Subido por Carlos José Lacava Fernández

El abordaje internacional del tráfico de cocaína

Anuncio
Relato de una política agotada: El abordaje internacional del
tráfico de cocaína
26 de agosto de 2019 | Escribe: Diego Olivera en Posturas | Foto: Ramiro Alonso
Un abordaje adecuado de los problemas públicos complejos no admite explicaciones ni
soluciones simples. En esa constelación de asuntos que preocupan a la sociedad, quizá pocos
sean tan persistentes, tan dramáticos y tan habitualmente simplificados como la cuestión del
narcotráfico y el consiguiente abanico de fenómenos relacionados al problema de los
mercados de drogas ilegales.
En estas últimas semanas, a partir de la detección de cargamentos de cocaína que pasaron o
pretendieron pasar por nuestro país, se reinstaló el debate en torno a la dinámica del tráfico
ilícito de esta sustancia. Ese que representa una de las actividades criminales más lucrativas
del mundo y que se extiende a través de una compleja red que tiene sus epicentros en la zona
andina de Sudamérica (donde se cultiva y fabrica) y en los lucrativos mercados de destino en
Estados Unidos y Europa.
Si bien han pasado ya casi seis décadas de la aprobación, en el marco de la Organización de las
Naciones Unidas, de un tratado internacional dirigido a erradicar esta sustancia de la faz de la
Tierra, su producción ha alcanzado el récord de casi 2.000 toneladas anuales. Por su parte, los
cultivos ilícitos del arbusto de coca se extienden a lo largo de 245.000 hectáreas concentradas
mayoritariamente en territorios de Colombia, Bolivia y Perú y cosechadas por campesinos muy
pobres que habitan áreas con escasísima presencia de servicios públicos y de alternativas de
economía legal que les permitan salir del circuito narco.
Para captar mejor el fenómeno es necesario ubicar estas cifras en su evolución cronológica.
Entre 2013 y 2017 la superficie cultivada se triplicó, así como la fabricación del clorhidrato de
cocaína (producto final que busca un estimado de 18 millones de consumidores en todo el
mundo) se multiplicó por dos veces y media. Es este un crecimiento que se ha vuelto
irrefrenable a pesar de los enormes esfuerzos de la comunidad internacional, con ejemplos
emblemáticos como el del Plan Colombia, que volcó más de 10.000 millones de dólares en el
afán de suprimir el abastecimiento de la sustancia hacia Estados Unidos.
Los mercados de drogas ilegales son una combinación de estructuras relativamente estables
con mecanismos de funcionamiento y actores en permanente cambio y adaptación. Las
condiciones que impone la propia actividad de persecución y represión por parte de los
estados impulsa este tipo de dinamismo. Basta con que los esfuerzos de enforcement se
concentren en algún punto de la cadena o espacio de actividad para que los grupos criminales
reconfiguren sus estrategias. No ha sido excepcional que los desarrollos más decididos y que
pretenden ser más sofisticados en este terreno culminen, sin proponérselo, fortaleciendo la
actividad criminal. Un ejemplo de esto podemos encontrarlo en el origen del grupo narco Los
Zetas, conformado y liderado por ex integrantes desertores de las fuerzas de elite del Ejército
mexicano, expertos en diversas técnicas de operación y, por supuesto, profundamente
conocedores de las operaciones antinarcóticos.
En el mismo sentido del cambio y la adaptación, se percibe que el tiempo de las grandes
organizaciones narco está cediendo terreno a una mayor fragmentación de actores. Durante
los últimos años se multiplicaron los grupos relacionados a las actividades de producción de
cocaína en Sudamérica, dejando atrás la época del oligopolio de los cárteles por otra donde la
diversificación y expansión horizontal de las actividades de producción es la clave. En el caso
colombiano, el vacío dejado por el repliegue de la guerrilla en el marco del proceso de paz
impulsado por el ex presidente Juan Manuel Santos viene siendo ocupado por bandas
emergentes de crimen organizado locales y, en ciertos casos, operado bajo la influencia de los
grupos mexicanos e incluso la incursión de algunas mafias europeas.
***
Pocas políticas públicas han sido aplicadas de forma tan consistentemente uniforme en
prácticamente todo el globo como la prohibición de la producción y comercialización de
estupefacientes para usos no médicos. Pero también pocas han tenido un resultado tan pobre.
Y no se trata sólo de ausencia de resultados positivos, se trata de la emergencia de un
conjunto de consecuencias negativas, muchas de las cuales se cuentan en vidas humanas y
arrasamiento de diversos derechos humanos. Estos efectos dramáticos del combate a las
drogas no fueron previstos en los diseños iniciales ni en las posteriores normativas que
tradujeron en cada país los acuerdos internacionales, a pesar de que existieron advertencias
explícitas por parte de expertos en el tema y aunque la fracasada experiencia de la prohibición
del alcohol en Estados Unidos, en las primeras décadas del siglo XX, permitía anticiparlos.
Los casos de la cocaína y la heroína conforman los mercados de drogas territorialmente más
extendidos en tanto se elaboran, exportan, distribuyen y comercializan por medio de largas
cadenas transnacionales. Son producidas en territorios más bien acotados con el interés de
colocar el producto final en los mercados más redituables ubicados en Norteamérica y Europa,
a miles de kilómetros de los países de origen.
Se trata de cadenas productivas que se estructuran en torno a la actividad de organizaciones
criminales que involucran a miles de personas, entre quienes el reparto de riesgos y ganancias
se produce de forma descarnadamente desigual. Tomando la imagen invocada por el experto
estadounidense Peter Reuter, puede describirse estos mercados con la forma de un reloj de
arena. En sus capas inferiores se ubican las tareas de producción (especialmente en el cultivo),
mientras que en las superiores las de venta minorista (el contacto cara a cara con los
consumidores). Ambas actividades ocupan a la mayor proporción de personas involucradas en
el negocio ilegal de las drogas. Por otro lado, en el traslado de los grandes cargamentos y en el
ingreso a los mercados de destino hay una cantidad mucho menor de personas (el cuello del
reloj). Se trata de los agentes más poderosos del tráfico, ya que al tiempo que acumulan
enormes cantidades de dinero, son mucho más difíciles de perseguir para los sistemas de
justicia en la medida en que no se exponen directamente y tienen recursos suficientes tanto
para que otros hagan el trabajo sucio por ellos como para “premiar” a quienes, en los
organismos de represión, decidan mirar para otro lado o cooperar con su operativa.
En los extremos de la cadena la apropiación de renta es ínfima y la exposición al riesgo de la
sanción penal es altísima. Estas tareas las ocupan predominantemente personas pobres, sin
alternativas, en general abandonadas por las políticas sociales y perseguidas sin descanso por
los organismos de seguridad. Son quienes, en la enorme mayoría de los casos, pagan las penas
por el tráfico, penas que en general no discriminan cantidades traficadas o responsabilidad
sobre la estructura de la organización para definir su dureza.
Los medios de transporte utilizados también son variados y se adaptan a las cambiantes
condiciones que imponen las políticas de persecución. Sin embargo, hay una tendencia
constante en el uso de la vía marítima en combinación con la terrestre en más de 90% de los
casos de transporte de cargas desde Sudamérica. En este último caso el tráfico es realizado por
las costas del océano Pacífico, fundamentalmente hasta Centroamérica o México, y de allí
introducido a Estados Unidos. Es por esto que países que ni producen ni tienen mercados de
consumo interno relevantes sufren dramáticamente los efectos de una actividad que genera
enormes montos de violencia y corrupción. Su único pecado es estar ubicados en la ruta de la
cocaína. En este sentido, y más allá de lo inconveniente y riesgoso que puede ser una política
de derribos, no parece lo más adecuado que los esfuerzos de interdicción se concentren en el
tráfico por aire.
En Europa, el mercado de destino al que se dirigen los cargamentos que llegan a pasar por
nuestro país, el precio de la sustancia se ha mantenido estable en los últimos diez años, pero la
cantidad de consumidores se ha incrementado sostenidamente. La cocaína es el estimulante
ilegal más consumido en el viejo continente y en la población de entre 15 y 35 años el
consumo activo alcanza a casi 3% de las personas (aunque en Reino Unido y los Países Bajos es
de casi 5% de las personas jóvenes). Este incremento se ha mantenido incluso ante la
aparición, en las últimas décadas, de otro tipo de estimulantes sintéticos que se fabrican
localmente y, por lo tanto, pueden traficarse con una ecuación de costo-beneficio más
favorable para las organizaciones. Esto nos lleva a una discusión en torno a la excepcionalidad
de la cocaína como sustancia psicoactiva y a la constatación de que nada hace pensar que su
demanda vaya a decrecer ni mucho menos, como se ha planteado la comunidad internacional
en reiteradas oportunidades, a desaparecer.
Relacionado al vigor que mantiene la demanda en los mercados de destino, hay que agregar el
hecho de que el precio de cada kilo de cocaína se multiplica por ocho al atravesar el océano
Atlántico y por 50 al alcanzar la venta minorista, todo lo cual supone un enorme incentivo
económico para colocar los cargamentos en el viejo continente.
Una caracterización como la que acabo de plantear en este artículo pretende dar cuenta tanto
de la complejidad del fenómeno como de la ineficacia e inadecuación de las soluciones de
política pública llevadas adelante hasta el momento. Frase conocida pero poco implementada:
parece poco inteligente insistir una y otra vez con una misma fórmula y esperar obtener
resultados diferentes. Quizá el dilema central no tenga que ver ya con la posibilidad de perder
o ganar la guerra contra las drogas, sino con reconocer que la aproximación al tema en clave
de combate bélico es inadecuada.
Resulta inminente profundizar un debate, ya inexorablemente abierto, sobre alternativas de
política pública en drogas a partir de una valoración crítica e inteligente de los aciertos y, sobre
todo, de los errores cometidos. Pero para ello será necesario despojarnos de los viejos ropajes
dogmáticos donde todo aquello que no es la prohibición absoluta implica un sacrificio de la
salud de la gente.
Pero un debate de este tipo, para ser efectivo, debe ser necesariamente internacional. Las
características descritas del alcance del fenómeno imponen que esto sea así. Todo indica que
ese camino será largo, porque no hay consensos fácilmente alcanzables en este terreno. Por el
contrario, el bloque que se opone a tocar cualquier variable del statu quo es amplio y no está
dispuesto a hacer concesiones.
Mientras tanto, no queda sólo deliberar, es posible profundizar un camino al que Uruguay ha
realizado contribuciones históricas y que implica humanizar las políticas de drogas
desplazando del centro a las sustancias y ubicando los temas del desarrollo humano y la salud
integral en el centro de la escena.
Diego Olivera es secretario general de la Secretaría Nacional de Drogas.
Descargar