I. Rosendo Maqui y La Comunidad.[editar] La novela empieza hacia 1912, cuando el alcalde Rosendo Maqui, de vuelta a Rumi, se tropieza con una culebra, lo que de acuerdo a la visión indígena es signo de mal agüero. Rosendo, machete en mano, busca infructuosamente al reptil. El narrador hace un alto en el relato y nos cuenta la vida de este personaje: cómo por su sapiencia y laboriosidad fue elegido primero regidor y luego Alcalde de Rumi. También nos cuenta sobre su esposa Pascuala y sus hijos. Luego pasa a describir la vida e historia de la comunidad. Nos relata como los gamonales, usando a su favor leyes que los indios no entendían, fueron expropiando muchas tierras de los comuneros. Don Álvaro Amenábar, rico propietario de la hacienda Umay, cercana a Rumi, llevó a juicio a la comunidad por un pleito de linderos. El tinterillo Bismarck Ruíz fue contratado como «defensor jurídico» de Rumi. En el pasado, según recordaba Rosendo, hubo una epidemia de tifo que mató a mucha gente. También años antes había estallado la Guerra con Chile y muchos indios fueron reclutados. «Diz que Chile ganó y se fue y nadie supo nunca más de él». Luego hubo una guerra civil entre los partidarios de Miguel Iglesias (los «azules») y los montoneros de Andrés Avelino Cáceres («los colorados»). Los «azules» ocuparon Rumi y los indios fueron enrolados a la fuerza a sus filas. La guerra civil llegó hasta el mismo pueblo. Ganaron los «colorados». Muchas mujeres sufrieron violaciones de los montoneros y tuvieron hijos; uno de ellos fue Benito Castro, quien fue criado como un hijo por Rosendo y Pascuala. Escenas muy logradas son las que describen la vida rural de Rumi. Un buey llamado Mosco era muy apreciado por Rosendo pero desgraciadamente murió al desbarrancarse. Otro episodio antológico es el duelo entre los toros Granizo y Choloque. Tras finalizar la descripción de Rumi, el narrador retoma el relato: Rosendo retorna al pueblo con un negro presentimiento. Efectivamente, se entera que su esposa Pascuala había fallecido. II. Zenobio García y otros notables.[editar] Todo el pueblo asiste al velorio de Pascuala. La hija mayor de la finada, Teresa, hace una apología de la fallecida. Uno de los más compungidos era el arpista don Anselmo, quien tenía las piernas tullidas; él había sido criado como a un hijo por Pascuala. Esa misma noche llegó a Rumi una comisión de vecinos de Muncha (distrito vecino), presidida por su gobernador Zenobio García. Traían aguardiente, su principal producto de venta, y las condolencias del caso. Un comunero, Doroteo Quispe, se puso a rezar; él tenía fama de decir de memoria una serie de oraciones según la ocasión. Seguido de un nutrido cortejo, el cadáver de Pascuala fue sepultado en el cementerio. III. Días van, días vienen.[editar] «Días van, días vienen…», es la frase típica de los narradores populares cuando intercalan historias separadas por espacios largos de tiempo. Tras la muerte de Pascuala fue a vivir a casa de Rosendo su hija Juanacha, junto con su esposo y su hijito, llamado Rosendo como el abuelo. En Rumi se construía una escuela primaria, aunque las autoridades no parecían interesadas en mandar a un maestro. Llegó de pronto don Álvaro Amenábar, montado a caballo, diciendo que los terrenos eran suyos y que ya lo había denunciado. Rosendo sintió odio por primera vez. Al día siguiente partió junto con otros tres comuneros hacia la capital del distrito, para encontrarse con Bismack Ruíz, el tinterillo contratado como defensor de la comunidad, quien vivía junto con su amante, la tísica Melba Cortez. Bismarck les recibió cordialmente, diciéndoles que no se preocuparan, que la justicia estaba de parte de ellos; solo les pidió un adelanto del pago de sus servicios. Alentados, Rosendo y sus acompañantes retornaron a Rumi. Luego el narrador se dedica a contarnos la vida del «Mágico» Julio Contreras, un comerciante de baratijas y prendas de vestir, ya viejo y con habilidad para convencer al más reacio de los clientes. Su apelativo de «Mágico» se remontaba a su época juvenil, cuando era un malabarista de una compañía de saltimbanquis que recorría el país promocionando su «salto mágico». Luego el narrador se ocupa de otro comunero de Rumi, Demetrio Sumallacta, un habilidoso tocador de flauta o quena. IV. El fiero Vásquez.[editar] Un bandolero llamado el «Fiero Vásquez», solía llegar a Rumi, alojándose en casa de Doroteo Quispe. El Fiero dirigía un grupo de ladrones que asaltaban a los viajeros y tenían su escondite en las alturas o la puna. Conoció a Doroteo cuando éste iba a comprar fuegos artificiales para la fiesta de San Isidro. El Fiero le arrebató los cien soles que llevaba, pero después se hicieron amigos, devolviéndole casi todo el dinero, cuando Doroteo le prometió enseñarle una oración del Justo Juez, que, según decía, le protegía de la adversidad. El bandido quedó muy convencido y se esforzó en memorizar la larga oración. Doroteo vivía con su esposa Paula y su cuñada Casiana, ambas venidas de otra comunidad. Casiana, una india que pasaba de los 30 años, se convirtió en la amante del Fiero Vásquez. Ella se enteró por casualidad que su hermano Valencio pertenecía también a la banda del Fiero. Valencio era un bandido de aspecto grotesco y primitivo. Rosendo trató de aconsejar al Fiero de que cambiara su vida delictiva por otra más tranquila, dedicada al trabajo. El Fiero le respondió que ya lo había intentado pero que parecía que su destino era recaer en el mal. Relató enseguida su historia: en una ocasión, cuando ya era famoso ladrón, un desconocido le disparó en la cara. A duras penas, sangrante y sosteniéndose de su caballo, llegó a un pueblo, donde una señora muy amable, doña Elena Lynch (abuela de Ciro Alegría) le dio posada y le curó la herida. Don Teodoro, el esposo de Elena, se acercó a verle y le interrogó. El Fiero le contó que su desgracia había principiado cuando un vecino muy abusivo, don Malaquías, abofeteó a su madre, cuando ésta le reprochó que dejara suelto sus animales, los cuales habían causado destrozos en su chacrita que a duras penas mantenía con su hijo. El Fiero, todavía muy joven, no soportó el abuso y acuchilló a don Malaquías. Fue el inicio de su vida en permanente huida y dedicada al bandidaje. Pero agradecido con don Teodoro y su esposa, que le habían tratado con tanta bondad, prometió regenerarse. Convencido, Teodoro le dio un empleo en su hacienda. El Fiero se sentía orgulloso de su patrón que era un hacendado muy respetado en toda la provincia. Don Tedoro le dio tareas de mucha responsabilidad y el Fiero no lo decepcionó. Pasado algún tiempo, el Fiero pidió a su patrón que le dejara ir, para vivir junto con la Gumersinda, su pareja, en un terrenito que había comprado. Don Teodoro le concedió, pidiéndole solo que no recayera en el mal. El Fiero se lo prometió y vivió un tiempo feliz con su esposa y su hijo recién nacido. Pero poco después el hacendado tuvo que trasladarse a Lima al ser elegido diputado, y el Fiero se sintió desprotegido. Un día, estando en su chacra, El Fiero tuvo que matar a un desconocido, en defensa propia. Tuvo entonces que huir de la policía. A los seis meses regresó y encontró su casa vacía. Su esposa había sido encarcelada, acusada de cómplice, y su hijito había muerto víctima de la peste. A ella la violaron los gendarmes y para poder salir libre tuvo que trabajar de sirvienta en casa del juez. Herido profundamente, el Fiero volvió a la vida delictiva. Así terminó su relato. Muchos comuneros se habían acercado para oírle. Antes de partir de Rumi, El Fiero informó a los comuneros que Zenobio García y el Mágico Contreras andaban en conversaciones con Amenábar. V. El Maíz y el Trigo.[editar] Rosendo convoca a sus regidores a una junta para exponerles los avances del juicio de linderos y su temor de que Zenobio y el Mágico anduviesen en tratos con Amenábar. El regidor Goyo Auca es enviado donde Bismarck Ruíz para pedirle informes amplios. El tinterillo le da esperanzas de ganar la causa, diciéndole que ya había presentado el alegato al que todavía no respondían los demandantes; en cuanto a Zenobio y el Mágico, asegura que sería fácil anularlos hurgando sus antecedentes, en el caso de que fueran a testificar en contra de la comunidad. Ese mismo día empieza en Rumi la cosecha, lo que constituía una verdadera fiesta para la comunidad. Todos participan de la faena. La ocasión es propicia también para que los jóvenes busquen pareja y se unan. Se convoca también a un grupo de jóvenes repunteros para que arreen el ganado esparcido en las tierras de la comunidad, a fin de juntarlo para que comieran los rastrojos. Son llamados Cayo Sulla, Juan Medrano, Amadeo Illas, Antonio Huilca, entre otros. Adrián Santos, un chico de 10 a 12 años, consigue también a ruegos que lo sumen a la partida. Luego de culminada la tarea los jóvenes se reúnen a comer y uno de ellos, Amadeo Illas, les relata el cuento titulado: «Los rivales y el juez». Luego se narra la siega, el acarreo y la trilla. Se describe cómo se avienta el trigo con horquetas y palos de madera, hasta separar la paja del grano. Ya de noche, los jóvenes Augusto Maqui (nieto de Rosendo) y Marguicha se entregan al amor iluminados por la luna llena. Finalmente se hace el reparto de la cosecha entre los comuneros y el excedente es destinado para la venta. VI. El Ausente.[editar] Este capítulo relata la vida de Benito Castro, el mismo que había sido criado como un hijo por Rosendo y Pascuala, pero que tras cometer un crimen se había ausentado de la comunidad, dedicándose a recorrer el país. Se ganaba la vida como arriero y repuntero en las haciendas. Recorrió las serranías de Huamachuco y en una ocasión, durante una fiesta carnavalesca de un pueblo, ganó una competencia de carrera de caballos cuya meta fue atrapar un gallo enjaulado que colgaba de lo alto de un cordel; el premio consistía treinta soles en monedas, que se hallaban dentro en la misma jaula. Benito no quiso instalarse en pueblo alguno y siguió su vida errante, hacia el sur, llegando al Callejón de Huaylas. Allí los gamonales pagaban menos, a pesar que el trabajo era más duro. Trabajando en una hacienda, en una ocasión fue testigo de la tortura que sufrieron dos indios, acusados sin prueba de robo de ganado. Conmovido por este hecho, de noche liberó a los indios, y él mismo debió huir. En todo este andar le acompañaba su querido caballo Lucero. Llegó a un lugar llamado Pueblo Libre. Allí encontró a un agitador, apellidado Pajuelo, quien arengaba a la gente hablando a favor de los indios y contra los explotadores gamonales y autoridades. De pronto irrumpieron los gendarmes, se escucharon disparos y Pajuelo cayó muerto. Mucha gente fue arrestada bajo cargo de subversión, entre ellos Benito. Todos fueron quedando libres uno tras otro, menos Benito, quien por ser forastero no tenía quien lo defendiera. Luego de un tiempo lo soltaron, pero no le devolvieron su caballo. Benito se vio solo y sin ningún bien. La necesidad lo obligó a trabajar como peón en una hacienda. Allí, los indios le contaron historias de revoluciones pasadas, siendo la más recordada la de Pedro Pablo Atusparia (1885), que terminó en fracaso. Los indios esperaban algún día cobrarse la revancha. VII. Juicios de linderos.[editar] El plan del hacendado Don Álvaro Amenábar era apoderarse de las tierras fértiles de Rumi y convertir en peones a los comuneros para que laboraran en una mina que pensaba explotar cerca de allí. Había planteado un juicio a la comunidad por un asunto de linderos, pero al ver el alegato de Bismarck, se enojó y se reunió con el tinterillo Íñiguez para reorientar su estrategia. Planearon sostener la tesis falsa de que el límite de las tierras de la comunidad no era el llamado arroyo Lombriz, sino la quebrada de Rumi, situada más adentro, y que el fraude estaba en que los indios habían cambiado los nombres de las torrenteras. Ello implicaba que las tierras de la comunidad eran más reducidas y se limitaban a las que se ubicaban en torno a la laguna Yanañahui, región pedregosa y menos fértil. Iñiguez sugirió comprar falsos testigos para que dijeran que los límites auténticos habían sido modificados por los comuneros en tiempos pasados. Don Álvaro dijo ya entenderse con el gobernador Zenobio García y el Mágico Julio Contreras, quienes serían excelentes testigos contra Rumi, junto con otros indios colonos, y que además ya tenía comprados al subprefecto y del juez. Por su parte, Iñiguez señaló que le preocupaba Bismarck Ruiz y sugirió que se le debía también sobornar; don Álvaro aprobó la idea. De acuerdo a lo planeado, Iñiguez respondió ante el juez el alegato de Bismarck. El Mágico Contreras, Zenobio García y otros más fueron los testigos en contra de la comunidad. Quedó pendiente la respuesta de la defensa de Rumi para días después. Mientras tanto, a Bismarck le llegó el soborno de Amenábar, de 5,000 soles; lo único que debía hacer era no descalificar a los testigos del hacendado. Bismarck aceptó. Mardoqueo, vendedor de esteras, fue enviado por Rosendo a espiar a casa de don Álvaro, pero descubierto, fue flagelado salvajemente. El narrador trata enseguida sobre Nasha Shuro, bruja y curandera de Rumi, única esperanza de la comunidad pues se creía que con sus artes podría acabar con Amenábar. Una noche Nasha se metió sigilosamente en la casa-hacienda de Umay y extrajo una fotografía de don Álvaro. Todo Rumi esperaba que de pronto don Álvaro enfermara o sufriera algún mal, pero nada de eso ocurrió. Entonces se empezó a dudar sobre los poderes de Nasha, y al final la bruja confesó que no le podía «agarrar el ánima». Volviendo al juicio de linderos, el juez escuchó la defensa de la comunidad por boca del mismo Rosendo; finalmente, el magistrado aconsejó al viejo alcalde que buscara testigos para que hablaran a favor de la comunidad pero que no fueran de Rumi. Los buscaron en varios pueblos y haciendas colindantes; pero nadie aceptó para no terminar peleado con don Álvaro. Entonces se ofreció como testigo Jacinto Prieto, el herrero Rumi, aunque natural de otro pueblo. Pero sucedió entonces que un tal «Zurdo» buscó pleito al herrero, quien ofuscado, le dio una paliza. Prieto fue por ello encarcelado, quedando así anulado como testigo. Para toda la comunidad era evidente que el «Zurdo» había sido enviado por Amenábar. VIII. El despojo.[editar] Rosendo quiso dejar al sospechoso Bismarck, pero ningún abogado aceptó defender a la comunidad. El fallo del juez favoreció a Amenábar, disponiéndose que la toma de las tierras fuera el 14 de octubre. Bismarck, muy hipócritamente, dijo que había hecho todo lo posible y que ya no había más que hacer, pues el fallo era definitivo (lo que no era cierto pues existía todavía la posibilidad de la apelación, lo que el tinterillo intencionadamente no mencionó). Rosendo envió a su nieto Augusto a espiar a la hacienda de Amenábar. El muchacho escuchó a unos guardias que don Álvaro ya se alistaba para ocupar la tierra de Rumi y tenía 40 hombres armados; luego logró escabullirse con peligro de su vida, matando a un perro guardián que se le abalanzó. Viendo que ya el despojo era inevitable, Rosendo convocó la asamblea de la comunidad y expuso la situación. Uno de los comuneros, Artemio Chauqui, criticó su gestión y la de los Regidores. Quedaban dos opciones: resistir o replegarse a las tierras altas y pedregosas de Yanañahui. Se discutió. Gerónimo Cahua optó por la resistencia armada; otros preferían la retirada. Los comuneros llegaron a un acuerdo: no ofrecerían resistencia para evitar muertes inútiles, y se irían a Yanañahui antes del día 14. De paso reeligieron como alcalde al viejo Rosendo. Mientras discutían, Casiana salió sigilosamente en busca del Fiero Vásquez, quien había prometido ayudar a la comunidad en caso de peligro. Enterado El Fiero, marchó para defender a Rumi con veinte hombres armados, sin conocer todavía la resolución que había tomado la comunidad. Al llegar a Rumi se enteró de todo. En la plaza del pueblo y ante la presencia de don Álvaro, el tinterillo Iñiguez, el gobernador Zenobio García, el subprefecto y otros principales, resguardados por un regimiento de gendarmes, se procedió a la ceremonia de la entrega de las tierras de la comunidad. Rosendo rogó al Fiero que no se enfrentara, ya que habían optado por la retirada pacífica. El Fiero optó entonces replegarse con su banda, no sin antes hacer notar a Rosendo que el abogado Bismarck les había engañado pues quedaba aún la opción de apelar. Cuando don Álvaro y su comitiva se retiraban triunfantes, de pronto vieron venir sobre ellos una galga (piedra rodante), rodada por el indio Mardoqueo; el impacto de la roca mató a Iñiguez. Los gendarmes sacaron una ametralladora y dispararon contra el pobre Mardoqueo, matándolo. Al ver ello, uno de los bandidos del Fiero apodado el Manco alzó su machete y a galope se dirigió contra los gendarmes pero también lo ultimaron a balazos. La comunidad de Rumi continuó el camino del éxodo. Análisis[editar] La obra narrativa de Ciro Alegría se inscribe claramente en el ciclo latinoamericano de la novela rural o de la tierra. El mundo es ancho y ajeno, junto con sus anteriores novelas: La serpiente de oro (1935) y Los perros hambrientos (1938), revelan desde distintas perspectivas no solamente la complejidad de un mundo ajeno a la racionalidad occidental, sino también su dramático desencuentro con el centro de poder que alienta la modernidad. A ello se debe que la lectura de la obra de Alegría vuelva a poner en el tapete, precisamente, la dicotomía barbarie/civilización, planteada por Domingo F. Sarmiento en Facundo. En este esquema de pensamiento, la barbarie está representada por el campo y la civilización por los núcleos urbanos, permeables a la influencia europea y con una marcada tendencia a asumir la idea occidental de cultura como principio rector de la sociedad. Como consecuencia de esta imposición, el otro, el que habita el campo, tiene una concepción distinta del tiempo y la vida, apela al mito y al animismo para explicar su posición en el mundo, pasa a ser el blanco de la incomprensión y el desdén por parte del poder dominante, que se arroga la misión de modernizar a estas masas sin mostrar respeto alguno por sus creencias, su cosmovisión, en suma su cultura. En El mundo es ancho y ajeno, el conflicto abandona la escena local para simbolizar el enfrentamiento de dos concepciones de comunidad, de vida nacional: la campesina, por un lado, y la del Estado, por otro. En ese sentido, El mundo es ancho y ajeno, en comparación con La serpiente de oro y Los perros hambrientos, encierra un significativo cambio de perspectiva. Mientras que en sus dos primeras novelas el tiempo es presentado como la reiteración fluida de un acto esencial -es decir, un tiempo unívoco- o como una estructura circular basada en los ciclos naturales, respectivamente, en El mundo es ancho y ajeno, la lógica imperante en la temporalidad es la de la causalidad histórica. El cambio de perspectiva, sin embargo, no le impide a Alegría plantear una vez más la inversión del dilema barbarie/civilización, tan esencial en otras novelas latinoamericanas. Y es que para Alegría está muy claro que la barbarie no está en el campo, sino en el egoísmo y la incomprensión de una clase dirigente cegada por intereses económicos; la civilización, en tanto, se halla en las comunidades campesinas, cuyos valores se presentan como superiores. Pese a ello, la novela narra la desaparición de la comunidad de Rumi, una especie de emblema de las comunidades andinas tradicionales. El origen del conflicto está en un despojo de tierras logrado a través de un proceso judicial manipulado por el poder de los gamonales, lo que suscita la rebelión del alcalde Rosendo Maqui, que finalmente fracasará. Sin embargo, Rumi está aún en pie, pero se presenta la amenaza de un segundo despojo, que será reprimido esta vez por el Estado, sellando la destrucción final de la comunidad. Este segundo levantamiento es liderado por el sucesor de Maqui, Benito Castro, un mestizo que representa la opción modernizante y en cuyo mensaje entendemos que si la comunidad no se transforma, sin traicionar su identidad, no podrá sobrevivir. La terrible sanción que enfrenta el lector, sin embargo, es que ambas opciones, la tradicional de Maqui y la modernizante de Castro, fracasan. A pesar de la derrota, en la novela subyace un elogio abierto a las virtudes de la vida comunitaria, como apunta el crítico Antonio Cornejo Polar, lo que complementa una idea de Tomás Escajadillo, otro gran estudioso peruano de la obra de Alegría: que la comunidad es el único espacio en el que el indígena puede vivir plena y dignamente. Al desaparecer este espacio por obra de un despojo violento, El mundo es ancho y ajeno puede leerse como la despedida de un universo hoy casi extinto debido a la modernización avasalladora que ha transformado el rostro del Perú, y al mismo tiempo, como un severo llamado de atención a los sectores dominantes, bajo la forma de una defensa ética y cultural de una conciencia que el poder occidental no admite como válida. Con El mundo es ancho y ajeno, Alegría logra un vasto fresco social que, en sus referentes, ha quedado inscrito en la historia peruana como un período trágico en el que se perfilaron, dolorosamente por cierto, agudos conflictos sociales y escisiones que, de alguna manera, tienen todavía un latido de actualidad. 7