Subido por Santiago Guzman Pizarro

Domínguez.Sexualidad inst.ecles

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Carlos Domínguez Morano
SEXUALIDAD
E INSTITUCIÓN ECLESIÁSTICA
Si nos detenemos un momento a considerar la influencia que ejerce sobre los
católicos el discurso eclesiástico en materia de sexualidad constatamos de inmediato
que esa influencia se va reduciendo a unos mínimos sorprendentes. La distancia es
cada día mayor entre lo que la gente piensa, siente y experimenta de la sexualidad
y lo que se desprende como pensar y sentir de la institución jerárquica en su
discurso sobre el tema.
Cada día, en efecto, es mayor el número de católicos practicantes que
prescinden en este campo de las orientaciones morales de la jerarquía eclesial.
Incluso católicos de corte tradicional que mantenienen posturas conforme a la más
estricta observancia en otros aspectos de su vida, confiesan abiertamente que, en el
terreno de la sexualidad, se sienten absolutamente libres para ajustar su conducta
conforme a su propia conciencia y que progresivamente han ido tomando distancia
respecto al discurso moral de la jerarquía1.
Si se tiene en cuenta, además, el objetivo de la institución eclesial por
orientar y configurar moralmente la vida social, el problema no deja de poseer
también una honda significación. Con su discurso sobre la sexualidad la jerarquía
eclesiástica parece, en efecto, situarse en una onda cada día más difícil de entender
y captar por una sensibilidad en torno al sexo que ha sufrido transformaciones de
carácter bastante radical2.
1 Un 38% de los católicos españoles se mostraban favorables en 1983 al aborto
en caso de violación y un 11% por decisión libre de la madre. Esa proporción de actitud
permisiva frente al aborto sigue aumentando, particularmente en las personas que se
consideran católicas. Cf A. DE MIGUEL, Sociedad española 1992-1993, Alianza, Madrid
1992.
2 El 80% de los jóvenes españoles están de acuerdo en que "es mejor tener
relaciones íntimas antes de casarse". Cf ib. Los datos sobre el sentido de la evolución
de los creyentes en torno a las cuestiones sexuales indican direcciones coincidentes
en otros ámbitos culturales diferentes de los de España y tan diversos entre sí como
pueden ser los Estados Unidos ( Cf. A. M. GREELEY, Sex and the Single Catholic: The
Decline of an Ethic, en America 167 (1992) 342-347 y Sex and the Married Catholic:
The Shadow of St. Agustine, en America 167 (1992) 318-323) o Polonia. País éste último
la nación católica donde más se practica el aborto, o donde, según datos de 1991,
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El problema, considerado desde una perspectiva social, posee repercusiones
de importancia y presenta elementos que pueden entrañar una profunda
significación para el análisis de las instituciones.
Para su justa comprensión podrá resultar útil una breve aproximación a los
factores de cambio más importantes que han conducido a esta importante
transformación de conceptos y experiencias en el ámbito de la sexualidad. La teoría
y práctica psicoanalítica destacan, sin duda, entre los más determinantes al
respecto.
Una diversa lectura del deseo.
Sabemos, en efecto, que Freud llevó a cabo una auténtica revolución en
cuanto al modo de entenderse la sexualidad humana. Ésta dejó de comprenderse
como una fuerza biológica al servicio exclusivo de la reproducción de la especie para
pasar a ser considerada como una fuerza («pulsión») que, partiendo del organismo,
aspira, en última instancia, a la satisfacción de un deseo imposible: un encuentro
fusional, totalizante y placentero3. Abierta, pues, a la realidad del deseo, no se dirige
ya hacia a un objeto real, sino a un fantasma: busca ser reconocido como objeto total
y exclusivo por el deseo del otro.
Por ello, la sexualidad humana se ve necesariamente abocada a la
frustración. En su núcleo mismo anida lo ilusorio, la aspiración a eliminar esa
distancia que nos constituye como sujeto, la pretensión de romper todo límite,
barrera y separación. En definitiva, la sexualidad humana aspira a la ilusión
suprema de borrar esa condición, adquirida desde el mismo día de nuestro
nacimiento, de ser, esencialmente, "seres separados".
el 81% de la población (practicante en un 70%) se sitúa contra la doctrina eclesial
sobre anticonceptivos y el 71% contra la doctrina sobre el aborto. Así aparece en
una encuesta realizada en vísperas de la visita del Papa a Polonia: Cf. el diario
El País, del 6 de febrero de 1992.
3
Cf L. BEIRNAERT, Difficulté d'un discours éthique. A propos d'un document sur
la sexualité, en Etude 344 (1976) 480-489.
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La historia que marca a la sexualidad irá necesariamente forzando a una
división del sujeto en una diferenciación de lo posible y lo imposible, de lo permitido
y de lo negado. La sexualidad infantil, omnipotente en sus pretensiones, deberá
afrontar una norma y limitación fundamental, como condición para acceder al nivel
de lo humano. El objeto total del deseo está excluido del campo de satisfacción.
«Complejo de Edipo» para el psicoanálisis, "prohibición del incesto" para el
antropólogo, son los términos que responden a la diversa conceptualización de una
realidad que afecta esencial y estructuralmente a la sexualidad humana. Sus
desplazamientos y camuflajes por los campos de la moral y de la religión no han sido
considerados ni anecdóticos ni banales.
Pero, junto al psicoanálisis, otras disciplinas científicas han venido a jugar
un papel importante en la transformación del concepto y experiencia de la
sexualidad. La psicofisiología, por ejemplo, ha mostrado que la actividad sexual va
dejando de estar unívocamente centrada en la reproducción dependiendo de los
mecanismos neuro-hormonales y, por ello, dependiendo progresivamente del
sistema nervioso central y de las funciones que le son propias en el hombre:
lenguaje, simbolización, etc. La reproducción seguirá siendo, sin duda, una función
esencial de la sexualidad y también de la humana, pero ya, rebasado el límite de lo
puro animal, no es más que una de sus funciones y no puede ya definirla en
exclusiva4. La sexualidad, desde su íntima conexión con el sistema nervioso central,
se presenta así también como algo más que un placer recibido a cambio de las cargas
inherentes a la procreación, para convertirse en una función vital de contenido
mucho más amplio.
Desde un área muy diferente, la de los estudios etnológicos y antropológicos,
se nos enseñó también que, a través de los siglos y de los continentes, las sociedades
han concebido, practicado y organizado la sexualidad de maneras tan variadas y
diferentes como en otros sectores de la actividad humana. También aquí se pudo
advertir que la reproducción, constituyendo siempre un factor esencial, tampoco fue
el factor único o principal de las funciones sociales que los grupos imponían en su
organización de la vida sexual5.
4 Cf J. MONEY, Sex Research: New Developments, Holt, New York 1965.; V. SIMÓN -
A. KREUZ, Hormonas y desarrollo psicosexual, en: C. BALLÚS, Psicobiología, Herder,
Barcelona 1983, 195-245.
5 Cf C. LÉVY-STRAUSS, Las estructuras elementales del parentesco, Paidós, Buenos
Aires 1969; G. BASTIDE, La sexualidad entre los primitivos, en: Estudios sobre la
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Desde otros ámbitos diferentes, la crítica social de la familia, emprendida
desde posiciones freudo-marxistas, dejaron también una clara resonancia en las
posiciones frente a la sexualidad de grandes sectores de la población. La obra de W.
Reich6, por ejemplo, tuvo tardíamente un intenso eco en la llamada revolución
sexual de los años sesenta, junto a la del pensador de la Escuela de Frankfurt, H.
Marcuse. La obra de éste último Eros y civilización 7 , en la que preconiza la
posibilidad de una sociedad no represiva, constituyó un manual de ideas
revolucionarias latentes en las revueltas estudiantiles de los años sesenta en
Berkeley, París, Berlín, o Madrid. Si Prometeo nos concedió el progreso del que
disfrutamos, ahora les vendría el turno a Orfeo y Narciso para poner fin a todas las
instituciones represivas y lograr una «racionalidad de la satisfacción».
Toda esta crítica social, en la que tampoco podríamos olvidar la desempeñada
en España por Carlos Castilla del Pino8, ha tenido una repercusión importante en
los movimientos sociales de nuestra cultura, movilizando intensamente lo que se dio
en llamar la «rebelión contra el padre». Las figuras paternas caen de sus pedestales
(a pesar de los inevitables movimientos represivos e involutivos que poseen los
ritmos históricos) y, con esa caída, viene abajo también un factor de primer orden
para el mantenimiento del control de la sexualidad.
En esta misma línea, no se podría olvidar tampoco el papel que ha jugado en
la caída de los antiguos moldes sexuales la progresiva secularización de la sociedad
occidental. Muchas conductas sexuales anteriores se mantenían gracias a unas
representaciones religiosas vigentes socialmente e interiorizadas individualmente.
sexualidad humana, Morata, Madrid 1967; M. MEAD, Sexo y temperamento, Paidós, Buenos
Aires 1972; B. MALINOWSKY, La vida sexual de los salvajes, Morata, Madrid 1975 (3ª)
.
6 Cf W. REICH, La psicología de masas del psiquismo, Roca, México 1973, La función
del orgasmo, Paidós, Buenos Aires 1972 (4ª), Análisis del carácter, Paidós, Buenos
Aires 1976, La revolución sexual, Roca, México 1976, L. DE MARCHI, Wilhelm Reich.
Biografía de una idea, Península, Barcelona 1974, J.M., PALMIER, Introducción a W.
Reich, Anagrama, Barcelona 1970;
7 Seix Barral, Barcelona 1968.
8 Cf, por ejemplo, sus obras Sexualidad y represión, Ayuso, Madrid 1971, Cuatro
ensayos sobre la mujer, Alianza, Madrid 1971, o Psicoanálisis y Marxismo, Alianza,
Madrid 1969.
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Con el «Dios ha muerto» teórico y, sobre todo, con el ateísmo práctico de las masas,
cayeron muchos pilares que sostenían las pautas de comportamiento sexual. Pero
sobre las implicaciones existentes entre la sexualidad y las representaciones de Dios
volveremos más adelante.
Las transformaciones sociales.
Muchos autores han insistido en que los cambios han tenido lugar, no sólo a
partir de un estudio o reflexión sobre la sexualidad misma, sino más bien, a partir
del influjo de una serie de factores de transformación social, que en sí eran y son
ajenos a la problemática de la sexualidad y a sus posibles valoraciones éticas9.
Entre estos factores, uno que ha jugado de modo decisivo, ha sido el del
alargamiento de la vida que, gracias a los avances de la medicina, la biología, la
química y otras ciencias, nos ha beneficiado de modo tan sorprendente a partir del
último siglo. Las consecuencias en el área de la vida afectiva y sexual han venido a
ser de primer orden.
La mortalidad española, por ejemplo, ha descendido del 29 por mil en 1900 al
8 por mil en 1975. Descenso debido a la casi erradicación de la mortalidad infantil.
Tenemos también que a principio de siglo la esperanza de vida de los españoles era
de treinta y cinco años, mientras que en 1986 se situaba en torno a los 75 (73,3 para
los varones y 79,7 para las mujeres)10.
Todo ello supone que hace un siglo la vida sexual de la mujer se veía casi
exclusivamente vinculada a las funciones de procreación y crianza de los hijos.
Fácilmente la mujer moría poco antes o después de la menopausia y su vida
matrimonial se veía prácticamente reducida a una sucesión de embarazos (la media
era de cinco o seis hijos, debido, en gran parte, a la mortalidad infantil).
Actualmente, sin embargo, pueden bastar cuatro años como período entre el
matrimonio y el último hijo. Tras lo cual, vendrá normalmente un largo período (la
9 Cf
I. ALONSO HINOJAL, Sociología de la familia, Guadiana, Madrid 1973; A.
VIEILLE-MICHEL, Familia, sociedad industrial y democracia, en: La sexualidad,
Fontanella, Barcelona 1967, 121-141.
10 Cf A. DE MIGUEL, ib., 64-72.
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posibilidad de celebrar las «bodas de oro» son cada vez más numerosas) en el que la
pareja afrontará su vida en común en unas claves de intercambio y comunicación
afectiva y sexual, en las que ya no estarán implicadas las funciones procreativas.
En resumen, que si durante siglos la vida sexual de una mujer duraba una
media de menos de veinte años, de los cuales la práctica totalidad estaba ocupada
por un sucesión de embarazos, en la actualidad, la vida sexual de una mujer puede
durar muy bien cincuenta años, de los cuales sólo seis o siete estarán ocupados por
dos o tres embarazos. Ello tiene una repercusión inmediata en la experiencia de la
sexualidad. Sin que ninguna teoría, ninguna opción ética y ninguna reflexión haya
intervenido, la procreación ha pasado a un segundo lugar, mientras que las
dimensiones afectivas y de desarrollo personal han pasado a ocupar el lugar
preponderante.
El dominio de la contracepción y los métodos de fecundación artificial
constituyen otro rasgo distintivo de la sociedad industrial que dejan sentir también
su impacto sobre la nueva concepción de la sexualidad, poniendo de manifiesto la
cada vez mayor posibilidad de separar reproducción y sexo.
Luces y sombras del cambio.
En la complejidad, pues, de los cambios que tienen lugar en el concepto de
sexualidad hemos advertido que tanto las investigaciones psicoanalíticas como las
de otras ciencias humanas coinciden en señalar un punto común: sexualidad y
procreación en la especie humana aparecen como dos realidades, que si bien están
asociadas indisolublemente en su nivel biológico, dejan de estarlo cuando, desde ese
nivel, se accede a otros que hay que considerar como más específicamente humanos.
Por otra parte, las transformaciones socioculturales y económicas parecen
traer consigo que esa independencia entre sexualidad y procreación que se ha ido
abriendo paso a través de la evolución filogenética, vaya haciéndose cada vez más
una realidad sentida y experimentada. A partir de los avances en las técnicas de
contracepción o de fecundación artificial y a partir de unas nuevas sensibilidades en
la concepción y experiencia de la familia y de la pareja, cada día es mayor el número
de personas que experimentan la sexualidad como un dinamismo que, más allá de
su nivel biológico y procreativo, se abre a unas dimensiones esenciales de gozo y de
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encuentro. Lo que la naturaleza ha permitido, la cultura lo ha consolidado.
El resultado final es que la valoración de problemas como los de la
masturbación, las relaciones prematrimoniales, la homosexualidad, el uso de
anticonceptivos, etc. se emprende desde una nueva mentalidad y sensibilidad
moral. Las transgresiones de las normas morales en estos campos, frecuentemente
no se viven (al menos conscientemente) con sentimientos de culpabilidad, sino, al
contrario de lo que puede ocurrir en otras áreas de la moral, se tiene el sentimiento
de estar efectuando un proceso de maduración personal que pasa muchas veces,
como parte de una auténtica acción ética, por el afrontamiento y superación de una
normativa previamente interiorizada y desvelada ahora como represiva y carente
de auténtica fundamentación moral.
Evidentemente, no todo lo que se deriva de los nuevos modos de pensarse y
vivirse la sexualidad ha de ser considerado y felicitado como el advenimiento de una
nueva época en la que la sexualidad, por fin, pareciera ocupar el lugar que le
corresponde. Se ha dicho, no sin falta de razón, que en nuestros días se ha pasado de
la sexualidad del elefante a la sexualidad de los mandriles11. Es decir, de una
sexualidad que, según San Francisco de Sales, debía considerar como modelo el
comportamiento pudoroso y «casto» a la de estos paquidermos12, para pasar a una
moral cuya propuesta parece coincidir con la del comportamiento sexual de los
mandriles, que hacen alarde de su desnudez y que, de modo insolente, se exhiben,
tocan y satisfacen a la vista de todos.
El tema de la manipulación social que se hace de la sexualidad ha sido ya
analizado por muchos autores 13 y desbordaría con mucho el campo de nuestra
reflexión; pero baste indicar tan solo que, este modelo sexual de los mandriles que
11 Cf F. ALVAREZ-URIA, El sexo de los niños, en Serie Psicoanalítica 4 (1983) 53-98.
12 Según el santo, el elefante jamás cambia de hembra; ama tiernamente a la que
escoge; pero no está con ella más que de tres en tres años, por espacio de cinco días,
y con tanto secreto, que jamás se deja ver en este acto; pero el sexto día se le ve
ir, ante todas las cosas, a buscar algún río,en el cual se lava enteramente todo el
cuerpo, sin querer volver al rebaño hasta haberse purificado Cf FRANCISCO DE SALES,
Introducción a la vida devota, Librería Católica de Pons y Cª, Barcelona 1878, III,
356-357.
13 Cf, por ejemplo, el ya citado H. MARCUSE en su obra Eros y civilización, o
J.C. SAGNE, La mutation des modèles de l'echange sexuel dans une societé en changement,
Le Supplement 111 (1974) 480-489.
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a veces se propone socialmente, responde, como el psicoanálisis ha podido poner de
manifiesto, a un comportamiento auténticamente histérico o perverso que,
paradójicamente, pretende escapar también de ese modo (en una especie de huída
hacia adelante) a la angustia y a las amenazas que la misma sexualidad moviliza.
El discurso eclesiástico sobre la sexualidad.
Si el conjunto de descubrimientos sobre la sexualidad coinciden en poner de
manifiesto la independencia entre sexo y procreación que se hace posible en la
especie humana, al mismo tiempo que resaltan las posibilidades a que este
desbordamiento de lo biológico da lugar, la institución eclesial mantiene inflexible
ese principio básico: la sexualidad tan sólo es legítima en la medida en que siempre
y en toda circunstancia se mantiene abierta a la procreación en el ámbito de la
pareja única e indisoluble.
El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, por remitirnos al último
documento importante y de amplia repercusión de la jerarquía eclesiástica, lo pone
taxativamente de manifiesto. Veamoslo de cerca.
Por una parte, nos encontramos como dato significativo (aunque hay que
reconocer que nada novedoso) con que las páginas dedicadas al sexto mandamiento
superan las dedicadas a cualquier otro de los restantes. Todo ello sin contar las
consagradas al noveno mandamiento, tan cuestionablemente reducido, por otra
parte, a la problemática sexual14.
En principio, el nuevo Catecismo reconoce la amplitud que posee la
sexualidad humana, más allá del ámbito de lo corporal y genital. «Abraza todos los
aspectos de la persona humana» -nos dice- concerniendo a la afectividad, la
capacidad de amar, de procrear y, de manera más general, de establecer vínculos de
comunión con el otro (nº 2332). No se dice nada, sin embargo, de que concierna
también al placer, cuestión, como veremos más adelante, que se sitúa en el núcleo
14 En efecto, la exégesis bíblica actual está unanimemente de acuerdo en
considerar que la problemática del noveno mandamiento es ajena por completo a la de
orden sexual, para referirse exclusivamente al deseo de apropiarse de los bienes del
prójimo.
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de la problemática, debido a las importantes implicaciones que en ella podemos
encontrar
Sin embargo, tras este encomiable inicio en una consideración amplia,
abierta y positiva de la sexualidad, nos vemos de inmediato confrontados con un
discurso que manifiesta primariamente una actitud de censura, de recelo y de temor
y que viene a conducir de inmediato al control y a la coerción. Los términos de
«dominio», «control», «resistencia», «ascesis» «obediencia», «esfuerzo», «tarea», etc.,
se multiplican por el texto (especialmente en los nº 2338-2345).
Esto sucede así hasta el punto de que realmente pueda resultar un tanto
difícil seguir considerando la sexualidad como «don de Dios», tal como se afirma en
el texto (si bien un tanto de pasada en el nº 2345), para pensar que se trata más bien
de una amenaza permanente, de una especie de bomba de relojería que hay que
controlar y vigilar de continuo. En definitiva, un don de Dios, que, por lo que se ve,
resulta bastante peligroso y que obliga a mantenerse en una actitud permanente de
vigilia para evitar las amenazas que comporta.
No parece, a partir del texto que analizamos, que se trate de canalizar
enriquecedoramente ese potencial de encuentro con la vida que es la sexualidad. Lo
que ella supone para el desarrollo personal apenas es entrevisto. La «castidad»,
entendida en gran medida como control y templanza aristotélica, parece más
importante que la utilización enriquecedora de ese potencial de encuentro y gozo.
Y así venimos a la cuestión del placer. Este parece constituirse en el gran
enemigo, o, al menos, en la gran amenaza que hay que estar dispuesto a controlar
y a someter. Es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo (nº 2351).
De ahí, que sexualidad y procreación se presenten como indisolublemente unidas
sin posibilidad ninguna de separación bajo ningún concepto ni circunstancia. El
placer ha de quedar de este modo sometido, sin capacidad alguna de autonomía y
libertad.
En esta vinculación indisoluble de sexualidad y procreación creemos que se
encuentra la pieza clave en toda la articulación sobre la moral sexual que se nos
presenta. Es el fundamento básico por el que masturbación, homosexualidad o el
uso de anticonceptivos quedan descalificados. Todo comportamiento sexual al
margen del matrimonio queda automáticamente puesto en entredicho también. Así
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mismo, y en razón del mismo argumento, la fecundación artificial se presenta como
reprobable, incluso en el caso de la homóloga (nº 2376-2377) (estas técnicas, se nos
dice, «disocian el acto sexual del acto procreador»)15.
El placer sometido se presenta, pues, como la clave de todo el discurso moral.
Pero no conviene olvidar que este discurso moral no es específico de este
documento, ni de este particular pontificado siquiera. Tendríamos que recordar, en
efecto, que con los aires de libertad que corrían en el ámbito eclesiástico durante los
años del Concilio Vaticano II, los tres temas que fueron excluidos de la discusión en
el aula conciliar concernían directamente a la sexualidad. Estos fueron los del uso
de anticonceptivos, el del celibato de los sacerdotes y el concerniente al estatuto de
los divorciados y vueltos a casar. La sexualidad, pues, antes de Juan Pablo II, quedó
marginada del espacio abierto para el diálogo y la discusión.
Todo esto nos obliga, pues, a pensar que, de hecho, nos encontramos con un
tema que rebasa con mucho la cuestión de talantes ideológicos o personales de tal o
cual pontificado. Hay algo en la misma estructura eclesial que parece inmovilizar su
discurso en materia sexual, mientras el discurso sociocultural sobre el tema se
desplaza y modifica con esa velocidad vertiginosa que hemos señalado.
La institución bajo sospecha.
Desde una perspectiva psicoanalítica es obligado considerar que esa
inmovilización del discurso eclesiástico en torno a la sexualidad no responde a
ninguna cuestión irrelevante, superficial o simplemente a una actitud de mera
obstinación o capricho como, a primera vista, pudiera parecer. Cuestiones muy
importantes, que revelan toda una compleja problemática sobre lo institucional, se
encuentran asociadas a ella.
Freud ya nos hizo comprender en Psicología de las masas y análisis del Yo,
1921, que las organizaciones sociales se sustentan en buena medida gracias a una
particular infraestructura de carácter libidinal. La Iglesia Católica y el Ejército se
15 Asombra también el que al mismo tiempo se argumente que la inseminación
artificial «ya no es un acto por el que una persona se da a otra». Cabe preguntarse
entonces si la pareja sólo tiene capacidad de darse mediante la unión sexual.
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presentan en ese texto como dos modelos particularmente elocuentes para poner de
manifiesto esa economía libidinal que sustenta a todo grupo. En ambas
organizaciones existe un sumo cuidado para organizar la sexualidad, de modo que
jueguen en favor y servicio de la propia institución y no en contra de la misma16.
Intereses institucionales guían por ello a la Iglesia a la hora de limitar el
campo de actividad sexual. La Iglesia Católica tuvo los mejores motivos -afirma
Freud- para recomendar a sus fieles el celibato e imponerlo a sus sacerdotes. El
motivo es claro: el amor genital pone generalmente en peligro los lazos colectivos,
mientras que los inhibidos en su fin refuerzan y estabilizan este tipo de vinculación.
Gran parte de esta energía libidinal inhibida en su fin es la que la institución
eclesial canaliza en su favor proponiendo como objeto amoroso al líder que
representa al padre17. Es la gran ilusión amorosa que recorre a la Iglesia como
institución de fe.
Mala gestora, por una parte, en el campo de la sexualidad y canalizadora, por
otra parte, de una agresividad mal contenida18, la Iglesia aparece de este modo ante
Freud como ejemplificación de un pernicioso manejo cultural de la actividad
desiderativa humana19.
16 Como sabemos, Freud atribuye gran importancia a la corriente de libido
homosexual que juega como factor cohesivo básico en estas dos instituciones. Cf
Psicología de las masas y análisis del yo, 1921, G.W., XIII, 101-108; O.C., III,
2578-2582.
17
Cf Psicología de las masas y análisis del Yo, 1921, G.W., XIII, 158-159 y
102-104; O.C., III, 2608 y 2578-2579. Ya hemos resaltado en otro lugar el hecho de
que Freud, que confiesa serle ventajosa la ilustración que lleva a cabo con la Iglesia
Católica por el carácter fuertemente jararquizado de ésta, no haga nunca intervenir
en el texto esa jerarquización de la institución eclesial. Así, por ejemplo, cuando
se refiere al papel del jefe no lleva a cabo ninguna alusión a la figura del papa
que, en el aspecto jerárquico, diferencia a esta Iglesia de otras confesiones
cristianas. Cf. El psicoanálisis freudiano de la religión, Ed. Paulinas, Madrid 1991,
204.
18 El precio de la represión y de la ilusión amorosa -señala Freud- es demasiado
alto. Al pretender cerrar los ojos ante las inevitables dimensiones conflictivas de
la realidad interpersonal, el amor desencadena la agresión y la intolerancia para
todo aquel que caiga fuera del círculo ilusorio. Cf. Ibíd., G.W., XIII, 107-108 y
111; O.C., III, 2581-2582 y 2583; El malestar en la cultura, 1930, G.W., XIV, 471
y 474; O.C., III 3046 y 3047; El porqué de la guerra, 1933, G.W., XIV, 21; O.C., III,
3212; Un comentario sobre antisemitismo, 1938, G.W., XIX (Nachtragsband, 1987),
779-781; O.C., III, 3272.
19
Ya desde el primer escrito centrado en el tema religiosa, en 1907, Freud
asemeja la actuación de la instancia religiosa en el ámbito de las pulsiones con la
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La limitación del amor genital y el sometimiento al líder, como representante
del padre, aparecen, pues, como los dos ejes básicos sobre los que, a los ojos de
Freud, articulan el engranaje institucional eclesiástico. Pero, sin duda, es este
segundo aspecto del sometimiento a la representación paterna el que, a la postre,
resulta más decisivo. Todo grupo dispone de una capacidad para reactivar la
situación edípica infantil (la «horda primitiva» en la mitología freudiana) y, desde
ella, el uso del placer se convierte en algo sumamente problemático y amenazador.
Así, pues, la institución eclesiástica, como cualquier otra institución, en la
medida en la que venga a reproducir la vinculación con el padre imaginario de la
estructuración edípica, se convierte necesariamente en una instancia limitadora de
la autonomía pulsional. Se pone de manifiesto de este modo una oposición
irreductible entre el poder y el placer, entre la autoridad y la apetencia, entre la
subjetividad del individuo y la objetividad de la institución. Con razón M. de
Foucault, en su obra inacabada Histoire de la sexualité, se remonta, más allá del
cristianismo, a la Antiguedad clásica para captar la razón de esa especial
preocupación ética que siempre existió (problematizando a filósofos y médicos antes
que a los teólogos cristianos) en torno al placer sexual. En ella se encuentra
implicada la cuestión misma del sujeto deseante frente al poder que se le opone20.
Desde esta perspectiva, además, habría que sostener que toda institución,
por el hecho de serlo, viene a caer bajo sospecha. Ella pondrá siempre de manifiesto
esa incompatibilidad esencial existente entre el orden del deseo y el orden de lo
institucional. Subjetividad del individuo, objetividad de la institución; el deseo
frente a la norma, la autoafirmación frente al control organizativo. ¿No radica aquí
también la base última para la constitución de ese «imposible» que viene a ser la
«institución psicoanalítica»?, ¿no se explica de este modo esa especie de
contradicción «in terminis» que existe entre lo «psicoanalítico» y lo «institucional»?,
del síntoma neurótico. En ambos casos tenemos el resultado de una mala gestión de
la economía pulsional. En nombre de la religión y en favor de la misma -como tiene
lugar en el síntoma- se realizan todos aquellos actos que la misma prohíbe como
manifestación de las pulsiones reprimidas. Cf Los actos obsesivos y las prácticas
religiosas, 1907, G.W., VII, 138; O.C., II, 1342. Por ello, con un tono más polémico
aún, en El porvenir de una ilusión, acusa a los sacerdotes de traficar con los
mandamientos y, a través de ellos con las pulsiones, a través de los rituales de perdón
o de rescate mediante sacrificios y penitencias. Cf G.W, XV, 361; O.C., III, 2981-1982.
20 Cf Histoire de la sexualité, Gallimard, Paris 1976-1984.
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¿no radica aquí la base por la que, según J. Lacan, toda institución psicoanalítica
acaba convirtiéndose necesariamente en religión?21.
Dios o el placer.
Si volvemos, a la reflexión sobre el discurso eclesiástico tal como nos lo dejan
ver sus más recientes e importantes documentos constatamos, en efecto, que en la
base de ese discurso moral, que de modo tan importante limita los comportamientos
sexuales, parece latir una idea de fondo que vendría a ser la de una
incompatibilidad radical entre Dios y el placer. Un discurso latente que, de modo
repetitivo pareciera repetir una y otra vez la idea de que «a Dios no le gusta que el
hombre haga el amor».
Pero este hecho que, desde una consideración psicoanalítica, no tendría por
qué presentar nada de extraordinario, no deja de resultar algo sorprendente si
tenemos en cuenta el discurso sobre el tema sexual existente en los textos
fundacionales de esa Iglesia Católica, a los que ella se remite en otros temas una y
otra vez. Nos referimos, naturalmente a los textos evangélicos en los que tal
incompatibilidad entre el placer y Dios no se deja ver mínimamente.
Efectivamente, como hemos detallado en otro lugar22, una de las cuestiones
que sorprenden más poderosamente cuando nos acercamos a los textos evangélicos
para comprender el lugar que en ellos ocupan las cuestiones concernientes a la
sexualidad, es que nos encontramos con un silencio sorprendente, cuando no
chocante. Muy poco se dice sobre los comportamientos sexuales, a no ser para
denunciar la hipocresía de los que encuentran en ellos un motivo esencial de
alejamiento de Dios. Pero lo que resulta mucho más significativo es el hecho de que,
si sobre los comportamientos sexuales específicos apenas se pronuncia una palabra,
sí quedan seriamente cuestionadas las estructuras básicas en las que la sexualidad
se estructura y desarrolla.
21 Como sabemos así lo afirmó en el documento con el que dio a conocer la tumultuosa
disolución de su propia escuela, dando lugar, probablemente sin saberlo, a la más
sorprendente sacralización de la misma.
22Cf la obra Creer después de Freud,
Ed. paulinas, Madrid 1992, 173-207.
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Y nos encontramos, en primer lugar, con el hecho de que, en el grupo
cristiano, el lugar del padre debe permanecer vacío («no llaméis a nadie padre, ni
maestro, ni director»), forzando por tanto a una superación de cualquier tipo de
nostalgia paterna (pues hay que dejar que «los muertos entierren a sus muertos»).
Por otra parte, la familia, estructura básica de configuración de las identificaciones
y pautas de comportamiento sexual, y por ello, absoluto constituido por las
entidades religiosas o políticas de todos los tiempos, queda claramente descalificada
como realidad sagrada. En ella se puede introducir la división y el conflicto y así nos
muestra el texto que resultó ser para el mismo Jesús. Por último, y en íntima
conexión con todo lo anterior, la mujer, en una sociedad donde «la esencia humana
se confunde con el esperma» 23 , es convertida en oyente y proclamadora de la
palabra, más allá de su reducción a los roles biológicos de esposa y madre24. Desde
estos cuestionamientos básicos, los comportamientos sexuales específicos apenas
son considerados, dando lugar con ello al hecho sorprendente de que los moralistas
cristianos encuentren grandes dificultades cuando, según el modo habitual de
proceder, intentan sustentar sus opiniones al respecto en los textos evangélicos25.
Algo ha debido ocurrir entonces, para que, lo que en el discurso fundacional
ocupa un lugar, ciertamente, anecdótico y secundario, llegue a situarse en una
posición tan central en el discurso de la institución. Así como para que también, esas
otras cuestiones de relevancia (el espacio vacío del padre, la desacralización de la
familia y la dignificación de la mujer) hayan sido tan sistemáticamente obviadas.
Un enorme desplazamiento, en el sentido más psicoanalítico del término, ha tenido
lugar. Desplazamiento que merece la pena intentar descifrar desde su misma
dinámica interna.
La incompatibilidad radical entre la representación de Dios y el placer que se
ha llegado a producir a partir de unos planteamientos iniciales tan diversos, es
necesario comprenderla en una íntima y estrecha asociación con los temas de la
omnipotencia infantil y de su irreductible conflictividad con la representación
edípica del padre imaginario.
23 Cf I. MAGLI, La Madonna, Ed. Rizolli, Milano 1987.
24 Todas estas cuestiones la hemos desarrollado con amplitud en el capítulo «Los
lazos de la carne» de la obra citada Creer después de Freud.
25 Cf. A. HUMBERT, Les péchés de sexualité dans le Nouveau Testament, en: Studia
Moralia VIII (1970) 149-183.
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Como hemos señalado más arriba, la sexualidad infantil, omnipotente en sus
pretensiones, debe afrontar una norma y limitación fundamental como condición
para acceder al nivel de lo humano. El objeto total del deseo (representado para el
niño en la madre o en el padre) está excluido del campo de satisfacción.
En esta circunstancia, la ambivalencia frente al padre se plantea en unos
términos de autoafirmación y negación de la autoridad paterna o de sometimiento
incondicional a él, asegurándole como único poseedor de la capacidad de placer. En
el Edipo, efectivamente, el placer era exclusivamente un privilegio paterno.
Pretenderlo para sí mismo suponía una amenaza, que el psicoanálisis ha
denominado justamente como amenaza de castración.
A partir de ahí, se estructuran íntimas relaciones entre sexualidad y poder.
Una relación que, como sabemos, tantas veces ha dado lugar a que la fuerza sexual
se presente como símbolo privilegiado de la autoridad y el dominio. El término
«impotente» designa, como muy bien sabemos, al que no es capaz en ambos sentidos.
Y es que -tal como ha señalado J. Pohier- la sexualidad se manifiesta, por delante
mismo de otra dimensión humana, «como el terreno privilegiado de la reivindicación
de sí mismo contra otro que detenta los privilegios que se querrían tener y a cuyo
acceso nos impide llegar»26
Así, pues, la pretensión de situarse en una incuestionable posición de
autoridad, supondrá siempre, de modo muy primordial, situarse con capacidad de
controlar y someter en el otro la propia autoafirmación en el placer. Todo tipo de
tiranía social, política o religiosa ha intuido esta dinámica profunda derivada de
nuestro acontecer psíquico. La represión sexual, por ello, se les ha hecho siempre
inseparable. En ella han encontrado una pieza fundamental para el mantenimiento
de su propia estructuración de poder.
En una increíble resonancia con toda esta problemática, en la moral sexual
católica, Dios parece exigir de continuo la negación del placer sexual, la renuncia y
el sacrificio. «O yo o el placer», parece que se le quiere hacer decir a Dios en ese
discurso moral. Y tenemos que pensar, en efecto, que en la medida en la que la
imagen de Dios (elaborada necesariamente a partir de las representaciones
26
J. POHIER,
Au nom du Père, Ed. du Seuil, Paris 1972, 192.
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parentales), mantenga materiales edípicos irresueltos, es decir, en la medida en la
que el Dios cristiano incorpore elementos infantiles inconscientes provenientes del
padre imaginario detentor del falo, del todo poder y del uso exclusivo del gozo,...en
esa misma medida, Dios tiene que resultar incompatible con el placer. Cada
pequeña porción de placer obtenido será una porción de autoridad que se le niega.
La culpa tendrá todos los motivos para establecerse, aunque no posea razón objetiva
ninguna para fundarse.
Sentir que Dios es ofendido por la mera obtención del placer sexual es
equivalente, pues, a pensar que Dios se ofende particularmente por la propia
autoafirmación y sentimiento de independencia y autonomía. Todo se sitúa así en la
dialéctica del «o tu o yo» edípico infantil. Una brizna de placer es una brizna de
autoridad que se le niega a Dios. Con razón no, pero con motivo sí, el sujeto se siente
culpable y amenazado27.
Desde esta dinámica concreta se entiende que el placer no pueda nunca ni
bajo ningún concepto ni circunstancia (por terrible que ésta sea, como tenemos en el
caso de la propagación del SIDA en el continente africano) quedar en libertad ni ser
considerado un valor legítimo disociado de otra función o norma 28 . Desde esa
estructuración inconsciente, es obligado que el placer permanezca atado a una
normativa inmutable. Normativa que viene a representar la ley del padre
imaginario que impone su existencia y que exige sometimiento.
La función biológica de la procreación parece ocupar de este modo, en el
ensamblaje moral católico, el papel de lazo inexcusable por el que el placer queda
sometido e impedido para cualquier tipo de ejercicio libre y autónomo. Lo biológico,
concebido como lo «natural inmutable», se presenta, pues, como la ley que garantiza
la canalización del placer y su necesaria y esencial subordinación.
Desde esta situación, muchas otras cuestiones importantes quedan
asociadas. La imagen de Dios, así puesta en juego, viene a desempeñar también un
27 Esta falta de razón, pero esta incuestionable motivación, es la que jugaba,
por ejemplo, en la dinámica de un neurótico obsesivo que decía no creer en Dios, pero
que se sentía obligado a confesarse (a situarse de rodillas ante un padre ofendido,
habría que interpretar) cada vez que se masturbaba.
28 Cf nuestro trabajo Niño y sexo: el placer como valor, en Diálogo, familia,
colegio 95 (1979) 10-17.
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papel nada desdeñable en la fundamentación de una estructura de poder y de
autoridad, que se declara a sí misma como representación de ese Dios y que actúa
a través de unas figuras de talante esencialmente paternas, cuando no autoritarias.
El ensamblaje, a su vez, con los sentimientos de culpabilidad (a los que la
sexualidad, por su misma esencia, se encuentra indisiociablemente unida) y con
determinados modos sangrientos de concebirse la salvación (como sometimiento del
Hijo a una voluntad de expiación y muerte por parte del Padre)29, hacen cobrar al
conjunto de los elementos una lógica y una coherencia asombrosa. Ella nos hace
comprender que no es una cuestión de obstinación ni capricho lo que la institución
eclesial muestra cuando, frente a toda la sensibilidad actual, mantiene una postura
inflexible en cuestiones de sexualidad. Es una cuestión de poder.
¿No encontramos aquí, por lo demás, una expresión más, dura por cierto, de
esa irreductible oposición entre el orden del deseo y el orden de la institución?
29
Sobre este tema nos hemos detenido en el estudio Sacrificio: apuntes
psicoanalíticos sobre culpa y salvación, en: Proyección 40 (1993) 33-52.
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