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Doroteo de Gaza
Obras espirituales
DOROTEO DE GAZA
OBRAS ESPIRITUALES
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Cartuja Sta. Mª Benifaçá
INSTRUCCIONES DIVERSAS DE NUESTRO PADRE
DOROTEO A SUS DISCÍPULOS
I. SOBRE EL RENUNCIAMIENTO
1. Cuando al comienzo Dios creó al hombre, “le colocó en el paraíso”, como dice la Sagrada
Escritura, después de haberlo adornado de toda clase de virtudes, y le impuso el precepto de no
comer del árbol que se hallaba en medio del jardín. El hombre vivía en las delicias del paraíso,
en oración y contemplación, colmado de gloria y honor, poseyendo la integridad de sus facultades, en el estado natural en que había sido creado. Porque Dios hizo al hombre a su imagen, es
decir, inmortal, libre y ornado de todas las virtudes. Pero cuando trasgredió el precepto al comer
del árbol del que Dios le había prohibido comer, fue expulsado del paraíso. Caído de su estado
natural, se encontraba en un estado contrario a la naturaleza, es decir en pecado, en el amor a la
gloria, el apego a los placeres de esta vida y en las otras pasiones que le dominaban, ya que se
había hecho su esclavo por su trasgresión. Desde entonces, el mal aumentó progresivamente y la
“muerte reinó”. En ninguna parte se rendía culto a Dios, se le ignoraba universalmente. Como
lo dijeron los Padres, sólo algunos hombres, inspirados por la ley natural, tenían conocimiento
de Dios: así Abrahán y los otros Patriarcas, Noé y Job. En resumen, eran muy pocos los que
conocían a Dios. Entonces el Enemigo desplegó toda su maldad y “reinó el pecado”. Vino la
idolatría, el politeísmo, la brujería, los crímenes y las demás perversiones del diablo.
2. Pero Dios en su bondad tuvo misericordia de su criatura y le dio por medio de Moisés la
ley escrita, en la cual prohibió ciertas cosas y prescribió otras: Haced esto, no hagáis aquello.
Dio los mandamientos. Ante todo dijo: “El Señor tu Dios es el único Señor”, para apartar del
politeísmo el espíritu de los israelitas, y luego: “Tú amarás al Señor tu Dios con toda tu alma y
todo tu espíritu”. Siempre proclamó que Dios es único y que no hay otro. Al decir: ”Amarás al
Señor tu Dios”, indica que él es el único Dios, el único Señor. También dice en el Decálogo:
“Adorarás al Señor tu Dios, y le servirás a él sólo. Te adherirás a él y jurarás por su nombre”.
En fin: “No tendrás otros dioses ni imagen alguna de lo que hay en lo alto y de lo que hay abajo
en la tierra”. Porque los hombres adoraban todas las criaturas.
3. Dios, bondadoso, dio la ley para socorrer, convertir, corregir el mal: sin embargo, el mal
no se corrigió. Dios envió a los profetas, pero no pudieron nada. El mal sobrepasó todo límite.
Como dice Isaías: “No hay más que una herida, un cardenal, una llaga en carne viva, y no hay
ungüento ni aceite ni medicina que aplicarle”. Dicho de otra manera, el mal no es parcial, ni
localizado, sino difundido por todo el cuerpo, envuelve el alma enteramente y aprisiona todas
sus facultades. “No hay ungüento que aplicarle”, etc. ya que todo estaba al servicio del pecado,
todo estaba en su poder. Jeremías lo declaraba así: “Hemos cuidado a Babilonia, pero ella no
curó” (Jr 28,9), como si dijese: Hemos manifestado tu nombre, hemos proclamado tus manda2
mientos, tus beneficios, tus promesas, hemos anunciado a Babilonia los asaltos de los enemigos
y, sin embargo, “ella no curó”, es decir, no se arrepintió, no temió, no se apartó de su malicia.
Todavía dice en otra parte: “No aceptaron la lección” (Jr 2,30), es decir, la advertencia, la
instrucción. Y un salmo dice: “Su alma tuvo horror de todo alimento, y llegaron a las puertas de
la muerte” (Sal 106,18.
4. Entonces, en su bondad y su amor a los hombres, Dios envía a su Hijo único, porque sólo
Dios podía curar y vencer aquel mal. Los profetas no lo ignoraban. David lo decía claramente:
“¡Tú que te sientas sobre los querubines, muéstrate! Descubre tu fuerza y ven a salvarnos!” (Sal
79,2-3). “Señor, ¡inclina los cielos y desciende!” (Sal 143,5), y tantas otras expresiones semejantes. Todos los demás profetas, cada cual a su manera, elevaron con frecuencia la voz, sea
para suplicar su venida, sea para proclamarse seguros de ella. Nuestro Señor vino, haciéndose
hombre por nosotros, “para curar, dice san Gregorio, lo semejante con lo semejante, el alma con
el alma, la carne con la carne. Porque se hizo hombre en todo menos en el pecado”. Tomó
nuestro mismo ser, las primicias de nuestra naturaleza, y vino a ser un nuevo Adán “a imagen
de quien le había creado” (Col 3,10), restaurando el estado de la naturaleza, y restituyendo las
facultades a su integridad primera. Hombre, renovó al hombre caído, lo libró de la esclavitud y
del violento atractivo al pecado. El hombre se hallaba arrastrado por el enemigo con una fuerza
tiránica. Incluso quienes querían evitar el pecado, eran casi forzados a cometerlo. Como decía el
Apóstol en nombre nuestro: “El bien que quiero, no lo hago, y el mal que no quiero, lo cometo”.
5. Dios, hecho hombre por nosotros, liberó así al hombre de la tiranía del enemigo. Destruyó
todo su poder, quebrantó su misma fuerza, y nos liberó de su poderío y de su esclavitud, con tal
de que no consistamos en pecar. Porque nos dio, como él nos dijo, “poder para pisotear con los
pies las serpientes, escorpiones y todo poder del enemigo”, purificándonos de toda falta por el
santo bautismo. El santo bautismo perdona y borra todo pecado. Además, dada nuestra debilidad
y en previsión de que, aún después del santo bautismo, cometeríamos el pecado, escribió: “El
espíritu del hombre es llevado al mal desde su juventud” (Gen 8,21). Dios nos dio en su bondad
mandamientos santos que nos purifican. Así podemos, si queremos, purificarnos de nuevo con la
práctica de los mandamientos; y no sólo purificarnos de nuestros pecados, sino también de nuestras pasiones. Notemos que las pasiones son diferentes de los pecados. Las pasiones son la cólera, la vanagloria, el amor del placer, el odio, los malos deseos, y todas las disposiciones de este
género. Los pecados son los actos mismos de las pasiones: cuando se ponen en acción, se realizan corporalmente las obras inspiradas por las pasiones. Ciertamente es posible tener pasiones y
no actuar con ellas.
6. Dios nos dio, como he dicho, preceptos que nos purifican incluso de las pasiones, de las
malas disposiciones de nuestro hombre interior (Rom 7,22; Ef 3,16). Nos da el discernimiento
del bien y del mal, nos hace darnos cuenta y nos muestra las causas del pecado: “La ley decía:
no cometas adulterio; y yo digo: No tengas malos deseos. La ley decía: no mates, y yo digo: No
te encolerices”. Porque si tienes malos deseos, aunque actualmente no cometas adulterio, la
concupiscencia no cesará de asediarte interiormente hasta que te arrastre al acto mismo. Si te
irritas y te excitas contra tu hermano, llegará un momento en que hablarás mal de él, le pondrás
trampas, y así, poco a poco, llegarás finalmente al crimen.
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La ley decía también: “Ojo por ojo, diente por diente”, etc. Pero el Señor exhorta no sólo a
recibir con paciencia una bofetada, sino también a presentar humildemente la otra mejilla. La
finalidad de la ley era enseñarnos a no hacer lo que no quisiéramos para nosotros. Nos impedía,
por tanto, hacer el mal por miedo a tener que sufrirlo. Ahora, en cambio, vuelvo a decirlo, se
nos manda rechazar incluso el odio, el amor del placer, el amor de la gloria y las demás pasiones.
7. En una palabra, el designio de Cristo nuestro Señor es precisamente enseñarnos cómo
hemos llegado a cometer todos los pecados, cómo hemos caído todos los días malos. Primero,
nos liberó por el santo bautismo, como he dicho ya, concediéndonos el perdón de los pecados;
luego, nos dio el poder de hacer el bien, si queremos, y de no ser arrastrados al mal, como
forzados. Porque los pecados oprimen y arrastran a quien les sirve, según la expresión: “Cada
uno es prisionero de los lazos de sus propias faltas” (Pr 5,22). Cristo nos enseña, en cambio,
por los santos mandamientos cómo purificarnos incluso de nuestras pasiones, para que no nos
hagan caer de nuevo en los mismos pecados. Nos muestra, en fin, la causa que hace llegar al
desprecio y a la trasgresión de los preceptos de Dios; nos proporciona así el remedio para que
podamos obedecer y salvarnos.
¿Cuál es ese remedio y cuál es la causa del desprecio? Escuchad lo que dice nuestro Señor
mismo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis el reposo para vuestras almas”. He ahí que, brevemente, en pocas palabras, nos muestra la raíz y la causa de todos
los males, y su remedio, fuente de todos los bienes; nos muestra que el ensalzarnos nos hace
caer, y que es imposible obtener misericordia sin la disposición contraria, es decir, sin la humildad. De hecho, el ensalzarse engendra el desprecio y la funesta desobediencia, mientras que la
verdadera humildad produce, no un abajarse sólo en palabras y en gestos, sino una disposición
auténticamente humilde, en lo íntimo del corazón y del espíritu. Por ello el Señor dice: “Soy
manso y humilde de corazón”.
8. El que quiera hallar reposo para su alma, ¡aprenda la humildad! Comprenda que en ella se
encuentran toda la alegría, toda la gloria y todo el reposo, como en el orgullo se halla todo lo
contrario. Así, ¿cómo hemos llegado a todas las tribulaciones? ¿Por qué caímos en toda esta
miseria? ¿No es a causa del orgullo? ¿Por razón de nuestra locura? ¿No es por haber seguido
nuestros malos deseos y habernos apegado al amargor de nuestra voluntad? Pero, ¿por qué esto?
¿No fue creado el hombre en la plenitud del bienestar, de la alegría, del reposo y de la gloria?
¿No estaba en el paraíso? Se le prescribió: No hagas eso, y él lo hizo. ¿Veis el orgullo? ¿Veis la
arrogancia? ¿Veis la insumisión? “El hombre está loco, dijo Dios al ver aquella insolencia; no
quiere ser dichoso. Si no pasa días malos, se perderá completamente. Si no conoce la aflicción,
no sabrá lo que es el reposo”. Entonces, Dios le dio lo que merecía, expulsándolo del paraíso.
Desde entonces fue entregado a su egoísmo y a su propia voluntad, para que, al quebrantar así
los huesos, aprenda a seguir no su propio gusto, sino el precepto de Dios. La miseria misma de
la desobediencia le daría a conocer el reposo de la obediencia, según la palabra del profeta: “Tu
rebelión te instruirá” (Jr 2,19).
Con todo, la bondad de Dios, como digo con frecuencia, no abandonó a su criatura, sino que
se volvió todavía hacia ella y la llamó de nuevo: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y
abrumados y yo os aliviaré”. Es decir: Estáis fatigados, sois desgraciados, sabéis por experiencia
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lo que es el mal de toda desobediencia. ¡Vamos!, convertíos por fin; ¡vamos!, reconoced vuestra
incapacidad y vuestra vergüenza, para llegar al reposo y a la gloria. ¡Vamos!, vivid mediante la
humildad, vosotros que habéis muerto por el orgullo. “Aprended de mí que soy manso y humilde corazón, y encontraréis reposo para vuestras almas”.
9. ¡Oh!, hermanos míos, ¿lo que hace el orgullo? ¡Oh! ¡Qué poder, el de la humildad! ¿Qué
necesidad había de tantas vueltas? Si desde el comienzo el hombre se hubiese humillado y obedecido a Dios guardando su mandamiento, no habría caído. Después de la caída Dios le ha dado
todavía ocasión de arrepentirse y de obtener misericordia, pero él guardó la cabeza erguida. Dios
vino a decirle: “Adán, ¿dónde estás?” Es decir: ¿De qué gloria has caído? ¿Y en qué vergüenza?
Luego, le preguntó: “¿Por qué pecaste? ¿Por qué desobedeciste?”, tratando así de hacerle decir:
“Perdóname”. Pero, ¿dónde se quedó ese “perdóname”? No hubo ni humildad ni arrepentimiento; al contrario, el hombre replicó: “La mujer que me diste, me engañó”. No dijo: “Mi mujer”,
sino “la mujer que me diste”, como si dijera: “El fardo que me pusiste sobre mi cabeza”. Es
así, hermanos: cuando un hombre no quiere reconocer su falta, no teme acusar al mismo Dios.
El Señor se dirige luego a la mujer y le dice: “¿Por qué no guardaste, tú tampoco, mi mandamiento?”, como si le dijera: “Tú, al menos, dime: Perdóname, de modo que tu alma se humille
y obtenga misericordia”. Pero, ¡tampoco logró el “perdóname”! La mujer a su vez respondió:
“La serpiente me engañó”, como si dijera: “Si él pecó, ¿qué culpa tengo yo?” Desgraciados,
¿qué hacéis? ¡Dad al menos un signo de arrepentimiento, reconoced vuestra falta, tened piedad
de vuestra desnudez! Pero ninguno de los dos se dignó acusarse, y nadie de entrambos mostró
humildad alguna.
10. Ahora os dais cuenta claramente del estado al que llegamos: a qué multitud de males nos
llevó la manía de justificarnos, la confianza en nosotros mismos y el apego a la propia voluntad.
Tales son los retoños del orgullo, el enemigo de Dios; como el acusarse a sí mismo, el desconfiar del propio juicio y el odio de la propia voluntad, son retoños de la humildad. Éstos permiten
rehacerse y volver al estado natural gracias a la purificación de los santos mandamientos de
Cristo. Sin humildad no es posible obedecer a los mandamientos ni alcanzar bien alguno, como
decía el abad Marcos: “Sin contrición de corazón no se puede superar el mal y es totalmente
imposible adquirir una virtud”. Por medio de la contrición de corazón se aceptan los mandamientos, se aleja uno del mal, adquiere las virtudes y llega al fin al reposo.
11. Esto, todos los santos lo sabían. Por eso buscaban unirse a Dios con una vida enteramente
humilde. Hubo amigos de Dios que, después del santo bautismo, no sólo renunciaron a los actos
de las pasiones, sino que quisieron vencer las mismas pasiones y llegar a ser impasibles: tal fue
san Antonio, Pacomio y los otros Padres teóforos. Proponiéndose como ideal el purificarse “de
toda mancha de la carne y del espíritu”, como dice el Apóstol (2 Co 7,1), y sabiendo que, como
hemos dicho, es guardando los mandamientos cómo el alma se purifica y cómo el espíritu, purificado también por así decirlo, recobra la vista y vuelve a su estado natural —pues está escrito:
“El mandamiento del Señor es límpido e ilumina los ojos” (Sal 18,9)—, los Padres comprendieron que, en el mundo, no podrían llegar fácilmente a la virtud. Por ello, concibieron una existencia aparte, una manera de vivir especial, quiero decir la vida monástica, y comenzaron a huir
del mundo para habitar en los desiertos y ayunar, dormir en el suelo, someterse a las vigilias y
otras penitencias corporales, renunciando totalmente a la patria, a los parientes, a las riquezas y
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a los bienes. En una palabra, crucificaron el mundo en sí mismos. Y no sólo guardaron los
mandamientos, sino que ofrecieron presentes a Dios. Ved cómo: los mandamientos de Cristo se
dieron para todos los cristianos, y todos los cristianos están obligados a observarlos. Podríamos
decir que son los impuestos debidos al rey. El que rehúsa pagar los impuesto al rey, ¿podrá
evitar el castigo? Pero hay en el mundo grandes e ilustres personajes que, no contentos con
pagar los impuestos al rey, le hacen además presentes y merecen por ello grandes honores, favores y dignidades.
12. Así los Padres, no contentos con guardar los mandamientos, ofrecieron a Dios presentes;
estos presentes son la virginidad y la pobreza. No son mandamientos, son presentes. En ningún
sitio está escrito: “Tú no tomarás mujer, no tendrás hijos”. Tampoco Cristo impuso un mandamiento cuando dijo: “Vende lo que tienes”. Cierto, cuando el doctor de la Ley lo abordó preguntándole: “Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?, le respondió: “Conoces los
mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio
contra tu prójimo”, etc... Y cuando el interlocutor le dijo que todo eso lo había observado desde
su juventud, Cristo añadió: “Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes, dalo a los pobres”,
etc... Ved: no dijo: “Vende lo que tienes”, como una orden, sino como un consejo. Pues cuando
se dice: “si quieres”, no se manda, sino que se aconseja.
13. Decíamos que los Padres ofrecieron a Dios como presentes, además de las otras virtudes,
la virginidad y la pobreza, y, como habíamos dicho antes, crucificaron el mundo en sí mismos y
lucharon luego por crucificarse ellos al mundo, según la palabra del Apóstol: “El mundo está
crucificado para mí y yo para el mundo”. ¿Cuál es la diferencia? El mundo está crucificado para
el hombre, cuando el hombre renuncia al mundo para vivir en soledad y abandona a los parientes, las riquezas, los bienes, las ocupaciones, los asuntos: el mundo está entonces crucificado
para él, ya que lo abandonó y esto es lo que quiere decir el Apóstol: “El mundo está crucificado
para mí”. Pero añade: “Y yo para el mundo”. ¿Cómo está crucificado el hombre para el mundo? Cuando, habiendo abandonado las cosas exteriores, combate los placeres y las apetencias de
las cosas, y asimismo su voluntad, y mortifica sus pasiones; entonces está él mismo crucificado
al mundo y puede decir con el Apóstol: “El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”.
14. Como decíamos, los Padres, después de haber crucificado el mundo en sí mismos, se esforzaron combatiendo por crucificarse ellos también para el mundo. Según nos parece, hemos crucificado el mundo en nosotros mismos al abandonarlo para venir al monasterio; pero rehusamos crucificarnos al mundo, porque gozamos todavía de sus placeres, guardamos su afecto, sentimos atractivo por su gloria, gusto por los alimentos y por los vestidos. Si un utensilio es bueno, nos apegamos
a él: dejamos que ese utensilio sin valor ocupe en nosotros el lugar de un centurión, como dice el
abad Zósimo. Aparentemente hemos dejado el mundo y abandonado lo que hay en el mundo al
venir al monasterio, y por bagatelas, ¡nos recreamos con la concupiscencia del mundo! Es un gran
error de nuestra parte, después de haber renunciado a cosas considerables, querer dar satisfacción
a nuestras pasiones con cosas insignificantes. En verdad, cada uno de nosotros dejó lo que poseía,
grandes bienes si los teníamos, o lo poco que nos pertenecía, cada cual según lo que podía: luego
vinimos al monasterio y aquí, como he dicho, damos satisfacción a nuestra concupiscencia con
cosas miserables y sin valor. No está bien que hagamos así. Hemos renunciado al mundo y a las
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cosas del mundo; igualmente hay que renunciar al apego a las cosas materiales. Hay que saber lo
que es el renunciamiento, por qué hemos venido al monasterio, y también qué hábito hemos vestido, para obrar en consecuencia y luchar a ejemplo de nuestros Padres.
15. El hábito que llevamos se compone de una túnica sin mangas, de un cinturón de cuero, de
un escapulario y de una cogulla. Estas cosas tienen un simbolismo y debemos saber lo que significan para nosotros.
¿Por qué llevamos un túnica sin mangas? ¿Por qué no tenemos mangas cuando todos los
demás las tienen? Las mangas son símbolo de las manos, y las manos significan la práctica. Por
ello, cuando nos viene el pensamiento de realizar con las manos algo propio del hombre viejo,
por ejemplo, robar, golpear o cometer cualquier otro pecado con las manos, debemos prestar
atención a nuestro hábito y reconocer que no tenemos mangas, es decir, que no tenemos manos
para hacer lo que es propio del hombre viejo.
Además, nuestra túnica lleva una marca de púrpura. ¿Qué significa esa marca? Todos los
soldados al servicio del rey llevan púrpura en sus mantos. Como el rey se viste de púrpura,
todos sus soldados ponen sobre sus mantos la púrpura, es decir la insignia real, para mostrar que
pertenecen al rey y que guerrean por él. Nosotros también, llevamos la marca de la púrpura
sobre nuestra túnica, para mostrar que somos soldados de Cristo y que debemos soportar todos
los sufrimientos que él padeció por nosotros. Durante su Pasión, nuestro Maestro llevó el manto
de púrpura: primeramente, como Rey, porque es “el Rey de Reyes y el Señor de los Señores”;
además, lo llevó por irrisión por parte de los impíos. Al llevar la marca de púrpura, queremos,
como decía, soportar todos sus sufrimientos, y como el soldado no abandona su servicio para
hacerse agricultor o comerciante —que sería decaer de su profesión, pues, según el Apóstol,
“ningún soldado se embaraza con asuntos de la vida civil, si quiere dar satisfacción a quien lo ha
enrolado” (2 Tm 2,4)—, así nosotros debemos luchar para no tener preocupación alguna por las
cosas de este mundo y dedicarnos a Dios solo, asiduamente y sin distraernos, como se ha dicho
de la mujer virgen (1 Co 7,34-35).
16. Tenemos también un cinturón. ¿Por qué llevamos un cinturón? El cinturón que llevamos
es ante todo signo de que estamos dispuestos al trabajo. Quien quiere trabajar, comienza por
ceñirse, y así se pone a la tarea, según lo dicho: “Que vuestra cintura esté ceñida”. Por otra
parte, el cinturón, estando hecho de una piel muerta, muestra que debemos mortificar nuestro
gusto por el placer. El cinturón se coloca en la cintura: a la altura de los riñones, donde reside,
según se dice, la potencia concupiscible del alma. Es lo dicho por el Apóstol: “Mortificad vuestros miembros terrestres, fornicación, impureza”, etc...
17. Tenemos además un escapulario. Se coloca sobre los hombros en forma de cruz: es decir
que llevamos sobre los hombros el símbolo de la cruz, en conformidad con esta palabra: “Toma
tu cruz y sígueme”. Y, ¿qué es esa cruz más que la muerte perfecta que realiza en nosotros la fe
en Cristo? Porque “la fe, dice el Geronticón, cubre siempre los obstáculos y nos facilita la
práctica”, y ésta nos conduce a la muerte perfecta, que consiste en morir a todo lo que es de este
mundo: después de haber dejado la familia, hay que luchar contra el afecto que se tiene por ella;
igualmente después de haber renunciado a las riquezas, a los bienes y a todo, hay todavía que
renunciar a su mismo atractivo, como hemos dicho ya. Ése es el perfecto renunciamiento.
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18. Vestimos también una cogulla: es un símbolo de la humildad. Los niños pequeños, que
son inocentes, llevan cogullas, pero no los adultos. Si nosotros las llevamos, es para que seamos
como niños pequeños en cuanto a la malicia, como dijo el Apóstol: “No seáis niños en cuanto al
juicio, pero mostraos niños pequeños en cuanto a la malicia”. ¿Qué significa “ser niño pequeño
en cuanto a la malicia”? El niño pequeño, no teniendo malicia, no se encoleriza si se le injuria;
no siente vanidad si se le honra; no se aflige si se le cogen sus cosas, porque es niño pequeño en
cuanto a la malicia; no alimenta las pasiones ni reivindica la gloria.
La cogulla es también símbolo de la gracia de Dios. Como la cogulla protege y mantiene
caliente la cabeza del niño, así la gracia divina protege nuestro espíritu, como lo dijo el Geronticón: “La cogulla es el símbolo de la gracia de Dios nuestro Salvador, que protege la parte superior del alma y rodea de cuidados nuestra infancia en Cristo, a causa de quienes se esfuerzan
siempre por golpear y herir”.
19. Llevamos a la cintura el cinturón, que significa la mortificación del apetito irracional.
Sobre los hombros llevamos el escapulario, que es una cruz. Y llevamos también la cogulla, que
es símbolo de la inocencia y de la infancia en Cristo. “Vivamos, pues, en conformidad con
nuestro hábito, como dicen los Padres, para no llevar un hábito que no nos corresponda. Hemos
dejado las grandes cosas, dejemos también las pequeñas. Hemos abandonado el mundo, abandonemos también sus gustos, porque, como he dicho, esos gustos por cosas ínfimas y miserables
que no merecen interés alguno, nos atan todavía al mundo sin darnos cuenta.
20. Si queremos, pues, estar perfectamente desligados y libres, aprendamos a negar nuestra
voluntad, y así, progresando poco a poco con la ayuda de Dios, llegaremos a estar desprendidos.
Porque nada es tan provechoso al hombre como negar su propia voluntad. Verdaderamente por
ese medio, se progresa por así decir más que por todas las virtudes. Como el viajero que, en su
camino, encuentra un atajo y tomándolo gana una buena parte del trayecto, así es el que avanza
por la ruta de la negación de la voluntad: porque al negar su voluntad, se obtiene el desprendimiento y por el desprendimiento se llega, con la ayuda de Dios, a una perfecta apatheia (impasibilidad).
21. Ved a qué progreso conduce poco a poco la negación de la voluntad propia. Mirad lo que
era el bienaventurado Dositeo. ¿De qué vida muelle y sensual venía, él, que ni siquiera había
oído hablar de Dios? Y, sin embargo, sabéis a que cimas lo llevó en poco tiempo la práctica de
la obediencia y de la negación de la voluntad propia. Sabéis también cómo Dios lo glorificó y no
permitió que caiga en olvido una tal virtud. Lo ha revelado a un santo anciano que vio a Dositeo
en medio de todos los santos gozando de la felicidad.
22. Voy a contaros otro hecho del que fui testigo, para que aprendáis cómo la obediencia y la
ausencia de toda voluntad propia libera al hombre incluso de la muerte. Estando yo en el monasterio del abad Seridos, un discípulo de un gran anciano de la región de Ascalón vino con una
comisión de parte de su abad. Éste le había dado orden de volver aquella misma tarde a su celda.
Pero sobrevino una violentísima tempestad, chubascos y truenos: el torrente vecino había crecido
totalmente. Sin embargo, el hermano quería partir a causa de la palabra del anciano. Le pedíamos que quedase, creyendo imposible que saliese del río sano y salvo; pero él no se dejaba
convencer. Terminamos por decir: “Vamos con él hasta el río. Cuando lo haya visto, se volverá
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atrás.” Salimos con él. Cuando llegamos al río, el hermano se quitó la ropa, la ató a la cabeza,
se ciñó su peregrina y se echó al agua, en la terrible corriente. Quedamos allí, llenos de espanto
y temblando por su vida, pero él continuó a nado y pronto llegó a la otra orilla. Se puso de
nuevo su ropa, nos hizo una metania desde lejos, se despidió y partió corriendo. Quedamos
estupefactos y llenos de admiración ante el poder de la virtud: nosotros teníamos miedo con sólo
mirar, y él atravesó sin peligro gracias a su obediencia.
23. Una cosa semejante sucedió a un hermano que su abad había enviado al pueblo por lo
necesario, a la casa del que hacía las comisiones. Al verse arrastrado al mal por la hija de aquel
personaje, se limitó a decir: “¡Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame!” Inmediatamente se encontró en el camino de Seté, de vuelta hacia su padre. Ved el poder de la virtud, ved el
poder de una palabra, ¡qué auxilio proporciona el mero hecho de apelar a las oraciones de su
padre! Aquel hermano dijo: “¡Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame!”, e inmediatamente se halló en el camino. Considerad la humildad y la prudencia de ambos. Estaban en dificultad y el anciano quería enviar al hermano a casa del que hacía las comisiones. No le dijo:
“Vete”, sino: “¿Quieres ir?” Igualmente el hermano no respondió: “Voy”, sino: “Haré lo que
quieras”. Porque temía a la vez las ocasiones de caer y la desobediencia a su padre. Más tarde la
necesidad al ser mayor, el anciano le dijo: “Vete. Ponte en camino”. Y él no dijo: “Tengo
confianza en que Dios te protegerá”, sino: “Tengo confianza en que por las oraciones de mi
padre te protegerá”. Igualmente el hermano, en el momento de la tentación, no dijo: “¡Dios
mío, ayúdame!”, sino: “Oh Dios, por las oraciones de mi padre, líbrame”. Así cada uno de
ellos ponía su esperanza en las oraciones de su padre.
Ved cómo unieron la humildad a la obediencia. De igual modo, como en el tiro de un carro,
uno de los caballos no puede avanzar al otro, sino el carro se quiebra, así la humildad debe ir
junto con la obediencia. Y ¿cómo se puede obtener esta gracia, sino, como he dicho, usando de
violencia para quebrantar la voluntad y abandonándose, después de Dios, a su padre, sin dudar
jamás, obrando todo como esos dos hermanos, con la plena seguridad de obedecer a Dios? Entonces se es digno de misericordia y de salvarse.
24. Se cuenta que un día san Basilio, visitando sus monasterios, preguntó a uno de los higumenos: “¿Tienes a alguien que esté en el camino de la salvación?” –“Gracias a tus oraciones,
señor, respondió el abad, queremos todos salvarnos”. Y el santo preguntó todavía: “¿Tienes a
alguien que esté en el camino de la salvación?” Esta vez el abad comprendió, porque él era
también un espiritual, y respondió: “Sí”. – “Tráemelo”, le dijo el santo. Llega el hermano y el
santo le dice: “Dame con que lavarme”. El hermano va y trae lo necesario. Una vez lavado, san
Basilio tomó el agua a su vez y dijo al hermano: “Acepta, y lávate tú también”. Sin discutir, el
hermano recibió el agua derramada por el santo. Después de haberle probado así, san Basilio le
dijo: “Cuando entre en el santuario, ven a recordarme que quiero imponerte las manos”. El
hermano obedeció sin discutir. Cuando vio a san Basilio en el santuario, vino a recordárselo. El
obispo le impuso las manos y lo tomó consigo. En efecto, ¿quién merecería mejor que aquel
bienaventurado hermano vivir con aquel santo hombre de Dios?
25. En cuanto a vosotros, no tenéis la experiencia de esta obediencia que no razona, y no
conocéis tampoco el reposo que se encuentra en ella. Pregunté un día al anciano abad Juan,
discípulo del abad Barsanufo: “Maestro, la Escritura dice que es por muchas tribulaciones como
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nos es preciso entrar en el Reino de los cielos. Ahora bien, constato que yo no tengo ni la más
mínima tribulación. ¿Qué debo hacer para no perder mi alma?” Porque yo no tenía tribulación
alguna, ni ninguna preocupación. Si tenía un pensamiento, tomaba mi pizarra y escribía al anciano, –de hecho, yo le preguntaba por escrito, antes de estar a su servicio–, y yo no había terminado de escribir que sentía ya alivio y provecho. Ésa era mi despreocupación y mi reposo. Con
todo, como yo ignoraba el poder de la virtud y oía decir que es por muchas tribulaciones como
se entra en el Reino de los cielos, me inquietaba por no tener prueba alguna. Cuando comuniqué
mi temor al anciano, me declaró: “No te preocupes: a ti, eso no te concierne. Los que se entregan a la obediencia de los Padres, poseen esa despreocupación y ese reposo”.
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II. SOBRE LA HUMILDAD
26. “Ante todo, dijo un anciano, tenemos necesidad de la humildad, y debemos estar prontos
a decir: ¡Perdón! por toda palabra que oímos, ya que es por la humildad como son aniquilados
todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista”. Tratemos de ver cuál es el sentido de
esta palabra del anciano. ¿Por qué dijo: “Ante todo, tenemos necesidad de la humildad”, y no
más bien: “Ante todo tenemos necesidad de la templanza”? En realidad el Apóstol dijo: “El
luchador se priva de todo” (1 Co 9,25). O, ¿por qué el anciano no dijo: “Ante todo tenemos
necesidad del temor de Dios”, ya que afirma la Escritura que “el comienzo de la sabiduría es el
temor del Señor” (Sal 110,10), y que se aparte del mal por el temor del Señor” (Pr 15,27)? ¿Por
qué tampoco: “Ante todo, tenemos necesidad de la limosna o de la fe”? De hecho está escrito:
“Por las limosnas y la fe los pecados son perdonados” (Pr 15,27). El Apóstol dice también que
“sin la fe es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6). Y si “es imposible agradar sin la fe”, “si por
las limosnas y la fe los pecados son perdonados”, si “por el temor del Señor el hombre se aparta
del mal”, si “el temor del Señor es el comienzo de la sabiduría”, si, en fin, “el luchador se
priva de todo”, ¿por qué el anciano dijo: “Ante todo, tenemos necesidad de la humildad”, dejando de lado todo lo demás, que es necesario? Es que él quiere enseñarnos que ni el temor de
Dios, ni la limosna, ni la fe, ni la templanza, ni ninguna otra virtud puede existir sin la humildad. Por esa razón dijo: “Ante todo, tenemos necesidad de la humildad, y debemos estar dispuestos a decir: ¡Perdón! por toda palabra que oímos, pues es por la humildad que son destruidos todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista”.
27. Considerad, hermanos, cuál es el poder de la humildad. Ved la eficacia de decir: “¡Perdón!” Pero, ¿por qué se le llama al diablo no solamente “enemigo”, sino también “antagonista”?
Se le llama “enemigo” por razón de su odio insidioso contra el hombre y contra el bien; “antagonista” porque se esfuerza por obstaculizar toda obra buena. ¿Alguien quiere orar? Él se opone
y pone obstáculos con malos pensamientos, con distracciones obsesionantes, con la acedía. ¿Otro
quiere dar limosna? Lo detiene con la avaricia, con la tacañería. ¿Otro quiere velar? Se lo impide con la pereza, con el descuido. Brevemente, se opone a todo bien que emprendemos. Por eso
se le llama no sólo “enemigo”, sino también “antagonista”. Así “por la humildad son destruidos
todos los maleficios de nuestro enemigo y antagonista”.
28. La humildad es verdaderamente grande. Todos los santos avanzaron por ese camino de la
humildad y abreviaron los trayectos con las penas, según esta palabra: “Mira mis trabajos y mis
penas y perdona todos mis pecados” (Sal 24,18). “Incluso sola, la humildad puede, como lo
decía el abad Juan, introducirnos, aunque más lentamente”. Humillémonos, pues, un poco,
también nosotros, y nos salvaremos. Aunque no podamos, débiles como somos, realizar penosos
trabajos, tratemos de humillarnos. Tengo confianza en la misericordia de Dios que lo poco que
hagamos humildemente, nos valdrá a nosotros para estar entre los santos que han trabajado mucho en el servicio de Dios. Sí, somos débiles e incapaces de entregarnos a aquellos trabajos,
pero ¿no podemos humillarnos?
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29. Hermanos, ¡dichoso quien posee la humildad! Grande es la humildad. Designaba muy
bien al que posee una verdadera humildad, el santo que decía: “La humildad no se irrita ni irrita
a nadie”. Esto parecería que no es exacto, porque la humildad se opone simplemente a la vanagloria, de la que preserva al hombre. Ahora bien, uno se irrita a propósito de las riquezas y a
propósito de los alimentos. ¿Cómo puede decirse entonces que “la humildad no se irrita ni irrita
a nadie”? Es porque la humildad es grande, como dijimos. Es tan poderosa que atrae la gracia
de Dios al alma, y la gracia de Dios, una vez presente, protege al alma contra esas dos graves
pasiones. ¿Qué hay más grave que irritarse uno mismo e irritar al prójimo? Envagro lo decía:
“No conviene en manera alguna que el monje se encolerice”. Sí, en verdad, si el que se irrita no
se defiende inmediatamente con la humildad, resbala poco a poco a un estado diabólico, perturbando a los demás y perturbándose él mismo. Por esto el anciano dijo: “La humildad no se irrita
ni irrita a nadie”.
30. Pero, ¿qué he dicho? ¿Es solamente de esas dos pasiones de las que nos protege la humildad? Más bien nos protege de toda pasión, de toda tentación. Cuando san Antonio contempló
todos los tropiezos tendidos por el diablo, preguntó a Dios con gemidos: “¿Quién los superará?”
Y Dios le respondió: “La humildad los superará”. Y ¿qué otra palabra añadió Dios? “Y ellos no
tendrán fuerza contra la humildad”. ¿Veis, hermanos respetables, el poder, veis la gracia de una
virtud? En realidad, nada es más poderoso que la humildad, nada le es superior. Si al humilde le
acontece algo desagradable, inmediatamente se echa a sí mismo la culpa, al punto cree que lo ha
merecido, y no consiente que se haga reproche a nadie más, ni que se le eche a otro la culpa. Él
soporta sencillamente, sin turbarse, sin angustiarse, con toda tranquilidad. Por eso “la humildad
no se irrita ni irrita a nadie”. Con razón el santo dijo: “Ante todo, tenemos necesidad de la
humildad”.
31. Hay dos especies de humildad, como hay dos especies de orgullo. El primer tipo de orgullo consiste en despreciar a su hermano, no hacer caso alguno de él, como si no existiese, y a
creerse superior a él. Si no se presta atención inmediatamente con una seria vigilancia, se llega
poco a poco a la segunda clase que consiste en elevarse contra el mismo Dios, y a atribuirse a sí
mismo las buenas obras y no a Dios.
De hecho, hermanos míos, conocí a alguien que había caído en un estado lastimoso. Al comienzo, cuando un hermano le hablaba, lo despreciaba diciendo: “¿Quién es éste? En el mundo
no hay más que Zósimo y sus discípulos”. Luego, comenzó también a despreciar a éstos y a
decir: “No hay más que Macario”; y un poco más tarde: “¿Quién es Macario? No hay más que
Basilio y Gregorio”. Pero pronto los despreció también a ellos: “¿Quién es Basilio? ¿Quién es
Gregorio?, decía. No hay más que Pedro y Pablo”. –“Ciertamente hermano, le dije, despreciarás también a Pedro y Pablo”. Y, creedme, poco más tarde comenzó a decir: “¿Quiénes son
Pedro y Pablo? No hay más que la Santa Trinidad”. Finalmente se levantó contra Dios mismo,
y fue su ruina. Por eso, hermanos míos, debemos luchar contra la primera especie de orgullo
para no caer poco a poco en el orgullo completo.
32. Hay también un orgullo mundano y un orgullo monástico. El orgullo mundano consiste
en elevarse frente a su hermano porque se es rico, más hermoso, mejor vestido o más noble que
él. Cuando nos damos cuenta de que nos glorificamos de esas cosas o de que nuestro monasterio
es más grande, más rico o más numeroso, pensemos que nos hallamos todavía en el orgullo
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mundano. Lo mismo cuando se saca vanidad de las cualidades naturales: por ejemplo, uno se
glorifica de tener una voz hermosa o de salmodiar bien, o de ser hábil, de trabajar o servir correctamente. Estos motivos son más elevados que los primeros; sin embargo, eso es todavía
orgullo mundano. El orgullo monástico consiste en gloriarse de las vigilias, de los ayunos, de la
piedad, de la observancia, del celo, o incluso de humillarse por vanagloria. Todo esto es orgullo
monástico. Si tenemos necesariamente que enorgullecernos, conviene que nuestro orgullo se
refiera al menos a las cosas monásticas y no a las mundanas. Hemos explicado cuál es la primera
clase de orgullo y cuál la segunda; hemos definido igualmente el orgullo mundano y el orgullo
monástico. Mostremos ahora cuales son las dos especies de humildad.
33. La primera consiste en tener a su hermano por más inteligente que a sí mismo y superior
en todo; es, en suma, como decía un santo: “Ponerse debajo de todos”. La segunda especie de
humildad es atribuir a Dios las buenas obras. Ésa es la perfecta humildad de los santos. Nace
naturalmente en el alma de la práctica de los mandamientos. Mirad los árboles cargados con
abundancia de frutos: esos frutos hacen doblarse y bajarse las ramas. En cambio la rama que no
tiene fruto, se levanta en el aire y se alza derecha. Hay algunos árboles cuyas ramas no llevan
fruto y se elevan hacia el cielo. Pero si se les suspende una piedra para hacerlas bajar, entonces
producen fruto. Así sucede con el alma: cuando se humilla, da fruto, y cuanto más fruto da, más
se humilla. Los santos cuanto más se acercan a Dios, más pecadores se consideran.
34. Me acuerdo de que hablábamos un día de la humildad, y un notable de Gaza al oírnos
decir que cuanto más uno se aproxima de Dios, se considera más pecador, estaba extrañado:
“¿Cómo es eso posible?”, decía. No lo comprendía y deseaba una explicación: –Señor notable,
le pregunté, dígame, ¿qué piensa Ud. ser en su ciudad? – Un gran personaje, me respondió, el
principal de la ciudad. –Si Ud. fuese a Cesarea, ¿por quién se consideraría allí? –Inferior a los
grandes de aquella ciudad. –Y ¿si fuese a Antioquia? –Me consideraría como un pueblerino. –Y
a Constantinopla, ¿junto al Emperador? –Como un miserable. –Ahí lo tiene, le dije. Tales son
los santos: cuanto más se acercan de Dios, más pecadores se consideran. Abrahán cuando vio al
Señor se llamó «tierra y ceniza» (Gn 18,27). Isaías decía: «¡Miserable e impuro que yo soy!»
Igualmente cuando Daniel estaba en la fosa de los leones y Habacuc llegó con la comida diciéndole: «Toma la comida que Dios te envía», ¿qué dijo Daniel?: «¡El Señor se acordó, pues, de
mí!» ¿Veis qué humildad poseía en su corazón? Estaba en la fosa, en medio de los leones, éstos
no le hacían daño alguno, y esto no sólo una primera vez, sino una segunda vez; sin embargo,
después de todo ello, se admiraba y decía: “¡El Señor se acordó, pues, de mí!”
35. ¡Ved la humildad de los santos! ¡Ved las disposiciones de su corazón! Incluso enviados
por Dios en auxilio de los hombres, rehusaban por humildad y rehuían los honores. Si se echa
una toca sucia sobre un hombre vestido de seda, él trata de evitarlo para no ensuciar su ropa
preciosa. Igualmente los santos revestidos de virtudes, huyen la vanagloria humana por miedo a
ensuciarse. Al contrario, los que desean la gloria semejan al hombre desnudo que no cesa de
buscar un harapo de tela o cualquier otra cosa para cubrir su indecencia. Así el que está desnudo
de virtudes, busca la gloria de los hombres.
Enviados por Dios en auxilio de los demás, los santos rehusaban por humildad. Moisés decía:
“Os suplico: elegid otro que sea capaz; yo soy tartamudo y mi lengua es torpe”. Y Jeremías:
“Soy demasiado joven”. Todos los santos en general adquirieron la humildad, como hemos
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dicho, por la práctica de los mandamientos. Cómo es o cómo nace en el alma, nadie puede
expresarlo con palabras a quien no lo haya aprendido por experiencia; nadie podría aprender por
las meras palabras.
36. Un día, el abad Zósimo hablaba de humildad y un filósofo que se encontraba presente, al
oír sus enseñanzas, quiso saber su sentido preciso: “Dime, le preguntó, ¿cómo puedes creerte
pecador? ¿No sabes que eres santo, que posees virtudes? ¡No ves que practicas los mandamientos! ¿Cómo en estas condiciones puedes creer que eres un pecador?” El anciano no encontraba
respuesta que darle, pero le dijo: “No sé cómo decírtelo, pero es así”. El filósofo, con todo, le
asediaba para obtener la explicación. Y el anciano, no hallando cómo exponérselo, comenzó a
decir con su santa sencillez: “No me atormentes; yo sé bien que es así”.
Viendo que el anciano no sabía qué responder, le dije: “¿No es esto como la filosofía y la
medicina? Cuando uno aprende bien estas artes y las practica, se adquiere poco a poco por el
ejercicio mismo une suerte de costumbre de médico o de filósofo. Nadie podría decir ni lograría
explicar cómo le vino esa costumbre. Poco a poco, como dije, e inconscientemente el alma la
adquirió por el ejercicio de su arte. Lo mismo se puede pensar acerca de la humildad: de la
práctica de los mandamientos nace una disposición para la humildad, que no puede explicarse
con palabras”. A estas palabras el abad Zósimo se llenó de alegría y me abrazó al punto, diciéndome: “Has encontrado la explicación. Es exacto lo que dices”. En cuanto al filósofo, quedó
satisfecho y admitió también el razonamiento.
37. Ciertas palabras de los ancianos nos hacen entrever esa humildad, pero la disposición
psíquica nadie lograría decir cuál es. Cuando el abad Agatón estuvo próximo a morir, los hermanos le dijeron: “Padre, ¿también tú temes?” Él respondió: “Sin duda, hice lo posible por guardar los mandamientos, pero soy un hombre; ¿cómo podría saber si mis obras han agradado a
Dios? Porque es diferente el juicio de Dios y el de los hombres.” Ved, este anciano nos abrió los
ojos para entrever la humildad y nos indicó un camino para alcanzarla. Pero, cómo es o cómo
nace en el alma, según lo he dicho frecuentemente, nadie lograría decirlo; y tampoco se puede
saber por un razonamiento, si el alma no mereció aprenderlo por sus obras. Los Padres han
hablado de lo que la obtiene. En el Geronticón se cuenta que un hermano preguntó a un anciano:
“¿Qué es la humildad?” El anciano respondió: “La humildad es una obra grande y divina. El
camino de la humildad, son los trabajos corporales realizados a conciencia, el mantenerse debajo
de todos y orar a Dios sin cesar”. Ése es el camino de la humildad, pero la humildad ella misma
es divina e incomprensible.
38. ¿Por qué se dijo que los trabajos corporales llevan al alma a la humildad? ¿Cómo los
trabajos corporales son virtud del alma? Mantenerse debajo de todos, como hemos dicho antes,
se opone a la primera especie de orgullo. El que se pone por debajo de todos, ¿cómo podría
creerse más grande que su hermano, elevarse en algo, censurar o despreciar a alguien? Igualmente, en cuanto a la oración continua, es evidente también que se opone a la segunda especie
de orgullo. Es manifiesto que el hombre humilde y piadoso, sabiendo que en su alma no puede
haber nada bueno sin el auxilio y la protección de Dios, no cesa jamás de invocarle para obtener
su misericordia. Quien ora a Dios sin cesar, en cualquier obra que pueda realizar, él conoce su
origen, y no puede concebir orgullo ni atribuirla a sus propias fuerzas. Es a Dios a quien él
atribuye toda obra buena y no cesa de darle gracias y de invocarlo, temiendo que la pérdida de
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uno de sus auxilios no deje aparecer su debilidad y su impotencia. Así la humildad le hace orar
y la oración lo hace humilde. Y cuanto más bien hace, tanto más se humilla; y cuanto más se
humilla, tantos más auxilios recibe y progresa gracias a su humildad.
39. ¿Por qué se dijo, pues, que los trabajos corporales obtienen la humildad? ¿Qué influencia
puede tener el trabajo del cuerpo en una disposición del alma? Voy a decíroslo. Cuando el alma
se apartó del precepto para caer en pecado, se entregó, por desdicha, como dice san Gregorio, a
la concupiscencia y al libertinaje del error. Se recreó en los bienes corporales y, en cierta manera, se hizo como una sola cosa con el cuerpo, viniendo a ser enteramente carne, según la expresión: “Mi espíritu no permanecerá en estos hombres porque son carne”. Así la desgraciada alma
sufre con el cuerpo, es afectada ella misma por todo lo que él hace. Por eso el anciano dice que
incluso el trabajo corporal conduce a la humildad. De hecho, las disposiciones del alma no son
las mismas en el sano que en el enfermo, en el hambriento que en el harto. Tampoco son las
mismas en el que está montado a caballo que en el que monta un asno, en quien está sentado en
un trono que en el que se sienta por tierra, en quien lleva lujosos vestidos que en quien viste
miserablemente. Por tanto, el trabajo humilla el cuerpo y, cuando el cuerpo es humillado, el
alma también lo es con él, de manera que el anciano tenía razón al decir que incluso el trabajo
corporal lleva a la humildad. Por eso cuando Envagro fue tentado de blasfemia, no ignorando en
su sabiduría que la blasfemia viene del orgullo y que la humillación del cuerpo produce la humildad en el alma, pasó cuarenta días sin entrar bajo un techo, de modo que su cuerpo, según dice
el que lo narra, producía parásitos, como las bestias salvajes. Esta penalidad no era por la blasfemia, sino por la humildad. El anciano, pues, hizo bien en decir que los trabajos corporales conducen también a la humildad. Que el buen Dios nos conceda la gracia de la humildad que libra
al hombre de grandes males y le protege de grandes tentaciones.
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III. SOBRE LA CONCIENCIA
40. Cuando Dios creó al hombre depositó en él un germen divino, una suerte de facultad más
viva y luminosa como una centella, para esclarecer el espíritu y hacerle discernir el bien y el
mal. Es lo que se llama conciencia: la ley natural. Según los Padres, está representada por los
pozos que excavó Jacob y que colmaron los filisteos. Conformándose a la ley de la conciencia,
los Patriarcas y todos los santos de antes de la ley escrita agradaron a Dios. Pero, habiéndola
sepultado progresivamente los hombres y habiéndola pisoteado con sus pecados, nos fue precisa
la ley escrita, nos fueron necesarios los profetas, nos fue menester la venida de nuestro Señor
Jesucristo por sacarla a relucir y despertarla, para reanimar con la práctica de sus santos mandamientos la centella enterrada. Desde entonces, está en nuestro poder o bien enterrarla de nuevo,
o bien dejar que brille y nos ilumine, si le obedecemos. Si nuestra conciencia nos manda hacer
tal cosa y nosotros la despreciamos, si nos habla de nuevo y no hacemos lo que ella nos dice,
persistiendo en pisotearla, terminaremos por enterrarla, y el peso, que la cubre, le impide en
adelante hablarnos claramente.
Como una lámpara cuya claridad está oscurecida por las impurezas, comienza a hacernos ver
las cosas más confusamente, por así decir más oscuramente; y como en un agua cenagosa nadie
puede reconocer su rostro, llegamos progresivamente a no percibir la voz de nuestra conciencia,
hasta el punto de creer casi que no la tenemos. Con todo, nadie está privado de ella, porque,
como lo hemos dicho ya, es algo divino que no muere nunca; nos recuerda sin cesar nuestro
deber, y somos nosotros que no la escuchamos, según lo dicho, por haberla menospreciado y
pisoteado.
41. El profeta llora sobre Efraín, diciendo: “Efraín oprimió a su adversario y pisoteó el
juicio” (Os 10,11). Llama “adversario” a la conciencia. De ahí que se dice en el Evangelio:
“Métete pronto de acuerdo con tu adversario, mientras que vas de camino con él, por miedo a
que te entregue al juez, el juez a los guardias y éstos te echen en prisión. En verdad te digo que
no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo”. ¿Por qué llamar “adversario” a la
conciencia? Porque se opone constantemente a nuestra mala voluntad; nos censura si no hacemos
lo que debemos hacer, e igualmente nos acusa si hacemos lo que no debemos hacer. Por eso se
la llama “adversario” y se nos da este consejo: “Métete de acuerdo pronto con tu adversario,
mientras vas de camino con él”. El camino, como explica san Basilio, es el mundo presente.
42. Esforcémonos, pues, hermanos, por guardar nuestra conciencia mientras estamos en este
mundo, tratando de no incurrir en su censura, sea lo que sea, y de no pisotearla nunca en lo más
mínimo. Ya que sabéis que de las pequeñas cosas, a las que no se da importancia, se llega a
despreciar también las grandes. Se comienza por decir: “¿Qué importa si digo esta palabra?
¿Qué importa si como este bocado? ¿Qué importa si me ocupo de este asunto? A fuerza de decir:
qué importa esto, qué importa lo otro, se contrae un cáncer maligno e irritante: uno comienza a
despreciar incluso las cosas importantes y más graves, a pisotear su conciencia, y finalmente se
corre el peligro de caer, escalón tras escalón, en una total insensibilidad.
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Vigilad, hermanos, para no ser negligentes en las cosas pequeñas, vigilad y no las despreciéis
como insignificantes. No son pequeñas, son un cáncer, una mala costumbre. estemos vigilantes,
estemos atentos a las cosas ligeras, mientras son ligeras, para que no lleguen a ser graves. Virtud
y pecado comienzan por cosas pequeñas, pero conducen a las grandes, buenas o malas. Por eso
el Señor nos exhorta a guardar nuestra conciencia bajo la forma de una advertencia dirigida a
alguien en particular: Mira lo que haces, desgraciado. ¡Atención! “Métete de acuerdo pronto con
tu adversario, mientras que vas de camino con él”. Luego añade, para mostrar el carácter temible y peligroso de la situación: “Por miedo a que te entregue al juez, y el juez a los guardias, y
éstos te metan en prisión”. Y ¿luego?: “En verdad te digo que no saldrás de ella hasta que hayas
pagado el último céntimo”. Como dije, es la conciencia la que nos instruye sobre el bien y el
mal con sus reproches y nos muestra lo que hay que hacer o no hacer. Es ella también quien nos
acusará en el siglo futuro. Por eso el Señor dice: “Por miedo a que te entregue al juez…” y lo
que sigue.
43. Guardar la conciencia presenta una gran diversidad de aplicaciones. Se debe guardar
respecto a Dios, respecto al prójimo, respecto a las cosas materiales. Respecto a Dios, teniendo
cuidado en no menospreciar sus mandamientos, incluso en las cosas que no pueden ver los hombres y de las que ninguno de entre ellos pedirá cuentas. Guarda su conciencia para con Dios en
lo secreto el que, por ejemplo, procura no ser negligente en la oración, el que es vigilante cuando surge en el corazón un pensamiento apasionado y no se detiene en él ni lo consiente; el que
evita sospechar y juzgar al prójimo por las apariencias, cuando le ve decir o hacer algo; en una
palabra, todo lo que se pasa en secreto y que nadie conoce más que Dios y nuestra conciencia,
debe ser objeto de nuestra vigilancia. Tal es la conciencia respecto a Dios.
44. La conciencia respecto al prójimo consiste en no hacer absolutamente nada que pueda
molestarle o herirle, sea una acción, una palabra, una actitud o una mirada. Porque hay actitudes
que hieren al prójimo, os lo repito con frecuencia; una mirada también puede herirle. Brevemente, todas las veces que uno se da cuenta de que trata de molestar al prójimo, su propia conciencia
se mancha, ya que ve bien que tiene intención de dañar o afligir. Hay que procurar no obrar de
esa manera. Y eso es guardar su conciencia respecto al prójimo.
45. En fin, guardar su conciencia respecto a las cosas materiales, es evitar hacer malo lo
bueno, no dejar que se pierda o se descuide nada, no ser negligente en recoger y poner en su
lugar un objeto que está fuera de su sitio, por pequeño que sea, evitar también el estropear la
ropa. Por ejemplo, uno podría llevar todavía su vestido una o dos semanas, y sin esperar ese
plazo se apresura a ir a lavarlo y batirlo. Cuando debería servirle cinco meses o incluso más, lo
gasta a fuerza de lavados y lo hace inutilizable. Eso es obrar contra su conciencia.
Igualmente en cuanto al lecho. Uno podría contentarse con frecuencia con una simple almohada y desea un gran colchón. Uno tiene una manta de pelo y quiere cambiarla por otra, nueva o
más bonita, por frivolidad o porque le disgusta la que tiene. Uno podría contentarse con un
manto hecho de varias piezas, y reclama uno de lana, y tal vez se disgustará si no lo recibe.
Además, si fija sus ojos en su hermano y comienza a decir: “¿Por qué él tiene aquello y yo no?
¡Qué dichoso es él!”. ¡He ahí qué gran progreso! O bien todavía, uno extiende la túnica o la
manta al sol y se descuida de cocerla de nuevo y la deja estropearse. Esto es también obrar contra la conciencia.
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Lo mismo en cuanto a los alimentos. Se podría uno contentar con un poco de legumbres
verdes o secas, o con algunas aceitunas. Y en lugar de contentarse con eso, busca otro manjar
más agradable o más costoso. Todo esto es contra la conciencia.
46. Ahora bien, los Padres dicen que el monje no debe nunca dejar que su conciencia le atormente, por nada. Por tanto, hermanos, tenemos que permanecer siempre vigilantes y evitar todas
las faltas para no ponernos en peligro. Como hemos dicho, el Señor nos previno. Que Dios nos
conceda entender y guardar esto, para que los dichos de nuestros Padres no vengan a ser para
nosotros un motivo de condenación.
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IV. EL TEMOR DE DIOS
47. San Juan dice en las epístolas católicas: “El amor perfecto echa fuera el temor”.¿Qué
quiere significar con eso? ¿De qué amor habla y de qué temor? Porque el Profeta dice en el
Salmo: “Temed al Señor, vosotros todos, sus santos” (Sal 33,10), y encontramos en las sagradas
Escrituras otros mil pasajes semejantes. Si los santos que aman al Señor, le temen, ¿cómo san
Juan puede decir: “El amor expulsa el temor”? Él quiere indicarnos que hay dos temores, uno
inicial, el otro perfecto; el primero podría decirse propio de los principiantes en la piedad; el
otro, el de los santos llegados a la perfección y a la cima del santo amor. Uno, por ejemplo,
cumple la voluntad de Dios por temor del castigo: es todavía un principiante, como decíamos,
no hace el bien por ese mismo bien, sino por temor de la punición. Otro cumple la voluntad de
Dios porque ama a Dios y quiere con cuidado serle agradable. Éste sabe lo que es el bien, conoce lo que es el estar con Dios. He ahí el que posee el verdadero amor, “el amor perfecto”, como
dice san Juan, y este amor le conduce al temor perfecto. Porque él teme y guarda la voluntad de
Dios, no por razón del castigo, ni por evitar la punición, sino porque habiendo gustado la dulzura de estar con Dios, como hemos dicho, teme perderle, teme estar privado de él. Este temor
perfecto, nacido del amor, expulsa el temor inicial. Y por eso san Juan dice que “el amor perfecto echa fuera el temor”. Pero es imposible llegar al temor perfecto, sin pasar por el temor
inicial.
48. Como dice san Basilio, hay tres estados en los que podemos agradar a Dios. O bien hacemos lo que agrada a Dios por temor del castigo, y estamos en la condición de esclavos; o bien,
buscando ganar un salario, cumplimos las órdenes recibidas, en vista de nuestra propia ventaja,
y así nos semejamos a los mercenarios; o en fin, realizamos el bien por sí mismo, y estamos en
la condición de hijos. Porque el hijo, cuando llega al uso de razón, hace la voluntad de su padre
no por temor de ser castigado ni por obtener de él una recompensa, sino porque, amando a su
padre, guarda para con él el afecto y el honor debidos a un padre con la convicción de que todos
los bienes paternos son suyos. Éste merece oír: “No eres ya un esclavo, sino un hijo y un heredero de Dios por Cristo”. Él no teme ya a Dios con el temor inicial de que hablábamos –es
evidente–, sino que le ama, como decía san Antonio: “No temo ya a Dios; le amo”. Igualmente
el Señor, al hablar a Abrahán después de que éste le ofreció su hijo: “Ahora, sé que temes a
Dios”, quería referirse al temor perfecto nacido del amor. Si no, ¿cómo habría podido decirle:
“Ahora sé…”? Abrahán –que él me perdone– había hecho tantas cosas, había obedecido a Dios,
había dejado todos sus bienes, se había establecido en un país extranjero, en medio de un pueblo
idólatra, donde no había signo alguno de culto divino. Sobre todo, había superado la terrible
prueba del sacrificio de su hijo. Y después de todo esto, el Señor le dice: “Ahora sé que temes
a Dios”. Es claro que él hablaba del temor perfecto, el propio de los santos. Ya que éstos hacen
la voluntad de Dios, no ya por temor de un castigo o por obtener una recompensa, sino por
amor, como hemos dicho muchas veces, temiendo hacer algo contra la voluntad de aquel a quien
aman. Por eso san Juan dice: “El amor echa fuera el temor”. Los santos no obran por temor,
sino que temen por amor.
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49. Ése es el temor perfecto, pero es imposible llegar a él, lo repito, sin haber tenido de
antemano el temor inicial. Pues se ha dicho: “El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor”; y también: “El comienzo y el fin es el temor de Dios” (Pr 1,7; 9,10; 22,4). La Escritura
llama “comienzo” al temor inicial, al cual sigue el temor perfecto, propio de los santos. El
temor inicial es el nuestro. Como un esmalte (en el metal), él guarda al alma de todo mal, según
lo que está escrito: “Por el temor del Señor, todo hombre se aparta del mal” (Pr 15,27). El que
se aparta del mal por temor del castigo, como el esclavo que teme a su amo, llega progresivamente a hacer el bien y comienza poco a poco a esperar una retribución por sus buenas obras,
como el mercenario. Y si prosigue a huir del mal por temor, como el esclavo, y a hacer el bien
con la esperanza de una ganancia como un mercenario, y persevera así en la virtud, con el auxilio de Dios, uniéndose paulatinamente a él, termina por gustar el bien verdadero, y tener una
cierta experiencia de él, y no quiere ya separarse de él. ¿Quién podrá en adelante, como dice el
Apóstol, separarle del amor de Cristo? Entonces alcanza la perfección del hijo, ama el bien por
sí mismo y teme porque ama. Ése es el temor grande y perfecto.
50. Para enseñarnos la diferencia de los temores, el Profeta decía: “Venid, hijos, escuchadme: os enseñaré el temor del Señor”. Prestad atención a cada palabra del Profeta, y ved cómo
cada una tiene su significado. Ante todo dice: “Venid a mí”, para invitarnos a la virtud. Luego
añade: “Hijos”; los santos llaman “hijos” a los que su palabra hace pasar del vicio a la virtud;
así el Apóstol cuando dice: “Hijitos míos, por quien soporto de nuevo los dolores del parto hasta
que Cristo se forme en vosotros”. Luego, después de habernos llamado e invitado a esta trasformación, el Profeta nos dice: “Os enseñaré el temor del Señor”. Ved la seguridad del santo.
Nosotros, cuando queremos decir una palabra buena, comenzamos siempre por preguntar:
“¿Queréis que conversemos un poco y que hablemos del temor de Dios o de otra virtud?” El
santo no habla así, sino que dice con seguridad: “Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el
temor del Señor. ¿Quién ama la vida y desea conocer días dichosos?” Y enseña diciendo:
“Guarda tu lengua del mal y tus labios de las palabras engañosas”. Ved, es siempre el temor de
Dios el que impide realizar el mal. “Guardar la lengua del mal”, consiste en no herir en manera
alguna la conciencia del prójimo, ni criticarle, ni irritarle. “Guardar los labios de palabras engañosas”, consiste en no engañar al prójimo.
El Profeta prosigue: “Apártate del mal”. Después de haber hablado primero de faltas particulares, la crítica, el engaño, ahora habla del vicio en general: “Apártate del mal”, es decir, huye
absolutamente de todo mal, apártate de todo lo que lleva al pecado. Y no se detiene ahí, sino que
añade: “Y haz el bien”. Sucede, en efecto, que uno no hace el mal, ni tampoco el bien. Uno
puede no ser injusto, sin ejercitar la misericordia, o puede no odiar sin por eso amar. Por ello el
Profeta tuvo razón al decir: “Apártate del mal y haz el bien”.
Ved, el Profeta nos muestra esta sucesión de los tres estados de que hablamos: por el temor de
Dios, lleva el alma a que se aparte del mal, y la impulsa así a elevarse hasta el bien. Porque, desde
el momento en que se llega a no cometer ya el mal y a alejarse de él, naturalmente se hace el bien,
siguiendo a los santos. A estas palabras el Profeta añade muy justamente: “Busca la paz y ve tras
ella”. No dice solamente: “busca”, sino “ve tras ella” corriendo, para apoderarte de ella.
51. Prestad mucha atención a esa palabra y ved la precisión del santo. Cuando alguien llega a
apartarse del mal y se esfuerza, con la ayuda de Dios, a hacer el bien, inmediatamente se abaten
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sobre él los ataques del enemigo. Él lucha, se fatiga, está abrumado: no sólo teme volver al mal,
como decíamos del esclavo, sino que espera también la retribución del bien como un mercenario.
En los ataques y contraataques de este pugilato con el enemigo él hace el bien, sin embargo,
con muchos sufrimientos y tormentos. Pero cuando llega el auxilio de Dios y comienza a habituarse al bien, entonces entrevé el reposo y gusta progresivamente de la paz, y se da cuenta de lo
que es la tribulación de la guerra y lo que es la alegría y la felicidad de la paz. En fin, busca esta
paz, se apresura, corre en pos de ella para alcanzarla, para poseerla en plenitud y hacerla morar
en él. ¿Hay dicha más grande que la del alma llegada a este punto? Ella se halla en la condición
de hijo, como hemos dicho con frecuencia. Sí, ciertamente, “dichosos quienes obran la paz,
porque serán llamados hijos de Dios”. ¿Quién podría decir de esta alma que obra todavía el bien
por otro motivo más que el goce del bien mismo? ¿Quién conoce esa alegría, sino quien la ha
experimentado? Entonces, ése descubre también el temor perfecto, del que hemos hablado muchas veces.
Henos instruidos acerca del temor perfecto de los santos, y acerca del temor inicial, el nuestro; conocemos aquello de lo que nos hace huir el temor de Dios y adonde nos conduce. Ahora
hemos de aprender cómo alcanzar el temor de Dios y hemos de hablar también de lo que nos
aleja de él.
52. Los Padres dijeron que uno adquiere el temor de Dios acordándose de la muerte y de los
castigos, examinando cada tarde cómo se pasó la jornada y cada mañana cómo se pasó la noche,
guardándose de la “paresia” y juntándose a alguien que teme a Dios. Se cuenta que un hermano
preguntó a un anciano: “Padre, ¿qué debo hacer para temer a Dios?” El anciano le respondió:
“Vete, júntate a un hombre temeroso de Dios, y por ese mismo hecho de que él teme a Dios, te
enseñará a temer a Dios, a ti también”.
Al contrario, alejamos de nosotros el temor de Dios al hacer lo opuesto de lo dicho, al no
pensar en la muerte ni en los castigos, al no prestar atención a nosotros mismos, al no examinar
nuestra conducta, al vivir de cualquier manera y al frecuentar cualquier persona, y, sobre todo,
al abandonarnos a la parrhesia, que es lo peor de todo y la ruina completa. ¿Qué cosa expulsa
del alma el temor de Dios como la parrhesia? Por eso el abad Agatón, preguntado sobre la parrhesia, decía que se parece a un gran viento ardiente que, cuando se levanta, hace huir a todo el
mundo delante de él y destruye totalmente los frutos de los árboles. ¿Veis, hermanos respetables, el poder de una pasión? ¿Veis su furor? Y a esta segunda pregunta: La parrhesia, ¿es tan
maligna?, el abad Agatón respondió: No hay pasión peor que la parrhesia, porque es la madre de
todas las pasiones. El anciano dijo muy bien y con mucha sagacidad que la parrhesia es la madre
de todas las pasiones, ya que ella expulsa del alma el temor de Dios. Si es siempre por el temor
de Dios que nos apartamos del mal, necesariamente donde no lo hay, se encuentran todas las
pasiones. ¡Que Dios preserve nuestras almas de esa pasión fatal de la parrhesia!
53. La parrhesia es, por lo demás, multiforme: se manifiesta de palabra, con el tacto y con la
mirada. La parrhesia impulsa a tener discursos vanidosos, a hablar de cosas mundanas, a dar
bromas o provocar risas inconvenientes. También la parrhesia hace tocar a alguien sin necesidad,
poner la mano sobre un hermano para divertirse, empujarle, cogerle algo, mirarlo inmodesta21
mente. Todo eso es obra de la parrhesia, todo proviene de que no se tiene en el alma el temor
del Señor, y de ahí se llega poco a poco a un desprecio completo. Por eso, cuando proclamaba
los mandamientos de la Ley, Dios decía: “Haced respetuosos a los hijos de Israel”. Si no hay
respeto no se puede ni siquiera honrar a Dios, ni obedecer una sola vez a un mandamiento, sea
cual sea. Así no hay nada tan temible como la parrhesia. Es la madre de todas las pasiones, ya
que excluye el respeto, expulsa el temor de Dios y engendra el desprecio.
Si tenéis la parrhesia entre vosotros, os afrontáis los unos con los otros, habláis mal los unos
de los otros y os herís mutuamente. Si uno percibe algo que no está bien, va a hablar de eso y
echarlo en el corazón de un hermano. Y no sólo se daña a sí mismo, sino que daña también a su
hermano inoculando en su corazón un veneno pernicioso. Incluso puede ocurrir que este hermano se estaba dedicando con su espíritu a la oración o a alguna otra obra buena: sobreviene el otro
y le ofrece un sujeto de charlatanería: no sólo impide su provecho, sino que le pone en tentación. Y nada hay más grave y más funesto que hacer daño a su prójimo al mismo tiempo que a
sí mismo.
54. Tengamos, pues, respeto, hermanos, temamos el perjudicarnos a nosotros mismos y a los
demás, honrémonos mutuamente y tengamos cuidado de no escudriñarnos los unos a los otros,
ya que también eso es una forma de parrhesia, según un anciano.
Si alguno ve a su hermano cometer una falta, guárdese de menospreciarle o de dejarle perecer
con su silencio, o también de abrumarle con reproches y de hablar contra él. Con compasión y
temor de Dios refiera la cosa a quien puede corregirle, o bien diríjase al hermano y dígale con
caridad y humildad: “Perdón, hermano mío, aunque soy negligente, me parece que esto quizás
no lo hacemos bien”. Si él no escucha, se lo dirá a otro que pudiera tener la confianza de aquel
hermano, o bien se dirigirá a su prepósito o al abad, según la gravedad de la falta, y no se inquiete más por aquello. Pero, como hemos dicho, hable proponiéndose, como finalidad, la enmienda de su hermano, evitando los chismes, el denigrarlo, el desprecio, sin quererle darle una
lección por así decir, sin condenarle, sin fingir tampoco que se obra por su bien, cuando interiormente se está animado de alguna de las disposiciones que acabo de decir. Porque, si habla a
su abad y no lo hace buscando la enmienda de su prójimo ni porque él se escandalizó, es un
pecado, es una murmuración. Examine su corazón y si se halla movido de la pasión, cállese. Si
ve claramente que es por compasión y por utilidad que desea hablar, pero, con todo un pensamiento apasionado le asedia interiormente, ábrase humildemente al abad, diciéndole el asunto y
el de su hermano en estos términos: “Mi conciencia me testimonia que es por el bien que deseo
hablar, pero siento que se mezcla interiormente un pensamiento turbio. ¿Se debe a que yo haya
tenido alguna vez algo contra este hermano? No lo sé. ¿Se trata de una imaginación engañosa
que quiere impedirme hablar o procurar su enmienda? Tampoco lo sé”. El abad le dirá si él debe
hablar o no.
Sucede también que uno habla no por utilidad de su hermano, ni porque se encuentre él escandalizado, ni porque esté impulsado por el rencor, sino simplemente por charlar. Ahora bien,
¿qué utilidad tienen esas palabras vanas? Con frecuencia incluso el hermano se entera de que han
hablado de él, y se perturba. De todo eso no sale más que aflicción y aumento del mal. En cambio, cuando se habla por utilidad, como hemos dicho, y sólo por eso, Dios no permite que de
ahí nazca la turbación ni que se produzca aflicción o daño.
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55. Tened también cuidado, como decíamos, de guardar la lengua. Que nadie hable maliciosamente a su prójimo ni le hiera de palabra, por obra, con su actitud o de cualquier otra manera.
No seáis tampoco quisquillosos. Si uno de vosotros oye a su hermano una palabra, no se moleste
al punto, no responda maliciosamente ni quede molestado contra él. Esto no conviene a luchadores, ni conviene a personas que quieren salvarse.
Tened temor del Señor, y juntamente respeto. Cuando os encontréis, incline cada uno la
cabeza ante su hermano, como hemos dicho, humíllese cada cual ante Dios y ante su hermano,
y niegue por él su voluntad. Ciertamente está bien hacer esto, abajarse ante su hermano, y prevenirle honrándolo. El que se abaja, saca más provecho que el otro. Por mi parte, ignoro si hice
algún bien, pero, si alguna vez fui respetado, sé que lo fui porque nunca me preferí a mi hermano y siempre lo hice pasar delante de mí.
56. Estando yo todavía con el abad Seridos, el hermano encargado del servicio del anciano
abad Juan, compañero del abad Barsanufo, cayó enfermo. El abad me envió a servir al anciano.
Yo besaba ya exteriormente la puerta de su celda, como se adora la Cruz venerable; ¡cuánto más
amorosamente abracé su servicio! ¡Quién no hubiera deseado ser admitido junto a un tal santo!
Sus palabras eran admirables. Cada día, cuando yo había acabado de servirle y que le hacía una
metania para despedirme, me decía siempre alguna cosa. Tenía cuatro sentencias, y cada tarde,
como dije, cuando yo estaba a punto de retirarme, él me decía siempre una, y se expresaba así:
“Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad! –porque antes de cada sentencia
tenía la costumbre de decir estas palabras–. Los Padres han dicho: Respetar la conciencia del
prójimo engendra la humildad”. Otra tarde me decía: “Una vez por todas, hermano, ¡que Dios
guarde la caridad! Los Padres han dicho: No he preferido nunca mi voluntad a la de mi hermano”. Otra vez: “Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad! Huye de todo lo que
es del hombre y te salvarás”. En fin: “Una vez por todas, hermano, ¡que Dios guarde la caridad! Llevad las cargas los unos de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo”.
El anciano me daba siempre una de las cuatro sentencias, cuando me retiraba por la tarde,
como se da a alguien un viático. Y así miraba yo esas sentencias como un salvoconducto para
toda mi vida. Sin embargo, a pesar de la confianza que yo tenía respecto al santo y el contento
que sentía al estar a su servicio, con sólo presentir que un hermano estaba apenado porque quería
él servirle, yo me iba a encontrar al abad y le hacía esta petición: Este servicio convendría mejor
a tal hermano, si vuestra Reverencia lo encuentra bien. Pero ni él ni el anciano lo consintieron.
Yo había hecho todo lo que se hallaba en mi poder para que el hermano me fuera preferido.
Durante nueve años que pasé allí, no he dicho a nadie, que me acuerde, una palabra desagradable; sin embargo, yo tenía una carga, y digo esto para que no vaya a alegarse que yo no la tenía.
57. Y, creedme, me doy cuenta bien de lo que hizo un hermano que me siguió desde la enfermería hasta la iglesia injuriándome. Iba delante de él y no le respondí ni una palabra. Cuando el
abad lo supo –no sé por quién–, y quiso castigar al hermano, me puse largo tiempo a sus pies,
suplicándole: “No, por Dios, la falta es mía; ¿en qué es culpable ese hermano?” También otro,
para probarme o por error, Dios lo sabe, durante un cierto tiempo orinaba durante la noche junto
a mi cabeza de modo que mi cama quedaba inundada. Asimismo, otros hermanos venían a sacudir sus esteras delante de mi celda y yo veía una gran cantidad de chinches entrar en mi aposento
y no llegaba a matarlas: eran innumerables dado el calor. Cuando me iba a acostar, se reunían
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todas sobre mí, dada mi extrema fatiga llegaba a dormir, pero, al despertarme, encontraba mi
cuerpo devorado. Sin embargo, jamás dije a uno de los hermanos: ¡No hagas eso! o: ¿Por qué
haces así? Y no recuerdo haber dicho jamás una palabra que pudiese herir o afligir a alguien.
Aprended, vosotros también, a “llevar los unos las cargas de los otros”, aprended a respetaros mutuamente. Y si uno de vosotros oye una palabra desagradable o si algo le contraría, no
pierda los ánimos inmediatamente, ni se irrite al punto; que no se encuentre al momento del
combate y delante de la ocasión de aprovechar, con un corazón acobardado, negligente, sin
vigor, incapaz de soportar la menor molestia, como un melón que basta una pequeña piedrecilla
para herirlo y hacerlo pudrir. Tened más bien un corazón valeroso, tened paciencia y que vuestra
caridad mutua supere todos los acontecimientos.
58. Si uno de vosotros tiene un cargo o si ha pedido algo sea al hortelano o al procurador, o
al cocinero o a cualquier otro hermano encargado de un servicio, esforzaos ante todo, tanto el
que pide como el que responde, por guardar la calma, sin dejaros llevar a la perturbación, a la
antipatía, a la pasión ni a voluntad propia alguna o a una pretensión de justicia, que os alejase
del mandamiento de Dios. Sea cual fuere el asunto, pequeño o grande, mejor sería despreciarlo
o abandonarlo. Cierto, la indiferencia es mala, pero, por lo demás no debe preferirse ninguna
cosa a la tranquilidad, de modo que dañe eventualmente el alma perturbándola. Por tanto, en
cualquier asunto en que os encontraréis, incluso muy urgente y grave, no quiero que obréis con
tensión o turbación, sino completamente convencidos de que toda obra que realicéis, grande o
pequeña, no es más que la octava parte de lo que buscamos, mientras la calma, aunque por
aquello haya faltas en el servicio, es la mitad o las cuatro octavas partes de la finalidad que
buscamos. Ved la diferencia.
59. Cuando hacéis una cosa y la queréis perfecta y acabada, poned vuestro celo por hacerla,
lo cual es, como dije, la octava parte, y guardad intacta vuestra calma, lo cual equivale a la
mitad o a las cuatro octavas partes. Si uno se ve obligado a apartarse de lo mandado, y dañarse
a sí mismo o dañar a los demás para cumplir con su cargo, no es bueno perder la mitad para
salvaguardar la octava parte. Si veis que alguien obra de esa manera, ése no cumple su servicio
sabiamente. Por vanagloria o deseo de agradar, pasa su tiempo a discutir, a atormentarse y a
atormentar al prójimo, para oír luego que nadie pudo hacer mejor que él. ¡Oh! ¡La gran virtud!
No, no se trata de una victoria, hermanos; es una derrota, es un desastre. He aquí lo que os
digo: Si uno de vosotros, enviado por mí a cualquier asunto, ve que le sobreviene la turbación o
un daño cualquiera, párese al punto. No os hagáis nunca daño a vosotros mismos o al prójimo.
Abandónese el asunto y no se haga, y no os perturbéis los unos a los otros. De lo contrario,
perderíais la mitad, como dije, para realizar una octava parte, lo cual no es razonable evidentemente.
60. Si os he dicho esto, no es para que, perdiendo los ánimos al punto, renunciéis a los asuntos o que seáis negligentes y abandonéis inmediatamente las cosas, pisoteando vuestra conciencia
con el deseo de libraros de toda preocupación. Todavía menos es para que rehuséis obedecer,
diciendo cada uno: “Yo no puedo hacer eso, me haría daño. Eso no me conviene”. Con tal
actitud, no asumiríais nunca un servicio y no podríais cumplir los mandamientos de Dios. Al
contrario, poned todo vuestro empeño por cumplir cada cual vuestro servicio con caridad, sometiéndoos humildemente los unos a los otros, honrándoos y estimulándoos mutuamente. Nada hay
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tan poderoso como la humildad. Si uno de vosotros ve en un momento a su hermano en la dificultad o se ve él mismo, deteneos, ceded el uno al otro y no esperéis a que se produzca el mal.
Porque, como he dicho mil veces, es preferible que el asunto no se realice a vuestro gusto y se
haga según se pueda, no por obstinación ni por pretendidas razones, aunque os pareciere razonable turbaros y afligiros mutuamente, y perder así la mitad. El daño será entonces muy diferente.
Sucede con frecuencia, por lo demás, que se pierde también la octava parte, sin hacer nada en
absoluto. Ésas son las obras de quienes actúan con un mal celo. Es cierto seguramente que todas
nuestras obras las realizamos para sacar de ellas algún provecho. Ahora bien, ¿qué provecho
podemos sacar si no nos humillamos los unos ante los otros? Hallamos, al contrario, la turbación
y nos afligimos mutuamente. Ya sabéis lo que se dice en el Geronticón: “Del prójimo viene la
vida y la muerte”.
Meditad sin cesar estos consejos en vuestros corazones, hermanos. Estudiad las palabras de
los santos ancianos. Esforzaos, en el amor y el temor de Dios, por buscar vuestro provecho y el
de los demás. Así podréis aprovecharos de todos los acontecimientos y progresaréis con el auxilio de Dios. Que nuestro Dios en su bondad nos recompense con su temor, como se ha dicho:
“Teme a Dios y guarda sus mandamientos: ése es el deber de todo hombre” (Ecc 12,13).
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V. NO DEBE SEGUIRSE EL PROPIO JUICIO
61. Se dice en los Proverbios: “Quienes no tienen guía, caen como hojas. La salvación se
encuentra en la abundancia de consejos” (Pr 11,14). Considerad, hermanos, el sentido de estas
palabras, y ved lo que nos enseña la sagrada Escritura. Nos pone en guarda contra la confianza
en nosotros mismos y contra la ilusión de creernos prudentes y capaces de dirigirnos nosotros
mismos. Tenemos necesidad de ayuda, necesitamos de guías además de Dios. Nada hay tan
miserable ni tan vulnerable como quienes no tienen a nadie para conducirles por los caminos de
Dios. ¿Qué dice la Escritura? “Quienes no tienen guía caen como hojas”. La hoja, cuando nace,
es siempre verde, vigorosa y hermosa; luego se seca poco a poco, cae, y al fin se la pisotea sin
prestar atención. Así es el hombre que no tiene guía. Al comienzo no deja de tener fervor por el
ayuno, las vigilias, la soledad, la obediencia, y las demás obras buenas. Luego, al apagarse ese
fervor paulatinamente por no tener guía para alimentarlo e inflamarlo, él se seca insensiblemente, cae, y acaba en las manos de sus enemigos, que hacen de él lo que quieren.
Al contrario, de quienes manifiestan sus pensamientos y hacen todo tomando consejo, la
Escritura dice: “La salvación se encuentra en la abundancia de consejo”. Por “abundancia de
consejo” no quiere decir que hay que consultar a todo el mundo, sino consultar para todo claramente a aquél en quien se debe tener plena confianza; no se deben callar unas cosas y decir
otras, sino manifestar todo y pedir consejo para todo. Para quien obra así, verdaderamente “la
salvación se halla en la abundancia de consejo”.
62. Si uno no revela todo lo que hay en él, sobre todo si él acaba de dejar una vida y costumbres malsanas, el diablo descubrirá en él una voluntad propia o una pretensión de justicia que le
permitirán derribarlo. Cuando el diablo ve a alguien decidido a no pecar, no es tonto en su maldad, para sugerirle al punto faltas manifiestas. No le dirá: “Vete a fornicar”, ni “vete a robar”.
Sabe que no queremos esas cosas y no desea hablarnos de lo que nosotros no queremos. Pero he
ahí que nos halla en posesión de una sola voluntad propia o de una pretensión de justicia, y ahí
nos propone bellas razones. Por eso se ha escrito también: “El Maligno hace el mal, cuando se
junta con una pretensión de justicia”, es decir cuando se asocia con nuestra pretendida justicia.
Porque entonces es más fuerte y puede obrar y dañar más. Cada vez que nos apegamos obstinadamente a nuestra voluntad propia y que nos confiamos a nuestras pretensiones de justicia, pensando que obramos muy bien, en realidad nos tendemos trampas a nosotros mismos, y no nos
damos cuenta de que caminamos a nuestra ruina. ¿Cómo podríamos conocer la voluntad de Dios
o buscarla verdaderamente, si ponemos en nosotros mismos la confianza y nos agarramos tenazmente a nuestra propia voluntad?
63. Esto hacía decir al abad Poemen que la voluntad es un muro de bronce entre el hombre y
Dios. Considerad el sentido de esta palabra. Él añadía: “Es una roca de rechazo”, en tanto que
se opone y obstaculiza la voluntad de Dios. Si un hombre renuncia a eso, puede decir él también: “Con mi Dios pasaré el muro. Mi Dios, cuyo camino es irreprochable” (Sal 17,30-31).
¡Qué palabras admirables! En verdad, cuando se ha renunciado a la voluntad propia, entonces se
ve sin reproche el camino de Dios. Pero si uno la sigue, no puede percibir que el camino de
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Dios es irreprochable. Recibe uno un aviso, e inmediatamente recrimina, se torna con desprecio,
se rebela. En verdad, ¿cómo el que está apegado a su propia voluntad, podría escuchar a alguien
y seguir el menor consejo?
El abad Poemen habla luego de la pretensión de justicia: “Si la pretensión de justicia presta su
apoyo a la voluntad, es un mal para el hombre”. ¡Oh! ¡Qué lógica en las palabras de los santos!
En realidad es una muerte la unión de la pretensión de justicia con la voluntad, es un gran peligro, un gran daño. La ruina es completa para el desgraciado (que se deja engañar). ¿Quién podría persuadirle que otro conoce mejor que él lo que le conviene? Él se entrega totalmente a su
propio pensamiento, y, al fin, el enemigo le derriba como quiere. Por eso está escrito: “El Maligno daña cuando se junta una pretensión de justicia; y detesta la palabra de seguridad” (Pr
11,15).
64. Se ha dicho que “detesta la palabra de seguridad”, porque, no sólo tiene horror a la seguridad, sino que no puede ni siquiera oír la voz y detesta su palabra, es decir el hecho mismo de
hablar para su seguridad. Me explico. El que preguntó acerca de la utilidad (de lo que quiere
hacer), no ha hecho todavía nada, y el enemigo, antes mismo de saber si observará o no lo que
se le responderá, siente odio por el mero hecho de preguntar y escuchar un consejo útil. Tiene
horror al sonido y al ruido de tales palabras; huye de ellas. ¿Por qué? Porque sabe que su maquinación será descubierta por el solo hecho de preguntar y de hablar sobre la utilidad (de la
cosa). No detesta ni teme nada tanto como ser reconocido, porque entonces no encuentra ya
medio de tender trampas a su gusto. Póngase el alma en seguridad revelando todo y oyendo
decir de alguien competente: “Haz esto, y no hagas aquello; esta cosa es buena, la otra es mala;
esto es pretensión de justicia, aquello es voluntad propia”; y también: “Éste no es el momento
de hacer eso”; y otra vez: “Ahora es el momento”. Entonces el diablo no hallará motivo para
hacerle daño, ni cómo hacerla caer, porque está constantemente guiada y protegida por todas
partes. En ella se realiza que “la salvación se halla en la abundancia de consejo”. Esto no lo
quiere el Maligno, sino que lo detesta. Lo que él quiere es hacer el mal, y se regocija más bien
en quienes no tienen guía. ¿Por qué? Porque ellos “caen como hojas”.
65. Ved: el Maligno amaba al hermano del que decía al abad Macario: “Tengo un hermano
que gira como una veleta, tan pronto como me percibe”. Él ama a esos monjes, encuentra siempre su placer en quienes no son guiados y no se abandonan a alguien que puede, después de
Dios, auxiliarlos y darles la mano. El demonio, al que vio el santo un día llevar todas sus drogas
en frascos, ¿no fue a todos los hermanos? ¿No las presentó a todos? Pero cada uno de ellos,
viendo el engaño, corrió a revelar sus pensamientos y halló auxilio en el momento de la tentación, de modo que el Maligno no pudo hacerles nada. No halló más que al desgraciado hermano
que se confiaba en sí mismo y que no recibía auxilio de nadie. Se burló de él y se retiró dándole
las gracias y maldiciendo a los demás. Cuando hubo contado esto a san Macario con el nombre
del hermano, el santo corrió a éste y encontró la causa de su caída. Se dio cuenta de que el
hermano no quería confesar su falta y no tenía la costumbre de abrirse. Por eso el enemigo le
hacía cambiar de parecer a su gusto. El santo le preguntó: “¿Cómo vas tú, hermano?” –Bien,
gracias a tus oraciones. –¿No te hacen guerra los pensamientos? –Por el momento voy bien”. Y
no quiso confesar nada hasta que el santo logró hábilmente hacerle decir por fin lo que tenía en
el corazón. Entonces, le fortaleció con la palabra de Dios y se volvió de allí. El enemigo tornó
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según su costumbre con el deseo de hacerle caer, pero fue desconcertado porque le halló sólidamente firme y no logró engañarlo. Así partió sin haber hecho nada. Partió, humillado por aquel
hermano. Por eso cuando el santo preguntó después al diablo: “¿Cómo va el hermano, tu amigo?”, él no lo trató ya de amigo, sino de enemigo, y lo maldijo, diciendo: “Él también se apartó
de mí y no me escucha ya; se hizo el más huraño de todos”.
66. Veis por qué el enemigo “detesta la palabra de seguridad”: él busca constantemente nuestra ruina. Veis por qué ama a los que tienen confianza en sí mismos: éstos colaboran con el
diablo, poniéndose a sí mismos engaños. Por mi parte, no conozco caída alguna de un monje
que no haya sido causada por la confianza en sí mismo. Algunos dicen: éste cae por esto, o por
aquello. Yo, lo repito, no conozco caída que fuera causada por una razón distinta de la dicha.
¿Ves caer a alguien? Estate seguro de que se dirigió él mismo. Nada hay más grave que dirigirse
a sí mismo, nada más fatal.
Gracias a la protección de Dios, siempre temí ese peligro. Cuando estaba en el monasterio
(del abad Seridos) confiaba todo al anciano, el abad Juan, y nunca consentí en hacer cosa alguna
sin su aprobación. A veces mi pensamiento me decía: “El anciano, ¿no te va a decir tal cosa?
¿Por qué querer importunarle?” Y yo replicaba: “¡Te condeno a ti y a tu discernimiento, a tu
inteligencia, a tu prudencia y a tu ciencia! Lo que tú sabes, lo sabes por los demonios”. Iba,
pues, a preguntar al abad Juan y sucedía a veces que su respuesta era precisamente la que yo
había previsto. Entonces mi pensamiento me decía: “¿Lo ves? Eso es lo que te había dicho. ¿No
has molestado inútilmente al anciano?” Y yo respondía: “Sí, ahora está bien; ahora eso viene del
Espíritu Santo. Lo que es tuyo, eso es malo, viene de los demonios, viene producido por la
pasión”.
Así nunca me permitía seguir mi pensamiento sin tomar consejo. Y, creedme, hermanos, yo
tenía un gran descanso, una gran despreocupación, a tal punto que me inquieté, como creo habéroslo dicho en otra ocasión, porque yo sabía que “es por muchas tribulaciones que nos es preciso
entrar en el Reino de Dios”; y ¡yo me veía sin tribulación alguna! Estaba temeroso y angustiado
no sabiendo la causa de tal reposo, hasta que el anciano me hubo esclarecido al decirme: “No te
preocupes. Quien se entrega a la obediencia de los Padres, posee ese reposo y esa despreocupación”.
67. Vosotros también, hermanos, poned cuidado en preguntar y en no dirigiros vosotros
mismos. Ved qué despreocupación, qué alegría, qué reposo se halla en eso.
Pero ya que os he dicho que no era nunca probado, escuchad también a este respecto lo que
me sucedió un día. Estando todavía en el monasterio (del abad Seridos), fui una vez asaltado de
una tristeza inmensa e intolerable. Estaba abatido y en una angustia tal que estaba a punto de
morir. Este tormento era un engaño del demonio y una prueba semejante procede de su envidia;
es muy penosa, pero de corta duración; pesada, tenebrosa, sin consolación ni reposo, con la
angustia por todas partes y la opresión. Pero la gracia de Dios llega pronto al alma, si no, nadie
podría soportar. Estando, pues, presa de esta prueba y de esta angustia, me encontraba un día en
el atrio del monasterio, descorazonado, suplicando a Dios que viniese en mi auxilio. De repente,
echando una mirada al interior de la iglesia, vi penetrar en el santuario a alguien que tenía el
aspecto de un obispo, y que llevaba una vestimenta de armiño. Nunca me acercaba a un extraño
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sin necesidad o sin una orden. Con todo, algo me atrajo, y avancé tras sus pisadas. Mucho tiempo permaneció de pie, las manos tendidas hacia el cielo. Yo estaba detrás de él y oraba con
mucho temor, porque su vista me llenaba de espanto. Cuando cesó de orar, se volvió y vino
hacia mí. A medida que él se acercaba, yo sentía alejarse mi tristeza y mi miedo. Detenido ante
mí, extendió su mano hasta tocar mi pecho y lo golpeó con sus dedos diciendo: “No cesé de
aguardar al Señor. Él se inclinó hacia mí, escuchó mi oración, me retiró de la fosa de perdición
y del fango del lodazal: estableció mis pies sobre roca y confirmó mis pasos. Puso en mi boca
un cántico nuevo, una alabanza a nuestro Dios” (Sal 39,2-4). Tres veces repitió estos versos
golpeándome el pecho. Luego se fue. Inmediatamente mi corazón se llenó de luz, de alegría, de
consolación, de dulzura: no era el mismo hombre. Salí corriendo en su búsqueda, pero no lo
hallé; había desaparecido. Desde aquella hora, por la misericordia divina, no me acuerdo de
haber sido atormentado de tristeza o de temor. El Señor me protegió hasta ahora, gracias a las
oraciones de los santos ancianos.
68. Os he contado esto, hermanos, para mostraros el reposo y la despreocupación de que
gozan con toda seguridad los que no ponen su confianza en sí mismos, sino que encomiendan
todo lo que les concierne a Dios y a los que, después de Dios, le pueden guiar. Aprended, pues,
vosotros también, hermanos míos, a preguntar, aprended a no fiaros de vosotros mismos. Esto
es bueno, es humildad, descanso, alegría. ¿Para qué atormentarse en vano? No es posible salvarse de otra manera.
Pero quizás alguno se dice, ¿que debe hacer aquel que no tiene a nadie a quien pedir consejo?
De hecho si uno busca verdaderamente con todo su corazón la voluntad de Dios, Dios no lo
abandonará nunca, sino que le guiará en todo según su voluntad. Sí, realmente, si uno dirige su
corazón hacia la voluntad divina, Dios esclarecerá, si es preciso, un niño para hacérsela conocer.
Si uno, al contrario, no busca sinceramente la voluntad de Dios y va consultar a un profeta, Dios
pondrá en el corazón del profeta una respuesta conforme a la perversidad de su corazón, según
la palabra de la Escritura: “Si un profeta habla y se equivoca, soy yo, el Señor, que lo hice
equivocarse” (Ez 14,9). Por eso debemos, con todo nuestro empeño, dirigirnos según la voluntad de Dios y no confiar en nuestro propio corazón. Si una cosa es buena y oímos a un santo
decir que es buena, debemos tenerla por tal, sin creer por ello que la hacemos bien y que sepamos como debe hacerse. Después de esto, no debemos quedarnos sin inquietud, sino esperar el
juicio de Dios, como el santo abad Agatón al que le preguntaban: “Padre, ¿temes también tú?”.
Y él respondió: “He hecho al menos lo que pude, pero no sé si mis obras han agradado a Dios.
Ya que uno es el juicio de Dios, y otro el de los hombres”. Que Dios nos proteja contra el peligro de dirigirnos a nosotros mismos y que nos conceda mantenernos firmes en el camino de
nuestros Padres.
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VI. NO SE DEBE JUZGAR AL PRÓJIMO
69. Hermanos, si guardamos en la memoria los dichos de los santos ancianos y los meditamos
sin cesar, difícil será que pequemos o que seamos negligentes. Si, como ellos dicen, no despreciamos lo que es pequeño y que nos parece insignificante, no caeremos en faltas graves. Os lo
repito siempre. Por cosas ligeras, como decir, por ejemplo: “¿Qué es esto? ¿Qué es aquello?”,
nace una mala costumbre en el alma, y se comienza a despreciar incluso las cosas importantes.
¿Veis qué grave es el pecado que se comete al juzgar al prójimo? ¿Qué hay de más grave? ¿Hay
algo que Dios deteste tanto y de lo que él se aparte con tanto horror? Los Padres lo han dicho:
“Nada es peor que juzgar”. Y, sin embargo, es por estas cosas que se dicen ser de poca importancia, que se llega a un mal tan grande. Se admite una ligera sospecha contra el prójimo, se
piensa: ¿Qué importa si escucho lo que dice tal hermano? ¿Qué importa si digo solamente esta
palabra yo también? ¿Qué importa si miro lo que va a hacer aquel hermano o aquel extraño? Y
el espíritu comienza a olvidar sus propios pecados y a ocuparse del prójimo. De ahí vienen los
juicios, murmuraciones y desprecios, y finalmente se cae en las faltas que se condenaban. Cuando uno es negligente respecto a sus propias miserias, cuando uno no llora su propia muerte,
según la expresión de los Padres, no puede absolutamente corregirse, sino que se ocupa constantemente del prójimo. Ahora bien, nada irrita tanto a Dios, nada despoja al hombre y le conduce
al abandono, como el hecho de murmurar del prójimo, de juzgarlo y de despreciarlo.
70. Murmurar, juzgar y despreciar son cosas diferentes. Murmurar es decir de alguien: aquel
ha mentido, o: se encolerizó, o: fornicó, u otra cosa semejante. Se ha murmurado de él, es
decir, se ha hablado contra él, se ha revelado su pecado, a impulsos de la pasión.
Juzgar es decir: aquel es un mentiroso, colérico, fornicario. He ahí que se juzga la misma
disposición de su alma y se aplica a su vida entera, diciendo que él es así, y se le juzga como tal.
Esto es grave. Porque una cosa es decir: se encolerizó, y otra cosa: es colérico, pronunciándose
así sobre toda su vida. Juzgar sobrepasa en gravedad a todos los pecados, de modo que Cristo
mismo dijo: “Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para quitar la
paja del ojo de tu hermano”. La falta del prójimo la comparó a una paja y el juicio a una viga,
pues el juzgar es muy grave, más grave quizás que cometer cualquier otro pecado. El fariseo que
oraba y daba gracias a Dios por sus buenas acciones, no mentía, sino que decía la verdad; no fue
condenado por eso. En realidad debemos dar gracias a Dios por el bien que él nos concede realizar, ya que es con su ayuda y su auxilio. Así no fue condenado por haber dicho: “No soy como
los demás hombres”; no. Fue condenado cuando, vuelto hacia el publicano, añadió: “Ni como
ese publicano”. Fue entonces cuando fue gravemente culpable, porque juzgaba la persona misma
del publicano, las mismas disposiciones de su alma, en una palabra su vida entera. Por eso el
publicano partió de allí justificado y no él.
71. No hay nada más grave, nada más dañoso, y lo digo con frecuencia, que juzgar o despreciar al prójimo. ¿Por qué, más bien, no nos juzgamos nosotros mismos que nos conocemos
mejor y que hemos de dar cuenta a Dios de lo que hicimos? ¿Por qué usurpar el juicio a Dios?
¿Qué tenemos que exigir de una criatura suya? ¿No deberíamos temblar al oír lo que le sucedió
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al anciano que, al enterarse de que un hermano había caído en la fornicación, había dicho de él:
“¡Oh!, qué mal obró”? ¿No conocéis la terrible historia que narra respecto de él el Geronticón?
Un ángel santo condujo delante de él al alma del culpable y le dijo: “El que has juzgado ha
muerto. ¿A dónde quieres que lo lleve, al reino o al suplicio?” ¿Hay algo más terrible que una
tal responsabilidad? Porque las palabras del ángel al anciano, ¿qué quieren decir sino esto?: Ya
que tú eres el juez de los justos y los pecadores, dame tus órdenes respecto de esta pobre alma.
¿La absuelves? ¿Quieres castigarla? Por ello el santo anciano, confundido, pasó todo el resto de
su vida gimiendo, con lágrimas y mil penalidades, suplicando a Dios que le perdonase aquel
pecado. Y esto, después de haberse postrado a los pies del ángel y haber sido perdonado por él.
Ya que la palabra del ángel: “He aquí que Dios te mostró cuán grave es juzgar, no lo hagas
más”, significaba ciertamente el perdón. Con todo, el alma del anciano no quiso ser consolada
de su amargura hasta la muerte.
72. ¿Por qué querer nosotros también exigir algo del prójimo? ¿Por qué querer cargarnos con
la carga de otro? Hermanos, ya tenemos de que ocuparnos. Que cada cual piense en sí mismo y
en sus propias miserias. El justificar y el condenar pertenece sólo a Dios. Es él quien conoce el
estado de cada uno, sus fuerzas, su comportamiento, sus dones, su temperamento, sus particularidades, y él juzga teniendo presentes todos estos elementos que él solo conoce. Dios juzga
diferentemente a un obispo y a un príncipe, a un higumene y a un discípulo, a un anciano y a un
joven, a un enfermo y a un sano. Y, ¿quién puede conocer esos juicios sino el que solo ha hecho
todo, lo formó todo y lo sabe todo?
73. Recuerdo haber oído narrar este hecho: un navío cargado de esclavos echó ancla en una
ciudad en que vivía una piadosa virgen muy atenta a su salvación. Ella se alegró cuando se
enteró de la llegada del navío, porque deseaba comprarse una esclavita. “La educaré, pensaba
ella, conforme a mis deseos, de modo que ignore totalmente la malicia del mundo”. Preguntó al
patrón del navío y él tenía justamente dos niñas que respondían a su deseo. Inmediatamente,
gozosa, pagó el precio y tomó a una de las niñas en su casa. El patrón del navío había apenas
dejado la piadosa mujer y dado unos pasos cuando una miserable comediante le encontró y,
viendo la otra niña que le acompañaba, deseó comprarla. Discutido el precio, pagó y se fue,
llevándose la niña.
Ved el misterio de Dios, ved su juicio. ¿Quién podría explicarlo? La piadosa virgen tomó la
niña, la educó en el temor de Dios, la formó en toda clase de buenas obras, le mostró cuanto se
refiere a la vida monástica, y en una palabra le enseñó todo el buen olor de los santos mandamientos de Dios. La comediante, al contrario, tomó a la pobre desgraciada para hacerla un instrumento del diablo. ¿Qué otra cosa podía enseñarle ella, aquella malvada, más que la ruina del
alma? ¿Qué podríamos decir de esta terrible diferencia? Las dos eran niñas, las dos fueron llevadas para ser vendidas sin saber ellas adonde irían. Y he aquí que una de ellas se encontró entre
las manos de Dios, y la otra cayó en las del diablo. ¿Puede decirse que Dios exigirá lo mismo a
una y a otra? ¿Cómo podría ser así? Y si las dos caen en la fornicación o en otro pecado, aunque
la falta sea idéntica, ¿podrá decirse que incurrirán en el mismo juicio? ¿Cómo admitir eso? Una
fue instruida sobre el juicio y sobre el Reino de Dios, aplicándose día y noche a las palabras
divinas, mientras que la otra desgraciada no vio ni oyó nada bueno, sino, al contrario, todas las
perversidades del diablo. ¿Sería posible que sean ambas juzgadas con el mismo rigor?
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74. El hombre no puede conocer los juicios de Dios. Dios es el único que comprende y que
puede juzgar la conducta de cada uno según su ciencia exclusiva. En realidad, acontece que un
hermano hace con sencillez de corazón una acción que agrada a Dios más que toda tu vida, y tú,
¿te constituyes su juez y hieres así su alma? Y si llega a sucumbir, ¿cómo sabrías tú todos los
combates que él ha librado y cuántas veces derramó sangre antes de obrar el mal? Quizá su falta
es contada ante Dios como una obra de justicia, ya que Dios ve la pena y el tormento que él
soportó antes, tiene piedad de él y le perdona. Dios tiene piedad de él y ¡tú lo condenas para la
ruina de tu alma! Y, ¿cómo podrías tú conocer todas las lágrimas que él ha derramado por su
falta en presencia de Dios? Tú has visto el pecado, pero no conoces el arrepentimiento.
A veces no sólo juzgamos, sino que incluso despreciamos. Como he dicho ya, una cosa es
juzgar y otra despreciar. Hay desprecio cuando, no contento de juzgar al prójimo, uno lo detesta, tiene horror de él como de una cosa abominable, lo cual es peor y mucho más funesto.
75. Quienes quieren salvarse, no se ocupan jamás de los defectos del prójimo, sino siempre
de los suyos propios, y de este modo progresan. Así era el monje que, al ver pecar a su hermano, decía gimiendo: “¡Ay de mí! Hoy él; seguramente mañana yo”. Ved la prudencia. Ved la
presencia de ánimo. ¿Cómo encontró tan pronto el medio para no juzgar a su hermano? Al decir:
“Seguramente mañana yo”, se inspiró en el temor y la inquietud por el pecado que esperaba
cometer, y evitó así juzgar al prójimo. Y no contento con eso, se abajó por debajo de su hermano, añadiendo: “Él, hace penitencia por su falta, y yo ciertamente no hago penitencia, ni llegaré
a hacerla en verdad, porque no tengo fuerza para hacerla”.
Mirad la luz de esta alma divina. No sólo pudo abstenerse de juzgar al prójimo, sino que se
consideró inferior a él. Y nosotros, siendo tan miserables, juzgamos a tontas y a locas, tenemos
aversión y desprecio, cada vez que vemos, oímos o sospechamos cualquier cosa. Lo peor es que,
no contentos con el daño que nos hemos hecho a nosotros mismos, nos apresuramos a decir al
primer hermano que encontramos: “Sucedió esto o lo otro”, y le hacemos daño a él también,
inoculando el pecado en su corazón. No tememos al que dijo: “¡Ay de aquel que hace beber a su
prójimo una bebida manchada!” (Hb 2,15) Y hacemos la obra de los demonios y no nos preocupamos por ello. Porque ¿qué puede hacer un demonio sino perturbar y dañar? He ahí que colaboramos con los demonios para nuestra ruina y la del prójimo. El que perjudica a un alma trabaja con los demonios y los ayuda, como quien hace el bien trabaja con los santos ángeles.
76. ¿De dónde nos viene esa desdicha, sino de nuestra falta de caridad? Si tuviéramos la
caridad acompañada de la compasión y de la pena, no prestaríamos atención a los defectos del
prójimo, conforme a la palabra: “La caridad cubre una multitud de pecados” (1 P 4,8). Y: “La
caridad no se detiene en el mal, excusa todo”, etc… Si tuviéramos caridad, esa caridad cubriría
toda falta, y seríamos como los santos cuando ven los defectos de los demás. Los santos, ¿están
ciegos para no ver los pecados? ¿Quién detesta tanto el pecado como los santos? Y sin embargo,
no detestan al pecador, ni le juzgan ni huyen de él. Al contrario, se compadecen, lo exhortan, lo
consuelan, lo cuidan, como un miembro enfermo: hacen todo por salvarlo. Ved los pescadores:
cuando, echado el anzuelo al mar, han apresado un pez grande y lo sienten agitarse y batirse, no
lo sacan inmediatamente con grandes esfuerzos, porque el hilo rompería y todo se perdería. Le
sueltan el hilo con destreza y lo dejan ir adonde quiera. Cuando se dan cuenta de que está agotado y que su ardor se calmó, comienzan a tirar poco a poco. Igualmente los santos con la pacien32
cia y la caridad atraen al hermano, en lugar de rechazarlo lejos de ellos con asco. Cuando una
madre tiene un hijo deforme, no lo mira con horror, sino que gustosa lo arregla y hace lo posible por hacerlo gracioso. Es así como los santos protegen siempre al pecador, lo disponen y se
encargan de él para corregirlo en el momento oportuno, para impedirle que dañe a otros, y
también para progresar ellos mismos en la caridad de Cristo.
¿Qué hizo san Amonas cuando los hermanos, escandalizados, vinieron a decirle: “Ven a ver,
abad, hay una mujer en la celda del hermano tal”? ¡Qué misericordia, qué caridad testimonió
aquella santa alma! Sabiendo que el hermano había ocultado a la mujer bajo un tonel, se sentó
encima y ordenó a los demás buscar en toda la celda. Como no la encontraban, les dijo: “Dios
os perdone”, y, avergonzándolos, les ayudó a no creer fácilmente nunca más en el mal contra el
prójimo. En cuanto al culpable, lo sanó, no sólo protegiéndolo ante Dios, sino también corrigiéndolo, tan pronto como encontró el momento favorable. Ya que, después de haber despedido
a todos, le cogió solamente la mano y le dijo: “Ten cuidado de ti mismo, hermano”. Inmediatamente el hermano fue transido de dolor y compunción. Al punto obraron en su alma la bondad
y la compasión del anciano.
77. Adquiramos, nosotros también, la caridad, adquiramos la misericordia para con el prójimo, y guardémonos de la terrible murmuración, del juicio y del desprecio. Auxiliémonos los
unos a los otros, como a miembros nuestros. Si uno está herido en la mano, en el pie o en otra
parte, ¿tiene asco de sí mismo? ¿Corta el miembro enfermo, aunque esté maloliente? ¿No trata
más bien de lavarlo, limpiarlo, y ponerle pomadas y vendas, ungirlo con aceite santo, orar y
hacer orar a los santos por él, como dice el abad Zósimo? En resumen, no abandona su miembro, no detesta su mal olor, sino que hace todo por curarlo. Así debemos compadecernos los
unos de los otros, ayudarnos mutuamente por nosotros mismos o por otros más hábiles, hacer
todo lo posible en pensamiento y en obra para auxiliarnos a nosotros mismos y los unos a los
otros. Porque “somos miembros los unos de los otros”, dice el Apóstol. Ahora bien, si formamos un solo cuerpo, y si somos, cada cual por su parte, miembros los unos de los otros, cuando
un miembro sufre, todos los miembros sufren con él. A vuestro parecer, ¿qué son los monasterios? ¿No son como un solo cuerpo con muchos miembros? Los que gobiernan son la cabeza; los
que vigilan y corrigen son los ojos; los que prestan servicio con la palabra, son la boca; los
oídos son los que obedecen; las manos, los que trabajan; los pies, los que hacen las comisiones
y aseguran los servicios. ¿Eres la cabeza? Gobierna. ¿Eres ojo? Estate atento y observa. ¿Eres
boca? Habla útilmente. ¿Eres oído? Obedece. ¿Eres mano? Trabaja. ¿Eres pie? Cumple tu servicio. Que cada uno, según lo que él puede, trabaje en favor del cuerpo. Estar prontos siempre a
ayudaros los unos a los otros, sea instruyendo o sembrando la palabra de Dios en el corazón de
vuestro hermano, sea consolándole en el tiempo de prueba, sea echándole una mano y ayudándole en el trabajo. En una palabra, cada uno según sus posibilidades, como he dicho, procurad
estar unidos los unos con los otros. Cuanto más unido se está al prójimo, más unido se está a
Dios.
78. Para que comprendáis el sentido de esta palabra, voy a daros una imagen sacada de los
Padres: suponed un círculo trazado en la tierra, es decir una línea redonda hecha con un compás
y un centro. Precisamente se llama centro el punto de en medio del círculo. Prestad atención a lo
que os digo. Imaginad que este círculo es el mundo; el centro es Dios; y los rayos son los dife33
rentes caminos o maneras de vivir los hombres. Cuando los santos, deseando acercarse de Dios,
avanzan hacia el centro del círculo, en la medida en que penetran en el interior, se acercan los
unos de los otros al mismo tiempo que de Dios. Cuanto más se acercan de Dios, tanto más se
acercan los unos de los otros; y cuanto más se acercan unos de los otros, tanto más se acercan de
Dios. Y comprendéis que es lo mismo en sentido inverso, cuando uno se aparta de Dios para
retirarse hacia lo exterior: es evidente entonces que, cuanto más se alejan de Dios, tanto más se
alejan los unos de los otros, y cuanto más se alejan los unos de los otros, tanto más se alejan de
Dios.
Ésa es la naturaleza de la caridad. En la medida en que estamos al exterior y que no amamos
a Dios, en esa misma medida está cada uno alejado respecto del prójimo. Y si amamos a Dios,
tanto como nos acerquemos a Dios amándole, otro tanto nos unimos al prójimo por la caridad, y
cuanto estemos unidos al prójimo, otro tanto lo estamos a Dios.
Que Dios nos haga dignos de comprender lo que nos es provechoso y de realizarlo. Porque
cuanto más cuidado pongamos en cumplir con esmero lo que entendemos, tanto más Dios nos
dará su luz y nos mostrará su voluntad.
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VII. CENSURARSE A SÍ MISMO
79. Hermanos, tratemos de saber por qué ocurre que a veces se oye una palabra desagradable
y uno la deja pasar sin turbarse, como si no la hubiera oído, y otras veces uno se perturba inmediatamente. ¿Cuál es la razón de esa diferencia? ¿Hay una o varias razones? Por mi parte, veo
muchas, pero una sola causa, por así decir, todas las demás. Me explico. He ahí un hermano que
acaba de orar y de hacer una buena meditación; se encuentra, como se dice, en buena forma. Él
soporta a su hermano y pasa adelante sin turbarse. He ahí otro que tiene afecto a un hermano, y
por eso soporta tranquilamente cuanto le hace ese hermano. Sucede también que tal otro desprecia al que quiere molestarle, desechando cuanto procede de él, no prestándole ni siquiera atención, como si no existiese, no teniéndolo en cuenta ni a él, ni lo que dice ni lo que hace.
80. Voy a contaros una cosa digna de admiración. Había en el monasterio, antes de que yo lo
dejase, un hermano que yo no lo veía jamás turbado ni enfadado contra nadie y, sin embargo, yo
veía que muchos de los hermanos lo maltrataban y lo ultrajaban de diversas maneras. Aquel
joven monje soportaba lo que cada cual le hacía, como si no hubiese absolutamente nadie que le
molestase. Yo no cesaba de admirarme de su excesiva paciencia y deseaba saber cómo había
adquirido aquella virtud. Lo tomé un día aparte, y haciéndole una metania le invité a que me
dijera qué pensamiento guardaba siempre en su corazón, en medio de los ultrajes y de todas las
penalidades que le hacían sufrir, para mostrar tal paciencia. Me respondió simplemente y sin
ambages: “Tengo la costumbre de permanecer, respecto de quienes me hacen todas las injurias,
como los perritos respecto de sus amos”. A estas palabras, bajé la cabeza y me dije a mí mismo:
“Este hermano encontró el camino”. Después de haberme signado, lo dejé, pidiendo a Dios que
nos proteja a los dos.
81. Decía que a veces es por desprecio que uno no se perturba: y eso es manifiestamente un
desastre. Pero turbarse contra un hermano que nos molesta, puede proceder sea de una mala
disposición del momento, sea de la aversión que uno siente por ese hermano. Hay todavía otras
diversas razones que se pueden alegar. Pero la causa de la turbación, si la buscamos con cuidado, es siempre el hecho de no acusarnos a nosotros mismos. De ahí procede que estamos agobiados y que no encontramos nunca reposo. No es de admirar que todos los santos digan que no
existe otro camino más que ése. Vemos bien que nadie ha hallado el reposo siguiendo otro camino perfectamente recto, ¡sin querer jamás acusarnos a nosotros mismos! En verdad, aunque se
hubiesen realizado mil obras buenas, si no se sigue ese camino, uno no cesará jamás de hacer
sufrir y de sufrir él mismo, perdiendo así todo su trabajo. Al contrario, ¡de qué alegría y de qué
reposo goza, por todas partes adonde él va, el que se acusa a sí mismo, como dijo el abad Poemen (Poemen 95)! Si le sobreviene un ultraje o una penalidad, se estima de antemano digno de
aquello y nunca se turba. ¿Hay un estado que esté más exento de preocupaciones?
82. Pero se dirá: si un hermano me atormenta y, al examinarme, constato que no le he dado
motivo para ello, ¿cómo podré acusarme a mí mismo? De hecho, si uno se examina con temor
de Dios, percibirá que dio ciertamente motivo en el caso presente, que es muy probable que
molestó al hermano otra vez, por la misma causa o por otra, o bien todavía que él molestó a otro
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hermano y por eso, y con frecuencia por un pecado diferente, él merece el sufrimiento. Así,
como he dicho, si se examina con temor de Dios y si escruta con cuidado su conciencia, se
encontrará de todos modos responsable. Sucede también que un hermano, creyéndose estar en
paz y tranquilidad, se perturba, sin embargo, por una palabra molesta que acaba de decir otro
hermano, y juzga que tiene razón al decirse a sí mismo: “Si este hermano no hubiera venido a
hablarme y turbarme, no hubiera pecado”. Esto es una ilusión, es un falso razonamiento. El que
le ha dicho la palabra, ¿puso en él la pasión? Sencillamente le ha revelado la pasión que moraba
en él, para que él se arrepienta, si quiere. Ese hermano semejaba a un pan de buen trigo, exteriormente hermoso de aspecto, pero que, una vez partido, dejaría ver su podredumbre. Se creía
en paz, pero tenía en sí una pasión que él ignoraba. Una sola palabra de su hermano mostró
claramente la podredumbre oculta en su corazón. Si quiere obtener misericordia, arrepiéntase,
purifíquese, progrese, y verá que debe más bien dar gracias a su hermano por haber sido para él
causa de un tal provecho.
83. Porque las pruebas no le agobiarán luego tanto. Cuanto más progrese, tanto más le parecerán ligeras. En efecto, en la medida en que crece el alma, se hace más fuerte y capaz de soportar cuando le ocurra. Sucede como con una acémila: si es robusta, lleva fácilmente la pesada
carga que le han puesto. Si tropieza, se levanta inmediatamente; apenas si se resiente. Pero si es
débil, le abruma cualquier carga, y si cae, le es preciso mucha ayuda para levantarse. Así ocurre
con el alma. Se debilita cada vez que peca, porque el pecado agota y corrompe al pecador. Le
sobreviene un nada, y ya está agobiado. Al contrario, si uno avanza en la virtud, lo que antes le
abrumaba, le resulta progresivamente más ligero. Por eso nos es una gran ventaja, una causa
abundante de reposo y de progreso, hacernos responsables nosotros mismos y nadie más, de lo
que nos sucede, sobre todo teniendo en cuenta que nada puede sobrevenirnos sin la Providencia
de Dios.
84. Pero dirá alguno: ¿Cómo no atormentarme si tengo necesidad de una cosa y no la recibo?
Pues me encuentro apremiado por la necesidad. Incluso entonces no hay lugar para acusar a otro
ni para incomodarse con nadie. Si uno tiene necesidad realmente de una cosa, como él dice, y no
la recibe, debe decirse: “Cristo sabe mejor que yo, lo que debo obtener, y él tiene las veces para
mí de esa cosa o de ese alimento”. Los hijos de Israel comieron el maná en el desierto durante
cuarenta años, y aunque fuese de una sola calidad, el maná se hacía para cada uno tal como él la
deseaba: salado, para quien lo deseaba salado; dulce para quien lo deseaba dulce; conformándose, en una palabra, al temperamento de cada uno (Sb 16,21). Si uno tiene necesidad de un huevo
y no recibe más que legumbres, que él diga en su pensamiento: “Si el huevo me fuese útil, Dios
me lo habría ciertamente dado. Por otra parte, es posible que estas legumbres sean para mí como
un huevo”. Y confío en Dios, que esto le será contado como un martirio. Porque si es digno de
ser escuchado, Dios determinará el corazón de los sarracenos para que ejerzan la misericordia
para con él según sus necesidades. Pero si él no es digno o aquello no le es útil, no obtendrá
satisfacción, aunque se hiciera un cielo nuevo y una tierra nueva. Es verdad que a veces uno
encuentra más de lo que necesita y a veces menos. Puesto que Dios en su misericordia proporciona a cada uno lo que le es necesario, con su palabra suple la cosa de que él tiene necesidad y
le enseña la paciencia. Así, en todo debemos mirar a lo alto, recibamos bien o mal, y dar gracias
por cuanto sobreviene, sin nunca cesar de acusarnos nosotros mismos y decir con los Padres: “Si
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nos sucede un bien, es por disposición de Dios; si nos sucede un mal, es a causa de nuestros
pecados”.
Sí, verdaderamente todas nuestras penalidades proceden de nuestros pecados. Los santos,
cuando sufren, sufren por el nombre de Dios o por la manifestación de su virtud en provecho de
muchos, o para aumento de la recompensa que les vendrá de Dios. Pero, ¿cómo nosotros, miserables, podríamos decir otro tanto? Cada día pecamos y seguimos nuestras pasiones; hemos
dejado el camino recto que los Padres indicaron y que consiste en acusarse a sí mismo, para
seguir el camino tortuoso en que se acusa al prójimo. Cada uno de nosotros, en toda circunstancia, se apresura a echar la culpa a su hermano y a imputarle la carga. Cada uno vive negligentemente, sin preocuparse de nada, y pedimos cuentas de los mandamientos al prójimo.
85. Dos hermanos, enfadados el uno contra el otro, vinieron un día a encontrarme. El de
mayor edad decía del más joven: “Cuando le doy una orden, él se molesta y yo también, porque
pienso que si tuviese confianza y caridad para conmigo, recibiría gustoso lo que le dije”. Y el
más joven decía a su vez: “Que tu Reverencia me perdone: sin duda él no me habla con el temor
de Dios, sino con el deseo de mandarme y, por eso, pienso que mi corazón no tiene confianza,
según la palabra de los Padres (Poemen 80).” Notad cómo estos dos hermanos se acusaban
recíprocamente, sin que ni el uno ni el otro se acusase a sí mismo. Otros dos hermanos, irritados
el uno contra el otro, se hacían una metania, pero permanecían desconfiados. El primero decía:
“No es de buen corazón que él me ha hecho la metania; por eso no tuve confianza, según la
palabra de los Padres”. El otro decía: “Él no tenía para conmigo ninguna disposición de caridad,
antes de que yo hiciese mis excusas: así no tuve confianza, yo tampoco”. Qué ilusión, respetables hermanos. ¿Veis la perversión del espíritu? Dios sabe cómo me espanté al ver que tomamos
incluso las palabras de los Padres para defender nuestras malas voluntades y perder nuestras
almas. Cada uno debía censurarse a sí mismo. El uno debía decir: “No es de buen corazón que
hice la metania a mi hermano. Por eso Dios no le dio la confianza”. Y el otro: “Yo no tenía
disposición alguna de caridad respecto de él antes de la metania. Por eso Dios no le dio la confianza”. Sería necesario que los dos primeros hiciesen otro tanto. El uno debería decir: “Yo
hablo con suficiencia; por eso Dios no da confianza a mi hermano”. Y el otro: “Mi hermano me
da órdenes con humildad y caridad, pero yo soy indócil y no tengo el temor de Dios”. De hecho, ninguno de ellos encontró el camino y no se censuró a sí mismo. Cada uno, al contrario,
culpó a su prójimo.
86. Ved que de esta manera no logramos progresar, ni a ser al menos útiles, y pasamos todo
nuestro tiempo a corrompernos con los pensamientos que tenemos los unos contra los otros, y a
atormentarnos a nosotros mismos. Cada cual se justifica, cada uno se descuida, como he dicho,
sin observar nada, y pedimos cuentas al prójimo sobre los mandamientos. Por eso no nos habituamos al bien: basta que recibamos un poco de luz, para que pidamos cuentas inmediatamente
al prójimo, y lo censuremos diciendo: “Debería hacer esto, y ¿por qué no lo hizo así?” ¿Por qué
no pedirnos más bien cuentas a nosotros mismos sobre los mandamientos y censurarnos por no
haberlos observado?
¿Dónde se halla el santo anciano a quien se preguntaba: “Qué consideras ser lo más grande en
este camino, Padre”? Habiendo respondido: “Censurarse a sí mismo en todo”, fue alabado por
quien le había preguntado, y él añadió: “No hay más camino que ése”. Igualmente el abad Poe37
men decía gimiendo: “Todas las virtudes entraron en esta casa salvo una, y sin ella es difícil
mantenerse en pie”. Como se le preguntase cuál era esa virtud, respondió: “Censurarse a sí
mismo”. San Antonio decía también que lo más importante para el hombre era echarse a sí
mismo la culpa ante Dios, y esperar la tentación hasta el último aliento (Antonio, 4; Poemen,
125). Por todas partes encontramos que los Padres, observando esa regla y atribuyendo todo a
Dios, incluso las cosas pequeñas, encontraron el reposo.
87. Así se comportó el santo anciano que estaba enfermo y cuyo discípulo echó en la comida
en lugar de miel aceite de linaza, el cual es muy nocivo (Apof Nau 151). El anciano, sin embargo, no dijo nada, comió en silencio una primera y una segunda porción, como necesitaba, sin
censurar a su hermano interiormente diciendo que había obrado por desprecio, sin decir tampoco
una sola palabra que pudiera entristecerle. Cuando el hermano se dio cuenta de lo que había
hecho, comenzó a afligirse y a decir: “Te he dado muerte, abad, y eres tú quien, con tu silencio,
me ha hecho cometer este pecado”. Con dulzura el anciano respondió: “No te aflijas, hijo mío;
si Dios hubiese querido que yo comiese miel, tú me hubieras puesto miel”. Y así, atribuyó aquello al punto a Dios. Pero, buen anciano, ¿qué tiene que ver Dios con ese asunto? El hermano se
engañó y tu dices: “Si Dios hubiese querido…” ¿Cuál es la relación? “Sí, dijo el anciano, si
Dios hubiese querido que yo comiese miel, el hermano hubiera puesto miel”. Estaba tan enfermo, habiendo pasado tantos días sin poder tomar alimento, y con todo, no se enfadó contra el
hermano, sino que, atribuyendo aquello a Dios, permaneció en paz. El anciano habló bien,
porque sabía que, si Dios hubiese querido que él comiese miel, hubiese trasformado en miel
incluso aquel aceite infecto.
88. En cuanto a nosotros, hermanos, en toda ocasión nos echamos sobre el prójimo, abrumándole de reproches y acusándole de despreciar y de obrar contra su conciencia. ¿Oímos una
palabra? Inmediatamente nos volvemos de la mala parte y decimos: “Si no quisiera herirme, no
lo habría dicho”. Dónde está el santo que decía a propósito de Semeí: “Dejadle maldecir, ya que
el Señor le ha dicho que maldiga a David” (2 S 16,10). ¿Mandaba Dios a un asesino maldecir a
un profeta? ¿Cómo iba a decírselo Dios? Pero en su sabiduría, el profeta sabía bien que nada
atrae tanto la misericordia de Dios sobre el alma como las tentaciones, sobre todo las que sobrevienen en tiempo de agobio y de persecución. Por eso respondió: “Dejad que maldiga a David,
porque el Señor se lo ha dicho”. Y ¿por qué motivo?: “Quizás el Señor mirará mi humillación y
cambiará para mí la maldición en bien”. Ved cómo obraba el profeta con sabiduría. Se enfadó
contra quienes querían castigar a Semeí que le maldecía: “¿Qué tenéis que ver vosotros conmigo, hijos de Saruyá?, decía él, dejadle maldecir, ya que el Señor se lo ha dicho”.
Nosotros nos guardamos bien de decir respecto a nuestro hermano: “El Señor se lo ha dicho”.
Apenas hemos oído una palabra suya, reaccionamos como el perro al que se tira una piedra: deja
al que se la tiró y va a morder la piedra. Así hacemos: abandonamos a Dios que permitió que
nos asalten las pruebas para purificación de nuestros pecados, y corremos contra el prójimo:
“¿Por qué me ha dicho eso? ¿Por qué me ha hecho aquello?” Cuando hubiéramos podido sacar
gran provecho de esas contrariedades, nos ponemos tropiezos, no reconociendo que todo llega
por la Providencia de Dios según lo que conviene a cada uno. ¡Que Dios nos dé la inteligencia
por las oraciones de los santos! Amén.
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VIII. SOBRE EL RENCOR
89. Envagro dijo: “Encolerizarse y contristar a alguien son cosas impropias de los monjes”.
Y también: “Quien ha triunfado de la cólera, ha triunfado de los demonios. En cambio, el que
es presa de esa pasión está en absoluta oposición a la vida monástica”… etc. ¿Qué hay que decir,
pues, de nosotros que, sin limitarnos a la irritación y la cólera, llegamos a veces al rencor? ¿Qué
hemos de hacer sino llorar nuestro estado tan lastimoso e indigno del hombre? Seamos vigilantes, hermanos, cooperemos con Dios, para preservarnos del amargor de esta funesta pasión.
A veces uno hace una metania de perdón a su hermano por la turbación o la molestia que
debió producirse entre ellos, pero aún después de esa metania permanece enfadado y conserva
pensamientos contra su hermano. Él debe dar importancia a esos pensamientos, y rechazarlos
inmediatamente. Eso es el rencor, y para no ponerse en peligro deteniéndose en él, es preciso,
como dije, mucha vigilancia: es necesaria la metania de perdón y es menester el combate. Al
hacer la metania de perdón simplemente para cumplir con el precepto, se ha curado de la cólera
por el momento, pero no se ha luchado todavía contra el rencor: se conserva el mal humor contra su hermano. Una cosa es el rencor, otra la cólera, otra la irritación y otra la desavenencia.
90. Os doy un ejemplo que os lo hará comprender. Alguien enciende un fuego. Al principio
no obtiene más que un pequeño carbón. Eso representa la palabra del hermano que os ofende.
Ved, no es más que un pequeño carbón, porque ¿qué es una simple palabra de vuestro hermano?
Si lo soportáis, extinguís el carbón. Si al contrario os detenéis a pensar: “¿Por qué de dijo eso?
Yo puedo responderle. Si no quisiera ofenderme, no me habría hablado así. Que él sepa que yo
también puedo hacerle daño”. Como el que enciende el fuego, vosotros estáis echando allí ramillas o cualquier cosa y producís humo, que es la turbación. La turbación no es más que el movimiento, la afluencia de pensamientos que excita y conmueve el corazón. Y esa exaltación, llamada también tolmeria, impulsa a vengarse del ofensor. Como dijo el abad Marcos, “la malicia
entretenida en los pensamientos conmueve el corazón; pero, disipada con la oración y la esperanza, perece”.
Soportando una simple palabra de vuestro hermano, podíais, como os decía, extinguir el
pequeño carbón, antes de que apareciese la turbación. Pero incluso la turbación podéis todavía
calmarla fácilmente, cuando acaba de producirse, con el silencio, con la oración, con una mera
metania que brota del corazón. Si, al contrario, continuáis a producir humo, es decir a conmover
y a excitar vuestro corazón pensando: “¿Por qué me dijo aquello? ¡Yo también puedo hablarle a
él!“, la afluencia y la fricción de los pensamientos, podría decirse, trabajando y calentando el
corazón, provocan la llama de la irritación. Ésta, según san Basilio, es solamente la ebullición de
la sangre en torno al corazón. Eso es la irritación, llamada también oxucholia. Si queréis, podéis
aún extinguirla, antes de que se trasforme en cólera. Pero si continuáis a turbaros y a perturbar
a los demás, hacéis como el que echa trozos de madera a la hoguera y activa el fuego: se hacen
brasas. Es la cólera.
91. Sucede lo que decía el abad Zósimo cuando le pidieron que explicase esta sentencia: “Donde
no hay irritación, no hay combate”. Si al comienzo de la turbación, tan pronto como aparece el
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humo y las chispas, uno se adelanta y se acusa a sí mismo y hace una metania, antes de que se
eleve la llama de la irritación, uno queda en paz. Pero si, provocada la irritación, uno no se calma
y persiste en la turbación y la exaltación, se parece al que echa madera al fuego y continúa a alimentarlo hasta que se convierte en relucientes brasas. Como las brasas, hechas carbón y puestas de
lado, subsisten años y años sin pudrirse, aunque se le eche agua encima, así la cólera que se prolonga, se convierte en rencor; y desde ese momento uno no se hallará libre hasta verter su sangre.
Os he dicho la diferencia (de los cuatro grados): comprendedla bien. Ahora sabéis lo que es
la primera turbación, lo que es la irritación, lo que es la cólera y lo que es el rencor. ¿Veis cómo
una sola palabra llega a producir un mal tan grande? Si desde el comienzo se hubiese uno censurado a sí mismo, si se hubiese soportado pacientemente la palabra del hermano, sin quererse
vengar, ni responder dos o incluso cinco palabras por una sola, y responder al mal con el mal, se
podrían evitar todos esos males. Por eso no ceso de recomendároslo, extirpad vuestras pasiones
mientras son jóvenes, antes de que se endurezcan en vosotros y que no tengáis que sufrir. Pues
una cosa es arrancar una pequeña planta y otra desarraigar un gran árbol.
92. Nada me extraña tanto como nuestra ignorancia de lo que cantamos. Cada día, en la
salmodia, nos cargamos de maldiciones, y no nos damos cuenta de ello. ¿No deberíamos saber
lo que salmodiamos? Decimos siempre: “Si hice mal a los que lo han hecho, caiga aniquilado
ante mis enemigos” (Sal 7,5). “Caiga”: ¿que significa? Mientras se está de pie, se tiene la fuerza para oponerse al adversario; se dan golpes, se reciben, se gana, se pierde: se está siempre de
pie. Al contrario, si se cae, ¿cómo por tierra puede lucharse todavía contra nuestros adversarios?
Y deseamos no simplemente caer delante de nuestros enemigos, sino caer aniquilados. ¿Qué
significa “caer aniquilado” delante de sus enemigos? Hemos dicho que “caer” significa que se
carece de la fuerza para resistir y se permanece tendido por tierra. “Caer aniquilado” es carecer
de la más mínima virtud que permitiría levantarse. El que se levanta puede todavía restablecerse
y volver luego al combate.
Luego decimos: “Que el enemigo persiga y aprese mi alma” (Sal 7,6): no sólo que la persiga,
sino que la aprese, es decir que caigamos entre sus manos, que le seamos esclavizados en todo y
que él nos venza en toda ocasión, si hacemos mal a quienes nos lo han hecho a nosotros.
Sin detenernos en eso, añadimos: “¡Que pisotee por tierra nuestra vida!” ¿Qué significa
“nuestra vida”? Son nuestras virtudes, y pedir que nuestra vida sea pisoteada por tierra, es desear hacerse terrenal y tener nuestro pensamiento fijado en lo terreno. “¡Y que él reduzca a
polvo mi gloria!” (Sal 7,6) ¿Qué significa “nuestra gloria” más que el conocimiento engendrado
en el alma por la observancia de los santos mandamientos? Deseamos, pues, que el enemigo
haga de nuestra gloria “nuestra vergüenza”, como dice el Apóstol (Flp 3,19), que la reduzca a
polvo, que haga terrestres nuestra vida y nuestra gloria, de manera que no tengamos ya pensamientos acerca de Dios, sino solamente sensibles y carnales, como aquellos de los que Dios
decía: “Mi espíritu no permanecerá con los hombres, porque son carne” (Gn 6,3).
He ahí todas las maldiciones con que nos cargamos al salmodiar, si respondemos mal por
mal, y ¿qué mal no respondemos? Nos importa poco y no nos preocupamos por ello.
93. Se puede responder mal por mal no sólo por obra, sino también de palabra o con una
actitud. Parece que no responde al mal con su obrar, el que responde de palabra o incluso con
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una actitud. Sucede que con una simple actitud, un gesto o una mirada se perturba a un hermano. Se puede muy bien herir a su hermano con una mirada o un gesto: eso es, pues, también
responder mal por mal. Otro tiene cuidado por no responder el mal ni por obra, ni de palabra, ni
con una actitud o un gesto, pero en su corazón tiene tristeza para con su hermano y está enfadado con él. Ved toda la diversidad de estados. Otro no tiene ni siquiera tristeza respecto a su
hermano, pero si oye decir que alguien le ha hecho mal, o ha murmurado de él o lo ha injuriado,
se alegra siempre al saberlo: igualmente ése resulta que responde mal por mal en su corazón.
Otro todavía no guarda ninguna malicia, ni se alegra al oír injuriar al que le hizo mal, incluso se
aflige si él sufre; sin embargo, no le agrada que aquel hermano sea dichoso, se entristece de
verlo honrado o satisfecho. Ahí está todavía una forma de rencor, aunque más ligera. Al contrario, debe uno alegrarse de la dicha de su hermano, debe uno hacer lo posible por prestarle servicio y aplicarse en toda circunstancia a honrarle y contentarle.
94. Decíamos al comienzo de esta conferencia que un hermano puede guardar tristeza contra
otro, incluso después de haber hecho una metania, y explicábamos que, por la metania había
curado la cólera, pero no había combatido el rencor. He aquí otro, que recibiendo una ofensa de
alguien, hace inmediatamente las paces con él con una metania y palabras de reconciliación y no
guarda resentimiento alguno en su corazón contra el autor de la ofensa. Pero si éste le dice más
tarde una cosa desagradable, entonces se acuerda de lo pasado en su espíritu y se turba a la vez
por las injurias pasadas y por las nuevas. Ése se semeja a un hombre que tiene una herida y se
pone un emplasto: gracias a éste la herida curó bien y cicatrizó, pero el lugar queda más sensible: se desuella más fácilmente que el resto del cuerpo si recibe una pedrada, y comienza inmediatamente a sangrar. Tal es el estado del hermano del que hablamos: tenía una herida y puso un
emplasto, la metania. Como aquel del que hablábamos en primer lugar, curó bien la herida, es
decir la cólera; comenzó también a curar el rencor cuidando de no guardar ningún resentimiento
en su corazón, lo cual corresponde a la cicatrización de la llaga. Pero no ha borrado totalmente
la huella, guarda algo de rencor, es decir la cicatriz, por la que la herida se vuelve a abrir fácilmente del todo al primer golpe. Ése debe esforzarse por hacer desaparecer completamente la
cicatriz, de modo que vuelva a crecer el pelo, que no quede allí deformidad alguna y que no
puede en absoluto percibirse que hubo allí una herida.
¿Cómo podrá hacerlo? Orando con todo su corazón por el que le molestó, diciendo: ¡Oh
Dios!, socorre a mi hermano y a mí por sus oraciones”. Así, por una parte ora por su hermano,
y eso es un testimonio de compasión y de caridad; por otra parte, se humilla pidiendo el auxilio
mediante las oraciones de aquel hermano. Donde se hallan compasión, caridad y humildad,
¿cómo podría prevalecer la cólera, el rencor o cualquier otra pasión? Lo dijo el abad Zósimo:
“Aunque el diablo con todos sus demonios ponga en juego todas las maquinaciones de su maldad, todos sus artificios son vanos y aniquilados mediante la humildad del mandamiento de
Cristo”. Y otro anciano dijo: “Quien ora por sus enemigos, no conocerá el rencor”.
95. Poned en práctica y comprended bien las enseñanzas que recibís. Porque si no las practicáis, la palabra no puede hacéroslas captar. ¿Qué hombre, que quiera aprender un arte, se contenta con que le hablen de ella? Ciertamente comenzará primero por tratar de hacer, deshacer,
volver a hacer, destruir, y así, mediante un trabajo perseverante aprenderá poco a poco el arte
con la ayuda de Dios que ve su buena voluntad y su esfuerzo. Y nosotros ¿querríamos adquirir
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“el arte de las artes” por sola la palabra, sin practicarla? ¿Cómo iba a ser eso posible? Velemos,
pues, sobre nosotros mismos, hermanos, y trabajemos con celo, mientras lo podemos todavía.
Que Dios nos conceda recordar las palabras que oímos, y guardarlas, para que el día del juicio
no sean nuestra condenación.
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IX. SOBRE LA MENTIRA
96. Hermanos, quiero recordaros algunas pequeñas cosas acerca de la mentira. Porque no veo
que sois cuidadosos en manera alguna de vuestra lengua, y esto acarrea fácilmente numerosas
faltas. Hermanos míos, comprended bien que se adquieren costumbres en todo, para el bien
como para el mal, y no ceso de decíroslo. Nos es precisa mucha vigilancia para no dejarnos
sorprender por la mentira. Ningún mentiroso está unido a Dios; la mentira es extraña a Dios.
Está escrito: “La mentira viene del Maligno”. Y: “Él es mentiroso y padre de la mentira”. Así
el diablo es llamado padre de la mentira. En cambio, Dios es la Verdad, porque él mismo dice:
“Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Ved de quien os apartáis y a quien os juntáis con la
mentira, ciertamente al Maligno. Si queremos salvarnos realmente, debemos amar con todas
nuestras fuerzas y todo el ardor la verdad y guardarnos de la mentira, para no alejarnos de la
verdad y de la vida.
97. Hay tres maneras diferentes de mentir: con el pensamiento, con la palabra y con la vida
misma. Miente con el pensamiento, el que presta atención a la sospecha. Si ve a alguien hablando con su hermano, él piensa: “Hablan de mí”. Cesan de hablar. Y él sospecha todavía que es a
causa de él. Si alguien dice una palabra, sospecha que lo hace para molestarle. Brevemente: por
cualquier razón, sospecha del prójimo y dice: “A causa de mí él hace esto, o dice aquello; es por
tal razón que hizo lo otro”. Ése es el que miente con el pensamiento: no dice nada según la
verdad, sino todo por conjeturas. De ahí las curiosidades indiscretas, las murmuraciones, la
costumbre de ponerse a escuchar, de discutir, de juzgar.
Sucede por lo demás que alguien se forma sospechas y que los sucesos manifiestan la verdad;
por eso, alegando su voluntad de enmendarse, no cesa de cuestionar en torno suyo, diciendo:
“Cuando se habla contra mí, me doy cuenta de la falta que se me reprocha y me corrijo”. Pero
el principio mismo de tal conducta es del Maligno. Fue por la mentira que comenzó: en su ignorancia hizo la conjetura de lo que no sabía. ¿Cómo un árbol malo podría producir frutos buenos?
Si quiere verdaderamente corregirse, no se turbe cuando un hermano le dice: “No hagas eso”, o:
“¿Por qué has hecho aquello?” Haga una metania dándole gracias. Entonces se enmendará. Y si
Dios ve que ésa es ciertamente su voluntad, no le dejará extraviarse, sino que le enviará ciertamente quien deba corregirle. En cuanto a decir: “Es para mi enmienda que me fío de mis sospechas”, y ponerse luego a espiar y a inquirir por todas partes en torno suyo, es una falsa justificación inspirada por el diablo que quiere engañarnos.
98. Cuando me encontraba en el monasterio (del abad Seridos), estaba tentado a juzgar del
estado de cada uno según su manera de andar exterior. Y me sucedió la siguiente aventura: Una
vez, ante mí, pasó una mujer, llevando un cántaro de agua; me dejé sorprender, no sé cómo, y
la miré en los ojos. Inmediatamente me vino la idea de que era una mujer de mala vida. Con
este pensamiento fui muy turbado y me abrí al anciano, el abad Juan: “Maestro, dije, si a pesar
mío, al ver las maneras de una persona, mi espíritu deduce su estado, ¿qué debo hacer? –Eh,
respondió el anciano. ¿No sucede que alguien tiene un defecto natural y lucha por corregirlo?
Por tanto, no es posible conocer su estado por ese defecto. No te fíes jamás de las sospechas,
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porque una regla torcida hace torcido incluso lo que es recto. Las sospechas son engañosas y
nocivas”. Desde entonces, si mi pensamiento me decía del sol: es el sol; y de las tinieblas: son
las tinieblas, yo no me fiaba. Nada más grave que las sospechas. Son tan perjudiciales que a la
larga llegan a persuadirnos y a hacernos creer con evidencia que vemos las cosas que no hay ni
existieron nunca.
99. Voy a referiros a este respecto un hecho admirable del que fui testigo cuando estaba todavía en el monasterio. Había allí un hermano muy dado a ese vicio. Se fiaba tanto de sus sospechas que tenía cada vez la convicción de que las cosas eran exactamente como su espíritu las
imaginaba y no admitía que no fuese así. Al crecer el mal con el tiempo, los demonios lograron
extraviarle completamente. Un día que había entrado en el huerto para observar lo que allí pasaba (él no cesaba de espiar y de ponerse a escuchar), creyó ver que un hermano volaba higos y
los comía. Era un viernes, un poco antes de la segunda hora. Estando persuadido de que había
realmente visto aquello, se ocultó, digamos, y salió sin decir nada. Luego, a la hora de la sinaxis, espió todavía para ver lo que haría, respecto a la comunión, el hermano que había robado y
comido los higos. Viendo que se lavaba las manos para ir a comulgar, corrió a decir al abad:
“Mira al hermano tal, va a recibir la santa comunión con los hermanos. Impídele que se la den,
porque esta mañana le he visto robar higos en el huerto y comerlos”. El hermano avanzaba
entonces hacia la sagrada Eucaristía con mucha compunción, porque era de los más fervientes.
El abad lo vio y lo llamó antes de que se acercase al sacerdote que distribuía la comunión. Lo
llamó aparte y le preguntó: “Dime, hermano, ¿qué has hecho hoy? –¿Dónde, Maestro?, respondió extrañado el hermano. –“En el huerto adonde fuiste esta mañana, repuso el abad. ¿Que
hacías allí?” Estupefacto el hermano respondió: “Maestro, no he visto el huerto hoy, ni siquiera
estaba en el monasterio esta mañana. Heme aquí de vuelta inmediatamente después del fin de la
vigilia nocturna: el ecónomo me envió a tal sitio a hacer una comisión”. Se trataba de un trayecto de varias millas, y no había vuelto más que a la hora de la sinaxis. El abad llamó al ecónomo
y le dijo: “¿A dónde has enviado el hermano?” El ecónomo respondió como el hermano, que lo
había enviado a tal aldea. Luego hizo una metania, diciendo: “Perdóname, Padre, tú te reposabas después de la vigilia, y por eso no lo he enviado a pedirte la permisión”. Plenamente convencido, el abad los envió a comulgar con su bendición. Luego llamó al que había tenido las
sospechas, le riñó y le prohibió la sagrada Comunión. Además, convocó a todos los hermanos
después de la sinaxis, les contó llorando lo que había pasado, y delante de todos reprobó al
hermano culpable, buscando con ello una triple finalidad: confundir al diablo y denunciarlo
como sembrador de sospechas, procurar al hermano el perdón de su falta con aquella humillación y el auxilio de Dios para el futuro, y, en fin, hacer que los demás fuesen más atentos a no
prestar atención a las sospechas. En la larga amonestación que nos dirigió a este respecto a nosotros y al hermano, dijo que nada era tan nocivo como las sospechas y nos dio como prueba lo
que acababa de suceder.
100. Bajo diversas formas, otras cosas semejantes fueron dichas por los Padres para ponernos
en guardia ante el peligro de las sospechas. Esmerémonos, pues, hermanos, con todas nuestras
fuerzas, y no nos fiemos de nuestras sospechas. Nada aleja tanto al hombre de la atención por
sus propios pecados, haciéndole ocuparse constantemente de lo que no le atañe. No se saca
ningún bien de ahí, sino mil turbaciones, mil penalidades, y el hombre no tiene nunca sosiego
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para adquirir el temor de Dios. Cuando nuestra maldad siembre en nosotros sospechas, trasformémoslas al punto en pensamientos buenos, y no nos harán mal alguno. Porque las sospechas
están llenas de malicia y no dejan el alma en paz. He ahí lo que es la mentira de pensamiento.
101. El mentiroso de palabra es, por ejemplo, el que tarda en levantarse para la vigilia y que,
en vez de decir: “Perdóname, he sido perezoso para levantarme”, dice: “Tenía fiebre y vértigo,
no podía ponerme de pie, estaba sin fuerza”. Pronuncia diez palabras falsas en lugar de hacer
una sola metania y humillarse. Si alguien le dirige un reproche, se obstina en desfigurar sus
palabras y en arreglarlas para no incurrir en la censura. Igualmente, si le sucede haber tenido
una disputa con sus hermanos, no cesa de justificarse diciendo: “Eres tú quien lo dijiste, eres tú
quien lo hiciste, es esto, es aquello”, únicamente por evitar la humillación. En fin, si desea
alguna cosa, no se resuelve a decir: “Tengo ganas de aquello”, sino que usará todavía una circunlocución: “Sufro de tal cosa y tengo necesidad de aquello”; o: “Me lo han prescrito”; y
mentirá hasta que haya satisfecho su deseo.
Todo pecado viene sea del amor del placer, sea del amor del dinero, sea de la vanagloria. La
mentira viene igualmente de esas tres pasiones. Se miente sea para evitar ser reprendido y humillado, sea para satisfacer un deseo, sea para obtener una ganancia. El mentiroso no cesa de dar
vueltas en su imaginación todos los subterfugios posibles para alcanzar su objetivo. Así no se le
cree: aún cuando diga una palabra verdadera, nadie puede darle crédito, y la verdad que él dice
resulta dudosa.
102. Puede presentarse, sin embargo, alguna necesidad en la que, si no se disimula en parte,
se seguirá más desorden y daño. En tal caso, si uno se ve constreñido a ello, encubra la palabra
por evitar, como dije, un desorden, un mal o un peligro más grave. Es lo que decía el abad
Alonio al abad Agatón: “Dos hombres cometieron un crimen ante ti, uno de ellos huye a tu
celda. El magistrado lo busca, te interroga: «¿Fuiste testigo del crimen?» Si no usas de artificio,
entregas aquel hombre a la muerte”.
Si uno se halla así comprometido por una gran necesidad, no ha de tener por ello la mentira
como despreciable, sino lamentarla, llorar ante Dios, y mirar aquello como ocasión de prueba.
Sobre todo es preciso que eso no suceda más que raras veces, una vez cada mil. Es como la
terapia y los purgantes: tomados continuamente hacen mal, pero utilizados de tiempo en tiempo,
en caso de necesidad urgente, son provechosos. Así se debe hacer en la cuestión que nos ocupa.
Aun cuando haya que mentir por necesidad, que eso sea raro, una vez cada mil, y, lo repito, si
se ve que es muy necesario. Conviene entonces con temor y temblor mostrar a Dios a la vez su
buena voluntad y la necesidad en que uno se encuentra y uno será absuelto. Si no, aún en ese
caso uno se perjudicaría.
103. Hemos hablado del mentiroso en el pensamiento y del mentiroso de palabra. Nos queda
por decir quién es el que miente con su misma vida.
Miente con su vida el libertino que hace alarde de castidad, el avaro que habla de limosna y
hace elogio de la caridad, y también el orgulloso que admira la humildad. No es con la intención
de alabar la virtud como la admira, si no, él comenzaría por confesar humildemente su propia
debilidad diciendo: “¡Ay de mí! Estoy sin bien alguno”. Después de haber confesado así su
miseria, podría admirar y alabar la virtud. Y no es tampoco por el deseo de evitar el escándalo
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por lo que hace elogio de la virtud, ya que en ese caso debería decir: “¡Miserable de mí, lleno
de pasiones! ¿Por qué iré a escandalizar a mi prójimo? ¿Por qué iré a perjudicar el alma de otro
e imponerme una carga de más?” Siendo él mismo pecador, podría aproximarse del bien. Considerarse a sí mismo miserable es humildad, y evitar el mal del prójimo es compasión. Pero el
mentiroso no admira la virtud con tales sentimientos. Para cubrir su propia vergüenza presenta el
nombre de la virtud y habla de ella como si él fuese virtuoso; con frecuencia también lo hace
para hacer mal y seducir a alguien. Ninguna malicia, ninguna herejía, ni el mismo diablo pueden
engañar más que simulando la virtud, según la palabra del Apóstol: el mismo diablo “se trasforma en ángel de luz” (2 Co 11,14). No es, pues, extraño que sus servidores se disfracen también
como servidores de la justicia. Así, sea que trate de evitar la humillación, cuya vergüenza teme,
sea que tenga la intención de seducir y engañar a alguien, el mentiroso habla de las virtudes, las
alaba y las admira, como si las practicase. Tal es el que miente con su vida misma. Él no es
sencillo, sino que obra con doblez: uno en el interior, otro al exterior. Toda su vida es doblez y
comedia.
Hemos dicho lo que es propio de la mentira: ella viene del Maligno. Acerca de la verdad
hemos dicho: “La Verdad es Dios”. Huyamos, pues, de la mentira, hermanos, para escapar del
partido del Maligno y esforcémonos por poseer la verdad para estar unidos al que dijo: “Yo soy
la Verdad”. ¡Que Dios nos haga dignos de su verdad!
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X. DE LA VIGILANCIA CON LA QUE HAY QUE AVANZAR POR EL CAMINO DE DIOS PARA ALCANZAR LA META
104. Hermanos, tengamos cuidado de nosotros mismos, seamos vigilantes. ¿Quién nos devolverá el tiempo presente si lo perdemos? Podríamos buscar los días perdidos, pero no podremos
encontrarlos. El abad Arsenio se decía sin cesar: “Arsenio, ¿por qué abandonaste el mundo?”
Pero nosotros somos tan negligentes que no sabemos por qué lo hemos abandonado; incluso no
sabemos lo que queríamos. Por eso no progresamos y estamos siempre afligidos. Esto procede
de que nuestro corazón no está atento. Si quisiéramos de veras combatir, no tendríamos que
sufrir y penar largo tiempo, porque, si a los comienzos uno se esfuerza como debe, combatiendo, se avanza al menos poco a poco y se termina por obrar en paz, viendo Dios la violencia que
se hace y concediéndonos su auxilio.
Hagámonos, pues, violencia también nosotros, pongamos a la obra y tengamos al menos la
voluntad de hacer el bien. Si ciertamente no hemos llegado todavía a la perfección, el hecho
mismo de querer es para nosotros el comienzo de la salvación. Porque del querer pasaremos con
la ayuda de Dios a la lucha, y en la lucha encontraremos auxilio para adquirir virtudes. Es lo
que hacía decir a los Padres: “Da tu sangre y recibe el espíritu”, es decir, combate y entra en
posesión de la virtud.
105. Cuando yo estudiaba ciencias profanas, encontraba al principio mucha dificultad, y
cuando me disponía a coger un libro, era como si fuese a echar mano a una bestia feroz. Pero,
esforzándome con perseverancia, Dios me ayudó y me acostumbré tan bien al trabajo que mi
ardor por los estudios hacía olvidarme de descansar, de beber y comer. Nunca me dejaba arrastrar a comer con uno de mis amigos; nunca tampoco iba a conversar con ellos durante el tiempo
de estudio, a pesar de que me gustaba la tertulia y amaba a mis compañeros. Tan pronto como el
profesor nos despedía, iba a tomar un baño, pues tenía necesidad de bañarme todos los días por
razón de la deshidratación causada por el exceso de trabajo. Luego me iba a casa, sin saber lo
que comería. Yo era incapaz de dejarme distraer ni siquiera para elegir la comida. Por lo demás,
yo tenía alguien que me preparaba ciertamente lo que me hacía falta. Tomaba lo que encontraba
preparado por él, y al lado, en la cama, tenía mi libro sobre el que inclinaba de vez en cuando.
Durante mi descanso, lo guardaba cerca de mí, sobre mi taburete, y tan pronto como había
dormido un poco, me entregaba inmediatamente a la lectura. Lo mismo, por la tarde, cuando me
retiraba de junto las antorchas, encendía la lámpara y leía hasta medianoche. No tenía más gusto
que el de los estudios. Cuando vine al monasterio, me decía: “Si por la ciencia profana se siente
tanta sed y tanto ardor por aplicarse al estudio y adquirir la costumbre ¡cuánto más por la virtud!” Y este pensamiento me estimulaba notablemente.
Si alguien desea adquirir la virtud, no debe ser distraído y disipado. El que quiere aprender a
ser carpintero no se dedica a otro oficio; del mismo modo, los que quieren adquirir el arte del
espíritu: no deben ocuparse de otra cosa, sino aplicarse noche y día a los medios para hacerse
expertos en ello. Quienes no obran así, no sólo no progresan nada, sino que, no teniendo objeti47
vo, se fatigan y se extravían, cuanto más que, sin vigilancia ni lucha, uno se aleja fácilmente de
las virtudes.
106. Las virtudes se hallan en el medio, ese es el camino real de que habla un santo anciano:
“Seguid el camino real, y contad las millas”. Las virtudes están en el medio entre el exceso y la
insuficiencia. Por eso está escrito: “No desvíes a derecha ni a izquierda” (Pr 4,27), sino sigue
“el camino real” (Nm 20,17). San Basilio dice: “Es recto de corazón aquel cuyo pensamiento no
se inclina ni hacia el exceso ni hacia la insuficiencia, sino que se dirige hacia el medio que es la
virtud”.
He aquí lo que quiero decir: el mal de suyo no es nada, ya que no tiene ni ser ni substancia.
¡No lo quiera Dios! Y el alma lo hace cuando, apartándose de la virtud, es invadida por las
pasiones. Precisamente es atormentada por el mal, no hallando en sí su reposo natural. Por
ejemplo, es como la madera: en ella no hay gusano, pero si se pudre, de esa podredumbre nace
el gusano que la roe. El hierro también produce el óxido y a su vez es roído por el óxido, y la
ropa cría la polilla, que luego la devora. Así el alma produce de sí misma el mal, el cual no
tenía antes ni ser ni substancia, y a su vez es devorada por el mal. Lo ha dicho bien san Gregorio: “El fuego producido con la madera consume esa madera como el mal consume a los malvados.” Y esto se ve también en los enfermos. Si se vive de manera desordenada, sin velar por la
salud, se produce sea la abundancia sea la carencia (de humores) y de ahí se sigue un desequilibrio. Antes, la enfermedad no se hallaba en ninguna parte, ni siquiera existía. De nuevo, cuando
el cuerpo recobra la salud, la enfermedad no se halla en parte alguna. Igualmente el mal es la
enfermedad del alma privada de su salud natural, es decir de la virtud. Por eso decimos que las
virtudes están en medio. Por ejemplo, el coraje es el medio entre la cobardía y la audacia; la
humildad, entre el orgullo y el servilismo; el respeto, entre la vergüenza y la insolencia; y así
respectivamente todas las demás virtudes. El hombre que se halla ornado de virtudes, es estimado ante Dios; y aunque parezca que come, bebe y duerme como los demás hombres, sus virtudes
le hacen honorable. Al contrario, si falta de vigilancia y no se cuida de sí mismo, se aleja fácilmente del camino, sea a derecha, sea a izquierda, es decir hacia el exceso o hacia la insuficiencia, y provoca esa enfermedad que es el mal.
107. Ése es el camino real que siguieron todos los santos. Las “millas” son las diferentes
etapas que hay siempre que medir para darse cuenta en donde se está, a que milla se ha llegado,
en que estado uno se encuentra. Me explico. Todos somos viajeros que tenemos como objetivo
la ciudad santa. Partidos de un misma ciudad, unos han hecho cinco millas, y luego se han detenido; otros hicieron diez; algunos llegaron hasta la mitad del camino; otros no han dado un paso:
salidos de la ciudad quedaron a sus puertas, en su atmósfera nauseabunda. Sucede también que
algunos hacen dos millas, luego se extravían y tornan sobre sus pasos, o habiendo hecho dos
millas, retroceden cinco. Hay incluso quienes avanzaron hasta la ciudad adonde iban, pero quedaron fuera y no penetraron en el interior.
Eso es lo que nosotros somos. Hay ciertamente entre nosotros quienes tenían por objetivo la
adquisición de las virtudes, cuando abandonaron el mundo para ingresar en el monasterio. De
estos, unos progresaron un poco, y luego se detuvieron; otros avanzaron un poco más, algunos
hicieron la mitad del trayecto, y allí se quedaron. Hay quienes no han hecho nada en absoluto:
parecía que habían abandonado el mundo, pero de hecho permanecieron en las cosas del mundo,
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en sus pasiones y su hediondez. Algunos obran algún bien, y luego lo destruyen o incluso destruyen más de lo que han hecho. Otros adquirieron las virtudes, pero tuvieron orgullo y deprecio
por el prójimo: quedaron al exterior de la ciudad y no penetraron en ella; éstos tampoco llegaron
a la meta, porque aunque hayan llegado a la puerta de la ciudad, quedaron fuera, de modo que
tampoco alcanzaron su objetivo. Examine cada uno de nosotros en donde se halla. Salido de su
ciudad, ¿no quedó fuera, junto a la puerta, en la hediondez de la ciudad? ¿Avanzó un poco o
mucho? ¿Recorrió la mitad del camino? Sin haber avanzado nada, ¿no retrocedió dos millas? ¿O
retrocedió cinco millas después de haber avanzado dos? ¿Avanzó hasta la ciudad? ¿Entró en
Jerusalén? ¿O alcanzó la ciudad sin poder penetrar en ella? Que cada uno sepa en que estado o
en donde se halla.
108. Hay tres estados para el hombre: el que ejerce la pasión, el que la somete y el que la
desarraiga. Ejercer la pasión es realizar sus actos y fomentarla. Someterla es no practicarla ni
suprimirla, sino ponerse un motivo e ir adelante, guardándola en el corazón. Desarraigarla, por
fin, es luchar y hacer los actos contrarios.
Estos tres estados tienen una amplia aplicación. Pongamos un ejemplo. Decidme: ¿Qué pasión
queréis que examinemos? ¿Queréis que hablemos del orgullo? ¿De la fornicación? O más bien,
¿queréis que hablemos de la vanagloria, ya que con frecuencia nos vence? Es por vanagloria que
uno no puede soportar una palabra de su hermano. Una sola palabra que oiga, ya está turbado.
Y responde cinco o incluso diez. Disputa, siembra el desorden, y, terminada la querella, continúa a pensar mal contra el hermano que le dijo aquella palabra. Le guarda rencor y lamenta no
haberle dicho más de lo que le ha dicho. Prepara palabras todavía peores por echárselas en cara.
No cesa de pensar: “¿Por qué no le dije esto? Tengo todavía tal cosa que responderle”. Y no
sale de su furor. Ése es el primer estado, el mal hecho costumbre. ¡Que Dios nos preserve de él!
Pues tal disposición está ciertamente destinada al castigo, dado que todo pecado realizado merece
el infierno. Aunque quiera convertirse, el que está en tal estado no logrará dominar él solo la
pasión, si no es ayudado por los santos, conforme a las palabras de los Padres. Por ello no ceso
de decíroslo: apresuraos a vencer las pasiones antes de que se hagan costumbre.
Otro, turbado por una palabra que oyó, responde también cinco o diez, se aflige por no haber
añadido otras, tres veces peores, siente tristeza y guarda rencor. Pero unos días después se arrepiente. Uno deja pasar una semana antes de arrepentirse, otro un solo día. Otro se irrita, disputa,
se turba y perturba a los demás, y luego se arrepiente inmediatamente. Ved cuanta variedad de
estados, y, sin embargo, todos proceden del infierno, en cuanto que llevan consigo la actividad
de una pasión.
109. Hablemos ahora de quienes dominan la pasión. He ahí un hermano que oye una palabra
y se aflige interiormente, pero no se entristece por el ultraje recibido, sino por no haberlo soportado. Ése es el estado de quienes luchan, de quienes se esfuerzan por dominar la pasión. Otro
hermano combate con dificultad, y termina por sucumbir con el peso de la pasión. Otro no quiere responder mal, pero es llevado de la costumbre. Otro lucha por abstenerse de toda mala palabra, pero se entristece de ser maltratado: pero condena su propia tristeza y hace penitencia por
ello. En fin, otro no se aflige por ser ultrajado, pero tampoco se alegra. Todos estos, como veis,
dominan la pasión. Hay dos, sin embargo, que se distinguen de los demás, a saber el que es
vencido en el combate y el que es arrastrado por la costumbre, porque ambos corren el riesgo de
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quienes ejercen la pasión. Los he puesto entre quienes tratan de vencerla, porque tal es su intención. No quieren ejercer la pasión, sino que prueban tristeza y luchan. Los Padres dijeron que
todo lo que el alma rehúsa, es de corta duración (Poemen 93). Esos hermanos deben examinar si
no entretienen, a falta de la pasión misma, una de las causas de la pasión, y si no es por eso por
lo que son vencidos o arrastrados.
Algunos luchan, diciendo que es para someter la pasión, pero lo hacen por instigación de otra
pasión. Por ejemplo, un hermano guarda el silencio por vanagloria; otro, lo hace por respeto
humano, o por otra pasión diferente. Esto es curar el mal con el mal. El abad Poemen dice que
de ninguna manera la iniquidad destruye la iniquidad. Esos hermanos son de los que ejercen la
pasión, aunque sean juguete de la ilusión.
110. Debemos hablar, en fin, de quienes desarraigan la pasión. He ahí un hermano que se
alegra de ser maltratado, pero es por la recompensa que tendrá por ello. Ése es de lo que desarraigan la pasión, pero no sabiamente. Otro se alegra también de haber sido ultrajado y está
convencido de que el ultraje lo merecía porque él había dado motivo a ello. Éste desarraiga la
pasión sabiamente, porque ser maltratado y atribuirse a sí la causa de ello, tomar como merecidos los ultrajes recibidos, es obra de sabiduría. Quien dice a Dios en su oración: “Señor, concédeme la humildad”, debe saber que pide a Dios que le envíe alguien que le maltrate. Y al ser
maltratado, debe maltratarse a sí mismo y despreciarse en su corazón, para humillarse interiormente, mientras que le humillan exteriormente. En fin, hay quienes, no sólo se alegran del ultraje y se juzgan que lo merecen, sino incluso se afligen de la turbación de quien les ultraja. ¡Que
Dios nos conceda un tal estado!
111. Ved lo extenso de estos tres estados. Lo repito: que cada uno de nosotros examine en
que estado se encuentra. ¿Ejerce la pasión y la entretiene a sabiendas? O bien, ¿sin obrar voluntariamente, no la ejerce vencido o arrastrado por la costumbre? Y luego, ¿se aflige por ello?
¿Hace penitencia? ¿Lucha por someter la pasión sabiamente o a impulsos de otra pasión? Dijimos ya que a veces se guarda el silencio por vanagloria, por respeto humano: sencillamente, por
una consideración humana. ¿Comenzó a desarraigar la pasión? ¿Lo hace sabiamente, realizando
los actos contrarios a la pasión? Que cada uno se dé cuenta en donde está, en que milla se encuentra.
Además de nuestro examen cotidiano debemos examinarnos cada año, cada mes y cada semana y preguntarnos: “¿En donde me hallo ahora respecto a la pasión que me agobiaba la semana
pasada?” Igualmente cada año: “He sido vencido por tal pasión el año pasado, ¿cómo voy ahora?” Hemos de preguntarnos cada vez si hemos progresado, si seguimos igual, o si hemos empeorado.
112. Denos Dios la fuerza, si no para desarraigar la pasión, al menos primeramente para no
obrar según ella, sino para dominarla. Porque es verdaderamente grave obrar según la pasión y
no dominarla. Voy a deciros a que se parece el que ejerce la pasión y la fomenta: semeja a un
hombre que agarra con sus propias manos los tiros que recibe del enemigo y los hunde en su
propio corazón. En cuanto al que trata de someter la pasión, es el que es blanco del enemigo,
pero, revestido de una coraza, no es alcanzado por los tiros. El que, en fin, desarraiga la pasión,
es como el que rompiese los dardos que él recibe y los enviase de retorno al corazón de su ene50
migo, según la palabra del Salmo: “Que su espada penetre en su corazón, y que sus arcos se
hagan añicos” (Sal 36,15). Tratemos, pues, nosotros también, hermanos, si no de devolver la
espada contra el corazón, al menos de no coger los tiros para hundirlos en nuestro corazón, y
asimismo revistámonos de una coraza, para que no nos hieran. Protéjanos Dios en su bondad, y
háganos vigilantes y guíenos por su camino. Amén.
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XI. URGENCIA DE VENCER LAS PASIONES ANTES DE QUE EL ALMA
NO SE HABITÚE AL MAL
113. Considerad con atención, hermanos, cómo son las cosas, y no seáis negligentes, ya que
una pequeña negligencia nos lleva a grandes peligros. Acabo de visitar a un hermano que hallé
convaleciente de su enfermedad. Hablando con él, me enteré de que no había tenido fiebre más
que siete días. Ahora bien, hace cuarenta días ya, y no ha encontrado todavía el medio de reponerse. Veis, hermanos, la desdicha que hay en perder el equilibrio de la salud. Uno desprecia
pequeños achaques e ignora que, si el cuerpo está algo enfermo, sobre todo siendo de complexión delicada, necesitará mucho trabajo y tiempo para reponerse. Este pobre hermano tuvo fiebre durante siete días, y he ahí que después de tantos días no llegó a restablecerse. Lo mismo
ocurre con el alma: se comete una falta ligera, y ¿cuánto tiempo habrá que verter sangre para
levantarse?
Hay diversas razones para la debilidad del cuerpo: o bien los remedios no son eficaces, porque son viejos; o bien el médico no tiene experiencia y da un remedio por otro; o bien el enfermo no obedece y no observa las prescripciones. Para el alma, no es lo mismo: no podemos decir
que el médico sea inexperimentado y que no dé los remedios convenientes, ya que el médico de
nuestras almas es Cristo que conoce todo y que da para cada pasión el remedio apropiado, es
decir sus mandamientos que conciernen la humildad contra la vanagloria, la templanza contra la
sensualidad, la limosna contra la avaricia; brevemente, cada pasión tiene por remedio el mandamiento conveniente. El médico no es, pues, inexperimentado. Por otra parte, tampoco se puede
decir que los remedios sean ineficaces, por haber caducado. Los mandamientos de Cristo no
caducan nunca: incluso se renuevan en la medida en que se utilizan. Para la salud del alma no
hay, pues, más obstáculo que su propio desorden.
114. Prestemos atención, hermanos, seamos vigilantes, mientras es tiempo. ¿Por qué ser
negligentes? Hagamos el bien, para hallar auxilio en tiempo de prueba. ¿Por qué perder nuestra
vida? Oímos tantas instrucciones: poco nos importa, las despreciamos. A nuestra vista nuestros
hermanos parten, y no prestamos atención, sabiendo que nosotros también poco a poco nos
acercamos de la muerte. Desde el comienzo de la conferencia hemos gastado dos o tres horas y
nos hemos acercado de la muerte, y no nos espantamos de perder el tiempo. ¿Cómo no nos
acordamos de esta palabra del anciano: “Quien pierde oro o plata, puede encontrarlos, pero el
que pierde el tiempo no lo encontrará”? De hecho buscaremos, sin encontrarla, una sola hora de
ese tiempo. ¿Cuántos desean oír una palabra de Dios, y no lo pueden? Y nosotros que las oímos
con tanta frecuencia, las despreciamos y no salimos de nuestro letargo. Dios sabe bien que estoy
admirado de la insensibilidad de nuestras almas. Podemos salvarnos y no queremos. Podemos
arrancar nuestras pasiones mientras son recientes, y no nos preocupamos de ello. Las dejamos
endurecer en nosotros hasta el último grado del mal. Os lo he dicho frecuentemente, una cosa es
desarraigar una planta que se arranca de un solo tirón, y otra cosa desarraigar un gran árbol.
115. Un gran anciano se entretenía con sus discípulos en un lugar en que había cipreses de
tallas diferentes, pequeños y grandes. Dijo a uno de sus discípulos: “Arranca este ciprés”. El
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árbol era muy pequeño, e inmediatamente, con una sola mano, el hermano lo arrancó. El anciano le mostró luego otro ciprés más grande, diciéndole: “Arranca también aquel”. El hermano lo
arrancó sacudiéndolo con las dos manos. Entonces el anciano le designó otro más grande, y el
hermano tuvo mucho trabajo para arrancarlo. Le indicó uno todavía mayor: el hermano lo sacudió mucho y no logró quitarlo más que a fuerza de trabajo y de sudor. En fin, el anciano le
indicó otro árbol todavía más grande, y esta vez el hermano, después de mucho trabajo y sudor
no logró arrancarlo. “Así ocurre con las pasiones, hermanos, les dijo entonces el anciano. Cuando son pequeñas, se endurecen, y cuanto más se endurecen, tanto más trabajo exigen. Si han
echado raíces profundas en nosotros, no llegaremos a deshacernos de ellas, aún esforzándonos,
si no recibimos auxilio de los santos que se ocupan de nosotros, después de Dios”.
Ved la fuerza de las enseñanzas de los santos ancianos. El Profeta nos enseña lo mismo a este
respecto, cuando dice en el Salmo: “Miserable hija de Babilonia, dichoso quien te retribuya todo lo
que nos has dado. Dichoso quien agarre tus niños pequeños para hacerlos añicos contra la peña”.
116. Examinemos una a una las palabras. Por “Babilonia”, el Profeta comprende la confusión; la interpreta así según Babel, que es exactamente Siquén. Por “hija de Babilonia” entiende
la iniquidad, porque el alma está primeramente en la confusión, y luego comete el pecado. Llama “miserable” a esa hija de Babilonia, porque el mal no tiene ser ni substancia, como os he
dicho otra vez. Es nuestra negligencia quien lo hace salir del no ser, y es nuestra enmienda quien
de nuevo lo hace desvanecerse en la nada. El santo Profeta prosigue, como dirigiéndose a la hija
de Babilonia: “Dichoso quien te retribuya todo lo que nos has dado”. Veamos lo que hemos
dado, lo que hemos recibido en cambio, y lo que debemos retribuir. Hemos dado nuestra voluntad y hemos recibido en retorno el pecado. Son proclamados dichosos los que “devuelven” el
pecado: devolverlo es no cometerlo más. “Dichoso, continúa el salmista, quien agarre tus niños
pequeños y los haga añicos contra la peña”. Esto significa: dichoso aquel que, desde el comienzo, no deja que tus retoños, es decir los malos pensamientos, crezcan en él y realicen el mal,
sino que, inmediatamente, mientras que son todavía “niños pequeños” y antes de que hayan
crecido y se hayan fortalecido en él, los agarra, los estrella contra la roca, que es Cristo (1 Co
10,4) y los aniquila refugiándose junto a Cristo.
117. He ahí como los ancianos y la sagrada Escritura están perfectamente de acuerdo en
proclamar dichosos quienes combaten para destruir las pasiones todavía recientes antes de experimentar su dolor y de su amargor. Esforcémonos, hermanos, cuanto podamos, para obtener
misericordia. Por una pequeña pena de ahora, hallaremos un gran reposo.
Los Padres han dicho cómo cada uno debía periódicamente purificar su conciencia examinando cada tarde cómo pasó el día, y cada mañana cómo pasó la noche, y haciendo penitencia ante
Dios por los pecados que probablemente ha cometido. Nosotros que cometemos numerosas
faltas, tenemos realmente necesidad, siendo olvidadizos como somos, de examinarnos incluso
cada seis horas para conocer cómo las hemos pasado y en qué hemos pecado. Pregúntese cada
uno entonces : “¿No he dicho nada que haya herido a mi hermano? Al verlo hacer alguna cosa,
¿no lo he juzgado o despreciado? ¿O no he hablado en contra de él? ¿No he murmurado del
procurador, de que no me daba lo que yo le pedía? ¿No he humillado y entristecido al cocinero,
haciendo notar que los manjares no estaban bien? O tal vez, ¿no he mostrado simplemente desagrado en mi interior?” Notemos que es pecado murmurar, incluso interiormente. Aún más: “Si
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el canonarca u otro hermano me han dicho una palabra, ¿la he soportado bien? ¿No le he contradicho más bien?” Es así como debemos preguntarnos al fin de cada día: cómo lo hemos pasado.
Y para la noche es preciso un examen semejante: ¿Nos hemos levantado con diligencia para la
vigilia? ¿No nos hemos impacientado contra el excitador o no hemos murmurado de él? Porque
hay que saber que quien nos despierta para la vigilia nos presta un servicio y nos ocasiona grandes bienes: nos despierta para que podamos conversar con Dios, orar por nuestros pecados y ser
esclarecidos. ¡Cuán agradecidos debemos estarle! En verdad hay que considerarlo en cierto
modo como un instrumento de nuestra salvación.
118. Voy a contaros a este propósito una historia maravillosa que oí narrar acerca de un gran
diorático. En la iglesia, cuando los hermanos comenzaban a salmodiar, veía a un personaje
resplandeciente salir del santuario con un pequeño vaso que contenía agua bendita y una cuchara.
Hundía la cuchara en el vaso y, al pasar delante de todos los hermanos, los marcaba con una
cruz a cada uno. Cuando hallaba sitios vacíos, marcaba unos sí y otros no. Cuando la salmodia
estaba para terminarse, el anciano lo veía de nuevo salir del santuario y volver a hacer lo mismo.
Un día, le retuvo, y, echándose a sus pies, le suplicó que le explicase lo que hacía y quien era.
“Soy un ángel de Dios, le dijo el personaje resplandeciente, y he recibido la misión de marcar
tanto los que están en la iglesia al comienzo de la salmodia como los que permanecen hasta el
fin, por razón de su fervor, su celo y su buena voluntad. –Pero, ¿por qué marcáis los sitios de
algunos ausentes?” preguntó el anciano. Y el santo ángel le respondió : “Todos los hermanos
celosos y de buena voluntad, que están ausentes por grave enfermedad y con el asentimiento de
los Padres, o que están ocupados con alguna obediencia, reciben también la marca, porque de
corazón se hallan con los que salmodian. Solamente los que podrían estar allí y están ausentes
por negligencia, tengo orden de no marcarlos, porque se hacen indignos”.
Veis el beneficio que el excitador proporciona al hermano al que despierta para el oficio
conventual. Esforzaos, pues, hermanos, para no estar jamás privados de la marca del ángel. Si
un hermano se distrae y otro le recuerda su deber, él no debe irritarse, sino, atento al bien que
se le hace, dar gracias al hermano sea quien sea.
119. Cuando estaba en el monasterio (del abad Seridos), el abad, por consejo de los ancianos,
me dio el cargo de hospedero. Me hallaba convaleciente de una grave enfermedad. Los huéspedes venían y yo velaba la tarde con ellos. Luego llegaba el turno de los camelleros: yo debía
proveer a sus necesidades. Y, con frecuencia, después de haberme acostado, se presentaban
nuevas necesidades que me obligaban a levantarme. Durante este tiempo, llegaba la hora de la
vigilia. Yo no había apenas dormido, y el canonarca venía a despertarme. Me encontraba destrozado y hecho añicos por razón del trabajo o de la enfermedad, ya que tenía todavía accesos de
fiebre. Agobiado de sueño, le respondía: “Bien, Padre. ¡Gracias por tu caridad, que Dios te lo
pague ! A tus órdenes, ya voy, Padre”. Pero tan pronto como él se iba, yo caía rendido de sueño
y me afligía mucho levantarme con retraso para la vigilia. Como no era oportuno que el canonarca quedase constantemente a mi lado, acudí a dos hermanos, pidiéndoles a uno que me despertase y al otro que no me dejase cabecear durante la vigilia. Y creedme, hermanos, los consideraba como salvadores míos, y tenía casi veneración por ellos. Tales deben ser los sentimientos
que debéis tener también vosotros respecto a quienes os despiertan para el oficio conventual y
para cualquier otra obra buena.
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120. Decíamos que uno debe examinarse cómo pasó el día y la noche. ¿Hemos estado atentos
a la salmodia y a la oración? ¿Nos hemos dejado cautivar por pensamientos nacidos de la pasión?
¿Hemos escuchado bien las lecturas divinas? ¿No hemos abandonado la salmodia, yéndonos de
la iglesia por ligereza de espíritu? Si uno se examina así cada día, procurando arrepentirse de sus
faltas y enmendarse, disminuirán los pecados: por ejemplo ocho en vez de nueve. De esta manera, progresando poco a poco con la ayuda de Dios, se impedirá a las pasiones endurecerse. Es un
gran peligro caer en la costumbre de una pasión. Quien llegue ahí, lo repito, aunque lo desee, no
es capaz él solo de dominar la pasión, a no ser que reciba la ayuda de algunos santos.
121. ¿Queréis que os hable de un hermano que tenía la costumbre de una pasión? Escuchad su
lamentable historia. Cuando yo estaba en el monasterio, a los hermanos, no sé por qué, les
gustaba manifestarme sus pensamientos con sencillez. Se decía incluso que el abad, por consejo
de los ancianos, me había encargado de escucharlos. Un día, pues, un hermano viene a decirme:
“Perdóname, Padre, y ora por mí, porque robo para comer. –¿Por qué?, le pregunté, ¿tienes
hambre? –Sí, no tengo bastante a la mesa con los hermanos y no puedo pedirlo. –¿Por qué no
vas a decírselo al abad? – Tengo vergüenza. –¿Quieres que vaya yo a decírselo? –Como quieras,
Padre”.
Fui, pues, a hablar al abad y me dijo : “Por caridad, cuídalo lo mejor que puedas”. Me encargué de él y le dije al procurador : “Ten la bondad de dar a este hermano todo lo que desee, a
cualquier hora que venga a verte y no le rehúses nada. –De acuerdo”, me respondió el procurador. El hermano fue a él algunos días, y luego vino a decirme: “Perdóname, Padre: he comenzado de nuevo a robar. –¿Por qué? le pregunté. ¿El procurador no te da lo que quieres? –Si,
¡perdón ! me da cuanto quiero, pero tengo vergüenza delante de él. –¿Tienes también vergüenza
para conmigo? – No. –Entonces, cuando tengas gana de algo, ven que te lo daré, pero no robes
más”.
Yo me ocupaba entonces de la enfermería. El hermano venía a verme y yo le daba todo lo
que quería. Pero, unos días más tarde, volvió a robar. Vino afligido a decírmelo: “Yo robo
todavía. –¿Por qué, hermano? le dije. ¿Es que no te doy todo lo que quieres? –Sí. –¿Tendrías
vergüenza de recibir algo de mí? –No. –Entonces, ¿por qué robas? –Perdóname, pero no sé por
qué. Robo, así, sencillamente. –En serio, dime, ¿qué haces de lo que robas? –Lo doy al asno”.
Y se descubrió que aquel hermano robaba habas, dátiles, higos, cebollas, brevemente, todo lo
que encontraba. Lo ocultaba bajo el jergón, o en otra parte. Finalmente, no sabiendo qué hacer,
al ver que todo se estropeaba, lo tiraba o lo daba a las bestias.
122. Veis lo que es tener una pasión hecha costumbre. ¿Qué desgracia, qué miseria no es
eso? Aquel hermano sabía que aquello estaba mal, sabía que obraba mal, estaba desolado por
ello, lloraba, y, sin embargo, el desgraciado era arrastrado por la mala costumbre que había
adquirido por su negligencia. Como lo dijo bien el abad Nisteros: “El que es arrastrado por una
pasión, se hace esclavo de la pasión”. Que Dios, en su bondad, nos arranque de las malas costumbres para que no tenga que decirnos: “¿Para qué sirve mi sangre, abajarme hasta la muerte?”
(Sal 29,10).
Os he dicho ya cómo se cae en una costumbre. No se llama colérico al que se irrita una vez,
ni impúdico al que comete una sola impureza, como tampoco se dirá caritativo al que una sola
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vez da una limosna. La virtud y el vicio practicados de una manera proseguida engendran una
costumbre en el alma y esta costumbre produce luego el castigo o el descanso del alma. Hemos
ya dicho otra vez cómo la virtud proporciona el descanso al alma y cómo el vicio la castiga. La
virtud es natural y está en nosotros. “Sus gérmenes son indestructibles”. Os decía que habituarse
a la virtud por la práctica del bien, es recobrar el estado propio, restablecer la salud, como se
recobra la vista normal después de una enfermedad de los ojos, o la salud personal y natural
después de cualquier otra enfermedad. Para el vicio no es lo mismo. Con la práctica del mal,
adquirimos una costumbre extraña y contra nuestra naturaleza, contraemos una suerte de enfermedad crónica, y no podremos recobrar la salud sin un auxilio abundante, sin muchas oraciones
y lágrimas capaces de excitar en favor nuestro la misericordia de Cristo.
Es lo que constatamos respecto al cuerpo. Algunos alimentos, por ejemplo, producen un
humor melancólico, como la col, las lentejas, etc… Sin embargo, por comer una o dos veces
col, lentejas u otra cosa semejante, no basta para producir el humor melancólico; pero si se
toman continuamente, hacen abundar el humor, provocan en el sujeto fiebres ardientes y le
aportan mil otros inconvenientes. Lo mismo ocurre con el alma: si se persevera en el pecado,
nace en el alma una costumbre viciosa, y esa costumbre le servirá de castigo.
123. Es preciso que sepáis lo siguiente: ocurre que un alma tiene inclinación por una pasión.
Si se deja ir solamente una vez a realizar el acto, corre el riesgo de caer luego inmediatamente
en la costumbre de aquella pasión. Lo mismo ocurre con el cuerpo. Si uno es de temperamento
melancólico a continuación de su negligencia pasada, un solo alimento de esa naturaleza podrá
excitarle tal vez e inflamar al punto en él el humor.
Hay que tener mucha vigilancia, celo y temor para no caer en una mala costumbre. Creedme,
hermanos: el que tiene, aunque sólo sea una pasión hecha ya costumbre, está destinado al castigo. Puede llegar a hacer diez buenas acciones por una sola mala según su pasión; esta única
acción, que proviene de la costumbre viciosa, supera a las diez buenas. Como si un águila se
hubiera liberado enteramente de la red, dejando solamente su garra prendida en ella: por esa
ligadura insignificante, toda su fuerza se encuentra aniquilada. Bien puede estar completamente
fuera de la red, si una sola garra queda presa ¿no está todavía presa en la red? Y el cazador ¿no
podrá matarla cuando quiera? Lo mismo ocurre con el alma: si tiene una sola pasión hecha ya
costumbre, el enemigo la derrumba cuando bien le parezca: la tiene en su poder gracias a esa
pasión. Por eso no ceso de decíroslo, no dejéis que una pasión cree en vosotros una costumbre.
Luchemos más bien pidiendo a Dios, día y noche, que no nos deje caer en la tentación. Si somos
vencidos, pues somos hombres, y si resbalamos en el pecado, apresurémonos a levantarnos al
punto. Hagamos penitencia. Lloremos ante la divina bondad. Velemos, combatamos, y Dios,
viendo nuestra buena voluntad, nuestra humildad y nuestra contrición nos alargará la mano y
tendrá misericordia de nosotros. Amén.
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XII. EL TEMOR DEL CASTIGO FUTURO Y LA NECESIDAD, PARA
QUIEN QUIERE SALVARSE, DE NO PERDER EL INTERÉS POR LA
PROPIA SALVACIÓN
124. Mientras yo sufría dolores en los pies, y por ello estaba enfermo, habiendo venido hermanos a verme, me preguntaron por la causa del mal; era, según creo, con una doble finalidad:
primero, para confortarme y distraerme un poco de mi sufrimiento, y además para darme ocasión de decirles alguna palabra edificante. Pero como el dolor no me permitía entonces responderos como yo quisiera, es menester que me oigáis ahora. ¿No resulta agradable hablar de la
aflicción, una vez que ella pasó? En el mar también, mientras se enfurece la tempestad, todos en
la nave están angustiados; pero, apaciguada la tempestad, es con alegría como hablan todos de lo
que pasó.
Hermanos, como os lo digo sin cesar, es bueno atribuir todo a Dios y decir que nada se hace
sin él. Dios sabe perfectamente que tal cosa es buena y útil, y por ello la produce, aunque ella
tenga también otra causa. Por ejemplo, yo podría decir que había comido con los huéspedes, que
me había esforzado un poco por contentarlos, que mi estómago se había agravado y se me había
producido un flujo en el pie, que había provocado el reuma, y podría encontrar todavía otras
razones: ellas no faltan para quien las quiere. Pero he aquí lo que es más exacto y más provechoso al decirlo: aquello sucedió porque Dios sabía que era útil a mi alma. Porque no hay nada
que Dios haga, que no sea bueno. Todo lo que él hace, es bueno y muy bueno. Por tanto no hay
razón para inquietarse por lo que sucede, sino, como he dicho, atribuirlo todo a la Providencia
de Dios, y permanecer en paz.
125. Algunos están tan abrumados por las aflicciones que les sobrevienen, que renuncian a la
vida misma y encuentran agradable morir para ser liberados de ellas. Eso es prueba de cobardía
y de mucha ignorancia, porque ellos no saben el temible destino que espera a su alma después de
partir del cuerpo. Hermanos, estamos en este mundo por un gran favor de la divina bondad. E,
ignorando las cosas del más allá, sentimos agobiantes las de la tierra. Y sin embargo, no es así.
¿No sabéis lo que dice el Geronticón? “Mi alma desea la muerte”, decía un hermano muy probado a un anciano. –“Es que ella huye de la prueba, le respondió él, e ignora que el sufrimiento
futuro es mucho más terrible”. Otro hermano preguntó a un anciano: “¿Por qué siento enojo
cuando guardo la celda?” –“Es porque no has todavía contemplado la dicha esperada, respondió
el anciano, ni tampoco el castigo futuro. Si los considerases atentamente, aunque tu celda estuviese llena de gusanos y estuvieses hundido en ellos hasta el cuello, tú permanecerías allí sin
desagrado”. Pero nosotros, querríamos salvarnos durmiendo, y por eso nos descorazonamos en
las pruebas, cuando deberíamos más bien dar gracias a Dios y juzgarnos dichosos por haber
sufrido un poquitín aquí en la tierra, para hallar algún descanso en el más allá.
126. Envagro comparaba al hombre lleno de pasiones que suplica a Dios que apresure su
muerte, al enfermo que pidiera a un obrero romper, lo más pronto posible, la cama donde él
sufre. Gracias a su cuerpo el alma está distraída y aliviada de sus pasiones: come, bebe, duerme,
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se entretiene y se divierte con sus amigos. Pero cuando sale de su cuerpo, hela ahí sola con sus
pasiones, que vienen a ser su perpetuo castigo. Completamente ocupada en eso, consumida por
su inoportunidad, despedazada, de modo que no es capaz siquiera de acordarse de Dios. Ahora
bien, es el recuerdo de Dios el que consuela al alma, como dice el Salmo: “Me acordé de Dios
y me llené de alegría” (Sal 76,4). Pero las pasiones no le permiten ni siquiera ese recuerdo.
¿Queréis un ejemplo para comprender lo que quiero decir? Venga uno de vosotros y, encerrado en una celda oscura, pase solamente allí tres días sin comer, sin beber, sin dormir, sin ver a
nadie, sin salmodiar, sin orar, sin acordarse nunca de Dios; y verá lo que le harán las pasiones.
Y esto, cuando se está todavía en la tierra. ¡Cuánto más tendrá que sufrir cuando el alma, una
vez salida del cuerpo, estará entregada y abandonada sola a sus pasiones!
127. ¿Cuánto sufrirá por su parte la desgraciada? Podéis de alguna manera representaros ese
tormento según los sufrimientos terrenos. Cuando alguien tiene fiebre, ¿qué es lo que le arde?
¿Qué fuego, qué combustible produce ese calor ardiente? Y si se tiene un cuerpo melancólico,
mal equilibrado, debido a ese desequilibrio ¿no le arde, le perturba sin cesar y atormenta su
vida? Igualmente el alma presa de la pasión no cesa de estar torturada, la desdichada, por su
propia costumbre viciosa; tiene el amargo recuerdo y la penosa compañía de las pasiones que la
abrasan siempre y la consumen. Además, ¿quién podrá, hermanos, describir aquellos lugares
terribles, los cuerpos que torturan a las almas a las que están asociados en un tal sufrimiento, sin
perecer jamás, aquel fuego indescriptible, las tinieblas, las potencias vengativas que son inexorables, y los otros mil suplicios de que hablan aquí y allá las divinas Escrituras, todos ellos adaptados a las acciones y pensamientos perversos de las almas? Como los santos alcanzan lugares de
luz y gozan en medio de los ángeles de una dicha proporcionada al bien que han hecho, así los
pecadores son recibidos en lugares tenebrosos, horribles y espantables, como dicen los santos.
¿Qué hay más terrible y más lamentable que los lugares adonde son enviados los demonios?
¿Qué hay más amargo que el castigo al que están condenados? Y, con todo, los pecadores son
castigados con los demonios, como se ha dicho: “Id lejos de mí, malditos, al fuego eterno,
preparado para el diablo y sus ángeles”.
128. Lo más espantoso es lo que dice san Juan Crisóstomo: “Aunque no hubiera un río de
fuego que fluye, ni ángeles que exciten el terror, por el solo hecho de que, entre los hombres,
unos son llamados a la gloria y al triunfo, y los otros echados fuera vergonzosamente e impedidos así de ver la gloria de Dios, la pena de esta humillación y de este deshonor, el dolor por ser
excluidos de tan grandes bienes, ¿no serían más amargos que todo el fuego?” Porque entonces el
mismo reproche de la conciencia y el recuerdo de las acciones pasadas, como hemos dicho antes,
son peores que millares de indecibles tormentos.
Según los Padres las almas se acuerdan de todas las cosas de la tierra: palabras, acciones,
pensamientos, no pueden olvidarse de nada. Lo que dice el Salmista: “En aquel día se desvanecerán todos sus pensamientos” (Sal 145,4), se refiere a los pensamientos de este mundo, por
ejemplo los que tienen por objeto las construcciones, las propiedades, los parientes, los hijos, y
todo el comercio. Eso se desvanece cuando el alma sale del cuerpo; no guarda de eso recuerdo
alguno ni se preocupa más de ello. Pero lo que ella hizo por virtud o por pasión, permanece en
su memoria y nada se pierde. Si se ha prestado servicio a alguien o si uno fue ayudado, uno se
acordará perpetuamente de aquel a quien ha ayudado y de aquel de quien recibió ayuda. Igual58
mente, el alma guardará siempre el recuerdo de quien le ha hecho mal y de aquel a quien ella
hizo mal. Lo repito, nada de lo que ha hecho en este mundo, perece; el alma se acordará de todo
después de que haya abandonado el cuerpo: incluso su conocimiento será más penetrante y más
lúcido, estando liberada del cuerpo terrestre.
129. Hablábamos un día de esto con un anciano y él decía: “El alma salida del cuerpo se
acuerda de la pasión que ella ejerció; también se acuerda del pecado y de la persona con quien lo
cometió. –Pero, le hice notar, ¿quizá no sea así? El alma debe guardar la costumbre causada por
la realización del pecado, y es de esa costumbre de la que ella se acordará”. Permanecimos largo
tiempo discutiendo sobre este punto, buscando la luz. El anciano no se dejaba persuadir y decía
que el alma se acordaba de la forma del pecado, del lugar en donde se cometió, e incluso de la
persona del cómplice. En tal caso, nuestra suerte final sería todavía más desgraciada, si no prestamos atención a nosotros mismos. Por ello no ceso de exhortaros para que cultivéis con esmero
los buenos pensamientos, para hallarlos en el más allá. Porque lo que tenemos aquí en la tierra,
irá con nosotros y lo guardaremos allá arriba.
Tengamos cuidado por escapar de tanta desdicha, hermanos, pongamos en esto nuestro celo,
y Dios tendrá misericordia. Porque él es, como dice el Salmo: “la esperanza de todos los que
están en los confines de la tierra y de quienes se hallan en el lejano mar” (Sal 64,6). Los que
están en los confines de la tierra son los hombres completamente hundidos en el pecado; los que
están en el lejano mar, son los que viven en la más profunda ignorancia. Y sin embargo, Cristo
es su esperanza.
130. No es menester más que un poco de trabajo. Trabajemos para obtener misericordia.
Cuanto más se descuida un campo dejado en barbecho, tanto más se cubre de espinas y de cardos; y cuando se va a limpiar, cuanto más lleno esté de espinas, más sangre correrá de las manos
de quien quiere arrancar las malas hierbas que su negligencia dejó brotar. Necesariamente se
recoge lo que se ha sembrado. Quien desea limpiar su campo, debe ante todo desarraigar con
cuidado todas las malas hierbas. Si no arrancase todas sus raíces y se limitase a cortar los tallos,
brotarían de nuevo. Por tanto, como dije, debe arrancar incluso las raíces; luego, en el campo,
limpio así de malas hierbas y de espinas, arará con cuidado la tierra, desmenuzará los terrones,
marcará los surcos, y cuando haya puesto de nuevo su campo en buen estado, deberá al fin
sembrar una buena semilla. Ya que si después de todo ese gran trabajo, dejase el terreno sin
sembrar, las malas hierbas volverían a nacer, y, al encontrar el suelo fresco y bien preparado,
echarían raíces profundas y vendrían a ser aún más fuertes y más numerosas.
131. Lo mismo ocurre con el alma. Ante todo hay que suprimir las inclinaciones inveteradas
y las malas costumbres, porque nada hay peor que una mala costumbre. San Basilio dice: “No es
asunto fácil hacerse dueño de ella, porque una costumbre consolidada con una prolongada práctica, viene a ser de ordinario fuerte como la naturaleza”. Es preciso luchar, lo repito, contra las
malas costumbres y contra las pasiones, pero también contra sus causas, que son sus raíces.
Porque si no se arrancan las raíces, necesariamente las espinas volverán a brotar. Algunas pasiones no pueden nada, suprimidas sus causas. Por ejemplo, la envidia por sí misma no es nada,
pero tiene muchas causas, entre las cuales una es el amor de la gloria. Porque se desea el honor,
se tiene envidia a quien recibe más honra o estima. Igualmente, la cólera tiene otras causas, en
especial el amor del placer. Envagro lo recordaba cuando refería esta palabra de un santo: “Si
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suprimo los placeres, es para quitar todo pretexto de cólera”. Todos los Padres, por lo demás,
enseñan que cada pasión viene o del amor de la gloria, o del amor del dinero, o del amor del
placer, como os he dicho en otras circunstancias.
132. Hay, pues, que suprimir no sólo las pasiones, sino también sus causas, y reformar la
conducta con la penitencia y las lágrima. Entonces se comenzará a sembrar la buena semilla, es
decir las buenas obras. Acordaos de lo que hemos dicho del campo: si, después de haberlo limpiado y preparado, no se siembra una buena semilla, las hierbas vuelven y, al encontrar una
buena tierra recientemente trabajada, echan raíces más profundas. Lo mismo sucede al hombre.
Si después de haber reformado su conducta y hecho penitencia por sus obras pasadas, no se
preocupa de realizar acciones buenas y adquirir virtudes, le sucede lo que dijo el Señor en el
Evangelio: “Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, yerra por lugares áridos en busca de
reposo. No encontrándolo, se dice: «Voy a volver a mi casa, de donde salí». Al llegar, la encuentra desocupada, es decir sin virtud alguna, barrida y en orden. Entonces, va a tomar siete
espíritus peores que él. Ellos vienen y se instalan allí. Y el estado final de ese hombre es peor
que el primero”.
133. Es imposible que el alma permanezca en el mismo estado: o se hace mejor, o peor. Por
eso el que quiere salvarse, no sólo debe evitar el mal, sino también hacer el bien, como dice el
Salmista: “Apártate del mal y haz el bien” (Sal 36,27). No dice solamente: “Apártate del mal”,
sino también: “Haz el bien”. Por ejemplo, ¿alguno estaba acostumbrado a cometer injusticias?
No las cometa en adelante, pero además obre la justicia. ¿Era un libertino? Ponga fin a sus
desórdenes, y practique además la templanza. ¿Era colérico? Que no se irrite más, y asimismo
adquiera la mansedumbre. ¿Era orgulloso? Cese de ensalzarse, y además humíllese. Ése es el
sentido de la palabra: “Apártate del mal y haz el bien”. Cada pasión tiene una virtud que le es
contraria. Contra el orgullo, la humildad; contra el amor al dinero, la limosna; contra la lujuria,
la templanza; contra el desánimo, la paciencia; contra la ira, la mansedumbre; contra el odio, la
caridad. En resumen, cada pasión tiene su virtud contraria, como decimos.
134. Os he dicho a menudo estas cosas. Hemos desechado las virtudes e introducido en su
lugar las pasiones. De igual modo debemos esforzarnos no sólo por rechazar las pasiones, sino
también por introducir de nuevo las virtudes y restablecerlas en su propio lugar. Por naturaleza
poseemos las virtudes, que Dios nos ha dado. Al crear al hombre, Dios se las dio, según la
palabra: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. “A nuestra imagen”, porque Dios
creó el alma inmortal y libre; “a nuestra semejanza”, es decir, conforme a la virtud. Está escrito: “Sed misericordiosos, pues yo soy misericordioso”; “sed santos, porque yo soy santo”. El
Apóstol dice: “Sed buenos los unos con los otros”. El Salmista dice también: “El Señor es bueno para quienes esperan en él”, y muchas otras expresiones similares. He ahí en qué consiste la
semejanza. Al darnos la naturaleza, Dios nos dio las virtudes. Y las pasiones no nos son naturales: no tienen ser, ni substancia, y semejan a las tinieblas que no subsisten por ellas mismas, sino
que son una pasión de la atmósfera, como dice san Basilio, pues no existen más que por la privación de la luz. Al alejarse de las virtudes por el amor del placer, el alma provocó el nacimiento de las pasiones, y luego las robusteció en ella.
135. Como lo he dicho a propósito del campo, después del buen trabajo, debemos sembrar
inmediatamente la buena semilla, para que produzca fruto. Por otra parte, el agricultor que
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siembra su campo, al ir echando la semilla, debe cubrirla y hundirla en la tierra, si no, las aves
vendrían a comerla y se perdería. Después de enterrarla, tendrá que esperar de la misericordia de
Dios la lluvia y el desarrollo de los granos. Pues puede haberse dado mil trabajos para limpiar,
arar la tierra y sembrar, si Dios no hace llover sobre la semilla, toda la faena resulta vana. Es así
como debemos obrar. Si realizamos algún bien, cubrámoslo con la humildad y arrojemos en
Dios nuestra debilidad, suplicándole que mire nuestros esfuerzos, ya que de otra suerte serían
inútiles.
136. Ocurre también que después de haber regado y hecho germinar la semilla, la lluvia no
vuelve en el tiempo deseado; el germen entonces se seca y muere. Porque el grano germinado,
como la semilla, tiene necesidad de lluvia, de un tiempo a otro, para crecer. De donde no se
puede estar sin alguna inquietud. Incluso sucede a veces que, después de haberse desarrollado el
grano y haberse formado la espiga, las langostas, el granizo u otra plaga destruye la cosecha. Lo
mismo ocurre para el alma. Habiendo trabajado para purificarse de todas las pasiones y habiéndose aplicado para adquirir todas las virtudes, debe contar con la misericordia y la protección de
Dios, no sea que, abandonada, perezca. Hemos dicho que la semilla, incluso después de haber
germinado, crecido y formado el fruto, se seca y perece, si no vuelve a llover de tiempo en
tiempo. Lo mismo ocurre para el hombre. Si, después de todo lo que él hizo, Dios le quita un
momento su protección y lo abandona, él se pierde. Y este abandono se produce cuando el hombre obra contra su estado: por ejemplo, si, siendo piadoso, se deja llevar de la negligencia, o si,
siendo humilde, se enorgullece. Dios no abandona tanto al negligente en su negligencia y al
orgulloso en su orgullo, como a quienes caen en la negligencia o el orgullo, habiendo sido piadosos o humildes. Eso es pecar contra su estado y de ahí viene el abandono de parte de Dios.
Por eso san Basilio juzga diferentemente la falta del que es piadoso y la falta del negligente.
137. Después de haberse guardado de estos peligros, uno debe velar todavía, si hace algún
bien, a no hacerlo por vanagloria, por deseo de agradar a los hombres o por otro motivo humano, para no perder completamente ese pequeño bien, como decíamos a propósito de las langostas, del granizo o de las otras plagas. El agricultor ni siquiera puede estar sin inquietud cuando
la mies en el campo no sufrió ningún daño y fue preservada hasta la cosecha. Ya que puede
suceder, después de haber bregado y cosechado su campo, que un malvado viene por odio a
quemar la cosecha y destruirla completamente, reduciendo a nada toda su labor. No puede, pues,
estar tranquilo antes de ver el grano bien limpio y guardado en el granero. Igualmente el hombre
no debe estar sin inquietud aunque haya podido escapar a todos los peligros que hemos enumerado. Ocurre, en efecto, que después de lo dicho, el diablo logra extraviarlo, sea con pretensiones
de justicia, sea con el orgullo, sea inspirándole pensamientos de infidelidad o de herejía; y no
sólo reduce a nada todos sus trabajos, sino que además lo aleja de Dios. Lo que no logró hacerle
con la acción, se lo hace con un solo pensamiento. Puesto que un solo pensamiento puede separarnos de Dios, si lo aceptamos y aprobamos. Quien quiera de veras salvarse, no debe estar sin
inquietud hasta el último suspiro. Hay que trabajar mucho y estar atento, y pedir sin cesar a Dios
que nos proteja y nos salve por su bondad, para gloria de su santo nombre. Amén.
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XIII. HAY QUE SOPORTAR LAS TENTACIONES SIN TURBARSE Y
DANDO GRACIAS
138. El abad Poemen dijo con razón que la marca del monje aparece en las tentaciones (Poemen 13).
El hombre que emprende de veras el servicio de Dios, debe “preparar su alma a la tentación”, como dice la Sabiduría (Sb 2,1), para no ser sorprendido ni turbado cuando ella llegue,
creyendo que nada se produce sin la Providencia de Dios. Y donde actúa la Providencia de Dios,
lo que sucede es necesariamente bueno y útil al alma. Todo lo que Dios nos hace, lo hace para
nuestro bien, por amor y benevolencia para con nosotros. Por tanto, como dice el Apóstol (1 Ts
5,18), debemos “dar gracias en todas las cosas” a su bondad y no desanimarnos nunca, ni aflojar
ante nada de lo que nos sucede, sino recibir los acontecimientos sin turbarnos, con humildad y
confianza en Dios, persuadidos, como he dicho, de que todo lo que Dios nos hace, lo hace por
bondad, por amor, y que está bien hecho. Incluso es imposible que las cosas se hagan bien si no
es precisamente Dios quien las dispone así en su misericordia.
139. Si alguien tiene un amigo de quien sabe con certeza que le ama, cuanto le sobrevenga de
parte de él, aunque sea cosa penosa, tiene por cierto que le fue hecho por amor, y nunca creerá
que su amigo haya querido hacerle daño. ¡Cuánto más, respecto de Dios, nuestro Creador, que
nos ha sacado de la nada al ser y que por nosotros se hizo hombre y murió, debemos tener esa
convicción de que todo lo que nos hace, lo hace por bondad y por amor! Respecto de un amigo,
puedo pensar que obra por afecto hacia mí y por mi bien, pero que no tiene necesariamente toda
la inteligencia requerida para ocuparse de mis intereses y por tanto que podría quizás, sin querer,
hacerme daño. Pero de Dios no podemos decir eso, ya que es la fuente de la sabiduría, sabe todo
lo que nos es útil, y en vista de ello dispone todas las cosas hasta las más mínimas. Del amigo se
puede decir también: me ama, quiere mi bien, es bastante inteligente para ocuparse de mis intereses, pero no tiene la posibilidad de ayudarme como desearía. Esto mismo tampoco podemos
decirlo de Dios, ya que todo le es posible y nada le es imposible.
Sabemos que Dios ama a su criatura y quiere su bien, es él mismo el origen de la sabiduría y
conoce cómo ordenar las cosas, nada le es imposible, todo está sometido a su voluntad. Sabiendo
también que todo lo que hace lo hace para favorecernos, debemos recibirlo, como hemos dicho,
con acción de gracias, por venir de un Amo bienhechor y bueno, aunque nos sea penoso. Todo
sucede por un justo juicio, y Dios que es misericordioso, no mira con indiferencia la penalidad
que nos sobreviene.
140. A menudo se propone esta cuestión: Si en las adversidades el sufrimiento nos lleva al
pecado, ¿cómo puede pensarse que son para nuestro bien? En la ocurrencia no pecamos más que
porque no tenemos resignación y no queremos soportar la más pequeña penalidad ni sufrir la
más mínima contrariedad. Dios no permite que seamos probados más allá de nuestras fuerzas,
como lo dice el Apóstol: “Dios es fiel; no permitirá que seáis tentados más allá de lo que podéis
soportar” (1 Co 10,13). Somos nosotros los que no tenemos paciencia, que no queremos sufrir
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nada, que no soportamos cosa alguna con humildad. Por ello las tentaciones nos quebrantan:
cuanto más nos esforzamos por evitarlas, tanto más nos abruman y descorazonan, sin que podamos librarnos.
Quienes tienen que nadar en el mar y saben nadar, se hunden cuando les llega la ola y se
dejan ir bajo ella hasta que haya pasado. Luego continúan nadando sin dificultad. Si quieren
oponerse a la ola, ella los empuja y los rechaza a una buena distancia. Tan pronto como vuelven
a nadar, una nueva ola les llega; si la resisten, de nuevo son empujados y rechazados: así sólo se
fatigan y no avanzan. Si, al contrario, se hunden bajo la ola, como he dicho, si descienden bajo
ella, ella pasará sin molestarles: ellos continuarán nadando mientras quieran y realizarán lo que
tienen que hacer. Si uno se entretiene a afligirse, turbarse, acusar a todos, sufre él mismo, haciendo más agobiante para sí la tentación, y resulta que ésta no sólo no le aprovecha, sino que le
daña.
141. Las tentaciones son provechosas para quien las soporta sin turbarse. Incluso cuando una
tentación nos asedia, no debemos turbarnos por ello. Si en ese momento uno se turba, es por
ignorancia y por orgullo, porque no conoce el propio estado y huye del trabajo. “Si no progresamos, dicen los Padres, es porque ignoramos nuestros límites, no tenemos constancia en las obras
que emprendemos, y queremos adquirir la virtud sin trabajo” (Apoft Nau 297). ¿Por qué el
apasionado se extraña al ser molestado por una pasión? ¿Por qué se turba por ello, cuando la
pone en acción? ¿La tienes y te turbas? Tienes las pruebas de ella y dices: “¿Por qué me atormenta?” Soporta, más bien, combate e invoca a Dios. Es imposible no sufrir por una pasión,
cuando uno se dejó llevar a cometer sus actos. “Los instrumentos de las pasiones están en ti,
decía el abad Sisoés. Devuélveles lo que tienes de ellas, y ellas se irán”. Por “instrumentos”
entendía las causas de las pasiones. Mientras las amemos y nos sirvamos de ellas, es imposible
que no seamos cautivos de los pensamientos apasionados, que nos constriñen, a pesar nuestro, a
obrar según las pasiones, ya que voluntariamente nos hemos entregado en sus manos.
142. Es lo que dice el Profeta a propósito de Efraín que “maltrató a su adversario”, es decir
su conciencia, y “pisoteó el juicio” (Os 5,11): y dice: “Él deseó a Egipto y fue llevado forzado
a los Asirios” (Os 7,11). Por “Egipto” los Padres entienden el deseo carnal, que nos inclina a
dar gusto al cuerpo y hace al espíritu más sensual; por “Asirios” entienden los pensamientos
apasionados que manchan y perturban el espíritu, lo llenan de imágenes impuras y lo fuerzan, a
pesar de él, a cometer el pecado. Cuando uno se abandona deliberadamente a la voluptuosidad
del cuerpo, necesariamente, aunque no lo quiera, será llevado forzosamente a los Asirios para
servir allí a Nabucodonosor. Sabiendo esto, el Profeta se desolaba y decía: “No vayáis a Egipto”
(Jr 49,19). ¿Qué hacéis, desgraciados? Humillaos un poco. Curvad los hombros, trabajad por el
rey de Babilonia y morad en la tierra de vuestros padres”. Luego los anima diciendo: “No temáis al rey de Babilonia, porque Dios está con vosotros para libraros de su mano” (Jr 49,11).
Les predice seguidamente la desgracia que les sobrevendrá si no obedecen a Dios: “Si vais a
Egipto, no tendréis salida, reducidos a la esclavitud, objeto de maldiciones y ultrajes”. Ellos
respondieron: “No quedaremos en este país. Iremos a Egipto, en donde no veremos más la
guerra, en donde no oiremos más el sonido de la trompeta, en donde no pasaremos más hambre”
(Jr 49,13-14). Allí se fueron y sirvieron gustosos a Faraón, pero fueron luego llevados por la
fuerza a los Asirios y vinieron a ser sus esclavos, a su pesar.
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143. Prestad atención a estas palabras. Quien no ha realizado los actos de una pasión, aunque
sus pensamientos le hagan la guerra, está al menos en su propia ciudad, es libre y tiene a Dios
para ayudarle. Si se humilla ante él y lleva con acción de gracias el yugo de la penosa tentación,
luchando aunque sea poco, el auxilio de Dios le librará. Si, al contrario, huye del trabajo y
busca el placer corporal, entonces será llevado por fuerza al país de los Asirios para servirles a
pesar suyo. Y el profeta dice entonces a los Israelitas: “Orad por la vida de Nabucodonosor,
porque de su vida depende vuestra salvación” (Ba 1,11-12). Nabucodonosor, es decir no desanimarse ante la prueba de la tentación que sobreviene, ni recalcitrar contra ella, sino soportarla
humildemente, sufrirla como algo debido, creer que no se merece ser liberado de esa carga, sino
más bien ver prolongar la tentación y hacerse más fuerte, con la certeza de que, aunque la causa
de ella no se perciba por el momento, nada puede venir de Dios que no sea razonable y justo.
Tal era el hermano que se afligía y lloraba porque Dios le había quitado la tentación: “Señor,
decía, ¿no soy digno de sufrir un poco?” Está escrito también que un discípulo de un gran anciano fue un día tentado de fornicación. El anciano viéndolo sufrir, le dijo: “Quieres que pida a
Dios que te alivie de ese combate? –Si sufro, Padre, respondió el discípulo, al menos veo en mí
el fruto de ello. Pide, pues, más bien a Dios que me dé paciencia”.
144. He ahí quienes quieren de veras salvarse. En eso consiste llevar el yugo con humildad y
orar por la vida de Nabucodonosor. Por eso el Profeta dice: “Porque de su vida depende la
salvación”. Decir como aquel hermano: “Veo en mí el fruto de mi sufrimiento”, equivale a
decir: “De su vida depende mi salvación”. El anciano lo muestra bien al responder al hermano:
“Hoy sé que estás en el camino del progreso y que me superas”.
En efecto, cuando alguien combate para no pecar y lucha incluso contra los pensamientos
apasionados que le sobrevienen al espíritu, es humillado y quebrantado en la lucha, pero el sufrimiento de los combates le purifica poco a poco y le retorna al estado natural. Como hemos
dicho, es ignorancia y orgullo turbarse cuando se está asediado por una pasión. Uno debe más
bien reconocer humildemente sus límites y esperar en la oración que Dios tenga misericordia. El
que no es tentado y que ignora el tormento de las pasiones, no lucha tampoco para purificarse.
El Salmo dice también a este propósito: “Aunque los pecadores broten como hierba y se descubran todos los que obran mal, serán aniquilados para siempre” (Sal 91,8). “Los pecadores que
brotan como hierba” son los pensamientos apasionados. Porque la hierba es frágil y sin fuerza.
Cuando los pensamientos apasionados broten en el alma, entonces “se descubren todos los que
obran mal”, es decir se revelan las pasiones, “para ser aniquiladas para siempre”. Cuando las
pasiones se manifiestan a quienes combaten, son aniquiladas por ellos.
145. Considerad el encadenamiento de estas palabras. Primero, nacen los pensamientos apasionados, luego se muestran las pasiones, y entonces son aniquiladas. Todo esto se aplica a los
que combaten. Pero nosotros que cometemos el pecado y fomentamos siempre las pasiones, no
sabemos cuando nacen los pensamientos apasionados, ni cuando se manifiestan las pasiones para
combatirlas. Estamos todavía abajo, en Egipto, miserablemente ocupados en hacer ladrillos para
Faraón. Al menos, ¿quién nos concederá darnos cuenta de nuestra amarga esclavitud, para humillarnos con ello y hacer que nos esforcemos por obtener misericordia?
Cuando los hijos de Israel estaban en Egipto al servicio de Faraón, hacían ladrillos. Los que
hacen ladrillos están constantemente curvados, con la mirada fija en la tierra. Igualmente, si el
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alma sirve al diablo y comete el pecado, el diablo pisotea su entendimiento, le impide todo pensamiento espiritual y la obliga a considerar y realizar siempre las cosas terrestres. Con los ladrillos que habían hecho, los hijos de Israel construyeron luego para Faraón tres ciudades fortificadas: Pitón, Ramesés y On, que es Heliópolis: es decir el amor del placer, el amor del dinero y el
amor de la gloria, origen de todos los pecados.
146. Cuando Dios envió a Moisés para hacerles salir de Egipto y librarles de la esclavitud de
Faraón, éste hizo todavía más pesados sus trabajos y les dijo: “Sois unos perezosos, ¡holgazanes!
Por eso decís: Vamos a ofrecer sacrificios al Señor nuestro Dios”. Del mismo modo, cuando el
diablo ve que Dios se inclina sobre un alma para ejercer en ella su misericordia y aliviarla de sus
pasiones, sea mediante la palabra, sea por medio de sus siervos, entonces también él la abruma
más aún, bajo el peso de las pasiones, y la ataca con más violencia. Sabiendo esto, los Padres
confortan al hombre con sus enseñanzas y no le dejan ser presa del espanto. Uno dice: “¿Caíste?
levántate. ¿Caes de nuevo? Levántate de nuevo, etc…” Otro explica: “La fuerza de quienes
quieren adquirir las virtudes, consiste en no desanimarse cuando caen, y reafirmar su resolución”. En resumen, cada uno a su manera, de una u otra forma, tiende la mano a los que son
atacados y atormentados por el enemigo. Al hacer esto, los Padres se inspiraban en las palabras
de la sagrada Escritura: “El que cae, ¿no se levanta? Y el que se extravía, ¿no retorna? Volveos
a mí, hijos míos, y os curaré las heridas, dice el Señor” (Jr 8,4 y 3,22). Asimismo otros textos
semejantes.
147. Cuando la mano de Dios se hizo gravosa para Faraón y sus súbditos y él consintió en
dejar partir a los hijos de Israel, dijo a Moisés: “Id a sacrificar al Señor, vuestro Dios, pero
dejad aquí vuestras ovejas y bueyes”, figura de los pensamientos del espíritu de los que Faraón
quería permanecer dueño, esperando así hacer volver a los hijos de Israel. Pero Moisés respondió: “No, debes darnos lo necesario para ofrecer sacrificios y holocaustos al Señor, nuestro
Dios. Nuestros rebaños vendrán con nosotros. No quedará de ellos ni una pezuña”. Cuando,
conducidos por Moisés, los hijos de Israel abandonaron Egipto y pasaron el mar Rojo, Dios,
queriendo que fuesen a las setenta palmeras y a las doce fuentes de agua, los condujo primeramente a Mera, y el pueblo se desesperó al no encontrar qué beber, porque el agua era amarga.
Luego, de Mera, Dios los condujo al lugar de las setenta palmeras y de las doce fuentes de agua.
148. Así el alma que cesó de cometer el pecado y atravesó el mar espiritual debe ante todo
sufrir el combate y muchas aflicciones, y a través de las pruebas entrará en el santo reposo.
“Nos es preciso pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de los Cielos”. Las
tribulaciones excitan la misericordia de Dios para con el alma, como los vientos hacen llover. Y
como la lluvia frecuente hace pudrir el brote todavía tierno y destruye el fruto, mientras que los
vientos lo hacen secar poco a poco y le devuelven el vigor, así ocurre al alma: el relajamiento,
el descuido y el reposo la debilitan y disipan; las tentaciones, al contrario, la recogen y la unen
a Dios. “Señor, dice el Profeta, en las tribulaciones nos hemos acordado de ti” (Is 26,1). Como
hemos dicho, no hay que turbarse ni desanimarse en las tentaciones, sino ser pacientes, dar
gracias y pedir sin cesar a Dios con humildad, que tenga piedad de nuestra debilidad y que nos
proteja contra toda tentación para gloria suya. Amén.
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XIV. LA EDIFICACIÓN Y LA ARMONÍA DE LAS VIRTUDES EN EL ALMA
149. La Escritura dice de las comadronas que dejaban vivir los bebés varones de los Israelitas: “Por haber temido a Dios, hicieron casas”. ¿Se trata de casas materiales? Pero, ¿cómo
podría decirse que construyeron tales casas por haber temido a Dios, cuando, al contrario, se nos
enseña que es ventajoso por temor de Dios abandonar incluso las casas que poseemos (Mt
19,29)? No se trata, pues, de una casa material, sino de la casa del alma, que se construye mediante la observancia de los mandamientos de Dios. Con esta palabra la Escritura nos enseña que
el temor de Dios dispone al alma a guardar los mandamientos y que por ellos se edifica la casa
del alma. Vigilémonos, pues, hermanos. Tengamos también nosotros el temor de Dios, y construyamos casas, para encontrar en ellas abrigo durante la mala estación, en caso de lluvia, de
relámpagos y de truenos, porque la mala estación es una gran miseria para quien no tiene albergue.
150. ¿Cómo se edifica la casa del alma? Podemos aprenderlo exactamente en conformidad
con la casa material. El que quiere construir una casa, ha de asegurarla de todos sus lados, debe
levantar sus cuatro costados y no limitarse a uno solo, descuidando los otros; de lo contrario, no
lograría nada, sino que perdería su trabajo y todos los gastos serían vanos. Así ocurre con el
alma. Uno no debe descuidar ningún elemento de su edificio, sino hacer que se levante de manera igual y armoniosa. Es lo que dijo el abad Juan: “Deseo que el hombre tome un poco de cada
virtud y no haga como algunos, que se agarran a una sola virtud, se encastillan en ella y no
ejercitan más que ésa, descuidando las otras”. Tal vez se destacan en esa virtud y, consecuentemente, no son molestados por la pasión opuesta. Sin embargo, las otras pasiones les engañan y
los oprimen, y ellos no se preocupan por ello y se imaginan poseer algo grandioso. Semejan a un
hombre que construiría un muro solo y lo levantaría tanto como le sería posible, y que, considerando su altura, pensaría haber hecho una gran cosa, sin darse cuenta de que la primera ráfaga
de viento lo tiraría por tierra, ya que se halla solo, sin el apoyo de los otros muros. Por lo demás, no se puede hacer un albergue con un solo muro, pues uno estaría al descubierto de todos
los demás lados. Por tanto, no se ha de obrar así, sino que, quien quiere construir una casa para
abrigarse en ella, debe construirla de cada lado y asegurarla de todos los costados.
151. Ved cómo: primero, debe poner los cimientos, es decir la fe. Porque “sin la fe, dice el
Apóstol, es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6). Luego, sobre los cimientos, debe construir un
edificio bien proporcionado. ¿Tiene la ocasión de obedecer? Ponga una piedra de obediencia.
¿Un hermano se irrita contra él? Ponga una piedra de paciencia. ¿Tiene que practicar la templanza? Ponga una piedra de templanza. Y así para cada virtud que se presente, debe poner una
piedra en su edificio, y elevarlo de esa manera todo alrededor, con una piedra de compasión,
una piedra de abnegación de la voluntad, una piedra de mansedumbre, y así lo demás… Sobre
todo ha de prestar atención a la constancia y al ánimo, que son las piedras angulares: ésas son las
que dan solidez a la construcción, trabando los muros entre sí e impidiéndoles que se inclinen y
se separen. Sin ellas no es posible perfeccionar ninguna virtud, ya que el alma sin ánimos no
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tiene tampoco constancia, y sin constancia nadie puede hacer bien cosa alguna. Por eso dijo el
Señor: “Salvaréis vuestras almas mediante vuestra constancia” (Lc 21,19).
El constructor debe todavía colocar cada piedra con mortero, porque si pusiera las piedras
unas sobre otras sin mortero, se desunirían y caería la casa. El mortero es la humildad, pues está
hecho de la tierra, que todos pisan. Una virtud sin humildad no es virtud, como dijo el Geronticón: “Como no puede construirse un navío sin clavos, así es imposible salvarse sin humildad”.
Por tanto, si se hace algún bien, hay que hacerlo humildemente, para conservarlo con la humildad. La casa debe también tener lo que se llama armadura: se trata de la discreción que consolida la casa, une las piedras entre sí y robustece la construcción, al par que le da buena apariencia.
El techo es la caridad, que es el acabamiento de las virtudes como el techo es el acabamiento
de la casa (Col 3,14). Después del techo, hay la balaustrada de la terraza. ¿Cuál es la balaustrada? Está escrito en la Ley: “Cuando construyáis una casa y le pongáis un techo en forma de
terraza, lo rodearéis con una balaustrada, para que vuestros hijos pequeños no caigan del techo”
(Dt 22,8). La balaustrada es la humildad, corona y guardiana de todas las virtudes. Del mismo
modo que cada virtud debe estar acompañada de la humildad, como cada piedra está puesta
sobre el mortero, según hemos dicho, así la perfección de la virtud tiene todavía necesidad de la
humildad y es, progresando por medio de ella, como los santos llegan naturalmente a la humildad. Os lo digo siempre: “Cuanto más uno se acerca a Dios, tanto más se da cuenta de que es
pecador” (Apof Matoés, 2).
¿Quiénes son los niños pequeños de los que dice la Ley: “para que no caigan del techo”? Son
los pensamientos que nacen en el alma: hay que guardarlos mediante la humildad para que no
caigan del techo, es decir de la perfección de las virtudes.
152. Ved la casa concluida. Tiene su armadura, tiene el techo y, en fin, la balaustrada. En
resumen, la casa está terminada. ¿No le falta nada? Sí. Hemos omitido una cosa. ¿Cuál? Que el
constructor sea hábil. Si no, la construcción, al estar mal construida, un día caerá por tierra. El
constructor hábil es el que obra “con ciencia”. Uno puede entregarse al trabajo de las virtudes,
pero, como no lo hace con ciencia, pierde su trabajo y queda en la incoherencia, sin lograr terminar su obra; se coloca una piedra y se la quita. Acontece incluso que se pone una y se quitan
dos. Por ejemplo, un hermano te dice una palabra desagradable o hiriente. Tú guardas silencio y
haces una metania: has puesto una piedra. Después, vas a decir a otro hermano: “Fulano me
ultrajó, me dijo esto y esto. No sólo no le dije nada, sino que le hice una metania”. He ahí:
habías puesto una piedra, y quitas dos. También se puede hacer una metania con el deseo de ser
alabado, hallándose la humildad unida a la vanagloria. Se pone y se quita una piedra. El que
hace una metania con ciencia, se persuade realmente que cometió una falta, está convencido de
haber sido la causa del mal. En esto consiste hacer una metania con ciencia. Otro practica el
silencio, pero no con ciencia, porque cree que hace un acto de virtud. Él no hace nada en absoluto. Quien se calla con ciencia se juzga indigno de hablar, como dicen los Padres, y ése es el
silencio practicado con ciencia. Todavía otro no tiene demasiado alta opinión de sí mismo y cree
hacer una cosa grandiosa al humillarse: no se da cuenta de que no hace nada, pues no obra con
ciencia. No tener demasiado alta opinión de sí con ciencia, es tenerse por nada e indigno de ser
contado entre los hombres, como el abad Moisés que se decía a sí mismo: “Sucio negro, tú no
eres un hombre y ¿te presentas entre los hombres?”
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153. Otro ejemplo: Uno cuida un enfermo, pero con miras a la recompensa. Ése no obra
tampoco con ciencia. Si le sobreviene algo desagradable, renuncia al punto a su buena obra y no
la puede realizar, porque no la cumplía con ciencia. Al contrario, el que cuida un enfermo con
ciencia, lo hace para adquirir compasión y entrañas de misericordia. Si tiene esa intención,
puede sobrevenir una prueba del exterior, puede incluso impacientarse contra él el enfermo; lo
soporta sin turbarse, atento a su objetivo y sabiendo que el enfermo le hace más bien a él que él
al enfermo. Creedme: quien cuida a un enfermo con ciencia, es aliviado de las pasiones y de las
tentaciones. Conocí a un hermano atormentado por un deseo vergonzoso, y que fue liberado de
él por haber cuidado con ciencia a un enfermo que padecía de disentería. Envagro cuenta también que un hermano perturbado por sueños nocturnos, fue liberado de ellos por un gran anciano
que le prescribió el cuidado de los enfermos junto con el ayuno. Al hermano que le preguntaba
la razón de ello, respondió: “Nada extingue esas pasiones como la misericordia”.
El que se libra a la ascesis por vanagloria, o imaginándose que practica la virtud, no lo hace
tampoco con ciencia. Por eso se atreve a despreciar a su hermano, creyéndose él ser algo. No
sólo pone una piedra y quita dos, sino que, juzgando al prójimo, corre el riesgo de hacer caer el
muro entero. El que se mortifica con ciencia, no se tiene por virtuoso y no quiere que le alaben
como asceta, sino que lo hace por mortificación y espera obtener la templanza y mediante ésta
alcanzar la humildad.
Porque según los Padres, “el camino de la humildad son los trabajos corporales realizados
con ciencia”, etc… En una palabra, se ha de practicar cada virtud de modo a adquirirla y trasformarla en costumbre. Entonces, como hemos dicho, se es un buen y hábil constructor, capaz de
construir sólidamente su casa.
154. El que con la ayuda de Dios quiere llegar al estado de perfección, no ha de decir: “Las
virtudes son elevadas; no puedo alcanzarlas”. Esto sería hablar como hombre que no espera el
auxilio de Dios o que falta de interés por hacer el más mínimo bien. Examinemos la virtud que
queráis, y veréis que el éxito depende de nosotros si queremos. Así dice la Escritura: “Amarás
a tu prójimo como a ti mismo”. No mires lo alejado que estás de esta virtud y no te pongas a
temer y decir: “¿Cómo puedo amar al prójimo como a mí mismo? ¿Cómo puedo preocuparme
de sus penas como de las mías, sobre todo las que están ocultas en su corazón y que yo no las
veo ni conozco como las mías?” No fomentes tales pensamientos y no imagines que la virtud es
sobremanera difícil. Comienza siempre por obrar, poniendo la confianza en Dios. Muéstrale tu
deseo y tu buena voluntad, y verás cómo te concederá el auxilio necesario para tener éxito.
Una comparación: Supón dos escaleras, una levantada hacia el cielo, la otra descendiendo a
los infiernos. Tú estás en la tierra entre esas dos escaleras. No vayas a decir: “¿Cómo podré
volar de la tierra y encontrarme al primer impulso en la cima de la escalera?” Eso no es posible,
ni Dios te lo pide. Pero al menos ten cuidado de no descender: no hagas mal al prójimo, no lo
hieras, no hables mal de él, no lo ultrajes, no lo desprecies. Luego comienza a hacer algún bien,
confortando a tu hermano con una palabra, testimoniándole compasión, dándole una cosa que él
necesita. Y así, escalón tras escalón, llegarás, con la ayuda de Dios, a la cumbre de la escalera.
Pues es ayudando a tu prójimo como llegarás también a querer su aprovechamiento y su ventaja
como para ti, y eso es “amar a su prójimo como a sí mismo”: Si buscamos, encontraremos; y si
pedimos a Dios, él nos iluminará. El Señor dice en el Evangelio: “Pedid y se os dará; buscad y
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hallaréis; llamad, y se os abrirá”. Dice: “Pedid”, para que imploremos con la oración. “Buscad”, examinando cómo obtener la virtud, lo que ella nos aporta, lo que debemos hacer para
adquirirla. Hacer cada día ese examen es poner en práctica el “buscad y hallaréis”. “Llamad”
significa cumplir los mandamientos, porque se llama con las manos y las manos significan la
práctica.
Debemos, pues, no sólo pedir, sino también buscar y practicar, esforzándonos por estar
“dispuestos para toda obra buena”, como dice el Apóstol (2 Tm 3,17). ¿Qué quiere decir esto?
Si alguien quiere construir un barco, primero prepara todo lo que le es necesario, hasta los más
pequeños trozos de madera, incluso la pez y la estopa. O bien, si una mujer quiere montar un
bastidor, prepara todo hasta la aguja más pequeña y el hilo más insignificante. Tener así preparado todo lo necesario para una cosa, es lo que se dice “estar presto”.
155. Estemos nosotros también “prestos para toda obra buena”, enteramente dispuestos para
cumplir la voluntad de Dios con ciencia, como lo quiere él y según su voluntad. El Apóstol dijo:
“El bien que Dios quiere, lo que le es agradable, lo que es perfecto”. ¿Qué quería decir con
esto?
Todo sucede, sea por la permisión de Dios, sea por su voluntad, como dijo el Profeta: “Yo,
el Señor, hago la luz y creo las tinieblas” (Is 45,7). Y también: “No hay mal en la ciudad que el
Señor no lo haya hecho” (Am 3,6). Por “mal” él comprende todas las desgracias, es decir las
pruebas que sobrevienen para nuestra corrección, a causa de nuestra malicia: hambre, peste,
sequía, enfermedades, guerras. Estos males no llegan en virtud de la buena voluntad de Dios,
sino por su permisión: él permite que nos sean infligidos para nuestro provecho. Por tanto, Dios
no quiere que los queramos, ni que concurramos con ellos. Por ejemplo, si la voluntad de Dios
permite la destrucción de una ciudad, por eso no quiere que vayamos a ponerle fuego e incendiarla, o tomar las hachas y demolerla. Y si Dios permite que un hermano esté afligido y caiga
enfermo, no quiere por ello que nosotros vayamos a afligirle o que digamos: “Ya que es la
voluntad de Dios que este hermano esté enfermo, no lo tratemos con misericordia”. Dios no
quiere eso, no quiere que cooperemos con su voluntad cuando ésta es de esa manera. Desea que
seamos buenos cuando no quiere que queramos lo que él hace. Entonces, ¿a qué quiere que
apliquemos la voluntad? Al bien que él quiere, a lo que es según su buena voluntad, como he
dicho, es decir todo lo que es objeto de un precepto: amarse los unos a los otros, ser complaciente, dar la limosna, etc… Eso es “el bien que Dios quiere”.
¿Qué se ha de entender por “lo que le es agradable”? Incluso cumpliendo una buena acción,
no se hace necesariamente lo que es agradable a Dios. Me explico. Por ejemplo, un hombre que
encuentra una huérfana pobre y bonita. Encantado por su belleza, la recoge y la educa por ser
huérfana. Eso es lo que Dios quiere y es una cosa buena, pero no “lo que le es agradable”. “Lo
que es agradable a Dios” es la limosna hecha, no con un pensamiento humano, sino a causa del
bien mismo y por compasión. He ahí “lo que es agradable a Dios”.
En fin, “lo que es perfecto” es la limosna hecha no con parsimonia, ni lentitud ni frialdad,
sino con todo lo que se puede y de todo corazón. Es dar como si se sintiese uno mismo obligado. He ahí “lo que es perfecto”. Es así como se hace según dice el Apóstol, “el bien que Dios
quiere, lo que le es agradable, lo que es perfecto”. Eso es obrar con ciencia.
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156. Se debe conocer el bien de la limosna y su virtud, que es grande y tiene incluso el poder
de quitar los pecados, según la palabra del Profeta: “El rescate del hombre es su propia riqueza”
(Pr 13,8). Y en otra parte: “Redime tus pecados con limosnas” (Dn 4,24). El Señor mismo dijo:
“Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Él no dijo: “Ayunad
como ayuna vuestro Padre celestial”. Tampoco: “Sed pobres, como es pobre vuestro Padre
celestial”; sino: “Sed misericordiosos, como es misericordioso vuestro Padre celestial”. Porque
es esa virtud la que imita de un modo especial a Dios; es propia de Dios. Como decíamos, hay
que tener siempre fijos los ojos en ese objetivo y dar limosna con ciencia. Existe una gran variedad de motivos en la práctica de la limosna: éste la hace para que su campo sea bendecido, y
Dios bendice su campo; aquel, por la salvación de su navío, y Dios salva su navío; otro, por sus
hijos, y Dios los protege; otro todavía, para ser honrado, y Dios le procura el honor. Dios no
rechaza a nadie y da a cada uno lo que él quiere, con tal que no dañe a su alma. Pero todos esos
han recibido su recompensa, no han reservado nada ante Dios, ya que el objetivo que se proponían no era el provecho del alma. ¿Tú diste la limosna para que tu campo sea bendecido? Dios lo
ha bendecido. ¿Tú diste la limosna pensando en tus hijos? Dios los guardó. ¿Tú diste la limosna
buscando el honor? Dios te concedió el honor. Por tanto, ¿qué te debe Dios? Te dio el salario
por el que tú actuaste.
157. Otro da la limosna para ser preservado del castigo venidero. Éste obra por su alma.
Obra según Dios, pero no como Dios quiere, porque está todavía en la condición servil: el esclavo no hace gustosamente la voluntad de su amo, sino porque teme ser castigado. Él igualmente
da la limosna para ser preservado del castigo y Dios le preserva. Otro da la limosna para recibir
una recompensa. Eso está mejor, pero no es tampoco como Dios quiere; él no se halla todavía
en la disposición propia del hijo. Como el mercenario que no cumple la voluntad de su amo más
que para ganar su salario, él también obra por una remuneración.
Como dice san Basilio, hay tres disposiciones con las que podemos obrar el bien. Recuerdo
habéroslas dicho. O bien, lo obramos por temor del castigo, y estamos en el estado de esclavitud. O bien, lo hacemos en vista de la recompensa, y estamos en la disposición del mercenario.
O, en fin, lo hacemos por razón del bien mismo, y entonces estamos en la disposición del hijo.
Porque el hijo no hace la voluntad de su padre por temor, ni con el deseo de recibir de él una
remuneración, sino porque quiere servirle, honrarle y contentarlo. Es así cómo debemos dar la
limosna: mirando al bien en sí mismo, teniendo compasión los unos de los otros como nuestros
propios miembros, favoreciendo a los otros como si fuéramos los favorecidos, dando como si
nosotros recibiésemos. Ésa es la limosna hecha con ciencia y es así como nos hallaremos en la
disposición de hijos, como decíamos.
158. Nadie puede decir: “Soy pobre y no tengo con qué dar limosna”. Porque si no puedes
dar como los ricos que echaban sus dones en el tesoro, da dos piececitas, como la viuda. Dios
las recibirá de ti más gustoso que los dones de los ricos. ¿No tienes ni siquiera las dos piececitas? Al menos tienes fuerza y puedes ejercer la misericordia cuidando a tu hermano enfermo. Si
tampoco puedes hacer esto, te es posible dirigir a tu hermano una palabra de aliento. Ejercita,
pues, con él la caridad de palabra y escucha al que dice: “Una palabra es un bien superior a una
dádiva” (Si 18,16). Supongamos que incluso no puedes dar la limosna de una palabra, tu puedes, cuando tu hermano está irritado contra ti, tener piedad de él y soportarle durante su cólera,
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viéndolo atormentado por el enemigo común, y, en lugar de decirle una palabra que le excite
todavía más, puedes guardar silencio y ejercer la misericordia respecto a su alma, arrancándosela
al enemigo. También puedes, si tu hermano pecó contra ti, tener misericordia de él y perdonarle
la falta, para obtener tú mismo perdón de parte de Dios, ya que está dicho: “Perdonad y se os
perdonará”. Así ejerces la caridad para con el alma de tu hermano, perdonándole las faltas que
cometió contra ti. Dios nos dio el poder, si queremos, de perdonarnos los pecados los unos a los
otros. No pudiendo ejercer la misericordia para con el cuerpo de tu hermano, lo haces respecto
a su alma. Y, ¿qué mayor misericordia que ésa? Como el alma es más preciosa que el cuerpo,
así la misericordia respecto al alma es superior a la misericordia respecto al cuerpo. Por tanto,
nadie puede decir: “No tengo la posibilidad de practicar la misericordia”. Cada uno puede hacerlo según sus medios y su condición, con tal que tenga cuidado de realizar con ciencia el bien
que hace, como lo hemos explicado a propósito de cada virtud. El que obra con ciencia, hemos
dicho, es constructor experimentado y hábil que construye sólidamente su casa, y de él dice el
Evangelio: “El hombre sensato construye su casa sobre roca” y nada puede tambalearla.
Que el Dios de bondad nos conceda comprender, y practicar lo que comprendemos para que
estas palabras no nos sirvan de condenación en el día del juicio. A él sea la gloria por los siglos.
Amén.
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XV. LOS SANTOS AYUNOS
159. En la Ley, Dios había prescrito a los hijos de Israel ofrecer cada año el diezmo de todos
sus bienes. Al hacerlo, eran benditos en todas sus obras. Los santos Apóstoles, que lo sabían,
para procurar a nuestras almas un auxilio bienhechor, decidieron trasmitirnos ese precepto bajo
una forma más excelente y más elevada, a saber la ofrenda del diezmo de los días mismos de
nuestra vida; dicho de otra manera, su consagración a Dios, para ser también nosotros benditos
en nuestras obras y expiar cada año las faltas de todo el año. Habiendo hecho el cálculo, santificaron para nosotros, de los trescientos sesenta y cinco días del año, las siete semanas de ayuno.
Ellos no asignaron para el ayuno más que siete semanas. Fueron los Padres los que, luego, se
pusieron de acuerdo para añadir otra semana, a la vez para, de antemano, ejercitar y disponer a
los que van a entregarse a la penalidad del ayuno y para honrar los ayunos con la cifra de la
santa Cuarentena que nuestro Señor pasó ayunando. Porque las ocho semanas son cuarenta días,
si se les resta los sábados y los domingos, sin tener en cuenta el ayuno privilegiado del Sábado
Santo que es sagrado entre todos y el único ayuno de un sábado en el año. Pero las siete semanas, sin los sábados y los domingos, hacen treinta y cinco días. Añadiendo el ayuno del Sábado
Santo y la mitad (de un día) constituida por la noche gloriosa y luminosa, se obtienen treinta y
seis días y medio, que es exactamente la décima parte de los trescientos sesenta y cinco días del
año. La décima parte de trescientos es treinta; la décima parte de sesenta, seis; y la décima parte
de cinco, medio día: lo cual hace treinta y seis días y medio, como decíamos. Por así decir, es el
diezmo de todo el año que los santos Apóstoles consagraron a la penitencia, para purificar las
faltas del año entero.
160. Hermanos, dichoso el que en esos días santos se guarda bien y como conviene; porque
si, como hombre, hubiera pecado por debilidad o por negligencia, Dios dio precisamente esos
santos días para que, ocupándose cuidadosamente de su alma con vigilancia y humildad, y haciendo penitencia durante ese tiempo, él se purifique de los pecados de todo el año. Entonces su
alma es aliviada de su carga, se acerca con pureza al santo día de la resurrección y, hecho un
hombre nuevo por la penitencia de esos santos ayunos, participa a los santos Misterios sin incurrir en condenación, permanece en el gozo y la alegría espiritual, celebrando con Dios toda la
cincuentena de la santa Pascua, que es “la resurrección del alma”, como se ha dicho; y, para
hacerlo notar, no doblamos las rodillas en la iglesia durante todo el tiempo pascual.
161. Quien quiera ser purificado de los pecados de todo el año gracias a esos días, debe ante
todo guardarse de la indiscreción en la comida, porque, según los Padres, la indiscreción en los
alimentos engendra todo mal en el hombre. Debe también tener cuidado de no romper el ayuno
sin una gran necesidad, y no rebuscar manjares agradables, ni sobrecargarse con un exceso de
alimento o de bebidas. Hay dos clases de gula. Uno puede estar tentado por la delicadeza de la
comida: no quiere comer mucho, pero desea manjares sabrosos. Cuando un goloso come un
alimento que le agrada, está tan dominado por el placer que lo guarda largo tiempo en la boca,
saboreándolo más y más, y no lo traga más que a disgusto por razón de la concupiscencia que
siente. Es lo que se llama la “laimargia” o “golosina”. Otro está tentado por la cantidad, no
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desea manjares agradables y no se preocupa de su sabor. Sean buenos o malos, no tiene más
deseo que comer. Sean los que sean los manjares, su único deseo es llenar el vientre. Es lo que
se llama la “gastrimargia” o “glotonería”. Voy a deciros la razón de esos nombres. “Margainein” significa entre los autores paganos “estar fuera de sí”, y el insensato es llamado “margos”. Cuando sobreviene a alguien esta enfermedad y esta locura de querer llenar el vientre, se
la llama “gastrimargia”, es decir “locura del vientre”. Cuando se trata solamente del placer de
la boca, se le llama “laimargia”, es decir “locura de la boca”.
162. El que quiere purificarse de sus pecados, debe con toda circunspección, evitar los desórdenes, porque ellos no proceden de una necesidad del cuerpo, sino de la pasión, y son pecado si
se les tolera. En el uso legítimo del matrimonio y en la fornicación el acto es el mismo; es la
intención la que hace la diferencia: en el primer caso, se unen para tener hijos, y en el segundo
para satisfacer la voluptuosidad. Igualmente en el uso de la comida, es una misma acción la de
comer por necesidad y la de comer por placer, pero el pecado está en la intención. Come por
necesidad el que, habiéndose fijado una ración diaria, la disminuye, si, por la pesadez que ella le
causa, se da cuenta de que hay que reducir algo. Si, al contrario, esa ración, lejos de producir
pesadez, no mantiene su cuerpo y debe ser ligeramente aumentada, él añade un pequeño suplemento. De esa manera, valora justamente su necesidad y se acomoda luego a lo que se fijó, no
por placer, sino con el objetivo de mantener las fuerzas del cuerpo. El alimento además hay que
tomarlo dando gracias, juzgándose en el corazón ser indigno de tal socorro; cuando algunos, sin
duda a causa de una necesidad o de una urgencia, son objeto de cuidados particulares, uno no
debe prestar atención a eso, ni buscar él mismo el bienestar, ni simplemente pensar que el bienestar es inofensivo para el alma.
163. Cuando yo estaba en el monasterio (del abad Seridos), iba a ver un día a uno de los
ancianos (allí había muchos muy ancianos). Encontré al hermano encargado de servirle comiendo con él y le dije aparte: “Hermano, presta atención. Estos ancianos que tú ves comer y que
tienen aparentemente algo de alivio, son como hombres que han adquirido una bolsa y no han
cesado de trabajar y de meter en ella dinero, hasta que estuvo llena. Después de haberla sellado,
continuaron a trabajar y han reunido todavía miles de otras monedas, para tener con que pagar
en caso de necesidad, guardando lo contenido en la bolsa. Así estos ancianos no cesaron de
trabajar y de reunir tesoros. Después de haberlos sellado, continuaron ganando otros medios de
los que pueden deshacerse en el momento de la enfermedad o de la vejez, guardando íntegros
sus tesoros. Pero nosotros, ni siquiera hemos ganado la bolsa; ¿cómo vamos a hacer dispendios?” Por eso, le dije, aunque comamos por necesidad, debemos considerarnos indignos de
todo alivio, indignos incluso de la vida monástica, y tomar con temor lo necesario. Y así, no
será para nosotros un motivo de condenación.
164. Hemos hablado sobre la templanza en la comida. Pero no debemos limitarnos a vigilar
nuestro régimen alimenticio. Hay que evitar igualmente todo otro pecado y ayunar también con
la lengua como en la comida, absteniéndonos de la maledicencia, de la mentira, de las charlas,
de las injurias, de la cólera, en una palabra de toda falta cometida con la lengua. Del mismo
modo, hay que practicar el ayuno de los ojos, no mirando las vanidades, evitando la parrhesia en
la vista, no fijándose en una persona faltando a la modestia. Hay también que prohibir a las
manos y a los pies toda mala acción. Practicando así un ayuno agradable a Dios, como dice san
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Basilio, absteniéndonos de todo mal que se comete con cada uno de los sentidos, nos aproximaremos del santo día de la Resurrección, renovados, purificados y dignos de participar en los
santos Misterios, como ya hemos dicho. Primero saldremos al encuentro de nuestro Señor y lo
acogeremos con palmas y ramos de olivo, cuando, sentado en un asno, haga su entrada en la
ciudad santa.
165. “Sentado en un asno”, ¿qué quiere decir? El Señor se sienta en un asno, para que el
alma hecha estúpida y semejante a los animales sin razón, como dice el Profeta (Sal 48,21), se
convierta por el Verbo de Dios y se someta a su divinidad. Y, ¿qué significa “ir al encuentro
con palmas y ramos de olivo”? Cuando alguien fue a guerrear contra su enemigo y vuelve victorioso, todos los suyos van a su encuentro con palmas, para acogerlo como vencedor. La palma
es símbolo de la victoria. Por otra parte, cuando alguien sufre una injusticia y quiere recurrir a
quien puede vengarla, lleva ramas de olivo, pidiendo a gritos misericordia y socorro, porque el
olivo es símbolo de la misericordia. Por tanto, iremos también nosotros al encuentro de Cristo
nuestro Señor con palmas, como al encuentro de un vencedor, ya que él venció al enemigo por
nosotros, y con ramos de olivo implorando su misericordia, para que, como él venció por nosotros, seamos también nosotros victoriosos por su medio, pidiéndoselo, y para que nos hallemos
arbolando sus emblemas de victoria, en honor no sólo de la victoria que él obtuvo por nosotros,
sino también de la que habremos obtenido nosotros por su medio, gracias a las oraciones de
todos los santos. Amén.
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XVI. EXPLICACIÓN DE ALGUNAS PALABRAS DE SAN GREGORIO
CANTADAS POR PASCUA
166. Gustoso os diría algunas palabras sobre las estrofas que cantamos para que no estéis
distraídos con la melodía, sino que vuestro espíritu se ponga de acuerdo con el sentido de las
palabras. ¿Qué acabamos de cantar?
“Es el día de la Resurrección,
hagamos de nosotros mismos una ofrenda.”
En otro tiempo en las fiestas o asambleas, los hijos de Israel presentaban dones al Señor,
según la Ley: sacrificios, holocaustos, ofrendas de primicias, etc… San Gregorio nos exhorta a
hacer como ellos una fiesta al Señor; nos invita a ello diciendo:
“Es el día de la Resurrección.”
Dicho de otra manera, es el día de la fiesta santa, es el día de la divina asamblea, el día de la
Pascua de Cristo. ¿Qué es la Pascua de Cristo? Los hijos de Israel realizaron la Pascua, el
“pasaje”, cuando salieron de Egipto, y ahora la Pascua que nos manda celebrar san Gregorio, es
la que realiza el alma que sale del Egipto espiritual, es decir, del pecado. Cuando pasa del pecado a la virtud, realiza el “pasaje” en honor del Señor, según la expresión de Envagro: “La Pascua del Señor es la salida del mal”.
167. Hoy es la Pascua del Señor, día de fiesta resplandeciente, día de la Resurrección de
Cristo, que clavó el pecado a la cruz, que murió por nosotros y que resucitó. Traigamos también
nosotros dones al Señor, ofrezcamos sacrificios y holocaustos, no de bestias irracionales, que
Cristo no quiere, ya que está escrito: “No has querido sacrificios ni ofrendas de animales, y no
has aceptado holocaustos de terneros y de corderos” (Hb 10,5-6; Sal 39,7). Y en Isaías: “¿Qué
me importa la multitud de vuestros sacrificios? Dice el Señor…” (Is 1,11). Puesto que el Cordero de Dios fue inmolado por nosotros, como dice el Apóstol: “Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado por nosotros” (1 Co 5,7), para quitar el pecado del mundo, y puesto que “se hizo por nosotros maldición, según la palabra: Maldito quien pende del madero, para rescatarnos de la maldición de la Ley” (Ga 3,13) y para “hacer de nosotros hijos”, debemos por nuestra parte ofrecerle
un don que le agrade. Pero para agradar a Cristo, ¿qué don, qué sacrificio debemos ofrecerle en
este día de la Resurrección, ya que no quiere sacrificios de animales irracionales? San Gregorio
también nos lo enseña, porque después de haber dicho:
“Es el día de la Resurrección”
añade:
“Hagamos de nosotros mismos una ofrenda”.
De manera semejante dice el Apóstol: “Ofreced vuestros cuerpos como víctima viviente,
santa, agradable a Dios: ése es el culto que la razón os pide”.
168. ¿Cómo debemos ofrecer a Dios nuestros cuerpos como víctima viviente y santa? Al no
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hacer más “los dictados de la carne y de nuestra imaginación” (Ef 2,3), sino “vivir según el
espíritu, sin realizar los deseos carnales” (Ga 5,16). En esto consiste el “mortificar los miembros terrestres” (Col 3,5). Esa víctima se dice que es “viviente, santa y agradable a Dios”. ¿Por
qué se la llama “víctima viviente” Porque el animal destinado al sacrificio es degollado y muere
en ese instante, mientras que los santos que se ofrecen ellos mismos a Dios, se sacrifican viviendo cada día, como dice David: “Por ti, somos entregados a la muerte, como ovejas del matadero” (Sal 43,22). Eso es lo que dice san Gregorio:
“Hagamos de nosotros mismos una ofrenda”,
es decir, sacrifiquémonos, démonos muerte todo el día, como todos los santos, por Cristo nuestro Dios, por él que murió por nosotros. Pero, ¿cómo se dieron muerte los santos? “No amando
al mundo ni lo que es del mundo”, dicen las Cartas católicas (1 Jn 2,15), renunciando a “la
codicia de la carne, a la codicia de los ojos y al orgullo de la vida” (1 Jn 2,16), es decir, al amor
del placer, al amor del dinero y a la vanagloria, tomando la cruz y siguiendo a Cristo, crucificando el mundo en ellos mismos y crucificándose al mundo. A este propósito dice el Apóstol:
“Los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus concupiscencias”.
He ahí cómo los santos se dieron muerte.
169. Y, ¿cómo se ofrecieron? No viviendo para sí mismos, y sometiéndose a los mandamientos divinos, renunciando a su voluntad por el mandamiento y el amor de Dios y del prójimo.
“He aquí que hemos abandonado todo y te hemos seguido”, decía san Pedro. ¿Qué había abandonado? Él no tenía ni bienes, ni riquezas, ni oro, ni dinero. No poseía más que su red, y aún en
mal estado, nota san Juan Crisóstomo. Pero él renunció, como lo dice, a toda su voluntad, a
toda la codicia de este mundo, y es evidente que si tuviera riquezas o bienes superfluos, los
habría también despreciado. Luego, tomando su cruz, siguió a Cristo, según esta palabra: “No
soy yo ya quien vivo, es Cristo quien vive en mí”. He ahí cómo los santos se ofrecieron, mortificando en sí mismos toda codicia y toda voluntad propia, y viviendo sólo para Cristo y sus
mandamientos.
170. Del mismo modo, también nosotros
“Hagamos de nosotros mismos una ofrenda”,
como nos exhorta san Gregorio. Él quiere que seamos
“La cosa más preciosa para Dios”.
Sí, en verdad, de todas las criaturas visibles, el hombre es la más preciosa. Las otras el Creador las hizo existir con una palabra: “Que exista esto”, y aquello existió. “Que aparezca la
tierra”, y apareció. “Que se presenten las aguas”, etc. Pero el hombre, lo hizo y lo modeló con
sus propias manos, ordenó para su servicio y para su bien todas las otras criaturas, haciéndolo su
rey, y le proporcionó el goce de las delicias del Paraíso. Y, cosa todavía más admirable, cuando
por su propia falta el hombre cayó de aquella condición, Dios lo volvió a ella con la sangre de
su propio Hijo. Así de todas las criaturas visibles, el hombre es “para Dios la más preciosa”, y
no sólo la más preciosa, sino (prosigue san Gregorio)
“la más próxima”,
ya que dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Y también: “Dios creó al
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hombre. Lo creó a su propia imagen y sopló en su rostro un soplo de vida”. Nuestro Señor
mismo, al venir entre nosotros, tomó la naturaleza del hombre, una carne humana, un espíritu
humano, en una palabra se hizo hombre en todo salvo el pecado, introduciendo de este modo al
hombre en su familiaridad y apropiándoselo por así decir. Por tanto, es muy exacto lo que san
Gregorio dijo del hombre: que es “para Dios la cosa más preciosa y la más próxima”.
171. Luego añade más claramente todavía:
“Demos a la imagen
su cualidad de imagen”.
¿Cómo? Aprendámoslo del Apóstol: “Purifiquémonos, dice él, de toda mancha de la carne y
del espíritu” (2 Co 7,1). Purifiquemos nuestra imagen, tal cual la hemos recibido; lavémosla de
la suciedad del pecado, para que su belleza resplandezca en las virtudes. De esa belleza David
decía en su oración: “Señor, graciosamente diste resplandor a mi belleza” (sal 29,8). Purifiquemos, pues, nuestra cualidad de imagen, porque Dios la quiere en nosotros tal como nos la dio
“sin mancha ni arruga ni nada semejante” (Ef 5,27).
“Demos a la imagen su cualidad de imagen.
Reconozcamos nuestra dignidad”.
Aprendamos de qué inmensos bienes fuimos gratificados y a la imagen de quien hemos sido
creados. No ignoremos los dones magníficos que nos vinieron de Dios por sola su bondad, y no
por nuestros méritos. Sepamos que hemos sido hechos a la imagen de Dios.
“Honremos el arquetipo”.
No ofendamos la imagen de Dios según la que hemos sido formados. Quién quisiera pintar el
retrato de un rey, ¿se atrevería a poner en él un color descolorido? Sería despreciar al soberano
y atraerse un castigo. Al contrario, se emplean colores preciosos y brillantes, dignos verdaderamente del retrato del rey, añadiendo incluso a veces panes de oro. Se esfuerza uno por poner, en
la medida de lo posible, todos los ornamentos regios, para que, al verse en el retrato una perfecta semejanza, parezca verse al modelo, al rey mismo, al ser tan magnífica y brillante su imagen.
Nosotros también evitemos deshonrar a nuestro arquetipo. Somos a imagen de Dios. Hagamos
pura y preciosa nuestra imagen, digna del arquetipo. Porque si se le castiga al que deshonró el
retrato de un rey, que es solamente un ser visible y de nuestra misma raza, ¿qué castigo mereceremos si despreciamos la imagen divina en nosotros y no le damos su cualidad pura que le es
propia, como pide san Gregorio? Honremos, pues, el arquetipo.
172.
“Sepamos el sentido del misterio,
y por qué Cristo murió”.
El sentido del misterio de la muerte de Cristo, es éste: con el pecado habíamos borrado nuestra cualidad de imagen y así nos habíamos dado muerte, como dice el Apóstol, “por nuestras
transgresiones y nuestras faltas” (Ef 2,1). Pero Dios, que nos había hecho a su imagen, se conmovió de compasión por su criatura y su imagen, se hizo hombre por nosotros y aceptó la muerte por todos, para devolvernos, a nosotros que estábamos muertos, a la vida de la que habíamos
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sido despojados por la trasgresión. Subido a su santa cruz, crucificando el pecado, por cuya
causa habíamos merecido ser expulsados del Paraíso, “condujo cautiva la cautividad”, como dice
la Escritura (Sal 67,19; Ef 4,8).
“Condujo cautiva la cautividad”, ¿qué quiere decir? Por la trasgresión de Adán el enemigo
nos había hecho cautivos y nos tenía en su poder. Al partir del cuerpo, las almas humanas iban
desde entonces al infierno, ya que el Paraíso estaba cerrado. Cristo subido a lo alto de la cruz
santa y vivificadora, nos sacó por su propia sangre de la cautividad a la que nos había reducido
el enemigo debido a la trasgresión. En otros términos, nos arrancó de las manos del enemigo y,
a su vez, nos llevó, por así decir, en cautividad, después de haber vencido y destruido al que nos
tenía cautivos. He ahí lo que significa “conducir cautiva la cautividad”. Ése es “el sentido del
misterio”: Cristo murió por nosotros para devolvernos a la vida, a nosotros que estábamos muertos, como dice el santo. Fuimos arrancados del infierno por el amor de Cristo, y desde entonces
está en nuestro poder volver al Paraíso, puesto que el enemigo no es ya nuestro dueño y no nos
tiene en esclavitud como antes.
173. Hermanos, estemos atentos simplemente y evitemos el pecado. Con frecuencia os he
dicho que todo pecado nos hace de nuevo esclavos del enemigo, porque voluntariamente nos
abajamos y nos hacemos esclavos nosotros mismos. ¿No es una vergüenza y una gran desgracia
irnos de nuevo a arrojar al infierno, después de que Cristo nos liberó con su sangre y que nosotros hemos aprendido todo eso? ¿No somos dignos de un castigo todavía más terrible y más
lamentable? Que Dios en su amor tenga piedad de nosotros y nos conceda tener despierto el
espíritu para comprenderlo y ayudarnos nosotros mismos, y hallar así algo de piedad el día del
juicio.
78
XVII. EXPLICACIÓN DE ALGUNAS PALABRAS DE SAN GREGORIO
CANTADAS A LA OCASIÓN DE LOS SANTOS MÁRTIRES
174. Hermanos, está bien cantar extractos de los santos teóforos, ya que en todas partes y
siempre desean enseñarnos todo lo que concurre a la iluminación de nuestras almas. En ello
encontramos también la ocasión de aprender cada vez por medio de palabras apropiadas el sentido mismo del aniversario que se celebra, trátese de una fiesta del Señor, de los santos mártires o
de los Padres, es decir de cualquier solemnidad. Debemos, pues, cantar con atención y aplicar
nuestro espíritu al significado de las palabras de los santos, para que no cante sólo la boca, como
dice el Geronticón, sino nuestro corazón con la boca. Con el cántico precedente, según pudimos,
hemos aprendido algo sobre la santa Pascua. Veamos ahora lo que san Gregorio quiere enseñarnos también sobre los santos mártires. En el salmo en su honor, que acabamos de recitar y que
está sacado de sus discursos, se dice:
“Víctimas vivientes, holocaustos racionales”.
175. ¿Qué quiere decir: “Víctimas vivientes”? “Víctima” es lo que se ofrece en sacrificio a
Dios, por ejemplo un cordero, un toro u otro animal cualquiera. ¿Por qué san Gregorio dice de
los mártires “víctimas vivientes”? El cordero presentado para el sacrificio, primero es degollado
y muerto; luego es despedazado, cortado en trozos y ofrecido a Dios. Pero los mártires estaban
vivos cuando fueron despedazados, desollados, torturados, cortados en trozos en su carne. Los
verdugos les cortaban a veces las manos, los pies, la lengua, les arrancaban los ojos, les desgarraban los costados de modo que quedaban al descubierto la forma y la disposición de sus entrañas. Y todos estos tormentos, los santos, como dije, los soportaban en vida y guardando su
espíritu: por esa razón se les llama “víctimas vivientes”.
Y ¿por qué “holocaustos racionales ”? Porque el holocausto es diferente del sacrificio. Se
puede ofrecer una parte de un animal, solamente sus primicias, es decir, como está escrito en la
Ley, el hombro derecho, el lóbulo del hígado, los dos riñones y otras partes similares. El que
ofrece eso, realiza un sacrificio, una ofrenda de primicias. Eso es lo que se llama sacrificio. Al
contrario, el holocausto se realiza cuando se ofrecen enteros el cordero, el toro o cualquier otra
víctima, y se consumen completamente por el fuego, como está dicho: “La cabeza con los pies
y los intestinos”. Sucedía que incluso se quemaba la piel y los excrementos. En una palabra,
todo en absoluto. Eso es lo que se llama un holocausto. Así realizaban los hijos de Israel los
sacrificios y los holocaustos según la Ley.
176. Esos sacrificios y holocaustos eran símbolos de las almas que quieren salvarse y ofrecerse a Dios. Voy a deciros a este propósito algunas ideas expresadas por los Padres, para que,
aprendiéndolas, elevéis un poco vuestros pensamientos, y vuestras almas saquen provecho.
Según ellos, el hombro representa el vigor y las manos, la acción, como hemos dicho ya otra
vez. Siendo el hombro la fuerza de la mano, se ofrecía la fuerza de la mano derecha, es decir la
práctica de las buenas obras, porque la derecha significa para los Padres el bien. Cuanto a todas
las demás partes de que hemos hablado, el lóbulo del hígado, los dos riñones y su grasa, la anca
79
y la grasa de los muslos, el corazón, las costillas y lo restante, son igualmente símbolos. Dice el
Apóstol: “Todas las cosas les sucedieron en figura y fueron escritas para instrucción nuestra” (1
Co 10,11). Voy a daros la explicación. Según san Gregorio, el alma esta formada de tres partes;
comprende la potencia apetitiva, la potencia irascible y la potencia racional. Se ofrecía el lóbulo
del hígado. Y los Padres vieron en el hígado la sede de los deseos. Siendo el lóbulo la extremidad superior, se ofrecía así simbólicamente la parte más alta de la potencia apetitiva, dicho de
otro modo, sus primicias, lo que ella tiene de mejor y de más precioso. Esto quiere decir: no
amar nada más que a Dios y preferir el deseo de Dios a todo otro deseo, ya que se le ofrecía,
como hemos dicho, la parte más preciosa. Los riñones y su grasa, la anca, la grasa de los muslos
tienen por analogía la misma significación, porque también ahí, según los Padres, reside el
deseo. Así todas esas partes son símbolos de la potencia apetitiva. El corazón simboliza la potencia irascible, porque es, según los Padres, la sede de la cólera. San Basilio lo indica al decir:
“La cólera es la ebullición y la agitación de la sangre en torno al corazón”. Las costillas, en fin,
son figura de la potencia racional, porque ése es el simbolismo que le atribuyen los Padres al
pecho. Así dicen que por esa razón Moisés, revistiendo a Aarón con las vestiduras de sumo
sacerdote, le puso sobre el pecho el racional, según el precepto de Dios. Por tanto, como hemos
dicho, todas esas partes de la víctima son símbolos del alma que, con la ayuda de Dios, se purifica por la práctica y vuelve a su estado de naturaleza. Envagro dice que el alma racional obra
según la naturaleza cuando su parte apetitiva desea la virtud, su parte irascible lucha por obtenerla y su parte racional se entrega a la contemplación de los seres.
177. De este modo, cuando los hijos de Israel ofrecían en sacrificio un cordero, un toro u
otro animal, sacaban esas partes de la víctima y las colocaban en el altar, ante el Señor. Eso es
lo que se llama un sacrificio, mientras que el holocausto consiste en ofrecer la víctima entera y
en quemarla completamente. Como hemos dicho antes, al ser integral, definitivo, completo, el
holocausto es símbolo de los perfectos, de quienes dicen: “He aquí que hemos abandonado todo
y te hemos seguido”. Es a este grado de perfección al que invitaba el Señor a aquel que le decía:
“Todo eso lo he guardado desde mi juventud”, porque le responde: “Una sola cosa te falta
todavía”. –¿Cuál? –Ésta: “Toma tu cruz y sígueme”. Es de esta manera como los santos mártires se ofrecieron enteramente a Dios, ofreciéndose no sólo a sí mismos, sino también lo que les
pertenecía y lo que les rodeaba. Según san Basilio, “una cosa es lo que somos, otra lo que es
nuestro, otra lo que está en torno de nosotros”, como os he dicho ya en otra ocasión. Somos el
espíritu y el alma; nuestro es el cuerpo; en torno a nosotros están las riquezas y las demás cosas
materiales. Los santos se ofrecieron a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus
fuerzas, según está escrito: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todo tu espíritu”. Ellos despreciaron no sólo hijos, esposas, honor, riquezas y todo lo demás, sino también hasta su propio cuerpo. Por eso se les llama “holocaustos”, y “holocaustos
racionales” porque el hombre es un animal racional, y
“víctimas perfectas para Dios”.
178. Pues el salmo continúa: “Ovejas conocedoras de Dios y conocidas por Dios”.
“Conocedoras de Dios”: ¿Cómo? El Señor mismo nos lo mostró diciendo: “Mis ovejas escuchan mi voz; conozco mis ovejas y ellas me conocen”. ¿Qué quiere decir: “Mis ovejas escuchan
mi voz”? Que ellas obedecen a mi palabra, guardan mis mandamientos, y de este modo me
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conocen. Por la observancia de los mandamientos, los santos se aproximan de Dios y son conocidos por él. Pero, si Dios conoce todo, las cosas ocultas y misteriosas, incluso las que no existen, ¿por qué san Gregorio llama a los santos “ovejas conocidas por Dios”? Porque, al aproximarse de él por los mandamientos, según dije, es como ellos conocen a Dios y son conocidos
por él. Puede decirse que cuanto más uno se aparta y se aleja de alguien, tanto más lo ignora, y
tanto más es ignorado por él. Igualmente del que se aproxima, se dirá que lo conoce y que es
conocido por él. Es en este sentido como se dice también de Dios que él ignora a los pecadores,
en cuanto que los pecadores se alejan de él. Por eso el Señor mismo les dijo: “En verdad os digo
que no os conozco”. Por consiguiente, cuanto más adquieren virtudes los santos por los mandamientos, tanto más se acercan de Dios, y cuanto más se acercan de Dios, tanto mejor lo conocen
y son conocidos por él.
179. “Su redil es inaccesible a los lobos”.
Se llama “redil” al recinto en donde el pastor reúne y guarda sus ovejas para que no sean
desgarradas por los lobos, ni robadas por los ladrones. Si el redil tiene una brecha por algún
lado, será fácil a los lobos y a los ladrones penetrar por ella para realizar sus malas intenciones.
El redil de los santos está asegurado y guardado por todas partes. “Allí, dice el Señor, los ladrones no hacen agujeros ni roban”, y no pueden maquinar ninguna obra mala. Roguemos, hermanos, para merecer, también nosotros, pastar con ellos y encontrarnos en el lugar de su gozo
bienaventurado y de su reposo. Porque, aunque no alcancemos la perfección de los santos y no
seamos dignos de estar en su gloria, podemos al menos no ser excluidos del Paraíso, a condición
de estar vigilantes y hacernos alguna violencia, como dice san Clemente: “Si uno no es coronado, esfuércese al menos por no estar lejos de quienes son coronados”. En el palacio, hay grandes
e ilustres funcionarios, por ejemplo: los senadores, los patricios, los generales, los gobernadores, los silenciarios. Éstos reciben grandes sumas. Pero en el mismo palacio hay también otros
que sirven por un módico salario y se dice igualmente de ellos que están al servicio del emperador, están también al interior del palacio y, sin tener la gloria de los grandes, al menos están allí
dentro. Además, sucede que, avanzando poco a poco, obtienen funciones importantes y altas
dignidades. Nosotros, del mismo modo, evitemos cuidadosamente cometer pecado, para escapar
al menos del infierno. Así, podremos, gracias al amor de Cristo por nosotros, obtener incluso la
entrada en el Paraíso, por las oraciones de todos sus santos. Amén.
81
SENTENCIAS DIVERSAS DEL MISMO
ABAD DOROTEO
202.
1. Es imposible que, quien mantiene su propio parecer o su pensamiento personal, se someta o
se adapte al bien del prójimo.
2. Estando apasionados, no debemos en absoluto fiarnos de nuestro propio corazón: porque una
regla torcida hace torcido incluso lo que es recto.
3. Quien no desprecia todo lo material, la gloria, el reposo del cuerpo, e incluso las pretensiones
de justicia, no puede abnegar su voluntad, ni liberarse de la cólera y de la tristeza, ni procurar el reposo de los demás.
4. No es una gran cosa no juzgar e incluso tratar con compasión al que está afligido y se arroja
a tus pies; pero es una gran cosa no juzgar al que te contradice apasionado, no probar resentimiento contra él, y ni siquiera aprobar al que le juzga, y alegrarte con el que es preferido a ti.
5. No busques el afecto de los demás. Porque quien lo busca es perturbado si no lo obtiene. Más
bien testimonia caridad al prójimo y proporciónale reposo y de este modo harás que el prójimo crezca en caridad.
6. Si alguien hace una cosa según Dios, le sobrevendrá ciertamente la tentación; porque toda
obra buena es precedida o seguida de la tentación, y lo que es según Dios no está asegurado
mientras no sea probado por la tentación.
7. Nada une tanto como alegrarse de las mismas cosas y tener los mismos sentimientos.
8. Es propio de la humildad no despreciar la buena acción del prójimo. Hay que aceptarla con
agradecimiento por pequeña e insignificante que sea.
9. En todo lo que me acontece, prefiero se haga según el gusto del prójimo, aunque fracase
siguiendo su parecer, más bien que tener éxito siguiendo mi propio parecer.
10. En toda ocasión es bueno concederse algo menos de lo necesario, porque no conviene estar
plenamente satisfecho.
11. En todo lo que me sucedió, jamás quise conducirme según la prudencia humana: en cada
cosa hago siempre lo poco que puedo, y luego abandono todo a Dios.
12. Quien no tiene voluntad propia, hace siempre lo que quiere. Puesto que no tiene voluntad
propia, le satisface cuanto sucede, y resulta que hace constantemente su voluntad, porque no
quiere que las cosas sean como quiere él, sino que las quiere como ellas son.
13. No se debe corregir a un hermano en el mismo momento en que peca; ni tampoco en otro
momento, si se hace por venganza.
14. El amor según Dios es más poderoso que el amor natural.
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15. No se debe hacer el mal ni siquiera de broma. Porque se hace primero de broma y luego, sin
querer, uno allí se queda.
16. No hay que querer liberarse de una pasión con la intención de evitar el tormento, sino porque uno la detesta verdaderamente, como se ha dicho: “Los detesté con un odio perfecto”
(Sal 138,22).
17. Es imposible airarse contra el prójimo si uno se yergue primero contra sí en el corazón y si
no ha despreciado al prójimo, juzgándose superior a él.
18. Si uno se turba cuando es censurado o corregido a propósito de una pasión, es signo de que
obraba voluntariamente. Soportar al contrario sin turbación la censura o la corrección, muestra que uno era arrastrado o que seguía la pasión inconscientemente.
83
CARTAS DIVERSAS DEL MISMO ABAD DOROTEO
1. A los que habitaban las celdas y que le habían preguntado sobre los encuentros mutuos
180. Los Padres dicen que quedar en la celda es una mitad, e ir a ver a los ancianos la otra
mitad. Esta palabra significa que en la celda, como fuera de la celda, hay que observar la misma
vigilancia y saber por qué se debe guardar la soledad y por qué se debe también ir a ver a los
Padres o a los hermanos. Porque si el monje está atento a ese objetivo, obra conforme a lo que
han dicho los Padres. Cuando está en la celda, ora, medita, trabaja manualmente y vigila sus
pensamientos en cuanto puede. Cuando va a ver a los otros, reflexiona y se da cuenta de su
estado: ve si gana o no al encontrarse con los hermanos y si es capaz de volver a su celda sin
haber sufrido daño. Si ve que lo ha sufrido, reconoce su debilidad y constata que no ha adquirido todavía nada en la soledad. Vuelve humillado a su celda, llora, hace penitencia, invoca a
Dios por su debilidad y permanece así atento a sí mismo. Luego, va de nuevo hacia los hombres
y ve si vuelve a caer en las mismas faltas o en otras; vuelve a su celda, se entrega nuevamente a
la penitencia, al llanto, implorando a Dios por su estado. Porque la celda enseña, y los hombres
ponen a prueba. Los Padres tienen razón al decir que permanecer en la celda es una mitad, e ir
a ver a los ancianos es la otra mitad.
181. Cuando vais los unos a ver a los otros, debéis saber por qué dejáis la celda, y no salir
jamás inconsideradamente. Según los Padres “quien circula sin motivo, pierde su trabajo”. El
que emprende una cosa, debe necesariamente proponerse un fin y saber por qué obra. ¿Qué
objetivo debemos proponernos cuando vamos a vernos los unos a los otros? Ante todo la caridad, ya que se ha dicho: “Ves a tu hermano, ves al Señor tu Dios”. Además, oír la palabra de
Dios. Es cierto que la palabra se anima más en la asamblea: con frecuencia lo que no sabe uno,
lo pregunta otro. En fin, el conocimiento del propio estado, como he dicho ya. Supongamos, por
ejemplo, que uno va a comer con los otros. Uno se observa y ve, cuando se presenta un manjar
excelente y apetitoso, si es capaz de contenerse y no tomar de él, o si trata de tener más que su
hermano y tomar una cantidad mayor. Si la comida se sirve en porciones, ¿no se apresura a
tomar la mayor para dejar la más pequeña a su hermano? Porque hay quienes no se sonrojan de
extender la mano para empujar la porción pequeña delante de su hermano y poner la grande
delante de ellos. ¿Qué diferencia hay entre la grande y la pequeña? ¿Qué hay de considerable
entre las dos para que se deje resbalar al pecado rivalizando con su hermano por cosas tan fútiles? También se considerará si se puede retener y no comer demasiado. Cuando uno se halla,
como suele suceder, ante manjares variados, ¿no se atraca hasta la saciedad? ¿Se guarda de la
parrhesia? ¿No se sufre al ver a su hermano más estimado y mejor tratado que uno? Si se ve a
un hermano que se disipa con otro, que habla mucho o que se relaja bajo cualquier punto, ¿no se
presta atención a él? ¿No se le juzga? O más bien, ¿no se mira a los hermanos fervientes, esforzándose a hacer lo que se dijo del abad Antonio?: el bien que veía en cada uno de los que iba a
visitar, lo recogía y lo guardaba: de éste, la mansedumbre; de aquel, la humildad; de otro, el
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amor de la soledad; y así se hallaban en él las virtudes de todos. Eso es lo que debemos hacer
también nosotros, y para ello debemos visitarnos los unos a los otros. De vuelta en nuestras
celdas, debemos examinarnos para darnos cuenta de lo que hemos aprovechado y en lo que
hemos faltado. En los puntos en que constatamos haber sido preservados, demos gracias a Dios:
fue por su protección que hemos salido sin detrimento. Y por nuestras faltas, hagamos penitencia, derramemos lágrimas, deploremos nuestro estado.
182. Cada uno recibe provecho o perjuicio de su propio estado. Nadie puede dañarnos; si
sufrimos algún daño, eso proviene de nuestro estado, como dije. Como no ceso de repetíroslo,
de todo podemos sacar bien o mal, si queremos. Voy a poneros un ejemplo, para que comprendáis que es así. Un individuo se estaciona en la noche, en algún sitio; no digo un monje, sino
cualquier habitante de la ciudad. Tres hombres pasan junto a él. Uno piensa, al verlo: “Éste
espera a alguien para ir a fornicar”; otro: “Éste es un ladrón”; y el tercero: “Este hombre llamó
a su amigo de la casa vecina y espera a que baje para ir a orar con él a algún lugar”. Así los tres
vieron al mismo hombre en el mismo sitio, y, sin embargo, no tuvieron el mismo pensamiento
a propósito de él. Uno imaginó esto, el otro, aquello, y el tercero todavía otra cosa: cada cual
según su propio estado. Sucede como con los cuerpos melancólicos y débiles que convierten en
mal humor todos los alimentos que absorben, incluso cuando el alimento es sano. La falta no
está en el alimento, sino, como dije, en el mismo cuerpo, que, al ser de mala complexión, actúa
necesariamente según su temperamento y altera los alimentos. Igualmente, si el alma es débil,
todo le hace mal; incluso le daña lo que es útil. Imaginad que se echa un poco de ajenjo en un
recipiente de miel. ¿No se estropea el recipiente entero, haciendo amarga toda la miel? Es lo que
hacemos nosotros: derramamos un poco de nuestra amargura y destruimos el bien del prójimo,
mirándolo según nuestro estado y cambiándolo según la mala disposición que hay en nosotros.
Los que tienen buenas costumbres, semejan a un hombre cuyo cuerpo es sano. Aunque coma
una cosa nociva, la trasforma según su temperamento en buenos humores y el mal alimento no le
hace daño. Como dije, es que su cuerpo es sano y asimila el alimento según su temperamento.
Como decíamos del cuerpo que por su mala complexión trasforma la buena comida en humores
malos, éste a su vez, conforme a su buena disposición, convierte la comida mala en buenos
humores. He aquí un ejemplo que lo hará comprender. El cerdo posee un cuerpo de muy buena
complexión. Su comida se compone de algarrobas, huesos de dátiles y desperdicios. Sin embargo, gracias a su buen complexión transforma esos alimentos en carne suculenta. Así nosotros, si
tenemos buenas costumbres y un buen estado de alma, podemos, lo repito, sacar provecho de
todo, incluso de aquello que no es provechoso de suyo. El libro de los Proverbios dice muy
bien: “El que mira con dulzura, alcanzará misericordia” (Pr 12,13). Y en otro lugar: “Todas las
cosas son contrarias para el insensato” (Pr 14,7).
183. Oí decir de un hermano que, al ir a ver a otro, si encontraba su celda descuidada y en
desorden, se decía entre sí: “¡Qué dichoso es este hermano al estar completamente desapegado
de la cosas de la tierra y elevar su espíritu tan alto, que no tiene ni quisiera tiempo para arreglar
su celda!” Si luego iba junto a otro hermano y encontraba su celda arreglada, limpia y perfectamente en orden, se decía: “La celda del hermano está tan limpia como su alma. El estado de su
alma es como el estado de su celda”. Nunca decía de nadie: “Éste es un desordenado”, o “éste
es frívolo”. Gracias a su estado excelente, sacaba provecho de todo.
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Que Dios en su bondad nos conceda a nosotros también un buen estado para que podamos
aprovecharnos de todo y no pensar jamás mal del prójimo. Si nuestra malicia nos inspira juicios
o sospechas, trasformemos pronto eso en un buen pensamiento. Porque no ver el mal del prójimo, engendra, con la ayuda de Dios, la bondad.
2. A los superiores del monasterio y a sus discípulos, acerca de cómo los superiores deben
dirigir a los hermanos y cómo éstos deben estarles sumisos.
184. Si eres superior, cuida de los hermanos con un corazón severo y entrañas de misericordia, enseñándoles con obras y palabras lo que hay que practicar, sobre todo con las obras, pues
los ejemplos son mucho más eficaces. Sé modelo incluso en los trabajos manuales, si puedes, o
si eres débil, por el buen estado del alma y los frutos del espíritu enumerados por el Apóstol:
caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de
todas las pasiones. Por razón de las faltas que se produzcan, no te irrites más de la cuenta, pero
muestra, sin perturbarte, el mal que resulta de ellas, y, si es necesario reprochar, hazlo con el
modo que conviene, esperando el momento oportuno. No mires demasiado las faltas pequeñas,
como un juez riguroso; no hagas continuamente reprimendas lo cual es insoportable y la costumbre conduce a la insensibilidad y al desprecio. No mandes imperiosamente, sino propón con
humildad la cosa al hermano: esta manera de obrar es estimulante y más persuasiva, y proporciona la paz al prójimo.
185. Si un hermano te resiste y te has turbado en ese momento, guarda la lengua para no
decir nada encolerizado y no permitas que tu corazón se excite contra él. Acuérdate más bien de
que él es tu hermano, un miembro de Cristo y una imagen de Dios, amenazada por nuestro
enemigo común. Ten piedad de ella, por temor de que el diablo no se acapare de ella por razón
de la cólera, no la haga morir por el rencor, y que un alma por la que Cristo murió, perezca a
causa de tu negligencia. Acuérdate de que tú estás sometido también al mismo juicio de la cólera. Que tu propia debilidad te haga compasivo para con tu hermano. Da gracias por tener una
ocasión de perdonar, para obtener también tú el perdón de Dios por tus faltas más grandes y más
numerosas. Porque se ha dicho: “Perdonad y seréis perdonados”. ¿Temes hacer daño a tu hermano con tu paciencia? El Apóstol ordena vencer el mal con el bien, y no el mal con el mal. Por
su parte, los Padres dicen: “Si, al reprochar a otro, te turbaste por la cólera, es tu propia pasión
que tú satisfaces”, y nadie sensato destruye su casa para construir la del vecino.
186. Si tu perturbación persiste, violenta tu corazón, y ora en estos términos: Oh Dios lleno
de bondad, que amas las almas, que, en tu inefable bondad, nos has sacado de la nada al ser para
hacernos participar de tus bienes, y que, por la sangre de tu Hijo único, nuestro Salvador, nos
has llamado de nuevo, a nosotros que nos habíamos apartado de tus mandamientos; ven ahora en
ayuda de nuestra debilidad e impón silencio a la perturbación de nuestro corazón, como en otro
tiempo al mar alborotado. No seas en un solo instante privado de tus dos hijos, condenados a
muerte por el pecado, y no tengas que decirnos: “¿Para qué sirvió verter mi sangre y descender
hasta la muerte?” (Sal 29,10). Y: “En verdad, os lo he dicho, no os conozco”, porque nuestras
lámparas estuvieran apagadas por falta de aceite. Sosegado el corazón con esta oración, puedes
luego con prudencia y humildad, según el precepto del Apóstol, reprender, censurar, exhortar (2
Tm 4,2), y con compasión curar y enderezar a tu hermano, cual a un miembro enfermo. Enton86
ces el hermano por su parte recibirá la corrección con toda confianza, condenando él mismo su
dureza. Con tu propia paz, habrás sosegado su corazón. Que nada te aleje de la santa doctrina de
Cristo: “Aprended de mí, que os hablo, y soy manso y humilde de corazón”. Ante todo hay que
esmerarse en guardar un estado sosegado, de manera que el corazón no se turbe, ni siquiera con
justo motivo o a propósito de un mandato, convencidos de que cumplimos todos los mandamientos con miras a la caridad y a la pureza del corazón. Si tratas así a tu hermano, oirás la voz
divina que te dice: “Si separas lo precioso de lo vil, serás como mi boca” (Jr 15,19).
187. En cuanto a ti, que estás bajo la obediencia, no te fíes jamás de tu corazón, porque las
antiguas pasiones lo han cegado. Evita siempre seguir tu propio juicio y no decidas por ti mismo, sin pedir consejo. No te imagines ni juzgues que tus pensamientos son más razonables y
más justos que los de tu superior, no te constituyas en censor de sus acciones, un censor que tan
frecuentemente se engañó. Eso es una astucia del Maligno para obstaculizar la sumisión confiada
en todo y la salvación que ella causa con seguridad. Descansa en esa sumisión, y seguirás sin
peligro ni engaño el camino de los Padres. Esfuérzate en todo y vence tu voluntad. Cuando, por
la gracia de Cristo, hayas adquirido la costumbre de vencerte, lo harás sin esfuerzo y sin trabajo.
Así, todo sucederá según tu deseo, ya que no querrás más que las cosas sean como tú quieres,
sino que las querrás como ellas son, y de este modo estarás en paz con todos. Esto al menos en
las cosas que no implican la violación de un mandamiento de Dios o de los Padres. Lucha por
hallar en todo algo que censurarte a ti mismo y mantén firme la “apsefistón” con ciencia. Cree
que todo lo que nos concierne, hasta los más pequeños detalles, depende de la Providencia de
Dios, y soportarás sin turbarte lo que te suceda. Cree que el desprecio y los ultrajes son para tu
alma remedios a tu orgullo y ora por quienes te maltratan, pues son verdaderos médicos para ti.
Persuádete de que quien detesta la humillación, detesta la humildad, y que quien huye de las
personas irritantes, huye de la mansedumbre. No trates de conocer el mal de tu prójimo y no
aceptes sospechas contra él. Si la malicia humana te incita a ellas, apresúrate a transformarlas en
un buen pensamiento. Da gracias por todo, y conserva la bondad y la santa caridad.
Ante todo, guardemos todos nuestra conciencia en todos los puntos, respecto a Dios, respecto
al prójimo y a las cosas materiales. Antes de decir o hacer algo, examinemos con cuidado si es
conforme a la voluntad de Dios. Luego, después de haber orado, hablemos o obremos, y pongamos ante Dios nuestra impotencia. Y que su bondad nos acompañe en todo.
3. Al que tiene el cargo de procurador
188. Si no quieres caer en la ira y el rencor, guárdate de todo apego a las cosas materiales, no
revindiques como tuyo el más mínimo objeto, y no lo desprecies tampoco como si fuera insignificante o sin valor. Dalo si te lo piden, y no te perturbes si lo rompen o lo destruyen por negligencia o desprecio. Debes actuar así, no como despreciando los bienes del monasterio, porque
tienes el deber de cuidarte de ellos con todas tus fuerzas y con todo el celo, sino para guardar tu
paz y tu serenidad, haciendo siempre ante Dios lo que te es posible. Lo alcanzarás si administras
esos bienes, no como si fueran tuyos, sino como consagrados a Dios, y sólo confiados a tu cuidado; esto, en efecto, dispone, por una parte, a no apegarse a ellos, como he dicho, y de otra
parte a no despreciarlos. Si no prestas atención a esto, estate seguro de que no cesarás de turbarte y de turbar a los demás.
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4. Al mismo
189. Pregunta: Mi espíritu se alegra de tus palabras y quisiera hallarme en esas disposiciones.
¿De dónde proviene que no me encuentro así en el momento de actuar?
Respuesta: Es porque tú no las meditas sin cesar. Si quieres tenerlas en el momento oportuno,
medítalas constantemente, insiste, y pon tu confianza en Dios de que progresarás. Une la oración
a la meditación. Cuida los enfermos, ante todo para adquirir así la compasión, como lo he dicho
muchas veces, luego, para que Dios suscite alguien para cuidarte cuando estés tú enfermo, porque “con la medida con que midáis seréis medidos”. Cuando te ocupes en hacer algo en conciencia según tus fuerzas, debes saber y persuadirte de que no conoces todavía el camino verdadero,
y debes aceptar sin turbarte, sin pena y con gozo de que se te diga que te has equivocado en lo
que pensabas hacer en conciencia. Porque el juicio de quienes son ciertamente más sabios que
tú, corrige lo que es defectuoso o da seguridad a lo que está bien hecho. Esfuérzate por progresar para que, si te sucede una prueba corporal o espiritual, seas capaz de soportarla con paciencia, sin turbación ni agobio. Si se te acusa de haber hecho una cosa que tú no has hecho, no te
turbes ni te irrites en modo alguno. Haz inmediatamente una metania al que te habla, diciéndole
humildemente: “Perdóname y ora por mí”. Luego guarda silencio, como dicen los Padres. Si se
te pregunta: “¿Es eso verdad o no?”, haz una metania con humildad y di con toda verdad lo que
hay. Después de haber hablado, haz de nuevo una humilde metania y di de nuevo: “Perdóname
y ora por mí”.
5. Al mismo
190. Pregunta: ¿Qué he de hacer, pues no tengo esa igualdad de ánimo en las relaciones con
los hermanos?
Respuesta: No puedes tenerla todavía. Esfuérzate al menos por no ofenderte en nada, por no
juzgar a nadie, por no hablar mal de nadie, por no ocuparte de ninguna palabra, acción o gesto
de un hermano que no te sea útil. Trata más bien de edificarte con todo. No busques aparecer en
lo que dices o haces, y no desees la vanagloria. Guarda la libertad en tu conducta y en tus palabras, hasta en el más pequeño detalle. Ten presente que si alguien, combatido o atormentado por
un pensamiento apasionado, lo pone en obra, endurece la pasión en sí, porque le da poder para
combatirle y atormentarle más. Si al contrario, lucha y se opone a su pensamiento, obrando en
contra de lo que él le sugiere, como he dicho con frecuencia, la pasión se debilita y se hace
impotente para combatirle y atormentarle. Así, poco a poco, luchando con el auxilio de Dios,
domina la pasión misma.
6. Al mismo
191. Pregunta: ¿Por qué el abad Poemen dice que hay tres cosas capitales: temer al Señor,
orar al Señor y hacer bien al prójimo?
Respuesta: El anciano dijo primero: “Temer al Señor”, porque el temor de Dios precede a
toda virtud, por ser el temor del Señor el comienzo de la sabiduría (Sal 110,10), y también
porque sin temor de Dios nadie logra adquirir una virtud ni hacer le menor bien, ya que “es
siempre por el temor del Señor que uno se aparta del mal” (Pr 16,6).
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Luego dice el anciano, “orar al Señor”, porque, sin el auxilio de Dios, el hombre no puede ni
adquirir una virtud ni realizar otro bien alguno, aunque, temiendo a Dios, lo quiera y se aplique
en ello. Es preciso absolutamente nuestro esfuerzo y la colaboración de Dios. El hombre tiene,
pues, siempre necesidad de orar para pedir a Dios que le ayude y que coopere con él en todo lo
que hace.
En fin, “hacer bien al prójimo” es la caridad. Ahora bien, quien teme al Señor y ora a Dios,
es sólo útil para sí mismo. Por otra parte, toda virtud llega a la perfección por la caridad para
con el prójimo. Por eso el anciano añade: “Hacer bien al prójimo”. Aunque se tema a Dios y se
ore, se debe también ser útil al prójimo y hacerle bien. Porque en eso consiste, lo repito, practicar la caridad, que es la perfección de las virtudes, según la palabra del santo Apóstol (Rm
13,10; 1 Co 13,13).
7. A un hermano que le había preguntado sobre la insensibilidad del alma y el enfriamiento de la caridad
192. Hermano, contra la insensibilidad del alma es útil leer continuamente las sagradas Escrituras, como también las sentencias “catanícticas” de los Padres teóforos, y guardar el pensamiento de los temibles juicios de Dios, y acordarse de que el alma saldrá del cuerpo y encontrará
las terribles Potencias con las que hubo cometido el mal en esta corta y miserable vida y que
tendrá también que comparecer ante el tribunal espantoso e incorruptible de Cristo, para dar
cuenta ante Dios, ante todos sus ángeles y todas las criaturas, no sólo de sus acciones, sino incluso de las palabras y los pensamientos. Recuerda también constantemente las palabras que dirá
el Juez temible y justo a quienes se encontrarán a su izquierda: “Alejaos de mí, malditos, id al
fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”. También es bueno acordarse de las grandes
tribulaciones humanas, porque incluso el alma dura e insensible se esforzará por ablandarse y
darse cuenta de su propia miseria.
En cuanto al debilitamiento de tu caridad fraterna, proviene de que acoges los pensamientos
de sospecha, te fías de tu propio corazón y no quieres sufrir nada contra tu voluntad. Debes,
pues, en primer lugar, con la ayuda de Dios, no hacer caso alguno de tus sospechas y aplicarte
con todas tus fuerzas a humillarte ante los hermanos y vencer tu voluntad propia en favor de
ellos. Si uno de ellos te injuria o te aflige de otro modo, ora por él, como han dicho los Padres,
con el pensamiento de que eso te proporciona grandes beneficios y es un médico que cura en ti
el amor del placer. Así se sosegará tu ira, por ser la caridad, según los santos Padres, “un freno
para la ira”. Pero ante todo, suplica a Dios que te dé un espíritu despierto y lúcido, para conocer
“el bien que él quiere junto con la fuerza para estar preparado para toda obra buena.
8. A un hermano atormentado por una tentación
193. Hijo mío, ante todo ignoramos los designios de Dios y debemos abandonarle el gobierno
de nosotros mismos; eso es lo debemos hacer sobre todo ahora. Si quieres juzgar con razonamientos humanos lo que se presenta, en vez de arrojar en Dios tu preocupación, te complicas la
vida. Cuando vienen a atormentarte pensamientos contrarios, debes clamar a Dios: “Señor,
como quieras y como sabes, arregla tú el asunto”. Porque la Providencia de Dios hace muchas
cosas contrariamente a nuestros pensamientos y nuestras esperanzas, y lo que se esperaba de una
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manera, por experiencia se ve presentarse de otro modo. Brevemente, en el momento de la
tentación hay que permanecer paciente, orar, no querer o creer que dominaremos, como he
dicho, los pensamientos demoníacos con razonamientos humanos. El abad Poemen, que lo sabía,
afirmaba que el consejo de “no preocuparse del día de mañana”, se dirigía a un hombre tentado.
Convencido de que eso es verdad, abandona, hijo mío, todo pensamiento personal, por prudente
que sea, y mantén firme la esperanza en Dios “que obra infinitamente más de lo que pedimos o
concebimos” (Ef 3,20). Podría responder a todo lo que decías, pero no quiero discutir contigo,
ni tampoco conmigo mismo; prefiero que permanezcas en el camino de la esperanza en Dios,
porque ese camino está más libre de preocupaciones y es más seguro. Que el Señor esté contigo.
9. Al mismo
194. Hijo mío, acuérdate del que dijo: “Es por muchas tribulaciones como tenemos que entrar en el Reino de los cielos “. No precisó: tales y tales tribulaciones, sino que dijo de una
manera indeterminada: “Por muchas tribulaciones”. Soporta, pues, las que te sobrevienen, con
acción de gracias, con ciencia, para hacerte agradable, si tienes pecados; si no los tienes, para
purificarte de las pasiones o procurarte el Reino de los cielos. El Dios bueno y amigo de las
almas, que, al mandar al viento y al mar, produjo una gran calma, mandará también a tu tentación, hijo mío. Que él te conceda abertura de espíritu para conocer las perversidades del enemigo. Amén.
10. A un hermano aquejado por una prolongada enfermedad y por diversas desgracias
195. Hijo mío, te lo pido: sé paciente y da gracias por todos los enojos que te sobrevienen en
la enfermedad, conforme a esta palabra: Acepta todo lo que te sucede como un bien, para que la
intención de la Providencia se realice en ti de acuerdo con su voluntad, hijo mío. Sé animoso,
encuentra fuerza en el Señor y en sus designios para contigo. Dios esté contigo.
11. A un hermano en la tentación
196. La paz sea contigo en Jesucristo, hermano. Convéncete bien de que has dado ciertamente
motivo para la tentación, aunque por el momento no encuentres la causa de ella. Censúrate, sé
paciente y ora. Tengo confianza en que la ternura de Jesucristo, en su bondad, alejará la tentación. El Apóstol dice: “La paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, guardará vuestros
corazones” (Flp 4,7).
12. Al mismo
197. No te extrañes, hijo mío, si, en el camino que conduce hacia las cimas, caes en las espinas
y a veces en el lodo, para encontrar luego el camino llano. Quienes se encuentran en el combate,
caen y hacen caer a su vez. “La vida del hombre en la tierra, ha dicho el gran Job, ¿no es un
tiempo de prueba?” (Jb 7,1). Otro santo declara: “El hombre que no fue probado, no está seguro”. Somos probados en el ejercicio de la fe, para que se conozca nuestro valor y aprendamos a
combatir. “Es por muchas tribulaciones, dijo el Señor, como nos es preciso entrar en el Reino
de los cielos” (Hch 14,22). Que la esperanza del término sea nuestro auxilio en medio de todos
los acontecimientos. El santo Apóstol dice para purificarnos en la paciencia: “Dios es fiel: no
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permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas. Junto con la tentación dará los medios
que os permitirán resistir” (1 Co 10,13). Que nuestro Señor, que es la Verdad, te consuele con
estas palabras: “Tendréis que sufrir en el mundo, pero ¡ánimo!, yo vencí al mundo” (Jn 16,33).
Medita esto constantemente. Acuérdate del Señor, y su bondad, hijo mío, te acompañará en
todo, porque él es misericordia y conoce nuestra incapacidad. De nuevo él mandará a las olas y
obrará la calma en tu alma, por las oraciones de sus santos.
13. Al mismo
198. Como las sombras siguen a los cuerpos, así las tentaciones siguen a los mandamientos.
Como dice el gran Antonio, “nadie entrará en el Reino de los cielos sin haber sido tentado”. No
te extrañes, pues, hijo mío, si, al ocuparte de tu salvación, encuentras de nuevo tentaciones y
tribulaciones. Sé paciente simplemente sin turbarte y ora dando gracias de haber merecido ser
probado respecto al mandamiento, para que tu alma sea ejercitada y su valor sea reconocido.
Que el buen Dios te conceda la gracia de permanecer vigilante y paciente en el momento de la
tentación.
14. Al mismo
199. El abad Poemen pensó justamente que el consejo de “no preocuparse del día de mañana”
se dirigía a un hombre en la tentación. La palabra: “Arroja tu preocupación en el Señor”, se
refiere a la misma situación. Aléjate, pues, hijo mío, de los pensamientos humanos y mantén
firme la esperanza en Dios, que realiza mucho más de lo que imaginamos, y la esperanza en
Dios te procurará el reposo. Que el Señor te ayude, hijo mío, por la oración de los santos. Tenemos que mantener alejados esos pensamientos, nosotros que no tenemos seguridad en la vida de
mañana.
15. Al mismo
200. Somos la obra y la hechura de un Dios bueno y amigo de los hombres, que dijo: “Soy
vivo, dice el Señor: no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva”. Y también: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” a la penitencia. Si esto es así y
lo creemos, arrojemos en el Señor nuestra preocupación y él nos alimentará (Sal 54,23), es decir
nos salvará. Porque él tiene cuidado de nosotros. Él consolará tu corazón, hijo mío, por las
oraciones de los santos. Amén.
16. A un hermano enfermo que tenía diversos pensamientos respecto a quienes se ocupaban
de sus necesidades
201. En nombre de Jesucristo, hermano, no tenemos derecho alguno sobre nuestro prójimo.
Por caridad debemos superar y soportar esto. Nadie dice al prójimo: “¿Por qué no me amas?”
Pero, haciendo él lo que promueve la caridad, impulsa al prójimo a la caridad. Cuanto a las
necesidades corporales, si alguien merece ser aliviado, Dios inspirará incluso en el corazón de
los sarracenos para que sean misericordiosos con él según lo necesite. Si no lo merece o si, para
su corrección, no le es útil ser consolado, aunque se hiciera un nuevo cielo y una nueva tierra,
no encontraría reposo. Por otra parte, decir que tú eres una carga para los hermanos, es recono91
cer una pretensión de justicia. Porque cuando uno ocasiona al prójimo, que quiere salvarse, el
cumplimiento de un mandamiento de Dios, no se dice: “Yo le soy una carga”. Quien detesta las
personas irritantes, detesta la mansedumbre. Quien huye de los fastidiosos, huye del descanso en
Cristo. Que el buen Dios, hijo mío, nos proteja con su gracia por las oraciones de los santos.
Amén.
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