Subido por Sammy YHOW GUERRA Bermudez

DE QUÉ VA LA ÉTICA

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CAPITULO PRIMERO
DE QUÉ VA LA ÉTICA
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Hay ciencias que se estudian por simple interés de saber cosas nuevas; otras, para
aprender una destreza que permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para obtener un
puesto de trabajo y ganarse con él la vida. Si no sentimos curiosidad ni necesidad de
realizar tales estudios, podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los
conocimientos muy interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante bien para
vivir: yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de ebanistería, que a otros
les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia no me ha impedido ir tirando hasta
la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces las reglas del fútbol pero estás bastante pez en
béisbol. No tiene mayor importancia, disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de
la liga americana y todos tan contentos.
Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno puede aprenderlas o no, a voluntad. Como
nadie es capaz de saberlo todo, no hay más remedio que elegir y aceptar con humildad lo
mucho que ignoramos. Se puede vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol,
incluso sin saber leer ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras
cosas hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida. Es preciso
estar enterado, por ejemplo, de que saltar desde el balcón de un sexto piso no es cosa
buena para la salud; o de que una dieta de clavos (¡con perdón de los fakires!) y ácido
prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable ignorar que si uno cada vez
que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las consecuencias serán antes o
después muy desagradables. Pequeñeces así son importantes. Se puede vivir de muchos
modos pero hay modos que no dejan vivir.
En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno imprescindible: el
de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos convienen ciertos alimentos ni nos
convienen ciertos comportamientos ni ciertas actitudes. Me refiero, claro está, a que no
nos convienen si queremos seguir viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes,
beber lejía puede ser muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de
enemigos posibles. Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los
respetables gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas
cosas nos convienen y a lo que nos conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos
sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo llamamos
«malo». Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno y lo malo, es un
conocimiento que todos intentamos adquirir -todos sin excepción- por la cuenta que nos
trae.
Como he señalado antes, hay cosas buenas y malas para la salud: es necesario saber lo
que debemos comer, o que el fuego a veces calienta y otras quema, así como el agua
puede quitar la sed pero también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan
sencillas: ciertas drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen sensaciones
agradables, pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son buenas,
pero en otros malas: nos convienen y a la vez no nos convienen. En el terreno de las
relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia. La mentira
es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra -y todos necesitamos
hablar para vivir en sociedad- y enemista a las personas; pero a veces parece que puede
ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna ventajilla. O incluso para hacerle un favor
a alguien. Por ejemplo: ¿es mejor decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre
su estado o se le debe engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La mentira
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no nos conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar gresca con los
demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero ¿debemos consentir que
violen delante de nosotros a una chica sin intervenir, por aquello de no meternos en líos?
Por otra parte, al. que siempre dice la verdad -caiga quien caiga- suele cogerle manía
todo el mundo; y quien interviene en plan Indiana Jones para salvar a la chica agredida
-es más probable que se vea con la crisma rota que quien se va silbando a su casa. Lo
malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones
apariencias de malo. Vaya jaleo.
Lo de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos respecto a qué
debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e ignorantes, pero los sabios
están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En lo de vivir, en cambio, las opiniones
distan de ser unánimes. Si uno quiere llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los
coches de fórmula uno o al alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será
mejor buscar las aventuras en el videoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más
noble es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás
vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada más,
mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto sincero o
serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que renunciar al tabaco y
al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo que responden fumadores y
borrachos que con tales privaciones a ellos desde luego la vida se les haría mucho más
larga. Etc.
En lo único que a primera vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de
acuerdo con todos. Pero fíjate que también estas opiniones distintas coinciden en otro
punto: a saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de lo
que quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y fatal,
irremediable, todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo sentido. Nadie discute
si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo: caen hacia abajo y punto. Los
castores hacen presas en los arroyos y las abejas panales de celdillas exagonales: no hay
castores a los que tiente hacer celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la
ingeniería hidráulica. En su medio natural cada animal parece saber perfectamente lo que
es bueno y lo que es malo para él si discusiones ni dudas. No hay animales malos ni
buenos en la naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la araña que tiende su
trampa y se la come. Pero es que la araña no lo puede remediar...
Voy a contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas que
en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y duros como la
piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer de la coraza quitinosa
que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de caparazón colectivo contra ciertas
hormigas enemigas, mejor armadas que ellas. Pero a veces uno de esos hormigueros se
derrumba, por culpa de una riada o de un elefante (a los elefantes les gusta rascarse los
flancos contra los termiteros, qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se
ponen a trabajar para reconstruir su dañada fortaleza, a toda prisa. Y las grandes
hormigas enemigas se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e
intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden competir
con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo posible su marcha,
mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van despedazando. Las obreras
trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar otra vez el termitero derruido... pero lo
cierran dejando fuera a las pobres y heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas
por la seguridad de las demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es
justo decir que son valientes?
Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la historia de Héctor,
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el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de las murallas de su ciudad a
Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun sabiendo que éste es más fuerte que
él y que probablemente va a matarle. Lo hace por cumplir su deber, que consiste en
defender a su familia y a sus conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que
Héctor es un héroe, un auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo
modo que las termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se
ha molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera de
las termitas anónimas? ¿Por qué nos parece su valor más auténtico y más difícil que el de
los insectos? ¿Cuál es la diferencia entre un caso y otro?
Sencillamente, la diferencia estriba en que las termitas-soldado luchan y mueren porque
tienen que hacerlo, sin poderlo remediar (como la araña que se come a la mosca). Héctor,
en cambio, sale a enfrentarse con Aquiles porque quiere. Las termitas-soldado no pueden
desertar, ni rebelarse, ni remolonear para que otras vayan en su lugar: están
programadas necesariamente por la naturaleza para cumplir su heroica misión. El caso de
Héctor es distinto. Podría decir que está enfermo o que no le da la gana enfrentarse a
alguien más fuerte que él. Quizá sus conciudadanos le llamasen cobarde y le tuviesen por
un caradura o quizá le preguntasen qué otro plan se le ocurre para frenar a Aquiles, pero
es indudable que tiene la posibilidad de negarse a ser héroe. Por mucha presión que los
demás ejerzan sobre él, siempre podría escaparse de lo que se supone que debe hacer:
no está programado para ser héroe, ningún hombre lo está. De ahí que tenga mérito su
gesto y que Homero cuente su historia con épica emoción. A diferencia de las termitas,
decimos que Héctor es libre y por eso admiramos su valor.
Y así llegamos a la palabra fundamental de todo este embrollo: libertad. Los animales (y
no digamos ya los minerales o las plantas) no tienen más remedio que ser tal como son y
hacer lo que están programados naturalmente para hacer. No se les puede reprochar que
lo hagan ni aplaudirles por ello porque no saben comportarse de otro modo. Tal
disposición obligatoria les ahorra sin duda muchos quebraderos de cabeza. En cierta
medida, desde luego, los hombres también estamos programados por la naturaleza.
Estamos hechos para beber agua, no lejía, y a pesar de todas nuestras precauciones
debemos morir antes o después. Y de modo menos imperioso pero parecido, nuestro
programa cultural es determinante: nuestro pensamiento viene condicionado por el
lenguaje que le da forma (un lenguaje que se nos impone desde fuera y que no hemos
inventado para nuestro uso personal) y somos educados en ciertas tradiciones, hábitos,
formas de comportamiento, leyendas... ; en una palabra, que se nos inculcan desde la
cunita unas fidelidades y no otras. Todo ello pesa mucho y hace que seamos bastante
previsibles. Por ejemplo, Héctor, ese del que acabamos de hablar. Su programación
natural hacia que Héctor sintiese necesidad de protección, cobijo y colaboración,
beneficios que mejor o peor encontraba en su ciudad de Troya. También era muy natural
que considerara con afecto a su mujer Andrómaca -que le proporcionaba compañía
placentera- y a su hijito, por el que sentía lazos de apego biológico-Culturalmente, se
sentía parte de Troya Y compartía con los troyanos la lengua, las costumbres y las
tradiciones. Además, desde pequeño le habían educado para que fuese un buen guerrero
al servicio de su ciudad y se le dijo que la cobardía era algo aborrecible, indigno de un
hombre. Si traicionaba a los suyos, Héctor sabía que se vería despreciado y que le
castigarían de uno u otro modo. De modo que también estaba bastante programado para
actuar como lo hizo, ¿no? Y sin embargo...
Sin embargo, Héctor hubiese podido decir: ¡a la porra con todo! Podría haberse
disfrazado de mujer para escapar por la noche de Troya, o haberse fingido enfermo o loco
para no combatir, o haberse arrodillado ante Aquiles ofreciéndole sus servicios como guía
para invadir Troya por su lado más débil; también podría haberse dedicado a la bebida o
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haber inventado una nueva religión que dijese que no hay que luchar contra los enemigos
sino poner la otra mejilla cuando nos abofetean. Me dirás que todos estos
comportamientos hubiesen sido bastante raros, dado quien era Héctor y la educación que
había recibido. Pero tienes que reconocer que no son hipótesis imposibles, mientras que
un castor que fabrique panales o una termita desertora no son algo raro sino
estrictamente imposible. Con los hombres nunca puede uno estar seguro del todo,
mientras que con los animales o con otros seres naturales sí por mucha programación
biológica o cultural que tengamos, los hombres siempre podernos optar finalmente por
algo que no esté en el programa (al menos, que no esté del todo). Podemos decir «sí» o
«no», quiero o no quiero. Por muy achuchados que nos veamos por las circunstancias,
nunca tenemos un solo camino a seguir sino varios.
Cuando te hablo de libertad es a esto a lo que me refiero. A lo que nos diferencia de las
termitas y de las mareas, de todo lo que se mueve de modo necesario e irremediable.
Cierto que no podemos hacer cualquier cosa que queramos, pero también cierto que no
estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Y aquí conviene señalar dos
aclaraciones respecto a la libertad:
Primera: No somos libres de elegir lo que nos pasa (haber nacido tal día, de tales padres
y en tal país, padecer un cáncer o ser atropellados por un coche, ser guapos o feos, que
los aqueos se empeñen en conquistar nuestra ciudad, etc.), sino libres para responder a
lo que nos pasa de tal o cual modo (obedecer o rebelarnos, ser prudentes o temerarios,
vengativos o resignados, vestirnos a la moda o disfrazarnos de oso de las cavernas,
defender Troya o huir, etc.).
Segunda: Ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo
indefectiblemente. No es lo mismo la libertad (que consiste en elegir dentro de lo posible)
que la omnipotencia (que sería conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese
imposible). Por ello, cuanta más capacidad de acción tengamos, mejores resultados
podremos obtener de nuestra libertad. Soy libre de querer subir al monte Everest, pero
dado mi lamentable estado físico y mi nula preparación en alpinismo es prácticamente
imposible que consiguiera mi objetivo. En cambio soy libre de leer o no leer, pero como
aprendí a leer de pequeñito la cosa no me resulta demasiado difícil si decido hacerlo. Hay
cosas que dependen de mi voluntad (y eso es ser libre) pero no todo depende de mi
voluntad (entonces sería omnipotente), porque en el mundo hay otras muchas voluntades
y otras muchas necesidades que no controlo a mi gusto. Si no me conozco ni a mí mismo
ni al mundo en que vivo, mi libertad se estrellará una y otra vez contra lo necesario. Pero,
cosa importante, no por ello dejaré de ser libre... aunque me escueza.
En la realidad existen muchas fuerzas que limitan nuestra libertad, desde terremotos o
enfermedades hasta tiranos. Pero también nuestra libertad es una fuerza en el mundo,
nuestra fuerza. Si hablas con la gente, sin embargo, verás que la mayoría tiene mucha
más conciencia de lo que limita su libertad que de la libertad misma. Te dirán: «¿Libertad?
¿Pero de qué libertad me hablas? ¿cómo vamos a ser libres, si nos comen el coco desde
la televisión, si los gobernantes nos engañan y nos manipulan, si los terroristas nos
amenazan, si las drogas nos esclavizan, y si además me falta dinero para comprarme una
moto, que es lo que yo quisiera?» En cuanto te fijes un poco, verás que los que así hablan
parece que se están quejando pero en realidad se encuentran muy satisfechos de saber
que no son libres. En el fondo piensan: «¡Uf! ¡Menudo peso nos hemos quitado de
encima! Como no somos libres, no podemos tener la culpa de nada de lo que nos
ocurra...»Pero yo estoy seguro de que nadie -nadie- cree de veras que no es libre, nadie
acepta sin más que funciona como un mecanismo inexorable de relojería o como una
termita. Uno puede considerar que optar libremente por ciertas cosas en ciertas
circunstancias es muy difícil (entrar en una casa en llamas para salvar a un niño, por
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ejemplo, o enfrentarse con firmeza a un tirano) y que es mejor decir que no hay libertad
para no reconocer que libremente se prefiere lo más fácil, es decir, esperar a los
bomberos o lamer la bota que le pisa a uno el cuello. Pero dentro de las tripas algo insiste
en decirnos: «Si tú hubieras querido...»
Cuando cualquiera se empeñe en negarte que los hombres somos libres, te aconsejo que
le apliques la prueba del filósofo romano. En la antigüedad, un filósofo romano discutía
con un amigo que le negaba la libertad humana y aseguraba que todos los hombres no
tienen más remedio que hacer lo que hacen. El filósofo cogió su bastón y comenzó a darle
estacazos con toda su fuerza. «¡Para, ya está bien, no me pegues más!», le decía el otro.
Y el filósofo, sin dejar de zurrarle, continuó argumentando: «¿No dices que no soy libre y
que lo que hago no tengo más remedio que hacerlo? Pues entonces no gastes saliva
pidiéndome que pare: soy automático.» Hasta que el amigo no reconoció que el filósofo
podía libremente dejar de pegarle, el filósofo no suspendió su paliza. La prueba es buena,
pero no debes utilizarla más que en último extremo y siempre con amigos que no sepan
artes marciales...
En resumen: a diferencia de otros seres, vivos o inanimados, los hombres podemos
inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece
bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e
inconveniente. Y como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo
que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles. De modo que parece
prudente fijarnos bien en lo que hacemos y procurar adquirir un cierto saber vivir que nos
permita acertar. A ese saber vivir, o arte de vivir si prefieres, es a lo que llaman ética. De
ello, si tienes paciencia, seguiremos hablando en las siguientes páginas de este libro.
Vete leyendo...
«¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyado la
pica contra el muro, saliera al encuentro del inexorable Aquiles, le dijera que permitía a los
Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a llión en las cóncavas naves,
que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que
la ciudad contiene y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada,
formasen dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas
¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón?»
(Homero, Ilíada).
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«La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la
conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No.
En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio
de la naturaleza humana» (Octavio Paz, La otra voz).
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«La vida del hombre no puede "ser vivida" repitiendo los patrones de su especie; es él
mismo -cada uno- quien debe vivir. El hombre es el único animal que puede estar
fastidiado, que puede estar disgustado, que puede sentirse expulsado del paraíso» (Erich
Fromm, Ética y psicoanálisis).
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