EL MISTERIO DEL SEÑOR BRAULIO Autor: Eva María Rodríguez Valores: Honradez, honestidad, gratitud Darío iba caminando por el parque, como todos los días. Acaban de terminar las clases y volvía a casa del colegio. Todos los días el paseo era exactamente igual. La misma gente, las mismas cosas. Incluso parecía que las palomas del parque que se paseaban por allí eran siempre las mismas. Pero eso día ocurrió algo diferente. Junto a uno de los bancos del parque Darío encontró una billetera. Darío miró a su alrededor, pero no había nadie cerca. Tampoco había visto a nadie levantarse del banco. Darío decidió recoger la cartera y mirar dentro, a ver si había algún dato del propietario. Pero no había nada. Solo unos cuantos billetes y una pegatina en la que decía: Propiedad del señor Braulio. Darío no sabía quién era el señor Braulio. En todo caso, cogió la cartera y se la llevó. Ya pensaría qué hacer con ella. Al día siguiente, en el mismo banco, Darío volvió a ver algo. Esta vez era un portafolios. En él solo había un sobre con billetes y una pegatina que decía: Propiedad del señor Braulio. Darío se llevó el portafolios. Tendría que pensar algo. Así fueron pasando los días y Darío seguían encontrando cosas en el mismo banco. Y siempre había dentro algo de dinero y la misma pegatina. Darío quería encontrar al señor Braulio, pero ¿cómo? Sin más datos que un nombre era complicado. Entonces cayó en la cuenta de que Braulio no era precisamente un nombre muy corriente. Así que empezó a preguntar a la gente si conocían a alguien con ese nombre. Tardó unos días en dar con una persona que conocía a alguien con ese nombre. No tenía una dirección, pero sí pudo darle alguna pista de dónde encontrarlo. Tras seguir la pista y otras que fue obteniendo, Darío dio el señor Braulio. El muchacho esperaba encontrarse con un señor bastante mayor. En cambio, el señor que le abrió la puerta no parecía tener más de cuarenta años. - ¿Es usted el señor Braulio? -preguntó Darío. -Sí, soy yo -dijo el señor-. Y tú, ¿quién eres? ¿Quieres pasar? -No, señor, no entro en la casa de la gente que no conozco. De hecho, si fuera tan amable, preferiría que habláramos en otra parte. -Muy bien, vamos a la cafetería que hay allí enfrente. Ya en la cafetería, el niño le dijo: - Me llamó Darío. He encontrado unas cosas que tal vez le pertenezcan. Darío le dio cuenta de todo lo que tenía. El señor Braulio confirmó que había perdido todo eso, pero Darío le pidió algunos datos, detalles de los objetos que había recogido, datos que no le había dado para confirmar que todo aquello era suyo. Cuando confirmó que todo era verdad se lo devolvió. - ¡Vaya! -exclamó el señor Braulio-. Si está todo, incluso el dinero. ¿Por qué no te lo has quedado? -Por qué no era mío -dijo Darío. -Pues muchas gracias, chaval -dijo el señor Braulio-. Verás, he repartido cosas de estas por toda la ciudad. Llevo meses haciéndolo. Y la única persona que me ha devuelto las cosas has sido tú. El señor Braulio le contó a Darío que era periodista, que había puesto cámaras y que había grabado lo que hacía la gente que encontraba sus cosas, como parte de un reportaje que estaba preparando. -Quería demostrar que todavía hay gente honesta -le dijo finalmente. -Pero ha perdido usted mucho dinero en el intento -dijo Darío. -En realidad no -dijo el señor Braulio-. Todo el dinero era falso. Todos los que se han quedado con él se van a llevar un buen chasco. En cambio, tú sí que te mereces una recompensa. -No es necesario, señor Braulio -dijo Darío. -Al menos déjame que te invite a merendar. -Eso me parece perfecto. Gracias, señor Braulio. UN FIN DE SEMANA DE ACAMPADA Autor: Irene Hernández Edades: A partir de 4 años Valores: honradez, honestidad Pablo y Fer eran dos hermanos gemelos idénticos. La gente los confundía, porque lo único que les diferenciaba era una mancha que Fer tenía en la mano. Pero, aunque Pablo y Fer eran iguales físicamente, tenían personalidades distintas. Pablo era un niño muy bueno y Fer era bastante cafre. - ¿Quién se ha comido la tarta? -preguntó un día la madre de Fer y Pablo. - ¡Ha sido Pablo! -dijo Fer, culpando a su hermano. Y, como siempre, Fer se aprovechaba de que los dos eran iguales para conseguir que Pablo se llevara el castigo sin merecerlo. Un fin de semana que fueron de acampada con el colegio, Fer hizo muchas trastadas. -Voy a esconder por el campo las mochilas de todos los niños. ¡Me voy a reír un montón cuando despierten y se den cuenta! -pensaba Fer mientras hacía una de las suyas. A la mañana siguiente, los niños no podían creerlo: - ¿Dónde están nuestras mochilas? -se preguntaban. La profesora se enfadó y avisó de que el responsable se iba a llevar un gran castigo, pero Fer volvió a echar las culpas a su hermano: - ¡Oh, Oh! Puede ser que mi hermano Pablo las haya escondido, porque resulta que es sonámbulo y se levanta por las noches a hacer cosas como esta -explicó Fer. -Sí, seguro, porque me pareció verlo salir de la tienda -comentó otro niño. Fer se salió con la suya y todos creyeron que había sido su hermano, pero Pablo estaba tan harto que pensó en un plan. Esperó a que Fer hiciera alguna de las suyas y se escondió en unos matorrales con una cámara de vídeo para grabarlo. Fer gastó otra broma sin gracia a todos y se dedicó a colgar las zapatillas de los niños en los árboles. - ¡Mirad dónde están nuestras zapatillas! ¡Seguro que ha sido Pablo otra vez! -dijeron todos muy enfadados por la mañana. - ¡Sí, sí! ¡Yo lo vi por la noche fuera de la tienda! -dijo otro niño. - ¡No he sido yo! ¡Lo prometo! ¡Mi hermano siempre me culpa a mí, pero tengo la prueba que os demostrará que soy inocente! -dijo Pablo. Y así fue. Pablo mostró el vídeo a todos y pudieron ver la mancha de la mano de Fer. Fer se avergonzó muchísimo y, por primera vez, se dio cuenta de lo gamberro e injusto que era. Todos se enfadaron un montón y lo pasó tan mal que aprendió la lección. Desde entonces, nunca más se aprovechó de que él y su hermano eran iguales para hacer esas cosas tan malas y librarse del castigo. EL JOVEN CUMPLIDOR Autor: Eva María Rodríguez Edades: A partir de 8 años Valores: Ayudar, honestidad, amabilidad Había una vez un muchacho valiente que recorría el mundo a caballo. En cada pueblo encontraba gente amable que le ofrecía techo y comida para pasar la noche. A todos les agradecía su amabilidad dejándoles oro y piedras preciosas. Como era muy cumplidor, en todos los sitios decía lo mismo: “El día que decida dónde vivir me quedaré aquí”. La gente quedaba muy contenta con la visita de aquel joven aventurero por su generosidad y amabilidad, y esperaban que algún día cumpliera su promesa. La noticia de que un aventurero agradecía la hospitalidad con oro y piedras preciosas viajó por todo el mundo y, para ganarse los favores del joven, la gente de los pueblos por los que pasaba le atendía como a un príncipe. Pero nadie decía nada de la promesa del muchacho. Un día, el joven aventurero enfermó y tuvo que alojarse en una posada del camino donde no había más que un anciano y su nieto. Un mensajero de cada pueblo donde había estado el muchacho salió a buscarlo para llevárselo y que cumpliera su promesa. Cuál fue la sorpresa de cada mensajero cuando se encontró allí con otros muchos que reclamaban lo mismo. -En mi pueblo cuidaremos a este muchacho mejor que nadie -decía uno. -Es mi ciudad donde este valiente aventurero estará mejor tratado -decía otro. Y así, discutiendo por quién debería llevarse al joven, pasaron los días. Mientras tanto, el anciano y su nieto cuidaron del muchacho y de su caballo. El anciano, preocupado por la algarabía que se estaba formando fuera, se acercó al muchacho y le dijo: -Amigo, tienes que elegir ahora. Si no lo haces, la gente que hay fuera va a acabar luchando por ti. El muchacho no entendía por qué reñían, así que se levantó y salió fuera. -No os preocupéis, estoy mejor. En unos días podré seguir mi camino. -Nos engañaste -dijo uno de los mensajeros-. A todos nos dijiste que elegirías nuestro pueblo para vivir cuando llegara el momento. Entonces, el joven aventurero se dio cuenta de que no había sido honesto con la gente que le había atendido. -Eso que os dije no era más que un cumplido, cosas que se dicen para quedar bien con la gente y que no significan nada -dijo el joven. - ¿Para eso nos hemos esforzado en atenderte como a un rey? -dijo uno de los enviados. -Si vuestra amabilidad era por mi oro y mis joyas, no os preocupéis. Lo he perdido todo dijo el joven. Los mensajeros, al oír aquello, se fueron por donde habían venido. Si el joven no tenía nada que ofrecerles ya no les servía de nada. Solo uno de los mensajeros se quedó allí. El hombre le dijo: -Fuiste agradecido y agradable en tu paso por mi pueblo. Cuando nos necesites, allí tienes tu casa. - ¿No quieres oro ni piedras preciosas? -preguntó el joven. -Ganaste nuestro corazón mucho antes de ver tu fortuna. Además, con lo que tenemos es suficiente. -Gracias, amigo. Algún día volveré, y esto es una promesa, no un cumplido. El joven se recuperó y volvió a viajar. Aunque nada se sabe de dónde acabó, el joven caballero visitaba todos los años aquel pueblo donde tan bien le recibían. En sus viajes, conoció nuevos pueblos y ciudades. Pero ya no prometió volver para quedarse. En su lugar, prometió volver a visitarlos cuando volviera a viajar por aquellas tierras. LA GRAN FINAL Autor: Eva María Rodríguez Edades: A partir de 8 años Valores: Respeto, honestidad, deportividad Adam y Jon eran compañeros de colegio desde el primer curso. Siempre habían sido buenos amigos, jugaban juntos al fútbol y se lo pasaban muy bien. Adam era un excelente deportista; sin embargo, Jon era bastante torpe en los deportes, aunque le daba lo mismo, y pese a eso siempre aceptaba jugar con Adam, aunque perdiera siempre. A Adam esto de ganar siempre le empezó a gustar. Así que entrenaba muy duro para que nadie le venciera. Pero empezó a tomarse los partidos muy en serio y cambio mucho; tanto que, cuando jugaban en equipo, jugaba sucio haciendo muchas faltas y trampas para ganar siempre. A Adam ya no le gustaba jugar con Jon. - ¿Puedo jugar en tu equipo Adam? - No Jon, eres demasiado malo. Mejor sigue jugando en tu equipo, así es más fácil ganar el partido. A Jon le dolían las palabras de su antiguo amigo, pero pese a eso él seguía jugando y esforzándose por superar sus limitaciones. Un día llegó al colegio la noticia de que iban a competir en el campeonato nacional de jóvenes futbolistas. Pero solo podía ir un equipo representando a cada colegio. Al final, como en los dos equipos había buenos jugadores decidieron unirse para el campeonato. Adam fue elegido capitán y enseñó a sus compañeros todas sus estrategias y sus trampas para ganar. Y así, jugando sucio, es como ganaron todos los partidos hasta que llegó el día de la gran final. Como era de esperar, Jon se pasó todos los partidos en el banquillo. Pero lo que no esperaba nadie es que el equipo contra el que iban a jugar la final hiciera más trampas y jugara más sucio que el equipo de Adam. Nada más empezar, se lanzaron sobre el tobillo del capitán para lesionarlo y que no pudiera jugar más. - ¡Qué vamos a hacer! -se lamentaban todos. - Sin Adam no somos nada, perderemos seguro -decía uno. - Mejor será que nos rindamos ahora, antes de que nos lesionemos todos -decía otro. - ¡Ni hablar! -Jon se levantó con la intención de no permitir que se retiraran. - ¿Qué dices? -le dijo Adam con desprecio-. ¿No has visto lo que me han hecho? ¡Son unos tramposos! - Pero no más que tú -dijo Jon -. Tal vez sean más brutos y más despiadados, eso sí. Pero tengo una idea. Jon les explicó las estrategias que seguía para evitar los golpes y las trampas cuando jugaba contra Adam y los animó a jugar para demostrarles que nadie podía asustarles. - Está bien, jugad -dijo Adam -. Pero si Jon es tan listo, que sea el capitán -añadió con burla. Todos aceptaron y jugaron el partido mientras Adam se reía del fracaso de sus compañeros, que no metían gol ni en propia puerta. Cuando el equipo contrario vio el esfuerzo que estaban haciendo por jugar limpio decidieron hacer lo mismo ellos también. Fue un partido alucinante, de esos que pasan a la historia. Y cuando terminó el partido todos se sintieron muy orgullosos, incluso el equipo de Jon, que perdió por goleada. - ¿Por qué estáis tan contentos? -preguntó Adam -. ¡Habéis perdido! ¡Sois el hazmerreír de todo el país! - No Adam, te equivocas -dijo Jon -. Hemos demostrado que es posible jugar limpio y hemos conseguido también que nuestros rivales nos respeten y acepten jugar limpio por decisión propia. Además, hemos disfrutado muchísimo, porque no nos hemos preocupado tanto por ganar como haces tú, sino por ofrecer un buen juego. Adam aprendió la lección y se disculpó con Jon, que le perdonó de inmediato. Y todos juntos se fueron cantando: “Hemos perdido, hemos perdido, pero nos hemos divertido”.