Subido por jrdva_7

Vistazo sobre un mundo en coma (para expo 1 y t1)

Anuncio
VISTAZO SOBRE UN MUNDO EN COMA
FRANCISCO RODRÍGUEZ BARRIENTOS
El gran historiador inglés Eric Hobsbawn, en una obra que resume su visión sobre el siglo XX,
piensa que si se desea evitar una crisis irreversible es indispensable lograr un equilibrio entre las
necesidades del desarrollo económico, la equidad social y la reproducción de los ecosistemas
(habría que añadir la democratización en la toma de decisiones vinculadas al uso de los recursos
naturales, dentro de un proceso más amplio en que las personas y las comunidades decidan sobre
todos aquellos aspectos que les conciernen). Para Hobsbawn, más que científico o tecnológico,
este equilibrio es un enorme problema, y por lo tanto un gran reto, político y social (1). De
cualquier manera, tal equilibrio es incompatible con una economía mundial fundada en la
búsqueda ilimitada de beneficios (lucrocentrismo) en el corto plazo (cortoplacismo). “A la
ausencia de un límite – escribe el científico francés Jean Paul Deléage – de circulación del capital
corresponde la desaparición de todo freno económico para la explotación y la destrucción de los
recursos de la naturaleza” (2).
Los ecosistemas naturales poseen límites dados por su capacidad para asimilar (resiliencia o
resistencia) tanto los impactos externos como los inducidos por su propia dinámica interna, en
procura de mantener un equilibrio dinámico. Sin embargo, las actividades humanas atizadas
por el afán de lucro a corto plazo tienden a desarticular este equilibrio dinámico de los
ecosistemas, exponiéndolos, en consecuencia, a procesos de entropía (desorden) que pueden
llevarlos al colapso, con la inevitable pérdida para cualquier uso humano.
Uno de los grandes
méritos de los movimientos ecologistas fue, precisamente, el de enfatizar este carácter de límite
presente en el complejo entramado de los ecosistemas y cómo las actividades antrópicas
(humanas) guiadas por simples consideraciones económicas los ponen en serio peligro. Desde
una perspectiva ambiental las consecuencias del lucrocentrismo voraz a escala planetaria no
puede tener futuro o, de tenerlo, sería por unas cuantas décadas antes de que el colapso del
medio ambiente acabe con toda posibilidad de futuro humano o, al menos, con las características
económicas, sociales y culturales predominantes a fines del siglo XX. “Las fuerzas generadas por la
economía técnico-científico son lo bastante poderosas como para destruir el medio ambiente, esto
es, el fundamento material de la vida humana” (3).
Esta predicción que parece apocalíptica más bien es bastante realista, sobre todo si se estudia
la historia de ciertas sociedades y civilizaciones antiguas. En efecto, las civilizaciones asentadas
en Mesopotamia en buena medida decayeron y desaparecieron por el enorme impacto ambiental
de sus sistemas productivos. Lo mismo puede decirse de la brillante civilización maya o de la
sociedad que floreció durante mucho tiempo en la isla de Pascua, la cual fue cayendo en la
barbarie a medida que sus pobladores devastaban los recursos naturales de la isla (4).
Por otra parte, la Revolución Industrial propició una gran demanda de materias primas sin
paralelo en la historia mundial, lo que a su vez influyó en una explotación, también sin paralelo,
de recursos naturales. La demanda de pieles, cueros, marfiles, aceites, etc. desembocó durante el
siglo XIX en una caza despiadada de animales que puso en grave peligro de extinción a varias
especies (focas, morsas, palomas migratorias, ballenas, castores, martas, bisontes, elefantes, entre
otras). Naturalmente, cuando las poblaciones se redujeron drásticamente, las actividades
económicas se vinieron a pique. Más aún: el descenso en el número de ejemplares no produjo
acuerdos que permitieran su regeneración o reposición sino que, muy al contrario, atizó una
insensata y destructiva lucha por adquirir más piezas, llevando a las especies mencionadas al
límite de la extinción (5). Desgraciadamente este comportamiento irracional, pero muy a tono con
las características de una competencia económica feroz, se ha repetido a lo largo del siglo XX.
Durante el siglo XX la población mundial más que se triplicó; el producto interno bruto
mundial (PIB) aumentó 21 veces; el consumo de combustibles fósiles se multiplicó por 30 y la
producción industrial por 50. La gran expansión económica mundial experimentada después de
1950 se hizo sobre la destrucción y contaminación medioambientales. Por ejemplo, las emisiones
de dióxido de carbono que calientan la atmósfera y producen el efecto invernadero se triplicaron
entre 1950 y 1973; de este modo, la concentración de este elemento en la atmósfera se
incrementó en casi el 1% anual (6).
El aumento en el consumo impacta sobre los recursos naturales y el deterioro ambiental, pues
se necesitan transporte, empaques, sistemas de refrigeración, condiciones que solo son llenadas a
costa de un gran consumo energético - especialmente de combustibles fósiles, los cuales
provocan contaminación atmosférica y calentamiento global - y del gran uso de la madera - para
fabricar tarimas, empaques de cartón y papel, etc. -, con la consiguiente deforestación de los
bosques (7). Paralelamente, aumentó la pobreza y la desigualdad en la distribución de la riqueza.
El ingreso promedio de los mil millones de personas más ricas del planeta es 20 veces superior al
de las mil millones más pobres (8). Más aún: la riqueza de los cincuenta mayores potentados del
planeta supera los ingresos del 43% de la población mundial.
La degradación y destrucción del medio ambiente está lanzando a un éxodo apocalíptico a
millones de seres humanos a lo largo y ancho del Tercer Mundo (y de otros países que hicieron un
gran esfuerzo por industrializarse a toda prisa, como los denominados tigres asiáticos: Taiwán,
Corea del Sur o Malasia), pero que ahora empiezan a pagar el precio: la destrucción y
contaminación de su entorno natural. Una vez que los recursos naturales se agotan, los suelos se
vuelven infértiles; el agua se deseca o contamina gravemente; se anegan o salinizan las tierras de
regadío; prosigue la marcha fúnebre de la desertización; las poblaciones se quedan sin la base
natural (material) que los mantenga. Entonces se hace inevitable la huida y se buscan otros
lugares, cuyos ecosistemas y recursos puedan mantener a estas poblaciones sumidas en la
miseria, el hambre y la desesperación. Pero estos lugares privilegiados son cada vez más escasos:
las acciones antrópicas, y el lucrocentrismo que suele espolearlas, todo lo van destruyendo,
deteriorando, contaminando. Este drama de tintes apocalípticos seguramente se agravará
durante el siglo XXI. Escribe Eduardo Galeano:
“Expulsadas por la ruina de sus tierras y la contaminación de los ríos y de los lagos, veinticinco
millones de personas deambulan buscando su lugar en el mundo. Según los pronósticos más
dignos de crédito, la degradación ambiental será, en los próximos años, la principal causa de los
éxodos de población en los países del sur. ¿Se salvarán los países que mejor sonríen para las fotos,
los felices protagonistas del milagro económico? ¿Los que han logrado sentarse a la mesa,
conquistar la meta, llegar a la Meca? Los países que creen que han pegado el gran salto hacia la
modernización, ya están pagando el precio de la pirueta: en Taiwán, un tercio del arroz no se
puede comer, porque está envenenado de mercurio, arsénico o cadmio; en Corea del Sur, sólo se
puede beber agua de la tercera parte de los ríos. Ya no hay peces comestibles en la mitad de los
ríos de China (…) Chile es, hoy por hoy, una larga autopista, que a los costados tiene shpping malls,
tierras resecas y bosques industriales donde no cantan los pájaros: los árboles, soldaditos en fila,
marchan rumbo al mercado mundial” (9).
La enorme expansión económica del siglo XX produjo un gigantesco costo ambiental:
contaminación de las aguas (ríos, océanos, lagos, humedales; acuíferos; contaminación
atmosférica y sónica; el cambio climático; degradación de los suelos; desertificación;
deforestación (con todas sus implicaciones sobre la erosión de los suelos, los cambios en el ciclo
hidrológico, la pérdida de recursos genéticos al destruirse la biodiversidad) y un largo etcétera.
Los impactos de la industrialización y de la modernización agrícola (Revolución Verde) en el
medio ambiente del Tercer Mundo han sido aún más devastadores. El caso es que los patrones
culturales (de consumo) y tecnológicos (de producción) dominantes conducen a un grave
deterioro de los ecosistemas de la biosfera. De este modo, la Naturaleza se haya determinada por
las relaciones de producción y reproducción de la sociedad y los valores que sustentan tal
reproducción (10). La siguiente descripción – que sobre todo es válida para los países en
desarrollo – puede sintetizar mucho de lo dicho acerca del trastocamiento de los ecosistemas
naturales por la acciones antrópicas:
“El comportamiento insostenible del hombre con respecto al planeta tiene efectos que
deterioran el recurso suelo y atentan, por consiguiente, contra la productividad de las
tierras, que no es otra cosa más que el descenso de la productividad biológica y la
desertización que tiene que ver con la disminución de los recursos hídricos, la erosión y
los cambios climáticos hacia condiciones más secas, todo esto ocasionado por el uso
equivocado del suelo, la contaminación, la lluvia ácida, la deforestación masiva, la
salinización y la alcalinización, las inundaciones, el crecimiento desmesurado de las
ciudades sobre las tierras agrícolas, el manejo irracional del agua de riego y de las
distintas etapas de labranza, el no uso de prácticas de conservación de suelos, la
destrucción de los páramos y otros reductos ecológicos, el sobrepastoreo y muchos
factores en la dimensión económico social: crecimiento excesivo de la población,
distribución desigual de la tierra, sistemas injustos de mercadeo agropecuario, costos
exagerados de los insumos agrícolas, desempleo, pobreza violencia” (11).
Pero el acceso, aprovechamiento y consumo de recursos naturales en el ámbito mundial está
muy lejos de ser igualitario; todo lo contrario: existe una gran desigualdad. Los países del Norte
industrializado, que comprenden alrededor del 20% de la población mundial, consumen, sin
embargo, el 80% de los recursos del planeta. Estos países no solamente usan y consumen sus
propios recursos naturales, sino que también utilizan los recursos naturales de los países
subdesarrollados, por los cuales pagan precios irrisorios. Debido a su superioridad económica y
tecnológica, pueden darle valor agregado a esos recursos naturales y luego los colocan a precios
mucho mayores en los países del Tercer Mundo, agravando los serios desequilibrios existentes en
el comercio internacional y aumentando la dependencia económica, política y tecnológica de los
países subdesarrollados. Claro está, los países del Norte explotan tanto los recursos naturales
como la mano de obra del Sur. El resultado de todo ello es un desarrollo desigual e injusto, que
impacta negativamente sobre los recursos naturales. Este enorme desequilibrio en el uso de
recursos naturales y los desequilibrios económicos, sociales y ambientales que genera sobre todo
en el Tercer Mundo se menciona muy poco en los análisis oficiales (internacionales o nacionales),
inclinados como están a enfatizar tópicos tales como el crecimiento económico, la expansión de
las exportaciones o el aumento del comercio mundial (12). Debe considerarse, además, que la
explotación de la tierra, los bosques y los recursos hídricos, entre otros recursos primarios,
constituyen la base de supervivencia para el 60% de la población del Tercer Mundo (13).
La extensión de relaciones capitalistas de producción por las zonas rurales de buena parte del
planeta está representando la expropiación de las comunidades campesinas y la destrucción del
hábitat natural de innumerables pueblos aborígenes. De este modo, los recursos en que se basa la
subsistencia de estas comunidades y pueblos fueron absorbidos por la economía de mercado que
funciona, asimismo, con valores muy distintos (lucrocentrismo, eficientismo, objetivismo,
propiedad privada versus solidaridad, propiedad comunal, satisfacción de necesidades básicas).
Puede hablarse de una “expropiación” de recursos, con la cual se puso en grave peligro la
subsistencia de millones de personas (14). En ambos casos estamos ante la desarticulación del
tejido social constitutivo de estas comunidades rurales y pueblos autóctonos y ante la destrucción
de su patrimonio cultural que, entre otros aspectos, incluye un gran cuerpo de conocimientos
etnobotánicos y cosmovisiones distintas a la imperante en Occidente (15).
“Las relaciones Norte-Sur se basan en la explotación exhaustiva de los recursos y la mano de obra
del Sur, así como en la adquisición a bajos precios de la misma. Las fuerzas en competencia que
hacen del crecimiento económico una necesidad, operando dentro de esta economía política
desequilibrada, han propiciado un desarrollo disparejo y distorsionado y niveles de degradación
ambiental y de recursos que amenazan la vida y el futuro mismo de la humanidad. En muchos
casos la crisis socioeconómica es el resultado de estilos de desarrollo que destruyen tanto los
potenciales humanos como el medio ambiente. De hecho, los dos fenómenos – la crisis ambiental
mundial y el deterioro socioeconómico del Sur – son el resultado de sistemas no sostenibles de
producción y consumo en el Norte, modelos de desarrollo inadecuados en el Sur y un orden
mundial fundamentalmente desigual” (16).
Los datos existentes sobre el deterioro ambiental en Latinoamérica, Centroamérica, y más
concretamente en Costa Rica, reflejan una situación alarmante. La pérdida de suelos por erosión
afecta de modo progresivo a más tierras y supera a las que se encuentran actualmente dedicadas
a actividades agrícolas y pecuarias. El 16% de los suelos en América Latina está degradado,
porcentaje que sube al 26% en el Istmo centroamericano, donde se han erosionado 58 millones
de hectáreas, lo que significa el 74% de la tierra cultivable; el 11% de los pastos permanentes y el
38% de los bosques (17). La desertificación avanza aceleradamente en América Latina, lo mismo
que las sequías, causando pérdidas por valor de 4.800 millones de dólares, de los cuales mil
millones corresponden a los desiertos (18). El mal uso del suelo agrava la situación antes
descrita. Este mal uso está generalizado para casi toda Latinoamérica, sin que Costa Rica sea, por
desdicha, ninguna excepción. El mejor ejemplo, para no ahondar demasiado en el asunto, es que,
según datos contenidos en el Informe sobre Estado de la Nación de 1994, solamente el 10% de la
superficie en uso tiene aptitud ganadera. Sin embargo, más del 50% de los suelos se dedican
precisamente a la ganadería. Para la Región Huetar Norte, un estudio de SEPSA (19) reveló que el
60% de las tierras estaban dedicadas a la ganadería, pero que solo el 25% tenían tal vocación.
Sobre los problemas derivados de la deforestación producida en el mundo, América Latina,
Centroamérica y Costa Rica después de 1950 la bibliografía existente es muy amplia. En América
Latina la situación es particularmente grave y para solo remitirse al pasado más reciente, entre
1995 y el 2000 la región perdió 5.8 millones de hectáreas de zonas boscosas, lo cual representa el
6% de todos sus bosques (20). Costa Rica sufrió después de 1950 uno de los procesos
deforestadores más agudos del mundo, siendo una de las regiones más afectadas la Huetar Norte,
que actualmente aporta la mayor cantidad de madera al país y es la que sigue registrando las
mayores tasas de deforestación. La destrucción forestal de las cuencas es especialmente
preocupante, pues al combinarse con la erosión y la lluvia – de intensa precipitación en un país
como Costa Rica, especialmente en las zonas tropicales húmedas - se depositan grandes
cantidades de tierra en los cauces de los ríos, ocasionando serios problemas de sedimentación
que a futuro pueden provocar aludes, poniendo en peligro a las comunidades asentadas en las
cercanías de los ríos; pero también la sedimentación puede afectar las represas hidroeléctricas,
acortando su vida útil.
La contaminación de las aguas superficiales y subterráneas (friáticas) es otro problema
ambiental
en
cuyo
origen
están
las
actividades
productivas
(agrícolas,
pecuarias,
agroindustriales, industriales) y los asentamientos humanos, sobre todo aquellos surgidos sin
ningún orden ni planificación, que depositan los líquidos residuales en los cuerpos de agua con
poco o ningun tipo de tratamiento.
El extendido uso de pesticidas es una de las principales causas de la contaminación de las
aguas, sean susperficiales o subterráneas. El modelo de agricultura vigente - llamado por algunos
autores de altos insumos y por otros Revolución Verde - tiene como uno de sus pilares el uso
intensivo de agroquímicos, los cuales representan no solamente un serio atentado contra el
ambiente y la salud humana, sino también, en el contexto de los países en desarrollo, un aumento
desmedido en los costos de producción, puesto que la mayor parte de estos insumos - y de los
paquetes tecnológicos de que forman parte - son importados.
En este sentido se hace indispensable cambiar este modelo por uno más sostenible, más
armónico con el ambiente, que aproveche más las experiencias y tradiciones productivas de los
campesinos y de los pueblos aborígenes. Este es, precisamente, un punto en que la investigación
interdisciplinaria (agronómica en sus diversas especialidades, ciencias básicas, cultural,
sicológica, antropológica, jurídica, etc.)
puede aportar valiosos elementos en busca de
implementar este nuevo modelo sostenible de producir y de relacionarse con el medio ambiente y que implica, asimismo, cambios en las relaciones sociales, económicas y culturales
prevalecientes -. Una agricultura “orgánica” - para ponerle un nombre ya bastante extendido - no
sólo tendría efectos positivos desde el punto de vista ambiental, sino que también, al bajar los
costos de producción, aumentaría las ganancias de los agricultores y les daría una cierta ventaja
comparativa; estos productos tienen, además, una demanda creciente, tanto en el mercado
nacional como internacional, lo que no deja de ser una excelente opción para los agricultores que
quieran introducirse en esta manera de producir. Por último, la salud humana se vería altamente
beneficiada al contarse con productos libres de residuos de químicos sintéticos. Son muy
conocidos a este respecto las estadísticas que muestran como Costa Rica tiene uno de los más
elevados índices de cáncer gástrico en el mundo, que muchos especialistas asocian al alto
contenido de sustancias tóxicas provenientes de los pesticidas usados en la agricultura.
La situación descrita - sin ser prolija, ni mucho menos- será analizada más extensamente en
los capítulos de la tercera parte de este libro. Al mismo tiempo, la “crisis ecológica” vuelve
imperativa una nueva manera de producir compatible con la conservación de los recursos
naturales, de modo que puedan ser utilizados por sucesivas generaciones para reproducir sus
condiciones materiales de existencia. La anterior es, en lo sustancial, la definición más frecuente
del desarrollo sostenible, y deriva del célebre informe de la Comisión Bruntdland titulado
NUESTRO FUTURO COMÚN, trabajo patrocinado por las Naciones Unidas y hecho público en
1987 y que ha sido, por cierto, objeto de fuertes críticas entre los grupos y teóricos ecologistas
(21).
Nuestra relación con el entorno natural es destructiva; de esta manera erosionamos las bases
mismas que posibilitan la existencia humana. Durante mucho tiempo se pensó que los recursos
naturales siempre iban a estar disponibles para el ser humano. El agua, incluso, llegó a
considerarse como un recurso renovable. En esta concepción, renovable era sinónimo de infinito,
de cosa eterna, lo cual quería decir, en otras palabras, que se trataba de un elemento natural
inagotable. Semejante concepción dio lugar a una explotación de los recursos naturales
absolutamente irracional, hasta el punto de que actualmente ya no se habla del agua como si se
tratara de un recurso renovable, sino, al igual que muchos otros, como de un recurso perecedero.
Esta relación dominadora - e inherentemente expoliadora y destructiva - de la Naturaleza es
característica de la así denominada Civilización Cristiana y Occidental, la cual a partir del siglo
XVI inicia un acelerado proceso de expansión planetaria, llegando sus principios más relevantes,
que a su vez informan la civilización capitalista, a universalizarse. El capitalismo es el modo de
producción dominante en casi todo el mundo y ha debido adaptarse a condiciones históricas,
sociales, económicas y culturales muy diferentes a las que predominaban en Europa, su cuna.
Pero la introducción del capitalismo también eliminó muchos elementos propios de las
sociedades en donde terminó por implantarse. Las formaciones sociales resultantes fueron la
consecuencia de la particular conformación de cada sociedad, su historia, cultura, recursos
naturales, su relación con los centros imperiales europeos (o norteamericano), el tipo de Estado,
la distribución interna del poder (composición de clases sociales), entre otros aspectos.
La civilización occidental que universalizó el capitalismo puede caracterizarse como científicotecnológica, racional, objetiva y cuantitativa. El capitalismo como régimen económico es guiado
por la permanente necesidad de acumulación de capital, siendo su principal mecanismo el
mercado y el lucrocentrismo su lubricante. Esta civilización ha desarrollado una visión de la
Naturaleza de la cual se derivan comportamientos y prácticas coherentes con ella. Para esta
civilización la Naturaleza es una fuente incesante de materias primas que permiten la elaboración
de bienes y servicios, cuyo intercambio facilita la acumulación de riquezas y capitales. La idea
central de esta civilización, formulada principalmente por el filósofo inglés del siglo XVII Francis
Bacon y por el filósofo y matemático francés René Descartes, es que la Naturaleza debe ser
dominada y puesta al servicio del hombre (22). El hombre, por su inteligencia y origen divino, se
considera superior a la Naturaleza, tan superior que no tiene nada que ver con ella. Para esta
concepción, el hombre no es un ser natural. La naturaleza es una cosa informe, sin sensibilidad o
inteligencia, que debe ser sometida por el hombre para su mayor gloria y bienestar. Todo rastro
de panteísmo, toda huella de la visión sagrada que tantas culturas construyeron sobre la
Naturaleza, es borrada. Evidentemente, en dicha concepción está ausente la responsabilidad
humana frente a la suerte de la Naturaleza.
Una tal concepción no surge de la noche a la mañana, sino que resulta de tradiciones
intelectuales y de contextos históricos específicos que se van sedimentando hasta alcanzar una
posición hegemónica dentro de una civilización. Así, a pesar de que la mayoría de los elementos
que integran esta cosmovisión dominadora son muy antiguos, su efecto práctico no se deja sentir,
con sus demoledores consecuencias sobre el medio ambiente, sino hasta los siglos XIX y XX,
cuando se universaliza el capitalismo por el globo terráqueo y, junto con este modo de
producción, las herramientas intelectuales que lo acompañan, justificándolo y reproduciéndolo
en el ámbito simbólico. Por eso, un objetivo central de la segunda parte de este trabajo será el de
rastrear los orígenes de la visión dominadora sobre la Naturaleza que ha tipificado a la
civilización científica y capitalista occidental. Para ello, hubo necesidad de remontarse a las raíces
judías y griegas de la religión cristiana. Las tradiciones clásicas griega, hebrea y el propio
cristianismo están impregandas por una fuerte convicción: los seres humanos fueron puestos
(por Yahvé o por los dioses) en una posición de dominio sobre las restantes criaturas. El
hombre dominador y la naturaleza (con todas sus criaturas) subordinada: he aquí los polos
opuestos de esta relación dominadora. El ser humano era visto como ordenador de la Naturaleza
y su posición de privilegio se explicaba en razón de su capacidad de transformar su entorno
natural y de crear su mundo, su propio mundo. Todas las acciones humanas que modificaran el
ambiente eran consideradas positivamente. Al fin de cuentas, en esa transformación se ponía de
manifiesto la capacidad creadora humana y era una prueba adicional de su poderío y dominio
(23). En la Biblia es claro el mandato dominador inculcado a los hombres. Incluso cuando el
mundo es destruido por el gran Diluvio a causa de los innumerables pecados de los hombres poco dados a la piedad, la justicia y la hermandad - la Nueva Alianza que Yahvé establece con Noé
(en representación de los humanos sobrevivientes) implica la extensión del dominio humano
sobre las criaturas del cielo, la tierra y el mar. El dominio humano sobre la tierra y las criaturas
aparece, asimismo, en otros pasajes bíblicos (salmos 8 y 115, por ejemplo) (24). La teología
cristiana, tanto de los Padres de la Iglesia como de los autores medievales, aceptan esta
superioridad humana sobre la Naturaleza y las criaturas, cuya explotación en provecho propio se
vuelve poco menos que en un imperativo.
“La naturaleza no se ve como algo sagrado, y por lo tanto está abierto a la explotación por parte de
los seres humanos sin ningún escrúpulo moral; de hecho, los seres humanos tienen derecho a
usarla de la forma que mejor les parezca. A Dios se le retrata normalmente por encima del mundo
y alejado de él, y lo más importante es la relación del individuo con Dios y no con el mundo
natural. Ciertamente, según esta forma de pensar, a los seres humanos no se les ve como parte
del mundo natural, puesto que son únicos y Dios los ha puesto en un pedestal por encima del
resto de las cosas vivientes” (25).
El caso es que los seres humanos van a disfrutar de un status absolutamente diferente respecto
a las demás criaturas, pues es el único que tiene un alma (creación divina) y el único al que se le
concedió la gracia de la salvación y de la vida después de la muerte terrenal. Para Tomás de
Aquino el dominio humano sobre las restantes criaturas no era sino la consecuencia del Plan
Divino (las criaturas divinas debían reinar sobre las irracionales). La Reforma, al insistir sobre la
prioridad o preeminencia de los textos bíblicos, no hizo sino profundizar este antropocentrismo
radical. “La posición única atribuida persistentemente a los seres humanos en la teología judía y,
derivada de ella, en la cristiana, produce una visión sumamente antropocéntrica del mundo que
habría de tener un profundo y perdurable impacto sobre el pensamiento europeo posterior, aún
cuando no fuese específicamente religioso” (26).
La naturaleza era mejor según fuese
transformada por la intervención humana. En el Plan Divino, los hombres tenían la misión
de continuar la obra de Dios, de darle los toques finales (pensamiento que también se
encuentra en los alquimistas, como se verá más adelante). Para darse una idea de lo hondo que
caló este modo de pensar en la tradición cultural de Occidente baste señalar, y como un ejemplo
entre muchos posibles, que el economista norteamericano H. C. Carey escribió a mediados del
siglo XX que “la Tierra es una gran máquina, entregada al hombre para que la modele a voluntad”
(27).
Por lo tanto, se analizarán dos ideas básicas: en primer lugar, la consideración de la Tierra
como un lugar maldito por la Divinidad, donde los hombres llevarán una vida de sufrimientos,
aflicciones y amarguras. Solamente así podrán redimirse del pecado original cometido por Adán y
Eva, la primera pareja humana, que desobedeció los mandatos del Creador. Dentro de la visión
bíblica, la tierra es lugar de penitencia. Y de tránsito, pues la vida terrenal no es la vida
verdadera, sino el medio por el cual se accede a la vida inmortal, esa vida que está después de la
muerte y a la cual tienen derecho los hombres rectos y justos que han sabido acatar los mandatos
del Supremo Creador.
En segundo lugar, se discutirá una idea proveniente de la filosofía griega, y más
específicamente del pensamiento platónico: la dicotomía establecida entre el Alma y el Cuerpo,
que también puede traducirse en el antagonismo espíritu-materia. Al igual que en la filosofía
platónica, el cuerpo será considerado por el cristianismo como la cárcel del Alma, siendo ésta lo
único valioso del ser humano, mientras el cuerpo es bajo y ruin, culpable de los deseos e impulsos
que extravían el Alma y que ponen en peligro su salvación eterna. Satanás reina en el mundo
material y por ello éste es considerado como fuente de pecado y perdición. La Naturaleza,
entonces, es demonizada al ser recinto del Mal.
Esta idea, entonces, fue un desarrollo de la teología cristiana, con implicaciones que
obviamente no existían en la filosofía platónica original. Es paradójica la forma en que este injerto
griego en el pensamiento cristiano ayuda a desvirtuar otra posible interpretación que podía
hacerse de la tradición bíblica. Efectivamente, si tanto la Naturaleza como el ser humano fueron
creados por la Divinidad - este último a imagen y semejanza de Dios -, lo más lógico es suponerlos
sagrados. Esta idea sí la han sostenido varios movimientos, considerados herejes en su momento
por la ortodoxia dominante, dentro de la tradición cristiana, la cual en modo alguno es
homogénea o monolítica.
En un momento posterior se examinarán otras corrientes que ayudan a explicar la concepción
dominadora de Occidente hacia la Naturaleza y su consecuente agresividad. Dos aspectos serán
centrales en el análisis: primeramente las nociones experimentales, objetivas y cuantitativas
propias de la Ciencia, que nace con inigualable esplendor durante la Revolución del siglo XVII. De
aquí surge la concepción mecanicista de la Naturaleza, la cual, como se verá, es esencial para
poder formular una metodología que haga factible el estudio cuantitativo y experimental del gran
problema al que se enfrentan las grandes figuras de la Revolución Científica: el movimiento. En
segundo lugar, la idea de Francis Bacon de que la finalidad de la Ciencia es comprender las leyes
que rigen la Naturaleza con el objetivo de dominarla y ponerla al servicio del hombre. “Una vez
conocida la naturaleza – escribió Bacon – se la puede dominar, dirigir y usar al servicio de la vida
humana” (28). Descartes fue aún más lejos, pues la Naturaleza estaba destinada a ser “nuestra
esclava”. En la visión de Descartes los hombres debían convertirse “en señores y poseedores de la
Naturaleza” (29). En tercer lugar, la idea de Progreso, clave dentro de la Ilustración Francesa del
siglo XVIII, así como el componente economicista derivado de ella y que será fundamental en la
ideología que sostiene y ampara al capitalismo: la noción de crecimiento.
Finalmente la racionalidad instrumental medios/fines, desarrollada a principios del siglo
XX por el sociólogo alemán Max Weber, plasma de modo paradigmático los contenidos
objetivistas, racionalistas, eficientistas y positivistas que han dominado la Modernidad. Todos los
ingredientes mencionados ayudan a conformar la visión y praxis occidental respecto a la
Naturaleza.
Hoy en día se vive una crisis de civilización. La crisis ambiental hace naufragar los cimientos
intelectuales e ideológicos que posibilitaron la concepción dominadora de la Naturaleza del
Occidente cristiano y capitalista. Cuando se habla de crisis de civilización no se hace referencia
sólo al modelo más extendido surgido en el Occidente: el capitalismo, sino al otro modelo
alternativo de organización económica y social que se le opone: el socialismo. Ambos son hijos de
la misma civilización, y por ello mismo, ambos están en crisis, pues comparten visiones, valores y
prácticas respecto a la Naturaleza. En este sentido, el socialismo histórico fue tan depredador de los
recursos naturales como el capitalismo (30). Las mismas bases intelectuales y materiales
(económicas) del proyecto civilizatorio de la Modernidad es lo que está en tela de juicio; por eso
resultan inaceptables aquellas soluciones que no vienen sino a agravar la crisis, al intensificar las
causas que la provocaron. Así, por ejemplo, cuando se piensa que los avances tecnológicos
permitirán paulatinamente recuperar los paisajes contaminados y los ecosistemas deteriorados,
o reciclar las materias primas empleadas en la industria, o desarrollar procesos productivos más
limpios y armónicos con la naturaleza, etc., desconociendo los contextos reales en los cuales se
utiliza la tecnología y los fines para los que se emplea (reducción de costos, aumento de las
ganancias, aumento de la productividad, traducida en términos de eficiencia, lo cual casi siempre
se contrapone a los objetivos de una producción más limpia y sostenible). O cuando algunos
teóricos proponen que el medio idóneo para proteger los recursos naturales y la biodiversidad es
el mercado, porque se supone que las empresas han de cuidar sus fuentes de materias primas. Sin
embargo las cosas en el mundo real no siempre suceden de esa manera, pues frecuentemente los
avances tecnológicos permiten sustituir con ventaja los productos naturales de donde se
obtuvieron inicialmente los componentes activos (31). En este sentido, las industrias
biotecnológica y farmacéutica brindan un buen ejemplo. En efecto, una vez que los laboratorios
de estas empresas logran sintetizar los componentes activos que les interesan, ya no necesitan
conservar las especies (vegetales o animales) de donde tomaron las muestras para desarrollar los
productos que luego colocan en el mercado (32). Por lo tanto, no es cierto que el mercado sea el
mejor instrumento para conservar o recuperar la biodiversidad (33), aunque en algunos casos
pueda ser un mecanismo útil (34).
El futuro, tiempo en el cual la Modernidad ubicó todas sus utopías, el futuro, el tiempo
característico de la Modernidad, ha sido puesto en entredicho por el mismo modelo civilizatorio
que lo engendró. Ciertamente, esta no es la menor de las paradojas generadas por la Modernidad.
El crecimiento, el progreso, ligados al futuro, a los cuales la Modernidad creía infinitos, ahora se
sabe que no lo son: ambos requieren de una base material que los sustente y esa base material
(la naturaleza) es finita y está siendo minada y destruida en casi todo el planeta. De aquí que los
fundamentos filosóficos que hicieron posible a la Modernidad también deban ser cuestionados. Y
esto es importante porque la Modernidad occidental capitalista - racional, objetivista,
cuantitativa, cientificista - fue – y sigue siendo - intolerante para con las visiones alternas del
mundo. Por eso la Modernidad occidental ha venido imponiendo una gris homogeneización y
uniformización cultural. Sin embargo, la crisis ambiental necesita otras bases filosóficas, otras
cosmovisiones, precisamente aquellas que la racionalidad modernizadora (35) anatematizó de
primitivas, atrasadas o bárbaras.
“Si entendemos el problema de la insustentabilidad de la vida en el planeta como una
verdadera crisis de civilización – de los fundamentos del proyecto societario de la
modernidad -, podremos comprender que la construcción del futuro (sustentable) no
puede descansar en falsas certidumbres sobre la eficacia del mercado y la tecnología – ni
siquiera de la ecología – para encontrar el equilibrio entre crecimiento económico y
preservación ambiental. La encrucijada en la cual se abre camino el nuevo milenio es un
llamado a la reflexión filosófica, a la producción teórica y al juicio crítico sobre los
fundamentos de la modernidad, que permita generar estrategias conceptuales y
praxeológicas que orienten un proceso de reconstrucción social (…) La crisis ambiental es
crisis de las premisas ontológicas, epistemológicas y éticas con las que se ha fundado la
modernidad, negando las leyes límite y los potenciales de la naturaleza y de la cultura; de
un mundo homogeneizante que ha negado la potencia de lo heterogéneo y el valor de la
diversidad. Los propósitos de la sustentabilidad implican la reconstrucción del mundo a
partir de los diversos proyectos civilizatorios que se han construido y sedimentado en la
historia. La racionalidad ambiental es una utopía forjadora de nuevos sentidos
existenciales, conlleva una resignificación de la historia, desde los límites de la condición
humana y las condiciones de vida de la naturaleza” (36).
La crisis de civilización y del medio ambiente exigen nuevas relaciones prácticas con la
Naturaleza y nuevos principios filosóficos que las fundamenten. Es importante insistir sobre esto:
la crisis ambiental es una manifestación de la más general crisis de civilización que actualmente
experimentamos (37). Casi todos los valores y tendencias que originaron la Modernidad y que
conformaron un paradigma particular– la ciencia como método objetivo de conocimiento de la
realidad y, por lo tanto, la rigurosa separación entre el sujeto y el mundo material; el universo
concebido como un sistema mecánico, especie de reloj gigantesco que se mueve con precisión
matemática; el cuerpo humano considerado como una máquina; la separación mente/cuerpo; la
creencia en un crecimiento material ilimitado, hecho posible por las aplicaciones tecnológicas a
los procesos productivos; la competencia vista como el principal acicate de la vida en sociedad; la
concepción de un progreso lineal acompañada de la instalación del tiempo lineal; la preeminencia
social, política y cultural del varón; la naturaleza como objeto de conocimiento para ser puesta al
servicio de los seres humanos, en otras palabras: la naturaleza como sirvienta; etc. (38) – están
seriamente cuestionados y sus aplicaciones prácticas ponen un serio interrogante sobre el futuro
de la especie humana y de todas las demás especies. El caso es que aumenta y se extiende la
“conciencia de los límites ecológicos, sociales y culturales al modelo de desarrollo de la civilización
occidental” (39).
El dilema decisivo de nuestro tiempo es que el modelo relacional prevaleciente con la
naturaleza y el paradigma ideológico que lo sostiene se vuelven cada vez menos compatibles con
la reproducción social ampliada de dicho modelo (40). Y este modelo, predominante en los países
más desarrollados, con sus formas de producción y consumo (es decir, con su utilización masiva
de recursos naturales y que, al mismo tiempo, ha transformado a la naturaleza en un enorme
sumidero de desechos), no puede ser extensivo al resto del planeta, pues las consecuencias
ambientales serían simplemente devastadoras (41). El pensador alemán Frieder Otto Wolf lo ha
expresado concisamente con las siguientes palabras:
“El conflicto fundamental de nuestro tiempo se puede, a mi juicio, formular sucintamente del
siguiente modo: el modelo de producción y consumo, de vida y de trabajo, impuesto en los países
industriales no es generalizable al conjunto de la humanidad. Sobre todo porque su despilfarro se
basa en trasladar los costes a otros, en otros lugares o en el futuro, y porque los bienes escasos
tienen una exclusividad que se basa en la exclusión: unos pocos los tienen porque muchos otros
se hallan excluidos de poder tenerlos nunca…” (42).
Así como la intervención humana ha provocado graves alteraciones entrópicas en la biosfera, el
reequilibrio entre los diferentes sistemas que la componen es actualmente impensable sin una
acción humana consciente, planificada, articulada y enérgica. “Los equilibrios naturales – escribe
el filósofo francés Felix Guattari – incumbirán cada vez más a las intervenciones humanas” (43). En
consecuencia, pretender dejar al libre juego de las fuerzas del mercado el reestablecimiento de
una cierta homeostasis al interior de la Naturaleza y en las relaciones Sociedad/Naturaleza, no es
otra cosa que un nuevo paso adelante en la destrucción del entorno natural que abriga y sostiene
la vida humana.
Las reflexiones contemporáneas se dirigen a establecer las bases teóricas de una relación
armónica, sostenible o simbiótica con la Naturaleza. Para ello recurren a diversas tradiciones
intelectuales, tanto dentro como fuera de la tradición europea occidental. La búsqueda de un
nuevo paradigma filosófico que sustente una nueva relación con la naturaleza es una de las más
apasionantes aventuras intelectuales contemporáneas. Fritjof Capra denomina ecológico a este
nuevo paradigma y añade:
El nuevo paradigma que está ahora apareciendo puede ser descrito de diversas maneras. Podría
denominarse un concepto holístico del mundo, una concepción del mundo que lo considera más
como un todo integrado que como una reunión de sus partes. También podría denominársele un
concepto ecológico del mundo y éste es el término que yo prefiero. Empleo el término ecológico
con un sentido más amplio y profundo del que normalmente se le confiere. La consciencia
ecológica en este sentido profundo reconoce la interdependencia fundamental de todos los
fenómenos y la integración de los individuos y las sociedades en los procesos cíclicos de la
naturaleza” (44).
En el caso de América Latina cada vez se difunden más las concepciones de los pueblos
indígenas, cuyas cosmovisiones y praxis pueden alimentar esa relación simbiótica que se busca
con la Naturaleza. Esta rica herencia indígena, junto a otros elementos simbólicos elaborados por
otras comunidades étnicas o campesinas, puede ayudar a darle a América Latina una
preeminencia intelectual, considerando que la construcción de una nueva cosmovisión (con su
ontología, gnoseología y ética correspondientes) que suplante a la todavía vigente constituye,
como fuera indicado, un aspecto esencial de la reflexión filosófica contemporánea. Con estas
consideraciones se cierra la segunda parte del libro.
En los capítulos de la tercera parte se hará una descripción de los principales problemas
ambientales. Se estudiarán las consecuencias económicas, sociales y culturales del empleo de
plaguicidas, de la deforestación, de la pérdida de suelos (por erosión, salinidad, anegamiento,
desertificación o por usos alternos como la urbanización, la construcción de carreteras o de
embalses para represas hidroeléctricas, entre otras causas) y la grave problemática relacionada
con la creciente contaminación y escasez del agua.
La cuarta parte del trabajo se ocupará de analizar la biodiversidad y algunos problemas ligados
a ella, como lo que hemos dado en llamar la economía política de la biodiversidad, así como los
alcances e implicaciones para los países del Tercer Mundo de los tratados sobre derechos de
propiedad intelectual relacionados con el comercio (TRIPS, por sus siglas en inglés), los
productos transgénicos y la biopiratería. La quinta y última parte del libro se cierra con un
capítulo cuyo análisis evidencia la forma en que las acciones antrópicas sobre el medio ambiente
crean las condiciones para el demoledor impacto de los fenómenos naturales. En otras palabras,
los así denominados “desastres naturales” (en realidad desastres sociales) también son la
consecuencia de una manera de concebir la Naturaleza y de relacionarse con ella. Esta forma de
relacionarse con la Naturaleza (a la cual se ha llamado “dominadora”, “conquistadora” o
“imperialista”) es característica de la civilización occidental, algunos de cuyos componentes y
valores fundamentales (la economía de mercado capitalista, la ciencia, la tecnología, el
racionalismo, la objetividad, la eficiencia) se han universalizado. Digamoslo otra vez: la crisis
ambiental no es sino otro aspecto de la crisis mucho más amplia de la civilización occidental, a
cuyos espasmos, confusiones y contradicciones asistimos hoy. El desafío ambiental revela tanto
como expresa esta crisis generalizada de civilización, sólo que tiene el matiz particular de ser ella
misma universal, pues la Naturaleza constituye la base de la existencia humana. Ser humano,
Naturaleza y Sociedad conforman un todo indisoluble.
Sin embargo, antes que todo se harán, en la primera parte del trabajo, algunas consideraciones
muy elementales sobre los sistemas naturales y de sus complejas interrelaciones con los sistemas
sociales. En este contexto se hará, igualmente, un breve análisis histórico y crítico de las filosofías
expuestas por los movimientos conservacionistas, ambientalistas y ecologistas que manifiestan la
necesidad de establecer y mantener vinculaciones armónicas con la Naturaleza, haciendo especial
énfasis en el ecologismo y el modelo de desarrollo que defiende, el ecodesarrollo, el cual va
mucho más allá de la sostenibilidad para llevar a cabo una crítica radical a los valores de la
Modernidad que indujeron relaciones agresivas y destructoras con la naturaleza, proponiendo a
su vez formas sociales de convivencia que riñen tanto con el consumismo como con la
cosmovisión dominadora de la civilización occidental.
Si bien es cierto en esta obra se ofrecen muchos datos e información empírica, como
corresponde a cualquier trabajo que pretenda un mínimo de seriedad, también se arriesgan
algunas interpretaciones y explicaciones. Para ello fue indispensable hacer en ciertos casos
referencias históricas que permitieran enmarcar los problemas discutidos. En buena parte de la
bibliografía sobre temas medioambientales ciertamente abundan los datos pero escasean las
explicaciones. Es como si pareciera existir temor o una rara y vaga aprensión por las
interpretaciones. Peor aún, como si éstas tuvieran una importancia secundaria. La ecologista
española Josepa Brú piensa que actualmente lo que sobran son datos y estadísticas - los cuales se
incrementan día a día - pero en cambio se echan de menos las explicaciones y de éstas,
precisamente, estamos ayunos (45); efectivamente, se requieren marcos teóricos que ubiquen los
problemas ambientales dentro de las características, procesos y dinámicas sociales, ya sea en los
ámbitos nacionales como, sobre todo, en los mundiales, estos últimos especialmente
significativos tanto por el carácter planetario de los temas medioambientales como por el
acelerado proceso globalizador de la economía (que, claro está, no beneficia a todos por igual).
Así, pues, las interpretaciones aquí propuestas son una simple tentativa para acercarse a la
comprensión teórica de las complejas interrelaciones Sociedad/Naturaleza.
Este libro fue pensado como una introducción muy básica a algunas de las principales causas y
bifurcaciones de la crisis ambiental. De hecho, mucho del material del libro fue inicialmente
escrito para servir como texto en uno de los cursos que el autor imparte en la Sede Regional San
Carlos del Instituto Tecnológico de Costa Rica. En este sentido, el autor espera que el libro pueda
ser útil para docentes, estudiantes, investigadores, integrantes de grupos ambientalistas y de
ONGS y, en general, para todas las personas interesadas en los temas medioambientales.
Antes de finalizar esta introducción, cabría añadir algunas aclaraciones acerca del modo en que
se usará la bibliografía y se harán las citas. Con el objetivo de facilitar la fluidez de la lectura,
todas las fuentes de referencia directas o indirectas serán indicadas en la sección correspondiente
(al final de cada capítulo) con el nombre del autor, el año de la edición (y el número de página de
la obra en el caso de las citas). El lector podrá encontrar la obra referida en la bibliografía general.
En el caso de que existan dos o más obras de un autor publicadas en un mismo año, se asignarán
alfabéticamente letras a dichas obras, junto al año de la publicación (por ejemplo, Vargas, 1998 a;
Vargas, 1998 b; Vargas, 1998, c; y así sucesivamente). En el caso de que la información haya sido
tomada de la redacción de un periódico o una revista, la cita seguirá las pautas habituales.
NOTAS Y CITAS DE LA INTRODUCCIÓN
(1)
Hobsbawn, 1998.
(2) Deléage, 1993, p. 296.
(3) Hobsbawn, 1998, p. 576. Los modelos de desarrollo (o, mejor todavía, de crecimiento) han tenido un enorme
impacto sobre el medio ambiente de los países eufemísticamente llamados “en desarrollo”. La siguiente
descripción para el caso colombiano es también válida para el resto de los países latinoamericanos y, más
generalmente aún, para la gran mayoría de naciones que configuran el Tercer Mundo. “Los patrones
desordenados de ocupación del territorio han causado la deforestación de ecosistemas frágiles; el deterioro de
islas y archipiélagos; el fraccionamiento de ecosistemas; la urbanización de tierras agrícolas; la contaminación de
las aguas, la atmósfera y los suelos. La tala de los bosques y el mal uso de las tierras han traído como
consecuencia la degradación de los mejores suelos del país; la sedimentación de cuerpos de agua; la disminución
de la vida útil de puertos y embalses; las alteraciones en el caudal y la calidad de las fuentes de agua; los
deslizamientos y la pérdida importante de recursos biológicos. El acelerado crecimiento urbano también ha sido
ambientalmente costoso. La incidencia de enfermedades respiratorias y gastrointestinales en los centros
urbanos ha aumentado y los problemas de salud relacionados con el deterioro del ambiente son cada vez más
graves” (Departamento Nacional de Planeación, 1993, páginas 197-198).
(4) Cortés Lombana, 1998; Ponting, 1992. La decadencia de las civilizaciones del Tigris (Mesopotamia) y el Nilo
(antiguo Egipto) coincide con “el deterioro del suelo y el abandono de prácticas para el buen uso y la
conservación del agua de estos ríos” (Cortés Lombana, 1998, página 97).
(5) Ponting, 1992.
(6) Hobsbawn, 1998; Ludevid Anglada, 1998. En la obra de Ludevid Anglada se encuentran análisis sobre las causas
y consecuencias del cambio climático, especialmente en las páginas 31-50 y 53-80.
(7) Marín González, 2000.
(8) Agarwal y otros, 1993.
(9) Galeano, 2000, pp. 231-232.
(10)
Ander-Egg, 1985; Agarwal y otros, 1993; Antón, 1999; Bifani, 1997; Hedström, 1993; Mires, 1990; Shiva,
1995; Vélez Galeano, 1998. Las sociedades humanas han venido influyendo negativamente en los ecosistemas
mediante la dinámica de sus sistemas productivos, extractivos y de vertimiento de residuos o desechos, dando
lugar a efectos notorios sobre dichos ecosistemas como, en palabras de Gabriel Páramo Rocha, la “destrucción de
áreas naturales. Destrucción, presión y extinción de especies animales y vegetales. Deposición y vertimiento de
sustancias y residuos tóxicos y nocivos no degradables ni asimilables mediante procesos homeostáticos
naturales. Sobreutilización de recursos naturales” (Páramo Rocha, 1998, p. 133).
(11)
Cortés Lombada, 1998, p. 100.
(12)
Martínez Alier, 1994. Esta desigualdad en el acceso y consumo de recursos y servicios naturales entre los
países desarrollados y los del Tercer Mundo es incluida por Martínez Alier en la categoría conceptual de
distribución ecológica (1994, p. 12). Sobre el tema escribe este autor: "Esta dependencia económica no sólo se
manifiesta en la infravaloración de la fuerza de trabajo de los pobres del mundo, o en el deterioro secular de los
precios de las materias primas exportadas, sino también en el intercambio desigual entre los productos no
renovables o lentamente renovables (comprendidos los elementos fertilizantes del suelo incorporados en las
exportaciones agrícolas), y los productos importados de escaso valor ecológico” (1994, p. 331).
(13)
(Agarwal y otros, 1993.
(14)
Shiva, 1995.
(15)
Agarwal y otros, 1993; Grenier, 1999; Shiva, 1995.
(16)
Agarwal y otros, 1993, p. 34.
(17)
Periódico LA REPÚBLICA: LATINOAMÉRICA MÁS CONTAMINADA. 3/6/2000, p. 15 A.
(18)
Periódico LA REPÚBLICA: LATINOAMÉRICA MÁSCONTAMINADA. 3/6/2000, p. 15 A.
(19)
Citado en Sánchez Hidalgo, 1989. Marc Edelman cita algunos datos adicionales sobre el mal uso del suelo
existente en Costa Rica. “En Costa Rica – escribe -, se estimaba que a finales de los 70 un total de 428000
hectáreas de repastos no eran adecuados para ese uso, sino que debieron haberse mantenido como bosque; y
que 300000 hectáreas de tierras adecuadas para la producción de cultivos estaban destinadas a otros fines,
principalmente repastos. En la región del Pacífico Seco, que incluye a Guanacaste, solo el 63% de las 594389
hectáreas de repastos en 1973 se consideraban aptas para ese fin” (Edelman, 1998, páginas 282-283).
(20)
Periódico LA REPÚBLICA: LATINOAMÉRICA MÁS CONTAMINADA. 3/6/2000, p. 15 A.
(21)
Entre otras las de Martínez Alier, 1994; Dobson, 1997; Mora Castellanos, 1994 y 1998 b y Riechmann y
Fernández, 1995. El punto medular de la crítica dirigida al concepto de sostenibilidad por los teóricos del
ecologismo es que se continúa con las prácticas y valores del productivismo y, en consecuencia, no existe un
cambio verdadero en las relaciones sociedad/naturaleza, pues los ecosistemas siguen siendo explotados, solo
que de otra manera. En realidad, lo que se necesita, según el ecologismo, es un cambio radical en los modos de
producir y consumir, en los estilos de vida y en la visión que se tenga de la naturaleza y de las vinculaciones
hombre/sociedad/naturaleza. Nada de lo anterior se contempla en el concepto de sostenibilidad que se ha
popularizado desde fines de los años 1980. Después de revisar numerosas definiciones sobre la sostenibilidad,
el IICA propuso la siguiente: “La sostenibilidad de la agricultura y de los recursos naturales se refiere al uso de
los recursos biofísicos, económicos y sociales según su capacidad, en una espacio geográfico para mediante
tecnologías biofísicas, económicas, sociales e institucionales obtener bienes y servicios, directos e indirectos de
la agricultura y los recursos naturales para satisfacer las necesidades de las generaciones presentes y futuras”
(IICA, 1992, pp. 29-30). En esta definición el concepto de sostenibilidad se entiende desde distintos ángulos
referenciales (ecológicos, económicos y sociales), los cuales son explicados por el IICA del siguiente modo:
“Sostenibilidad ecológica en el sentido de que el ecosistema en uso mantiene a través del tiempo las
características fundamentales en cuanto a componentes e interacciones en forma indefinida; sostenibilidad
económica en el sentido de que el sistema en uso produce una rentabilidad razonable y estable a lo largo del
tiempo para quien lo administra, que hace atractivo continuar su manejo y sostenibilidad social, en el sentido de
que ambos son compatibles con los valores culturales y éticos, otorgándole continuidad al sistema” (IICA, 1992,
pp. 28-29). Para el autor colombiano Tomás León Sicard, en términos ecosistémcos la sostenibilidad debe
referirse “al mantenimiento de los procesos biofísicos dentro y fuera de los agroecosistemas, esto es, a la
conservación de la calidad y de la cantidad de aguas de superficie o subterráneas, de la producción de la tierra,
de la calidad del aire, de los recursos genéticos y de la diversidad biológica. Ello implica prevenir y controlar los
procesos degradativos de contaminación, pérdida de fertilidad, erosión, cambios climáticos, desertización y
salinización que indistintamente afectan a los recursos mencionados” (León Sicard, 1998, pp. 82-83). Sin
embargo, a continuación este autor añade que la sostenibilidad también debe referirse a la satisfacción de las
necesidades humanas básicas (alimentación, vivienda, vestido, etc.) y aquéllas de alto valor social: paz,
seguridad, equidad, libertad, educación, empleo y salud (León Sicard, 1998, p. 84). Esta concepción de
sostenibilidad, entonces, va, asimismo, más allá que la que aparece en el documento NUESTRO FUTURO
COMÚN, que básicamente intentaba conciliar el crecimiento económico con la reproducción de los ecosistemas
naturales suministradores de los recursos naturales empleados en la producción, considerando el crecimiento
económico como una condición para cualquier desarrollo sostenible. El aporte latinoamericano al debate sobre
la sostenibilidad ha consistido fundamentalmente en hace notar la relevancia de los factores sociales, políticos y
culturales en cualquier proceso de desarrollo sostenible.
(22)
Capra, 1999.
(23)
Ponting, 1992.
(24)
Ponting, 1992.
(25)
Ponting, 1992, p. 201. Cursivas son nuestras.
(26)
Ponting, 1992, p. 222. Cursivas son nuestras.
(27)
Citado en Ponting, 1992, p. 205.
(28)
Citado en Ponting, 1992, p. 206.
(29)
Citado en Ponting, 1992, p. 206.
(30)
Bifani, 1997; Deléage, 1993; Martínez Alier, 1994; Ponting, 1992.
(31)
Gudynas, 1997.
(32)
Gudynas, 1997; Silvia Rodríguez, 1997.
(33)
Gudynas, 1997.
(34)
Gudynas, 1997.
(35)
Leff, 2000. Enrique Leff añade: “En el fin de la historia, el tránsito hacia la sustentabilidad aparece como el
desarrollo de la economización del mundo. Sin embargo, es esta racionalidad modernizadora lo que ha generado
las externalidades económicas y sinergias negativas del crecimiento sin límites que ha llevado a la
insustentabilidad: al desequilibrio ecológico, la escasez de recursos, la pobreza extrema, el riesgo ecológico y la
vulnerabilidad de la sociedad” (Leff, 2000, p. 61. Las cursivas son del original).
(36)
Leff, 2000, p. 61.
(37)
Ander-Egg, 1985; Capra, 1998, 1999, 2000; Riechmann y Fernández, 1995.
(38)
Ander-Egg, 1985; Capra, 1998, 1999, 2000; Riechmann y Fernández, 1995. Sobre este paradigma que ha
imperado en la cultura occidental durante los últimos cinco siglos señala adicionalmente Capra: “Este paradigma,
hoy en vías de cambio, ha dominado nuestra cultura durante varios siglos, y, en este tiempo, ha modelado la
sociedad occidental moderna y ha influido de manera significativa en el resto del mundo. Tal paradigma
comprende una serie de ideas y valores muy diferentes de los de la Edad Media. Dichos valores, relacionados con
varias corrientes culturales de Occidente (la Revolución Científica, el Siglo de las Luces y la Revolución
Industrial), incluyen el concepto del método científico como único enfoque valido para llegar al conocimiento; la
idea del universo como sistema mecánico compuesto de bloques elementales; la vida en sociedad vista como una
lucha competitiva por la existencia y el crecimiento tecnológico y económico para obtener un progreso material
ilimitado. Durante las últimas décadas se han podido constatar las severas limitaciones de estas ideas y valores y
la necesidad de someterlas a una revisión radical” (Capra, 1998, p. 32).
(39)
Riechmann y Fernández, 1995, p. 93.
(40)
Riechmann y Fernández, 1995.
(41)
Riechmann y Fernández, 1995.
(42)
Otto Wolf, citado en Riechmann y Fernández, 1995, p. 172.
(43)
Guattari, 2000, p. 74.
(44)
Capra, 2000, p. 415.
(45)
Brú, 1997. La bibliografía sobre temas ambientales, siempre en aumento, es enorme. Empero, para visiones
generales y monitoreos periódicos pueden consultarse algunas fuentes muy útiles. Así, por ejemplo, el informe
del PNUMA (ver bibliografía) proporciona una pormenorizada descripción, cuantificación incluida, de los
principales problemas ambientales (emisión de gases a la atmósfera; uso de plaguicidas y fertilizantes;
deforestación; erosión; deterioro en la calidad del recurso hídrico; pérdida de biodiversidad, etc.) prevalecientes
en las distintas regiones del mundo. También los informes anuales del Worldwath Institute (cuya cabeza más
visible es Lester Brown) son muy recomendables por su actualizado monitoreo de los principales problemas
ambientales del mundo. Para quienes deseen consultarlas, las bases de datos del World Resource Institute
contienen, asimismo, muchos datos y análisis sobre la problemática ambiental del planeta. Por sus aportes
teóricos son excelentes trabajos los de Bifani (1997); Deleáge (1993); Martínez Alier (1994); Mora Castellanos
(1994 y 1998 b) Ponting (1992) y Riechmann y Fernandez Buey (1995).
Descargar