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RESUMEN DE Elisabeth Roudinesco

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NÚMERO 029 2008
Revista de Psicoanálisis en Internet
La familia en desorden [Roudinesco, E., 2004]
Autor: Martín-Montolíu, Jaime
Roudinesco, E., Antropologia, Familia edifica, Freud, Homosexualidad, Institucion familiar, Irrupcion
de lo femenino..
Libro: La familia en desorden. Editorial Anagrama, Barcelona, 2004. La famille en désordre
(Fayard, París, 2002). Autora: Elisabeth Roudinesco [1]
Indice de la obra:
Prefacio
Dios padre
La irrupción de lo femenino
¿Quién ha matado al padre?
El hijo culpable
El patriarca mutilado
Las mujeres tienen sexo
El poder de las madres
La familia venidera
La tesis de partida se encuentra resumida en la página 11 del prólogo:
‘Fundada durante siglos en la soberanía divina del padre, la familia occidental se
vio, en el siglo XVIII, ante el desafío de la irrupción de lo femenino. Se transformó,
entonces, con la aparición de la burguesía, en una célula biológica que otorgaba
un lugar central a la maternidad. El nuevo orden familiar logró poner freno a la
amenaza que representaba esa irrupción de lo femenino, a costa del
cuestionamiento del antiguo poder patriarcal. A partir de la declinación de éste,
cuyo testigo y principal teórico fue Freud al revisitar la historia de Edipo y Hamlet,
se puso en marcha un proceso de emancipación que permitió a las mujeres
afirmar su diferencia, a los niños ser considerados sujetos y a los «invertidos»
normalizarse. Ese movimiento generó una angustia y un desorden específicos,
ligados al terror por la abolición de la diferencia de los sexos y, al final del camino,
por la perspectiva de una disolución de la familia’.
En el capítulo 1 (Dios padre) la autora sostiene que la familia puede considerarse
como una institución humana doblemente universal ya que asocia un hecho de
cultura -construido por la sociedad- a un hecho de la naturaleza -inscrito en las
leyes de reproducción biológica-. Más allá de la primacía natural inducida por la
diferencia sexual -unión de un hombre y una mujer- intervendrá otro orden de la
realidad que esta vez no compromete un fundamento biológico. Siguiendo las tesis
de Lévi-Strauss, señala que el proceso natural de la filiación sólo puede proseguir
a través del proceso social de la alianza, del cual deriva la práctica del intercambio
y la prohibición del incesto. Esos principios son los que asegurarían el paso de la
naturaleza a la cultura. Construcción mítica, el interdicto en sus diversos grados
estaría ligado a una función simbólica ya que sólo la nominación permitiría
garantizar al padre que es el progenitor de su descendencia. Hecho de cultura y
de lenguaje, pues, las variantes modales de la organización familiar se deberán a
la diversidad de costumbres, a los hábitos, a las representaciones, al lenguaje, a la
religión, a las condiciones geográficas e históricas,… que las sobredeterminan.
Concluye que la familia mutilada -hecha de heridas íntimas, violencias silenciosas,
recuerdos reprimidos…- cuya crisis aparece en nuestros días y de cuya fractura
paterna se hizo cargo el psicoanálisis durante todo el siglo XX, es la legítima
heredera de la autoritaria de otrora y de la triunfal y melancólica de no hace
mucho.
El capítulo 2 (La irrupción de lo femenino) describe cómo a finales del siglo XIX,
cuando Freud introduce en la cultura occidental la idea de que el padre engendra
al hijo que será su asesino, el tema del advenimiento de una posible feminización
del cuerpo social era ya la materia sustancial de un debate sobre el origen de la
familia. Polémica que daría pie a una redefinición de la antinomia
matriarcado/patriarcado. En la nueva perspectiva, el padre dejaría de ser
finalmente el vehículo exclusivo de la transmisión psíquica y carnal, para compartir
esa función con la madre. El orden familiar económico burgués (que se apoyó en
tres fundamentos básicos: la autoridad del marido, la subordinación de las mujeres
y la dependencia de los niños) irá progresivamente otorgando a la madre -y a la
maternidad- un lugar considerable en el imaginario social, lo que amenazó con
desencadenar una peligrosa irrupción de lo ‘femenino no adherido a la función
materna’. Cada vez más, el progresivo sometimiento universal a la ley civil hará
del matrimonio un contrato libremente consentido basado en el amor, actualizando
el principio de la paternidad adoptiva. El padre se verá convertido así en ‘cabeza
de familia’ y su poder simbólico se concretará en el patrimonio. La invención
psicoanalítica vendrá, pues, a establecer una correlación entre el sentimiento de
decadencia de la función paterna y la voluntad de inscribir la familia en el centro
de un nuevo orden simbólico que ya no será encarnado por un padre desposeído
de su poder divino -y luego reinvestido en el ideal económico y privado del pater
familias- sino por un hijo convertido en padre por haber heredado la figura
destruida de ese patriarca mutilado.
Los capítulos 3 y 4 (¿Quién ha matado al padre? y El hijo culpable) se dedican a
analizar la génesis y el impacto que la concepción del complejo edípico tendrá en
el interior de la vida familiar del siglo XX. Como es conocido, más allá del
complejo Freud propone también, en Tótem y Tabú, una teoría antropológica del
poder centrada en tres imperativos: la necesidad de un acto fundador (el crimen),
la necesidad de la ley (la sanción) y la necesidad de la renuncia al despotismo de
la tiranía patriarcal encarnada por el padre de la horda salvaje. De modo que,
frente al terror por la irrupción de lo femenino y la obsesión por el borramiento de
la diferencia sexual que embargaban a la sociedad europea de fines de siglo, el
psicoanálisis permitirá atribuir al inconsciente el lugar de la antigua soberanía
perdida por Dios-padre en el reinado de la ley de la diferencia (entre
generaciones, entre sexos, entre padres e hijos, etc). La autora se aplica en
recomponer ese camino por el cual Freud pudo revalorizar a las antiguas dinastías
heroicas con el fin de proyectarlas en la psique de un sujeto culpable de sus
deseos. Así, escribe:
‘Al asociar una tragedia del destino (Edipo) a una tragedia del carácter (Hamlet)
Freud reunió los polos indispensables para la fundación misma del psicoanálisis:
la doctrina y la clínica, la teoría y la práctica, la metapsicología y la psicología, el
estudio de la civilización y el estudio de la cura. Y porque quería dar a Hamlet ese
lugar fundacional en la historia de la clínica, transgredió a su respecto la regla
tantas veces enunciada por él, que prohibía valerse del psicoanálisis para
interpretar las obras literarias’ (Pag 82)
Así pues, refundición de una mitología del destino y de la condena en el núcleo
mismo de la descripción moderna del parentesco que restablece simbólicamente
las diferencias necesarias para el mantenimiento de un modelo de familia cuya
desaparición en la realidad entonces se temía.
El capítulo 5 (El patriarca mutilado) arranca con la siguiente descripción:
‘A lo largo del siglo XX, la invención freudiana fue objeto de tres interpretaciones
diferentes: los libertarios y las feministas la vieron como un intento de salvamento
de la familia patriarcal; los conservadores como un proyecto de destrucción
pansexualista de la familia y el Estado, en cuanto éste sustituía en toda Europa la
antigüa autoridad monárquica; los psicoanalistas, por último, como un modelo
psicológico capaz de restaurar un orden familiar normalizador en el cual las figuras
del padre y la madre serían determinadas por la primacía de la diferencia sexual.
Según este último enfoque, cada varón estaba destinado a convertirse en el rival
de su padre, cada mujer, en la competidora de su madre, y todos los hijos, en el
producto de una escena primitiva, recuerdo fantaseado de un coito irrepresentable’
(pag. 95)
Según la autora, dicha invención se incrustó en el origen de una nueva concepción
de la familia occidental tomando en cuenta no sólo el declive de la soberanía del
padre, sino también el principio de una emancipación de la subjetividad a la luz de
los grandes mitos. Freud concebiría una estructura psíquica del parentesco que
inscribe el deseo sexual –la líbido o el eros- en el corazón de la doble ley de la
alianza y la filiación. Privaría así del monopolio de la actividad psíquica a la vida
orgánica, diferenciaría el deseo sexual expresado por la palabra de las prácticas
carnales de la sexualidad y convertiría a la familia en una necesidad de la
civilización (basando a ésta, según El Malestar de la Cultura, en la coacción del
trabajo y el poder del amor). Sometido a la ley de un logos separador interiorizado,
Edipo deberá erigirse en el restaurador de la autoridad, en el tirano culpable y en
el hijo rebelde a la vez, tres figuras indispensables para el orden familiar. Y, al
hablar de una estructura psíquica universal que se juzga necesaria para cualquier
forma de rebelión subjetiva, explicaría un modo de relación conyugal entre
hombres y mujeres ya no basada en una coacción por voluntad de los padres, sino
en una elección libremente consentida entre hijos e hijas. La novela familiar
freudiana supone entonces que amor y deseo, sexo y pasión se inscriban en el
núcleo de la institución del matrimonio. Ni restauración de la tiranía patriarcal, ni
transformación del patriarcado en matriarcado, ni exclusión del eros, ni autoextinción. Acabaría siendo el paradigma de advenimiento de la familia afectiva
contemporánea.
Roudinesco dice:
‘Sólo la aceptación de la realidad de su deseo por parte del sujeto permite a la vez
incluir el eros en la norma, a la manera de un deseo culpable –y por lo tanto,
trágico-, y excluirlo de ella cuando se convierte en un goce criminal o mortífero’
(pag. 100)
La erotización de la sexualidad habría ido a la par con la interiorización en el
psiquismo de las prohibiciones fundamentales que son características de las
sociedades humanas. El capitulo hace un rápido recorrido -algo confuso- a través
de las posiciones de Klein (cuya ‘madre’ será objeto de todas las proyecciones
imaginarias -desde las más aborrecibles a las más fusionales-), Winnicott (al que
asigna una concepción maternalista en el marco de una autoridad simbólica
compartida) y el primer Lacan (al que atribuye el mérito de haber prolongado la
empresa freudiana enfrentando la irrupción real de la diferencia de sexos). La tesis
histórica de Roudinesco es que el psicoanálisis fue síntoma y remedio de un
malestar de la sociedad burguesa. Y también, a la postre, lo que más ha
contribuido a la moderna eclosión de nuevos modos de parentalidad dentro de la
familia afectiva (al servir de fermento de un movimiento social que ligó la
emancipación de las mujeres y los niños – y más adelante de los homosexuales
también- a la rebelión de los hijos contra los padres). Concluye que el
psicoanálisis ni ha favorecido la represión de la libido ni su carácter benéfico,
precisamente porque reconoció que, aunque la condición de civilización fuera la
sublimación del instinto, el deseo -además de culpable- era necesario y
consustancial al hombre.
El capítulo siguiente (6. Las mujeres tienen sexo) aborda las diferencias de los
sistemas basados en el género y el sexo, partiendo de la afirmación “no se nace
mujer, se llega a serlo” que Simone de Beauvoir formulara en ‘El segundo sexo’.
En opinión de la autora, Beauvoir no suprimiría las nociones de construcción
identitaria y estructura simbólica, pero las situaría, como pura alteridad, del lado de
la cultura y no de la naturaleza, restando importancia a la diferencia biológica y
negando, de paso, la existencia del inconsciente freudiano. Luego de un recorrido
histórico, Roudinesco va a señalar como triple defecto ‘posmoderno’: (1)
desnaturalizar hasta el extremo la diferencia sexual, (2) incluir el deseo sexual en
el género y (3) disolver lo uno en lo múltiple. Las teorías queer (que rechazan a su
vez el sexo biológico y el sexo social en favor del predominio de lo cultural
performativo) tendrán, en su opinión, la virtud de arrojar luz sobre el carácter
“perverso y polimorfo” de la identidad sexual posmoderna, más cómoda en la
metamorfosis de Narciso que en la tragedia edípica.
Para Roudinesco, el orden del deseo en el sentido freudiano es heterogéneo
respecto al sexo y al género, y subvierte las categorías habituales de la
antropología y la sociología insuflándoles mitos fundadores e historias de dinastías
heróicas. Sostiene así que la familia, sea cual sea su evolución y cualesquiera que
sean las estructuras a las que se vincula, será siempre para el psicoanálisis, ‘una
historia de familia’ o ‘una escena de familia’, ya que sus miembros actuarán
siempre inconscientemente como héroes trágicos y criminales (p. 140). A partir de
aquí el verdadero núcleo esencialista de la posición de Roudinesco se despliega al
describir la posición freudiana y despreciar cualquier aporte posterior de lo que ella
llama el peritaje de los especialistas psi o de la sociología y de la antropología
cultural. Explica que Freud intentó dar un fundamento sexual a la organización
social de las diferencias entre hombres y mujeres tomando como partida un
sustrato biológico, si bien consideraba a la sexualidad femenina como un
“continente negro” y postulaba el carácter complementario de una unicidad, de
esencia masculina, y de una diferencia, de esencia femenina. El dominio de lo
masculino estaría asociado a un logos interiorizado (deseo activo de dominación,
amor, conquista, sadismo o transformación de los otros y de uno mismo), mientras
que el polo femenino (caracterizado por la pasividad, la necesidad de ser amado,
la tendencia a la sumisión y el masoquismo) debía exhumarse. Para alcanzar su
plena madurez sexual, la mujer habría de renunciar al placer clitoridiano en
beneficio del placer vaginal, y de esa transferencia de un órgano a otro dependería
su expansión en el matrimonio y la sociedad.
La autora señala que ‘la guerra de los pueblos’ va a servir de modelo a Freud para
una ‘guerra de los sexos’: la diferencia sexual ciñéndose a la oposición entre un
logos separador y una arcaicidad abundante. De ahí derivaría su famosa fórmula
de que ‘la anatomía es el destino’. Lejos de hacer de la mujer “un hombre
invertido” o “fallido” Freud afirmará que la anatomía no es sino el punto de partida
de una nueva articulación de la diferencia sexual: la que condena a hombres y
mujeres a enfrentarse a una idealización o un rebajamiento mutuos, sin alcanzar
jamás una plenitud real; la ley del padre sosteniéndose en un logos separador, la
función de la ley de la madre siendo la de trasmitir la vida y la muerte. Al orden
simbólico se añade pues un orden arcaico y la nueva lucha a muerte de las
conciencias y las identidades toma por objetivo los órganos mismos de la
reproducción, extendiendo así la escena sexual a la escena del mundo.
Completando su cuadro de familia, el orden materno en el sentido freudiano
remitiría a la religión del hijo, es decir, al cristianismo, y el orden paterno, a la
religión del padre, es decir, al judaísmo. Según Roudinesco, pues, la familia
edípica reinventada por Freud (monógama, nuclear, restringida y afectiva) es la
heredera de las tres culturas de Occidente: la griega, por su estructura, la judía y
la cristiana, por los lugares respectivos asignados al padre y a la madre…
Luego, en el capítulo 7, titulado El poder de las madres, la autora revela que Freud
desestimó la idea de que fuese posible una separación entre lo femenino y lo
maternal, el ser mujer y la procreación. Consideró esa eventualidad –añade- pero
no intentó integrarla en su interpretación de la civilización: ni siquiera imaginó que
esta última pudiera alguna vez aceptarla sin hundirse en el caos. De modo que
cuando emergió socialmente el cuestionamiento de la familia patriarcal en medio
de una más amplia revuelta antiautoritaria -reivindicando un derecho al placer
desligado del deber procreativo -, ésta arrastraría consigo cierta hostilidad frente al
edipismo psicoanalítico, así como a su conminación, de raigambre platónica, de no
diseminar lo uno en lo múltiple, lo universal en las diferencias. Las mujeres, en
lugar de ocuparse de trasmitir la vida y la muerte como habían hecho desde la
noche de los tiempos, podían rechazar, si así lo decidían, el principio mismo de la
transmisión; adquiriendo progresivamente la posibilidad de quererse estériles,
libertinas, enamoradas de sí mismas, etc. sin temer los furores de una condena
moral o de una justicia represiva. Podían también controlar la cantidad de
nacimientos, procrear hijos en varias camas y hacerlos cohabitar en familias
“reconstituidas”. Término, éste último, que remite a un doble movimiento de
desacralización del matrimonio y de humanización de los lazos de parentesco. Así
que en lugar de divinizada, naturalizada o derruida, la familia contemporánea se
pretendió frágil, neurótica, consciente de su desorden pero deseosa de recrear
entre los hombres y las mujeres un equilibrio que la vida social no podía
procurarles. Construida, deconstruida y reconstruida, la familia recuperará, según
la autora, el vigor y el alma precisamente en la búsqueda dolorosa de una
soberanía fracturada e incierta.
Para Roudinesco, la difusión de una terminología derivada de la palabra
“parentalidad” traduce tanto la inversión de la dominación masculina como un
nuevo modo de conceptualización de la familia:
"En lo sucesivo, ésta ya no se considerará únicamente como una estructura del
parentesco que prolonga la autoridad disuelta del padre o sintetiza el paso de la
naturaleza a la cultura, a través de las prohibiciones y funciones simbólicas, sino
como un lugar de poder centralizado y numerosos rostros. La definición de una
esencia espiritual , biológica o antropológica de la familia, fundada en el género y
el sexo o en las leyes del parentesco, y la definición existencial, inducida por el
mito edípico, son sustituidas por la definición horizontal y múltiple inventada por el
individualismo moderno y disecada de inmediato por el discurso de los peritos.
Esa familia se asemeja a una tribu insólita, una red asexuada, fraternal, sin
jerarquía ni autoridad y en la cual cada uno se siente autónomo o funcionarizado.
En cuanto a la transformación en peritos de algunos profesionales de las ciencias
sociales y humanas, es el síntoma del surgimiento de un nuevo discurso sobre la
familia a fines de la década de 1960”. (pag. 170)
Tomando como referencia El Antiedipo de Deleuze y Guattari, hace una crítica
radical de su antiautoritarismo maquinista:
"lejos de blandir la antorcha de la interrogación trágica retomada por Freud y por
Lacan, atacaban el dogma familiarista de la institución psicoanalítica de la década
de 1970”( pag.173)
ya que ‘enunciaba el triunfo de lo múltiple sobre lo uno y del desorden
normalizado’ (una cultura del narcisismo y del individualismo, una religión del yo,
una inquietud del instante, una abolición fantasmática del conflicto y la historia)
sobre la simbolización clásica. Más tarde, según ella, la impugnación libertaria
retornaría a la norma -centrada esta vez en la búsqueda de la reconstrucción del
sí mismo- pasando del Edipo repudiado a un Narciso triunfante. Si Edipo había
sido para Freud el héroe conflictivo de un poder patriarcal declinante, Narciso
encarnaba ahora el mito de una humanidad sin prohibiciones, fascinada por la
potencia de su imagen: una verdadera desesperación identitaria. En este contexto,
dice la autora, aparecieron las experiencias de homoparentalidad, que
testimoniaban de una práctica radicalmente novedosa del engendramiento y la
procreación. Doble movimiento -normalizador y transgresor- que por un lado
ridiculizaba el principio de la diferencia sexual sobre el que se apoyaba hasta ese
momento la célula familiar, mientras que por otro ésta era reivindicada como
norma deseable y deseada. En volandas sobre la cresta de los avances
tecnológicos- sostiene la autora-, desde la píldora a los programas de
inseminación artificial, los hombres fueron adquiriendo un papel “maternante” al
tiempo que las mujeres dejaban de estar obligadas a ser madres porque habían
conquistado el control de la procreación. El modelo familiar originado de esa
inversión –concluye entonces- se puso al alcance de quienes habían sido
históricamente excluidos de él: los homosexuales.
El último capítulo (8. La familia venidera) se destina a explicar los avatares de las
posiciones ‘psicoanalíticas’ sobre la homosexualidad (‘un deshonor para el
psicoanálisis’, p. 204). Vuelve a los posicionamientos de Freud (bisexualidad
psíquica universal, imposibilidad de revertir la orientación sexual,…) para afirmar
que ‘el homosexual freudiano encarnaba una especie de ideal sublimado de la
civilización’. Revisa las posiciones de Abraham y Jones (que excluyeron a los
homosexuales de las instituciones psicoanalíticas frente a la oposición de Rank);
de Anna Freud (que promovió ‘la conversión’ como criterio de una cura exitosa);
de los kleinianos y poskleinianos (que atribuyeron a la homosexualidad una
condición de estructura); destacando las excepciones no homófobas de Joyce
McDougall y Robert Stoller entre una veintena de psicoanalistas de renombre.
Comenta que, cuando Lacan formó la Escuela Freudiana de Paris (1964), brindó
a los homosexuales la posibilidad de ser psicoanalistas aun cuando, a diferencia
de Freud, él sí consideraba la homosexualidad como una perversión en sí misma
(no una práctica sexual perversa sino la manifestación de un deseo perverso,
común a los dos sexos). El homosexual lacaniano sería una especie de perverso
sublime de la civilización forzado a cargar con la identidad infame que le atribuye
el discurso social normativo. Analizable pero no curable, el amor homosexual sería
para Lacan la expresión de una disposición perversa presente en todas las formas
de expresión amorosa, y el deseo perverso se sostendría en una captación
inagotable del deseo del otro. En cuanto a la familia, retomaría, según
Roudinesco, la concepción freudiana de la ley del padre y del logos separador
pero para hacer del orden simbólico una función del lenguaje estructurador del
psiquismo. Sin adherirse jamás a un familiarismo moral, proseguiría la empresa
freudiana de revalorización de la función paterna erigiendo el concepto de
Nombre-del-padre en significante de ésta (y a la familia en crisol casi perverso de
la norma y la transgresión de la norma). Por último, algunos poslacanianos, como
Pierre Legendre, reivindicarían el gesto freudiano y lacaniano, caracterizado por la
transmisión de la antigua soberanía del padre a un orden del deseo y la ley, para
invertir su movimiento y esgrimir el orden simbólico como espectro de una posible
restauración de la autoridad patriarcal. De ese modo se lanzarían a una cruzada
contra aquellos a los que acusaban de ser partidarios de una gran desimbolización
del orden social, responsabilizándolos del borramiento de la diferencia sexual.
Apoyándose en una antropología dogmática según Roudinesco, se opondrían
frontalmente a cualquier consideración normalizadora de la homosexualidad,
haciéndose cargo de una defensa radical de las instituciones judeocristianas
(entre ellas la de la familia heterosexual).
A ese respecto, Roudinesco se pregunta:
"¿Cómo no ver en esta furia psicoanalítica de fines del segundo milenio el anuncio
de su agonía conceptual o, al menos, el signo de la incapacidad de sus
representantes para pensar el movimiento de la historia?“ (Pag.212)
e intenta contestar haciendo un alegato de mesura:
"La infancia de los homosexuales occidentales del siglo XX fue melancólica. Ante
todo, desde la primera niñez, tuvieron la sensación de pertenecer a otra raza. A
continuación, la terrible certeza de que la inclinación maldita jamás podría
sofocarse. Por último, la necesidad de la confesión, la obligación de decir a unos
padres incrédulos y a veces violentamente hostiles que habían engendrado un ser
sin porvenir, condenado a una sexualidad vergonzosa y salvaje y, sobre todo,
incapaz de brindarles una descendencia. Por temor a decepcionar o no estar a la
altura de las esperanzas proyectadas en ellos, fueron muchos los que se odiaron a
sí mismos y buscaron en el suicidio o el fingimiento el fin de su calvario o, en el
anonimato de las ciudades, el orgullo de existir para otra familia: la de la cultura
gay”. (pag. 213)
fijando su posición a ese respecto:
"Más allá de la ridiculez de las cruzadas, las pericias y los prejuicios, algún día
será preciso admitir que los hijos de padres homosexuales llevan, como otros,
pero mucho más que otros, la huella singular de un destino difícil. Y también habrá
que admitir que los padres homosexuales son diferentes de los otros padres. Por
eso nuestra sociedad debe aceptar que existan tal como son. Debe acordarles los
mismos derechos que a los demás padres, pero también reclamarles los mismos
deberes. Y los homosexuales no lograrán su aptitud para criar a sus hijos
obligándose a ser ’normales‘. Pues al procurar convencer a quienes los rodean de
que esos hijos nunca se convertirán en homosexuales, corren el riesgo de darles
una imagen desastrosa de sí mismos”. (pag. 212- el subrayado es nuestro)
Dicho esto, Roudinesco clausura el libro con un alegato feliz, al observar
complacida que la familia contemporánea, horizontal y en “redes”, se comporta
bastante bien y asegura correctamente la reproducción de las generaciones:
"Desde el fondo de su desamparo, la familia parece en condiciones de convertirse
en un lugar de resistencia a la tribalización orgánica de la sociedad mundializada.
Y sin duda logrará serlo, con la condición de que sepa mantener como un
principio fundamental el equilibrio entre lo uno y lo múltiple que todo sujeto
necesita para construir su identidad’ (pag. 216-217)
Comentarios a propósito de esta lectura:
“No se honra a un pensador alabándolo, ni siquiera interpretando su trabajo, sino
discutiéndolo, manteniéndolo vivo y demostrando por los hechos en qué ese autor
desafía el tiempo y, por tanto, conserva su vigencia”. (Cornelius Castoriadis)
¿Se entiende el interés que puede despertar en estos momentos un ‘texto
freudiano’ sobre la familia? ¿Y más aún siendo un alegato familiarista? Dos
grandes temas se abren a propósito de la lectura de este libro. Uno se refiere al
contenido y devenir de la institución familiar en los tiempos actuales, su incidencia
en la subjetividad individual contemporánea, en el imaginario colectivo y viceversa.
El otro apunta al código desde el cual se aborda este análisis; es decir, a los
matices que ha de aportar el punto de vista de las teorías nacidas de la práctica
psicoanalítica en la comprensión de los fenómenos histórico-culturales o
sociales… Y también, en nuestra opinión, al lugar de pertinencia del psicoanálisis
mismo.
Con motivo del debate sobre el pacto civil de solidaridad (1999- 2003), un grupo
de psicoanalistas lacanianos decidieron mostrar públicamente su cerrada
oposición al reconocimiento legal de las parejas homosexuales en Francia.
Argumentaban, en nombre del psicoanálisis, la defensa de un supuesto ‘orden
simbólico’ inmutable. El libro de Roudinesco pretende fijar históricamente las
teorías freudianas sobre la familia y ser una réplica fundamentada a esas
posiciones, a propósito de las cuales ella misma llega a preguntarse si se trata del
anuncio de una agonía conceptual o del signo de una incapacidad para pensar el
movimiento de la historia. La misma acuciante cuestión se debatía de otro modo
en el número de la Revue Française de Psychanalyse sobre ‘El tercero analítico’
que reseñamos en estas páginas hace unos años (Aperturas nº 21, Diciembre de
2005).
Lo valioso de este libro es, a nuestro entender, su acercamiento pormenorizado a
la génesis y los avatares de la ‘comprensión freudiana de la familia’ (en tanto que
producción histórica). Roudinesco entrecruza hilos de distintos “saberes”
(antropológícos, históricos, de la investigación filológica, de la sociología) con los
de una teoría psicoanalítica que, aunque presentada como invariante, permite
componer un mapa de las variaciones interpretativas del mito legitimador de dicha
institución a lo largo del tiempo. La imposición de esa plantilla superestructural (es
decir, la elección del análisis histórico de ‘las producciones simbólicas’ al margen
de la propia estructura de la institución familiar) es lo que lastra, a nuestro
entender, el interés del texto. También lo que lo convierte en peculiar. Así que no
es un libro de historia al uso ni un texto de investigación social: es un ensayo.
Libro de tesis, pues, que resulta una ampliación apenas crítica del ‘enunciado
antropológico’ contenido en Tótem y Tabú. Como se sabe, las tesis de Freud allí
recogidas han sido ampliamente cuestionadas por la moderna antropología
cultural, cuyos trabajos de campo han tendido reiteradamente a desconfirmar [2].
Los estudios y reflexiones de Margaret Mead en los años treinta apuntan ya, por
ejemplo, al relativismo sexual y a una distribución del poder en las sociedades
primitivas que cuestionarían la universalidad y centralidad del Edipo. La misma
autora relata en este libro (p. 114) cómo “la antropología y la sociología se
asignaron la tarea de pensar y describir la nueva organización de la familia justo
cuando renunciaron a la evocación del evolucionismo (y por tanto a una raíz
biologicista) y a la invocación de las antiguas dinastías heroicas (al freudismo)
para hacer del estudio del parentesco un modelo investigación con vocación
universal, capaz de anticipar las trasformaciones sociales venideras”. Sin
embargo, ella elige partir de las tesis de ese texto freudiano (emancipación de la
subjetividad como efecto del derrumbamiento de la autoridad patriarcal, rebelión
de la fratría y posterior reinado de los hijos culpables; es decir, de la universalidad
y centralidad del complejo de Edipo) para añadirle una más reciente teorización
simbólico-conceptual en términos de ‘irrupción del principio femenino’ y de ‘poder
de las madres’, al estilo legado por la hermenéutica lacaniana. Servidumbres de
la ortodoxia: para declararse favorable al reconocimiento legal de las parejas de
hecho y a su derecho de adopción, la autora se siente obligada a recordar las
dificultades y los deberes de éstos como padres (p. 212). ¿Cómo no captar en
esas reservas homófobas la incapacidad de desprenderse de los prejuicios
ideológicos para pensar los movimientos de las sociedades y de la historia?
Resulta casi previsible, pues, la contorsión que ha de hacer en el capítulo final
(abandonando de pronto el andamiaje esencialista previo -teorema lacaniano
sobre funciones ‘materna’ y ‘paterna’, el ‘principio femenino’, el mandato de ‘no
disolver lo uno en lo múltiple’, etc.- para basar en un simple dictamen pericial de
corte sociológico (la afirmación de que las familias homosexuales “funcionan bien”)
el argumento favorable a la restitución civil de sus derechos. Tal viaje no precisa
alforjas.
Elisabeth Roudinesco se define como ‘historiadora de ideas’ y ‘freudiana
ortodoxa’. Si bien intenta ofrecer en este libro una interpretación de las
condiciones que habrían llevado al psicoanálisis a subsanar en un momento dado
el hiato entre sujeto y estructura, estableciendo algún término de su relación a lo
largo del tiempo, ella misma acaba atrapándose paradójicamente en el dogma
(post)estructuralista. Bajo nuestro punto de vista, éste niega a la vez ‘sujeto’ e
‘historia’ al subsumir ‘lo simbólico’ en una estructura lingüística esencialmente
ahistórica y conservadora: ‘logos separador’, ‘equilibrio entre lo uno y lo múltiple’,
prevalencia de lo instituido (el ‘orden simbólico’) frente a lo instituyente ( que sería
del orden de ‘lo imaginario’). Universales abstractos que inmovilizan la
comprensión de la evolutiva de las instituciones, tanto o más que lo individual
intrafamiliar, al escamotear el análisis de lo social. El problema aparece, a nuestro
entender, al confrontar, confundiéndolos, los planos del avance histórico en la
organización de la convivencia, con un preconcepto esencial y eterno que estaría
regido por ‘lo simbólico’. Se pasa así de ‘lo que la familia es’ a ‘lo que ha de ser’,
dando finalmente cobertura a un pensamiento que no es capaz de concebir más
que un tipo único de familia (la heterosexual, normativa y portadora de valores
eternos), cuyo funcionamiento y significación están predeterminados de antemano
en la teoría.
La homosexualidad, así como los modelos no normativos de amor, familia y
convivencia, existen y han existido extensa y dolorosamente a pesar de su
invisibilidad a lo largo de la historia. Y es precisamente una conquista reciente de
nuestra cultura -la penetración en el análisis intrahistórico de los colectivos
marginados- lo que posibilita ahora una mirada más abierta y menos definitiva.
Para decirlo con la humildad intelectual más franca: bajo nuestro punto de vista,
no ha de ser en el pensamiento ni en los libros de teoría donde se encuentren
fundamentalmente las respuestas a los problemas histórico-sociales, sino en la
producción efectiva de formas y sentidos en y por la actividad humana. Es decir,
en la propia creatividad de lo común, y a ello contribuye y ha contribuido el
psicoanálisis desde su propia parcela. Sin embargo, éste es el ámbito propio, en
sentido estricto, de la acción política y social. Imaginario y simbólico resultan ser
indisociables: las ideas, las formas de mirar, los paradigmas teóricos, etc., nacen
impulsados por la cultura -que no deja de ser un precipitado histórico y
heterogéneo de la experiencia colectiva- en y por la imaginación creadora de una
mente singular o grupal.
Es posible que en la lógica monádica y conexionista de la sociedad-red actual, el
individuo tienda a no ser definido por la pertenencia a una estructura sino por un
acceso y conexión reconquistados a cada momento. Pero las temáticas de la
continuidad y de la inclusión/exclusión, con todos sus avatares, parecen estar
omnipresentes. La angustia de desconexión es la de la caída en el vacío: en el
núcleo de ese escenario psíquico resbaladizo se sitúa la persistencia del objeto
ausente, la continuidad psicológica de los apegos fuertes. A pesar de los discursos
y las prácticas sociales disolutorias, parece que básicamente seguimos
necesitando vivir en un mundo ‘sólido’ -o cuando menos consistente- marcado por
las pertenencias, sean éstas variadas o múltiples. Es decir, por la búsqueda de
apegos permanentes que aseguren la continuidad psicológica del Yo.
La temática insoslayable no parece ser qué institución promueve la continuidad de
la filiación y el parentesco, sino cómo se articulan éstos. La familia (variaciones
modales incluidas) no parece ser otra cosa que un sistema entre sistemas [3]: el
lugar elemental de la humanización del individuo, de la convivencia con otros y de
la transmisión de la cultura. Cierto, desde su conformación como sujeto psíquico
relacional a los avatares de su plena integración social, el núcleo familiar es la
matriz, el sostén y en muchas ocasiones el determinante mayor de su propia
subjetividad: grupo humano básico, pero también construcción histórico-social. Allí
y desde allí se van afrontar las contradicciones, los conflictos, los roles y
estereotipos que hacen a la intersección de lo individual y lo común, de la alteridad
y lo mutuo en un marco social. Quizás sea preciso repensar el binomio
cultura/malestar a la luz de las profundas transformaciones que han afectado a
nuestras vidas y al modo mismo de ‘pensar la vida’. Ya no se puede ignorar el
cambio de signo del imperativo social actual en relación con el freudiano: mientras
que el superyó freudiano exigía la renuncia pulsional, el superyó contemporáneo
parece haber situado en su centro el impulso a disfrutar. De la necesidad al
deseo, del deseo a la apetencia, las formas sintomáticas de malestar en la cultura
parecen estar hoy más en relación estrecha con las reverberaciones en el circuito
del placer (lo que los lacanianos llaman ‘goce’) y con las manifestaciones de una
clausura narcisista del sujeto productora de un estancamiento de sí mismo en su
propio cuerpo. La psicopatología social predominante -que para Freud era la
neurosis como consecuencia de la represión- parece haberse desplazado hacia la
desestructura: el aislamiento psíquico, la insignificancia, las psicosis, los trastornos
narcisistas…, todo ello ligado a un acelerado interactuar, a un exceso energético e
informativo, a la disgregación identitaria y de lo común. Quizás por ello es
probable que, en tiempos de disolución, la actividad de los clínicos psicoanalíticos
-en tanto agentes de salud mental- deba poseer una dimensión social más
orientada a promover lo cohesivo para cada uno de sus pacientes: redes
vinculares estables en lugar de bálsamos para la soledad y el agobio, grupos
naturales y relaciones no profesionales en lugar de postular inadvertida e
indefinidamente a la terapia en sí misma como una mera suplencia (es decir, como
una relación íntima, estable y única dentro de un paraje superpoblado pero
desértico).
La versión del psicoanálisis que maneja Roudinesco tiende a asignarle una plaza
estatutaria en tanto Teoría del Inconsciente -y, por extensión, de la producción
simbólica del individuo y la humanidad - junto a las grandes disciplinas
humanísticas (antropología, filosofía, sociología, etc). Pretende entablar así un
diálogo ‘interdisciplinar’ paritario. Pero para sostener un discurso propio
incontaminado (‘no filosófico, no antropológico, no psicológico’) fuera de su campo
de pertinencia, ha de crear o sobrentender una delimitación conceptual precisa
acerca del ‘sujeto del inconsciente’, su objeto de estudio. Se transmuta así en
ontología, clausurando lo que no es sino apropiación de un relato purificado
(escindido de sus determinaciones histórico-sociales y culturales, e incluso de una
parte de las propias producciones simbólicas colectivas) sobre la sexualidad y el
psiquismo de ese sujeto. Curiosamente, a lo largo de las 217 páginas de este
libro, nada distinto a las ideas de cada época se apunta sobre la evolución
histórica del psiquismo o del inconsciente individual (lo mismo que no se aborda la
evolutiva de los modos de organización social). ¿Quizás porque se los considera
esencialmente invariantes, siguiendo el paradigma de la mente aislada? ¿O
porque, al entender de la autora, se caería, mediante esa operación, en el tan
criticado y poco digno ‘peritaje’ (término con que se designa, a lo largo del texto y
con fines descalificatorios, a las investigaciones socio-antropológicas, y a las
sexologías y psicologías ‘no psicoanalíticas’)? Más vale, modestamente a nuestro
entender, reconocer los límites de aplicación de nuestras propias teorías y curándonos por anticipado de cualquier forma de aspiración ortodoxa totalizadorahonrarlas a la manera propuesta por la cita de Castoriadis que abre este
comentario. “Lo peor es creer que se tiene razón por haberla tenido” reza la
acertada sentencia del poeta José Angel Valente en su ‘Nostalgia del destierro’.
En resumen: el propósito manifiesto de este libro es tejer un relato histórico sobre
los fundamentos de dicha institución en tanto construcción simbólica. Pero, en
nuestra opinión, lo que late el fondo de ‘La familia en desorden’ es el esfuerzo por
mantener intacto un corpus conceptual que cierta tradición del psicoanálisis
francés difunde como abstracción y esencia. De modo que no puede por menos
que contorsionarlo o desprenderse de él cuando quiere dar cuenta de cuestiones
actuales de tipo social, como ocurre notoriamente aquí en los capítulos finales.
[1] Elisabeth Roudinesco es doctora en letras y ciencias humanas, historiadora del
pensamiento freudiano, directora de investigaciones y docente en la Universidad
París VII. Es autora, entre otros varios escritos, de un diccionario y de una historia
del psicoanálisis (francés) en 3 tomos, de una polémica biografía sobre Lacan - lo
que le valió, entre otras cosas, el repudio critico de André Green- y, más
recientemente, de un ensayo sobre seis filósofos franceses de la segunda mitad
del siglo XX (Canguilhem, Sartre, Foucault, Althusser, Deleuze y Derrida). Todos
estos libros están disponibles en castellano: La Batalla de los cien años (1,2 y 3);
Lacan, esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento; Filósofos en la
tormenta... Aunque se declara ‘freudiana ortodoxa’, no está adscrita a ninguna
asociación psicoanalítica.
[2] Una buena parte de las tesis de la llamada corriente culturalista de la
antropología y del psicoanálisis, con gran influencia en América desde los años
50, derivan de la ruptura con la antinomia individuo/cultura y con el inmanentismo
del relato freudiano. Durkheim, contemporáneo de Freud y considerado uno de los
padres de la moderna sociología, sostenía ya en La famille conjugale (1892) –
como reseña la autora, por otra parte- que la institución familiar tendería a
reducirse a medida que se extendieran las relaciones sociales del capitalismo. En
este modelo el padre se reduciría a una abstracción, pues sería la familia, y no él,
la encargada de resolver los conflictos privados actuando a la vez de respaldo a
la individuación de los sujetos y de muralla contra su finitud. De ese modo
anticipaba el individualismo. En 1898, añadiría una definición sociológica del
parentesco disociada de la consanguinidad: originada en la familia primitiva, ésta
tendría por fundamento al totemismo, que remite a una nominación original, pues
es el emblema el que sirve de soporte a las relaciones entre individuos de un
mismo clan y los separa de una pertenencia basada en la raza, la sangre o el lazo
hereditario… En las sociedades primitivas, el nacimiento no bastaría para hacer
del niño un miembro integrante de la sociedad doméstica. Era preciso que ciertas
ceremonias religiosas se sobreañadieran a él. La idea de consanguinidad, por
tanto, queda claramente en segundo plano. De modo que la pertenencia se liga al
principio de adopción y, por extensión, al principio de la hospitalidad. En
conclusión: la brecha entre los principios de la nominación y de engendramiento
no sería un efecto histórico ligado a los avances tecnológicos como parece
finalmente sostener Roudinesco, sino un hecho cultural antiquísimo.
[3] El abordaje de las temáticas familiares es hoy inconcebible sin las aportaciones
de la teoría sistémica. Se puede ver a este respecto Historia de la terapia familiar.
(Bertrando P. y Toffanetti D., Paidós, 2004) en cuya página 242 leemos muy a
propósito, referido a la década de los 90: “Si existe un problema central en la
terapia familiar francesa es quizás justamente la paradoja siguiente: la supremacía
de la vida intrapsíquica no es sometida a discusión, lo cual hace más difícil la
concepción misma de la terapia familiar. Al mismo tiempo los terapeutas franceses
son conscientes de los límites que tienen los métodos individuales en las
situaciones claramente relacionales. La paradoja finalmente queda sin resolver”.
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