M axine M olyneux Movimientos de mujeres en América Latina Estudio teórico comparado Traducción de Jaqueline Cruz EDICIONES CÁTEDRA UNIVERSITÄT DE VALÈNCIA INSTITUTO DE LA MUJER 78 2 0 í :T , ¡L. /)p ■ ' ? í -FLÄCSQ -1 Feminismos Consejo asesor: Giulia Coiaizzi: Universität de Valencia María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid Isabel Martínez Benlloch: Universität de Valencia Mary Nash: Universidad Central de Barcelona Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona Am elia Valcárccl: Universidad de Oviedo Instituto de !a Mujer Dirección y coordinación: Isabel Moran i Deusa: Universität de Vaiéncia Titulo original de la obra: Women’s M ovements in International Perspective. Latin Am erica an d Beyond 1 .* edición, 2003 Diseño de cubierta: Carlos Pércz-Bermúdez Fotografía de cubierta: M ujeres en El Salvador, © Redondo, M. ! Anaya Reservadas iodos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. N.I.P.O.: 207-03-022-X © Institute o f Latin American Studies, 2001 © Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2003 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 35.302-2003 - [.S.B.N.: 84-376-2086-4 Tirada: 2.000 ejemplares Printed in Spain Impreso en Lavel, S. A. Humanes de Madrid (Madrid) Introducción Los conflictos en tomo al género y el poder político han sido un componente fundamental en la historia del mundo mo­ derno. Esto es válido tanto para Europa y Norteamérica como para los países en desarrollo, donde estos conflictos —en tomo al género y también en tomo a la nación y la clase social— han sido con frecuencia muy intensos. El enfoque del presente libro lo constituye el análisis de esta interacción entre género y polí­ tica, partiendo de los debates de las últimas décadas en el cam­ po del desarrollo y la sociología política. En el acercamiento in­ terdisciplinario adoptado aquí, el análisis del género se apoya en otros interlocutores contiguos, aunque no siempre complacien­ tes, insertos en la cambiante óptica de las disciplinas académi­ cas y a los terrenos, igualmente cambiantes y a veces parcial­ mente coincidentes, de la teoría crítica y la política radical. Los capítulos que siguen son de carácter comparativo e in­ ternacional: pretenden poner en relación las experiencias de países individuales y, al mismo tiempo, explorar hasta qué punto lo que pueden parecer procesos específicos de un país determi­ nado son en gran medida procesos internacionales. La mayoría de los capítulos surgieron de un conjunto de proyectos de inves­ tigación interrelacionados, los cuales se proponían analizar la po­ lítica de género y las políticas públicas en conexión con los esta­ dos, las políticas estatales y las revoluciones en los países del 7 C a p ít u l o 6 Género y ciudadanía en América Latina: aspectos históricos y contemporáneos1 Desde los años 80, la ciudadanía se ha convertido en obje­ to de numerosos análisis políticos e históricos y en casi todas las regiones del mundo ha aparecido bibliografía enfocada des­ de esta perspectiva2. Sin embargo, no debe sorprender que este concepto haya llegado a ocupar un lugar tan relevante en los debates políticos y teóricos contemporáneos, o que su atractivo se haya extendido por todo el mundo. No sólo representa un modo de problematizar la política y las políticas públicas de la forma estatal dominante en el mundo moderno, la democracia 1 Este análisis se basa en entrevistas y conversaciones mantenidas a lo largo de muchos años con activistas de movimientos de mujeres latinoame­ ricanas. Agradezco a todas ellas su tiempo y espero que mi interpretación no tergiverse sus opiniones. Una versión anterior de este capítulo se presentó en una conferencia sobre Mujeres y Ciudadanía organizada por el Programa Universitario de Estudios de Género (PUEG) de la Universidad Autónoma de México en 1996. 2 Véase Kymlicka y Norman (1994) para un útil resumen y comentario del debate sobre la ciudadanía, y López (1997) para una api ¡pación del mis­ mo a América Latina. 253 liberal, sino que puede englobar una amplia gama de cuestio­ nes sociales y políticas planteadas por el nuevo contexto nacio­ nal e internacional de la posguerra fría. La ciudadanía propor­ ciona un lenguaje político para reflexionar sobre algunas de las cuestiones más generales de pertenencia social a las que ten­ dencias globales tales como las migraciones, el nacionalismo, las reivindicaciones indígenas y la marginación social han otor­ gado un nuevo protagonismo. El feminismo ha contribuido de manera significativa al in­ terés por la ciudadanía y la democracia. La obra de Elshtain, Pateman y otras autoras despertó un nuevo interés e implica­ ción con la teoría política, mediante la interrogación de las pre­ misas del liberalismo y la democracia y la puesta al descubier­ to del funcionamiento de la exclusión y la desigualdad política en el núcleo de sus principios universales de igualdad, univer­ salidad e imparcialidad. Esta crítica feminista ha inspirado nu­ merosas obras académicas históricas y contemporáneas sobre la ciudadanía, y ha intervenido en los debates políticos y de for­ mulación de políticas públicas en tomo a los procesos de exclu­ sión étnica y de género, dándoles orientación. Al mismo tiem­ po, la irrupción en la arena política de movimientos de mujeres de diverso tipo ha planteado un nuevo desafío a las definicio­ nes normativas de la práctica política y los significados de la ciudadanía misma3. Sin embargo, la ciudadanía es un concepto con una larga historia. Ha sido, y sigue siendo, un concepto debatido y en constante evolución. Las distintas concepciones de las luchas en tomo a las cuestiones que plantea prescriben a menudo prio­ ridades y estrategias políticas contrapuestas, que cambian con el paso del tiempo. El ideal grecorromano clásico contenía tres elementos centrales: igualdad, dominio del derecho y participa­ ción en la vida política, incluida la militar. Con el nacimiento del liberalismo político se desarrollaron nuevos argumentos en 3 Para acercamientos teóricos a la ciudadanía desde una perspectiva d género, véanse, entre otros, Elshtain (1983), Pateman (1988), Phillips (1991, 1993), Dictz (1985, 1987), Lister (1997), Mouffe (1992), Yuval-Davis y Werbner (1999) y Young (1990). 254 tomo al adecuado equilibrio entre las responsabilidades cívicas y las libertades individuales, mientras que en el siglo xx las concepciones liberales de la ciudadanía fueron atacadas tanto desde la izquierda, por el marxismo y otras teorías de identidad colectiva, como desde la derecha, por el nacionalismo. La fun­ dación del estado del bienestar marcó el inicio de una nueva concepción de los derechos de ciudadanía, que enfatizaba la pertenencia social y los derechos sociales como complemento necesario de los derechos políticos. En las últimas décadas, la ciudadanía ha recuperado terre­ no como concepto político autorizado. Este cambio refleja el derrumbe de otras formas de comunidad política, especialmen­ te palpable en las transiciones del dominio autoritario, tanto ca­ pitalista como comunista, a la democracia. Los debates sobre la ciudadanía se han visto reavivados y ampliados por el liberalis­ mo radical y social y por el compromiso de la izquierda posmarxista con la teoría democrática. Las concepciones indivi­ dualistas liberales de la ciudadanía han sido impugnadas por las concepciones republicanas de ciudadanía activa y por el comunitarismo, mientras que, en el ámbito de la formulación de políticas, se ha defendido el concepto marshalliano de los dere­ chos sociales frente a las críticas libertarias del estado del bienes­ tar. Por consiguiente, en ausencia de una alternativa socialista al capitalismo liberal, se ha ampliado el campo de aplicación seña­ lado por la «ciudadanía», como también el liberalismo; tanto la izquierda como la derecha se apropian de su lenguaje para dis­ cutir una serie de preocupaciones en apariencia similares. Sin embargo, si la política de la ciudadanía es un tema de­ batido, también lo son sus premisas fundacionales. Los críticos posmodernos han atacado su racionalismo y sus premisas unl­ versalizantes, y han negado toda validez y utilidad al concepto en un mundo caracterizado por la fragmentación y la globalizaeión, y en el que, según se afirma, los ciudadanos han sido reemplazados por consumidores. Dentro de los estudios sobre la ciudadanía se está produciendo una reevaluación escéptica del legado de la Ilustración y una critica de la concepción clá­ sica de la ciudadanía. Se ha demostrado que ésta opera con un lenguaje implícito de privilegio en relación con la clase, la 255 «raza» y el género. Sin embargo, por muy acertada que resulte esta crítica, ha planteado nuevos interrogantes sobre los que no se ha alcanzado ningún consenso. Algunos sostienen que es preciso despojar a la ciudadanía de sus pretensiones universa­ listas y reformularla como un medio para promover otros prin­ cipios, los del localismo, el pluralismo y la diferencia. Otros, sin embargo, consideran el universalismo una defensa necesa­ ria y fundamental frente a la creciente amenaza a los derechos de las mujeres y las minorías que suponen el nacionalismo de derechas, el fimdamentalismo, el comunalismo y el despotismo teocrático. En este sentido, las especificidades regionales y cul­ turales plantean necesariamente distintos interrogantes y pro­ vocan distintas respuestas políticas, por lo que el significado que se le otorga a las luchas por la ciudadanía depende en gran medida del contexto. En suma, sería justo decir que el ámbito de aplicación de la ciudadanía se ha pluralizado radicalmente y que su significado es muy variable. La v a r ia b il id a d d e l a c i u d a d a n í a 4 Ha habido, por consiguiente, un reconocimiento cada vez mayor de las significativas variaciones en las implicaciones de la ciudadanía, tanto respecto a los derechos que confiere como a su significado para quienes se inscriben dentro de ella. Pero no está tan claro, y se ha estudiado menos, el modo como estas mismas concepciones se hallan a su vez profundamente generizadas, ni los obstáculos concretos a los que se han enfrentado las mujeres a la hora de reclamar la plena ciudadanía5. Entendi­ 4 Este análisis teórico está tomado de Molyneux (2000b), donde se compara a América Latina con los antiguos estados comunistas y con Euro­ pa Occidental. 5 En las últimas décadas se ha ampliado el ámbito del derecho interna­ cional para abarcar cuestiones de derechos que trascienden el estado-nación, lo que complica el significado de la ciudadanía, otorgándole «múltiples ca­ pas» (Held et al., 1999), Sin embargo, todavía se concibe primordialmente en relación con el estado-nación, el cual establece las bases legales de la per­ tenencia social. 256 da como el fundamento legal de la pertenencia social, la ciuda­ danía depende del contexto en el que se inscribe de tres mane­ ras fundamentales: en cuanto sistema de derechos, define las ti­ tularidades y las responsabilidades de los ciudadanos dentro de una tradición legal y un contexto social particulares; al referir­ se a la pertenencia social y política a un estado-nación, reclama lealtad e identidad en el marco de un conjunto específico de acuerdos culturales; y, como señalamos anteriormente, las rei­ vindicaciones de ciudadanía pueden asumir diversos medios y fines en la lucha política, dependiendo de los discursos políti­ cos, las prioridades y los contextos de oportunidad concretos6. Para complicar aún más las cosas, la enorme diversidad en ma­ teria de leyes, nacionalidad y política que existe entre las regio­ nes del mundo puede reproducirse dentro de las regiones e in­ cluso dentro de los propios países. En este sentido, el caso de América Latina resulta ilustrativo: Perú es diferente de Argen­ tina, pero Ayacucho también es diferente de Lima7. Esta variabilidad espacial-cultural en cuestiones de ciuda­ danía también se manifiesta en relación con las formaciones de género. Las representaciones culturalmente especificas de la diferencia e identidad de género han sido codificadas dentro de los discursos políticos sobre la ciudadanía y la pertenencia so­ cial. Estas representaciones afectan el modo como se formulan los intereses y las obligaciones de las mujeres en los discursos sobre la ciudadanía. El carácter de las formaciones de género 6 Esta visión de la ciudadanía como objeto de lucha política, la cual pro­ voca cambios en su significado y sus prácticas, se suele asociar con la reconceptualización de la política por parte de Hannah Arendt. Véase, por ejem­ plo, Arendt (1977). 1 Aquí, a! igual que ocurre de manera más general en la región andina y en Centroamérica, se ha argumentado que algunas comunidades indígenas se hallan fuera de «el canon postkantiano de la individualidad, constituida en tomo a un núcleo sólido de derechos y deberes universalistas» (MenéndezCarrión y Bustamante, 1995). Si los derechos de pertenencia los ostenta las comunidad, en lugar de, o al mismo tiempo que, la nación, el carácter plural de la ciudadanía resulta problematizado. No podemos hablar aquí del dere­ cho consuetudinario, pero éste subraya la idea de la variabilidad'de los signi­ ficados de la ciudadanía y de las relaciones sociales que la mediatizan. 257 también influye sobre las titularidades que han reclamado las mujeres y el tipo de presencia política que han perseguido y conseguido. Las explicaciones generizadas de la ciudadanía presuponen, por tanto, una comprensión del régimen de género que impera en una determinada sociedad8. Esto permite anali­ zar los mecanismos por los cuales las mujeres han sido margi­ nadas, excluidas y subordinadas dentro de estados y formas de sociedad civil específicos. Una explicación generizada de la ciudadanía obliga tam­ bién a distinguir entre los derechos formales que confiere y lo que podríamos denominar la «ciudadanía realmente existente», es decir, entre los aspectos legales-políricos y sociales de la ciu­ dadanía. Esto implica un reconocimiento de que, por un moti­ vo u otro, muchos derechos formales no llegan a realizarse. Esta brecha entre los derechos formales y sustantivos nos inci­ ta a analizar cómo se vive la ciudadanía en la práctica: en los tribunales, en el ordenamiento político, en el hogar, así como en la visión que los distintos sectores de la población tienen de sus derechos y de las condiciones de su participación o exclu­ sión social. Para este tipo de análisis resultan útiles las técnicas de descripción densa. Al ofrecer una explicación del contexto social y el significado de la ciudadanía, pueden arrojar luz so­ bre los distintos factores — algunos específicos de género y otros no—- que han contribuido al significado de la ciudadanía para las mujeres, y mostrar cómo éste varía de acuerdo con la posición social y otros factores, tales como la edad y la identi­ dad étnica. También es fundamental identificar las fuerzas his­ tóricas y políticas y la retórica que han influido sobre estas de­ finiciones. Al igual que ocurre con otros constructos políticos, como por ejemplo la identidad nacional, las definiciones impe­ rantes son objeto de debate y cambian con el tiempo. Aunque la ciudadanía ha sido un objetivo de la lucha política feminista durante más de un siglo, ha estado sujeta a numerosos cambios. La aplicación del género a la ciudadanía nos obliga a ver cómo 8 El término «régimen de género» ha sido acuñado por Connell (1987 y se refiere a los modos como el poder de género está mediatizado por leyes, formas estatales, relaciones sociales e instituciones civiles especificas. 258 ha intervenido la agencia femenina en la definición de dicho objetivo y cómo han cambiado con el tiempo su significado y el de los derechos con los que se asocia. Dentro del corpas cada vez mayor de bibliografía sobre gé­ nero y ciudadanía, los cambiantes discursos legales sobre las ti­ tularidades y los derechos han tendido a analizarse en relación con los movimientos feministas, por un lado, y con los intereses del estado, por el otro. Donde estos tres elementos —el derecho, el activismo femenino y el estado— se entrecruzan de forma más ilustrativa para un análisis de género es en la frontera entre las esferas pública y privada. Los significados otorgados a lo pú­ blico y lo privado y a las fronteras entre ellos, tanto en el discur­ so como en la práctica, han sido (y siguen siendo) un lugar de lu­ cha para del feminismo y dentro de él. También ha cambiado lo que se designa espacialmente como «lo público» y «lo privado», como consecuencia, entre otras cosas, de los procesos más am­ plios de desarrollo social y económico asociados con la moder­ nidad. El ingreso masivo y visible de las mujeres en la esfera pú­ blica y las formas modernas de empleo ha desestabilizado la oposición clásica entre la ubicación social de mujeres y hombres. Pero no ha eliminado las diferencias de género, puesto que, con­ forme las mujeres ingresaban en el espacio público, éste se fue recodificando en territorios masculinos y femeninos. Incluso cuan­ do las mujeres irrumpieron en el último bastión de exclusividad masculina, el de la política institucional, lo hicieron en condicio­ nes distintas a los hombres y ocuparon posiciones acordes a lo que se consideraban sus «atributos femeninos especiales». Esta cambiante frontera, tanto real como simbólica, entre lo público y lo privado es especialmente patente en los dere­ chos y las leyes relativos a las mujeres, los cuales han inscrito de distintas maneras el cuerpo femenino en la legislación. Esto, y también el concepto mismo de «feminidad», ha afectado el modo como se ha definido lo «privado» —ya sea en relación con la maternidad, los derechos sexuales en el matrimonio o los derechos reproductivos— y constituye la base para la defen­ sa de derechos de ciudadanía diferenciales. Sin embargo, en las primeras luchas por la ciudadanía la idea de que las mujeres te­ nían «atributos especiales» era esgrimida tanto a favor como en 259 contra de su admisión en la vida pública y política, y unas ve­ ces foe combatida y otras veces apoyada por las feministas. De hecho, a partir del siglo xix, las luchas femeninas por la ciuda­ danía —tanto en América Latina como en Europa y Asia—han expresado una tensión no resuelta entre los principios de la igualdad y la diferencia, que se manifiesta en premisas contra­ puestas en tomo a la feminidad y la biología. Con estas ideas generales en mente, examinaré a continuación algunos de los significados generizados de la ciudadanía en América Latina. G é n e r o y c i u d a d a n í a e n A m é r i c a L a t in a América Latina tuvo un movimiento feminista destacado desde finales del siglo xix hasta las primeras décadas del x x 9. Sin embargo, la lucha por la ciudadanía se vio moldeada en gran medida por la experiencia colonial, por un lado, y una his­ toria política de democracias inestables y dictaduras militares, por el otro. El dominio español dejó su impronta en los códigos legales y en una configuración cultural que otoigó al catolicis­ mo una influencia especial sobre la vida de las mujeres. El co­ lonialismo también dejó un legado de divisiones étnicas y desi­ gualdades racializadas, que retrasó la inclusión de los pueblos negros e indígenas en los cálculos políticos de la ciudadanía10. Las guerras de independencia asignaron a las mujeres un lugar en el panteón de las virtudes republicanas como madres y guardianas del hogar, a pesar de que una realidad más comple­ ja había dado a muchas mujeres experiencia bélica de primera mano, como enfermeras, soldaderas e incluso soldados. Los lí­ 9 Hay cada vez más bibliografía académica sobre el feminismo latinoa­ mericano. Véanse, entre otros, Lavrin (1996), Rodríguez (1997), Villavicencio (1992), Hahner (1990), Stoner (1991), Miller (1991), Álvarez (1990), Bareíro y Soto (1997), Besse (1996), Feijoo (1982) y Ramos et al. (1987). Para aplicaciones desde la perspectiva de la ciudadanía, véanse, entre otros, Jelin (1987), Jelin y Hershberg (1996), Hola y Portugal (1997), Bareiro y Soto (1997) y Marques-Pereira y Carrier (1996). 10 En Perú, por ejemplo, los analfabetos (la mayoría de los cuales eran mujeres indígenas) no obtuvieron el derecho al voto hasta los años 80. 260 deres de los movimientos independentistas eran liberales, pero no demócratas, y contemplaban sólo un sufragio masculino li­ mitado. Las mujeres habrían de permanecer «fuera de la ciuda­ danía» hasta bien entrado el siglo xx, con el pretexto de que sus virtudes domésticas y «atributos especiales» no las dotaban para ella. Sin embargo, aprendieron a esgrimir el lenguaje de la diferencia en formas que impugnaban la brecha entre lo públi­ co y lo privado utilizada para inhabilitarlas de la ciudadanía po­ lítica y ia igualdad legal. Trasladaron sus virtudes femeninas del hogar al espacio público, exigiendo que fuesen reconocidas como servicio a la nación11. Éste fue un tema que inspiró a los movimientos de mujeres latinoamericanas y les imprimió un carácter distintivo perdurable12. En el siglo xix emergieron en todo el continente distintos tipos de movimientos de mujeres, conforme las ideas radicales traídas por los inmigrantes europeos comenzaban a ejercer in­ fluencia. Mujeres de diversas clases y opiniones empezaron a cuestionar su tratamiento en las leyes y a impugnar los térmi­ nos de su exclusión social y política13. Lo hicieron en formas que otorgaban especial relevancia a su rol dentro de la familia, mediante un discurso basado directa e indirectamente en refe­ rentes derivados del catolicismo14. Esto moldeó las construc­ ciones de la feminidad, las cuales afectaron el modo como se expresó la cuestión de la diferencia con respecto a los derechos de la mujer, las políticas sociales y la participación política. Al igual que en Europa, el sufragio femenino constituyó desde muy pronto una reivindicación del feminismo, que apa11 Lavrin (1996), Stoner (1991) y Miller (1991). 12 En este capítulo, utilizo el término «movimiento de mujeres» para re­ ferirme al conjunto de distintos movimientos en los que las mujeres partici­ pan activamente, incluido el feminismo. Éste, sin embargo, debe considerar­ se una forma específica de movimiento de mujeres. Para un análisis más am­ plio de la definición, véase el capítulo 5. 13 La independencia dejó prácticamente inalterado el estatus legal de las mujeres. Éstas tenían pocos derechos dentro de la familia y, si estaban casa­ das, no disponían de derecho automático a los bienes conyugales o a la cus­ todia de los hijos. 14 Franco (1989). 261 recio en los movimientos latinoamericanos a finales del si­ glo xix15. Este tema puso de manifiesto la ambigua potenciali­ dad de la diferencia. Mientras que los oponentes del sufragio femenino argumentaban, según los casos, que las mujeres eran demasiado apasionadas, ignorantes o domésticas para ejercer un criterio político, sus defensores también esgrimieron el len­ guaje de la diferencia, invirtiendo sus términos para señalar que las innatas cualidades femeninas de altruismo y moralidad con­ tribuirían a mejorar la vida política. De este modo, la biología y la psicología femenina se colocaron al servicio de la lucha por la igualdad. Cuando la ley argentina de sufragio de 1912 denegó a las mujeres el derecho al voto con el argumento de que no podían portar amias, lo que constituía la prueba más an­ tigua de ciudadanía, las activistas feministas respondieron, como lo habían hecho un siglo antes sus hermanas revoluciona­ rias en Francia16, que parían hijos y los sacrificaban a la nación en las guerras. La maternidad fue proclamada así como una prueba igualmente válida de lealtad al estado-nación17. Las feministas latinoamericanas y sus defensores masculi­ nos subrayaron, pues, la cuestión de la diferencia y las reivindi­ caciones de ciudadanía se expresaron a menudo mediante re­ presentaciones idealizadas de la maternidad y el deber conyu­ gal. Mientras que en algunas partes de Europa las mujeres luchaban por independizarse de la familia en materia de identi­ dad y derechos, esta comente de pensamiento feminista fue menos influyente en América Latina18. La politización de la 15 A pesar de lo tenazmente que se combatió a favor y en contra, la lu­ cha por los derechos políticos constituyó sólo una faceta de una lucha femi­ nista mucho más amplia. A partir de finales del siglo xix y durante las pri­ meras décadas del xx, las feministas también reivindicaron derechos socia­ les, educación y empleo. 16 El sufragio femenino no fue aprobado en Francia hasta 1948. 17 Lavrin (1996). 18 Refiriéndose a Gran Bretaña, Sally Alexander (1995) argumenta que, aunque la maternidad fue la base para las aspiraciones políticas femeninas en el siglo xix, «en ausencia de una voz feminista independiente, el énfa­ sis en la maternidad corría el riesgo de corroborar el estatus de la mujer como necesitada de protección, la asociación de su persona con la “esclavitud se- 262 maternidad, a menudo vinculada con ideas de la nación y de nacionalismo, fue un fenómeno recurrente en la historia lati­ noamericana del siglo xx. Sin embargo, las feministas amplia­ ron el significado de estos términos: el hogar como esfera de interés y competencia de la mujer fue resignificado para abar­ car cuestiones vecinales y municipales y la protección del tra­ bajo infantil y femenino. Por extensión, las actividades filantró­ picas se convirtieron en una mediación aceptable entre lo públi­ co y lo privado para las mujeres. Las «cualidades sagradas» de la maternidad podían desplegarse al servicio de la sociedad y, puesto que las mujeres eran proclamadas como «verdadera­ mente altruistas», en contraste con el individualismo egoísta de los hombres, se pensaba que sus luchas contribuían a la refor­ ma de la vida pública. Aunque estos argumentos también se esgrimieron en otras partes del mundo y su significado cam­ bió a través del tiempo, en América Latina la maternidad y la domesticidad adquirieron una trascendencia moral y política perdurable. Al igual que en EE.UU., el feminismo se alió con el maternalismo cívico en la prosecución de la reforma social y de pro­ tección para las mujeres19. Muchas feministas latinoamericanas participaron activamente en el movimiento eugenista por la hi­ giene social20, apoyando la implantación de atención médica pública e infantil, y se convirtieron en las primeras trabajadoras sociales a finales de los años 20. Esta vinculación entre la dife­ rencia y el servicio público contribuyó a que se concediese el voto a las mujeres en las elecciones municipales (a menudo se les negaba a nivel nacional) con el argumento de que trabaja­ rían cerca de casa y en cuestiones relacionadas con sus interexual” o el vicio. Hasta 1918... las feministas unificaron a las mujeres me­ diante la reivindicación del sufragio, no de la maternidad» (pág. xvi; el subra­ yado es de la autora). S‘J El análisis de Theda Skocpol del papel de la agencia femenina y el malernalismo cívico en la formulación de las políticas sociales en EE.UU. ha sido importante para desplazar el equilibrio interpretativo de un análisis del «patriarcado» a uno que enfatiza la política y la agencia (Skocpol, 1992). m A propósito del movimiento eugenista latinoamericano y el papel de la «eugenesia feminista» en el proceso de reforma, véase Nancy Stepan (1991). 263 ses domésticos2’. Ni siquiera las reformistas y defensoras más firmes de la igualdad femenina intentaron disociar a la mujer de la familia. El desarrollo en Uruguay del «feminismo de com­ pensación», que en los años 40 alcanzó popularidad en el Cono Sur (Argentina, Uruguay y Chile), supuso en muchos sentidos un avance para las mujeres22. Pretendía que la maternidad fue­ se reconocida y protegida por las leyes mediante prestaciones para el bienestar de madres e niños, y que el gobierno elimina­ se los obstáculos a la igualdad en la educación y el empleo. Sin embargo, como argumentaron algunas feministas de la época, no era compensación lo que buscaban, sino igualdad23. Para las feministas contemporáneas conocedoras de los ar­ gumentos sobre la diferencia, esta historia plantea algunos inte­ rrogantes sugerentes. ¿Las proclamaciones en tomo a la dife­ rencia y la maternidad eran los discursos estratégicos más efec­ tivos de los que disponían las mujeres de la época? ¿Realmente obtuvieron una mayor igualdad y dignidad para las mujeres o, por el contrario, las tentativas de las feministas latinoamerica­ nas de abordar las cuestiones sociales y políticas con «una voz diferente», que reconciliase los derechos, la justicia social y la maternidad, cedieron demasiado terreno a la diferencia a ex­ pensas de la igualdad? Es de señalar que las refonnas de los có­ digos civiles en los países del Cono Sur que, hacia finales de los años 20, otorgaron finalmente a las mujeres el control sobre sus propios bienes e ingresos, se justificaron como la concesión de los derechos que las madres necesitaban para desempeñar mejor su rol en la familia. Unas décadas antes, las obreras habían defen­ dido y conquistado su derecho al trabajo precisamente en los 21 Como señaló en los años 40 el entonces presidente de México, Mi­ guel Alemán, a propósito de la necesidad de conceder a las mujeres el dere­ cho al voto y a presentarse como candidatas en las elecciones municipales: «La organización municipal es la que más se preocupa de los intereses de la familia y la que debe prestar más atención a las necesidades de la familia y los niños» (Ramos Escandón, 1998, pág. 100), 22 El senador uruguayo Vaz Ferreira fue un paladín del feminismo en las primeras décadas del siglo y desarrolló la idea de un feminismo de compen­ sación en sus conferencias y escritos, publicados en Vaz Ferreira (1945). 23 Lavrin (1996). 264 mismos términos24. En efecto, estas concesiones a las mujeres se hicieron principalmente en beneficio de sus hijos. Esta ambivalencia ante los derechos individuales de la mu­ jer era también perceptible en relación con el sufragio femenino. En muchos casos fue concedido por el estado, desde arriba, y a menudo por razones que tenían más que ver con los intereses estatales que con la búsqueda de igualdad social o la fuerza de los movimientos feministas25. Significativamente, el primer gobiemt) latinoamericano que concedió el voto a las mujeres fue un gobierno conservador en Ecuador, el cual, temiendo la oposición de elementos más radicales, pensó que podía confiar en el «conservadurismo natural de las mujeres» para que vota­ sen a su favor. Como resultado, las mujeres ecuatorianas obtu­ vieron el derecho al voto en 1929, casi un cuarto de siglo antes que las del México revolucionario, que se lo había negado por temor a esa misma característica, su «conservadurismo». En Aigentina, gracias al apoyo de Eva Perón, las mujeres recibie­ ron el derecho al voto en 1947, sobre todo como un medio para incrementar el voto peronista. Evita movilizó a miles de muje­ res de clase trabajadora, a las que describía como «esposas de los soldados de Perón». Sus apasionados discursos constituyen un ejemplo destacado de la exaltación pública de la diferencia, apoyada en el simbolismo de la familia: ella se identificaba como la leal esposa del gran líder y madre de la «gran nación peronista», y hacía un llamamiento a las mujeres para que apo­ yasen a sus hombres (quienes a su vez apoyaban a Perón), ha­ ciéndose cargo del hogar26. Es posible que el populismo argen­ tino haya representado un paso hacia una mayor participación masiva, pero su mensaje era decididamente patriarcal. Aunque se proponía incorporar a las mujeres a la vida política nacional, lo hacía en términos que dignificaban y politizaban las identi­ dades de género tradicionales. En este aspecto, Evita se adelan­ tó a las campañas de los años 70 en defensa de salarios para las 24 Véase Lobato (1997). 25 Para un análisis más completo de las relaciones género-estado en la América Latina del siglo xx, véase el cap. 2. 26 Fraser y Navarro (1980). 265 amas de casa, cuando pidió que las mujeres recibiesen alguna compensación económica por el trabajo que realizaban en el hogar. Que estos llamamientos tuvieron un impacto sobre las mujeres de las clases trabajadoras lo demuestra la perdurable lealtad que Evita concitó tras su muerte27, y también en el nú­ mero de afiliadas al Partido de Mujeres Peronistas que dirigió: en 1951, el año antes de su muerte, contaba con medio millón de afiliadas. En América Latina se dio, pues, una clara continuidad en­ tre los roles de la mujer en la familia y las luchas por los dere­ chos de ciudadanía. La identificación de las mujeres con la fa­ milia tuvo como consecuencia que adquiriesen un conjunto de derechos sociales y titularidades diseñados para proteger la fa­ milia y la «raza». En las leyes las mujeres eran tratadas como necesitadas de protección más que de igualdad. Este enfoque sólo fue cuestionado por algunas socialistas en la primera ola del feminismo a principios del siglo xx, y, posteriormente, a partir de los años 70, conforme el feminismo de la igualdad fue consiguiendo adeptas dentro de la segunda ola del feminismo y los análisis del patriarcado fueron ganando terreno28. Cuando, en los años 80 y 90, muchos países latinoamericanos se embar­ caron en procesos de reforma de los derechos legales de la mu­ jer, los nuevos códigos conjugaron la igualdad y la protección. Se consideraba que las mujeres necesitaban igualdad como consecuencia de sus responsabilidades familiares. La indepen­ dencia de los derechos de la mujer con respecto a la familia si­ guió siendo un tema controvertido, que se asociaba con el femi­ nismo extremista de la igualdad y, como objetivo político, era susceptible de fracasar. Las activistas feministas siguieron, por tanto, esgrimiendo argumentos familistas para conquistar los 11 A propósito del Sindicato de Amas de Casa inspirado por Eva Perón véase Fisher (2000). 28 Esto no quiere decir que el feminismo de la diferencia no tuviese par tidarias, o no tuviese partidarias dentro del socialismo. En los años 70, las fe­ ministas mexicanas se vieron más influidas por los argumentos sobre la di­ ferencia que las de otros países latinoamericanos donde emergieron movi­ mientos feministas fuertes. 266 derechos de la mujer, por tratarse del único modo de lograr un consenso en tomo a la reforma29. Los roles sociales de la mujer como esposa y madre se en­ tretejen con la historia de la ciudadanía femenina en América Latina. Donde el tema de la maternidad estaba presente de ma­ nera más palpable era en el feminismo, pero surgió también dentro del populismo y en la iconografía socialista de estados revolucionarios como Nicaragua. La guerrillera idealizada, emblema de la organización sandinista de mujeres, la Asocia­ ción de Mujeres Nicaragüenses Luisa Amanda Espinoza (AMNLAE), aparecía retratada con un rifle y un bebé, en una reconfiguración combativa de las anteriores demandas de ciu­ dadanía por parte de las mujeres en cuanto madres. Las identi­ ficaciones maternales también inspiraron las movilizaciones femeninas de base que constituyen un rasgo tan característico de la sociedad civil latinoamericana. La identificación con la maternidad no implicaba necesariamente una política concreta: los movimientos matemalistas se asociaban con opciones que abarcaban todo el espectro político, desde los movimientos por los derechos humanos de las Madres de los Desaparecidos has­ ta los que apoyaban al general Pinochet en los barrios chabolistas chilenos. Además, pese a su omnipresencia como símbolo de feminidad y elemento constitutivo de la identidad femenina, tanto el significado de la maternidad como la implicación de las mujeres en sus idealizaciones variaban considerablemente según la clase social, la edad y la etnicidad. Sin embargo, aun con estas matizaciones, la maternidad constituyó un «referente de movili­ zación femenina» generalizado y perdurable en América Lati­ na30, así como un factor importante para explicar la distintiva evolución de los movimientos de mujeres de la región31. 29 La reforma del Código del Trabajo de Venezuela en 1990 consiguió el reconocimiento de los derechos femeninos a la protección contra el despi­ do por embarazo, guarderías en el centro de trabajo y días libres para aten­ der a familiares enfermos. Las defensoras utilizaron argumentos de igualdad para promover estos cambios. Véase Friedman (2002). 30 La frase es de Sonia Álvarez (1990). 31 Algunas feministas latinoamericanas han hablado de la existencia de una especie de «chovinismo femenino» o posesividad en relación con el ho­ 267 Si en el ámbito político los movimientos de mujeres lati­ noamericanas se caracterizaron por la movilización estratégica de argumentos sobre la diferencia y la identificación con la ma­ ternidad, destacan, por su relevancia para los debates contem­ poráneos sobre la ciudadanía, otros dos rasgos: el carácter so­ cial del feminismo en la región y su énfasis en la política participativa. En relación con el primero, siempre hubo dentro del feminismo latinoamericano importantes corrientes que, en dis­ tintos momentos de su larga historia, buscaron distanciarse del tipo de enfoque normalmente asociado con el feminismo nor­ teamericano, cuyo activismo ha sido impulsado en gran medida por un individualismo basado en los derechos. Los movimien­ tos feministas latinoamericanos pusieron notable énfasis en los derechos individuales, pero más todavía en los derechos socia­ les, en parte como consecuencia de la trascendencia cultural de la diferencia que hemos señalado, y en parte por el papel desem­ peñado por las enérgicas corrientes de feminismo social, las cuales se alimentaron de diversas fuentes: el socialismo, el po­ pulismo y el catolicismo social. Los movimientos de mujeres latinoamericanas tuvieron una amplia gama de influencias o corrientes —movimientos populares autónomos, activistas de partidos políticos y sindica­ tos, y organizaciones feministas—, cada una de las cuales re­ presentaba a distintos estratos sociales con una evolución polí­ tica característica. El activismo popular de base se desarrolló en gran medida mediante la movilización en tomo a las necesi­ dades e identidades derivadas de los roles femeninos, y la politi­ zación de las mismas. Las activistas de las organizaciones polí­ ticas incluían tanto mujeres de clase trabajadora como de clase media, mientras que el núcleo del movimiento feminista estaba integrado por mujeres con estudios universitarios cuyos oríge­ nes políticos se remontaban a los movimientos estudiantiles de finales de los años 70 y a las organizaciones de izquierda32. gar y la familia, que ha dificultado el avance en las reclamaciones respecto a la igualdad de género y el valor simbólico de la maternidad. 32 Villavicencio (1992), Vargas (1998). 268 Pese a esta diversidad, el feminismo latinoamericano exhibió dos rasgos comunes: un interés por promover un proyecto más amplio de reforma social dentro del cual se realizasen los dere­ chos de la mujer, y formas de activismo que involucraban a los sectores populares — como objeto de las estrategias de movili­ zación y como sujetos de su propio activismo. Globalmente, el movimiento feminista latinoamericano se diferencia del que emergió en partes de Europa y Norteamérica en que por lo ge­ neral no le implicó en el tipo de política identitaria que tenía por objetivo prioritario la conquista de intereses singulares y particularistas. El mayor énfasis sobre cuestiones de responsa­ bilidad colectiva y social convierte el movimiento latinoameri­ cano en lo que podríamos describir como una especie de «fe­ minismo social». En relación con lo anterior, y como rasgo específico de la segunda ola del feminismo latinoamericano, se halla su enfo­ que en el activismo partieipativo. Como se comentará en mayor profundidad más adelante, a partir de los años 50 los movi­ mientos feministas y de mujeres en América Latina fueron inspirados por las ideas de activismo comunitario, empoderamiento y participación surgidas dentro del catolicismo social y la izquierda. Aunque había tensiones entre los movimientos populares de mujeres (integrados por mujeres de bajos ingre­ sos) y las activistas feministas, en su mayoría de clase media, es indudable que hubo cierto grado de interacción entre ambas co­ rrientes. A partir de los años 80, se produjo un auge del femi­ nismo popular entre las activistas de los barrios de bajos ingre­ sos y las organizaciones de clase obrera, quienes se identifi­ caron abiertamente con las aspiraciones feministas o, cuando menos, incorporaron los discursos feministas a su retórica y es­ trategias33. 33 Stephen (J998). Un ejemplo, entre otros muchos, de esto último lo constituye la abiertamente antifeminista organización de clase trabajadora Sindicato de Amas de Casa de la República Argentina (SACRA), que luchó por el reconocimiento del trabajo que las mujeres realizaban en el hogar y por el derecho a que fuese remunerado mediante transferencias del estado (Fisher, 2000). 269 En suma, en sus formas heterogéneas y distintivas, los mo­ vimientos de mujeres latinoamericanas han constituido una fuerza más 'diversa y vital de lo que suele reconocerse. Como ha señalado Jaquette, sus perfiles políticos contemporáneos fueron moldeados por tres componentes sociohistóricos: un movimiento feminista con reivindicaciones similares a las de las mujeres europeas, canadienses y estadounidenses; un movi­ miento de mujeres que se movilizó contra la dictadura, el auto­ ritarismo y la violación de los derechos humanos; y un movi­ miento popular que convirtió las estrategias de supervivencia en reivindicaciones sociopolíticas34. A éstos se pueden añadir las significativas movilizaciones de mujeres por parte de los partidos políticos, algunos de los cuales, como el peronismo, incorporaron elementos del discurso feminista (y algunas de sus reivindicaciones), pero reelaborados en el marco de una po­ lítica que se identificaba explícitamente como antifeminista. R e d e m o c r a t i z a c i ó n , m o v im ie n t o s s o c i a l e s y c iu d a d a n ía : d e s d e l a pr o testa h a st a l a pr o pu e st a Estos elementos constitutivos del feminismo latinoameri­ cano siguieron presentes, pero se vieron reconfigurados bajo las nuevas circunstancias y discursos políticos de los años 80 y 90. La segunda ola del feminismo maduró en América Lati­ na en un período de crisis política y dictadura. Al no estar acos­ tumbradas a la maquinaria de la democracia, al principio las ac­ tivistas del movimiento de mujeres siguieron una trayectoria que algunas participantes han descrito como un desplazamien­ to, vacilante y condicional, «de los márgenes al centro». En los años 70, decepcionadas por las organizaciones exclujientes, au­ toritarias y masculinistas en las que estaban involucradas, in­ cluidas las de izquierdas, las activistas intentaron crear espa­ cios autónomos en los que desarrollar una política alternativa. La autonomía se convirtió en un principio de organización política 34 Jaquette (1994). 270 y, tras el «fin de la política» decretado por los regímenes auto­ ritarios, los movimientos de mujeres feministas y de otro tipo pasaron a la clandestinidad y se identificaron como organiza­ ciones de resistencia antiestatales35. Como veremos, la autono­ mía seguiría siendo una cuestión central, y cada vez más con­ flictiva, dentro del movimiento durante el período de transición y con posterioridad a él. En los años 80, mientras las feministas de las democracias liberales occidentales enfocaban su atención en el estado como ámbito de lucha en tomo a la formulación de políticas y objeto de teorización feminista, en América Latina el espacio político y teórico estaba ocupado por los movimientos sociales. Con el fin del autoritarismo y la revitalización de la política democrá­ tica, las ideas de ciudadanía fueron ganando terreno en el con­ tinente, pero en un contexto en el que los movimientos sociales conservaban su importancia como fenómenos políticos y como significantes de lo que para muchos activistas representaba la política. Así, mientras que el interés del feminismo occidental por la teoría de la ciudadanía eoincidió con el regreso gradual a la democracia, en América Latina surgió en un contexto políti­ co diferente. Como veremos, el activismo en tomo a la ciuda­ danía sufrió varios cambios de énfasis acordes con la evolución de las prioridades dentro del movimiento en conjunto. En este proceso, el énfasis inicial sobre los movimientos sociales y la ciudadanía activa fue seguido por un creciente interés en los derechos y en el estado como ámbito de lucha en tomo a la for­ mulación de políticas. Un propósito fundamental de los primeros trabajos femi­ nistas sobre la ciudadanía era ofrecer un análisis de género de los movimientos de base centrados en las necesidades básicas y los derechos humanos que habían luchado activamente tanto bajo los regímenes autoritarios como durante las transiciones a la democracia. Uno de los primeros textos, y de los más difun­ didos, fue la colección de ensayos editada por Elizabeth Jelin, 35 Esta visión era compartida por gran parte de la izquierda, que duran te ios años 60 y 70 no sólo se mostraba «globalmente antiestatalista» (Lechner, 1990), sino escéptica respecto a la democracia liberal. 271 Women and Social Change in Latin America, publicada en 1990, El volumen, que surgió de un proyecto comparado sobre parti­ cipación popular financiado por el Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (UNRISD), examinaba los esfuerzos organizados de un «grupo social ex­ cluido (es decir, las mujeres) [...] por aumentar su control sobre las instituciones reguladoras de la sociedad». El proyecto, que Jelin definió como parte de una «búsqueda de identidad y ciu­ dadanía»36, representó una oportuna intervención en el debate sobre los movimientos sociales. Hasta entonces, el debate se había desarrollado como si las mujeres no participasen en estos movimientos y sin otorgar reconocimiento al carácter generizado de dicho activismo37. En el prólogo al volumen, Lourdes Arizpe declaró que la obra estaba motivada por el «actual anhe­ lo mundial por la democracia», pero dejó claro que se refería a un tipo concreto de democracia, una democracia «que trascien­ de las estructuras e instituciones políticas tradicionales». Esta puntualización señala lo que podría considerarse un rasgo dis­ tintivo de la política y la escritura feminista latinoamericana en los años 80: el apoyo a una ciudadanía activa, es decir, participativa38. Las teóricas y activistas feministas latinoamericanas se unieron a teóricos críticos de la izquierda, tales como O’Donnell, Lechner y otros, en el ataque a la concepción liberal utili­ taria de la ciudadanía. Cuestionaron el principio por el cual se privilegiaban los derechos individuales por encima de la res­ ponsabilidad soeial, rechazando la definición de la ciudadanía basada en una interpretación limitada de los derechos y las ver­ 36 Jelin (1990), pág. xi. 37 Esta crítica de la ceguera de género imperante en la bibliografía sobre los movimientos sociales puede encontrarse en Molyneux (1986b), Jaquette (1994) y Waylen (1996). 38 Turner (1986) distingue entre formas activas y pasivas de ciudadanía, es decir, entre las desarrolladas a través del estado y las que surgen desde abajo a través de luchas locales o en el lugar de trabajo. También distingue entre las tradiciones pública y privada de la ciudadanía, poniendo al libera­ lismo estadounidense como ejemplo de la segunda. 272 siones «débiles»39 de pertenencia social y política que dichas definiciones entrañaban. En su lugar, abogaron por una ver­ sión más sustantiva de la ciudadanía, que fuese a la vez más participatíva y socialmcnte responsable. Existía, por consi­ guiente, acuerdo entre las feministas y los teóricos de los mo­ vimientos sociales y la sociedad civil que enfatizaban las vir­ tudes de la «ciudadanía activa» o «participación». Estas últi­ mas formas de actividad se veían como un contrapeso a la política corrupta y alienada del estado y como virtuosas en sí mismas, puesto que contribuían a la construcción de la socie­ dad civil y, por tanto, a establecer unos cimientos más sólidos para la democracia. En este periodo todas las opciones políticas latinoamerica­ nas hicieron llamamientos para desarrollar una sociedad civil fuerte mediante el estímulo a la ciudadanía social y activa. Para la izquierda se trataba sobre todo de aumentar la participación pública y la capacidad para promover un proyecto de reforma social y política, mientras que los defensores del catolicismo so­ cial lo veían como un medio para reconfigurar y revitalizar la ética comunitarista que caracterizaba a las comunidades cristia­ nas de base, entonces en su apogeo. Por su parte, las activistas de los movimientos de mujeres lo consideraban un modo de promover los intereses femeninos y el empoderamiento de las mujeres, al facilitar que se otorgase el debido reconocimiento y apoyo a las asociaciones vecinales. Las analistas feministas centraron su atención en otorgar visibilidad y valor a la participación femenina, mientras deba­ tían sobre el carácter generizado de las formas de movilización y las reivindicaciones que la acompañaban. Insistieron en que la ciudadanía debía tomar en cuenta lo que los teóricos latinoa­ mericanos llamaban lo cotidiano, porque sólo así podría identi­ ficarse y calibrarse el mérito de las mujeres y sólo así podrían 39 El adjetivo thin del original hace referencia a lo que Waltzer den mina thin civil society, una ‘sociedad civil débil’, en la que existen pocos vínculos asociativos, por oposición a una sociedad civil fuerte (thick). /M de la T.J 273 ellas expresar su subjetividad política característica40. La de­ mocracia se concebía no sólo como una práctica de política ins­ titucional formal, sino como una práctica que afectaba la vida cotidiana e impregnaba la familia y la sociedad en general. Ello implicaba redefínir el significado mismo de la democracia. Por consiguiente, la dimensión gcnerizada de la ciudadanía acti­ va se analizó en función de cinco temas fundamentales y cam­ biantes: su potencialidad para realzar la capacidad femenina para la autodeterminación y la conquista de la igualdad; la cuestión de si la «política de las mujeres» difería de manera significati­ va de la «política de los hombres»; la importancia de las versio­ nes comunitaristas de la ciudadanía activa; los dilemas plantea­ dos por la diferencia en las «nuevas» democracias; y la relación entre ciudadanía activa e instituciones estatales. A continua­ ción analizaré estas cinco cuestiones. La g e n e r i z a c i ó n d e l a c i u d a d a n í a a c t iv a Aunque los movimientos de mujeres latinoamericanas va­ loraban positivamente la ciudadanía activa, existía bastante controversia en torno al significado de la participación femeni­ na en actividades tales como los comedores populares, las ollas comunes y los programas del vaso de leche41, las cuales alcan­ zaron altos niveles de participación en Perú y Chile durante los años 80 y principios de los 90, con decenas de miles de muje­ res involucradas en ellos. Aunque había pocas dudas sobre la trascendencia social de la participación masiva de las mujeres 40 Esta idea formaba parte de los esfuerzos por teorizar el tn¿>ajo do­ méstico o reproductivo. Para un análisis del debate, véase Marqucs-Pereira y Carrier (1996), y a propósito de lo cotidiano, véase Lora (1996). 41 Los comedores se basaban en la afiliación por unidades familiares (lo habitual eran 20-40 familias); la comida se preparaba colectivamente y cada familia se la llevaba a su casa. Se financiaban mediante cuotas de afiliación y la venta de comida-a los no afiliados. Las ollas consistían en la prepara­ ción comunal de comida; el programa del vaso de leche consistía en la dis­ tribución de leche gratuita a los niños y a veces a otras personas necesitadas. 274 en estas actividades, o el valor experiencial del tipo de activis­ mo y de solidaridad y cooperación femenina al que podían dar lugar, algunas se preguntaban si constituía una parte importan­ te de la lucha de las mujeres por sus intereses colectivos en cuanto mujeres. A este respecto, las analistas se dividían en optimistas y pe­ simistas. Para las primeras, este activismo tenía tres efectos positivos. En primer lugar, estos programas servían como «apren­ dizaje» para las mujeres, puesto que la experiencia de solidari­ dad y liderazgo las «empoderaba», lo que permitiría, al menos a algunas de ellas, asumir un papel en el ámbito político for­ mal42. En segundo lugar, entrañaban la creación de «nuevos es­ pacios» que las mujeres podían ocupar en la esfera pública, lo que reconfiguraba de manera efectiva las fronteras entre las es­ feras pública y privada, así como el significado de cada una de ellas. En tercer lugar, la autoconfianza que les daba la ocupa­ ción de estos nuevos espacios permitía a las mujeres impugnar su subordinación en el hogar. Caldeira planteó la trascendencia de estos cambios como una transformación cultural, un nuevo modo de vivir la feminidad, que contribuía a un proceso de re­ definición de las relaciones entre los sexos y de las identidades femeninas43. Esta visión positiva de la participación, según la cual con­ duciría inevitablemente a un cambio deseable, era compartida por la bibliografía inicial sobre los movimientos sociales, pero ni una ni otra abordaron de manera sistemática cuestiones polí­ ticas ni analizaron las consecuencias, individuales o sociales, de las actividades en cuestión44. Conforme el activismo de los movimientos sociales fue decayendo o, cuando menos, incli­ nándose hacia una mayor institucionalización a finales de los años 80, surgieron voces más escépticas hacia los argumentos en favor de dicho activismo. De nuevo, aunque pocas dudaban A1 Barrig (1998); y Luna, «Feminismo: Encuentro y diversidad en orga­ nizaciones de mujeres latinoamericanas, 1985-1990», Homines 1.11, cit. en Marques-Pereira y Carrier (1996), pág. 16. 43 Caldeira (1990), Stephen (1998). 'w Para un análisis de este tipo, véase Foweraker (1997). 275 de que la participación femenina en el mundo fuera del hogar ampliaba la experiencia femenina, resultaba más difícil demos­ trar que tuviese un impacto tangible o duradero sobre la vida de la mayoría de las mujeres respecto a la división del trabajo o las relaciones de poder en el hogar. Los datos de que se disponía eran contradictorios. Indicaban que el activismo o la participa­ ción podía tener un impacto, tal como demostraban los testimo­ nios de muchas activistas clave. Pero, fuera de este grupo, no solía ser así, o lo era sólo durante un tiempo, de tal manera que las participantes regresaban a los anteriores patrones familiares opresivos. Una de las conclusiones que se podía extraer era que por sí solo, en ausencia de una política transformadora y cir­ cunstancias materiales favorables, el activismo no conducía al «empoderamiento». Las activistas percibieron así tanto la po­ tencialidad como las limitaciones de la ciudadanía activa, y comprendieron que su trascendencia y resultados eran más contingentes de lo que se había asumido45. Sí los efectos del activismo sobre las relaciones de género eran variables, también lo eran sus efectos políticos. Como en­ fatizaron las participantes en el debate, una sociedad civil acti­ va era un componente integral de la vida democrática, indis­ pensable para una sociedad saludable. En América Latina, las mujeres asumieron a menudo un papel prominente en los pro­ yectos dirigidos a crear formas activas de ciudadanía y respon­ sabilidad cívica. A menudo eran identificadas como una fuerza fundamental para la reconstitución de la sociedad civil tanto en los períodos autoritarios como postautoritarios46. En ocasiones llegó a considerarse el activismo femenino como el equivalen­ te de una política democrática, que por definición era tanto más radical cuanto que no era política en el sentido convencional, institucional. Sin embargo, por muy válido que resultase este análisis para el período de transición desde el autoritarismo (cuando dicho activismo se situaba dentro de una política de­ mocrática y de resistencia), ¿podía generalizarse esta experien­ 45 Véanse Blondet ( 1995) y el análisis de Anderson de las diversas fases de la campaña del vaso de leche, en Nijeholt et al. (1998). 46 Jelin (1990), Jaquette (1994), Waylen (1996), 276 cia para incluir todas las actividades de este tipo, independien­ temente del contexto? Se plantearon entonces interrogantes so­ bre la validez de este modelo de ciudadanía activa para la tarea de construir una sociedad democrática y sobre si debía tratarse como un sucedáneo de dicho proyecto. Además, aunque en América Latina la ciudadanía activa se asociaba a menudo con la política radical y podía constituir un elemento fundamental de dicha política, las ideas de ciudadanía activa pddían utilizarse para una amplia gama de intervenciones y objetivos políticos. La ciudadanía social, entendida como acti­ vismo comunitario, participación o regeneración moral, no esta­ ba siempre, ni siquiera necesariamente, ligada a proyectos para la reforma democrática o una mayor cohesión social, También po­ día estar al servicio de fuerzas más conservadoras, como era pa­ tente en aquellos contextos donde fundamentalistas nacionalistas y religiosos de diverso tipo intentaron crear una comunidad polí­ tica con el fin de promover políticas autoritarias, patriarcales, ra­ cistas o patrióticas. Los partidos derechistas latinoamericanos se subieron rápidamente al carro de la ciudadanía activa; el Partido Acción Nacional (PAN) mexicano utilizó su lenguaje de manera explícita con vistas a movilizar apoyo para políticas familiares conservadoras. En la bibliografía sobre estos temas rara vez se marcaba nítidamente la frontera entre la ciudadanía activa, los movimientos sociales y la movilización de arriba hacia abajo. Por consiguiente, si bien la ciudadanía activa siguió consi­ derándose un elemento primordial del trabajo de los movimien­ tos de mujeres, cada vez había una mayor conciencia de que su política, practicas y resultados dependían del contexto social y del significado político más amplio que se le otorgase. El apo­ yo general a la ciudadanía activa, en ausencia de una estrategia política o de atención a la política y las políticas públicas con las que se vinculaba, corría el riesgo de generar falsas expecta­ tivas en tomo a sus resultados. Como había advertido Arizpe: Las reivindicaciones planteadas por el movimiento de mujeres no son aún de gran alcance. Deberíamos recordar que la «participación» es el eslabón más débil de la cadena de la igualdad, en contraste con la «toma de decisiones». La reivin­ 277 dicación de participación pero no de poderes decisorios es... un modo demasiado modesto de participar en la política47. * Además, aunque representaba una condición necesaria, la ciudadanía activa no era condición suficiente para una demo­ cracia significativa. Para convertirse en elemento crucial de una política democrática, debía poder distinguirse de las corrientes políticas y las iniciativas de políticas públicas con objetivos y prioridades diferentes. Por consiguiente, empezaron a plantear­ se algunos difíciles interrogantes en tomo al significado más amplio de los llamamientos concertados a la ciudadanía activa en el contexto de las políticas neoliberales, los cuales, como ve­ remos más adelante, se hallaban en considerable tensión con el feminismo. Con estas ideas en mente, pasaré a examinar cómo se esgrimieron los discursos de la ciudadanía en el debate sobre la generización del activismo. L a GENERIZACIÓN DEL ACTIVISMO! ¿M ADRES Y /O CIUDADANAS? Como señalamos anteriormente, el feminismo latinoameri­ cano se desarrolló en un contexto cultural en el que el activis­ mo político femenino se apoyaba a menudo explícitamente en los roles tradicionales. En los años 70 y 80, con el auge de las movilizaciones populares de mujeres en tomo a las necesidades básicas y los movimientos matemalistas de derechos humanos, tales como las Madres de la Plaza de Mayo, las implicaciones de género de dicho activismo se convirtieron en objeto de debate dentro de los movimientos de mujeres latinoamericanas48. Mu­ chas analistas consideraban estas movilizaciones como ilustra­ tivas de la quintaesencia del movimiento de mujeres y*dc la po­ lítica femenina, puesto que habían surgido a partir de valores morales específicamente femeninos, los cuales se atribuían, se­ gún los casos, al posicionamiento social de la mujer dentro de 47 En Jelin (1990). 48 Existe una extensa bibliografía sobre los movimientos matemalistas. Véanse, entre otros, Feijoo (1998), Schirmer (1989) y Fisher (1993). 278 la division del trabajo, o a la experiencia primordial de la ma­ ternidad, o simplemente se consideraban una prolongación de la biología femenina. Para algunas analistas, estos atributos situacionales o na­ turales de la feminidad daban lugar a una política más demo­ crática, más altruista y menos inclinada a las formas organiza­ tivas jerárquicas. Como lo expresó Jelin, las mujeres «hacían» política de manera distinta a los hombres. Mientras que la «po­ lítica de los hombres» se definía por el propio interés, las rela­ ciones jerárquicas de poder y la competitividad, la de las muje­ res se orientaba hacia la familia o la comunidad, y se apoyaba en valores democráticos y cooperativos. La feminidad se pre­ sentaba, por tanto, como la base para un nuevo modo de hacer política y como manifestación de los valores de una sociedad globalmente buena. En América Latina, los acercamientos a la ciudadanía desde esta perspectiva se basaron en la obra de la feminista italiana Rossana Rossanda, las teóricas francesas de la différence como Hélène Cixous y autoras como Carol Gilligan y Sara Ruddick. A medida que evolucionaba el debate teó­ rico sobre la ciudadanía dentro del feminismo, se postuló una versión feminizada del concepto, comprometida con la noción de una conciencia o «voz» política femenina fundada en virtu­ des que 110 estaban reconocidas en las concepciones normativas de la política49. Así, al enfatizarse el valor «femenino» del cuidado y la pertenencia a la comunidad, se contraponía la política de las mujeres a los valores «masculinos» de la auto­ nomía expresados en el liberalismo contractualista basado en los derechos50. La defensa feminista de la virtud femenina tuvo su parale­ lo en algunos sectores religiosos latinoamericanos. Leonardo Boff, un influyente teórico de la teología de la liberación, con­ tribuyó a la difusión de una crítica del capitalismo liberal por su lógica masculinista; en contraste, consideraba que la virtud femenina y el mundo del afecto, y no el beneficio, debían cons­ 49 Gilligan (1982); véase también Ruddick ( 1980). 50 Diamond y Hartsock (1981). 279 tituir la base de la moral pública51. Algunas versiones del ecofeminismo sostenían premisas similares, contraponiendo a la mujer-naturaleza creativa con el hombre-cultura destructivo emblematizado por el capitalismo52. Algunas analistas feminis­ tas de los movimientos sociales latinoamericanos acabaron per­ cibiendo las cuestiones de la vida cotidiana y la lucha por las necesidades básicas, así como el compromiso con formas de­ mocráticas de organización, como ilustrativos de virtudes de los movimientos sociales (femeninos) frente a las formas con­ vencionales (masculinas) de organización, evocando la defensa de Habermas del «mundo vital» frente a la razón funcional del estado y la burocracia. Estos argumentos pueden considerarse un avance con res­ pecto al anterior debate latinoamericano sobre el acceso de la mujer a los derechos de ciudadanía, en el que, como vimos, las virtudes femeninas ocupaban un lugar central. La primera ola del feminismo latinoamericano había argumentado que estas virtudes debían trasladarse a la esfera pública53, donde remoralizarían y transformarían una vida social y política excesiva­ mente racionalizada o corrupta. Juan Perón colocó este discur­ so al servicio del estado cuando describió el lugar de Evita en la política como el «corazón» del peronismo y el suyo, en una previsible oposición binaria, como la «cabeza». Veinte años después, desde la izquierda, Salvador Allende apelaría también 51 La encíclica papal Mulieris Dignitatem continúa esta tradición, al in­ tentar dignificar el «genio femenino» de las mujeres. Boff escribe: «Apoya­ mos el argumento de que la Virgen María, madre de Dios... representa lo fe­ menino en forma perfecta y escatológica... [L]a modernidad se ha definido como logocéntrica, otorgando primacía a la racionalidad y el poder de la abs­ tracción, [y por consiguiente] ha marginado lo femenino y, con ello, las di­ mensiones de la realidad humana ligadas a la ternura, lo simbólico y el pathos» (Boff, 1984, pág. 187). 52 Estas posturas fueron expresadas en la Conferencia sobre Medio Am­ biente y Desarrollo de las Naciones Unidas (UNCED). Aparecen criticadas en Molyneux y Steinberg (1995). 53 Tronto define la moral femenina como referida «a un conjunto am­ plio de ideas: el valor otorgado al cuidado y la crianza y a la importancia del amor maternal, un énfasis en el valor de las relaciones humanas, el valor pri­ mordial de la paz» (Tronto, 1993, pág. 1). 280 a las votantes, elogiando la superioridad moral femenina que permitiría purificar la esfera pública. Aunque estas invocaciones a la superioridad de los valores femeninos podían ser percibidas por las destinatarias como «empoderantes», producir dividendos políticos y en ocasiones desplegarse estratégicamente en las campañas feministas, re­ sultaba peligroso aceptar de manera acrítica la ideología de gé­ nero sobre la que se apoyaban. En primer lugar, los llamamien­ tos a refhoralizar la sociedad contaron siempre con firmes de­ fensores en la derecha y en la Iglesia Católica, donde las referencias a la virtud femenina se planteaban en términos que invocaban los valores familiares tradicionales basados en roles y patrones de autoridad convencionales entre los sexos. De aquí a considerar a las mujeres responsables de los valores mo­ rales de la sociedad, con el consiguiente castigo a quienes son catalogadas como deficientes según estos criterios, ya sean mu­ jeres que trabajan fuera del hogar, madres solteras u otras cuya conducta se juzga desviada, media sólo un paso. Las críticas del feminismo de la diferencia han argumenta­ do que la política feminista forzosamente problematiza la rela­ ción entre el género, la política y la moral, en lugar de asumir que se halla ontológicamente dada. Esto permite reconocer que la política de las mujeres no es sólo, o no necesariamente, «po­ lítica maternal», democrática o del cuidado54. Estos valores, a menudo asociados con la «moral femenina», son positivos, pero, aunque no estén distribuidos de manera equitativa, es pre­ ferible tratarlos como valores no específicos de un género. Además, cuando se considera a las mujeres como las únicas portadoras de la virtud moral y se las hace responsables del bien público, la masculinidad y sus identificaciones negativas permanecen incuestionadas y los hombres son absueltos de res­ ponsabilidad en este ámbito. De esta manera, la división sexual de la moral, al igual que la del trabajo y la de la política, se per­ 54 Bastaría un ejemplo para apoyar esta idea: las mujeres nacionalistas serbias que, durante las guerras de Bosnia y Kosovo, bloqueaban los sumi­ nistros de alimentos a los musulmanes hambrientos. 281 petúa como componente intrínseco de desigualdades sociales más amplias55. Existe uii enfoque diferente, que consiste en desplazar los términos del debate de los «valores femeninos» a un análisis más general de lo que las mujeres hacen normalmente y de sus responsabilidades en este ámbito. Ya se conceptualice como trabajo reproductivo o como cuidado, las feministas se han es­ forzado por darle visibilidad y enmarcarlo así en las estructuras de poder y privilegio que definen sus modalidades generizadas56. El análisis de género de este tema ha llegado a ser fun­ damental para la teorización feminista sobre la ciudadanía y desempeña un papel relevante en la formulación de políticas sociales57. Al reflexionar sobre estas responsabilidades, los de­ bates feministas sobre la moral pueden desplazarse del terreno del esencialismo al de la política y las políticas públicas, y las cuestiones del cuidado pueden conjugarse con cuestiones de derechos, puesto que ambas son necesarias para cualquier pro­ yecto de justicia sociaP8. Esto no quiere decir que las cuestiones morales no tengan cabida en el debate político contemporáneo, sino que es prefe­ rible reubicarlas en el contexto de las críticas a las políticas y las prácticas de los estados modernos y la creciente brecha en­ tre ricos y pobres. Si se traslada el debate sobre la moral de la esfera privada a la pública, puede desempeñar un papel impor­ tante en las luchas contra la corrupción y el propio interés bu­ rocrático y político59. Estas luchas no se basan en ideas de los 55 Tronto (1993). 56 Como lo expresa Tronto: «el cuidado como actividad relacional y no sólo trabajo, así como el equilibrio entre las necesidades del cuidador y del receptor del cuidado, a menudo en situaciones de dependencia y desigualdad de poder y de recursos» (Tronto. 1993, pág. 61). 57 Listel-(1997), Sassoon (1987). 58 Tronto (1993). 59 Al ex WiJde se ha referido a los esfuerzos del gobierno de Aylvvin por incorporar una «ética de la responsabilidad» a la vida política chilena (Wilde, 1999). Esto es también lo que sugiere el llamamiento de O’Donnell (1993) a una segunda transición, del gobierno democrático a un régimen democrático. 282 «valores femeninos». Aunque el escepticismo respecto a los esfuerzos gubernamentales por moralizar las políticas públicas está justificado, la incorporación de la ética al estado podría con­ ducir a un reordenamiento más humanitario, igualitario y de­ mocrático de sus prioridades, algo que los teóricos políticos latinoamericanos consideran fundamental para vencer la des­ confianza hacia el sistema político por parte de un electorado desencantado60. Sin embargo, esto no es algo que un simple au­ mento en el número de diputadas en los parlamentos pueda re­ solver por sí solo, si es que puede hacerlo a algún nivel. M o r a l , c o m u n it a r is m o y c iu d a d a n ía Las cuestiones morales reaparecieron en los debates sobre las políticas públicas a finales de los años 80 y en los 90, por la revitalización de otra tradición de pensamiento político, el comunitarismo, asociada con los valores y las formas de coo­ peración identificados con la «comunidad». En las nuevas cir­ cunstancias de los años 90, esto reorientó el debate hacía los usos que podía tener el activismo femenino. Si los debates so­ bre la ciudadanía y la participación surgieron en el feminis­ mo latinoamericano en el contexto del desarrollo de los movi­ mientos sociales y la redemocratización de los años 80, en la década siguiente cobraron una nueva relevancia debido al de­ clive de los movimientos sociales y el rápido aumento en la ac­ tividad de las ONG. Estos dos procesos estaban vinculados, puesto que muchas activistas de movimientos sociales empe­ zaron a trabajar en ONG, en un proceso que Álvarez ha descri­ to como la «ONGización» del movimiento de mujeres latinoa­ mericanas61. En las condiciones de reforma estructural que acompaña­ ron el proceso de redemocratización de la región, las agencias internacionales y los gobiernos se apropiaron de las ideas de 60 O’DonnelK 1993), Jelin (1997). 61 Álvarez (1998a). 283 ciudadanía áctiva y participación desde abajo y las transforma­ ron en herramientas para la formulación de políticas. Invocadas tanto por los políticos como por el Banco Mundial y las ONG, se veían ahora como un medio para afrontar una serie de pro­ blemas sociales y políticos, mediante la creación de un sentido de responsabilidad social más ampliamente compartido y una base más sólida para la legitimidad política. Las agencias re­ gionales de la ONU, tales como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), abogaron por el desarro­ llo de más redes a «nivel comunitario» y lazos de solidaridad social. Éstos debían servir como contrapeso a la anomia provo­ cada por la pobreza, la informalización y los persistentes nive­ les de desempleo. Entretanto, el Banco Mundial recomendaba «mayores esfuerzos para aligerar la carga del estado involu­ crando a los ciudadanos y a las comunidades en la prestación de bienes colectivos básicos»62. Algunos de los nuevos organis­ mos de prestación del bienestar que surgieron durante la crisis de los años 80, tales como los Fondos de Inversión Social, es­ taban diseñados no sólo para dispensar asistencia social, sino como instrumento para fortalecer la sociedad civil: los benefi­ ciarios de estos proyectos no se consideraban, como en el pasa­ do, receptores pasivos de programas «asistencialistas», sino que debían convertirse en participantes activos en el proceso de formulación de políticas, planteando sus propias necesidades y colaborando en el diseño y la ejecución de los proyectos —es decir, convirtiéndose en ciudadanos activos. La creciente preo­ cupación por el aumento de la delincuencia y otros problemas sociales incitó a los políticos y a los encargados de la formula­ ción de políticas a fomentar una mayor participación social en los proyectos comunitarios para así generar una mayor cohe­ sión social y responsabilidad pública. Este apoyo a la participación ciudadana en el trabajo comu­ nitario coincidió con un renovado interés, en los debates inter­ nacionales sobre política y formulación de políticas, por las ideas de lo que en la teoría política norteamericana se denomi­ 62 Informe del Banco Mundial (1997a). 284 nó «el nuevo eomunitarismo». El adjetivo «nuevo» suponía un reconocimiento de los antecedentes históricos de estas ideas, que aparecían en diversas críticas al liberalismo en la teoría po­ lítica y social del siglo xix63. El renovado interés por estas ideas refleja los cambios de los años 70 y 80 en la filosofía políti­ ca y la formulación de políticas sociales, sobre todo urbanas. De hecho, en América Latina algunas de las ideas centrales del «nuevo» eomunitarismo proporcionaron una justificación para la ciudadanía activa, de tal manera que en la práctica convergie­ ron ideas de origen muy distinto. Esta convergencia se hizo pa­ tente en la crítica común al individualismo liberal y sus corro­ sivos efectos sociales y en el desplazamiento del centro de atención del estado al desarrollo de iniciativas locales, valores comunitarios, integración social y solidaridad. En América Latina estas ideas distaban mucho de ser nue­ vas. Habían estado presentes en la vida política y social del continente desde hacía tiempo y formaban parte integral de su evolución histórica. Desde finales del siglo xix, el positivismo francés, junto con las ideas corporativistas católicas y el catoli­ cismo social, se habían opuesto de forma crítica al liberalismo utilitario, contribuyendo a orientar las políticas sociales y la practica política latinoamericanas. Los regímenes corporativis­ tas del período de entreguerras y la posguerra se apoyaron en el eomunitarismo para promover concepciones organicistas de las relaciones estado-sociedad64. Posteriormente, las ideas comunitaristas arraigaron firmemente en la izquierda gracias al pa­ pel desempeñado por la Iglesia Católica tras la Conferencia de 63 Existen bastantes áreas de convergencia, pero también diferencias, entre las formas norteamericana/británica y sudamericana de comunitarismo. Coinciden en la critica del individualismo y el liberalismo y en el énfa­ sis sobre la importancia tanto de los valores sociales compartidos como de la cooperación activa a nivel subestatal, especialmente en los barrios urbanos. Ambas respetan la idea de una comunidad moral, a menudo derivada de creencias religiosas. Por ejemplo, los escritos del sociólogo Amitai Etzioni han sido utilizados en EE.UU. y Gran Bretaña para idear formas de frenar las alarmantes tendencias de descomposición social en el centro de las ciu­ dades. 64 Stepan (1978). 285 Medellín de 1968. Inspiraron las comunidades cristianas de base y contribuyeron a impulsar las prácticas de participación comunitaria de las agencias locales para el desarrollo. A partir de los años 80, la preocupación por los costes sociales de las políticas de ajuste se acompañó de un creciente interés por la cohesión social y el capital social como elementos indispensa­ bles para la vida social65. En el contexto latinoamericano, mu­ chos pensaban que eran los movimientos sociales y el activis­ mo comunitario, más que la política institucional y los partidos corruptos, los que encarnaban la potencialidad para generar nuevas formas de sociabilidad y una mayor confianza. La visi­ ta del Papa a la Cuba de Castro en enero de 1998, que para mu­ chos observadores externos resultó incomprensible, fue en par­ te una confirmación de que conservadores y socialistas podían adoptar una postura común, rechazando el individualismo libe­ ral en su forma neoliberal mediante una afirmación de valores morales colectivistas. En América Latina, el activismo comunitario podía produ­ cir beneficios tangibles, y en efecto lo hizo. A falta de presta­ ciones sociales adecuadas, era quizás el único modo de que los pobres pudiesen obtener comida, sanidad y una mejora en la vi­ vienda y los servicios. Los movimientos centrados en la parti­ cipación activa también podían promover barrios más limpios y seguros, un mayor respeto por los servicios públicos, un ma­ yor civismo en las interacciones sociales, mejoras en el tejido de la vida social, así como cierto grado de autoadministración o «empoderamiento»66. Concretamente, la expansión de la ac­ tividad de las ONG fue importante para canalizar este activis­ mo fuera del ámbito de los partidos políticos y el estado. Estos ftí El trabajo de Putnam (1992) fue influyente en esle sentido. Para una aplicación a América Latina y otros países en desarrollo, véase P. Evans (1997). 06 Las ideas de interés comunitario contribuyeron a impulsar movimien­ tos sociales por la paz y la renovación social, tales como la alianza multiclasisla en apoyo del movimiento brasileño Viva Rio en los años 90. Éste llevó a decenas de miles de personas a la calle en demanda de una policía comu­ nitaria, reforma policial, seguridad pública y mejores viviendas para los po­ bres (Gaspar Pereira, 1996). 286 diversos elementos se conjugaron en la práctica de los movi­ mientos de mujeres, muchos de los cuales estaban directamen­ te involucrados en la confluencia entre la ciudadanía activa y el comunitarismo. Algunas posturas dentro de la teoría política feminista compartían ciertos elementos de la crítica comunitarista al libe­ ralismo utilitario. Argumentaban que el individualismo liberal se apoyaba en la premisa de un ideal masculino de libertad, al que las mujeres, atadas como estaban por los vínculos familia­ res, no podían, o no querían, aspirar67. De hecho, a veces se afirmaba que las mujeres eran comunitaristas naturales, bien porque estuviesen menos motivadas por un individualismo egoísta, o —debido a su «incrustación» social en la familia y el barrio y a su responsabilidad por el aprovisionamiento— más sensiblemente predispuestas al activismo de base y el trabajo comunitario. Esta última idea tenía cierta fuerza en el contex­ to latinoamericano, donde la sólida tradición de movilizacio­ nes comunitarias en tomo a la atención de las necesidades bá­ sicas involucraba a una proporción considerable, cuando no a la mayoría, de las mujeres. Por ejemplo, un estudio mostró que en Solivia había en 1987 3.844 movimientos populares de mujeres; en Chile en 1991, 10.496; y en Perú ese mismo año, 14.85168. Además, podía argumentarse que las mujeres eran especialmente vulnerables a la pobreza, el deterioro de la vida civil y el aumento de la delincuencia del período de la deu­ da y el ajuste. Por ello, estaban especialmente predispuestas a involucrarse en el activismo comunitario. No debe sorprender, por tanto, que acabasen siendo tan importantes para el éxito de las estrategias de reducción de la pobreza del período post-aj us­ té69, en lo que podría verse como una curiosa alianza entre el comunitarismo y el neoliberalismo. 67 Para un análisis y repaso de la implicación feminista con las ideas co­ munitaristas, véase Frazer y Laccy (1993). 6S FLACSO (1995). 69 Los microcréditos fueron una de las estrategias predilectas para com­ batir la pobreza en los años 90, tras el éxito del banco Gramene y el traslado de su ftindador al Banco Mundial. 287 La convergencia de estas dos tradiciones, opuestas en todo lo demás, surgió de una común desconfianza en el estado, la cual estaba bastante extendida, justificadamente, en América Latina en los años 90. Los comunitarístas y los neoliberales apoyaban políticas centradas en las virtudes de la autoayuda y el trabajo voluntario como medio para desarrollar una mayor autosuficiencia y autonomía respecto al estado. Sin embargo, estas estrategias estaban plagadas de premisas generizadas. Al caracterizar a las mujeres como «comunitarístas naturales», se contaba con ellas para el trabajo voluntario. Por lo general eran eficaces a la hora de establecer redes, se afiliaban a las asocia­ ciones, limpiaban los barrios, apoyaban a las iglesias y las acti­ vidades escolares, gestionaban y trabajaban en los programas contra la pobreza y desempeñaban un papel activo en la políti­ ca de base. Los proyectos de autoayuda y el trabajo en el sector del vo­ luntariado entrañaban una dependencia significativa, y a menu­ do no reconocida, del trabajo no remunerado de las mujeres, que se consideraba por lo general una prolongación natural de sus responsabilidades familiares. Por consiguiente, en lugar de concebirse como un efecto de relaciones sociales desiguala­ rías, el trabajo femenino se daba por asumido. Al esencializarse los atributos sexuales, la responsabilidad social acabó consi­ derándose también un ámbito femenino. Estas premisas habían sido ampliamente criticadas en la bibliografía sobre el desarro­ llo. Sin embargo, permanecieron incuestionadas en las teorías comunitarístas y los acercamientos análogos al desarrollo. Por otra parte, el antiestatal ismo latente (y a veces abierto) de estas concepciones, inherente a la defensa de las «virtudes» de la autoayuda, conllevaba otros riesgos. Por muy necesaria y loa­ ble que fuese la autoayuda cuando se complementaba con otras formas de prestación, no podía decirse lo mismo cuando se es­ peraba que las reemplazase. Otras críticas se apoyaron en los análisis foucaultianos de la gobemabilidad neoliberal. Siguiendo esta tónica, algunas es­ critoras y activistas latinoamericanas vieron una convergencia perturbadora entre los esfuerzos de los movimientos de muje­ res por «incorporar a las mujeres a la ciudadanía» y las nuevas 288 tecnologías de gobemanza asociadas con el «estado neolibe­ ral». Los discursos de la ciudadanía y el empoderamiento eran parte integral de la fórmula de dominio del mercado impuesta por el neoliberalismo, como lo era también la delegación del poder estatal en otras agencias, incluidos los profesionales, la familia y las ONG. En referencia a Chile, Verónica Schild se­ ñala que estos elementos confluyeron en los nuevos acerca­ mientos a la reducción de la pobreza. Un componente central del proyecto cultural de la gobemanza neoliberal fue la crea­ ción de una nueva subjetividad económica y social en la que el lenguaje de la ciudadanía, los derechos y las responsabilidades individuales se esgrimía con vistas a lograr una mayor autosu­ ficiencia, reduciendo así la presión fiscal del estado y sus res­ ponsabilidades. Los individuos eran, por tanto, libres para con­ vertirse en «dueños de su propio destino», pero estaban sujetos a la disciplina reguladora del mercado70. Se consideraba, entonces, que la participación, la ciudada­ nía activa y el activismo femenino en tomo a las necesidades básicas se desarrollaban bajo las condiciones de un nuevo con­ trato social, postulado sobre la base de las tecnologías políticas de la gobemanza del mercado. Estos análisis del neoliberalismo arrojaron una valiosa luz sobre algunas de sus manifestaciones culturales y reforzaron la necesidad de colocar las actividades de los movimientos sociales dentro del contexto más amplio de los cambios que se estaban produciendo en las políticas y las relaciones de poder en las que estaban imbricados71. Sin em­ bargo, la economía política del neoliberalismo ha sido en Amé­ rica Latina un lugar de conflicto e impugnación, que ha tenido efectos políticos y sociales diversos, aunque no necesarios. Al dar por asumida la coherencia y efectividad del «neoliberalis­ mo» y reducir las políticas públicas a su funcionalidad política, estos enfoques a veces minimizan el componente político, es­ pecialmente en relación con las demandas de ciudadanía y re­ ducción de la pobreza planteadas desde la base. Bajo esta pers­ 70 Schild (1998). 71 Para un análisis de este tema, véase Álvarez et al. (1998). 289 pectiva, los movimientos sociales parecen posicionados como los aliados cómplices o «incautos culturales» de la hegemonía neoliberal, lo que puede conducir a una desactivación y desmo­ vilización de las iniciativas políticas. Aunque, según la perspectiva foucaultiana, el poder está en todas partes, los comunitaristas, nuevos o antiguos, práctica­ mente no lo abordan. La comunidad (o la sociedad civil) suele percibirse como un espacio sin relaciones ni conflictos de po­ der estructurados. Sin embargo, si el trabajo «abnegado» den­ tro de las comunidades implica una aceptación acrítica de las desigualdades y los prejuicios imperantes por parte de las víc­ timas de las relaciones de poder, se hace necesario cuestionar las premisas sobre las que se construye la solidaridad comunal. Los comunitaristas sostienen que los derechos individuales de­ berían estar subordinados a la responsabilidad social y, por tan­ to, entran en conflicto con el feminismo respecto a las políticas sociales y el trabajo en defensa de los derechos. Los teóricos comunitaristas como Etzioni expresan visiones similares a las de ciertos sectores de la Iglesia Católica latinoamericana cuan­ do se lamentan de los efectos socialmente corrosivos del ingre­ so masivo de las mujeres en el empleo remunerado72. Habitual­ mente se acusa al feminismo de fomentar un «individualismo egoísta» entre las mujeres, quienes «sólo se preocupan por sus derechos, y no sus responsabilidades». Estas visiones reflejan una ansiedad más generalizada ante los cambios en las relacio­ nes entre los sexos y las generaciones, y se asocian con los lla­ mamientos a la «retradicionalización» de la esfera doméstica y la revitalizacíón de la vida moral. Pero dentro del feminismo latinoamericano, al igual que el de otras regiones, existe cierto escepticismo respecto a los lla­ mamientos para moralizar o volver a «reglamentadla socie­ dad. Porque en ese proceso es preciso preguntarse qué valores 72 Véase Etzioni (1993). La feminista británica Bea Campbell opina q esto «apela a una ansiedad ante los gigantescos cambios en las relaciones entre los géneros y las generaciones... El llamamiento a un regreso a lo “bá­ sico” permite a los hombres blancos eximirse de la crítica de las masculinidades que convierten la vida en un horror» (Campbell, 1995). 290 se impartirán para la construcción del buen ciudadano. Ya se exprese a través de la Iglesia Católica, como en América Lati­ na, o en el trabajo teórico de los nuevos comunitaristas, el comunitarismo se asocia con una moral conservadora73. Moller Okin (1991) ha argumentado que si hemos de tomar en serio la moral, ésta deberá basarse en principios de justicia e igualdad dentro de la propia familia. Por contra, las visiones comunita­ ristas defienden los «valores familiares», prescribiendo roles «tradicionales» y patrones de autoridad entre los sexos. Estas ideas han sido puestas en entredicho no sólo por el feminismo, sino también por ciertas tendencias sociales cuyas causas estructurales no es probable que se vean contrarrestadas por el regreso de la mujer al hogar o los intentos de moralizar la sociedad. Estas visiones simplifican las causas y subestiman la profundidad de los cambios sociales que se han producido en las sociedades contemporáneas, tanto en los países desarrolla­ dos como en los menos desarrollados. La «destradicionalización» de la familia74 y la configuración de un nuevo contrato sexual fundado en la autonomía femenina requieren respuestas más creativas por parte de los encargados de la formulación de políticas que un regreso a la familia «tradicional», apoyada en la sujeción de la mujer a la autoridad patriarcal y las exigencias de la esfera doméstica. Ante el número cada vez mayor de ho­ gares extensos encabezados por mujeres, y el hecho de que hasta el 40 por 100 de las mujeres casadas (o más) estén em­ pleadas en la mayoría de los países —casi siempre en trabajos mal remunerados e inseguros—, la idea de que las mujeres son «dependientes» o están disponibles para el trabajo comunitario no remunerado, el cuidado infantil diurno, el cuidado a tiempo completo de los ancianos o, de hecho, la «participación» per­ manente, es tan errónea como suponer que los hombres son el principal sostén de la familia, con empleos estables a tiempo completo. De manera más general, resulta dudoso que la socie­ dad civil moderna, con sus desigualdades sociales proíunda7-' De hecho, Mclntyre insiste en que la «tradición» es un componente necesario de la buena sociedad (1981, 1988). 74 Giddens (1990). 291 mente estructuradas, pueda convertirse en la comunidad moral ideada por los comunitaristas. Gellner (1994), entre otros, con­ sidera inútiles los intentos de «moralizan) una sociedad de ma­ sas que por su propia naturaleza no puede estar al servicio de fines morales colectivos. Por consiguiente, aunque puedan contar con apoyo popu­ lar, las versiones comunitaristas de la ciudadanía activa se ba­ san en premisas que resultan cuestionables desde varias pers­ pectivas. En América Latina, la teoría y la práctica feminista han entrado a menudo en conflicto con el comunitarismo, aun­ que a veces hayan confluido con él. El ámbito de acción so­ cial que ambos han ocupado —el barrio, el distrito y el muni­ cipio— ha contribuido a crear y sostener formas vigorosas de cooperación social. Esta actividad asociativa constituye una fuerza vital en cualquier sociedad, pero su potencial se ve real­ zado por la vinculación con departamentos estatales y con la política y las organizaciones democráticas, y cuando forma parte de un proyecto más amplio de reforma socioeconómica. En estos contextos, las cuestiones de igualdad y lucha por los derechos no tienen por qué estar en contradicción con objetivos sociales más amplios, o entrañar un individualismo rampante, sino que deben formar parte del tejido de una cultura demo­ crática. D if e r e n c ia y p l u r a l i s m o En los años 80, la política interna del feminismo latinoa­ mericano ingresó en una nueva fase. Un movimiento aparen­ temente de consenso se vio cada vez más fracturado por las diferencias de clase, etnicidad y generación, mientras las es­ trategias feministas dominantes eran criticadas por no tomar suficientemente en cuenta dicha diversidad. El movimiento continental emergió del período de autoritarismo al mismo tiem­ po que la diferencia y la otredad empezaban a verse como la base para un movimiento más plural. Esto fue producto tan­ to de la difusión de las ideas y aspiraciones feministas a sectores más amplios de la población femenina latinoamericana como 292 de los nuevos debates que se estaban desarrollando dentro del movimiento de mujeres en el ámbito internacional75. Con la consolidación de los gobiernos civiles en América Latina, los acercamientos a la identidad se desplazaron para abarcar cuestiones de ciudadanía. El interrogante prioritario que, desde sus orígenes, el feminismo había planteado en rela­ ción con la ciudadanía era si sus principios universales podían dar cabida a la diferencia sin sacrificar la igualdad» y cómo76. Las teóricas feministas debatían si los movimientos de mujeres debían luchar por la igualdad dentro de un marco universalista o esforzarse por cambiar las normas de tal manera que la dife­ rencia fuese reconocida e incorporada a un sistema legal y político más plural. Los debates sobre las implicaciones políti­ cas de la diferencia se desarrollaron sobre todo en Europa y EE.UU., y hasta los años 90 no tuvieron gran impacto en el fe­ minismo latinoamericano. Esto pudo deberse al hecho de que hasta ese momento no tenían demasiada presencia en América Latina ni el feminismo separatista radical ni la política afrolatinoamericana/étnica, que fueron los impulsores de los debates sobre la diferencia. Pero a partir de mediados de los años 80, a medida que las organizaciones indígenas iban adquiriendo fuerza y voz, el activismo y los escritos feministas se vieron marcados por un creciente reconocimiento de la diversidad y la pluralidad. Se empezó a replantear la ciudadanía como un me­ dio para hacer frente a algunos de los dilemas provocados por el regreso a la democracia, así como corregir sus mecanismos más excluyentes. También la práctica interna y las estrategias políticas del movimiento de mujeres empezaron a mostrar una mayor sensibilidad hacia las cuestiones de la diferencia. No debe sorprender que existiese controversia acerca de hasta qué punto la diferencia debía constituir un principio para 73 Véase, por ejemplo, el número especial de la revista mexicana Deba te Feminista dedicado a la Otredad, año 7, vol. 13, abril de 1996. Las entre­ vistas de Stephen (1998) con activistas de bajos ingresos muestran que las ideas feministas han sido adoptadas incluso por quienes se describen a sí mismas como no feministas o antifeministas. 76 Phillips (1991), Lister (1997). 293 el planteamiento de reivindicaciones, y muchas cuestiones prácticas y políticas quedaron sin resolver. Había quienes argu­ mentaban que la diferencia sexual y el cuerpo femenino debían ser la base para revolucionar completamente el modo como se concebían las leyes, los derechos y la política77, pero se trataba de posturas minoritarias. En la mayoría de los casos se desarro­ lló un enfoque pragmático, que permitía un cierto grado de consenso en tomo a diversas cuestiones. Un ejemplo lo consti­ tuyen las campañas por los derechos grupales, concretamente las cuotas para aumentar la representación femenina en las le­ gislaturas. En los años 80, las mujeres representaban como pro­ medio sólo el 6 por 100 de los miembros de las cámaras bajas latinoamericanas, un promedio que se veía acrecentado por los altos niveles de representación femenina en las socialistas Cuba y Nicaragua. Las campañas para modificar esta situación reca­ baron algún apoyo de los partidos y gobiernos y, para finales de los años 90, más de una docena de países habían redactado o aprobado legislación para establecer sistemas de cuotas en las elecciones nacionales, con el consiguiente aumento en la repre­ sentación femenina78. Los oponentes veían esta medida como incongruente con los principios fundamentales de igualdad e imparcialidad, y como una amenaza a las premisas universalis­ tas de la ciudadanía. Sin embargo, los partidarios justificaban 77 La obra de Carole Pateman (1988) ha sido influyente en este sentido. Se da una aplicación análoga de los argumentos de la diferencia en el auge de los movimientos etnoculturales en este período. 78 Los datos de la Unión Interparlamentaria muestran que en 1998 sólo el 11 por 100 de los cargos ministeriales y los escaños de las legislaturas na­ cionales de los estados latinoamericanos estaban ocupados por mujeres. Sin embargo, las cuotas consiguieron elevar la representación femenina en el Congreso argentino desde el 5 por 100 antes de la implantación d« las leyes, al 28 por 100 en 1998. Los partidos con cuotas femeninas incluyen: el PRD (30 por 100) y el PR1 (30 por 100) en México; el Partido Socialista (40 por 100), el Partido por la Democracia (20 por 100) y la Democracia Cristiana (20 por 100) en Chile; el PUSC (40 por 100) en Costa Rica; el PT (30 por 100) en Brasil; Acción Democrática (20 por 100) cu Venezuela; el FMLN (35 por 100) en El Salvador; el FSLN (30 por 100) en Nicaragua; y el Parti­ do Colorado (20 por 100) y el Partido Revolucionario Febrerista (30 por 100) en Paraguay (Htun, 1999). 294 la concesión de derechos de representación a los grupos histó­ ricamente marginados del poder político como una medida destinada a cumplir, aunque fuese tardíamente, parte de la pro­ mesa igualitaria de la ciudadanía. Este apoyo al principio de ac­ ción afirmativa se aplicó también a los derechos grupales de los negros e indígenas, cuya representación política aumentó durante este período como resultado de cambios constituciona­ les y leyes de cuotas. Sin embargo, las premisas subyacentes a la representación grupal planteaban ciertas dificultades, derivadas de la expe­ riencia del propio movimiento de mujeres: cómo lograr la representatividad que presuponía el sistema de cuotas. ¿Cómo, en ausencia de acuerdo sobre las cuestiones de principio subya­ centes, podía encontrar una voz política un «grupo de interés» como el de las mujeres, con su diversidad de necesidades y pre­ ferencias? Por otra parte, ¿cómo podía garantizarse que las re­ presentantes no actuasen simplemente como una élite particu­ larista o partidista, imponiendo políticas a su base electoral? El tema de la representativídad siempre había preocupado a los movimientos de mujeres latinoamericanas, como lo manifies­ tan las disputas surgidas en los Encuentros regionales (celebra­ dos aproximadamente cada cuatro años), donde a veces se acu­ saba a algunos grupos de intentar imponer una versión de «la voz femenina» sobre las demás79. Un desafío aún mayor lo constituía el reconocimiento de que la idea de las cuotas repre­ sentativas se apoyaba en premisas reduccionistas y esencialistas, como ocurría con la mayoría de las políticas identitarias. Se creía que la justificación de la representación por bloques se asentaba sobre los frágiles cimientos del carácter irreductible, 79 Como argumenta Phillips (1993), el otro problema fundamental tiene que ver con el principio utilizado para otorgar reconocimiento a las colectivi­ dades: el de la identidad. En el caso de las mujeres, se «congela» a los indi­ viduos en una de sus identidades (mujeres, «negras», etc.) y se los anima a concebir sus intereses de manera estrecha. Phillips sostiene que, si la política identitaria es la única base para la acción política, se corre el riesgo de que pueda servir para esencializar y deshistorizar la diferencia. Como se ha seña­ lado reiteradamente, los individuos tienen una multiplicidad de identidades, que son «fracturadas» e inestables, y por consiguiente intereses variables. 295 «inestable», de la identidad misma80. Sin embargo, como han corroborado varios estudios, esta diversidad no fue óbice para que las mujeres legisladoras estuviesen más inclinadas que sus homólogos masculinos a apoyar legislación sobre cuestiones familiares y derechos de la mujer81. Aunque ninguna de estas cuestiones llegó a resolverse, du­ rante los años 80 y 90 las cuestiones de diferencia sexual se de­ batían constantemente en relación con las políticas sociales y la reforma jurídica. Aunque existía un fuerte apoyo dentro del fe­ minismo para que se reconociese la diferencia en las políticas sociales y las leyes, había argumentos igualmente sólidos con­ tra la codificación legal de estas premisas esencialistas. La oposición al esencialismo presente en la mayor parte de la teo­ ría feminista sugería que el objetivo lógico de la legislación feminista era favorecer la igualdad sobre la diferencia como principio rector de la reforma82. Sin embargo, en la práctica los movimientos de mujeres latinoamericanas refutaban el planteamiento convencional de la cuestión como una disyunti­ va, igualdad o diferencia83. Muchas activistas pensaban que era importante conservar ambos principios — igualdad y di­ ferencia—, pero que también lo era el establecer prioridades. El compromiso con el principio general de la universalidad se acompañaba a menudo de la conciencia de que la desigualdad social exigía tomar algunas medidas que asumiesen capacida­ des y titularidades diferenciales entre los géneros. Esto era pa­ tente en la práctica y la interpretación de las leyes que recono­ cían la diferencia en materia de divorcio, violencia doméstica, prestaciones de cuidado infantil y derechos de las madres tra­ 80 Laclau y Mouffe (1985). 81 Jones (1997). 82 Mouffe (1992) ha expresado esta idea del siguiente modo: «las limi­ taciones de la concepción moderna de la ciudadanía deberían subsanarse, no convirtiendo la diferencia sexual en políticamente relevante para su defini­ ción, sino construyendo una nueva concepción de la ciudadanía en la que la diferencia sexual deje efectivamente de ser pertinente». 83 Phillips ha señalado que, desde sus orígenes, el feminismo «ha conte­ nido dentro de sí el doble ímpetu hacia la igualdad y la diferencia» (1992, pág. 10). 296 bajadoras. Desde hacía tiempo, en América Latina se conside­ raba que para hacer frente a la injusticia social era preciso apro­ bar leyes que discriminasen a favor de los grupos desfavoreci­ dos84. Esto se expresó en el feminismo de compensación de los años 40 y constituyó el principio subyacente de otras medidas de reforma social. En estos casos, el principio de igualdad se combinaba con cuestiones de protección, que en aquella época sonaban incómodamente paternalistas. Sin embargo, enfrenta­ das a la necesidad de construir alianzas para obtener apoyo para las reformas, las activistas por los derechos y las titularidades de las mujeres a menudo adaptaban su estrategia discursiva para amoldarse a las circunstancias. Al igual que ocurrió en los anteriores movimientos de la primera ola, en algunos casos es­ grimieron con éxito un esencialismo estratégico para conseguir una mayor igualdad. En Venezuela, por ejemplo, donde los oponentes consideraban «inaceptablemente feministas» las rei­ vindicaciones de derechos individuales para la mujer, las refor­ mistas movilizaron un discurso familiar, argumentando que el apoyo a la democracia en esta importante institución (la fa­ milia) significaba afirmar un valor social. La Ley del Trabajo de 1990 entronizó así la «función social de la maternidad» como «justificación subyacente de una legislación laboral sen­ sible al género»85. Dejaba claro que no se toleraba ninpna di­ ferencia que denegase a las mujeres derechos iguales a los de los hombres en el lugar de trabajo, sino sólo aquellas que les fa­ cilitasen compaginar el trabajo y la maternidad. La ciudadanía permitía, pues, respetar los principios de la igualdad y la dife­ rencia, aun cuando mantenía un compromiso más amplio con la universalidad de principio. Así, tanto en América Latina como en otras regiones, en los arios 90 el feminismo trascendió el planteamiento de las reivindicaciones femeninas como sim- 8< Jelin (1997). 85 El discurso en el Congreso de una de las activistas empezaba as «Tengan en cuenta, ciudadanos, que no estamos hablando de las mujeres. Es­ tamos hablando sin prejuicios sobre la ley que protege a las familias» (Friedman, 2002), 297 pies oposiciones entre igualdad o diferencia86para explorar cómo podían reconciliarse en el marco de un compromiso más am­ plio con la igualdad87. También surgieron problemas relacionados con la diferencia, y con menos posibilidades de resolución, respecto a las demandas de las mujeres indígenas y negras,para obtener reconocimien­ to dentro del movimiento de mujeres en conjunto. El Encuen­ tro de 1982 en Lima intentó hacer frente al racismo y los patrones racializados de exclusión imperantes no sólo en la sociedad en ge­ neral, sino también en cierta medida en el movimiento de mujeres de la región. Al principio la representación de estos grupos y co­ munidades era minúscula y el feminismo tuvo poco impacto so­ bre ellos. Como admitieron muchas viejas activistas del movi­ miento de mujeres, la adopción de los discursos de ciudadanía por parte de las minorías raeializadas fue uno de los principales acon­ tecimientos de los años 90, pero al que el movimiento de mujeres latinoamericanas tardó mucho en responder. Sin embargo, sería engañoso caracterizar el movimiento de mujeres latinoamericanas como integrado exclusivamente por mujeres blancas, de clase media y con estudios superiores. Desde finales de los años 70 y a lo largo de los 80, las clases populares, incluidas las mujeres mestizas, indígenas y negras, fueron participando cada vez más en las campañas en tomo a cuestiones femeninas. Pero inicialmente la política y la identi­ dad se expresaban en un lenguaje de clase, por lo que se desa­ tendían la «raza» y el color. Esto cambió a medida que declina­ ba la política de clase y cobraban protagonismo las cuestiones de cultura e identidad, especialmente entre las poblaciones ame­ rindias, donde surgió una noción modificada de lo que signifi­ caba lo «indígena». La ilustración más reveladora del notable camhio en las identificaciones políticas de las minorías raeializadas durante esas décadas la constituyen los testimonios autobiográficos de dos de las figuras femeninas más celebradas dentro de las co­ 86 Bock y James (1994). 87 Ruth Lister ha propuesto el concepto de «universalismo diferencia­ do» para expresar esta idea (1997). 298 munidades étnicas, Domitila Chungara, esposa de minero y ac­ tivista boliviana, y Rigoberta Menchú, defensora de los dere­ chos de los indígenas, publicados en 1978 y 1983, respectiva­ mente88. El primero mostraba una clara identificación con una política y subjetividad de clase, mientras que en el segundo, pu­ blicado cinco años más tarde, los principales referentes autoriales eran la etnicidad y la política identitaria89. Ello reproduce el giro en la política radical latinoamericana, que se vio acelerado por la polémica celebración en 1992 del quinto centenario del «descubrimiento» de las «Indias» por Colón y por las políticas de las organizaciones de ayuda internacional, las cuales promo­ vían la revitalización de la cultura indígena. Queda todavía por ver si la política de identidad étnica puede resultar efectiva para dar a las mujeres indígenas una mayor voz política con la que formular sus propias reivindicaciones. En América Latina, esta política ha sido muy diversa y ha abarcado todo el espectro po­ lítico, con los consiguientes logros y pérdidas para las mujeres indígenas. Existía una conciencia bastante extendida de los pe­ ligros de subordinar los intereses femeninos a los objetivos comunitaristas, que enfatizaban la armonía social y minimizaban las desigualdades internas, y, tal como reconocían las propias mujeres negras e indígenas, las afirmaciones de identidad co­ lectiva podían obstaculizar la conquista de los derechos de la mujer dentro de esas colectividades. Los discursos de la ciuda­ danía fueron esgrimidos por las feministas negras e indígenas para afirmar tanto su derecho a ser diferentes como su derecho a recibir un tratamiento igualitario por parte de las leyes y la so­ ciedad. En la Conferencia de Beijing, estas cuestiones no sólo pasaron a ocupar un lugar central en las discusiones del movi­ miento de mujeres, sino que dieron lugar a la redefinición del propio movimiento como multicultural y multiétnico90. 88 Barrios de Chunpra (1978), Menchú (1983). 89 Merece también señalarse que la politización de Domitila surgió de la solidaridad con la lucha de su esposo por obtener mejores salarios y condi­ ciones, y que la autora sostiene que las mujeres merecen alguna compensa­ ción por su trabajo no remunerado en el hogar. 90 Álvarez (1998a). 299 Por debajo de estas múltiples luchas por la ciudadanía, la cuestión prioritaria para muchas feministas latinoamericanas al final del milenio no era sólo cómo reconciliar las tensiones en tomo a la diferencia para crear un movimiento de múltiples ca­ pas, sino también cómo desarrollar una política que promovie­ se un proyecto general de justicia social. Este proyecto exigía una reformulación radical del estado, que lo hiciese a la vez más socialmente responsable y más sujeto a la rendición de cuentas democrática, y garantizase que las organizaciones que expresaban reivindicaciones de justicia social e igualdad conta­ sen con canales institucionalizados para influir sobre las leyes y las políticas públicas. Aquí el feminismo latinoamericano se enfrentó a los límites, los retos y las oportunidades que ofrecía la democracia liberal en su tentativa de reformular la política de la participación y la ciudadanía misma. Esto nos devuelve, pues, al tema de la práctica feminista y su relación con el esta­ do y sus organismos representativos, el cual acabó dominando los debates feministas de los años 90. D e los m á r g en es a l centro , a través d e l a In t e r n a c i o n a l El regreso de los gobiernos civiles a América Latina ofre­ ció a los movimientos de mujeres latinoamericanas un contex­ to favorable para presionar por la reforma política y legal, sobre todo por cuanto se produjo en un momento en que las cuestio­ nes de democracia y buena gobemanza formaban parte del re­ pertorio de los instrumentos para la formulación de políticas internacionales. Durante los años 80 y 90, los gobiernos lati­ noamericanos afirmaron reiteradamente su compromiso con la democracia en reuniones internacionales y regionales de orga­ nismos tales como la Organización de Estados Americanos (OEA), donde firmaron acuerdos destinados a fortalecer la re­ presentación y las instituciones democráticas. Esto permitió que se incorporasen a la agenda de reformas las cuestiones de representación femenina, como ocurrió dentro de la propia OEA cuando su Comisión de la Mujer persiguió (y consiguió) 300 la aprobación de una amplia serie de recomendaciones para au­ mentar la sensibilidad de las políticas hacia la desigualdad de género. La defensa efectiva de las cuestiones de género tam­ bién se vio impulsada en gran medida por el cada vez más nu­ trido movimiento de mujeres en la región. Los acontecimientos y las reuniones preparatorias para la Década de la Mujer de la ONU (1975-85) y los Encuentros regionales del movimiento de mujeres (que se iniciaron en Colombia en 1981) dieron un per­ fil públiCo a las cuestiones de género y estimularon el debate continental sobre las políticas. Así, debido en parte a la influencia de un movimiento inter­ nacional de mujeres cada vez más fuerte91, en parte a la mayor autoeonfianza y los esfuerzos concertados de algunos movi­ mientos nacionales y en parte por el deseo de acatar las presio­ nes internacionales y presentar una faz moderna ante el mundo, los gobiernos postautoritarios reconocieron a las mujeres como una base social necesitada de mayor representación en el go­ bierno y el proceso de formulación de políticas. Los gobiernos latinoamericanos en bloque aceptaron las propuestas de la Dé­ cada de la Mujer de la ONU para promover la equidad de géne­ ro, contenidas en el documento Forward Looking Strategies. Las cuestiones de género se fueron incorporando cada vez más a los discursos de los políticos, quienes prometían reformas en sus campañas electorales y, al ser elegidos, se veían presiona­ dos para cumplirlas. En Argentina, por ejemplo, Raúl Alfonsín apoyó la liberalización del divorcio y la reforma de la patria po­ testad en su campaña electoral de 1983; el gobierno de Alan García en Perú aludió explícitamente a la promoción de los in­ tereses femeninos en su Plan Nacional de Desarrollo de 1986-90; todos los contendientes en las primeras elecciones chilenas y uruguayas tras la dictadura, en 1989, hicieron referencia es­ pecífica a las cuestiones de género en sus campañas y defen­ 91 A la primera Conferencia de la Década de la Mujer de la ONU, cel brada en 1975, asistieron 6.000 mujeres; la cifra aumentó a 8.000 en Copen­ hague en 1980, a 15.000 en Nairobi en 1985 y a más de 30.000 en Beijing en 1995. En el Foro de ONG de esta última hubo 1.800. participantes de América Latina. 301 dieron la necesidad de una presencia femenina en las institucio­ nes políticas del país. Si las mujeres habían estado excluidas del poder dui'ante la mayor parte del siglo, ahora parecía que al poder le interesaban las mujeres. Sin embargo, como señalamos anteriormente, la cuestión de si se debía trabajar con el estado, y cómo, tuvo especial re­ sonancia en América Latina. El regreso a la democracia y la reactivación de los partidos políticos obligaron a los movi­ mientos feministas a reevaluar su posicionamiento no sólo en relación con las instituciones políticas, sino también con las ONG y las agencias internacionales para el desarrollo. Diez años antes, Julieta Kirkwood había identificado la cuestión de si se debía trabajar con o contra el estado; ésta era una de las cuestiones, uno de los nudos clave del feminismo. La contro­ versia persistió a lo largo de los años 90, como quedó de ma­ nifiesto en los debates que dividieron a los movimientos na­ cionales y los Encuentros regionales92, de los cuales el más agrio se produjo en Chile en 1996, cuando las representantes se dividieron en tres bandos respecto a la actitud ante el esta­ do: integración mediante el activismo dentro de los partidos políticos, autonomía total y colaboración condicional desde una base independiente. Las feministas latinoamericanas tendían a ser escépticas respecto a la capacidad de los estados para modificar sus pro­ cedimientos, culturas y concepciones masculinistas del gobier­ no de tal manera que pudiesen dar cabida a los intereses de las mujeres. Los datos muestran que las reglas del juego político se inclinaban en contra de la influencia femenina sobre las políti­ cas y su participación en el gobierno93. La creciente concentra­ ción del poder institucional y la resistencia de muchos gobier­ nos a poner en práctica una auténtica reforma democrática eran ya de por sí obstáculos formidables a la cooperación, que justi­ ficaban la percepción del estado como impermeable y con in­ tereses muy alejados de los de la ciudadanía. Además, los acer­ 92 Véase, por ejemplo, León (1994). 93 Goetz (1997). 302 camientos teóricos al estado por parte de la izquierda del movi­ miento de mujeres combinaban elementos marxistas y análisis feministas que definían el estado como un centro irredimible de poder patriarcal. Esta visión negativa del trabajo dentro de las estructuras es­ tatales había llevado a muchas organizaciones de mujeres a va­ lorar positivamente el papel cada vez más prominente de las ONG en los ámbitos del bienestar, el desarrollo y los derechos de la mujer. Algunas activistas sostenían, de hecho, que el es­ pacio idóneo para la revitalización de la política era la sociedad civil, más que los ámbitos institucionales convencionales de los estados y los partidos. Consideraban que los proyectos diseña­ dos para «empoderar» a las mujeres mediante la concientización, la educación y la formación producían beneficios directos e inmediatos, en contraste con los logros más remotos, a veces meramente formales, asociados con la política convencional94. Este enfoque confluyó con otras posturas dentro del movi­ miento. El entusiasmo por el trabajo en pequeños proyectos o dentro de los movimientos sociales justificó el desarrollo de una esfera independiente de política femenina, que correspon­ dería, y daría nombre, a la «política de las mujeres». Sin em­ bargo, como comentamos anteriormente, este argumento se ba­ saba en premisas que a menudo tenían como resultado que las mujeres permaneciesen totalmente excluidas de la política. Asumía que, puesto que las virtudes de las mujeres, y por tan­ to su política, eran distintas de las de los hombres, su participa­ ción en la política debía circunscribirse a un «espacio femeni­ no», es decir, una comunidad femenina, preferiblemente no su­ jeta a formas «masculinas» de autoridad, lo que significaba que debía estar separada de los ámbitos institucionales formales. Esta visión de la política femenina implicaba que las mujeres debían participar activamente en el mundo afectivo del activismo de base, que soslayaba el mundo masculino, frío y racional, de la política, las leyes y las instituciones. Sin embargo, además de tratarse de una concepción esencialista, las mujeres llevaban 94 Entrevista con Ana Criquillón (Managua, 1998). 303 mucho tiempo sufriendo las consecuencias de la abstención de ese mundo masculino, en lo que venía a ser una división políti­ ca del trabajo en la cual los hombres controlaban el poder real; defender su perpetuación y legitimación resultaba en cierto modo contraproducente. La proliferación de ONG a partir de los años 80 y la consi­ guiente concentración en pequeños proyectos y en las comuni­ dades locales reflejaban, y en algunos casos ahondaban, la pluralización y fragmentación del movimiento de mujeres. Aunque a algunas activistas esto les parecía un signo de una saludable diversidad, otras lo veían como un fracaso global a la hora de formular cualquier tipo de respuesta coordinada a las políticas públicas95. En un nivel más general, el traslado de la oposición binaria público-privado a las esferas masculina-femenina de la política (estado/barrio) mantuvo una separación estéril entre ambas esferas, impidiendo el desarrollo de formas necesarias de diálogo y vinculación estratégica entre ambas. Sin embargo, para finales de los años 80, muchas activistas feministas latinoamericanas consideraban que habían sido capa­ ces de trascender algunas de las falsas polaridades que hasta en­ tonces habían moldeado las ideas sobre la política. En este aspec­ to, había sido crucial la experiencia de Brasil, donde el movimien­ to de mujeres había logrado una sinergia productiva con los organismos estatales, trabajando en colaboración y tensión creati­ va con ellos y con los nuevos o revitalizados partidos políticos. A partir de 1983 comenzó a funcionar en Sao Paulo un activo Conselho Estadual da Condigao Feminina, que promovió el debate y las políticas sobre mujeres en todo el país, y dos años después se creó un Conselho Nacional dos Direitos da Mulher, que combina­ ba el apoyo presidencial con competencias autónomas. Este orga­ nismo abogó por una amplia gama de estrategias reformistas, que incluían la salud, la educación y los derechos de la mujer96. 95 Anderson describe los problemas derivados de la falta de conexión de las ONG con los gobiernos o su falta de influencia sobre ellos, lo que debili­ taba su efectividad global. Comenta: «como burbujas herméticas de cambio, muchos proyectos se pinchan muy rápido» (en Nijeholt et al., 1998, pág. 84). 96 Álvarez (1990). 304 En parte como consecuencia de esta experiencia positiva y otras en distintos lugares, en los años 90 se empezó a valo­ rar más seriamente al estado como lugar de intervención fe­ minista, lo que, a su vez, provocó el fortalecimiento de tres fenómenos interrelacionados en la estrategia de los movi­ mientos de mujeres latinoamericanas. En primer lugar, los es­ fuerzos por aumentar la representación femenina en las diver­ sas instituciones del estado a través de medidas tales como las leyes d» cuotas y las unidades femeninas para la formulación de políticas. En segundo lugar, los esfuerzos por forjar am­ plias coaliciones (bancadas femeninas) y redes que abarcasen a distintos sectores, incluidas activistas de los movimientos, trabajadoras de ONG, funcionarías estatales, profesionales del derecho y la educación, y afiliadas a los partidos políti­ cos97. Estas coaliciones podían resultar eficaces para obtener reformas políticas. La aprobación por los Congresos de Ar­ gentina, Chile, República Dominicana, México y Perú de le­ yes de cuotas y contra la violencia doméstica fue producto de este tipo de cooperación transpartidista y transectorial. En ter­ cer lugar, las ONG feministas realizaron esfuerzos prácticos para combinar el principio de la autonomía organizativa con una mayor colaboración con el estado y sus organismos para promover reformas en ciertos ámbitos. Por ejemplo, las aso­ ciaciones que luchaban por la reforma legal no sólo trabaja­ ban por el cambio a nivel de base, sino que ejercían presión para conseguir cambios en las leyes e incluso ayudaron a re­ dactar y popularizar las nuevas leyes98. Estos hechos consti­ tuían una novedad en el contexto del movimiento de mujeres latinoamericanas y ponían de manifiesto dos cambios con­ ceptuales: el abandono de una concepción monolítica del es­ tado en favor de un acercamiento pragmático que lo conside­ raba más permeable y la renuncia a una visión negativa y uni­ taria del liberalismo democrático, lo que permitía reconocer 97 Vargas y Wieringa describen esta alianza como la construcción del «triángulo del empoderamiento» (en Nijeholt et al, 1998)., 98 Véase Macaulay (2000). 305 su potencial para la reforma y sus distintas modalidades polí­ ticas". El proceso para alcanzar una mayor representación femeni­ na en los organismos estatales cobró impulso a lo largo de los años 90, de nuevo en parte como consecuencia de aconteci­ mientos internacionales e interregionales más generales. La se­ rie de Conferencias de la ONU que se celebraron durante la dé­ cada galvanizaron tanto a los movimientos de mujeres como a los gobiernos y proporcionaron un contexto para la discusión y la creación de redes regionales: la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas (UNCED) en Río de Janeiro en 1992, la Conferencia Mundial de Derechos Humanos en Viena en 1993, la Conferencia sobre Población y Desarrollo en El Cairo en ¡994, la Cumbre Mundial sobre De­ sarrollo Social en Copenhague en 1995 y la Cuarta Conferen­ cia Mundial sobre la Mujer en Beíjing en 1995 contribuyeron todas a este proceso100. Las reuniones regionales intergubemamentales, tales como la Cumbre de las Américas y la CEPAL, fueron también momentos clave en el proceso de presión, que ofrecieron a los movimientos de mujeres una oportunidad para recibir reconocimiento y apoyo gubernamental para sus activi­ dades y agendas, así como para hacer frente a los intentos por parte de fuerzas hostiles de asumir el control de la agenda de políticas101. El contexto internacional ayudó, pues, a sostener y oriental- el nuevo contexto de oportunidad para los movimien­ tos de mujeres de la región, estimulando el interés público y contribuyendo a modificar las actitudes públicas. La experiencia de las feministas latinoamericanas distaba mucho de la de sus compañeras de la social-dcmocracia escan­ 99 Como ha argumentado Ilarrington (1992). la critica feminista al li­ beralismo lia postulado una versión — la contractualista— en detrimento de una implicación con otras formas, tales como el liberalismo social o del bie­ nestar. 100 Vargas (1998). 101 En la reunión de la CEPAL de Mar del Plata en 1994 se produjo un enfrentamiento entre las posturas conservadoras apoyadas por la Iglesia y los lobbies feministas. 306 dinava o la Unión Europea, las cuales podían hablar de «feminizar el estado» mediante la colocación de mujeres en posi­ ciones de influencia y el apoyo partidista a políticas favora­ bles para las mujeres. Pero durante los años 90 aumentaron en muchos países las posibilidades para ampliar la agenda de «buena gobernanza» de tal manera que incluyese los intereses feministas102. Un indicio de este mayor compromiso fue el for­ talecimiento de las comisiones de mujeres, algunas de las cua­ les consiguieron apoyo presidencial103. Para finales de los años 90, ningún país latinoamericano carecía de una unidad femenina para la formulación de políticas, muchas de ellas ocupadas por antiguas activistas de los movimientos de mujeres. Al mis­ mo tiempo, la redemocratízación se vio acompañada de de­ mandas de una revitalización de la política institucional, mien­ tras que el agotamiento del extremismo neoliberal de la «déca­ da perdida» provocó un replanteamiento de la relación entre el estado y la economía, que tuvo como consecuencia una mayor delegación de poderes en los organismos gubernamentales lo­ cales y regionales y la sociedad civil. Esto dio lugar a una nu­ trida presencia femenina en las instituciones locales de algunos países. Las actitudes públicas hacia las reivindicaciones femi­ nistas también experimentaron un cambio radical en este perío­ do. Las encuestas realizadas en varios países muestran que la mayoría de los entrevistados valoraban positivamente el ingre­ 102 Esto acabó considerándose tanto más esencial por la apremiante ne­ cesidad de afrontar las consecuencias sociales y generizadas de las políticas económicas. El análisis de género de las políticas macroeconómicas fue gra­ dualmente incorporado al proceso de formulación de políticas, lo que provo­ có una conciencia de las consecuencias sociales de las prioridades públicas. La Conferencia de Beijing en 1995 puso de manifiesto la necesidad de in­ cluir la esfera de la reproducción en el proceso de planificación, no sólo para otorgar reconocimiento a las tareas invisibles de las mujeres, sino para iden­ tificar las necesidades sociales en general. Cuestiones tales como la femini­ zación de la pobreza también plantearon importantes interrogantes en tomo a las políticas, los cuales requieren urgentemente debate y resolución. 1U3 El gobierno de Eduardo Freí (1994) incluyó la igualdad de oportuni­ dades en su plataforma política, mientras que, en un gesto sin precedentes para un presidente latinoamericano, Fujimori asistió a la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer en 1995. 307 so de las mujeres en el gobierno, y una minoría significativa in­ cluso prefería a las mujeres como políticas, puesto que eran más honradas y trabajaban duro104. Otro de los aspectos del proceso de reforma al que contri­ buyeron los movimientos de mujeres fueron las leyes y el siste­ ma legal. Esto también contó con el apoyo de las actividades in­ ternacionales relacionadas con los derechos humanos, que esti­ mularon acciones en favor de la reforma de las leyes y el sistema judicial en algunos estados. En el período inmediata­ mente anterior y posterior a la Conferencia de Viena de 1993, el propio movimiento de mujeres intensificó su compromiso con los derechos y la ciudadanía. La Declaración de Viena re­ conoció los derechos de la mujer como parte inalienable, inte­ gral e indisoluble de los derechos humanos universales e hizo un llamamiento a los gobiernos para que garantizasen la igual­ dad sexual ante la ley. En América Latina, los derechos huma­ nos habían sido un componente esencial de la lucha contra el terrorismo de estado de los regímenes militares, especialmente en el Cono Sur y en Centroamérica. En esta última región, el tema de la ciudadanía estaba directamente vinculado con los discursos de los derechos humanos105. La participación femeni­ na había sido fundamental para las campañas por la paz y por el fin de la violencia civil, y recibieron en ocasiones considera­ ble atención internacional, como ocurrió con las madres de los desaparecidos en Argentina y las viudas de Guatemala repre­ sentadas en la Coordinadora Nacional de Viudas Guatemalte­ cas (CONAVIGUA). A partir de mediados de los años 80, los grupos de mujeres empezaron a utilizar cada vez más el lenguaje de los derechos 104 En 1999 se estaba realizando en Perú una encuesta sobre las actitu­ des latinoamericanas hacia los roles de género y la participación femenina en la política institucional: los resultados provisionales se anunciaron en una Conferencia celebrada en Lima en noviembre de ese año (Hombres y muje­ res en el siglo xxi). Sobre las cambiantes actitudes de los peruanos ante es­ tas cuestiones, véase también Blondet (1999). 105 Véase la descripción de Blacklock y Jenson (1998) de este proceso en Guatemala y México, que muestra interesantes diferencias entre las apro­ piaciones mexicana y guatemalteca de los discursos de los derechos. 308 humanos y la ciudadanía para exigir reformas legales y actua­ ciones estatales respecto a cuestiones candentes, tales como los elevados índices de violencia contra las mujeres en la región106. De hecho, este tema inspiró la que quizás constituya una de las campañas más populares y efectivas jamás promovidas por los movimientos de mujeres latinoamericanas. Apoyándose en la teoría de la ciudadanía, la campaña impugnó la separación en­ tre lo público y lo privado tan cara al liberalismo clásico e in­ sistió eiTque la familia no quedaba fuera de la esfera de la jus­ ticia. Las feministas de las ONG enfocadas en los sectores po­ pulares se unieron a las organizaciones que ejercían presión ante el estado en defensa de reformas legales, colaborando pro­ ductivamente y consiguiendo apoyo para la creación de refu­ gios y comisarías para mujeres, así como cambios en las leyes. Las mujeres brasileñas habían iniciado el proceso en los años 80, al organizar consejos de mujeres a nivel estatal y nacional para asesorar acerca de la legislación sobre cuestiones femeninas e impulsar el establecimiento de comisarías de policía dedicadas específicamente a la violencia contra las mujeres. Como resulta­ do de estas campañas, la nueva Constitución brasileña de 1988 declaró un interés estatal en reducir la violencia doméstica. Seis años después, en 1994, la Organización de Estados Americanos aprobó la Convención de la ONU para la prevención, penaliza­ ro n y erradicación de la violencia contra las mujeres (CEDAW) y, gracias a los esfuerzos de redes locales y transregionales (Re­ des contra la Violencia), para finales de la década diez países latinoamericanos habían adoptado nueva legislación contra la violencia doméstica107. Mientras tanto, aparecieron o reaparecieron en las reivindi­ caciones feministas otras cuestiones hasta entonces considera­ 106 Diversas encuestas realizadas en distintos países latinoamericanos en los años 90 muestran que en México, Chile, Costa Rica y Ecuador alrededor del 60 por 100 de las mujeres habían sufrido violencia física a manos de un hombre cercano a ellas (Htun, 1999). 107 En 1998, quince países latinoamericanos contaban con defensores del pueblo para los derechos humanos, y en seis de ellos había un organismo en­ cargado específicamente de las cuestiones femeninas (Htun, 1999). 309 das demasiado delicadas por muchos movimientos de mujeres, tales como el aborto, la falta de anticonceptivos eficaces y la esterilización forzosa. Éstas también recibieron impulso desde el ámbito internacional, en este caso la Conferencia sobre Po­ blación de 1994, asi como apoyo activo por parte de las Redes de Salud. De forma más general, los movimientos de mujeres de la región también estaban abogando por que los derechos humanos incluyesen los derechos sociales, y en algunos países consiguieron que se modificasen las leyes laborales y agrarias para fomentar una mayor igualdad sexual en sus disposiciones. Entretanto, se produjo un cambio paralelo en el campo del de­ sarrollo, donde el lenguaje de las necesidades-satisfacción dio paso a un mayor énfasis sobre los derechos, la ciudadanía y el empoderamiento108. En suma, a partir de mediados de los años 80 los intereses femeninos obtuvieron una mayor representación en los estados latinoamericanos, tanto a nivel local como nacional, así como en organismos supranacionalcs, con el argumento de la equidad y la justicia social. Las mujeres lograron mejoras en lo referente a representación, derechos y políticas. A estos logros contribu­ yeron la argumentación efectiva, el activismo y estrategias re­ gionales e internacionales activas, así como las oportunidades para el lobbying y la negociación que ofrecían los procesos de­ mocráticos, especialmente las elecciones, las cuales constituían momentos clave para el planteamiento de reivindicaciones y la construcción de alianzas. La efectividad de estas intervencio­ nes dependía, sin embargo, de algo más que la consecución de «espacios femeninos» dentro de la arena política. Dependía en gran medida de la existencia de un clima político favorable y del carácter del estado y el gobierno; estas contingencias si­ guieron siendo cruciales para el continuado éxito de las deman­ das ante el estado de recursos y cambios eu las políticas por par­ te de los movimientos de mujeres. Pese a ser impresionantes, los avances obtenidos durante este proceso no eran seguros ni tampoco llegarían a incre­ 108 Esto se examina en Molyneux y Lazar (2003). 310 mentarse. La mayoría de las veces fueron el resultado de in­ cansables presiones y organización, en ocasiones por parte de pequeños grupos de activistas entregadas. Aunque las cuestiones de género pasaron a formar parte del «sentido co­ mún» de la época, y aunque es posible que los gobiernos ha­ yan concedido gustosamente algunos cambios formales en el estatus jurídico-político de las mujeres, la representación fe­ menina dentro del estado siguió caracterizándose por una institucionalización deficiente. Además, el interés de los go­ biernos por las cuestiones femeninas y la orientación de las políticas dependía de manera esencial del partido que estu­ viese en el poder, de su ideología política y, por tanto, de su sensibilidad hacia las cuestiones de equidad de género. Los logros obtenidos bajo un gobierno podían revocarse fácil­ mente por un cambio de gobierno o presidente. Por último, como demostró el caso de Brasil, la asignación de un espacio institucional no era condición suficiente para un cambio sig­ nificativo; las representantes de las mujeres eran más efica­ ces cuando su capacidad para defender activamente el man­ tenimiento de sus reivindicaciones en la agenda política se hallaba orgánicamente ligada a las fuerzas plurales de la so­ ciedad civil. Al reflexionar sobre los obstáculos que impedían el cum­ plimiento de la promesa incluyente de la ciudadanía para las mu­ jeres — y otros sectores marginados— , las analistas volvieron a seis problemas persistentes: la falta de una cultura política y un programa sostenido que alimentase y promoviese el espíritu democrático e igualitario de las reivindicaciones feministas, in­ formase a los ciudadanos acerca de sus derechos y los animase a perseguirlos; la consiguiente falta de atención a la necesidad de democratizar las instituciones del estado y el partido, vol­ viéndolas internamente más democráticas, «favorables a las mujeres», transparentes y sujetas a la rendición de cuentas ante sus electorados; la falta de una masa crítica de mujeres en po­ siciones de autoridad que pudiesen apoyar la realización de es­ tos cambios; una resistencia generalizada, tanto burocrática como personal, a integrar plenamente a las mujeres en los ám­ bitos del poder público como «sujetos de las políticas públi­ 311 cas»109; la tendencia de algunos gobiernos a imponer su propia agenda a las unidades femeninas de formulación de políticas; y el riesgo de que dichas unidades perdiesen el contacto con el movimiento en conjunto. En otras palabras, sin una consolida­ ción más amplia de una democracia significativa, las campañas por los derechos de la mujer corrían el riesgo de perder fiierza y dirección. C o n c l u s io n e s Este capítulo comenzó analizando la variabilidad regional y política de los significados otorgados a la ciudadanía y de las demandas femeninas de inclusión dentro de ella. Al igual que en Europa y Norteamérica, la primera ola del feminismo en América Latina impugnó el doble rasero del primer liberalis­ mo, que prometía igualdad a la vez que mantenía los privile­ gios masculinos. Las mujeres fueron excluidas del poder polí­ tico durante gran parte del siglo, pero no se les podían negar eternamente los derechos formales de ciudadanía, aunque los adquirieron lentamente y en condiciones distintas a los hom­ bres. Si bien cuestionaron las premisas sobre las que se apoya­ ba su exclusión, reivindicaron sus derechos de tal manera que se respetase la diferencia, abogando por el reconocimiento del valor del trabajo femenino para la sociedad, tanto en el ámbito pri­ vado como público. Desde los primeros movimientos, el desafío a las nociones imperantes de ciudadanía se centró en que la di­ ferencia fuese valorada en lugar de negada o denigrada, y en que se otorgase reconocimiento al trabajo y las responsabilida­ des de la esfera doméstica. Esta demanda se realizó parcial­ mente a lo laigo del siglo, conforme las mujeres fueron con­ quistando derechos sociales y cierto grado de representación política, pero rara vez se cumplió su potencial radical e igua­ litario y, cuando se hizo, casi siempre fue subvertido en la práctica. 109 Ésta es la formulación de Goetz; véase Goetz (1997), pág. 1. 312 Las intervenciones que podían hacer los movimientos de mujeres latinoamericanas y los recursos estratégicos, tanto simbólicos como políticos, de que disponían en cada momento se bailaban regidos por las vicisitudes de la historia política del continente. La reformulación de los términos y el lenguaje de las demandas de ciudadanía a lo largo de un siglo de diferentes formas estatales no sólo ilustra cierta inestabilidad en algunos de los referentes de la misma, sino también lo desestabilizadora que lia resultado la asimilación de las demandas femeninas para algunos de los principios abstractos que encarna. Donde ello es más evidente es en el acercamiento crítico a la ciudada­ nía desde la perspectiva de quienes están excluidos de ella, el cual forzó la incorporación de la diferencia a la agenda política y de formulación de políticas, pero en formas que no llegaron a resolver del todo la tensión entre las concepciones abstractas y materiales. Éste sigue siendo el caso, pese a que las campa­ ñas feministas por la justicia y los derechos han mostrado una gran creatividad para reconciliar los principios de la igualdad con las concepciones de la diferencia basadas en los roles tra­ dicionales110. Como se comentó en la segunda parte de este capítulo, para muchas activistas latinoamericanas la diferencia definió el sig­ nificado mismo de la «política de las mujeres». Las premisas sobre los atributos especiales de las mujeres fueron la base para las estrategias y prioridades de una política identitaria que dio impulso a formas enérgicas y nuevas de participación femeni­ na en la esfera pública. Sin embargo, estas premisas primordia­ les entrañaban ciertos riesgos. Al aceptar como naturales las di­ visiones de género en las prácticas sociales y políticas, no po­ día haber una impugnación efectiva de las desigualdades en las que se fundaban. La cuestión era cómo lograr un equilibrio ade­ cuado y equitativo entre las esferas del empeño «femenino» y «masculino», entre el cuidado y el trabajo, y entre la política lo­ cal y nacional. Un equilibrio de este tipo conlleva el desmante1,0 En este contexto, preferimos la expresión «basadas en los roles» a «basadas en la identidad», puesto que sugiere la materialidad social y las identificaciones resultantes de la división sexual del trabajo. 313 lamiento de las estructuras de la desigualdad; no conlleva el fin de las diferencias entre hombres y mujeres, sino más bien el fin de los efectos sociales desiguales legitimados en función de dicha diferencia. En las condiciones de democracia liberal actualmente im­ perantes en América Latina, los programas para un cambio social equitativo requieren una política de implicación con las políticas públicas. Esto era imposible o impensable bajo los regímenes militares, cuando los movimientos de mujeres enfo­ caban sus energías en la sociedad civil. Sin embargo, a medida que cambiaban las condiciones políticas, permanecer fuera del estado entrañaba ciertos costes y conllevaba ciertos riesgos. Los movimientos de mujeres estaban cada vez más preocupa­ dos por no ser instrumentalizados por las fuerzas del neoliberalismo, y el comunitarismo, considerado a veces un baluarte contra los efectos de aquél, se apoyó en la aceptación y el refor­ zamiento de una normativa de género desigualitaria. Aunque estos riesgos podían contrarrestarse mediante un compromiso con una política de género transformadora centrada en proyec­ tos locales, para que en los ámbitos de formulación de las polí­ ticas públicas se oyese una voz feminista, era necesaria la im­ plicación con el estado. Éste se convirtió cada vez más en el foco de una parte de las energías del movimiento de mujeres en el periodo de redemocratización y, según hemos visto, tuvo como resultado algunos cambios importantes en las leyes, las políticas y la representación. El caso de América Latina demuestra que la vitalidad y el éxito del movimiento de mujeres en el período postautoritario se ha apoyado en una interacción creativa entre la sociedad ci­ vil y el estado, un salto no sólo de los márgenes al centro de la política, sino entre los márgenes y el centro. Pero en-este perío­ do se produjo también una creciente interacción con institucio­ nes del ámbito internacional y panamericano. Las primeras, bajo la forma de agencias humanitarias para el desarrollo, re­ presentaron un recurso especialmente útil para los movimien­ tos de mujeres y proporcionaron muchos de los instrumentos legales y gran parte de la financiación necesaria para fortalecer sus diversas reivindicaciones. Hasta qué punto ello implica, 314 como han argumentado algunas analistas, que la ciudadanía no puede concebirse sólo en relación con el estado-nación es un tema que debe examinarse a la luz de la experiencia latinoame­ ricana111. Sin embargo, aun si estos ámbitos global izados han adquirido una función importante en la política y la formula­ ción de políticas, es el estado-nación quien gobierna, legisla y ejecuta las políticas. En materia de política, legalidad y justicia social sigue siendo un lugar crítico de intervención. Al restaurarse el estado de derecho, los ciudadanos latinoa­ mericanos han adquirido nuevamente «el derecho a tener dere­ chos», la condición previa para la conquista de otros derechos de ciudadanía. Los esfuerzos de las últimas décadas para im­ pugnar los términos de los derechos de ciudadanía de las muje­ res han dado lugar hasta el momento a cambios significativos en los terrenos legal y político. Sin embargo, aunque ha sido necesario luchar por ellos, y es posible que sean inestables, por lo general la democracia liberal ha estado más dispuesta a conceder igualdad en las leyes y derechos políticos que de­ rechos económicos y sociales. La paradójica realidad de las transiciones postautoritarias a la que se han enfrentado los mo­ vimientos de mujeres al final del milenio presentaba oportuni­ dades cada vez mayores de participación en el ámbito político formal, pero en un contexto de reforma estructural y crecientes desigualdades sociales. El giro a escala internacional del esta­ do social al estado contractual del neoliberalismo provocó una significativa disminución en los derechos sociales, los cuales constituyen la condición para la plena realización de la igual­ dad política. La ciudadanía entroniza ideas de libertad política, imparcialidad e igualdad ante la ley, pero, como han señalado incluso muchos teóricos liberales, estos ideales se ven amena­ zados en los sistemas que se basan en grandes desigualdades de riqueza e ingresos. La tensión entre los principios del mercado y las demandas de ciudadanía sólo podrá reducirse mediante intervenciones deliberadas en las políticas destinadas a conse­ guir la igualdad social, lo que T. H. Marshall (1950) describió 111 Held et al. (1999), Yuvat-Davis (1999). 315 como la subordinación del precio de mercado a la justicia so­ cial. Si los movimientos de mujeres latinoamericanas han de materializar todo el potencial de las titularidades de la ciudada­ nía, un buen punto de partida podría ser una lectura generizada de esta idea fundamental. 316 M axine M olyneux Movimientos de mujeres en América Latina Estudio teórico comparado Traducción de Jaqueline Cruz EDICIONES CÁTEDRA UNIVERSITÄT DE VALÉNCIA INSTITUTO DE LA MUJER