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Acuarela para un súbito absoluto: notas de un poeta en el museo – Iowa Literaria

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ACUARELA PARA UN SÚBITO ABSOLUTO:
NOTAS DE UN POETA EN EL MUSEO
LUIS PÉREZ-ORAMAS
Tal como salta el verso en la tarde inadvertido; o como salta el espontáneo al ruedo
apenas alardeando un trapo —única arma contra la guadaña del morlaco—; tal como la
ninfa antigua corre y salta hasta la reclama del turista moderno, así también la imagen
salta y actúa en la historia, a veces, como si no tuviera historia: ser de piedra, inmemorial y
mudo, dando razón a José Lezama Lima en un extraño texto alígero, que la historia en la
imagen no es la historia de la sucesión, sino la del súbito en la eternidad.[1]
Súbito el texto de Lezama lo era en aquel libro —La cantidad hechizada— que yo adquirí en
el parque de la Plaza de Armas en La Habana, garabateado con el nombre de algún joven
estudiante de letras (quiero imaginar) de nombre Frank, y en cuyas páginas se elucubran
asuntos oscuros, eras imaginarias, vasos órficos, paralelos de poesía y pintura, los
egipcios, tersitismo y claro enigma, historia de las lluvias y bibliotecas de fuego.
Súbita también fue su lectura en un hotel donde me habían alojado en compañía de un
grupo de “patronos de las artes” norteamericanos, cuando yo trabajaba en un museo, y
otras políticas nos hacían creer que la historia inmediata se movería más allá de su
esclerótica parálisis.
Súbita la página donde se lee: La verdadera naturaleza humana, la materia signata, que
todo lo rubrica como súbito absoluto de los que son como de los que no son, de lo hecho
y de la vaciedad, del bostezo y del hágase. (…) el pudiera ser como una identidad infinita
(…) el súbito nuestro participa sobre lo que podría suceder, que es superior a lo que
sucede o no sucede. Y ese podría ser no está en lo histórico en potencia sino en acto.[2]
He pretendido escribir como poeta (y como historiador de arte) para un museo
historicista[3] cuya identidad se conjuga con la fuerza, con la potencia de sus colecciones
y con su capacidad para anclar, para fijar las narrativas que aún actúan en el imaginario de
las artes modernas como un cantus firmus —línea gruesa con relación a la cual otros
dibujan sus pálidos contrapuntos—. Glissant: «Se puede existir como identidad sin existir
como fuerza. La idea del poder y de la fuerza vinculada a la identidad comienza a
erosionarse, a desaparecer».[4]
He escrito en español y he enfrentado cada vez la aportación y la sinapsis de la
traducción. Cada vez tuve en mente dos cosas: en cuanto al contenido, la certeza de
hablar otro idioma que el de mis lectores incluso si vertido en su lengua, al que mi voz
había sido traducida; en cuanto al idioma, la experiencia incesante de su porosidad, de su
inestabilidad, de su desplazamiento, de su destino híbrido, multilingüístico, “créole”.
Últimamente encuentro eco a todo esto en las páginas iluminantes de Édouard Glissant:
«Cada vez que se vincula expresamente el problema de la lengua al problema de la
identidad, a mi juicio, se comete un error porque precisamente lo que caracteriza a
nuestro tiempo es lo que yo llamo el imaginario de las lenguas, es decir la presencia de
todas las lenguas del mundo».[5]
Sucede entonces que el advenimiento de la presencia de todas las lenguas —y de todas
las formas, de todos los tiempos— nos impone repensar desde su fondo nuestra historia
del arte, desmontar sus ficciones, su incesante superstición de la intención del genio, el
relato infantil de sus cronologías originarias.
¿Por qué?
Porque la presencia de todas las lenguas, como la presencia de todos los lugares y de
todas las formas, que es un hecho inédito en la experiencia humana, nos hacen ver con
claridad hiriente todo lo que aquella historia había excluido de sus relatos victoriosos,
todos los cuadros ausentes de sus prístinas galerías.
Yo había comprendido lo siguiente: que durante centenarios la historia del arte se pensó a
imagen de la vida, cuyos seres nacen, crecen y mueren, respondiendo a la ilusión
imaginaria de una geometría de medidas proporciones. Yo había comprendido que este
pensamiento produce sin cesar un “cuento de hadas” cuya declinación se manifiesta en
las genealogías controladas y las raíces únicas, matriciales, reconfortantes en su sólido
enterramiento. Pero este paisaje (euclidiano) de la “convenevolezza” clásica en el que lo
que sobra o lo que falta es “monstruo” se ha roto felizmente, ha estallado en mil pedazos,
y las distantes medidas con sus impecables proporciones se han perdido para dar lugar a
una deriva de formas —todos los tiempos en uno, todas las coordenadas— revelando la
primacía del lugar sobre el momento, así como el espejismo del “tiempo real”. Yo había
leído la parábola de este estallido en las páginas abstrusas que Jean-François Lyotard
dedicó al gran vidrio (roto) de Marcel Duchamp donde se dice que el espacio de la política,
como el tiempo de los físicos, no es liso ni continuo sino bosque de singularidades
absolutas, paisaje incongruente, hogar de inconmensurables.[6] Yo había inferido que la
misma imagen rota del vidrio, la misma implosión de su suavidad euclidiana se aplica al
espacio de la historia del arte —y que era menester pensarla más por sobresaltos que por
nacimientos, más por cambios de lugar que por cambios de tiempo— cuando llegué
súbitamente al ensayo de Lezama.
Allí quiere dar cuenta el padre de Oppiano Licario, en órbitas concéntricas y con palabras
umbrías, de la aparición inesperada de algunas obras en el panorama histórico de las
artes y la música cubanas de los siglos XVIII y XIX. Habla Lezama en su idiolecto
magnífico de lo no-explicable: del surgimiento de algo en lo que parece ser la nada, de una
mutación expresiva sobre un almácigo de sombras. Así dice de los colores: nuestro mejor
rosado sale del caracol y de las agallas, viene de la nutrición soterrada y de los reflejos
marinos. Nuestro amarillo no es el hepático e hispánico, sino da en el escudo de la
refracción y del chisporroteo, (…) como si lo estelar se revolcase con lo telúrico.[7] Lo
súbito es un salto, que nadie y donde nadie espera, un salto abigarrado, indescifrable tal
vez para los ajenos.[8] Es el espontáneo, el del trapo contra la guadaña. Yo había leído a
José Bergamín en La claridad del toreo: «Brindo a psicólogos y sociólogos la
consideración de este raro, extraño tipo, por otra parte españolísimo, que es el del joven
espontáneo que se arroja a los ruedos para lancear con seguro riesgo de su vida a un toro
que acaba de salir a la arena».[9] Yo había leído en fin a Pascal Quignard sobre Boutès, el
clavadista: «¿Qué hay en el fondo del deseo de tirarse al agua? ¿Qué hay en el fondo del
deseo de sumergirse en la cosa que obsede? ¿De saltar al paso? ¿De lanzarse dejando
todos los asuntos corrientes a la persecución determinada de lo que ignoramos? ¿De
atravesar El Rubicón? ¿De romper las amarras? ¿De emanciparse de todas las
precauciones? ¿De lanzarse a las fauces del lobo? ¿De jugar a fondo perdido? Extrañas
expresiones que una misma antigüedad reúne, todas estas metáforas de la cacería, de la
danza, de la marina, del juego, de la guerra son menos proposiciones de la lengua natural
que figuraciones de sueños. Todas dicen la imprudencia. Dicen todas: no ha buscado
escapar al peligro que se le ofrecía. Ha salido de su escondite. Ha dejado su puesto. Ha
abandonado su rango. Ha escalado los muros de la cárcel. Se ha reunido con la
espontaneidad soberana de la naturaleza».[10]
Lo que mi idioma quiso decir en el museo, lo que aún quiere decir en el palacio de cristal
de la historia del arte, contra su terror de anacronismos, es que hay obras y artistas
prodigiosos, ausentes de sus leyendas y de sus delicadas salas, casi inexplicables porque
en ellos el tiempo se condensa en muchos tiempos, porque no son de ninguna vanguardia
sino al contrario de la temporalidad heterogénea donde sobrevive la inmemorialidad
poética, en su duración acronológica. El modelo “naturalista” de la historia del arte, el
espejo biológico de los estilos no tiene sentido para comprenderlos porque no responden
ellos a la narrativa de una raíz única, porque no se enraízan en una sola fuente —no son
atávicos, en el lenguaje de Glissant—: son híbridos, «nudos temporales autónomos»,
«instancias de una potencia que abre campo a otra temporalidad», «autocronías que entre
ellas no tendrían otra relación que la del azar», la «discronía».[11]
Intraducible al idioma del museo, me interesa decir lo siguiente: que busco una historia
del arte de los inconmensurables, en clave de espontáneos, en clave de clavadistas, en
clave de faunos que saltan en el contorno de la siesta. Imprevisible para el lenguaje del
museo, acostumbrado a las genealogías de control, a desgranar los primeros que vinieron
y las influencias sufridas, a «las figuras de la geometría euclidiana que no cesan de ejercer
su poder de exactitud estúpida sobre la imaginación»,[12] sucede que esa historia del arte
por venir de incesantes mutaciones indetenibles acaso se acomoda mejor a la verdad de
la naturaleza, y al enigma de la memoria humana que cualquier biografismo, que cualquier
historia de vida, que cualquier genealogía documentable, domesticante.
Así podemos imaginar el vasto espacio histórico en materia de obras de arte como si
fuese un campo electromagnético, capaz de distenderse, curvarse, dilatarse, expandirse
más allá de las ilusiones de continuidad originarias con ayuda de las cuales pretendemos
absurdamente controlar nuestros relatos. A imagen de la energía que no varía de manera
continua, las formas saltan allí como los “quanta”, mudando de órbitas en apariciones,
emergencias, súbitas que no esperábamos.
Aby Warburg estableció un concepto fundamental para avanzar en la búsqueda de esta
“otra” historia del arte: el concepto de forma transicional.[13] La definió como un
encuentro absorbente entre arte y vida en el que estos se imantan el uno hacia el otro.
Encuentro y salto —¿cuántico?— entre una potencia de encarnación formal y la energía
vital que la enmarca en un instante y una coordenada del espacio. Encuentro y salto
cuántico entre la materia del arte y la vida material, la forma transicional es en verdad la
operación que hace posible la sobrevivencia de otras formas en ella, la sobrevivencia
(nachleben) de las formas en la discontinuidad mutante, antitética y deformante del
tiempo.
Lo que va a suceder, la obra que viene, el poema inminente e improbable, lo que ha
sucedido en el sigilo, el salto que no hemos visto y quizás nunca veremos, el espontáneo
de mañana, el súbito en la eternidad, el lezamiano pudiera ser como una identidad infinita
se reduce, en clave de física, a saber que «el mundo se disuelve en una pululante nube de
probabilidad, que las ecuaciones apenas se arriesgan a describir».[14]
Dicen los físicos que «la diferencia entre pasado y futuro solo existe cuando hay calor».
[15]
¿Por qué el universo se enfría? ¿Por qué la historia como absoluto es la historia del
enfriamiento de la materia? ¿Y qué se enfría en materia de historia del arte? Toda
sobrevivencia, todo salto, todo espontáneo, toda emergencia actúa sobre un fondo frío y
se materializa como un súbito calentamiento de las formas. Breve estado febril
resistiendo a la muerte —es la ausencia total, irredimible, de memoria—. El olvido es
gélido.
La imagen del espacio histórico en el que acontecen los súbitos absolutos, los
inconmensurables, no es pues, ni responde más, a una geometría de posiciones tomadas
y de reguladas proporciones: es más bien, solo puede ser, una topología de los
encuentros, de los desencuentros, de las formas transicionales y sobrevivientes que allí, y
cuando nadie las espera en el caos-mundo, han-lugar.
De nuevo Glissant: «Pero está el lugar que nos mantiene».[16]
Imaginemos una temporalidad inasimilable —una historia granular— de acciones puras,
interacciones. Hay en ella saltos que son evidentes, súbitos indudables, manifiestos,
retornos abruptos, inesperados, obras maestras. Y hay, arropados por aquella narrativa de
control, por aquel relato ficticio de las filiaciones continuas, la ilusión de un tiempo
homogéneo y fluido. Pero otro es el tiempo donde todo es salto. Nuestro desafío consiste
en identificar lo que emerge, incluso allí donde no (a)parece: reconocer el salto, develar el
corte (coupure), señalar la efracción, lo que hay de súbito en el instante calmo.
Historia de rayos: como electrones, las obras de arte, las formas, producen su lugar en el
salto, y solo en el salto existen. O no existen. Como en la naturaleza, en la historia lo que
no se manifiesta es mucho más vasto que lo que se manifiesta. Physis Khryptesthai
philei. También la historia del arte es críptica, pero brota, emerge, salta, súbita y absoluta
desde el inmenso escondimiento en donde habita.
[1] Lezama (1970), 165. Todas las citas, y paráfrasis, del texto de Lezama en itálicas.
[2] Lezama (1970), 166
[3] The Museum of Modern Art, New York.
[4] Glissant (1996), 132
[5] Glissant (1996), 112
[6] Jean-François Lyotard (2010), 68
[7] Lezama (1970), 152, 157, 162
[8] Lezama (1970), 175
[9] Bergamín (1987), 113
[10] Pascal Quignard, Boutès, Paris: Galilée, 26-27. Mi traducción.
[11] Lyotard (2010), 102
[12] Lyotard (2010), 126
[13] Warburg (1999), 369
[14] Carlo Rovelli, 55
[15] Carlo Rovelli, 59
[16] Glissant (1996), 99
Referencias
José Bergamín. El espontáneo. En La claridad del toreo (Madrid: Turner, 1987)
Edouard Glissant. Introduction à une poétique du divers (Paris: Gallimard, 1996)
José Lezama Lima. Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX) in: La
cantidad hechizada (La Habana: UNEAC, 1970)
Jean-François Lyotard. Les Transformateurs Duchamp. Ecrits sur l’art contemporain et les
artistes (Leuven: Leuven University Press, 2010)
Carlo Rovelli. Sette brevi lezioni di fisica (Milano: Adelphi, 2014)
Pascal Quignard. Boutès (Paris: Galilée, 2008)
Aby Warburg. The Theatrical Costumes for the Intermedi of 1589. En The Renewal of
Pagan Antiquity: Contributions to the Cultural History of the European Renaissance (Los
Angeles: Getty Research Institute, 1999)
Dosier: Escribir en español desde Estados Unidos | 2019 número 1
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