Subido por Germán Sassarini

Virgilio Eneida Repartido

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VIRGILIO
Eneida 8. 608-731
Venus entrega a Eneas las armas forjadas por Vulcano
El escudo de Eneas
Traducción: Eugenio de Ochoa y Montel (Lezo, Guipúzcoa, 1815-Madrid, 1872) (1869)
En tanto, la diosa Venus se aparece resplandeciente sobre las etéreas nubes, trayendo
el don prometido a su hijo, al cual, tan luego como le vio de lejos, retraído en su estrecho
valle, a la margen del fresco río, habla así, poniéndosele delante: “Aquí tienes el don
prometido, labrado por arte de mi esposo; no vaciles por más tiempo, hijo mío, en presentar
batalla a los soberbios laurentinos y al intrépido Turno”. Dijo así Citerea, abrazó a su hijo, y
dejó al pie de una encina, enfrente de él, las radiantes armas. Alborozado con tan alta honra y
con el don de la diosa, no se harta Eneas de mirarle, y examina cada prenda una por una, lleno
de asombro; coge y revuelve en sus manos el terrible y penachudo yelmo, que vibra llamas, la
mortífera espada, la recia loriga de bronce, roja como la sangre, enorme, semejante a la
cerúlea nube que inflaman los rayos del sol y esparce a lo lejos sus resplandores; luego
contempla las ligeras grebas de plata y oro, y la lanza y la maravillosa obra del escudo.
En él había representado el dios ignipotente, sabedor del destino reservado a las
edades futuras, toda la historia de Italia y los triunfos de los Romanos; en él se veía todo el
linaje de la futura descendencia de Ascanio y la serie de sus grandes batallas. Allí, en la verde
cueva de Marte, había representado, tendida en el suelo, la parida loba, de cuyas ubres
pendían dos mellizos, jugueteando y mamando impávidos a su madre, que inclinada sobre
ellos la rolliza cerviz, los acariciaba sucesivamente con la lengua y los aseaba y pulía. No
lejos de allí había las Sabinas, indignamente arrebatadas de sus asientos en el anfiteatro, en
medio de los grandes juegos del circo, de donde se originó de súbito una nueva guerra entre la
gente de Rómulo y el viejo Tacio y los austeros curites. En seguida veíase, ajustada ya la paz,
a los dos reyes armados, delante del altar de Júpiter con sendas copas en las manos, pactando
alianza después de haber inmolado una cerda. No tan lejos de allí una rápida cuadriga
descuartizaba, por mandato de Tulo, a Meto ―hubieras sido fiel a tus palabras ¡oh albano!―;
y desgarrando en los matorrales las entrañas del falsario, regaban con su sangre los abrojos.
Más allá exigía Porsena de los romanos que resistiesen al expulsado Tarquino, y acosaba a la
ciudad con estrecho cerco, mientras los descendientes de Eneas se lanzaban a las espadas en
defensa de su libertad. Veíase allí a Porsena, amenazador, indignado de que Cocles hubiese
osado cortar el puente, y de que Clelia, rotas sus prisiones, cruzase el río a nado.
En pie sobre la cumbre de la roca Tarpeya, Manlio defendía el templo y el excelso
Capitolio; tosca techumbre de bálago cubre el palacio de Rómulo, recién construido. Un
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blanco ánade, revoloteando por entre los dorados pórticos, anunciaba con su canto que los
Galos estaban ya a las puertas de Roma. Llegaban estos en efecto por entre las malezas, y ya
ocupaban el alcázar, defendidos por las tinieblas a favor de una opaca noche; distinguíase por
sus doradas cabelleras, sus arreos recamados de oro y sus listados sayos; de sus cuellos,
blancos como la leche, penden collares de oro; cada uno blande en su mano dos venablos de
madera de los Alpes y se cubre todo el cuerpo con un largo escudo. Allí se veían esculpidos
los salteadores Salios, los Lupercos desnudos, los flámenes con sus penachos de lana y los
broqueles caídos del cielo; las castas matronas llevaban por la ciudad los objetos sagrados en
muelles andas. Lejos de allí, estaban representadas las mansiones tartáreas, las profundas
bocas de Dite y los castigos de los crímenes, y tú ¡Oh Catilina! suspendido de un inminente
escollo y temblando ante la faz de las Furias, en un sitio repuesto se veían los varones
piadosos, y a Catón dictándoles leyes.
Entre estas imágenes se extendía la del hinchado mar, cuyas olas de oro se coronaban
de blanca espuma; surcábanle en torno delfines de plata, formando raudos giros y batiéndole
con sus colas. En medio se veían dos escuadras de ferradas proas y la batalla de Accio; toda la
costa de Leucates hervía con el bélico aparato que reverberaba en las olas de oro. De un lado
se ve a César Augusto, de pie en la más alta popa, capitaneando a los ítalos, con los padres de
la patria, el pueblo, los Penates y los grandes dioses; de sus fúlgidas sienes brotan dos llamas
y sobre su cabeza centellea la estrella de su padre. En otra parte, Agrippa, favorecido por los
vientos y los dioses, acaudillando altanero su gente, se ciñe las sienes con la corona rostral,
soberbia insignia guerrera. En la opuesta banda Antonio, ostentando bárbara pompa y cien
varias huestes, vencedor de los pueblos de la Aurora y de los de las costas del mar Rojo, trae
consigo el Egipto, las fuerzas del Oriente y los remotos bactrianos y le sigue ¡Oh baldón! una
consorte egipcia. Trábase la lid, a la que se precipitan todos a una; el ponto entero, batido por
los remos y las ferradas proras de tres puntas, se cubre de espuma. Dirígense a la alta mar; no
parecía sino que descuajadas las Cícladas, iban flotando por las aguas o que se estrellaban
unos contra otros los altos montes: ¡Con tan recio ímpetu chocan entre sí las huestes desde las
torreadas naves! Vuelan las estopas encendidas, arrojadas a mano, y el hierro volador de los
dardos; una nunca vista carnicería enrojece los campos de Neptuno. En medio de la lid, la
Reina concita a sus huestes con los sonidos del sistro patrio y no ve a su espalda las dos
serpientes que la amenazan. Todo linaje de monstruosas divinidades y el ladrador Anubis
hacen armas contra Neptuno, Venus y Minerva; en lo más recio de la pelea se ve esculpido en
el hierro a Marte, ciego de ira, en cuyo contorno vagan por el éter las tristes Furias);
alborozada la Discordia va entre ellas con el manto desgarrado, y Belona la sigue esgrimiendo
su sangriento látigo. Viendo esto desde las alturas Apolo, protector de Accio, disparaba su
arco, con lo que volvían la espalda, aterrados, el Egipto, y los indios, y los árabes y los
sabeos; veíase a la misma Reina, después de invocar a los vientos, dar la vela, aflojando a
toda prisa y a más no poder las jarcias de sus naves. Habíala representado el ignipotente,
pálida ya de su próxima muerte, huyendo en medio del estrago, a impulso de las olas y del
céfiro; y en frente de ella la grande imagen del Nilo, llorando y abriendo sus siete bocas,
desplegando sus anchas vestiduras, llamaba a los vencidos a su cerúleo regazo, a los
recónditos abismos de sus corrientes.
En tanto César llevado en triple triunfo a las murallas de Roma, consagraba en toda la
ciudad, cual voto inmortal a los dioses de Italia, trescientos magníficos templos. Hervían las
calles en gritos de alborozo, en juegos y aplausos; en todos los templos resonaban los coros de
las matronas y se alzaban aras; delante de todas las aras cubrían el suelo inmolados novillos.
Sentado en los marmóreos umbrales del espléndido templo de Febo, César examina las
ofrendas de los pueblos y las suspende de las soberbias puertas; van pasando en larga fila las
naciones vencidas, tan diferentes en trajes y armas como en lenguas; aquí Vulcano había
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representado la raza de los nómadas y los desceñidos africanos; allí los lélegas y los carios y
los gelonos, armados de saetas. Veíanse allí al Éufrates, arrastrando su corriente ya más
amansada, y los morinos, que pueblan los confines de la tierra, y el bicorne Rin [Reno], y los
indómitos dahas, y el Araxes, que sufre indignado el puente que le oprime.
Todas estas cosas contemplaba maravillado Eneas en el escudo de Vulcano, don de su
madre, y regocijándose con la vista de aquellas imágenes, cuyo sentido ignora, échase al
hombro la fama y los hados de sus descendientes.
La traducción completa de la Eneida:
https://es.wikisource.org/wiki/La_Eneida_(Ochoa)
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Traducción: Daniel Rinaldi
At Venus aetherios inter dea candida nimbos
dona ferens aderat; natumque in valle reducta
ut procul egelido secretum flumine vidit,
talibus adfata est dictis seque obtulit ultro:
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Mas Venus, diosa resplandeciente, entre las nubes del cielo,
llegaba trayendo dones / presentes; y cuando a lo lejos, en el apartado valle,
vio a su hijo a la orilla de / “separado de” la helada corriente,
con tales palabras habló y se presentó del otro lado:
“En perfecta mei promissa coniugis arte
munera. ne mox aut Laurentis, nate, superbos
aut acrem dubites in proelia poscere Turnum”.
“He aquí, acabados por el arte de mi esposo, los regalos
prometidos; en seguida, hijo [mío], no dudes en provocar con combates
a los soberbios / altivos laurentinos o al violento / intrépido / brioso Turno”.
dixit, et amplexus nati Cytherea petivit,
arma sub adversa posuit radiantia quercu.
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Dijo [así] Citerea; buscó el abrazo de su hijo
y puso las radiantes armas bajo / al pie de una encina que estaba enfrente de él.
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ille deae donis et tanto laetus honore
expleri nequit atque oculos per singula voluit,
miraturque interque manus et bracchia versat
terribilem cristis galeam flammasque vomentem,
fatiferumque ensem, loricam ex aere rigentem,
sanguineam, ingentem, qualis cum caerula nubes
solis inardescit radiis longeque refulget;
tum levis ocreas electro auroque recocto,
hastamque et clipei non enarrabile textum.
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Este, alegre con los dones / presentes de la diosa y con tanto honor,
no puede saciarse y a cada cosa vuelve los ojos,
y se admira y voltea entre las manos y los brazos
el terrible casco con crestas que vomita llamas
y la mortífera espada, la rígida loriga de bronce,
del color de la sangre, ingente, semejante a / “cual”, cuando una nube cerúlea
se incendia / se inflama con los rayos del sol y refulge desde lejos;
luego, [voltea] las ligeras grebas de electro y de oro refinado,
y la lanza y el indecible tejido del escudo.
“y el asta y el no narrable / inenarrable texto / tejido del clípeo”
maravilloso
obra / trabajo / forja
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