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Carlos Paniagua
Datos bibliográficos: “Informe de un suicidio” de Carlos Paniagua (Guatemala, 1993) es uno de los
libros de cuentos más intensos en la historia de la literatura guatemalteca.
Panigua ganó el premio de cuento de la Fundación Carlos F. Novella dos veces seguidas: en 1991
con “La primera vez”, de tono realista, y en 1992 con “El imperio de los espejos”, de tono fantástico.
Por temor a que ganara las ediciones venideras, el premio prohibió participar más de dos veces.
“Informe de un suicidio” incluye 13 cuentos intensos, en donde Paniagua despliega un doctoral
manejo de la intriga y del lenguaje.
Además, se desplaza entre el realismo borgeano y el realismo mágico con habilidad y facilidad.
La progresión narrativa es vertiginosa y sus desenlaces son rotundos.
(Ronald Flores)
La Muñeca
Cuento de Carlos Paniagua
Mi mamá siempre quiso una muñeca plástica como la mía. Que llora cuando la aprieto o la
pongo de cabeza, que se mea cuando le doy de beber y que no chilla cuando le jalo el pelo o le
acerco fuego. Yo de oídas sé la vida de mi mamá; ella sin querer, me la ha contado toda.
La hallaron tiernita en el basurero de El Trébol; una mancha de zopes la estaba
picoteando y por poco le sacan un ojo. Por eso tiene cicatrices en la cara que cuando le
preguntan se encabrona. Un borracho la halló y se la dejó a una vieja que vivía en una covacha
de por ahí. Como a los seis meses, en medio de la hedentina y de un remolino de zopilotes,
tuvieron que botar la puerta para sacar a la ruca hirviendo en gusanos. La vieja tenía más de
diez días de muerta y mi mamá como quince de no comer.
Una cabrona que mendiga en los semáforos de La Reforma y la Liberación la recogió.
La hijelachingada se llama Graciela. De chava fue puta; hoy es un espantapájaros con el pelo
teñido, que tiene que mantener a los hombres para que se la cojan.
Cuando se apropió de mi mamá, vivía de una docena de huérfanos; los mantenía
enchiquerados y los mandaba a mendigar en las horas de más tráfico. Les volaba ojo desde el
semáforo. Para esa desgraciada mi mamá fue el sebo perfecto; le enseñaba a la gente su
esqueleto y por pura lástima conseguía billetes.
Cuando pesó mucho para cargarla, la cabrona sacó quién sabe de dónde, un patojito
con polio, con cara de mico y medio tarado. Le puso Rubencito; atarantado con puras pastillas,
también fue carnada hasta que un mexicano que estaba de paso, lo compró y se lo llevó a El
Salvador para criarlo como a su hijo. Ahí, mi mamá pasó a ser parte de la bola de cabrones
que apretaban la jeta contra los vidrios hasta que les dieran algo.
A las tres de la mañana de un viernes, cuando mi mamá tenía nueve años, paró un
carro con placa diplomática; desde su asiento el chofer negoció la virginidad de mi mamá con
la Graciela. Al otro día la dejaron en El Obelisco con la cara pintada. Tenía miedo, vergüenza y
un billete en la mano. La había desvirgado un viejo gordo y perfumado que no hablaba español.
Ese fue otro negocio para la Graciela.
Cuidando carros, vendiendo lotería, pidiendo limosna, robando y acostándose con la
clientela de la Graciela, mi mamá cumplió los catorce años; como era el día de su santo, pensó
que podía quedarse con un billete; el querido de la Graciela la descubrió y le pegó una
arrastrada que casi la mata. Dos chavitos la llevaron medio muerta al hospital. Ahí pasó en
coma seis meses por golpes en la cabeza, quebraduras y embarazo. Cuando despertó la
pasaron a la maternidad; ahí nací yo, un lunes veintidós de marzo, en la vecindad de donde
juntan a los muertos. La trabajadora social, una vieja con cara de inodoro que nunca oyó a un
enfermo, se las arregló para mandarnos a un correccional de donde mi mamá huyó conmigo a
los tres meses.
Regresó a la calle y a lo de siempre; pero ya sin la hijeputa de la Graciela. En el
semáforo de la Liberación y la Montúfar conoció a un chavo que se ganaba la vida escupiendo
fuego vestido de payaso. Mantenía la cara tiznada para no gastar en maquillaje y para
esconder las quemadas; hacía trucos que no daban grandes ganancias porque los cuatro
carros que disfrutaban su espectáculo durante la luz roja, se iban a la mierda cuando cambiaba
a verde. Al payaso le decían Gavilán.
Todo ese tiempo mi mamá fue alegre. Se enamoró de Gavilán porque la hacía reír,
porque se la cogía y porque me regaló una muñeca plástica que llora cuando la somato contra
el suelo, que se orina cuando la obligo a beber y que no chilla cuando le pego o le arranco el
pelo.
La felicidad de mi mamá se hizo humo un domingo que la policía hizo redada en el
zoológico. Gavilán hacía ahí su acto callejero; después del alboroto nadie dio razón de él y
nunca lo volvimos a ver. La alegría también se terminó para mí, porque cuando a mi mamá le
entra la amargura, le da por chupar y emborracharse, por llorar y repasar a gritos la ingratitud
de su vida y por desquitarse con la muñeca que se orina de miedo cuando la obliga a beber,
que llora cuando la somata contra la pared, que grita cuando le arranca el pelo y que se
desmaya del pánico cuando la quema con cigarrillos.
Yo soy la muñeca de mi mamá...
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