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El librero asesino de Barcelona - R H Moreno Durán

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El librero asesino de Barcelona
por R. H. Moreno Durán
5 DE JUNIO DE 2002
En el primer tercio del siglo XIX, el libero barcelonés Fray Vicents, debido a
su irrefrenable bibliofilia, vendía sus libros a sus clientes, luego los seguía,
los asesinaba y los recuperaba. Gustave Flaubert escribió un cuento sobre
esta singular historia.
¿Qué escritor no ha querido asesinar alguna vez a su editor? Razones no le faltan y los
móviles pueden ser diversos: argucias más o menos leoninas en las cláusulas del contrato,
dilaciones en la publicación del libro, promesas incumplidas de cara al lanzamiento, poca o
nula diligencia en lo pertinente a la divulgación y promoción de la obra, confusas cifras en
el debe y haber de las liquidaciones periódicas, autopiratería y quién sabe cuántas otras
malas artes justificarían el editorcidio tan temido.
Se argumentará que todo esto es factible, pues la mayoría de los escritores son asesinos
en potencia y, además, están cobijados por una impunidad absoluta. Y no nos referimos
aquí al tan extendido hábito entre periodistas y políticos de deshonrar y luego asesinar la
lengua, sino a motivaciones más directas y específicas. Es comprensible -e incluso
plausible-que un escritor desée matar a un crítico. O a todos los críticos.
También es frecuente que un autor, llevado por un celo exacerbado, quiera liquidar a un
colega ungido por la gloria. Nada parece escapar al prontuario de móviles que un escritor
puede esgrimir arrastrado por su ira. Ahí está el caso de ese refinado autor que envenenó a
su suegra sólo porque la señora «tenía tobillos muy gruesos». A propósito, vale la pena
mencionar aquí a Thomas Griffiths, ese artista de la estricina, ese literato asesino de quien
el Times dijo: «su fatal influencia sobre la prosa periodística moderna no era el peor de sus
crímenes». Ante los ataques de la sociedad bienpensante, Oscar Wilde salió en defensa de
su colega: «Sus crímenes -dijo- tuvieron una gran influencia sobre su arte. Prestaron una
vigorosa personalidad a su estilo, que faltaba realmente en sus primeras obras...». Y la
verdad es que si un autor es capaz de asesinar a la más bella y tierna e indefensa de las
heroínas a la que le ha dado la vida, ¿por qué extrañarnos de que se haga uso del veneno, el
estilete o la artera bala contra sus acreedores, sus adversarios políticos o media
humanidad?
En cualquier caso, si algo resulta raro es admitir que un editor mate a un autor, a no ser
que use las siempre expeditas vías del hambre o la indiferencia. Por otra parte, algunas
veces se ha dado el caso de un lector que, con fundadas razones, ha intentado matar a un
autor y con algo de suerte ha conseguido su propósito. De todas formas, cosas más
extrañas suceden en el mundode la escritura. Por ejemplo, que el segundo libro de
Aristóteles sobre la risa mate a quien lo lea, como lo tramó el implacable ciego Jorge de
1 Burgos en la célebre bibliometáfora que forjó Humberto Eco en El nombre de la rosa. O que
un traductor se robe la mitad de las propiedades y riquezas que encuentra en una novela y
nos ofrezca una mínima parte en la lengua en la que leemos esa historia, como el cuento «El
traductor cleptómano» de Deszö Kostolányi. Y abundan muchas otras excentricidades por
el estilo. Recordemos el texto que se borra, que se suicida a medida que el autor avanza en
su elaboración, el poema «La encina» que aparece en Orlando de Virginia Wolf.
Pero si algo resulta totalmente extraño y paradójico en esa compleja familia que convive
en torno al libro, es que alguien tan proverbialmente ecuánime y sensible como el librero se
convierta en un asesino. Y no nos referimos a que mate a quienes tan furtiva como
reiteradamente expolian los anaqueles de su negocio, sino que extermine metódicamente a
sus más fieles y generosos clientes. ¿Qué lo impulsa a asesinar a quien con tan elevados
precios le provee el sustento?
Es tiempo de evocar aquí a Fray Vicents, el librero asesino de Barcelona. Los hechos
ocurrieron durante el primer tercio del siglo XIX en la Ciudad Condal y fue tan grande el
impacto que causaron en la sociedad internacional, que escritores tan prestigiosos como
Charles Nodier, Jules Janin y Gustave Flaubert, entre otros, no vacilaron en escribir
inquietantes versiones al respecto. ¿Por qué razón un sensible fraile, exclaustrado del
monasterio de Poblet y convertido en eficaz librero, decidió matar a sus clientes?
Estudiantes y eruditos, bibliófilos y coleccionistas acudían a su tienda, en las Voltas o Arcos
de los Encantes de Barcelona, para saciar su bibliomanía.
Y no se trataba de menesterosos ni advenedizos, sino de hombres de elevada cultura
que, conscientes de las exóticas colecciones del librero, pagaban lo que fuera con tal de
hacerse con las obras de su interés. Incunables del renacimiento, manuscritos de la Alta
Edad Media, ediciones príncipe, en fin, piezas únicas que aguzaban el apetito de los
entendidos, tan ebrios por el perfume de los pergaminos que no vacilaban en vaciar sus
bolsas con tal de satisfacer su adicción al papel viejo. Nada parecía quebrantar la armónica
relación entre librero y cliente, hasta que la paz de Barcelona se tornó alarma general tras la
aparición de una serie de cadáveres exquisitos. Bibliófilos y coleccionistas aparecían
muertos por doquier y las autoridades no sabían a qué obedecía semejante
intelectualicidio. Hasta que un día no el afán de conocimiento sino el azar lleva a la policía
a la tienda de Fray Vicents y éste los deslumbra con una inesperada confesión. Ama tanto a
los libros que sólo por la voraz insistencia de los compradores se desprende de ellos,
aunque, a continuación, sigue a sus clientes y en alguna callejuela los asesina y recupera
sus textos.
En otras ocasiones los estrangula en la trastienda de su negocio. E incluso echa mano
del fuego para liquidar al comprador y recuperar por tan sumario método la añorada
pieza. El fraile no roba a sus víctimas, simplemente recupera lo que más ama. Como nos lo
recuerda Ramón Miquel i Planas, el erudito detective de esta historia, «Lo que más
apreciaba en su manuscrito era su vieja fecha indescifrable, sus caracteres góticos ilegibles,
sus complicados, exóticos y extravagantes ornamentos, sus dibujos cargados de oro;
aquella pátina polvorienta que empañaba sus páginas y que para él desprendía un perfume
de suavísima frescura; aquella fórmula ritual de conclusión inscrita en una cinta sostenida
2 por dos ángeles o en el zócalo de una fuente, en un túmulo, en un cesto de rosas o entre
plumas doradas y azulados ramilletes...».
A pesar de los hechos, si en ellos hay alguna tragedia es la sospecha del librero de que
ese libro por el que tanta devoción mata no es un ejemplar único.
Y aquí radica la grandeza de sus crímenes: la edición original e irrepetible, como el
estilo del escritor, es lo que da sentido y valor a la vida. Por eso Fray Vicents mató sin
remordimiento alguno a doce clientes que con su codicia la habían arrebatado sus tesoros.
Porque esos crímenes tenían para su autor el sello de la obra de creación, el fuero de la
libertad de un artista, la entronización de un estilo. Ya lo decía Wilde a propósito del
librero asesino: «El hecho de que un hombre sea un envenenador no prueba nada en contra
de su prosa...».
Estos acontecimientos ganaron notoriedad mundial cuando apareció la noticia del
proceso en la Gazette des Tribunaux de París el 23 de octubre de 1836. Apenas ocho días
después, el 31 de octubre, la noticia es readaptada y publicada en la misma ciudad por La
Voleur, revista cuyo título es elocuente: «El Ladrón» Y menos de tres semanas más tarde, el
joven Gustave Flaubert, que entonces contaba catorce años de edad y cursaba quinto de
bachillerato, culmina la recreación de los hechos en el cuento titulado «Bibliomanía»,
publicado póstumamente por el editor alemán Conrad en 1910.
Durante años la historia fue traducida o reproducida, al tiempo que inspiraba nuevas y
peculiares versiones. En 1843 la revista Serapeum de Leipzig la divulga en Alemania y en
1870 Jules Janin la incluye en su volumen Le Livre al hablar sobre los más célebres ladrones
de libros. Nueve años después Prosper Blanchemain la incorpora a sus Miscellanées
Bibliographiques, donde patenta el calificativo que desde entonces define Fray Vicents: «le
Bouquiniste-Assassin». Todo esto lo sabemos gracias a las pistas y consideraciones que el
editor catalán Miquel i Planas publicó el 30 de diciembre de 1927 en la «Colecció Amor del
Llibre», de Barcelona. ¿Quién escribió la historia original? Para muchos críticos el autor no
fue otro que Charles Nodier, a su vez autor de otro texto afín titulado «El biblómano». No
obstante, no falta quien piense que «El librero asesino de Barcelona» es una obra de
Prosper Merimée, hipótesis desestimada por muchos investigadores. Lo que sí está claro es
que el misterio de esta leyenda incrementa su fuerza con el curso de los años. Porque de
eso se trata: de una leyenda, de una de las más brillantes supercherías literarias fraguadas
en las mismas calles donde, a comienzos del siglo XVII, Don Quijote visita la imprenta y ve
cómo se imprimen algunas obras, entre ellas una titulada «Segunda parte de El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha». Se trata, ni más ni menos, que de afirmar la esencia de
la literatura: el autor que se involucra en los meandros de sus propias ficciones; el autor
que, ante el texto que escribe, revisa las galeradas del texto del cual es protagonista; el
autor que, gracias a la impunidad que le brinda la imaginación, regresa sin compulsiones
ni temores a la escena del crimen. Y no hay mejor escena para un crimen que la página en
blanco.
R. H. Moreno Durán
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