Universidad Alberto Hurtado Magister en Derecho Penal Profesora: Dra. Silvia Peña Wasaff 2° Semestre año 2019 Apuntes sobre legítima defensa Introducción La legítima defensa representa la causa de justificación por antonomasia y, al mismo tiempo, la más radical que contempla el Derecho penal en cuanto a su alcance e intensidad. Junto con el estado de necesidad conforman lo que en la doctrina alemana se conoce desde antiguo como derechos de necesidad (Notrechte), entendiendo por ellos una autorización legal para lesionar bienes jurídicos ajenos en virtud de la necesidad (esto es, una situación apremiante a la que es imposible sustraerse o escapar) en que se encuentra el agente de proteger bienes jurídicos propios o ajenos de un peligro inminente que los amenaza, a condición de que se cumplan ciertos requisitos que la misma ley señala. El peligro del que dimana tal necesidad puede haberse originado por fenómenos naturales, catástrofes o incluso por una acción humana en la que el titular del bien lesionado no ha tenido injerencia alguna (en el caso del estado de necesidad), o bien por una agresión ilegítima (en el caso de la legítima defensa). La necesidad de actuar en que se encuentra el agredido se refleja en la denominación que recibe esta última en el idioma alemán: Notwehr, que puede traducirse como “defensa necesaria”. Cabe señalar que, debido precisamente al factor aglutinante de la necesidad, la legítima defensa ha sido entendida por no pocos autores como un caso particular del estado de necesidad. Pero la verdad es que más allá de la común referencia a la necesidad que se halla en la base de ambas justificantes, la legítima defensa se distingue netamente del estado de necesidad en varios aspectos: el primero y determinante es que la causa concreta que habilita al agredido para lesionar bienes jurídicos del agresor, es un acto ilegítimo, contrario al Derecho, mientras que, en el estado de necesidad, el bien jurídico contra el cual se dirige la acción salvadora pertenece a un tercero inocente, es decir, a una persona completamente ajena a la creación del peligro, de manera que ambos bienes en conflicto son igualmente legítimos. En segundo lugar, en la legítima defensa el valor relativo de los bienes en conflicto es irrelevante para la justificación y sólo actúa en ciertos casos como un mero correctivo para evitar resultados insatisfactorios desde el punto de vista ético y jurídico; en el estado de necesidad, en cambio, el valor relativo de los bienes juega un papel decisivo, pues de él depende que la acción realizada en estado de necesidad sea conforme a Derecho, esto es, justificada (si el bien salvaguardado es de mayor valor que el lesionado) o sólo exculpada (si ambos bienes son de igual valor o cuando se actúe para salvar un bien de valor inferior al lesionado), en cuyo caso, su ámbito de aplicación y sus efectos son más limitados que en el primero. La distinta naturaleza que puede tener el estado de necesidad –justificante o exculpante– constituye un elemento adicional para distinguirlo de la legítima defensa, que es siempre una causa de justificación. En lo que atañe al primer miembro de la expresión “derechos de necesidad”, es decir, la palabra derechos, ella pone de relieve que no se trata de una mera disculpa o dispensa de pena, sino que de un verdadero derecho subjetivo, por delegación que de manera excepcional hace el Estado en los particulares de su uso privativo o 2 monopolio de la fuerza. Sobre esto volveremos más adelante con mayor detenimiento. Concepto, naturaleza y fundamento De lo dicho hasta aquí podemos concluir que la legítima defensa consiste en la reacción para repeler un ataque ilegítimo contra bienes jurídicos propios o de un tercero, en la medida en que dicha reacción defensiva sea necesaria para neutralizar el peligro. Según la conocida frase del penalista alemán del siglo XIX Karl Gustav Geib, la legítima defensa “no tiene historia”, en el sentido de que ha existido desde tiempos inmemoriales. Esto explica que haya sido –y siga siendo- tema de reflexión desde la Antigüedad (la primera fuente conocida se remonta a Cicerón), particularmente en lo que atañe a su fundamento y naturaleza jurídica, que además de ser interdependientes entre sí, determinan también las características esenciales de esta causa de justificación. Esto explica que la cantidad de teorías al respecto sea prácticamente inabarcable y muy difícil de sistematizar, tanto porque abordan la cuestión desde los más diversos puntos de vista jurídicos, morales y filosóficos, como también porque la terminología empleada en las obras más antiguas plantea serias dificultades de interpretación por su falta de precisión conceptual. Por tal razón abordaremos el tema siguiendo un criterio cronológico, dando cuenta de las principales teorías acerca del fundamento de la legítima defensa, en la medida en que ellas ayuden a la comprensión del estado actual de la cuestión. Digamos ante todo que por fundamento en este contexto no sólo se ha entendido la razón de ser de la impunidad de la acción defensiva, sino también, especialmente en el último tiempo, de su carácter absoluto y particular intensidad. Y es que en virtud del principio fuertemente arraigado en la Dogmática alemana de que “el Derecho no tiene que ceder al injusto”, se puede llegar incluso a dar muerte al agresor, aun al margen de toda consideración de proporcionalidad entre los bienes jurídicos en juego, y de la magnitud de la agresión, por una parte, y la lesión causada al agresor por la acción defensiva, por la otra, lo que ya en el siglo XIX motivó la dura crítica de Friedrich Oetker, en el sentido de que la construcción dogmática de la legítima defensa propicia una “moral homicida”. Aquí nos referiremos al tema del fundamento en el primer sentido aludido por entender que es el que corresponde al significado propio del término, esto es, como idea fundante, razón de ser, ratio o basamento sobre el cual se ha construido la teoría de la eximente de legítima defensa, es decir, aquello que explica por qué la acción defensiva queda exenta de pena no obstante satisfacer todas las exigencias de un tipo penal, y que determina a la vez su naturaleza. Los problemas de la proporcionalidad y subsidiariedad, por su parte, serán tratados al hablar de la regulación de la legítima defensa, por cuanto, en nuestra opinión, forman parte de los límites dentro de los cuales puede ser lícitamente ejercida. Si bien las numerosas investigaciones sobre este tema, principalmente alemanas, suelen remontarse en su estudio no más allá del siglo XVII, acotado además a autores de ese mismo ámbito cultural, lo cierto es que ya antes de eso la legítima defensa había sido objeto de estudio en toda Europa, sobre la base del Derecho Romano, la doctrina moral de la Escolástica y particularmente, el Derecho Canónico. Especial mención merecen los teólogos españoles de los siglos XVI y XVII, que ejercieron gran influencia en el pensamiento jurídico y político de su tiempo, entre los cuales cabe destacar a Diego de Covarrubias, quien contrariamente a la opinión dominante en su época, en el sentido de que la razón de la impunidad de la 3 legítima defensa, es la ausencia de dolo, sostuvo que se trata de una acción permitida por el derecho natural, tanto divino como humano. Las ideas de Covarrubias tuvieron amplia repercusión en Alemania gracias a su difusión a través de Benedicto Carpzovio. Más tarde, el tema es objeto de estudio desde el inicio del clasicismo penal por autores como Pellegrino Rossi en Francia y los clásicos italianos Francesco Carrara y Enrico Pessina en Italia. Interesa destacar que la evolución de las teorías sobre el fundamento de la legítima defensa no sigue un desarrollo lineal, sino más bien circular, es decir, que las nuevas teorías siempre vuelven sobre ideas desarrolladas en el pasado, incluso remoto, como ocurre por ejemplo con la idea de que el agresor cae en un estado de indignidad, que lo priva de la protección del Derecho (así, Hellmuth Mayer), lo que claramente tiene su antecedente en la institución de la pérdida de la paz del Derecho germánico. Por último, hay que decir también que las distintas explicaciones sobre la impunidad de la legítima defensa no son excluyentes entre sí, a menos que exista una contradicción lógica entre ellas, por lo que no es infrecuente que un mismo autor se adscriba a más de una teoría. Pues bien, la pregunta por el fundamento de la legítima defensa intenta desentrañar por qué razón quien inflige un daño constitutivo de delito al que lo ataca injustamente queda exento de pena, aun en el caso de que mate al agresor. La respuesta más simple a esta pregunta es que se trata de un derecho natural, pero con eso no se dice mucho, porque, como veremos, tal expresión no siempre ha sido empleada en este contexto en el sentido de una acción lícita, conforme a Derecho, sino de un mero “derecho” a la indulgencia, es decir, a no ser castigado. Así lo dice con toda claridad Hugo Grocio en su obra Del derecho de la guerra y de la paz, en la que después de afirmar que “es lícito matar al que se dispone a matar”, más adelante agrega: “La ley quita la pena, pero no da derecho". Otros autores equiparan el “derecho a la defensa”, a una mera causa de exculpación. Este mismo autor –quien según Ludwig von Bar, es el primero en elaborar una incipiente teoría general de la legítima defensa–, junto con reconocer que el agredido tiene un derecho natural a defenderse, agrega que se trata de un derecho directo, es decir, independiente del carácter injusto de la agresión, de modo que aun en el caso de que el agresor haya actuado bajo el influjo de un error, la defensa es igualmente impune. Con ello queda planteado el problema de la legítima defensa contra agresiones cometidas por inimputables o personas que actúan culposa o inculpablemente. Hay que señalar que las ideas de Grocio se refieren solamente al homicidio ocasionado en legítima defensa, debido a que la legítima defensa era tratada en aquella época –y hasta avanzado el siglo XIX– en el marco de dicho delito y no como una institución de aplicación general. Un nuevo jalón en este desarrollo es la teoría iniciada por Samuel Pufendorf, que atribuye la impunidad a la perturbación del ánimo que la agresión provoca en el agredido, englobando en esta expresión lo que las antiguas leyes germánicas describían como “el dolor o la indignación” en que actúa el agredido. Con ello el fundamento de la legítima defensa se traslada del plano objetivo al subjetivo, es decir, de la antijuridicidad a la culpabilidad. Sin negar que esto sea así en muchos casos, no puede excluirse la posibilidad de que el agredido tenga suficiente presencia de ánimo y actúe con absoluta sangre fría, lo que le impediría quedar amparado por la eximente. Por otra parte, la perturbación del ánimo se da tanto frente a una agresión justa –por ejemplo, la detención por la policía en cumplimiento de una orden judicial, 4 en cuyo caso tal perturbación sería irrelevante– como en una agresión injusta. Con esta teoría la causa de la exención de pena sería la situación de inimputabilidad en que se encontraría el agente al momento del ataque, a consecuencia de la perturbación anímica. Para Pufendorf, al igual que para Grocio, basta una agresión en sentido objetivo, ampliando la posibilidad de defenderse frente a ataques de enajenados mentales o sonámbulos. Influido por la doctrina del contrato social de Hobbes, Pufendorf distingue entre el estado civil y el estado de naturaleza, sosteniendo que en el estado civil (la sociedad organizada como Estado) la legítima defensa sólo está permitida cuando la ayuda estatal no es posible en el momento y lugar del ataque; en el estado de naturaleza, en cambio, la impunidad de la legítima defensa se funda en el derecho natural y la necesidad de la afirmación del Derecho, y no sólo para defenderse de ataques contra la persona (vida, integridad corporal), sino también contra el honor y la propiedad. En estrecha relación con la teoría de la perturbación del ánimo está la tesis de la coacción moral en que actuaría el agredido, lo que supone una fuerte limitación de su libertad de actuar al verse forzado a herir o matar al agresor, incluso contrariando sus más profundas convicciones en tanto persona respetuosa del Derecho, como única forma de defender su propia vida o sus bienes. En este caso, el hecho no estaría justificado, sino sólo exculpado por inexigibilidad de otra conducta. Nótese que, de aceptarse esta teoría, no sería posible distinguir la legítima defensa del estado de necesidad exculpante, el cual era la única especie de estado de necesidad reconocido en el código penal alemán hasta 1975. Según otra opinión bastante extendida –entre cuyos representantes se cuenta Carrara–, lo que explica la exención de pena del que actúa en legítima defensa sería el instinto de conservación, o sea, el impulso natural del ser humano a proteger su vida e integridad corporal frente a cualquier peligro externo, y que el Derecho no podría menos que reconocer por ser inherente a la condición humana. Pero no obstante tratarse de una verdad innegable, proporciona un fundamento meramente parcial, puesto que sólo sería válida en el caso de ataques contra la vida dirigidos contra el propio agente, pero no en el caso de amenazas contra bienes jurídicos distintos de la vida ni tampoco cuando la agresión se dirige contra un tercero. Además, la pulsión innata a defenderse de cualquier acción ajena que ponga en peligro la propia existencia, es la misma se trate de una agresión lícita o injusta, por lo que también estaría amparado por la legítima defensa el ladrón que dispara contra el policía que lo persigue, o el deudor que ataca al funcionario que actúa en cumplimiento de una orden judicial de embargo. También Kant abordó el problema de la impunidad de los derechos de necesidad en sus Principios metafísicos del Derecho. Según él, la máxima que rige en esta materia es que “la necesidad no tiene ley”, agregando que “ninguna necesidad puede convertir en conforme a Derecho lo injusto”. No obstante, la acción del que mata a otro para salvar su propia vida, aunque moralmente reprochable, es impune, porque no puede haber ninguna ley penal que condene en tal caso al hechor, pues ante un estímulo tan poderoso como es la representación de una muerte segura a causa del peligro que lo amenaza, el temor al castigo por infringir la ley queda relegado a un segundo plano, de modo que la amenaza de la pena sería completamente inútil. Aunque este pasaje de los Principios metafísicos del Derecho es profusamente citado para ilustrar el pensamiento kantiano sobre la legítima defensa, en realidad se trata más bien de una extrapolación de lo expresado por Kant, que se refiere concretamente al estado de necesidad, como lo demuestra el ejemplo de los dos náufragos asidos a la misma tabla, uno de los cuales empuja al otro para salvarse de morir ahogado, 5 separándolo expresamente de la situación del que mata a quien lo ha agredido, respecto de la cual se limita a decir que la recomendación de moderación en la defensa no corresponde al Derecho, sino a la Ética. Feuerbach, por su parte, entronca con la explicación contractualista del fundamento de la legítima defensa (tesis ya esbozada por Pufendorf). Este autor, de gran importancia para el desarrollo de la ciencia penal alemana, sostiene que la exención de pena de la legítima defensa presupone necesariamente la imposibilidad para el poder público de proteger el bien amenazado, ya que es al Estado al que corresponde en primer término la protección de los bienes jurídicos. En consecuencia, sólo en el caso de imposibilidad de éste para cumplir tal función, puede quedar sin efecto la renuncia que, en virtud del pacto social, los individuos hacen en favor del Estado, de su derecho a la defensa privada, recuperando así su derecho original a la autodefensa. Bajo esa condición, y siempre que se cumplan además los requisitos de la acción defensiva, la afectación de derechos del agresor está permitida y por lo mismo “no es constitutiva de delito”. Se suele citar a Hegel como el primero en reconocer el carácter objetivo de la legítima defensa como causa de justificación. Pero lo cierto es que él no se refirió específicamente a la legítima defensa, sino sólo a la contraposición entre Derecho e injusto, en que el primero representa lo absolutamente existente, en tanto que el segundo, que es su negación, constituye la nada absoluta. De ahí que el Derecho sólo pueda restablecerse a sí mismo exterminando el injusto, es decir, mediante la negación de su negación. Esta construcción teórica fue adoptada por un grupo de penalistas, entre quienes se cuentan Abegg, Heffter, Köstlin, Berner y Levita –a los que por tal razón se denomina “hegelianos”– para explicar el fundamento de la legítima defensa en tanto causa, no ya de mera impunidad o exculpación, sino de justificación. Cabe señalar que los mencionados autores construyeron una teoría de la legítima defensa de acentuado liberalismo y particular dureza, lo que contrasta con la regulación del instituto en el Derecho Romano y en el Canónico, e incluso en algunos de los cuerpos legales del Derecho germánico. Al respecto son muy ilustrativas las siguientes palabras de Carl Levita en su obra Das Recht der Notwehr [El Derecho de la legítima defensa] del año 1856: “El derecho de la legítima defensa tiene que reconocer que toda temerosa limitación de la misma sólo daña el derecho de la personalidad libre, favoreciendo a aquel que la ataca injustamente”. Pues bien, los hegelianos sostienen que lo que distingue al estado de necesidad de la legítima defensa, es que en aquel se enfrenta un derecho a otro derecho, mientras que en ésta lo que se enfrenta al D/derecho –en sentido objetivo y subjetivo– es el injusto, representado por la agresión. Según Albert Friedrich Berner, lo que fundamenta la legítima defensa es que, siendo el Derecho algo sustancial, dotado de realidad, y el injusto en cambio, algo inexistente, sería contrario a la justicia que el Derecho deba ceder al injusto, lo que sin embargo ocurriría si los particulares no estuvieran autorizados para ejercer la defensa privada cuando el Estado no los pueda proteger (“Die Nothwehrtheorie”, en Archiv des Criminalrechts, 1848, págs. 547598). Esta teoría fue objeto de fuertes críticas por su embrollada concepción del injusto como la nada absoluta, pues en tal caso –se objetó– no habría necesidad de exterminarlo ni de impedirlo (así por ejemplo, Oetker y Geyer, entre otros), pero sobre todo por su excesiva amplitud, la que permitiría justificar la defensa del propio derecho frente a cualquier injusto, cuando en realidad el presupuesto básico de la legítima defensa es la agresión antijurídica. Sin embargo, no puede desconocerse el 6 mérito de esta teoría por haber reconocido la importancia de la afirmación del Derecho, que se halla en la base de la legítima defensa. Una cierta similitud con la anterior guarda la teoría de la colisión de intereses – representada entre otros por Maximilian von Buri–, que concretiza la contraposición entre Derecho e injusto en la colisión de intereses existente entre agredido y agresor. Partiendo de la base de que en toda situación en que se enfrentan dos intereses distintos, el Estado debe proteger al más valioso, en el caso de la legítima defensa la preeminencia corresponde al interés del agredido, porque la ilegitimidad de la agresión inclina la balanza a su favor en desmedro del agresor, cuyos intereses aparecen como menos dignos de protección. A estas mismas ideas apunta la corriente de opinión que explica el fundamento de la legítima defensa en base al principio del interés preponderante, según el cual es conforme a Derecho lesionar un bien jurídico menos importante para proteger otro jurídicamente más valioso. La formulación de esta teoría se remonta a Stammler, quien precisó que la superioridad del bien más valioso puede ser cualitativa, en el caso de bienes jurídicos distintos (por ejemplo, la vida en relación con la propiedad), o bien cuantitativa, si se trata de bienes iguales. Si bien en un comienzo el principio del interés preponderante se entendió principalmente referido al estado de necesidad, también permite explicar la justificación en el caso de la legítima defensa, en la cual el interés preponderante estaría representado tanto por el interés del agredido en proteger sus propios bienes jurídicos o los de un tercero, como también por el interés del Estado en su autoafirmación, esto es, la preservación del orden jurídico. Tal conjunción de intereses determina la superioridad del interés del agredido frente al interés del agresor, ya disminuido a consecuencia de su ilegitimidad. Ello no significa, sin embargo, que el agresor quede completamente al margen de la protección del Derecho, en una situación comparable a la “pérdida de la paz” del Derecho germánico, puesto que el daño que la acción defensiva cause al agresor debe limitarse a lo estrictamente necesario para neutralizar el peligro y cumplir, además, una serie de requisitos legales, con el fin de evitar que se haga un uso abusivo de ella. No obstante la aceptación generalizada de la teoría del interés preponderante como fundamento de la legítima defensa, ella también ha tenido una serie de detractores, entre los que se cuentan Hold von Ferneck y Oetker. Sus críticas apuntan principalmente a las dificultades para efectuar la ponderación de intereses, y a que, aun cuando fuera posible, sería en todo caso indigna del Derecho. Esas críticas, sin embargo, parten de un punto de vista que considera sólo el interés individual, olvidando que también está en juego la preservación del ordenamiento jurídico. Sobre esto volveremos más adelante al hablar de la proporcionalidad entre agresión y defensa. Recapitulando lo dicho hasta ahora, las distintas razones que se han esgrimido para explicar la impunidad de la legítima defensa son, por una parte, la protección de un derecho subjetivo, interés o bien jurídico del injustamente agredido (principio de protección), y por la otra, la defensa o afirmación del Derecho objetivo u ordenamiento jurídico (principio de la afirmación o prevalencia del Derecho), ya que al defender un derecho particular, propio o ajeno, el agredido defiende también en último término la incolumidad del Derecho. De ahí que éste faculte a los particulares para ejercer la autotutela, como una forma de asegurar al mismo tiempo la validez del propio ordenamiento jurídico, es decir, el efectivo cumplimiento de sus mandatos y prohibiciones. Pero esta delegación por parte del Estado presupone necesariamente la imposibilidad para el Estado de impedir la lesión del bien jurídico en el momento del ataque, pues sólo en tal caso excepcional puede aceptarse la delegación en un 7 particular del monopolio de la fuerza que es consustancial al Estado. Esto último es uno de los sentidos en que se entiende la subsidiariedad de la legítima defensa. Actualmente la opinión dominante se orienta precisamente en este sentido de una doble fundamentación de la legítima defensa: por una parte, la autonomía de toda persona para gozar libremente y sin interferencias de terceros de los bienes que el propio Derecho le reconoce y garantiza, y por la otra, la autoafirmación del Derecho, esto es, la pretensión de observancia irrestricta de las normas jurídicas como condición sine qua non de la convivencia pacífica. En otras palabras, a través de la defensa del Derecho se materializa también la defensa de cada uno de sus miembros individualmente considerados, sin que se requiera, desde luego, que el agredido tenga conciencia de ello, ni mucho menos que actúe con la finalidad de asumir la defensa del Derecho o de toda la comunidad. Existen, sin embargo diferencias de matices entre los distintos autores, según pongan el acento en el aspecto individual o en el jurídico-social o supraindividual de la legítima defensa, las que sin perjuicio de esas diferencias se suelen englobar bajo la denominación común de teorías dualistas. Las posturas doctrinales que fundan la legítima defensa exclusivamente en la protección individual o sólo en la protección supraindividual (teorías monistas) pueden considerarse en gran medida superadas, aunque en los últimos años ha surgido con fuerza una posición individualista a ultranza, cuyas raíces entroncan con el Derecho alemán tradicional. Antecedentes históricos: Dada la enorme importancia que para el desarrollo de esta eximente tienen sus primeras manifestaciones en el mundo occidental, echaremos un rápido vistazo a las más importantes. En el Derecho Romano, los primeros rudimentos de legítima defensa se hallan dispersos en diferentes leyes que la reconocen expresamente para ciertos casos específicos: peligros para la vida, la integridad corporal y la castidad de la mujer. Tales casos son aplicaciones del principio general de que “es lícito rechazar la violencia con violencia” (vim vi repellere licet), que es entendido como un derecho natural, fundado en la razón. La agresión debe representar una iniuria, que podría traducirse como acto ilícito. Entre los casos previstos está el del ladrón nocturno, al que está permitido incluso dar muerte, pero primero se le debe advertir dando voces. Otra situación en que también se puede dar muerte al agresor es el intento de violentar sexualmente a una mujer, caso en el cual se admite asimismo la defensa por parte de un tercero. La defensa debe tener por objeto impedir el ataque, distinguiéndola así netamente de la venganza. Entre agresión y defensa debe existir una cierta proporcionalidad, expresada con la formula moderamen inculpatae tutelae, exigencia que más tarde será recogida y perfeccionada por el Derecho Canónico. Para determinar dicha proporcionalidad se atiende principalmente a los medios de que se valen el agresor y el agredido; de ahí que sea lícito defenderse con armas si el atacante las porta, por el justo temor de que haga uso de ellas, no así, en cambio, si el agresor sólo se vale de su fuerza física. Del mismo modo se considera injusto matar al ladrón si era posible evitar el robo amarrándolo. De esta breve reseña se concluye que el Derecho Romano contenía ya en forma embrionaria las notas esenciales de la legítima defensa, tal como la conocemos hoy. Muy distinta es la situación en el Derecho germánico, entendiendo por tal las normas imperantes entre diversos pueblos originarios del Norte de Europa, que se asentaron principalmente en Europa central alrededor del siglo III a.C. Con un nivel 8 de desarrollo cultural muy inferior al alcanzado en Roma, que les valió el apelativo de “bárbaros”, su organización social se caracteriza por la ausencia de un poder central, formando tribus y clanes que se hallaban en permanente hostilidad entre sí. Esta situación de guerra permanente se manifiesta también a nivel individual, puesto que toda ofensa real o incluso imaginada daba lugar a la venganza por parte del propio ofendido o de su familia (venganza de la sangre). Tanto la guerra privada como la venganza constituían por tanto formas institucionalizadas de resolver los conflictos interpersonales. Debido entonces a la falta de un aparato estatal encargado de proteger a la población y administrar justicia, los germanos entendieron el Derecho penal fundamentalmente como una cuestión privada. De ahí que la legítima defensa, prácticamente confundida con la venganza, fuera ampliamente aceptada y se admitiera casi sin limitaciones la posibilidad de dar muerte al agresor, aún en el caso de hurtos de poca monta, ofensas de palabra o lesiones menores. Sin embargo, el autor de la muerte debía pagar una cierta cantidad de dinero o especies para compensar a la familia del occiso, la que en todo caso era libre de aceptarla o no. Si la compensación era rechazada, el causante de la muerte quedaba expuesto a la venganza de la sangre o la guerra privada, por lo que más que una pena, el pago tenía por objeto librar al hechor de ese peligro y restablecer la paz. Así lo denota el nombre mismo que recibía dicho pago (Wergeld), que literalmente significa “precio del hombre”. En los casos en que el agresor original era juzgado por una especie de asamblea política y militar que también ejercía funciones jurisdiccionales (llamada Ding), una de las penas más graves que se le podía imponer era la pérdida de la paz o expulsión de la comunidad, en cuyo caso el condenado perdía todo derecho, pudiendo ser ajusticiado donde se encontrara por cualquier miembro del grupo. Esta particular dureza del Derecho germánico se explica por el hecho de que los germanos profesaban un verdadero culto de la personalidad, pues cada uno se consideraba descendiente directo de los dioses, por lo que la propia persona y su esfera privada tenían un carácter literalmente sagrado (Mannheiligkeit), que había que proteger a todo trance. A ello se asocia también un acendrado sentido del honor y de la propia valía, entendida especialmente como virilidad, arrojo, valentía, temeridad y heroísmo. De ahí que, frente a una agresión resultara impensable la huida, ya que el hombre germánico se preciaba de no temerle a nada, de manera que aun cuando mediante ella pudiera escapar fácilmente al peligro, tal posibilidad era absolutamente inexigible. El honor tenía, por tanto, una valoración por sobre cualquier otro bien, incluida la vida misma. Esta visión del honor como bien supremo explica también que la reacción defensiva no se relacionara con la agresión sufrida, pues más allá de la gravedad concreta de ésta, la misma representaba una grave falta de respeto contra la persona del agredido. Si bien la cristianización –concluida entre los siglos XI y XII– y posterior recepción del Derecho Romano a partir del siglo XV, morigeraron en alguna medida la situación que hemos descrito, de lo que dan cuenta algunos textos legales de los múltiples Derechos locales, las costumbres ancestrales de los germanos estaban de tal manera arraigadas en su concepción del mundo, que, sobre todo en los medios rurales, se mantuvieron hasta bastante avanzada la Edad Moderna (entre los siglos XV y XVIII). Un hecho que contribuyó en buena medida a la superación del rigor germánico en materia de legítima defensa, fue la codificación, en el siglo XII, del Derecho Canónico, gracias a la recopilación llevada a cabo por un monje llamado Graciano; de ahí que esta primera codificación del Derecho Canónico se conozca como Decreto Graciano. Dicho ordenamiento está integrado por el conjunto de cánones o reglas 9 para la organización interna de la Iglesia Católica, pero que también obligan a todos los fieles. Al igual que en el Derecho Romano, la legítima defensa constituye para el Derecho Canónico un derecho natural, que en este caso es de origen divino, cuyo ejercicio está condicionado al cumplimiento de una serie de requisitos, la mayoría de los cuales ya habían sido establecidos por el Derecho Romano, pero que el Derecho Canónico amplía y profundiza. Así por ejemplo, la exigencia de que la acción defensiva se limitara a lo necesario para apartar el peligro, causando el menor daño posible al agresor; si el agredido se excede en la defensa, su acción deja de ser impune. Además, el peligro debe ser real y no meramente imaginado, y la reacción defensiva, para ser tal, tiene que producirse en el momento mismo del ataque. El homicidio cometido para la defensa de los bienes está estrictamente prohibido, salvo que la agresión implique al mismo tiempo una amenaza para la vida. Y también es punible la muerte causada para defender a un tercero, probablemente porque en este caso la motivación defensiva es menos clara que en el caso de la defensa propia. Esto último se explica por el hecho de que el Derecho Canónico presta una especial atención al aspecto interno del delito, por lo que la impunidad de la legítima defensa no se funda sólo en la necesidad objetiva de salvar un bien en peligro, sino también, desde el punto de vista subjetivo, en que la acción defensiva no constituye un acto irregular, puesto que no proviene de una mala intención (dolo), sino que es el propio agresor el que ha forzado al agredido a defenderse. No obstante que el ámbito de aplicación propio del Derecho Canónico es el de la Iglesia Católica y sus fieles, el mismo ejerció gran influencia en la evolución del Derecho secular en toda Europa, debido al importante rol que tuvo la Iglesia durante toda la Edad Media. La irrupción del pensamiento iluminista, más conocido como Ilustración, a fines del siglo XVIII, caracterizado por el predominio de la razón por sobre la religiosidad imperante en la Edad Media, y que en el ámbito del Derecho Penal se expresa fundamentalmente en el humanismo de Beccaria, el utilitarismo de Bentham y el retribucionismo kantiano, repercutió también, como no podía ser menos, en la comprensión de la legítima defensa. Esto se manifiesta, por una parte, en la subsidiariedad y excepcionalidad de la defensa privada respecto a la defensa por parte del Estado, así como la racionalidad o proporcionalidad que debe existir entre agresión y defensa. Por otra parte, en el reconocimiento de la legítima defensa como un derecho natural basado en la razón humana, y la ampliación del campo de acción de la defensa a toda clase de bienes. Fruto del pensamiento ilustrado es el movimiento codificador del siglo XIX, apareciendo los primeros códigos penales europeos, como el de Napoleón (de 1810) o el belga (de 1867), los cuales regulan la legítima defensa conjuntamente con los delitos de homicidio y lesiones por entender todavía que ése era su campo de acción específico. En cambio, en el español de 1848 y el alemán (de 1871) se consagra ya como una eximente autónoma, de aplicación general. En la actualidad, la legítima defensa es universalmente reconocida como una causa de justificación, de naturaleza objetiva, cuya regulación es bastante homogénea en líneas generales, sin perjuicio de las naturales diferencias entre los distintos ordenamientos y la tradición jurídica de cada país. 10 Regulación de la legítima defensa en la Dogmática penal comparada Bienes y personas defendibles: A diferencia de la restricción de la legítima defensa en el pasado a la protección principalmente de la persona en su materialidad, actualmente la generalidad de las legislaciones la admite ampliamente, de manera que todos los bienes jurídicos pueden ser defendidos: la vida e integridad corporal, la libertad ambulatoria, el honor, la autodeterminación sexual, la propiedad, etc. (una excepción en este sentido es el código austríaco, que limita los bienes defendibles a la vida, salud, integridad corporal, autodeterminación sexual, libertad y propiedad). También son defendibles bienes no penalmente protegidos, por ejemplo, la esfera de intimidad representada por el propio cuerpo y el ámbito de la sexualidad y las relaciones afectivas, así como el derecho a la propia imagen. Es por ello que si alguien observa subrepticiamente a una persona mientras se prueba prendas de vestir en el probador de una tienda, o si fotografía a otra persona sin su consentimiento, comete una agresión ilegítima y puede, por tanto, ser rechazado violentamente. La única limitación es que debe tratarse de bienes individuales, sean éstos del propio agredido o de un tercero, pero no de bienes colectivos, de titularidad difusa, que no son atribuibles a un individuo determinado, sino que a la comunidad en su conjunto. La razón de ser de esta limitación estriba en que ningún particular puede arrogarse la representación del Estado, de modo que la defensa del Derecho o del ordenamiento jurídico en cuanto tales sólo es posible a través de la defensa de bienes individuales. En cuanto a las personas defendibles, la tendencia actual es a no distinguir entre la legítima defensa propia o de terceros, distinción que fue eliminada, por ejemplo, en el código penal español, ya que siendo una eximente objetiva no se justifica hacer diferencias respecto a la persona en cuya defensa se actúa. En el caso de que la acción defensiva sea realizada por una persona distinta del titular del bien en peligro, el reconocimiento de la autonomía de cada cual para decidir sobre sus propios bienes, determina que la ayuda del tercero sólo esté justificada si el titular la acepta, de modo que no puede defenderse los bienes de otro contra su voluntad. La agresión y sus requisitos: La agresión es el elemento básico de la legítima defensa y consiste en la amenaza de lesión de un bien jurídico mediante un comportamiento humano: no hay legítima defensa contra actos reflejos o en estado sonambúlico o de inconciencia, ni contra actos involuntarios, como cuando la persona es movida por fuerzas externas, y tampoco contra ataques de un animal (salvo que el agresor se valga de él para perpetrar el ataque). La agresión puede consistir incluso en una omisión, como en el caso de la madre que se niega a alimentar a su hijo recién nacido, o el del funcionario de prisiones que incumple la orden judicial de poner en libertad a un detenido. Contra una opinión muy extendida, no es preciso que la agresión sea violenta, pues ello dependerá de la índole del bien amenazado: tratándose del honor, por ejemplo, la agresión se realiza por lo general mediante la palabra, sea verbalmente o por escrito, y lo mismo ocurre en el caso de atentados no violentos contra la propiedad, como en el hurto. 11 Requisito esencial de la agresión es que sea ilegítima, en el sentido de contraria a Derecho, antijurídica; por lo tanto, no existe legítima defensa contra un acto realizado en cumplimiento de una facultad legal (por ejemplo, la detención de un delincuente sorprendido infraganti) ni contra el que actúa justificado: no hay legítima defensa contra quien se defiende legítimamente y tampoco contra quien actúa en un estado de necesidad justificante. La ilegitimidad de la agresión no implica, sin embargo, que se trate de una conducta constitutiva de delito (típica), sino que basta con que infrinja alguna norma jurídica cualquiera, y tampoco que sea un acto culpable, de manera que el ataque de un inimputable (niños, enajenados mentales, ebrios) o de personas que se hallan en un error, constituyen agresiones ilegítimas que habilitan para ejercer la legítima defensa, sin perjuicio de que en tales casos se estime preferible evitar el peligro por otros medios menos lesivos. Sobre esto volveremos más adelante. La agresión ha de ser también actual o inminente, es decir, estar a punto de verificarse, haber comenzado ya o mantenerse por tiempo indefinido (en el caso de delitos permanentes como el secuestro, en que el atentado contra la libertad perdura hasta que se ponga fin al encierro o la detención). Es importante destacar que la lesión completa del bien jurídico agredido no debe haberse verificado aún, pues en tal caso la reacción posterior del agredido no sería defensa, sino venganza. Este requisito plantea algunos problemas en el caso de los delitos contra la propiedad, en los cuales la ejecución es un proceso complejo que se desarrolla durante un lapso de tiempo más o menos prolongado: el que media entre la sustracción y la apropiación definitiva de la cosa. Ello, porque la mera aprehensión material de la cosa todavía no implica apropiación, pues ésta sólo se concreta cuando el ladrón consigue remover el objeto, sacarlo de la esfera de custodia de la víctima y llevarlo a un lugar seguro donde él mismo pueda ejercer el control sobre la cosa (estas etapas se conocen con las palabras latinas contrectatio, amotio, ablatio e illatio, respectivamente). Si durante dicho lapso la víctima persigue al ladrón para recuperar la posesión de la cosa, el delito aún no se ha consumado, por lo que la agresión sigue siendo actual, de modo que puede defender su derecho de propiedad amparado por la legítima defensa; no lo estaría, en cambio, si irrumpe por la fuerza en la casa del ladrón para recuperar la especie hurtada o robada. La simple amenaza de una agresión futura no habilita para ejercer la legítima defensa por falta del requisito de actualidad o inminencia de la agresión. En dicho contexto, la dogmática alemana ha discutido la posibilidad de una legítima defensa anticipada en el caso de que se tenga la certeza de sufrir una agresión ilegítima futura por parte de una persona determinada, de la que sólo es posible defenderse actuando antes de que se produzca el ataque, por ejemplo, administrándole un narcótico o amarrando al futuro agresor. Sin embargo, esa posibilidad debe ser rechazada, porque tales casos pueden resolverse mediante el estado de necesidad justificante. Además de actual, la agresión tiene que ser real, pues donde no hay un ataque tampoco puede haber defensa contra un peligro inexistente, en cuyo caso sólo habría una legítima defensa putativa, que a lo sumo podría ser exculpada si se trató de un error inevitable, pero jamás justificada, porque de acuerdo con la opinión dominante, que sigue la teoría moderada de la culpabilidad, el error sobre los presupuestos fácticos de una causa de justificación debe ser tratado como un error de tipo, que elimina el dolo, pero deja subsistente la culpa. En cuanto a las defensas mecánicas predispuestas, llamadas también offendicula, tales como cercos electrificados, dispositivos de disparo automático, etc., se estiman 12 lícitas sólo en el caso de que se activen frente a un ataque real y actual, y siempre que además sean manifiestas y adviertan del peligro. Pero como siempre es posible que niños pequeños o deficientes mentales, e incluso personas distraídas puedan ser afectados por ellas, la tendencia es a no admitirlos como medios idóneos para neutralizar eventuales ataques. Tales mecanismos defensivos predispuestos no deben confundirse con meros obstáculos tendientes a dificultar la entrada a una vivienda, como puntas de fierro o alambre de púas, cuyo uso queda dentro de las facultades del dueño del predio. La acción defensiva y sus requisitos: La acción defensiva es la que tiene por objeto impedir o repeler una agresión ilegítima contra sí mismo o un tercero. Ha de tratarse necesariamente de una acción típica, puesto que si fuera atípica la justificante sería superflua. Como la defensa es la reacción a una agresión antijurídica, sólo puede dirigirse contra el agresor y afectar exclusivamente bienes jurídicos de éste, en ningún caso de terceros ajenos a la agresión. Así, por ejemplo, ante un robo a mano armada en un centro comercial, no se puede perseguir al ladrón disparando por todo el recinto, ni tampoco a un bus al que en su huida se han subido los delincuentes. Para que la defensa esté justificada tiene que cumplir una serie de requisitos, el primero de los cuales es su necesidad, la cual comprende varios aspectos: por una parte, que la defensa sea apta, idónea, eficaz para repeler el ataque; en este sentido, la necesidad de la defensa apunta en primer lugar al empleo de medios idóneos para contrarrestar el ataque. El medio no sería idóneo, por ejemplo, si la víctima de un ataque con pies y puños en el contexto de un incidente entre dos vehículos, raya con un objeto punzante el auto del agresor, ya que dicha acción no es apta para frenar los golpes. En segundo lugar, la defensa será necesaria cuando sea realmente indispensable, imperiosa, ineludible en atención a la naturaleza y entidad del ataque, es decir, si el conflicto sólo puede resolverse de ese modo (al respecto es muy ilustrativo “el caso de la gallina”, resuelto por el Tribunal Federal alemán). Y en tercer lugar, la necesidad tiene que ver también con la intensidad de la reacción defensiva. Los distintos aspectos de la necesidad se refieren, pues, a sí es estrictamente necesario defenderse, de qué modo y hasta qué punto. En cuanto a la necesidad de defenderse, ella no existiría en el caso de agresiones menores a las que estamos expuestos a diario por el hecho de vivir en sociedad (por ejemplo, en medios de trasporte público, en aglomeraciones en recintos cerrados o en la vía pública, etc.). En el caso de molestias ocasionadas por niños de corta edad o palabras injuriosas de borrachos, frente a las cuales en principio sí cabría defenderse, se estima que en tal caso resulta más sensato simplemente ignorarlos. Pero aparte de estas situaciones, el agredido no está obligado a huir para escapar al peligro, por cuanto no sólo está en juego el interés particular de que se trate, sino también la incolumidad del ordenamiento jurídico, en el entendido de que el Derecho no tiene por qué ceder al injusto. Otro problema que plantea la necesidad de la defensa es si, dado el carácter subsidiario de la defensa privada respecto a la pública, sería necesario recurrir primero a los agentes del Estado o si el agredido puede defenderse de manera directa e inmediata. Pero como la agresión se produce de manera completamente inesperada, tomando por sorpresa al afectado, por lo general no habrá tiempo para llamar a la policía, pero esto dependerá de las circunstancias de cada caso. 13 En lo que atañe a la intensidad de la defensa, ésta debe ser la necesaria para repeler eficazmente el ataque. La necesidad del medio empleado está determinada por la naturaleza de la agresión y los medios de que dispone el que se defiende. En consecuencia, un anciano o una persona enferma o en condiciones físicas notoriamente inferiores a las del agresor, podrá repeler el ataque con un arma de fuego, aunque el agresor sólo emplee su fuerza física, si esa es la única forma en que puede defenderse. Claro que eso no lo autoriza automáticamente para darle muerte, si la agresión puede ser evitada disparándole a un órgano no vital, pues entre los medios que el agredido tiene a su alcance para repeler el ataque, debe elegir el que cause el menor daño posible, porque la legítima defensa no autoriza para causar más daño del necesario para evitar que se concrete la lesión del bien jurídico amenazado. La elección de los medios la realiza el propio agredido, pero el criterio para determinar su racional necesidad debe efectuarse sobre la base de un criterio objetivo desde el punto de vista de un tercero imparcial colocado en la situación de la víctima al momento de los hechos (juicio ex-ante) y no en base al resultado posterior. Si el medio empleado para la defensa excede el límite de la necesidad racional, no puede operar la justificante. Esta situación se conoce como exceso de legítima defensa, que se encuentra expresamente regulado en los códigos del ámbito de habla alemana (Alemania, Suiza, Austria), de Portugal, y entre los americanos, los de Argentina y Costa Rica, con el fin de atenuar la pena o incluso exculpar el hecho en atención a las particulares condiciones psicológicas en que actúa el agredido. Una cuestión distinta y arduamente discutida es si la acción defensiva, además de necesaria en el sentido ya indicado, debe ser también proporcional al ataque, tanto en cuanto a la entidad de los bienes jurídicos en juego como también a la gravedad de la agresión. En Alemania, donde el texto legal no contiene ninguna mención al respecto, la doctrina ha estimado que, a diferencia del estado de necesidad, en la legítima defensa no se exige que la acción defensiva sea proporcionada a la gravedad del ataque, de manera que aun frente a agresiones de poca monta la reacción defensiva podría llegar teóricamente hasta dar muerte al agresor. Sin embargo, a fin de evitar situaciones éticamente inaceptables, la doctrina alemana ha establecido ciertos correctivos; así por ejemplo, se debe preferir la huida antes que repeler violentamente agresiones cometidas por niños o enfermos mentales. Del mismo modo, en el caso de una extrema desproporción entre la agresión y el daño causado para repelerla – como en el ejemplo propuesto por Maurach del que da muerte a quien intenta robarle un fósforo–, la dogmática niega derechamente la posibilidad de la legítima defensa, por tratarse de agresiones de bagatela, que deben ser razonablemente toleradas (el código austríaco se refiere de manera expresa a esta situación, negando la justificación). Distinta es la situación en los códigos de tradición romana, como el italiano, el francés, el español y su ámbito de influencia que exigen expresamente proporcionalidad entre agresión y defensa, o necesidad racional del medio empleado para neutralizar el ataque. Lo mismo ocurre en los códigos austríaco y suizo. Falta de provocación por parte del que realiza la acción defensiva: Este es un requisito bastante extendido en los países de habla española, mientras que otras legislaciones no lo contemplan. Provocación es cualquier palabra o conducta apta para irritar o exasperar a alguien, de hacerle perder la calma y provocar en él conductas violentas o agresivas. Puede consistir en amenazas, insultos, mirar insistentemente o cortejar al o la acompañante de otra persona, ser sorprendido en flagrante adulterio, dañar deliberadamente algún bien de propiedad de otro, etc. 14 La razón de ser de esta exigencia es que quien hostiliza a otro hasta el punto de hacer que reaccione agrediéndolo, de alguna manera ha sido la causa de la agresión, la que resulta así hasta cierto punto comprensible. Si la provocación se efectúa con la intención preconcebida de originar una situación de legítima defensa y aprovecharse de ella para dar muerte a un enemigo – lo que se conoce como pretexto de legítima defensa-, se estima que en tal caso habría un abuso del derecho a la legítima defensa, por lo que el hecho no podría en ningún caso quedar justificado. El mayor problema que plantea la falta de provocación radica en trazar la frontera entre provocación y agresión, pues podría entenderse que la provocación es la agresión propiamente tal, de manera que la reacción del provocado sería la reacción defensiva, la que, si cumple con los demás requisitos de la legítima defensa, quedaría justificada. Ello se explica por la gran amplitud con que se reconoce esta eximente, tanto en cuanto a los bienes defendibles como también a las formas no violentas en que puede manifestarse la agresión. En términos generales se entiende que entre provocación y agresión hay sólo una diferencia de grado que deberá apreciarse en cada caso de acuerdo con las circunstancias concretas. En todo caso, la provocación ha de preceder inmediatamente a la agresión. La falta de provocación se exige sólo respecto del que se defiende a sí mismo, no así cuando defiende a otro, aun cuando este último haya provocado al agresor. El elemento subjetivo de la legítima defensa: Sobre la base de la naturaleza objetiva de la justificación, cierto sector de la doctrina estimó que, para que pueda invocarse la legítima defensa, sólo se requiere que exista objetivamente una situación de legítima defensa, es decir, que mediante una intervención humana se preserve un bien jurídico amenazado en ese momento por una agresión ilegítima, aunque tal intervención sea puramente casual, es decir, no realizada con el fin de proteger el bien en peligro, dado que el providencial “defensor” ni siquiera tuvo conciencia de tal peligro. Por ejemplo, alguien quiere matar a su enemigo y le dispara desde fuera de la casa a través de una ventana, sin percatarse de que en ese preciso instante la supuesta víctima está estrangulando a su mujer, salvándole así la vida a esta última. Pero actualmente la opinión mayoritaria estima que no basta que se den los presupuestos objetivos de la legítima defensa, sino que debe actuarse además con una intención defensiva, pues defender-se significa reaccionar frente a un peligro que amenaza, lo que presupone obviamente conocimiento de la agresión y, además, la voluntad o intención de repelerla. Esta última plantea, sin embargo, ciertos problemas, en el sentido de que no puede exigirse como finalidad única de la acción defensiva, puesto que, sin perjuicio de los problemas de prueba que plantea, nada obsta a que la intención o ánimo de defensa concurra con otras motivaciones conscientes o inconscientes. La legítima defensa en el Derecho penal chileno: Se encuentra regulada en los números 4°, 5° y 6° del art. 10 del Código penal chileno, referidos respectivamente a la legítima defensa propia, de parientes y de extraños. El texto actual de estas disposiciones es el siguiente: Art. 10. Están exentos de responsabilidad criminal: [...] 15 4º El que obra en defensa de su persona o derechos, siempre que concurran las circunstancias siguientes: Primera: Agresión ilegítima. Segunda: Necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla. Tercera: Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende. 5º El que obra en defensa de la persona o derechos de su cónyuge, de su conviviente civil, de sus parientes consanguíneos en toda la línea recta y en la colateral hasta el cuarto grado, de sus afines en toda la línea recta y en la colateral hasta el segundo grado, de sus padres o hijos, siempre que concurran la primera y segunda circunstancias prescritas en el número anterior, y la de que, en caso de haber precedido provocación de parte del acometido, no tuviere participación en ella el defensor. 6º El que obra en defensa de la persona y derechos de un extraño, siempre que concurran las circunstancias expresadas en el número anterior y la de que el defensor no sea impulsado por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo. Se presumirá legalmente que concurren las circunstancias previstas en este número y en los números 4º y 5º precedentes, cualquiera que sea el daño que se ocasione al agresor, respecto de aquel que rechaza el escalamiento en los términos indicados en el número 1º del artículo 440 de este Código, en una casa, departamento u oficina habitados, o en sus dependencias, o, si es de noche, en un local comercial o industrial y del que impida o trate de impedir la consumación de los delitos señalados en los artículos 141, 142, 361, 362, 365 bis, 390, 391, 433 y 436 de este Código. El texto original del precepto era bastante más simple y breve que el actual: si bien ya incluía lo que se conoce como legítima defensa privilegiada, en el doble sentido de presuponer la existencia de la agresión ilegítima y la falta de provocación, eliminando al mismo tiempo la exigencia de necesidad racional del medio empleado, ella se refería sólo a la acción para repeler un robo con fuerza en las cosas perpetrado de noche en un lugar habitado. Y en cuanto a la defensa de parientes, éstos eran los que contemplaba la legislación civil de la época: el cónyuge propiamente tal, los parientes legítimos y los padres e hijos naturales o ilegítimos reconocidos. Pero el texto ha ido complejizándose en virtud de sucesivas modificaciones con el fin de ampliar cada vez más la figura de la legítima defensa privilegiada, que en realidad es una presunción legal de la existencia de la justificante. Las modificaciones fueron introducidas por las siguientes leyes: 1) Ley 11.625, de 4 de octubre de 1954: Intercaló en el inciso 2° del número 4° a continuación de “dependencias” la frase: “y del que impida o trate de impedir la consumación de los delitos de robo con violencia o intimidación y robo por sorpresa. 2) Ley 19.164, de 2 de septiembre de 1992: Derogó el inciso 2° del núm. 4°, trasladando su contenido, con algunas modificaciones, al nuevo inciso segundo del número 6°, ampliando significativamente la legítima defensa privilegiada, puesto que, tratándose del intento de robo en un lugar habitado, ahora puede invocarse tanto de día como de noche, incluyéndose también lugares no habitados como los locales comerciales o industriales cuando el hecho se perpetre de noche. Además, se agrega el robo con violencia o intimidación y el robo con sorpresa, y los delitos de secuestro y sustracción de menores, sodomía y homicidio. 16 3) Ley 20.253, de 14 de marzo de 2008: Eliminó la referencia al inciso 2° del art. 365 (derogado por la Ley 19.617, que modificó los delitos contra la libertad sexual), reemplazándola por los arts. 362 y 365 bis, que sancionan la violación de menores y el abuso sexual mediante la introducción de objetos, respectivamente. 4) Ley 20.830, de 21 de abril de 2015: Incorporó entre las personas defendibles al conviviente civil, además de eliminar las derogadas categorías del parentesco legítimo e ilegítimo y de los padres e hijos naturales. Análisis de la disposición: Como ya dijimos, la ley chilena distingue entre la legítima defensa propia, de parientes y de extraños, estableciendo mayores exigencias en estos dos últimos casos. Legítima defensa propia (art. 10, N° 4) En lo que se refiere a los bienes defendibles y a los requisitos de la agresión, remitimos a lo dicho al analizar la regulación de la legítima defensa en el Derecho Comparado. Respecto al requisito de la necesidad racional del medio empleado, cabe señalar que la ley no exige proporcionalidad, sino sólo necesidad de la acción defensiva y racionalidad en la elección del medio empleado para la defensa, lo que implica una ponderación entre el mal que se evita y el que se causa. Este requisito tradicionalmente ha sido mal aplicado por la jurisprudencia, pues yendo más allá del texto legal, lo entiende con un criterio mecánico de paridad aritmética, lo que desvirtúa el sentido de la eximente, que, como ya dijimos, no sólo está establecida para la protección de bienes jurídicos de los particulares, sino que también como defensa del orden jurídico. Si se excede la necesidad racional, como el código chileno no contempla una norma sobre exceso en la legítima defensa, sólo cabría una atenuación de la pena en virtud de la eximente incompleta prevista en el art. 11, N ° 1, que de acuerdo al art. 73 puede ser de hasta tres grados. En cuanto a la falta de provocación, esta no basta por sí sola para excluir la justificación si el provocado agrede al provocador, sino que ésta ha de ser, además, suficiente, en el sentido de grave. Legítima defensa de parientes (art. 10, N° 5) El tratamiento separado de la defensa de parientes, lo mismo que la de extraños es completamente inadecuado por la naturaleza objetiva de las causas de justificación. Comprende al cónyuge, el conviviente civil (incorporado por la Ley 20.830), los parientes consanguíneos en toda la línea recta (padres, hijos, abuelos, nietos, etc.), y los colaterales hasta el cuarto grado (primos hermanos); además, los afines en toda la línea recta y en la colateral hasta el segundo grado (cuñados). La única diferencia que presenta esta variante de la legítima defensa respecto a la legítima defensa propia es que, si ha mediado provocación, ésta sólo puede provenir del pariente agredido, pero no del que realiza la acción defensiva. Una cuestión que la doctrina nacional no ha dilucidado es si el defensor puede actuar aun contra la voluntad del agredido. En Alemania, donde este problema sí se ha discutido, la doctrina y la jurisprudencia se inclinan por la negativa en atención a 17 que faltaría un interés por parte del titular del derecho, y además, porque nadie puede ser defendido contra su voluntad, pues ello atentaría contra el principio de autonomía. Legítima defensa de extraños (art. 10, N° 6) En este caso el titular del bien amenazado es un tercero cualquiera, sin ninguna vinculación con la persona que lo defiende. Respecto a estos terceros la ley exige que el defensor actúe exclusivamente con una intención defensiva, esto es, sin que coexistan motivos que supongan cierta animadversión hacia el agresor, tales como venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo, lo que evidencia una desconfianza del legislador en cuanto al interés que pueda tener el defensor para actuar en su defensa, por lo que quiere asegurarse de la pureza de sus intenciones. Pero aparte de que el lugar sistemático para la valoración de los motivos no es la antijuridicidad, sino la culpabilidad, es prácticamente imposible probar la exclusividad del ánimo defensivo, puesto que, desde un punto de vista psicológico, el ser humano rara vez determina sus acciones sobre la base de un motivo único, siendo lo normal que refuerce sus decisiones mediante distintas consideraciones. En consecuencia, tanto por razones dogmáticas como por el reconocimiento de cómo funciona la mente humana, estas mayores exigencias no se justifican. En cuanto a la falta de provocación, remitimos a lo dicho al explicar la legítima defensa de parientes. Legítima defensa privilegiada: Se trata de una especie de legítima defensa presente ya en el Derecho romano, que no sólo se mantiene hasta nuestros días en los códigos más antiguos, sino que incluso ha sido incorporada recientemente a los códigos, italiano, francés y español. El privilegio consiste en la presunción legal de que concurren todos los requisitos de la legítima defensa en el caso de cierta clase de ataques que la propia ley menciona. Originalmente estaba establecida en el inciso 2° del N° 4°, disposición que establecía una presunción de que concurren los tres requisitos señalados en el inciso 1° del N° 4 –agresión ilegítima, racionalidad del medio empleado y falta de provocación–, respecto del que repele un intento de robo en lugar habitado cometido de noche. A dicho delito se han agregado sucesivamente otras conductas: robo con violencia o intimidación y robo por sorpresa, secuestro, sustracción de menores, homicidio en sus diversas variantes (parricidio, asesinato u homicidio calificado y homicidio simple), además de violación de menores y abuso sexual mediante la introducción de objetos, sin que importe ya si es de día o de noche, salvo que se trate de un local comercial o industrial. Pero además, la presunción suprime prácticamente el requisito de necesidad racional de la defensa al autorizar al que se defiende para ocasionar cualquier daño al agresor, incluido darle muerte.