Subido por Elizabeth Huanca

Se necesitan horizontes 10Mayo2017

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Se necesitan horizontes
Boaventura de Sousa Santos
Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
Las ocho personas más ricas del mundo poseen tanta riqueza como la
mitad más pobre de la población mundial (3,5 mil millones de personas).
Se destruyen países (de Irak a Afganistán, de Libia a Siria, y las próximas
víctimas pueden ser tanto Irán como Corea del Norte) en nombre de los
valores que debían preservarlos y hacerlos prosperar, ya sean los derechos
humanos, la democracia o el primado del derecho internacional. Nunca se
habló tanto de la posibilidad de una guerra nuclear.
Los contribuyentes estadounidenses pagaron millones de dólares por
la bomba no nuclear más potente jamás lanzada contra túneles en
Afganistán, construidos en la década de 1980 con su propio dinero,
gestionado por la CIA, para promover a los islamistas radicales en su lucha
contra los ocupantes soviéticos del país, los mismos radicales que hoy se
combaten como terroristas. Mientras, los estadounidenses pierden el acceso
a la atención médica y son llevados a pensar que sus males son causados
por inmigrantes latinos más pobres que ellos. Tal y como los europeos son
llevados a pensar que su bienestar está amenazado por los refugiados y no
por los intereses imperialistas que están forzando al exilio a tanta gente.
Del mismo modo que los sudafricanos negros, empobrecidos por un mal
negociado fin del apartheid, asumen actitudes xenófobas y racistas contra
inmigrantes negros de Zimbabue, Nigeria y Mozambique, tan pobres como
ellos, por considerarlos la causa de sus males.
Entretanto, circulan por el mundo las tiernas imágenes de Silvio
Berlusconi dando el biberón a cabritillos para defenderlos del sacrificio de
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Pascua, sin que nadie denuncie que durante esos minutos televisivos miles
de niños murieron por falta de leche. Como tampoco son noticia las fosas
clandestinas de cuerpos desmembrados que constantemente se están
descubriendo en México, mientras que las fronteras entre el Estado y el
narcotráfico se desvanecen. Como tenemos miedo de pensar que la
democracia brasileña morirá el día en que un Congreso de políticos
enloquecidos, corruptos en su mayoría, consiga destruir los derechos de los
trabajadores conquistados a lo largo de cincuenta años, un propósito que,
por ahora, los políticos brasileños parecen lograr con inaudita facilidad.
Tiene que haber un momento en que las sociedades (y no solo unos pocos
“iluminados”) lleguen a la conclusión de que esto no puede seguir así.
Para ello, la negatividad del presente nunca será suficiente. La
negatividad solo existe en la medida que aquello que niega es visible o
imaginable. Un callejón sin salida se convierte fácilmente en una salida si
la pared en que termina tiene la falsa transparencia de lo infinito o de lo
ineluctable. Esta transparencia, que es falsa, es tan compacta como la
opacidad de la selva oscura con la que antes la naturaleza y los dioses
vedaban los caminos de la humanidad. ¿De dónde viene esta opacidad si la
naturaleza es hoy un libro abierto y los dioses un libro de aeropuerto? ¿De
dónde viene la transparencia si la naturaleza, cuanto más se revela, más se
expone a la destrucción, si los dioses sirven tanto para trivializar la creencia
inconsecuente como para banalizar el horror, la guerra y el odio?
Hay algo de terminal en la condición de nuestro tiempo que se revela
como una terminalidad sin fin. Es como si la anormalidad tuviese una
energía inusitada para convertirse en una nueva normalidad y nos
sintiésemos terminalmente sanos en lugar de terminalmente enfermos. Esta
condición deriva del paroxismo al que llegó el instrumentalismo radical de
la modernidad occidental, tanto en términos sociales como culturales y
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políticos. El instrumentalismo moderno consiste en el predominio total de
los fines sobre los medios y en la ocultación de los intereses que subyacen
a la selección de los fines en forma de imperativos falsamente universales o
de inevitabilidades falsamente naturales. En el plano ético, este
instrumentalismo permite a quien tiene poder económico, político o
cultural presentarse socialmente como defensor de causas cuando, de
hecho, es defensor de cosas.
Este instrumentalismo asumió dos formas distintas, aunque gemelas,
de extremismo: el extremismo racionalista y el extremismo dogmatista.
Son dos formas de pensar que no permiten contraargumentación, dos
formas de actuar que no admiten resistencia. Ambas son extremadamente
selectivas y compartimentadas de tal modo que las contradicciones ni
siquiera aparecen como ambigüedades. Las caricaturas revelan bien lo que
está más allá de ellas. Heinrich Himmler, uno de los máximos jefes nazis,
que transformó la tortura y el exterminio de judíos, gitanos y homosexuales
en una ciencia, cuando regresaba de noche a casa entraba por la puerta
trasera para no despertar a su canario favorito. ¿Es posible culpar al canario
por el hecho de que el cariño que le tenía Himmler no era compartido por
los judíos? A su vez, es conocida la anécdota de aquel comunista argentino
tan ortodoxo que incluso en los días de sol en Buenos Aires usaba
sombrero de lluvia solo porque estaba lloviendo en Moscú. ¿Es posible
negar que detrás de tan acéfalo comportamiento no estuviera un
sentimiento noble de lealtad y de solidaridad?
Las perversidades del extremismo racionalista y dogmatista están
siendo combatidas por modos de pensar y de actuar que se presentan como
alternativas pero que, en el fondo, son callejones sin salida porque los
caminos que señalan son ilusorios, sea por exceso de pesimismo, sea por
exceso de optimismo. La versión pesimista es el proyecto reaccionario que
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tiene hoy una renovada vitalidad. Se trata de detestar en bloque el presente
como expresión de una traición o degradación de un tiempo pasado,
dorado, un tiempo en el que la humanidad era menos amplia y más
consistente. El proyecto reaccionario comparte con el extremismo
racionalista y dogmatista la idea de que la modernidad occidental creó
demasiados seres humanos y que es necesario distinguir entre humanos y
subhumanos, pero no piensa que ello debe derivar de ingenierías de
intervención técnica, sean ellas de muerte o de mejora de raza. Basta que
los inferiores sean tratados como inferiores, sean mujeres, negros,
indígenas, musulmanes. El proyecto reaccionario nunca pone en cuestión
quién tiene el privilegio y el deber de decidir quién es superior y quién es
inferior. Los humanos tienen derecho a tener derechos; los subhumanos
deben ser objeto de filantropía que les impida ser peligrosos y los defienda
de sí mismos. Si tuviesen algunos derechos, siempre deben tener más
deberes que derechos.
La versión optimista de lucha contra el extremismo racionalista y
dogmatista consiste en pensar que las luchas del pasado lograron vencer de
modo irreversible los excesos y perversidades del extremismo, y que somos
hoy demasiado humanos para admitir la existencia de subhumanos. Se trata
de un pensamiento anacrónico inverso, que consiste en imaginar el presente
como habiendo superado definitivamente el pasado. Mientras el
pensamiento reaccionario pretende hacer que el presente regrese al pasado,
el pensamiento anacrónico inverso opera como si el pasado no fuese
todavía presente. Debido al pensamiento anacrónico inverso, vivimos un
tiempo colonial con imaginarios poscoloniales; vivimos un tiempo de
dictadura informal con imaginarios de democracia formal; vivimos un
tiempo de cuerpos racializados, sexualizados, asesinados, descuartizados
con imaginarios de derechos humanos; vivimos un tiempo de muros,
fronteras como trincheras, exilios forzados, desplazamientos internos con
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imaginarios de globalización; vivimos un tiempo de silenciamientos y de
sociología de las ausencias con imaginarios de orgía comunicacional
digital; vivimos un tiempo de grandes mayorías que solo tienen libertad
para ser miserables con imaginarios de autonomías y emprendimiento;
vivimos un tiempo de víctimas que se vuelcan contra víctimas y de
oprimidos que eligen a sus opresores con imaginarios de liberación y de
justicia social.
El totalitarismo de nuestro tiempo se presenta como el fin del
totalitarismo y, por eso, es más insidioso que los totalitarismos anteriores.
Somos demasiados y demasiado humanos para caber en un solo camino;
pero, por otro lado, si los caminos fuesen muchos y en todas las
direcciones, fácilmente se transformarían en un laberinto o en un enredo, en
cualquier caso, en un campo dinámico de parálisis. Es esta la condición de
nuestro tiempo. Para salir de ella es preciso combinar la pluralidad de
caminos con la coherencia de un horizonte que ordene las circunstancias y
les otorgue sentido. Para pensar tal combinación y, más aún, para pensar
siquiera que ella es necesaria, son necesarias otras maneras de pensar,
sentir y conocer. O sea, es necesaria una ruptura epistemológica que vengo
llamando epistemologías del sur.
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