Subido por León Bolom

Extrañamiento del mundo de Peter Sloterdijk

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III ¿PARA QUÉ DROGAS?
DE LA DIALÉCTICA DE LA HUIDA Y BÚSQUEDA DEL
MUNDO
¡Ay, quién nos contará la historia completa de los narcóticos!
que es casi la historia de la “cultura”, de la denominada cultura superior.
Friedrich Nietzche,
Die Fröbliche Wissenschaft, 86
1. HISTORIA DE LA CULTURA COMO HISTORIA DE LA
ABSTINENCIA.
Hace dos mil quinientos años, el Sócrates platónico introdujo una admonición
previa contra el entusiasmo, en términos filosóficos, cuyas consecuencias, incluso
hoy en día, siguen siendo difíciles de aquilatar. No todo dominio por medio de
las denominadas fuerzas divinas puede figurar en el futuro como comprensión
adecuada. Sólo de los raros casos de manía filosófica-de la nostalgia, causada por
Eros, por el reencuentro con la esfera de las ideas- emanan, según Platón, efectos
aún beneficiosos para la verdad. El resto de obsesiones e “influencias” han de ser
rechazadas como perturbaciones del alma y de su capacidad de juicio. Partiendo
de la admonición previa platónica respecto a la clasificación de la exaltaciones, se
llegó en la escuela de Aristóteles y sus discípulos a una prohibición, si bien no
formal si fáctica, del entusiasmo. De entonces a esta parte, la filosofía es más
ciencia que inspiración, más el avance en el curso seguro de las ideas que el
extravío en el bello riesgo del entusiasmo. Desde entonces, para proclamar
vindicaciones de la verdad, ya no le basta al profesional remitirse al dios que lo
usa como alta voz; ni siquiera un filósofo que empina el codo, pese al in vino
veritas, tiene un acceso privilegiado a mejores argumentos. Desde que Sócrates, en
el banquete ominoso, desestimó los argumentos de su poético predecesor en la
palabra como meros arrebatos entusiastas, el discurso extasiado tiene muy escaso
crédito entre filósofos —porque filosofar, aunque se hable de los más alados
temas, debe significar, sin excepción, argumentar, y argumentar quiere decir
hablar en estado de sobriedad—. El trabajo de la academia ateniense se funda en
el designio de teoría higiénica de construir, únicamente con el alma sobria, un
puente para la intuición de las últimas razones. Quien no quiera someterse a esta
1
prohibición antientusiasta, tiene que seguir intentándolo con la tradicional mezcla
de éxtasis y religión, de escucha confusa y perturbación de conciencia —la
academia, en todo caso, se ufana de haberse librado del favor antojadizo del
estado anímico excepcional—; pretende atravesar el país de la verdad sin drogas
ni otros medios de transporte ilegales. Desde Aristóteles, pertenece al código de
honor de la comunidad argumentadora la convicción de que es mejor perder el
hilo estando sobrio que expresarse con la más eximia de las inteligencias estando
drogado.
Tal vez no sea totalmente ociosa esta visión retrospectiva cuando se trata de
entender las preocupaciones de la sociedad contemporánea occidental respecto a
sus miembros adictos en una perspectiva de amplitud histórica. También las
actuales campañas contra la droga, sean con miras terapéuticas, religiosas,
policiales o jurídicas, merecen ser interpretadas como parte de un complejo
drama psicohistórico. El sentido de esas campañas no queda claro mientras no se
tenga en cuenta que son parte de una batalla titánica entre la embriaguez y la
sobriedad que, desde hace varios milenios, se ocupa de escandir la historia de las
culturas avanzadas. En la lucha por la justa medida de la sobriedad, combina con
la justa medida de exaltación o “misión”, se lleva a cabo una especie de guerra
mundial de fondo en la cultura, una guerra con frentes confusos y alianzas
camufladas por todas partes. En este conflicto de individuos, pueblos y
civilizaciones, se dirime el medio de hacer llevadera la vida, demasiado dura, en
las escabrosas relaciones de las denominadas culturas avanzadas. En esas
descomunales batallas instintivas, los hombres se esfuerzan por manipular el peso
del mundo que se ha hecho desproporcionadamente agobiante; y así es como lo
comparten y soportan de consuno, lo reducen restringiendo necesidades, se lo
cargan a otro, lo olvidan y lo relegan al letargo especialmente con ayuda de
estupefacientes. Cierto es que una notable parte de la humanidad sintió y
practicó, en todo tiempo, la verdad rebelde de la aseveración de Fichte: “[…]
pues el ser racional no está destinado a cargador”1. Es más, el no querer anularse
bajo la carga se ha conformado como la columna vertebral de la libertad y la
voluntad de autodeterminación. Al mismo tiempo, otra parte seguramente más
numerosa de la humanidad empleó todo su raciocinio en doblegarse con
resignación bajo el yugo del mundo; el hombre, puesto en razón y sobriedad, se
dispuso a dar a la existencia el significado de un ejercicio de obediencia frente a
lo inevitable e inalterable2. No hay que caer en el error de ver en esas conductas
nada más que una metafísica de sherpa al estilo oriental. El entendimiento
dominante del hombre adulto, en latitudes occidentales, también contiene una
1
2
J.G. Fichte, Die Bestimmung des Menschen, Hamburgo, p. 105.
Cfr, en este libro, la sección 3, “El cercado, el firme, el deprimido propio Tu”, del primer capitulo, p. 56 y ss.
2
fuerte dosis de esa teoría de la obediencia en la que, hasta hoy, sobrevive la
herencia estoica. Allá donde ésta es aún activa, sigue en vigor la convicción de la
bondad básica del mundo y de lo razonable de la realidad. Si fuera de otro modo,
los miembros de gremios terapéuticos, los drogoterapeutas los primeros, tendrían
que cerrar sus consultas. Y es que se encuentran respaldados para explotarlas sólo
en tanto pueden figurar como abogados dignos de crédito de un accesible
principio de realidad sobrio en un accesible mundo bueno. ¿Cómo, si no, iban a
ofrecer sus servicios contra las falsas ascensiones celestiales de las drogas?
En general, los filósofos no se han hecho célebres porque hayan tenido mucho
que decir en lo tocante a la cuestión de la embriaguez y las drogas. Su reputación
estriba en su abstinencia de los dulces venenos de la vida y en su consuelo
metódico que desestima todas las convicciones apresuradas. Con toda razón se
tiene a los filósofos por gente que considera improcedente toda sujeción exterior
del entendimiento. Si reconocieran algo así como un honor profesional, éste
procedería de que ellos se complican más a la hora de establecer sus criterios que
otra gente3. En cierto modo, filosofar no es otra cosa que la forma procesal de la
sobriedad. En semejante perspectiva, los filósofos podrían ser, en todo caso,
actores en lucha contra los estados excepcionales de la psique y los extravíos de la
razón, pero no interlocutores adecuados para una conversación sobre la
constitución adicta del hombre.
El dialogo filosófico-terapéutico, sin embargo, promete ser más fértil, si se
reconoce en el mismo pensamiento filosófico inicial el equivalente a un
fenómeno de embriaguez o adicción. Esto presupone que ciertos estados
extasiados e inspirados que, en proporción conocida, aparecen en los más
elevados registros de la meditación filosófica, ya no los arrinconamos como
místicos, sino que los entendemos como el más íntimo y típico quehacer del
pensamiento filosófico clásico. Hecha esa concesión, la reserva contra el
entusiasmo aparece bajo otra luz; y, al mismo tiempo, metafísica y teoría de las
drogas, ontología y endocrinología, se iluminan mutuamente; teoría del
conocimiento y éxtasis ya no son distritos blindados uno frente al otro. Si damos
por bueno que la forma básica de la “gran” teoría filosófica debe presentarse,
necesariamente, como monísmo metafísico, de eso resulta que la cúspide de la
comprensión filosófica, el apex theoriae como ascensión al uno correspondiente,
no es accesible sin la dislocación del sujeto en una excepcional situación
iluminada. De manera que el “instante de la verdad” sólo podría acontecer —en
la medida de un universo interpretado monísticamente— en la medida que el
3 Cicerón hizo notar, al respecto, en De inventione, que se trata de no indagar sobre materia alguna temere atque
arroganter, a ciegas y con presunción.
3
sujeto se ha preparado para ir “hasta el fondo” en una visión unitaria. Sin
arrobamiento no hay primera filosofía. Una adecuada interpretación teórica de
semejante estado está, aun con todo, obligada a un aplazamiento temporal y es
natural que no alcance una forma lingüística articulada más que a posteriori. Con
esa articulación, se instituye la labor perpetua de la segunda filosofía. Ésta, a su
vez, intenta exponer en forma de comprensión lógica lo que in actu está más allá
del discurso. La articulación lingüística del monismo místico sería el arrecife
donde debe zozobrar, de la antigüedad a esta parte, el entusiasmo filosófico. Así
que lo que expendía en la academia y sus seguidoras era, desde el principio,
segunda filosofía que habla de la primera. Cuando Platón dijo que antes había
auténticos sabios y hoy, en cambio, nada más que aficionados a la sabiduría, no
hacía aforismos sino que publicaba el secreto del oficio4. Con eso, evocaba una
tradición oral del tiempo de los poderosos maestros extáticos que eran célebres
en la antigua Grecia como chamanes o iatromantes5. La filosofía nació cuando los
descendientes de los magos se establecieron en la polis y hubieron de
acomodarse a las reglas de la intermediación y verborrea urbana. En el momento
en que la extática quedó sometida a la retórica, se desarrolló una magia civil cuyos
discípulos comenzaron a dedicarse a oficios en apariencia completamente
desembriagados como políticos, psicólogos, oradores, educadores y juristas. Así y
todo, en la vida de Platón debió haber cinco o seis momentos en los que también
él, el distinguido y distante literato y lógico, se encontró, no en la reflexión, sino
en la iluminación. Pero, como siempre, las experiencias culminantes de los viejos
maestros del pensamiento parecen haber sido encargadas in persona y, visto desde
tales premisas, su quehacer discursivo no sería más que, de entrada, el propio
etiquetaje y desembriaguez de una iluminación inicialmente inexpresable. Tener
que hacerse sobria en la propia elaboración de su formulación sería el destino
inmanente que, en sí misma, la filosofía cumple en su progreso.
4 También, en última instancia, se trasluce algo del secreto de esa diferencia en el idealismo alemán que cultiva
metódicamente el antagonismo entre conciencia iluminada y secuencia argumentativa.
5 En griego, médico que cura mediante la adivinación. “Iatromántis” era uno de los calificativos de Apolo (Nota
del traductor). Iatromantis es una palabra griega cuyo significado literal es más simplemente traducida como
“médico–vidente” o “curandero”. El iatromantis era una forma griega de chamán, que se relaciona con otras figuras
semimiticas como Abaris, Aristeas, Epiméndes y Hermótimo. En la época clásica, Esquilo usa la palabra para
referirse a Apolo y a Asclepio, hijo de Apolo. Según Peter Kingsley, los iatromantis eran figuras griegas que
pertenecían a una tradición chamánica con orígenes en Asía Central. Una de las principales prácticas de éxtasis,
meditativa de estos curanderos profetas era la incubación (ἐγκοίµησις, enkoimesis), ritual que consiste en dormir en
un lugar sagrado para adquirir un estado de conciencia especial. Más que una técnica médica, la incubación permite
que un ser humano experimente un cuarto estado de conciencia diferente al dormir, soñar ó al ordinario de vigilia:
un estado que Kingsley describe como “la conciencia misma” y que compara con la turiya o samadhi de la tradición
yoguica de la India. Kingsley identifica al filósofo presocrático Parménides como a un iatromantis. Esta
identificación ha sido descrita como “fascinante”, sino también como “muy difícil de evaluar su veracidad”. Se
puede consultar: Kingsley, Peter. En los lugares oscuros de la Sabiduría. Inverness, Golden Sufi Center, 1999.
4
Esa labor de desembriaguez progresa grosso modo en dos grandes fases. En la
primera, el éxtasis razonable se crea una interpretación propia con ayuda de la
metafísica como ontología teológica: al mismo tiempo, desarrolla una rutina de
grandes pensamientos que se reproducen en formas en buena medida
reconocibles desde Aristóteles a Leibniz; así y todo, el escepticismo académico de
los antiguos tiende, ya en la Baja Antigüedad, a restar su fuerza a las grandes tesis,
prefiere estar suspendido en una distancia neutral entre las opiniones académicas.
En la segunda fase, la razón, aún más desembriagada, deshace sus metafísicas
construcciones cimerianas y desemboca, por fin en una total abstinencia de tesis
elevadas —ahora pretende no diferenciarse ya de un pensamiento cotidiano
ilustrado—. Solo así es posible que algo que empezó en Parménides acabe en
Wittgenstein. Parece que el entusiasmo filosófico no pudiera, en su edad
temprana, entrar en escena de otro modo que no fuera como teología o doctrina
de las primeras cosas. El primer descubrimiento del espíritu —por asumir la bella
fórmula de Bruno Snells— se consumó en el idioma de un idealismo epifánico
que se recreaba haciendo notar que, al abrigo de las palabras humanas, obraban,
en última instancia, irradiaciones divinas. A una teoría completamente
desembriagada ya no se le permiten semejantes patas de banco. Los individuos
que filosofan en el presente deberían, antes que nada y aun cuando quisieran
articular estados místicos en causa propia, aprender a hablar sobrios sobre el
éxtais, y eso quiere decir llevar adelante una biología de los estados excepcionales
en el marco de una física común del conocimiento. Puesto que vivimos en la
época del segundo descubrimiento del espíritu, ahora mismo sería el momento
adecuado para la iniciación de un endomorfinismo especulativo de los estados
excepcionales de la psique observados científicamente. Se debería llamar algún
día por su nombre químico a las sustancias transmisoras que guían los estados de
lo vivido como unidad absoluta; es más, se registraría ese mismo conocimiento
de los nombres como una capacidad del cerebro, o del universo creador, o de la
totalidad holográfica —una investigación que conduciría a una especie de
brahmanismo bioquímico. Hoy no se necesita poseer ningún especial
conocimiento en materia de escuela o investigación de movimientos de filosofía
actual para saber que, en ella, se habla de todo, nos sólo del endomorfismo de la
especulación; y es que , ciertamente, quiere entender algo de todo, no sólo de la
elaboración y supresión de la diferencia entre el propio Yo y el ser por medio de
mecanismos endocrinos o quimioéticos. Ninguna época estuvo tan lejos de
considerar, y mucho menos asentir, que el monismo místico sea la tarea
pendiente del pensamiento filosófico. Antes bien, los teóricos contemporáneos
se jactan de exterminar en sí los últimos vestigios del éxtasis y sus destellos
teológicos. Disfrutan contribuyendo a la victoria del espíritu de la desembriaguez
propia. El gremio en pleno se presenta hoy en completa y consciente ausencia de
embriaguez, como si fuera el sujeto tratado en una cura de desintoxicación que
5
ha transcendido épocas. Incluso ha conseguido olvidar la misma cura, de manera
que ya no tiene ningún sentido, para la gente de la corporación, hablar de unidad
universal, epifanía, autocontemplación de lo divino y cosas por el estilo de un
modo que no sea el de la perspectiva histórica. El oficio se previene del
entusiasmo con ironía o entrecomillados. Casi se puede decir ya, a modo de
definición, que un filósofo es alguien que no sabe qué son estados elevados en la
contemplación. La empresa teórica contemporánea ha perdido el olfato para
percatarse de que, entre sentimiento elevado y autopercepción, hubo un tiempo
en que se observó una honda correspondencia. Cuando Aristóteles —quién no
era, precisamente, un exaltado entre las cabezas antiguas— habló del
pensamiento pensante de por sí, aún había, cuando menos, un eco en el espacio
de una remota experiencia cumbre; aún no estaban lógica y éxtasis
completamente alejadas entre sí —un cielo común, aun cuando fuera el de
Eleusis y sus drogas iniciáticas, se tendía sobre ambos polos—. Si se vuelve la
vista hacia el factor entusiasta de las filosofías antiguas, se puede extraer una
conclusión altamente instructiva del diagnóstico de las modernas. Se muestra que
psicohistóricamente, tampoco la filosofía, entendida como disciplina, va contra
corriente y que también ella, con sus medios obedece la tendencia global del
proceso de civilización. Bajo esa óptica, la civilización al estilo occidental se
interpreta como el proceso de imposición de drogas sustitutorias —con la
anulación de la consciencia de que se trate de drogas sustitutorias—. De modo
que tanto más indefensa aparecerá una sociedad ante la irrupción de drogas
“duras”, cuanto más adelantada sea. Tal vez no esté ya lejos el momento en que
se pueda contar la historia de la cultura humana bajo el título de una teoría de las
drogas sustitutorias: al principio era abstinencia.
2. DROGAS SANTAS
Para empezar cualquier reflexión crítica sobre los orígenes del consumo humano
de drogas debería sacrificarse un moderno hábito de pensamiento. La
investigación histórica de las drogas proporciona la que para los hombres
contemporáneos resulta asombrosa lección de que la asociación de droga y
adicción representa, esencialmente, una vinculación moderna. Para comprender
la antigua realidad del consumo de drogas, sería preciso romper la profana alianza
predominante de droga y adicción, y concebir ambas como magnitudes
básicamente diversas. El desafío de la cuestión a los investigadores actuales
estriba en retrotraerse, con ayuda de la fuerza imaginativa histórica, a una época
en que las drogas actuaban, sobre todo, como vehículos de un tráfico fronterizo
metafísico y ritualizado. El uso ritualmente acotado de drogas forma parte, desde
el punto de vista psicológico, de la desaparecida era universal del Antiguo
6
Mediumismo 6. En este se concibe el interior humano en la medida en que está ya
delimitado, no tanto como esfera anímica, cerrada y autónoma 7 , sino como
espacio de manifestación y escenario para lo que ha de llegar, acontecer y
consumarse. De manera diversa a la actual percepción de la individualidad en el
homo clausus, subjetividad significa, en la era antigua de las drogas sacras, una
disponibilidad o accesibilidad elevada para lo no-siempre-manifiesto y, sin
embargo, más supremamente real, que acostumbra a descubrirse en estados
psíquicos excepcionales. El “interior” humano se abre y ofrece en la medida en
que es orquesta y pantalla para la epifanía de fuerzas sobre y extrahumanas cuyos
representantes sacros podrían ser cualesquiera de las sustancias que, en la
moderna jerga farmacéutica, se llaman drogas. Pero la palabra droga seguirá
siendo una designación defectuosa en tanto la entendamos sólo con un interés en
su identificación químico-farmacéutica y policiaco-cultural. En el orden del
mundo antiguo mediumiano, las “drogas” poseían un status fármaco-teológico
—ellas mismas son elementos, actores y fuerza del cosmos ordenado en donde
los sujetos intentan integrarse con miras a su superviviencia—. Las ayudas
farmacéuticas son especialmente requeridas en tiempos en que los individuos se
sienten enfermos y extraños. En ellas buscan asilo los hombres cuando están
persuadidos, por sí o como cuerpo social, de que se presenta una interrupción de
la armonía global. De manera que las sustancias psicotrópicas no se utilizan para
la embriaguez privada sinoque actúan como reactivos de los santo, como
abrepuertas de los dioses. Ernst Jünger ha formulado un significativo aspecto de
remotos usos de drogas cuando, mediante la embriaguez inducida por ellas, quiso
conocer un “desfile triunfal de plantas a través de la psique”8. La expresión trae
muy bien a colación el principio de permeabilidad medial que formaba parte de la
constitución arcaica y preautonómica del sujeto. Pero, con su acento en la calidad
de “triunfal”, distorsiona la esencia del mismo paso; hierbas sagradas, hongos y
extractos no tienen nada que ganar ni que perder de la parte humana; se trata de
una magia de reposición que propicia la embriaguez custodiada por las plantas a
fin de recobrar la participación humana en la integridad del mundo.
Al escribirlo con mayúscula, quisiera hacer notar que, aquí, se trata de un concepto temporal psicohistórico,
como Edad de Piedra o Antiguo Régimen. Presentar la historia de lo psíquico como historia del mediumismo o
como transformación estructural de la obsesión en general sería, en este momento, el desiderátum capital de una
historia de la cultura en perspectiva filosófica. Una historia tal debería destacar, ante todo, que la llamada cultura
avanzada, es decir, el período de la formación del Yo monoteísta, debe ser entendido como la era del
Mediumismo Medio; la época en que los hombres tan solo debían dejarse poseer por uno. De la ruina de esa
estructura nace el Neomediumismo posmoderno. Cfr. También en este volumen la sección “El determinado,
elegido, entusiasmado propio Yo”, p. 37 y ss.
7 Cfr., referente a su génesis, las observaciones sobre la doctrina socrático platónica y el perfectivismo físico, en
este volumen, p. 37 y ss.
8 Ernst Jünger, Annäberungen, Stuttgart 1978, p. 44.
6
7
Con la palabra integridad se denota algo de una evidencia tan palmaria para
hombres de la antigüedad como abstrusa para nosotros: una reivindicación de
concordancia entre curación y culto. Incluso en pleno renacimiento actual de
medicinas mágicas alternativas, esa mutua correspondencia sigue siendo tan
enigmática como siempre. Hasta qué punto imperaba en la antigüedad la idea de
los fármacos divinos y qué religiosamente se podía pensar de la curación, podría
mostrarlo un himno sacrificial del Rigveda, una de las más antiguas recopilaciones
de himnos hindúes sagrados.
He degustado cabalmente el dulce elixir vital,
Que sugiere buenos pensamientos y ahuyenta la necesidad,
Y en el que se regocijan dioses y mortales,
Que llaman “miel” a dulce alimento […]
Hemos bebido Soma, nos hemos hecho inmortales.
Hemos llegado a la luz, hemos encontrado a los dioses.
¿Qué nos podrá hacer la malquerencia? ¿Qué, oh inmortal (bebida), el
designio de un hombre mortal?
El custodio de nuestro cuerpo eres tú, oh Soma.
Has entrado en cada miembro como guardián […]
Se alejan sufrimientos, desaparecen enfermedades,
Las fuerzas de la tiniebla están espantadas.
Soma ha surgido en nosotros con su poder;
Hemos alcanzado el principio donde se rejuvenece la vida de los hombres
Unido a los padres, oh Soma,
Te extiendes sobre el cielo y la tierra,
A ti queremos honrar con sacrificios
Que nos harán señores de toda riqueza9.
Aunque no estemos iniciados en los arcanos profesionales de los sancritólogos,
en una lectura profana podemos, cuando menos, captar una notable alusión del
texto sagrado: es patente que forma parte de la lógica de esta invocación a la
bebida que, entre embriagadora bebida divina y la misma divinidad, no se hace
distinción alguna —al menos, no con la agudeza propia de la diferenciación
aristotélica entre sustancia y atributo o esencia y efecto—. Justamente esa no
distinción muestra cómo la llamada droga está englobada, sin resto alguno, en la
esfera sacra 10 . En consecuencia, apenas podría hacerse un deslinde entre la
relación con ella y el contacto con la divinidad. Por otra parte, el mito hindú no
tiene el mínimo interés en disimular que el dios Indra hace ostensiblemente un
9 Citado de Mircea Eliade, Geschichte der relgiösen Ideen. Quellentexto. Traducción y edición de Günter Lanczkowski,
Friburgo/Basilea/Viena, 1981, p. 208 y ss.
10 Cfr. Charles Malamoud, Cuire le monde. Rite et pensée dans l’Inde ancienne, París 1984, p. 55 y ss.
8
consumo enorme de soma, hasta el extremo de que, en todo caso el dios y no el
pequeño consumidor brahmánico, parece afectado por síntomas de un problema
de adicción.
Lo que, a primera vista, parece ser un problema lógico implica una diferencia
psicológica radical entre antigua y moderna experiencia de éxtasis y embriaguez.
La bebida, que conlleva la cualidad de la inmortalidad, la participa a sus
bebedores, igual si son dioses que hombres, en virtud de una intervención mágica
incorporada. De tales indicios se desprende que la fantasía histórica no bastaría
para trasladarse a un mundo donde está en vigor semejante lógica. Salvo que una
cierta proporción de aventura espiritual entre en juego, este campo
paleopsicológico seguirá vedado al pensamiento contemporáneo. Nos hemos
topado por casualidad con el nombre de Ernst Jünger entre aquellos que se han
sentido capaces de una aproximación a los misterios toxicológicos de culturas
pretéritas. Cito un pasaje de su trabajo sobre embriaguez y drogas en el que
Jünger, al arrimo de las investigaciones del germanista Wilhelm Grönbech, pone
a prueba el conjuro de un festín nórdico.
“Se sentaron, pues, juntos a esperar a Wod o Wotan [...]
“La cuerna fue ‘el corazón del festín’; era parte de él, como la espada lo es de las
joyas. La bebida tenía un hondo propósito como recuerdo de los hechos de los
padres y antepasados, incluso como conjuro del mundo mítico. Todo iba a ser
abandonado; debía quedar fuera junto con afecto y desafecto, fortuna e
infortunio, mientras ellos se sentaban juntos y bebían como en el corazón de una
nave de madera donde el silencio y el sosiego fueran cada vez mayores, al tiempo
que crecía la agitación interior.
“Entonces, también el mundo exterior se hace mántico, perceptible. Ruidos que
vienen de fuera suenan como avisos y presagios. El oído escucha tras los sonidos:
el ladrido de los perros y el grito de las aves adquieren fuerza admonitoria.
La vista se transforma; atraviesa los muros, también los de los sucesos, hasta más
allá del futuro […] La cuerna ‘gira en torno al fuego’; los hombres se saturan de
fuerza, pero no de aquella que presta la irresistible furia guerrera. No reluce de
dentro a fuera y no se hace escandalosa ni violenta en las espadas. Más bien es
calmada y apacible, aunque también agobiante. El tiempo se dilata de manera
insoportable. Eso no quiere decir que se prolongue, sino que se tensa hasta la
rotura. Pierde la duración y gana peso. Se hace cortante y opresivo, se hace
tiempo de sino, se hace tiempo de Nornas11.
11
Diosas escandinavas del destino. (Nota del traductor)
9
“Así se declara el silencio que, de vez en cuando, rasga mi suspiro, un quejido. Se
hace inminente lo que es aún más fuerte que ejército y armas […] cierne el
destino efectivo. Son contracciones de parto.
“No terminan de golpe. Las voces de afuera se hacen más quedas, hasta
enmudecen. El fuego, en torno al que giraba la cuerna, arde sin vibraciones en la
luz apacible que se ocultaba en el corazón de las llamas abrasadoras. Ahora es
cuando han entrado en función; cada cual lo siente, cada cual lo sabe, lo mismo si
las percibe en su traza que en el resplandor que irradian. Ahora ya no hay tiempo.
“Se hace sentir aún más rato en los rostros, los cabellos, las armas y atuendos.
También en los ojos que escrutan el porvenir en lontananza.
“Eso explica la ausencia de temor. Quien compartió la mesa una vez con ellas
conserva la serenidad hasta la sala ardiente. Seguirá adelante a través de las llamas
[…] ” 12
Pueden juzgarse las cualidades de esta prosa como se prefiera; en todo caso, es
patente que tenemos ante nosotros un intento de derribar la ontología de la
trivialidad mediante la que las interpretaciones del mundo desprovistas de
embriaguez se dispensan una constitución dogmática. Aquellos mundos
desaparecidos donde, en cada esquina, en cada tienda, bajo cada árbol mágico,
podía “darse” lleno de misterio lo viniente, compareciente o recurrente de la
manera descrita u otra, no se diferencian especialmente de los actuales y nuestros
en que conozcan un uso elaborado de la droga, sino en que no conocen
problema alguno de droga. Podían presentarse las más extremadas formas de
embriaguez; sin embargo, por lo que sabemos, en aquellos tiempos, no se habla
de adicción. Para esos mundos, casi se podría proclamar la regla empírica: cuanto
más profunda la experiencia de droga, más imposible la adicción. Lo que la
tendencia a la adicción excluye, ya de entrada, es la forma ritual del éxtasis y la
definición sacramental de las realidades manifestadas mediante la sustancia
embriagadora. Uso la expresión sacramental en un sentido fuertemente impregnado de magia que excede a todo; algo que los europeos, aun cuando fueran
católicos, aún entienden de su experiencia cotidiana religiosa. Lo dicho se puede
imaginar por medio de un experimento mental. Supongamos que la hostia
consagrada del ritual católico se preparara con una gota de dietilamina de ácido
lisérgico, la famosa criatura de Albert Hofmann, la toma de la comunión cristiana
tendría entonces derecho a ser nombrada con el mismo título que el soma o el
peyote. Menudearían apariciones de Cristo y visiones del Padre en la misma
proporción que las alucinaciones divinas eleusinas; el cristianismo sería, entonces,
una religión sintética de trance, como el xango brasileño o el candomblé,
ampliada con los componentes de la teología griega. Con eso finaliza el
12
Ernst Jünger, Annäherungen, Stuttgart 1978, pp. 156-157.
10
experimento. Ahora entendemos por qué no podemos exigir del sacramento
clave antiguo europeo, la última cena, más de lo que nuestra civilización, en
definitiva, es capaz de dar. Como aquí se encarna una tendencia mundial a las
relaciones sobrias, la última cena es un sacramento de participación sin
alucinaciones. Hay, pues, buenas razones para ofrecer pan poco nutritivo a los
laicos y exquisito vino de celebrar al clero; se ofrece sucedáneo protestante
piadoso bajo ambas especies. Eso habla con suficiente elocuencia de la dirección
que nuestra civilización ha introducido toto genere en la cuestión de la participación
en la sustancia divina. A quien se fije con atención no se le escapará que la
“racionalidad occidental” se materializa ejemplarmente en un sacramento de la
privación. Esto, nota bene, ya lo captaron los teólogos antes de que viniera la
Ilustración a despejar el ritual. Tras la victoria, en el debate eucarístico del siglo
XVI, de los teóricos simbolistas protestantes sobre los católicos místicos de la
presencia real, quedó bien evidente cómo el alma moderna es expulsada del
paraíso de la participación embriagadora. La modernidad calvinista sólo
reconocerá los misterios de la droga sustitutoria: el culto del dinero y del éxito
intramundano. Quien no pueda acceder a esas drogas sustitutorias es arrojado, de
hecho, a las llamadas drogas duras. No son por casualidad los Estados Unidos la
nación de la tierra más reconcomida por problemas de droga. Son el país que
vive como ningún otro de drogas sustitutorias. Quien no puede drogarse con
éxito o dinero simplemente tiene que consolarse con los “sustitutos de gracia
química” —como llamó Aldous Huxley a las drogas “reales”—. Heroína es la
droga sustitutoria americana para las drogas sustitutorias éxito y triunfo. Del
fármaco divino que procuraba la participación en la esencia de lo inmortal, se ha
hecho, en el mundo protestante, un veneno narcisista que corrompe las almas
con alucinaciones de misión y predestinación.
3. LA IRRUPCIÓN DE LAS ADICCIONES.
DE LA FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU PROPENSO A LA
ADDICCIÓN.
Tras este repaso, por fuerza muy rapsódico, a las dimensiones religiosas y
paleopsicológicas del uso de drogas, naturalmente se impone a la conciencia
moderna la pregunta de cómo pudo originarse la que nos parece tan espontánea
unión de droga y adicción. ¿Cómo fue posible que la adicción diera con la droga?
¿Por qué medio adquieren las sustancias psicotrópicas la reputación de ser
“drogas” y hacer adictos? ¿Cómo pudo nacer la certificación objetiva de que hay
sustancias que, como tales, son esclavizadoras del ánimo y productoras de
adicción? ¿Cómo pudo generalizarse la certificación psicológica de que, por
naturaleza, haya individuos “propensos” a la adicción? No se esperará que estas
11
preguntas encuentren aquí una respuesta satisfactoria; dudo que las competencias
de los filósofos y psicohistoriadores actuales alcancen como para plantearse
problemas de este orden y magnitud con perspectivas de éxito. Lo que quiero
intentar a continuación no puede tener más significado que el de un sondeo
provisional del terreno que una investigación venidera debe proponerse para su
estudio detallado.
Para que la típica asociación moderna de droga y adicción pudiera tener lugar,
tuvieron que actuar de consuno, tal y como lo pienso, tres grandes hechos
notables en la historia de la subjetividad, cada uno de los cuales ha requerido para
sí un periodo de desarrollo de varios milenios. La enormidad e inconclusión de
ese proceso conlleva el inconveniente de que no podamos dotarnos de distancia
ante él ni elaborar un enfoque en perspectiva. A despecho del riesgo de ser
víctima de una titulación especulativa de las relaciones, quisiera, a continuación,
nombrar tres grandes tendencias de la historia de la subjetividad de las que
nuestras reflexiones adicto y drogo-teóricas podrían obtener vías de prospección.
A. El enmudecimiento de los dioses;
B. La desrritualización de la sujeción;
C. La formación explícita de la voluntad de no-ser.
Quiero intentar bosquejar la interdependencia de estas magnitudes
psicohistóricas y dar a conocer sus consecuencias adicto dinámicas. Con ello, ha
de quedar claro cómo las tres tendencias se fusionan en una descripción del
surgimiento de la conciencia individual humana en un mundo neutral, prosaico,
abierto y, a la postre, sin sentido. Al propio tiempo, se daría con ello lugar a una
historia que trataría de la formación de la inconsistencia de los sujetos y de la falta
de albergue metafísico del carácter humano moderno.
A. El enmudecimiento de los dioses. Bajo este título se oculta una de las más
significativas cesuras de la historia de la conciencia. Pero nos encontramos en la
situación de no poder rendir cuentas de ella, porque nosotros mismos somos
miembros de una civilización marcada desde hace mucho tiempo por el silencio
divino 13. Los hombres modernos son gente que se han puesto a resguardo de
revelaciones —esta observación también puede usarse definitoriamente—.
Tenemos a nuestra homogénea y prosaica versión de la realidad y a nuestro
estado interior cotidiano y sobrio por algo tan normal y normativo que todo el
resto sólo es considerado como ilusión y desvarío. Nada habría para nosotros
13 Cfr. Klaus Schneider, Die schweigenden Götter. Eine Studie zur Gottesvorstellung des religiösen Platonismus, Hildesheim
1966. (Los dioses silenciosos. Un estudio sobre la concepción de Dios en el platonismo religioso)
12
más perturbador que la irrupción de nuevas manifestaciones de un más allá que
reclamara derechos de validez como cultura oficial. Mediante una premiosamente
graduada serie de normas e instituciones de naturaleza lingüística, psicológica,
jurídica, medicinal y política hemos asegurado el anatema psiquiátrico de los
cortocircuitos epifánicos entre Dios y el individuo. Concedemos sin extremada
dificultad que los sujetos sanos pueden, en cierta maneta, “creer en Dios”; pero
estamos absolutamente seguros de que sólo Dios o dioses enfermos ven y oyen.
Para ilustrar convincentemente cómo se ha llegado a este status quo
antiepifánico, habría que poder reproducir la evolución de las formas de
concepto del mundo y de las estructuras mentales a lo largo de los últimos dos o
tres mil años de manera continuada, un quehacer cuya culminación parece
inabordable en la actual situación del conocimiento filosófico e histórico. Pero,
como quiera que se vaya a inducir a semejante gran narración, sea continuando la
especulación audaz de Julián Jayne sobre el cerebro bicameral 14, sea orientándose
a las sagaces tentativas de Ulrich Sonnemann y Thomas H. Macho de una
reformulación psicoacústica de la filosofía de la conciencia 15, sea inspirándose
por propuestas de transformar la metafísica en conocimiento metafórico
antropológico 16; en cualquier caso, se hace preciso apartarse del actual estado de
conciencia del hombre occidental. Y ese estado es inequívoco si se trata de
establecer que los dioses están definitivamente excluidos del “sumario de
experiencias” admisibles y posibles 17. Damos por concluido que lo divino, si se
ha de hablar de alguna manera de su “existencia’’, no es, por principio,
susceptible de manifestación 18. Toda afirmación de una epifanía directa sólo
puede ser motivada, en consecuencia, por una autoafección patológica de un
dispositivo de conciencia que, él mismo, se engaña y usa impropiamente. La
soledad del desvarío religioso está suspendida sobre manifestaciones directas. En
tales convicciones se resume un proceso civilizador de tan alto poder de
caracterización, tan consumada coherencia y omnímoda autoridad, que ningún
Cfr. J. J., Der Ursprung des Bewuβtseíns durch den Zusammenbruch der bikameralen Psyche, Hamburgo 1988. (El origen
de la conciencia a través del colapso de la psique bicameral)
15 Cfr. Ulrich Sonnemann, “Zeit ist Anhörungsform Über Wesen und Wirkung einer kantischen Verkennung des Ohrs”, en:
Tunnelstiche. Reden. Aufzeichnungen und Essays, Frankfurt a. M. 1987. Thomas H. Macho, “Musik und Politik in der
Moderne”, en: Die Wiener Schule und das Hakenkreuz, Viena/Graz 1990; del mismo, “Was denkt? Einige
Überiegungen zu den philosophiehistorischen Wurzeln der Psychoanalyse”, en: Philosophie und Psychoanalyse,
Frankfurt a. M. 1990.
16 Cfr. Hans Blumenberg, Paradigmen zu einer Metaphorologie, Bonn 1960. Ernesto Grassi, Die Machi der Phantasie,
Munich 1979.
17 Por otra parte, es evidente que las actuales escaramuzas en el frente de la investigación paranormal contribuyen
a un reblandecimiento del concepto restrictivo de realidad; eso podría conducir a una relativización del, por ahora,
imperante antiepifanismo. Con todo, la idea de que la teología podría ascender al rango de una ciencia empírica
mediante un paranormalismo asignado, me parece sectaria.
18 De manera que la teología se encuentra presionada para positivar la no-manifestación de Dios. Cfr. Raimon
Pannikar, Gottes Schweigen. Die Antwort des Buddha für unsere Zeit, Munich 1992; también Martin Buber, Gottesfinsternis,
Zurich 1953.
14
13
solitario, por más disidente que sea, puede, sin concesiones autodestructivas al
irracionalismo, tomarse la libertad de poner en cuestión la necesidad de su
decurso completo. Incluso en el caso de que, como algunos creen, en todo ese
proceso, visto en su totalidad, se haya entremezclado algo perjudicial o funesto
para la especie, no podríamos menos que asentir que se haya tratado de una
fatalidad coherente consigo misma. La misma lógica de la evolución de la
experiencia humana sanciona el resultado de los sucesos que, hasta hoy, podemos
abarcar. No podríamos echar de menos, por eso, una organización de conciencia
en la que los dioses o sus delegados anduvieran entrando y saliendo de nuestro
interior sin condiciones. Esa imposibilidad sigue en vigor por más que
pudiéramos persuadirnos de que una elevada disponibilidad para Dios o los
dioses significase una inmunidad contra adicciones. Incluso aunque lo
deseáramos, ya no podríamos canjear propensiones a la adicción por visitas
divinas y epifanías privadas. La orientación del proceso de civilización hacia la
potenciación del Yo-conciencia, la institución de la subjetividad de control y la
supresión de las tendencias mediales son, en su conjunto y prescindiendo de
resistencias subculturales, irreversibles. Ciertamente, forma parte de los enigmas
no resueltos de la historia de la conciencia la pregunta de cómo es que el sujeto,
en la medida en que su impermeabilidad aumenta respecto a Dios y los dioses, se
vuelve más susceptible para la sujeción mediante drogas.
B. Al par que los dioses callan, sale a la luz una tendencia a la descodificación del éxtasis. No
se puede dar en suponer que el uso de drogas sacras haya desaparecido del
mundo, de golpe, hace dos o tres mil años. Sin embargo, lo que se observó por
doquier, de entonces a esta parte, fue un impulso hacia la formación no específica
de los estados de embriaguez. Incluso en éxtasis, desaprendían los hombres más
y más el dialecto de sus dioses; y tampoco en el estar-fuera-de-sí de los medios
encontraban los dioses el camino para regresar a su antigua seguridad de
manifestación. Un autor como Plutarco tenía, en efecto, buenas razones para
deplorar la decadencia de los oráculos. Embriaguez y culto se separan. Aún se
toman drogas —ahora se llaman así a justo título—. Aún se abren puertas a
estados interiores desacostumbrados; pero, a través de ellas, ningún informante
accede ya a un más allá. Ahora se abre el camino al consumo privado y profano
de drogas y, en cuanto se pone el pie en él, se va a caer, casi irremisiblemente, en
el agujero de la adicción. Individuos que antes hubieran servido para médiums,
en lo sucesivo tienen un riesgo agravado de ser víctimas de éxtasis no
informativos. Siempre quedará como algo memorable el hecho de que justamente
civilizaciones con conocimiento y trato muy antiguo y elaborado de sustancias
psicotrópicas se hayan arruinado, tras el derrumbe de su integridad cultural y en
el más reducido lapso de tiempo, a causa del alcoholismo.
14
A medida que los éxtasis se hacen no-informativos, porque los dioses están
cansados de manifestarse y las imágenes de embriaguez pierden la nitidez de su
perfil, se impone un trato llano y desrritualizado con las poderosas sustancias. En
cuanto desaparecen los asideros rituales que, en el consumo de drogas sacras,
protegen al sujeto, éste se halla en una relación directa y sin protección alguna
con aquello que, según toda experiencia, es más fuerte que el propio Yo profano.
Una de las lecciones trágicas de la droga es que prohíbe al hombre una relación
privada con aquello que sojuzga. Y es que, en condiciones de consumo privado,
toda sustancia psicotrópica acaba por cumplir, tarde o temprano, la definición de
lo demoníaco. En la relación con el demonio, pierde el sujeto su voluntad en
favor de su más poderoso socio. En verdad, todo individuo que no quiera
perecer de prosaica consunción debe llevar una consabida relación con aquello
que sabe que es más fuerte que él mismo. El sentido de las instituciones religiosas
descansaba, en especial, en el cuidado de esa percepción de fuerza superior;
mediante participación ritualizada y codificación de las relaciones de lealtad entre
dioses y mortales, se unía el elemento más débil con el más fuerte de una manera
cautelar y provechosa. Ahora bien, si el sujeto des codifica sus incursiones en el
éxtasis y cae en la corriente del consumo privado y desrritualizado con su maligna
coerción repetitiva, una tendencia degenerativa se abre camino. A veces, espíritus
familiares protectores se interponen y rescatan a los adictos de su enajenación
química devolviéndolos a una esfera común; el conocido título de película
Madres contra la Mafia nombra una significante constelación a ese respecto.
Pero, donde eso no tiene lugar, la participación privada en lo más fuerte se
convierte en una maligna sujeción. El camino a la actuación de tensiones desde el
campo de fuerza del masoquismo primario está abierto; el sujeto se hace
dependiente de elevados deseos de aniquilación y del sentimiento embriagador de
combustión acelerada. (Incluso se podría decir que, en la modernidad, los adictos
se diferencian de los sobrios sólo en que aquéllos se han decidido por una alta
velocidad de autodestrucción.) Ése es el caso, en cuanto se es participante débil
de una relación de sujeción. Su legítima exigencia de participación en una fuente
de energía y elevación conduce, en el consumo privado de tóxicos
embriagadores, a un canje demoníaco de situación. En lugar de absorber de la
fuente de energía, él mismo se convierte en absorbido; se vacía en favor de lo
avasallador, de aquello de lo que se quería llenar. Esa inversión-de-absorción
pertenece a los rasgos peculiares de la adicción, en los que se puede comprobar
del modo más patente su procedencia de metafísica fallida 19.
Los comentaristas más dispares coinciden con notable unanimidad en observaciones de este estilo, Jacques
Derrida señala: “En cuanto el ciclo de la transcendencia se queda despoblado, una retórica fatal invade esa plaza
vacante y ésa es la del fetichismo toxicómano” (“The Rhetoric of Drugs”, en l-800-Magazine, No. 2,
Spring/Summer 1991, p. 36). El cardenal Ratzinger escribe: “La droga proviene de la desesperación en un mundo
que es sentido como la cárcel de los hechos, en donde el hombre, a la larga, no puede resistir […] La droga es la
pseudomística de un mundo que no cree, pero que no puede deshacerse del ansia vehemente del paraíso que
19
15
Con ello se hace evidente que cada caso de adicción contiene un testimonio
sobre las dificultades de construcción del mundo en los tiempos modernos. Justo
ahí donde los sujetos tienen que saldar su cuenta con lo que los sojuzga, es donde
las tendencias modernas culturales hacia la desrritualización de las formas de vida
y hacia el individualismo consumidor dejan abierta una puerta de entrada para
todas las posibles tendencias de adicción. En lo tocante a todo aquello que es
más fuerte que ellos, los individuos modernos están tendencialmente solos —a lo
sumo, cierran un pacto posterior entre “afectados” de la misma manera—. Así
que son víctimas predestinadas de las innumerables formas del cambio de sujeto
y de la inversión de absorción. Eso lo han entendido mejor los jefes de la mafia y
los cabecillas de las sectas políticas que los psicólogos sociales y los terapeutas.
Tal y como, en una ocasión, observó el psiquiatra Harold Searles que cada loco es
uno que ha sido vuelto loco por alguien, se podría, en este caso, dar cabida a la
conclusión análoga de que cada fanático es un fanatizado y cada adicto es uno
que ha sido absorbido por alguien. En cada adicción opera la causa de que el
sujeto ha perdido la soberanía sobre aquello que satisface. Sobre el adicto se
cierne una fuerza que, en modo alguno, consiente en ser sustituida por nada: soy
tu señora y tu satisfacción, no tendrás ninguna otra satisfacción ante mí. Charles
Baudelaire, el poeta versado en drogas, ha dejado constancia, hace más de cien
años, del sentimiento “de que él era fumado por la pipa”, una aseveración que,
notoriamente, se mantiene en oscilación entre el consentimiento y el pánico.
Suena, al mismo tiempo, aterrada y satisfecha, como si Baudelaire no pudiera
decidir si la mayor fatalidad para el hombre civilizado es el mantenimiento o el
abandono de sí mismo.
C. El surgimiento de la voluntad de no ser —me temo que seguirá siendo una empresa
precaria articular explícitamente la tercera de las grandes tendencias de la
subjetividad histórica mencionadas más arriba—. Incluso para una disciplina
etérea y ejercitada con negatividades como la filosofía moderna no es nada
sencillo hablar de cosas como ésas, porque se trata claramente de una zona
prohibida de la reflexión. Además, siempre es delicado señalar con el dedo, a lo
basto, por decirlo así, la dimensión de la existencia humana que se “extiende” del
ser al no ser 20.
tiene el alma […] ”. En: Joseph Kardinal Ratzinger, Wend zeit für Europa. Diagnosen und Prognosen zur Lage von Kirche
und Welt, Friburgo 1991, pp. 14-15.
20 Que hay tantos tipos de revocación de la realidad como tipos de orden de realidad cultural es algo que Vilém
Flusser ha visto con toda nitidez: “Siempre y en todas partes, han reflejado los estupefacientes la estructura
cultural para cuya negación servían. Así reflejan los opiatas del lejano Oriente la estructura del budismo, a saber,
iluminación negativa. Un análisis del hecho de que el Islam permita el hachís y prohíba el alcohol, mientras entre
nosotros se da el caso contrario, daría a la luz un reflejo semejante. Lo mismo sirve para los hongos mexicanos,
aunque en México, por lo que hemos podido averiguar, la embriaguez juega un papel diferente al del resto de las
16
En la actualidad, según la reglamentación lingüística de la interpretación filosófica
oficial de la existencia, los hombres son seres de los que hay que decir que están
en-el-mundo. ¿En que sentido tenemos que entender aquí la preposición “en”?
¿Qué quiere decir la expresión “en” cuando se presenta como parte de la gran
formulación estar-en el-mundo? ¿Es que estamos en el mundo lo mismo que
estamos en esta habitación, la cual está en esta ciudad, que está en este planeta, el
cual está en este universo? Evidentemente, para nosotros es sencillo situarnos
espacialmente e imaginarnos localizados en recipientes cada vez mayores, en
envolturas progresivamente amplias que nos encierran y contienen. Con ese
juego, permanecemos acurrucados como la muñeca en la muñeca en una
clasificación espacial de nosotros mismos en continentes cada vez mayores.
Hasta ahí, todos somos “físicos”. Pero, ¿dónde vamos a colocar la suma de todos
los continentes, el universo, si no es en algo que, ello mismo, no puede ser
continente alguno: en nuestra imaginación, nuestra noción de él?. Porque, ¿dónde
estaría el universo sino en nosotros, en nuestra existencia que, después de todo,
esta dispuesta para la asimilación de la gran relación? De ahí en adelante, no
avanzamos más como “físicos” y tenemos que hacernos teóricos del mundo
interior, sea como psicólogos, teóricos del conocimiento o neurocosmólogos. En
cuanto utilizamos el “en” como preposición absoluta, reparamos en la posición
abismal del hombre. Si queremos localizarnos en un sentido absoluto, nos
encontramos en lo inmenso. No estamos en el mundo como el anillo en el
estuche o la mosca en el cristal; figuramos en él al mismo título que el salto en el
vacío, la flecha en el azar, o la imagen en el aparato de proyección. El “en” usado
como preposición absoluta implica un índice de movimientos que, literalmente,
indica “entrando”; si no fuera contra el sentido de la lengua, Heidegger habría
debido hablar del ser-entrando-en-el-mundo y no del ser-en-el mundo. Con ello
es aludida la forma de ser de una entidad que, en la misma medida en que está en
el mundo, está en el salto al mundo —o en la caída al mundo, si se prefiere esta
original metáfora gnóstica de movimiento.
Partiendo de reflexiones de este estilo, he empezado a recomponer, hace algunos
años, determinados impulsos de la filosofía existencial en una especie de
psicología filosófica y ontocinética que yo llamo “analítica del venir-al mundo” 21.
Ésta proviene del pensamiento de que también debemos abandonar el resto
culturas que nos son conocidas. El objetivo de la cultura mexicana —y quizá el de las culturas indias occidentales
en general— parece ser la negación propia mediante la embriaguez. Por eso nos fascinan esas culturas en la
actualidad”. En: V. F., Nachgeschichten. Essays, Vortrdge, Glossen, Dusseldorf 1990, pp. 146-147.
21 Introducciones a ella se encuentran, primeramente, en el “Tractatus psychologico-philosophicus”, de Der
Zauberbaum, Frankfurt a. M. 1985, pp. 281-292; la idea es desarrollada explícitamente en los dos libros: Zur
Welt kommen Zur Sprache kommen, Frankfurter Vorlestungen, Frankfurt a. M. 1988; y Euro taoismus - Zur Kritik des
politischen Kinetik, Frankfurt a. M. 1989.
17
positivista que queda adherido en la manera de hablar del ser-en-el-mundo. Sólo
entonces podremos, sin sucumbir a la adicción metafísica por lo inmóvil,
comprender adecuadamente la movilidad del ser “existente” en su ser-viniendo,
su instalarse y su ser yendo; como seres de movimiento, los hombres se
entienden en un cambio de elemento22 que atraviesa el mundo, lo que implica
tanto un éxodo como un regreso, con una zona de estancia y posición entre
ambos. Existir es, en consecuencia, no sólo el avance irreversible desde una noexistencia (o preexistencia) hacia la existencia, sino que incluye en sí un
movimiento contrario desde la existencia hacia la no-existencia. Si se concibe al
hombre como un ser entendido necesariamente en marcha, se hace evidente
cómo una y otra vez toma y deja su estar contenido en la tensión de la carga
universal. De ese modo, podemos evitar hablar del hombre en una lengua que lo
condena de antemano al establecimiento en un ser siempre positivo. El
existencialismo seguirá tuerto y patético en tanto no consiga reflejarse en un
inexistencialismo como equivalente necesario. Existencialismo e inexistencialismo
permiten, sólo juntos, una visión estereoscópica de la ambigua morada humana
en el mundo que se ajusta a las investigaciones de una psicología profunda
filosófica. Ésta toma buena nota de que no sólo lo consciente se corresponde
con un inconsciente, sino que también el estar presente abocado hacia el mundo
se correlaciona con un estar ausente falto de mundo y vuelto del mundo.
A partir de aquí es más hacedero señalar la importancia que tienen los éxtasis
privados y no-informativos de los embriagadictos. En la adicción nos acoge una
rebelión individualizada, es decir, separada del conocimiento de los congozantes
de la cultura, contra la exigencia excesiva de la existencia. Por medio de consumo
privado y desrritualizado de drogas, los sujetos se abren una vía de retorno
salvaje, por decirlo así, a la inexistencia. A menudo creen tener expresamente un
derecho a semejante salida, como si estuvieran penetrados, en un rincón de su
conciencia, por la convicción de que son demasiado soberanos para tener que
cargar con la pesadez de la existencia. Es verdad que nada ofrece tanta
superioridad como el pensarse fuera del atolladero de determinadas
circunstancias; nada hace tan libre como el suspenderse sobre la oposición
entre querer y deber; apenas nada conforta tanto como la certeza de poder
escapar de la esclavitud del propio instinto de conservación. Pienso que no es
por casualidad que algunos drogoterapeutas constaten ocasionalmente en sus
clientes un comportamiento que describen como una coquetería de la
incurabilidad. Algunos adictos se alían con las drogas para, con ellas, hacerse
con algo que, por sus propias fuerzas, no podrían procurarse: la decisión de
22 Para el concepto cambio de elemento, cfr. en este volumen la sección Metoikesis - Cambio de morada del alma”,
p. 69 y ss., así como la sección “Uterodicea como enseñanza de las cosas postreras”, p. 152 y ss.
18
interrumpir el continuum obligatorio de una realidad indeseable. En casi todas
las adicciones, un motivo ontológico abandonado juega un papel: la adicción
significa a menudo un experimento parametafísico sobre la negación global en
la que, con objeto de crítica universal, se pone entre paréntesis todo lo que
viene al caso. Mediante la alianza con la droga, el sujeto adicto deroga su
existencia con la que se mantendría en las tensiones de la apertura al mundo,
con todas las consecuencias que eso conlleve en forma de preocupaciones,
luchas, quehaceres y obligaciones sociales. Con todo, sería totalmente erróneo
ver en la droga sólo un medio de huida del mundo. Desde el punto de vista de
la sociedad, el adicto es un desertor que se aleja sin permiso del ejército de la
realidad. Y aún más alejado está de su propio Yo que, en virtud de su
existencialidad, lo enviaría “adelante”, a una disposición anímica en vela,
resistente, responsable y productiva; desea evitar el estado en que él sería
mantenido en vigilia por la llamada de las cosas y sus semejantes; da una
contraorden a la existencia en el espacio de vela de la realidad común 23. Se ve
en todo esto que existencia es una especie de exigencia ontológica a los
hombres para la que no hay ninguna ejecución forzosa. No se puede mostrar a
nadie una orden donde resulte que el afectado quede, en lo sucesivo, obligado
a la autoaceptación. La droga no obtiene, en ningún caso, su poder de sojuzgar
la psique sólo de sus efectos químicos; la coacción de repetición que manda al
sistema nervioso adicto puede volverse irresistible sólo en la misma medida en
que la droga pueda hacerse imprescindible a una desgana de ser. La droga se
enseñorea del alma sólo como servidora privada e íntima de la tendencia a no ser.
Tocamos aquí una dimensión de hondura de la historia de la conciencia que, en
buena medida, se ha sustraído a la indagación psicológica. Bajo los secretos de la
inexistencialidad yace un anatema que causa espanto al pensamiento en gestos del
positivismo desamparado. Ante la Medusa de la negatividad, hasta el
pensamiento filosófico se hace apenas diverso del cotidiano, estrecho y envarado.
Lo que haría falta, para disolver ese bloque positivista, sería un concepto de
nirvana occidental que nos proporcionara una nada amigable. Pero, ¿dónde
hallamos principios para una idea de la inexistencialidad? ¿Cómo liberamos al
sujeto del stress de la existencia permanente y a las sustancias de la coacción a la
presencia duradera? ¿Podemos constatar en la tradición occidental vestigios de
una conciencia nirvanológica o inexistencialista?
Los historiadores de las ideas no han de saber dar respuestas seguras a estas
preguntas. Se podría, en todo caso, señalar la aparición de las religiones de
23 Cfr., en este libro, la parte final: “¿Cómo tocamos al sueño del mundo?”, especialmente para la teoría del
espacio de vela, p. 268 y ss.
19
salvación próximo-orientales y mediterráneas que comenzaron a revolucionar,
hace más de dos mil años, la familia de las ideas y motivaciones de la humanidad.
La irrupción de las ideas de salvación constituyen, sin duda, uno de los hechos
más explosivos de la historia de la conciencia. Desde que la idea de la salvación
se impuso en determinadas tradiciones, arde sin llama un radical destello de
crítica universal en la conciencia del mundo de los pueblos de cultura avanzada.
Allá donde la salvación es tenida por posible y viable, gana fuerza, al mismo
tiempo, el pensamiento de que todos los esquemas de la existencia natural
pueden y deben ser invertidos. La diferencia entre vida y muerte pierde terreno a
partir de que la mayor de todas las subversiones enseña que es preferible una
verdadera muerte a una falsa vida. Con la exigencia de salvación, entra en el
mundo la posibilidad de la negación del mundo y la vida —una negación,
entiéndase bien, que intenta desprenderse del engaño de la existencia profana— .
Ahora se apodera el vértigo del espíritu frente a la inversión de todos los
esquemas —hasta la sospecha de que el mundo, en su totalidad, sea invertido en
su status quo o puesto de cabeza, se concreta en doctrinas de paraísos
allendistas— . El espíritu en busca de salvación empieza a invalidar “este mundo”
en su totalidad como una falsa premisa. Quien juega con fuego de salvación no
es nunca del todo extraño al grandioso intento de dar la espalda a la construcción
del mundo y abandonarlo a su ruina —la apocalíptica va incluso tan lejos como
para predicar su destrucción y, si ello fuera posible, darle fuego con su propia
mano.
En perspectiva psicoanalítica, es natural la observación de que, con la irrupción
de las ideas de liberación cristianas y gnósticas, se han evocado los espíritus de la
negación primitiva. También la piedad de la creación cristiana oficial parece
haberse esforzado intensamente en el intento de defender la bondad del mundo,
consecuencia de la bondad de su creador, contra el levantamiento de la
negatividad; ya que, una vez despertadas violentamente las fuerzas de crítica
universal del arquetipo masoquista y sádico, no debían dejarse adormecer de
nuevo. De modo que el perfecto ajuste del sujeto en la buena totalidad queda
interrumpido para siempre. El alma se descubre como la magnitud desajustada,
como lo diverso en todo y frente a todo. Los más grandes conocedores de la
psique humana han de hacer concesiones sin cesar a las sabidurías sugestivas del
dualismo. Desde la escisión nuclear gnóstico-maniquea de la divinidad hasta la
teoría freudiana del instinto de muerte, nada se ha dejado sin intentar en la
tradición occidental para sustanciar la gran negación del mundo, el cuerpo y el
propio Yo, metafísica o metapsicológicamente.
En nuestro contexto, importa señalar que las corrientes gnósticas de la Baja
Antigüedad —aliadas con tendencias de psicología anacoreta y teología
20
negativa— significan el primer destello de un impulso nirvanológico en suelo
occidental. El anticosmismo gnóstico —la doctrina de la no pertenencia de las
almas al mundo de la materia y de los demonios astrales— fue un esfuerzo de la
psique de la Baja Antigüedad para desacoplarse autoterapéuticamente de “este
mundo”24 grotesco y causante de maldad; era, una vez más, un precario intento
de hacer apátridas a los pneumata o almas del espíritu para abrirles una perspectiva
de salvación interior por medio de una autorreintiegración celestial. El alma, que
aquí se entiende a sí misma como transeúnte extraviada en su regreso a casa,
desde el momento de la anamnesis 25 y el regreso a la sabiduría goza de que su
posexistencia será semejante a su preexistencia: ambas significan el ser sumergido
en una esfera inundada de luz y arrobamiento. En perspectiva de fenomenología
religiosa, aquí salta a la vista un cierto parentesco entre gnosis y budismo26 .
Cuando la sapiencia gnóstica da de baja del cosmos al sujeto para repatriarlo a
una falta de mundo originaria y, por ende, en un ser en-Dios, resulta un
equivalente de toda evidencia con la transición del budista por la falta de hogar.
Ambos son gestos de un cambio de morada ontológico27 que debe conducir a
una especie de huida o deshábito del mundo. Con la ayuda de la gran negación
ascética, se cura la añoranza mundana, el mecanismo causante de sufrimiento, y
se alivia el ansia de poder en lo real. Mediante el desprendimiento de la residencia
mundana el sujeto apegado a sí mismo y las cosas como poseedor se reorienta
hacia el contacto con las verdades de la vida nómada: como mejor viajan los seres
que atraviesan el mundo es ligeros de equipaje. Como libre espíritu gnóstico,
como sannoyasin hindú, como monje budista o como profano meditabundo, el
solitario puede liberarse de la obsesión por la posesión mundana; un nomadismo
metafórico disuelve el bloque de las formas del Yo asentadas y obsesionadas por
el mundo. La nirvanología budista y la cosmología gnóstica producen efectos de
una índole asombrosamente análoga que desatinan el realismo oficial. Con rigor
suave, liberan al sujeto de la positividad inexorable del ser-en-el-mundo-o-en
ninguna-otra-parte. Gracias a un gesto sin parangón de magnanimidad empalica,
las enseñanzas de Buda y de la serena gnosis ofrecen al hombre agobiado y
vulnerado por la realidad insoportable la doble ciudadanía del ser y del no-ser.
Desbloquean así el acceso a la falta de mundo y a la inexistencialidad; de igual
manera, pueden contribuir a regenerar las energías cosmopolitas del sujeto en
24 Para la problemática del pronombre demostrativo en la forma de hablar “este mundo”, cfr. la sección
“Conceptos con la punta del dedo” en el capítulo ¿es el mundo negable?, p. 169 y ss.
25 En griego, recuerdo. (Nota del traductor)
26 Que nosotros sepamos, éste fue tratarlo por primera vez por el teólogo de Tubinga y discípulo de Hegel
Ferdinand Christian Baur en su libro, que hizo época. Die Christliche Gnosis oder die Christliche Religionsphilosophie,
Tubinga (Oslander) 1835, pp. 56-64; la posición decisiva está reproducida en: Weltrevolution der Seele. Ein Lese- und
Arbeitsbuch der Gnosis von der Spätantike bis zur Gegenwart, edición de P. Sloterdijk y Thomas H. Macho,
Munich/Zürich 1991, p. 308 y ss.
27 Para el concepto cambio de morada, en griego metoikesis, cfr. en este volumen p. 69 y ss.
21
cuanto no vuelven a hacer de la negatividad una posición rígida o
“fundamentalista”.
Son grandes episodios de la historia de la conciencia que, en su alcance, siguen
superando nuestra interpretación trivial de vida, mundo y realidad. Tampoco los
filósofos y psicólogos modernos están inmunizados contra esa trivialidad, en
cuanto son víctimas, casi sin excepción, del dogmatismo de la existencia. A decir
verdad, lo que se espera de los filósofos es que sean capaces de reflexionar con
afinidad sobre los campos oscuros de la condition humame—, incluso debiera ser
una obligación profesional para los psicólogos que defendieran, si preciso fuera,
requisitos de integridad psíquica contra las normas ofensivas de la cultura oficial.
Lo que se ve, al menos de facto, es un existencialismo dogmático a santo del que,
con pleno sentimiento de la propia capacidad de realidad, remitirnos a los demás
justamente a los frentes de lo real donde, según toda experiencia, sólo pueden
fracasar. Lo hacemos con la buena conciencia de existentes exitosos y lo hacemos
aun cuando debiéramos saber que nuestros clientes eran incluso menos dichosos
que nosotros mismos; de otro modo, ¿por qué habrían tenido que retirarse a sus
embriagueces y cuartos oscuros? ¿Qué habrían perdido en la nada de una
enferma falta de mundo de tipo neurosis y adicción? ¿Por qué habrían
emprendido la huida a la apelación psicótica contra su previa condena inmerecida
a un existir y tener que soportar en la superficialidad letal de sus mundos?
Si queremos estar a la altura de los grandes episodios de la historia de la
conciencia que surgieron en las ontologías negativas del budismo y la gnosis, sería
muy de desear para los cómplices filosóficos y terapéuticos del hombre que se
despidieran del existencialismo dogmático que, con su positivismo creador y su
consentimiento coercitivo, fundamenta a nuestra ontología oficial en la
institución “realidad”. Para la ética terapéutica, sólo queda todavía abierta la vía
de la complicidad y del sentimiento afín con las tendencias inexistenciales de la
vida humana. En esa vía, se destapan conocimientos de las más ocultas
disposiciones de adicción de nuestra civilización.
También se entendería así el desarrollo explosivo de adicciones difusas y no
narcóticas en las que actividades mundanas y realistas toman la función de
quebrantaduras de la existencia y disolventes del Yo. Como, después de todo, en
el existencialismo no se trata de la huida del mundo sino de la negación de
tensiones de individualidad, el modo de conducta más mundano y adecuado a la
realidad que tiene el hombre, el trabajo, puede adoptar una función de droga. La
forma de adicción de nuestros días más conforme a la actualidad, el
22
workaholismo28, con sus derivados en la cultura de la distracción y el hobby, ilustra a
la perfección la dinámica de un inexistencialismo descuidado e inadvertido. El
sujeto sobrecargado con su propia existencialidad es, hoy más que nunca, menos
fugitivo del mundo que adicto del mismo —donde la misma plenitud de la
interioridad mediante materia mundana adopta un fundamental carácter de
negación—. En la más extremada actividad los miembros de la especie a la que
más se exige vuelven a introducirse subrepticiamente en la falta de mundo del
animal activo. Esto lo han puesto de relieve, en primer lugar, las psicologías
monacales budistas y cristianas con suma agudeza. Se suplanta el ser-en-el mundo
igual que el venir-al-mundo mediante un permanente atiborrarse de “temas”,
“proyectos” y commilments. ¿Para qué existir una vez que se ha descubierto que se
puede instituir el mismo mundo como medio contra el ser-en-él y ser-en-si?
Terapia filosófica es una escuela del ser-y-no-ser. Se plantea el quehacer de
acoger la más irresuelta añoranza de solución y de mostrar a la más oculta y gran
negación la ruta hacia lo libre, lo solidario y lo transformable. Si se supone a la
cultura en general como manera teórica y humanamente creíble de la
inexistencialidad, acaso puedan los individuos resistir conscientemente también al
escapismo farmacéutico.
4. DE LA POSIBILIDAD HUMANA DE LA PRIVACIÓN.
Después de lo dicho, me parece posible proponer un concepto religiosofilosófico de la adicción. Adicción es un ansia descodificada, es decir, oscurecida
y desprovista de articulación lingüística, de liberación de la obligación de la
existencia. Es el caso extremo de la religión privada. En sus más peligrosas
variantes, se origina mediante una frecuentación frívola, o sea privada
desritualizada e inconsciente de potentes sustancias psicotropicas. Estas dejan,
tras de sí, al cabo de éxtasis no informativos, impresiones de continuación
repetitiva en la retentiva de deseos de los sujetos. Una negación primigenia
informe se introduce en la frivolidad del probar. Los inicios de la adicción yacen
en el propósito de los sujetos de reposar en una relación privada con lo que
intercede y avasalla; es consumismo en lo absoluto. De facto, raramente se
quebrantaría el sujeto sólo por la sustancia adictiva. La gran perturbación procede
del efecto de cambio de drogas y crisis de privación. El horror crónico de la
privación en el punto álgido de la demanda de repetición promueve una
desintegración de proceso primario. Conduce a una persona, es decir, un ser que
puede afirmar su relativo ser vacío, a la imposibilidad de ser. El curso del proceso
28
Híbrido work (trabajo, en Inglés) y alcoholismo. (Nota del traductor)
23
es el de una enfermedad aguda hasta la muerte. La enfermedad obtiene su
enorme poder mediante la sinergia entra inversión de la absorción e
inexistencialismo. Igual que supo Baudelaire que él era fumado por su pipa, sabe
el drogado típico que él es tomado por su droga. Lo sabe porque la toma para ser
tomado por ella. La adicción sería así vista como la aprobación coercitiva de la
absorción como querer ser tomado. No yerran los representantes de la
orientación severa y el tono rudo en la drogoterapia cuando dicen que hay que
respetar en los adictos, en primer lugar, a los autodestructivos libres. De ello se
deduce que hay que constatar, entre los adictos y sus auxiliadores, una
configuración extraordinaria de las conciencias: están uno frente a otro, como
sujetos que saben, el uno del otro, que a la postre no pueden hacer nada el uno
por el otro. El que se droga sabe que no puede dejar de ser adicto en atención a
su auxiliador; el auxiliador sabe que ninguna donación maternal quitará al adicto
su hambre de sujeción. La situación básica de la terapia de adicción no es la
simple cita para atención entre auxiliador y cliente, sino el duelo entre dos
conciencias que se dejan mutuamente sin recursos. La falta de recursos de uno
frente al otro es idéntica al poder de mostrar al otro su impotencia. Con todo, en
algún momento dará a entender el auxiliador al adicto que lo puede dejar irse a
pique, lo mismo que el adicto, evidente buscador de ayuda, dará a entender a su
auxiliador, en un momento, la verdad de que él difícilmente lo puede persuadir
para una vida bajo condiciones de sobriedad media. Con ese hallazgo, se alcanza
una trágica frontera que no es sobrepasable por ninguna terapia. En esa frontera
se separan los espíritus; los unos a dejar tras de sí la situación humana en su
totalidad, los otros al afirmar la incómoda humanidad de la privación.
No siempre tiene la tragedia la última palabra. También las almas estimuladas por
la gran negación conocen el cambio de conducta frente a la realidad; alguna vez
ponen a mal tiempo buena cara; practican el ulterior decir sí al hecho de la vida
adulta; se conforman con la propia existencia y aprenden a apreciar el espíritu de
los compromisos29. Cierto, existir siempre quiere decir el inconveniente de haber
nacido, de tener que cargar consigo. Pero también quiere decir poder buscar
modos de transformar esa desventaja básica en la ventaja del descubrimiento del
mundo. Contra el avasallamiento mediante la falta de mundo sólo sirve la
inspiración mediante el brillo del mundo; en esto es también psicológicamente
cabal la polémica de Plotino contra el desamparo onírico de los gnósticos
vulgares. El antídoto eficaz contra las oscuras formas del extrañamiento del
mundo es la afectuosidad del mundo que se palpa de antemano al hilo de la
simpatía. Quien ha venido al mundo pone de manifiesto mediante ese acto que él
29 La figura de pensamiento “autoaceptación” como ulterior aprobación del hecho de la propia vida la he
desarrollado más detalladamente. Cfr. la sección “¿Que quiere decir asumirse? en este volumen, p. 209 y ss.
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o ella quiso aventurarse a cambiar la droga de la perfecta nada por la droga
sustitutoria del existir. Quien está “en el mundo”, eo ipso, se ha aventurado en una
zona donde uno se contenta con algo menos de oscuridad, de distensión, de
suspensión temporal que en la constitución embrional premundana. De modo
que existir implica siempre una incursión en un territorio mas pobremente
embriagado; una expedición a lo sobrio, lo neutral. Allá nos iluminan las cosas en
su ser en sí y nos oponen su resistencia. Quien existe está siempre, en cierta
medida, “afuera”, en lo extraño, lo pesado, lo refractario. Para los moradores en
latitudes medias, la temperatura exterior es, las más de las veces, más fría que
antes en el gran interior. El aire que respiramos significa, en comparación con el
confort de la común circulación de madre e hijo, un permanente suplicio de
privación de endorfinas. Ahora es sabido que, para el feto, el medio materno es
una orquesta que se ocupa del continum tanto rítmico como opioide. Pero, desde
que los individuos practican la existencia, música y opio son bondades
infrecuentes. En su lugar, pululan sacerdotes, traficantes y terapeutas que cobran
elevados precios por servicios sospechosos. ¿No somos todos nosotros, los que
fuimos tan imprudentes como para venir a la libertad, desconcertados inquilinos
de un establecimiento de privación —si bien tampoco casos sin remedio, en
tanto nos mantenemos en el mercado como intermediarios de la droga
sustitutoria: saber vivir?— Pasamos nuestros días, manteniendo nuestro standard
de droga al más bajo nivel soportable, lo cual define lo que, en nuestra región,
debe considerarse realidad. Lo que ahora importa es no tener más cuitas que
licor, pero tampoco más licor que cuitas. Mientras es exitosa la observación de
esta regla, la tragedia se mantiene a distancia. Con la reserva de los extremos que
la bienvenida sobriedad y la voluntad de examen de realidad nos conceden,
obtenemos la libertad de participar en el mundo humano. Allá donde los abismos
saben de complicidad abisal, pues sólo desde lo profundo de la complicidad se
alían los hombres para la vida común. Es parte de la característica de nuestra era
que tales alianzas hoy no son ya posibles sin el conocimiento de la profunda
guerra mundial de los sistemas de cultura y delirio y de los riesgos de las
manipulaciones técnicas de la naturaleza. Tras una historia de casi tres mil años
de gran negación mundana y viviendo en medio de la fase álgida de la
transformación constructivista del mundo, estamos obligados a hacernos un
nuevo concepto de la aplicación de una ontología positiva y negativa. En el
mundo humano importa, no sólo a filósofos y terapeutas, probarse como
cómplice de la existencia y de su contrario; compartimos con nuestros semejantes
la perplejidad de ser. 25
FICHA:
SLOTERDIJK, Peter. Extrañamiento del mundo. Editorial Pre-textos, Valencia,
2001, pp. 123-139.
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