una carta de despedida en la
que los cuarenta mártires manifiestan a las Iglesias sus
últimas voluntades. En el escrito se notan la altivez por morir
por Cristo y la seguridad de que, al derramar su sangre, los
mártires se vuelven orgullo y honra de la Iglesia.
Unidos en el dolor, unidos en el descanso
Melecio, Ecio, Eutiquio, prisioneros de Cristo, a los santos
obispos, sacerdotes, diáconos y confesores y a todos los
demás miembros de la Iglesia, en esta ciudad y en todo el
país, saludos en Cristo.
Cuando por la gracia de Dios y las comunes oraciones de
todos los fieles hayamos librado el combate que nos espera y
recibido la recompensa ofrecida por el llamado de lo alto,
consideren este documento como nuestra última voluntad.
Deseamos que nuestros restos sean recogidos por los
cuidados del sacerdote Proidos, nuestro padre» por nuestros
hermanos Crispín y Gordio y por el pueblo fiel, y también por
Cirilo, Marcos y Sapricio, hijo de Amonio; y sean depositados
en Sarin, cerca de Zela.
Todos somos oriundos de distintas comarcas, es cierto; pero
hemos preferido tener un solo y mismo lugar de descanso. Ya
que hemos librado juntos el mismo combate, hemos decidido
descansar juntos en la tierra que les indicamos. Estas
disposiciones expresan nuestra voluntad y el Espíritu Santo
se sirvió acogerlas.
Por eso, nosotros que estamos en compañía de Ecio, de
Eutiquio y de los demás hermanos en Cristo, exhortamos a
nuestros señores, a nuestros parientes y a nuestros
hermanos a que se abstengan de todo dolor y de toda
inquietud. Les pedimos que respeten la decisión de nuestra
fraterna comunidad. Dígnense responder con toda solicitud a
nuestro pedido, para que obtengan de nuestro Padre común,
una amplia recompensa por su referencia y compasión.
A todos les dirigimos aun este ruego. Cuando hayan sacado
nuestros restos de la hoguera, que nadie guarde cosa alguna
para sí solo, sino que piense en reunirla y entregarla a los
que hemos nombrado más arriba. Muestre cada uno un celo
atento y la sinceridad de sus nobles sentimientos, y sea
recompensado por sus fatigas y su compasión. De este modo
María, por haber permanecido valientemente junto a la tumba
de Cristo, ha visto al Señor antes que todos los demás y ha
recibido la primera la gracia de la alegría y de la bendición.
Pero, si alguno se opone a nuestro deseo, ¡sea excluido de
las recompensas divinas por su desatención! El habrá faltado
a la justicia por un vano capricho, y habrá intentado, tanto
como podía, separarnos, los unos de los otros, a nosotros a
los que Cristo ha reunido en la fe, por su gracia y por su
providencia.
El joven Eunoicos, si por voluntad de Dios que ama tanto a
los hombres llegara junto con nosotros al fin del combate,
pide tener su lugar en nuestra última morada. Pero, si por la
gracia de Dios, saliera sano y salvo de la cárcel, le
recomendamos que viva sin esclavitud, en la escuela de
nuestro martirio, y le exhortamos a que observe los
mandamientos de Cristo. Obtendrá así, en el gran día de la
resurrección, la misma bienaventuranza que nosotros por
haber soportado las mismas tribulaciones. El que se sacrifica
por su hermano, tiene la mirada puesta en la justicia de Dios.
El que es desatento con los suyos, pisotea el mandamiento
de Dios, ya que está escrito: El que ama la injusticia, odia a
su alma (Is 10, 6).
La gloria de este mundo es engañosa
Por eso les pido, hermano Crispín..., y les recomiendo que se
alejen de todos los goces y de los errores del mundo.
La gloria de este mundo es engañosa y frágil. Florece por un
tiempo, pero se marchita como la hierba y la hora de su caída
llega más pronto que la hora de su floración. Corran más bien
al encuentro de Dios, nuestro amigo. Sea éste el anhelo de
ustedes. Pues Dios concede riquezas sin fin a los que corren
hacia él y concede la vida eterna a los que creen en él.
Para los que quieren salvarse, éste es el momento favorable.
Es la hora de los precavidos, la hora del plazo para el
arrepentimiento, la hora de las buenas obras. Los cambios en
la vida son imprevisibles. Sin embargo, si les sobreviene uno,
manifiesten la pureza de su piedad y aprovéchenlo para
transformar su vida y para borrar toda huella de sus faltas
pasadas.
"Los voy a juzgar en el estado en que los encuentre", dice el
Señor. Por lo tanto, traten de que se los halle intachables en
la práctica de los mandamientos de Cristo. Así se librarán del
fuego eterno, que no se apaga. Pues, desde hace mucho
tiempo, la voz divina nos grita: El tiempo es breve (I Cor
7,21).
La caridad lo es todo
Estimen, por encima de todo, la caridad. Ella sola respeta la
justicia, ella sola escucha la ley del amor fraterno y obedece a
Dios. Pues a través del hermano que se ve, se honra al Dios
invisible. Y si llamamos hermanos a los que han nacido de la
misma madre, en la fe, todos los que aman a Cristo,
son hermanos. ¿No lo dijo ya nuestro santo Salvador y Dios?
Son hermanos no tanto los que tienen la misma sangre, sino
los que se esfuerzan por vivir plenamente su fe y cumplen la
voluntad de nuestro Padre del cielo.
Expansiones del corazón
Saludamos al señor sacerdote Felipe, a Procliano, a
Diógenes y a la santa Iglesia. Saludamos al señor sacerdote
Procliano que vive en Fidela, a la santa Iglesia y a los suyos.
Saludamos a Máximo y a la Iglesia, a Magno y a la Iglesia.
Saludamos a Domingo y a los suyos, a nuestro padre Iles, a
Valente y a la Iglesia.
Yo, Melecio, saludo a mis parientes Luciano, Crispín, Gordio
y a los suyos; a Elpidio y a los suyos; a Hiperiquio y a los
suyos.
Saludamos también a los fieles de Sarin, al sacerdote y a los
suyos, a los diáconos y a los suyos, a Máximo y a los suyos,
a Esiquio y a los suyos, a Ciríaco y a los suyos. Saludamos a
todos los que están en Kadouth, a cada uno en particular.
Saludamos a los de Carisfoné, a cada uno en particular.
Yo, Ecio, saludo a mis padres Marcos y Aculina, al sacerdote
Claudio, a mis hermanos Marcos, Trifón, Gordio y Crispin, a
mis hermanas, a mi esposa Dominga y a mi hijo.
Y yo, Eutiquio, saludo a los fieles de Zimara, a mi madre
Julia, a mis hermanos Cirilo, Rufo y Rigió, a mi novia Basilia,
y á los diáconos Claudio, Rufino y Proclo. Saludamos también
a los siervos de Dios Sapricio, hijo de Amonio, Genesio,
Susana y a los suyos.
Señores, los saludamos a todos, nosotros, los cuarenta
hermanos y compañeros de cautiverio; Melecio, Ecio,
Eutiquio, Cirión, Cándido, Angias, Cayo, Chudión, Heraclio,
Juan, Teófilo, Sisinio, Esmaragdo, Filotecmón, Gorgonio,
Cirilo, Severiano, Teódulo, Nicalio, Flavio, Xancio, Valerio,
Esiquio, Domiciano, Domingo, Heliano, Leoncio llamado
también Teotiste, Eunoicos, Valente, Acace, Alejandro,
Vicracio llamado también Bibiano, Prisco, Sacerdón, Ecdicio,
Atanasio, Lisímaco, Claudio, Iles y Melitón.
Nosotros, los cuarenta cautivos del Señor Jesucristo, hemos
escrito por la mano de uno de los nuestros, Melecio; y
sancionamos y aprobamos todo lo que ha sido escrito. Y con
toda nuestra alma; oramos en el Espíritu Santo, para que
todos nosotros obtengamos los bienes eternos de Dios y su
reino, ahora y por todos los siglos. Amén.
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