La curva solapada. Cuento original de Luciano Pedano Hace mucho más que mil años, más allá del temiblemente gigantesco Júpiter, el pequeño Plutón alcanzaba el verano solar; el momento en el que su bizarra trayectoria se arrimaba lo suficiente al Sol para derretir algunas capas de su espesa atmósfera nitrogenada. La rugosa y densa nube de gas helado se convirtió de un lustro al otro en inmensos fragmentos de hielo suspendidos sobre viscosos ríos de plasma, en los que el hielo fluía como un barco de papel en la lluvia, desprendiéndose hacia un inconcebible abismo y chocando espectacularmente contra las inconmovibles capas interiores del planeta. Este fenómeno, del que el Sol era cómplice indispensable, despertó una inmensa cantidad de energía latente en el inconciente Plutón, una energía con padre y madre pero huérfana de sentido y propósito. Esta energía salvaje procedió desencadenándose desorganizada donde cupo: explotó. La vibración entonces existió. Al explotar, se vió divida en expresiones de sonido, radiación, fotones, electrones libres, y todo tipo de emanaciones sin forma ni nombre. Estas eran simples, irreductibles y ligeras. Se propagaron de inmediato corriendo en todas direcciones; chocaron contra moléculas reflectantes, atravezándolas a veces, siendo absorvidas en otras, desdoblándose siempre en millones de fragmentos comprimiéndose incesantemente por el forzoso abrazo gravitatorio de su madre Plutón. Algunas consiguieron las menos despojarse de lo más denso de su materia para escapar al espacio, depuradas energías sin apenas materia. Una vez fuera, estas hijas de la energía continuaron dispersándose en expansión. Hubo algunas que, recién escapadas, sucumbieron elípticamente a la segura gravedad de su planeta. Otras lo hacían a la caridad del tio Caronte u otros satélites. Las más de ellas vagaron erráticas a un obscuro y basto océano de vacío. Otras buscadoras se orientaron en dirección al terrible Jupiter, dios de dioses, y otras pusieron rumbo a su nostálgica devoción hacia el padre Sol. Júpiter era un largo trayecto, pero las experiencias de Neptuno, Urano y sobre todo Saturno habían preparado a las viajeras señales, despojándolas de lo superfluo de su energía, dejándoles apenas un levísimo aumento térmico allí por donde sigilosamente atravesaban. Sin embargo, la gradual fuerza con que Júpiter comprimió la energía hacia sí operó seductora e irrestiblemente a la re-materialización de la energía, y aquellas que cedieron al unificador mandato joviano no pudieron ya jamás escapar a la atracción del colosal astro. Sólo el sutil esqueleto de la manifestación salvó su independencia: la información. El rastro minúsculo de Plutón dejaba tras de sí numerosas referencias en electrones que giraban repentinamente hacia el Sol, polvo de estrellas que suavizaba su estela en dirección al centro de la via láctea sin razón aparente... Algunos observatorios la confundían ya con un verdadero haz reflectado del Sol u ondas misteriosamente independizadas de algún agujero negro. Varios años después, vencida su propia esencia, sin memoria de sí, el impulso puro del planetoide, apenas un spin cuántico, una decisión arbitraria en atemporales planos subetéricos, alcanzó finalmente el planeta Tierra, lugar de su mutación final: hayó en la vida de un feto humano el semillero sensible a su mensaje, el radar inconciente donde dejó acuñó su mensaje, fruto único y rotundo de su jornada: la tendencia indómita hacia el Sol.