Subido por Sarga Tan

EL JICHI

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EL JICHI:
Para explicar lo que es el jichi conviene ante todo tomar el sendero que
conduce a los tiempos de hace ñaupas y entrar en la cuenta, para este caso
parcial, de cómo vivían los antepasados de la estirpe terrícola, antiguos
pobladores de la llanura. Gente de parvos menesteres y no mayores alcances,
la comarca que les servía de morada no les era muy generosa, ni les brindaba
fácilmente todos los bienes necesarios para su subsistencia.
Para hablar del principal de los elementos de vida, el agua no abundaba en la
región. En la estación seca se reducía y se presentaban días en que era
dificultoso conseguirla. Así en los campos de Grigotá, en la sierra de Chiquitos
y en las dilatadas vegas circundantes de ésta.
De ahí que aquellos primitivos aborígenes pusieron delicada atención en
conservarla, considerándola como un don de los poderes divinos, y hayan
supuesto la existencia de un ser sobrenatural encargado de su guarda. Este ser
era el jichi.
EL GUAJOJÓ:
En lo prieto de la selva y cuando la noche ha cerrado del todo, suele oírse de repente
un sonido de larga como ondulante inflexión, agudo, vibrante, estremecedor. Se
diría un llanto, o más bien un gemido prolongado, que eleva el tono y la intensidad
y se va apagando lentamente como se apaga la vibración de una cuerda.
Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiéndole al ondular de lúgubres
pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice que han habido personas que
quedaron con la razón en mengua y punto menos que extraviadas.
Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que nombran de guajojó
por supuestos motivos de onomatopeya. Son pocos los que la han visto, y esos pocos
no aciertan a dar razones de cómo es y en donde anida. Refieren, eso sí, la leyenda
que corre acerca de ella y data de tiempo antañones.
Erase que se era una joven india bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu
que moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma
tribu, apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un
guerrero.
LA VIUDITA:
En otros países de la América española y en el nuestro, aparte del Oriente, se dice
simplemente "La Viuda", así en forma simple y sin afijos ni sufijos que añadan o quiten
magnitud, calidad y aprecio del sujeto, o, para decirlo más adecuadamente, la sujeta. Acá
decimos "La Viudita", no ciertamente con la intención de empequeñecerla o rebajarla, sino
como expresión de que, pese a todo, nos cae simpática y, por tal razón, nos place nombrarla
en diminutivo.
Para explicar lo que es, o más bien dicho lo que fue, pues hace tiempo dejó de mostrarse,
conviene manifestar que no era, acá entre nosotros, el ente horrorizante, pavoroso y fatal
de otras partes. Temido, sí, pero sólo de parte masculina, y entre ésta únicamente de cierta
y determinada casta: La de los tunantes de mala fe (porque los hay de buena) y los que
andan a la caza de deleites femeninos sin reparo de conciencia.
Dizque aparecía por acá y allá, siempre sola, a paso ligero y sutil y no antes de medianoche.
Vestía de negro riguroso, faldas largas a la moda antigua, pero talle ajustado en el busto,
como para que resaltasen las prominencias pectorales. Llevaba en la cabeza un mantón
cuyo embozo le cubría la frente y aquello que podían ser orejas y carrillos.
EL MOJÓN CON CARA:
Hasta mediados del siglo XVIII la calle hoy denominada Republiquetas era de
las más apartadas y menos concurridas de vecindario que había en esta ciudad.
Las viviendas edificadas sobre ambas aceras no seguían una tras de otra sino
con la breve separación de solares vacíos separados de la vía pública por cercos
de cuguchi o follaje de lavaplatos.
Hacia la primera cuadra y con frente a la acera norte de dicha calle, vivía por
aquella época una moza en la flor de la edad, bonita, graciosa y llena de todos
los atractivos. Su madre la mimaba y cuidaba más que a la niña de sus ojos,
reservándola en mente para quien la mereciera por el lado de los bienes de
fortuna, la buena posición y la edad del sereno juicio.
Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo que,
aparte la buena estampa y los desenvueltos ademanes, nada más tenía a la
vista. Cuando la celosa mamá se hubo dado cuenta de que el fulano rondaba
a su joya viviente, redobló la vigilancia sobre ésta, a extremos de no dejarla
salir un paso.
EL CARETON DE LA OTRA VIDA:
Según la creencia popular, el carretón de la otra vida, salía a buscar
en las noches a las almas descarriadas para llevárselas al infierno.
Según los testigos que dicen haberlo visto, aparecía después de la
medianoche en tiempo de surazo. El carretero era el mismo diablo y
el carretón estaba construido con huesos humanos en lugar de
madera, siendo su cargamento cientos de cráneos amarillentos. El
grito espantoso del carretero se escuchaba a lo largo de toda la
pampa y por las afueras del pueblo. Los bueyes que tiraban el
carretón, en lugar de ojos tenían un par de ascuas que destellaban
con un rojo intenso. En las noches tormentosas nadie salía por temor
a encontrarse con el carretón de la otra vida y su diabólico
acompañante.
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