LA CULTURA DEL MALESTAR DANIEL DIEP DIEP CONTENIDO I LA TESIS FREUDIANA II LA MANIPULACION DE LOS CONCEPTOS III PRECISANDO LAS NOCIONES IV LAS BANDERAS DEL ENGAÑO V LA MANIPULACION DEL PODERIO, EL EXITO Y LA RIQUEZA VI LAS CONFUSIONES PROVOCADAS VII LOS ENFOQUES CORRECTOS VIII LAS OBSERVACIONES FINALES INTRODUCCION Es bien conocido el ensayo de Sigmund Freud intitulado “El Malestar en la Cultura”, con el cual su autor intentó dar respuesta a las inquietudes de orden religioso que le fueron planteadas por su amigo Romain Rolland. En dicho ensayo expuso, de entrada, la tesis de que “el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece” (Alianza Editorial, p. 7). Hasta allí, la tesis no tenía mucho de objetable, salvo en las exageraciones propias o implícitas a toda generalización. Concretamente, se trataba de cuestionarse conceptos tratados entre ambos interlocutores relativos a nociones como la “sensación de eternidad” y el “sentimiento oceánico”, expresiones hasta cierto punto tipificantes de la aceptación religiosa, y de las que Freud se declaró honestamente incompetente para decidir, por lo que optó por limitarse a un intento de explicación psicoanalítica con el que pudiese dar respuesta a su también famoso amigo y literato Romain Rolland. Pero fueron sus análisis subsecuentes los que realmente comenzaron a dar pie al problema, pues comenzó por decir que las respuestas a ofrecer pasan por la consabida interrelación del yo y el ello para concluir en la tesis de la que debió haber partido y que se expresa, en sus propias palabras, como sigue: “En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino” (p. 16), de tal forma que acaba por reducir el “sentimiento oceánico” y hasta la “sensación de eternidad” a un mero “restablecimiento del narcisismo ilimitado” (p. 16). Ya en este punto, entonces, vemos que las necesidades religiosas, según Freud, no pasan de ser más que síntomas del desamparo infantil, nostalgias por el padre y angustias ante la omnipotencia del destino, con lo cual terminó por menospreciar los valores genuinos de la vida para centrarlo todo en un narcisismo ilimitado, -y desde luego universal-, que se restablece cuando se admira el poderío, el éxito y la riqueza en los demás, amén de desearlos o anhelarlos para sí. El paso siguiente, por consecuencia, también le resultó obligado. Consistía en considerar las tres “muletas” en las que se apoya el hombre para soportar el peso de esa vida concebida como “destino”: “distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella” (p. 18), hasta llegar al objeto de la vida misma y que Freud delega en la religión, aunque ya con el baldón de que, en el fondo, no sea más que una de esas “muletas”, pues la señala textualmente y con una intención evidentemente despectiva por estar latente en sus palabras la sobrevaloración que siempre tuvo sobre la seriedad de la ciencia y consecuente falta de seriedad en lo que no lo es, pronunciándose como sigue: “sólo la religión puede responder al interrogante sobre la finalidad de la vida. No estaremos errados al concluir que la idea de adjudicar un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de un sistema religioso” (p. 19). No se crea, pues, que esta adjudicación de objeto o finalidad a la vida en función de un sistema religioso tenga el sentido de una valoración de la religión misma, sino el de un pretexto para que se le atribuya alguno, toda vez que en seguida se ocupará de la felicidad, y bien se cuidará de decirnos que constituye placer, por lo que la religión viene a ser en él, antes que cualquier otra cosa, una forma de placer. Acto seguido, pues, reduce el problema al tema de la felicidad, entendida como incremento de las sensaciones de placer, pero con la limitación siguiente: “Toda persistencia en una situación anhelada por el principio del placer sólo proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo estable. Así, nuestras facultades de felicidad están ya limitadas en principio por nuestra propia constitución. En cambio, nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos” (p. 20). De ello se desprende, entonces, que la felicidad de esa clase de placer religioso suela tener por contraposición, además del demérito corporal y de las amenazas del “mundo exterior”, nada menos que las relaciones con los demás seres humanos, que a fin de cuentas -según él- suelen ser “fuerzas destructoras omnipotentes e implacables” que pueden dar al traste con esa clase de narcisista felicidad. Lo que Freud olvida también, en lo que a esto respecta, es que religión es “religare”, o sea unión de hombres con una creencia determinada en común, por lo que más pareciera que se olvidó de la religión misma en este punto de su análisis dentro de su otra connotación, mucho más amplia, en el sentido de fe, o que jamás estuvo plenamente convencido de lo que decía y aprovechó la pregunta de su amigo para repetir lo que ya entonces todo mundo sabía que configuraba la esencia de sus teorías. En fin, son estos y otros planteamientos trascendentales de la obra citada, así como los señalamientos de otras obras y autores con similar orientación los que constituyen la materia misma de esta obra, ya que a juicio de su redactor, dicho sea con todo respeto hacia el del ensayo que se comenta, y debidamente guardada la admiración a los temas bien fundados de su obra, el problema de fondo no es el de un “malestar en la cultura”, sino el de provocar, con tales planteamientos, una verdadera “cultura del malestar”. Los capítulos siguientes servirán para demostrarlo. I LA TESIS FREUDIANA I Independientemente de que Freud, en otras de sus obras, solía identificar los conceptos de civilización y de cultura, lo cierto es que de los planteamientos expuestos en este ensayo en particular, tal como se transcribieron algunos de ellos en nuestra Introducción, así como de otros más del propio ensayo que posteriormente se analizarán, lo único que se desprende de su enfoque es un esquema de conclusiones primarias que lo mismo puede ser considerado en el sentido planteado al término de la referida Introducción de esta obra o, con ligeras variantes, interpretando en forma diferente el sentido de sus palabras, también en la forma siguiente: A.- El hombre admira y anhela “el poderío, el éxito y la riqueza” por sobre los valores auténticos. B.- Las necesidades religiosas del hombre, al derivar de problemas infantiles, no pueden propiciar tales valores auténticos. C.- En consecuencia, esos valores auténticos a los que Freud se refiere no son de orden religioso. D.- Del objetivo de la vida sólo se ocupa la religión y parecen desinterarse de ello otras clases de saber, por lo que habría que tomar esa ocupación como una irrefutable “derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino” E.- El placer conduce al bienestar, pero es transitorio y relativo, de tal forma que nuestro destino es tolerar el sufrimiento, paliarlo con la religión y conformarnos con esa sensación transitoria, aunque sin olvidar que ese destino, al ser paliado por la religión, se constituye en una serie de “distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella” F.- Consecuentemente, el objetivo de la vida se reduce a una mera sensación religiosa que ya no engaña a nadie, de tal suerte que el hombre acaba por limitarse al poderío, el éxito y la riqueza, a falta de otra clase de valores que el propio Freud omite precisar, máxime si “el sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos”. Se desprende, pues, tanto de las citas iniciales de su obra como de la esquematización intentada sobre los señalamientos esenciales de su ensayo, un par de conclusiones básicas y que resultan hasta cierto punto como si fuesen dos formas distintas de interpretarlo: es verdad, por una parte, que el hombre vulgar suela admirar “el poderío, el éxito y la riqueza” por sobre otros valores, aunque cabría que acotar esta conclusión con el señalamiento de que también los teme. Y es mentira, sin entrar en mayores consideraciones sobre la teoría psicoanalítica ahora clásica, que sólo la religión se ocupe de la finalidad de la vida, puesto que, además de hacerlo también y en mucho mayor grado la filosofía, no son de orden religioso las aficiones del hombre por “el poderío, el éxito y la riqueza”, -a menos que todo quisiera cargársele a las religiones-, siendo evidente, en cambio, que el objetivo principal o único en la vida de la mayor parte de los hombres termine por quedarse en “el poderío, el éxito y la riqueza” sólo porque no alcancen a concebir alguna otra clase de vida posible que la centrada en tales fines pragmáticos, normalmente inculcados por quienes carecen de religión o filosofía, o asumidos por quienes no son capaces de percibir algo más que el empirismo cotidiano de la subsistencia primaria y la asfixia de cualquier otra clase de valores a cambio de una sobrevivencia atendida, entendida y extendida en la forma más animal o elemental. En tal virtud, -cabe repetirlo-, aunque la mayor parte de los seres humanos ambicionen -y no sólo “admiren”- “el poderío, el éxito y la riqueza”, también les temen; siendo relevante, además, que puedan constituir su objetivo de vida sin que por ello tengan qué ver con religión alguna, -salvo cuando se trata del poder religioso o del éxito de quienes se sirven de la religión para alcanzarlos o de la riqueza de quienes emplean la religión con ese burdo fin-. En otras palabras, a Freud le faltó distinguir entre lo que podríamos llamar “religiosidad enferma”, para entender por ello un mero fanatismo derivado, -¿quizá?-, de los problemas infantiles que hacen de la creencia un refugio, tal como él mismo lo explica, y hasta de un cierto “utilitarismo” con el que suelen emplearse en la práctica las creencias religiosas para alcanzar objetivos puramente mundanos y empleando la religión como pretexto, en contraposición con la fe de los místicos de todas las grandes religiones, que implica, por supuesto, tanto el “sentimiento oceánico” como la “sensación de eternidad” y mucho más, en tanto que expresiones para configurar una cultura religiosa que, por supuesto, escapa a los estrechos moldes de una noción de cultura asimilada al concepto de civilización, tal como se expresa, presupone y entiende el pensamiento freudiano. Por tal motivo, resulta falso hasta el enfoque mismo del problema: jamás podrá aceptarse que se compare una mera enfermedad o un empleo utilitario de las creencias, meras apreciaciones técnicas, científicas o “civilizadas” de las circunstancias-, incluso como expresiones de un “destino” implícito al concepto sobre el objeto de vivir, con una problemática, -por contrapartida-, de raigambre exclusivamente cultural, como es el caso de la fe religiosa, el concepto laico -y no necesariamente religioso- sobre el objeto de la vida y hasta la tesis esencialmente antropocéntrica de que “se hace camino -o destino- al andar” -en franca contraposición con las nociones fatalistas de quienes suelen confundir religión con destino-. Pero aun en el ámbito mismo de lo psicoanalítico, el primer problema, pues, no es únicamente el de confundir “peras con manzanas”, sino también el de pensar que “todos los gatos son pardos”: ni existe principio alguno del placer; ni existe amenaza alguna del sufrimiento; ni se resigna el hombre a entender por felicidad el sólo escapar de la desgracia; ni tiende a buscar preventivos del sufrimiento; ni deriva todo ello de la enfermiza condición de origen que imagina -infantil, narcisista y religiosa- con la que supone nuestro autor que se pasa toda la vida entre traumatizado, amedrentado, afectado y oprimido, máxime cuando ello se aduce como “angustia ante la omnipotencia del destino”, dejándole en brazos de lo fatal, lo irremediable y lo perdido; ni resulta fácil, por último, entender cómo haya sido posible que habiendo explicado con tanta brillantez su hallazgo del inconciente no le haya resultado posible entender con precisión las diferencias entre cultura y civilización o las sutilezas entre la religiosidad vulgar y el misticismo al que se refería Romain Rolland cuando aludía al “sentimiento oceánico” y la “sensación de eternidad”. Ello debe llevarnos a precisar que el verdadero primer problema se manifiesta justamente al revés: no existe tal “malestar en la cultura” -pues no pasa de entenderse como un verdadero malestar, pero del autor de dicha afirmación, el que no haya podido resolver el problema planteado por su amigo Romain Rolland-. Lo que verdaderamente existe y se sigue cultivando, precisamente a partir de tan infortunados enfoques, es la resultante cultura del malestar. Se intenta persuadir al hombre de que debe limitarse a la simple admiración y al temor -o sea, a la sola condición de espectador- de todo aquello que represente “el poderío, el éxito y la riqueza”, de que los otros valores -que ni siquiera tuvo tiempo de entretenerse en precisar- son un tanto esotéricos y otro tanto “religiosos” ya que sólo sirven para buscar placer o paliar el sufrimiento y que, finalmente, sólo en razón de traumas infantiles y de fatalismos podía explicarse ese “malestar en la cultura” que al final resulta ser un mero entretenimiento consistente en procurar o promover el olvido de aquellos otros valores. Y todo ello es especialmente relevante cuando se analiza a la luz de la problemática sociopolítica que ha confrontado la humanidad a lo largo de su historia: “el poderío, el éxito y la riqueza” como distintivos de todo tirano: faraón, emperador, rey, príncipe o gobernante, cualquiera que fuere el nombre que recibiera; así como el trauma, el temor, la enfermedad, la opresión, etc., como atributos de todos los gobernados ante las extralimitaciones del poder gubernamental; o las creencias, las esperanzas, las ilusiones y hasta la supuesta existencia de defensas contra el sufrimiento, -también por parte, obviamente, de los gobernados-, como medio de sobrellevar su angustia ante el “destino” que le imponen esas extralimitaciones del poder público; y, como en un irremediable círculo, para acabar de cerrarlo, la suposición de que los “demás valores” -si es que pudiera haberlos dentro de esta perspectiva de condiciones antihumanas- ni siquiera merecen mención alguna, toda vez que los únicos conceptos de eficacia comprobada vuelven a ser “el poderío, el éxito y la riqueza”; resulta ser que el único “destino” que cabe considerar como objetivo de vida, -aunque entendido exclusivamente como propio de “lo religioso” y, por ende, enfermizo-, es el de admirarlos y temerlos. Obviamente, ante tal enfoque, lo menos que debe concluirse -incluso ante la sospecha de un anacrónico aristocratismo- es que exista malestar alguno en la cultura. Lo que evidentemente se ha venido incubando con tales ideas y otras más, tanto para bien como para mal, -y debe insistirse en elloes una simple cultura del malestar. 2 Independientemente de que pudiera asistirle la razón a Freud en lo que a muchos de sus señalamientos psicoanalíticos con respecto a las religiones se refiere, no deja de ser relevante que sus propias nociones de la religión hayan sido tan limitadas, especialmente cuando se distrae con temas como el de la yoga, suponiéndolos representativos de la religiosidad oriental, o cuando le concede a la religión tan opuestos fines a los que en verdad tiene, especialmente cuando escribe que “la religión viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación, al imponer a todos por igual su camino único para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. Su técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis individual. Pero no alcanza nada más. Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, en la medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita alcanzarla con seguridad. Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los “inescrutables designios” de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo” (pp. 28 y 29). Es obvio entender, a partir de ese texto, que si únicamente reemplazáramos en él las palabras “religión” y “Dios” por las palabras “Estado” o “gobierno”, Freud hubiera acertado, en mucho mayor grado, con la verdad. Es el gobierno, sobre todo el de tipo tiránico, quien suele “perturbar” ese “libre juego” de “elección y adaptación”; es él quien “impone” un “camino único”; es él quien “reduce el valor de la vida”; es él quien deforma “delirantemente” la “imagen del mundo real”; es él quien “intimida la inteligencia”; es él quien “impone por la fuerza” en mucho mayor grado que todos los infantilismos y neurosis habidas y por haber; es él quien “no alcanza nada más” porque sencillamente nada más le importa que su permanencia como tal; y, por contrapartida, no hay tantos “caminos”, como supone Freud, “que puedan llevar a la felicidad” o que “permitan alcanzarla con seguridad”, ni tampoco es frecuente que el Estado pueda “cumplir sus promesas”, de tal forma que, cuando el gobernado se rebela, sólo le queda esperar que, dentro de esos “inescrutables designios” del poder, no resulte muerto o encarcelado, de tal forma que “como último consuelo y fuente de goce”, sólo le quede la “sumisión incondicional”, tanto si se rebela como si no lo hace, porque a fin de cuentas, merced a la ominipotencia de destino del poder, “ya estaba dispuesto a aceptarla” por lo que “bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo”, incluido, desde luego, hasta el de vivir. De lo expuesto se infiere, pues, que además de que Freud se refería a la religión como una simple técnica, similar a la del poder público, con lo cual confundía inevitablemente aspectos y tópicos muy distintos entre sí; incurría en una pobrísima mezcolanza de placeres, bienestares, felicidades, elecciones, adaptaciones, delirios, intimidaciones, caminos, designios, sumisiones y aceptaciones que encuentran mejor acomodo en la terminología de los tratados sobre política que en los de psicología, y sin que puedan tener lugar alguno, desde luego, en los de religión o de filosofía de la religión. Pero lo verdaderamente grave de su enfoque, independientemente -cabe insistir- de la teorización propia del psicoanálisis y hasta del disgusto de los religiosos sobre tales expresiones- es la consecuencia funesta que esas mismas ideas acaban por tener en la conciencia colectiva: buscan demeritarlo todo, comenzando por las propias religiones, sin ofrecer a cambio algo más que una supuesta “explicación científica de la realidad” que, finalmente, de científica nada tiene. Es como la tesis marxista orientada al llamado “socialismo científico”: una “superestructura” más dicho en sus términos-, pero no de la burguesía engañadora y abusadora del proletariado, sino del teorizante que sigue atizando el fuego del supuesto enfrentamiento de unas clases con otras, como Freud a los creyentes con su felicidad encontrable en “el poderío, el éxito y la riqueza”-, para hacerle el juego a la verdadera superestructura que se aprovecha de todos, la del poder público -aunque detrás de él el económico-, y todo ello en razón de los antecedentes de temor, subordinación, servilismo y persecusión que secularmente han padecido los judíos -raza a la que ambos pertenecieron- y que han permeado la esencia misma de sus obras hasta el grado de desorientarles y desorientarnos. 3 Nada extraño debe resultar para el lector, pues, que en el capítulo 3 de su ensayo, Freud le “dé la vuelta” a su enfoque manejándolo ahora como un “estudio de la felicidad” en el que cabe avocarse a las “tres fuentes del humano sufrimiento” y que son: “la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad” (p. 29). A las dos primeras las califica, sin mayor discusión, como “inevitables”, pero, con respecto a la tercera, dice que “nos negamos en absoluto a aceptarlo”, y añade, en síntesis, que algunos pretenden retornar a formas de vida más primitivas, como “hostilidad contra la cultura”, arrojando sospechas, como uno de esos “motivos”, en el sentido de que “en el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe haber intervenido tal factor anticultural, teniendo en cuenta su íntima afinidad con la depreciación de la vida terrenal implícita en la doctrina cristiana” (p. 30), para añadir en seguida otros factores probables de ese intento de retorno en fenómenos como los grandes viajes de exploración y una “cierta decepción” ante el progreso de las ciencias de la naturaleza por contraste con las de la cultura. Como resultado de ello, estima conveniente (p. 33) definirnos la cultura como “la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirve a dos fines: proteger al hombre contra la naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí”, lo que, dicho sea como entre paréntesis, corrobora su paupérrimo concepto de ella. Claro está que a partir de este momento se olvidó de señalar otras tendencias -salvo la “primitivista”- con respecto a ese problema de “hostilidad” que nos anunció. Pero lo relevante, independientemente de la injusticia de sus afirmaciones sobre el cristianismo, es la concepción que el propio Freud asume sobre la cultura a través de tal intento de definición: por un lado repite el concepto asimilador de ella con el de civilización que ya empleara en otra de sus obras: “El Porvenir de una Ilusión”, en cuyos inicios textualmente dice: “La cultura humana -entendiendo por tal todo aquello en que la vida humana ha superado sus condiciones zoológicas y se distingue de la vida de los animales, y desdeñando establecer entre los conceptos de cultura y civilización separación alguna-; la cultura humana, repetimos, muestra...”; y, por el otro lado, el concepto de simple ley o conjunto de instituciones que regulan su convivencia. En otras palabras, la cultura, según Freud, se reduce a una protección y un orden. Sólo que la protección únicamente se ejerce con respecto a la naturaleza, y no así con respecto a los actos de poder, por ejemplo, con los cuales algunos hombres han oprimido a los demás a lo largo de toda la historia; mientras que, por otra parte, ese orden, que ya no es el de la naturaleza, sino el que los propios hombres establecen para regular sus relaciones, no amerita cuestionamiento alguno, en lo que al poder concierne, pese a que ese es justamente el centro del asunto. Y nuestro autor se distrae, a través de varias páginas más, en describir la importancia de la técnica, de la ciencia, de la belleza, de la utilidad y hasta de la limpieza como expresiones de cultura, e incluso como manifestaciones de culto a las actividades psíquicas superiores y al espíritu humano, de tal forma que cuando finalmente se ocupa del poder y del Derecho (p. 39) nos ofrece conceptos como los que alternadamente se reproducen y comentan en seguida: “Esta sustitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura”. Obviamente se trata de una ficción, ya que si el hombre siempre se ha dado en sociedad y, por ende, jamás ha existido el Robinson absoluto, nunca existió “poderío individual” alguno que fuese “sustituido” por otro hipotético poder “de la comunidad” que lo reemplazara: lo único que el hombre conoció, desde siempre, fue el poder central y desde luego que de ninguna forma puede considerarse, ni remotamente, como “paso decisivo hacia la cultura”, pues ello significaría confundirla con la noción de democracia. Luego señala: “... el primer requisito cultural es el de la justicia, o sea la seguridad de que el orden jurídico, una vez establecido, ya no será violado a favor de un individuo, sin que esto implique un pronunciamiento sobre el valor ético de semejante derecho”. Y aquí nuevamente incurre en desaguisados: no es cierto que el primer requisito cultural sea el de la justicia, porque la cultura no requiere requisitos, sino que es fruto del crecimiento espiritual individual y del intercambio que ello genera al expresarse dentro de la convivencia. Tampoco es cierto que la justicia deba entenderse tan limitativa o limitadamente como simple “seguridad jurídica”, pues el concepto de justicia comprende mucho más que la tesis de la seguridad y, para colmo, muy frecuentemente, hasta la demanda misma de seguridad puede proceder de una injusticia de origen. Y menos cierta aún debe resultarnos esa supuesta inviolabilidad del orden, ni como condición definitiva e ideal a futuro de un régimen de derecho ni como expectativa de pronunciamientos éticos de ninguna clase en torno a ese mismo régimen. Y, para concluir, indica: “La libertad individual no es un bien de la cultura, pues era máxima antes de toda cultura, aunque entonces carecía de valor porque el individuo apenas era capaz de defenderla”. Obviamente, -dada su indistinción de la libertad con el libertinaje en la prehistoria, no alcanzó a entender que la libertad sí es un bien de la cultura, -y, de hecho, su valor por excelencia-, cualquiera que sea la clase de auténtica libertad a la que se quiera hacer referencia; y no es verdad que fuese “máxima antes de toda cultura”, sino al contrario, precisamente porque ni siquiera cabía considerarla en forma alguna; ni tampoco es cierto que jamás haya carecido de valor o que implicase alguna clase de incapacidad para defenderla, dado que la libertad vale por sí misma y antes, como ahora, seguimos siendo incapaces para hacerlo, sobre todo del poder público, precisamente por la subordinación y domesticación a las que han conducido siempre el conformismo social y las extralimitaciones del poder. En pocas palabras, Freud no sólo confundió la cultura con la civilización, sino también con la subordinación, que es precisamente lo contrario de la cultura. Y estando involucrados valores como la libertad, la justicia y la dignidad, resulta ridículo que sólo alcanzara a hablar de “malestar en la cultura” cuando bien podría haberlo expuesto hasta como tragedia o calamidad universal. La historia humana se caracteriza por la explotación y las luchas por la libertad y la justicia, la democracia y el derecho. Y si eso sólo fuese capaz de producir la noción de un “malestar en la cultura”, y no de una franca indignación, de verdad que estaríamos perdidos. El proceso mismo de civilización, ése al que Freud llama cultura a título de simple “suma de producciones e instituciones”, no es otra cosa que la expresión misma del despotismo: basta con ver los kilómetros y kilómetros de la muralla china, las pirámides egipcias y mesoamericanas, y los miles de templos, monumentos, tumbas, plazas, mausoleos, palacios, castillos, etc. dispersos en todos los continentes, resultado, en su totalidad, de la explotación irracional del hombre por el hombre, independientemente de su atractivo turístico y su belleza estética, para advertir que ello ha sido producto, en su mayor parte, de algunas de esas “instituciones”, -que en el caso son las tributarias-, y que, mientras más sean, más debieran avergonzarnos, lo mismo si se originaron en un gobernante endiosado que en un dios entronizado, ya que para el caso es lo mismo, y ni uno ni otro tienen algo que ver con la cultura o la religión, sino con la esclavitud, la tortura y la arbitrariedad, es decir, con las negaciones o antítesis mismas de cualquier cultura o religión propiamente dichas y que se respeten como tales. 4 El resto del ensayo freudiano, a partir de su capítulo 4, se limita a su ya muy conocido mensaje sobre el papel de la libido, la sexualidad, la agresividad, las alianzas, la familia, la subordinación de la mujer, el tabú, el placer, los instintos y el super-yo, sin pasar por alto la culpabilidad y la conciencia, la felicidad y la angustia, el remordimiento y el castigo, ingredientes, todos ellos, con los que acaba por cocinarnos el postre del banquete: “Las religiones, (p. 77), por lo menos, jamás han dejado de reconocer la importancia del sentimiento de culpabilidad para la cultura, denominándolo “pecado” y pretendiendo librar de él a la humanidad...” y añade: “el cristianismo obtiene esta redención -por la muerte sacrificial de un individuo, que asume así la culpa común a todos- para deducir de ella la ocasión en la cual esta protoculpa original puede haber sido adquirida por vez primera, ocasión que habría sido también el origen de la cultura”. Y no conforme con ello, páginas adelante, (83), al referirse a los “grandes personajes conductores” para ilustrar la analogía entre el proceso cultural y la evolución del individuo que en medio de la comunidad desarrolla un super-yo que produce la “evolución cultural”, nos dice: “En muchos casos la analogía llega aún más lejos, pues con regular frecuencia, aunque no siempre, esos personajes han sido denigrados, maltratados o aun despiadadamente eliminados por sus semejantes, suerte similar a la del protopadre, que sólo mucho tiempo después de su violenta muerte asciende a la categoría de divinidad. La figura de Jesucristo es, precisamente, el ejemplo más cabal de semejante doble destino, siempre que no sea por ventura una creación mitológica surgida bajo el oscuro recuerdo de aquel homicidio primitivo”. Obviamente, este enfoque culpabilístico, redentoril, sacrificial y divinizador, planteado como problema individual y colectivo, y que a su vez se constituye en productor de cultura como reflejo de la acción caudillista de “grandes personajes conductores”, se antoja más como una especie de caricaturización del superhombre nietzcheniano al que se despoja de su ropa sucia para exhibirlo como “el origen de la tragedia”, sin otra “justificación” que la de ponerle la camisa de fuerza de la teoría con la que algunos pretenden apuntalar todos los hechos de la historia. Ante la duda de que ésas pudieran haber sido verdaderamente las palabras de Freud en torno a esta temática en particular y por aquello de que los traductores a veces se descuidan, hubo que acudir a los tres tomos de sus Obras Completas, cuarta edición de Editorial Biblioteca Nueva, con el fin de verificar que hubiese sido debidamente traducido el ensayo que nos ocupa, encontrando en las páginas 3061 y 3065, de su tercer tomo, que son exactamente iguales a la traducción de la edición originalmente consultada y citada, pese a que se trata de traductores distintos. De allí que no quepa la menor duda al respecto en el sentido de que ésas fueron exactamente sus palabras y ésa la intención de ellas. Por tal motivo, en atención a tal enfoque, -y pese a las reiteradas disculpas del propio Freud, casi en todos los capítulos del susodicho ensayo, con respecto a su escasa capacidad para afrontar el problema, así como a sus limitaciones para decir algo nuevo al respecto, lo que en términos de honestidad intelectual le obligaba más a callarse que a conjeturar como lo hizo, y a la falta de elementos para enriquecerlo y hasta a la ausencia de conclusiones que le llevasen más allá de lo que estimaba o consideraba como consabido-, lo cierto es que resulta verdaderamente sorprendente que haya podido salir de su pluma, por lo demás tan admirable, semejante aberración intelectual. Si resumimos el texto antes transcrito para esquematizar la idea, vemos hacia dónde nos conduce un enfoque tal: 1.- Las religiones buscan liberar del pecado en tanto que culpa. 2.- La culpa cristiana se redime por el sacrificio de Jesús. 3.- El pecado original podría ser el origen de la cultura. 4.- El sacrificado es un protopadre que luego se diviniza. 5.- En ello se manifiesta un doble destino: el de víctima necesaria y el de divinidad. 6.- Cabe la posibilidad de que ese doble destino de Jesús pudiera ser el de una creación mitológica surgida como oscuro recuerdo del homicidio primitivo. Los dos primeros puntos son incontrovertibles desde el punto de vista religioso cristiano, ya que, ciertamente, las religiones buscan liberar del pecado en tanto que culpa y Jesús se sacrificó por esa redención. Donde ya no resulta tan claro el planteamiento es en la hipótesis del punto tercero, y ello en el sentido de que el pecado original pudiese ser el origen de la cultura, pues la ficción bíblica del árbol del bien y del mal en la desobediencia de una pareja nada tiene que ver con la cultura misma, a menos que Freud hubiese demostrado la existencia de un árbol tal y que la cultura pudiera originarse en culpas, en cuyo caso ya no debería haber hablado de “malestar en la cultura” sino de “naturaleza u origen de la cultura”. Y donde resulta más gravemente desenfocado el planteamiento freudiano es en los tres puntos finales: ni Jesús fue un protopadre divinizado ni podía serlo, -puesto que además de anunciarse como Hijo de Dios y no como Padre alguno, máxime que señaló que su Padre estaba en los cielos, repetidamente adujo la expresión “hermanos”-, ni asumió dobles papeles en el sentido de víctima y divinidad, sino de Dios hecho hombre -que es bien distinto-, ni constituyó creación mitológica alguna, al menos en el sentido de los dioses griegos o romanos, ni existen recuerdos oscuros de homicidios primitivos que le atribuyeran tal doble destino, puesto que la historicidad bíblica lo coloca en la misma posición de aceptación o de duda que con respecto a cualquier otro personaje de la historia, dependiendo de que se crea o no en los textos que los refieren, y, desde luego, la misma legitimidad tiene Jesús como Confucio o Pericles, por sólo citar algunos, para ser aceptados o negados en su historicidad, lo cual a la postre resultaría irrelevante, ya que lo valioso fue lo que dijeron o hicieron, independientemente de quién o cuándo lo haya dicho. Por otra parte, tampoco puede pasarse de largo, más allá de su explicación psicoanalítica, ante el fenómeno esencial: si sólo cabe advertir una sensación de “malestar en la cultura”, en razón de que deriva de una culpa original, ¿habrá que concluir que las religiones no han hecho otra cosa que convertirse en medios de expresión magnificados de esa sensación? ¿Serán nada más los altoparlantes con los que se anuncia el problema? O, ¿se reducirá toda la problemática de nuestro super-yo a escuchar a todo volumen el anuncio de esa sensación sólo porque existe una culpa original de la que nos hacemos conscientes cada vez que sacrificamos a los protopadres con el fin tardío de divinizarlos? Obviamente, ni la cultura que Freud no distingue de la civilización, ni la cultura pura, por sí sola, entendida como conciencia, responsabilización y crecimiento espiritual de la especie humana, admiten semejantes conclusiones. Explicarla a través de culpas, pecados, redenciones, sacrificios y divinizaciones, todo ello como superestructuras de un conjunto de motivaciones sexuales infantiles y de represiones derivadas de la convivencia social, no sólo la priva de contenidos propios, sino que, sobre todo, la subordina a dictados fatalistas en los que el destino y la mecanicidad la configuran y determinan por completo como algo absolutamente ocioso y estúpido. Ni la libertad ni la justicia pueden tener cabida en ella, puesto que también serían producto de tales “motivaciones”, de tal suerte que ello nos llevaría, a la vez, a buscar las propias motivaciones que inducen a suponerla tan condicionada en la mente de quien así la concibe, toda vez que también las teorías -y en especial las de él- vendrían a ser parte de esa noción de “cultura”. 5 Por otro lado, aunque ya ha sido sobradamente analizada la obra freudiana en su conjunto, al menos para efectos de la temática psicoanálitica, -que es su mérito por excelencia-, lo cierto es que su notorio pansexualismo, incluso en vida de su autor, ya fue acremente criticado. Y en este caso, tanto la explicación sobre el origen de la cultura como las causas de su llamado “malestar”, no únicamente no escapan al sentido de esa misma crítica, sino que, sobre todo, inducen a una apreciación errónea, tanto de la cultura misma como del malestar que le atribuye, de tal suerte que, precisamente a la vista de ensayos como el que nos ocupa, es como se advierte hasta qué punto algunas teorizaciones infectan o contaminan o pudren la cultura y permiten advertir que no se trata de una mera enfermedad de ella cuyo síntoma por excelencia sea expresable en términos del llamado “malestar”, sino que, por el contrario, dada su verdadera naturaleza, -de la que posteriormente nos ocuparemos al detalle-, es ella misma, no como algo dado, sino como algo que se realiza día con día, la que puede vestirse y revestirse de una u otra apariencia a partir del conocimiento, por lo que también puede cultivarse y de hecho se cultiva valga la redundancia- una “cultura del malestar”, sobre todo a partir de teorizaciones irresponsables y sofísticas, como las muchas que ha padecido la humanidad desde que adquirió conciencia histórica. Muy recientemente, por ejemplo, sobre todo en los medios políticos, se habla de otras clases de “culturas”, siendo especialmente significativa la que se enuncia como “cultura del esfuerzo”, expresión que persigue el doble objetivo de ilustrar, tanto sobre los orígenes humildes del candidato y su consecuente ascensión como resultado del trabajo, que como sobre la condición clasista a la que pertenece. Todo ello, con el afán de distinguirle de quienes han disfrutado de una condición económica privilegiada desde su nacimiento, de tal forma que por eso mismo puedan resultar incapaces para comprender las demandas más imperiosas de las masas marginadas. Expresa, en el fondo, tanto por su denominación como por su sentido, una modalidad de lo que cabría denominar “la cultura del malestar”, que lo mismo pretende manifestarse como protesta ante la injusticia que ha tamizado prácticamente todo el contenido de la historia, pero en cuya perspectiva de controversia se advierte una cierta positividad; a la vez que, por contrapartida, puede manifestarse como un simple propósito desalentador de la conciencia humana, de la voluntad de lucha y de la sensibilidad ante la injusticia y la represión, con el simple propósito de subordinar al hombre a los dictados de cualquier clase, especialmente los del poder, en cuyo caso viene a resultar evidente su negatividad. La “cultura del esfuerzo”, en un sentido más amplio, es decir, más allá de la mera pretención política, representa la historia misma del género humano en su lucha por superar sus limitaciones, atavismos, instintos y agresiones, incluidos los que Freud predicara hasta con exceso, es decir, que refleja ese afán de “sublimación” que puede ennoblecerle y humanizarle. De hecho, viene a ser el esfuerzo mismo de la cultura. En cambio, la “cultura del malestar”, lo mismo puede ser, -también dentro de esa dimensión de mayor amplitud conceptual-, una manifestación crónica de la indignación universal ante el estado de cosas de la humanidad en un presente específico, que el sentimiento de frustración al que conduce, fatalmente, la impotencia para poder actuar de una vez por todas y en definitiva con el fin de hacer del mundo un lugar más dignamente habitable. Sin embargo, junto a estas dos posturas positivas en razón de su calidad de conciencia y de acción concreta -cuando así se expresan-, no debe olvidarse la permanente presencia de la negativa, incluso a este nivel, y que se manifiesta como una persistente búsqueda por enfatizar el fatalismo, la irremediabilidad, la inacción y la renuncia, sin otro afán más que el de desalentar todo esfuerzo con el propósito de que las extralimitaciones del poder adquieran mayor impunidad y permanencia o duración por razón de la pasividad y tolerancia colectivas. 6 Finalmente, cuando se habla de una “cultura del malestar”, no sólo debe cuidarse el sentido en el que se afirma, sino también sus contenidos. En una cultura, el malestar no es tan efímero o transitorio como cuando se refieren los estados de malestar de un individuo aislado. Tanto en su sentido positivo, como en el negativo, la cultura del malestar es enormemente duradera, crónica, tenaz y hasta inerradicable. Existen colectividades que han vivido permanentemente en ella: los vicios de sus sistemas político-económicos o de sus condiciones anárquicas se han enraízado a tal extremo que se antojan incurables. Existen otras que, esporádicamente o con alguna definitividad, han logrado alcanzar alguna clase de satisfacción convivencial, de tal suerte que sólo aflora el malestar cuando se intenta romper con el cuadro. Y seguramente en el futuro podrán existir algunas clases de culturas que remonten el malestar en forma definitiva, pero ello sigue resultando, al menos en el futuro próximo, como algo verdaderamente ideal. Claro está -se dirá- que si lo que prevalece y ha prevalecido siempre ha sido el malestar, en vez de hablar de una “cultura del malestar”, deberíamos hablar simplemente de la cultura, sin más, entendida como la manifestación o expresión misma y permanente de ese malestar. Pero ello no sería correcto, puesto que equivale a desconocerle sus propias posibilidades de remontar tales limitaciones, como estrictamente debe corresponder a toda apreciación genuina de lo verdaderamente cultural, e incidiríamos, precisamente, en lo que antes hemos tratado de ilustrar como un error de apreciación freudiano, es decir, que nos limitaríamos a considerarla, fatalmente y bajo una perspectiva pansexualista, como un simple “malestar de la cultura”, pese a que ya hemos advertido y -cabe creer que hasta demostrado- que no es así. En otras palabras, es el riesgo de la ambivalencia de sentidos que tiene el concepto de ”cultura del malestar” el que puede inducir a que se piense en ella con el mayor de los pesimismos y se acabe por caer en que todo se reduce a un mero ”malestar en la cultura”. Ojalá que todo esto resulte más claro en los capítulos siguientes. II LA MANIPULACION DE LOS CONCEPTOS 1 ¿Qué es el malestar? ¿Acaso, como dicen los diccionarios, una simple desazón o incomodidad indefinible, entendiendo desazón como simple insipidez o falta de sabor? No, el malestar es estar mal. Y se está mal cuando se advierte la conciencia de una culpa, una ignorancia o una impotencia para actuar con plena conciencia y convicción de lo que se quiere. El estar mal en la cultura, al menos en el caso de Freud, resulta doblemente revelador. No únicamente la confundía con la civilización sino que, además, pretendía derivar la religión de sus propias evoluciones. De allí que al hablar de un “malestar en la cultura” lo único que terminara por mostrar fuese la impotencia que quería atribuirle a la cultura para explicar sus significados más profundos. Ya es hora, entonces, de comenzar a buscarle respuestas a las consecuencias que tal malestar ha producido en la medida en que ha propiciado una cultura del malestar, es decir, la noción de que las cosas están mal a pesar de los esfuerzos del hombre por evitarlo. Pero, ¿en dónde radica ese malestar? Porque si creyéramos que radica en las creaciones materiales únicamente, o en las espirituales nada más, o en ambas a la vez, tácitamente estaríamos reconociendo, al menos en los dos primeros casos, que un aspecto es correcto y el otro erróneo; pero si asumimos que todo está mal, como se indica en la última hipótesis, por igual podríamos presentir que nada tiene remedio o que el esfuerzo tendrá que ser verdaderamente titánico para resolver semejante problema. Lo primero, pues, es deslindar el aspecto material del espiritual, pero no por las consabidas excusas de las llamadas “razones de estudio” o por mera intención de fragmentar el problema o, -peor aún-, por incurrir en el prejuicio de suponer que no pueden estar mal ambos aspectos a la vez; no: simplemente porque las creaciones materiales conciernen a lo que se denomina civilización y las espirituales a lo que se admite como cultura. El que Freud no se haya preocupado de esta distinción constituye un primer error metodológico que le indujo a gravísimos equívocos, por lo menos en lo que a esta temática concierne. Luego entonces, tampoco cabe ocuparse de las creaciones materiales y espirituales a la vez, dado que se sigue incurriendo en el error de mezclar temas. Consecuentemente, el malestar del que cabe ocuparse es del puramente espiritual y, por ende, lo mismo puede ser aducido en relación con un estado específico de la cultura o entenderlo como una cultura concreta ya difundida o edificada. El “malestar en la cultura” al que Freud se refería ha resultado ser, por igual, un estado enfermo de la capacidad de reflexión humana para adaptarse a la altura de los contenidos y significados religiosos, así como una confesión de impotencia para asumir el papel de la cultura como un medio de redención intelectual. La cultura del malestar a la que aquí se hace referencia viene a resultar, por contrapartida, un estado sano del accionar humano, pero profundamente inconforme con las limitaciones de sus resultados en aras de una mejor comprensión de todo. Estamos, pues, en presencia de dos perspectivas diferentes y hasta opuestas: una cosa es sentirnos espiritualmente enfermos y otra muy distinta es advertir que estamos enfermándonos al propagar la creencia empírica de que lo estemos. Lo primero es patología. Lo segundo, a lo más que llegaría, es a una simple hipocondría. 2 ¿Qué se entiende por cultura? ¿Acaso el solo desarrollo de facultades y saberes? ¿O también la conciencia de ubicación, de arraigo y de contexto en el que todo ser humano se desenvuelve? Es obvio que el desarrollo conlleva lo demás, pero también es cierto que ese “demás” propicia el desarrollo. El hombre interactúa con ese “demás” y también con los demás. Sólo en ese punto es cuando aflora la cultura y asume un sentido. Toda concepción cultural es siempre colectiva, aunque sin demérito de que sean los individuos los obligados a recibirla y ocuparse de ella a título de esfuerzo particularizado para intercambiar y acrecentarla. El valor de la cultura, tanto en el orden de lo individual como en el de lo colectivo, se desprende del cúmulo de interacciones. Representa una especie de moneda cuyo valor de cambio se acrecienta a medida que se propaga enriqueciendo a sus tenedores. Pero, además del valor, toda cultura tiene y adquiere sentidos. Las ideas pueden orientarla o reorientarla constantemente. No es, por ello, una veleta, sino una mera apertura al convencimiento, a la razón, a la persuación y a la convicción. Los ingredientes dialécticos del saber, las conclusiones derivadas del conocer, las directrices impuestas por la opinión y los dictados reiterados de la convicción entran indefectiblemente en el rejuego de esa orientación o reorientación. De allí que al hablar de una cultura del malestar lo único que se pretenda es destacar el momento específico en el que su orientación revela esa sensación de incomodidad o desazón en la que se estima que ha caído el entorno en el que se expresa como consecuencia de los errores de apreciación de quienes la desvirtúan; descartándose, consecuentemente, -y debe quedar perfectamente clara la advertencia sobre ello-, el que pueda hablarse con propiedad de un “malestar en la cultura”, ya que ella no constituye un ente, por sí misma, que pueda ser susceptible de tal padecimiento, toda vez que la cultura es un atributo social e individual, o sea un atributo del ser y el convivir, y no así un ser aislado por sí misma. Hechas las anteriores precisiones, lo que verdaderamente deberá preocuparnos no es la supuesta enfermedad de la cultura, sino la medida en la que podemos enfermarla cuando creamos la atmósfera infecciosa que puede resultar propicia para ello. La cultura, pues, no está enferma, pero podemos enfermarla. Freud la veía como paciente. Aquí la veremos como prospecto de posibles contagios. 3 ¿Por qué puede hablarse de una cultura del malestar y no así de un “malestar en la cultura”? Porque basta con observar a nuestro alrededor la cantidad de campañas de publicidad desatadas por toda clase de promoventes de servicios y productos con el fin de advertir en qué medida el hombre de nuestro tiempo aparece inserto en un verdadero torbellino de incitaciones consumistas que comienzan por inducirle la idea de que sólo cuando satisfaga tal o cual necesidad -real o inventada- con tal o cual producto o servicio, podrá sentir cumplida su misión en la vida, toda vez que a base de enfatizarle tales supuestas carencias se le induce el malestar mismo. Mientras la noción de insatisfacción se cultive reiteradamente en la conciencia colectiva, con su consecuente sensación de encontrarnos involucrados en una carrera interminable por alcanzar determinados “satisfactores”, el sentido de ese malestar necesariamente permeará hasta al ser y al existir. La educación contribuye a esa impresión de falta de plenitud por la inagotabilidad del saber y la limitación ordinaria de la duración promedio de vida como para permitir el que medianamente sintamos cumplida alguna meta. Y hasta las limitaciones mismas de un entorno particularmente viciado por la cotidianeidad de las imperfecciones humanas -deficiencias de las autoridades, tanto eclesiales como temporales; contraposición de ideologías, tanto religiosas como políticas; antagonismos de grupos, tanto ideológicos como pragmáticos; etc., son elementos más que suficientes para acrecentar el entorno de insatisfacciones propiciantes del malestar, especialmente cuando no se cultiva, valga el uso redundante del término-, la noción de que la vida no entraña totalidad, ni agotamiento de todas las vivencias y experiencias posibles, por lo que debe advertirse precisamente en su relatividad vivencial el valor mismo de la libertad personal que la encauza y orienta como una preferencia subjetiva que por ello mismo se vuelve valiosa. En otras palabras, la manifestación reiterada de que vivimos en “un valle de lágrimas”, de que hay que “ganar el pan con el sudor de la frente”, de que “pagamos por el pecado original”, de que “hay que “sufrir para merecer” y tantas más expresiones reiterativas de esa ancestral convicción de culpas, castigos, pecados, fracasos y luchas, no ha hecho más que configurar una especie de “carácter general” de la humanidad plenamente orientado a la certeza de que el malestar es consustancial a la condición humana y de que resulta imposible sustraerse a esa clase de “condena” en forma alguna, máxime cuando hasta de la propia expresión “condición humana” ya se desprende una manifestación depresiva en el sentido tácito de que las cosas no están como se quisiera. Si a eso se hubiera referido Freud, se podría haber estado medianamente de acuerdo con él, pero no fue así. Lo que vino a predicarnos, en el fondo, es que debemos deprimirnos porque le parecía un verdadero motivo de amargura el que la vida resulte relativizada por la insatisfacción, y eso sí que se antoja como absurdo o desubicado de la realidad vital. Sin embargo, ello ha producido un efecto de contagio en la conciencia colectiva, pero tan arraigado y generalizado, que ya nada permite entrever la posibilidad de advertir, siquiera, que las cosas puedan manifestarse o apreciarse en forma distinta. La cultura del malestar derivada de ambiciones insulsas ha enraízado en esa conciencia con mucha mayor fuerza y consecuencias de las que cabría prever. Dicho sin irreverencia alguna, se favorece más la imagen del Jesús crucifijado que la del Jesús esperanzador, y ello porque “vende” mucho más la noción de sufrimiento y de posible redención de la “culpa colectiva” que la del amor cristiano, sobre todo porque este último concepto ya no se ajusta plenamente a la tesis prevaleciente de un “amor faber”, de ese “hacer el amor”, que constituye un satisfactor más dentro de la visión generalizada de las insuficiencias, los satisfactores, los consumos, las acepciones deportivas e industriales consecuentes con el malestar sexual a resolver como una demanda más, tan cotidianeizada como instrumentalizada. El amor de Jesús sólo atiende a exigencias espirituales superiores, mientras que al hombre de nuestros días, tales exigencias ya no le resultan una carencia, sino un estorbo o un cumplimiento formalista o ritual sin mayores alcances. En ese orden de ideas, viene a resultar obvio, y hasta lógico, que no sea la cultura la que verdaderamente acuse malestar alguno, dado que ni siquiera importa más allá de su papel de aparecer como otro satisfactor más, sino que sea precisamente una verdadera cultura del malestar la que acabe por resultar de ese abrumador proceso de insatisfacciones y satisfactores que participan del rejuego interminable de manifestarse y calmarse en una serie, también interminable o eterna, de manifestaciones paralelas y contiguas a la vida misma. Ya no resultan concebibles la convivencia y la sobrevivencia si no se dan en el marco, o con el fondo, de una lucha permanente por crear necesidades y esforzarse por encontrarles satisfactores con los cuales puedan ser paliadas. La vida se ha resuelto, merced a la “cultura” consumista y al contexto de paneconomismo cultivado por las tesis neoliberales derivadas de ideologías neocolonialistas, en un círculo inevitable de provocaciones y aplacamientos que, en el fondo, acaban por crear la convicción de que todo en la vida debe acabar por constituir un profundo malestar ante el que sólo cabe asumir la esperanza de resolverlo o aliviarlo mediante el consumo de lo que sea y justificar con ello tal estado de cosas. 4 ¿Sería concebible, pues, seguir fomentando ese estado de cosas tal, como para que pudiera liberarnos algún día de esa cultura del malestar -y ello a fuerza de repetir incansablemente el fatalmente interminable ciclo necesidad-satisfacción-? A priori se antoja hasta inaudito el solo formularse esta pregunta. Y es que estamos tan inmersos en esa visión del mundo tan dependiente de las carencias y de esa clase de economía que interminablemente promete satisfacerlas, que ya hasta se antoja inconcebible la posibilidad de alguna clase de mundo diferente. Sin embargo, aun sin retroceder a las nociones bucólicas de la vida que antaño fuesen cultivadas y encomiadas como ideales de disfrute, bien vale la pena, al menos, imaginar la posibilidad de alguna clase de mundo distinto. Porque si nuestra era se ha caracterizado por este paneconomismo galopante, a diferencia de épocas como la del mundo griego o la del renacentista, ello no quiere decir que necesariamente será eterna. Lo menos que debemos sospechar es que tarde o temprano pasará, que será reemplazada por alguna concepción del mundo diferente o hasta opuesta, pese a que para ello deban transcurrir muchas décadas o siglos. Y es que resulta obvio y hasta motivador en el sentido de que tal cambio deba realizarse por el solo hecho de confrontar los vicios y defectos tan obvios de la presente. Son las inconformidades y desagrados que se evidencian día con día los mejores indicadores y hasta resortes de la necesidad de sustituirla. El hecho de que las instituciones jurídicas no hayan logrado erradicar el fenómeno de la injusticia, de que la convivencia no haya logrado armonizar las grandes disparidades sociales, de que las religiones no hayan permitido el adecuado crecimiento espiritual, de que la cultura misma, en fin, no haya logrado sobrevivir a los embates del paneconomismo, etc. son motivos más que suficientes para sospechar, cuando menos, que las cosas demandan cambios radicales. Porque si bien la perfección y la felicidad no son objetos acabados de una vez por todas ni cabe suponer que pueda convivirse en un estado ideal de relaciones próximo siquiera a una determinada clase de ideal más o menos santificable o consagrable como meta definitiva de la historia, sí resulta perfectamente posible que al menos las demandas esenciales de bienestar espiritual logren equipararse con las demandas materiales de bienestar por las que tanto se ha caracterizado, en preocupación y ocupación, el sentido y la orientación generales de nuestra época. Obviamente, tampoco esa clase de cambio, entendido incluso como salto cualitativo de una época a otra, garantiza o asegura alguna clase de condición superior a la que prevalece. Ni siquiera se podría asegurar que necesariamente sea mejor, pues, a la vista de la historia, tal pareciera que a medida que se avanza en la ciencia y la técnica se retrocede en la religión y el espíritu. Pero tampoco cabe descartar que la fe y la filosofía pueden llegar a rebasar, en la medida en la que se haga indispensable su reflorecimiento, los estrechos límites y precariedades del paneconomismo, de tal manera que pudiese sobrevenir alguna clase de neorrenacimiento en el que la cultura ya no resulte tan manifiestamente una trinchera del malestar sino una nueva concepción del hombre menos orientada hacia el instrumentismo, justamente por su rehumanización. 5 Pero lo que más agudiza el problema de ese malestar universal creciente es que todo se antoja precisamente como si estuviese ocurriendo al revés, es decir, como si la modernidad, el avance en todos los órdenes técnicos y científicos, etc. estén contribuyendo a que cada vez se logre ir desapareciendo en mayor grado ese conjunto de motivos de malestar del hombre de todos los tiempos y que le ha acosado despiadadamente durante todas las épocas. Nada resulta más funesto que el suponer la extinción del malestar como un futuro previsible, cuando está ocurriendo justamente lo contrario, que el malestar se está enseñoreando de las conciencias de la manera más sutil y engañosa. Prueba de ello es que el consumismo, por ejemplo, induce a suponer que todas las necesidades tienen solución inmediata, debidamente empacada y prevista, para cualquier clase de “situación” imaginable. La “globalización” orienta a suponer que ya no hay resistencias de ninguna clase, ni siquiera en forma de guerras frías, controversias internacionales entre potencias beligerantes, contraposiciones ideológicas irreductibles, etc., sino que ahora sí todo el mundo bailará al mismo son. La “democratización” creciente propicia la suposición de que ya estamos lejos de cualquier clase de tiranías o dictaduras y que el mundo marchará sobre ruedas y como nunca antes. El “paneconomismo” permite la conjetura de que sólo será cosa de tiempo el que se logre hacer que todos los países sean ricos, las hambrunas desaparezcan y el bienestar se universalice. Pero la verdad no es esa. Las auténticas necesidades, no las inventadas, siguen y seguirán a muchos siglos de distancia de ser realmente resueltas. La globalización sólo comprende, realmente, a los países que utilizan sus fuerzas hegemónicas de mercado para imperializar su poder sobre los crónicamente consumidores, de tal forma que la resistencia de éstos no sólo persiste en forma de vasallaje indignado, sino también de miseria indignante e indignada. La democratización sigue siendo una prédica demagógica para la mayor parte de los países en los que se espera creer en ella aunque se advierta con toda evidencia que no opera, y la prueba es que las peores tiranías y dictaduras, al menos en la era cristiana, se han dado en el último siglo. Pero el colmo de todo ello es que justamente en este mismo último siglo, en el que se ha tratado el tema económico como nunca antes, es cuando se estén confrontando las peores hambrunas de la historia, los peores desequilibrios o desigualdades entre países y las peores perspectivas de acrecentar la desigualdad en la riqueza. Debiera comenzar a resultarnos obvio que la economía moderna ya no es la ciencia de la riqueza, sino de la escasez. Que no se administra la abundancia, sino la pobreza. Que, mientras más escasos se vuelven los satisfactores, más inoperantes devienen las administraciones. Y la prueba más contundente de ello es que, si se observan las administraciones públicas o gubernativas en cuanto a su grado de efectividad proporcional, comparativamente con sus históricamente antecesoras, claramente se percibe su grado de inefectividad y deterioro crecientes, incluso al extremo de que ya ni los mayores presupuestos les alcanzan para cumplir con el más elemental de sus deberes básicos. Hoy en día, los déficits gubernamentales se universalizan cada vez más, los endeudamientos internos y externos crecen sin medida, las burocracias son cada vez mayores y más ineficaces. El nivel de incompetencia, -si hubiese que decirlo en términos del popular Principio de Peter-, no sólo ya les llegó -o ya llegaron a él- desde hace mucho tiempo, sino que ahora lo han convertido en divisa por excelencia de su caracterización. Decir gobierno, en todo el mundo, equivale a decir ineficiencia, rapacidad, dispendio, corrupción, desorden, burocratismo, incomprensión, estupidez o caos, todo o parte a la vez, pero siempre más de uno de tales calificativos y de otros más. En tales condiciones, la cultura del malestar no es una mera sensación, y menos al estilo de la que Freud señaló como descriptiva de su “malestar en la cultura”, sino una contundente realidad que se le atraganta por igual a los ciudadanos de los países poderosos, -por mucho que el bienestar económico parezca atenuarles el problema-, que a los de países miserables, -por mucho que se consuelen con poses de indiferencia o de envidia ante el relativo bienestar de aquéllos al no perder de vista que sólo es económico y que a su vez conlleva otra problemática. 6 Sin embargo, la consideración de mayor fondo que implica toda reflexión sobre la cultura, es la de identidad. ¿Será la cultura lo que se supone que es y, sobre todo, lo que se le atribuye que sea en términos de universalizarla o hacerla válida para todos los países? Porque si puede hablarse de una cultura anglosajona, por ejemplo, caracterizada por ciertos estándares que podrían arrancar, -si se quiere-, hasta de la ética protestante justificante del espíritu capitalista, tal como quería Weber, así como de una cultura iberoamericana, -para sólo limitarnos a ellas-, caracterizada por una ética católica que obedece a parámetros en gran medida opuestos a la materialización y el pragmatismo que configuran a la otra, lo menos que podríamos suponer, a partir de ello, es que no existe la cultura, en singular, sino las culturas, en plural. E incluso, en iguales términos, podríamos referirnos a las culturas orientales, a las africanas, etc., con ánimos de referir las caracterizaciones y perspectivas, a la vez, de idiosincracias que asumen diversas concepciones de la realidad y obran en función de ellas, pero sin dejar de advertir que ese obrar lo mismo puede darse en forma de perspectiva civilizadora que de quehacer cultural propiamente tal, por lo que debemos cuidarnos de no caer en el error freudiano de confundir ambos conceptos tal como ya antes se explicó. También cabe el riesgo de errar, suponiéndonos depositarios exclusivos o monopólicos de la cultura, si sostuviéramos que los anglosajones no tienen una cultura sino una civilización o que la única clase de cultura concebible sea la nuestra, o la de los orientales, etc. Y es que son muchos los elementos que concurren en el mismo ámbito: debe distinguirse entre folklore, costumbres, civilización y cultura, por lo menos, para poder estar en condiciones de efectuar un análisis razonable del tema. El folklore es una mera matización regionalista de preferencias y gustos. Las costumbres son correlativas al folklore, pero adicionan elementos conscientes o normativos de orden moral que matizan, también en pequeños espacios, lo tipificante de esa comunidad. La civilización es el proceso material o materializado del esfuerzo y las realizaciones comunitarias que engendran una condición determinada de bienestar y convivencia. La cultura, en cambio, es una ascensión subjetiva y colectivizada hacia la creación del entorno adecuado para el crecimiento espiritual del individuo y del grupo. Con tales definiciones elementales -que evidencian una gradación- no podríamos, pues, suponer la existencia de una cultura por razas, por creencias o por continentes. El folklore, las costumbres y la civilización pueden circunscribirse. La cultura no. En todos los países hay gentes cultas y gentes que no lo son, así como tendencias de unas y otras por aproximarse entre sí o hasta por asociarse con algún fin a pesar de las distancias. La diferencia es que el folklore, las costumbres y la civilización de los habitantes de un país con respecto a los de otro, sólo son observables, imitables o hasta comunicables. Mientras que la cultura, con ser universal, permite que, independientemente del folklore, las costumbres o la civilización de los habitantes de diversos países, resulte posible un tú a tú íntimo, ilimitado e igualitario. La cultura no se observa, imita o comunica, sino que se vive, disfruta y enlaza. Dicho en otros términos: la cultura no se detiene ante el regionalismo, los hábitos o el progreso, sino que pretende la hermandad, la superación y la dignidad. En el proceso civilizador puede haber respeto, pero siempre habrá competencia. En el proceso culturizador jamás habrá competencia, y siempre habrá respeto. Si le creyéramos a Freud en el sentido de que exista un supuesto malestar en la cultura, entendiéndolo en términos de una religiosidad cifrada en traumas infantiles, que además repercuten en un daño al mundo del bienestar por razón de buscar un protopadre con el doble papel final de víctima y divinidad, pero que por ahora dificulta la posibilidad de un mundo sin tales traumas, lo único que haríamos sería subordinarnos al criterio puramente civilizador, no cultural, de la ética protestante, orientada al pragmatismo y al bienestar material, en vez de acogernos al criterio puramente cultural, no civilizador, de la ética católica, orientada a la búsqueda del bien y la salvación posterior. Caeríamos, nada más, en el rejuego de dos perspectivas diferentes del mundo: una concentrada en la utilidad y el bienestar inmediatos, sin demérito o desconocimiento de que haya algo más; y otra concentrada en el sacrificio y la esperanza mediatos, también sin demérito o desconocimiento de que haya algo más, o justamente porque sólo concibe ese “algo más” en función de ellos. Pero en ambos enfoques se atiende a una perspectiva que vincula el creer con el hacer. Se presupone que se actúa en consecuencia o, lo que es lo mismo, que se parte de lo que se cree para hacer lo que se debe. Nada más que si ello puede tomarse como tipificante de una conducta generalizada por razón de que hayan resultado vinculados el creer con el hacer ya no estaremos hablando de la cultura, sino de una manifestación civilizadora en la que las creencias, además del folklore y las costumbres, han configurado un entorno específico distintivo de esa civilización determinada. No existe impedimento alguno para que tarde o temprano esa civilización desaparezca o se transforme. Y ello es suficiente para entender y corroborar que no se trata de una cultura, pues ésta tiene la particularidad de que no desaparece ni se transforma, sino que simplemente es y perdura, porque eso es precisamente lo que la define y distingue como tal. Todavía más, el día en que tanto la ética protestante como la católica desaparezcan, porque tarde o temprano ocurrirá, -dicho sea sin ánimo de irreverencia alguna, dado que “sólo Dios es eterno” y ambas lo reconocen así-, no por ello desaparecerán las formas de civilización que ambas cultivaron en torno a tales perspectivas -salvo que éstas desaparezcan antes- ni mucho menos podrá entenderse por ello que se ha extinguido la cultura. De allí que, pese a las respectivas tesis de Weber y de Freud, terminemos por encontrarnos con la evidencia de que ni la ética de una u otra clase ha configurado por sí misma tales perspectivas civilizadoras, ni tienen algo que ver con la cultura dichas tendencias civilizadoras, ni pueden derivar de una ética religiosa las puestas de acento en unos u otros menesteres, ni se desprenden de traumas infantiles o protopadres de alguna clase las “sensaciones” que se asumen como enfermas ante la formación cultural, ni existe, en suma, malestar alguno en la cultura, como no sea el malestar propio de quien no es culto, sino sabio, o nada más que un simple científico que en mala hora se puso a filosofar sobre lo que evidentemente desconocía, tal como, por lo demás, es frecuente encontrar que incurren en la misma ligereza e irresponsabilidad la mayor parte de los profesores europeos y sus ayudantes o corifeos, todos inmersos en la estrechez de miras del científico que sólo confía en los ácidos de su probeta y, fuera de ello, se resiste a considerar hasta la existencia misma del espíritu, el amor, la filosofía, etc., sencillamente porque no alcanza a entenderlos más allá del pragmatismo de la comprobación experimental y la utilización concreta. Son siervos del consumismo capitalista y se entretienen en ponderar la ética protestante como paradigma del progreso material y como motivo de orgullo con respecto a la ética católica, a la que tácitamente atribuyen la causa del atraso material de los demás pueblos, así como un supuesto “malestar en la cultura”, también atribuible al infantilismo traumatizado de los ingenuos creyentes en protopadres que, mediante su victimización y divinización, perjudican esa clase de cultura cifrada en el progreso evidentemente capitalista- que cae en el malestar por culpa de sus anticuadas y enfermizas creencias. Huelga repetir, pues, para concluir, que tanto Weber como Freud pretenden engañarnos con las “cuentas de vidrio” del progreso material como única resultante posible de una ética privilegiada en particular con esa hipotética virtud, así como, por otra parte, con la pose de “quemar las naves” de una religión católica que quieren exhibir como traumática y provocadora de malestar, sin otro fin que el tan evidente como cínico de tratar de hacernos creer que la única clase de “cultura” posible y, desde luego, “universalizable”, sea la de la ética protestante, aduciendo implícitamente que ésta sí vela por el progreso material y la capitalización crecientes, mientras que la ética católica es la de un mundo en el que se padece y sufre el malestar en la medida en que por razones de creencia no resultan posibles “el poderío, el éxito y la riqueza”, aunque cuidándose bien de precisar de qué clase de poder, de éxito o de riqueza se trata y, sobre todo, las de quién o de quiénes. En una palabra, todo el problema se reduce a percibir el sentido profundo de sus planteamientos: un judaísmo y un protestantismo confabulados porque siguen sin perdonarle al catolicismo su mayor grado de influencia que ellos. Y mientras que uno le atribuye la culpa del atraso material anticapitalista, el otro le atribuye la culpa del malestar de la civilización misma, aunque traducida como “cultura” para aparentarle mayor importancia. III PRECISANDO LAS NOCIONES 1 Manuel Herrera y Lasso, en sus magníficos “Ensayos Filosóficos”, se cuidó de precisar con todo rigor las diferencias esenciales entre sabios y cultos. Weber y Freud, conforme a la línea de sus observaciones, resultarían ser sólo sabios. Lógicamente, en una obra de esta naturaleza no se pretende ofenderlos con tal afirmación en forma alguna, ni se arriesgaría el propio prestigio -por nulo que sea ante el de ellos- cometiendo una imprudencia tal ante personalidades y obras tan plenamente reconocidas. Pero tampoco cabe comulgar con ruedas de molino a partir de la idea de que todo cuanto tales personalidades hayan afirmado deba tomarse como dogma de fe, pues caeríamos en la propia concepción freudiana del protopadre y las carencias infantiles traumáticas que inducen a buscarlo en víctimas divinizables. Ni tales sabios, pues, son víctimas o divinidades, ni sus obras, o la nuestra, son incontrovertibles. Y partamos de ello para reanalizarlas. Lo primero que nos dice Herrera y Lasso es que “los diccionarios confunden la cultura con la ilustración, con la erudición, con el enciclopedismo, con la educación, con la civilización; y el uso vulgar emplea la palabra como sinónimo de civilidad -que no es más que la urbanidad municipal- y hasta como equivalente de cortesía”. Y esta primera afirmación es congruente con lo que se ha venido señalando sobre la visión de la cultura en dimensiones distintas a las freudianas. Pero luego nos refiere las distinciones esenciales entre el sabio y el culto en forma tal que cabe esquematizarlas como sigue: A.- “El punto de vista del sabio es fundamentalmente inhumano. El mundo para él sólo tiene interés de espectáculo. Su observación es limitada y parcial; no abarca el conjunto; escudriña los detalles. Cuando descubre uniformidades en la naturaleza y las enuncia en leyes, ha escalado la más alta cima a que su esfuerzo puede conducirlo y no pasa de ahí; se conforma con haber esclarecido el “cómo” de las cosas y no intenta investigar el “por-qué” de ellas. En su mente, la ley se confunde con la causa. No conociendo y estudiando sino fenómenos, el hombre, en su ser personal e irreductible, le es totalmente desconocido. Su propósito esencial consiste en someter al ser humano al cartabón de la naturaleza y entenderlo por ella”. B.- “En cambio, quien distingue entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu y dedica estudio preferente a estas últimas, tiene un punto de vista diametralmente opuesto. Para él, lo que las matemáticas consideran simple extensión, lo que las ciencias de la naturaleza sólo tomarían en cuenta por los fenómenos externos que origina, es el teatro de una inmensa tragedia en la que el hombre -el hombre en su plenitud íntima- juega el principal papel. Las “variaciones individuales” que la biología desdeña y cuya inexplicabilidad reconoce Darwin, le interesan más que las leyes de la herencia, porque a aquéllas se debe que un hombre se llame Cristóbal Colón y descubra el Nuevo Mundo, y otro se llame San Francisco de Asís y perfume la tierra con el hálito angelical de su amor”. Y más adelante añade, para sintetizar la idea: “llamamos culto, dentro del lenguaje común, al hombre disciplinado en las ciencias del espíritu”. C.- “El saber culto es indudablemente filosófico, porque es unitario, sintético, y sobrepasa las lindes de las distintas ciencias. Pero la filosofía pìensa las cosas en conjunto, para comprenderlas mejor; su labor es especulativa; en tanto que la cultura se confunde con el hombre y convierte el saber en “nerva et ossa” de la conciencia, poniéndolo al servicio de los fines de la vida ”. D.- “En general, la ciencia ingresa, o mejor dicho se incorpora a la cultura, cuando es, o pretende ser, no definición pura sino clave de la existencia”. E.- “Hay eruditos especialistas con conocimientos excepcionales en determinada materia. Hay “eruditos a la violeta” -como los motejaba Moratín- cuyo saber superficial e incompleto, de exhibición y no de acendramiento, hace de ellos un frívolo adorno de salón. Hay, quizá, eruditos que lo sean en todo, enciclopedias vivientes que, al modo de las escritas, tengan almacenados en la mente por orden alfabético todos los conocimientos. Y hay también los “semi-sabios” que desdeñaba Bacon; los “primarios”, sobre los cuales fulmina anatema León Daudet; y, en general, los “sabios del pequeño saber”, como los llama Carlos Díaz Dufoo Jr. en sus epigramas”. Y nos dice en seguida que: “A ninguno de ellos, ni siquiera al de saber enciclopédico, puede incluírsele entre los hombres cultos. A todos les hace falta para ello haber asimilado plenamente sus conocimientos, haber convertido (cito de nuevo a Scheler) la “materia del saber” en “fuerza para saber”. (“Culto, decía una vez un hombre ingenioso, jugando con las palabras, es aquel a quien no se le nota que ha estudiado, si ha estudiado, o que no ha estudiado, si no ha estudiado”). En todos se echa de menos también el carácter unitario, sintético, vital, del saber culto. La ciencia de que se ufanan es meramente exterior y adventicia. La memoria funciona en ellos de un modo casi mecánico, automático, apenas espiritual. En el hombre culto, por el contrario, en cada situación y en cada momento, el pensamiento aporta al espíritu su contribución total: lo mismo la ley física que el dato histórico, lo mismo el aforismo del pensador que la teoría filosófica. Su memoria no es depósito material, sino rica corriente del espíritu. Pudiera decirse, adecuando al caso una expresión de Séneca, que la cultura no consiste en saber más, sino en saber mejor. Por eso, el abuso de erudición y el prurito pedante -graves faltas contra lo que el francés de antaño llamaba concisamente “el gusto” y nosotros hemos denominado “el buen gusto”- son por completo extraños al saber culto”. F.- En suma, cuando se trata del sabio: “el hombre es sólo espectador de un mundo sin historia en que la noción de espacio prepondera sobre la de tiempo...” Mientras que, cuando se trata del culto: “son los fenómenos espirituales los que nos ocupan, el hombre es espectador y actor de la historia misma y la noción de tiempo prepondera sobre la de espacio”. G.- Y quizá lo que mejor configura su idea es lo siguiente: “¿Quién es un hombre culto? Indudablemente, un hombre cultivado en el saber, un hombre que sabe. Pero al hombre que sabe lo apellidamos sabio, de lo cual parece derivarse la equivalencia de los dos calificativos. Y sin embargo, suponed un sabio, el más eminente, que sólo sepa Matemáticas, o Física, o Química, o Biología, o todas estas ciencias juntas y no podréis llamarlo culto. En cambio pensad en cualquiera de estos hombres que enumera Antonio Caso en una página de sus Principios de Estética: Petrarca, Erasmo, Voltaire, Lessing, Saint Beuve, Carlyle, Emerson, Ruskin, Renán, Taine, Nietzche, Menéndez y Pelayo, Benedeto Croce, “espíritus curiosos de todos los movimientos del espíritu; insignes filólogos en el sentido más amplio y más noble de la palabra; historiadores del espíritu humano”... y no se os ocurrirá llamarlos sabios, porque del modo más natural e inmediato vendrá a vuestra mente, para calificarlos, el epíteto de cultos”. H.- Pero duele resistirse a transcribir otra más de las referencias de nuestro autor por ser tan altamente ilustrativa del tema: “Refiere Anatole France que, encontrándose en una gran ciudad europea, visitaba las galerías de historia natural de un museo en compañía de uno de los encargados de él, que le describía a los zoolitos con extrema complacencia y le impartía preciosas enseñanzas, llegando en ellas hasta el período “plioceno” que pone fin a la época terciaria en la historia de la tierra. Pero cuando nos encontramos ante los primeros vestigios del hombre -dice el inolvidable estilista- mi erudito guía desvió la mirada y eludió mis preguntas, contestándome que aquello no era de su vitrina. Me dí cuenta de mi indiscreción. Nunca debe interrogarse a un sabio sobre los secretos del Universo que no están en su vitrina. Eso no le interesa”. 2 Weber y Freud fueron, sin duda, dos sabios indiscutibles. Sus respectivos aportes a la ciencia son excelentes. Pero el problema sobrevino cuando ellos mismos rebasaron los límites de su vitrina del saber y comenzaron a pontificar sobre lo que ignoraban, especialmente si exageraron la validez de sus observaciones para un determinado tópico y pretendieron convertirlas en explicación universal de todos los demás. Hoy en día, sólo a unos pocos ingenuos sigue convenciéndoles la tesis de Weber en el sentido de que el espíritu del capitalismo, vinculado con la ética protestante, sea el único motor posible del progreso, especialmente cuando resulta evidente que al referirse a “Occidente” sólo pensaba en Europa y los Estados Unidos de Norteamérica y que al referirse a “América” sólo aludía a este último país, amén de que al llamado “espíritu del capitalismo” también puede atribuírsele, por ejemplo, y tan literalmente como lo refiere, el “espíritu del judaísmo”, o el “espíritu del imperialismo”, o el “espíritu de la explotación”, etc., ya que, a fin de cuentas, lo único que con ello se exalta es una mezcolanza de economía y religión, a la sombra de la sociología, para tratar de convencer sobre la pseudo “cultura” del enriquecimiento “justificado”. Y también son ya muy pocos hoy en día, afortunadamente, los que siguen creyendo, con Freud, que la cultura se enferme, que pueda sentir “malestares”, y que tales malestares provengan -¡oh, desgracia universal!- de toda esa inmensa mayoría de la humanidad que por razones traumáticas de una infancia que no logra “el poderío, el éxito y la riqueza”, automáticamente se autocondena a paliar con las religiones -y subraya la cristiana- su frustración infinita mediante protopadres que juegan el doble papel de víctimas y divinidades para consolarla de su agobiante destino; situación que ya debiera rebasar esa enferma humanidad para que la cultura no siga padeciendo semejante malestar. Se le vea, pues, por donde se quiera, tanto Weber como Freud, han procedido exactamente igual que como pretenden hacerlo los ya también citados profesores universitarios europeos, adheridos a clanes o mafias, pero profundamente sabios, sin duda alguna, aunque tan escasamente cultos como para haber perdido de vista el sentido de la filosofía y de los valores del espíritu, procediendo a su “negación”, su “inutilidad”, su “desaparición”, su “muerte”, y hasta su “adiós”, como el caso del depresivo y deprimente Cioran. En esa infausta secuencia de superficialidades se inscriben las llamadas “corrientes modernas de pensamiento” -así bautizadas por ellos mismos- y que se conocen como empirismo, pragmatismo, positivismo, neopositivismo, sociologismo, funcionalismo, estructuralismo, etc., con toda una pléyade de representativos sabios -no de cultos- como Bacon, Hobbes, Locke, Berkeley, Hume, Comte, Mill, Spencer, Dewey, Malinowski, Mead, James, Peirce, Carnap, Von Mises, Wittgenstein, Popper, Strauss, Foucault, Lacan, Althusser, etc. al igual que las llamadas “escuelas”, como la de Francfort, Pollock, Grossmann, Horkheimer, Marcuse, Fromm, Adorno, Habermas, etc.-; y los denominados “grupos”, como el de Berlín -Reichenbach, Lewin, Köhler, Hempel, etc.- o el de Polonia -Twardowsky, Kotarbiski, Lukasiewuicz, Tarski, etc.-, que a fin de cuentas son simples pandillas de profesores en diversas ramas del saber, aglutinadas en clanes de apoyos y elogios recíprocos para convalidar lo que unos y otros afirman con ánimos de exaltarse y proyectarse en común. En otras palabras, lo mismo que en materia literaria han venido haciendo los clanes internacionales de escritores mediocres o medianamente sobresalientes para proyectarse hacia el acaparamiento de toda clase de premios internacionales que permitan la difusión masiva de sus obras en aras de una mayor comercialización, tal como ha ocurrido con el clan de Octavio Paz que si como poeta pudiera haber tenido algún mérito, como ensayista no se ve por dónde pudiera atribuírsele, tal como corroboraremos más adelante en esta misma obra y como oportunamente se le hizo saber, aún en vida, mediante otra distinta del propio autor de estas líneas: “El Méxicano, según sus Canciones”-, Milan Kundera -cuyas novelas sólo tienen el mérito de una excelente selección denominativa y sobrepretenciosa de sus títulos, pese a sus paupérrimos contenidos-, Fernando Savater -que como divulgador de lo más elemental de la filosofía escolástica le ha merecido el adecuado calificativo de “filósofo light”-, el ya citado E. M. Cioran, -que ha cultivado en la depresión y el neonihilismo, a lo Vargas Vila, un reverdecimiento exhibicionista de la frustración-, etc. y que dentro del club de halagos mutuos que les caracteriza han terminado por no dejar pasar la publicación de cada una de sus nuevas obras sin la referencia y cita obligadas de las demás sandeces pronunciadas por los otros miembros de la cofradía. Obviamente, pues, no puede llamarse a eso con algún calificativo de “ismo”, “escuela”, “grupo”, etc. porque resulta evidente, tan evidente como en los anteriores, que no hablan el mismo idioma ideológico, pero sí el de su recíproco interés. 3 Y es importante destacar tal realidad no con ánimos de desacreditar a los citados o minimizar sus méritos, sino con el exclusivo propósito de procurar el desengaño en torno a la sobrevaloración de lo intrascendente. Lo verdaderamente dañino para la cultura es “enfermarla” en la medida misma en la que es conducida a un aparente estado de malestar porque no se adapta a las tesis del teorizante que quiere “llevar agua a su molino”. Lo cierto es que intentan cultivar el malestar mismo como dato distintivo de cualquier clase de cultura posible. Y ésa no puede ser, ni será jamás, la realidad objetiva de la cultura, ya que por su propia naturaleza siempre estará por encima de tales inclinaciones. Como que por eso es cultura: porque rebasa las vanalidades de la sabiduría pontificante y de la ignorancia generalizadora. No se desconoce entre los citados, y ello desde luego, el mérito de Bacon, Hobbes, Locke, Hume, Spencer y Foucault, por ejemplo, en cuanto al valor de sus obras y su significación filosófica y cultural, pero inevitablemente debe tomárseles con las reservas propias de la tendencia esencialmente pragmática predominante en el pensamiento anglosajón de sus épocas, es decir, sin pretender universalizarlos sólo porque gozaron del privilegio económico que les proporcionaron sus países al permitir una mucho mayor difusión de sus obras que las que pueden alcanzar quienes escriben y publican en otros. La mayor difusión o fama no necesariamente implica congruencia con lo valioso o con la verdad, máxime cuando esa difusión o fama es producto de un consenso amafiado y propagado como valioso sin que en realidad tenga mérito alguno y sin que sus obras, finalmente, puedan pasar de simples “flores de un día”, tal como corresponde a lo comercial, pero, por ello mismo, más rápidamente perecedero. Prueba de ello es que lo indudablemente valioso de muchos otros ni siquiera se cuestiona o desconoce. Por otra parte, la cultura no se cifra en el hecho de que tales autores y obras hayan resultado decisivos en la mentalidad prevaleciente en los países que acusan un mayor desarrollo industrial al haber centrado todo el sentido de la vida de sus habitantes en el trabajo, la riqueza o el capital. El bienestar económico podrá ser el resultado de todo ello y hasta justificará una determinada visión del mundo altamente centrada en lo material, el confort, la suficiencia o la opulencia, pero ni ello asegura que ésa sea la clase de vida ideal que todo ser humano anhele ni representa por sí mismo una expresión estrictamente hablando cultural, sino puramente civilizadora o de “status”. Nada impide que los demás pueblos o habitantes hasta desdeñen tales posesiones o privilegios a cambio de otras clases de valores, como la salud, la felicidad, la filosofía, la reflexión, la seguridad, la tranquilidad, el orden, la limpieza de sus tierras y aguas, la educación, etc., sin que por ello estén precisamente equivocados, enfermos, traumados o sean causantes de que la “cultura” acuse “malestares” de cualquier naturaleza. Lo que ha provocado esta perspectiva del mundo esencialmente centrada en el progreso material, el bienestar económico, la riqueza, el capitalismo, etc. viene a ser, finalmente, la paupérrima -y por ello paradójica- concepción misma de la vida, del hombre, de la fe, del amor, de la filosofía y de la cultura que por igual tienen.Tanto el trabajador como el capitalista, desde siempre, han despreciado cualquier otra clase de vida que no sea la de ellos. El desempleado, como el pobre, les representan algo vergonzante, humillante y molesto. Sólo se respetan a sí mismos en la medida en que el trabajo y el dinero están vigentes. Su universo completo gira en torno a los ejes de la opulencia, la ocupación y el bienestar. Y hasta cuando aparentan reñir entre sí -como en la teatral “lucha de clases” marxista- lo único que disputan es “el poderío, el éxito y la riqueza” freudianos, pues a eso se reducen todas las ambiciones y sentidos de sus vidas. En consecuencia, cuando de verdad se hace referencia a la cultura, lo que menos importa es precisamente lo que a ellos les obsesiona. La cultura ya es suficiente riqueza, por sí misma, como para que pueda caerse en ridiculeces como las de centrar todo el sentido y valores de la existencia en términos de poderío, de éxito o de riqueza. Los valores de la cultura son los valores supremos y no se va a renunciar a ellos por el “plato de lentejas” de la compraventa privilegiante o las “treinta monedas” de la compraventa traicionante. Claro está, por otra parte, que de ninguna manera puede pensarse que con ello se pretende justificar el abandono, la irresponsabilidad o la miseria, sino simplemente darle al esfuerzo, al trabajo y al dinero la dimensión moderada y realista que les corresponde y no la obsesiva y enfermiza que acusan sus panegiristas. Ya desde los tiempos del “nada en exceso” griego, los cultos saben lo que los sabios ignoran. 4 Vimos antes que nuestro Herrera y Lasso se refirió a los tópicos con los que hasta los diccionarios suelen confundir el concepto de cultura. Y mencionó la erudición, el enciclopedismo, la educación, la civilización y la civilidad o urbanidad o cortesía. Ha llegado el momento de ocuparnos de cada uno de esos señalamientos para precisar en mayor grado la naturaleza de nuestro estudio. El erudito, desde luego, es aquél que sabe todo acerca de un poco, aunque lo ignore todo acerca de todo lo demás. Es el especialista, el sabio por excelencia, el que ha agotado la indagación sobre un tema tan específico que perfectamente puede ser consultado para encontrar la última respuesta posible, pero sólo sobre eso. Su personalidad es inconfundible: en cualquier reunión se distinguirá por exhibir lo que sabe sobre su tema, -además de que sólo desea ser consultado sobre él-, pero, en cuanto le cambien el tema, forzosamente caerá en el silencio absoluto o se despedirá, tal como decía Anatole France que le ocurrió con el sabio que enfrentaba una vitrina distinta. Ya no tiene nada que decir o hacer. Y aunque se sabe que toda especialidad anquilosa o paraliza, el erudito toma su parálisis como problema de carácter, de timidez o de simple indiferencia por cualquier otro asunto. Ni siquiera admite con honradez el verdadero origen de su limitación. El enciclopedista es su antítesis: sabe todo de todo, sólo que la calidad de su saber es prácticamente nula. Está “enterado” o “informado”, pero jamás podrá estar “interiorizado” o “formado” sobre el tema de que se trate. Puede opinar de todo, pero sus opiniones carecen de sustento y de fondo. Se maneja con soltura en una reunión, ya que para los más diversos temas podrá tener alguna palabra, pero su vanalidad y superficialidad son inocultables. Y, tarde o temprano, los demás lo perciben. El educado, a pesar de lo engañoso del término, no es precisamente el culto, sino el de los buenos modales, las expresiones correctas, los hábitos adecuados, los comedimientos debidos, etc., es decir, el que no únicamente puede ser capaz de civilidades, urbanidades o cortesías figuras que en seguida veremos- sino que además revela alguna clase de formación académica que le permite opiniones un poco menos superficiales que las del enciclopedista, aunque bastante menos profundas sobre un solo tema, como las del erudito. Su educación se ajusta a la media intelectual del grupo común y corriente de una específica colectividad y, por ende, no desfasa o se desajusta de una posibilidad convivencial más o menos estandarizable. Tampoco es precisamente un mediocre, pero no pasa de lo convencional. El civilizado es como el educado, sólo que no necesariamente ha tenido una formación académica como éste y, sin embargo, puede manifestarse como adaptado a la convivencia social. Esta adaptación, -que es su nota distintiva-, le permite relacionarse con mayor facilidad, incluso, que el erudito. Puede no tener la educación necesaria, pero sí el “don de gentes” o la “amabilidad” suficientes para ajustarse mejor a la convivencia cotidiana, a diferencia de la autoaniquilación del erudito -sobre todo el de la técnica- cuando le obligan al abandono de su tema. La civilidad, urbanidad o cortesía se distingue de la demostración de civilización en que puede prodigarse con desconocidos, en la calle, en sitios públicos, o con sujetos con los que se convive cotidianamente. Es un tipo de adaptación convencionalizada y frecuentemente orientada hacia otros fines: la cortesía del dependiente de tienda, la urbanidad del que cede su asiento en el transporte colectivo, la civilidad del que recoge en la calle al que se cae, etc., es decir, demostraciones o acciones totalmente esporádicas o incidentales que pueden ser intrascendentes o fingidas y asumidas con una finalidad concreta más frecuentemente exhibicionista o protagónica. En suma, pues, como ha podido verse, nada de esto tiene algo que ver con la cultura en su significación real. 5 ¿Cómo entender entonces la cultura? Si partiésemos de la noción griega, diríamos que se trata de todo cuanto el hombre superpone a la naturaleza, pero esta noción tiene el inconveniente de incluir la civilización y, por ende, induce al error freudiano de confundir la obra material humana con lo genuinamente cultural. Y si nos acogiésemos a su sentido popular tradicional, como simple mejora de las facultades intelectuales, morales y físicas del hombre, caeríamos en la ingenuidad de confundir hasta la llamada “cultura física” como valor espiritual, sólo porque la comercialidad publicitaria de las gestas deportivas presumen o le atribuyen alguna clase de espiritualidad en lo que no pasa de ser más que empeño o esfuerzo por el éxito o resultado. Y si acudiéramos, finalmente, a la pretención sociologista de suponerla sujeta a cierta clase de realizaciones, reflexiones e interacciones humanas, caeríamos en generalizaciones tan graves como las de suponer que una contienda bélica, una noticia periodística o un intercambio de obras de arte resulten ser cultura, siendo incontrovertible que no lo son. Si asumiésemos, en cambio, que el hombre es, o logra ser, en la medida en que se hace o autoelabora como un ser consciente de esa hechura, y que a partir de tal postura o actitud afirma el sentido de su vida y de sus obras a la necesidad de un crecimiento espiritual, entonces podremos advertir que necesitará, pero siempre conjuntamente, de lo que le aporten la erudición, el enciclopedismo, la educación y la civilización, entre otros muchos elementos, para poder autoconstruirse. Es el crecimiento espiritual, y nada más que él, lo que define su hombría y su cultura. Pero ¿cuáles son esos “otros muchos elementos” antes referidos y, sobre todo, qué se entiende por “crecimiento espiritual”? Los “otros muchos elementos” son sus principios, sus valores, sus derechos, sus relaciones, sus fines, sus ideas, sus esperanzas, sus experiencias, sus vivencias, su entorno, sus sentimientos, sus preferencias, sus gustos, sus ideales, sus anhelos, sus esfuerzos, sus trabajos, sus bienes, etc., es decir, todo cuanto influye en su formación, determina su vida y orienta sus actos. Consecuentemente, el crecimiento espiritual, absolutamente independiente de su crecimiento físico y temporal, consiste en el grado de “sublimación”, -dicho sea en términos freudianos-, con el que logra apartarse de la fuerza de gravedad de la animalidad, -que necesariamente tiende a hundirle en la sordidez del instinto y la burda satisfacción primaria de lo material-, para elevarle a la atmósfera de la Verdad, del Bien y de la Belleza, que son los ideales del espíritu mismo y que le hacen más hombre y menos animal en la medida en que los cultiva. Ser culto, pues, es haber superado la subordinación a la animalidad o, si se quiere, haberse elevado a la dignidad de la hombría. Y, pese al simplismo de ambas respuestas a la pregunta inicial, jamás deberá perderse de vista que si ésa es la concepción que nos formamos del espíritu, ésa tendrá que ser, también, la que nos hagamos de la cultura. Caer en errores como los de confundir el espíritu con el espiritismo, o suponerlo algo intangible o no localizable en alguna parte del cerebro o del resto del cuerpo humano -a la luz del pragmatismo más miope de todos los tiempos-, o imaginarlo, simplemente, como una especie de nube metafísica o esotérica o mística -tal como lo imaginan los que apenas logran imaginar algo- es caer en la más ciega de las posturas. El espíritu no es fantasma, materia, órgano o alegoría. Es lo que distingue al hombre de la piedra, el vegetal o el animal. Y, quien no sepa distinguirlo, tampoco distinguirá la cultura, porque el espíritu es la entraña de la cultura y, por contrapartida, la cultura es la “materialización” del espíritu. 6 Así las cosas, para el pragmático, el hablar de “materialización”, tiene un sentido literal, -no entrecomillado-, sino objetivo, concreto y específico, y que busca descubrir o encontrar en la materia. Por eso confunde cultura con civilización. Cree que es la obra material del hombre la que define la cultura y, por ende, termina, -como Freud-, pensando que la “cultura” padece de un malestar debido a que no hemos logrado una civilización generalizada en todos los países del mundo en razón de que el cristianismo se ha constituido, a través de un protopadre que satisface nuestros traumas infantiles mediante una víctima divinizada, en una especie de obstáculo al triple ideal del progreso que enunció como “el poderío, el éxito y la riqueza” y que constituye la esencia o médula de todo pragmatismo materialista a ultranza. En esa misma línea de ideas, aunque sin llegar a Jesucristo, -por ser el protestantismo una de las ramas del cristianismo-, es en lo que confluye la tesis weberiana sobre la “ética protestante” y el supuesto “espíritu del capitalismo”, -que en realidad debió enunciarse como “meta” o “finalidad” del capitalismo, pues el afán de lucro mercantil de ninguna forma justifica degradar las palabras y los conceptos hasta el punto de caer en la ligereza de llamarle “espíritu” a lo que no pasa de ser más que una simple especulación o interés-, y con la que pretende convencernos tácitamente de la ineficacia del catolicismo. También resulta claro entender, en este caso, que para un pragmático imbuido y catequizado en la mentalidad del economismo capitalista a ultranza, necesariamente resultaba imposible entender que exista otra clase de valores infinitamente superior a la mera finalidad exclusivista o monopólica de “el poderío, el éxito y la riqueza”, como si ese fuese el único ideal humano justificable a plenitud, pues eso también “está fuera de su vitrina”. Por tales motivos, ambas teorías, por muy respetables que nos resulten sus autores, no dejan de ser cuando menos sospechosas de esa clase de intencionalidad que degrada la verdad, prostituye la inteligencia, deforma las percepciones del mundo y engaña a quienes se dejan. El que hoy predomine la tesis de que la economía lo sea todo, de que el poder lo permita todo y de que el éxito sea el parámetro para justificarlo todo, no permite inferir que eso sea lo mejor para todos los hombres de todo el planeta, -aun cuando sí lo sea para muchos o todos los que radican en las potencias económicamente dominantes, pues al menos mientras podamos seguir hablando en términos de espíritu y de cultura los demás podremos pretender seguir siendo hombres bajo parámetros distintos a los de ellos, sin que ello nos haga automáticamente mejores o peores, sino simplemente diferentes, y es evidente que la pluralidad y diferenciación es precisamente lo más distintivo de la cultura. Sólo lo uniforme es propio de la civilización, la tiranía o el fanatismo. El día que también renunciemos al derecho a diferenciarnos, si es que tal desgracia ocurriera, nada más digno que ser sustituidos por robots o desaparecer en cualquier otra forma como especie, porque la cultura sólo puede ser humana, no de máquinas, de uniformes, de poderes, de éxitos o de riquezas. IV LAS BANDERAS DEL ENGAÑO 1 Puestos en otro punto de perspectiva, también cabe observar que todo pragmatismo, positivismo, empirismo, sociologismo, funcionalismo, etc. necesariamente confluye siempre en un hedonismo. El objeto por excelencia de simplificar la comprensión del mundo, de reducir la vida entera a la mera satisfacción inmediata de las necesidades primarias, de renunciar a la filosofía y a la religión en aras de una cientifización y tecnificación de todo, de inducir al consumismo como fórmula por excelencia para ejercer y expresar “el poderío, el éxito y la riqueza”, de llevarnos a la opulencia económica, el progreso material y la suficiencia operativa como expresiones finales de una ética religiosa específica, etc., sólo obedecen a la finalidad suprema de alcanzar el placer. Ahora, hasta el más novato de los psicólogos nos dice, repitiendo a Freud, que el placer es un “principio”, que existe ese supuesto “principio del placer” -del que Freud quería ir “más allá”-, aunque jamás demuestren a qué clase de ciencia pertenezca o cómo pueda resultar posible que el mero gusto, satisfacción, beneplácito, contento, agrado, diversión, goce o entretenimiento puedan ser elevados a la condición de principio de ciencia alguna. Pero resulta lógico entender que cualquier visión sabia o cientificista del mundo, propia de profesores universitarios alemanes, ingleses o norteamericanos, no pueda salir del estrecho círculo de la mentalidad consumista y que necesariamente terminen por elevar el propio consumismo a la categoría de principio del placer. De allí a la elaboración de una teoría centrada en la idea de que todo el sentido de la vida es el de simplificarla y consumirla no existe siquiera la distancia de un paso. El consumo y el placer son las dos caras de la misma moneda. La materia y la simplicidad son sus dos sellos impresos. Acusan lo mismo que imputaban a los científicos, filósofos y artistas soviéticos, subordinados a los dictados del Estado, pues ellos se subordinan a los dictados de una “pseudoética” con la que apuntalan los dictados de su capitalismo. ¿Cómo, entonces, podrían preocuparse de las dificultades y sacrificios que representan la filosofía, la religión, la cultura o el espíritu? Toda dificultad es contraria al “principio del placer”. Y no hay que olvidar que hasta el consumo debe revestirse de placer en todos los sentidos, desde el colorido de la envoltura del producto comercial para hacerlo atractivo y codiciable, hasta la altura e iluminación del escaparate para que no represente la menor dificultad el tomarlo y llevárselo. En esa mentalidad quedan inmersas las visiones simplificantes y automáticamente se excluyen las inexplicables. Lo que la ciencia no explique, sencillamente no existe, o por lo menos no debiera existir para que no nos ponga en el predicamento de tener que indagar sobre ello. Y así ha venido ocurriendo con la “ética protestante”, el “espíritu del capitalismo”, la lucha por “el poderío, el éxito y la riqueza”, el “materialismo científico” y los empirismos, pragmatismos y neoliberalismos de toda clase. La sintomatología de la corrupción humana a la que conduce tal visión del mundo es evidente: los adolescentes se van de casa para disfrutar del “principio del placer” sin la vista encimosa de sus padres; la suficiencia o insuficiencia económicas obligan a la elección del barrio o pueblo adecuados para vivir; las diferencias raciales impiden la convivencia intelectual o afectiva para sujetarla al color de la piel; la drogadicción, la pornografía y la criminalidad son parte del placer escenificable y ejemplarizable como para dejar de temerles en la medida en que se proceda a su familiarización; la incorporación de la ambición, la codicia, la envidia o la posesividad como valores supremos de la vida son más que suficientes para asegurar el progreso nacional; etc. Pero el clímax de todo ello se expresa en el conductismo. Las tesis del llamado “análisis transaccional” son suficientemente indicativas de la clase de convivencia que se fomenta. Ya no es nada más la compulsiva obsesión de saber si “yo estoy bien, tú estás bien”, o “yo estoy bien, tú estás mal”, o “yo estoy mal, tú estás bien” o “yo estoy mal, tú estás mal”, con ánimos terapéuticos o catárticos, no, ahora también se trata de asegurar que siempre estaremos bien quienes consumimos, quienes alentamos el “espíritu capitalista”, quienes nos apoyamos en la “ética protestante”, quienes buscamos “el poderío, el éxito y la riqueza”, etc., es decir, que siempre estarán mal quienes no pueden producir o sean pobres y poco consumidores, quienes no alienten el “espíritu capitalista”, quienes no se apoyen en la “ética protestante”, quienes no busquen “el poderío, el éxito y la riqueza”, etc., o lo que es lo mismo, quienes son orientales, latinoamericanos, africanos, etc., quienes son católicos, budistas, mahometanos, etc., quienes son negros, amarillos, cobrizos, etc., quienes no son poderosos, exitosos o ricos, etc., y lo mismo como individuos que como países. 2 También podría decirse, por contrapartida, que la “ética católica” y el “espíritu de pobreza” o “espíritu socialista”, dicho sea esto último -si se quiere- en términos de “socialismo cristiano”, son la contraposición y antítesis del “espíritu capitalista”, de la “ética protestante” y de la búsqueda del “poderío, el éxito y la riqueza”, por lo que nada resulta más contrario al progreso, el consumo, la civilización, la ciencia, la técnica, etc. que quienes tiran precisamente en ese sentido contrario. Un mundo de pobres, aunque solidarios entre sí; de sacrificados, en vez de gozadores desmandados; de moderados, en vez de dispendiosos crónicos; de hermanables, en vez de discriminantes intransigentes; de fieles, en vez de libertinos a ultranza; de morales, en lugar de corruptos y criminales; etc., por supuesto que nada tiene que hacer en un medio consumista donde los antivalores del mercado logran cambiar hasta los valores morales, éticos, religiosos, etc. para que se le subordinen todos, incluso con el mismo grado de servilismo y ausencia de honradez intelectual de sus profesores universitarios, tan evidentemente enganchados a la publicidad mercantil y de la que también obtienen beneficios comerciales, absolutamente incomparables con la miseria de los honorarios por la cátedra, a través de la publicación de cualquier estupidez que escriban con el fin de loar y rendir pleitesía tácita y semidisimulada a esos valores del mercado que arrasan con todos los demás valores humanos cuando de especular y ganar se trata. No hay duda, pues, de que la “ética protestante”, el “espíritu capitalista” y su divisa común: “el poderío, el éxito y la riqueza” son los imperantes “signos de los tiempos”. Bien podría decirse, parodiando el lema musulmán, que “sólo el dinero es Dios, y Weber y Freud son sus profetas”. Pero tampoco hay duda, y se debe ser muy honestos en ello, en que la “ética católica”, el “espíritu de pobreza” y hasta los ideales de la práctica del bien, el amor y la caridad, aunque jamás puedan verse como obsoletos e inaplicables a esa clase de convivencia ideal que Jesús predicara, no dejan de resultar inoperantes en un entorno como el que han cultivado e impuesto aquéllos. Incluso hasta resulta vergonzante que las prédicas de antaño sobre el “espíritu de pobreza” sólo hayan servido, paralelamente con el ideal ejemplarizado de San Francisco de Asís, para la explotación colonialista, -tan indiscriminada como anticristiana-, de Latinoamérica y Africa; que la “ética católica” simultáneamente haya magnificado los valores bíblicos y renacentistas y, a la vez, se haya encauzado al oscurantismo, el fanatismo, la inquisición y hasta el crimen, como en la llamada “Noche de San Bartolomé”, las luchas del papado, las intrigas cardenalicias, etc., siendo tan radicalmente opuesto, a esto último, el mensaje esencial de quien sirviera de motivo para su fundación; que tampoco haya renunciado, por igual, a la ejemplaridad de la modestia, la dignidad y la conformidad de la prudencia, lo mismo que a la soberbia, aunque hipócritamente lo disimule-, de los mismos objetivos freudianos: “el poderío, el éxito y la riqueza”, tan inocultablemente manifiestos en las joyas de sus museos, los diezmos, las intromisiones en el poder temporal y el consentimiento del fanatismo. Su única desgracia, es que el “espíritu capitalista” se le ha impuesto y la “ética protestante” la está rebasando en términos de hegemonía, por lo que ya no le quedan más alternativas que las de subordinarse al vencedor y tratar de congraciarse con él o tomar la “opción por los pobres” y abanderar toda clase de luchas sociales con el fin de amargarle la vida al capitalismo galopante y esperar que se desboque y autoconsuma o de alguna otra forma sobrevengan tiempos mejores. Bastante extraño resulta, por lo demás, que las altas jerarquías coqueteen con el capitalismo mientras las bajas se pronuncien por la llamada “teología de la liberación” y participen o alienten las luchas sociales en contra del capitalismo. Y es extraño, porque no se ha acudido a las prácticas excomulgatorias de antaño ante tan manifiesta contraposición. Como que se quieren atender los dos frentes a la vez: el de sobrellevar a los poderosos y el de alentar a los pobres simultáneamente, para “no quedar mal ni con Dios ni con el diablo” y en espera de que el tiempo decida quién termina por imponerse, si la élite cada vez más reducida de los que dominan el mundo o las grandes masas cuyas hambrunas pueden terminar por devorarlos o, al menos, por representarles el consabido “malestar en la cultura” que, en el fondo, no viene a ser otra cosa que el malestar de sus conciencias e inconciencias. 3 Pero volvamos a la aplicación concreta del “análisis transaccional” para acabar de configurar el cuadro de la clase de “cultura” en la que desean imbuirnos los que toman a “malestar” de ella el que no pueda universalizarse la irreligiosidad, el poderío, el éxito y la riqueza. Si se parte de la premisa de que el mundo capitalista está bien y todo el resto del planeta está mal, ello presupone dos posiciones fundamentales de origen: la absolutista o neroniana, que perfectamente podría incendiar Roma sin lamentarse por ello, puesto que, como lo demás no vale, nada importa que se pierda; y la de autosuficiencia o hitleriana, que sobrevalora lo propio y se obliga a destruir lo demás para que no se contamine lo suyo. En ambas expectativas de fondo, pues, la inhumanidad o aculturación es la nota distintiva y, por ende, sería impropio suponer que ello signifique por sí mismo alguna clase de cultura concebible o que esa pudiera ser la meta de ella. Si la cultura se reduce a una sobrevaloración y a una destrucción, lo menos que podría atribuírsele como calificativo es precisamente el de cultura. En consecuencia, cuando Freud pretendió hacernos creer que existe alguna clase de “malestar en la cultura” lo primero que debió sospecharse es que el malestar lo padecía él. Era a Freud a quien le molestaba que el fenómeno religioso pudiese salírsele de los esquemas conceptuales a los que quería reducirlo. Y prueba de ello es que siempe se expresó ambiguamente de la valoración que pretendía hacer sobre ella. A veces, como en El Porvenir de una Ilusión, se limitaba a tratarla como un escudo con el que los creyentes se protegían del mundo, y a veces, como en El Malestar en la Cultura, la entendía más como una causal de inadaptación al mundo. Por eso en el análisis transaccional cultivado por los conductistas el “estar bien” representa una forma de rehuir el malestar, y el que los demás “estén mal”, -sin perder de vista que sólo pueden calificarlos así quienes sienten que son ellos los únicos que están bien- representa una forma de rehuirlos. Ya no se trata, en este último caso, de molestarse por el malestar, sino de molestarse por la presencia misma de los demás. Es absolutamente sartreano el molestarse por la presencia del otro. Las viejas reservaciones de pieles rojas fueron el mejor ejemplo. El desagrado universal por los indígenas marginados; los miserables moribundos de las hambrunas africanas; los infantes perseguidos y asesinados en las selvas de asfalto brasileñas; los inmigrantes latinos de Norteamérica, -sólo codiciables y útiles para la explotación de órganos transplantables una vez que son asesinados por las patrullas fronterizas-; etc., son apenas algunas de las muestras de ese “estar bien” que puede disponer hasta de las vidas, cuerpos y esfuerzos de los que “están mal”. Obviamente, pues, a estas alturas, ya no cabe hablar de un “malestar en la cultura”, por mucho que se quiera enfatizar la magnitud de esas desgracias, sino, en todo caso, de toda una verdadera habitualidad por animalizarnos al extremo, por renunciar a la hominización misma, por destruir el respeto a los valores básicos -como la vida, la dignidad de la persona, la inteligencia, la religión, el espíritu y la cultura misma-, por alentar prácticas de mercado y consumo en las sociedades que aparentan tener mayores recursos económicos y de civilización, por violentar el sentido mismo de la convivencia, por destrozar honras y dignidades en aras de un consumismo a ultranza, por alentar el enriquecimiento capitalista a pesar del destrozo del hábitat mundial, etc., de tal forma que eso no es otra cosa, ni cabe calificarlo de algún otro modo, que un verdadero fomento o cultivo de lo que viene a ser, ni más ni menos, que una verdadera “cultura del malestar”. Lo que se quiere fomentar es el descontento de vivir en el mundo, de ser hombres, de tener una vida, de anhelar una dignidad, de esperar alguna felicidad, de distinguirse de la masificación, de disfrutar alguna vivencia noble a nuestro paso por la tierra; en una palabra, lo que se quiere es que nos amarguemos la vida. Y cuando se cultiva ese amargamiento de la vida lo único que sobreviene es precisamente la “cultura del malestar”. Claro está que tampoco existe, dicho sea con toda propiedad y en respeto a la verdad, una tal “cultura del malestar”. Y esto debe subrayarse y reconocerse con toda claridad, especialmente si se advierte que la cultura, como tal, es precisamente lo único que permite sobreponerse a cualquier clase de malestares posibles, según dejamos dicho antes. Pero si lo vemos desde el punto de vista histórico y evolutivo de la humanidad como especie y observamos la clase de propaganda con la que han pretendido orientarnos los despotismos que han tapizado el planeta a lo largo de los siglos, claramente advertiremos que son muchos y muy frecuentes los científicos y pensadores que intentan convencernos de que todo es una desgracia porque no puede estar como ellos suponen que debiera estar y, por ende, que son ellos los únicos que “están bien” y que todos los demás “estamos mal”, sin más explicación que la de vernos hacia abajo porque no pretendemos o no somos capaces de lograr “el poderío, el éxito y la riqueza”, que son los paradigmas que a ellos les mueven. En suma: se nos inculca la sensación de malestar para que los supongamos superiores a nosotros, dignos de imitación, o veneración, o subordinación, pero no por ello cabe suponer que tal estrategia de dominio represente precisamente una “cultura del malestar”. Huelga insistir que la verdadera cultura está por encima de tales estupideces. 4 Ahora bien, aunque se ha insistido demasiado en la necesidad de precisar las ideas anteriores, ello ha obedecido a la conveniencia de dejarlas perfectamente claras para efectos de una doble pretención: por una parte, la que podría ser puramente enciclopédica en el sentido de acopiar datos y pruebas de que el mundo capitalista se ha empeñado en demostrarnos que él “está bien” y los demás “están mal”, pero esta demostración ha quedado cristalizada en la llamada “derrota del socialismo” y las actuales prédicas de “globalización”, por lo que podemos perfectamente abstenernos de entrar en referencias al detalle para no caer en una mera exégesis de lo evidente, y limitarnos a destacar la sospecha de que ese triunfo y esa derrota sólo sean aparentes, tal como en seguida nos ocuparemos de demostrarlo; y, por la otra, la que podría ser intencionadamente “erudita”, en el sentido de citar a múltiples tratadistas que se han ocupado del capitalismo y de su evolución a partir de la crítica marxista, sólo con el propósito de evidenciar que son más sus sofismas que sus verdades y que finalmente, como lo denunciara Chomsky, ha caído en una mera neodictadura imperialista, tan totalitaria como la que decía combatir. A esta clase de capitalismo ya podremos, pues, calificarlo, parodiando a Marx, como una “dictadura de la burguesía”. Pero el calificativo tampoco resulta suficientemente acertado, ya que no toda la burguesía ejerce en verdad esa clase de poder político-económico en plena conjunción, sino sólo la más alta burguesía, la que es propietaria de empresas transnacionales y que se sirve de los gobiernos dominables y de las otras burguesías que se les rinden a cambio de algunas migajas de su poder. Ese mismo capitalismo, por otra parte, tampoco ha caído en los errores de antaño, sino que ha recompuesto su figura: ahora aparenta la pulverización del capital a través de las acciones, pero sólo de las pequeñas empresas manipulables; implementa medidas de previsión social en favor de su personal, pero sólo en la medida en que le sirva y sea explotable; restringe la jornada laboral, pero sólo durante el tiempo en que logra la automatización máxima para proceder a desemplearlo; etc., es decir, que el “espíritu capitalista” no decrece ni se rinde, sino que sólo aplaza sus medios de dominación plena mediante las participaciones ridículas, las prestaciones interesadas y la robotización progresiva, de tal forma que ya la selectividad, la marginación y el desempleo comienzan a expresarse cada vez más con mayor énfasis. El paso siguiente es que los minicapitalistas echen mano de sus pocas acciones para sobrevivir, los trabajadores jubilados salgan a mendigar y los desempleados se conformen con las jornadas reducidas y los salarios restringidos para poder comer. Y esto, que se muestra tan obvio tanto entre países como dentro de cada uno de ellos, necesariamente se reflejará en los parámetros a cultivar: ya las solicitudes de empleo en algunas naciones interrogan sobre la religión que se profesa, si se cree o no en Dios, si se militó alguna vez en partidos socialistas, si se piensa que el capitalismo es positivo o negativo, etc., es decir, que a la empresa ya no le importan tanto las referencias del trabajador, los empleos anteriores, las experiencias vividas, la escolaridad alcanzada, las aptitudes adquiridas, etc., que a fin de cuentas son los elementos que, en teoría, debieran ser interesantes para efectos de calificar la destreza posible para el puesto del que son solicitantes, sino que ahora se piensa más en el sentido de una comunidad o fraternidad de creyentes o feligreses que no traicionen “el poderío, el éxito y la riqueza” de sus amos. Se trata más de una nueva clase de compra de esclavos que de selección y contratación de personal. 5 Esa clase de neocapitalismo emergente en el que la selectividad extrema gira más sobre lo ideológico que sobre lo funcional se está propagando a lo largo y ancho de la “aldea global”. En el futuro próximo, el aspirante a un puesto de trabajo, si quiere tener “el poderío, el éxito y la riqueza” resultantes de ser contratado, necesariamente tendrá que afiliarse o fingirse creyente de la “ética protestante” a la que correspondan sus prospectos de amos, a menos que resuelva renunciar para siempre al “espíritu capitalista” y aproveche su condición de desempleado afiliándose a cualquier agrupación de izquierda que aún proteste, aunque con más romanticismo que efectividad, en contra del neocolonialismo asfixiante que lo arroja con su familia a la peor de las miserias. El dilema entre sobrevivir subordinándose, o disponerse a morir por razón de lealtad a una fe, una creencia, una religión o un ideal, está enlazado con el problema de comer y trabajar con el uniforme físico y moral que se le imponga, o luchar y arrebatar con el uniforme, tambien físico y moral, de la rebeldía, la sedición, la revolución o el vandalismo. Y si ambos extremos son tan inaceptables como absurdos, pese a que coincidan en la uniformidad subordinada y en la necesidad e interés inocultables, lo menos que debiera inquietarnos es la preocupación de encontrar alguna vía conciliatoria, no “por enmedio”, pues sería “más de lo mismo”, sino “por arriba”, mediante el salto de imaginación que sólo la auténtica concepción de la cultura puede proporcionar. El mundo entrampado en la obsesión económica, la lucha interminable, el afán de riqueza desmedida, la tesis del “tener más”, etc., necesariamente es un mundo en descomposición. Si todo el sentido de la vida humana fuese el de alcanzar esos fines y a ellos se destinara durante su brevísima duración, lo único que puede concluirse es que carece de sentido alguno. Y la muestra inocultable de ello es la realidad misma de la “vida” actual. Por contrapartida, el solo oponerse a esa clase de “vida” mediante una renuncia bucólica a vivirla. tampoco corresponde al grado de necesidad universal creada por los excesos resultantes de haberla permitido. La respuesta, por ende, al menos la que puede provenir de la cultura, es la de comenzar a revalorar los conceptos mismos. Si la obsesión económica es producto del apremio creciente de las necesidades, la escasez aumentativa de los satisfactores y las demandas indetenibles de una población igualmente creciente, lo menos que en estrica lógica cabe admitir, por mucho que nos desagraden las tesis de Malthus, es el restingir el crecimiento poblacional hasta lograr su reducción radical en todo el mundo. Y con este primer problema están implicados, desde luego, las demandas universales de agua potable, alimentos, ecología y energéticos, todos los cuales están a punto de estallar. Toda lucha demanda una tregua, al menos para el abastecimiento de las fuerzas en pugna, pero en la lucha humana jamás nos hemos concedido tregua alguna. Se ha vuelto interminable la contienda entre todos los países por enriquecerse a como dé lugar. Hoy en día hasta la política, la religión, la sociedad, el medio ambiente, los servicios asistenciales, el gobierno, la educación, la democracia, etc. tienen que subordinarse a los dictados imperiales de la economía. Pero la economía engendra, de por sí, la reactivación de toda lucha, pues está en su propia esencia el esfuerzo permanente de alcanzar lo máximo con lo mínimo. Y en esa carrera interminable necesariamente arrastra a quienes le sirven. El avaro ya no es la figura excepcional de la obra teatral clásica, sino el ejemplar típico de la pseudocultura económica. Quien se enriquece y sigue acumulando riquezas más allá de lo que previsiblemente podrá emplear en el curso de su vida, sabe que carece de sentido alguno el seguir esforzándose por ello, que está desperdiciando la vida misma en cuanto a sus significados de fondo, pero el enriquecimiento económico conlleva la ambición por el éxito y el poder, dos fantasmas con los que pierden el sueño los que atribuyen a tales fantasías un valor mayor al que verdaderamente tienen o que pueden ser útiles cuando realmente se requieren. Ni el dinero en exceso alivia, ni el poder relativo resuelve. Y tanto el exceso como la relatividad son contrarios a la cultura. El “tener más”, si se viese con ojos freudianos, debería explicarse como una manifestación de impotencia sexual, de homosexualidad latente, de trauma infantil edípico y hasta de compensación alucinatoria oral-genital por insatisfacciones prenatales. A cualquier nuevo Freud le resultaría extremadamente fácil convencernos de que el acaparamiento de riquezas es un medio por el cual el sujeto asume la certeza de que “podrá” mantener la “erección” de un imperio económico a pesar de sus limitaciones sufridas en la niñez por la carencia de compañeras sexuales adecuadas; de que tal afán de posesividad, como lo señalara Marañon respecto del Don Juan, viene a representar una forma de autodemostrarse la propia virilidad por temor a incidir en preferencias típicas del sexo opuesto; de que todo deriva del trauma infantil edípico de haber amado en exceso a la madre y, lógicamente, de haber odiado en extremo al padre, por lo que una forma de compensarse del dominio que aquél ejercía sobre la madre en razón de “proveerla” de satisfactores materiales es precisamente el de “poseerlos” ahora en exceso para asegurarse de que el padre no vuelva a ser favorecido por la madre, sino suplirlo en esa preferencia precisamente al poder ser “proveedor” de ella; de que la compensación alucinatoria oral-genital le haya llevado a la “posesividad en exceso” de bienes en su poder debido a que la continencia sexual de la madre durante el embarazo, fuese por prescripción médica o por prejuicio, le hubiese inducido a una mera “apetencia no satisfecha” de relaciones no consumadas y que ahora afloran en la forma de “acumulación de riquezas”; etc., es decir, que se puede inventar cualquier clase de explicación “psicológico-científica” del problema sin que nadie se atreva a controvertirla, pues la gran ventaja de la psicología y de la sociología es que todo cuanto se diga en nombre de ellas puede pasar por científico siempre y cuando el nombre y apellido del autor sean germánicos o angloamericanos. Con eso basta para que sean creíbles. Pero el problema de fondo de ese “tener más”, a los ojos de la cultura, no pasa de ser más que simple voracidad, egoísmo, ambición y estupidez. No se necesita de la psicología para comprobarlo. El que quiere desperdiciar los demás valores a realizar en la vida sólo porque se ocupa de realizar su enriquecimiento desmedido, pese a que sepa de antemano que serán otros los que se aprovechen finalmente de su esfuerzo, es porque, -como en el mensaje evangélico-, a pesar de tener ojos no quiere ver, y, a pesar de tener oídos, no quiere oír. En una palabra, a los ojos de la cultura, ni siquiera se requiere de una gran sabiduría para entender que se está en presencia de un imbécil. (Y por supuesto que al genial humorista Jardiel Poncela se le llenaría la boca de satisfacción al decirlo precisamente así). 6 En síntesis, si reconsideramos el tema en los términos e ideas del propio “análisis transaccional” que nos ha venido ocupando a lo largo de este capítulo, tendríamos que revalorar los conceptos mismos a la luz de la perspectiva cultural. ¿Quién es el que “está bien”: el que se pasa la vida empeñado en “tener más” o el que sólo se preocupa por “ser más”? ¿Quién es el que “está mal”: el que desperdicia su tiempo en amasar riquezas o el que sólo se preocupa por ellas en la medida en que las requiere para subsistir? ¿Cuáles países son los que “están bien”: los que destrozan al hombre y su entorno para “tener más” capitales y comodidades o los que se cuidan de protegerlos aunque no gocen de tales ventajas? ¿Cuáles países son los que “están mal”: los que descuidan la cultura a cambio del progreso o los que se cuidan de cultivar a su pueblo en el “ser más”? Es obvio que jamás nos darán la misma respuesta unos y otros, y que hasta sobrarían los que querrían el ideal de ambas cosas a la vez. Tampoco es de esperar que las respuestas de todos los habitantes de un mismo país puedan ser iguales. Y menos aún cabría suponer que las disparidades de opinión fuesen producto de que unos obren conforme a la “ética protestante” y otros conforme a la “ética católica”, o de que a unos les anime el “espíritu del capitalismo” y a otros cualquier otro espíritu o hasta la ausencia manifiesta de él. Lo que verdaderamente determina el que las respuestas se pronuncien en un determinado sentido o en su opuesto es la cultura. Al inculto le basta con llenarse los bolsillos. Al culto, con llenarse el alma. Al inculto le satisfacen los oropeles del mercado, los colores de las envolturas, el sonido de las monedas, el estómago lleno, los rugidos del motor o el chirrido de las llantas. Al culto le complacen las puestas de sol, las lecturas preferidas, las conversaciones fecundas, las oraciones catárticas, el amor a la naturaleza o el gozo de la reflexión. Y lo mismo pueden ser católicos que protestantes, capitalistas que comunistas, ateos o creyentes, ricos o pobres, negros o blancos, pues la cultura respeta la patria y arraiga en la humanidad, mientras que la incultura no tiene patria ni le importa la humanidad. Las diferencias del futuro, al menos entre hombres, ya no serán decididas por el nivel de vida o la posición económica de ellos, pues el “ideal” de Babitt, el de Sinclair Lewis, ya nada más podrá importarle a los incultos. Para el hombre culto seguirá sin haber paradigmas a venerar o modelos a reproducir. Le bastará y sobrará con ser él mismo, sin soberbias ni humillaciones. Y sólo los países que revaloren el sentido de su política educativa podrán dejar de obsesionarse en seguir produciendo determinado número de técnicos por año en cualquier especialidad fabril para comenzar a inquietarse por la educación integral, es decir, la que sobrepone la orientación hacia el humanismo como base de la cultura y de cualquier auténtico progreso imaginable. V LA MANIPULACION DEL PODERIO, EL EXITO Y LA RIQUEZA 1 Hay quienes piensan que el capitalismo, sobre todo ahora, después de la llamada “derrota del socialismo”, es un fenómeno mundial. Pero nada más falso que tal suposición. Hasta hace poco se estimaba que alrededor del seis por ciento de los habitantes del planeta poseía la mitad del dinero del mundo. Ese mismo seis por ciento aproximado disponía de más del setenta por ciento de la media de alimentos diarios necesarios y su esperanza de vida era treinta años mayor que la de los demás. Una tercera parte de la población mundial se estimaba cristiana y, a su vez, cerca de una tercera parte de ella se consideraba protestante. Ello implicaría suponer, pues, que ni todos los protestantes son capitalistas, ni todos los países donde predominan los protestantes son ricos, ni domina el capitalismo en un mundo donde precisamente lo más escaso son los capitales. En otras palabras, tanto “la ética protestante” como “el espíritu del capitalismo” son menos universales de lo que se supone, y tampoco puede afirmarse, a ciegas, que sólo los protestantes “estén bien”, mientras que, todos los que no lo son, necesariamente “están mal”. Pero existen más datos estadísticos, tomados de diversas fuentes, que ilustran todavía más ese panorama de la situación mundial. Por ejemplo: existen alrededor de cuarenta mil empresas transnacionales en todo el mundo y, la mayoría de ellas, son estadounidenses. Su magnitud es tal, que sólo las quinientas más grandes de ellas, generan ingresos superiores al producto interno bruto de ese país, lo que permite advertir, sin duda, su importancia económico-política. Sin embargo, de las diez más grandes, seis son japonesas, tres estadounidenses y una británicoholandesa, por lo que hasta allí no puede suponerse que sea el protestantismo la nota dominante, ya que la mayoría numérica no necesariamente se equipara con la potencialidad. Más aún, la más grande del mundo, o sea la japonesa Mitsubishi, que trabaja con más de cien mil productos, tiene ingresos muy superiores a los de sus más cercanas competidoras. Por otra parte, no pasa del cinco por ciento el número de países afiliados a las Naciones Unidas que controla tanto al propio organismo como a la economía mundial. Sólo los Estados Unidos proveen del setenta y cinco porciento del armamento que prácticamente obligan a que les compre América Latina, sobre todo bajo pretextos como el combate al narcotráfico. Pero ese control de la economía mundial necesariamente se auxilia del control político, militar y cultural, por lo que se hace intervenir a toda una serie de instituciones y organismos que permiten manipular y simular ese control, como es el caso del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial de Comercio, la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos, la Organización Internacional del Trabajo, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la propia Organización de las Naciones Unidas con sus diversas dependencias o divisiones, etc., todos ellos dependientes del llamado Grupo de los Ocho, que es quien en última instancia lo dispone todo, y auxiliados por la Agencia Central de Inteligencia y otros organismos afines y subordinados a los integrantes del grupo. Ello puede llevarnos a concluir, pues, que no es el protestantismo el que domina por sí mismo en el mundo del capital, sino el Grupo de los Siete, ahora de los Ocho, constituido por Estados Unidos, Alemania, Japón, Inglaterra, Italia, Francia, Canadá y la Federación Rusa. Tres de esos ocho países son señaladamente protestantes. Dos son predominantemente católicos. Dos son considerados como mixtos o variados y otro más corresponde a las religiones de Oriente. En consecuencia, sólo puede concluirse de ello lo siguiente: A.- No es la ética religiosa predominante lo que permite la hegemonía económica. B.- El “espíritu del capitalismo” sólo depende de la posesión y disposición en grande de capitales. C.- “El poderío, el éxito y la riqueza” son exclusivos de quienes dominen la economía mundial. D.- Quienes dominan la economía mundial son ocho países únicamente. E.- La lucha emprendida por esos ocho países que detentan la posesión del capital ya no se endereza contra otros países, puesto que por sí mismos nada tienen que oponerles, sino contra sus propios trabajadores, incluso mediante la amenaza permanente sobre ellos de instalarse en países pobres y desemplearlos. F.- La tendencia de la economía mundial del futuro inmediato tendrá que ser la de reprimir un poco la voracidad capitalista que les anima para evitar una insubordinación radicalizada de los demás países, de sus propios trabajadores y de los de aquéllos, en tanto que pudieran afectar sus mercados. 2 Ahora bien, siendo tan obvio el que para hablar de capitalismo sea indispensable que haya capitales, resulta igualmente obvio que no pueda calificarse de capitalistas a los países que carecen de ellos, pese a que cuenten con empresas y empresarios con alguna holgura y recursos notoriamente superiores y hasta desproporcionados al máximo respecto a los de sus asalariados y desempleados. Y esa obviedad se reconfirma al advertir que los controles de precios internacionales, la competitividad de las empresas transnacionales, las políticas asumidas por ellos, etc., necesariamente los hacen arrodillarse a sus dictados en cuanto pretenden rebasar sus fronteras y dejar de limitarse a una pequeña parcela de producción para el puro consumo interno al que deben obligadamente autorrelegarse. Dicha subordinación está condicionada, además, a un cierto servilismo permanente quintaesenciado en relaciones cordiales y sumisas, apariencia de pertenecer a la clase capitalista, pronunciamientos públicos en favor de la economía de mercado, manifestaciones notorias de proclividad hacia la libre empresa, integración de organismos empresariales que acojan a los ejecutivos de las empresas transnacionales dentro de una noción de filialidad e igualdad disimulantes de su excesivo poder, etc., de tal manera que se logre aparentar la universalidad del capitalismo y que los empresarios locales se magnifiquen como tales a pesar de sus relativas miserias después de cualquier comparación que se efectuara. La banca y la publicidad juegan también sus papeles complementarios de apoyo al gran capital. Con la primera se obtiene que el mercado de dinero permita una controlada expansión relativa de los negocios locales mediante financiamientos razonables a sus operaciones, pero en cuanto el negocio alcanza alguna importancia o competitividad, lo mismo puede ocurrir que la inversión extranjera busque intervenirlo, comprarlo o procurarle el desplome necesario mediante el desquiciamiento temporal de la banca misma, de la moneda, de los controles gubernamentales, etc., para que a fin de cuentas deje de resultar amenazador al interés prioritario de la gran empresa transnacional. Con la publicidad se alcanza un objetivo diferente: el empresario local tiene acceso a ella dentro de las más elevadas condiciones de costo, por lo que su competitividad está restringida a una cierta suficiencia económica de origen que la permita como lujo; no obstante, se le trata como inversión, pues ciertamente le permite acrecentar su mercado y, por ende, su producción o capacidad de comercialización; pero el resultado final esperado después del sacrificio, también puede trastrocarse con una campaña promocional y publicitaria mayor de la empresa transnacional, seguramente asociada con la empresa publicitaria misma, hasta terminar por quebrar a la competidora local y adquirirla en bancarrota o simplemente desaparecerla. Todo ello es absolutamente obvio: el pez grande, -desde siempre-, se ha comido al chico. Y prácticamente la única resistencia real al capitalismo hegemónico o neoliberal del presente proviene de dos fuentes no empresariales: la sociedad civil, en primer lugar, que sufre los embates de esa lucha en carne propia y se opone a los gobiernos débiles que se les rinden; y los intelectuales, en segundo término, que asumen conciencia de tal estado de cosas al advertir la gravedad de ello, pero que sólo se limitan a manifestarlo. Lógicamente, los trabajadores sólo se expresan dentro de la sociedad civil y no como grupo, ya que ante el fantasma del desempleo, el riesgo de la marginación definitiva, o el mantenimiento de la esperanza de contratarse, lo que menos intentan es hacer ruido y resultar perjudicados por ello. 3 A medida que se reconcentra la riqueza mundial en unas pocas manos, que se acrecienta la miseria de las grandes masas, que se generalizan las hambrunas, que se destruyen los valores, que se pierde la soberanía nacional de múltiples países, que se revuelven y convulsionan por las luchas internas de protesta ante las políticas serviles e inútiles de sus gobiernos, que se maximiza la impotencia de los demás pueblos para superarse, que se demeritan aceleradamente sus instituciones tradicionales, que se advierten inútiles las estructuras jurídicas nacionales e internacionales para mantener alguna clase de gobernabilidad, que se propaga la visión de la inutilidad de las religiones para resolver problema alguno y menos el de convencer a los poderosos, que afloran los problemas de inseguridad general y de vandalismo y terrorismo para afirmarse, que se desquicia el orden mismo del mercado por el que viven las grandes potencias en forma prioritaria, etc., el panorama convivencial no únicamente se ensombrece, sino que también puede estallar. ¿Cómo podrá darse tal estallido? Marx pensaba en la dictadura del proletariado, después de la revolución, porque le parecía fácil superponer a los pobres con el fin de empobrecer a los ricos. Lógicamente, los ricos empobrecidos tarde o temprano acudirían al mismo expediente dentro de una espiral interminable, puesto que siempre, toda pobreza, inevitablemente quiere acceder a la riqueza. Su dinámica natural es precisamente ésa. Pero ya no son los tiempos simplistas de Marx ni parece suficientemente lógico asumir como solución un mecanismo de alternancias tal. Hoy en día, la forma de restaurar el equilibrio puede sospecharse oculta dentro del mercado mismo. En la medida en que el capitalismo comience a retraerse ante la incapacidad de consumo de una humanidad cada vez más generalizadamente miserable, ante la competitividad creciente de los propios productores transnacionales entre sí por razón del estrechamiento del mercado y la pérdida de capacidad adquisitiva de los desempleados o sobreexplotados por él, ante la embestida de la inseguridad creciente en forma de actos vandálicos o atentatorios que ya obligan a múltiples ejecutivos de las transanacionales a refugiarse o huir los fines de semana para evitarse secuestros, ante la concientización progresiva de las grandes masas para boicotear el consumo de los productos de ellas y preferir los nacionales, ante el incremento de los mercados prohibidos, las operaciones subterráneas, los paraísos fiscales y los lavados de dinero, etc., lo absolutamente lógico es esperar que la estructura organizativa mundial necesariamente deba cambiar en múltiples sentidos si desea subsistir favoreciendo al capital. Es de esperar, entonces, una verdadera revolución en el ámbito del derecho, tanto internacional como interno, porque sólo sobre la base de otra clase de regulaciones jurídicas, orientadas en la perspectiva de una restricción definitiva a la hegemonía de los grandes capitales, es como ellos mismos podrán seguir sosteniéndose como tales. Paradójicamente, quizá sean ellos mismos quienes acaben por pedir la intervención del Estado -aunque les sea incondicional- para evitar su autodestrucción. También es de esperar otra verdadera revolución en el ámbito de la política, tanto internacional como nacional, porque sólo revalorando las milenarias premisas de la democracia por encima de la política misma es como podría revalorarse, a su vez, a las propias masas que la hacen posible como condición de una clase de poder no absolutista y, por ende, no combatible. Y también, paradójicamente, quizá sean los grandes capitales los primeros que deban renunciar a la dictadura totalitaria de su poder económico en aras de una verdadera restauración de la capacidad de consumo de las mayorías. Tendrán que volver a la vieja tesis de Henry Ford, pero ya no mediante el incremento de los salarios, -pues ni la automatización creciente ni el número de desempleados, también creciente, lo permiten en forma alguna- sino del capital con el que de algún modo deba dotarse a los marginados, -quizá comenzando por la magnificación del viejo seguro de desempleo-, para que, a su vez, puedan generar fuentes de empleo y recursos para el consumo, ya que no habría de dónde más sacarlos. E, igualmente, deberá esperarse una verdadera revolución demográfico-ecológica. Si no se restringe la natalidad o se mata a los ancianos a partir de alguna determinada edad, -tal como recientemente lo preconizara Norberto Bobbio tras la comodidad de haber llegado a los ochenta y siete años y decirlo cuando ya no corre riesgo alguno de ser sacrificado conforme a su teoría-, y si no se vigila el asesinato progresivo de la naturaleza, -tal como evidentemente está ocurriendo día a día con la extinción de múltiples especies útiles-, las propias materias primas para la producción de los capitalistas acusarán una escasez tan grave que hasta les resulte imposible operar en forma alguna, máxime que el mercado se habrá estrangulado aún más. Tan paradójicamente, pues, como en los casos anteriores, serán los propios capitalistas quienes procuren tales controles sobre la población y sobre la naturaleza, pese a que siempre se hayan servido indiscriminadamente de ambas. 4 La problematica contemporánea, pues, por lo dicho hasta aquí en el presente capítulo, ya no puede ser contemplada a través del análisis sociológico superficial que se limita a suponer chabacanamente que la riqueza o el enriquecimiento sólo son compatibles o alcanzables cuando se profesa alguna determinada ética religiosa o cuando se atribuye a la capacidad de enriquecimiento la virtud de alguna clase de “espíritu” en particular, se le llame como se le llame. Obviamente, mucho menos aún cabe seguir cayendo en las conjeturas imprudentes del psicoanalista que abomina de las religiones mediante el recurso de denigrarlas cuando no sean congruentes con su triple ideal del “poderío, el éxito y la riqueza”, pues también resulta evidente que dicho ideal es la más mortífera de las armas en contra de sí mismo. La única forma como se extingue la concentración en exceso del capital es mediante su destrucción, y si ya ni la pasada experiencia del marxismo pudo abrirles los ojos suficientemente al respecto, sería verdaderamente increíble que la presente inminencia del desastre no logre hacerles recapacitar. Curiosamente hasta la naturaleza misma coincide con ello: es bien sabido que la teoría astronómica de la expansión universal después de la gran explosión incluye la tesis de la futura reconcentración o implosión del universo hasta llegar a la extinción total. ¿No será posible que al menos por la mera intuición natural que se desprende de observar las contracciones y expansiones de la materia con motivo del frío y del calor, y que se asimilan en mucho menor escala a las hipótesis de tal teoría, se reflexione un poco sobre la similitud de lo humano, que también es parte de la naturaleza? Para el hombre de nuestro tiempo, al menos para el hombre culto, la civilización acusa una crisis de crecimiento insoslayable y que tarde o temprano estallará en la neurosis colectiva de un malestar generalizado que puede extinguirla. En eso, y hasta allí, la intuición freudiana es absolutamente acertada. En lo que no se puede estar de acuerdo con él es en las causas, los protagonistas y los elementos. Las causas de ese malestar no son las creencias, sino las injusticias. Los protagonistas no son los fundadores de religiones, sino los capitalistas a ultranza. Los elementos no son la cultura y la religión, sino la civilización enferma por el egoísmo, “el poderío, el éxito y la riqueza”, ya que no se le educó jamás para “ser más”, sino sólo para “tener más”. Su paradoja final es que justamente por ello es por lo que cada vez tiene y tendrá mucho menos. 5 Por otra parte, también es claro entender que buena parte del desarrollo capitalista deriva de la tecnología. En la medida en que los avances de la ciencia abastecen de nuevas expectativas al desarrollo tecnológico y que este mismo desarrollo revierte hacia la ciencia en nuevas exigencias o demandas de perfeccionamiento o avance, en esa misma medida el capitalismo se aleja cada vez más de las sociedades menos evolucionadas y se enriquece en mayor grado. Pero también la técnica tiene sus límites. Tanto la ciencia como la técnica requieren del hombre y, por ende, su primera limitación es que se necesita emplear un buen número de sujetos que abastezcan ambos frentes con la capacidad debida. Y tanto una como otra exigen una dualidad de perspectivas de acción inconjugables: por una parte, dada la vinculación de la técnica con la producción industrial, se generan desperdicios; y por la otra, dada la necesidad de rentabilidad económica del producto de la tecnología, se requieren espacio y tiempo para su ejecución, almacenaje y despacho. Pero el espacio de los desperdicios -pensado universalmente- tarde o temprano invade el de la producción, por lo que nada raro resultará que acabe por estorbarla, mientras que el espacio de la producción necesariamente se mantiene a través del desplazamiento de los desperdicios. Las tareas de limpieza nada resuelven, pues el problema de fondo es el de llegar a deshacerse del estorbo, no el de recorrerlo. Y la resultante final es la de que se opte por sepultarlos o confinarlos. Pero el confinamiento, a su vez, significa otro peligro, -amén de otra industria-, que puede llegar a influir en problemas de toda índole, desde el rechazo masivo de giros contaminantes hasta el repudio de los confinamientos mismos, pasando por su grado de contaminación, manejo, explosividad, etc. y si a ello se añade el problema del tiempo, tanto en el acrecentamiento de basura acumulada por sobre la superficie del globo como en el de envenenamiento de tierras y aguas hasta el punto de volverlas mortales en pocos años, las expectativas de sobreviencia de la especie automáticamente se retraen más aceleradamente. En otras palabras, la tecnología está revirtiendo -triste paradoja acumulable a las antes señaladasen el deterioro del planeta. Lo que se buscaba con ella en términos de confort, progreso, comodidad y bienestar, ahora se ha convertido precisamente en su contrario. Lejos de simplificarnos la vida, como en principio se creyó, ahora nos la complica aún más, incluso independientemente de las voracidades capitalistas o de sus egoísmos para abstenerse de reparar el daño. Si se advierte en toda su magnitud y trascendencia esta gravísima limitante, dado que la superficie del planeta ya no puede crecer en forma alguna y tarde o temprano habrán de agotarse los lugares habitables y saturarse de basura de toda índole, lo menos que cabe advertir es que estamos llegando al punto de la reversión definitiva de los fines. Mientras no se invente alguna técnica con la que puedan resolverse cabalmente los daños de la técnica misma, el capitalismo tendrá la cabeza bajo la guillotina. Pero el problema va más allá, porque si esa saturación del medio se agrava con enfermedades y mortandades derivadas de la contaminación y saturación de basura, los propios operarios de la técnica podrán extinguirse, es decir, que no sólo se está aniquilando la perspectiva de sobrevivencia de la técnica, sino también la del técnico, o, mejor aún, la de seguir cultivándola y la de que haya quien la cultive. Si todo esto lo percibimos con claridad en su perspectiva de futuro inmediato o mediato, nada difícil nos resultará advertir hasta qué punto resulta inobjetable que lo que verdaderamente “está mal” es el capitalismo que se apoya en la técnica y sus consecuencias inevitables descritas, por lo que si de algo habrá de ser culpada la “ética protestante” y el “espíritu del capitalismo” con el que se autoaniman recíprocamente, es precisamente de haber terminado con la vida, pese a que, para entonces, ya nadie sobrevivirá para acusarlos ni habrá ante quién hacerlo. Lo que verdaderamente debiera causarle a Freud un profundo malestar, si aún viviese y hubiese sido suficientemente honrado al respecto, es el no haber advertido hasta qué punto su triple ideal de “el poderío, el éxito y la riqueza” están terminando con la vida misma de la humanidad, en vez de perder el tiempo en las infumables hipótesis de los protopadres, las víctimas divinizadas y los traumas infantiles que le hacían dudar del valor de las religiones y hasta le entretenían en cuestionar la existencia histórica de sus precursores. 6 Además de la técnica, también el derecho ha sido prostituido en aras del ideal capitalista. Ya nada más los irremisiblemente ingenuos se siguen creyendo que las constituciones de las grandes potencias garantizan alguna clase de democracia en sus países. Quienes verdaderamente mandan en ellos y en el mundo son los dueños de las grandes empresas y, desde luego, sus gobiernos son puestos, compuestos y repuestos por ellas. Igual ocurre en los demás países, tanto si se dicen capitalistas aunque no lo sean, -puesto que carecen de capitales-, como si sólo gravitan como satélites en torno de aquéllos, ya que también sus constituciones se abanderan en prédicas democráticas mientras que sus realidades son de subordinación indeclinable a las potencias verdaderamente capitalistas. La democracia, en el mundo, sigue siendo una utopía de tan remota realización como fáciles han sido las técnicas implementadas, sobre todo publicitarias, para hacernos creer que prevalece. Quienes todavía confunden libertad personal relativa con sufragio eventual en los procesos electorales seguramente seguirán creyendo que son ellos quienes eligen a los que nos gobiernan. Pero los que ya dejaron de “chuparse el dedo” desde tiempo atrás, seguramente se darán cuenta de cómo se manipulan los partidos, cómo se proponen sus candidatos, cómo se elige a los mejor publicitados y cómo se nos hace creer que los elegimos. Pero el problema más grave del derecho y de la democracia es que, aun cuando todos los procesos electorales resultaran inmaculados en todos los sentidos, el propio ejercicio del poder de los electos jamás podrá ser dejado al arbitrio de una plena autonomía de acción. Si se contrapone a los amos internacionales fácilmente se promueve su desprestigio y derrocamiento; y, si les sirve incondicionalmente, de inmediato se le imponen las reglas del juego para que cada vez les sirva aún más. Gobernar, hoy en día, al menos en los países no capitalistas, es lo mismo que el más infortunado de los eufemismos. El gobernante ya no sólo es un siervo del pueblo que lo eligió, o jurídicamente su mandatario, o paradójicamente su “ejecutivo”, sino exactamente lo opuesto: se convierte en pacificador o amansador del pueblo para evirtarle desaguizados a los amos internacionales que lo sostienen, en mandante imperioso para acallar la insubordinación y las protestas, y, sobre todo, en un ejecutante que baila al son que le tocan, porque está totalmente impedido de poder decidir algo por sí mismo o en bien de su patria. El mandato es parte ya de la fantasía o el folklore nacional, al menos en los países donde el capital es escaso y se sobrevive con lo que buenamente le permitan los poderosos o logre el gobernante recoger de entre las migajas que caen de sus mesas. Obviamente, igual suerte están corriendo los viejos conceptos de soberanía, de dignidad nacional, de patriotismo, de autonomía, de libertad, etc. Mandar se ha vuelto imposible, obedecer es imperativo, sobrevivir es la condición, rendirse es obligado. Si el gobernante se quiere pasar de listo lo acusan internacionalmente de terrorista, narcotraficante, corrupto, dictador, nefasto, etc. y tras de enviarle a la CIA para que, con excelentes medios propagandísticos y sirviéndose de la controlada prensa internacional, levante los ánimos del pueblo y del mundo, tarde o temprano logren derrocarlo o incluso invadir su territorio para encarcelarlo en sus prisiones. El derecho, pues, se ha rendido al poder capitalista desde las constituciones mismas hasta la última de sus leyes formales, además de que los propios encargados de aplicarlo han tenido que rendirse también para que no quede resquicio alguno por el que se pueda incurrir en error, ya que el primer dictado del capitalismo es la eficacia plena, la producción en serie, la mecanización total, la lealtad absoluta y el servilismo crónico. A estas alturas, pues, ya hasta el más fanático devoto de la “ética protestante” y del “espíritu del capitalismo” se dará cuenta de que en el fondo sólo se nos distrae con ello, pues ni una ni otro tienen mayor importancia junto a la divisa freudiana: “el poderío, el éxito y la riqueza”, y en los que el único verdadero malestar del sabio es que los demás existan. El día que ya no sean útiles como consumidores y esclavos bien pueden morirse sin que el capitalismo se preocupe de su réquiem, salvo por la venta del ataúd, la fosa y los servicios, que alguna ganancia deben dejar. VI LAS CONFUSIONES PROVOCADAS 1 También es común confundir la cultura con el arte. Oficialmente suelen manejarse como términos conjuntables o asimilables cuando se habla, por ejemplo, de “la cultura y las artes”. Pero en los medios vulgares hasta se identifican: se suele suponer a todo artista como culto y a todo culto como artista, por simple prejuicio popular. Al pintor, al poeta, al escultor, al arquitecto, al músico y al bailarín se les imagina necesariamente cultos y, más frecuentemente de lo que se cree, no sólo son incultos sino hasta carentes de educación, civilidad y urbanismo. El que alguien tenga aptitudes para cualquiera de esas ramas del arte no necesariamente implica que sea culto y, lo que es peor, muy frecuentemente, por razón de la polarización del esfuerzo hacia lo sensible o emocional por sobre lo racional o volitivo, lo más común es que se trate de simples viciosos, homosexuales, drogadictos, ebrios, etc., sobre todo cuando quieren singularizarse o autopromoverse por esas vías escandalizantes o delictivas ante la conciencia disimulada de su evidente falta de calidad. El que algunos, excepcionalmente, lleguen a convertirse en cultos, es verdaderamente eventual. La gran mayoría permanecen inmersos en la fatuidad, la bohemia, la ensoñación, la fantasía o el vicio. Ni siquiera todos los escritores escapan necesariamente a tal actitud, pese a que sea la única rama del arte en la que prevalezca la racionalidad y la voluntad por sobre la sensibilidad o emotividad. Múltiples poetas, al igual que panfletistas y emborronadores de cuartillas, pueden tener por oficio el despliegue de alguna clase de aptitud literaria, sin que necesariamente pueda considerárseles como cultos y, muy frecuentemente, ni como artistas siquiera. Pero además de la importancia de haber llevado a cabo las anteriores distinciones por razones implícitas al concepto de cultura, también es preciso destacarlas en función de una perspectiva diferente, que es la originada en la mezcolanza de ideas de la que suelen servirse quienes se benefician de ello. Porque si bien las actividades citadas revisten alguna clase de atributo calificable como arte, dicho sea en mayor o menor grado según su calidad, existen otras que no son arte en forma alguna y que, sin embargo, lo mismo para efectos de servirse de alguna clase de impunidad manifestativa, a título de libertad constitucional de expresión, que para aprovecharse del parecido, especulan con la ramplonería y el mal gusto del populacho. Es el caso de los espectáculos en general, de ciertas artesanías en lo particular y de la “industria de la exageración sentimental” en lo específico. Pero expliquémonos: A.- El espectáculo circense, acrobático, deportivo, vodevilesco, cancioneril, toreril, vaqueril, charro, etc. representa, desde luego, la explotación de habilidades exhibibles, generalmente producto de la disciplina personal, la práctica contínua, la destreza ejercida, etc. y con sus propios e indisputables méritos, pero no son arte en forma alguna, sino siempre espectáculo, incluso remunerable en mayor grado que el arte y hasta más codiciado o deseado que él por las grandes masas. Es lógico que al niño le agrade mucho más el circo o la acrobacia que el cuadro de la Gioconda o la música de Beethoven, que al adolescente le satisfaga mucho más la contienda deportiva o el evento toreril, cancioneril, vaqueril o charro que la lectura de Kant o las esculturas de Fidias, o que al vulgo, en general, le complazca en mucha mayor medida cualquier comedia picante o plagada de chascarrillos y leperadas que una obra de Shakespeare o de Moliere. Si se buscara controlarlos o reprimirlos cuando atentan contra el buen gusto y la moral, de inmediato invocan la libertad de expresión, pero, si no son arte en forma alguna, ¿de qué clase de libertad de expresión estarán hablando? B.- La artesanía, como tal, es una mixtura de arte no cultivado y de tecnología incipiente. Refleja la mayor espontaneidad posible del artífice, más aún que en el arte formal y “estudiado”, a la vez que la rusticidad de la reproducción en serie para propagar el hallazgo. Es arte e industria a la vez. No es cultura, aunque refleje sedimentariamente la visión del mundo de una comunidad determinada en una época específica. Y mientras conserve esa personalidad mixta entre lo artístico y lo técnico será valedera y rentable. Pero el problema aflora cuando se industrializa a plenitud. En ese instante, se trata de la simple reproducción en serie nada más, es decir, que desaparece la espontaneidad de quien la cultiva y le impone su propio sello personal, dado que todo se reduce a repetir lo impuesto en particular por un artesano específico, incluso hasta desaparecido. C.- Por “industria de la exageración sentimental” cabe entender la radionovelería, la telenovelería, el canto popular, etc., es decir, las actividades en las que se reemplaza al arte, -que por principio está orientado a provocar la máxima delectación de la belleza-, mediante sucedáneos o deformaciones de la belleza misma a través de la exageración, el desvirtuamiento, la falsedad o la ilusión. Los personajes de tales representaciones se orientan a la exageración de los vicios y de las virtudes, de las pasiones y de los ideales, incluso al extremo de llegar a deformarlos. En la vida real no se ama, se engaña, se odia, se combate, se agrede o se elogia en la medida y forma en que lo hacen dichos personajes. La sensualidad, sexualidad, agresividad, maldad, pornografía, criminalidad, etc. buscan provocar en el auditorio criterios imitativos o de satisfacción instintiva primaria que inciten a la habitualidad o cotidianeidad de ello, con el doble efecto de propiciarla y de actuar en la degradación progresiva de la convivencia, que, de otro modo, sería orientable a la educación, el respeto y la cultura. Con frecuencia, también la composición y el canto populares alcanzan iguales objetivos degradantes, incluso sin proponérselo conscientemente o con alguna noción de responsabilidad. Ahora bien, ¿qué ocurre y quiénes se benefician de tales acciones? La industria del espectáculo es esencialmente capitalista, tanto en la sobrevaloración económica del protagonista o personaje necesario para la ejecución o exhibición de una destreza, como en el contexto publicitario correlativo del que debe servirse para su promoción. Los mayores capitalistas son los que pueden, obviamente, acaparar a los más diestros y montar los mayores espectáculos mundiales para explotar a los demás. Las artesanías ya comienzan a industrializarse, por lo que progresivamente se subordinan al gran capital. La industria de la exageración sentimental ya es negocio propio de los medios de comunicación y, por ende, nació cautiva de sus propios intereses. El problema, en consecuencia, que todo ello deja, es que la cultura se relega cada vez más hacia la élite que resulta ser tal por razón de ser pocos los que aspiran a ella. El grueso de la humanidad se conforma con subordinarse a la explotación racional de la sensiblería. Y, lógicamente, la descapitalización de los marginados se agrava aún más cultivándoles preferencias miserables, a la altura de su incultura y de su paupérrima educación. Y si el protagonista, además, adolece de alguna de las “debilidades” inicialmente citadas y hasta pontifica sobre sus no menos miserables ideas en cuanta declaración o entrevista le es efectuada con fines promocionales, necesariamente termina por convertirse en paradigma, modelo e ideal de múltiples despistados que, como él, sólo sirven al amo que los explota. Decir, en suma, como se atrevió a hacerlo Freud, que existe un “malestar en la cultura”, es punto menos que una majadería: se propicia la cultura del malestar en la medida en que se ofende la cultura misma por culpa de los capitalistas que toman por divisa el infortunado ideal freudiano: “el poderío, el éxito y la riqueza”. 2 Pero aún la confusión del arte con la cultura no resulta tan grave, pese a que de suyo lo sea, cuando se advierte que no faltan los que confunden la cultura con la riqueza. Lo más increíble es que suelen ser las propias clases marginadas las que más incurren en semejante error. Si el sujeto viste bien, conduce un buen carro, posee una extraordinaria casa o come opulentamente, -se dicen-, necesariamente es porque debe ser culto. Y el marginado se inhibe en su presencia porque se presupone ignorante e inculto junto al otro, falto de educación y, sobre todo, eso: sin cultura. Lo peor de ello es que, ni explicándole que eso es falso, acepta creerlo. El bienestar, huelga decirlo, entendido como riqueza en todos los órdenes citados, de ninguna forma implica cultura alguna. Antes bien, hasta cabría sospechar apriorísticamente que, justamente por ello, lo más probable es que el sujeto de que se trate sea redomadamente inculto. Múltiples valores típicamente culturales suelen encontrarse en mayor grado entre las clases humildes, sin que por ello resulten necesariamente calificables como cultas, que en las clases pudientes, sin que por ello resulten necesariamente ignorantes. Sin embargo, lo verdaderamente trágico de todo ello es que el grado de confusión al que lleva tal despropósito ha permeado en todos los órdenes. Hoy en día, ser pobre y radicar en un país tercermundista es sinónimo de inculto. Ser rico y radicar en un país tercemundista es esperanzador de que no se trate de alguien tan inculto. Pero ser rico o pobre, indistintamente, y radicar en un país capitalista, necesariamente se asume como sinónimo de culto. En otras palabras, la confusión freudiana entre civilización y cultura también ha permeado en forma paralela: el disfrutar de una tecnología más avanzada o de una condición económica mejor, aunque sólo sea como país y no como individuo, automáticamente implica la suposición de que se posee una cultura, a diferencia del que carece de ello, pero aquí sí como país y como individuo, pues automáticamente resulta ser inculto. Este simplismo dificultante para discernir entre hechos, realidades y conceptos ha propiciado el que ahora se presuponga la existencia de dos clases de ciudadanos del mundo, expresables en forma de ecuaciones obligadas: los ricos-cultos y los pobres-incultos. En suma, si Freud aún se empeñara en hablarnos hoy en día de un “malestar en la cultura”, tendríamos que remitirlo a los países capitalistas en exclusiva, ya que la cultura es de ellos y nuestra la incultura, por lo que sólo podría sentir malestar de ellos mismos y de sí mismos, salvo que ya desde entonces le resultara tan mortificante nuestra pobreza-incultura, en cuyo caso habría que suponer que el “malestar en la cultura” ya no derivaría de la religión, el protopadre y los traumas infantiles propicios a las víctimas divinizables sino, simple y llanamente, de que somos unos pobres-incultos dignos de ser suprimidos de la faz de la tierra para no provocarle más malestares a los ricos-cultos. 3 Una tercera fuente de confusiones entre la cultura y otros conceptos es la que se establece con las leyes. A quien habla de derecho, de leyes, de tribunales, de litigios, etc., inexplicablemente se le supone culto. Ciertamente, conforme a la cita de Herrera y Lasso, es menos probable, -aunque sólo en teoría-, que el médico o el ingeniero puedan ser considerados más como cultos que como sabios, especialmente si se toma como punto de referencia o comparación al abogado. El hecho de que este último haya estudiado el derecho romano, leído las obras de Aristóteles y Platón, de Cicerón y Justiniano, etc., como que obliga a presuponer que necesariamente debe ser culto, o por lo menos “más que” aquéllos. Pero esto también es un error. Una cosa es que el abogado haya sido ilustrado durante su carrera sobre el pensamiento y obras de los citados y otra muy distinta que los aplique en sus razonamientos cotidianos, que los haya seguido releyendo y hasta estudiando o que se haya atrevido a cuestionarlos e interpretarlos. La cultura es esfuerzo personal, no asignatura académica. Y con mucha frecuencia encontramos, en la vida ordinaria, a múltiples médicos e ingenieros verdaderamente cultos, a diferencia de múltiples abogados manifiestamente incultos y hasta faltos de la más elemental educación. Consecuentemente, tampoco debemos dejarnos engañar por la clase de título profesional o por el ditirambo y los oropeles con los que suelen revestirse los ceremoniales leguleyescos, pues suelen revestirse mucho más de teatralidad y demagogia que de fondo y contenido. Pero lo importante para nuestro objeto es discernir entre el verdadero valor de la cultura y la mera apariencia de ella, pues es de lo último de lo que suele servirse el capitalismo a ultranza. Si bien se observa, los tribunales de los países anglosajones, inmersos en el derecho consuetudinario, revisten en mayor grado de oropeles y formalidades sus procesos para que la administración de justicia tamizada de los intereses del gran capital pase por auténtica y veraz. En los países de derecho positivo, como es el caso de los tercermundistas, la teatralidad sólo es practicada por los litigantes en el protocolo convencional de sus encuentros incidentales, ya que la justicia pasa, como en aquéllos, al momento de los juicios, al eterno segundo plano al que siempre ha estado condenada. El “malestar en la cultura” al que Freud se refería jamás se ocupó de la justicia, pues si así hubiese sido, no hubiera hablado de malestar, sino de maldición, y mucho habría tenido que reflexionar si hubiese analizado la “justicia” del capitalismo, sobre todo a la vista de la religión que combatía por haber sido precisamente la culpable de criticarlo. Huelga decir que Weber, en este contexto, sencillamente se mantendría en silencio, pues si ni la “ética protestante” ni el “espíritu del capitalismo” han logrado justicia alguna en tales países, y lo menos que procedería cuestionar en seguida es si el capitalismo tiene ética alguna para sustentarse como tal, en términos de justicia, con respecto a los que desposee. 4 La cuarta materia con la que suele confundirse la cultura es la historia. Se toma al historiador por culto en razón de su capacidad investigadora e interpretativa de los hechos o acontecimientos del pasado, sin que necesariamente deba desprenderse de ello el que lo sea. Ciertamente, si el historiador es auténticamente eso y no un simple cronista, sus posibilidades de acceso a la cultura son mucho mayores, pues el cronista, como el reportero, se limitan a describir acontecimientos presentes en la forma como acontecen, es decir, sin ahondar en las causas, motivos y consecuencias que los propios hechos narrados revisten o sin encuadrarlos en el contexto de los demás acontecimientos en los que se dan o de las tendencias o finalidades que acusan. El historiador propiamente tal se ocupa de todo ello y mucho más, toda vez que su función presupone la conciencia del entorno en el que los fenómenos que investiga pudieron forjarse y los grados de influencia o importancia de los acontecimientos paralelos que pudieron motivar u originar el hecho específico que quiere analizar y, sobre todo, la interpretación y evaluación de los hechos mismos. Pero, por desgracia, muy frecuentemente, el historiador se queda en la erudición, la simple educación intensiva o la capacidad de imaginar y suponer más allá de la lógica específica del acontecimiento. Cuando eso ocurre, su función se autolimita. Se expone a que otro erudito venga el día de mañana, con mejores elementos investigativos o interpretativos, a desmentirle sin más, tal como ocurre con el científico, siempre sujeto al desmentido natural de las nuevas investigaciones. No obstante, la historia es fuente de dos expectativas propias de la cultura: la de encontrar en la referencia o precedente del pasado una lección para considerar las posibilidades del presente en el futuro y, sobre todo, la de reinterpretar constantemente la realidad a la luz de la experiencia colectiva. Y una de esas lecciones de la historia, aplicada a la civilización y la cultura por separado, es la que nos permite advertir sus propias dinámicas. Más que la historia personal a la que acude Freud, -en el caso del tema que nos ocupa-, para descubrir su “malestar en la cultura”, es la experiencia colectiva de la humanidad lo que mejor evidencia que se trata de un mero malestar de la civilización. Basta con referirse a la historia del totalitarismo, absolutismo, tiranía, imperialismo o centralismo de poder, en general, para entender con toda claridad de dónde viene el malestar. La explotación del hombre por el hombre a través de los milenios, sea por la esclavitud o por la tiranía, es más que suficiente para explicarse cómo ha podido conformarse una civilización cimentada sobre tales bases. Toda la historia de la humanidad es la lucha misma por la libertad, la justicia, el derecho, etc. y con eso basta para entender que ello rebasa, por sí solo, todas las tesis alusivas a protopadres, traumas infantiles y víctimas divinizadas. En cuanto a la cultura, la historia nos reserva el mensaje opuesto: todos los avances del espíritu han ido significando el cambio mismo hasta de la civilización. Ha sido precisamente la religión cristiana, la que Freud toma por causa de su “malestar en la cultura”, uno de esos aportes del espíritu que transformó todo el sentido de la convivencia humana. Sin el mensaje cristiano del amor, por mucho que sigamos a siglos-luz de su realización efectiva, la humanidad ya se habría extinguido desde hace muchos siglos, especialmente si hubiese fundado sus actos en el judaico “ojo por ojo y diente por diente” de los antecesores de Freud. Y otro tanto cabe afirmar con respecto a las tesis de Weber, pues si la “ética protestante” representa el “espíritu del capitalismo”, pese a la paradoja de que su fundador, Lutero, haya protestado contra la Iglesia Católica de su época precisamente porque se dedicaba a la “venta de indulgencias” y de ello hacía el gran negocio, -evidentemente capitalista-, ahora resulte que, o bien reniegue de Lutero en lo que criticaba, o bien se arrogue una virtud que ya tenía antes que ella la “ética católica”. Y es precisamente la historia la que nos permite advertir tales falsedades de los teorizantes incultos, por no decir que perversos o malintencionados, al falsear la historia misma para suponerse precursores del progreso mercantilista pese a que ya sus contrarios se les habían anticipado desde muchos siglos atrás. En el fondo, bien sabemos que tan capitalistas son los católicos como los protestantes, que tan faltos de auténtica ética pueden ser unos como otros, que el capital carece de espíritu alguno y que tales teorías son meras elucubraciones para ingenuos. Y también sabemos que la ley mosaica -el “ojo por ojo”, el “diente por diente”, el “mano por mano”, etc. de los judíos- ahora proscrita de todo derecho penal que se respete como tal, es una ley de raigambre religiosa entre ellos, por lo que no deja de resultar insultante a la más elemental inteligencia que Freud se haya ocupado, a título de religión, hasta de la yoga, y no se haya preocupado en forma alguna de la venganza judaica contenida en tales preceptos. ¿Le faltaría cultura al fundador del psicoanálisis hasta sobre los propios precedentes de su religión de origen, o sólo se interesaba por poner en duda la historicidad de Jesús? Y, si no le faltaba cultura, ¿por qué no cuestionó la historicidad de Moisés, -anterior en tiempo-, y sí, en cambio, la de Jesús? O, todavía peor: ¿por qué Jesús sí le parecía una víctima divinizable y no así Moisés, que también pasó lo suyo, -pues se dice pronto lo de los cuarenta años en el desierto, pero habría que experimentarlos para saber de lo que se trata-? 5 Una quinta confusión típica con la cultura es la que deriva de la antropología. Suele tomarse al científico que estudia al hombre en su interior y exterior como necesariamente culto, sin que ello sea en alguna forma cierto. Una cosa es que los estudios antropológicos, por ocuparse del ser humano, observen la fenomenología de sus manifestaciones, y otra muy diferente el que de ello se derive forzosamente que el atropólogo sea necesariamente culto. Pero el problema se complica cuando se le pone apellido, es decir, cuando se habla de una “antropología cultural”, ya que en ese momento se comienza a suponer que, entonces sí, ya no cabe la menor duda de que el antropólogo es necesariamente culto. Sin embargo, si bien se observa, la llamada antropología cultural sólo se queda en “antropología civilizacional”, pues estudia los orígenes y variedades raciales, los pueblos primitivos, las influencias de los factores hereditarios sobre las conductas y mentalidades del pasado, los patrones sociales ordinarios, etc., es decir, la etnografía y etnología únicamente, o, lo que es lo mismo, las razas y sus comparaciones. Lógicamente, pues, de tales estudios, por muy útiles y valiosos que sean, no puede desprenderse en forma alguna que se analicen culturas, -y menos muertas o desaparecidas, sino civilizaciones previas, -la mayoría perdidas-, sin otro objeto que el de conocer los precedentes conductuales y sociológicos del pasado. Y todavía se complica más el asunto cuando se pasa a hablar de una “antropología filosófica”, supuestamente orientada a conocer las facultades, habilidades y conductas del ser humano, en razón de sus funciones y actos propios, como es el caso del lenguaje, el arte, la religión, la ciencia, la historia, etc., pues al llegar a este punto de lo que verdaderamente se está hablando es ya de aspectos propiamente filosóficos y, como hasta ahora no se ha descubierto que también los animales o las plantas o las piedras sean capaces de filosofar, no deja de resultar forzado y redundante que se hable de una antropología tal. Claro está que, al llegar a este punto, Freud ya no tendría nada que hacer. Si la antropología ordinaria, la cultural y la filosófica se han ocupado de estudiar al hombre, incluso con anterioridad a sus más incipientes manifestaciones religiosas registradas por la historia en forma directa o indirecta, los traumas infantiles, los protopadres, las víctimas divinizables y sus demás conjeturas psicoanalíticas no sólo quedan fuera de lugar, sino que hasta se advierten ridículas como explicaciones con alguna clase de pretención de cientificidad en un mundo con tanta historia y tanto por descubrir. Huelga añadir que tampoco Max Weber queda muy bien parado que digamos, pues si la antropología más elemental nos demuestra que el capitalismo es tan antiguo como el hombre, porque siempre el que tiene ha abusado del que no tiene hasta explotarlo o exprimirlo, la famosa “ética protestante” de lo que menos podría venir a presumirnos es precisamente de ser el “espíritu del capitalismo”. En suma, pues, aunque la antropología tampoco sea precisamente sinónimo de cultura, por lo menos nos ha permitido advertir hasta qué punto no son suficientemente cultos quienes pretenden hacernos comulgar con “ruedas de molino” y sí, en cambio, han sido suficientemente falsos para hacernos creer en ese supuesto “malestar en la cultura” del que se atreven a culpar, en primer término, a las religiones. 6 También hay una sexta -y quien sabe si muchas más- muestra de confusión entre cultura y otros conceptos. Aquí nos referiremos, para agotar el punto, únicamente a la arqueología. Suele creerse que el arqueólogo, al estudiar los restos de las civilizaciones antiguas con el fin de reconstruir, en lo posible, lo que pudiera ilustrarnos sobre su historia, costumbres, medios de vida, urbanística, numismática, tierras, obras, cultivos, artesanías, restos humanos, etc., automáticamente es por ello culto. Pero no es así. También aquí prevalece ordinariamente la especialidad sobre la cultura. El arqueólogo podrá tener la mejor de las nociones sobre alguna civilización desaparecida a través de los vestigios y hallazgos que hubiese efectuado durante décadas y, sin embargo, no ser precisamente culto. Podrá ser como el sabio de la vitrina al que se refería la cita de Herrera y Lasso sobre Anatole France: profundamente erudito sobre la civilización que estudió, pero absolutamente ignorante ya no únicamente de la cultura, en general, sino incluso de las civilizaciones que otros han estudiado y que ignora por completo. En consecuencia, tampoco en esta área procede entrar en mezcolanzas que induzcan, como a Freud, a confundir cultura con civilización para tratar de atribuirle los vicios de ésta a la cultura y culpar de ello a la religión. Y menos aún cabría confiar en el consabido mensaje de Weber cuando hasta los propios hallazgos arqueológicos permiten ver que todas las civilizaciones antiguas atestiguan la existencia de un capitalismo de Estado tan determinante y totalitario como el actual capitalismo transnacionalista que rige los destinos del mundo. VII LOS ENFOQUES CORRECTOS 1 Decía Ernst Cassirer, en su análisis sobre “Las Ciencias de la Cultura”, y dentro de una gama enorme de afirmaciones valiosas y orientadoras sobre el tema, lo que podríamos condensar o sintetizar como sigue: A.- Que la representación de lo universal en las ciencias de la naturaleza se obtiene a través de los conceptos de género y de ley, mientras que, en las ciencias de la cultura, se acude para ello al concepto de valor. B.- Que los rasgos sustanciales del mundo físico son la constancia de las propiedades y de las leyes, mientras que los del mundo de la cultura se reducen a la constancia de las significaciones. C.- Que el ideal de las ciencias de la naturaleza es el de conocer la universalidad de las leyes, mientras que el de las ciencias de la cultura es el de conocer la totalidad de las formas en que se despliega la vida humana. D.- Que en las ciencias de la naturaleza los resultados se alcanzan a través de los conceptos de cosas y leyes, mientras que, en las de la cultura, por los de formas y estilos. E.- Que las ciencias de la naturaleza nos enseñan, empleando el símil de Kant, “a deletrear fenómenos para leerlos luego como experiencias”, mientras que las ciencias de la cultura nos enseñan a interpretar símbolos para llegar a descifrar el contenido encerrado en ellos, es decir, para poner nuevamente de manifiesto la vida de la que aquellos símbolos originariamente brotaron. F.- Que la acción es la base de la revelación y demostración de una cultura y que las diferencias de tiempo se relativizan, lo mismo que en la captación propia de la Física y la Astronomía se relativizan las diferencias de espacio. G.- Que los factores propios de todo examen de las formaciones culturales son tres: 1) el análisis del devenir, basado en las categorías de causa y efecto; 2) el análisis de la obra, que es la hermenéutica o filosofía de las formas simbólicas; el “qué” y el “cómo”, que son las bases de la teoría; y 3) el análisis de la forma, el cual, dando un paso más, debe llegar al análisis del acto, consistente en determinar los procesos y pecualiaridades de esa “conciencia simbólica”. H.- Que las ciencias de la naturaleza tienen por objeto la transformación, mientras que las de la cultura sólo se ocupan de la formación. I.- Que, en fin, “la finalidad de la cultura no es la realización de la dicha sobre la tierra, sino la realización de la libertad, de la auténtica autonomía, que no representa el dominio técnico del hombre sobre la naturaleza, sino el dominio moral del hombre sobre sí mismo”. De ese resumen, y sobre todo del último de sus tópicos, cabe inferir sin mayores análisis, que el hablar de un supuesto “malestar en la cultura” pone en juego la idea de que no se está alcanzando la dicha sobre la tierra, cuando lo que verdaderamente está en juego es la libertad, por lo que ya no se trataría de un problema de malestar, sino, en todo caso, de enfermedad terminal. Por eso debe resultarnos mucho más acertado el hablar de una “cultura del malestar”, ya que lo que realmente está ocurriendo es que se atenta contra nuestra libertad al decirnos que por aceptar las religiones, con toda su cauda de origen traumático infantil, de protopadres y de divinización de víctimas, no somos libres ni podemos pretender la libertad misma, salvo que anhelemos “el poderío, el éxito y la riqueza”, en cuyo caso, alejado el fantasma de la religiosidad, seremos dichosos, aunque, -desde luego-, no seamos libres. 2 Ya Don Miguel de Unamuno, en su ensayo intitulado “Política y Cultura”, citaba a Luis de Zulueta por su frase siguiente: “El ideal eterno humano -la libertad- ha intentado encarnar en el mundo, en la realidad histórica, bajo los más variados aspectos, desde el misticismo hasta la economía política. La cultura parece ser la fórmula contemporánea de la libertad”. Como puede verse, la visión de Zulueta sobre el tema es plenamente coincidente con la de Cassirer. Pero es, enseguida, el propio Unamuno quien nos aporta más referencias al respecto: “cuando cae sobre un pueblo -nos dice- la preocupación política parece como que todas las demás actividades espirituales, y, sobre todo, las más elevadas, sufren una especie de parada y estancamiento”. Y más adelante añade: “la fiebre política, esperemos que de ello se convenza alguna vez nuestro buen amigo Zulueta, no es lo más favorable para el desarrollo de la cultura. Lo cual no quiere decir, claro está, que un ciudadano haya de desinteresarse de los problemas políticos, ni aun a pretexto de que la ciencia, el arte o la literatura le embargan el ánimo”. En otro de sus ensayos: “La Civilización es Civismo” nos advierte sobre el origen de la palabra: “vuelvo a repetir lo del origen de la palabra “civilización”. Civilización viene de civil, y civil, de cives, ciudadano, hombre de ciudad. La civilización nació en las ciudades y es ciudadana”. Por su parte, José Augusto Trinidad Martínez Ruíz, mejor conocido como Azorín, refiere en su obra “Con Bandera de Francia”, que Luis Dumur, un escritor francés de su época, hacía notar que “la palabra cultura ha alcanzado en Francia un gran predicamento: se la usa corrientemente y a todas horas. ¿Cuál es el origen de tal vocablo? Quien primero lo ha usado es Kant. Lo que se aplicaba antes a las tierras, Kant lo traslada al espíritu. Se decía antes cultura de la tierra (agricultura), y Kant desea que se diga también cultivo del espíritu”. Y enseguida añade: “Aparece Nietzche y establece una distinción fundamental en la materia. Nietzche distingue la bildung de la kultur. La bildung -escribe Dumur- es “el conjunto de los medios de que dispone en cierto momento la humanidad para vivir mejor. En especial, se trata del dominio de las ciencias; es decir, de todo lo que sirve a los individuos y a las colectividades para establecer su preponderancia sobre aquellos que no tienen el bildung en un grado tan alto”. Por donde vemos que la mayoría de las veces, cuando se habla del adelantamiento y poderío de un pueblo, se usa este concepto -según Nietzche-, aunque sea otra la palabra que se emplee. En cuanto a la cultura, no es otra cosa que “la suma de cualidades que distinguen una raza y le confirman el carácter”. Cultura es -dice Nietzche- “la unidad de estilo artístico en todas las manifestaciones vitales de un pueblo”. Y amplía su comentarista Dumur: “es el gusto, el color, la forma, el aspecto de las cosas y de los sucesos: es la manera de considerar la vida, de moldear una apariencia y de vivirla. De la distinción establecida por Nietzche se deduce (y lo dice él bien claro) que puede haber pueblos muy adelantados materialmente, adelantados en ciencias, en industria, en comercio, en organización social, y que, sin embargo, no tengan una cultura. Y puede haber pueblos de cultura que no posean un alto grado de perfecciones y primores de progreso físico”. A pesar de la extensión de lo transcrito, vale la pena referirlo para corroborar el criterio que se ha venido sustentando a lo largo de esta obra, ya que, si hiciéramos caso de Freud, quien no podía distinguir entre cultura y civilización y sin embargo pontificaba hasta sobre “el malestar en la cultura”, corremos el riesgo de no entendernos jamás y terminar por enfermarnos bajo el engaño de que somos causantes, por nuestra religiosidad, de que la cultura acuse tal malestar dado que hemos renunciado, o parecemos hacerlo, al “poderío, el éxito y la riqueza”. 3 Michael Landmann, en su “Antropología Filosófica”, también nos ofrece una singular visión de la cultura. Dice que “Somos seres culturales en un doble sentido. Por una parte lo somos, como se ha demostrado, en cuanto productores de cultura. Pero además lo somos por reacción en cuanto productos de ella. La determinamos en “un poderoso sistema de causalidad circulatoria (Kroeber) y a la vez experimentamos cómo ella nos modela”. Más adelante dice: “Todos estamos en primer lugar acuñados por la cultura y sólo en segunda instancia somos quizá también acuñadores de cultura. Y no solamente el poder de acuñar cultura, sino también el ser acuñado y producido por ella, forma parte del vacío que muestra el hombre a diferencia del animal. El hecho de que el hombre viva siempre en una doble conciencia histórica, que sea al mismo tiempo joven y viejo, se encuentre al mismo tiempo al principio y al fin, radica en esto. Ambas posiciones son ciertas: es joven en cuanto que es siempre creador del futuro, es viejo en cuanto que es siempre producto del pasado”. Pero, además existe toda una serie de frases alusivas al tema de la cultura que arrojan mucha luz sobre el tema y evidencian en mayor grado el error freudiano que aquí se denuncia: A.- “nadie empieza absolutamente “desde el principio”, para referir la precedencia de la cultura en el hombre, a diferencia de los demás seres vivos. B.- “ninguna vida es espontánea en sentido amplio, solamente reactualiza ordenamientos vitales ya encontrados anteriormente”, siendo obvio que uno de esos ordenamientos es el religioso y que, por ende, no puede inferirse como producto de una enfermedad eterna de la humanidad en la que se presupone infantes traumados a todos los seres humanos a lo largo de la historia. C.- “lo que el individuo puede adquirir en su corta vida es comparativamente muy poco. Por el contrario, en la cultura nos basamos en la plenitud de experiencias e inventos reunidos, que todo un pueblo ha elaborado durante muchas generaciones”, con lo que se quiere destacar sus efectos omnipresente y hereditario. D.- Finalmente, no cabe resistirse a transcribir el extenso párrafo que sigue: “Evidentemente, la armazón somático-psíquica que el hombre recibe desde su nacimiento no es el todo. Constituye sólo una parte de su realidad total. Por eso, si nos preguntamos únicamente por sus cualidades somático-psíquicas, nos equivocaremos siempre. Sólo se le comprenderá íntegramente si se tiene en cuenta que estas cualidades tienen sus raíces en el espíritu objetivo, si junto a las condiciones naturales de nacimiento se ponen las condiciones culturales, junto a aquello que constituye la herencia perpetua y constante de su especie, aquello que, perteneciendo así mismo de manera inevitable a su especie, varía sin embargo de un pueblo a otro, de una época a otra. Cada individuo humano es él mismo porque toma parte en lo superindividual que lo trasciende y en todo un grupo como medio colectivo de la cultura. Sólo lo sostienen sus apoyos, solamente puede respirar en su atmósfera circundante. O más bien: no es simplemente exterior a él, sino que le traspasa. Sus directivas se entretejen a él como una red sanguínea que constituye una parte integrante de sí mismo. Indudablemente él debe llenar esta red sanguínea con su subjetividad, debe completar lo meramente ideal, por así decirlo, con la realidad vital. No existiría la cultura sin el hombre que la realiza. Pero éste tampoco sería nada sin ella”. Consecuentemente, cuando se pierde la perspectiva y la dimensión de la cultura, en su interrelación con la vida misma del hombre, y se pretende inferir la existencia de un malestar en ella, sea de la naturaleza que fuere, lo que en verdad quiere decirse es que el malestar es del hombre o que lo causa el hombre, sin que pueda desligarse a la cultura de él y sin que proceda suponerlo a partir de su religiosidad únicamente sino, en todo caso, de su concepción integral del mundo y de su radical inserción en él, lo que vendría a resolverse en no haber dicho nada serio a partir de tales elucubraciones genéricas, pues en todo caso el malestar es eterno y universal, dado que el hombre no es perfecto, -ni su cultura, por ende, puede serlo-, por lo que la religión automáticamente dejaría de tener culpa exclusiva alguna del susodicho malestar. 4 Nicolai Berdiaef, en su obra “El Destino del Hombre Contemporáneo”, nos permite una perspectiva distinta del tema a través del análisis de la influencia del poder como contraparte de la cultura. Los términos en los que define el futuro de ella son impactantes por su realismo y veracidad, pero, sobre todo, porque obligan a reflexionar en la importancia de revalorarla si queremos que la humanidad pueda perdurar como especie en condiciones de dignidad. Vale la pena transcribir los párrafos siguientes para entender la visión del tema en sus propias palabras: “La dictadura sobre el espíritu no solamente priva al genio creador de su libertad, sino que, además, soborna a los creadores de la cultura y exige de ellos la traición, los induce al servilismo y, a fuerza de amenazas, les obliga a cumplir los encargos del Estado. La dictadura de la visión única del mundo paraliza la conciencia de los creadores y solamente la resistencia herocia de la conciencia libre es capaz de enfrentarla. El soborno de los creadores de la cultura se torna fácil porque su situación, tanto espiritual como material, se ha vuelto sumamente difícil, ya que en un momento dado se han encontrado socialmente indefensos y se han convertido incluso en desocupados. Los intelectuales o tienen que perecer, desaparecer por inútiles e innecesarios, o transformarse en obedientes burócratas de un Estado ideocrático que ejerza la dictadura sobre el espíritu. Las capas intelectuales, los personeros de una cultura elevada, hace ya mucho tiempo que viven una vida aislada y retraída, desconectada de toda base social amplia y de la vida de todo el pueblo. Se ha producido no ya una separación, sino una verdadera ruptura entre la razón teórica y la razón práctica, entre el intelecto y la acción, entre el espíritu y la materia. Esto ha llevado a la impotencia y la decadencia. El humanismo, como base de la cultura europea, ha sido incapaz de restaurar la unidad y tampoco fue capaz de sostener y dar a la capa cultural el apoyo necesario cuando comenzó a soplar el viento cósmico. El humanismo no tiene la fuerza suficiente para resistir los procesos de la tecnificación de la vida, de la irrupción de las masas, de la democratización, etc. Como ya hemos dicho, el humanismo no es capaz de salvar el principio aristocrático de la cultura y de la originalidad individual. Las burdas dictaduras basadas en la deshumanización son las que, en cambio, tratan de consolidar la unidad. La idea de una cultura orgánica y de un sistema orgánico de la sociedad, concebida en los siglos XIX y XX, es una idea romántica y el creciente poder de la Técnica le inflige un daño irreparable. El mundo no marcha hacia una unidad orgánico-vegetativa, sino hacia una unidad técnica organizada. Pero cuando se plantea el problema del destino del hombre mismo, de su salvación, de la lucha contra la deshumanización de la vida ante los procesos cósmicos y sociales que se están realizando, llegamos irremisiblemente al problema religioso, a la crisis espiritual y a la necesidad de que surja para el mundo una espiritualidad nueva”. Como puede verse, existen tres señalamientos fundamentales: 1.- La dictadura del materialismo contemporáneo tiende a extinguir la intelectualidad, el espíritu y, por ende, la cultura misma. 2.- El humanismo es cada vez más impotente para enfrentar la vulgarización y estandarización del hombre. 3.- La impotencia de la religión misma para superar la sobre tecnificación implica la necesidad de una espiritualidad nueva, es decir, dicho en términos distintos a los de Berdiaef, de una perspectiva espiritual o cultural que restaure o combata la deshumanización de la vida. En suma, el “malestar en la cultura” del que Freud quería convencernos como surgido de la religión, en realidad no es tal, sino que se trata de los embates mismos de una civilización hecha al margen de la cultura, desespiritualizada y deshumanizada precisamente por combatirla a partir del prejuicio sobre lo religioso, y que finalmente sólo ha servido para llevarnos a una cultura del malestar, es decir, en destruir la espiritualidad a cambio de los intereses pragmáticos de la razón práctica. El capitalismo, -y nada más que él, no su ética-, ha sido quien ha impuesto esa dictadura materialista que combate cualquier clase de humanismo y lo vuelve inútil, y hasta obsoleto o ridículo. 5 La Constitución “Gaudium et Spes”, responde al planteamiento de Berdiaef como sigue: “Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallan unidas estrechísimamente. Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano. De aquí se sigue que la cultura humana presenta necesariamente un aspecto histórico y social y que la palabra cultura asume con frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escalas de valor diferentes encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para promover la civilización humana”. De este primer planteamiento se desprenden tres conclusiones obvias: 1.- La cultura es indispensable, hereditaria y plural. 2.- Constituye el patrimonio de la humanidad. 3.- Se configura de acuerdo con su entorno e influye en la promoción de la civilización. Pero existen otros planteamientos posteriores igualmente importantes, sobre todo por la visión optimista de la que están revestidos: “Cada día es mayor el número de los hombres y mujeres, de todo grupo o nación, que tienen conciencia de que son ellos los autores y promotores de la cultura de su comunidad. En todo el mundo crece más y más el sentido de la autonomía y al mismo tiempo de la responsabilidad, lo cual tiene enorme importancia para la madurez espiritual y moral del género humano. Esto se ve más claro si fijamos la mirada en la unificación del mundo y en la tarea que se nos impone de edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia. De esa manera somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia”. Sin embargo, tras el preámbulo anterior, se plantea toda una serie de cuestionamientos relativos a las dificultades y tareas a confrontar por ese nuevo humanismo: “¿Qué debe hacerse para que la intensificación de las relaciones entre las culturas, que debería llevar a un verdadero y fructuoso diálogo entre los diferentes grupos y naciones, no perturbe la vida de las comunidades, no eche por tierra la sabiduría de los antepasados ni ponga en peligro el genio propio de los pueblos? ¿De qué forma hay que favorecer el dinamismo y la expansión de la nueva cultura sin que perezca la fidelidad viva a la herencia de las tradiciones? Esto es especialmente urgente allí donde la cultura, nacida del enorme progreso de la ciencia y de la técnica, se ha de compaginar con el cultivo del espíritu, que se alimenta, según diversas tradiciones, de los estudios clásicos. ¿Cómo la tan rápida y progresiva dispersión de las disciplinas científicas puede armonizarse con la necesidad de formar su síntesis y de conservar en los hombres las facultades de la contemplación y de la admiración, que llevan a la sabiduría? ¿Qué hay que hacer para que todos los hombres participen de los bienes culturales en el mundo, si al mismo tiempo la cultura de los especialistas se hace cada vez más inaccesible y compleja? ¿De qué manera, finalmente, hay que reconocer como legítima la autonomía que reclama para sí la cultura, sin llegar a un humanismo meramente terrestre o incluso contrario a la misma religión? En medio de estas antinomias se ha de desarrollar hoy la cultura humana, de tal manera que cultive equilibradamente a la persona humana íntegra y ayude a los hombres en las tareas cuyo cumplimiento todos, y de modo principal los cristianos, están llamados, unidos fraternalmente en una sola familia humana”. Del texto anterior también cabe desprender toda una serie de conclusiones: 1.- Existe el peligro de extraviar la cultura. 2.- La ciencia y la técnica pueden contribuir a ello. 3.- Los “especialistas” la vuelven “cada vez más inaccesible y compleja”. 4.- No cabe confundir un “humanismo terrestre”, “incluso contrario a la religión”, con el auténtico humanismo “tradicional” y “clásico”. 5.- La cultura es unidad fraternal y, por ende, las prédicas en su contra son antihumanistas. (Caso Freud). Pero los párrafos más relevantes, aunque muchos otros también lo sean y haya que resistir la tentación de transcribirlos, son los siguientes: “Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más altas. Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son efectos necesarios de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la tentación de no reconocer los valores positivos de ésta. Entre tales valores se cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de la solidaridad internacional, la conciencia cada vez más intensa de la responsabilidad de los peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la voluntad de lograr condiciones de vida más aceptables para todos, singularmente para los que padecen privación de responsabilidad o indigencia cultural. Todo lo cual puede aportar alguna preparación para recibir el mensaje del Evangelio, la cual puede ser informada con la caridad divina por Aquel que vino a salvar el mundo”. De estos dos párrafos se infiere que: 1.- El fenomenismo y agnosticismo actuales inducen a renunciar al humanismo. 2.- No obstante, debe mantenerse el optimismo por la subyacencia de los valores. Y aunque en lo particular no cabe compartir a tal exceso el citado optimismo, dado que las épocas posteriores a las conciliares han exclusivizado la orientación del mundo hacia la concepción weberiana y freudiana, no por ello puede desconocerse que al menos cabe seguir abrigando la esperanza de restaurar el equilibrio y revalorar la cultura, sobre todo en la medida en que sus detractores materializan al extremo los antivalores actuales. 6 Pero indudablemente que el máximo mensaje sobre la cultura fue dado hace veinte siglos por el propio Jesús de Nazareth. Existe toda una multiplicidad de expresiones que se le atribuyen por los evangelistas y que, sin mencionar en forma alguna la palabra cultura, permiten dejar perfectamente claro su origen, su naturaleza, su finalidad y hasta su esencia. Veamos algunos, nada más del Evangelio de San Mateo: 1.- Las bienaventuranzas son la antítesis de la soberbia, la violencia, la injusticia, la avaricia, la guerra, etc., es decir, la ponderación de los valores humanistas por sobre cualquier otra clase de antivalores. 2.- “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda”. 3.- “No os atesoréis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Atesoraos, más bien, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. 4.- “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero”. 5.- “Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. No valéis vosotros mucho más que ellas? Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un sólo codo a la medida de su vida? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, Cómo crecen, no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se pudo vestir como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¿Con qué nos vamos a vestir? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; y ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todas ellas. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su inquietud”. 6.- “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá a vosotros”. 7.- “Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la vida!; y son pocos los que la encuentran”. 8.- “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los reconoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, mientras que el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconoceréis”. 9.- “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”. 10.- “Hágase en vosotros según vuestra fe”. 11.- “Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada”. 12.- “Una vez salió un sembrador a sembrar. Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron en seguida por no tener hondura de tierra; pero en cuanto salió el sol se agostaron y, por no tener raíz, se secaron. Otras cayeron entre abrojos; crecieron los abrojos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta. El que tenga oídos que oiga”. 13.- “Dichosos, pues, vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen. Os digo de verdad que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron”. 14.- “El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino; la cizaña son los hijos del Maligno; el enemigo que la sembró es el Diablo; la ciega es el fin del mundo, y los cegadores son ángeles”. Podría emprenderse alguna clase de síntesis a partir de tales textos, pero son tan explícitos por sí mismos que sólo cabe limitarse a observar en qué medida la cultura que se desprende de las palabras de Jesús echa por tierra la tesis de los traumas infantiles, los protopadres y las víctimas divinizadas, como el caso del propio Jesús, según Freud, de tal forma que su bandera del “poderío, el éxito y la riqueza”, por muy progresista que pretenda parecer, viene a resultar retardataria, anticultural, antihumanista, anticristiana y hasta deshonesta. VIII LAS OBSERVACIONES FINALES 1 Y, para terminar, ¿qué es, realmente, el malestar? Si lo entendiésemos como algo puramente físico o somático, sería porque estaríamos confundiendo, como Freud, la cultura con la civilización, pensaríamos que se trata de una situación esencialmente material o corporal que por algún motivo nos molesta en la conciencia. Pero el malestar en la cultura no podría ser jamás una derivación del estado de cosas corporal. Por eso no cabe hablar de ello así. Cuando se trata de un mero problema de conciencia lo adecuado es hablar de una cultura del malestar, es decir, de una situación espiritual en la que su contenido por excelencia es el no poder sentirse bien en forma alguna con tal estado de cosas imperante, pero sin que ello derive de contenidos físicos, sino psíquicos. Paradójicamente, el creador del psicoanálisis, al confundir la cultura con la civilización, creyó que se trataba de un malestar derivado de lo físico, de la multiplicidad de trabas religiosas que impedían, a su juicio, la anhelada meta material de quienes sólo tienen ojos para “el poderío, el éxito y la riqueza”. Se trató, en síntesis, de un problema íntimo, pero vivido como deficiencia física, como limitante externa de la que tenían que sufrir unos, -evidentemente “sanos” por haber rebasado el trauma religioso infantil-, a diferencia de otros, -evidentemente enfermos por no haberlo intentado siquiera-, y que con sus atavismos no permitían la tranquilidad de los primeros por el hecho de mantenerse rezagados. El verdadero problema, entonces, es el esencialmente psicológico. La cultura del malestar es una imposición del poder. Ya veremos en seguida por qué. Pero, por ahora, quedémonos con la idea siguiente: más que una cultura del malestar, entendida en el sentido puramente subjetivo de afectar conciencias, se trata de una cultura del desaliento. Ningún malestar es más evidente que el de la conciencia que siente alguna clase de culpabilidad, pero no por razón de traumas infantiles y demás sandeces, sino porque sabe de sus imperfecciones naturales o limitativas, propias de la naturaleza humana, y que además son asumidas -con plena conciencia, valga la redundancia, para contraponerse al paninconscientismo freudiano- de que no se puede “estar bien” ante la propia impotencia para actuar más allá de la conformidad. Se trata, en suma, de una cultura del desaliento. Esta obra, en síntesis, debió intitularse así: La cultura del desaliento. Pero tenía que prevalecer el título que se le puso debido a la necesidad de contrapensar la tesis freudiana. Definitivamente, no se trata de un “malestar en la cultura”, sino de una “cultura del malestar”, es decir, para dejarlo perfectamente precisado: de una “cultura del desaliento” o, lo que es lo mismo, de un propósito definido de sembrar en las conciencias de la humanidad actual la idea de que “estamos mal”, justamente con el fin de que no podamos estar mejor y, consecuentemente, nos resignemos a la mediocridad que permite la plena hegemonía de la clase de fuerzas y poderes que pretenden asumir el dominio del planeta en los sentidos y orientaciones que enseguida se comentarán. 2 La principal función del desaliento es la de procurar la resignación. El desalentado cae en el juego del “dejar hacer, dejar pasar”. Pero ese “dejar hacer, dejar pasar”, aunque traducido del idioma francés en el que originalmente se editó, era precisamente la nota distintiva del liberalismo capitalista del pasado, aunque sólo se orientaba a la idea de un gobierno tolerante, apaciguador de las masas, consentidor del gran capital y de los privilegios, y hasta corrompido por él, servil a sus dictados o implicado en sus negocios. Y, como la fórmula dio resultado, el neocapitalismo la está volviendo a emplear, sólo que ahora ya no la aplica al gobierno únicamente, sino también a todas las demás fuerzas de la sociedad, a los móviles colectivos, a las conciencias. La mejor forma de hacer que la humanidad actual caiga en ella es induciéndola a tolerar “virtualmente” lo que antes no aceptaba en la realidad. La criminalidad, la corrupción, el delito y hasta la muerte deben cotidianeizarse al máximo con el fin de que, además de constituirse por sí mismos en toda clase de industrias colaterales altamente rentables, sirvan para inducir en la conciencia colectiva la idea de que no podemos ir más allá de todos los vicios propios de la animalidad y, por ende, que el hombre no puede ni debe aspirar a “ser más”, sino únicamente a “tener más”, e incluso esto último con la seria limitante de que sólo si se afilia al club de los ricos podrá serlo, ya que, de lo contrario, deberá limitarse a admirarlos, envidiarlos, imitarlos y servirles. El neoliberalismo se funda en el mismo “dejar hacer, dejar pasar” de antaño, pero se maneja en dos niveles absolutamente contrapuestos o contastantes: hay que “dejar hacer, dejar pasar” el enriquecimiento, la opulencia, la explotación, el dominio, etc., pero no hay que dejar hacer ni dejar pasar el consumo al máximo, la subordinación al extremo, el servilismo a ultranza, la opresión total, etc. Se alienta y desalienta a la vez -con ese mismo sentido simplista del lenguaje binario computacional- la opulencia del que puede y el consumo del que debe, pero sin romper con la esperanza de que el desvalido pueda algún día ser, -aunque sólo lo sueñe a través de la propaganda y el espectáculo-, tan opulento como el que más y, por supuesto, sin romper tampoco con la envidia de que el opulento se constituya en la única clase de modelo o paradigma a imitar, pues lo económico lo es todo. En tales circunstancias, más que una “aldea global” -aunque unos aldeanos tiren lo que les sobra y otros se mueran de hambre- lo que se nos inculca es la idea de un camino único: el mundo del futuro sólo podrá ser -conforme a sus designios- un mundo de mercado, no un mundo de universidad; un mundo de compradores y vendedores, no un mundo de intelectuales y cultos; un mundo de mercancías y servicios, no un mundo de artes y filosofías; un mundo de mercaderes y ladrones, no un mundo de humanistas y cultos; etc. La configuración de esa clase de mundo es absolutamente clara: se trata de retroceder a la civilización del intercambio de satisfactores materiales que matizó toda la historia antigua hasta antes del Renacimiento. Incluso los valores han vuelto a ser objeto de mercado. Se vende la honradez en forma de “ética comercial”. Se vende la verdad en forma de “control de calidad”. Se vende la belleza en forma de “ingeniería de avanzada”. Se vende la religión en forma de “proselitismo dinámico”. Se vende el arte en forma de “subasta elitista”. Se vende la salud en forma de “combate al narcotráfico”. Se vende la seguridad en forma de “capacitación policíaca”. Y se vende hasta la dignidad de las antiguas soberanías nacionales en forma de “consenso mundial”. Todo está en venta y, por supuesto, todo es comprable. Sobran compradores de espectáculos porque con ellos se alienta la ilusión de la magia que aparta de la cotidianeidad. Sobran compradores de fetiches y amuletos porque con ellos se reemplaza la complejidad y exigencias de las religiones. Sobran compradores de armas porque con ellas se consigue la difícil seguridad de un mundo degradado en el latrocinio. Sobran, en fin, compradores hasta de dignidades, honras y valores, porque ya nada de ello puede tener sentido alguno a los ojos de quienes reemplazan la humanidad por la materia. En un entorno así, el desaliento hacia el humanismo es lo que viene a representar esa cultura del malestar contemporáneo de la escasa porcion de humanidad que aún se atreve a pensar. 3 Lo más grave del consumismo, pues, no es únicamente el efecto económico que tiene, la restauración del capitalismo, el neoimperialismo que provoca, la reconcentración de la riqueza en las grandes transnacionales, la toma del poder mundial por parte de éstas, etc., sino, y sobre todo, el inducir al desaliento. A ese doble desaliento de que tengamos un mundo de mercado y no un mundo de universidad y, a la vez, de que tengamos una humanidad animalizada y no una animalidad humanizable. Y se trata de esa clase de desaliento al que el deprimente Cioran atribuye a San Juan Climaco la frase: “Nada procura tantas coronas al monje como el desánimo”, ya que, a quienes verdaderamente procura más dólares que coronas el cultivo del desánimo es a quienes, como él y sus cofrades a lo Octavio Paz, hacen negocio de la depresión, la obsesión y los recovecos de un inconsciente sobresexualizado, en la peor tradición freudiana, para animalizar aún más a la clase de humanidad que ya sólo esperaba el último empujón para irse al abismo. En la medida en que se inculca en la conciencia colectiva la idea depresiva de que todo es basura, de que nada vale, de que todo se reduce a intrincadas reacciones inconscientes sobrecargadas de sexo, envidia, degeneración y posesión, en esa misma medida se cultiva el desánimo. En los medios de las pláticas motivacionales para ejecutivos, por razón del doble lenguaje con el que se maneja la “formación de líderes” y el desaliento de los que no lo son porque no van a ser usados en las transnacionales, es muy conocida la vieja fábula cuyo personaje principal es el diablo. Afirma la existencia de una leyenda en la que al ser condenado el diablo por un tribunal, dado el abuso extralimitado de sus poderes, lo único que pidió encarecidamente fue que le permitieran, aunque perdiera todas sus demás potestades, el no ser despojado de la facultad de infundir el desaliento en el hombre. Y es que el desaliento, como el miedo, del cual es hijo legítimo, suele ser la más perniciosa e incurable de las enfermedades de la conciencia. Quizá por eso decía Franklin Delano Roosevelt que "la única cosa de la que debemos estar temerosos es aquella de que el miedo se apodere de nosotros mismos". La actual industria del miedo lo ilustra a plenitud. Sólo una humanidad de borregos asustados, saturados de malestar, puede hacer posible el imperialismo de quienes le venden confort, seguridad y futuro, mientras se mantengan dentro del rebaño y se dejen conducir por sus mismos pastores. En ese rejuego de manipulación imperializadora de los hombres y las ideas no únicamente se han dejado caer, sobre todo para vender sus libros, la gran mayoría de los escritores mediocres que, de otro modo, jamás serían leídos. Y a ese mismo rejuego se han subordinado los gobiernos comparsas del planeta que asumen con indolente fatalismo la postura de quien ya lo perdió todo. Se ha dejado de luchar contra la uniformidad mundial del neoliberalismo triunfante porque se considera la riqueza como algo todopoderoso, el éxito como subordinación a su poder mundial y el propio poderío como la meta suprema de la historia. Las iglesias incluso, o al menos sus jerarquías, no han podido escapar a la influencia avasalladora de las alrededor de cuarenta mil transnacionales que dominan el mundo y quitan y ponen gobiernos a su antojo. El consumismo, en suma, ya no es un mero problema de control económico, sino la herramienta por excelencia de la dictadura empresarial para hacer consumibles hasta los poderes temporales y espirituales, las ideologías y las leyes, las políticas y las diplomacias, los valores y los principios, las metas y los ideales. 4 Tomemos del propio Cioran un par de frases, contenidas en la misma obra, “La tentación de Existir”, para advertir ese doble lenguaje con el que ahora se busca adormecer las conciencias: por una parte nos dice: “estos pueblos archicivilizados son nuestros proveedores de desesperación”, y, por la otra, nos predica que: “la costumbre del razonamiento y la especulación es índice de una insuficiencia vital y de un deterioro de la afectividad”. Si tomásemos ambas frases para el análisis más elemental sobre la intención del autor en cuanto al propósito de sus contenidos, llegaríamos inevitablemente a lo siguiente: 1.- Las grandes potencias procuran desesperarnos. 2.- Razonar y especular no son atributos del hombre, sino costumbres. 3.- En tanto que costumbres, razonar y especular son indicativos de insuficiencia vital. 4.- Por ello mismo, revelan afectos deteriorados. 5.- Conclusión: dejemos que sigan desesperándonos las grandes potencias. No razonemos ni especulemos porque son costumbres que revelan nuestra falta de vitalidad y de afecto. Con subordinarnos a los proveedores de desesperación es suficiente para ser vitales y afectivos. Seamos esclavos, pues carecemos de vida y de afectividad. Y, si las tuviéramos, no pasarían de ser producto de esa maldita costumbre de cuestionarnos y sentir, cuando que perfectamente nos la podríamos pasar muy bien si sólo nos rindiéramos ante los proveedores, puesto que son “archicivilizados”. Esa clase de mensajes es la que va minando la fe en la cultura y el humanismo, el ánimo por cultivar el desánimo es obvio y la intención de vulnerar hasta la última de las resistencias es incontrovertible. De esta clase de emisarios del neoliberalismo es de los que se sirve la nueva dictadura imperialista para convencernos de que todo está perdido, de que debemos rendirnos a la evidencia de que “el poderío, el éxito y la riqueza” lo son todo, de que la cultura está enferma, de que lo mejor es la incultura porque el razonar y especular son muestras de insuficiencia vital y afectiva, de que la única ética justificada es la del espíritu del capitalismo, de que las religiones son producto de las víctimas divinizadas por los infantes traumatizados que necesitan un protopadre, etc., es decir, de todos los que contribuyen al desaliento para que la opresión del mercado se imponga sobre el humanismo y la cultura propios de la universidad. 5 Pero también están de moda los que degradan el humanismo en aras de una sexualidad enfermiza y magnificada a través de su mixtificación con la cultura. Octavio Paz, en su prólogo a la Nueva Picardía Mexicana, que -según se indica en ella- es parte de su obra Conjunciones y Disyunciones, afirma textualmente que “hemos olvidado que los signos son cosas sensibles y que obran sobre los sentidos”; que los “mecanismos de simbolización” constituyen un “sistema de transformación de las obsesiones, impulsos e instintos en mitos e imágenes colectivas” y que los ritos vienen a ser “la encarnación de esas imágenes en ceremonias y fiestas”; que “las culturas primitivas han creado un sistema de metáforas y símbolos que, como ha mostrado Lévi-Strauss, constituyen un verdadero código de signos a un tiempo sensibles e intelectuales: un lenguaje”; y que “la función del lenguaje es significar y comunicar los significados, pero los hombres modernos hemos reducido el signo a la mera significación intelectual y la comunicación a la transmisión de información”. Todo ello en la página 39 de la obra prologada. Pero en la página 247 de la misma, dado que las pocas páginas del prólogo son “saltadas” por el autor de la obra de una parte a otra del libro, lo que implica entender que apenas tres o cuatro páginas después de tales afirmaciones el prologuista complemente su noción del tema, encontramos lo siguiente: “Max Weber descubrió una relación entre la ética protestante y el desarrollo del capitalismo. Por su parte, algunos continuadores de Freud, señaladamente Erich Fromm, subrayan la conexión entre este último y el erotismo anal. Norman O. Brown ha hecho una síntesis brillante de ambos descubrimientos y, lo cual es todavía más importante, ha mostrado que la “visión excremental” constituye la esencia simbólica y, por tanto, jamás explícita, de la civilización moderna. La analogía contradictoria y complementaria entre el sol y el excremento es de tal modo evidente que casi dispensa la demostración. Es una pareja de signos que se funden y disocian alternativamente, regidos por la misma sintaxis simbolizante de otros signos: el agua y el fuego, lo abierto y lo cerrado, lo puntiagudo y lo redondo, lo seco y lo húmedo, la luz y la sombra. Las reglas de equivalencia, oposición y transformación que utiliza la antropología estructural son perfectamente aplicables a estos dos signos, sea en el nivel individual o en el social”. Y más adelante, dentro de la misma página y la siguiente, nos recita sus conclusiones doctrinarias al respecto: “por lo que toca a las imágenes míticas, señalo que si el sol es vida y muerte, el excremento es muerte y vida. El primero nos da luz y calor, pero un exceso de sol nos mata; por tanto, es vida que da muerte. El segundo es un deshecho que es también un abono natural: muerte que da vida. Por otra parte, el excremento es el doble del falo como el falo lo es del sol. El excremento es el otro falo, el otro sol. Asimismo, es sol podrido, como el oro es luz congelada sol materializado en lingotes contantes y sonantes. Guardar oro y retener el excremento es atesorar vida. Gastar el oro acumulado es esparcir vida, transformar la muerte en vida”. Podemos analizar tales textos si antes los compendiamos fielmente y luego los cuestionamos en la medida en que lo permiten, al menos como sigue: 1.- Los signos son cosas sensibles y obran sobre los sentidos. 2.- Se simboliza para transformar las obsesiones, impulsos e instintos en mitos e imágenes colectivas. 3.- Las imágenes encarnan en ceremonias y fiestas. 4.- Existe una clase de lenguaje propio de culturas primitivas que es un código de símbolos sensibles e intelectuales. 5.- La función del lenguaje -aunque no nos precise si el lenguaje en general o ese tipo de “lenguaje” de las culturas primitivas- es significar y comunicar los significados, pero los hombres modernos hemos reducido el signo a la mera significación intelectual y la comunicación a la transmisión de información, es decir que -dado el caso de que se haya referido a ese lenguaje especial de las culturas primitivas y no al lenguaje en general- lo hemos despojado de su contenido sensible y sólo le hemos dejado el intelectual. 6.- Afirma que Max Weber descubrió una relación entre la ética protestante y el desarrollo del capitalismo, aunque no nos aclara en qué consistió tal “descubrimiento” y si está justificado o no como tal. 7.- Añade que, por su parte, Erich Fromm, subrayó la conexión entre este último -se supone que el capitalismo, no Weber ni Freud- y el erotismo anal, aunque tampoco explica cómo se efectuó tal subrayado ni el porqué pudo Fromm ocuparse de tales tareas. 8.- Indica que Norman O. Brown hizo una síntesis brillante de ambos descubrimientos -el que la ética protestante y el capitalismo estén emparentados, según Weber, y el que el capitalismo y el erotismo anal también estén conectados, según Fromm- lo que induce a concluir que la ética protestante, dada su vinculación con el desarrollo del capitalismo y la de éste con el erotismo anal- resulte ser algo así como una “ética del erotismo anal”, si es que la ética pudiese ser tratada a tal nivel. 9.- Pero todavía considera mucho más importante en el “descubrimiento” de Brown el que haya mostrado que la “visión excremental” constituye la esencia simbólica y, por tanto, jamás explícita, de la civilización moderna, pues ello permite inferir que el erotismo anal y el excremento -temas a los que tan aficionado fue siempre nuestro autor, recientemente fallecido y colmado de inciensos oficiales- guardan alguna clase de vinculación teórica o doctrinaria que tampoco explica, ya que a la postre, según se desprende de sus textos, tanto el excremento como el lenguaje, el capitalismo como el erotismo anal, la ética protestante como las culturas primitivas, la civilización como las esencias simbólicas, etc., vienen a ser una y la misma cosa. 10.- Mas no termina todo allí, sino que además encuentra una analogía que, curiosamente, no sólo puede ser contradictoria sino también complementaria entre el sol y el excremento. Ya la sola existencia de analogías contradictorias induce a serias reflexiones; la de analogías complementarias como que al menos demanda una explicación, pero lo que sí escapó a cualquier clase de justificación es que el sol y el excremento sean analógicos. ¿Habrá que inferir de ello que el sol y el capitalismo son análogos? Nuestro autor, laureado con el Premio Nobel, responde que ello “es de tal modo evidente que casi dispensa la demostración”, pero ni siquiera por el “casi” se dignó descender a ella. 11.- No obstante, suponiendo que ello fuese la demostración debida, enseguida nos dice: “es una pareja de signos -el sol y el excremento- que se funden y disocian alternativamente, regidos por la misma sintaxis simbolizante de otros signos: el agua y el fuego, lo abierto y lo cerrado, lo puntiagudo y lo redondo, lo seco y lo húmedo, la luz y la sombra. Las reglas de equivalencia, oposición y transformación que utiliza la antropología estructural son perfectamente aplicables a estos dos signos, sea en el nivel individual o en el social”. Pero de ello resulta que la demostración viene a ser peor que el texto mismo: ¿Cuáles son los signos que se funden y disocian alternativamente? ¿Qué clase de “sintaxis simbolizante” es esa de la que jamás se tuvo noticia anterior? ¿Por qué resultan, -aunque sólo para él-, tan claramente contrapuestos el sol y el excremento, como lo son para cualquiera el agua y el fuego, lo abierto y lo cerrado, lo seco y lo húmedo, etc.? ¿Quién formuló las reglas de equivalencia, oposición y transformación, dentro de la llamada antropología estructural, y cuándo o en dónde fueron publicadas? Pero, sobre todo: ¿cómo resulta posible entender que el sol y el excremento sean equivalentes en el nivel individual y en el social? 12.- Lo que tampoco es entendible es su afirmación final en el sentido de que las imágenes míticas arrojen conclusiones tan contundentes como las siguientes: A.- Que el sol es vida y muerte y, el excremento, muerte y vida. B.- Que como el primero nos da luz y calor, aunque un exceso de sol nos mata y por tanto, es vida que da muerte, el segundo sea un deshecho que es también un abono natural o sea muerte que da vida. C.- Que como el excremento es el doble del falo y el falo lo es del sol, el excremento venga a ser “el otro falo, el otro sol”. D.-Que también el excremento es sol podrido, como el oro es luz congelada, sol materializado en lingotes contantes y sonantes. E.- Que, además, guardar oro y retener el excremento sea atesorar vida y que gastar el oro acumulado sea esparcir vida, transformar la muerte en vida. Y procede lamentar que el autor de tales afirmaciones ensayísticas haya fallecido ya, pues se ha llevado a la tumba el secreto de la respuesta, salvo que, por haber sido también poeta, debamos entender en forma metafórica su mensaje. Porque, al menos en lo que a este último punto concierne, son más las preguntas resultantes que las convicciones que podríamos formarnos: A.- ¿Si procede tal analogía entre el sol y el excremento, no podría decirse lo mismo de cualquier otra cosa que con medida nos beneficie y en exceso nos mate? B.- Si ya se demostró que “nada se crea, sino que todo se transforma”, ¿eso justificará el confundirlo todo porque ahora puede servir y mañana dañar o viceversa? C.- ¿Cómo se explica con algún grado de racionalidad que el excremento sea el doble del falo o que éste lo sea del sol? ¿Habría que concluir, pues, en que el capitalismo, la civilización, etc. también son falos o soles y hacer entendible a la razón de quienes no accedemos a tan esotéricos y místicos mensajes tal clase de conclusiones? D.- ¿A qué clase de “sol podrido”, de “luz congelada”, de “sol materializado en lingotes”, de “retenciones de excremento”, de “atesoramientos de vida”, de “transformaciones de muerte en vida”, etc., habrá querido referirse el ensayista, sobre todo si se relacionan con los descubrimientos de Weber, Fromm, Brown, etc. la ética protestante ligada al capitalismo y de éste con el erotismo anal, y del erotismo anal con el sol y el excremento? Desde luego que procede disculparse con el lector por las referencias citadas, pero no puede menos que resultar vergonzante e indigno que se premie con el Nobel de literatura a quienes con tal reconocimiento se quiere justificar a los ojos del mundo como dignos de ser leídos. Obviamente, la poesía y el ensayo son géneros distintos. En el primero caben las metáforas, por muy vulgares que sean. En el segundo no caben más que los razonamientos, por muy superficiales que resulten. Pero mezclar lo uno con lo otro hace del poeta una simulación de “ensayista” o, del ensayista, un remedo de “poeta”. Y ése, precisamente, es el caso. Y no se piense que esto se dice a la muerte del citado, pues ya desde hace algunos años, con la publicación de la obra del que esto escribe intitulada “El Mexicano, según sus Canciones”, y en la que se criticaba la extrema superficialidad y procacidad de otro de los “ensayos” del susodicho poeta, intitulado “El Laberinto de la Soledad”, obra de la que se le envió ejemplar, ni siquiera se obtuvo respuesta o réplica alguna. Las rosas sólo gustan sin las espinas. 6 El colmo de todo lo expuesto en el apartado anterior es que ni aun estando de acuerdo en calificar al capitalismo con tales epítetos y analogías se puede tomar en serio al autor de una obra que no lo demuestre con algún grado de racionalidad. Se puede tener el peor de los conceptos sobre el capitalismo, -como es nuestro caso-, pero es ofensivo a la más elemental de las inteligencias y el buen gusto el confeccionar una mezcla tal, -tan plagada de procacidades y sandeces-, sin otro fin que el de confundir y desorientar. Ni a título de metáforas poéticas, ni en el de razonamientos lógicos, cabe admitir tal atropello a la inteligencia con tan cínica impunidad. Pero, afortunadamente, tampoco con respecto a esto hay que ir demasiado lejos en busca de explicación para tamaño proceder. Basta con observar que las frases anteriores fueron escritas en un contexto de “erudición”, es decir, de abundantes citas sobre las obras y personas de Quevedo, Swift, Góngora, Posada, Baudelaire, Freud, Calvino, Sade, Lévi-Strauss, Yeats, San Agustín, Juan Ramón Jiménez, Joyce, Weber, Fromm, Brown, Juan Ruíz de Alarcón, el Arcipreste de Hita, Garcilaso, Lope de Vega, Fernando de Rojas, Francisco Delicado, Diego Sánchez de Badajoz y, desde luego, sobradas alusiones a las divinidades aztecas e hindúes, el culto budista, el Partido Revolucionario Institucional, las grandes capitales del mundo, la Plaza de Tlatelolco, el monarquismo, la Inquisición, la neoescolástica, el machismo, la homosexualidad, etc., para que, en apenas trece páginas, utilizadas, -como ya se dijo-, para prologar una obra humorística, haya podido decir, -en franco autoexhibicionismo de las características propias de su personalidad-, lo que ni siquiera venía al caso, con todo lo cual evidenció que era un indiscutible erudito -o sabio-, pero que sólo podía hablar de lo que había en su vitrina. Tal vez por eso el autor de la Nueva Picardía Mexicana, ante el compromiso de insertar en su obra el prólogo solicitado, prefirió “diluírselo” al lector mediante “saltos” de unas páginas a otras, pues -lejos de atender a la petición- el prologuista se regodeó en sus viejas obsesiones, tan cansadamente reiteradas a lo largo de toda su “ensayística”, de lo que ya constituía todo un clásico vocabulario elemental en él y tan profusamente repetitivo de expresiones como las siguientes: falos, anos, vulvas, culos, caras, impulsos, instintos, mitos, imágenes, machos, cíclopes, sirenas, centauros, diablos, violencias, risas, carcajadas, destrucciones, agresiones, placeres, cuerpos, etc. y que logró proyectar al mundo como si fuesen los rasgos distintivos de la mexicanidad, siendo que sólo pueden representar el estado patológico mental de cualquier habitante del planeta cuya obsesividad por lo peor y más instintivo de la animalidad le induzca a exaltarlo y magnificarlo sin medida. Vamos, ni siquiera el propio Freud fue tan procaz como para caer en tales vulgaridades revestidas de erudición. Pero lo más lamentable de todo esto es que las dos “personalidades” mexicanas más conocidas actualmente en todo el mundo son, precisamente, el recién fallecido poeta y pseudo ensayista Octavio Paz y el inocultablemente amanerado y ridículo compositor y cantante Juan Gabriel. Ya se piensa en todo el planeta que el mexicano y la mexicanidad son, precisamente, esa deleznable mezcolanza de machismo ambiguo y mariconería exhibicionista, de alegría macabra y estercolero festivo, de chocarrería vergonzante e indignidad servil, de folklorismo desbordado y de hedonismo fatal; pero nada más falso que tal imagen. De lo que realmente se trata -y de allí los premios nobeles y los reconocimientos internacionales- es de acabar de asesinar nuestra cultura, nuestro humanismo y nuestra personalidad. Nada más satisfactorio para quienes quieren inducirnos a la cultura del malestar que el hacernos sentir lo peor. Y ¿cuáles podrían ser las mejores y más representativas pruebas de ello que las ya señaladas? El México de Reyes, Vasconcelos, Caso, Herrera y Lasso, Larroyo y miles de escritores y pensadores mucho más meritorios que el pseudo ensayista citado, sigue siendo el gran desconocido tanto para el mundo como para los propios mexicanos. ¿Será que aparentamos complacernos en la fama de los folklóricos y ridículos para esconder y proteger nuestra cultura? Ojalá que sea por eso.
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