Título Introducción La presente monografía se escribe en el marco de la materia Literaturas francesa e italiana con el fin de su presentación en la instancia de examen final. El texto seleccionado para el desarrollo de esta es El amante, de Marguerite Duras; novela que podría situarse a la par de otra de la misma autora (El dolor) que encontramos en la unidad complementaria de la materia, titulada: “Perspectivas del yo en la literatura contemporánea”. La zona de interés a indagar, para profundizar en la perspectiva del yo del presente texto, versa sobre las configuraciones y significaciones del cuerpo que se construyen en él. Se procura dar una respuesta a la siguiente pregunta-problema: ¿a efectos de qué se configuran distintos cuerpos en el ámbito de una narración autoficticia? Resulta necesario aclarar, desde el inicio, algunos presupuestos teóricos desde los cuales partimos para pensar en tal problema. En principio, entendemos que la novela en cuestión pertenece al género de la autoficción, tal como lo concibe Puertas Moya (2005), quien lo plantea en su complejidad: “Esta identificación formal entre novela y autobiografía facilita la creación de un subgénero híbrido, como el de la autoficción, en el que se alienta la duda sobre el carácter verídico o ficcional de lo relatado” (303). Nuestra pregunta tiene que ver con dilucidar el modo en el cual se insertan y conviven los cuerpos en un género que se caracteriza, fundamentalmente, por su ambigüedad; al mismo tiempo íntimo (al tratarse de un relato sobre el yo que escribe sobre sí mismo) y público (al ser exteriorizado mediante la palabra); al mismo tiempo individual y social, dado que una identidad siempre se construye en relación -de semejanza y oposición- a otras. Otro significante presente en nuestra pregunta-problema, cuyo significado es necesario aclarar, es el de cuerpo. En este sentido tomamos los aportes de Scarano (2007) sobre los territorios de lo íntimo para hablar sobre la corporalidad. La autora afirma que “intimidad y cuerpo encarnan dos horizontes de la identidad que encuentran su bisagra en el carácter social e histórico vivido por los sujetos” (40). Si bien lo tenemos en cuenta, sólo en parte leemos ese carácter social e histórico en la novela de Duras, dado que se trata de un texto de ficción; sin embargo, destacamos una vez más su ambigüedad inherente, dado que es una narración en primera persona. Entendemos el cuerpo, entonces, como un espacio íntimo atravesado también y necesariamente por prácticas culturales; una conjunción plausible de ser exteriorizada mediante la práctica de la escritura. El recorrido de lectura comenzará, entonces, por una descripción de los cuerpos que consideramos relevantes para nuestro análisis. Hipótesis-respuesta. Se configuran distintos cuerpos porque todo tipo de escritura, aún en una literatura del yo, incluye a otros. Desarrollo 1.1 Descripción (narradora) Sin dudas, de los cuerpos presentes en el relato, el que más nos interesa es el de la narradora y protagonista. En su caso, contamos con un cuerpo en edad de adulto-mayor (el que escribe en el presente de enunciación, la narradora en su estado actual) y con otro adolescente, el del recuerdo, del cual surgen las transformaciones y procesos más significativos. Lo primero que leemos en la novela es esta comparación temporal, donde se nos muestra un rostro de muchacha menos hermoso que el devastado, destruido de ahora. De todos modos, su rostro se transformó muchos años antes, en su adolescencia: Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí. (...) Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que existía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas. En lugar de horrorizarme seguí la evolución de ese envejecimiento con el interés que me hubiera tomado, por ejemplo, por el desarrollo de una lectura (Duras, 1992: 6). Es interesante cómo la narradora significa ese proceso corporal: lo vuelve una escena de lectura; envejecer, atravesar situaciones que modifican el cuerpo, puede ser pensado como leer. La mayoría de las veces, la escritura de los relatos pasados (recuerdos) están en tiempo gramatical presente: “tengo quince años y medio” (7), “llevo un vestido de seda natural, usado, casi transparente” (10), “en la limusina hay un hombre muy elegante que me mira” (12). Al parecer, las tareas de recordar y escribir el pasado suceden sin temporalidad, todo sucede en el mismo instante del presente; se habla del pasado al mismo tiempo que se está allí. Con respecto a la temporalidad, leemos desde el inicio otro aspecto interesante. Los hechos que se narran, cuando efectivamente sucedieron tiempo atrás, ya estaban de alguna manera “en pasado”. La narradora dice haber experimentado que era tempranamente tarde, que sus rostros, premonitorios, van tomando una forma previa a las experiencias: un rostro del alcohol que se forma antes de la bebida o un rostro del placer que se forma antes de conocerlo. En la escena más importante, la de la mañana del viaje en transbordador cuando ella conoce a su amante, la muchacha delgada de quince años va tempranamente maquillada y, por cierto, con una imagen de lo más particular cuyo protagonista es un sombrero rosa de hombre, acompañado de un vestido y unos zapatos dorados de noche. Es en ese momento de su vida cuando se pronuncia el deseo de escribir. Tenemos, fundamentalmente, un cuerpo que escribe sus experiencias. Las escenas de escritura son recurrentes: “Ya he escrito, más o menos, la historia de una reducida parte de mi juventud (...) he hablado de los períodos claros, de los que estaban clarificados. Aquí hablo de los períodos ocultos de esa misma juventud” (8); “en las historias de mis libros que se remontan a la infancia, de repente ya no sé de qué he evitado hablar, de qué he hablado, creo haber hablado del amor que sentíamos por nuestra madre pero no sé si he hablado del odio” (16). En este punto parece pertinente resaltar el carácter autoficticio de la narración, para lo cual seguimos la definición de Doubrovsky citada por Scarano: “es la ficción que en tanto escritor decidí darme de mi mismo, ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales; si se quiere autoficción, por haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje” (2007: 90). Luego de hacer el amor una y otra vez con su amante, la narradora admite haber sido siempre triste, que tal estado lleva tiempo en su cuerpo y ni aún a su lado se quita, “que hoy esta tristeza, aun reconociendo que se trata de la misma que siempre he sentido, se me parece tanto que casi podría darle mi nombre” (1992: 26). Tal vez la más acabada descripción de su cuerpo la da la visión del amante, que construye la narradora: Distingue cada vez menos claramente los límites de su cuerpo, no es como los otros, no está acabado, en la habitación sigue creciendo, aún no ha alcanzado las formas definitivas, se hace a cada instante, no sólo está ahí donde lo ve, también está en otras partes, se extiende más allá de la vista, hacia el juego, la muerte, es flexible, se lanza todo entero al placer como si fuera mayor, en edad, carece de malicia, es de una inteligencia terrible (50). (madre) Por su parte, la primera descripción del cuerpo materno surge de una foto, se trata de un cuerpo agotado, abatido, de vestimenta desordenada y mirada cansada. Su vida diaria se basa en la desesperación. Se destaca por su apariencia, aún arruinada, de señora directora, “formal como una viuda, vestida de grisalla como una monja enclaustrada” (1992: 16). Controladora del curso de la vida de su hija, no renuncia a dar a conocer su parecer, a veces incluso hasta la violencia: “en sus crisis, mi madre se arroja encima de mí, me encierra en la habitación, me pega puñetazos, me abofetea, me desnuda, se me acerca, huele mi cuerpo, mi ropa, dice que encuentra el perfume del chino (32). Veremos más adelante que los representantes de los vínculos más fuertes con la narradora, la madre y el amante, se vuelven concretamente agresivos con ella. Al único que nombra como “mi hijo” es al mayor, los demás son “los pequeños”; estos últimos se definen únicamente por la distancia que la madre establece entre ellos y el primogénito amado. Su momento de felicidad sólo sucede al lavar con abundante agua la casa, hasta podría decirse que el personaje toma otra forma, su cuerpo realiza otras actividades: se ríe, canta, baila, toca el piano a la vez que limpia una casa invadida de gente también feliz. Cabe destacar que, en ese momento, faltaba un cuerpo, el del hijo mayor. Una de las escenas más significativas se relaciona con el reconocimiento del otro, en este caso de la madre. Están madre e hija en la terraza, también la criada Dù, cuando de súbito la narradora no ve a su madre en ese cuerpo: “hubo de pronto, allí, cerca de mí, una persona sentada en el lugar de mi madre, no era mi madre, tenía su aspecto, pero jamás había sido mi madre” (44). Esta imposibilidad de identificar a su madre, siendo que la imagen de la mujer que veía ahora era de felicidad y belleza, le produjo un hondo terror, como si se hubiera dado cuenta de la posibilidad de sustituir un cuerpo irremplazable; el pavor provenía de que estuviera sentada allí donde estaba sentada mi madre en el instante en que se produjo la sustitución, de que yo sabía que nadie más que ella estaba allí en su lugar, pero de que precisamente esta identidad que no podía ser reemplazada por ninguna otra había desaparecido (44). (hermano mayor) Fue el preferido de la madre, siempre lo mantuvo porque él era “el hijo mayor que no sabe, él, ese niño de cincuenta años, ganar dinero” (18). Obsesionado, sin embargo, por conseguirlo para despilfarrarlo. En las escenas en las que está presente junto al amante, la narradora sólo responde a su hermano, como dominada, el cuerpo de aquel deja de tener alguna relación con el de ella. Este hermano le provoca miedo, su cuerpo subyuga el de ella y, paradójicamente, es quien más se le parece físicamente, sobre todo en el rostro; entonces, la sensación se invierte “la única persona a la que teme el hermano mayor, ante la que curiosamente se intimida soy yo” (30). Su cuerpo delgado logra intimidar al otro que, por naturaleza, se inclina siempre a la dominación, a hacer sufrir, a matar. La narradora llega incluso a compararlo con la guerra: “veo la guerra como él era, propagarse por todas partes, penetrar por todas partes, robar, encarcelar, estar por todas partes, unida a todo, mezclada, presente en el cuerpo, en el pensamiento, en la vigilia, en el sueño (...)” (34). No obstante, se dice de él que no tiene gloria ni grandeza, que es un asesino sin armas, que su poder no va más allá de un pequeño círculo, por lo cual siempre estuvo en soledad. (hermano menor) Nombrado “mi niño” por su hermana. Débil, muere al tercer día de una enfermedad grave. Además de la narradora, es el único personaje del que se da cuenta que escribe: le envía una carta a su hermana diez años después de que ella se fuera. También es el único que la defiende, y sólo con su temor que logra calmar la tormenta familiar, de los golpes de la madre. (amante) Quien ha sido el amante de nuestra narradora en su juventud es un hombre muy elegante, viste a la europea, y tiene doce años más que ella. Es el único de nuestra serie que no es blanco, su origen es chino. Si se describe su cuerpo teniendo en cuenta su relación con la narradora, más precisamente, en los momentos de encuentro de los amantes, su cuerpo se vuelve frágil, pierde fuerza, “sin otra virilidad que la del sexo, está muy débil, diríase estar a merced de un insulto, dolido” (22). En tales encuentros, además, el hombre se ve envuelto en una profunda aflicción y llora, quizás, invadido de tanto amor y deslumbramiento hacia la joven. El cuerpo de ella es para él algo a amparar y mimar constantemente: lo besa, lo acaricia, lo lava en la ducha, lo viste, lo maquilla, lo adora, “juega con el cuerpo de su niña” (51). En otras ocasiones, la escena es algo violenta y él de repente recupera su fuerza, como un experto, grita, la insulta: “Y eso es lo que se dice cuando se deja hacer lo que se dice, cuando se deja hacer al cuerpo y buscar y encontrar y tomar lo que él quiere” (24). Se da rienda suelta al deseo y él incluso muerde a la muchacha que se deja hacer por experimentar, por huir de su casa y de su madre, por un placer que no admite inhibiciones. En cambio, si bien para ella el amante es deseable lo es, sobre todo, por el dinero que posee; esta atracción se traslada directamente al cuerpo cuando ella menciona el deseo que le produce el olor a cigarrillo inglés, el del perfume caro, el de la seda, el del oro. De alguna manera ella sabe, y le gusta, ser una más de las mujeres con quienes él se acuesta, lo cual nos hace pensar en que ella nunca se concibe en soledad, sino que se ve siempre rodeada de otros cuerpos. Esa misma tarde, luego de la primera vez que los amantes intiman físicamente, la narradora advierte haber envejecido de pronto. Otra forma indirecta de conformar los cuerpos a lo largo del relato (y por parte de la madre, quien llevaba a fotografiar a sus hijos), se da a través de las fotografías. Ante ello, la narradora declara que la familia se contempla; del modo como no sucedía “personalmente”, se miran en las fotos, juntos. Incluso la madre, anciana, asiste al fotógrafo. Puede verse cierta preocupación por detener la imagen, por captar determinados momentos del cuerpo, objetivarlos, fijarlos. Ya la narradora anticipa esa fijación como característica familiar principal: “es una familia pétrea, petrificada en una espesura sin acceso alguno. Cada día intentamos matarnos, matar. No sólo no se habla sino que tampoco se mira” (30). Justifican hipótesis > Escena de la sustitución de la madre > “Y a partir del momento en que alcancé ese conocimiento tan simple, a saber, que el cuerpo de mi hermano menor también era el mío, yo debía morir. Y morí” (53).